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Rin's Last Wish

Summary:

La partida de la última manada que les resta trae más consecuencias de las que Inuyasha y Sesshōmaru podrían haber previsto. La pérdida y las promesas trazan los caminos de ambos para hacerlos coincidir de las maneras más impredecibles de las que nunca podrían haberse preparado. Y quizás estos caminos nunca estuvieron separados. Y estuvieron destinados a encontrarse toda la vida.

The departure of the last remaining pack brings more consequences than Inuyasha and Sesshōmaru could have foreseen. Loss and promises chart the paths of both to match them in the most unpredictable ways they could ever have prepared. And maybe these paths were never separated. And they were meant to meet all of life.

Notes:

De hecho, lloré escribiendo esto. Espero lo mismo de tí, porque de otra forma no tiene gracia.

(See the end of the work for more notes.)

Chapter 1: Dolor; devorador de orgullos y pasiones (Pt. 1)

Summary:

El dolor carcome hasta lo más recóndito, y ni su bravucona determinación podrá mantenerlo alzado ahora.

Chapter Text

 

 

 

 

 

 

 

De la culpa, el arrepentimiento y las cosas merecidas.

 

Advertencias: Se incluyen descripciones de intento de suicidio y pensamientos suicidas.

 

A lo mejor las cosas malas que ocurren parecen ser lo que te mereces, a lo mejor no hay ningún lugar para ti. A lo mejor deberías pudrirte, ¡Maldito bastardo incestuoso!

 

 

 

 

 

 

 

 

Dolor; devorador de orgullos y pasiones.

 

Las huellas de los pasos de su recorrido se olvidan con el tránsito insistente de la nieve. Se olvidan, tanto como él mismo es olvidado. Y se pierden, tal como él mismo se pierde, no en el sentido de que ha perdido la orientación. No, continúa su camino de memoria, pura memoria muscular, y para este punto la sensibilidad de sus pies desnudos es casi nula. No podría perderse aunque quisiera. Es otro tipo de olvido al que está atado, una pérdida de sentido más peligrosa que la pérdida de la orientación; es el rumbo indeterminado de su espíritu el que tiene mayor relevancia a la hora de andar. Porque bien podría tener un destino físico al que llegar, que lo llenaría de propósito momentáneo, pero la ausencia de significancia y de verdadero propósito —que no solo lo llevaría a un lugar en específico, sino que lo guiaría el resto de su vida—es por naturaleza adversaria del instinto de supervivencia, por lo tanto, la tarea solo serviría de engaño dulce hasta su finalización. Y la vertiente interminable que se volvería el satisfacer el vacío que dejó la tarea concluida, al contrario, no terminaría jamás.

 

Él no siente deseos de llegar prontamente al destino físico. Porque no quiere disfrutar de la tarea de correr hacia aquel lugar, y una vez allí cuestionarse cuál será el siguiente lugar al cual emprender una nueva carrera. Y en especial, porque no quiere enfrentar la serie consecutiva de sus sentimientos más profundamente desagradables mejor guardados. Le rehuye a la ruta que lo lleva al valle de los recuerdos, la nostalgia y el dolor, le rehuye con todas sus ganas, y sin embargo, camina resignadamente al abismo desolador e inevitable al que conduce. Sólo puede pensar en que tiene frío y que la aldea puede proporcionarle un refugio temporal bastante decente, apenas es suficiente para impulsarlo a continuar.

 

No salta de árbol en árbol envuelto en su habitual energía entusiasta, que siempre pica debajo de su piel pidiéndole ser liberada. En cambio, se abstrae y se cohíbe, sus pensamientos se dirigen al pasado.

 

Miroku, quizás el único amigo de toda su vida. Miroku, y el vigésimo aniversario de su fallecimiento.

 

Había prosperado grandemente después de casarse con Sango. Aún puedes recordar la boda, la primera boda humana a la que asistió que fue predecida por las de sus hijos y la de los descendientes de sus hijos. Sango vistió el kimono más bonito y más blanco que las mujeres del pueblo pudieron hacerle para la ocasión, como un pago por su arduo trabajo en mantener la seguridad de la gente durante su estadía. Miroku vistió solo un atuendo más formal a diferencia de su atuendo cotidiano; en su lugar era negro y tenía más capas de las que podía contar. Inuyasha bromeó con que, a diferencia de las mujeres, él no se había esforzado lo suficiente en un atuendo adecuado y que aquello hablaba de cuántas verdaderas ganas tenía sobre el casamiento. El monje, ansioso y sensible como estaba por el evento, se aventuró hacia la cabaña de la vieja miko Kaede graznando y pidiendo disculpas a la pobre Sango, aseverando cuán realmente dispuesta estaba en su compromiso aun a pesar de la precariedad de sus vestidos en comparación. Se ignoraron muchas tradiciones esa tarde, y fue perfecto, incluso para él. Cuando el sol rompió casi todo el pueblo se juntó a celebrar y probar del mejor banquete que Inuyasha había cazado jamás. Nunca había comido tanto en su vida. Ni bebido tanto. Nunca había sonreído tanto en su vida, y se llenó no solo de alimentos que rara vez tenía la oportunidad de probar, sino de todo tipo de emociones que no creyó poder sentir tan plenamente. Sonrió por la paz que se desbordó del alma, por la gratitud de presenciar un momento tan precioso, porque sintió la felicidad de sus amigos como si hubiera sido propia. Y cuando pasó la noche frente a un viejo pozo vacío, no fue tanta su desolación. Quizás hasta lo hizo un poco más libre de las expectativas que aguardaba con ilusión, que depositó ese pozo y que se desbordaron sin reparo de sus viejas tablas.

 

Vivieron bien el resto de su vida después de sus aventuras juntos, y mejor aún, vivieron más que el promedio.

 

Inuyasha siempre que ronda el mismo pensamiento, se siente afortunado. Y aún por cuán largas habían sido las vidas de sus dos amigos humanos, esa fortuna nunca hubiera podido ser suficiente. Que ganas tuvo en alguna instancia, de tenerlos por lo menos otros doscientos años más consigo, que egoísta fue el pensamiento. No conseguí atesorar los momentos lo suficiente. Tan precarios eran los recuerdos restantes; nada más que fantasmas y sombras, y ni siquiera en sus sueños, en aquellas siestas que comprenden días enteros a las que se reducen de vez en cuando, ni siquiera allí es capaz de replicar la felicidad que está seguro que sintió, tan genuinamente como nunca más le será posible o permitido sentir. Porque sabe, esa fue la única y última oportunidad de ser feliz, de ser amado, de amar a cambio, de pararse y vivir con dignidad.

 

Hay tensión en su mandíbula cuando su entorno comienza a volverse más familiar, mucho más familiar. Y cuando el árbol de las edades cruza su visión, lo rodea. No, se escabulle más adentro en el bosque que lleva su nombre para así poder rodearlo. Está vez si salta. Ya está allí. Ya llegué al destino. ¿Qué está esperando para enfrentarse a lo inevitable?, se pregunta. Nunca ha sido ningún cobarde que evade una pelea con tal de no enfrentar el dolor físico. No comenzar a ser cobarde ahora al rechazar tan obstinadamente hacerle frente a su dolor emocional.

 

Un rugido corta el aire, una llamada. Inuyasha limita sus saltos hasta detenerse, esperando cuando la ansiedad y el miedo lo entumecen en su sitio. No en la espera del ataque físico, uno que sabe que no vendrá, es la espera de más familiaridad que extrañará una vez de vaya de nuevo, el miedo de anhelar algo demasiado fuerte que más temprano que tarde perderá, que se resbalará entre los dedos como el agua de los estanques.

 

No quiere verla. No puede verla. No puede volver a recordar todo lo que se extravió.

 

Es derribado de espaldas al suelo sobre la nieve.

 

Deja ir el aire retenido en un suspiro tembloroso, que es amortiguado por las grandes cantidades de pelaje. Está indefenso, es un sentimiento apremiante y grato por partes iguales. Él nunca podría tomarle el gusto ha sentirse indefenso de ninguna forma porque haber sido convertido en una presa por su situación de han'yō no fue ni por lejos agradable, pero aquí, cuando el calor del cuerpo ajeno traspasa los límites de su soledad, el peso de ser malditamente fuerte se desliza de sí como una túnica gastada ya muy vieja para llevar, y torna la vulnerabilidad desde algo desdeñoso a lo más anhelado. Mostrar vulnerabilidad fue lo que había aprendido que era el amor; dejar de lado toda muralla levantada para que la ternura se filtre al corazón, que le acaricie la calidez aún por cuánto haya que perder.

 

Se agarra más fuerte de la nekomata que lo aprisiona con pasión contra la nieve. Los ronroneos lo sacuden entero, la sensación se mezcla con el frío que traspasa pobremente la rata de fuego y con los temblores de un miedo egoísta.

 

Cuánto extraño el calor de Kirara. ¿Cuánto la extrañaré después de irme?

 

Apenas reconoce la risa privada de aliento de un zorro, de la mitad del tamaño de Kirara, que se aproxima desde la seguridad del pueblo corriendo ágilmente sobre la nieve.

 

Resopla por el cabello que se atora en sus labios y lo ve. Es un punto de inflexión en su vista para cuando logra liberar su rostro atrapado por su amiga. Hay un plop que transforma al zorro naranja en un zorro mucho más astuto.

 

“¡Te tomaste tu tiempo!”, se estrella contra su otro costado, vibrante en colores otoñales que contrastan con el impávido invierno lúgubre. Que por más ensombrece el ánimo, que entorpece la travesía de un viajero, que enfría los confines del corazón. No para Shippō, el pequeño zorro yōkai, que se reencuentra con su padre después de lo que se sintieron muchas estaciones. Ahora perecen en lo que fue solo un sueño angustioso.

 

Hay una especie de alivio que lo envuelve cuando lo ve que no le tiene piedad a su corazón oprimido, y tan natural como le es respirar, hurga con la nariz entre el flequillo y lame la frente del cachorro, una costumbre que adquirieron después de mucha negación. El yōki de Shippō parece cantar ante su atención y su afecto, chilla lo que suena como un grito de alegría y no tarda en saltar para adherirse a su garganta, reírse con entusiasmo ahí y subir a su barbilla para saludarle de vuelta. El peso de la vida se vuelve más ligero, su dolor es apaciguado dulcemente por la cuidadosa mezcla de los aromas correctos, por cómo sus sentidos se desbordan de las formas más apropiadas, por juntarse nuevamente con… oh, los restos rotos de su manada agonizante . .

 

Una punzada al borde de su conciencia tira de todo, de los sentidos extasiados y distraídos, de los sentimientos tanto agradables como malos para advertirlo ningún segundo tarde.

 

El intruso, con su presencia indeseable, rompe cierta ternura y suave armonía apenas descubierta para dejarlo vulnerable a sus ojos indiscretos, que aparentan ser más peligrosos que la propia arma en sus manos. La tira y afloja común de aquel que deja ver demasiado y aquel que utiliza lo visto en contra. Un punto vital al descubierto para un enemigo preparado. Pero no podría darle demasiado crédito a una niña que ni armada puede dañarlo. No le impide erizarse aún así.

 

“Será mejor que bajes ese arco, perra”, hay un gruñido formado en su garganta antes de que pueda pensar, antes siquiera de moverse. Retumba entre los árboles de manera grotesca y abrupta para lo que sería la amenaza de una niña que parece jugar a la sacerdotisa con ese arco enorme y esa flecha que ni en su mejor día podría disparar acertadamente.

 

“¡Kome-san, es Inuyasha!”, ajeno a la profunda enemistad, que tal como los que se depredan mutuamente poseen y que estos dos muestran libremente, Shippo exclamó su emoción en voz alta.

 

El aire se inquieta alrededor de Inuyasha, sin embargo, la sacerdotisa parece no saber lo cerca que está de sobrepasar un límite de paciencia en él cuando su sola presencia promete un encuentro duradero. Se hace de oídos sordos a las palabras del zorro yōkai porque reconoce un enemigo cuando lo ve.

 

Al extremo de esa flecha que lo apunta, Inuyasha está seguro de que si la niña lo busca lo va a encontrar y que tiene derecho a sentir irritación cuando esa flecha tiene reiki impregnado en ella. Nunca dejaría que alguien más lo sellara a un árbol. Y ojalá la irritación fuera solo eso y fuera manejable.

 

“¿Así es cómo recibes a tu guardián? Cómo te atreviste”, y su voz tiene un déje de mofa bien acomodada para esconder su tensión. Flexiona sus garras tentativamente, palpa la nieve debajo de sus yemas y se lleva un puñado a la mano derecha para luego aplastarla con fuerza.

 

No tiene tiempo para desperdiciar cuando su cachorro y su amiga lo esperan. No cuando las tumbas se llenan de polvo y las ofrendas todavía no se dan.

 

Un extravío de tiempos que son preciosos con la más ordinaria efimeridad, ¿y cuándo la vida no ha sido eso: el tiempo desvaneciéndose silenciosamente como un amante al que se le tiene que perseguir, al que se anhela porque cuando se tiene no se le concibe? ¿Al que se da por sentado?

 

Alejarse de la maldita perra es el deseo que le retuerce en las entrañas. Y la flecha todavía lo tiene atado a su sitio como si de hecho tuviera algún poder sobre él, y es intolerable.

 

“Se que ladras pero no muerdes, no eres más que un pobre perro viejo, podría eliminarte fácilmente”.

 

La tierna Kome-san, que hablaba con una imprudencia que ni los años de experiencia ni el talento la pueden respaldar, tendría a lo mejor unos quince años de edad. Y al parecer era la edad suficiente para hacer que Inuyasha se irritara de sobremanera.

 

O podría haber sido el día que es.

 

Lamenta que dejar inconsciente a las personas en el bosque no sea algo que tenga la libertad de permitirse hoy en día. Se conforma con desviar el arco lanzado la nieve que empuño en un movimiento que los pobres ojos humanos de la chica no le permiten seguir. Ya distraída, solo hacia falta un empujón para que la chica cayera de llena al suelo.

 

Solo porque la niña tiene algo de moderación es que la flecha no sale disparada.

 

“Podría decir lo mismo de tí. Tan valiente”, Inuyasha pisoteó la flecha a un lado como si la hubiera ofendido personalmente. Se parte debajo de su pie, ni siquiera hay un cosquilleo que sugiera la bendición de su madera.

 

“¡¿Cómo puedes tratar así a una señorita?! ¡Le diré a la señora Yaya y te exterminará en menos de una tarde!”, y entre sus palabrerías intentaba empujar su pierna en unos pobres esfuerzos por liberarse de su pie descalzo.

 

Hay algo que lo exaspera enormemente en la forma en la que se retuerce para zafarse, de la manera en la que esto es solo un juego para ella y él, por el contrario, gorgotea en una impotencia incomprensible.

 

“No estoy jugando más, niña”, son las palabras que salen de su boca en gruñidos enfurecidos que ninguna garganta humana sería capaz de imitar.

 

Por primera vez puede oler el auténtico miedo en su olor y es esclarecedor de formas que no deberían sorprenderlo. La joven expresión se desfiguró en una sorpresa vulnerable.

 

Es difícil llevar la cuenta de cuánto tiempo pasó protegiendo a esta gente y cuántas veces con facilidad es olvidado.

 

Es este tipo de cosas a las que se ve orillado a enfrentar las que lo mantuvieron alejado. El bullicioso aplastante de la gente que se mueve, vive y prolifera; el ahogo de un mar de olores extraños, todos mezclados a la vez; la vista del crecimiento cuando uno se ataca; la sensación de inexactitud de las piezas de un tablero natural que no encajan entre sí, no todas, no él; el cara a cara con el odio perpetuo y más que antiguo que hace contraste a las cosas nuevas y extrañas a las que se enfrenta. Y el miedo, tan intrínsecamente ligados que fluctúan en uno solo. Alimentándose el uno del otro. Pudriendo humanos a toda costa, comiéndoselo a él también. Repara en que ninguno es más animal que el otro para este punto, uno que gime y otro se regocija en su lamento, y afila sus garras. Una patea e Inuyasha se siente debajo de su piel, más cerca que hace unos momentos, a él yōkai que es. Más que humano.

 

O su propio odio, para el caso. Odia su sorpresa, sus lágrimas y su miedo. Odia la expresión de su rostro. Odia, y es casi como un reflejo de un espejo. De uno a otro, saltando y esparciéndose, tanto que empieza a preguntarse quién le odió primero.

 

Nada había cambiado demasiado. Muchas cosas lo habían hecho.

 

“Inuyasha”, la urgencia en su voz es suficiente para distraerlo de la sacerdotisa en sus garras, porque de entre todas las cosas que están mal en esta escena, una urgencia en su hijo es lo peor. Se gira para ver a su cachorro, el cachorro que de a poco comenzó a recuperar una infancia que se le había negado el cual aún guarda una sabiduría que no tiene derecho a tener. Reconoce la súplica en su tono, que no se trata de nada más que la urgencia de salir a correr en un invierno especialmente perezoso. Pero también reconoce un rastro de seriedad, otro tipo de súplica como una advertencia, de no aventurarse a armar otro lío en el pueblo, de abandonar su temperamento y soltar a la sacerdotisa.

 

“Vamos, te he echado de menos”, y eso lo sentencia.

 

Él no está para jugar juegos en la nieve, ni está para apreciaciones descargadas de las cosas que apenas puede poseer brevemente. Pero él puede fingir. Fingir que no le aprieta el alma reunirse con su manada para guardar el amargo final de separarse nuevamente. Él puede divertirse en esto.

 

“Bien”.

 

Kirara es la primera en saltar desde su posición defensiva detrás de Inuyasha para escaparse entre la espesa de los árboles teñidos de blanco. Es seguido de cerca por Shippō quién también lo abandona para irse tras el gato de fuego en otro plop que lo transforma en su forma completa. Su cola desapareciendo entre los matorrales es lo último que ve.

 

La mayoría de veces juegan solo. Aprovechan todo el bosque para eso, los tres lo conocen mejor que nadie a estas alturas. Les trae un pequeño consuelo para ablandar las asperezas insípidas que la vida les venía dando de casualidad. Tiran de las orejas que tengan el infortunio de cruzarse en el camino, muestran los dientes, gruñen, sin embargo, nada hacen con verdadera hostilidad ni agresión.

 

Es molesto de todas formas, gruñe con fingida furia cuando Shippō muerde el borde de su oreja. Los dientes de cachorro que tiene, que fácilmente poseen la fuerza de cinco mordidas humanas, realmente no cruzan la piel de su tierna oreja derecha sino que la pellizcan para que Inuyasha entienda el mensaje: Es un mocoso, hay que enseñarle una lección .

 

Perseguir por entre los árboles a Shippō se siente como la libertad que tanto había ansiado ya la que no había dado crédito, o la victoria sobre todas esas razones por las que correr con su hijo no le fue concedido y merecido jamás. Ya sea porque su raza había destruido una cosecha e infundido el hambre en un pueblo entero, o porque los de su clase aterrorizaban niños inocentes en las noches y eran la principal aparición de sus pesadillas, o porque su sangre significaba traición, deshonra y deshonra, o porque estaba contaminado con gentilezas y suaves bordes con sentimientos que eran decepcionantes para esa mitad que no tenía tales cualidades.

 

Correr sobre sus cuatro extremidades lo conecta con esta parte que ocasionalmente le susurra las necesidades primarias mínimas y que lo ha protegido más que herido. Lo que lo mantiene fuerte, saludable, joven, y que a su vez lo mantiene aislado de yōkai y humanos por igual. Un regalo y una maldición. La mitad de uno. La mitad de la claridad y del propósito que un yōkai posee. Todo se vuelve más presente y ruidoso cuanto más espacio le da a esta mitad suya. La corteza húmeda de los árboles, la frescura de la vegetación, el olor frío de la nieve que le enfría la nariz, y su hijo, presente y tangible y no solo una alucinación o un anhelo. Y el aroma ahumado de Kirara, y el aroma ahumado de otro gato de fuego más allá al borde, masculino y más profundo,

 

—Todos se cansan de los humanos, al final. Muy queridos, muy fugaces.—

 

Todo lo que necesita para atrapar a Shippo es un salto, pero siempre espera a estar en los bordes de la espesura para hacerlo. Giran bruscamente en el suelo y caen sobre Kirara que se había mantenido a una distancia ventajosa de la persecución hasta este momento.

 

Esto es comodidad. Agitado entre la hierba blanca y helada hasta doler. Satisfacción, consuelo, y hasta, puede decir, felicidad. Momentánea y tenue, destellos marchitos de tiempos mejores en el presente, pero se alegra de poder aun sentirla un momento.

 

Otras ocasiones solo descansan. Ocurre cuando los aniversarios son especialmente malos, cuando no pueden sobrellevar bien la pérdida. Permanecen quietos frente a tumbas que permanecen aún más quitas que ellos. Ninguno dice nada. O alguno lo hace. Un anhelo, un arrepentimiento, un recuerdo distante. Pero hay palabras que no se dicen, y hay personas que no se mencionan. Solo de Miroku y Sango, descansando frente a ellos muy bajo tierra para participar de la conversación. Sobre Kohaku, o las gemelas. Kaede, y un par de sacerdotisas que le siguió. No Masaru, el cuarto hijo de sus amigos que los iluminó con su presencia un tiempo innecesariamente pequeño que los dejaron vacíos de él después de partir. No sobre los tiernos hijos de Kirara, desangrados en las mandíbulas de un yōkai serpiente. Nada de Kagome.

 

Eso también es comodidad. Las palabras que flotan entre ellos lo son, cosas dolientes pero cosas que se duelen en los tres. Secretos que no son secretos para ellos y que entienden y conocen bien. Y eso es suficiente consuelo. —Y ninguno de ellos puede ser secreto, arremete contra sí mismo en un pensamiento. Ni son prohibidos e indignos, ni son comunes como para avergonzarse de ellos. Pero son significativos y hablar sobre cada uno implicaría entregar voluntariamente un pedazo de corazón a un oído sordo.—

 

Sobre su espalda, en lo alto de un árbol, con Shippō y Kirara acurrucados cerca de su corazón, se permite la tranquilidad de un aliento suave. —Los quiere acurrucados dentro de su pecho, cubiertos por sus costillas, que guían su respiración como lo hacen sus pulmones. Los extraña como el aliento debajo del mar, como el sol en la noche perpetua. Los ama, ama. Fuertemente y clandestino porque no se le permite tener algo tan inocente y desinteresado como el amor—. Cuando las ofrendas terminan, los juegos que empiezan cesan finalmente, el descanso siempre es la mejor parte. Independientemente si es más triste o más alegre. La compañía lo cambia todo. Y aunque no quiere que el día termine, el sol todavía se oculta con indiferencia y la pregunta baila en su mente y en su lengua, y pica en sus dedos que trabajan cuidadosos de sus garras en desenredar un nudo en el cabello de su hijo; “¿Cuándo te vas?”

 

“Podrías aparentar estar un poco más a gusto con mi presencia, Inuyasha, no necesitas patearme tan pronto”, y fingio tan sobresaliente el mostrarse ofedido que Inuyasha se tragó con gusto la mentira.

 

“Solo dime, no me voy a morir”, se quejó. Una oreja de zorro fue pellizcada en reprimenda.

 

“¡Ah!”, pobre de su oreja ofendida. “Bueno… ¡Todavía no resolvemos la logística de eso!”

 

“Bueno”, hizo una burda imitación de su cachorro, “es sencillo. Tú vas allí y yo me quedo, mocoso. Ya habíamos discutido que Honshū es una apuesta segura”.

 

Conocedor de la información, Shippō guardó silencio por un momento. Después, aparentemente renovado, estalló diciendo: “Entonces… ¡Tengo noticias!”

 

“Mmm”, tarareo suavemente. ¿El nudo se estaba haciendo más grande, o era su idea? No podía decirlo con seguridad. Oh, ¿eso es una pulga? “¿Y son buenas noticias?”

 

“¡No lo serán para tí!”

 

Inuyasha aplastó a la ofensiva cosa entre sus dedos una vez el extrajo de las matas de cabello naranja. Algún primo de Myoga que seguro no alcanzará a extrañar. Keh, solucionado. Puesto que redujo a su vez la incertidumbre que permanece en su ceño fruncido.

 

“¡Viajaré contigo!”

 

 

 

 

La discusión fue tan devastadora que finalmente fueron a descansar.

 

La cabaña estaba tal cual la dejaron. Hisui había dejado un cargo al último de sus hijos, Shisui, —quien también había sido el último de la estirpe del monje y de la taijiya que lo había conocido como más que un mestizo y que sin embargo no le tenía particular aprecio— para su limpieza, quién por respeto a su senil padre ya su difunto abuelo destinado a su vez la tarea a dos sirvientas que poco tenían que decir sobre quién se alojaba allí.

 

Recordó precariamente a Hisui, el hijo de sus amigos demasiado senil para hacer la limpieza el mismo. Líder de la Aldea de Exterminadores que hace unos cincuenta años que se unió al shōgun de Kantō bajo la promesa de un matrimonio con la princesa Aiya. Esa niña berrinchuda. El pobre Hisui no tuvo oportunidad de negarse cuando tanto beneficio le trajo a la humilde aldea de exterminadores, que se vio enaltecida cuando el poder militar se convirtió en todo lo que importaba en un mundo que buscaba comerse a sí mismo.

 

A partir de ahí todo se había ido al carajo. La locura se esparció y las decisiones desesperadas no tardaron en aparecer. La locura de la matanza como nunca fue vista en la tierra, la guerra entre yōkai y humanos. E Inuyasha inevitablemente quedó en el medio, en el fuego cruzado. Un parea apartado una vez más como le ocurrió hace un par de eternidades atrás. Ni lo que su nombre significó, ni lo que sus hazañas trajeron alguna vez pudieron apaciguar la ira de las multitudes cuando le vieron en los bordes de la civilización.

 

Apenas entró supo que ya nadie conocido se encargó de la tarea encomendada, el aroma se había perdido en el tiempo, sin embargo, la cabaña seguía relativamente limpia, como estática, negándose a desvanecerse y permanecer vieja. Fue la mejor razón que se le ocurrió que explicara por qué le fue tan doloroso entrar. El contraste entre un pueblo que se enriquece de forma constante y una cabaña anticuada que se niega a desaparecer, que alguna vez estuvo apartada pero que ahora se rodea de otras cabañas que se elevan por sobre ella, como si se supieran mejores, como si despreciaran preventivamente a quiénes alojan y lo que fue dentro de suyo.

 

Acuno a Shippō todo el camino hacia dentro, quien de repente se había vuelto el mismo mocoso llorón de ocho años muy a pesar de ya tener sus ochenta años de edad. Volvía a sus brazos como un cachorro. Su cachorro. Al que no le tuvo reparo en gruñir a diestra y siniestra.

 

Kirara, su cachorro y él terminan acurrucados en el futón viejo, compartiendo el calor y lo último de su tiempo juntos.

 

Shippō no podía entenderlo. Comportándose tan mesquinamente. Exigiendo y gruñendo. Inuyasha no tenía la capacidad de luchar contra eso, contra las circunstancias. Dientes y garras por una causa perdida eran sus formas antes, que poco o nada lograron, que lo dejaron más agotado que victorioso. Formas simples que perdí. Formas de cuando todo era más sencillo. Shippō no lo entendió, al parecer jamás. No sobre él. Un subproducto de quererlo como a un padre, supuso. Una bendición como una vista libre de algún prejuicio y recelo. Ingenua en su larga juventud.

 

Inuyasha lo sabe mejor. Su cachorro no podía ver como un han'yō y un montón de yōkai no podrían convivir en un terreno fácilmente equiparable a una jaula. Y gruñó de vuelta sobre su cachorro que escondió su miedo en palabras duras y ceños fruncidos, y le destrozó las esperanzas y las peticiones con dientes y garras porque la ilusión que venía creando no tenía lugar en la realidad. Fue tan vehemente que él mismo parecía el único obstáculo para cumplir tal fantasía. Como si yo no quisiera exactamente lo mismo.

 

El orgullo, la ira, la bravuconería, una a una estructuradas tan sistemáticamente para esconder… para esconderlo, sencillamente. ¿Es él, entero, ignorado y secreto debajo? ¿No son las facetas más desagradables y desarrolladas de su personalidad las que ocultan la verdadera? ¿Quién es él además de una herida punzante y sangrienta? Un ser cuyo verdadero rostro cayó irreparablemente tras una vergüenza que perpetúa entre sus vísceras, cuya ausencia no se hizo ver hasta que los pedazos se volvieron polvo en el tiempo. Reducido solo a un fantasma sostenido por el recuerdo de una vida mejor, una que guarda la ilusión de encontrar otra vez. Muchas veces había creído que había aprendido la lección de que aquello no podía ser, se preguntó vagamente. Cuantas veces la lección le costó toda la esperanza. Innumerables, incontables veces. Cuánto anhela volver a amar, amar libremente, de nuevo. Que lo amen, y amar de vuelta. Proteger, cuidar, tocar, sentir. Incluso las emociones más terribles de amar a alguien anhela. Y cuantas veces tuvo eso y fue que lo desperdició, o le fue cruelmente arrebatado.Yo lo sé, mejor que cualquier yōkai que intentara explicárselo antes de querer matarlo, mejor que cualquiera de esos que se esfuerzan en persuadirlo de abandonar la resistencia y reconocer su carencia de algún mérito, de alguna piedad, de un mínimo de consideración en el orden. natural consecuente de poseer la sangre pura. Yo lo sé mejor, y aún así…

 

Él arrastra sus pies hasta la próxima parada más conveniente. Él se arrastra, y continuará arrastrándose por el camino porque a pesar de saberlo, tan profundamente, el sueño perpetúa en su alma, la espera no se apacigua con nada, la lección nunca será aprendida. Entiende poco y de a ratos que vagar mar adentro lo llevará de vuelta a la misma fuente de la que vino, porque la corriente es inamovible e implacable y las olas lo empujarán aún por cuanta resistencia ponga, que la ausencia de aquello que es fundamental pesa. más que una presencia; que la mitad de cada uno no podría conformarse un todo jamás, y que una certeza absoluta de todas las implicancias que comprende aquello no tiene cabida en su cabeza, muy a pesar de cuántas ocasiones, tantas ocasiones las haya conocido. Se arrastra y está tan cansado de arrastrarse y conocer solo las sobras. Y fingir, fingir que está bien con eso, es peor que él cansancio.

 

Lo cierto es que siente vergüenza de sí mismo, lo cierto es que aún desea las cosas a las que no tiene derecho a llegar. Vergüenza porque pelea nada más que por sí mismo, para seguir avanzando por solo el ánimo de avanzar.

 

Se encuentra con el rostro dormido de su hijo adoptivo y anhela quedarse con él, a salvo al otro lado de una frontera con el mundo que conoció ampliamente, a salvo de perderse en este sentimiento, tan conocido e indeseable por lo que significa abandonarlo, cómodo en confines apretados con la familia que le resta. Y piensa en la eternidad, una eternidad junto a su hijo, y por cuán utópico le parece es que derrama finalmente sus lágrimas, que bajan pesadas por su rostro.

 

Revuelve sus cabellos, no podría admitir que en realidad se trata de una caricia. Shippō se queja entre sueños, pero no despierta. No pudo borrar el ceño fruncido que permanecía intacto en su frente, un poco como él mismo.

 

La punzada de su anhelo se vuelve un grito silencioso e interminable, un nudo en la garganta, un incendio en el pecho. Y cuanto quiere un arrullo, tejido tiernamente con el yōki de Shippō burbujeante de paz, la zarzamora silvestre en su olor, sobre el aroma terroso y ligeramente ahumado de Kirara, la mezcla y sintonía precisa que le apaciguaría el alma, en esta cabaña, durante el invierno. Tiembla por el pesar de saber que, pronto, aquellas cosas no le van a socorrer como antes. Cómo placeres que se apagan y que se vuelven maldiciones. Perdería aromas eventualmente, entre un mar de memorias en blanco y negro, pequeñas pérdidas que le dolerían más que la mayor derrota. Pequeñas pérdidas de aromas que llenan una habitación, y un alma.

 

Imagina el fuego donde ahora hay cenizas, ardiente durante la noche porque la conversación se volvió interminable, sobre un cuento largo, un recuerdo que se siente inamovible en las paredes de la vieja cabaña que llamaron hogar, un recuerdo para traer a la vida a la familia que se ausenta entre ellos y llena los sitios que quedaron vacíos, y tanta sería su presencia que finalmente dormirán, sobre sus lágrimas y sus sonrisas. Pero despertarán eventualmente, sobre los restos de sus lágrimas y el fantasma de sus sonrisas, donde solo hay tres, donde no va a volver a haber ninguno. No hace falta imaginar una mejor reunión que la que fue para quedar con solo el resto de sus lágrimas. Ve los labios agrietados de su pequeño zorro yōkai y quiere arreglarlo, y no puede, porque tampoco puedes arreglarse a sí mismo. Inuyasha no quiere dormir con la terrible sensación picando debajo de la piel, denecesita arreglarlo, no quiere dormir sobre un futón que remarca la ausencia, la de ella, las de ellos. La de todos juntos. El calor de la ropa de cama y entre las sábanas del futón, la ceniza aún caliente del fuego de la cena. Helado y esparcido, y tierno y triste. Perdido, arruinado, arrancado.

 

Entre las nebulosas en sus ojos piensa que es imposible arrancar también el deseo, porque está pegado muy cerca de su corazón, junto a esto más oscuro que le compite el espacio, esto qué quiere fuera la vulnerabilidad de sus sentimientos y que había estado aplastandole los pulmones. Ardiendo a fuego lento o en llamas, no solo sabe, pero es insoportable de sentir. O fue construida con tiempo, o nació del gran último desprecio del mundo para con él. ¿Y qué importa eso cuando le susurra con tanta fuerza? Cuando esparce la mala hierba y le advierte: Este es tu último gran anhelo, guerrero deshonroso, no volverás, ni a donde deseas volver, ni a donde estás muriendo. Hazlo desaparecer o desaparece tú mismo. Arrancalo si significa arrancarte el corazón.

 

Esta fue su despedida, para la mañana no quedaría nada.

 

 

“Shippō…”, le corta, su voz en un susurro suave y gentil al momento que limpia cuidadosamente las primeras de sus lágrimas que se deslizan en las mejillas del que había sido su pequeño cachorro zorro. “Cuando te vuelva a ver, me contarás como fue todo el resto de tu vida, sé que sin duda me harás sentir orgulloso”.

 

"¡No quiero!"

 

“Shippō”, es más duro ahora, no da cabida a ninguna queja y Shippō lo entiende bien cuando frunce los labios y se muere la lengua. Está temblando ahora que sabe que perderá a su padre, tal vez para siempre. “Es una grandiosa oportunidad. Y estarás a salvo de la caza”.

 

Kirara se mantiene obedientemente lejos de la discusión, entremedio mientras observa con aire ausente a ambos la tenacidad de su inevitable e irreparable decisión. Pero el maullido apenas contenido es una indicación justa de cómo se siente al respecto.

 

“¡¿Por qué te estás esforzando en dejarme atrás?!”

 

 

No volveré, se repite. “No volveré”, y tiene la confianza de confesarse en voz alta esta vez, su voz llena los vacíos del espacio y no tiene piedad.

 

“Este pueblo no necesita de un perro guardián”, la joven miko no tiene la delicadeza de reconocer su presencia mucho más que eso. Y permanece en su voz la vergüenza de temerle —aunque fue por un momento— que estremece casi imperceptiblemente sus palabras.

 

De espaldas, Inuyasha puede apreciar todo tipo de cosas. Como el kimono se desliza más allá de un punto cómodo para sostener cualquier cosa con las manos, que señala que ni siquiera le queda, como tiembla ligeramente debajo de sus capas, como brilla la piel con un brillo sobrenatural que sin duda le provocaría comezón de acérquese un poco, como su cabello es castaño claro a comparación de la corteza del árbol en el que apoya su hombro.

 

“Keh”, resopla burlonamente y es poco entusiasta.

 

Parado detrás de una mujer que apenas puede considerarse tal, se siente ridículo de ni siquiera pensar en presentar su renuncia a los que fueron sus dominios. Y no lo hubiera hecho de otra forma.

 

“Con esa ridiculez de poder espiritual que posees, niña, no veo cómo sea de esa forma”, porque es una niña, no más que la mayoría de edad a de tener. Es inquietante, espeluznante. La precariedad del ancestro a comparación de la descendencia, y las similitudes. Todas tan espeluznantes. Cuán fuerte y estridente brillaba por sí sola. Kagome, brillante, brillante Kagome. “Escucha, cuando seas una miko medio decente, he incluso si no lo eres nunca, protege el bosque, el Árbol Sagrado, ya este pueblo, te lo agradecería”.

 

“Acabas de insultarme y ahora me confías la seguridad del pueblo”, parece honestamente incrédula. Y la cautela se pierde a este punto. Por allí quedó cualquier recuerdo de dientes demasiado largos, demasiado afilados, antinaturales.

 

Olfatea el aire por encima de su hombro apreciativamente, concentrado en divagaciones y planos pasados. Habían pocos seres que no se sintieran amenazados por la marca de olor que dejó durante años que podían cruzar la frontera de matas verdes, pocos que ignoraban una amenaza específica. Yōkai seguramente no, solo los más tontos y por lo tanto, los más débiles. Y sin embargo, todavía le preocupa un detalle en específico. Gran detalle.

 

“Que yo sepa, solo dos familias pudieron encargarse correctamente la Shikon No Tama. Se necesita dos apellidos fuertes para ello, uno para custodiarla, y el otro para destruirla cuando fuera oportuno”, y cuando lo dice olfatea el aire en su dirección. Es tan tenue y tan revelador. Apenas es suficiente para provocarle algún placer. Oh, Kagome. “Tu familia y tu descendencia están destinadas para tal propósito. Recuerda mis palabras, Higurashi”.

 

“¿Shikon, esa perla? Perdiste la cabeza, yōkai. Esa perla desapareció hace mucho tiempo”.

 

Es lo mínimo que puede hacer por ella, para asegurar la supervivencia de su linaje. Inuyasha espera al menos haber sido convincente.

 

“Conoces las historias, por lo tanto conoces la historia del pozo. Estás por tu cuenta ahora”.

 

Avanza y nunca se ha sentido tan desolador seguir adelante. Nunca su bosque se ha visto tan desprovisto y austero. Tan desprotegido y solitario. A lo mejor fue él quien llenó de alguna forma sus terrenos frondosos de vida, de yōki y de deseos desinteresados de protección —Proteger a quién?—, y que su renuncia finalmente liberará su bosque y lo transformará a las cotidianidades de solo un bosque común.

 

Es mejor así, sin leyendas, sin árboles sagrados, sin pozos mágicos ni viajes en el tiempo, y finalmente las historias morirían con él. El bosque volvería a ser un bosque, nada más, precioso por el salvajismo de su naturaleza y por nada más. Y él estaría bien con eso, con que las historias mueran en sus raíces y las leyendas se transforman en mitos y los mitos en imaginaciones de los más antiguos habitantes de sus alrededores. Y nada más. Y él descansaría finalmente con el consuelo de haber cumplido con su labor. Y nada más.

 

Shippō también se encontrará a salvo. Pronto lo encontraría en sus memorias como un mito más que como un reemplazo de un padre. Estará bien, con tiempo y negación. Acompañado de su especie y muchos buenos amigos. Y magia y muros hechos de hechizos y a salvo… A salvo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Sus rodillas ceden a este punto, y la hierba lo recibe como el futón más suave. Es su único consuelo, el último arrullo que lo mece con el cantar del viento. Este claro es hermoso, piensa. Pero, de hecho, no es un claro que destaque mucho, no con la penumbra cayendo sobre él tan irreparablemente. Está apartado y por eso es hermoso, es suficiente. El frío que le cala también es apropiado, pero en lugar de la parte más ardiente y vertiginosa de su sangre está esto que es más helado en su lugar de modo que el frío apenas lo hace estremecer.

 

Y se queda un momento a la espera de un susurro, de una señal asomándose entre la hierba alta, que lo disuada de lo que está a punto de hacer.

 

En la soledad hay calma y hasta casi parece grosera de tanta que hay. No hay dolor, solo entumecimiento, y quizás pueda salvarse. Quizás esté a tiempo de volver a la seguridad de una cueva húmeda. Que esta calma significa que de alguna forma agotar la culpa no lo llevará a extinguir a su vez la desesperación, como si a él, una vez muerto y desaparecido, le afectarán los sentimientos inútiles como lo sería una desesperación común. Que significa que tal como su cuerpo, su dolor también se entumecería eventualmente. Que conformarse con el sabor precario de una resolución insípida era la máxima salvación que le sería otorgada, y que viviría con la inconformidad como la única forma capaz de silenciar precariamente el dolor congelado.

 

El recuerdo de su desesperación bailó entre su mente, pero bailó fuera de su alcance, más no olvido cuán horriblemente se había sentido. Recordó y decidió y nadie podría detenerlo, ni siquiera su propio miedo a la muerte.

 

La hierba le hace cosquillas el rostro y por su garganta sube el calor como si lo estuviera ahogando. De hecho, Inuyasha se ahoga lentamente en la penumbra. Toser se siente reconfortante, y de un momento a otro sabe que está temblando, Tessaiga en su agarre se balancea hasta el punto de ser insostenible. Cae a su lado. Se deslizan a su vez un montón de miedos perdidos que abandonó con las manos temblando. Lo último que tiene para abandonar y todos se desangran sobre la hierba indiferente, partiendo también lo último de esperanza para retroceder. Afrontarse al cielo nocturno trae cavilaciones al pasmado claro abierto, que suben por su garganta abierta y que son un hormigueo en este borde difuso que es la conciencia cuando se aproxima a perderla. Un hormigueo, un deseo distante que se difumina en la enormidad azul que lo aplasta desde arriba, alto y expectante a la cruel soledad en la que se está muriendo.

 

Un deseo, que enaltece esta parte moribunda que lo convierte en un ser; un poco más de tiempo, un poco más de vida, un poco menos injusto. Un poco, solo un poco. Un deseo que se pierde en la punta de su lengua y que mengua hasta desaparecer como la luna en su lecho nocturno.

 

Una suave luz rosa sobrevuela la hermosa vista, destellos como rayos en el que se pierden estrellas y que en su lugar construyen memorias. ¿Fue la felicidad a la que se vuelve cuando uno se enfrenta a sus últimos momentos? ¿Fueron realmente esos momentos los que le parpadearon? Pero no podía verlos, no podía recordarlos. Si no podía recordarlos, ¿ocurrieron? ¿Sería feliz cuando la sangre se termine al fin? Este muro casi lila suaviza los bordes ya difusos de estas memorias desteñidas, ya desde allí todo apesta a reiki. Como a sacerdotisas, amor y cerezos. Amigos platónicos enamorados y buenos deseos. E Inuyasha se duerme debajo de un manto sin lucero, encuentra un tiempo de descanso tan rápidamente como se encuentra un suspiro de forma que nunca le fue posible en una noche sin la luna para socorrerlo. Ahora la penumbra lo socorre en un sueño sin sueños para siempre.

 

 

 

 

 

 

 

 

Chapter 2: Dolor; Devorador de orgullos y pasiones (Pt. 2)

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

 

 

 

 

 

Hay cuencas del Kotodama esparcidas por donde mire. Están sus lágrimas esparcidas por donde mire. Los primeros rayos de sol asomándose, y su sangre, y sus restos, y sin embargo no están donde deberían, no hay donde los dejaron caer.

 

¿Por qué no hay? ¿Por qué se encuentra sobre sus pies, tan firme, y aún no se ha derrumbado? ¡¿Qué derecho tiene el mundo de no darle su descanso?!

 

Que derecho, que descanso, que mentira. ¡Qué rabia!

 

 

Y el claro había traído consigo un perturbador testimonio de la mala suerte, puesto que de estar escondido, a lo mejor Inuyasha no hubiera olfatado ese pueblo a una milla de distancia.

 

La carne se abre y los huesos crujen y él se regocija por hacerlos pagar, por cobrar en la matanza. Ruge entre los árboles que está vivo. Flamante, voraz y tan hambriento de lucha. Y nunca tendrás miedo aquí, en la roja visión, de vísceras, de sangre. Se aparta del cadáver de su presa y salta a por la siguiente porque aún después de masacrar a la joven madre y su tierno hijo, cuyos desafortunados pasos los habían traído al bosque, todavía le quedan ganas de probar el dolor, no en su propia carne. , todavía quiere saber cómo sabe el causar dolor, todavía quiere probarlo un poco más porque todavía no lo concibe, no lo entiende, no le queda en la boca.

 

Como poseído por un frenesí fue que deambulo en la búsqueda de una lucha más, dentro de un pueblo escondido entre los árboles. Con los huesos pesados del cansancio y la mandíbula hambrienta. Y no paró, solo hasta que su cuerpo colapsó porque no estaba hecho para aguantar el yōki de una bestia, de un inuyōkai completo. Pero no colapsó sin antes luchar. Y fue entre los bulliciosos destellos de la matanza que sobrevivió la venganza por sobre todo, lo más que pudo, con tal de cumplir su cometido. ¡Oh, ese había sido su arrullo, su canción de cuna! ¡El que había estado buscando! ¡Cómo se contenta con encontrarse con un propósito! ¡Justicia! ¡Justicia! ¡Por toda la miseria y el hambre, justicia finalmente!

 

Los niños que están solos gritan menos, pero Inuyasha no podría saber la diferencia porque al final los gritos en sus pesadillas sonarán todos al unísono. Los más viejos ni siquiera alcanzaron a proveer alguna diversión. Pero aquellos que tenían algo que proteger, a quiénes proteger, fueron aquellos con los que más se regocijó.

 

El aroma de la sangre persistió lo que parecieron eternidades enteras en su persona, podría haber sido la culpa, la paranoia, o la verdad consecuencia de la matanza, por la razón que fue, Inuyasha todavía puede sentirlo en su naríz, en el paladar, y en la profundidad de sus garras. Se había frotado ya la piel tanto tiempo que creía haber dejado la mitad de su ser en el agua. Y estaba bien. Tal vez perder la mitad de su ser podría haberlo salvado de la vergüenza y el arrepentimiento.

 

No fue particularmente agradable bañarse en invierno, tan continuamente y por tantos minutos seguidos en el agua. Le servía bien, pensó, tal vez como un castigo. El shock hipotérmico le permitió además permanecer alerta, el tipo de alerta que hace mucho tiempo no tenía. Permaneció a una distancia segura de humanos y yōkai por igual. Como una cuarentena.

 

El intento y el arrebato se producen en un punto oscuro que el mundo no puede presenciar, y solo las consecuencias pueden ver la luz del día cuando amanece sobre su cabeza, para bañarse de plata y sangre. Y si no pudo lograrlo ayer, el silencio y la ausencia de toda alma a su alrededor hoy son efectivos en matarlo lentamente de todas maneras.

 

Y esa podredumbre, como a un árbol, comenzó a roerle la corteza hasta la raíz, sin parar.

 

 

 

 

 

 

 

Fue como deambular entre recuerdos estáticos, paisajes de lo que había sido que encontró vacíos, de los cuales muchos habían formado parte. Retratos pero sin gente, fondos oscuros aislados que aparecen entre la neblina. Fue como moverse en las sombras profundas del océano. Ahogado y figurativamente hipotérmico, Inuyasha de repente se encuentra a sí mismo de pie frente a tumbas, de aliados, de enemigos, de amigos, de amados. Sobre acantilados y montañas, sobre prados llanos y valles. Todos con historias que no tiene como contar oa quién contarlas.

 

Montones de bambú por donde caiga su mirada, rodeando efectivamente un agujero profanado en donde nada tenía derecho a crecer, no por quien yació allí, porque Inuyasha difícilmente encontró en sí mismo algún tipo fuerza para tener algo en contra de Takemaru de Setsuna, sino por quien fue que profanó la tumba de un hombre que poco descanso tuvo después con la muerte. Pensó que quienes conocían mejor los agrios placeres de amar a alguien merecían las mejores reverencias y honores. Había amado a la mujer que alguna vez asesinó, después de todo. Aquello tenía que contar de algo. Él sabe además la facilidad con la que el amor puede terminar en la muerte a manos de alguna de las partes implicadas. Se vino a la mente la forma contraída de una miko que lo sostuvo con ímpetu, sobre un agujero abierto como un descenso al infierno. No pudo recordar su nombre, no pudo reconocer su rostro, como tampoco pudo encontrar relación frente al agujero esteril y el bambú con cualquier cosa que le haya ocurrido alguna vez. No supo por qué llegó a estar frente a él. Inuyasha se olvidó.

 

Hay un árbol enorme y enroscado que se repite, y debajo de sus lomos está la mitad de una lápida que se delantalta a perder contra el tiempo. Al otro lado del lago que queda de frente al árbol hay un asentamiento humano que difícilmente tenía lugar en el retrato, nuevo, opacando apropiadamente una historia prácticamente olvidada.

 

A este escenario sí pudo reconocerle la relación.

 

No hubo flores para la tumba de su madre durante mucho tiempo. Quizás porque era doloroso llevarle flores a una madre que no logra recordar. Tal vez la forma en la que había quietud debajo de su árbol fue la que le habló de que arreglos y flores no eran más una conciliación con su memoria, no por la mujer que conoció, sino por la mujer inventada que le quedó. —Él también se olvidó de todas las tradiciones—. Su madre no estaba allí, sino que eran sus huesos los que yacían, y sus huesos estaban hechos nada más de polvo y vestigios de memorias.

 

Entre lapsus de paisaje solo hay maratón, borrosos recorridos eternos e inalterables, todos similares, pero que oscilan en parecer instantes de sueños y eternidades de navegar en la corriente, sumergido apenas hasta el borde de la conciencia.

 

Y más retratos, aburridos porque ni el viento los puede mover, porque el tiempo ya hizo la peor parte de su trabajo y no queda más que el envejecer gradual y lento. La brisa, la lluvia, nada, ningún evento cobarde podría perturbar lo que parecen cementerios de tiempos pasados. Reconoce que el mismo puede estar pasando por algo similar, piensa que si se queda lo suficiente la misma naturaleza lo encontraría como algo más a lo que cubrir y devorar lentamente.

 

Entonces aparecen cadáveres y sangre, que gritan y chillan y lo condenan por lo que hizo y por aquello que sin pensar soltó de los confines dentro de sí mismo e Inuyasha no sabe donde esconderse y como pagar por ello.

 

Y entre todo hay algo más… algo parecido a la rabia. Como aquí, parado en el borde de un acantilado particularmente accidentado, frente a cordones de montañas que se esparcen hasta donde la vista pueda alcanzar, montañas con surcos del tipo más extraño, redondas cavidades áridas que por más habitan silenciosamente pero que apestan a infierno y que por ello no pueden pasar desapercibidas para él, y hay algo profundamente mal con ellas. No necesita moverse para saber cuán entumecido, hasta los huesos, se encuentra. La presencia de ángulos tan perfectos solo remarca este aire de quietud inexpugnable… y no hay nada perfecto en esto. De entre todos los cementerios este es el peor. Es espantoso. Puntos negros y rojos en su visión y sangre hirviendo en sus confines. A borbotones, a espasmos impacientes. Algo hay arrancado, aquí. Cruelmente prometido¹ y cruelmente descartado, olvidado sin más. No recuerda lo que fue pero era importante. Arrancado cruelmente, prometido pero no cumplido y llora porque se siente como fracasar, cuando la promesa era una muerte y ni el mundo en su tibieza estuvo dispuesto a dársela, llora de luto o de frustración, o ambas, y estas lágrimas que llora se evaporan. en su piel febril.

 

Lo que fuese con tal de saciar la furia. Se abre a todos sus sentidos atentamente, en la búsqueda de superar el fuego —sobre la carne de alguien— que lo carcome y que amenaza con extinguir la claridad de la conciencia. Los huesos se retuercen en su lugar, los nervios hierven, la sangre bombea. Por un momento, él está seguro de que explotará. De un instante a otro explotará y nada habrá para impedirlo. Y luego la ira se vuelve lenta, como un huracán pero con su bullicioso estrangulado, cuando pierde de vista las montañas y el aroma a azufre de los rastros del infierno abandonando su nariz.

 

Hay una forja ahora, en la punta de un monje pronunciado. Vapor, calor y humo entorpecen los sentidos. Y frente a él hay un yōkai.

 

“Totosai”, se le viene a la mente.

 

“Inuyasha”, lo saluda de vuelta, “es la primera vez después de mucho tiempo. Te ves diferente, niño”.

 

“¿Tienes algo para mí?”, porque pululando, lentamente deslizándose, la ira esperó. Y parecía dispuesta a esperar el tiempo que fuera necesario.

 

“No, no hay habilidades nuevas que puedas aprender con Tetsussaiga”

 

“¡No me refiero a eso, anciano! Estoy hablando si hay algún trabajo que quieras que yo haga”.

 

“¿Un trabajo, dices?”

 

“¿Estás sordo?”

 

“Tal vez pueda haber algo”.

 

“Habla entonces”.

 

“Uhmm, y puede que tal vez me detenga a mirar”

 

 

“Tus garras habían sido mejor arma que cualquier otra durante algún tiempo, estoy seguro, y supongo que después de tantos años han madurado, pero ¿te niegas en serio a usar Tetsusaiga?”, el viejo yōkai tuvo las agallas de sonar condescendiente.

 

No necesitó de una arrepentida compasión ahora. Tampoco necesitó de su vieja espada por lo que se sienten décadas ya. Tampoco fue fácil para él la decisión de un descarte impío como la más amable. Sacar su espada por un ánimo ocioso rayó lo imperdonable, una blasfemia verdaderamente imperdonable. Pero es más que eso. Es la inesperada habilidad de rejuvenecerlo si prueba su poder. Inuyasha descubrió que no quería probar la sensación de nuevo, y sintió en lo profundo que mientras más años acumulaban sus huesos más rápido le llegaría la muerte, por esa razón no probó por muchos años el poder de su espada. Si bien llevaban pocos años juntos, se sintió como si se conocieran de toda la vida, y pensó que por esa razón Tetsussaiga no podría echarle la culpa, que le perdonaría el abandono. Hay reverencia en el toque que le proporciona a la empuñadura, pero nada más, ni un ápice de entusiasmo, ni un atisbo de un fuego de lucha en su espada. Solo en él. Solo. Por lo que ni en su ira está acompañado. Una blasfemia levantar su espada por un deseo vil.

 

“Sankon Tessō y Hijin Kessō han adquirido casi el tamaño exacto de los cortes del Meidō Zangetsuha de Tetsusaiga de cuando tenías doscientos años”.

 

Derrotada la infesta de yōkai, recordó yōkai que había derrotado a lo largo de su vida, aquellos que fueron lo suficientemente fuertes para conquistar momentos de sí mismo, los momentos justos para poder haberlo llevado a su muerte. Derrotó a todos ellos, y más. Incluso derrotó a aquellos con los que no tenía una oportunidad. Triunfó por sobre todos ellos, sobrevivió, y sin embargo, había perdido en todo lo demás.

 

“Es como llevar el Kaze no Kizu en las venas”, fue lo que dijo Totosai. Un veneno que es indómito y apenas contenido, del que debía tener cuidado.

 

Curioso hasta la médula, una vieja pulga yōkai que se encontró allí mismo saltó a su cuello a la mínima oportunidad, confirmando las palabras del yōkai herrero; “Casi como la sangre del Señor Inu No Taishō”.

 

Fue difícil sacarla de su cuello desde allí, pero cuanta más sangre probó y más grande se volvió a su cuerpo, más fácil era notar como su ceño se arrugaba.

 

Y oportuno señalar que tenga cuidado con la forma nómada y solitaria en la que se maneja su vida.

 

Solitario, como si no hubiera estado solo la mayor parte del tiempo.

 

“Inu Yōkai son criaturas de manada”, expresó su preocupación con paciencia. Miró a todos lados menos a él, nervioso, como si no supiera cómo continuar.

 

Lo dijo como si Inuyasha no lo supiera de primera mano, como si no hubiera vivido la plenitud de domir, comer y viajar acompañado. Como si Miroku, Sango, Shippō, Kirara, Kagome no hubieran existido jamás para hacerlo tal placer.

 

¿Cómo fue que lo olvidé, tantos eventos, tantas personas, por un momento?, le enojó descubrir que apenas tenía idea de cómo.—

 

Aprendió sobre la marcha cosas que alguien tuvo el deber de enseñarle. Nadie quiso hacerse cargo de un mestizo. No fue algo que pudo extrañar, de todas formas. Lo había convertido en alguien independiente, que tenía la capacidad de valerse por sí mismo y, sin embargo, ese no era el punto.

 

Para su horror, Myoga sugirió visitar aldeas de yōkai okamii, explicándole que en instintos eran muy similares a inuyōkai y que unirse a una de sus manadas le beneficiaría como yōkai canino que es, que una manada podría proporcionarle cuidado. Cuidado para su soledad.

 

“Cuidado”, repitió Inuyasha. La palabra sonó ridícula después de pasar por sus labios, le dejó el peor sabor de boca. “Pulga de mierda, parece que quieres morir pronto”.

 

Inuyasha conoció de manera extensa los peligros de andar solo. Fue como volver a estos días antes de Kagome, incluso antes de… —él piensa por un momento…— de árboles sagrados, sacerdotisas y perlas, y su deseo de convertirse en humano.

 

Pronto partió de donde los dos viejos yōkai danzaban de preocupación e histeria. Se alegró de ver a lo lejos los vapores de la forja. Él se alegra de partir, se alegra de verdad. No pudo arrepentirse de volver demasiado pronto a su soledad.

 

Pero se arrepintió. Estar solo o no estarlo no hacía la diferencia, solo dolía de maneras diferentes. Y aunque todavía era mejor así, que nadie tuviera que lidiar con él más que él mismo, Inuyasha se volvió a algo mucho peor que no había probado nunca. Si alguien le hubiera avisado que al abandonar los confines de su bosque encontraría una cosa más oscura e inevitable que la soledad inherente, no habría partido demasiado pronto del lado de su hijo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Notes:

¹ “Inuyasha. Siempre debes recordar. Tú y yo estamos destinados a luchar hasta morir”.

 

¿Por qué me tardé dos meses para solo traer esto? Porque no me gustó. A partir de aquí solo se pone interesante y angustioso.

Notes:

¿Pensamientos finales? Quiero saber como les va.

No creo poder dejar de hacerlos sufrir, así que si no estás listo no hay ningún problema.

Para los que quieran quedarse, cuénteme cuánto les gusta esta obra.