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Joven sacerdote

Summary:

Tanjiro, un joven aprendiz que vive en un santuario bajo la tutela de su maestro Saburo, lleva una vida tranquila e ignorante de la existencia de los demonios. Rescatado del borde de la muerte, los recuerdos de aquella noche son un caos borroso en su mente, un misterio que no ha logrado desentrañar.

Todo cambia al cruzar caminos con Tomioka, un enigmático ser cuya fría indiferencia y profundo desprecio por la humanidad contrastan con la calidez de Tanjiro. Aunque Tomioka termina salvándolo, su acción no nace de la bondad, sino de motivos distintos que reflejan su desdén hacia los humanos.

En su camino, Tanjiro se encuentra con otros seres que comparten ese odio visceral. Para ellos, él no es más que un humano idealista, símbolo de aquello que desprecian. Sin embargo, su inquebrantable resolución lo llevará a intentar comprender la oscuridad en los demás y demostrar que la humanidad no es tan frágil ni egoísta como muchos creen.

Inspirada en "Inuyasha", esta historia explora la discriminación, el odio entre demonios, humanos e híbridos, profundizando en los prejuicios y dilemas que surgen en un mundo dividido.

Chapter 1: Heridos

Notes:

Inspirada en la obra Inuyasha , esta historia toma como base la discriminación hacia los híbridos y el odio de los demonios hacia los humanos, elementos centrales de aquella obra. Aunque no seguirá la misma trama, utilizará estos conceptos para explorar un mundo lleno de prejuicios, tensiones y dilemas morales.

En esta historia, aunque intento revisarla a fondo, es posible que se me escapen algunos errores de puntuación u ortografía. La trama no seguirá estrictamente la original y, probablemente, no existirá la Compañía de Cazadores de Demonios.

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

Los tonos cálidos rojizos y anaranjados del atardecer comenzaron a teñir el horizonte, como si el cielo ardiera lentamente en una hoguera celestial. El viento, usualmente suave, había cobrado un vigor inesperado, haciendo crujir las ramas más altas de los árboles y arrancando murmullos a las hojas. Era un anuncio inequívoco de que la noche pronto reclamaría su dominio, bañando el vasto cielo en una tenue luz plateada, apenas suficiente para guiar a los errantes bajo la mirada distante de la luna.

Cerca del bosque, entre la maleza alta y las hojas frondosas que danzaban al compás del viento, una figura solitaria trabajaba con esmero. Un joven de ojos amables y expresión serena se inclinaba sobre una rodilla, arrancando con destreza plantas medicinales con sus manos endurecidas por el trabajo. Las cicatrices y callos que marcaban sus palmas eran testimonio de años dedicados al servicio y sacrificio diario que su vocación demandaba.

El muchacho alzó la vista al horizonte, dejando que el aire fresco inundara sus pulmones. Un gesto simple, pero para él, cargado de significado. "El viento siempre tiene algo que decir"pensó, con esa mezcla de sensibilidad y firmeza que caracterizaba su espíritu. Su rostro, enmarcado por mechones de cabello oscuro que el viento despeinaba con insistencia, mostraba una paz contenida, una resolución forjada en el sufrimiento, pero templada por la esperanza.

Con cautela, Tanjiro se incorporó, sosteniendo entre sus manos una pequeña canasta de paja tejida con cuidado. Dentro, las plantas recolectadas formaban un pequeño tesoro de verdes vibrantes, hojas anchas y raíces perfumadas. Eran remedios naturales que sabía cómo preparar, un conocimiento transmitido por su madre y que ahora utilizaba en el santuario donde residía como aprendiz de sacerdote. Aunque no había elegido esta vida, la había abrazado con una devoción inquebrantable, como abrazaba todo lo que hacía.

El uniforme que vestía hablaba de su posición en el santuario. Sobre el blanco impoluto de su kosode, que simbolizaba la pureza y el desapego, caía un hakama azul oscuro, sujeto con un cinturón tejido. Las mangas anchas le daban libertad de movimiento, mientras que los bordes ligeramente desgastados delataban su arduo trabajo diario.

Mientras caminaba de regreso al santuario, el viento le susurraba al oído, pero esta vez parecía más inquieto. Algo en la quietud del bosque había cambiado. Era como si los árboles contuvieran la respiración, esperando.

Tanjiro, con su agudo sentido de percepción, no pudo ignorarlo. Se detuvo y miró hacia las sombras que se alargaban bajo los árboles. "¿Será sólo mi imaginación?" Pero en su interior sabía que no lo era. Había algo allí, algo que la naturaleza intentaba advertirle.

Apretó con más fuerza el asa de la canasta, no por temor, sino por determinación. Si algo o alguien amenazaba el santuario, no se permitiría vacilar. Su maestro siempre le recordaba que la fortaleza de un sacerdote no provenía sólo de su fe, sino de su voluntad para proteger aquello que amaba.


Tanjiro siguió el camino de regreso al santuario, un sendero serpenteante bordeado de altos árboles que se alzaban como centinelas en la penumbra. Los cálidos rayos anaranjados del atardecer comenzaban a extinguirse, reemplazados por la creciente sombra de la noche. Sus pasos, aunque firmes, se tornaron más rápidos. No por miedo, pues la noche jamás le había inspirado temor, sino por respeto a las palabras de su maestro, el hombre que le había devuelto la vida.

La noche tenía una belleza que Tanjiro encontraba irresistible. Levantó la vista al cielo y, aunque apenas comenzaban a aparecer las primeras estrellas, pudo imaginar el vasto lienzo que pronto sería pintado por ellas. Para él, la noche no era un vacío oscuro, sino una cúpula viva, donde las estrellas danzaban juntas, alimentándose unas a otras para formar constelaciones que hablaban de eternidad.

Pero a pesar de esta fascinación, Tanjiro sabía que debía apresurarse. Saburo-san, el anciano sacerdote que lo había rescatado, siempre le advertía que regresara antes de que la oscuridad tomara por completo el bosque. “La noche es hermosa, pero también esconde cosas que no deben ser vistas”, le dijo con un tono grave que Tanjiro no osaba cuestionar. Aunque no entendía del todo a qué se refería, siempre obedecía, consciente de que desobedecerlo sería un acto de ingratitud.

Saburo-san no era solo su maestro, sino el hombre que lo había encontrado al borde de la muerte. Tanjiro recordó aquel día como si fuera un eco lejano en su memoria, un sueño teñido de sangre y nieve. Había estado enterrado casi por completo bajo un manto blanco, su cuerpo cubierto de heridas abiertas que parecía gritar que la vida lo había abandonado. Pero Saburo-san no lo dejó morir. Lo llevó al santuario, lo envolvió en mantas calientes y velo por él durante interminables días mientras yacía inconsciente.

Cuando finalmente abrió los ojos, el techo de madera del santuario fue lo primero que vio, y el aroma a incienso fue lo primero que sintió. Su cuerpo, aunque débil, respondía. Saburo-san estaba allí, sentado a su lado, su expresión estoica suavizada por una leve sonrisa.

Una semana después, cuando sus fuerzas habían regresado lo suficiente, el anciano le contó algo que partió su alma. Había regresado al lugar donde lo encontró. No muy lejos, entre la nieve que aún cubría el terreno, halló los cuerpos sin vida de su familia. Los había enterrado con oraciones sagradas y les ofreció el descanso que merecían. 

Tanjiro bajó la mirada al sendero mientras caminaba, apretando los dientes para contener la oleada de emociones que aún lo invadían al recordar esa tragedia. Había llorado hasta que sus lágrimas se secaron, pero nunca permitió que la tristeza lo paralizara. En lugar de ello, transformó su dolor en una determinación férrea. Su maestro, con la sabiduría paciente que lo caracterizaba, lo guió hacia un propósito.

“El mundo no siempre es bondadoso, Tanjiro”, le había dicho Saburo-san en una de sus muchas charlas nocturnas. "Pero tu corazón es fuerte. Protégete de las sombras, pero nunca pierdas la luz que hay en ti. Esa luz es más poderosa que cualquier oscuridad".

Esas palabras lo habían acompañado desde entonces, como una llama que ardía dentro de su pecho. Aunque no siempre lograba mitigar el peso del pasado. Incluso ahora, cuando intentaba recordar los detalles de aquella noche, su mente se volvía un torbellino difuso, un remolino de imágenes fragmentadas y emociones imposibles de sostener. En su memoria, los rostros de su familia aparecían cubiertos de sangre, miradas que nunca volverían a cruzarse con la suya. El dolor que estas visiones evocaban era insoportable, una punzada que lo paralizaba y le dejaba sin aliento.

Tanjiro sabía que había sido el único en sobrevivir, aunque a veces se preguntaba por qué. Recordaba vagamente arrastrarse a través de la nieve, la fría capa blanca que quemaba su piel como si fueran brazas heladas. El aire gelido se filtraba en sus pulmones, cada inhalación era un tormento, pero aún así se negaba a rendirse. No podía recordar cuánto tiempo había pasado arrastrándose, solo que la oscuridad lo había reclamado antes de que su cuerpo pudiera avanzar más. El último vestigio de conciencia había sido el frío, ese frío que no solo invadía su cuerpo, sino también su alma.

Cuando despertó, días después, en una cama cálida dentro del santuario, fue como si hubiera renacido. Sin embargo, los recuerdos de lo ocurrido siguieron tan fragmentados como la cerámica rota. Una y otra vez intentaba reconstruir el momento, pero cada esfuerzo terminaba en el mismo abismo vacío. Tal vez su mente, en un intento desesperado por protegerse, había sellado aquella verdad dentro de un rincón inaccesible.

Tiempo después, cuando su cuerpo era lo suficientemente fuerte como para sostenerlo, regresó a la cabaña acompañado de Saburo-san. Aquel hombre, que ahora era su maestro y salvador, había insistido en acompañarlo, cargando en su voz la promesa de ofrecer apoyo si era necesario.

El trayecto hacia su antiguo hogar había sido una prueba en sí misma. Tanjiro recordaba cómo sus piernas temblaban con cada paso, no por debilidad de su cuerpo que apenas estaba sanando, sino por el peso de la incertidumbre que cargaba. Al llegar, todo parecía distinto, como si el lugar estuviera cubierto por un manto de silencio sepulcral. La nieve había borrado cualquier rastro del horror que allí había encontrado, pero la sensación permanecía, una opresión intangible en el aire.

Mientras Saburo-san lo esperaba pacientemente a fuera, Tanjiro se aventuró al interior de la cabaña. No quedaba mucho, solo muebles volcados y pertenencias rotas, despojadas de vida como sus antiguos ocupantes. Se obligó a caminar entre las ruinas de su hogar, esperando que algo, cualquier cosa, desenterrara los recuerdos perdidos. Sin embargo, la nada lo envolvió. Ni un destello, ni una pista. Todo era un vacío insondable.

Aquel día, mientras el humo del incienso ascendía al cielo como una ofrenda silenciosa, Tanjiro llegó a una conclusión que no podía confirmar, pero que parecía la única explicación plausible. "Tal vez fueron bandidos," Tal vez habían venido buscando riquezas que no existían y, al encontrar solo pobreza, su frustración los había llevado a arrebatar vidas. Una familia de humildes carboneros no tenía nada más que ofrecer que sus propias almas.

Esta idea, aunque lógica, no le ofrecía consuelo. En su corazón, algo le decía que había más, algo que escapaba a su comprensión. Pero si eso era verdad, ¿por qué no podía recordarlo? ¿Por qué su mente se cerraba cada vez que intentaba mirar hacia atrás?

Saburo-san había colocado una mano en su hombro mientras él permanecía inmóvil frente a las tumbas de su familia. “No siempre encontrarás todas las respuestas, Tanjiro”, dijo con voz tranquila. "Pero eso no significa que no puedas seguir adelante. Honra a los tuyos con tus acciones. Deja que tu vida sea un tributo a ellos".

Esas palabras habían quedado grabadas en su corazón. Y aunque el dolor nunca se fue del todo, Tanjiro decidió que su vida no estaría marcada por el odio o la venganza, sino por la esperanza y el sacrificio. Su maestro le había enseñado a rezar, pero Tanjiro entendía que su verdadera oración sería proteger a los demás, incluso a quienes nunca conocería.

Aquel fuego en su pecho ardía con más fuerza cada vez que grababa las palabras de Saburo-san. "Aunque las sombras del pasado intento consumirlo todo, la luz que llevaba dentro jamás se apagaría". Era una promesa que Tanjiro se había hecho a sí mismo y a los que había perdido, pero también una carga que lo acompañaba como una sombra persistente. Esa noche, mientras se acercaba al santuario, su mente divagó hacia un rincón de su corazón que siempre dolía, un lugar que solo podía visitar bajo el manto de la soledad y el susurro de las estrellas.

Se detuvo un momento en el sendero, dejando que el viento helado acariciara su rostro. Cerró los ojos, permitiendo que el aire fresco llene sus pulmones y, con él, la memoria de un hogar que ya no existe.

—Han pasado cinco años… —murmuró, su voz suave, como si temiera romper el silencio del bosque—. El tiempo ha volado tan rápido.

Sus palabras se desvanecieron en el aire nocturno, y con ellas, su mente se hundió en un remolino de recuerdos. Se vio a sí mismo, más joven, con manos pequeñas que apenas podían sostener el hacha con la que cortaba la leña. Recordó la calidez del fuego en el hogar, el sonido del agua hirviendo en la olla, el aroma a carbón y el murmullo constante de su madre, siempre atenta, siempre amorosa.

Las arrugas de preocupación en su frente se acentuaron. Aquel pasado, tan simple y lleno de una paz que ahora parecía inalcanzable, le resultó a la vez reconfortante y desgarrador. En esos días, sus mayores preocupaciones eran mantener el fuego encendido durante el invierno o vender suficiente carbón para comprar un saco de arroz. ¿Quién hubiera pensado que esas preocupaciones, entonces tan pesadas, se convertirían en un anhelo dulce en comparación con la vida que ahora llevaba?

Tanjiro bajó la mirada al suelo, a sus pies cubiertos de polvo y barro, y apretó los puños. Sentía una punzada en el pecho, una mezcla de nostalgia y culpa. No importaba cuánto intentara avanzar, había noches en las que su corazón le pedía regresar. Aunque sabía que el pasado era un lugar al que no podía volver, no podía evitar buscar la conexión con los que había perdido.

—Mamá… Papá… —susurró, su voz quebrándose como una rama frágil bajo el peso de sus emociones—. Por favor, cuiden de mí hasta que vuelva.

No era una despedida, sino una promesa. Sabía, en lo más profundo de su ser, que algún día encontraría el camino para regresar a ellos, aunque fuera solo en espíritu. Su madre, con su bondad infinita, y su padre, con su fuerza serena, eran su faro en la oscuridad. Sabía que, desde donde estaban, lo observaban, guiándolo en cada paso que daba.

Se ajustó el asa de la canasta de paja que colgaba de su brazo y alzó la vista hacia las estrellas, que ahora brillaban con más intensidad. La noche parecía escuchar sus pensamientos, envolviéndolos en un silencio que no era vacío, sino lleno de significado.

Con un suspiro profundo, retomó su camino hacia el santuario. Sabía que no podía permitirse quedarse en el pasado por demasiado tiempo. Había promesas que cumplir, vidas que proteger, y una llama que debía seguir ardiendo, no solo por él, sino por aquellos que habían confiado en él.

Vislumbró el templo al final del sendero, sus contornos delineados por la tenue luz de las estrellas. Las graduadas, gastadas por los años y cubiertas de un musgo que parecía susurrar secretos antiguos, lo invitaban a subir. Tanjiro apresuró el paso, cuidando que sus pisadas fueran firmes pero ligeras, evitando tropezar en la penumbra. Su respiración, aunque agitada, se acompañaba con el ritmo de su corazón mientras la familiar silueta del santuario lo reconfortaba.

Cerca de la entrada, una pequeña luz brillaba con constancia, como un faro que guiaba a los barcos extraviados en medio de un océano oscuro. Era Saburo-san, el sacerdote que lo había salvado y quien ahora lo esperaba pacientemente con una linterna de papel en la mano. La luz de la lámpara oscilaba suavemente con la brisa, proyectando sombras danzantes sobre las columnas del templo.

—Lo lamento, se me hizo un poco tarde mientras regresaba —dijo Tanjiro entre jadeos, inclinándose ligeramente en una muestra de respeto mientras trataba de recobrar el aliento.

Saburo-san, un hombre de facciones marcadas por los años y la sabiduría, lo observó en silencio durante un instante. La luz de la linterna iluminaba su rostro sereno, donde se dibujaban líneas de experiencia y una bondad contenida que nunca llegaba a desbordarse por completo.

—Está bien, Tanjiro. Pero procura regresar más temprano la próxima vez —dijo con calma, su voz tan suave como el murmullo de un arroyo en primavera. Había en ella un matiz apenas perceptible de preocupación, una sombra que Tanjiro captó al instante.

El joven alzó la vista, encontrándose con los ojos del sacerdote, y avanzando con una sonrisa que surgió tímidamente en la comisura de sus labios. No era necesario que Saburo-san le explicara más; Tanjiro entendía el peso de aquellas palabras. Este bosque, tan hermoso y tranquilo a la luz del día, podía transformarse en un lugar de amenazas ocultas bajo el manto de la noche. Aunque no temía la oscuridad, sabía que había cosas más allá de lo que sus ojos podían ver, y la preocupación del anciano no era infundada.

—Lo prometo, Saburo-san. Volveré antes de que el sol desaparezca del cielo —respondió con una firmeza que nacía tanto de su naturaleza respetuosa como de su deseo de aliviar las inquietudes de su mentor.

El sacerdote inclinó la cabeza en un gesto breve, satisfecho con la respuesta, y sin decir más, giró para caminar hacia el interior del templo. Tanjiro lo siguió, sus pasos resonando suavemente contra las piedras del suelo. Mientras avanzaban, la cálida luz de la linterna de papel bailaba frente a ellos, proyectando sombras que parecían alargarse y acortarse como si tuvieran vida propia.

Para Tanjiro, el templo era más que un refugio; era un lugar donde su corazón podía encontrar un respiro en medio del dolor que siempre lo acompañaba. Las paredes, impregnadas de incienso y oraciones acumuladas a lo largo de los años, guardaban un silencio que no era vacío, sino lleno de una paz que solo el tiempo podía otorgar.

Mientras cruzaban el umbral, Tanjiro alzó una última mirada hacia la noche que había dejado atrás. Las estrellas titilaban como pequeñas promesas, y la brisa fría acariciaba su rostro en un suave adiós. En su interior, una certeza se asentó: por muy oscura que fuera la noche, siempre habría luz para guiarlo, aunque a veces viniera en la forma de una linterna de papel y la mano firme de un hombre que lo había rescatado del abismo.

 

(…)

 

El alba apenas comenzaba a desplegar su manto dorado, y los primeros rayos de luz se derramaban con suavidad sobre la entrada del santuario, acariciando los pilares antiguos y dando al lugar un brillo cálido, casi celestial. El aire fresco traía consigo el canto melodioso de los pájaros, un coro natural que resonaba por todo el santuario y se filtraba hasta el interior, llenándolo de vida. 


La puerta principal se deslizó con un suave crujido, y en el umbral apareció una figura joven de cabellera burdeos que resplandecía bajo la luz del amanecer. El tintineo de los aretes hanafuda que colgaban de sus orejas rompía el silencio con una cadencia casi rítmica. Tanjiro, con una expresión serena, inhaló profundamente el aroma fresco del rocío matutino. El viento de la mañana sopló con delicadeza, ondeando los pliegues de su hakama azul y el dobladillo del haori blanco que llevaba sobre los hombros.

Con una cubeta en los brazos, emprendió el camino hacia el pozo de agua pura, sus pasos ligeros pero firmes resonaban suavemente contra el suelo de piedra. Al llegar, dejó la cubeta en el borde y comenzó a manipular la polea con manos acostumbradas al trabajo, sus dedos callosos moviéndose con destreza. El sonido del agua cristalina ascendiendo desde las profundidades. Resonó como un susurro, y cuando el cubo emergió lleno, Tanjiro lo vertió en la cubeta que había llevado, observando cómo el líquido puro danzaba bajo la luz del amanecer antes de asentarse.

Un mechón rebelde de cabello se deslizó sobre su rostro, interrumpiendo momentáneamente su concentración. Tanjiro alzó una mano para apartarlo, con un gesto tan cuidadoso que parecía casi reverencial. Su cabello había crecido mucho en los últimos meses; Quizás debería cortarlo pronto. Sus dedos reconocieron el mechón suelto y lo ataron al resto en una pequeña coleta improvisada.

Mientras ajustaba el nudo, sus pensamientos vagaron. Había algo profundamente reconfortante en estas tareas simples, en estos momentos en los que podía sentirse útil al santuario que ahora llamaba hogar. Cada gota de agua extraída del pozo, cada superficie barrida o altar limpiado, era una ofrenda silenciosa no solo a los dioses, sino también a los recuerdos de aquellos a quienes había perdido.

Cuando estuvo listo, levantó la cubeta con ambas manos y comenzó a caminar de regreso al templo. Sus pies descalzos rozaban el suelo, y aunque el peso del agua tensaba sus brazos, su expresión seguía siendo serena, imbuida de la paciencia que le caracterizaba. Sus pasos resonaron suavemente en el suelo de madera del santuario mientras avanzaba por los pasillos, cada uno impregnado con un silencio reverencial. Sin embargo, cuando se acercó a una habitación específica, una mezcla de aromas intensos lo recibió, interrumpiendo la tranquilidad.


El olor a hierbas medicinales flotaba densamente en el aire, mezclado con el aroma acre de enfermedad y el inconfundible rastro amargo del dolor humano. Tanjiro frunció ligeramente el ceño cuando un leve escozor apareció en su nariz, pero no se detuvo. Aquel olor era un recordatorio de los sufrimientos de los demás, y aunque le dolía sentirlo tan de cerca, también lo impulsaba a seguir adelante.

Al cruzar el umbral, sus ojos se encontraron con la escena habitual de la habitación. Los hombres yacían sobre camas tejidas de paja, sus cuerpos envueltos en vendas que narraban historias de batallas perdidas y cicatrices imborrables. Algunas tenían extremidades ausentes, arrancadas por el filo cruel de la guerra, mientras que otros portaban enfermedades visibles en su piel, manchas que se extendían como sombras persistentes en sus rostros y cuerpos.

Tanjiro se detuvo por un momento, observándolos con una mezcla de compasión y determinación. Cada rostro contaba una historia de sufrimiento, pero también de lucha, y él, con su corazón, no podía evitar sentir compasión por ellos. Pensaba en cómo el dolor podía unir a las personas, tejiendo hilos invisibles entre aquellos que compartían la carga de vivir en un mundo marcado por la pérdida.


Se acercó a uno de los hombres que yacía en el suelo, emitiendo pequeños quejidos de incomodidad y dolor. Sus manos, firmes pero gentiles, colocaron la cubeta de agua a un lado antes de arrodillarse junto a él. Sacó un trapo limpio de entre sus pertenencias, lo sumergió en el agua fresca y lo escurrió con cuidado.

Con movimientos suaves y deliberados, coloco el paño húmedo sobre la frente sudorosa del hombre. Al contacto con el fresco alivio el entrecejo arrugado del herido que, comenzó a relajarse lentamente, y sus quejidos disminuyeron hasta desvanecerse por completo. Tanjiro observó cómo el hombre regresaba a un sueño más tranquilo, y una pequeña sonrisa de satisfacción curvó sus labios.


Mientras continuaba limpiando con paciencia el rostro del herido, su mente se llenó de pensamientos. ¿Cuánto tiempo lleva soportando este dolor? ¿Qué recuerdos llevarán consigo estas cicatrices? No podía evitar preguntarse si los sueños de aquellos hombres estaban plagados de los mismos espectros que lo visitaban a él en las noches más oscuras.

—Debe ser difícil para él… —murmuró para sí mismo, casi como una oración.

En cada gesto, en cada cuidado, Tanjiro ponía todo su ser, no solo por un sentido de responsabilidad, sino por un deseo genuino de aliviar el sufrimiento, aunque fuera por un instante. Sabía que no podía borrar las heridas ni devolver lo que habían perdido, pero sí podía ofrecerles un poco de consuelo.

Una brisa ligera se filtra por una rendija de la ventana, trayendo consigo el aroma del amanecer. Tanjiro levantó la vista por un momento, viendo cómo los rayos dorados comenzaban a colarse en la habitación, bañando todo con una luz cálida y renovadora. En ese instante, reafirmó en silencio su determinación. Si podía ser una chispa de luz en la oscuridad de alguien más, incluso por un breve momento, entonces todo su esfuerzo habría valido la pena.

Desde el día en que cruzó el umbral de este santuario, Tanjiro descubrió que su propósito no era solo custodiar de las aldeas vecinas con oraciones. Este lugar, más que un sitio sagrado, era un refugio para quienes cargaban las marcas del sufrimiento. Con frecuencia, el portal del templo se abriría para recibir a hombres heridos: campesinos mutilados por accidentes, soldados que habían perdido miembros en el caos de la guerra, e incluso bandidos con cicatrices de sus vidas de violencia y saqueo.

Al principio, cuando vio a los últimos, su corazón se llenó de incertidumbre. La simple idea de extender una mano a aquellos que habían tomado vidas y destruidas familias hacía que su pecho se tensara. Sin embargo, Saburo-san, siempre tan sereno en su sabiduría, le recordó lo que significaba verdaderamente el deber de un sacerdote.

—Tanjiro —le había dicho una tarde, mientras el incienso perfumaba el aire del altar—, no somos jueces ni verdugos. Nuestra misión es ser un faro de compasión. Solo los dioses, libres de pecado e impureza, tienen el derecho de juzgar el alma de un hombre. Si alguien llega aquí en busca de ayuda, sea quien sea, nuestro deber es atenderle.

Tanjiro, aunque comprendía las palabras de su maestro, no podía evitar sentir una punzada de desasosiego cada vez que debía limpiar las heridas de aquellos hombres cuyas manos estaban teñidas de sangre ajena. Pero incluso en medio de esas dudas, recordaba la promesa que se había hecho a sí mismo: proteger la vida y aliviar el sufrimiento, sin importar cuán difícil fuera.


Aquella tarde no fue diferente. Mientras acomodaba vendajes y trapos limpios en una pequeña bandeja, el peso de estas reflexiones se hacía sentir en su rostro, una mezcla de seriedad y compasión. El eco de jadeos irregulares resonó en la sala y, de pronto, una voz áspera y quebrada lo arrancó de sus pensamientos.

—Oye… chico…

La voz áspera, apenas más que un murmullo, llegó hasta él desde una esquina de la sala. Tanjiro giró la cabeza hacia donde provenía el llamado y encontró al hombre que lo observaba desde las sombras, recostado contra el tatami. Era un guerrero que había llegado días atrás, traído al templo por unos aldeanos. Desde el primer momento, su figura había dejado una impresión imborrable en el joven: la pierna amputada, las vendas que cubrían lo que alguna vez fue un rostro completo, dejando al descubierto solo un ojo sombrío y cansado.

Sosteniendo la cubeta de agua, Tanjiro caminó hacia él con pasos deliberadamente ligeros, tratando de no perturbar el frágil aire de calma que impregnaba la sala. El tintineo del agua dentro del recipiente era apenas audible sobre el susurro del viento que se filtraba por las rendijas.

Se arrodilló junto al hombre y, con la delicadeza que siempre caracterizaba sus gestos, sacó un paño limpio. Lo humedeció en el agua fresca y comenzó a limpiar el sudor que perlaba la sien y el cuello del guerrero. Mientras lo hacía, no pudo evitar reparar en los profundos surcos de dolor que marcaban su piel, no solo físicos, sino también emocionales.

— ¿Cómo se encuentra, señor? —preguntó con voz suave, una sonrisa tenue dibujándose en sus labios.

Era una sonrisa que trataba de transmitir calma, aunque no del todo sincera. Dentro de sí, Tanjiro luchaba contra una sombra de desasosiego. Sabía que, en las guerras, hombres como este no solo luchaban contra soldados; también arrasaban aldeas, robaban provisiones y destruían familias. Tal vez este hombre había hecho cosas horribles, tal vez no. Pero no era su lugar juzgar. No mientras esté bajo el techo del santuario.

Saburo-san siempre le había enseñado que la compasión era el mayor acto de fortaleza, y Tanjiro se esforzaba en honrar esas palabras, aunque a veces su corazón le costara seguirlas.

El guerrero soltó un gruñido bajo, tanto de dolor como de incomodidad, y finalmente habló:

—Últimamente… pareces más afligido… chico… —Su voz sonaba rasposa, como el roce de piedras entre sí—. ¿Acaso has visto algo extraño en el bosque?

— ¿Algo extraño en el bosque? —repitió Tanjiro, inclinando ligeramente la cabeza mientras su mano continuaba limpiando con delicadeza las heridas del guerrero. Sumergió el paño en la cubeta y lo escurrió con movimientos pausados, como si meditara las palabras antes de responder—. No estoy seguro. Los bosques siempre tienen su propia esencia, su propio lenguaje. A veces pienso que susurros invisibles viajan con el viento, pero nunca he visto algo que me cause verdadero temor.

Sus palabras fueron sinceras, aunque no completas. En su interior, había notado el extraño cambio en el aire, esa sensación de estar siendo observado, como si algo en las sombras midiera cada uno de sus pasos. Pero no quiso alarmar al hombre, mucho menos ahondar en la inquietud que ya parecía pesarle.

—No es nada. Es mejor que se concentre en descansar y recuperarse lo más pronto posible. —Tanjiro dejó que una sonrisa amable curvara sus labios, pero esta no alcanzó sus ojos.

Siguió trabajando con meticulosidad, limpiando el pecho y el cuello del guerrero con movimientos suaves, casi reverentes, antes de pasar a las vendas ensangrentadas. Mientras retiraba el tejido empapado de sangre seca, evitó mirar directamente al rostro del hombre. No era un gesto de desprecio, sino una decisión consciente: Tanjiro había aprendido a no memorizar los rostros de aquellos que llevaban el peso de vidas tomadas, hombres cuyos actos tal vez habían dejado un rastro de dolor en otros corazones.

El guerrero, sin embargo, dejó escapar una risa áspera, cargada de ironía. Una mueca torcida cruzó su rostro marcado por cicatrices, como si ya hubiera aceptado lo inevitable.

—Chico… —dijo al fin, golpeando con un gesto deliberadamente lento lo que quedaba de su muslo, donde la pierna había sido amputada—. ¿Quieres saber cómo me hice esto?

La pregunta flotó en el aire, teñida de una mezcla de desafío y resignación. Tanjiro se detuvo, sus dedos aún sosteniendo las vendas limpias, y levantó la mirada hacia el hombre. En esos ojos oscuros, vio más que dolor físico; Percibió arrepentimiento, tal vez culpa, o quizás solo el cansancio de alguien que había visto demasiado.

¿Está seguro de que es el momento para hablar de eso? —preguntó a Tanjiro con suavidad, su tono lleno de respeto, aunque en el fondo no estaba seguro de querer conocer la respuesta.
El guerrero ladeó la cabeza, dejando que una sonrisa torcida cruzara su rostro.


—No hay otro momento, chico. A los hombres como yo nos queda poco tiempo. Las palabras deben salir antes de que se pierdan con el viento.


Tanjiro asintió, pero antes de que el hombre comenzara, dejó el trapo en el borde de la cubeta y volvió a mirar al samurái con seriedad.

—Estoy aquí para escuchar.

El guerrero lo observó con detenimiento, como si evaluara la sinceridad en sus palabras, y luego soltó una risa baja, áspera, que retumbó en la habitación como el eco de un trueno lejano.

—Ese sacerdote… Saburo, ¿no es así? —murmuró el hombre con voz rasposa—. Seguro ya te lo ha dicho. Las noches aquí no son solo oscuras… están llenas de demonios.

—¿Demonios? —repitió Tanjiro, sus ojos abriéndose ligeramente mientras una expresión de escepticismo se dibujaba en su rostro.

Era cierto que Saburo-san le había hablado sobre demonios en más de una ocasión, criaturas que rondaban las sombras, acechando a los incautos que se atrevían a cruzar los caminos bajo el manto de la noche. Incluso le había contado sobre cómo perdió a su propia familia: un demonio, había dicho, se los arrebató, devorándolos sin piedad.

A pesar de las historias, Tanjiro nunca había visto con sus propios ojos a una de esas criaturas, ni había sentido su presencia más allá de los relatos. Para él, aquellas palabras siempre fueron un intento de hombre por transmitir una lección, una metáfora sobre los peligros de la vida y la fragilidad humana.

—¿No me crees? —preguntó el guerrero, esbozando una sonrisa amarga al ver el escepticismo en los ojos de Tanjiro.

El joven apartó la mirada un momento, como si buscara una respuesta en las grietas del suelo de madera.

—No es eso… —susurró al fin—. Solo… pienso que Saburo-san ha pasado por tanto… Si yo estuviera en su lugar, tal vez también encontraría formas de darle sentido al dolor.

Su voz estaba impregnada de empatía, pero también de una inocencia que no había sido completamente arrebatada.

El guerrero bufó, aunque su sonrisa no desapareció.

—¿Crees que son fantasías de un viejo? —su tono era sarcástico, pero en sus ojos había algo que desmentía el cinismo de sus palabras—. Yo también pensaba así… hasta que los vi con mis propios ojos.

Tanjiro lo miró fijamente, en silencio, mientras el guerrero proseguía.

—Esas cosas no son de este mundo. No razonan, no sienten, solo desean devorar. Mi pierna, mi rostro… no fueron por una batalla honorable ni por una trampa enemiga. Fueron por un demonio. Y te aseguro, chico, que no hay metáforas en mis palabras.

El joven aprendiz no supo qué responder de inmediato. Las palabras del guerrero, aunque envueltas en crudeza, parecían genuinas, como un eco de algo que no podía ser fingido.

—Saburo-san decía que un hombre con una espada lo salvó de un demonio —murmuró Tanjiro, más para sí mismo que para el guerrero. Recordaba aquellas noches en las que Saburo hablaba de ese episodio, y aunque Tanjiro nunca dudó de la veracidad del dolor en su voz, sí cuestionó la literalidad de sus palabras.

—Entonces tal vez deberías empezar a escuchar con más atención, chico. —El guerrero dejó caer su cabeza contra la pared, cerrando los ojos mientras un suspiro escapaba de sus labios.

Tanjiro permaneció en silencio, su mirada fija en las vendas ensangrentadas que había dejado sobre la cubeta. Había algo en las palabras del hombre.

Si esos demonios realmente existían, ¿cuál era su propósito? ¿Por qué el mundo debía soportar su oscuridad? En el fondo de su corazón, la llama de su determinación ardía con mayor intensidad. Tal vez, solo tal vez, había algo más grande en el horizonte que aún no podía comprender. Pensativo, Tanjiro permaneció unos segundos más en silencio, dejando que el eco de las palabras del guerrero se asentara en su mente como hojas arrastradas por el viento.

Fue entonces cuando, en el rabillo del ojo, notó algo. Una mano temblorosa, envuelta en vendas ajadas, extendiéndose hacia él como una garra que rompía la quietud del momento. Apenas se percató de su movimiento, retrocedió instintivamente, con una expresión de leve sorpresa pintada en su rostro.

Los dedos vendados se detuvieron a unos centímetros de su rostro, temblando ligeramente antes de bajar con una torpeza evidente. El guerrero había dirigido su mano hacia los aretes que colgaban de las orejas de Tanjiro, como si aquellas pequeñas piezas llamaran a un deseo profundo y extraño en su interior.

—Lo siento… —musitó Tanjiro, llevando una mano a sus aretes como un gesto protector—. Estos aretes... son importantes para mí.

Su voz era amable, pero también firme, como si buscara proteger no solo aquel objeto, sino el recuerdo que representaba. No podía permitir que alguien, por muy herido o necesitado que estuviera, invadiera lo poco que le quedaba de su pasado, de su familia.

El guerrero no respondió de inmediato. Sus ojos, que parecían antesn arder con un destello de ambición, se apagaron, dejando tras de sí un vacío oscuro y opaco. Sus dedos se retiraron con lentitud, cayendo pesadamente sobre la cama como si no tuviera fuerzas para sostenerlos.

—Solo quería verlos… —murmuró con una voz rasposa y débil, aunque algo en su tono parecía guardar más de lo que decía—. Me recordaron algo.

Tanjiro ladeó la cabeza con una mezcla de confusión y compasión. Las acciones del hombre lo desconcertaban, pero decidió no darle más importancia. Tal vez estaba perdiendo la lucidez, consumido por el dolor y la fiebre de sus heridas.

—Debe descansar ahora —dijo Tanjiro con suavidad, acomodando al hombre sobre las almohadas y ajustando las mantas con cuidado—. No se preocupe por nada más. Yo me encargaré del resto.

Mientras cambiaba las vendas del guerrero, Tanjiro notó cómo el hombre mantenía la mirada fija en el techo, perdido en pensamientos que parecían pesarle más que sus propias heridas. Algo en aquella actitud hizo que Tanjiro se sintiera inquieto, pero no dijo nada. Sabía que había cosas que no podía comprender, historias que no le correspondían descubrir.

Al terminar, le dio un último vistazo. Los ojos del hombre seguían clavados en un punto invisible, y su expresión había adoptado una calma inquietante, casi resignada.

—Volveré más tarde para revisar sus heridas —prometió Tanjiro con una leve inclinación de cabeza antes de girarse hacia la salida.

Mientras se alejaba, una sensación punzante se alojó en su pecho, como una espina que no podía ignorar. Algo en las acciones del guerrero no cuadraba, como si aquel intento de tocar sus aretes escondiera una intención más oscura, más profunda.

Apretando los labios, sacudió la cabeza, apartando la duda. No era momento para desconfiar de alguien que estaba herido y vulnerable. Aún así, no pudo evitar mirar sus aretes al pasar frente a un reflejo en la pared de madera pulida, preguntándose qué era lo que aquel hombre había visto en ellos que encendió, aunque fuera por un momento, aquella codicia fugaz. La voz de Saburo-san lo sacó de su ensimismamiento, pronunciando su nombre con ese tono característico, grave pero cargado de una calidez reconfortante. Tanjiro levantó la cabeza y volvió a adoptar su habitual expresión amable, acompañado de una dulce sonrisa.

—Tanjiro—llamó el sacerdote, su voz, aunque áspera por los años, tenía una nota de cercanía que la suavizaba—. Escucha, la aldea más allá de la montaña ha solicitado mis servicios. Dicen que un espíritu maligno ha estado perturbándolos desde hace tiempo, causando estragos entre los aldeanos. Necesitan que lo exorcice. Por ello, me ausentaré algunos días del santuario y, durante mi ausencia, te dejaré a cargo.

Tanjiro frunció ligeramente el ceño al escuchar aquello. La idea de que Saburo-san emprendiera un viaje tan largo por su cuenta no le parecía adecuada. Aunque admiraba la determinación del sacerdote, no podía evitar preocuparse.

—Pero ¿el viaje no será demasiado largo? —preguntó con voz apacible pero cargada de inquietud—. ¿Está seguro de que no desea que lo acompañe? Podría ser peligroso viajar solo.

Saburo dejó escapar una risa breve, que sonó como el crujido de las ramas al viento, y agitó la mano con un ademán despreocupado.

—No te preocupes por mí, muchacho. Este viejo cuerpo aún tiene fuerzas para un par de días de caminata. Además, alguien debe quedarse aquí para cuidar de los heridos y del santuario. Es una responsabilidad que no puedo dejar en mejores manos que las tuyas.

La mirada del sacerdote se posó en Tanjiro con una mezcla de confianza y afecto. Era evidente que quería mostrarse fuerte, quizás para no preocupar a su aprendiz, o tal vez para recordarse a sí mismo que aún podía ser útil. Tanjiro lo observó en silencio, intentando no dejar entrever la mezcla de emociones que lo inundaban: admiración, preocupación y un leve pesar por no poder insistir más.

—Entiendo… Si eso es lo que ha decidido, esperaré pacientemente su regreso —dijo finalmente, inclinándose levemente en señal de respeto. Su sonrisa habitual volvió a su rostro, aunque esta vez era más tenue, como un rayo de sol filtrándose entre las nubes.

Saburo estuvo satisfecho y colocó una mano firme sobre el hombro de Tanjiro.

—Sabía que podía contar contigo. Este santuario está en buenas manos. Recuerda, si sucede algo fuera de lo común, mantén la calma y actúa con sabiduría. No necesitas enfrentarte a nada solo; siempre hay una solución.

El joven asintió, grabando cada palabra en su memoria. Aunque le preocupaba el bienestar de su maestro, también sentía una gran responsabilidad al asumir el cuidado del santuario en su ausencia.

Saburo partió al amanecer siguiente, con una bolsa al hombro, perdiéndose lentamente en la espesura del bosque.

Mientras lo veía alejarse, Tanjiro apretó ligeramente sus puños. Sabía que no podía permitir que su preocupación lo distrajera. Aún había muchas cosas por hacer, y cada paciente en el santuario dependía de él. Con un último vistazo al camino que desaparecía entre los árboles, volvió al interior del santuario, asegurándose de que los heridos descansaran en paz.

Notes:

Saburo practica el sintoísmo, una de las religiones tradicionales de Japón, centrada en la veneración de los "kami", que son espíritus o deidades relacionadas con la naturaleza, los fenómenos y los ancestros. El sintoísmo promueve el respeto por los rituales y la purificación espiritual, buscando la armonía entre los humanos y el mundo natural.

En este contexto, Saburo enseña a Tanjiro algunas prácticas y costumbres sintoístas. Aunque Tanjiro no profundiza en esta religión, no se niega a aprenderlas, más que nada por el profundo respeto que siente hacia Saburo.

Por otro lado, Saburo no vivía cerca de los Kamado y no tenía relación con ellos hasta el momento en que sus caminos se cruzaron.

En esta versión de la historia, existen espíritus malignos o corrompidos, además de los demonios.

Chapter 2: Iris azul

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Después de cambiar vendas y preparar infusiones de hierbas para aliviar dolores, decidió salir un momento, pensando que un poco de aire fresco le haría bien y, de paso, podría buscar algo que fortaleciera a los pacientes. Cazar algunos peces en el río cercano parecía una buena idea.

El suave murmullo del agua lo mientras recibía se agachaba junto a la corriente, estudiando los movimientos de los peces. Con una destreza aprendida de años de cuidado de su familia, usamos su cuchillo para atraparlos con precisión, uno tras otro. Al cabo de un rato, su cesta contenía varios ejemplares brillantes, aún agitados por el aire que los envolvía.

Tanjiro decepcionado, satisfecho. Había escuchado que el pescado era bueno para la recuperación; un alimento rico, lleno de nutrientes, que podría devolver fuerzas a los cuerpos debilitados de los heridos. Esa idea lo llenaba de determinación. Después de todo, cuidar a los demás le recordaba a los días en que cuidaba de sus hermanos menores. Si ellos estuvieran aquí, también se habrían emocionado al ver estos peces, pensado con melancolía.

Al regresar, tomó un camino que bordeaba el campo donde recolectaba hierbas medicinales. Le gustaba este tramo, siempre bañado en la brisa fresca del bosque y lleno del murmullo sutil de la naturaleza. El aire limpio, mezclado con el aroma terroso de las plantas, siempre le traía calma, como si los mismos árboles lo abrazaran.

De repente, algo perturbó esa tranquilidad.
Un aroma, débil pero inconfundible, le llegó al olfato. Era sutil, casi imperceptible, pero su agudo sentido lo detectó al instante. Tanjiro se detuvo en seco, ladeando ligeramente la cabeza, tratando de identificarlo mejor.

—Parece que hay alguien cerca —murmuró, con un atisbo de sorpresa.

En el aire no percibía el olor característico metálico de la sangre, lo que descartaba a algún herido que necesitara ayuda urgente. Esto era extraño. El santuario estaba apartado, y las visitas eran escasas, salvo por los viajeros extraviados o las personas que buscaban orar. ¿Quién podría estar allí, tan lejos de las aldeas?

Tanjiro dejó la cesta con los peces en el suelo, cuidando que quedara a la sombra para protegerlos del calor, y comenzó a caminar hacia la dirección de donde provenía aquel aroma desconocido. Sus pasos eran firmes pero cuidadosos, con la naturalidad de quien está acostumbrado a recorrer el bosque. Las ramas y hojas formaban un entramado denso que él apartaba con movimientos fluidos, mientras el sonido de sus pisadas se mezclaba con el susurro de la brisa.

El aroma se hacía más claro, más vivo. Era humano, pero diferente. No había rastro de sangre ni de enfermedad, lo que lo llevó a pensar que no se trataba de alguien herido. Sin embargo, ese rastro tenía una cualidad peculiar, una mezcla de serenidad y algo que no lograba identificar del todo.

Finalmente, al apartar las últimas ramas que cubrían su vista, sus ojos rojizos se encontraron con una figura masculina de pie en medio del claro. El hombre estaba de espaldas, inmóvil, con los hombros rectos y una postura tan firme que parecía formar parte del paisaje.

El viento sopló con un vigor renovado, levantando hojas y haciendo que el haori que vestía se agitara con suavidad. El diseño del haori era peculiar: del lado izquierdo tenía un estampado geométrico en tonos verdes y amarillos, mientras que el derecho era de un color profundo, similar al rojo de las hojas de otoño. Aquella prenda, con sus dos patrones tan distintos, parecía reflejar algo de la dualidad de quien la llevaba.

El hombre giró entonces, y Tanjiro sintió que el tiempo se detenía por un instante.

Los ojos del desconocido eran lo primero que captaban la atención: un azul tan profundo y nítido como el cielo despejado después de una tormenta. Tenían una cualidad casi hipnótica, como si fueran capaces de penetrar más allá de la carne y los huesos, hasta llegar al alma. No eran fríos, pero sí tranquilos, cargados de una profundidad que parecía contener secretos.

Su rostro, visto ahora de frente, era sereno, casi imperturbable. La línea recta de su nariz y la firmeza de su mandíbula hablaban de fuerza contenida, mientras que la suavidad de su piel contrastaba con esa dureza, como si fuera un lienzo perfectamente cuidado por el tiempo. Había algo en sus rasgos que registraba a las estatuas talladas por manos expertas, no por la perfección en sí, sino por la impresión de quietud y permanencia que transmitían.

El viento se volvió a soplar, revolviendo ligeramente su cabello negro, que caía con naturalidad hasta los hombros. Los mechones, oscuros como la noche más silenciosa, parecían absorber la luz, aunque algunos reflejaban un brillo sutil, como si estuvieran hechos de seda pulida.

Todo en su figura parecía diseñada para armonizar con el entorno, y, sin embargo, había algo en él que lo hacía destacar, como si su presencia estuviera fuera de lugar en aquel bosque común. No era solo su postura ni su mirada lo que lo hacía parecer imponente, sino una sensación indescriptible, algo que Tanjiro no podía nombrar pero que lo mantenía alerta.

Tanjiro, sin darse cuenta, había estado mirándolo en completo silencio durante más tiempo del que se habría considerado apropiado. El peso de su mirada lo atrapó, pero cuando se dio cuenta de lo que hacía, el calor de la vergüenza subió rápidamente a sus mejillas. Desvió la vista y se rascó la nuca con un gesto incómodo.

—L-Lo siento… —murmuró, inclinándose ligeramente en señal de disculpa, su voz tan amable como siempre— No quise ser irrespetuoso. Pensé que quizás se encontraba perdido. Este santuario está lejos de cualquier aldea, y es raro encontrar a alguien por aquí.

El hombre no respondió de inmediato. Sus ojos se mantuvieron fijos en Tanjiro, como si buscaran algo en él, aunque no había hostilidad en su mirada. Finalmente, habló, y su voz era tranquila, pero tenía una firmeza que lo hacía imposible de ignorar, como el sonido del agua cayendo desde gran altura.

—No estoy perdido. Solo estaba pasando por aquí.

Tanjiro levantó la vista, aliviado pero aún intrigado. Aunque aquel hombre parecía distante, no había indicios de peligro en su presencia. Sin embargo, el peso de su aura seguía presente, como una nube densa que no podía atravesar con facilidad. ¿Quién era este hombre? Y, más importante, ¿qué lo había llevado hasta allí?
Había un sinfín de preguntas revoloteando en la mente de Tanjiro, como hojas dispersas por el viento, pero decidió contenerlas. Cuestionarlo sería una imprudencia; Después de todo, él mismo no era más que un extraño para aquel hombre. Sin embargo, su curiosidad seguía latiendo suavemente en su pecho, un murmullo constante que pedía respuestas a preguntas que aún no se había atrevido a formular.

Sus ojos bajaron ligeramente y entonces lo vio: una espada, enfundada, colgando del costado del hombre. La empuñadura era sencilla, pero la forma en que el arma descansaba junto a él hablaba de alguien que sabía cómo usarla. Tanjiro sintió una breve inquietud, como un eco distante de alarma. Pero rápidamente su corazón se calmó; su instinto, tan agudo como su sentido del olfato, le decía que aquel hombre no era una amenaza. El aroma que emanaba, aunque peculiar y con una gravedad que parecía envolverse en silencio, no contenía la más mínima traza de malicia o intención asesina.

Volvió a levantar la vista hacia el rostro del hombre. La luz del bosque, filtrada entre las hojas, tocaba su piel, y Tanjiro notó su palidez, limpia y fría como la nieve que cubre las montañas en invierno. Era un contraste marcado con sus propios rasgos cálidos y llenos de vida. Había algo casi etéreo en él, como si no perteneciera del todo a ese mundo tangible, como si el bosque se doblagara ligeramente a su alrededor, aceptando su presencia con reverencia.

Tanjiro se tranquiliza suavemente. Era un gesto sencillo, sin doblez ni pretensiones, como el sol que acaricia la hierba después de la lluvia. El hombre, sin embargo, no respondió de la misma manera. Su expresión permanecía imperturbable, casi como si hubiera olvidado cómo devolver un gesto de amabilidad.

—Si lo desea, puedo ayudarle a llegar a su destino. —La voz de Tanjiro rompió el silencio con una calidez que contrastaba con la fría solemnidad del momento—. Conozco muy bien los alrededores. Y si necesitas algo más, no dudes en decírmelo.

Sus ojos brillaban con una sinceridad que parecía casi imposible en alguien tan joven. Había algo en la forma en que hablaba, en la tranquilidad de su tono, que transmitía una honestidad desarmante. Era como si, al hablar, dejara su alma expuesta, libre de sombras o secretos, invitando al otro a confiar sin miedo.

El hombre no respondió de inmediato. Su mirada azul, tan afilada como el filo de una espada bien forjada, se posó en Tanjiro con una intensidad que habría hecho temblar a cualquier otro. Pero no había crueldad ni dureza en esos ojos, solo un silencio pesado, como el de un lago profundo y sereno.

Finalmente, sus labios se movieron, y su voz salió baja, casi apagada, pero firme, como el murmullo del viento antes de una tormenta:

—No necesito ayuda.

Tanjiro parpadeó, pero no se sintió rechazado. Había algo en la forma en que lo dijo, en esas palabras, que no era hostil, solo distante. Era como si aquel hombre estuviera acostumbrado a caminar solo, a cargar con un peso que no podía compartir con nadie.

Pero Tanjiro no era de los que se rendían fácilmente. Aunque no insistiría, no podía evitar sentir un deseo genuino de ayudar. Quizás porque sentía que, detrás de aquella expresión inmutable, había algo que resonaba de forma silenciosa.

—Entiendo —respondió con una ligera inclinación de cabeza, manteniendo su sonrisa— Pero si cambia de opinión, estará en el santuario. Siempre será bienvenido.

El viento se volvió a soplar, alzando una vez más el haori del hombre, y, por un instante, Tanjiro sintió que estaba en presencia de algo más grande, más vasto, como si el destino hubiera puesto a esa persona en su camino por una razón. que aún no comprendía.

Mientras se alejaba, Tanjiro no podía apartar sus pensamientos de la peculiar actitud del hombre. Había algo en él que lo desconcertaba profundamente, un enigma silencioso atrapado en su expresión imperturbable y en su distante forma de actuar. La forma en que lo había mirado, como si pudiera atravesar las capas superficiales de su ser, lo había dejado inquieto. Pero más extraño aún era aquel aroma que había percibido antes. Ahora se había desvanecido, como un susurro atrapado en el aire, pero estaba seguro de que provenía de ese misterioso hombre.

Sin embargo, había algo más, un detalle que su mente intentaba rescatar de la nebulosa de su memoria, pero que se le escapaba como agua entre los dedos. Era como intentar recordar un sueño al borde del amanecer, una sensación persistente pero difusa, que lo dejaba en un estado de desconcierto.

Suspiró suavemente, dejando que el aire fresco del bosque llenara sus pulmones mientras regresaba al lugar donde había dejado la canasta con los peces. Pero su inquietud no se disipaba. Había algo más que lo perturbaba, algo que había notado mientras seguía el rastro del aroma. Era otro olor, más intenso, que se había colado entre las fragancias de la naturaleza.

Aquel aroma era desagradable, cargado de una pesada mezcla de podredumbre y muerte. Había sentido su presencia mientras se acercaba al claro, una advertencia latente que había hecho que su pecho se tensara. Ese olor, tan distinto al del hombre, había sido lo que lo empujó a continuar, aun sin saber si lo que encontraría sería bueno o malo. Y sin embargo, cuando llegó al lugar, ese aroma simplemente había desaparecido, como si el viento lo hubiera borrado.

Tanjiro frunció el ceño, mirando nuevamente hacia el bosque. No era común que los olores se desvanecieran de esa manera, especialmente cuando eran tan penetrantes. Lo único que había visto en el claro era a ese hombre, pero estaba seguro de que ese hedor no provenía de él.

Mientras retomaba el camino hacia el santuario, no podía sacudirse la sensación de que algo estaba mal. Había un vacío extraño en su pecho, un presentimiento que crecía con cada paso que daba. La imagen del hombre permanecía grabada en su mente, como una pintura inacabada, llena de preguntas sin respuesta. ¿Quién era? ¿Por qué estaba allí, tan lejos de las aldeas? ¿Y qué significaba aquel aroma, tan fuera de lugar en medio de la pureza del bosque?

Tanjiro presionó ligeramente los labios, intentando calmar la inquietud que se revolvía en su interior. Su instinto le decía que esto era más que una simple coincidencia. Algo más grande se estaba gestando, algo que no podía ignorar, aunque aún no tuviera la claridad suficiente para comprenderlo.

Con un último vistazo hacia el claro, donde las ramas seguían moviéndose suavemente con la brisa, Tanjiro ajustó la canasta en su brazo y continuó su camino. El bosque, normalmente un refugio de paz y vida, ahora parecía guardar secretos que lo observaban desde las sombras.

Por otro lado, Tomioka Giyuu permanecía inmóvil, exactamente en la misma posición en la que había estado antes. El viento acariciaba su haori de dos patrones, haciendo que los colores contrastantes—el geométrico verde y amarillo del lado izquierdo, y el rojo profundo del derecho—parecieran unirse en un baile silencioso. Sus ojos azulados, gelidos y serenos como la superficie de un lago en invierno, seguían fijos en la dirección por donde había desaparecido el chico de los aretes hanafuda.

Aunque su rostro mantenía su perpetua expresión impasible, una ligera arruga surcó su sien, casi imperceptible, pero suficiente para revelar el remolino de pensamientos que lo asaltaban. El aire, que hasta hacía poco había sido tranquilo, ahora soplaba con una fuerza inquietante, revolviendo su cabello oscuro como un manto de sombras agitadas.

No lo comprendo.

¿Cómo era posible que ese chico lo hubiera detectado? Estaba seguro de haber ocultado cada rastro de su presencia con precisión. Había mezclado su esencia perfectamente con el ambiente, anulando cualquier indicio que pudiera delatarlo. Y, aún así, esa persona lo había encontrado con una facilidad desconcertante, como si su habilidad para ocultarse fuera irrelevante ante esos sentidos agudos.

El recuerdo de esos ojos rojizos, cálidos pero penetrantes, lo hizo entrecerrar los suyos. No había nada hostil en esa mirada; sin embargo, había sentido como si lo atravesaran, como si desnudaran los velos que protegían su interior.

Esta sensación no le agradaba. Para un humano normal, detectar su presencia era una tarea prácticamente imposible. Su técnica estaba pulida al extremo, forjada en incontables encuentros con demonios que acechaban en las sombras. Entonces, ¿qué era diferente en ese chico? ¿Cómo había logrado percibirlo tan fácilmente?

No podía ignorar este hecho. Algo en esa breve interacción lo había dejado inquieto, una sensación extraña que se asentaba en su pecho como una piedra en un lago sereno.

Con movimientos pausados, casi felinos, Giyuu giró ligeramente la cabeza, agudizando sus sentidos. El bosque a su alrededor parecía más denso ahora, como si la naturaleza misma conspirara para ocultar algo entre las sombras y los murmullos del viento. Sus ojos escrutaron cada rincón, su oído afinado buscó cualquier sonido fuera de lugar, y su instinto se desplegó como un cazador en plena alerta.

El rastro del chico aún flotaba débilmente en el aire, entremezclado con los aromas de hojas húmedas y tierra fresca, Giyuu dejó que su mente se sumergiera en los detalles de lo que había momentos ocurridos antes. Sin embargo, lo más importante no era la peculiaridad de ese chico, sino la ausencia de aquello que realmente había venido a buscar: la presencia del demonio que había detectado previamente.

Cuando había llegado a este bosque, guiado por el rastro inequívoco de un demonio, Giyuu había preparado todo para un enfrentamiento rápido y decisivo. El olor a podredumbre, mezclado con una hostilidad palpable, lo había conducido hasta este claro. El demonio, experto en ocultarse entre las sombras de los árboles, aguardaba pacientemente, acechándolo con la intención de atacar cuando bajara la guardia. Giyuu había percibido el latir de su presencia en el ambiente, como un tambor sordo resonando en su conciencia.

Y entonces, justo cuando estaba a punto de hacer su movimiento, todo cambió.

El viento trajo consigo un nuevo aroma, una fragancia cálida y limpia, totalmente opuesta a la pestilencia del demonio. Era el rastro de ese chico. La llegada de esa presencia desconocida había desestabilizado la calma tensa del entorno. Y, de manera tan arrepentida como desconcertante, la presencia del demonio se desvaneció. No se disipó lentamente, como lo haría si se hubiera ocultado más profundamente en las sombras, sino que desapareció por completo, como si nunca hubiera estado allí.

Giyuu frunció el ceño, registrando cada detalle. El demonio no era alguien que huyera con facilidad; su presencia había sido sólida, amenazante, y no daba indicios de miedo. ¿Qué pudo haber ocurrido para que abandonara su posición? ¿Acaso la llegada de ese chico había alterado la situación de alguna forma que él aún no entendía?

El viento volvió a soplar con fuerza, haciendo que las ramas susurraran como si compartieran un secreto que se le escapaba.

Giyuu dejó escapar un suspiro apenas audible, el único indicio de su frustración. No era alguien que se permitiera especulaciones innecesarias, pero esta vez, los eventos desafiaban la lógica. Ese chico no parecía tener nada que ver con un demonio, y su aroma no cargaba la más mínima señal de malicia. Pero el hecho de que su llegada coincidiera con la desaparición del demonio era un enigma que no podía ignorar.

Finalmente, dejó de darle vueltas al asunto. Había algo más urgente que resolver primero: el demonio aún estaba ahí, en alguna parte. Podía sentirlo, un rastro latente, como un fuego apagado que aún guarda brasas ocultas. Sabía que no se había marchado del bosque, solo estaba esperando el momento adecuado para salir nuevamente, y ese momento probablemente sería durante la noche.

Giyuu desvió la mirada hacia el cielo, donde el sol comenzaba a inclinarse hacia el horizonte, tiñendo las nubes de un tenue color ámbar. Por ahora, su prioridad sería cazar al demonio. Pero una cosa era segura: no perdería de vista a ese chico de los aretes hanafuda.

Con la espada descansando en su cadera, se deslizó entre las sombras, desapareciendo en el bosque como un espectro en la penumbra. El ambiente a su alrededor volvió a calmarse, pero bajo esa tranquilidad latía una tensión silenciosa.

 

(…)

 

El cantar de los grillos tejía una melodía suave y serena, como un eco distante que resonaba en la quietud de la noche. El cielo, cubierto por un manto profundo de estrellas, se bañaba en la luz tenue de la luna, cuyo resplandor caía sobre la tierra como un velo plateado. Entre este cuadro de calma aparente, un sonido ajeno perturbó la armonía: unos pasos pesados ​​que rompían el silencio con un ritmo irregular y torpe.

Cada pisada parecía arrastrarse, como si quien caminaba peleara contra un cuerpo quebrado por el tiempo o la batalla. El chirrido bajo de una puerta corrediza quebró el aire nocturno, anunciando la llegada de una figura maltrecha que emergió en el umbral.

El hombre, un guerrero marcado por las cicatrices de un destino cruel, se inclinaba hacia adelante, apoyándose con dificultad en un bastón improvisado. La madera áspera crujía bajo su peso, mientras avanzaba con esfuerzo, su pierna restante tambaleándose en busca de equilibrio. Su torso, cubierto por vendas manchadas y gastadas, se alzaba y descendía en un ritmo entrecortado, reflejando el esfuerzo que le costaba cada aliento.

El hombre, un guerrero marcado por las cicatrices de un destino cruel, se inclinaba hacia adelante, apoyándose con dificultad en un bastón improvisado. La madera áspera crujía bajo su peso, mientras avanzaba con esfuerzo, su pierna restante tambaleándose en busca de equilibrio. Su torso, cubierto por vendas manchadas y gastadas, se alzaba y descendía en un ritmo entrecortado, reflejando el esfuerzo que le costaba cada aliento.

El viento gelido de la noche jugueteaba con las vendas que envolvían su rostro y pierna, haciéndolas ondear como si fueran fantasmas que se negaban a abandonar su cuerpo. Su cabello desaliñado caía en mechones oscuros sobre su único ojo visible, un ojo donde ahora residía un abismo insondable de sombras.

El hombre se detuvo en el umbral, inclinando la cabeza hacia atrás, como si buscara devorar el frío de la noche en un último aliento. Inhaló profundamente, llenando sus pulmones con el aire helado, y cerró los ojos brevemente, como si en ese instante de quietud encontrara algo parecido a la paz. Pero cuando volvió a abrirlos, la oscuridad en su mirada era más profunda, casi tangible, como si cargara consigo el peso de un odio sin nombre o un rencor que se alimentaba de su miseria.

Las vendas sobre su rostro se agitaban al compás de su respiración, revelando fugazmente la piel marcada debajo, un testimonio silencioso de heridas que no solo habían desgarrado su carne, sino también su alma. El guerrero estaba ahora consumido por una mezcla de dolor físico y humillación ardiente.

Apretó los labios, su expresión rígida y amarga. Cada paso que lo había conducido hasta este lugar era un recordatorio cruel de cómo su cuerpo, antes instrumento de fuerza y propósito, ahora era una sombra inservible de lo que solía ser. Sin embargo, en su único ojo brillaba una determinación febril, cargada de una ambición silenciosa que se retorcía como una llama inestable en medio de la penumbra. Por un instante, el aire a su alrededor pareció volverse más pesado, como si la atmósfera respondiera a la presencia ominosa que irradiaba, desafiando la serenidad de la noche.

Bajo el torii, la luz pálida de la luna proyectaba una sombra sobre el rostro del guerrero, ocultando cualquier expresión que pudiera delatar sus pensamientos. Su figura parecía esculpida en la penumbra, una amalgama de presencia firme y desoladora, como un espectro atrapado entre el mundo de los vivos y los muertos.

A sus pies descansaba un pequeño candelero de incienso, su tenue llama vacilando con cada suspiro del viento. El aroma dulce del incienso impregnaba el aire, una fragancia destinada a repeler a los demonios que merodeaban en los alrededores. Era un ritual que el viejo sacerdote cumplía cada noche con devoción inquebrantable, pero esta vez, la tarea había recaído en manos del aprendiz.

El guerrero inclinó ligeramente la cabeza, como si estuviera escuchando algún eco distante. Su voz emergió del silencio, arrastrada y áspera, cargada de un desprecio que parecía escarbar directamente en lo más profundo de su ser.

—Mi cuerpo… ya no es capaz de sanar sus heridas —murmuró, cada palabra impregnada de un tono desdeñoso y lúgubre— Pronto moriré, y este cuerpo putrido será devorado por los gusanos.

Con un gesto torpe y sin rastro de cuidado, arrancó las vendas que cubrían su rostro, dejándolas caer al suelo como si fueran un peso muerto. Bajo las capas desechadas, se reveló una visión que parecía desafiar la misma idea de humanidad: un rostro deformado y consumido por heridas supurantes, donde la carne, ennegrecida y pútrida, se aferraba a su existencia con desesperación.

El hedor era insoportable, un testimonio amargo de la muerte lenta que devoraba su cuerpo. Sin embargo, el guerrero no mostró asco ni pena. En lugar de eso, esbozó una sonrisa torcida, un gesto violento y casi desafiante, como si el sufrimiento que lo carcomía fuera una prueba tangible de que aún existía, aunque fuera de forma febril y miserable. El dolor que consumía cada fibra de su ser no era un enemigo; era su única conexión con una humanidad que hacía tiempo había comenzado a desvanecerse.

El bushi alzó la cabeza, su único ojo encendido por un brillo febril que desbordaba una mezcla de desesperación y determinación enfermiza. De pronto, un grito desgarrador emergió de su pecho, rasgando el silencio nocturno como una espada que corta la carne.

—¡Si este cuerpo no es capaz de curar estas heridas, entonces conseguiré uno más fuerte! ¡Uno que me otorgue la fuerza que me fue negada!

El eco de su voz rebotó entre los árboles que rodeaban el santuario, mientras el viento, antes sosegado, comenzaba a agitarse con una furia creciente. Las hojas susurraban y crujían, como si el bosque respondiera al clamor de su llamado. Pero aquel grito no estaba destinado al vacío, no era un desahogo dirigido al cielo ni una súplica a los dioses. No. El moribundo guerrero hablaba al abismo, a la criatura que sabía que lo escuchaba.

—¡Vamos, demonio! —vociferó, extendiendo los brazos como si ofreciera su miserable existencia en sacrificio—. ¡Aparece de una vez! ¡Devora este cuerpo podrido y dame uno nuevo, uno digno de conquistar este mundo!

Con un movimiento tosco y furioso, el bushi arrancó el candelero de incienso que ardía a sus pies, sin importar que la pequeña llama quemara la piel de su palma. El dolor era irrelevante para él, apenas un susurro ahogado por el rugido de su ambición desquiciada. Con un giro violento, lanzó el candelero por las escaleras del santuario.

El objeto rodó cuesta abajo, tambaleándose entre los escalones de piedra, hasta estrellarse contra el suelo. La frágil estructura se rompió en pedazos, y la llama que había protegido el lugar noche tras noche se extinguió con un leve siseo, ahogada por la frialdad que ahora impregnaba el aire.

Y entonces, la presencia llegó.

Desde las sombras más densas, una figura se deslizó con una elegancia siniestra, sus pasos resonando sobre los fragmentos rotos del incienso. La criatura emergió con la calma de un depredador seguro de su presa, su silueta oscurecida por la falta de luz, pero sus ojos… sus ojos eran dos orbes incandescentes que atravesaban la penumbra como faros de muerte.

El santuario, que hasta hace poco había sido un refugio sagrado, ahora parecía un lugar abandonado por los mismos dioses. La oscuridad se extendió como una marea negra, cubriendo las escaleras y alcanzando el torii, mientras las decoraciones sagradas que colgaban de la puerta se agitaban con una inquietud casi profética, anunciando que algo terrible estaba a punto de desatarse.

El bushi, con el rostro deformado por una mezcla de júbilo y locura, extendió los brazos hacia la criatura, como si quisiera recibirla con reverencia. La fragancia protectora del incienso había desaparecido, y en su lugar, el aire estaba cargado con el hedor de la podredumbre y el hambre.

—Ven, demonio. Haz lo que has venido a hacer.

La noche parecía contener la respiración, expectante, mientras el primer paso del monstruo resonaba en el umbral de la destrucción, como el preludio de una tragedia escrita en las sombras de la noche.

Desde el interior del santuario, Tanjiro había percibido un ruido extraño, un sonido que rasgaba la serenidad nocturna con la misma intensidad que un vidrio al quebrarse. Intrigado y ligeramente alarmado, se cubrió con su yukata, su corazón latiendo con un presentimiento que no lograba ignorar. Salió al exterior con pasos rápidos, el aire frío envolviéndolo como una advertencia, y allí lo vio: un hombre moribundo en la entrada del santuario, su postura encorvada y su rostro desfigurado iluminado por una sonrisa torcida que resultaba tan perturbadora como incomprensible.

—¿Señor? —preguntó Tanjiro, su voz cargada de preocupación genuina.

El bushi giró ligeramente la cabeza, sus movimientos torpes y tensos como si su propio cuerpo le pesara. Alzó la mirada para encontrarse con el joven de ojos rojos que lo observaba, y por un instante, contuvo el aliento. Pero pronto, una mueca triunfal se dibujó en su rostro deformado, y sus labios se curvaron en una sonrisa que era más burla que alegría. En su mente, el trato estaba cumplido, la victoria al alcance de sus manos.

Había hecho exactamente lo que el demonio le había pedido: eliminar la barrera del incienso que impedía al monstruo entrar en el santuario. A cambio, recibiría aquello que tanto anhelaba. Un nuevo cuerpo. Uno intacto, fuerte, capaz de moverse sin el dolor constante ni la dependencia de un bastón. Su única tarea había sido eliminar ese objeto insignificante, y ahora el demonio cumpliría su parte del trato.

Tanjiro frunció el ceño. Algo en el ambiente le parecía profundamente incorrecto. Los ojos del hombre reflejaban una locura extraña, una mezcla de desesperación y euforia, y su aroma —dulce y podrido al mismo tiempo— le hablaba de sufrimiento y enfermedad. El hedor de las heridas infectadas llenaba el aire, pero no era eso lo que inquietaba a Tanjiro. Había algo más, algo oscuro y latente que se escondía tras aquella grotesca sonrisa.

—Señor, ¿se encuentra bien? ¿Necesita ayuda? —preguntó con sinceridad, dando un paso hacia él con intención de auxiliarlo.

Antes de que pudiera acercarse más, una sombra se alzó tras el bushi, su silueta difusa y monstruosa proyectándose sobre el suelo iluminado por la luz pálida de la luna. Tanjiro se detuvo en seco, sus ojos rojizos captando de inmediato el cambio en el aire. La presencia que había sentido antes, leve y distante, ahora se manifestaba con una fuerza abrumadora.

El bushi, ajeno al peligro, alzó los brazos hacia la criatura que emergía de las tinieblas, como un devoto ante un dios oscuro.

—¡He cumplido mi parte del trato! —exclamó, su voz rota pero llena de ansias—. Ahora dame lo que prometiste, demonio.

Tanjiro dio un paso hacia atrás, sus sentidos en alerta máxima. El aire, que ya había comenzado a enfriarse, ahora se sentía pesado, cargado de una energía que parecía succionar la vida misma del entorno. Y entonces, lo vio. Una figura grotesca, alta y de movimientos sinuosos, emergía completamente de la penumbra, sus ojos brillando con un hambre insondable.

Tanjiro apretó los labios, su respiración pausada pero firme.
—Esto no está bien —murmuró para sí mismo, adoptando una postura defensiva. El instinto le gritaba que el bushi había sellado su destino con su desesperación, pero él no podía permitirse mirar hacia otro lado. No mientras hubiera una vida en peligro.

La sombra del demonio se extendía, envolviendo a ambos como un presagio de destrucción inminente. Y mientras el bushi seguía sonriendo, ajeno al peligro real, la tragedia se desató en un parpadeo.

Tanjiro no pudo reaccionar a tiempo. La escena que ocurrió ante sus ojos lo dejó paralizado, como si el aire mismo se hubiera detenido. En un instante, el demonio, que momentos antes parecía una sombra inofensiva, se movió con una velocidad inhumana. Un solo golpe, limpio y brutal, cercenó la cabeza del hombre.

La cabeza decapitada voló por el aire, chocando contra la pared del santuario con un sonido sordo y grotesco. La sangre brotó en un torrente descontrolado, pintando el suelo y las paredes con manchas carmesíes que parecían desgarrar la pureza del lugar sagrado. Tanjiro apenas pudo contener un jadeo de horror, un sonido leve pero cargado de una angustia indescriptible. Su pecho se tensó, y sus pupilas se contrajeron hasta convertirse en diminutos puntos oscuros, reflejando el impacto de la escena que se desplegaba frente a él.

El rostro del hombre, aún en su último momento, estaba contorsionado en una grotesca mezcla de emociones: miedo, arrepentimiento y un destello de ambición frustrada que parecía aferrarse incluso en la muerte. Tanjiro apretó los labios con fuerza, un temblor involuntario sacudiendo su labio inferior. El peso del horror se alojó en su pecho, sofocándolo, mientras sus dedos se crispaban sobre el borde de su yukata.

Frente a él, el demonio se irguió por completo, su figura alta y grotesca proyectándose en la penumbra como una mancha de maldad encarnada. Su piel era pálida, gris ceniza, con venas oscuras que serpenteaban como raíces bajo su superficie. Sus ojos brillaban con un hambre, y su boca estaba llena de dientes afilados que parecían capaces de desgarrar cualquier cosa.

El demonio bajó la mirada hacia el cuerpo sin vida del bushi, ladeando la cabeza con una expresión de asco teatral.

—¡Puaj! —exclamó, su voz cargada de un desdén casi infantil—. ¡Mierda! Su sangre es asquerosa. —El demonio hizo una mueca de disgusto, limpiándose la boca con el dorso de la mano, antes de soltar el cadáver como si fuera un objeto inservible.

Y entonces, lentamente, una sonrisa siniestra comenzó a extenderse por su rostro, sus ojos brillando con un deleite perverso. Era una expresión que no solo hablaba de hambre, sino de un placer sádico por lo que estaba a punto de hacer.

—Bien —dijo con voz gélida y arrastrada, sus palabras resonando como el eco de una sentencia de muerte—, ¿por dónde debería empezar?

Tanjiro retrocedió medio paso, su respiración atrapada en su garganta. Un sonido rasgado escapó de sus labios, como si el horror le hubiera robado la capacidad de respirar con normalidad. Pero incluso mientras el miedo trataba de arraigarse en su mente, sus sentidos se aferraban a un propósito mayor. El instinto de proteger ardía en su pecho, empujando al terror a un rincón oscuro de su ser.

Cerró los ojos por un breve instante, tomando aire con dificultad, y luego los abrió nuevamente, llenos de una determinación inquebrantable. No podía permitirse caer en la desesperación, no ahora. Frente a él había un demonio, una amenaza real, y detrás de él, un santuario lleno de inocentes que necesitaban ser protegidos.

La sangre del hombre aún goteaba en el suelo, su aroma metálico mezclándose con el hedor putrefacto del demonio. Tanjiro ajustó su postura, sus manos firmes mientras su mirada rojiza se clavaba en la criatura con una intensidad que desafiaba el miedo.

—No dejaré que hagas daño a nadie más —murmuró, su voz baja pero cargada de convicción.
El demonio lo miró con diversión, como si el desafío fuera poco más que un entretenimiento pasajero. Pero Tanjiro no vaciló. El aire alrededor de ambos se cargó con una tensión eléctrica, una pausa breve antes de que el verdadero enfrentamiento comenzara.

El ambiente pareció congelarse por un instante, pero fue apenas un espejismo fugaz antes de que el demonio se lanzara hacia Tanjiro con una velocidad aterradora, desdibujándose en el aire como una sombra que desafiaba las leyes del movimiento.

Tanjiro apenas tuvo tiempo de retroceder instintivamente. Su cuerpo, guiado más por la intuición que por la razón, se echó hacia atrás, pero el impulso lo llevó a perder el equilibrio. El suelo frío y húmedo recibió su caída con un golpe sordo, y ese pequeño tropiezo, paradójicamente, le salvó la vida. Las garras del demonio pasaron a centímetros de su rostro, cortando el aire con un silbido amenazante. Una sensación gélida recorrió su piel, como si el filo de la muerte hubiera rozado su mejilla.

No hubo tiempo para procesar el horror de lo ocurrido. El demonio ya estaba sobre él de nuevo, su figura imponente cargada de una violencia voraz. Esta vez, el ataque se dirigía directo a su abdomen. Tanjiro apenas alcanzó a rodar hacia un lado, su movimiento desesperado acompañado por el crujido del suelo que cedió bajo el impacto del golpe del demonio. La fuerza descomunal de la criatura dejó un cráter en la tierra, una grieta abierta que parecía reflejar el abismo entre sus poderes.

El sudor perlaba la frente de Tanjiro mientras se levantaba con esfuerzo. Sus piernas temblaban ligeramente, pero no era por miedo; era el esfuerzo constante de mantenerse en movimiento, de evitar ser alcanzado por los ataques de una criatura que claramente lo superaba en fuerza y velocidad. Su respiración era un torrente irregular, y su pecho ardía con el peso de la adrenalina que inundaba su cuerpo.

El demonio, sin embargo, no parecía apresurado. Sus labios se torcieron en una sonrisa burlona, y sus ojos brillaron con un deleite perverso.

—Mocoso… —soltó con una risa grave, cargada de desdén— solo estás prolongando lo inevitable. ¿Qué sentido tiene esquivar? No importa cuánto te muevas… al final, caerás.—Sus palabras eran como cuchillos, filosas y directas, destinadas a sembrar la desesperanza.

Tanjiro apretó los puños, clavando las uñas en las palmas de sus manos hasta sentir un leve pinchazo de dolor. Era lo único que podía hacer para mantenerse enfocado, para no dejar que el miedo y las palabras del demonio penetraran su espíritu.

“Piensa, piensa” , se dijo a sí mismo, con la mandíbula apretada mientras un temblor recorría su cuerpo. No podía dejar que lo acorralara. Si no encontraba una manera de contraatacar, no solo perdería la vida, sino que permitiría que este santuario, y todo lo que protegía, se convirtiera en el próximo escenario de una masacre.

“No puedo permitirlo”, pensó, cerrando los ojos por un instante para calmar el caos en su mente. Su corazón latía con fuerza, pero no era el miedo lo que lo impulsaba; era la determinación de cumplir su deber y proteger, sin importar las circunstancias.

Cuando los abrió de nuevo, sus ojos escanearon al demonio, que se erguía frente a él con una arrogancia desafiante, como si la victoria ya estuviera escrita a su favor.

El demonio chasqueó la lengua con impaciencia y se inclinó hacia adelante, preparando su próximo ataque.

—¡Te aniquilaré! —rugió, su voz resonando en la penumbra como un trueno.

Tanjiro retrocedió inconscientemente, su respiración agitada escapaba en jadeos irregulares que empañaban el aire frío de la noche. Su cuerpo entero estaba tenso, cada músculo preparado para reaccionar, mientras su mirada permanecía fija en la imponente figura del demonio. La criatura lo observaba con una sonrisa de malicia, como un depredador que disfruta prolongando el sufrimiento de su presa.

De pronto, un grito desgarró el aire, quebrando la tensa quietud.

—¡Aaaaahhh!

Tanjiro giró rápidamente la cabeza hacia el sonido, sus pupilas dilatándose por el asombro. Detrás del demonio, un hombre herido del santuario, cubierto de vendas y con los pasos tambaleantes, corría hacia la criatura con desesperación. En sus manos sostenía un hacha desgastada, una herramienta que apenas podía considerarse un arma.

—¡No lo haga! ¡Por favor, no se acerque! —exclamó Tanjiro con una mezcla de urgencia y súplica, alzando la voz con desesperación.

El hombre no le prestó atención. Sus ojos, llenos de miedo y determinación irracional, estaban fijos en el demonio, como si en ese momento solo existiera su deseo de proteger lo poco que quedaba del santuario.

El demonio soltó una risita contenida, cargada de desdén.

—Humano patético —murmuró con voz grave, sus palabras goteaban veneno—. ¿De verdad crees que puedes dañarme con un arma tan miserable?

Sus ojos carmesí se entrecerraron con desprecio mientras alzaba el brazo, un movimiento lento y deliberado, como si disfrutara prolongando el momento. Su puño, cargado de una fuerza devastadora, se alzó en el aire, apuntando al hombre que ahora se detenía en seco, paralizado por el miedo.

Tanjiro vio lo inevitable y su corazón dio un vuelco.

—¡No! —gritó, su voz resonando con una mezcla de terror y resolución.

Sin dudarlo, Tanjiro cargó hacia ellos, movido por el puro instinto de proteger. Sus piernas se impulsaron con toda la fuerza que pudo reunir, y en el último segundo logró interponerse entre el hombre y el golpe que prometía ser fatal.

El impacto del puño del demonio nunca llegó a su objetivo original. Tanjiro empujó al hombre hacia un lado con un movimiento rápido y rodó junto a él en el suelo, esquivando el ataque por un margen alarmantemente estrecho. La criatura, frustrada, rugió con una ferocidad que hizo vibrar el aire.

Ambos cuerpos cayeron al suelo con un golpe seco. Tanjiro amortiguó la caída del hombre, sintiendo el peso del otro sobre él. Un leve quejido escapó de los labios del herido, mientras Tanjiro apenas pudo reprimir un gemido de dolor. A pesar del impacto, su mente no se detuvo.

“Si no hago algo rápido, este demonio acabará con todos”, pensó, levantándose con dificultad y mirando al hombre con ojos firmes, aunque llenos de compasión.

—¡Aléjese! —ordenó Tanjiro con una voz firme pero amable, mientras lo ayudaba a incorporarse—. Por favor, regrese al santuario y quédese allí. No puedo protegerlo si sigue aquí.

El hombre asintió torpemente, aún temblando, y comenzó a retroceder con pasos vacilantes. Tanjiro volvió a mirar al demonio, quien ahora lo observaba con una mezcla de burla y genuina curiosidad.

—Qué conmovedor —bufó la criatura, mostrando una fila de dientes afilados en una sonrisa torcida—. Pero no importa cuántas veces intentes salvarlos, mocoso. Al final, todos caen. Tú también lo harás.

Tanjiro no respondió de inmediato. Inspiró profundamente, llenando sus pulmones con aire fresco, y se enderezó con una mirada resuelta, sus manos aún temblaban, pero ahora no había vacilación en sus movimientos. El peso de la responsabilidad había desplazado cualquier temor. Sin embargo, un pensamiento fugaz cruzó su mente cuando el demonio avanzó un paso más, su figura colosal proyectando una sombra ominosa que lo cubría todo. Por un instante, sintió la cercanía de la muerte tan claramente que casi pudo escucharla susurrar.

El estruendo del enfrentamiento no tardó en llamar la atención de los demás enfermos que descansaban en el santuario. Uno tras otro, se asomaron con cautela desde las sombras, sus ojos vidriosos y cargados de temor. A través de los escombros, observaron la escena: Tanjiro yacía frente al demonio, y a su lado, un hombre herido apenas podía sostenerse en pie.

—¡No se acerquen! —gritó Tanjiro con toda la fuerza que su garganta le permitió—. ¡Tengan cuidado! ¡Por favor, váyanse de aquí!

—¿Qué es eso? —murmuró uno de los enfermos, el terror atrapando su voz en su garganta.

—¡Es un demonio! —exclamó otro, dando un paso atrás con el rostro pálido.

—¡Pero…! ¿Qué hacemos? ¡No podemos dejarlo solo! —balbuceó un hombre.

—¡No hay tiempo para dudas! —gritó alguien más, apremiando al grupo mientras la mirada del demonio se clavaba en ellos como un depredador listo para atacar—. ¡Huyan mientras puedan! ¡Rápido!

Los enfermos comenzaron a retroceder, su pánico visible en cada movimiento torpe y desesperado. Algunos tropezaron en su apuro por escapar, pero ninguno miró atrás más de lo necesario.

El demonio, al ver su huida, dejó escapar una carcajada profunda, llena de crueldad.

—¡No sirve de nada que corran! —vociferó, sus ojos carmesí destellando con una furia burlona—. ¡Después de que termine contigo, me encargaré de matarlos a todos! —Su voz resonó con un tono casi triunfal, como si el caos que sembraba fuera un deleite personal.

El demonio levantó su brazo con despreocupación y golpeó un escombro cercano. La madera astillada voló en dirección a los que escapaban, girando en el aire como una hoja mortal. El impacto fue certero. Un hombre, cuyo rostro estaba parcialmente cubierto por vendas debido a su enfermedad, recibió el golpe en el costado. Un grito desgarrador se escapó de sus labios mientras caía al suelo, su figura retorcida por el dolor y la incapacidad de levantarse.

—¡No! —gritó Tanjiro, sus ojos ensanchándose al ver al hombre herido.

Los demás, aterrorizados, no se detuvieron. El miedo era más fuerte que su compasión, y huyeron sin mirar atrás, sus pasos retumbando como latidos acelerados en la noche.

El demonio soltó una risilla baja, sus hombros temblando con la diversión que le provocaba la escena. Sus ojos brillaron con malicia mientras volvía su atención hacia Tanjiro, quien ahora se encontraba entre él y su siguiente víctima.

—Hmpf, qué patéticos. Los humanos son tan débiles… y tú, mocoso, no eres diferente. —Su voz era un siseo peligroso, y su sonrisa mostraba unos colmillos que brillaron a la luz de la luna. En un parpadeo, su cuerpo se inclinó hacia adelante, listo para abalanzarse de nuevo.

Pero el filo de un hacha irrumpió en el aire. Fue un golpe directo y decidido, lanzado por el chico de cabellos burdeos. Aunque el demonio lo esquivó con facilidad, el repentino ataque lo hizo retroceder unos pasos, su expresión ahora levemente marcada por la irritación.

Tanjiro estaba de pie, el hacha en sus manos temblando, pero su agarre era firme. Se colocó frente al hombre herido, su cuerpo formando un escudo humano entre él y el demonio. Su respiración era irregular, pero en sus ojos no había más que una firme determinación.

—No dejaré que les hagas daño. —Su voz era baja, pero clara, cargada de una mezcla de miedo y resolución.

El demonio lo miró con incredulidad antes de estallar en carcajadas.

—¿Tú? ¿Un simple humano? —Se inclinó hacia adelante, su rostro deformado por la mofa, y añadió con un tono gélido—: Esto será divertido. Puedo olerlo... El aroma de tu miedo, de tu debilidad.

Tanjiro apretó los dientes, sus nudillos blancos sobre el mango del hacha. Sabía que no tenía mucha oportunidad contra un enemigo así, pero no retrocedería. Los recuerdos de su familia, de Nezuko y de todo lo que había prometido proteger, ardían en su pecho como una llama inextinguible, la determinación de Tanjiro brillaba en sus ojos mientras corría con todas sus fuerzas. El hacha pesaba en sus manos, pero no tanto como la responsabilidad que cargaba sobre sus hombros. Su respiración era un torbellino, cada paso resonando con la intensidad de su convicción. Frente a él, el demonio observaba, su sonrisa torcida llena de burla, como si estuviera contemplando un espectáculo particularmente entretenido.

—Idiota. —El demonio dejó escapar una risa gutural, su voz cargada de desprecio—. ¿Crees que puedes salvarlos? Los humanos siempre actúan como si sus vidas tuvieran valor… Tu heroísmo no te salvará. ¡Morirás!

Tanjiro no respondió; no había tiempo para palabras, solo para acción. El demonio cargó hacia él, un borrón oscuro que se abalanzó con fuerza descomunal. Tanjiro reaccionó por puro instinto, levantando el hacha como un escudo improvisado. El impacto resonó como un trueno, y los dientes del demonio chocaron contra el mango de madera, arrancando astillas con cada intento de atravesarlo.

El demonio presionó con fuerza, su mandíbula poderosa apretándose como un cepo mortal. Tanjiro tembló bajo la fuerza, sus brazos ardiendo por el esfuerzo de mantener la distancia. Un dolor agudo atravesó su brazo izquierdo cuando las garras del demonio lo alcanzaron, desgarrando la carne como si fuera papel. La sangre brotó en un chorro cálido, empapando la yukata blanca que llevaba puesta. El chico soltó un jadeo ahogado, pero no aflojó su agarre.

Mientras su cuerpo flaqueaba, su mente buscaba desesperadamente una salida. Sus ojos se movieron hacia las dos últimas figuras que permanecían en el santuario: el hombre herido por el escombro y aquel que había atacado con el hacha. Aún había personas que necesitaban ser protegidas. Eso era suficiente para mantenerlo en pie, incluso cuando el cansancio comenzaba a apoderarse de él.

—¡Mocoso! —gruñó el demonio, sus ojos rojos brillando con furia—. Deja de distraerte… ¡Es inútil resistirte! —Retrocedió un instante, tomando impulso para destruir finalmente el mango del hacha que se interponía en su camino. Su velocidad era sobrehumana, su figura apenas visible mientras cargaba nuevamente hacia Tanjiro.

Tanjiro lo vio venir, un destello oscuro en la penumbra, y supo que no podía resistir mucho más. Pero entonces, una idea tomó forma en su mente, tan clara como el reflejo de la luna sobre el agua. Con un movimiento calculado, giró el hacha hacia un lado, dejando que el demonio avanzara sin encontrar resistencia.

El demonio, confiado, sonrió ampliamente al ver desaparecer la barrera que lo había detenido.

—¿Por fin te rindes? —murmuró con sorna, sus colmillos reluciendo como cuchillas.

Pero su confianza fue su perdición. En el momento en que el demonio dejó de prestar atención al arma, Tanjiro utilizó toda la fuerza que le quedaba en su brazo derecho. Con un movimiento firme y desesperado, dirigió el filo del hacha hacia el cuello de su enemigo.

El hacero cortó carne y hueso en un instante. Un chorro oscuro de sangre salió disparado mientras la cabeza del demonio rodaba por el suelo, su expresión congelada en una mezcla de sorpresa y furia. Su cuerpo tambaleó por un momento antes de desplomarse pesadamente, como una marioneta cuyos hilos habían sido cortados, el cuerpo del demonio yacía inerte, pero la tensión en el aire no disminuía. Tanjiro, tambaleándose, se levantó apoyándose en una rodilla. Su respiración era irregular, y la sangre goteaba de su brazo herido, manchando las tablas del santuario. Apretó los dientes, obligando a sus piernas a moverse, aunque cada paso era una lucha contra el cansancio que pesaba como una losa sobre su cuerpo.

El hombre que Tanjiro había salvado antes observaba en silencio, sus manos temblaban al contemplar cómo aquel chico, apenas capaz de mantenerse en pie, seguía avanzando con obstinada resolución. Había algo en él, en la forma en que sus ojos, cargados de un dolor palpable, no dejaban de buscar a los demás, algo que hacía imposible apartar la mirada.

—Déjame ayudarte —dijo al fin, tomando a Tanjiro por el hombro antes de que este tropezara nuevamente.

Tanjiro alzó la vista hacia él, con un ligero temblor en sus labios, como si quisiera decir algo más, pero lo único que salió fue un agradecimiento entrecortado:
—Gracias… pero…

El murmullo apenas audible fue suficiente para que el hombre entendiera. Ambos avanzaron hacia donde yacía el herido por el escombro, un hombre cuya respiración era pesada y entrecortada. Tanjiro cayó de rodillas a su lado, ignorando el dolor que le atravesaba el brazo al sostenerlo contra su herida, la sangre tiñendo el suelo bajo él en un carmesí oscuro.

El herido gimió de dolor, y Tanjiro, sin dudar, posó ambas manos ensangrentadas sobre la herida abierta en el costado del hombre. La presión era desesperada, su sangre se mezclaba con la del herido mientras intentaba detener el flujo.

—Aguante, por favor… no se rinda —dijo, su voz quebrada, pero aún cargada de súplica.

El hombre que había ayudado a Tanjiro quitó los escombros que quedaban atrapando al herido, y al hacerlo, notó cómo las manos de Tanjiro temblaban. Aun así, no se detuvieron. Sus dedos, manchados de sangre seca y fresca, presionaban con firmeza mientras el chico murmuraba palabras de aliento.

Para él, solo existía el deseo de salvar a las personas frente a él, incluso si eso significaba sacrificar todo lo que tenía. La sangre seguía cayendo de su brazo herido, pero no hizo caso. Mientras el hombre bajo sus manos siguiera respirando, mientras aún quedara algo que pudiera hacer, no se detendría.

Sin embargo, el breve alivio que había encontrado al escuchar el tenue latido del hombre bajo sus manos se desvaneció en un instante.

—¡¡A-ah!! ¡¡C-chico!! —La voz temblorosa del otro herido rasgó el aire, cargada de pánico. Sus palabras salían precipitadas, como si cada una fuera un esfuerzo monumental—. ¡E-el d-demonio! ¡Está vivo!

Tanjiro sintió cómo el aliento se le atascaba en los pulmones. Una sensación punzante recorrió su columna, erizando su piel como un escalofrío gélido. Giró la cabeza lentamente, temiendo confirmar lo que su cuerpo ya sabía.

Sus ojos se abrieron en una mezcla de horror y asombro, y sus pupilas se encogieron al límite. Allí estaba el cuerpo del demonio, grotesco e imposible. A pesar de estar sin cabeza, aún se retorcía con movimientos erráticos y antinaturales, como un títere sin maestro, mientras su cabeza cercenada reposaba cerca, sus ojos brillando con una ira incontenible.

—Mocoso de mierda… —escupió la cabeza, sus labios torcidos en una sonrisa que emanaba odio puro—. ¿Realmente creíste que podrías derrotarme tan fácilmente?

La voz del demonio resonó como un trueno contenido, cargada de veneno y burla, cada palabra destilando una promesa de destrucción. Su mirada se fijó en Tanjiro con un fervor asesino que heló el aire en el santuario.

Tanjiro tragó saliva, posicionándose instintivamente frente a los dos hombres heridos. A pesar del dolor que desgarraba su brazo y de la debilidad que hacía tambalear su cuerpo, su postura reflejaba un instinto protector arraigado en su alma.

—¡Por favor, presione su herida en mi lugar! —ordenó con firmeza al hombre que estaba más cerca, su voz cortando la tensión como un filo.

El hombre, aún temblando, obedeció al instante, como si la autoridad en las palabras de Tanjiro le diera un propósito momentáneo. Se inclinó hacia el herido y presionó con manos torpes la herida sangrante.

—¡¿Pero qué harás, chico?! —preguntó el hombre mientras luchaba por mantener la presión, su voz cargada de incertidumbre y miedo.

Tanjiro no respondió de inmediato. Su mirada permaneció fija en el demonio, evaluando cada movimiento de su cuerpo retorcido y la mueca cruel que aún adornaba la cabeza separada. El sudor goteaba por su frente mientras la respiración agitada llenaba sus oídos como un tamborileo constante.

“¿Qué haré…?” se preguntó, su mente buscando desesperadamente una estrategia. No había tiempo para dudar. No podía permitirse fallar, no con vidas dependiendo de él.

Dio un paso al frente, su cuerpo tambaleándose ligeramente, pero sus ojos estaban llenos de determinación silenciosa. El dolor era insoportable, pero lo ignoró, centrando toda su atención en el enemigo frente a él. Su brazo herido colgaba pesadamente a un lado, mientras la otra mano se manchaba aún más con la sangre del hombre que había intentado salvar momentos antes.
La criatura se retorcía con una malevolencia grotesca, y, como si se burlara de las reglas de la vida y la muerte, Tanjiro pudo ver cómo unas manos deformes emergían de los costados de la cabeza cercenada. El demonio, ahora aún más monstruoso, se impulsó con una velocidad increíble, avanzando hacia él con una ferocidad que prometía aniquilación.

Tanjiro apenas tuvo tiempo para reaccionar. Su instinto lo hizo alzar los brazos frente a su rostro, buscando desesperadamente protegerse, aunque sabía que sus manos desnudas serían inútiles contra los dientes voraces del demonio. La sombra del monstruo se alzaba sobre él, oscureciendo todo a su alrededor, una presencia que parecía absorber el mismo aire del santuario.

Por un instante, sus ojos rubí se encontraron con los del demonio, y Tanjiro pudo ver la crudeza del hambre y la malicia en ese destello fugaz. Era como si el abismo mismo lo mirara, decidido a devorarlo entero.

Escuchó el jadeo contenido de los hombres detrás de él, sus respiraciones entrecortadas resonando como un eco de la desesperación que envolvía el lugar. Ellos también sabían que no había escapatoria, y esa comprensión pesaba en sus almas como una losa.

Tanjiro cerró los ojos con fuerza, mordiéndose el interior de la mejilla para reprimir la frustración que lo consumía. Su mente se llenó de imágenes fugaces: el rostro de su familia, los momentos de paz que tanto añoraba, y el juramento que había hecho de proteger a todos los inocentes, incluso a costa de su propia vida. Pero ahora, el cuerpo lo traicionaba, herido y agotado, incapaz de responder con la fuerza que tanto necesitaba.

La sombra del demonio cayó sobre él como una tormenta imparable, y Tanjiro esperó el impacto, aguardando el dolor punzante que seguramente lo atravesaría como un cuchillo ardiente.

Pero el dolor nunca llegó…

Una ráfaga de aire fresco irrumpió en el santuario, barriendo el hedor metálico de la sangre y la putrefacción. Fue un soplo súbito y revitalizante, cargado de un aroma sutil y familiar, como un amanecer entre campos de lirios. Tanjiro lo reconoció al instante, y su corazón, que hasta ese momento había estado hundido en la desesperación, latió con renovada esperanza.

Abrió los ojos justo a tiempo para vislumbrar un movimiento desde las sombras. Una figura rápida y letal apareció en medio de la penumbra, como una ráfaga de viento que portaba consigo la promesa de redención. El aire vibró con la presencia de algo —o alguien— mucho más fuerte y seguro que él.

La figura se movió con gracia despiadada, un borrón en la oscuridad que impactó contra el demonio antes de que este pudiera siquiera tocar a Tanjiro. Hubo un sonido seco, un chasquido que resonó en todo el santuario, y el monstruo fue lanzado hacia atrás como una muñeca rota.

Tanjiro apenas podía procesar lo que acababa de suceder. Sus ojos buscaron en la penumbra, y finalmente, bajo el tenue brillo de la luna que se filtraba a través de las grietas del santuario, logró distinguir una silueta firme y majestuosa, una figura que parecía desprenderse de la penumbra como si la noche misma la hubiese traído. La tenue luz de la luna se intensificó de manera casi sobrenatural, dibujando un resplandor plateado que delineaba el costado del rostro de su salvación. Era un rostro frío, sereno, carente de emoción aparente, pero en su inmovilidad había una autoridad que imponía un respeto absoluto, como el eco de una cascada en un valle desolado.

En ese instante, un movimiento imperceptible rompió la quietud. Tan rápido como el viento cortante de un invierno glacial, la espada del hombre resplandeció bajo la luz lunar, trazando un arco perfecto que parecía fundirse con el propio aire. El sonido fue apenas un susurro, un eco efímero que Tanjiro no pudo seguir. Pero el resultado fue innegable: la cabeza del demonio, aún dotada de aquella monstruosa vida, se partió limpiamente por la mitad.

Antes de que la cabeza cayese al suelo, el cuerpo del demonio, que ya había comenzado a avanzar, también se detuvo. Una ráfaga de viento suave, casi como un rocío matutino, recorrió el santuario, llevando consigo un aroma a agua fresca que Tanjiro reconoció de inmediato: el rastro de un ataque perfectamente ejecutado.

Tanjiro no alcanzó a comprenderlo del todo. Parpadeó, tratando de recuperar el aliento mientras sus ojos seguían el rastro de aquella sombra imponente. Fue solo cuando el demonio quedó completamente inmóvil, dividido, que entendió que todo había terminado. Su cuerpo, agotado y herido, cedió, y cayó de rodillas, jadeando mientras luchaba por controlar su respiración irregular.

Del otro lado, el demonio aún se resistía a aceptar su derrota. Aunque su cuerpo y cabeza comenzaban a desintegrarse lentamente, su odio era una llama viva, y sus palabras, teñidas de furia y rencor, se alzaron como un grito desesperado.

—¡¿Qué…?! ¡¿Cómo…?! ¿Cuándo llegaste, maldito?! —espetó, con su voz rasposa cargada de rabia, dirigiendo su mirada a la figura que lo había reducido a la impotencia. Sus ojos inyectados de ira se fijaron en el rostro pálido y sereno del hombre que permanecía de pie, inmóvil como una montaña imperturbable.

El hombre no respondió. No necesitaba hacerlo. Su mano descansaba sobre el mango de su espada, con una calma que parecía ignorar por completo la presencia de aquel ser que aún intentaba intimidarlo, a pesar de estar condenado.

—¡Respóndeme! ¡No puedes ignorarme! —chilló el demonio, el odio y la desesperación entremezclándose en su voz mientras su cuerpo se descomponía en polvo ante la indiferencia absoluta de aquel hombre.

Tomioka Giyuu permanecía impasible, como si las palabras del demonio fueran nada más que un murmullo distante. Sus ojos azules, profundos como un lago en invierno, no mostraban más que una concentración gélida. En su mirada no había odio ni ira; solo la determinación inflexible.

Tanjiro, todavía de rodillas, alzó la mirada hacia la figura que le había salvado la vida. Una pregunta brotó de sus labios, casi un susurro, como si temiera perturbar la solemnidad del momento.

—Disculpa… ¿cómo fue que tú…? —titubeó, su voz cargada de asombro y gratitud mientras sus ojos seguían la espalda recta y firme de Tomioka. Tragó saliva y añadió, esta vez más para sí mismo que para obtener una respuesta:
—¿Quién eres…?

Tomioka no respondió, ni siquiera giró la cabeza. Su silencio era tan cortante como su espada. Tanjiro quiso insistir, pero antes de que pudiera decir una palabra más, una risa mordaz, grave y quebrada, cortó el aire, como el crujir de madera podrida.

—Pfft… Idiotas… —La voz rasposa del demonio, ahora poco más que una cabeza a medio desintegrar, resonó en el santuario con un desprecio venenoso. Su mirada vacía se fijó en los presentes mientras una sonrisa torcida se formaba en sus labios.

—¿Realmente creen que si muero estarán a salvo? —continuó, su tono cargado de burla y malicia. Una carcajada seca brotó de su garganta.
—Incluso si ahora desaparezco, vendrán otros demonios más fuertes que yo… —Sus ojos, apagados pero aún llenos de rencor, se desviaron hacia Tanjiro, perforándolo con una mirada que hizo que su cuerpo se tensara involuntariamente.

—Ellos cumplirán lo que yo no pude —susurró, sus palabras impregnadas de un veneno que no necesitaba fuerza para causar impacto.

Tanjiro sintió un escalofrío recorrerle la espina dorsal. Las implicaciones de lo que el demonio decía eran claras y terribles: él había sido un objetivo deliberado, un blanco marcado. Su respiración se volvió pesada mientras intentaba lo mismo que acababa de escuchar. La mención de más demonios lo dejó paralizado solo un instante, pero pronto apretó los puños. No podía darme cuenta del lujo de vacilar ahora.

El demonio, que parecía desmoronarse poco a poco como ceniza llevada por el viento, desvió su mirada hacia los ojos imperturbables de Tomioka. Por primera vez, su burla dio paso a un destello de reconocimiento y algo más: una mezcla de odio y resignación. Con sus últimas fuerzas, dejó escapar un murmullo dirigido únicamente a él, acompañado de una risa grave que sonaba como el eco de una maldición.

¿Híbrido?

Esa última palabra fue la única que Tanjiro logró escuchar.

Notes:

Quiero aclarar que Tanjiro no experimenta amor a primera vista; aunque pueda haber cierta confusión debido a cómo se describe su percepción inicial, no es un sentimiento romántico inmediato.

Para mayor claridad, el enfermo de un solo ojo al que Tanjiro cuidaba había llegado al santuario con un propósito oculto: eliminar la protección que ofrecía el incienso que Saburo mantenía encendido constantemente. Esto se debía a que el hombre había hecho un trato con un demonio, quien le prometió un nuevo cuerpo a cambio de cumplir con su parte del acuerdo. Sin embargo, esto era simplemente un engaño por parte del demonio, diseñado para manipular al *bushi* y lograr que cumpliera su misión.

El demonio también le advirtió sobre alguien en el santuario de quien debía tener especial cuidado: un joven con aretes hanafuda. Por esta razón, el enfermo estaba obsesionado con los pendientes de Tanjiro, ya que le recordaban constantemente su propósito y lo hacían sentir amenazado por la posibilidad de ser descubierto.

Más adelante, explicaré la razón por la cual el demonio permanecía inmóvil al ver a Tanjiro o al percibir su presencia.

En el siguiente capítulo finalmente comenzará la interacción entre esta pareja.

Chapter 3: La piedad

Notes:

El capítulo podría contener algunas fallas, ya que no tuve la oportunidad de revisarlo cuidadosamente. Lamento mucho esto.

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

Tanjiro, que apenas logró captar la última palabra, “híbrido”, frunció el ceño. Antes de que pudiera procesar su significado, un aroma inesperado flotó en el aire. Era leve, apenas perceptible, pero Tanjiro lo reconoció: un olor amargo, denso y fugaz, como el eco de una emoción reprimida.

Su mirada se dirigió a Tomioka, quien, a pesar de no haber movido un solo músculo, parecía haber cambiado ligeramente. Aunque su postura seguía siendo inmutable, había algo en el aire alrededor de él, un temblor casi imperceptible que Tanjiro sintió. Era como si aquella palabra, “híbrido”, hubiera hecho que algo dentro de Tomioka se removiera, una emoción enterrada que apenas logró escapar antes de ser sofocada.

Sin embargo, esa sensación desapareció tan rápido como había llegado. La figura de Tomioka volvió a proyectar la misma calma estoica de siempre, como si nada hubiera ocurrido, como si las palabras del demonio no hubieran tenido peso alguno. Tanjiro, aún arrodillado, observó al hombre frente a él y supo que, aunque por fuera luciera indiferente, algo había resonado en su interior.

El demonio, incapaz de decir más, comenzó a desintegrarse por completo con una sonrisa de oreja a oreja. Su cuerpo y cabeza se desvanecieron en cenizas negras que el viento nocturno dispersó con suavidad. El silencio volvió a llenar el santuario, pero el eco de sus palabras permaneció grabado en la mente de Tanjiro, como un latido extraño que no lograba acallar. Sacudió la cabeza, apartando por un momento aquel peso intangible, pues había algo más urgente que demandaba su atención.

Finalmente, reaccionó, alejándose del gélido hombre de piel pálida que aún permanecía de pie, como una estatua indiferente bajo la luz de la luna. Torpe y tambaleante, Tanjiro regresó su mirada a los dos hombres que había protegido durante todo ese caos.

—La herida… Déjeme revisarla —pidió, su tono sereno aunque claramente cargado de preocupación. A pesar de su propio agotamiento y las heridas que marcaban su cuerpo, Tanjiro no dudó en arrodillarse junto al hombre herido, con la mirada fija en el costado ensangrentado.

El hombre que había estado presionando la herida pareció sobresaltarse, como si despertara de un trance. Su mente seguía atrapada en la imagen del demonio decapitado, en el misterioso hombre que parecía casi inhumano. Durante unos momentos, había olvidado incluso el dolor ajeno. Con un leve temblor, apartó las manos, dejando expuesto el costado del herido. La herida, profunda y dolorosa, parecía haberse convertido en un abismo de carne desgarrada. Tanjiro frunció el ceño, su mirada cargada de preocupación mientras el brillo de la sangre fresca contrastaba con la palidez del hombre.

El rostro del moribundo había perdido toda tonalidad, dejando un espectro ceniciento en su lugar. Sus labios, secos y agrietados, temblaban con cada jadeo, como si incluso el acto de respirar se hubiera convertido en un tormento insoportable. El sonido era un eco áspero, irregular, que se mezclaba con la tensión palpable en el ambiente.

Tanjiro, de rodillas junto al hombre, podía sentir cómo el aire pesado del templo parecía aplastarlo. La impotencia se alzaba como una sombra a su alrededor, envolviendo su corazón en un frío implacable. Quería hacer algo, cualquier cosa, pero la verdad era clara: no podía detener el destino que se desarrollaba frente a él.

El hombre, consciente de la fragilidad del hilo que sostenía su vida, comenzó a sollozar con una voz apenas audible, rota por el dolor. Lágrimas surcaron las grietas de su rostro mientras alzaba una mano trémula hacia Tanjiro.

—P-por favor… —murmuró entre jadeos—. No quiero… no quiero ser arrastrado al infierno.

Sus palabras, cargadas de miedo y arrepentimiento, se clavaron en el alma de Tanjiro como cuchillas invisibles. El chico miró aquella mano extendida, temblorosa, que parecía implorar por algo más que consuelo. Era un ruego por redención, por perdón, por la paz que jamás había conocido en vida.

Tanjiro no dudó. Tomó la mano con ambas suyas, sosteniéndola con firmeza pero también con la suavidad de quien comprende el dolor del otro.

—Está bien—dijo con una voz tranquila, aunque su pecho ardía con emociones que apenas podía contener—. Estaré aquí con usted…

El hombre sollozó aún más fuerte, su cuerpo convulsionándose mientras el sufrimiento se apoderaba de él. Pero incluso en su agonía, parecía encontrar un mínimo consuelo en las palabras del joven sacerdote. Tanjiro cerró los ojos, inclinando la cabeza en señal de respeto mientras comenzaba a recitar una oración con una voz baja, serena, que parecía envolver el espacio en una paz efímera.

La respiración del hombre comenzó a ralentizarse, los sollozos cediendo poco a poco hasta que, con un último suspiro, exhaló todo el aire que quedaba en sus pulmones. Su cuerpo quedó inmóvil, y el silencio que siguió fue tan profundo que incluso el viento pareció detenerse.

Tanjiro mantuvo su agarre en la mano del hombre durante un momento más, su mente llena de pensamientos que no podía ordenar. Finalmente, soltó la mano con delicadeza, colocándola sobre el pecho del fallecido.

¿Era así como se sentía perder una vida frente a tus ojos, sin poder hacer nada más que mirar? Tanjiro permaneció inmóvil, como si el peso de aquella pérdida lo hubiera anclado al suelo. Sus labios temblaron, incapaces de articular palabra alguna, mientras su mirada permanecía fija en el cuerpo inerte frente a él.

Entonces lo sintió. Un tirón en el pecho, profundo y visceral, que lo hizo encogerse ligeramente sobre sí mismo. Era un dolor que no provenía de su cuerpo, sino de un lugar más profundo. Era como si alguien hubiera atravesado su corazón con un recuerdo envuelto en espinas, uno que se negaba a revelar su forma completa.

“¿Por qué… me resulta tan familiar?”

Su mano, como si actuara por instinto, se alzó hasta su pecho. Tocó la tela ensangrentada, buscando una respuesta que su mente no podía ofrecer. Era algo conocido, una sensación que había experimentado antes pero que ahora parecía tan lejana como el eco de un grito perdido en una tormenta.
—¡C-chico… t-tu brazo!

El tembloroso tono del hombre rompió el aire pesado que envolvía el santuario. Tanjiro alzó la mirada, encontrándose con el rostro desconcertado de aquel que había sobrevivido al ataque del demonio. La expresión del hombre era un reflejo del horror que pronto invadiría el corazón de Tanjiro.

Siguiendo la mirada del hombre, su atención descendió hasta su propio brazo. Y entonces lo vio.

El mundo pareció detenerse. Su sangre, que momentos antes fluía con un calor reconfortante, ahora parecía haberse congelado en sus venas. Sus ojos se abrieron desmesuradamente, incapaces de apartarse de la imagen grotesca frente a él.

—¿Qué…? —murmuró, su voz quebrándose bajo el peso de su desconcierto—. ¿Por qué…? ¿Qué está pasando?

La herida había dejado de sangrar, pero eso no traía alivio alguno; al contrario, la piel había comenzado a teñirse de un morado oscuro que se extendía como una mancha venenosa desde el hombro hasta los dedos. Las venas resaltaban como raíces retorcidas que parecían crecer bajo su carne, marcando el avance implacable de lo que fuera que lo estaba consumiendo.

Con manos temblorosas, Tanjiro rozó la piel de su brazo, como si temiera que un contacto más firme pudiera agravar la situación. No hubo dolor, ni siquiera un atisbo de sensación; su brazo estaba completamente insensible.

—No siento nada… —susurró para sí mismo, un hilo de angustia colándose en sus palabras.

Era como si esa parte de su cuerpo ya no le perteneciera, como si se hubiera convertido en algo extraño y ajeno, algo muerto.

—La sangre del demonio entró en tu cuerpo.

La voz de Tomioka rompió el silencio como una cuchilla afilada cortando la calma. Su tono gélido resonó en el aire, cada palabra cargada de gravedad.

—Ahora mismo está fluyendo por tus venas, extendiéndose rápidamente —continuó, sus ojos fijos en el brazo de Tanjiro, aunque su expresión permanecía imperturbable—. Pronto te consumirá por completo.

Tanjiro alzó la mirada hacia él, buscando alguna chispa de esperanza en su semblante, pero encontró el mismo abismo impenetrable de siempre. Las palabras del hombre cayeron sobre él como una sentencia, frías y definitivas, dejando a Tanjiro atrapado entre la incredulidad y el temor.

Tomioka, quien hasta ahora había permanecido distante, observando todo como un mero espectador, finalmente decidió intervenir. Sus palabras cayeron sobre Tanjiro con la misma frialdad con la que un río helado ahoga el calor del sol, carentes de compasión o delicadeza. Su voz era firme, desprovista de vacilación alguna, como si su propósito no admitiera adornos ni eufemismos.

—En poco tiempo, morirás.

La crudeza de su declaración golpeó a Tanjiro como un puñetazo directo al alma. No había consuelo en su tono, ni promesas veladas de esperanza, mucho menos palabras de aliento que pudieran suavizar la verdad. Eran simplemente hechos desnudos, tan directos y amargos que parecían atragantarse en la garganta del joven.

Tanjiro, aún de rodillas, procesaba la información como podía, su respiración entrecortada y su pecho oprimiéndose con cada segundo que pasaba. Tal vez lo que más lo desconcertaba no era tanto el contenido de las palabras, sino la forma en que fueron pronunciadas: sin rodeos, sin tregua.

Para Tomioka, no había margen para sentimentalismos. El tiempo era un lujo que ya no poseía, y las verdades disfrazadas de esperanza eran inútiles ante una realidad tan inmutable como el destino mismo. Al final, el chico debía enfrentar lo que estaba ocurriendo dentro de su cuerpo antes de que la sangre del demonio reclamara todo lo que era.

El demonio había jugado su carta final con astucia pérfida. Las palabras envenenadas que había escupido antes de su desintegración no eran más que un medio para distraer, un teatro macabro para asegurar que su sangre pudiera arraigarse en su víctima. Ahora, esas frases cargadas de odio se revelaban como un truco barato, carentes de cualquier significado real más allá de su propósito inicial.

Pero la sombra de la duda persistía. Tomioka, aunque impasible, no podía ignorar el detalle más inquietante: ¿por qué ese demonio había atacado precisamente este santuario? No era un lugar estratégico, ni albergaba personas que pudieran representar una amenaza. Estaba lleno de personas enfermas, frágiles, demasiado débiles para siquiera defenderse.

¿Acaso era un demonio insignificante, condenado a cazar presas fáciles por su falta de poder? O quizás había algo más detrás de sus acciones, un propósito oculto que aún escapaba a su entendimiento. La mirada azul de Tomioka se endureció, enfocándose en Tanjiro, quien seguía luchando por comprender no solo lo que sucedía con su cuerpo, sino también las implicaciones de lo que acababa de escuchar.

Tomioka Ignoro las lágrimas que el chico intentaba contener mientras descendían silenciosamente por sus mejillas. En lugar de ello, sus ojos se fijaron en la mancha de tono violeta que comenzaba a extenderse por su cuello, avanzando con rapidez alarmante. Era un recordatorio visible y cruel de lo inevitable, un presagio sombrío que no dejaba lugar a dudas. A este ritmo, Giyuu deducía que la sangre del demonio lo mataría más rápido de lo que inicialmente había supuesto.

La infección actuaba como un veneno silencioso, devorando los nervios de Tanjiro con la misma sutileza con la que un río carcome sus orillas. Pronto, la conexión entre su mente y su cuerpo se desvanecería por completo. Probablemente ni siquiera notaría el momento exacto en que sus sentidos comenzarían a apagarse, ni cuándo su movilidad lo abandonaría. Moriría como una vela que se consume hasta el final, sin darse cuenta de que ya no existía luz alguna.

Tomioka arrugó ligeramente el entrecejo, un gesto casi imperceptible que reflejaba la corriente de pensamientos que cruzaban su mente. ¿Cuál era el propósito de lamentarse ahora? ¿De qué servía ese torrente de emociones cuando el destino del chico ya estaba sellado? Más aún, ¿qué lógica había en enfrentarse a un demonio con tanta desventaja, sabiendo que era tan débil?

Si hubiera optado por huir como los demás, si hubiera corrido en lugar de quedarse, su destino podría haber sido diferente. Pero no, había elegido permanecer en el santuario, luchando inútilmente contra una fuerza que lo superaba en todos los aspectos. Su acto de heroísmo no era más que un puente hacia la autodestrucción, un sacrificio que ni siquiera había logrado salvar a los demás.

Con ese pensamiento, Tomioka giró la cabeza hacia el hombre que permanecía en silencio junto al cadáver del recién fallecido. Su figura rígida, casi inmóvil, hablaba de un dolor silenciado, de una impotencia que no se atrevía a exteriorizar. Al sentir la mirada penetrante de Tomioka, el hombre se tensó instintivamente, pero el espadachín desvió su atención tan rápido como la había dirigido.

Volvió a mirar a Tanjiro, que seguía con las lágrimas bañando su rostro, atrapado en una mezcla de emociones que fluctuaban entre el dolor, la culpa y la desesperación. Para Tomioka, esa debilidad era el epítome de lo que más despreciaba en los humanos. Ese llanto, esa incapacidad de aceptar las consecuencias de sus decisiones, lo irritaba profundamente.

—Llorar no sirve de nada ahora —dijo finalmente, su voz dura y carente de cualquier rastro de compasión. Sus palabras eran como dagas que cortaban sin piedad, directas y crudas, desprovistas de cualquier adorno. No había lugar para consuelos vacíos en su verdad—. Si hubieras decidido abandonar el santuario en lugar de quedarte a luchar, habrías sobrevivido.

Tanjiro alzó la mirada, sus ojos enrojecidos encontrándose con el semblante frío y severo de Tomioka. Pero antes de que pudiera responder, el hombre continuó, implacable:

—Quedarte aquí, plenamente consciente de tu propia debilidad, fue una insensatez. Un gesto inútil que no logró nada más que precipitar tu propia muerte —declaró Tomioka, su tono tan frío como su expresión, cada palabra cargada con una dureza que no admitía réplica—. No hay honor en sacrificarte sin propósito, ni redención en arrojar tu vida cuando no tienes forma de proteger a nadie. Fue un error, y lo sabías.

El silencio que siguió a sus palabras era pesado, como el eco de una sentencia irrevocable. Para Tomioka, no había nada más que decir; la realidad era tan inmutable como la sombra de la muerte que ya se cernía sobre el chico, envolviéndolo en un silencio opresivo que parecía anunciar el final. Tomioka, fiel a su carácter distante, giró sobre sus talones, dispuesto a abandonar el lugar. Su figura imponente proyectó una sombra alargada en el suelo irregular mientras su andar era resuelto y sin vacilaciones. Para él, lo que ocurriera a partir de ahora no era su responsabilidad. La muerte de este chico no tenía nada que ver con él.

En su mente, todo era el resultado de su imprudencia, de su incapacidad para evaluar su propia debilidad antes de lanzarse a una lucha perdida. Era su culpa, su condena autoimpuesta. ¿Por qué detenerse?

Pero entonces, la voz quebrada de Tanjiro se alzó en medio del silencio, apagada pero con una fuerza subyacente que parecía desafiar incluso a la muerte.

—¿Huir…? ¿Darles la espalda a todos? —susurró con dificultad, cada palabra naciendo de lo más profundo de su ser, como si al pronunciarlas se desgarrara un pedazo de su alma—. Si hubiera escapado, cargaría con sus voces en mi mente para siempre. Vería sus rostros en cada sombra, sentiría su desesperación en cada aliento. ¿Cómo podría mirar al cielo, respirar un nuevo amanecer y pretender que no hice nada? —Levantó la mirada, sus ojos brillando con lágrimas que no ocultaban su feroz determinación—. No podría vivir conmigo mismo, sabiendo que fui capaz de abandonarlos para salvarme solo a mí.

El aire se tornó denso tras esas palabras, el silencio que siguió fue tan profundo como un abismo. Tomioka se detuvo en seco, girando ligeramente su cabeza para mirar al chico. Su semblante seguía siendo frío, pero había algo en sus ojos que lo hacía parecer como si estuviera evaluando cada fibra de determinación en Tanjiro.

—Inclinaste la cabeza y ofreciste tu vida al demonio, todo porque te aferraste a esa absurda idea de no poder vivir contigo mismo —sentenció finalmente, su voz firme y cortante, como el filo de una espada que no conoce piedad—. Dime entonces, ¿por qué aquellos que huyeron, que dejaron atrás todo para salvarse, vivirán el tiempo que les queda, mientras tú pereces aquí, envuelto en tu propia debilidad? —Sus palabras caían con un peso devastador, despojadas de cualquier rastro de compasión, dejando claro que para él no había lugar para el sentimentalismo en un mundo tan cruel.

Tomioka fijó su mirada en Tanjiro, sus ojos azules eran fríos como el hielo, implacables mientras escrutaban la expresión del chico. Había un atisbo de algo indescriptible en su rostro, pero si era duda, desprecio o simple desaprobación, era imposible saberlo.

—Esa compasión tuya no es más que una debilidad —sentenció, su tono frío y afilado como la brisa de invierno que despoja a los árboles de sus últimas hojas, dejando al descubierto su vulnerabilidad ante la inevitable llegada del final.

Sus palabras eran un juicio, un peso que dejaba caer sin reparos, dejando que el eco de su declaración llenara el vacío del lugar. La figura de Tanjiro, debilitada pero aún firme, parecía casi quebrarse bajo la fuerza de la verdad que Tomioka le arrojaba como un golpe directo.

Tomioka mantuvo su postura rígida, la sombra de la muerte ya se cernía sobre el chico frente a él. Sin embargo, Tanjiro levantó la cabeza, enfrentando los ojos gélidos que lo observaban desde una distancia impenetrable. Sus iris rojizos, aún empañados de lágrimas, reflejaban una resolución que ardía con una intensidad inquebrantable. No entendía el origen de aquella mirada fría y desdeñosa que lo juzgaba con tanto desdén, como si fuera una condena no solo hacia él, sino hacia la humanidad entera. ¿De dónde venía ese desprecio profundo que parecía anidar en lo más hondo de aquel hombre?

Aun así, Tanjiro no se dejó intimidar. La tonalidad violeta que ya cubría su mejilla se extendía lentamente, reclamando también su pecho y su otra mano. Pero la inminente pérdida de control sobre su propio cuerpo no apagaba la luz en sus palabras.

—Si ser compasivo es una debilidad… entonces prefiero ser débil. Si proteger a quienes no pueden defenderse significa poner en riesgo mi vida, lo haré todas las veces que sea necesario. Porque alguien tiene que hacerlo, alguien tiene que intentarlo, incluso si duele, incluso si falla.

Sus palabras resonaron en el aire como un juramento indeleble, desgarrando el silencio que cubría el santuario. El viento nocturno sopló con suavidad, como si respondiera al peso de su declaración, haciendo crujir levemente las ramas cercanas. La tensión en el lugar era casi palpable, como un hilo a punto de romperse.

Los ojos azules de Tomioka, antes duros e inmutables, parecieron encogerse levemente ante aquellas palabras. Fue un detalle casi imperceptible, un destello fugaz que ni siquiera Tanjiro pudo notar. Sus pestañas revolotearon brevemente, un gesto minúsculo que traicionaba el eco de algo enterrado profundamente en su memoria, algo que llevaba años intentando ignorar.

Las palabras del chico perforaron el velo oscuro de su mente, arrastrando consigo un recuerdo que se había perdido en el tiempo. Como una brizna de luz atravesando una habitación clausurada, la imagen borrosa de un rostro femenino comenzó a formarse en su mente. Los ojos de aquella mujer lo miraban con una calidez tan genuina que parecía envolverlo por completo. Su sonrisa, tan suave y luminosa como un amanecer de verano, era un bálsamo que alguna vez lo había consolado.

Sin embargo, ese mismo recuerdo despertó un torbellino de emociones en Tomioka. Aquella imagen, tan llena de vida y esperanza, estaba teñida también por la tragedia. La dulzura de su mirada y la serenidad de su sonrisa se entrelazaban con el peso de una culpa que jamás había logrado abandonar. Era un contraste que lo atormentaba, un faro de luz que al mismo tiempo exponía las sombras más profundas de su ser.

Tomioka cerró los ojos por un instante, dejando que el recuerdo se deslizara de vuelta a la oscuridad, a ese lugar en el que había aprendido a encarcelarlo. Su expresión permaneció inalterable, pero su silencio, esta vez, cargaba un matiz distinto, casi imperceptible.

Tomioka llevó una mano a su frente, masajeando su sien en un intento por disipar la migraña que brotó como un eco punzante tras el recuerdo de esa persona. Apretó los labios, ocultando cualquier vestigio de emoción detrás de la máscara de indiferencia que había aprendido a usar durante años de aislamiento y desapego. Inhaló profundamente, pero el aire que llenó sus pulmones parecía cargado del aroma que alguna vez había acompañado a aquella mujer, un rastro que su memoria se negaba a abandonar. Por un instante, incluso pudo escuchar su risa suave, un sonido tan delicado que envolvía sus pensamientos como algodón.

Sus ojos azules, fríos como un lago congelado, se posaron una vez más en Tanjiro. La figura del chico, que agonizaba frente a él con la sombra de la muerte cubriéndolo, se desdibujó brevemente. En su lugar, apareció otro rostro, uno que conocía demasiado bien. Un destello fugaz cruzó su mirada, tan rápido que desapareció antes de que pudiera aferrarse a él. Pero el impacto quedó ahí, reverberando en lo más profundo de su ser, como una campana que resonaba en un templo abandonado.

Las palabras de Tanjiro habían hecho tambalear algo que Tomioka creía enterrado para siempre, un recuerdo que había forzado a quedar en silencio durante años.

—Tus palabras son inútiles —dijo al fin, su voz afilada y gélida, aunque en su tono había una rigidez que traicionaba su supuesta inmunidad a lo que acababa de escuchar—. Intentar proteger a todos, aun a costa de tu vida, no es noble… es insensato.

Hizo una pausa, dejando que sus palabras penetraran como cuchillas en el aire, cargadas de una verdad que no admitía réplica.

—La compasión sin límites no salva a nadie. Solo abre camino al desastre. ¿Crees que cargar con un sacrificio tras otro te hará diferente? ¿Qué tu muerte será suficiente para cambiar algo? —su voz, aunque firme, cargaba con un matiz de amargura apenas perceptible—. Lo único que lograrás es perpetuar el dolor que intentas detener, dejando tras de ti un rastro de vidas que se quebrarán porque tú ya no estarás para sostenerlas.

Sus ojos, gélidos como un invierno interminable, permanecieron fijos en Tanjiro. Parecían buscar algo, tal vez un motivo detrás de su obstinación, detrás de esa llama que no dejaba de arder incluso cuando la muerte ya rozaba su piel.

—¿Crees que con esa compasión salvarás a alguien? —continuó, su tono endureciéndose aún más—. Todo lo que lograrás es dejar más muertos tras de ti. No puedes proteger a todos, por mucho que lo intentes.

Llevó una mano al mango de su espada, el gesto tan natural como si fuera parte de su propio cuerpo, pero en ese momento pareció más un punto de anclaje, un refugio para mantener el control mientras la tormenta interna seguía rugiendo. Dio un paso atrás, como si la distancia pudiera borrar las palabras que resonaban con fuerza en el aire.

—Deja de aferrarte a ideales que solo te llevarán a la muerte —sentenció finalmente, su voz carente de cualquier amabilidad, aunque algo en su mirada parecía haberse suavizado, un matiz que podría haberse confundido con pesar—. Aprende a sobrevivir, aunque eso signifique dejar cosas atrás. Es la única forma de seguir adelante.

Su voz era como un susurro amargo en la penumbra, cargada con el peso de las decisiones que había tomado en su propia vida. Y aunque sus palabras pretendían ser una advertencia, el matiz en su tono sugería algo más profundo: una lucha interna, una memoria que seguía oprimiéndolo con un dolor que ni siquiera el tiempo había logrado borrar.

Tanjiro apretó los puños con fuerza, sus nudillos tornándose blancos, mientras inclinaba ligeramente su cuerpo hacia adelante. Sus palabras parecían brotar de lo más profundo de su ser, como si fueran un hilo invisible que lo conectaba con algo mucho más grande que él mismo.

—Puede que sea débil… puede que mi fuerza no sea suficiente para cambiar el destino de todos… —dijo, su voz quebrándose apenas al principio, pero ganando firmeza con cada sílaba—. Pero si alguien que amo está en peligro, si alguien más sufre… no importa cuántas veces me caiga. No importa si mi cuerpo se rompe o si me arrebatan todo… seguiré intentándolo. Seguiré luchando, porque… porque eso es lo que significa seguir viviendo.

Sus palabras resonaron con una intensidad que contrastaba con la fragilidad evidente de su cuerpo. La voz de Tanjiro era como una vela luchando por mantenerse encendida en medio de un vendaval, pero su mirada, esa mirada cargada de dolor y una voluntad férrea, parecía desafiar incluso a la muerte misma.

Tomioka lo observó en silencio, con una expresión impenetrable. Sin embargo, las palabras de Tanjiro rompieron algo dentro de él, como una piedra lanzada a las aguas estancadas de su memoria. Un escalofrío recorrió su espalda, y de pronto, la escena frente a él se desdibujó. En su lugar apareció un recuerdo enterrado que ni siquiera el tiempo había logrado borrar.

“Giyuu… sigue adelante. Si al menos tú sobrevives… entonces habrá valido la pena.”

Aquellas palabras regresaron a su mente como un eco distante, arrastrando consigo el peso de un pasado que había intentado olvidar. Por un instante, su máscara de indiferencia se resquebrajó, revelando algo más profundo, más humano. Desvió la mirada de Tanjiro, pero no antes de que el chico alcanzara a vislumbrar un destello en sus ojos. No era frialdad lo que había ahí, sino algo más tenue, más doloroso: ¿culpa? ¿arrepentimiento? Tal vez ambas cosas.

—Esa es una forma… tonta de morir —murmuró Tomioka al fin, su tono más bajo que antes, como si esas palabras no estuvieran destinadas para nadie en particular. La dureza de su voz vaciló, dejando entrever un matiz casi imperceptible de duda.

Tanjiro abrió la boca, dispuesto a responder, a replicar con la misma determinación que había marcado cada palabra que salía de sus labios. Pero antes de que pudiera articular sonido alguno, su cuerpo, desgastado hasta el límite, comenzó a traicionarlo.

Un escalofrío lo recorrió, desde la base del cráneo hasta las puntas de los dedos, como una ola helada que le robaba el aliento. Su visión, que hasta ahora había permanecido nítida a pesar del sufrimiento, comenzó a distorsionarse. Las figuras frente a él se desdibujaron, transformándose en manchas amorfas, como si el mundo entero se deshiciera bajo la lluvia de un lienzo imperfecto.

Un jadeo rasgado escapó de sus labios, un sonido que cargaba el peso de su fragilidad. Sus rodillas, incapaces de sostenerlo más, cedieron bajo el peso de su propio cuerpo. Sus manos, temblorosas y débiles, intentaron detener su caída, pero incluso ellas lo abandonaron. Con un golpe sordo, cayó al suelo, su cuerpo inclinado pero aún aferrándose obstinadamente a la vida.

Tomioka observó la escena en un silencio inquebrantable. Su figura permanecía inmóvil, pero en su interior algo rugía como un río desbordado. Ese momento, esa imagen… no era solo ese chico desplomándose frente a él. Era otra figura, otro tiempo, otro rostro que se negaba a desaparecer de su memoria.

Una mano extendida hacia él, temblorosa pero firme, tratando de protegerlo incluso cuando el cuerpo al que pertenecía ya no podía sostenerse. Aquella imagen, cargada de sacrificio y desesperación, lo golpeó como un vendaval.

Tomioka cerró los ojos por un instante, apretando los puños junto a su costado. El eco de ese recuerdo retumbaba en sus oídos, mezclándose con el jadeo débil y entrecortado de Tanjiro. Sus iris azules, hasta entonces tan gélidos como un lago congelado en el apogeo del invierno, se suavizaron apenas, en un matiz tan leve que pasaría desapercibido para cualquier otro. Dio algunos pasos lentos hacia el chico, sus movimientos cargados de una deliberación inusual, y se detuvo justo a su lado. Su mirada se clavó en él, no con juicio, sino con una búsqueda muda, como si tratara de encontrar algo que ni siquiera él sabía que estaba buscando.

Observó el pecho de Tanjiro, que subía y bajaba con esfuerzo, cada respiración un acto de voluntad más que de simple supervivencia.

—Eres un necio —murmuró, su voz baja y grave, como si hablara más consigo mismo que con el joven frente a él—. Un necio que no sabe cuándo detenerse.

Pero, a pesar de la dureza en sus palabras, no retrocedió, ni giró los talones para marcharse. En cambio, dejó escapar un suspiro contenido, como si aquello fuera un peso que finalmente aceptaba cargar.

Con movimientos lentos y medidos, Tomioka se arrodilló, dejando que una de sus rodillas tocara el suelo frío y áspero. Su mano, antes rígida, descendió con una delicadeza casi reverente, encontrando el cuerpo inerte de Tanjiro. Con cuidado, deslizó un brazo bajo la espalda del chico, mientras el otro rodeaba sus hombros, sosteniéndolo como si el menor contacto pudiera fracturarlo aún más.

Al levantarlo, el cuerpo de Tanjiro se acomodó contra el suyo, despojado de toda resistencia, con la cabeza descansando suavemente sobre su hombro. Su rostro, sereno pero pálido, parecía ajeno al mundo que lo rodeaba. El brazo derecho del chico, aún marcado por el veneno, colgaba inerte a un lado, mientras el izquierdo descansaba sobre su torso, como si en un último intento tratara de proteger lo que quedaba de su vitalidad.

Tomioka, con una rodilla aún en el suelo, sostuvo al joven en sus brazos con una firmeza que desmentía su semblante distante. Sujeto la espalda de Tanjiro con una mano firme, mientras la otra sostenía con cuidado la cabeza caída, acomodándola con precisión contra su hombro. Sus piernas, dobladas hacia un lado, formaban un pedestal estable, permitiendo que el cuerpo del chico encajara perfectamente en aquel espacio, como si aquel acto hubiera sido esculpido por el destino mismo.

El contraste entre ambos era tan marcado que parecía casi tangible, como si el destino los hubiera esculpido para aquel instante. Tomioka, rígido y estoico, parecía una estatua de mármol, su semblante inquebrantable observando al joven que yacía en sus brazos, una vida tambaleándose al borde de la existencia. Su postura era imponente, como si el peso del mundo descansara sobre él, y aún así no mostrara signos de flaquear.

Tanjiro, por otro lado, apenas podía registrar lo que ocurría a su alrededor. Su cuerpo debilitado temblaba levemente, incapaz de sostenerse por sí mismo, pero encontraba un refugio inesperado en la firmeza que Tomioka ofrecía. Sus ojos, entreabiertos y empañados por el dolor, vagaron lentamente hasta detenerse en el rostro de quien ahora lo sostenía. La luz pálida de la luna esculpía sombras en los rasgos afilados de Tomioka, realzando la dureza de su expresión, una máscara de acero que ocultaba algo más profundo, algo que parecía imposible de descifrar.

Los iris rojizos de Tanjiro, a pesar de su cansancio, se encontraron con los ojos azulados de Tomioka, tan fríos y profundos como un océano en invierno. Aquella mirada lo atravesaba, inmisericorde, como si buscara desentrañar la esencia misma del joven en sus brazos. Los labios de Tomioka, de un tono pálido que recordaba al salmón en invierno, se entreabrieron. Pero las palabras que surgieron de ellos, si es que las hubo, quedaron atrapadas en el vacío entre ambos. El zumbido persistente en los oídos de Tanjiro ahogó cualquier sonido, dejando que el momento se impregnara de un silencio casi absoluto.

Tomioka exhaló lentamente, el vapor de su aliento disipándose en la fría brisa nocturna. Sus hombros, tensos bajo el peso de sus propias decisiones, no flaquearon mientras inclinaba su cuerpo hacia el joven. Cada movimiento parecía cargado de una deliberación solemne, como si el acto en sí desafiara los límites de su propia naturaleza.

La distancia entre ambos se redujo hasta que sus labios se encontraron. El contacto era firme, pero desprovisto de cualquier atisbo de calidez humana; en su lugar, era frío, distante, casi clínico. La sensación, para Tanjiro, era extraña, como si aquel gesto no perteneciera a su realidad sino a un sueño distante y ajeno.

Tanjiro jadeó débilmente, su pecho luchando por captar aire mientras su cuerpo, débil y quebradizo, se estremecía bajo aquella inesperada presión. Un cosquilleo extraño comenzó a ascender por su garganta, una reacción involuntaria a algo que no alcanzaba a comprender del todo. En ese instante, el tiempo pareció detenerse. El aire se volvió denso, cargado de algo inmaterial pero palpable, mientras el único sonido que persistía era el irregular latido del corazón del joven.

Entonces, casi como un susurro del destino, el color violeta que se extendía ominosamente por su mejilla, amenazando con alcanzar su ojo, se detuvo. Fue un instante breve, pero lleno de significado, como si una fuerza invisible hubiera alzado una barrera inquebrantable contra el avance del veneno.

Tomioka se mantuvo inmóvil, su mirada fija en los cambios que se manifestaban en el cuerpo del chico. Bajo sus ojos entrenados, la mancha comenzó a retroceder lentamente, como una sombra que huía de la luz del amanecer. La sangre del demonio, que hasta entonces había reclamado el cuerpo de Tanjiro con voracidad, ahora parecía despojada de su poder, retrocediendo con una lentitud casi deliberada, como si reconociera que su tiempo había terminado.

Tomioka mantuvo su mano firme en la nuca de Tanjiro, su agarre tan constante como su propia presencia. Aunque el cuerpo del chico seguía débil, un leve temblor recorrió su figura antes de que finalmente comenzara a relajarse. Su respiración, que antes era errática y pesada, ahora se volvía más pausada, como si la tormenta que lo asfixiaba hubiera comenzado a disiparse.

Tomioka se apartó lentamente, dejando que el contacto entre sus labios se rompiera con una deliberación casi reverente. La distancia volvió a interponerse entre ambos, pero la conexión forjada en aquel instante aún parecía latir en el aire. Sus ojos, penetrantes y analíticos, se posaron en el rostro de Tanjiro, estudiándolo con atención.

El chico había perdido la conciencia, su cuerpo agotado finalmente sucumbiendo a la fatiga, pero el cambio en su semblante era inconfundible. El tono ceniciento que había teñido su piel ahora daba paso a un color más cálido y vivo, como si la sangre que corría por sus venas hubiese recuperado su propósito. Su respiración, antes pesada y errática, se había transformado en un ritmo suave y constante, un tenue susurro que resonaba en la quietud de la noche.

Tomioka alzó la vista hacia el cielo estrellado, permitiendo que su mirada se perdiera en el vasto lienzo nocturno. Las estrellas brillaban distantes, esparcidas como fragmentos de un espejo roto, indiferentes al peso de las decisiones humanas. La luz pálida de la luna delineaba los ángulos afilados de su rostro, iluminando el ceño ligeramente fruncido que traicionaba su habitual compostura.

En el fondo de su mente, un torbellino de pensamientos giraba sin descanso. No entendía por completo sus propios actos, ni por qué se había dejado llevar por aquel recuerdo tan visceral. Salvarlo nunca había estado en sus planes, ni había sido su intención desde el principio. Y, sin embargo, se había detenido, había intervenido, incluso cuando bien pudo haberse marchado antes de involucrarse más de lo necesario.

Con un movimiento calculado, Tomioka se levantó del suelo, sosteniendo a Tanjiro en sus brazos. Su figura firme y erguida contrastaba con la fragilidad del cuerpo que cargaba, apenas sostenido por la gravedad. Sus ojos captaron fugazmente la mirada del otro hombre, que hasta entonces había permanecido en silencio, observando la escena con un desconcierto que no necesitaba palabras. Tomioka, sin embargo, no buscó explicación ni ofreció ninguna. En cambio, inhaló profundamente el aire frío de la noche, dejando que la brisa helada aclarara sus pensamientos, mientras su semblante volvía a adoptar esa expresión fría, inexpresiva, que tanto lo caracterizaba.

El resto ya no era asunto suyo. Había purgado el veneno del cuerpo del chico, pero su vida seguía pendiendo de un hilo. El daño estaba hecho: la pérdida de sangre, los estragos que el veneno había causado en su sistema, la debilidad que ahora lo dominaba. Si el chico lograba sobrevivir está noche, sería solo gracias a su propia fuerza y voluntad. Y si no lo lograba, si su cuerpo sucumbía en el silencio de la madrugada… entonces, que así fuera. La cruda realidad de la vida y la muerte no era algo que Tomioka se permitiera romantizar.

Sin embargo, persistía algo más, algo imposible de ignorar. En el acto de salvarlo, había tomado a cambio una fracción de su alma, algo tan profundo e intangible que ahora parecía gravitar entre ellos, silencioso e ineludible.

Notes:

El título del capítulo, "La Piedad" , se inspira directamente en la famosa estatua de mármol La Piedad, esculpida por Miguel Ángel en el Vaticano. La posición en la que Tanjiro y Tomioka se encuentran en este capítulo es casi parecida a la de la obra, de ahí la elección del nombre.

En este punto, quizás ya resulte más evidente que Tomioka no es completamente humano. Su desagrado y desapego hacia los humanos, que espero haber transmitido correctamente, son elementos clave para entender su carácter. Quiero enfatizar que tanto Tomioka como los demás personajes no serán amables desde el principio. Aunque se mantendrán sus personalidades, los personajes pueden parecer distantes, antipáticos e incluso egoístas en algunos momentos. Sin embargo, todo esto tiene una razón bien fundada dentro de la historia.

Además, en este universo alternativo, la organización de los Cazadores de Demonios no existe, lo que significa que los personajes tampoco conocieron al patrón que, en la obra original, los guiaba hacia un propósito más altruista. Este detalle es crucial para entender por qué sus acciones y motivaciones se sienten tan diferentes.

Por último, quiero aclarar que Tomioka no salvó a Tanjiro por un acto altruista o por un sentido innato de compasión. Fue más bien un impulso, una reacción instintiva al recuerdo de una persona de su pasado que Tanjiro le evocó. El acto de salvarlo no nació de un sentimiento genuino de bondad, sino de la fuerza de un recuerdo que lo empujó a actuar en contra de su naturaleza.

Chapter 4: El ojo del cuervo

Notes:

Si desean imaginar la apariencia de Tomioka en esta historia, pueden basarse en su primer boceto antes de que se publicara el diseño final en la obra original, aunque sin el logo de los cazadores de demonios. Por supuesto, también son libres de imaginar su vestimenta de otra forma si eso encaja mejor con su percepción.

 

Mis disculpas por la demora en publicar este capítulo. Planeaba subirlo la semana pasada, pero no quedé satisfecho con el resultado inicial y decidí reescribirlo por completo. A pesar de los esfuerzos, aún siento que podría mejorar en algunos aspectos.

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

El agua lo rodeaba por completo, como un manto etéreo que oscilaba entre el frío y el calor, contrasta que se entremezclaban en una sensación casi maternal. A su alrededor, las moléculas del agua se destellaban con suavidad, reflejando la luz que penetraba desde la superficie. Era como si las estrellas mismas hubieran descendido al océano para acompañarlo, bailando alrededor de su cuerpo flotante, mientras la claridad de la superficie proyectaba destellos de vida en aquel abismo cristalino. Su cabello, deshecho y libre, flotaba a su alrededor como suaves hilos oscuros, meciéndose en la corriente imperceptible.  

Tanjiro movió sus brazos y piernas con fuerza, intentando impulsarse hacia la superficie que parecía tan cerca y, al mismo tiempo, tan inalcanzable. A pesar de su esfuerzo, cada brazada lo devolvía lentamente hacia la profundidad, como si el agua lo reclamara, negándose a dejarlo ir. El agotamiento comenzó a filtrarse en sus músculos, y sus movimientos cesaron poco a poco. Su cuerpo quedó suspendido en el agua, quieto, como si hubiera aceptado la derrota por un instante.  

Sus ojos se alzaron hacia la luz que se desvanecía, escaneando la vasta extensión de un azul profundo e infinito. Todo lo que alcanzaba a percibir era el vacío, un horizonte líquido que lo envolvía por completo. El silencio lo invadió, un vacío que parecía a pesar más que el agua misma. La luz que antes iluminaba su entorno comenzaba a desvanecerse con cada segundo, hundiéndolo más en la penumbra.  

Sin darse cuenta, su cuerpo empezó a descender. La gravedad de aquel abismo lo reclamaba, mientras su energía parecía desvanecerse como arena escapando entre sus dedos. Su pecho comenzó a sentirse pesado, y una oleada de cansancio incontrolable lo envolvió. Un sopor indescriptible empezó a apoderarse de él; sus párpados se tornaron plomizos, cerrándose a pesar de su voluntad. Era como si algo lo invitara a rendirse, a dejarse llevar por la quietud de las profundidades.  

Por un instante, el tiempo se detuvo. No había sonido, ni movimiento, solo el inmenso y sofocante silencio del agua que parecía tragárselo. Tanjiro quiso resistirse, recuperar el control de su cuerpo que ya no le respondía. Intentó moverse, pero lo único que sintió fue un leve tirón en su pecho, una presión que crecía con cada segundo. Su respiración, aunque muda bajo el agua, se contrajo en un jadeo ahogado, como si algo dentro de él luchara por romper la barrera invisible que lo mantenía prisionero.  

Era un equilibrio frágil, entre la calma engañosa del agua y la creciente desesperación que comenzaba a despertar en lo más profundo de su ser.


Tanjiro creyó, por un momento, que el agua lo absorbería por completo, que se convertiría en una extensión más de aquel abismo infinito. Su cuerpo pesado, su voluntad apagada, todo parecía arrastrarlo hacia un silencio eterno. Pero cuando la presión en su pecho comenzaba a volverse insoportable, ocurrió algo inesperado. Una fuerza cálida, firme y reconfortante surgió desde su espalda, aliviando de inmediato la opresión que lo inmovilizaba. Sintió unas manos, seguras pero gentiles, empujándolo hacia arriba, como si intentaran devolverlo a la luz.  

Confundido, Tanjiro quiso voltear, sus ojos buscando a los dueños de aquellas manos que rompían su caída. Sin embargo, antes de que pudiera distinguir siquiera una silueta, una sombra se cernió sobre él, cubriendo su visión con una presencia que parecía flotar con una gracia irreal.  

Entrecerró los ojos, intentando descifrar la figura que se deslizaba con naturalidad entre las aguas. La sombra se acercaba, y cuando estuvo lo suficientemente cerca, extendiendo una mano hacia él. La figura, que ahora podía identificar como femenina, sujetó su muñeca con delicadeza pero con una firmeza inquebrantable, como si lo reclamara. Las manos que antes lo empujaban cedieron, retirándose en un gesto tácito de confianza, delegando aquella misión a la mujer que lo guiaba ahora.  

Tanjiro no entendía qué sucedió. Su mente, aturdida, no podía procesar la calidez que irradiaba de aquel tacto. La mujer no pronunció palabra alguna, pero su mera presencia parecía envolverlo en un manto de tranquilidad. La única certeza era que ella lo llevaba hacia la superficie. Mientras flotaban hacia la luz, Tanjiro notó cómo el cabello negro de la mujer, trenzado y elegante, se mecía con una suavidad hipnótica, siguiendo las corrientes del agua. Aunque su rostro permanecía oculto, había algo en su silueta que transmitía un sentido de familiaridad, como si ya hubiera visto ese rostro antes.

La luz de la superficie comenzó a hacerse más clara, creciendo en intensidad con cada metro que ascendían. La oscuridad se desvanecía, y pronto Tanjiro dejó de observar a la mujer para concentrarse en el destello cegador que ahora lo guiaba. Era como si aquella luz lo llamara, exigiendo su atención y sus fuerzas.  

De repente, se dio cuenta de que la mujer ya no lo sujetaba. Tanjiro no supo en qué momento su mano había quedado libre, pero para cuando lo notó, ya estaba nadando por sí solo. Su cuerpo, antes pesado e inerte, ahora respondía con energía renovada. Sus movimientos eran torpes, pero estaban llenos de determinación. Extendió una mano, casi instintivamente, hacia la superficie.  

El instante en que sus dedos atravesaron la barrera del agua, una punzada aguda y ardiente recorrió su brazo izquierdo. Tanjiro jadeó, llevando su mano al lugar de donde provenía aquel dolor, sus ojos cerrándose con fuerza ante la intensidad de la sensación. La presión, el agua, el vacío... todo desapareció de repente, desvaneciéndose como un sueño al despertar.  

Cuando abrió los ojos, lo primero que distinguió no fue el agua ni la luz, sino las hojas verdes de un árbol. Estaban iluminadas por un rayo de sol que filtraba entre sus ramas, meciéndose suavemente con el viento. La calidez del suelo bajo su espalda reemplazó la fría quietud del agua, y el olor a tierra húmeda y hierba fresca llenó sus sentidos. Respiró profundo, sintiendo cómo su pecho subía y bajaba con esfuerzo, como si hubiera regresado de un lugar distante, inalcanzable. Pero la pregunta seguía ardiendo en su mente: ¿Quién era aquella mujer?

Esa pregunta seguía rondando en su mente, persistente, como si la respuesta estuviera al alcance, pero cubierta por un velo impenetrable. Tanjiro parpadeó varias veces, intentando despejar la neblina que nublaba sus pensamientos. El mareo no tardó en invadirlo, obligándolo a cerrar los ojos por un instante, pero fue entonces cuando un dolor punzante en su brazo izquierdo lo hizo tensarse.

El impacto de aquella punzada despertó algo en su memoria. Como un torrente imparable, los recuerdos de lo sucedido lo golpearon con fuerza, tan intensos que un latido doloroso estalló en su cabeza. Un jadeo de incomodidad se escapó de sus labios mientras llevaba una mano temblorosa a su frente, masajeando suavemente el área para aliviar la presión. Pero ese simple movimiento despertó otro eco de memoria, uno que lo hizo enderezarse de golpe, sentándose sobre el suave musgo que cubría el suelo bajo su cuerpo.

Su respiración se aceleró, su pecho subía y bajaba con una mezcla de ansiedad y desconcierto. Nervioso, Tanjiro dirigió su mirada hacia su brazo izquierdo. Lo levantó lentamente, casi con temor, como si al descubrir lo que había sucedido, encontrara una herida fatal o un rastro imborrable de lo vivido. Pero lo que vio lo dejó completamente perplejo.

Sus dedos, que antes parecían haber marchado bajo el efecto del veneno, ahora estaban completamente restaurados. El color pálido y ceniciento había sido reemplazado por un tono vivo y saludable, como si el veneno jamás hubiera tocado su piel. Incrédulo, Tanjiro jaló la manga de su yukata, dejando al descubierto todo el brazo. No había rastro alguno del color violeta que, horas antes, se extendía como raíces malignas por su extremidad. Su brazo estaba curado.

Un suspiro de alivio se escapó de sus labios. La sensación de un peso invisible que había oprimido su pecho durante tanto tiempo comenzó a disiparse, dejándole momentáneamente liviano. Por un breve instante, permitió que el alivio lo envolviera, pero no tardó mucho en desvanecerse cuando su mente, ahora más clara, se enfrentó a una nueva realidad.

Tanjiro alzó la vista y observó su entorno. Todo era desconocido. Los altos árboles con troncos cubiertos de musgo, la claridad del cielo que se filtraba a través de las copas, y el canto de los pájaros que llenaba el aire... ese lugar no se parecía en nada al santuario ni a ningún sitio que él frecuentara. Era un espacio ajeno, extraño y vasto, que despertaba en él una sensación de desconcierto y vulnerabilidad.

Inquieto, giró la cabeza en todas direcciones, buscando algún indicio que le revelara dónde estaba. Sus ojos escanearon los alrededores con cautela, intentando encontrar un sendero o una señal que lo orientara. Pero cuando su mirada se dirigió hacia la derecha, su respiración se detuvo por un instante.

A unos metros de distancia, descansaba un hombre apoyado contra el tronco de un árbol robusto, cuya copa frondosa proyectaba sombras suaves sobre su silueta. Su postura era imponente y, al mismo tiempo, inusualmente serena. Estaba recostado, con los párpados cerrados, los brazos cruzados y la cabeza ligeramente inclinada hacia un lado, como si estuviera ajeno al mundo que lo rodeaba. La luz del sol se filtraba entre las hojas, acariciando la línea afilada de su mandíbula y destacando la palidez casi irreal de su piel.  

Tanjiro lo observó en silencio, intentando procesar lo que veía. El rostro del hombre, con sus rasgos finos y precisos, emanaba una calma tan profunda que le resultaba casi desconcertante. No podía conciliar esa imagen con los recuerdos que tenía de él: el mismo hombre que, anoche, lo había mirado con un desprecio helado, condenando con dureza su decisión de permanecer en el santuario en lugar de huir. Aquella mirada, cargada de juicio y frialdad, parecía pertenecer a alguien completamente distinto al que ahora reposaba bajo la sombra del árbol, como si el bosque hubiera transformado su esencia, llevándola a un estado de paz.  

Tanjiro frunció el ceño, incapaz de ignorar el peso de esas palabras pasadas que aún resonaban en su memoria. Habían sido duras, sí, pero también honestas, algo que él siempre respetaba. Sin embargo, lo que más le inquietaba no era el recuerdo de aquella fricción, sino la pregunta que lo había estado atormentando desde que despertó: ¿Por qué lo había salvado?

Casi sin darse cuenta, su mano se deslizó hacia el vendaje que cubría su brazo izquierdo. Sus dedos rozaron con suavidad las telas firmemente atadas, y su mirada descendió hacia su extremidad. Aún no podía creerlo. La piel que había estado marcada por el veneno mortal ahora lucía limpia, sin rastro alguno del violeta que se había extendido como un presagio de muerte. Sus dedos tenían un color sano, y su brazo respondía con normalidad. No había duda: el hombre que descansaba frente a él había sido quien lo curo. ¿Pero cómo?  

Tanjiro no podía evitar recordar el momento en que su cuerpo se había sentido más cerca de la muerte que nunca. La fría garra del veneno había aprisionado su corazón, y podía jurar que incluso había sentido cómo su aliento se apagaba, su vida extinguiéndose lentamente. Y sin embargo, ahora estaba allí, vivo, respirando el aire puro del bosque, sintiendo el calor del sol en su piel como si fuera la primera vez.  

Ese pensamiento le provocó un nudo en el pecho, un remolino de emociones que lo abrumó. Gratitud, confusión y una punzada de culpa se mezclaron en su interior, dejándolo inquieto. 

Inspirado profundamente y, con una determinación temblorosa, comenzó a levantarse del suelo. Su cuerpo aún estaba débil, y el mareo lo hizo tambalearse al principio, pero logró estabilizarse. Sus pies descalzos tocan el suelo cubierto de musgo, sintiendo su suavidad y frescura bajo las plantas. Avanzó con cautela, cada paso lento y medido, como si temiera interrumpir la calma que rodeaba al hombre.  


Cuando finalmente estuvo frente a él, la distancia entre ambos se redujo a apenas unos pasos. Tanjiro permaneció inmóvil por un instante, observándolo más de cerca. Desde esa proximidad, pude apreciar con mayor claridad los detalles que antes solo había vislumbrado a la distancia.  

Los mechones oscuros caían con una deliberada naturalidad, marcando un rostro que parecía haber sido tallado con precisión impecable. La piel pálida, casi translúcida, reflejaba los tenues rayos del sol que se filtraban entre las hojas, otorgándole un aire etéreo que contrastaba con la firmeza de su puerta. Sus rasgos perfilados, marcados por una severidad elegante, sugerían una quietud impenetrable, como si el tiempo mismo no pudiera afectarlo.  

Las largas pestañas negras capturaban la luz de manera sutil, proyectando delicadas sombras sobre sus mejillas, un detalle que no hacía más que acentuar la intensidad de sus ojos. Aquella mirada, insondable y fría, parecía capaz de atravesar cualquier barrera, dejando una sensación inquietante de ser visto más allá de lo evidente. 

Tanjiro lo observó fijamente, no solo para memorizar cada trazo de su rostro, sino con la esperanza de comprender algo más profundo, algo que pudiera darle respuestas. A pesar de la indiferencia y dureza que este hombre había mostrado antes, había algo en él que Tanjiro no podía ignorar. Una certeza, pequeña pero firme, le decía que no estaba frente a alguien cruel o peligroso.  

Inhaló con cuidado, dejando que el aire del bosque llenara sus pulmones, y con él, el aroma del hombre. No percibía ningún rastro de malicia, ninguna sombra de intenciones oscuras, como las que había sentido tantas veces en los enfermos del santuario. Por el contrario, su esencia era serena, limpia, evocando la frescura del primer rocío al amanecer. Pero, entre esa calma, Tanjiro también captó un matiz sutil de amargura, como un eco lejano de tristeza que lo hacía aún más difícil de descifrar.  

Impulsado por una curiosidad genuina y un sentimiento de gratitud que no lograba expresar, Tanjiro se arrodilló lentamente, hundiendo las rodillas en el musgo. Sus ojos permanecieron fijos en el rostro del hombre, atrapados en su quietud casi irreal. Por un instante, pensó que estaba mirando una estatua tallada con un esmero impecable, una figura que encarnaba el equilibrio perfecto entre fuerza y fragilidad. Si no fuera por el leve movimiento de su pecho al respirar, habría creído que estaba ante algo inanimado.  

Sin darse cuenta, su mano comenzó a extenderse hacia él, como si respondiera a un impulso que escapaba a su control. Era un movimiento tembloroso, cargado de una duda que se enfrentaba a un deseo inexplicable. Tal vez buscaba confirmar que aquel hombre, cuya fría mirada había detenido el caos de su tormenta, era algo más que un espejismo creado por su mente exhausta.

La duda se enredaba con la curiosidad, creando una tensión que le hacía sentir el peso de cada segundo. Sabía que no debía hacerlo, que cruzar esa frontera invisible era un acto atrevido y quizás peligroso. 

Pero, aun así, la necesidad de cerciorarse lo empujaba. No era simple gratitud lo que lo movía, sino algo más profundo, algo que no lograba nombrar. Cada fibra de su ser parecía gritarle que retrocediera, que esa acción podría traer consecuencias que no estaba preparado para enfrentar, pero el palpitar insistente de su pecho lo impulsaba a continuar.

Tanjiro siguió el movimiento de su mano mientras esta se acercaba al mechón oscuro que caía sobre el rostro del hombre. Apenas unos centímetros lo separaban de tocarlo cuando, de pronto, una presión firme envolvió su muñeca. Su aliento se detuvo un instante, sorprendido por la rapidez y precisión con la que su movimiento había sido detenido.  

Levantó la mirada, y lo primero que encontró fueron unos ojos azules como el hielo recién formado. No había serenidad en ellos; en su lugar, brillaba una chispa salvaje y desconfiada que lo hizo estremecer. La intensidad de esa mirada lo dejó paralizado, recordándole a un gato arisco, uno de esos felinos salvajes que se replegaban al menor indicio de amenaza, pero que atacaban sin piedad si alguien cruzaba su línea invisible.  

—Lo… lo siento —balbuceó Tanjiro con voz entrecortada, levantando ambas manos en señal de disculpa mientras intentaba retirar la muñeca atrapada, aunque el agarre seguía firme—. No era mi intención…  

El hombre no respondió de inmediato, pero sus ojos seguían fijos en los de Tanjiro, analizando cada gesto, cada palabra. Su rostro, aunque aún tranquilo, había perdido parte de la serenidad que antes lo envolvía. La tensión en el aire era palpable, y Tanjiro sintió que incluso el bosque había quedado en silencio, como si todo esperara el siguiente movimiento de aquel hombre que, pese a su aparente calma, irradiaba una fuerza contenida.  

Finalmente, el agarre se aflojó, aunque los ojos azules permanecieron fijos en él, vigilantes. Tanjiro apartó su mano con cuidado, sintiendo aún el frío de los dedos que lo habían detenido.  

—No vuelvas a intentarlo —dijo el hombre, su voz baja y grave, como una advertencia envuelta en calma.  

Tanjiro asintió rápidamente, sintiéndose pequeño ante la presencia imponente del hombre, pero también más decidido. Algo en esa breve interacción le había confirmado a Tanjiro que este hombre no era un enemigo. Su mirada, aunque fría como el hielo que se posa sobre las montañas más altas, no transmitía odio, sino una distancia que parecía haber sido forjada con el tiempo. Sin embargo, esa barrera que lo rodeaba no era infranqueable; había grietas, pequeñas pero perceptibles, como si la fortaleza que mostraba ocultara algo mucho más profundo.  

Tanjiro permaneció en silencio por unos instantes, con la cabeza ligeramente inclinada, resonando en sus oidos sobre las palabras que acababa de escuchar. "No vuelvas a intentarlo." A pesar del tono áspero y la advertencia firme, no sintió enojo ni resentimiento. No era solo una advertencia; era un límite impuesto, un muro que él no podía cruzar.

Finalmente, dejó escapar un suave suspiro, como si el aire que salía de sus pulmones cargara también con un poco de la tensión acumulada. Entonces, decidió hablar. Su voz, tranquila y amable, emergió con la suavidad de un arroyo que serpentea entre las piedras. Había gratitud en ella, pero también una determinación que no se doblegaba.  

—Gracias… por salvarme —dijo con una ligera inclinación de la cabeza, su postura tan humilde como sincera. No esperaba una respuesta inmediata, pero aun así se mantuvo firme, sosteniendo el peso de esas palabras con todo su ser—. No entiendo por qué lo hizo, especialmente después de lo que me dijo antes… pero… gracias.  

Al levantar la cabeza, sus ojos rojizos se encontraron con los del hombre, que seguían observándolo con la misma mezcla de frialdad e indiferencia. Esa mirada era tan intensa que, por un instante, sintió que lo despojaba de todas sus capas, dejándolo vulnerable. Pero Tanjiro no retrocedió. Había algo que necesitaba entender, algo que, aunque no podía describir, ardía en su pecho como un fuego que no podía ignorar.  

—Sé que… tal vez no debería preguntar esto, pero… —su voz tembló apenas un momento, antes de recuperar su firmeza—. ¿Cómo lo hizo? Mi brazo… —Bajó la mirada hacia su mano izquierda, ahora tan viva como si nunca hubiera estado al borde de la muerte—. Estaba seguro de que moriría. La herida, el veneno…  

Su voz se quebró ligeramente al pronunciar esas palabras. Era como si reviviera en ese instante todo el sufrimiento, el miedo y la resignación que había sentido cuando creyó que su vida llegaba a su fin. Cerró los ojos por un momento, apretando el puño, intentando contener la emoción que amenazaba con desbordarse.  

—Por favor, dígame… ¿fue usted?  

El silencio que siguió a su pregunta fue tan denso que incluso el viento entre las hojas pareció detenerse, como si el bosque mismo aguardara la respuesta. Tomioka permaneció inmóvil, sus ojos azules aún clavados en Tanjiro, pero sin ofrecer ni un solo indicio de sus pensamientos. La tensión en el aire era palpable, y Tanjiro sintió que su corazón latía más fuerte, llenando el vacío con su ritmo apresurado.  

Tomioka no habló. No había ni una palabra, ni un gesto que rompiera el hielo que los separaba. Solo esa mirada intensa, que parecía atravesar su alma. Incapaz de soportar el peso de ese silencio, Tanjiro volvió a hablar, esta vez más para aliviar la presión en su pecho que con la expectativa de una respuesta.  

—. Estoy vivo. Estoy respirando. Y sé que es gracias a usted.  

Las últimas palabras quedaron suspendidas en el aire, como hojas que caen lentamente desde las copas de los árboles. Tanjiro lo miró con intensidad, con esa misma pureza que lo caracterizaba, una pureza que no buscaba juzgar ni exigir, sino comprende. Tanjiro permanecía inmóvil, sosteniendo aquella mirada que parecía contener el peso de mil secretos, incluso cuando Tomioka no emitía una sola palabra. Era como si el silencio se convirtiera en una barrera aún más infranqueable, una muralla invisible que mantenía a Tanjiro a distancia.  

Tomioka frunció apenas el ceño, un gesto minúsculo, casi imperceptible, pero suficiente para que Tanjiro lo notara. Había algo en la rigidez de su mandíbula y la forma en que sus ojos azules se entrecerraron ligeramente, como si estuviera librando una batalla interna. Tal vez consideraba si valía la pena responder a las palabras del chico, o si su silencio sería más elocuente.  

Finalmente, exhaló con lentitud, su expresión endureciéndose de nuevo como si se protegiera tras una máscara de indiferencia.  

—No importa cómo ocurrió —dijo al fin, su voz baja y cortante, como el filo de una espada que corta sin vacilar—. Solo asegúrate de no desperdiciar esta oportunidad.  

Tanjiro parpadeó ante la frialdad de la respuesta, pero asintió lentamente. Comprendió que no obtendría más explicaciones por ahora, y aunque sus dudas seguían pesando en su mente, supo que no era el momento de insistir. Aun así, no pudo evitar sentir una pequeña chispa de alivio.  

Tanjiro se inclinó de nuevo, esta vez con más reverencia, tocando la frente contra el suelo con una gratitud que parecía casi tangible.  

—Lo prometo. No desperdiciaré esta oportunidad —dijo, su voz firme, pero cargada de humildad.  

Tomioka alzó una ceja, sorprendido por la intensidad de esas palabras. Pero, como si recordara de inmediato quién era y lo que representaba, su rostro recuperó esa serenidad impenetrable que lo envolvía. Permaneció en silencio, observando cómo el chico se incorporaba con una determinación renovada en sus ojos rojizos, como brasas que se reavivan con el viento.  

Sin embargo, Tanjiro no podía detenerse ahí. Había algo más que quería saber, una curiosidad que lo empujaba hacia adelante, incluso frente a la aparente indiferencia del hombre.  

—Disculpe, pero… —Tanjiro inclinó ligeramente la cabeza, su tono tímido pero respetuoso—. ¿Podría saber cuál es su nombre?  

La pregunta quedó suspendida en el aire, y el tiempo pareció detenerse. Tomioka no respondió de inmediato. De hecho, ni siquiera pareció reaccionar, como si las palabras de Tanjiro no hubieran llegado a él. 

Finalmente, después de lo que parecieron eternos segundos, Tomioka movió apenas la cabeza, como si estuviera considerando si valía la pena conceder esa información. Sus ojos se entrecerraron, estudiando a Tanjiro con detenimiento, como si buscara algo en su mirada, algo que justificara responder a su pregunta.  

—Tomioka… Giyuu. —Las palabras salieron con lentitud, cada una cargada con la intención de dejar claro que no lo decía por cercanía ni confianza, sino porque no veía sentido en ocultarlo más.  

 

Tanjiro asimiló el nombre con cuidado, casi como si quisiera grabarlo en su memoria.  

 

—Tomioka-san… —repitió en un murmullo, probando el peso de aquel nombre en su lengua. Su voz tenía un tinte de respeto genuino, pero también una calidez que parecía contrastar con la frialdad de la persona frente a él—. Gracias por confiarme su nombre.  

 

Tomioka no respondió, limitándose a cerrar los ojos y apartar ligeramente el rostro, como si quisiera evitar cualquier conexión más profunda con aquel chico. Para él, no era más que un humano, uno de tantos que probablemente desaparecería en el curso natural de las cosas. No había necesidad de forjar lazos ni de permitir que esa distancia se acortara.  

—Mi nombre es Kamado Tanjiro —dijo el chico con una ligera inclinación y una sonrisa suave que no pretendía ser invasiva, pero que, a ojos de Tomioka, parecía un intento de acercarse demasiado rápido.

Tomioka lo observó en silencio durante unos segundos, sus evaluándolo con detenimiento. Había algo en esa sonrisa que lo incomodaba, como si estuviera frente a alguien que, pese a la adversidad, aún encontraba razones para mantenerse en pie. Finalmente, el hombre se enderezó, su figura alta y solemne eclipsando momentáneamente la luz que caía entre los árboles, y dio un par de pasos hacia atrás, ampliando la distancia entre ambos con una naturalidad calculada.

 

—Hay una muda de ropa limpia que puedes usar —dijo sin preámbulos, señalando con un leve movimiento de cabeza hacia el lugar donde Tanjiro había estado descansando momentos atrás.

 

Tanjiro siguió la dirección de su mirada y, por primera vez, notó una pequeña muda de ropa colocado en el suelo. Parpadeó con sorpresa, su mente recorriendo rápidamente el paisaje boscoso que los rodeaba. ¿De dónde habían salido esas ropas? El bosque parecía desolado, como si fuera un rincón olvidado del mundo, y no había señales de que alguien más hubiera estado allí.

 

—¿De dónde…? —murmuró en voz baja, aunque no terminó la pregunta.

 

Tomioka no respondió. En cambio, con un tono firme y distante, añadió:

 

—Apresúrate y cámbiate. Aún queda camino por recorrer.

 

Las palabras lo tomaron desprevenido. Tanjiro parpadeó, sus ojos buscando la mirada del hombre, pero lo único que encontró fue una expresión indiferente, como si ya no estuviera dispuesto a dar más explicaciones.

 

—¿Camino? —repitió Tanjiro, más para sí mismo que para el otro. Había supuesto que, una vez recobrara fuerzas, sus caminos se separarían. Después de todo, apenas conocía a este hombre. Sus dudas no nacían de desconfianza, sino de la sensación de que su destino aún estaba atado al santuario y a su maestro, quien seguramente regresaría pronto.

 

Inspirando profundamente, Tanjiro tomó el valor para hablar, su tono respetuoso pero decidido.

 

—Lo siento, pero no puedo ir con usted. Debo regresar al santuario cuanto antes. Mi maestro volverá en unos días, y necesito estar allí cuando regrese.

 

Tomioka alzó una ceja, y durante un instante, sus ojos se estrecharon, proyectando una intensidad que hizo que Tanjiro se tensara involuntariamente.

 

—Si vuelves, morirás. —Su voz era cortante, sin ningún tipo de adorno o suavidad. Hablaba como quien expone un hecho irrefutable—. La sangre impregnó el aire. Eso atraerá a más demonios. No tienes idea del peligro que significa estar allí ahora.

 

Las palabras cayeron como una piedra en el pecho de Tanjiro. Sus ojos se abrieron con preocupación, y un escalofrío recorrió su espalda al recordar a la criatura que había enfrentado. Si lo que decía era cierto, regresar al santuario no solo lo pondría a él en peligro, sino también a su maestro.

—Con más razón, debo volver. —La voz de Tanjiro resonó con una mezcla de urgencia y determinación, una chispa de emoción en su tono que hizo que Tomioka apenas frunciera el ceño—. Si mi maestro está en peligro, no podré perdonarme quedarme aquí de brazos cruzados. Por favor… no necesito que me acompañe, solo indíqueme el camino de regreso.  

 

Tomioka lo observó con una frialdad que parecía atravesar cualquier argumento. Había algo profundamente molesto en la obstinación de este chico. Era como si ignorara por completo la fragilidad de su propia existencia.  

 

—¿Y qué harás exactamente? —preguntó, su tono cargado de una dureza que cortó el aire entre ambos. Dio un paso adelante, obligando a Tanjiro a levantar la mirada para encontrarse con esos ojos afilados como cuchillas—. Si un demonio aparece de nuevo, ¿crees que podrás luchar? ¿Con qué? ¿Con un solo brazo?  

 

Tanjiro sintió como esas palabras lo golpeaban con la precisión de un martillo.  

 

—La última vez sobreviviste porque yo estaba ahí. —Tomioka no bajó la mirada, no apartó ni un ápice de la intensidad de su voz—. No habrá una segunda vez. Si decides regresar, serás devorado.  

 

El silencio que siguió fue tan pesado que parecía impregnar el bosque entero. Tanjiro apretó los puños con fuerza, sus uñas clavándose en las palmas mientras intentaba mantener la compostura. El aire se sentía más denso, como si la realidad lo envolviera en su brutalidad. Tenía razón. Lo sabía. Apenas había sobrevivido. Era débil. Esa verdad le pesaba como una piedra en el pecho. La impotencia lo quemaba desde dentro.  

 

Tomioka lo miró sin parpadear, sus labios ligeramente tensos en una línea casi imperceptible de frustración. Este chico era un caso perdido, alguien que desconocía por completo el peso de sus propias limitaciones.  

 

—Si ya te has dado cuenta de lo inútil que sería intentarlo, deja de perder el tiempo. —Su voz sonó como un portazo, seca, definitiva—. No planeo esperarte más.  

 

Giró sobre sus talones con una precisión casi militar, dispuesto a dejar al chico con sus ilusiones y su necia voluntad. Pero entonces, algo lo detuvo. Un tirón leve, apenas un roce en la manga de su haori.  

 

Tomioka detuvo su paso, sin girar del todo, pero ladeó la cabeza lo suficiente para dirigirle una mirada fría sobre el hombro. Sus ojos descendieron hacia la mano del chico, que temblaba ligeramente pero no lo soltaba. Luego, subieron a su rostro.  

 

—Por favor… —Tanjiro habló con voz temblorosa, pero su mirada era firme. Había algo en sus ojos que no podía ignorar, una luz que brillaba con fuerza incluso en su desesperación—. Al menos déjeme asegurarme de que mi maestro está a salvo.  

 

Tomioka permaneció en silencio, el aire entre ambos cargado de tensión. Los dedos de Tanjiro aflojaron ligeramente el agarre, pero no se retiraron del todo.  

 

—No podré avanzar si no estoy tranquilo —añadió, sus palabras resonando con sinceridad—. No puedo abandonar a alguien que me importa.  

 

El ambiente se tensó de forma palpable, como si una cuerda invisible estuviera a punto de romperse. Tomioka desvió la mirada, dejando escapar un leve suspiro que apenas perturbó el silencio. Pero cuando sintió el tirón en su haori, su semblante cambió de inmediato.  

 

Giró la cabeza lentamente, sus ojos afilados clavándose en los de Tanjiro con una intensidad que casi le hizo retroceder.  

 

—Aléjate —ordenó, su voz profunda y grave, impregnada de una severidad que no admitía réplica—. No me toques.  

 

Las palabras resonaron como un golpe seco. Tanjiro sintió que todo su cuerpo se tensaba por instinto, y su mano se apartó casi de inmediato. El tono de Tomioka había cambiado, volviéndose más gélido, casi gutural, como el gruñido de un depredador advirtiendo a su presa que no se acercara más. El sudor frío recorrió su frente mientras su mente le gritaba que no tentara más a la suerte.  

 

Tomioka retrocedió un paso, como si incluso el contacto breve con la mano del chico hubiera sido una ofensa intolerable. Sin decir nada más, giró sobre sus talones y comenzó a alejarse, sus pasos firmes resonando entre las hojas secas del suelo.  

 

Tanjiro se quedó allí, inmóvil, observando la silueta de Tomioka desaparecer entre los árboles. Su mano aún hormigueaba, y el peso de esa mirada, cargada de una frialdad que rozaba el desprecio, seguía helándole la sangre. Había algo en aquel hombre que era profundamente desconcertante: una distancia que no era solo física, sino emocional, como si cualquier intento de acercarse fuera una batalla perdida de antemano.  

 

(...)

 

Cuando finalmente terminó de cambiarse, Tanjiro miró en la dirección por la que Tomioka había desaparecido. A pesar de todo, no tenía otra opción. No sabía dónde estaba ni cómo regresar al santuario, y aunque la idea de seguirlo después de lo ocurrido le causaba una inquietud que no podía ignorar, decidió avanzar.  

El sonido de sus pasos era apagado, casi tímido, mientras caminaba entre los árboles. Pasaron unos minutos antes de que divisara la figura recta de Tomioka, avanzando con un ritmo constante, como si cada paso estuviera perfectamente calculado. Su haori ondeaba ligeramente con el viento, proyectando una sombra alargada sobre el suelo cubierto de hojas.  

Tanjiro apuró el paso hasta colocarse a su costado, sin atreverse a hablar ni a mirarlo directamente. Sus ojos, en cambio, se dirigieron al frente, donde la mirada de Tomioka parecía estar fija en algo. Fue entonces cuando lo vio.  

Tanjiro abrió los ojos con asombro, su mirada capturando la grandeza del poblado que se extendía en el valle más allá de los últimos árboles. Era un lugar vibrante, mucho más grande de lo que había imaginado. Desde donde estaba, podía ver los tejados de madera y tejas curvas, oscuros por el tiempo y el hollín, que se apilaban como escamas de un dragón en reposo. Las chimeneas de las casas se elevaban, liberando delgadas columnas de humo que se entremezclaban con el cielo pálido, y las murallas de madera delimitaban algunas áreas del acentamiento, marcando la jerarquía de los habitantes.  

En las calles, que serpenteaban como venas vivas a través de la ciudad, se distinguían figuras humanas: campesinos cargando fardos de arroz, mercaderes empujando carretillas llenas de mercancías, y samuráis que patrullaban con sus armaduras parciales reluciendo bajo la luz del sol. Los mercados estaban llenos de puestos con coloridas telas, cestas de pescado fresco, montones de vegetales y especias que llenaban el aire con un aroma picante. De fondo, se alzaban las pagodas de los templos, sus techos elevados como si intentaran tocar el cielo.  

Para Tanjiro, todo aquello era deslumbrante. Había crecido en las montañas, rodeado por bosques y el silencio de la naturaleza; nunca había visto un lugar tan lleno de vida, movimiento y sonidos. Incluso desde la distancia, podía escuchar los gritos de los comerciantes promocionando sus productos.

Tomioka, sin embargo, no mostró la menor señal de interés en la vista. Se giró con una naturalidad imperturbable y retomó el camino con pasos seguros y fluidos. Parecía moverse como un río que encuentra su cauce, sin esfuerzo, sin pausa, apenas levantando sonido con el crujido de sus sandalias contra las hojas secas. Su andar tenía una precisión casi inhumana, como si cada movimiento estuviera calculado para no alterar el equilibrio del entorno.  

Tanjiro observó su figura avanzar unos instantes antes de apresurarse a seguirlo. Tal como había supuesto, no necesitó una invitación ni una orden para hacerlo; su única opción era permanecer cerca. Pero pronto se dio cuenta de que mantener el paso con Tomioka era más complicado de lo que esperaba.  

El hombre avanzaba con una rapidez que desafiaba su ritmo aparentemente relajado. Aunque caminaba, parecía devorar la distancia entre ellos con una facilidad que frustraba a Tanjiro. A cada momento, la brecha entre ambos se abría, obligándolo a acelerar el paso una y otra vez.  

—¿Podría… reducir un poco la marcha? —pidió finalmente, entre jadeos suaves, esforzándose por no sonar quejumbroso.  

Tomioka no respondió ni disminuyó el ritmo. Sus hombros rectos y su mirada fija hacia adelante no mostraron reacción alguna, como si las palabras de Tanjiro no hubieran alcanzado sus oídos.  

El bosque comenzó a transformarse a su alrededor. Los árboles, antes densos y frondosos, se fueron dispersando poco a poco, dejando espacio a un camino de tierra que se extendía como un hilo hacia el horizonte. El sonido del viento entre las hojas menguó, reemplazado por un silencio más pesado, roto ocasionalmente por el crujido de sus pasos.  

Finalmente, alcanzaron el borde del bosque, donde los últimos árboles marcaban una frontera natural. Desde allí, el camino austero serpenteaba en dirección al poblado que ahora se distingue con mayor claridad. A medida que avanzaban, Tanjiro podía ver figuras humanas moviéndose a lo lejos, ocupadas en las actividades cotidianas del día.  

Tanjiro, incapaz de contener su curiosidad, miró a Tomioka, quien continuaba avanzando sin voltear siquiera.  

—¿Es allí donde vamos? —preguntó con cautela, aunque la respuesta parecía obvia.  

Tomioka finalmente se detuvo, su figura rígida como una estatua mientras observaba el camino que se abría frente a ellos. Por un momento, Tanjiro pensó que no respondería, pero entonces habló, su tono bajo y cortante.  

-Si. Mantente cerca y no hables con nadie.  

El joven asentado, percibiendo en las pocas palabras de Tomioka una advertencia implícita que no necesitaba ser explicada. Aunque la tensión seguía presente entre ellos, Tanjiro sintió que, al menos, había dado un pequeño paso hacia comprender un poco más a ese hombre enigmático.  

Con la mirada fija en el camino, ambos continuaron avanzando hacia el poblado, cada uno sumido en sus propios pensamientos, mientras el viento traía consigo el aroma distante de la vida diaria de aquel lugar desconocido.

  

(...)

 

Desde las alturas, un cuervo surcaba el cielo con alas extendidas, trazando un camino silencioso e indetectable entre las nubes. Sus ojos, oscuros como la noche misma, captaron el andar del hombre de cabellos azabaches y el joven de aretes hanafuda. En el brillo de su mirada quedó grabada aquella peculiar escena. El ave inclinó levemente su vuelo, cambiando de rumbo, y dejó atrás el bullicio del poblado para adentrarse en terrenos más solitarios.  

El cuervo descendío con movimientos deliberados, sus alas negras cortaban el aire mientras trazaba círculos en el cielo. Sus ojos, tan oscuros como la noche más profunda, brillaban con una astucia casi antinatural. Finalmente, posó sus garras sobre un brazo extendido, cuyos dedos se mantuvieron firmes y sin temblor, como si el peso del ave fuera tan insignificante como el de una hoja.  

El hombre permanecía en pie, rodeado por un mar de hierba que se agitaba suavemente bajo la caricia del viento. Su cabello, despeinado y de un tono melocotón, le daba un aire salvaje, casi salvaje. Sus ojos, de una lavanda gris, parecían contener una vendaval, aunque su expresión permanecía imperturbable.  

El cuervo graznó, repitiendo una palabra con un énfasis que parecía deliberado: "Humano". Las plumas del ave se erizaron, como si la propia palabra llevara un peso insoportable.  

Los labios del hombre se curvaron apenas en una línea dura, un gesto más cercano a la irritación que a cualquier otra emoción. Su ceño se frunció ligeramente, y el brillo en sus ojos se oscureció, dejando entrever un abismo de desdén contenido.  

—¿Un humano...? —murmuró, su voz baja y fría como un filo deslizándose contra la piedra.  

El cuervo, aún encorvado sobre su brazo, graznó de nuevo, pero esta vez su tono era más cauteloso, como si percibiera el cambio en el aire.  

El hombre alzó la mirada, fijándola en un horizonte invisible, aunque su cuerpo permanecía quieto, tenso como una cuerda a punto de romperse. Una corriente helada parecía emanar de él, extendiéndose en ondas invisibles que hicieron que hasta el viento vacilara por un instante.  

—Giyuu... ¿qué has hecho?  

El nombre se escapó de sus labios con una mezcla de desaprobación y desdén, cargado de un reproche mudo que no necesitaba explicación. Su voz, aunque controlada, parecía contener una furia latente, un odio dirigido no solo hacia el "humano" que acompañaba al azabache, sino hacia la mera idea de su cercanía.  

Los humanos eran frágiles, efímeros y, sobre todo, peligrosos. Para él, no eran más que sombras fugaces que se desvanecerían en el tiempo, dejando caos a su paso. Su existencia misma le provocaba una repulsión visceral que se hundía en lo más profundo de su ser.  

El cuervo, quizás sintiendo la tensión creciente, intentó retroceder un poco sobre el brazo que lo sostenía, pero la mirada del hombre lo inmovilizó en su lugar.  

—¿Ahora te entretienes con ellos? —Continó, su tono casi despectivo, pero sin elevar la voz. Cada palabra era un golpe seco, directo, que resonaba en el silencio que lo rodeaba.  

El viento sopló más fuerte, agitando las largas hierbas a su alrededor, pero él no se movió. Su figura permanecía anclada al suelo, inamovible como una estatua, y en sus ojos brillaba una furia contenida que prometía no apagarse fácilmente.

Finalmente, soltó un suspiro breve, aunque no aliviado, sino cargado de frustración. El cuervo, al notar la mínima relajación en su postura, aprovechó para extender sus alas y emprender el vuelo, dejando al hombre con sus pensamientos sombríos.  

—Estúpido —susurró para sí mismo, sus palabras apenas audibles, pero impregnadas de una amarga repulsión.  

Volvió la mirada al horizonte, pero no con esperanza, sino con un odio tan profundo que parecía arraigado en su esencia misma. Ese humano, era ahora una mancha en el camino de Giyuu, y no podía entender qué razón podía haber para tolerarlo más tiempo. 

El hombre se giró finalmente, sus pasos firmes y silenciosos sobre la hierba que pasaron bajo su peso. El cuervo, ahora reducido a un punto oscuro en el cielo, volaba con dirección contraria, ajeno al torbellino que había dejado atrás.

Sabito caminó sin prisa, pero cada paso estaba cargado de una intención que no admitía vacilaciones. Se haría carga de ese humano, como el cazador que encuentra una presa perdida en el bosque. Antes de que causara más problemas, antes de que su mera existencia trajera más caos al mundo de Giyuu, él pondría fin a esa molestia.

Notes:

Lamento si este capítulo les pareció un poco monótono. Trabajaré con más dedicación para que los próximos sean más interesantes y cautivadores.

También pido disculpas si hay algún error en la historia. Me esforzaré en corregirlos y ofrecer una versión más pulida y coherente. Gracias por su paciencia.

Chapter 5: Amenaza

Notes:

Me he dado cuenta de que no se me da muy bien escribir escenas en las que los personajes comienzan a conectar o desarrollar una relación romántica. Por eso, el avance en este aspecto será lento y progresivo. De todas formas, esto tiene sentido dentro de la historia, ya que, por ahora, los demás personajes mantienen su distancia con Tanjiro: no confían en él y lo ven más como una carga que como alguien digno de su atención.

No quiero que los sentimientos surjan de manera repentina o forzada. Prefiero que el acercamiento se dé de forma natural y tenga un propósito detrás, que haya una razón real para que los personajes se fijen en él y desarrollen sus emociones. Aun así, intentaré incluir más momentos de acercamiento entre ellos, pequeños instantes que vayan marcando la diferencia poco a poco. Siento que, cuando finalmente ocurra, será mucho más satisfactorio.

 

Durante la era Sengoku, lo que hoy conocemos como Tokio era llamado Edo. En esa época, Edo era un asentamiento menor controlado por el clan Uesugi hasta que Tokugawa Ieyasu lo tomó en 1590 y lo convirtió en la base de su poder.

Ciudad actual a la que se dirigen Asakusa, Tokio.

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

A medida que se adentraban en el poblado, Tanjiro comenzó a notar un cambio sutil, pero innegable, en la atmósfera. Al principio, su atención se desvió hacia las calles angostas, donde los comerciantes voceaban con entusiasmo la calidad de sus productos, y los pequeños puestos de madera exhibían frutas frescas, telas teñidas a mano y utensilios de madera. El aire estaba impregnado con el aroma embriagador de comida recién hecha, entremezclado con la humedad de la tierra y el perfume tenue de la madera envejecida por los años.  

Pero no tardó en percibir algo más.  

Las miradas.  

No eran simples destellos de curiosidad pasajera. Eran miradas pesadas, cautelosas, que los seguían con una mezcla de recelo y sospecha apenas disimulada. No era la atención que se prestaba a un visitante ocasional, sino el tipo de escrutinio que se reservaba para aquellos que representaban una amenaza. Al principio, Tanjiro no comprendió de todo el motivo de aquella reacción, pero cuando su mirada descendió de manera inconsciente hasta la cadera de Tomioka, lo entendió.  

Una espada.  

En tiempos de guerra, un hombre armado deambulando por un poblado sin portar los emblemas de un daimyō solo podía significar problemas. Para los habitantes, debía parecer un rōnin: un samurái sin amo, alguien errante, peligroso, impredecible. Y él, caminando a su lado con ropa que claramente no pertenecía a los lugareños y una expresión que probablemente delataba su desconcierto, tampoco ayudó a disipar la tensión.  

Tanjiro tragó saliva con discreción, sintiendo el peso de aquellas miradas sobre su espalda, como si fueran dagas invisibles que se clavaban con cada paso que daba.  

—Tomioka-san… —susurró con cautela, inclinándose ligeramente hacia él, su voz apenas un aliento entre el bullicio del mercado—. Nos están observando.  

Tomioka no reaccionó de inmediato. Sus pasos permanecieron inalterables, su porte erguido y su expresión impenetrable, como si la hostilidad silenciosa de los aldeanos no tuviera la menor importancia.  

—Ignóralos —fue su única respuesta, seca y definitiva, como el filo de una hoja que se desliza con precisión quirúrgica.  

Tanjiro miró de reojo a su alrededor, incapaz de compartir la misma indiferencia. Había aprendido, con el tiempo, a leer el lenguaje de las personas a través de sus expresiones, y lo que veía en los rostros que los rodeaban no era simple desconfianza; era temor contenido, una tensión latente.

Tanjiro frunció levemente el ceño, pero decidió no insistir.  

Caminaron en silencio, avanzando entre los callejones donde el aroma del miso y el arroz cocido se mezclaba con el de la madera vieja y la lluvia que había humedecido la tierra horas antes. A medida que avanzaban, pudo notar cómo los comerciantes les lanzaban miradas fugaces antes de bajar la vista con rapidez, y cómo las madres apresuraban a sus hijos a entrar a sus casas con una urgencia apenas disimulada.  

Era como si su sola presencia bastara para teñir el ambiente de una incomodidad silenciosa.  

Tanjiro no pudo evitar sentirse inquieto. No era agradable ser tratado como si fuera una plaga, y aunque comprendía que la figura de un hombre armado como Tomioka podía causar recelo, algo en la forma en que los evitaban le hacía pensar que no era la primera vez que este pueblo veía a alguien como él.  

Pero, por encima de todo, lo que realmente le incomodaba era no saber hacia dónde se dirigían. Desde que habían emprendido la marcha, había querido preguntarlo, pero tras la discusión anterior, decidió esperar a que la tensión se disipara un poco. Sin embargo, la incertidumbre terminó volviéndose insoportable.  

—Tomioka-san —llamó al fin, esforzándose por sonar natural, aunque la curiosidad era evidente en su tono—, ¿a dónde nos dirigimos?  

El espadachín no se detuvo ni giró la cabeza.  

—Aún falta camino —respondió, sin inflexión alguna en la voz—. Tardaremos en llegar.  

Tanjiro parpadeó. La respuesta no resolvía ninguna de sus dudas, pero al menos ya no había en su tono el mismo filo de disgusto que antes.  

—Pero ¿hacia dónde exactamente? —insistió, con una sonrisa ligera, intentando aligerar la tensión que todavía flotaba entre ellos.  

Tomioka guardó silencio por un momento. Cuando finalmente habló, su tono fue tan inexpresivo que bien podría haber estado hablando del clima.  

—No es un lugar al que puedas negarte a ir.

Tanjiro sintió que un escalofrío recorría su espalda ante esas palabras. No porque sonaran amenazantes, sino por la certeza implacable que las sostenía, como una sentencia ya dictada.  

—Eso suena… algo aterrador —comentó con una risa suave, intentando disipar la inquietud que se había instalado en su pecho.  

Tomioka no reaccionó. Su expresión siguió inmutable, su paso constante, como si ni siquiera hubiera escuchado. Sin previo aviso, giró en una calle angosta, apartándose de la zona concurrida y llevándolo a un sector del poblado más descuidado. Las casas aquí eran más viejas, algunas con techos inclinados por el peso del tiempo, y los caminos de tierra estaban marcados por huellas de carretas y el agua estancada de una lluvia anterior.  

Tanjiro suspiró.  

—No es que me esté quejando ni nada, pero si vamos a tardar en llegar, al menos podríamos hablar un poco, ¿no cree?  

Tomioka apenas le dedicó una mirada fugaz antes de seguir avanzando.  

—No veo la necesidad.  

Tanjiro rió con suavidad, sin desanimarse.  

—¡Pero si acabamos de conocernos! —insistió, inclinando un poco la cabeza con una sonrisa—. Un poco de conversación nunca hace daño.  

Tomioka volvió a mirar al frente, su tono seco y definitivo.  

—Hace demasiado ruido.  

Tanjiro se siente decepcionado con resignación. Quizás no sería tan fácil sacarle palabras a Tomioka, pero no tenía intención de rendirse. Si iban a viajar juntos, tarde o temprano podría encontrar la forma de entenderlo mejor.  

El camino de tierra pronto se abrió a un paisaje más vasto. A ambos lados se extendían arrozales que parecían espejos agrietados por la brisa y las pisadas de los trabajadores. Hombres y mujeres, encorvados sobre el agua, arrancaban malas hierbas con manos curtidas por años de esfuerzo. Otros, al notar su presencia, se detuvieron por un instante, sus miradas fugaces pero cargadas de recelo.  

El aire aquí era distinto. Más abierto, más honesto en su silencio.  

Tomioka redujo el paso hasta detenerse por completo.

Sin prisa, su mirada recorrió el paisaje con la precisión meticulosa de alguien que no solo observa, sino que examina. Sus ojos se afilaron apenas, un reflejo instintivo de su aguda percepción. Cerró los párpados por un breve momento y aspiró el aire con sutileza, como si en el viento buscara rastros invisibles, señales que solo él podía interpretar.

Tanjiro, en cambio, dejó escapar un suspiro y se inclinó sobre uno de los arrozales. El agua en calma reflejaba su rostro con nitidez, aunque la imagen se fragmentó con el más mínimo soplo de brisa, distorsionando sus facciones en ondas fugaces. Observó su propio reflejo, como si al mirar su expresión pudiera descifrar la sensación que pesaba en su pecho.

—Tomioka-san… —llamó con voz pausada, sin apartar la vista del agua—. ¿Ya se había dado cuenta de que los habitantes nos observan con cierto recelo?

El silencio se extiende entre ellos.

Tomioka permaneció inmóvil, con la vista fija en el horizonte. Su postura no cambió, ni mostró ninguna reacción inmediata. Era difícil saber si estaba deliberando una respuesta o si, simplemente, no veía la necesidad de ofrecer una.

Finalmente, su voz emergió, tan neutra como siempre, como si la conversación no tuviera el menor peso para él.

-Si.

Tanjiro soltó una leve risa, sin burla, solo con un matiz de resignación.

—Pensé que lo ignoraría por completo.

No hubo respuesta. Tampoco lo esperaba.

Levantó la mirada y observó a los campesinos, quienes, aunque habían vuelto a sus trabajos, aún desviaban miradas inquietas hacia ellos. Había una tensión en el aire, un temor latente que no se disipaba con la distancia.

—Probablemente sea por su espada. —Su tono no llevaba reproche, solo la tranquilidad de quien reflexiona en voz alta—. Mi maestro solía contarme que muchos de los poblados por los que pasaban habían sido destruidos por la guerra.

Tomioka no hizo ningún gesto que indicara interés, pero tampoco interrumpió.

Tanjiro continuó, su voz suave pero llena de significado.

—Bandidos, mercenarios… samuráis sin amo. —Tanjiro hundió los dedos en el agua, observando cómo las ondas se propagaban, disolviendo su reflejo en fragmentos fugaces—. Saqueaban, quemaban cosechas, tomaban lo que querían y desaparecían sin mirar atrás. Para la gente de aquí, alguien con una espada no es un protector… es un presagio de desgracia.  

El silencio que se instauró entre ellos no fue incómodo, sino denso, cargado de pensamientos no expresados. Tanjiro alzó la vista, buscando en Tomioka algún atisbo de reacción, pero el hombre permanecía impasible, su expresión impenetrable como siempre.  

—No le importa, ¿verdad? — se aventuró Tanjiro, esbozando una sonrisa ligera, casi resignada.  

Tomioka apenas giró la cabeza en su dirección, sus ojos fríos y vacíos de cualquier emoción discernible.  

—No es relevante.  

Tanjiro dejó escapar un leve suspiro.  

—Supongo.  

No había rastro de incomodidad en su tono, pero sí una pizca de curiosidad que no podía disimular. A diferencia de él, que sentía en cada mirada hostil una carga, un peso en los hombros, Tomioka parecía completamente ajeno a todo ello. No era que no notara la tensión en el aire… simplemente no le importaba.  

"¿Será esa madurez?" – preguntó Tanjiro. ¿Una especie de sabiduría que le permitiría distinguir qué valía la pena y qué no? O tal vez… ¿era algo más profundo?  

Por un instante, un pensamiento se deslizó en su mente como un murmullo.  

Quizás Tomioka-san es incapaz de sentir.

Pero lo desechó de inmediato.  

No.  

Nadie en este mundo es incapaz de sentir.  

Lo sabía mejor que nadie.  

Las emociones no siempre se mostraban de la misma forma. Algunas eran estruendosas, imposibles de ocultar, como un río desbordado tras una tormenta. Otras, en cambio, eran sigilosas, ocultas en la quietud de un lago profundo. Y Tomioka… él era de esos.  

Sin darse cuenta, se había perdido en sus pensamientos. Se aclaró la garganta con suavidad antes de hablar, cuidando que su tono sonara casual, sin la insistencia que podría hacerlo cerrar aún más su mundo.  

—Tomioka-san… ¿usted… pertenece a algún daimyō?  

Hubo una pausa, breve pero significativa.  

–No.  

Tanjiro parpadeó, ligeramente sorprendido. Había esperado una respuesta breve, pero aquello había sido demasiado escueto, casi como si Tomioka se negara a ceder un fragmento de sí mismo en esa conversación.  

—Ah… —Mantuvo la calma, buscando un modo de continuar sin volverse una molestia—. Entonces… ¿de dónde viene? ¿Es un lugar muy lejano?  

Por un instante, solo el viento respondió, silbando entre las hojas y las espigas de arroz que se mecían con suavidad. Sus pasos resonaban contra la tierra húmeda, acompasados y silenciosos.  

Tanjiro comenzó a pensar que, esta vez, no recibiría respuesta.  

Pero entonces, Tomioka habló.  

—No importa.  

No hubo aspereza en su voz, ni una advertencia disfrazada en la respuesta. Sin embargo, la barrera que había entre ambos seguía tan firme como siempre, inquebrantable como una muralla erigida con años de costumbre.  

Tanjiro repitió las palabras en un murmullo, probando su peso en la lengua, dejándolas rodar en su mente.  

—No importa, ¿eh…?  

No lo dijo con reproche, ni con burla, sino con una contemplación genuina. Y luego, en un tono más ligero, casi como si pensara en voz alta, añadió:  

—Es extraño… cuando alguien me pregunta de dónde vengo, siento que no podría simplemente decir “no importa”.  

Tomioka no reaccionó de inmediato, pero su postura se tensó de manera casi imperceptible. Era un cambio sutil, pero Tanjiro había aprendido a leer esas pequeñas grietas en su impasibilidad. Sus palabras no se habían estrellado contra una pared vacía, habían rozado algo en su interior.  

—Supongo que para algunos sí es importante —dijo finalmente, sin apartar la vista de los arrozales.  

Tanjiro ladeó la cabeza, observándolo con genuina curiosidad.  

—¿Y para usted no lo es?  

El silencio que siguió fue diferente al anterior. No era la ausencia de palabras por simple indiferencia, sino porque Tomioka no veía la necesidad de responder. O quizás, porque no quería hacerlo.  

Tanjiro no insistió. Ya había aprendido que forzar respuestas no era el camino con él.  

Aun así, algo en todo esto le resultaba intrigante.  

Con un cambio de tema sutil, casi imperceptible, intentó abrir otro espacio donde la conversación pudiera respirar.  

—Entonces… ¿qué está analizando tan detenidamente?  

Tomioka apartó la mirada del horizonte, sus ojos oscuros deslizándose hacia Tanjiro por un breve instante antes de volver a su entorno.  

—El viento cambió.  

Tanjiro parpadeó, sorprendido por la respuesta.  

—¿El viento?  

Tomioka asintió levemente.  

—Está soplando en una dirección distinta.  

Tanjiro cerró los ojos por un momento, dejando que la brisa acariciara su rostro. Era cierto. La corriente había girado apenas, lo suficiente para alterar la forma en que las hojas crujían, la manera en que el aire transportaba los olores del campo.  

—¿Eso significa algo?  

Tomioka se quedó en silencio por un momento, con la mirada aún fija en el horizonte. El viento seguía soplando con la misma constancia, pero su expresión se tornó apenas más pensativa, como si estuviera sopesando algo.    

—Los cambios en el viento pueden traer lluvia… o presagiar algo más. —añadió con la misma calma de siempre—. Si hay algún cambio, podré percibirlo.  

Tanjiro lo observó con atención, recordando que desde que habían llegado a los arrozales, Tomioka se había detenido sin razón aparente. Al principio, había pensado que simplemente estaba descansando, pero ahora comprendía que no era así.  

Desvió la vista hacia el reflejo del cielo en el agua. La brisa seguía siendo la misma, el aire cargado con el olor del campo húmedo y la madera envejecida de las casas cercanas. No percibía nada inusual.  

—¿Es algo que siempre hace? —preguntó, con genuina curiosidad.  

Tomioka no respondió de inmediato, como si analizara si valía la pena gastar palabras en ello. Cuando finalmente habló, su voz fue tan neutra como si estuviera comentando sobre el clima.  

—Si quieres sobrevivir, debes hacerlo.  

Tanjiro sintió un escalofrío recorrerle la espalda.  

No por miedo.  

Sino por el peso que llevaban esas palabras.  

Era la respuesta de alguien que había aprendido a vivir con la muerte rondándole los talones, de alguien que no veía la vigilancia como una opción, sino como una necesidad.  

El silencio que se formó entre ambos no fue incómodo, pero sí pesado, cargado de significados no dichos.  

Y entonces, en medio de aquella quietud…  

El estómago de Tanjiro rugió con un sonido grave y prolongado.  

No fue ensordecedor, pero en el ambiente silencioso en el que se encontraban, se sintió mucho más notorio de lo que él hubiera querido.  

Se enderezó de inmediato, llevándose una mano al estómago en un intento tardío de ocultar el ruido, mientras una sonrisa nerviosa se dibujaba en su rostro.  

—Parece que mi estómago ha decidido interrumpir la conversación —bromeó, riendo con incomodidad.  

Tomioka, que hasta ese momento había permanecido inmóvil, giró la cabeza apenas en su dirección. Su mirada se posó en él, analizando la situación con su habitual inexpresividad.  

El silencio se prolongó por un segundo más.  

Luego, casi imperceptiblemente, hizo un leve movimiento con la cabeza y se llevó una mano al entrecejo, pellizcándolo ligeramente, como si acabara de recordar algo.  

—Tienes hambre.  

Su tono no denotaba sorpresa ni preocupación. Era una simple afirmación.  

Tanjiro parpadeó, sin estar seguro de si debía tomarlo como una pregunta o simplemente como la constatación de un hecho evidente.  

—Bueno, sí… un poco —admitió.  

Ahora que lo pensaba, desde que había despertado no había probado bocado ni bebido una sola gota de agua. Su cuerpo comenzaba a sentir los efectos de la deshidratación y el cansancio, pero había decidido ignorarlo para no convertirse en una molestia.  

Tomioka lo observó por un instante más, como si estuviera considerando algo.  

—Sígueme.

Sin más explicaciones, Tomioka giró sobre sus talones y comenzó a caminar con paso firme.

Tanjiro no preguntó a dónde se dirigían. Sabía que, aunque lo hiciera, probablemente no recibiría una respuesta clara. En su lugar, simplemente se puso en pie y lo siguió, adaptando su paso al del azabache.

El camino entre los arrozales era estrecho, flanqueado por los cultivos que se mecían suavemente con la brisa. A lo lejos, se escuchaba el murmullo de un arroyo, acompañado por el canto de los insectos que anunciaban la proximidad del atardecer.

Después de un rato, el sendero los llevó hasta una pequeña intersección donde pasaban algunos comerciantes con carretas, vendiendo productos locales. El aire se impregnó del aroma de frutas frescas, arroz recién cosechado y pescado seco.

Tomioka se detuvo en seco, su mirada recorriendo el lugar con la misma atención meticulosa de siempre. Tanjiro, por su parte, observó con curiosidad el ajetreo del mercado improvisado. Campesinos y mercaderes intercambiaban bienes, regateaban precios y discutían sobre las últimas cosechas. Era una escena cotidiana, pero a su vez, tenía algo de reconfortante.

Entonces, sin previo aviso, Tomioka se giró hacia él.

—Espérame aquí.

Tanjiro parpadeó.

—¿Eh?

Pero Tomioka no se molestó en explicar. Simplemente le lanzó una mirada firme, expectante, como si diera por hecho que no haría preguntas innecesarias.

Luego, sin esperar confirmación, se adentró en la multitud.

Tanjiro lo siguió con la mirada, observando cómo su figura se perdía entre la gente con la misma facilidad con la que una sombra se desvanece en la noche.

Ahora estaba solo.

Por reflejo, su atención se deslizó a su alrededor. Se preguntó cuánto tiempo tendría que esperar y si realmente era buena idea quedarse quieto cuando los lugareños seguían mirándolo con desconfianza.

Inhaló hondo y exhaló con calma.

Solo tenía que esperar.

 

 

(...)

 

El sonido amortiguado de la moneda deslizándose sobre la mesa de madera fue lo único que rompió el tenue murmullo del mercado.  

El anciano, que hasta entonces había estado organizando sus productos con la paciencia de quien lleva toda una vida en el mismo oficio, levantó la vista. Sus ojos, velados por los años, recorrieron a Tomioka con la cautela de alguien que había aprendido a desconfiar de ciertos clientes.  

—¿Cuántos? —preguntó con voz áspera.  

—Dos.  

El viejo asintió lentamente y comenzó a envolver los onigiri con movimientos meticulosos. Sus manos, curtidas y manchadas por el tiempo, trabajaban con una precisión mecánica. Desplegó las hojas de bambú, acomodó los triángulos de arroz y los envolvió con la destreza de quien ha repetido ese gesto miles de veces.  

Tomioka se mantuvo inmóvil, con los brazos cruzados, su postura relajada en apariencia, pero sus ojos no dejaban de analizar su entorno.  

A diferencia de Tanjiro, él no se inmutaba ante la hostilidad velada de los lugareños. Estaba acostumbrado a las miradas recelosas, a los rostros que evitaban cruzarse con el suyo por demasiado tiempo, a la distancia silenciosa que las personas preferían mantener cuando notaban su presencia.  

El aroma del arroz recién cocido flotaba en el aire, pero no era suficiente para opacar la mezcolanza de olores que impregnaban el pueblo. 

 

Madera húmeda.  

 

Sudor rancio.  

 

Frutas apiladas, algunas empezando a fermentar.  

 

El humo de fogatas impregnado en la ropa de los comerciantes.  

 

Todo se mezclaba en un hedor espeso que le resultaba sofocante.  

 

No debería estar aquí.  

 

Lo sabía desde el momento en que pisó la primera callejuela. Había sido un error adentrarse en un pueblo tan concurrido. Su instinto le dictaba evitar estos lugares, seguir caminos más apartados, donde el aire no estuviera tan saturado y su presencia pasara desapercibida.  

Pero rodear el pueblo habría tomado más tiempo.  

Y con ese chico acompañándolo, tiempo era algo que no podía permitirse perder.  

Sus ojos bajaron ligeramente, observando sus propias manos.  

Cuando se dio cuenta de lo que estaba haciendo, su ceño se frunció de manera imperceptible.  

Había actuado sin pensar.  

Sus pies lo habían llevado hasta aquí antes de que pudiera cuestionarse el por qué.  

¿Por qué había decidido traerlo consigo?  

¿Por qué no lo había dejado atrás, como habría hecho con cualquier otra persona?  

Los recuerdos lo traicionaron.  

Cuando lo salvó, no pensó en lo que haría con él si sobrevivía. No calculó el problema que representaría llevarlo de vuelta al santuario ni consideró lo molesto que sería cargar con alguien más. Solo actuó. Era su instinto matar. Pero en ese momento, sin detenerse a pensar en las consecuencias, eligió salvarlo.  

Ahora enfrentaba el dilema que nunca contempló.  

Dejarlo en este pueblo ya no era una opción. Hubo un momento fugaz en el que consideró la posibilidad, pero los aldeanos ya habían tejido su propia versión de los hechos. Si lo abandonaba aquí, lo dejaría expuesto a miradas hostiles y sospechas injustificadas. Pero llevarlo consigo tampoco era una solución sencilla. El peligro siempre estaba cerca, acechando en cada sombra. Y si permitía que Tanjiro siguiera a su lado por más tiempo, solo terminaría arrastrándolo a su propio abismo. 

El anciano terminó de empaquetar la comida y Tomioka tomó los onigiri sin un gesto de agradecimiento. Se dio media vuelta y se alejó entre la multitud con pasos firmes y silenciosos.  

El aire estaba cargado, denso de humanidad.  

Aun cuando evitaba el contacto directo con los transeúntes, sentía la presión de los cuerpos moviéndose a su alrededor. Hombres cargando sacos sobre sus espaldas, niños corriendo entre los puestos, mujeres regateando con los mercaderes. Ruidos. Olores. Tropeles de vida que se arremolinaban en un caos contenido. 

 

Desagradable.  

 

Cuando finalmente llegó al punto donde había dejado a Tanjiro, se detuvo en seco. El chico no estaba ahí.  

Su ceño se frunció apenas mientras una exhalación lenta escapaba de sus labios.  

 

Por supuesto.  

 

Vaya que los humanos son molestos. No pueden quedarse quietos en un solo lugar sin causar problemas.  

Tomioka se llevó una mano a la frente, conteniendo la irritación. Bajó la mano lentamente y cerró los ojos un instante, aguzando los sentidos.  

El hedor del pueblo era un laberinto de olores viejos y nuevos: sudor, comida, carne cruda, telas húmedas. Pero más allá de eso, en algún punto entre la maraña de aromas, estaba el rastro que buscaba.  

El olor del arrozal aún se aferraba a Tanjiro. El leve dulzor del arroz fermentado en su ropa. El tenue pero reconocible aroma a sangre, apenas perceptible, pero aún presente en su piel. 

 

Tomioka abrió los ojos.  

 

Lo encontraría.  

 

Y cuando lo hiciera, más le valía tener una razón convincente para haberse movido de su sitio.

 

 

(...)

 

 

Tanjiro avanzaba con ligereza por las calles angostas, sorteando con destreza a los aldeanos que se apartaban con miradas recelosas. Sus sandalias golpeaban el suelo de tierra apisonada con un ritmo constante, pero su atención estaba fija en una silueta rojiza que serpenteaba entre los callejones con la agilidad de un susurro en el viento.

Todo había comenzado apenas unos minutos atrás, mientras aguardaba el regreso de Tomioka.

El bullicio del poblado era una maraña de voces y movimiento, pero entre la multitud su mirada había captado algo inusual: un zorro.

No era común verlos tan cerca de la civilización. Los zorros eran criaturas cautelosas, maestros del sigilo que preferían el amparo de los bosques y las montañas. Desconfiaban del hombre y rara vez se dejaban ver. Sin embargo, aquel se había aventurado hasta el centro del pueblo, deslizándose entre las piernas de los transeúntes con movimientos calculados, los ojos afilados y atentos a cada cambio en su entorno.

Tanjiro lo vio tensarse de repente, el brillo de sus colmillos destellando por un instante antes de hundirse en un trozo de comida descuidado en un puesto de venta.

El grito de sorpresa de la vendedora estalló como un látigo en el aire. La gente alrededor se agitó, algunos retrocediendo instintivamente, otros buscando piedras o palos para ahuyentarlo. Pero el zorro ya estaba corriendo. Sin pensarlo demasiado, Tanjiro se lanzó tras él.

 

No tenía una razón lógica para hacerlo.

 

Solo que… quería verificar algo.

 

Un zorro hambriento no era extraño. Pero la forma en que se movía, la tensión en su cuerpo, la decisión en su escape… No era solo hambre.

Tanjiro había aprendido a leer las señales del mundo natural, a escuchar lo que los animales decían en sus silencios. Y si un zorro descendía hasta una aldea abarrotada de humanos, arriesgándose de esa manera, significaba algo más.

En tiempos de guerra, los bosques se volvían inhóspitos.

El fuego arrasaba los refugios, la caza indiscriminada agotaba los recursos, y los ríos teñidos de sangre esparcían el hedor de la muerte a través de la tierra. Todo esto desdibujaba las fronteras entre la naturaleza y la civilización, empujando a las bestias a terrenos donde normalmente no pondrían una pata.

 

¿Acaso el bosque cercano estaba siendo afectado por algo similar?

 

Si un conflicto se extendía hasta la aldea, los problemas serían inevitables.  

Tanjiro aceleró el paso, su curiosidad creciendo a la par que el zorro se deslizaba con la fluidez de un espectro entre las sombras del atardecer. Lo persiguió a través de las calles sinuosas, más allá de las últimas casas, hasta que el bullicio del pueblo se desvaneció tras él.  

Cuando su entorno volvió a abrirse, se dio cuenta de que había regresado a los arrozales donde había estado con Tomioka antes.  

 

Se detuvo en seco.  

 

El campo se extendía frente a él con su monotonía dorada, meciéndose con la brisa como un mar en calma. Sus ojos recorrieron el paisaje en busca de la figura rojiza, pero el zorro había desaparecido.  

 

No podía ser posible.  

 

Los zorros no desaparecían así de fácil. Podían ser escurridizos, sí, pero siempre había una dirección en la que se perdían, un sendero oculto entre la maleza, una huella mínima sobre la tierra blanda. Aquí, sin embargo, no había ni rastro de su paso.  

Tanjiro se inclinó levemente, escudriñando entre los altos tallos de arroz. El sol descendente teñía el agua estancada con tonos cobrizos, reflejando el cielo en pequeños espejos quebrados por las ondulaciones del viento. Buscó entre el follaje, esperando ver el más mínimo atisbo de pelaje rojizo entre el verde vibrante de las plantas.  

 

Nada.  

 

Frunció el ceño.  

 

Algo no estaba bien.  

 

Enderezándose, cerró los ojos e inhaló profundamente. El aire llevaba consigo el olor de la humedad de la tierra, el leve dulzor del arroz, el perfume apagado de la vegetación. Todo era natural, todo era como debía ser.  

 

Excepto por una cosa. 

 

 No olía a un zorro.  

 

Abrió los ojos con lentitud.  

 

Eso no tenía sentido.  

 

Los zorros tenían un aroma característico, algo que él podía identificar con facilidad por haber crecido en la montaña. Sus cuerpos despedían un olor terroso, con un matiz de corteza húmeda y una nota metálica apenas perceptible, parecida a la sangre seca. En invierno, su pelaje acumulaba un rastro más denso, impregnado con el aceite natural de su piel, como hojas en descomposición al borde de un riachuelo.  

Incluso si el zorro era lo suficientemente hábil para moverse sin ser visto, no podía enmascarar completamente su olor.  

Y, sin embargo, aquí no había nada. Ni siquiera un rastro tenue, ni siquiera una huella olfativa disipándose en la brisa. Tanjiro parpadeó, sintiendo un escalofrío recorrerle la espalda.  

 

No percibido el aroma de un animal salvaje.

 

Se enderezó lentamente, sus músculos tensándose con una alerta silenciosa. Sus sentidos, entrenados para percibir la más mínima anomalía en el ambiente, le decían que el aire había cambiado. El viento, que antes acariciaba las hojas de arroz con un murmullo constante, ahora parecía soplar con una lentitud inquietante, como si el mundo hubiese entrado en una pausa imperceptible.  

Avanzó con cautela por el sendero de tierra, sus pasos midiendo el suelo con precisión, asegurándose de no ser tomado por sorpresa.  

 

Pero algo era diferente.  

 

Se suponía que el camino debía llevarlo de regreso al corazón de la aldea, de vuelta a donde Tomioka lo había dejado. Sin embargo, con cada paso, la sensación de estar alejándose crecía en su interior como un peso helado.  

El arrozal seguía extendiéndose a su alrededor, interminable.  

El sonido del pueblo, que antes llegaba a él en susurros lejanos, había desaparecido por completo.  

 

Tanjiro se detuvo.  

 

Un leve zumbido se filtró en sus oídos, un murmullo indescifrable que no pertenecía ni al viento ni a la naturaleza. Era un sonido irregular, fluctuante, como el eco de algo que no debía estar ahí.  

Confusión y desorientación se mezclaron en su mente.  

 

¿Qué estaba pasando?  

 

En ese instante, lo sintió.  

 

Una presencia detrás de él.  

 

Su corazón latió pesadamente, una sola pulsación fuerte que pareció reverberar en todo su cuerpo.  

Giró sobre sus talones en un movimiento rápido y preciso, su respiración contenida, sus ojos buscando con urgencia la fuente de esa sensación.  

Pero lo único que encontró fue el pelaje rojizo del zorro.  

 

Estaba ahí.  

 

Inmóvil.  

 

Observándolo.

 

El zorro meneaba la cola con lentitud, su movimiento calculado, casi hipnótico. Mantenía una de sus patas delanteras levemente levantada del suelo, como si estuviera en suspenso, aguardando, evaluando. No había tensión en su postura, pero tampoco relajación. Era la quietud de un depredador que mide el instante preciso antes de decidir su siguiente acción.

Tanjiro se mantuvo inmóvil, apenas parpadeando. Sus ojos rojizos no se apartaban del animal, pues algo en su instinto le decía que no debía perderlo de vista.

Por un momento, solo el murmullo distante del viento y el eco de su propia respiración llenaron el silencio entre ambos.

 

Los segundos se alargaron.

 

Finalmente, el zorro bajó la pata con deliberada lentitud, como si acabara de confirmar algo. Su cuerpo perdió parte de la cautela inicial y adoptó una postura más firme, más confiada. Su cola, antes en movimiento, quedó inmóvil, apenas rozando el suelo.

 

Pero entonces, su postura cambió de nuevo.

 

Su peso se desplazó sutilmente hacia las patas traseras, mientras que las delanteras se flexionaban con precisión milimétrica. Su pecho descendió apenas unos centímetros, pegándose más al suelo, y su cabeza se inclinó ligeramente hacia adelante.

 

Tanjiro reconoció de inmediato la postura.

 

El zorro estaba listo para abalanzarse.

 

Era la postura de caza de los zorros cuando acechaban una presa. Su cuerpo, ahora alineado en un ángulo perfecto, indicaba que estaba midiendo la distancia entre ellos, preparado para reaccionar ante cualquier movimiento. Sus patas traseras, firmes y cargadas de tensión, podían impulsarlo hacia adelante en un instante, mientras que sus orejas, erguidas y apuntando hacia él, delataban una concentración absoluta.

Tanjiro sintió que su respiración volverse más pausada.

Retrocedió con la misma lentitud con la que el zorro había bajado la pata antes. Cada paso que daba era medido, asegurándose de no hacer ningún movimiento brusco que pudiera disparar el instinto del animal.

Pero mientras se alejaba, no apartó la mirada de aquellos ojos afilados, brillando con una inteligencia que le resultaba inquietante.

Era extraño decirlo, pero sus pupilas tenían una cualidad inquietante, casi humana. No era solo la forma en que brillaban bajo la luz tenue del atardecer, sino el destello enardecido que ardía en ellas. No sabría explicar con exactitud qué era lo que veía, pero algo en esa mirada le resultaba profundamente erróneo. Había algo oscuro y opaco en esos ojos, algo que no pertenecía a un simple animal salvaje.  

 

El aire parecía volverse más denso.  

 

Tanjiro sintió un escalofrío recorrerle la espalda cuando notó que la postura del zorro había cambiado. Su cuerpo ahora se deslizaba más bajo, su movimiento sutil, pero calculado. No estaba esperando más. Ahora lo estaba acechando.  

 

El cambio arrepentido lo tomó desprevenido.  

 

Tanjiro intentó dar un paso atrás, pero su pie encontró un punto inestable en el suelo. No tuvo tiempo de reaccionar antes de que su equilibrio se quebrara y cayera de espaldas.  

El impacto sacudió su cuerpo, pero antes de que pudiera incorporarse, vio el destello rojo del pelaje del zorro abalanzándose sobre él. 

 

Y en ese mismo instante, lo vio cambiar.  

 

Fue un parpadeo. Un pestañeo que duró demasiado poco y, aun así, fue suficiente para que la figura que lo atacaba dejara de ser un simple zorro.  

Sus fauces se abrieron lentamente, y entre los colmillos que antes parecían inofensivos, ahora se vislumbraba una hilera de dientes afilados, curvados como los de un depredador que conoce bien el arte de desgarrar sin piedad. Su silueta se expandió en la penumbra, transformándose en una criatura majestuosa y aterradora a la vez.  

Su pelaje, de un tono salmón bañado en luces y sombras, se erizó como llamas al viento, cada hebra agitándose con una vida propia. Marcas rojizas recorrían su cuerpo, enredándose en sus patas y extendiéndose por su lomo como antiguas inscripciones olvidadas. En su rostro, atravesando el borde de su ojo hasta la mejilla, la cicatriz de un pasado inmutable se alzaba como un símbolo de su existencia.  

Sus múltiples colas, fluidas y etéreas, se mecían como las corrientes de un río embravecido, rodeadas de pétalos danzantes que flotaban a su alrededor como si fueran arrastrados por su mera presencia. Sus ojos, antes inteligentes pero salvajes, ahora brillaban con un resplandor gelido, desprovistos de compasión, carentes de cualquier atisbo de bestialidad común. En su lugar, reflejaban algo mucho más peligroso: el ingenio de un ser que entiende la naturaleza de la ilusión y el engaño mejor que nadie.  

Tanjiro sintió que su respiración se detenía por un instante.  

Su instinto gritó que se moviera. Que se defendiera.  

Pero el tiempo se había reducido a un solo segundo, demasiado breve para reaccionar. 

El zorro demonio se impulsó con sus patas traseras y se lanzó hacia él.  

En el último momento, Tanjiro cerró los ojos con fuerza y ​​cruzó los brazos frente a su rostro, como si pudiera alzar una barrera invisible entre él y la muerte que se cernía sobre él.

 

 

 

Notes:

Durante la época Sengoku, los ataques y saqueos a los pueblos eran comunes debido a la inestabilidad política. Los responsables incluían samuráis ronin, que se convertían en bandidos al quedar sin señor; ejércitos de daimyos, que buscaban expandir sus territorios; grupos criminales y bandidos, que aprovechaban la falta de protección; monjes guerreros involucrados en conflictos religiosos, y, en ocasiones, aldeanos rebeldes que se levantaban contra la explotación feudal. Este período fue especialmente duro para los campesinos, atrapados en el caos y sin medios para defenderse.

Chapter 6: La cacería del zorro

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

El impacto lo sacudió con una brutalidad despiadada, arrancándole el aliento y lanzándolo hacia atrás sin darle oportunidad de reaccionar. Su cuerpo golpeó la superficie del arrozal con violencia, hundiéndose en el agua turbia. El frío le atravesó la piel como una garra helada, calándole hasta los huesos en un instante.  

El lodo se deslizó entre sus dedos cuando intentó incorporarse, pero un peso repentino lo aplastó de nuevo contra el suelo fangoso.  

Tanjiro soltó un jadeo ahogado, sus manos arañando la tierra blanda en un intento desesperado por sostenerse. El agua le cubría parte del rostro, filtrándose en su boca y nariz. Tosió, su respiración rota por la humedad sofocante, mientras su pecho se contraía en un intento desesperado por obtener aire.  

Entre la neblina de su visión, sus ojos se abrieron, buscando la fuente de aquella fuerza implacable que lo mantenía inmovilizado.  

 

Y entonces lo vio.  

 

Una figura se alzaba sobre él, su silueta recortada contra el cielo. Su postura irradiaba autoridad, una firmeza inquebrantable que hablaba más que cualquier amenaza verbal. La presión de su pierna sobre su hombro lo hundía más en el agua lodosa, mientras la otra descansaba cerca de su mano, la suela de sus waraji presionando con sutileza sus dedos. No necesitaba más fuerza; la amenaza estaba clara.  

Bajo la máscara de zorro blanco, el juicio era tan punzante como el filo de una espada. No podía ver sus ojos, pero podía sentir la intensidad de su mirada perforándolo con un desprecio silencioso, frío y absoluto. Había algo en su quietud que resultaba inhumano, una ausencia total de compasión.  

No era furia ni rabia descontrolada lo que emanaba de su presencia. Era algo más profundo, más cortante: una repulsión contenida, un rechazo que se manifestaba en la tensión de sus músculos, en la manera en que su peso no le permitía levantar la cabeza del suelo.  

No lo estaba sometiendo como a un enemigo. Lo estaba reduciendo como si no fuera más que algo insignificante. Algo que no merecía estar de pie.

El agua alrededor de Tanjiro tembló con cada respiración entrecortada, las ondas dispersándose en la superficie lodosa del arrozal. El peso sobre su hombro seguía ahí, inamovible, manteniéndolo hundido en el fango. Pero lo que realmente lo mantenía paralizado no era solo la presión física. Era la verdad, helada y cortante, que se asentaba en su mente con la certeza de una sentencia inapelable.  

No había sido un simple animal el que lo había llevado hasta aquí.  

Había caído en una trampa.  

Su cuerpo se tensó, cada músculo convertido en una cuerda tirante al borde de romperse. No era el miedo lo que lo inmovilizaba, sino el entendimiento de que cualquier movimiento en falso podía sellar su destino. La amenaza no provenía únicamente de la fuerza con la que lo mantenían clavado al suelo, sino de la manera en que la mano del hombre descansaba sobre la empuñadura de su espada.  

No con cautela. No con vacilación. Sino con una naturalidad escalofriante. Como si desenvainar y cortar carne fuera tan instintivo como respirar.  

Tanjiro sintió el ardor en su hombro intensificarse, no solo por la presión creciente, sino por la forma en que el hombre lo mantenía bajo su sandalia, con la misma indiferencia con la que se somete a una bestia salvaje antes de ejecutarla.  

Su mirada se alzó con cautela, deslizándose por la silueta de su captor. Una postura firme, decidida. Un aire de autoridad incuestionable, como si no existiera fuerza en el mundo capaz de hacerle dudar. Pero más allá de la imponencia de su figura, lo que realmente hizo que un escalofrío le recorriera la espalda fue la sensación que emanaba de él.  

No era simple desprecio.  

Era una convicción absoluta.  

La certeza de que Tanjiro no tenía derecho a estar ahí.  

—Así que este es el humano por el que Giyuu ha perdido el juicio.  

La voz cortó el aire con la precisión de una hoja desenvainada, fría y sin atisbo de emoción. Tanjiro sintió los dedos del hombre tensarse sobre la empuñadura de su espada, un movimiento mínimo, pero cargado de significado. La presión sobre su hombro aumentó, no lo suficiente para romperle un hueso, pero sí para recordarle con cruel sutileza la desigualdad de fuerzas.  

—Dime, ¿cómo lo hiciste? —La pregunta llegó impregnada de desdén, goteando incredulidad y desconfianza—. ¿Qué clase de truco usaste para que bajara la guardia contigo? ¿Acaso te hiciste el desvalido? ¿Le mostraste una falsa sumisión para que sintiera lástima?  

Bajo la máscara de zorro blanco, el juicio se cernía sobre él como un filo implacable. No podía ver sus ojos, pero podía sentirlos perforándolo, diseccionándolo, buscando la mentira que debía esconderse detrás de su existencia.  

Porque, para aquel hombre, no había otra posibilidad.  

Para él, Tanjiro no era alguien que pudiera ser aceptado. Era una anomalía.  

Un error que debía ser corregido.

La forma en que lo dijo no dejaba espacio para la duda. No era una acusación vacía ni un intento de provocación. Sabito lo creía con una certeza implacable, como si su propia sangre llevara impresa la convicción de que aquel chico frente a él no era más que una farsa.  

Un parásito.  

Una sanguijuela que se aferraba a la compasión ajena, exprimiéndola hasta la última gota con su debilidad.  

Los ojos ocultos tras la máscara de zorro recorrieron el rostro de Tanjiro con frialdad quirúrgica, diseccionándolo sin piedad, buscando cualquier resquicio de engaño, cualquier sombra de miedo o vacilación.  

—Eres repulsivo.  

El desprecio impregnó su voz como veneno.  

—Solo un humano se arrastraría de esta manera. Solo un humano se aferraría tan desesperadamente a la misericordia de otro, aun sabiendo que es insignificante.  

Sus dedos se crisparon sobre la empuñadura de su espada, y aunque la hoja seguía envainada, la amenaza latía en el aire con una intensidad sofocante. Tanjiro sintió el escalofrío recorrer su espalda, pero no fue el filo de la espada lo que realmente lo estremeció.  

Fue la pureza del odio en su voz.  

Era como si su sola existencia fuera un insulto, un error que no debía haber ocurrido.  

La presión en su hombro aumentó, el peso de la sandalia clavándose con más fuerza en su carne, empujándolo un poco más hacia el fango, como si intentara hundirlo hasta que desapareciera.  

Pero, aun así, Tanjiro no apartó la mirada.  

—No engañé a nadie —dijo, su voz firme a pesar del dolor—. Yo tampoco entiendo por qué Tomioka-san decidió salvarme.  

El ceño de Sabito se frunció, su irritación tan evidente como el filo de un cuchillo reluciendo bajo la luz.  

—No tiene sentido —murmuró, como si la idea misma le resultara ofensiva—. Giyuu no es tan estúpido como para actuar de forma impulsiva. Él no haría algo así.  

Tanjiro sintió la punzada cuando la presión en su hombro se intensificó, cada fibra de su cuerpo gritando ante el dolor. Pero en lugar de retroceder, en lugar de someterse al peso que lo aplastaba, inhaló profundamente y volvió a hablar.  

—Tampoco lo entiendo —admitió, sin rastro de duda en su tono—. Pero si me hubiera querido dejar morir, lo habría hecho.  

Las palabras quedaron suspendidas entre ambos, como un filo en el aire. Y por primera vez, Sabito no respondió de inmediato.

Había algo en su tono que resultaba irritante.  

No era desafío.  

No era súplica.  

Era una sinceridad desnuda, sin adornos ni intentos de justificarse. Simplemente decía la verdad como quien enuncia un hecho innegable, como si no necesitara la aprobación de nadie para sostener sus palabras.  

—No tengo ninguna razón para mentir —continuó Tanjiro, su voz firme mientras sus ojos se mantenían fijos en la máscara de zorro—. Ni para engañarlo a él. Ni a usted.  

Sabito sintió un chispazo de frustración recorriéndole la espalda. Las respuestas vagas del chico solo avivaban su irritación, como un cuchillo que, en lugar de cortar, se hundía torpemente en su piel.  

La presión sobre el hombro de Tanjiro aumentó, el peso volviéndose insoportable. Un jadeo de dolor escapó de sus labios, su respiración entrecortada mientras el lodo se pegaba a su mejilla.  

En un intento desesperado por aliviar la presión, su mano libre se aferró al tobillo del hombre sobre él. Sus dedos tensos, su fuerza aplicada con torpeza. Intentó apartarlo, pero era como intentar mover una montaña con las manos desnudas. Apenas y logró hacer que el peso cediera un poco, apenas y consiguió un respiro.  

Sabito miró el patético intento con frialdad. No era una súplica, pero tampoco un acto de resistencia digno.  

Y sin embargo, en ese instante, algo captó su atención.  

Sus ojos recorrieron las manos del chico con más detenimiento. Al principio, no notó nada fuera de lo común—solo las marcas de alguien acostumbrado al esfuerzo físico, los raspones en la piel, los nudillos endurecidos. Pero entonces, cuando su mirada se volvió más meticulosa, lo vio.  

Un rastro de tinta incrustado bajo sus uñas.  

Pequeñas quemaduras en sus dedos.  

Sutiles, casi imperceptibles. Algo que cualquiera podría haber pasado por alto… pero Sabito no.  

La aversión que ya bullía dentro de él se intensificó, irracional y voraz. Un impulso primitivo lo empujó a moverse antes de que pudiera racionalizarlo.  

Apartó el pie de su hombro con brusquedad, pero antes de que Tanjiro pudiera siquiera inhalar con alivio, su muñeca fue atrapada con una fuerza desproporcionada.  

El tirón lo tomó por sorpresa.  

El mundo se inclinó cuando su cuerpo fue arrastrado sin delicadeza, el agarre en su muñeca tan firme que el hueso crujió bajo la presión.  

—¿Qué…?  

No tuvo tiempo de reaccionar.  

Los ojos tras la máscara ardían con una intensidad desconocida, estudiando la palma de su mano con un detenimiento inquietante. No como alguien que observa por curiosidad, sino como alguien que busca una respuesta en la piel misma, en cada grieta, en cada imperfección.  

Tanjiro se quedó en silencio, atónito por la repentina acción.  

No sabía qué estaba buscando aquel hombre, pero sí sabía que lo que fuera que había visto… le desagradaba profundamente.

El agarre en su muñeca se desvaneció de golpe, y Tanjiro cayó de espaldas sin previo aviso. El impacto levantó pequeñas olas en la superficie lodosa del arrozal, esparciendo gotas fangosas en el aire antes de que se desvanecieran en el agua turbia.  

Su aliento quedó atrapado en su garganta.  

La hoja brilló cuando fue desenvainada, un destello frío que reflejó la escasa luz del entorno. La espada se elevó en el aire y descendió con precisión implacable.  

Tanjiro sintió la amenaza del filo antes de que su mente pudiera procesarla.  

El viento cortante rozó su piel, dejando tras de sí un escalofrío helado.  

No sintió dolor, pero cuando el frío se filtró a través del aire y tocó su pecho, entendió lo que había sucedido. La hoja no lo había alcanzado del todo, pero la tela que cubría su torso se desgarró en una línea limpia, dejando la marca silenciosa de lo que pudo haber sido un golpe letal.  

El suave chapoteo de algo cayendo en el agua lo sacó de su aturdimiento.  

Su mirada descendió y vio la pequeña bolsa de tela flotando en la superficie fangosa.  

El aliento se le atascó en los pulmones.  

Pero antes de que pudiera reaccionar, el hombre lo tomó con la rapidez de un depredador que atrapa a su presa. Sus dedos largos y firmes desataron el nudo del cierre sin esfuerzo, como si aquello no tuviera ningún derecho de estar en posesión de Tanjiro.  

—No... —La voz de Tanjiro fue apenas un susurro.  

Demasiado tarde.  

Sabito extrajo el contenido de la bolsa con un movimiento tenso.  

 

Un rosario.  

 

Las pequeñas cuentas sagradas oscilaron levemente entre sus dedos, como si percibieran la tormenta que se cernía sobre ellas.  

La atmósfera cambió de inmediato.  

La tensión que ya flotaba en el aire se espesó hasta volverse sofocante.  

La presencia de Sabito, que hasta ese momento había sido como una hoja afilada sostenida sobre su cuello, se transformó en algo aún más feroz.  

 

Violento.  

 

Despiadado.  

 

La manera en que sus dedos se cerraron sobre el rosario no era la de alguien que sostiene un objeto, sino la de alguien que está a punto de destrozarlo con sus propias manos. Sus nudillos se volvieron blancos por la fuerza de su agarre, las cuentas de madera rechinaron bajo la presión, al borde de romperse.  

Sus hombros estaban rígidos, sus respiraciones pesadas, como si estuviera conteniendo algo monstruoso dentro de sí.  

Su mirada, oculta tras la máscara, ardía con un odio abrasador.  

—¿Esto… te pertenece?  

Su voz era baja, pero cargada con una intensidad peligrosa.  

—¿Eres un monje?  

Tanjiro no respondió de inmediato.  

No por miedo.  

Sino porque la pregunta lo tomó por sorpresa.  

Sabito no esperó.  

—¡¡Responde!!  

El grito lo golpeó como un latigazo.  

El sonido reverberó en sus huesos, hundiéndose en lo más profundo de su pecho.  

El impulso de Tanjiro fue decir que no.  

Pero su voz no salió.  

Porque en ese instante, un recuerdo enterrado en su memoria emergió sin previo aviso.  

Un destello de algo distante.  

El sonido de una voz.  

El peso de unas cuentas sagradas entre sus dedos.  

Y la pregunta, que corría por sus venas.  

"¿Cómo llegó este rosario a mis manos?"

 

 

(...)

 

 

El sol de la tarde se hundía lentamente en el horizonte, tiñendo el cielo con pinceladas de ámbar y carmesí. Bajo su resplandor, la silueta de Tanjiro se recortaba contra la entrada del santuario, sujeta a un ritmo constante y meticuloso.  

El sonido áspero de la escoba contra el suelo se mezclaba con el crujir de las hojas secas que se deslizaban con cada barrida. El aroma terroso de la tarde se elevaba con el polvo suspendido en el aire, impregnándose en su ropa y en su piel, pero él no se detuvo.  

No hasta que unos pasos pesados rompieron la quietud del lugar.  

Tanjiro alzó la mirada justo a tiempo para ver la figura de Saburo cruzar el umbral del santuario. Su andar era más lento de lo habitual, sus hombros ligeramente encorvados por el cansancio del viaje. Había pasado días fuera, atendiendo una petición en un pueblo lejano, y el peso del trayecto parecía haberse asentado en su cuerpo.  

Antes de que Tanjiro pudiera inclinarse en un gesto de respeto, algo cayó con suavidad en sus manos.  

Instintivamente, sus dedos se cerraron alrededor del objeto.  

Era un juzu.  

Las cuentas de madera eran pequeñas, lisas al tacto, con una pulida sobriedad que hablaba de su valor sin necesidad de adornos ostentosos. Un cordón trenzado con precisión las mantenía unidas, su tensión exacta, sin holgura ni exceso. Era un objeto modesto, pero en su simplicidad había algo solemne, algo que parecía contener historias en su silencio.  Tanjiro parpadeó, confundido.  

—¿Esto es…?  

Su voz se perdió en la brisa que comenzaba a soplar suavemente entre los árboles.  

Saburo, quien ya se acomodaba con pesadez en el escalón de madera para descansar, dejó escapar un suspiro profundo. Sus ojos, cansados pero penetrantes, se posaron sobre el rosario en las manos del joven, y durante un instante, hubo algo indescifrable en su expresión.  

—Lo obtuve en el camino de regreso.  

Su tono era pausado, medido, como si pesara cada palabra antes de liberarla.  

—Un hombre me lo dio en sus últimos momentos. Un moribundo.  

El viento se llevó el eco de sus palabras, pero la gravedad en ellas quedó suspendida en el aire.

Tanjiro frunció ligeramente el ceño, sus dedos cerrándose con más firmeza alrededor del juzu.  

—¿Un moribundo…?  

La palabra quedó suspendida en el aire como un eco distante.  

Saburo asintió, pero su mirada no estaba allí. Se había perdido en un punto indefinido más allá del santuario, como si su mente aún deambulara por el camino donde había encontrado aquel cuerpo agonizante.  

—Pasé por una aldea para abastecerme antes de regresar —comenzó, su voz baja, arrastrada por el peso de un recuerdo que parecía más denso con cada palabra—. Un poco más adelante, lo vi… estaba tendido al costado del sendero, la vida apenas aferrándose a él.  

Hizo una pausa. Su respiración se ralentizó, y por un instante, Tanjiro notó la forma en que sus manos, apoyadas sobre sus rodillas, parecían haber perdido algo de su firmeza habitual.  

—Cuando me acerqué, supe lo que era.  

Saburo volvió el rostro hacia Tanjiro, sus ojos oscuros reflejando una sombra de compasión, pero también algo más profundo… algo que se debatía entre la pena y un juicio silencioso.  

—Era un monje exiliado.  

Tanjiro sintió un escalofrío recorrer su espalda.  

Las enseñanzas de su maestro le habían dejado claro que un monje podía ser destituido si quebrantaba los preceptos religiosos. No importaba cuán devota hubiera sido su vida; una única transgresión podía arrancarle el derecho a llamarse a sí mismo siervo de Buda. Si traicionaba su código, si cedía a la violencia, al engaño, a cualquier acto que ensuciara su alma, entonces su destino quedaba sellado.  

 

Un monje sin templo era un hombre sin hogar.  

 

Los que no podían regresar a la senda de la fe vagaban como monjes errantes, rōsō, sobreviviendo de la caridad de aquellos que aún creían en su redención. Pero no todos encontraban la misericordia del prójimo.  

Algunos, resentidos con el mundo que los había desterrado, se convertían en algo distinto. Se unían a los sōhei, los monjes guerreros, aferrándose a la fuerza de las armas en lugar de los rezos. Otros, abandonados a la desesperación, caían en el bandidaje, convirtiéndose en asaltantes o mercenarios que usaban su conocimiento para engañar, manipular… o matar por el precio adecuado.  

Y luego estaban aquellos que no hallaban ni propósito ni venganza. Aquellos que simplemente se desvanecían, sus nombres olvidados junto con sus pecados.

—Le di agua, recité plegarias por su alma… pero su vida ya estaba desvaneciéndose.  

La voz de Saburo, serena y pausada, parecía deslizarse entre el murmullo del viento. No había dramatismo en sus palabras, solo la aceptación resignada de quien ha visto demasiadas muertes para dejarse afectar por una más.  

Hizo una pausa, su mirada perdida en el suelo de madera del santuario, como si en él aún pudiera ver la sombra del hombre que había encontrado en aquel camino.  

—Sabía que su final estaba cerca —continuó, sin inflexiones innecesarias—. Y lo aceptó sin temor.  

Tanjiro escuchaba sin pestañear, con los dedos aún aferrados al juzu.  

—No suplicó por su vida. No intentó aferrarse a lo poco que le quedaba. Solo me miró con aquellos ojos hundidos y dijo: “Al menos no moriré solo en este camino.”  

Saburo inspiró profundamente, llenando sus pulmones con el aire fresco del santuario, como si buscara disipar el peso de aquel recuerdo antes de seguir.  

—Y entonces, con la poca fuerza que le quedaba, tomó mi muñeca y me entregó su rosario.  

Tanjiro bajó la vista a las cuentas de madera que descansaban en su palma. La textura rugosa de cada abalorio le resultó extrañamente tangible, como si el peso de aquella historia se hubiese impregnado en ellas.  

—Me lo dio como si, al soltarlo, se liberara de un último lazo con este mundo —continuó Saburo, su voz apenas un murmullo—. Dijo que ya no le pertenecía. Que un monje sin fe no es más que un hombre sin sombra… y que aquello que un día fue sagrado para él debía encontrar otro propósito.  

El viento sopló con suavidad, meciendo las hojas secas en el suelo del santuario. Susurros etéreos se filtraron entre las ramas, como si el bosque repitiera en voz baja las palabras de un difunto.  

Tanjiro tragó saliva antes de formular la pregunta que se había instalado en su mente.  

—¿Y por qué me lo dio a mí?  

Saburo lo miró con una calma imperturbable, la misma con la que le había enseñado tantas cosas antes.  

—Porque quiero ver qué harás con él.  

No era una orden, ni una expectativa. Solo una verdad entregada con la certeza de que el destino del rosario, ahora, dependía de Tanjiro.  

El muchacho cerró la mano con más fuerza alrededor del juzu, sintiendo su forma áspera contra la piel, como si aquel objeto estuviera grabando su propia historia en él.

 

 

 

(...)

 

 

 

—Lo sabía.  

La voz de Sabito era un veneno que se esparcía lentamente, impregnando el aire con una hostilidad sofocante. Sus ojos centelleaban con una furia contenida, pero lo que ardía en su interior no era una ira explosiva, sino algo más hondo, más oscuro. Aversión. Asco. Un odio que parecía brotar desde lo más recóndito de su ser.  

Tanjiro sintió un escalofrío recorrer su espalda. El rosario seguía oscilando entre los dedos de Sabito, pero la tensión en su mano lo delataba. Estaba temblando. No por miedo, sino por la rabia que lo consumía.  

—Desde el principio supe que eras solo un parásito aferrándose a la piedad ajena —susurró, y luego escupió al suelo con desprecio—. Pero ya no más.  

Sus dedos se cerraron con firmeza alrededor de la empuñadura de su espada.  

Tanjiro sintió cómo su mundo se comprimía en un instante. El sonido del agua goteando de su ropa, la brisa húmeda agitando los campos de arroz, su propia respiración contenida en el pecho. El tiempo parecía ralentizarse mientras sus ojos seguían el movimiento de Sabito, viendo cómo el acero dejaba su vaina con la letalidad de una serpiente lanzándose al ataque.  

El filo descendió.  

El viento silbó cuando la muerte se precipitó sobre él.  

Pero entonces

 

Un destello.  

 

Un impacto seco que resonó como un trueno entre las montañas.  

 

Tanjiro sintió una ráfaga de aire azotar su rostro cuando una fuerza invisible perturbó la superficie del agua.  

 

El golpe había sido detenido.  

 

No por voluntad del hombre.  

 

Ante él, interponiéndose entre la espada y su destino, estaba Tomioka.  

 

—Basta, Sabito.  

 

Su voz era tan firme como el acero que sostenía entre sus manos, pero no había rabia en ella, solo determinación.  

El choque de sus espadas aún vibraba en el aire, como el eco de un relámpago que se disipa en la tormenta.

La voz de Tomioka cortó el aire como una hoja afilada, cargada de una gravedad inquebrantable.  

Las espadas chocaron con un estruendo metálico, enviando vibraciones que se propagaron en ondas sobre la superficie del agua. La presión del impacto zumbó en el aire, electrizando la atmósfera. Sabito, aún sosteniendo su arma con fuerza, abrió los ojos de par en par. En su mirada danzaba la incredulidad, pero también la furia contenida.  

 

—¿¡Giyuu!?  

 

El filo de sus espadas permaneció cruzado, inmóvil, como si cualquier mínimo movimiento pudiera desatar la tormenta latente entre ambos. El silencio que siguió fue sofocante, más pesado que el acero que empuñaban.  

Tanjiro, aún en el suelo, apenas podía procesar lo ocurrido. Su respiración era errática, sus manos temblaban sobre el agua helada, y su mente seguía atrapada en ese instante en que la espada de ese hombre descendía sobre él.  

Pero frente a él, firme como un muro inquebrantable, estaba Tomioka.  

Sabito reaccionó al fin. Se apartó con un ágil salto, aterrizando con la destreza de alguien que ha probado el filo de la batalla incontables veces. Sus ojos se clavaron en Giyuu, agudos, encendidos, buscando una respuesta en ese rostro impenetrable.  

Tomioka no bajó la guardia. Avanzó un paso, dándole la espalda a Tanjiro, su postura una barrera infranqueable. No apartó su mirada de Sabito, fijándola en la máscara de zorro que ocultaba su expresión, pero no su furia.  

Tanjiro parpadeó, aún con la respiración entrecortada, observando la silueta de Tomioka frente a él. Su corazón martilleaba contra su pecho, demasiado consciente de lo cerca que estuvo de la muerte.  

Sabito lo notó, y la irritación en su rostro se acentuó.  

—¿Por qué te interpones, Giyuu? —preguntó, su voz grave, tensa.  

Tomioka no respondió de inmediato. Su agarre en la espada permanecía firme, su expresión inmutable.  

—No hay razón para matarlo.  

 

Sabito apretó los dientes.  

 

—Es un humano.  

 

—Lo sé.  

 

El reconocimiento en su voz solo avivó la ira de Sabito.  

—Entonces, ¿por qué lo proteges? ¿Desde cuándo te importa lo que le pase a uno de ellos?  

Tomioka guardó silencio por un instante, pero su mirada no flaqueó.  

—No quiero pelear contigo, Sabito.  

La mandíbula de Sabito se tensó. La simpleza de su respuesta lo desconcertaba, lo frustraba. Giyuu nunca fue alguien de muchas palabras, pero esta vez su silencio tenía un peso distinto, como si se interpusiera entre ellos algo más que un simple desacuerdo.  

Como si, de algún modo, ya estuvieran en bandos opuestos.  

Sabito sintió algo extraño en su pecho, algo que no quería reconocer.  

—Eres un idiota —gruñó entre dientes—. Siempre lo has sido.  

Tomioka no respondió.  

Pero tampoco bajó la espada.

 

—Giyuu… —La voz de Sabito cargaba una incredulidad hiriente, como el filo de una espada bien afilada—. ¿Qué demonios crees que estás haciendo?

 

No era una simple pregunta. Era un juicio.

 

El sonido del agua ondulando contra las rocas era lo único que interrumpía el silencio sofocante. Tomioka no respondió de inmediato. Su espada seguía desenvainada, la postura serena pero firme, un equilibrio perfecto entre alerta y contención.

 

Por poco…

 

El pensamiento cruzó su mente como un eco lejano.

 

Debió haberlo notado antes.

 

Desde el momento en que el aroma de Tanjiro dejó de ser un rastro definido, diluyéndose en la brisa con matices extraños, debió haber comprendido que alguien lo estaba acechando. Pero no. No fue hasta que el silbido de una espada cortando el aire le alertó de la inminente muerte del muchacho que reaccionó.

Y cuando lo hizo, su cuerpo se movió antes que su mente.

—No tengo intención de repetirlo —dijo finalmente, con la misma calma impenetrable con la que empuñaba su arma—. Basta.

Sabito le sostuvo la mirada, su respiración controlada, pero su agarre en la empuñadura se volvió más férreo, al punto de hacer crujir la madera. Su incredulidad se transformó en algo más frío, más profundo, una sensación que no le gustaba reconocer.

 

¿Por qué?

 

Tomioka no era alguien impulsivo. Nunca lo había sido.

Entonces, ¿por qué lo estaba deteniendo?

Su vista se deslizó fugazmente hacia Tanjiro, quien aún permanecía de rodillas en el agua, las gotas resbalando por su rostro como si se negaran a confundirlo con el sudor del miedo. Su mera presencia le resultaba irritante. No era más que un humano, uno de tantos. Y sin embargo, Giyuu…

—¿Por qué estás protegiéndolo? —preguntó con voz grave, contenida, pero impregnada de veneno—. No me vengas con que es un simple capricho.

Sus ojos afilados buscaron cualquier indicio, cualquier respuesta en el rostro impasible de Tomioka.

—No eres alguien que actúe sin razón.

Tomioka no respondió de inmediato. No porque no tuviera una respuesta, sino porque no quería ponerle palabras.

Porque si lo hacía, tal vez tendría que reconocerlo.

El eco de un recuerdo enterrado reverberó en su mente. Un par de manos pequeñas, cálidas. Un aroma tenue pero nítido. Unos ojos que no debieron apagarse tan pronto.

Su agarre en la espada se tensó por un instante antes de relajarse.

No, no era compasión.

No era piedad.

Fue un reflejo. Un impulso. Algo que no alcanzó a procesar antes de interponerse entre ambos.

Y ahora, Sabito lo miraba como si estuviera viendo a un desconocido.

Un viento frío agitó la superficie del agua, pero ninguno de los dos se movió.

Tomioka no respondió de inmediato. Su expresión seguía siendo impenetrable, fría como un lago en invierno, pero había algo apenas perceptible en su mirada. Una sombra, un vestigio de algo que ni siquiera él parecía dispuesto a reconocer.  

—No es lo que crees —dijo al fin, su tono tan inmutable como siempre, pero con un filo oculto bajo la calma.  

Sabito esbozó una sonrisa seca, desprovista de cualquier atisbo de humor. Era la sonrisa de alguien que veía a través de la mentira, que sentía el amargo sabor de la traición en la punta de la lengua.  

—¿No es lo que creo? —repitió con una burla venenosa, cada palabra impregnada de desprecio—. Desenvainaste tu espada para detenerme. Te interpusiste entre mí y ese humano.  

Dio un paso adelante, y su presencia se tornó más densa, más afilada, como una tempestad conteniéndose antes de desatar su furia.  

—No me digas que ahora estás de su lado.  

Su voz descendió a un tono más bajo, más oscuro, cargado de una amenaza implícita. No había gritos, no había explosiones de ira; solo la certeza de que cada palabra suya estaba teñida con el veneno de la decepción.  

Tomioka frunció el ceño, su agarre sobre la empuñadura de su espada permaneció firme. Sus ojos, sin embargo, no se apartaron de los de Sabito, sosteniéndole la mirada con la misma quietud inquebrantable de siempre.  

—No.  

Una única palabra. Seca. Carente de cualquier emoción.  

Pero suficiente para hacer que Sabito chasqueara la lengua, la frustración reflejándose en la tensión de su mandíbula.  

—Entonces, ¿por qué?  

No era un grito. No era un rugido de furia. Era una pregunta pesada, calculada, una exigencia directa. La voz de alguien que no pedía explicaciones por cortesía, sino porque necesitaba una verdad tangible.  

Tomioka apartó apenas la mirada hacia Tanjiro, quien aún seguía en el suelo, el agua cubriéndole las rodillas, la respiración descompasada. No importaba. En este intercambio, su presencia era insignificante.  

—Lo salvé —admitió finalmente Tomioka, su tono neutro, sin adornos ni titubeos—. Y dejarlo morir después de eso sería estúpido.  

Sabito entrecerró los ojos.  

—¿Eso es todo?  

—Sí.  

Era una respuesta glacial, tan fría que bordeaba la indiferencia.  

Sabito lo observó, buscando en su expresión algún resquicio, una fisura en su convicción, un atisbo de verdad oculta tras la máscara de hielo que siempre había sido Tomioka. Pero no encontró nada. Como siempre, era una muralla inquebrantable.  

Y eso, más que cualquier otra cosa, lo enfureció.  

—Mentiroso.  

Escupió la palabra con el mismo desprecio con el que se escupe sangre después de una pelea.

El viento ulula entre los campos, haciendo ondear las espigas de arroz mientras la tensión en el aire se vuelve insoportable. Y entonces, Sabito se lanza.  

El choque de espadas rasga el silencio como un trueno. El filo de Sabito avanza con la fuerza de una tempestad, pero Tomioka lo recibe con la precisión de una corriente imperturbable. No hay titubeo en sus movimientos, cada desviación es quirúrgica, cada bloqueo impecable. Sin embargo, no hay intención de atacar.  

Sabito retrocede apenas, su mirada afilada, los músculos de su mandíbula tensándose.  

—Dime, Giyuu… —su voz gotea veneno, burla, incredulidad—. ¿Qué tiene este humano que lo hace diferente?  

La pregunta queda suspendida en el aire, densa como la niebla que se aferra a la montaña. Tomioka no responde.  

Sabito lo ataca de nuevo.  

La velocidad de ambos es feroz. Destellos de acero resplandecen en el crepúsculo mientras sus espadas se entrecruzan con una violencia contenida. Cada impacto es una prueba, un desafío. Sabito ataca con la furia de quien exige una verdad, con el filo de su espada buscando arrancar una respuesta. Tomioka, en cambio, permanece imperturbable, rechazando cada embestida sin devolver el golpe.  

—No hay diferencia —dice finalmente, en medio del intercambio, su tono carente de cualquier emoción—. No me importa.  

—Entonces… ¡déjame matarlo!  

El grito de Sabito viene acompañado de una estocada más fuerte, una que obliga a Tomioka a retroceder un paso. La tierra bajo sus pies se hunde ligeramente por la presión.  

—No.  

Es una negación firme, sin margen para discusión. Y esta vez, su voz lleva un matiz más severo.  

El aire se espesa.  

Sabito aprieta los dientes.  

—Sigues sin entenderlo, ¿verdad?  

Su siguiente ataque es un engaño. Se lanza con la misma ferocidad de antes, pero en el último instante, su hoja se desvía deliberadamente, apenas rozando la tela del uniforme de Tomioka. No busca matarlo. Busca provocarlo.  

Pero Tomioka no reacciona.  

No hay un atisbo de duda en su postura, ni una respuesta a la trampa de Sabito. Sigue siendo la misma muralla inquebrantable de siempre.  

El sonido del acero cesa.  

Sabito se mantiene en pie, con el pecho subiendo y bajando con pesadez. El brillo en sus ojos es el de una tormenta que no encuentra dónde descargar su furia.  

—…Siempre has sido así.  

La decepción en su tono es un filo más cruel que cualquier espada.  

Tomioka lo mira en silencio.  

Sabito suelta una risa baja, áspera, sin alegría. Apenas un resoplido impregnado de burla e incredulidad.  

—¿Qué te pasó, Giyuu? —sus ojos lo perforan, buscando, exigiendo—. ¿Ya no los odias?  

Tomioka no responde de inmediato. Su agarre en la empuñadura de su espada permanece firme, pero su postura no cambia.  

Como si las palabras de Sabito no fueran más que un eco distante. Como si no tuvieran peso alguno.

—No eras tú quien los despreciaba más que nadie —la voz de Sabito es un filo oxidado, cortante y áspero—. ¿No eras tú quien decía que su existencia solo traía desgracia?  

El silencio de Tomioka es una respuesta en sí misma. Su expresión no cambia, su agarre en la empuñadura sigue firme, pero su falta de réplica aviva la furia de Sabito más que cualquier provocación.  

El demonio deja escapar un suspiro exasperado, como si la simple presencia de su antiguo camarada le resultara una afrenta.  

—No importa —musita con frialdad—. Si tú no puedes hacerlo… lo haré yo.  

Y entonces, se mueve.  

Es un destello, un borrón de velocidad que parte el aire con una precisión letal. Su espada se abalanza sobre Tanjiro, buscando hundirse en su carne con la misma facilidad con la que una hoja cae en el viento.  

Pero Tomioka ya está ahí.  

No piensa, solo actúa.  

Su brazo se extiende en el último instante, tirando de Tanjiro con una brusquedad que le arranca el aliento. El filo de Sabito corta el vacío, rozando apenas el espacio donde el humano estaba un segundo antes.  

Tanjiro cae pesadamente sobre el barro del arrozal, su respiración errática y su pecho subiendo y bajando con violencia.  

El agua salpica en ondas dispersas.  

—¡Vete!  

El trueno en la voz de Tomioka lo sacude hasta los huesos.  

Tanjiro alza la vista, todavía aturdido, el barro pegándose a sus ropas. Su instinto le dice que debe correr, pero su corazón titubea. Tomioka está solo.  

Y el peso de la hostilidad de Sabito es tan sofocante que se siente como si el aire se hubiera vuelto líquido.  

—¡Tanjiro! 

Esta vez, Tomioka gira la cabeza apenas lo suficiente para encontrarse con su mirada.  

 

No es una súplica. Es una orden.  

 

Un escalofrío le recorre la espalda.  

 

La determinación en los ojos de Tomioka es inquebrantable, más afilada que cualquier hoja. No hay margen para dudas, no hay espacio para la discusión.  

Tanjiro aprieta los dientes. Quiere protestar, quiere quedarse. Pero sabe que hacerlo sería un acto de insensatez.  

Con el corazón retumbando en su pecho, se pone de pie de un salto y, sin mirar atrás, empieza a correr.

 

 

(...)

 

 

El barro y el agua de los arrozales se aferran a sus ropas, pesadas como cadenas, hundiendo sus pasos en la tierra empapada. Pero no se detiene.  

Al principio, sus zancadas son torpes, aún tambaleándose por la adrenalina y el terror que atenazan su cuerpo. Su respiración es errática, cada inhalación ardiendo en su garganta. Sin embargo, conforme avanza, sus piernas encuentran un ritmo, impulsándolo hacia adelante.  

Aun así, su mente no lo deja escapar.  

"¿Tomioka-san estará bien?"

El pensamiento lo golpea como un latigazo, haciéndole perder el ritmo por un instante.  

—No… no puede quedarse ahí solo… —musita entre jadeos, su voz apenas un susurro que se disuelve en el viento.  

Su corazón martillea contra su pecho, una angustia punzante que lo atraviesa sin piedad.  

"¿Cómo puede estar bien?"

… ese hombre… no dudó en atacarlo. No hubo vacilación en su espada, solo una intención clara: matarlo. Y Tomioka se quedó atrás para enfrentarlo solo.  

—¡Tomioka-san…! —susurra con desesperación, y su pie vacila, su impulso se quiebra por un segundo.  

Todo en su interior le grita que dé la vuelta. Que regrese.  

Pero entonces, la realidad lo aplasta.  

Se muerde el labio con rabia, su respiración entrecortada.  

 

"¿Para qué?"

 

Ni siquiera fue capaz de defenderse. Si volvía, solo sería un estorbo. Tomioka había sido claro.  

—Pero… —susurra, su voz quebrada, cargada de impotencia.  

Sus puños se cierran con fuerza. Su frustración se siente como un hierro candente en su pecho, quemando cada pensamiento, cada latido.  

Su respiración agitada se condensa en el aire, formando pequeñas nubes blancas que flotan frente a él. Y es entonces cuando lo nota.  

El frío.  

No recuerda que la temperatura hubiera descendido tanto. Alza la vista, desconcertado. El cielo ha cambiado.  

Hace solo un instante, el sol teñía el mundo de tonos ámbar y rojizos, su resplandor reflejándose en la superficie del agua. Pero ahora… ahora el horizonte se ha sumido en una penumbra profunda, un azul sombrío que devora los últimos rastros de la tarde.  

Tanjiro se detiene, jadeando.  

—¿Cuándo…?  

Era como si el tiempo se hubiera desplomado de golpe, como si la noche lo hubiera alcanzado sin previo aviso, envolviéndolo en una oscuridad que no debería estar ahí.

Tanjiro sacude la cabeza con fuerza y acelera el paso. No es momento para dejarse arrastrar por la confusión ni por el miedo.  

No tiene más opción que seguir corriendo. No mirar atrás. No detenerse hasta que sus pasos lo lleven de vuelta a la aldea.  

Sin embargo, apenas se acerca, el aire cambia.  

Un hedor inconfundible se filtra en sus pulmones, erizándole la piel.  

El aliento se le queda atrapado en la garganta.  

Es el mismo olor de aquel demonio que lo atacó en el santuario… pero diferente.  

Más pesado. Más abrumador.  

No es solo el aroma del hambre insaciable de los demonios, sino algo más profundo, más antiguo, impregnado de muerte y podredumbre, como si la misma tierra lo rechazara. Es un olor que corrompe el aire, que se adhiere a la piel como una sombra imposible de sacudir.  

Un escalofrío lo atraviesa.  

Algo en ese hedor le resulta inquietantemente familiar.  

Su respiración se vuelve errática mientras atraviesa las calles desiertas del poblado. Sus manos comienzan a sudar, su corazón se acelera con un ritmo irregular. Todo su cuerpo reacciona antes de que su mente pueda procesarlo: el vello de su nuca se eriza, sus pupilas se contraen, sus músculos se tensan como si esperaran un golpe inminente.  

El instinto le grita que se detenga, que huya antes de que sea demasiado tarde.  

Pero no lo hace.  

Algo dentro de él se aferra a ese aroma con desesperación. Una fuerza incomprensible lo empuja a seguirlo, a descubrir su origen… aunque una parte de sí ya conoce la respuesta.  

Y esa certeza lo llena de terror.

 

 

 

 

Notes:

Si un monje budista entregaba un juzu a un sacerdote sintoísta, podía ser como un gesto de protección, respeto o amistad. Sin embargo, un sacerdote sintoísta no lo usaría en su práctica religiosa, ya que el juzu es un objeto budista. En cambio, podría guardarlo como un recuerdo o incluso integrarlo a su vestimenta de manera discreta.

Dado que en esa época había cierta rivalidad entre el budismo y el sintoísmo, un sacerdote sintoísta que portara un juzu podría hacerlo de manera privada, sin exhibirlo abiertamente.

Marcas en las manos:

Los sacerdotes y aprendices pasaban mucho tiempo escribiendo oraciones y copiando textos sagrados, lo que a menudo dejaba rastros de tinta en sus uñas y dedos. Además, el constante contacto con incienso y aceites rituales impregnaba sus ropas y piel con aromas distintivos.

En este caso, Sabito confundió a Tanjiro con un monje budista, cuando en realidad era un sacerdote sintoísta en formación. Su confusión se vio reforzada al notar pequeñas marcas en sus manos, similares a las quemaduras leves que pueden producirse al manipular incienso encendido, un elemento común en los rituales budistas.

Chapter 7: Recuerdos dolorosos

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

A cada paso, Tanjiro sentía el peso de las miradas sobre él. Sus ropas, empapadas de lodo y agua de los arrozales, se adherían incómodamente a su piel, el corte en su atuendo dejaba su pecho parcialmente expuesto, y su cabello desordenado caía en mechones rebeldes sobre su frente. No necesitaba levantar la vista para saber que las personas lo observaban con curiosidad y murmullos a medio ahogar.  

Aun así, siguió avanzando.  

El murmullo de la multitud se deslizaba entre el aire nocturno, fragmentos de palabras flotando a su alrededor.  

—¿Por qué un hombre como él visitaría este lugar?  

—Es imponente, incluso a la distancia.  

—Qué porte tan elegante…  

—Un hombre así pertenece a otro mundo.  

Había reverencia en sus voces, un asombro contenido que teñía cada palabra con fascinación y desconcierto.  

Tanjiro se abrió paso entre la multitud hasta alcanzar la primera fila, con el ceño apenas fruncido. Su respiración era tranquila, pero sus sentidos estaban en alerta. Su olfato no le mentía.  

 

Y entonces lo vio.  

 

Un norimono de exquisita manufactura descansaba sobre el suelo, sus porteadores esperando en silencio, las manos firmes sobre las varas de soporte. La laca de su superficie reflejaba el resplandor de las linternas, mientras que los emblemas familiares bordados en la seda anunciaban el linaje de su dueño.  

 

Pero Tanjiro no se fijó en el palanquín.  

 

Su mirada quedó atrapada en la figura de un hombre.  

 

Alto, elegante, con un kimono impecable que parecía ajeno al polvo y al viento. Su cabello, de un negro profundo, estaba recogido con la precisión de quien nunca deja nada al azar. Sus movimientos eran pausados, sutiles, envueltos en una serenidad casi etérea, como si flotara sobre el mundo en lugar de caminar sobre él.  

No era su apariencia lo que hacía que la sangre de Tanjiro corriera fría.  

 

Era el hedor.  

 

Aquel aroma inconfundible, denso, cargado de algo que no pertenecía a este mundo. Lo había guiado hasta aquí con la certeza de que lo guiaría hasta un demonio. Pero ahora, frente a él, no veía garras ni colmillos. No veía piel oscura ni ojos sedientos de sangre.  

 

Solo veía a un hombre.  

 

Tanjiro sintió un escalofrío recorrerle la espalda.  

 

No podía ser un demonio. Todo en él era perfecto, mesurado, humano.  

 

Y, sin embargo, el olor persistía.  

 

Asfixiante. Abrumador.  

 

Permaneció inmóvil, el pulso retumbando en sus oídos. Algo no estaba bien.  

 

Ese hombre no era normal.

 

La duda creció, afilada y urgente, oprimiendo su pecho con una intensidad asfixiante. El hedor seguía ahí, impregnando el aire con su presencia insoportable, entrelazándose con el incienso y las linternas titilantes. No tenía sentido.  

Sin detenerse a considerar las consecuencias de su atrevimiento, Tanjiro se movió.  

Su mano se alzó, temblorosa pero decidida, y antes de que pudiera detenerse, sus dedos se cerraron con firmeza sobre el hombro del hombre, deteniéndolo justo antes de que subiera al norimono.  

El tiempo pareció ralentizarse.  

El murmullo de la multitud se desdibujó en un eco lejano, la brisa nocturna se volvió espesa, como si el mundo mismo contuviera el aliento.  

Tanjiro sintió, antes de verlo, el cambio en la atmósfera.  

El hombre giró la cabeza con una lentitud inquietante, un movimiento tan deliberado, tan calculado, que le erizó la piel. No hubo sobresalto ni confusión en su reacción. Solo una calma impenetrable, como si hubiese esperado aquel atrevimiento, como si la interrupción no fuese más que una molestia pasajera en su rutina inquebrantable.  

Tanjiro se congeló.  

Un escalofrío recorrió su columna, su cuerpo entero se tensó como si hubiese sido atrapado en un torniquete invisible. Su respiración se volvió errática, su garganta seca, y su corazón martilló con tal fuerza que sintió que se ahogaba en su propio pecho.  

Su mano, que antes se aferraba con firmeza al hombro ajeno, se apartó lentamente, como si su propio instinto tratara de rechazar aquel contacto. 

La silueta del hombre, envuelta en la impecable elegancia de su kimono, irradiaba una presencia casi irreal. Su porte era intachable, cada línea de su ser exudaba control absoluto, como si el mundo entero se plegara a su voluntad sin necesidad de palabras.  

 

Pero sus ojos.  

 

Rojos. Insondables. Un abismo de algo que iba más allá de la simple frialdad. La tenue curva en sus labios no albergaba emoción humana, ni enojo, ni sorpresa, solo un eco distante de algo que Tanjiro no podía comprender.  

Perfecto. Impecable. Demasiado.  

Y luego, ese olor.  

Denso, punzante, envolvente. Una fragancia que no pertenecía a este lugar, a esta aldea, a este mundo. Un hedor que se aferraba a su memoria con una tenacidad aterradora, que lo arrastraba de vuelta a aquella noche.  

Cuando la nieve fría se mezclaba con la sangre caliente de su familia.  

Cuando sus manos temblorosas se aferraban a los cuerpos inertes de su madre y sus hermanos.  

Cuando su propia desesperación se ahogaba en la fragancia metálica de la muerte.  

Su pecho se contrajo.  

El hombre frente a él no podía ser un demonio.  

 

No podía.  

 

Pero su olor…  

 

Su olor decía lo contrario.

 

Su mente tardó un segundo en unir los fragmentos dispersos de su memoria. Un instante en el que el mundo pareció contraerse, ahogándolo en una certeza aterradora.  

 

Ese hombre.  

 

Ese aroma.  

 

Era el mismo.  

 

El mismo hedor denso y sofocante que impregnó el aire aquella noche en la montaña. El mismo que se filtró en su piel, en sus huesos, mientras el aliento de su madre se extinguía en el viento helado. El mismo que flotaba sobre la sangre derramada de sus hermanos, sobre los restos de una vida que se desmoronó en un parpadeo.  

Su pecho se comprimió con un dolor abrasador.  

No podía ser.  

Pero su nariz nunca se equivocaba.  

El hombre frente a él no tenía colmillos afilados ni garras ensangrentadas. Su postura era refinada, impecable, y la seda de su kimono caía con una elegancia que parecía esculpida en cada uno de sus movimientos. Nada en él evocaba la imagen de una bestia devoradora de carne, nada excepto el hedor que se aferraba a su piel como un veneno invisible.  

Tanjiro sintió el frío de la noche perforándole la espalda, pero su frente ardía con el peso de la revelación. Su mandíbula se tensó, sus manos se cerraron en puños, y su corazón—hasta hace un momento desbocado—martilló con una furia contenida.  

Ese hombre… era el origen de su tragedia.

 

 

 

(...)

 

 

 

El viento aullaba entre los arrozales, arrastrando consigo el aliento frío de la noche y el aroma penetrante de la tierra húmeda. La luna, velada por jirones de nubes, proyectaba sombras retorcidas sobre el agua estancada, como si la propia naturaleza contuviera la respiración ante el enfrentamiento que se desarrollaba en medio de los campos.  

Sabito avanzó con una fiereza devastadora, su espada cortando el aire con un silbido feroz. El filo descendió en un tajo implacable, pero Tomioka lo desvió con la suya en un movimiento preciso, sin atacarlo, sin moverse más de lo necesario. Su postura era inquebrantable, como una montaña que resistía la tormenta.  

—¿Por qué no atacas? —la voz de Sabito hendió el silencio como un filo más afilado que su propia espada. No era solo enojo lo que contenía su tono; debajo de la ira latía algo más profundo, más desgarrador—. ¿Vas a seguir con esa expresión vacía? ¿Hasta cuándo vas a esconderte detrás de ese silencio patético?  

Pero Tomioka no respondió. Ni siquiera intentó devolver el golpe. Su mirada se mantuvo fija en la trayectoria de la espada de Sabito, sin vacilar, sin reflejar emoción alguna. El acero pasó tan cerca de su mejilla que un mechón de su cabello oscuro flotó en el aire antes de caer silenciosamente al agua.  

—Qué bajo has caído, Giyuu —gruñó Sabito, su frustración burbujeando en cada palabra. Esta vez no solo lanzó un corte; lo embistió con el hombro, obligándolo a retroceder unos pasos. Su respiración era errática, su furia incontrolable. Y cuando habló de nuevo, su voz explotó con el peso de un resentimiento que nunca había menguado—. ¡No tienes orgullo ni dignidad! ¿Ya olvidaste lo que hicieron esos sucios humanos?  

 

Tomioka frunció levemente el ceño. No porque las palabras de Sabito lo hirieran, sino porque comprendió adónde quería llegar. Quiso ignorarlo, no remover los escombros de una herida que jamás había cicatrizado. Pero Sabito no estaba dispuesto a dejarlo escapar esta vez.  

 

—Mataste tu propio corazón para poder seguir viviendo, ¿cierto? —su voz sonó más baja, pero cargada de algo mucho más peligroso—. Pero no puedes engañarme. No puedes engañarte a ti mismo.  

 

El filo de su espada apuntó directamente a Tomioka, pero la verdadera estocada llegó con las palabras que siguieron.  

 

—Ellos mataron a tu hermana.  

 

Un viento helado pareció atravesar los campos.  

 

—La mataron sin dudar, sin vacilar, sin remordimientos. ¿No puedes recordarlo? ¿O simplemente has decidido enterrarlo junto con ella? —los ojos de Sabito brillaban con algo que no solo era enojo—. Dices que los humanos son frágiles, débiles… ¡pero fueron lo suficientemente fuertes para arrancártela! 

Su respiración se aceleró, la presión de sus dedos en la empuñadura de su espada se volvió insoportablemente fuerte. Y entonces, su voz descendió a un susurro que ardía como un hierro al rojo vivo.  

—¿Y qué haces ahora? En cambio, ¿proteges a un humano?  

La rabia en su tono no podía ocultar el leve temblor que lo atravesó. Sabito sabía que mencionar a la hermana de Giyuu era demasiado. Sabía que esas palabras lo atravesarían como una cuchilla bien afilada, que hurgarían en lo más profundo de su herida abierta. Y aun así, las pronunció. Porque quería que doliera. Porque si él sentía esa rabia y ese odio ardiendo en su pecho, entraría en razón.

Los dedos de Tomioka se aferraron con más fuerza a la empuñadura de su espada, sus nudillos pálidos bajo la luz de la luna. Sus ojos, antes vacíos de toda emoción, temblaron apenas. Sus movimientos, siempre medidos, se tornaron sutilmente torpes, como si una fisura invisible se hubiera abierto en la máscara impenetrable de su calma.  

—Tú mismo lo dijiste… —la voz de Sabito era un filo que se hundía más y más, con la certeza de quien sabe que ya no hay marcha atrás—. Tu hermana no tenía colmillos afilados, no tenía garras, no tenía la fuerza que tú tienes… ¡Era casi humana! Y aun así, ellos…  

El resto de la frase quedó atrapado en el viento, pero Tomioka ya no necesitaba escucharlo. Los recuerdos se abrieron paso en su mente con una crudeza insoportable. La noche en que su aldea ardió entre antorchas y gritos. Las sombras de los cuerpos agitados por la histeria colectiva. Las manos de su hermana empujándolo dentro de un escondite angosto, temblorosas, desesperadas.  

"No salgas, Giyuu. No importa lo que pase… quédate aquí."

El eco de su voz aún quemaba su memoria. El último vestigio de su calor. La última orden que le dio.  

Tomioka mordió el interior de su mejilla hasta saborear el cobre de su propia sangre, aferrándose al dolor físico como si eso pudiera mantener a raya las emociones que amenazaban con devorarlo desde dentro.  

Sabito avanzó de nuevo, y esta vez su ataque no llevaba solo fuerza, sino rabia. Un resentimiento que había sido alimentado por años de resentimiento y dolor. Tomioka bloqueó el golpe, pero la potencia del impacto lo hizo tambalearse.  

—¡No puedes proteger a un humano, Giyuu! —bramó Sabito, su voz desgarrada por la furia y algo más profundo, algo que dudo en admitir—. ¡No después de lo que te hicieron! ¡Acaso traicionanaras la memoria de tu hermana!  

Las palabras se esparcieron en la brisa, pero su peso quedó suspendido entre ambos como un juicio inapelable.  

Tomioka, por primera vez desde el inicio del combate, titubeó.  

Su hermana había muerto protegiéndolo. Había muerto a manos de los mismos humanos…  

La tensión se volvió densa, casi sofocante. La espada de Tomioka seguía en alto, pero su voluntad se tambaleaba. No atacaba. No porque temiera herir a Sabito… sino porque, por primera vez, la duda se arraigaba en su mente.  

Sabito lo miró con furia, pero detrás de su enojo había algo más. Una súplica. Quería verlo reaccionar. Quería verlo arder en la misma rabia que consumía su propio pecho. Pero en lugar de eso, Tomioka volvió a refugiarse en ese silencio exasperante, en esa inexpresividad que hacía hervir su sangre. 

Sabito apretó los dientes. Su agarre en la empuñadura de su espada se tensó, pero en un movimiento calculado, la bajó apenas unos centímetros.  

—Te lo preguntaré una vez más —su tono descendió, afilado como el filo de su katana, pero más frío que nunca—. ¿Por qué lo salvaste?  

Su mirada ardía, demandante.  

—Dime la verdad, Giyuu. —Su voz se quebró apenas, pero no permitió que la duda lo venciera—. ¡No aceptaré más mentiras! 

Tomioka no respondió. No porque no quisiera, sino porque ni él mismo comprendía la respuesta.  

Por primera vez en décadas, sus propias acciones le resultaban desconocidas, como si en aquel instante, en ese único latido de tiempo, hubiera sido dirigido por una voluntad ajena a la suya.  

Pero en su mente, la imagen se repetía con la misma claridad inquebrantable.  

Los ojos de Tanjiro.  

Algo en ellos había resquebrajado un muro que llevaba años construyendo. No era lástima, ni compasión, ni un deseo de proteger. Ese pensamiento jamás había cruzado por su mente desde la muerte de su hermana.  

No era traición a su memoria.  

Fue un instante.  

Y en ese instante, la vio a ella.  

Su hermana, con la voz temblorosa ordenándole que no saliera.  

Su hermana, con los brazos extendidos para protegerlo, a pesar de saber que no tenía oportunidad alguna.  

Su hermana, que había creído en la bondad de los humanos hasta el final.  

Su hermana, que fue asesinada por aquellos en quienes confió.  

Los dedos de Tomioka se cerraron sobre la empuñadura de su espada, pero no pronunció palabra.  

Sabito lo observó con atención, su ira sostenida como una hoja afilada. Y entonces, vio el cambio sutil en su postura. El más leve endurecimiento de su expresión.  

Y lo supo.  

El desprecio en su voz no logró ocultar la herida abierta de su frustración.  

—Tsk… No puedes engañarme.  

Su espada descendió con más peso, más furia.  

—No fue un error. No fue solo un impulso. —Las palabras de Sabito se afilaron, apuntando directamente al vacío que Tomioka no quería mirar—. Si lo hubiera sido, ya lo habrías dejado atrás. No lo estarías llevando contigo.  

El choque del metal cortó el aire con violencia. Tomioka siguió defendiéndose, pero con cada impacto, los recuerdos amenazaban con derrumbar la frágil estabilidad que había construido.  

Sabito no se detuvo.  

—¿Sabes qué es lo peor de todo?  

Golpe.  

—Que ni siquiera tienes el valor de admitirlo.  

Golpe.  

—Lo sabes. Lo entiendes mejor que nadie.  

Golpe.  

—Pero sigues huyendo. Como siempre.  

El último impacto resonó con un eco amargo en la noche.  

Sabito no estaba buscando herirlo.  

Estaba buscando destruir la mentira en la que Tomioka se refugiaba.

Tomioka apretó los dientes, sintiendo cómo la confusión y la culpa se enredaban en su interior como raíces podridas, ahogándolo en un dilema que ni siquiera era capaz de nombrar.  

 

No.  

 

No salvó a ese humano porque creyera en su inocencia. Ni porque su corazón albergara aún compasión por su especie.  

Lo hizo porque, en esos ojos, vio reflejada la misma convicción que un día brilló en los de su hermana.  

La misma mirada obstinada.  

La misma fe inquebrantable.  

El mismo deseo de aferrarse a sus creencias, aun cuando la realidad lo aplastara sin misericordia.  

Sabito notó la vacilación en su mirada y, en ese instante—tan breve que casi lo ignoró—, sintió un pinchazo en el pecho.  

No quería verlo así.  

No quería ver ese vestigio de dolor asomando en su expresión.  

Pero si no lo hacía reaccionar ahora, si no le recordaba lo que realmente eran los humanos, Tomioka terminaría muerto. Y esa idea lo revolvía por dentro de una forma que no estaba dispuesto a analizar.  

—Tsk… qué patético. —Escupió con desprecio, alzando su espada—. ¿En qué momento te volviste tan blando?  

Sabito avanzó sin dudarlo, con la determinación de quien está dispuesto a hacer lo que el otro no puede.  

—Si no eres capaz de acabar con él, entonces déjame..!

El filo descendió, su determinación tan cortante como la hoja que sostenía. Pero antes de que terminara de hablar, la voz de Tomioka se interpuso entre ellos.  

—Si ese humano vive o muere… —su tono no titubeó, su mirada tampoco— eso solo dependerá de mi.

Sabito se detuvo en seco.  

Los ojos de Tomioka, oscuros y profundos como el mar antes de una tormenta, se estrecharon apenas. No era una súplica. No era vacilación. Había tomado una decisión.

El agarre de Sabito sobre su espada se endurece. Se muerde la lengua hasta sentir el sabor metálico de la sangre, conteniendo palabras que quieren escapar con furia. No lo demuestra, pero algo dentro de él arde con una inquietud punzante, un presentimiento visceral que lo devora desde adentro.  

Ese humano… no debería estar aquí. Su presencia es una grieta en todo lo que conoce, una sombra que amenaza con trastocar el equilibrio que tanto ha protegido. No sabe cómo, pero está seguro de que ese humano arruinará todo. Que lo destruirá todo.  

—Giyuu...—traga en seco. Su voz suena más quebrada de lo que quisiera.  

Tomioka siente un escalofrío recorrerle la espalda cuando Sabito se quita la máscara. La expresión que esconde detrás no es solo de furia, sino algo mucho más profundo y desgarrador. Su rostro está tenso, marcado por la frustración, la amargura y un odio contenido que amenaza con consumirlo.  

 

 

(...)

 

 

¿Qué había sucedido?  

 

¿Cómo pasó?  

 

¿Era otra alucinación… o esta vez era real?  

 

Las preguntas se arremolinaban en su mente, desbordándose como una tormenta. Su respiración era irregular, el pecho le ardía con una frustración sofocante mientras, con gran esfuerzo, mantenía inmovilizado al hombre bajo su peso. Pero aquel hombre ya no era un ser racional. Se debatía con furia ciega, sin rastro de lógica en sus movimientos, como si algo dentro de él hubiera sido arrancado y reemplazado por un instinto primitivo e insaciable.  

 

Parpadeó. Solo un instante.  

 

Y en ese breve lapso, el hombre de ojos rojos hizo un movimiento casi imperceptible con la mano, como el aleteo de un insecto. Apenas lo vio. Apenas lo procesó.  

Pero un segundo después, uno de los aldeanos que se encontraba cerca se llevó la mano al cuello, donde un rasguño fino y oscuro marcaba su piel. Luego, sus ojos se dilataron con un brillo opaco y su respiración se tornó entrecortada. Un sonido gutural emergió de su garganta antes de que se lanzara contra las personas más cercanas, ya sin humanidad en su mirada. Era una bestia, una criatura consumida por el hambre voraz de algo más allá de su comprensión.  

Antes de que lograra herir a alguien más, Tanjiro reaccionó. Lo redujo al suelo con una rapidez desesperada, sintiendo el temblor de la adrenalina en sus brazos. Pero mientras él contenía a la nueva amenaza, el verdadero responsable era escoltado por sus guardias, alejándose en la confusión.  

La impotencia lo golpeó como una piedra en el estómago.  

Sus dientes rechinaron. Su puño se cerró con tal fuerza que las uñas se clavaron en su piel. Toda la frustración, la ira y la rabia acumulada en su pecho amenazaban con desbordarse. No podía permitir que ese hombre escapara ahora que finalmente sabía quién era. Ahora que había visto con sus propios ojos lo que era capaz de hacer.  

Por primera vez en su vida, un deseo oscuro y punzante se arraigó en lo más profundo de su ser.  

 

Quería matarlo.

 

Correr tras él, acortar la distancia, hundir el filo de una espada en su carne y poner fin a su existencia.  

Pero si soltaba al hombre bajo él, la aldea entera sería masacrada. No importaba cómo los habían tratado a él y a Tomioka… Eran personas con familias, con hogares, con vidas que no debían ser segadas por la crueldad de alguien más.  

—¡Vayas donde vayas, no escaparás! —rugió, su voz quebrada por la rabia—. ¡Te seguiré hasta el infierno y te mataré! ¡Jamás te perdonaré!

La conmoción a su alrededor se intensificó, gritos y murmullos mezclándose en un torbellino caótico. Pero él solo podía mirar con impotencia cómo, entre las sombras, la única oportunidad de vengar a su familia se desvanecía entre sus dedos.  

Se mordió con fuerza el interior de la mejilla, el sabor de la sangre llenando su boca.  

El caos se extendía por la calle como una onda en el agua. La multitud se apartaba con miedo, susurros y jadeos de horror flotaban en el aire mientras evitaban acercarse al joven de cabello rojo y al hombre que, hacía apenas unos segundos, había intentado matar a una mujer. Nadie se atrevía a intervenir. No por falta de compasión, sino por el temor latente de convertirse en la próxima víctima en ser atacada.

Tanjiro, sin embargo, no aflojó su agarre. Al contrario, sus dedos se cerraron con más fuerza alrededor del cuerpo del demonio, manteniéndolo inmovilizado contra el suelo. Podía sentir su piel fría y la tensión de sus músculos tratando de resistirse.  

No sabía qué hacer. Su respiración era irregular, su mirada borrosa por el torbellino de emociones que lo sacudía.  

¿Qué debía hacer con esta persona?  

Si lo soltaba, volvería a atacar. Pero no podía quedarse así para siempre.  

¿Qué haría Tomioka-san en su lugar?  

Un escalofrío recorrió su espalda cuando un aroma desconocido se filtró en el aire, tan inesperado y envolvente que hizo que su piel se erizara.  

Un aroma dulce, etéreo, con una sutil nota metálica que se entrelazaba con la sangre.  

De inmediato, un sinfín de patrones florales se desplegó en su visión periférica, como si un velo de ilusiones se tejiera a su alrededor.  

 

¿Qué es este olor…?

 

Su cuerpo se tensó. ¿Era un ataque? ¿Otro demonio? ¿O algo más?  

—Tú…  

Una voz suave, tranquila, pero con un matiz de interés genuino, lo hizo alzar la mirada.  

Frente a él, una mujer de piel pálida como la porcelana lo observaba con una expresión inescrutable. Su cabello oscuro enmarcaba un rostro delicado, de facciones serenas pero cargadas de una tristeza silenciosa. A su lado, un joven de apariencia mucho más rígida se mantenía alerta, con ojos afilados y desconfiados que escudriñaban cada movimiento de Tanjiro.  

La mujer inclinó apenas el rostro, su voz era un murmullo en medio del caos.  

—Tratas a ese hombre como si aún fuera humano… —murmuró, con una nota de curiosidad en su tono. Los ojos de tanjiro bajaron lentamente hasta la herida en su brazo, observando cómo la piel, que antes estaba desgarrada, comenzaba a cerrarse con rapidez—. Incluso a alguien que se ha convertido en un demonio, intentas salvarlo.  

Hubo un instante de silencio.  

Luego, la mujer exhaló suavemente, con una expresión serena enmarcando su mirada. Apenas un atisbo de expresión en su rostro reservado.

—Si me lo permites… déjame echarte una mano.

Tanjiro parpadeó, aturdido.

—¿Qué…? ¿Por qué…? ¿Quién es usted? —Su voz era apenas un murmullo, atrapado entre la incredulidad y la desconfianza. Su respiración seguía entrecortada por la tensión del momento. Sin embargo, lo que más lo desconcertaba no era la presencia de la mujer, sino su aroma.

Era parecido al de Tomioka… y también al de aquel hombre enmascarado que lo ataco. Pero al mismo tiempo, diferente.

La mujer lo miró con una expresión tranquila, su voz fue un susurro sereno, sin rastro de hostilidad.

—Soy un demonio… —declaró, sin titubeos—. Pero también soy médico. Quiero ayudar.

Tanjiro sintió cómo la confusión se hacía más profunda.

—¿Un demonio…?

La incredulidad se reflejaba en sus ojos. Su mente luchaba por comprender lo que acababa de escuchar. Un demonio. Pero no lo atacaba. No había sed de sangre en su mirada, ni la agresividad descontrolada que había visto hasta ahora. Era extraño. Incomprensible.

—Yo también quiero acabar con Muzan Kibutsuji.

El nombre cayó entre ellos como una piedra en el agua.

Tanjiro sintió un escalofrío recorrer su espalda.

—¿Muzan… Kibutsuji? —repitió, con el ceño fruncido. El nombre era ajeno, pero su sola mención traía consigo una sensación sofocante, como si una sombra pesada se cerniera sobre él.

¿Se refería al mismo hombre que había visto antes?

¿Ese es su nombre…?

 

La revelación lo golpeó con fuerza. El demonio de apariencia humana, de ojos fríos y presencia devastadora… ¿era él?

 

 

(...)

 

 

El caos no tardó en extenderse.

Los rumores viajaron rápido, esparciéndose como fuego en un campo seco. Un hombre había enloquecido en plena aldea, atacando como una bestia salvaje. La conmoción se propagó, y con ella, la noticia llegó hasta los arrozales.

Sabito y Tomioka detuvieron su enfrentamiento en el acto.

Sus espadas, que hace apenas segundos chocaban con furia, quedaron en suspenso. Ambos giraron la cabeza al mismo tiempo, como si un mismo instinto los impulsara. No hubo necesidad de palabras.

Se entendieron con una sola mirada.

Sin vacilar, abandonaron la pelea y se apresuraron en dirección al alboroto. Sin embargo, aunque compartían el mismo propósito en ese momento, la tensión entre ellos no había desaparecido. Permanecía latente, como una brasa oculta bajo las cenizas.

 

Pero ahora, había algo más que los movía.

 

Un nombre.

 

Un enemigo.

 

Muzan Kibutsuji.

 

 

(...)

 

 

Tanjiro permanecía sentado con las manos sobre las rodillas, la espalda recta pero relajada. Su mirada se deslizó discretamente por la habitación. A pesar de ser un escondite, el lugar no tenía el aspecto improvisado o descuidado que había esperado. Todo estaba meticulosamente dispuesto: los biombos sin una sola arruga, el suelo impecable, los muebles austeros pero dispuestos con precisión.  

El aire llevaba consigo un aroma sutil, elegante, apenas un susurro que se desvanecía en la quietud.  

—No toques nada.  

La voz cortante rompió el silencio, y Tanjiro alzó la vista.  

En el umbral de la puerta estaba aquel chico, el mismo que había visto antes junto a la mujer. Su ceño fruncido hablaba de un disgusto apenas contenido, y sus brazos cruzados reforzaban la barrera invisible que parecía querer imponer entre ellos.  

—No pensaba hacerlo —respondió Tanjiro con calma.  

El chico chasqueó la lengua, mirándolo con un desdén que no se molestó en disimular.  

—Solo quédate aquí y no molestes.  

Su tono no dejaba margen a interpretaciones: no lo quería allí. Ni su presencia ni su existencia le eran bienvenidas.  

Sin esperar respuesta, cerró la puerta con un movimiento seco y firme.  

Tanjiro suspiró quedamente. No era difícil notar el desprecio en cada una de sus palabras. Desde el primer momento, ese chico lo había mirado como si fuera una presencia indeseable, como si cualquier cosa fuera preferible antes que compartir el mismo espacio.  

Pero, a pesar de todo, le habían dado ropa limpia para cambiarse. Lo que llevaba puesto antes estaba hecho un desastre. Estaba agradecido.  

El tiempo pasó en un silencio denso, solo roto por el sonido lejano del viento contra las paredes. Hasta que escuchó pasos.  

 

Lentos.  

 

Deliberados.  

 

No eran los de alguien que se apresurara ni los de alguien que dudara. Se acercaban con la tranquilidad de quien sabe exactamente a dónde va.

Tanjiro levantó la vista justo cuando la puerta se deslizó con suavidad. La mujer de antes apareció en el umbral, su expresión serena, inmutable, pero esta vez con un matiz diferente en la mirada. Lo observaba con más detenimiento, como si quisiera ver más allá de sus palabras y gestos.  

—Lamento haberte hecho esperar —dijo con voz tranquila, inclinando levemente la cabeza en un gesto de cortesía—. Y debo disculparme por la manera en que te trajimos aquí.  

Tanjiro negó con la cabeza de inmediato.  

—No tiene que disculparse —respondió con sinceridad—. Al contrario, estoy agradecido por su ayuda.  

Ella pareció evaluar sus palabras por un instante antes de asentir con una leve sonrisa.  

—Aún no me he presentado, ¿verdad? Discúlpame. Me llamo Tamayo, y él es Yushiro —desvió la mirada hacia el chico, que permanecía a su lado, observando a Tanjiro con el mismo recelo de antes—. Espero que puedan llevarse bien.  

Tanjiro siguió su mirada hasta donde Yushiro había tomado asiento. El chico no hizo el menor esfuerzo por disimular su disgusto. Su expresión estaba cargada de desdén, como si la simple idea de entablar una conversación fuera una pérdida de tiempo.  

No creía que aquello fuera posible.  

Hubo una pausa breve, un silencio que se estiró apenas antes de que Tanjiro recordara lo que más le preocupaba.  

—La mujer que fue mordida… —su voz se tornó más seria—. ¿Está bien?  

La expresión de Tamayo se suavizó.  

—Se recuperará. Afortunadamente, la herida no fue fatal.  

Tanjiro dejó escapar un leve suspiro de alivio, pero la pausa que siguió fue lo suficientemente tensa como para advertir que no todo estaba resuelto.  

—Sin embargo… —continuó Tamayo, su tono volviéndose más grave— su esposo ha sido encerrado en el sótano por el momento.  

Tanjiro frunció el ceño apenas.  

—¿Él también podrá recuperarse?  

Tamayo guardó silencio por un instante, su mirada mesurada, como si sopesara las palabras antes de pronunciarlas.  

—Eso aún está por verse.  

No le ofreció falsas esperanzas. Su respuesta era directa, sin promesas vacías ni consuelo fácil.  

Tanjiro bajó la mirada, pensativo. Había demasiadas cosas que no entendía, demasiadas preguntas que no sabía cómo formular.  

Tamayo lo observó con atención, su expresión permanecía serena, pero en sus ojos había una cautela discreta. Luego, ladeó apenas la cabeza y habló con suavidad.  

—Dime… ¿qué sabes sobre los demonios?  

Tanjiro parpadeó, sorprendido por la pregunta.  

—Demonios… —repitió en voz baja, con una leve vacilación. Bajó la mirada. La verdad era que no sabía casi nada. Hace apenas un día había descubierto su existencia y, desde entonces, no había tenido tiempo de comprender lo que realmente significaban.  

Tomioka tampoco le había dado muchas respuestas.  

Tanjiro apretó los labios con una mezcla de frustración e incertidumbre.  

—No mucho —admitió al fin.

La mujer entrecerró los ojos, como si su respuesta solo confirmara una sospecha largamente sostenida.  

—¿Nunca te han hablado de ellos?  

—No —Tanjiro no dudó en responder—. Sabía de historias, rumores… pero nunca imaginé que fueran reales.  

El silencio que siguió fue breve, pero lo suficientemente denso como para que sintiera el peso de su ignorancia. La mujer entrelazó las manos sobre su regazo y dejó escapar un suspiro, un gesto apenas perceptible, pero que cargaba con una especie de resignación. Como si su desconocimiento lo hiciera aún más frágil de lo que ya aparentaba.  

—Entonces, es mejor que lo sepas —dijo al fin—. Porque ignorar su existencia no te protegerá de ellos.  

Su tono no era severo, pero tampoco indulgente. Era la voz de alguien que había visto demasiado, que entendía que la verdad, por dolorosa que fuera, debía ser dicha.  

Sus ojos lo sostuvieron con firmeza, como si con una sola mirada pudiera asegurarse de que sus palabras no se perderían en el vacío.  

—Escucha con atención.  

Tanjiro asintió, expectante.

—Existen dos tipos de demonios en este mundo. 

Tanjiro sintió un escalofrío recorrer su espalda, pero no apartó la mirada.  

—Los demonios de sangre pura han existido desde tiempos inmemoriales. Nacieron de la energía del mundo mismo: del odio, el resentimiento, la maldad y el deseo. Son seres que surgieron de la acumulación de emociones oscuras, del rencor que quedó impregnado en la tierra, en la sangre derramada, en las almas incapaces de encontrar descanso.  

La mujer hizo una pausa, observándolo con atención antes de continuar.  

–. Su existencia es completamente distinta a la nuestra. No envejecen, no enferman y no están sujetos a la influencia de ningún otro ser. No dependen de la carne o la sangre humana para sobrevivir y, a diferencia de los demonios creados por Muzan, la luz del sol no los destruye.  

La expresión de la mujer se endureció apenas.  

—Sin embargo, hay otro tipo de demonios… aquellos que alguna vez fueron humanos.  

Tanjiro alzó la vista de inmediato.

—Los demonios creados por Muzan —continuó ella con gravedad.

El ambiente en la habitación parecía volverse más pesado.

—¿Él los convirtió?  

—Así es.  

Tamayo lo observó con un atisbo de gravedad en la mirada.  

—Muzan Kibutsuji es el primero y el más antiguo de los demonios que alguna vez fueron humanos. El único con la capacidad de transformar humanos en demonios… y el único capaz de someterlos completamente a su voluntad.  

Ese nombre. Tanjiro apenas lo había escuchado, pero algo en él le generó un rechazo inmediato, un instinto que lo puso en guardia.  

—¿Los controla… a todos?  

—A todos aquellos que han recibido su sangre —afirmó ella, sin titubeos—. Ninguno puede desafiarlo. Su influencia es absoluta.  

Tanjiro tragó saliva, sintiendo que el aire se volvía más pesado.  

—Se ven obligados a consumir carne y sangre humana para sostener su existencia —explicó la mujer, su voz firme, aunque teñida de una sutil melancolía—. Sin ella, no pueden sobrevivir. Pero, a diferencia de los demonios puros… la luz del sol los reduce a cenizas.  

El silencio se extendió entre ambos.  

Tanjiro sintió que algo se removía en su interior.  

—Entonces… esos demonios… ¿son como marionetas?  

Tamayo lo miró con seriedad antes de responder.  

—Algunos conservan parte de su voluntad… pero ninguno puede escapar de Muzan.  

Las palabras quedaron suspendidas en el aire.  

Si ese era el destino de los demonios creados por Muzan…  

Tanjiro sintió algo crecer en su interior, un fuego difícil de contener.  

No podía ignorarlo.  

No podía apartar la mirada.  

Y, definitivamente…  

No podía aceptarlo.

Notes:

En la historia, se explica que existen dos clases de demonios: aquellos cuyo origen es independiente y aquellos que existen gracias a Muzan Kibutsuji. Desde tiempos inmemoriales, los demonios de sangre pura han mantenido sus propios conflictos internos, luchando entre ellos por territorio, poder o simplemente por antiguas disputas. Sin embargo, si hay algo en lo que todos coinciden, es en su desprecio por los demonios creados por Muzan.

Para los demonios de sangre pura, aquellos que han sido transformados por la sangre de Muzan son una aberración, una existencia impura que no debería mezclarse con los suyos. No los ven como iguales, sino como criaturas inferiores, esclavizadas por el poder de un solo ser. Por esta razón, los demonios puros suelen exterminar a los demonios de Muzan sin dudarlo… pero solo si estos se cruzan en su camino.

A pesar de que los demonios de sangre pura no necesitan alimentarse de humanos para sobrevivir, algunos lo hacen por placer. Para ellos, la carne y la sangre humanas no son una necesidad, sino un deleite, un capricho al que se entregan solo por el gusto de ver el sufrimiento ajeno. No lo hacen por hambre, sino por diversión.

Chapter 8: Sombras y Silencio

Notes:

Me tomó un poco más de tiempo de lo que esperaba porque me quedé estancada al principio; no me convencía y me parecía un poco aburrido, así que decidí reescribirlo varias veces para mejorarlo. Con suerte, más tarde, cuando tenga un poco de tiempo, lo revisaré nuevamente para pulirlo aún más.

Chapter Text

Tamayo permaneció en silencio unos instantes, sus ojos lavanda fijos en la expresión del muchacho frente a ella. En el rostro de Tanjiro se dibujaba una confusión palpable, como quien intenta encajar piezas de un rompecabezas cuyas formas no terminan de coincidir. Finalmente, tras un leve suspiro que deshizo la quietud de la estancia, Tamayo decidió hablar.

—Yo también soy un demonio —confesó con voz serena, casi resignada—. Hace mucho tiempo, fui convertida por Muzan Kibutsuji. Sin embargo… a diferencia de otros, lograré liberarme de su control.

Tanjiro frunció el ceño, una sombra de duda cruzándole el rostro. Recordó las palabras de la mujer momentos atrás, aquellas en las que condenaba sin titubeos a los demonios como criaturas de crueldad insaciable.

Tamayo prosiguió, anticipándose a su silencio.

—Modifiqué mi propio cuerpo —explicó—. Experimenté hasta lograr que ya no necesitera grandes cantidades de sangre humana para sostenerse.

La revelación era desconcertante. La idea de que alguien pudiera alterar su propia naturaleza de forma tan profunda resultaba casi inconcebible para Tanjiro. Pero lo que verdaderamente lo inquietaba no era la hazaña en sí, sino la implicación inevitable que arrastraba consigo.

—Entonces… —murmuró, su voz bajando apenas a un susurro—, si usted es un demonio… ¿necesita sangre humana para vivir?

La respuesta no tardó en llegar, firme y sin rastro de vacilación:

-Si.

El corazón de Tanjiro dio un vuelco involuntario, y contuvo el aliento por un instante.

Tamayo, percibiendo su reacción, añadió con suavidad:

—Pero no de la forma en que lo hacen los demonios de Muzan. He alterado mi cuerpo lo suficiente como para que la cantidad que requiere sea mínima. Yushiro, en cambio, necesita aún menos… pues fue convertido por mí.

La sorpresa destelló en los ojos de Tanjiro.

— ¿Convertido…? —repitió, incrédulo—. Pero… usted dijo antes que solo Muzan podía crear demonios.

Tamayo ascendió con un leve movimiento de cabeza, su mirada teñida de una tristeza antigua.

—Y eso sigue siendo cierto, en esencia. Me llevó más de doscientos años lograrlo… y al final, solo conseguí convertir a Yushiro. Para Muzan es un acto natural, un simple capricho. Para mí... fue el resultado de siglos de arduo estudio y desesperada experimentación.

Tanjiro parpadeó, como si las palabras necesitaran ser procesadas varias veces antes de encontrar alojamiento en su mente.

—¿Doscientos años…? —musitó, aún asombrado.

Una sonrisa tenue, casi melancólica, se dibujó en los labios de Tamayo, y apoyó nuevamente con una calma que solo el paso implacable del tiempo puede conceder.

El silencio que siguió fue denso, pesado como la bruma de una noche cerrada. Tanjiro sintió un escalofrío recorrerle la espalda, una pregunta formándose en su interior. Era un impulso casi inocente, propio de su naturaleza sincera. Sin meditar demasiado, la dejó escapar.

—Disculpe… pero, ¿cuántos años tiene?

El efecto fue inmediato y brutal.

Un golpe seco le impactó en el pecho, obligándolo a tambalearse hacia atrás.

—¡¡¿A quién demonios le preguntas eso, idiota?!! —vociferó Yushiro, con el rostro encendido de furia.

Antes de que Tanjiro pudiera siquiera reaccionar, recibió un segundo y luego un tercer golpe, todos dirigidos exactamente al mismo lugar. Yushiro lo golpeaba con ambas manos, como un niño airado pero extraordinariamente determinado.

—¡No puedes preguntar algo así a una dama, bestia insensible! ¡Retráctate ahora mismo!

—¡L-Lo siento! ¡De verdad no era mi intención! —gimió Tanjiro, intentando protegerse mientras retrocedía torpemente.

Pero el joven demonio no cedía.

—¡Cállate! ¡Tu existencia misma es una ofensa irreparable!

—¡¿Qué se supone que significa eso!? —protestó Tanjiro, entre golpes y exclamaciones de disculpa.

El forcejeo habría continuado si no fuera por una sola palabra, dicha con la autoridad implacable de una madre regañando a un niño desobediente:

—Yushiro.

El nombre cortó el aire como una cuchilla afilada. De inmediato, Yushiro se detuvo, petrificándose en el acto como si su cuerpo hubiera sido congelado por un hechizo.

Con un resoplido irritado y las mejillas aún sonrojadas, soltó a Tanjiro de mala gana, aunque no sin lanzar una última mirada fulminante antes de retroceder obedientemente a un rincón de la estancia.

Tanjiro, aún frotándose el pecho adolorido, no pudo evitar pensar que tal vez había hecho la pregunta más peligrosa de toda su vida.

Sin alterar su compostura, Tamayo retomó la conversación como si el pequeño altercado jamás hubiera ocurrido, su voz acariciando el ambiente con una calma casi hipnótica.

—No deseo crear más demonios —declaró con suavidad, sus ojos posándose en Tanjiro con una tristeza apenas perceptible—. Solo he transformado a quienes no tenían otra opción... personas al borde de la muerte, consumidas por enfermedades incurables o heridas mortales.

Tanjiro avanza lentamente, atento a cada palabra.

—Incluso entonces —prosiguió ella, su tono teñido de una gravedad serena—, jamás los obliga. Siempre les ofrezco la elección: morir como humanos... o vivir como demonios. La decisión es y será siempre suya.

El joven inhaló profundamente, permitiendo que su agudo sentido del olfato lo guiara. El aroma que envolvía a la mujer era puro, desprovisto de falsedad. No había engaño en sus palabras. Y eso bastó para que su cuerpo, tenso hasta entonces, comenzara a relajarse.

Tanjiro reunió el valor necesario para formular la pregunta que rondaba su mente desde hacía rato, una chispa de esperanza brillando en su mirada.

—Existe… alguna manera de que un demonio recupere su humanidad?

Tamayo guardó silencio por un instante, como si pesara cuidadosamente su respuesta. Luego ascendió, lenta y solemnemente.

—Sí… existe un camino de regreso.

Tanjiro contuvo la respiración, expectante.

—Todas las enfermedades tienen una cura —afirmó con convicción—. Por más grave que sea el mal, siempre existe una posibilidad de sanarlo. Todavía no ha descubierto el método para devolver la humanidad a un demonio, pero sé, con certeza absoluta, que ese día llegará.

Sus palabras, llenas de una fe inquebrantable, resonaron en el pecho de Tanjiro. Un calor desconocido se apoderó de él, alimentando la esperanza que se negaba a abandonar.

Tamayo, tras una breve pausa, continuó con voz más baja, como si el peso de sus próximas palabras requiriera mayor cautela.

—Para desarrollar una cura, necesitamos estudiar la sangre de demonios, especialmente de aquellos que han recibido grandes cantidades de sangre de Muzan Kibutsuji.  

Entrelazó las manos sobre su regazo, su postura denotando una mezcla de serenidad y determinación.

—No será una tarea sencilla. Los demonios con alta concentración de sangre de Muzan son excepcionalmente poderosos. Conseguir muestras de ellos implica un riesgo considerable… un riesgo que no puedo imponerte.

Tanjiro permaneció en silencio, reflexionando. Sus pensamientos se sucedieron rápidamente, pero su resolución era firme. Finalmente, alzó el rostro y respondió con una serenidad que desbordaba coraje.

—Lo haré —dijo, sin titubear—. Si eso puede salvar a quienes fueron forzados a perder su humanidad… entonces no escatimaré esfuerzos. Haré todo lo que esté en mi mano.

Tamayo lo observó largamente, como estudiándolo en el fondo de su ser. No encontré codicia, ni ambición, ni siquiera deseo de gloria. Solo una bondad genuina, una pureza que en su existencia longeva pocas veces había presenciado.

Una leve sonrisa, cálida y triste, se dibujó en sus labios.

—Gracias.

A un costado, Yushiro los observaba con los puños cerrados a ambos lados del cuerpo, los ojos encendidos de una irritación feroz. Era incapaz de comprender qué veía la señora Tamayo en ese chico vulgar de aretes hanafuda. Para Yushiro, Tanjiro no era más que un intruso molesto.

Sin embargo, por un momento, la calma se sentó en el aire.

Tamayo volvió la mirada hacia una ventana entreabierta, dejando que la brisa fresca acariciara su rostro. Cuando habló de nuevo, su voz era apenas un susurro, cargada de una sutil gravedad.

—Debiste enfrentar muchos peligros para llegar hasta aquí… sobre todo considerando la presencia de "aquellos dos".

Tanjiro parpadeó, desconcertado.

—¿Aquellos dos?

Tamayo entrecerró los ojos, observándolo de reojo como si evaluara cuidadosamente cada matiz de su reacción.

—Al principio pensé que estabas solo… —comenzó, su voz suave, aunque cargada de una sutil gravedad—. Pero fue imposible no percatarse de ello. Dos presencias extremadamente poderosas se acercaban contigo. No llegamos a cruzarnos, pero… —su mirada se desvió brevemente hacia la ventana entreabierta, como si todavía pudiera sentir aquel eco latente en el aire— estaba muy cerca. Demasiado cerca como para ignorarlas.

A su lado, Yushiro frunció el ceño con visible disgusto, registrando el momento exacto en que aquellas auras pesadas como plomo rozaron los límites de su percepción. Aunque habían sido efímeras, su intensidad bastó para poner todos sus sentidos en guardia.

Tanjiro entreabrió los labios, visiblemente incómodo, y tardó un instante en encontrar las palabras adecuadas.

—Ah… entiendo a qué se refiere. Pero... —se llevó una mano a la barbilla, rascándose ligeramente mientras buscaba cómo explicarlo— en realidad, solo uno de ellos me ha acompañado hasta aquí. —Desvió la mirada hacia el suelo, azorado—. El otro… bueno, sería más preciso decir que intentó matarme en cuanto me vio.

Una sonrisa torpe cruzó brevemente su rostro, incapaz de disfrazar del todo la incomodidad que lo embargaba.

Tamayo lo observó en completo silencio, su rostro sereno, aunque sus ojos parecían analizarlo con una minuciosidad clínica.

— ¿Entonces no viajas con ambos? —preguntó con tono neutro.

Tanjiro ladeó la cabeza, pensativo.

—¿Ambos? —repitió con desconcierto—. No, solo con uno… aunque no estoy seguro de que "viajar juntos" sea la expresión correcta. Es complicado.

Tamayo avanza lentamente, procesando la información con evidente cautela. No obstante, su expresión no cambió.

—Ya veo… entonces no forman parte de un mismo grupo, ¿verdad?

El chico se siente cómodo con suavidad, pero optó por no profundizar.

—La verdad… apenas lo conocí hoy —admitió en voz baja, recordando la tensión inicial y las pocas palabras intercambiadas—. Y las cosas… bueno, se volvieron complicadas bastante rápido.

Tamayo cruzó las manos sobre su regazo, adoptando una actitud reflexiva.

—Eso explica muchas cosas —murmuró—. Por un momento, llegué a pensar que eran tus guardianes personales. Su energía… era demasiado inusual para ser ignorada.

Tanjiro soltó una risita nerviosa, imaginando fugazmente la expresión de fastidio que habría dibujado el rostro de Tomioka si hubiera escuchado semejante suposición.

—No, nada de eso —negó, apretando la nuca con una mano, incómodo—. Solo… coincidencias, supongo.

A pesar de su respuesta ligera, Tamayo no dejó de observarlo con una intensidad tranquila, como si estuviera ensamblando en silencio las piezas dispersas de un rompecabezas.  

¿Un demonio puro viajando con un humano…? Era una circunstancia que, por su experiencia, rozaba lo improbable. Los demonios, sobre todo los de linaje puro, despreciaban de manera instintiva a la humanidad; huían de las sociedades humanas o las destruían sin remordimiento. ¿Por qué entonces alguien de esa naturaleza lo acompañaría sin matarlo?

La semilla de la sospecha quedó sembrada en su interior, aunque, con la misma elegancia que la caracterizaba, eligió no exteriorizarla todavía.

Yushiro, mientras tanto, bufó audiblemente, su irritación tan palpable como su desconfianza.

—Coincidencias o no —masculló—, esos tipos deben mantenerse bien lejos de aquí.

Tamayo no respondió de inmediato. Su mirada, serena pero inquisitiva, volvió a posarse en Tanjiro como si sopesara cuidadosamente las palabras que aún no pronunciaba. El silencio que se tendió entre ambos no era incómodo; Era más bien una pausa cargada de expectación, como el leve espacio entre el rayo y el trueno.

Finalmente, Tamayo habló, su voz tan suave como un murmullo compartido entre almas que ya se entienden sin necesidad de muchas palabras.

—Disculpa mi franqueza… —dijo, su tono casi un susurro— pero, ¿sabes realmente qué son ellos?

Tanjiro parpadeó, ligeramente sorprendido. La pregunta parecía tan sencilla, y sin embargo, pesaba en el aire como una piedra suspendida a punto de caer.

Su mirada descendió, como si buscara la respuesta en las líneas de la madera gastada del suelo. Cerró la mano inconscientemente alrededor de su muñeca, en un gesto que hablaba de contención.

—No lo sé con certeza —admitió al cabo de unos instantes, la voz baja y tensa, cargada de una honesta vacilación—. Pero sí… he llegado a sospecharlo.

Tamayo, paciente, no rompió su silencio. Lo dejó continuar a su ritmo.

—Me refiero a Tomioka-san —aclaró Tanjiro, girando apenas el rostro hacia ella—. Él fue quien me ayudó desde el principio. No sabía exactamente quién era… solo apareció cuando más lo necesitaba. Y cuando resultó herido… —Su voz se quebró un instante, mientras sus recuerdos flotaban a la superficie—. Mi brazo… no fue tratado con vendas ni medicina tradicional. Fue otra cosa...

El muchacho guardó silencio, atrapado brevemente en la memoria de aquel momento: la agonía lacerante del dolor, disuelta súbitamente por una sensación cálida, apenas un roce sutil, como el leve aleteo de una mariposa posándose sobre una flor. No hubo rudeza ni crudeza en aquel toque; solo una ternura inesperada que había logrado calmar el tormento.

Tanjiro, sin encontrar del todo las palabras, apartó la mirada, sus dedos entrelazándose con torpeza en su regazo. Finalmente, inhaló hondo y dejó ir aquella línea de pensamiento inacabada.

—No creo que sea humano —murmuró al fin—. Pero tampoco creo que sea alguien que busque hacer daño. Confío en él.

Una breve vacilación atravesó su semblante, como una sombra pasajera.

—En cuanto al otro… —añadió, frunciendo levemente el ceño, su expresión tornándose pensativa—. Apenas lo conocí. No puedo decir mucho de él, pero... no parece sentir mucha simpatía hacia mí.

Una sonrisa nerviosa asomó en su rostro mientras se rascaba la nuca con un ademán tímido. Era claro que, pese a su sinceridad, le costaba poner en palabras las impresiones confusas que aquel encuentro le había dejado.

Sabía, eso sí, que el otro ser no era humano. Era imposible no notarlo. El aroma que desprendía, la forma en que hablaba de los humanos como si fueran criaturas ajenas… y sobre todo, aquel zorro. Un zorro que, inexplicablemente, compartía la misma esencia que ese hombre.

Tamayo inclinó ligeramente la cabeza, sus ojos dorados llenos de una luz reflexiva.

—Entonces, viajas con uno de ellos —concluyó en voz baja—, y el otro… simplemente se cruzó en tu camino.

Tanjiro avanzando con lentitud, confirmando sus palabras sin añadir más.

Tamayo cerró brevemente los ojos, como si organizaba piezas dispersas en su mente.

—Ya veo —murmuró, más para sí misma que para él—. Sus presencias… Uno era como una brisa serena, envolvente, tranquila… el otro, como un mar contenido a duras penas, peligroso e impredecible.

Tanjiro bajó la mirada, absorto.

—No parecen iguales entre sí —musitó.

—No lo son —corroboró Tamayo, su voz un tenue eco en la estancia—. Pero ninguno de los dos pertenece ya a este mundo humano.

El silencio volvió a adueñarse de la habitación, pero esta vez era más denso, más cargado de significado. Como un manto pesado que, en lugar de oprimir, invitaba a la reflexión.

Tamayo fue quien, con su voz tranquila y firme, rompió esa calma suspendida.

—No todos los que no son humanos son enemigos, Tanjiro —dijo, sus palabras cargadas de una seriedad suave, casi maternal—. Pero tampoco todos son aliados. No lo olvides.

Tanjiro avanzó con lentitud, dejando que la advertencia calara hondo en su corazón. Una parte de él ya lo sabía, la vida misma se lo había insinuado, pero oírlo de labios de alguien como la señorita Tamayo dotaba a aquella verdad de un peso irrefutable.

Antes de que pudiera retomar la conversación, un movimiento abrupto desvió su atención. Yushiro se había puesto de pie de golpe, su postura ahora tensa, casi alerta. Sus ojos, siempre agudos, se posaron en Tamayo, y aunque no medió palabra entre ellos, un solo cruce de miradas fue suficiente para que la mujer comprendiera.

—Me habría gustado seguir conversando contigo —dijo Tamayo con serenidad, su rostro inmutable, aunque en sus ojos brillaba una pizca de pesar—. Pero, por ahora, debemos concluir aquí.

Tanjiro parpadeó, confundido. Miró a Tamayo buscando alguna explicación, al mismo tiempo que no pudo evitar notar el súbito cambio en el ambiente: el aroma de Yushiro, antes tenue, se había tornado más agudo y tenso, como un hilo a punto de romperse.

Antes de que pudiera hacer alguna pregunta, Yushiro cruzó la distancia que los separaba con pasos firmes. Sin el menor cuidado, le sujetó el brazo con fuerza, sus uñas brevemente amenazando con marcar la piel.

—No te quedes ahí sentado como un tonto —murmuró en voz baja, pero cargada de fastidio—. Levántate y camina de una vez.

Tanjiro, un tanto torpe ante la brusquedad del joven, apenas logró ponerse en pie y seguirle el paso sin tropezar. Yushiro tiraba de él con una premura apenas contenida, como si cada segundo que perdieran los expusiera a un peligro invisible.

Justo antes de cruzar el umbral de la puerta, Tanjiro se volvió instintivamente para mirar a Tamayo una vez más. Allí estaba ella, marcada por la tenue luz de la estancia, con esa presencia serena que parecía casi etérea.

—¡Muchas gracias por todo! —exclamó, su voz limpia y sincera resonando en el aire.

Tamayo le dedicó una leve sonrisa, tan delicada que parecía flotar, apenas insinuada en su rostro. Con una de sus manos pálidas y elegantes, levantó los dedos y agitó suavemente la mano en un gesto de despedida silenciosa, como una bendición no pronunciada.

Y entonces, Tanjiro fue arrastrado fuera de la sala, con el aroma de incienso y medicina desvaneciéndose lentamente a su espalda.

 

(...)

 

Sobre las llanuras de un bosque azotado por el viento, la noche parecía temblar bajo la violencia del ambiente. Las ráfagas agitaban la pradera salvaje, haciendo crujir las briznas como si gimieran. Entre la penumbra, pequeñas linternas de fuego parpadean, se dispersan como luciérnagas moribundas. Algunas yacían ya apagadas, sus restos de madera destrozados manchados de sangre espesa y oscura.

No lejos de allí, los cadáveres de varios hombres reposaban en posturas grotescas, sus armaduras hendidas como papel y sus cuerpos cercenados con brutal precisión. Era el vestigio de una batalla despareja, un despliegue de fuerza abrumadora contra un puñado de vidas insignificantes.

Y en medio de aquella escena desoladora, se erguía una única figura. Un hombre de porte esbelto y elegante, cuya presencia parecía helar incluso al viento. Su cabello oscuro ondeaba con languidez, salpicado de rojo carmesí igual que sus ropajes finos, aunque él no parecía reparar en ello. Su rostro inmutable, de una palidez antinatural, reflejaba la ausencia absoluta de remordimiento. Sus ojos, fríos y abismales, contemplaban el horizonte como si lo que acababa de ocurrir no mereciera ni siquiera un pensamiento.

Su ceño se frunció, sutil, mientras algunas venas se marcaban en su rostro y cuello, vibrando con la irritación contenida.

"Una pérdida de tiempo." 

La voz en su mente era gélida.  

"Los rumores sobre el lirio azul no eran más que patéticas invenciones."

Desvió una mirada impasible por encima del hombro, observando los cuerpos sin vida de aquellos guardias que, momentos antes, se habían encargado de escoltarlo fuera del peligro de la aldea. Como si su existencia no hubiera significado nada y en verdad, para él, no lo significaba. Volvió a fijar la vista en la vasta negrura del bosque.

Con un simple chasquido de sus dedos, un sonido sutil que apenas rompió el silbido del viento, dos figuras emergieron de las sombras. Los demonios se materializaron como si hubieran sido parte misma de la noche: se arrodillaron ante él, inclinando las cabezas con una devoción silenciosa.

La voz del hombre, melódica ya la vez llena de una autoridad inapelable, quebró el silencio:

—Hay un chico... —murmuró, como si hablara más consigo mismo que con ellos—. Lleva aretes Hanafuda.  

Un destello de crueldad iluminó fugazmente sus ojos rojizos.  

—Quiero su cabeza. Tráiganmela —ordenó, su tono tan sereno que era más aterrador que cualquier grito—. ¿Entendido?

—Sí —asintió uno de ellos, con voz apenas un susurro.

—Como usted ordene —confirmó el otro, temblando bajo el peso de su mandato.

Sin perder un segundo, los demonios se desvanecieron en un parpadeo, absorbidos por la espesura del bosque como espectros convocados por el odio.

Muzan Kibutsuji permaneció allí, en solitaria majestuosidad, rodeado por el hedor de la sangre y el susurro de las almas recién extinguidas. Como una fuerza de la naturaleza, indiferente, eterna, despiadada.

 

Y el viento, incapaz de barrer su presencia, siguió gimiendo sobre la tierra profanada.

 

(...)

 

 

— ¿Qué está sucediendo? —preguntó finalmente Tanjiro, rompiendo el tenso silencio. Hasta ese momento había estado demasiado confundido por el cambio abrupto en el ambiente, y por la manera casi brusca en la que Yushiro lo había sacado de la habitación, como si temiera que un simple instante de demora pudiera provocar un desastre.

Yushiro le dirigió apenas una mirada fugaz por encima del hombro mientras cruzaba el umbral hacia el patio exterior, su figura deslizándose con rapidez entre las sombras.

—Se están acercando —respondió en un tono más grave, aunque aún tratamiento de esa irritación constante que parecía inherente a su carácter.

—¿Se acercan? —repitió Tanjiro, apresurándose a seguirlo para no quedarse atrás—. ¿Quienes? ¿De quién hablas? ¿Estamos en peligro?

Una tensión casi imperceptible se apoderó de sus hombros. Su instinto le dijo que algo no estaba bien.

—Será peligroso para nosotros si te quedas aquí —explicó Yushiro, sin detenerse—. Encontrarán este lugar... incluso a pesar de la técnica de ocultamiento de mi sangre.

Mientras hablaba, extendiendo la mano hacia una de las paredes aparentemente sólidas de la casa. Sus dedos desaparecieron como si la superficie los hubiera absorbido, y sin vacilar, hundió el brazo, luego el torso, hasta que todo su cuerpo fue engullido por la ilusión.

—¿Qué...? ¿Pero quién...? —balbuceó Tanjiro, quedándose quieto, atónito por un instante.

No recibió respuesta. Solo el silencioso vacío donde segundos antes había estado Yushiro. El asombro lo embargó nuevamente, como cada vez que veía cómo aquella casa, oculta bajo capas de ilusiones tejidas con sangre, podía desaparecer del mundo exterior. Frunciendo el ceño, sacudió la cabeza y se apresuró a seguirlo, atravesando la pared ilusoria.

Al otro lado lo esperaba Yushiro, de brazos cruzados y una visible molestia dibujada en su rostro, como si recriminara su lentitud.

Sin decir una palabra, Yushiro alzó un brazo y señaló hacia el espeso bosque que los rodeaba. El viento, ahora más frío, agitaba las hojas de los árboles, arrancándoles susurros inquietantes.

—Por allí —indicó con un movimiento seco de su dedo—. Si sigues caminando en línea recta, encontrarás a ese hombre que te acompaña.

Bajó el brazo con un gesto impaciente, casi ordenándole irse de una vez.

Tanjiro miró primero a Yushiro, luego a la oscuridad que se extendía ante él. La luz era escasa, y el bosque parecía una boca abierta lista para devorarlo. Aun así, no podía permitirse abusar más de la hospitalidad que le habían brindado. Dio un par de pasos hacia los árboles, pero se detuvo, incapaz de marcharse sin resolver la inquietud que pesaba sobre su pecho.

— ¿Qué esperas? —gruñó Yushiro, agitándole una mano como si espantara a un animal salvaje—. ¡Vete de una vez!

—Yushiro-kun —llamó Tanjiro, su voz apenas un susurro que el viento parecía llevar quererse—. ¿Sabes... qué es exactamente Tomioka-san?

 

El joven demonio chasqueó la lengua, visiblemente irritado. Su expresión, ya de por sí impaciente, se endureció aún más.

—Ese sujeto? —espetó con desdén, dándole la espalda—. No me interesa. Y tampoco necesito saberlo.

Tanjiro frunció levemente el ceño, su mirada aún fija en él.

—Es solo que... cuando lo vi pelear, y cuando me ayudó, no parecía completamente humano. Pero tampoco se siente como tú... o como la señorita Tamayo.

Durante un instante, Yushiro no respondió. Luego lo miró de reojo, sus pupilas de un púrpura pálido brillando bajo la luz tenue, como el reflejo de una verdad que no quería nombrar.

—No esperes que otros te den todas las respuestas —dijo al fin, su voz cortante como un filo de hielo—. Si quieres entender quién camina a tu lado, obsérvalo bien. Escúchalo. Y si tienes suerte... quizás él mismo te muestre algo.

Tanjiro supo entonces que no obtendría más de él.

—Ya te di lo que querías. Lárgate de una vez —espetó, sin molestarse en mirarlo de nuevo.

Tanjiro avanzando con lentitud, aceptando que no obtendría más respuestas. 

—Gracias —murmuró en voz baja, más por cortesía que con la esperanza de ser escuchada.

Se volvió entonces hacia el bosque, dejando atrás la figura recortada de Yushiro, que lo observaba desaparecer entre la maleza con el ceño fruncido y los labios apretados.

El bosque se cerró a su alrededor como un manto vivo. Tanjiro avanzaba con pasos torpes, apartando ramas que rozaban su rostro y esquivando raíces que emergían del suelo como manos dispuestas a hacerlo caer. El follaje denso, humedecido por el rocío de la noche, se adhería a su ropa, impregnándola de fragancia a tierra mojada.

La oscuridad era casi absoluta, rota apenas por algunos jirones de luz lunar que se filtraban entre las copas, lanzando destellos plateados sobre el sendero apenas visible. Cada paso requería concentración: un descuido y tropezaría en aquella maraña de sombras y madera.

El viento soplaba con suavidad, un susurro antiguo que jugaba entre las hojas, desordenando los cabellos de Tanjiro y llevando consigo los secretos del bosque.

Fue entonces cuando lo percibió.

Un aroma familiar, sutil pero inequívoco, se deslizó hasta él como un hilo invisible: fresco como el agua de un arroyo de montaña, limpio y sereno, con un dejo a madera húmeda. Su corazón dio un vuelo inmediato.

—Tomioka-san… —susurró, casi sin aliento, como si temiera romper aquel frágil lazo que lo guiaba.

Sin pensarlo, siguió el rastro, guiado únicamente por su olfato, por esa presencia inconfundible que flotaba en el aire.

Sin embargo, conforme avanzaba, otro aroma comenzó a hacerse presente.

Al principio, era apenas un eco en el viento. Pero pronto se volvió más denso, más tangible. Tenía algo de salvaje: un matiz metálico, como sangre seca, mezclado con la frescura de la hierba aplastada bajo pisadas furtivas. También traía consigo un olor tenue a ceniza, como brasas extintas, y un fondo almizclado que evocaba a los animales del bosque, a los zorros que se ocultaban en los templos abandonados de las montañas.

Se detuvo, alerta.

Ese aroma no era de Tomioka.

Era el de aquel hombre que antes lo había atacado.

Y sin embargo, ahora, ambos olores se entrelazaban en el aire como hilos trenzados, moviéndose juntos en la misma dirección.

El corazón de Tanjiro palpitaba con fuerza, pero no dudó. Reanudó la marcha, adentrándose aún más en la espesura que parecía cerrarse sobre él, cada vez más cerca de descubrir lo que lo aguardaba.

Apartó con esfuerzo unas ramas bajas y, al hacerlo, emergió en un sendero natural. Allí el bosque se abría ligeramente, permitiendo que la luz de la luna dibujara un tapiz fantasmal sobre el suelo cubierto de musgo y hojas caídas. El aire era más claro, más frío. Las sombras ya no parecían tan densas, pero el silencio era aún más profundo.

Sin perder tiempo, Tanjiro echó a correr.

El musgo amortiguaba sus pisadas, pero las ramas aún lo arañaban al pasar, dejando finas líneas rojas en su piel. Apenas las sintieron. Su estaba atención fija en esa sensación, en ese llamado invisible que lo conducía hacia adelante.

Un crujido lo detuvo de golpe.

No era el susurro del viento ni el roce de las hojas. Era algo más: el leve crujido de ramas bajo un peso que no era el suyo.

Tanjiro alzó la mirada.

El viento parecía contener el aliento.

Y entonces lo vi.

Elevándose entre las copas de los árboles, recortada contra el cielo nocturno iluminado por la luna, la figura de Tomioka emerge con una quietud casi irreal. El haori ondeaba levemente, como si la noche misma se aferrara a sus pliegues. Su cabello oscuro se agitaba con la brisa y su expresión, seria, insondable, parecía fundirse con la serenidad imperturbable del bosque.

Por un instante, Tanjiro pensó que no pisaba el suelo, sino que descendía desde el mismo cielo, invocado por la luna, etéreo como un espíritu guardián de la noche.

La presencia de Tomioka era sólida ya la vez intangible, como si perteneciera más al bosque y al viento que al mundo de los hombres.

Tanjiro dio un paso atrás sin darse cuenta, como si el suelo mismo hubiera comenzado a ceder bajo sus pies. Su respiración se aceleró, tratando de calmar su agitación, pero las palabras se le escapaban, ahogadas por la quietud abrumadora del momento. Frente a él, Tomioka descendía con una gracia etérea, casi como si no tocara el suelo, sus pies se posaron suavemente sobre la capa de hojas caídas, sin esfuerzo, con una precisión silenciosa que contrastaba con la inquietud creciente de Tanjiro. Cada movimiento era tan preciso, tan calculado, que el joven no pudo apartar la mirada, cautivado por la serenidad que irradiaba.

El silencio entre ellos se expandió, denso y absoluto, como si el bosque entero hubiera detenido su respiración. La luna, oculta tras las ramas de los árboles, parecía observarlos con una calma distante, y el aire nocturno se había vuelto espeso, impregnado con la fragancia húmeda del bosque.

Tanjiro intentó hablar, pero sus labios se abrieron sin emitir sonido alguno. Un nudo se forma en su garganta. Por un momento, se quedó simplemente mirándolo, como si buscara entender, aunque supiera que lo imposible era comprender esa presencia tan silenciosa, tan ajena, que parecía estar más allá de la comprensión humana. “Él está bien…” pensó, como un consuelo inefable. 

Finalmente, y con voz apenas audible, murmuró:

—Tomioka-san… 

La palabra flotó en el aire, tenue y quebrada. 

Tomioka no respondió. Su mirada, fría y distante como el reflejo de la luna en agua tranquila, permaneció fija sobre él, implacable y silenciosa, mientras la oscuridad entre ellos parecía estrecharse, como si todo el bosque estuviera suspendido en ese instante.

Tomioka separó ligeramente los labios, como si fuera a decir algo, pero justo en ese momento, el crujido de hojas secas siendo aplastadas resonó detrás de él, rompiendo la calma de la noche. El viento, que hasta ese momento había sido suave, se volvió más denso y pesado, como si el aire mismo se hubiera enfriado. Tanjiro sintió un escalofrío recorrer su espalda, sus sentidos agudizándose al instante.

Su mirada se desvió hacia la figura que emergía entre la maleza. En el borde de la oscuridad, una sombra se movió con rapidez, deslizándose sobre el terreno como un espectro, hasta aterrizar con una gracia vertiginosa junto a Tomioka, a una velocidad casi sobrenatural.

Los ojos de Tanjiro se entrecerraron, intentando enfocar la figura que acababa de surgir. En un parpadeo, creyó ver a una criatura salvaje, de esas que acechan en las sombras, pero al instante siguiente, la silueta se erguía por completo, bañada por la luz plateada de la luna. Y cuando sus ojos finalmente captaron la imagen con claridad, el reconocimiento fue inmediato.

La melena desordenada, de un color melocotón claro, caía en mechones rebeldes sobre el rostro de la figura. Sus ojos, afilados y penetrantes como cuchillas, brillaban con una intensidad que hacía eco en la oscuridad. Y aquella máscara de zorro, apenas sostenida por una cinta que la mantenía en su lugar, completaba la imagen. La vista de aquel rostro le golpeó el pecho con la fuerza de un impacto físico, como si todo su ser hubiera sido detenido por un segundo.

Era él.  

El mismo hombre que horas atrás lo había atacado sin previo aviso, sin una sola palabra, como una fuerza de la naturaleza que no necesitaba justificación. El mismo que ahora lo miraba desde las sombras con una frialdad primitiva, con una hostilidad tan intensa que parecía hermano de un odio antiguo, enterrado en lo más profundo de su ser.

Tanjiro se quedó quieto, anclado al suelo por algo más espeso que el miedo. Era desconcierto. Era la prudencia nacida de no comprender qué había detrás de aquellos ojos afilados como cuchillas.  

No dije nada  

No había palabras adecuadas en su garganta. Solo observar, en un intento desesperado de leer los pliegues tensos del rostro del otro, de encontrar alguna fisura por donde colarse y entender.

El hombre de melena color melocotón sostuvo su mirada con la misma intensidad implacable. Una de las comisuras de sus labios se curvó apenas en un gesto ambiguo: no era una sonrisa, ni tampoco una burla abierta. Era algo más sutil, más cruel; la promesa de que ni una palabra sería gratuita.

El silencio entre ambos se tensó como una cuerda a punto de quebrarse.

Sabito, no apartaba la mirada. Lo examinaba como un depredador que aún decide si el intruso merece su tiempo o su colmillo. Cada fibra de su ser parecía contener violencia contenida, como un filo de katana guardado a medios en su funda.  

Tanjiro, aunque inmóvil, no estaba pasivo. Todo su cuerpo vibraba en alerta, un temblor apenas perceptible que recorría sus músculos, listo para defenderse si la chispa volvía a encenderse.

Fue entonces cuando Tomioka dio un paso adelante.

No mediaron palabras.

Caminó con esa serenidad insondable que le era propia, sin precipitación ni desconfianza en sus movimientos. Se desplazó hasta colocarse entre Tanjiro y la mirada penetrante de Sabito, como una muralla silenciosa.  

Aquel gesto, mudo pero poderoso, peso en el aire más que cualquier amenaza o súplica.  

Sabito no retrocedió, pero algo en su semblante se aguantó, como si aquella simple intervención le disgustara aún más que un golpe directo.

Tomioka se detuvo, quedando apenas a un par de pasos de Tanjiro.  

Giró el rostro hacia él, y durante unos segundos, ambos quedaron suspendidos en ese espacio frágil, donde el viento apenas osaba moverse.  

Los ojos de Tomioka, tan insondables como un lago en plena noche, parecían contener pensamientos que no llegaban a pronunciarse.

Con lentitud medida, extendiendo una de sus manos.

Tanjiro parpadeó, confundido.  

Su mirada descendió, siguiendo la curva de esa mano pálida, curtida por años de lucha, pero todavía poseedora de una suavidad serena en su trazo.

— ¿Eh...? —escapó de sus labios, un susurro más que una pregunta.

No lo comprendia.  

No hasta que vio lo que Tomioka sostenía.

Entre sus dedos descansaba el juzu: el rosario que creía perdido, aquel que había sido arrancado de su posesión en el encuentro anterior.  

Las cuentas, pulidas por el tiempo y el roce de plegarias antiguas, resbalaron desde la mano de Tomioka hasta caer suavemente en las suyas.

Tanjiro miró el objeto con una mezcla de incredulidad y alivio, como si sostuviera un fragmento olvidado de sí mismo.

—¿Cómo...?

La pregunta murió en su garganta.

Alzó los ojos hacia Tomioka, buscando en su expresión alguna respuesta.  

Solo encontré un leve asentimiento, apenas un movimiento de cabeza, cargado de una simpleza que no necesitaba explicación.

—Te pertenece, ¿no? —dijo Tomioka, su voz baja y seca, como el crujido de las hojas bajo sus pies.

Tanjiro presionó el juzu entre los dedos, sintiendo el frío de las cuentas que lentamente se entibiaban en su palma.  

No solo era el objeto devuelto, sino el modo en que había sido devuelto lo que le llenaba el pecho de una tibieza inesperada.

—Gracias… —susurró, con una dulzura casi infantil, sin darse cuenta del peso de sus propias palabras.

Tomioka ladeó apenas la cabeza, como quien recibe algo incomprensible pero no se molesta en rechazarlo.  

No entendía la gratitud del chico.  

Solo había recogido el rosario del suelo, después de que Sabito lo hubiera despreciado como si no valiera nada.  

A sus ojos, aquel objeto no era más que un adorno inútil; Sin embargo, reconoció el aroma que emanaba del juzu, el mismo aroma cálido y terroso que acompañaba a Tanjiro.  

Por eso había supuesto que querría recuperarlo.

Y aún así, verlo abrazarlo contra su pecho, como si hubiera recuperado algo irremplazable, dejó en Tomioka una leve impresión. Una mancha de algo tenue, como un reflejo sobre el agua quieta.

Un escalofrío furtivo recorrió la espalda de Tanjiro, como la caricia helada de un viento muerto. A la par, un bufido breve, áspero y carente de humor, brotó de los labios de Sabito. Sonó como el crujido de ramas secas al quebrarse bajo un paso impaciente, un sonido pequeño pero demoledor en medio del silencio tenso que los envolvía.

No fue necesario que hablara de inmediato. Bastó su sola presencia, ahora más pesada y áspera, como si cada exhalación arrastrara consigo un juicio silencioso e implacable.

La atmósfera, que apenas había encontrado un respiro, volvió a tensarse, densa como la niebla de los bosques antiguos.

—Deja de perder el tiempo —espetó Sabito finalmente, su voz baja y contenida, pero llena de una irritación apenas domesticada. Sin embargo, esa furia no estaba dirigida hacia Tomioka, sino claramente hacia Tanjiro, como si su sola existencia fuera una ofensa a su paciencia—. El hedor a sangre aún impregna el aire. No podemos desperdiciar la noche en cortesías vacías.

Tanjiro sintió que sus músculos se tensaban instintivamente. Había en las palabras de ese hombre un filo cruel, un desprecio tan palpable que parecía morderle la piel. Aun así, el hombre de cabellera color durazno apenas si le dirigió una mirada, una mirada que rebotó contra él como una piedra arrojada con descuido, como si observarlo de frente fuera indigno de su tiempo. Rápidamente, sus ojos se desviaron hacia la espesura del bosque, atentos, expectantes.

Y entonces, soltó la verdadera carga:

—El rastro de Kibutsuji aún no se ha desvanecido.

El nombre cayó como una piedra en un lago tranquilo.

Tanjiro alzó la cabeza, desconcertado, sintiendo cómo el mundo a su alrededor parecía tambalearse bajo sus pies.

—¿Kibutsuji...? —susurró, casi sin voz, incrédulo, como si solo pronunciar ese nombre pudiera convocar a la sombra que lo había destruido todo.

El leve temblor en su voz no pasó desapercibido. Sabito entornó los ojos con desdén, el gesto de Tanjiro sirviendo únicamente para encender más su repulsa. Le desagradaba ese atisbo de ignorancia, esa debilidad tan humana.

Antes de que Tanjiro pudiera siquiera articular una nueva pregunta, antes de que la ansiedad naciente le empujara a exigir respuestas, sintió de pronto cómo sus pies abandonaban la tierra.

Con un movimiento limpio, casi etéreo, Tomioka se había adelantado. Sus brazos, firmes como ramas jóvenes de un roble, lo alzaron sin esfuerzo, sosteniéndolo como si no fuera más pesado que una hoja atrapada en una corriente de agua.

—¡E-espera! ¿Qué estás haciendo? ¡Puedo caminar! —protestó Tanjiro, forcejeando levemente, intentando no sonar desagradecido, pero claramente incómodo ante el trato.

Tomioka bajó la vista hacia él, sus ojos imperturbables, serenos como la superficie de un estanque al amanecer.

—No —dijo con aquella calma pétrea que le era tan propia—. Perderíamos tiempo si vas por tu cuenta.

Tanjiro parpadeó, atónito, sin saber si debía insistir o dejarse llevar por aquella corriente invisible que parecía arrastrarlo, una corriente que no pedía permiso ni daba explicaciones.

—¿No es esto un poco…? —atinó a murmurar Tanjiro, incómodo aún por la manera en que era transportado.

—No te muevas —lo interrumpió Tomioka, sin necesidad de alzar la voz. Su tono, sereno pero inamovible como una roca en medio de la corriente, no admitía discusión.

Tanjiro, aunque aún abrumado por la situación, obedeció al instante. Permaneció quieto, sintiendo cómo un calor vergonzoso trepaba lentamente por su cuello hasta teñirle las orejas. Apretaba el juzu entre los dedos, todavía tibio por el contacto previo de Tomioka, como si aquel objeto pudiera anclarlo de algún modo a la realidad que se desdibujaba a su alrededor.

La voz de Sabito, seca como una hoja marchita, resonó a su espalda:

— ¿Planeas cargarlo todo el camino?

No es necesario elevar el volumen para que su desaprobación se haga sentir. Cada palabra estaba impregnada de una molestia apenas contenida, como si masticara espinas antes de hablar. Sabito se mantenía firme, los ojos duros como el pedernal, fijos en Tomioka… y en el humano que pendía de su costado como una carga inoportuna.

No esperaba respuesta. El desagrado se le notaba en la rigidez de sus hombros, en los puños apretados a ambos lados del cuerpo, de la manera en que su mirada parecía atravesar a Tanjiro con una acusación muda. ¿Acaso no era ya bastante peligroso cargar con un peso inútil? ¿Por qué, entre todas las opciones, Giyuu había decidido asumir esa carga?

Tomioka giró la cabeza apenas, lo justo para encontrar la mirada de su camarada. No era necesario intercambiar palabras; Conocía bien ese juicio silencioso, la crujiente que Sabito ni siquiera intentaba disimular. Pero había tomado su decisión, y en su mundo de deberes estrictos y amenazas constantes, no pensaba perder tiempo en justificaciones.

—Ignóralo si eso te resulta más sencillo —dijo finalmente, sin perder la calma, su voz un susurro firme que flotó en el aire como un pétalo arrastrado por la brisa. No había desafío en sus palabras, ni ironía: solo la simple aceptación de que Sabito, si no podía entenderlo, debía al menos permitirlo.

Tanjiro alzó el rostro, mirándolo con un destello de asombro en los ojos, como buscando asegurarse de que había escuchado bien. Luego, lentamente, desvió la mirada hacia el hombre de cabellera melocotón, quien seguía observándolo con un desprecio que no necesitaba ser pronunciado. El peso de aquella desaprobación era casi tangible, como si el aire mismo vibrara con todo lo que ninguno de los dos se atrevía a decir.

¿Qué había ocurrido entre ellos en su ausencia?  

¿Por qué esa persona, quien al principio no había dudado en intentar matarlo, ahora se limitaba a lanzarle miradas fulminantes desde la distancia?  

¿Y qué clase de vínculo compartían él y Tomioka, para que aquella tensión no estallara en gritos… sino se destilara en silencios mucho más tensos?

Las preguntas se agolparon en la garganta de Tanjiro, urgentes y pesadas. Sin embargo, algo en su instinto, esa voz vieja y sabia que siempre lo había guiado, le advirtió que no era el momento ni el lugar para buscar respuestas.

Sabito chasqueó la lengua, un sonido seco y desdeñoso que rompió la quietud como un látigo. Con un movimiento brusco, se dio media vuelta, y su mano se alzó apenas en un además que era puro desprecio. Sin dignarse a decir palabra, flexionó las piernas y, en un solo impulso, saltó hacia las alturas. La agilidad brutal de su cuerpo era la de una bestia salvaje: alcanzó una rama alta sin esfuerzo, y de allí se lanzó a otra, y luego a otra más, su silueta diluyéndose entre las sombras del follaje con una velocidad casi imposible de seguir.

Tomioka, silenciosa como siempre, no respondió al gesto. Solo reajustó el agarre que mantenía sobre Tanjiro, sujetándolo con firmeza, y en el siguiente latido del corazón, echó a correr tras Sabito.

Tanjiro apenas tuvo tiempo de cerrar los ojos. Sintió el cuerpo de Tomioka tensarse un instante, y luego el mundo pareció deshacerse bajo sus pies. El viento le azotó el rostro en ráfagas cortantes mientras los saltos de Tomioka, gráciles, mortales, lo impulsaban de un árbol a otro. Cada impulso era un salto al vacío, cada aterrizaje, un suspiro apenas contenido en su pecho.

Se aferró instintivamente al haori de Tomioka, sus dedos hundiéndose en la tela áspera que, aún bajo la presión de su pánico, no cedía. Más allá de ella, sentía la solidez imperturbable del cuerpo que lo sostenía, como si cargar con él no fuera más que un detalle insignificante.

Al principio, el vértigo le cerraba el estómago en un puño, y el silbido del viento devoraba todo otro sonido. Pero, poco a poco, la curiosidad venció al miedo. Lentamente, entreabrió los párpados.

Y lo que vio le robó el aliento.

Bajo ellos, el bosque se extendía como un mar de sombras ondulantes, profundo e insondable. Las copas de los árboles formaban un océano verde-oscuro que se agitaba suavemente con la brisa. Más arriba, el cielo nocturno se abría inmenso, tachonado de estrellas brillantes como brasas, tan cercano que parecía que podría tocarlas si extendía la mano.

Se desplazaban a una velocidad vertiginosa, más allá de lo que cualquier humano podría siquiera soñar alcanzar, y sin embargo, en medio de esa demencia salvaje, había una belleza cruda, feroz, que le erizaba la piel. Una libertad salvaje que parecía pertenecer a un mundo antiguo, uno donde dioses, demonios y hombres luchaban por un lugar bajo el mismo cielo interminable.

Atrapado en el brazo firme de Tomioka, sintiendo el latido tranquilo del otro contra su espalda, Tanjiro, por un momento, olvidó el miedo, olvidó la tensión... y simplemente dejó que la maravilla lo envolviera.

 

Chapter 9: Tregua

Notes:

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Chapter Text

La noche se espesaba como una tinta oscura entre las ramas altas del bosque, donde la luna apenas conseguía escurrirse entre las copas para bañar el suelo con sus destellos pálidos. El viento murmuraba entre los árboles con un lamento suave, como si intentara apaciguar la tensión que aún flotaba, suspendida, en el aire que compartían.

Tomioka se desplazaba en silencio, firme pero fluido, como si cada paso suyo respondiera al compás secreto del bosque. Cargaba a Tanjiro sin dificultad, como si su cuerpo fuera parte de su sombra. Sus ojos, serenos y ausentes, no miraban hacia atrás ni hacia adelante. Solo sostenían el presente con un estoicismo férreo.

Tanjiro mantenia la mirada baja, observando la sucesión de raíces y maleza que se deslizaba bajo sus pies, incapaz de alzar la voz para romper la quietud que lo rodeaba. No era solo agotamiento. Había una incomodidad punzante, una espina persistente clavada en su pecho: la sospecha amarga de que gran parte de esa tensión latente se debía, precisamente, a que aún estaba vivo.

—Lo siento… —musitó al fin, apenas un aliento entre los saltos suaves de Tomioka por el bosque—. No quise causar problemas entre ustedes.

Tomioka no respondió de inmediato. El silencio que siguió pareció más pesado que antes, como si cada palabra tuviera que atravesar una bruma densa para emerger. Finalmente, su voz se deslizó entre los árboles, baja pero firme, sin alterar el ritmo de su andar:

—No te disculpes por algo que no comprendes. Y mucho menos si no sabes la raíz de ello.

Tanjiro frunció levemente el ceño. La frase no sonaba como un reproche, pero sí llevaba una verdad áspera en su interior, como piedra sin pulir.

—Es solo que… parecía muy molesto. Ese hombre… Sabito.

Pronunciar su nombre le supo extraño. Lo dijo con cierta vacilación, como si nombrarlo fuese cruzar un umbral que no le correspondía. No supo si lo había pronunciado con respeto o imprudencia.

Tomioka no se inmutó. Sus ojos permanecían fijos al frente, impasibles, aunque Tanjiro alcanzó a notar cómo sus pupilas temblaban con una emoción apenas contenida. El hombre respiró hondo, dejando que el aire nocturno aligerara por un momento la carga invisible sobre sus hombros.

—Sabito no confía en los humanos —respondió finalmente, sin énfasis, pero con un tono que rozaba la resignación—. Y mucho menos en aquellos que no deberían estar aquí.

La declaración cayó como una hoja seca, ligera pero firme.

Tanjiro bajó la mirada, sintiéndose más una carga que un acompañante. La culpa se le agolpó en el estómago, como si su mera existencia en aquel grupo fuera una transgresión imperdonable.

—Lo entiendo… —susurró.

—No, aún no lo haces —dijo Tomioka, sin agresividad, pero con la firmeza de quien no endulza la verdad.

Un silencio más denso cayó entre ellos, tan espeso como la niebla que comenzaba a filtrarse desde el suelo del bosque. A lo lejos, el crujido de una rama rompió la quietud. Sabito avanzaba por el sendero más adelante, su silueta apenas visible entre la maleza, sin dignarse a mirar atrás. Caminaba como si fuera solo, como si ni siquiera compartieran el mismo mundo.

Tanjiro alzó los ojos hacia su espalda, y por un momento su silueta pareció un destello de rencor contenido, fugaz como un rayo mudo cruzando entre las sombras.

—¿Se conocen desde hace mucho tiempo? —preguntó entonces, sin poder contener la curiosidad. Su tono era suave, medido, no intrusivo, pero sí sincero.

Esta vez, Tomioka no respondió. Ni una palabra, ni un gesto. Su silencio no fue como los anteriores: no era sereno, sino cerrado, impenetrable, como una puerta que había sido sellada desde dentro.

Aun así, no pudo evitar preguntarse sobre la naturaleza de aquel vínculo. El aroma de Tomioka no mentía: había algo en él que se teñía de una profunda familiaridad cuando Sabito estaba cerca. Cariño, tal vez, pero enredado con una tensión amarga, como un recuerdo que duele sostener.

Y, curiosamente, ese mismo perfume parecía anidar también en Sabito. Un reflejo compartido, intenso, incomprensible para alguien como él.

Las ramas crujían suavemente bajo sus pies, amortiguadas por la humedad de la noche. El grupo avanzaba con cautela entre la espesura, el bosque respirando en un silencio contenido, como si la tierra misma aguardara algo. En lo alto, Sabito se detuvo sobre una rama ancha, justo encima del sendero natural que habían seguido. La luna bañaba su figura con un fulgor pálido, destacando los bordes de su haori ondeando al viento. El olor metálico de la sangre se hizo más intenso, filtrándose entre las hojas. Ya no quedaban dudas: estaba cerca.

Y entonces, el aire pareció hacerse más denso.

No hubo palabras. Pero no hacían falta.

Sus miradas se cruzaron: la de Tomioka, contenida y opaca; la de Sabito, hecha de hielo y reproche. Bastó ese fugaz contacto visual para que la noche se volviera aún más densa, más cargada, como si palabras no dichas vibraran en el aire.

Sabito frunció el ceño y desvió la vista con desdén, el gesto seco y tajante. Sin una sola palabra, se impulsó con agilidad hacia la siguiente copa, retomando su curso como si aquello no hubiera ocurrido, aunque la manera en que sus garras se afirmaron contra la corteza del árbol revelaba una furia cuidadosamente contenida.

Tomioka lo observó marcharse sin moverse, los labios sellados por una voluntad férrea. Pero sus ojos, al igual que la tensión en su mandíbula, traicionaban un mar de cosas no dichas.

Tanjiro, aún sostenido con firmeza contra el costado de Tomioka, observó aquella interacción en un silencio reverente. Sentía en el pecho un peso extraño, como si lo que acababa de presenciar no le perteneciera, pero lo afectara profundamente. No sabía lo que había ocurrido entre ellos cuando Tomioka le gritó que huyera, pero lo intuía… como una herida sin cerrar que latía entre ambos.

Finalmente, tragó saliva y alzó la voz, con un murmullo apenas lo bastante alto para ser oído:

—Ese nombre… Muzan. Sabito-kun lo mencionó antes —dijo con cautela—. ¿Por qué lo buscan?

Tomioka no respondió de inmediato. Sus ojos se entrecerraron apenas, brillando bajo la luz tenue como los de un depredador. Volteó ligeramente el rostro hacia él, evaluando la pregunta, midiendo la intención detrás de esas palabras.

Tanjiro sostuvo su mirada sin desafío, solo con la misma franqueza con la que uno mira una herida abierta. No era curiosidad morbosa. Era necesidad.

Finalmente, Tomioka volvió los ojos al frente, corriendo una rama con la mano mientras saltaba hacia el siguiente árbol, asegurándose de no perder a Sabito de vista.

—Porque debe morir —declaró al fin, su voz baja como la caída de una hoja, pero tan cortante como una hoja recién desenvainada.

No hubo ira en su tono. Ni odio. Solo una determinación quieta, glacial, inapelable. Una sentencia ya dictada.

Tanjiro sintió un escalofrío recorrerle la espalda.

Se dio cuenta entonces de que, por más que Tomioka caminara junto a él, no era del todo humano. Pero tampoco era un demonio. Estaba en algún punto intermedio, donde las emociones se contenían como agua entre rocas afiladas, y el deber lo empujaba sin tregua hacia adelante.

Tanjiro apretó los labios. Por primera vez, entendía que su deseo de venganza no era único. Que otros también habían perdido cosas irremplazables a manos de Kibutsuji.

—¿Por qué huiste hacia el bosque? —preguntó Tomioka de pronto, con el tono contenido de quien no espera una respuesta que lo satisfaga.

Tanjiro alzó ligeramente el rostro, pero Giyuu no se molestó en mirarlo. Sus ojos seguían fijos al frente, afilados y serenos, mientras el bosque desfilaba a su alrededor con cada salto.

—Hubiera sido menos arriesgado que regresaras a la aldea —continuó con voz plana—. En el bosque, si un demonio te atacaba, no habrías tenido oportunidad. Habrías muerto sin remedio.

Cuando por fin sus miradas se cruzaron, Tanjiro no pudo sostenerla. Bajó los ojos de inmediato, consciente de lo transparente que era para alguien como Tomioka. Esa mirada vacía, sin emociones a la vista, siempre parecía despojarlo de cualquier escudo.

Guardó silencio unos segundos, intentando ordenar sus pensamientos, buscando una forma de explicar lo sucedido sin revelar más de lo necesario. Pensó en Tamayo y Yushiro, en cómo lo habían ayudado a detener a aquel hombre transformado por Muzan frente a sus propios ojos. Recordó también el instante en que vio al mismísimo Kibutsuji… y el acuerdo al que accedió: recolectar muestras de sangre demoníaca, especialmente aquella más concentrada, más cercana al origen.

Separó los labios para empezar a hablar, pero se detuvo.

Un recuerdo súbito lo paralizó: “Se acercan”, había dicho Yushiro con una seriedad que no había notado hasta ahora. ¿Se refería a Tomioka-san y Sabito-kun? Si era así… ¿por qué reaccionó con tanta cautela? ¿Por qué deseaba que se marcharan antes de que ellos llegaran?

Yushiro no parecía temeroso, sino precavido. Como si buscara evitar un enfrentamiento. Como si la mera presencia de Sabito o Tomioka fuera capaz de provocar algo peligroso en ese lugar.

Tanjiro frunció el ceño levemente. ¿Habría ocurrido algo grave si se hubiese quedado unos minutos más en la casa de Tamayo? ¿Qué clase de peligro podría haberse desatado? La pregunta lo incomodaba, pero algo en su instinto le dijo que no debía mencionarlos. No aún. Por precaución, y por respeto a quienes le tendieron la mano sin pedir nada a cambio, decidió callar sobre sus identidades y el refugio en el que había estado.

Pero eso no significaba que no pudiera hablar de lo ocurrido en la aldea.

—Yo... sí llegué a la aldea —comenzó con cautela, eligiendo sus palabras con cuidado—. Pero no me quedé mucho tiempo.

Hizo una pausa, esperando alguna reacción de Tomioka. No obtuvo ninguna. El silencio, sin embargo, no le pesó como una advertencia, sino como una invitación a continuar.

—Al poco de llegar, percibí un olor extraño… un aroma a demonio. Lo seguí hasta el centro de la aldea, y fue entonces cuando lo vi. A un hombre.

Le costó encontrar la forma adecuada de describirlo.

—Olía como un demonio, pero no era como los demás. Su presencia era distinta. Era... abrumadora. Como si su existencia por sí sola alterara el aire.

Tanjiro apretó los dedos contra la tela de su ropa, aún recordando aquella sensación: el terror instintivo, el temblor involuntario de su cuerpo.

—No me atacó —añadió, en voz más baja—. Pero sí transformó a alguien frente a mis ojos. Y luego… huyo.

Apenas Tanjiro habia terminado la oración, cuando Tomioka se detuvo en seco sobre la rama de un árbol. La quietud del bosque se volvió tensa, como si incluso el viento contuviera el aliento.

Sus ojos, usualmente apagados por una inexpresividad fría, se abrieron ligeramente. Un brillo acerado cruzó sus pupilas. Era una reacción tan súbita y genuina que Tanjiro sintió un leve escalofrío recorriéndole la espalda.

La mirada de Tomioka se clavó en él con fuerza.

—¿Viste su rostro? —preguntó sin preámbulo, con voz baja pero cargada de urgencia.

Tanjiro parpadeó, sorprendido por la intensidad de la pregunta.

—Sí... Estaba acompañado por sus sirvientes, pero aún así, logré verle el rostro. Aunque las demás personas no parecían notar que era un demonio. Creo que estaba usando algún tipo de disfraz o quizás—

—No importa eso —interrumpió Tomioka con firmeza—. ¿Lo recuerdas? ¿Recuerdas bien su rostro?

La seriedad en su tono era abrumadora, como si dependiera de esa respuesta algo mucho más grande. Tanjiro tragó saliva, sintiendo el peso de la pregunta. El rostro de Muzan Kibutsuji estaba grabado en su mente como una pesadilla. Y sin embargo, ahora que debía hablarlo en voz alta, su garganta se tensaba.

—Sí —respondió finalmente—. Lo recuerdo muy bien.

Pero antes de que Tomioka pudiera hacer otra pregunta, un crujido repentino cortó el aire. El sonido de ramas partiéndose, hojas desgarradas y algo viajando a gran velocidad surgió de la espesura. Una pelota temari emergió de la oscuridad, lanzada con una fuerza bestial, apuntando directamente a la cabeza de Tomioka.

Él reaccionó al instante. Se impulsó hacia arriba con un salto ágil, dejando la rama justo cuando la pelota impactó. El tronco se quebró con un estruendo seco y comenzó a caer lentamente.

Un segundo ataque vino de inmediato. Otra pelota temari, lanzada con precisión desde un ángulo ciego. Tomioka reaccionó rápidamente soltando a tanjiro, giró en el aire, desenvainó su katana y, con un tajo limpio, la cortó en dos. El impacto del corte provocó una ráfaga de viento que se dispersó entre los árboles.

Mientras descendía, su brazo se estiró con precisión para sujetar a Tanjiro, que caía desprotegido hacia el suelo. Lo tomó por la cintura con su mano libre, impidiendo que se golpeara.

Tanjiro se tensó, sorprendido por la rapidez con la que lo había atrapado. Su corazón latía con violencia, y sentía los nervios recorriéndole los brazos.

Tomioka aterrizó de pie con firmeza. Y sin decir palabra, soltó a Tanjiro sin previo aviso. El joven cayó de espaldas sobre la hierba húmeda, soltando un leve quejido de dolor.

—Quédate agachado. No te levantes, o saldrás herido —advirtió Tomioka con voz baja, pero firme, sin apartar la vista de la espesura que lo rodeaba.

Apenas terminó de hablar, otra pelota temari surcó el aire desde las alturas. Tomioka giró sutilmente su cuerpo y, con un movimiento certero de su espada, la partió en dos sin esfuerzo. La tela de su haori ondeó con gracia a cada desplazamiento de su figura, como si el viento mismo respondiera a sus movimientos. Las pelotas continuaban atacando desde diferentes ángulos, pero él respondía con una precisión letal, sin perder el ritmo ni mostrar una sola señal de fatiga.

Cada corte era limpio, cada paso calculado. Había una elegancia innata en su técnica; una quietud interna que lo hacía parecer ajeno al peligro. Más que combatir, parecía estar danzando en medio de una coreografía que ya conocía de memoria.

Tanjiro, aún agachado entre la hierba, observaba con asombro contenido. Sus ojos seguían el filo de la espada de Tomioka, y aunque sabía que las pelotas temari eran capaces de partir árboles y romper huesos, Tomioka se movía entre ellas como si fueran simples hojas al viento. No había temor en su semblante. Solo concentración.

El chico se mantuvo inmóvil, cuidando de no interferir ni exponerse, consciente de que incluso una sola pelota podía significar una herida mortal. Pero entonces, un estruendo interrumpió el ritmo del combate.

Desde lo profundo del bosque, dos figuras emergieron a gran velocidad. Se estrellaron entre sí en pleno vuelo y cayeron al suelo con fuerza, arrastrando consigo hierba, tierra y hojas. El impacto levantó una nube de polvo y una explosión de raíces arrancadas. Las pelotas temari, como si respondieran a ese evento, cayeron al suelo inertes, perdiendo su impulso.

Tomioka bajó su espada lentamente. Con un leve gesto, se sacudió las motas de tierra que habían manchado su haori sin darle mayor importancia a la caída de los enemigos.

Tanjiro, al ver que el peligro inmediato parecía haberse detenido, se incorporó con cautela. Instintivamente, se posicionó cerca de Tomioka, buscando sin pensarlo su protección. El espadachín no lo rechazó ni lo miró, pero su silencio fue suficiente para entender que lo permitía.

Fue entonces cuando un crujido entre las ramas anunció una nueva presencia. Del follaje emergió Sabito, avanzando con paso firme, su figura envuelta por un aura contenida de furia. Su mirada lavanda destellaba con una intensidad feroz, el brillo de alguien que ya no tiene paciencia para sutilezas.

Sin decir una palabra, pasó junto a Tomioka sin mirarlo siquiera, dirigiéndose hacia las dos figuras que yacían en el suelo, envueltas todavía en el humo del impacto. El polvo se disipaba lentamente, revelando los cuerpos maltrechos de dos demonios. Uno de ellos, un joven de expresión altiva y ojos desquiciados, ya comenzaba a regenerarse.

Sabito no esperó.

Su katana silbó al salir de la vaina. En un solo movimiento, hundió la hoja en el abdomen del demonio, atravesándolo con precisión quirúrgica. El sonido fue seco, brutal. El demonio apenas pudo emitir un grito ahogado; la sangre le llenó la boca, burbujeando por sus labios mientras su cuerpo se arqueaba en dolor.

Tanjiro observó la escena sin poder apartar la vista. El rostro de Sabito era una máscara de desprecio. No había emoción en su expresión, solo una profunda repulsión. Su mirada bajó al demonio herido con una intensidad que helaba la sangre.

Era la misma mirada que había dirigido hacia él cuando se conocieron, pensó Tanjiro. Pero esta vez… parecía aún más fría. Como si aquellos demonios no fueran más que escoria a la que ni siquiera valía la pena odiar.

—¿Un ataque sorpresa? —la voz de Sabito resonó con una frialdad tajante, cada palabra cargada de un desprecio que calaba hondo—. Qué patético. Pero, ¿qué otra cosa se puede esperar de sabandijas como ustedes que osan llamarse demonios?

La dureza con la que hablaba no dejaba espacio a dudas: Sabito no sólo los despreciaba, los consideraba una plaga, una corrupción que debía erradicarse.

—¡Ugh...! ¡¡Maldito!! —espetó una joven demonio de ojos feroces y cabello negro adornado con mechas anaranjadas, la furia vibrando en su garganta.

Sin más advertencia, alzó la mano con un chasquido seco. Las pelotas temari que hasta hacía poco yacían inertes en la hierba se alzaron de nuevo, girando con furia en dirección a Sabito. Sin embargo, antes de que siquiera rozaran un solo mechón de su cabello melocotón, una figura se deslizó frente a él con la velocidad de una corriente invisible.

Tomioka apareció como una sombra letal. Su katana trazó un corte tan limpio que apenas se percibió el movimiento. Un instante después, la cabeza de la demonio rodaba por el suelo, y su cuerpo caía pesadamente entre las hierbas. Las pelotas temari, desprovistas de voluntad, rebotaron una última vez antes de quedar inertes.

Los ojos de la demonio, ahora separados de su cuerpo, se abrieron desmesuradamente en una mezcla de horror y negación. Su boca se retorcía en palabras desesperadas, escupiendo insultos y súplicas inútiles.

—¿¡Qué...!? ¡No! ¡No, no puede ser! ¿¡Mi cuello!? ¿¡Cuándo...!? ¡¡Yahaba!! —su grito se quebró, cargado de impotencia—. ¡Haz algo! ¡Mátalos! ¡Mátalos a todos!!

Sabito la miró por un segundo. Ni lástima ni compasión cruzaron su mirada. Solo una sombra de asco.

—Cierra la boca. Tu voz es insoportable —sentenció, su tono tan implacable como su espada.

Los ojos de la demonio brillaron con ira. Le ardía el orgullo. ¿Quién era ese tipo para tratarla como si no valiera nada? La miraba como si fuera un simple insecto aplastado bajo su zapato. La humillación se arremolinaba en su interior.

—¡Yahaba! —rugió—. ¡Encárgate del crío con los aretes hanafuda! ¡Yo me ocuparé de estos desgraciados!

Con un estallido seco, seis pelotas temari aparecieron girando a su alrededor, flotando como satélites listos para atacar.

A unos pasos, el demonio llamado Yahaba frunció el ceño. No respondió con palabras, sino con acción: alzó una de sus manos, mostrando en la palma un ojo que se abría con lentitud antinatural. Apuntó directamente hacia Sabito.

El cazador retiró su espada del cuerpo del demonio al que había apuñalado y dio un salto ágil hacia atrás, esquivando el ataque invisible con una precisión instintiva. Yahaba, sin perder el ritmo, levantó su otra mano, apuntando esta vez a Tanjiro. Las líneas de fuerza comenzaron a retorcerse en el aire como hilos invisibles, y una pelota temari voló en dirección al chico de aretes hanafuda, directa a su cabeza.

Tanjiro, sin embargo, reaccionó por puro instinto. Se lanzó hacia un lado en el último segundo, esquivando por un suspiro el proyectil que rozó su mejilla con un silbido cortante. No tuvo tiempo de asimilar lo ocurrido. Otro ataque vino desde su flanco derecho, obligándolo a girar sobre sí mismo. Cayó pesadamente al suelo, el aire escapando de sus pulmones en un jadeo.

La demonio Susamaru soltó una carcajada baja, gutural, cargada de un deleite retorcido. El caos, la destrucción, la posibilidad de arrancar la vida de quienes la enfrentaban, incluso mientras su cuerpo comenzaba a deshacerse, le provocaba un placer insano.

—¡Jajajaja! ¡Esto es divertido! ¡Vamos, muévanse, muéstrenme qué tan rápido pueden morir! —gritó, aunque su voz ya comenzaba a quebrarse, distorsionada por la descomposición que se arrastraba sobre su cuerpo.

—Este juego absurdo es una pérdida de tiempo —murmuró Sabito con irritación. Sus cejas se fruncieron con severidad, y unas venas apenas marcadas le cruzaban la frente.

Sin perder tiempo, Sabito y Tomioka se lanzaron al frente. Sus movimientos eran precisos, letales, carentes de error. Esquivaban con una sincronía innata, como si compartieran el mismo pensamiento. En un parpadeo, Sabito se deslizó al punto ciego del demonio Yahaba. Con un giro ágil, alzó su espada y, como una corriente violenta de viento, su hoja surcó el aire. La cabeza del demonio fue cercenada en un instante, sin que este siquiera alcanzara a procesarlo. Su cuerpo colapsó, su cabeza cayó entre la hierba, aún con los ojos abiertos en una expresión de pura incredulidad.

Simultáneamente, Tomioka, sereno como una noche sin viento, se acercó a lo que quedaba de Susamaru. Sin pronunciar palabra, levantó el pie y aplastó con firmeza los restos de su cabeza ya casi deshecha, como si exterminara a una criatura insignificante. El sonido fue sordo, final.

Las pelotas temari, que seguían girando con violencia, se detuvieron de golpe. Una de ellas quedó suspendida a escasos centímetros del rostro de Tanjiro, que observaba con los ojos muy abiertos, paralizado por la tensión. Finalmente, los proyectiles cayeron, inertes, y se desvanecieron en el aire como humo disipado.

Tanjiro soltó el aliento que había estado conteniendo sin saberlo.

Lo único que rompía el silencio eran los últimos alaridos de Yahaba, maldiciendo en un grito agónico mientras su cuerpo desaparecía lentamente. No duró mucho. Sabito, sin un atisbo de emoción en el rostro, lo calló con un solo movimiento, aplastando su cráneo con un golpe seco del talón.

Tanjiro, aún en el suelo, observó en silencio. Algo se removió en su interior. La manera en la que Sabito y Tomioka habían ejecutado a esos demonios era... distinta. No era solo habilidad, era algo más. Era una ausencia total de duda, una frialdad que rozaba lo inhumano. Ni vacilación, ni misericordia. Se movían como depredadores natos. Como si arrancar vidas fuera tan común como respirar.

El chasquido del metal al enfundar la espada de Sabito rompió el silencio como un trueno lejano. Su mirada ardía con un brillo fiero cuando se volvió hacia Tanjiro, que aún intentaba incorporarse, con una mano temblorosa apoyada en la hierba húmeda.

Sin dar tiempo a reacción, Sabito se acercó. Antes de que Tomioka pudiera moverse siquiera, ya lo había alcanzado. Atrapó a Tanjiro por el cuello de su kosode, lo alzó sin esfuerzo, haciendo que sus pies se separaran del suelo. Tanjiro forcejeó brevemente, sin poder articular palabra.

—Lo sabía —gruñó Sabito con voz baja, rugiente, casi bestial—. Sabía que permitir que trajeras a este humano solo nos acarrearía más problemas.

Sus ojos se desviaron hacia Tomioka sin soltar a Tanjiro. La mueca que esbozó no era solo de desprecio, era de algo más profundo: una rabia contenida, una herida vieja reviviendo.

—No necesitamos lastres. Ni humanos heridos, ni sus debilidades. No ahora.

El mensaje no requería interpretación: Sabito quería que Giyuu se deshiciera de Tanjiro. Allí mismo. En ese instante.

Sus dedos se cerraron con más fuerza sobre la tela del kosode, los nudillos marcados de blanco por la presión. Tanjiro, atrapado, se agitaba en el aire, luchando por zafarse. El mismo demonio que horas antes había intentado matarlo lo sostenía con una mirada salvaje. Esa mirada... no era humana. No contenía dudas, ni compasión.

El cuerpo del joven reaccionó por instinto: se retorció, forcejeó, sus manos intentaron abrir los dedos que lo sostenían. Pero eso solo encendió aún más el desdén en los ojos del demonio.

Sabito bufó con impaciencia.

Lo soltó de golpe, como si fuera un peso muerto… solo para sujetarlo de nuevo, esta vez por el brazo herido. Las uñas se hundieron con fuerza en la carne inflamada. Un jadeo ahogado escapó de los labios de Tanjiro, quien cayó de rodillas cuando fue arrastrado sin miramientos y arrojado frente a Tomioka como un desecho.

—¿Lo ves? —escupió Sabito, la voz baja, áspera, cargada de veneno—. No sabe cuándo rendirse. Exactamente como todos los de su especie.

Su brazo volvió a alzarse. No necesitaba palabras para dejar claro lo que iba a hacer.

Pero entonces, Tomioka habló.

—Él… vio a Kibutsuji.

No gritó. No alzó la voz. Pero su tono fue firme, tan cortante como el filo de una espada. Suficiente para detener a cualquiera. Incluso a Sabito.

El silencio que siguió fue casi antinatural. Ni las hojas se atrevieron a moverse. El aire, denso, parecía suspendido.

Sabito no dijo nada al principio, pero ladeó apenas el rostro. Un solo ojo, perfilado por la cicatriz, se posó sobre Giyuu.

—Repite eso —murmuró. Su voz había perdido la furia, pero la calma que la sustituyó era aún más peligrosa.

Giyuu no parpadeó. No vaciló.

—Estuvo cara a cara con él. Con Kibutsuji Muzan.

Las palabras cayeron como un peso imposible de ignorar.

Sabito entrecerró los ojos. Su mano seguía aferrando el brazo del muchacho, pero ya no con la misma fuerza. Su mirada se deslizó lentamente hacia Tanjiro, como si de pronto lo observara con otros ojos. Como si intentara descifrar si valía la pena creerle… o matarlo igual.

Y sin embargo, no dijo nada.

Soltó el brazo con brusquedad. Tanjiro cayó hacia atrás con un quejido ahogado. Sabito se incorporó, giró sobre sus talones y se alejó con pasos tensos, las manos cerradas en puños, la espalda rígida como si contuviera una tempestad. Pero apenas avanzó unos metros, se detuvo.

No miró a Tomioka.

Giró el rostro hacia Tanjiro, que seguía en el suelo, con la respiración entrecortada y el brazo herido temblando por el dolor.

—¿Lo viste? —preguntó, con voz baja, pero cargada de amenaza contenida—. ¿A Kibutsuji?

Tanjiro alzó la mirada con cautela. Aún jadeaba, la garganta seca y la boca pastosa. Asintió con lentitud. No por valor, sino porque entendía que mentirle a ese demonio sería peor que cualquier herida.

—Sí —susurró con voz ronca—. Tenía el porte de un noble. Cabello oscuro, piel tan pálida como la luna. Ojos rojos... como brasas. Pero su olor... no era humano.

Sabito entrecerró los ojos. El silencio se volvió pesado, como una niebla espesa que caía sobre los hombros. Entonces, caminó de nuevo hacia él. Cada paso era un eco seco sobre la tierra. Se agachó frente a Tanjiro, su rostro tan cerca que podía sentir el aliento del demonio al hablar.

—¿Y qué hiciste? —preguntó con suavidad falsa, ladeando apenas la cabeza—. ¿Saliste corriendo? ¿Te escondiste detrás de alguien más? ¿O lloraste como un niño?

El tono era burlón, cruel, con un veneno sutil que goteaba en cada palabra. No buscaba respuestas. Quería dejar claro que, para él, Tanjiro seguía siendo un lastre. Un humano débil cuya existencia no valía ni su tiempo ni su desprecio.

Tanjiro apretó los dientes. No por orgullo. No por rabia.

Sino porque no quería romperse. No frente a él. No otra vez.

—Quise enfrentarlo —dijo al fin, bajando la mirada—. Pero había civiles. No podía arriesgarlos.

El demonio no respondió de inmediato. Lo observó en silencio, los ojos fijos en él como si evaluara cada respiración, cada parpadeo. Por un instante, una sombra cruzó su expresión. No fue compasión, ni reconocimiento. Fue una repulsión más profunda. Como si, aún sabiendo que había hecho lo correcto, eso no lo hiciera menos patético a sus ojos.

Se irguió con lentitud, girando sin decir palabra. Sus pasos, antes tensos, ahora eran pesados. Cada pisada cargaba algo más que desprecio: llevaba confusión.

Tomioka, hasta entonces callado como una estatua, avanzó un paso. No se acercó a Tanjiro. No lo miró.

Pero su voz rompió el silencio como una hoja afilada atravesando tela.

—Ya no sirve matarlo —dijo con la calma de quien expone un hecho, no una opinión—. Si está diciendo la verdad, podría ayudarnos.

Sabito no se detuvo, pero su espalda pareció tensarse de nuevo. Tomioka siguió hablando, sin emoción alguna en el rostro, sin un atisbo de calor en sus palabras.

—No tienes que confiar en él. Yo tampoco lo hago. Pero si Kibutsuji se está moviendo... no podemos darnos el lujo de ignorar nada.

No era protección. No era bondad. Era estrategia. Fría, lógica, distante.

Sabito se giró parcialmente, su perfil marcado por la sombra de los árboles. Una sonrisa irónica, amarga, cruzó apenas sus labios.

—Lo dices como si no te hubieras encariñado ya con este sucio humano—escupió Sabito, con un tono cargado de veneno.

Tomioka no respondió de inmediato. Su silencio se alzó como una muralla inquebrantable, tan firme como la quietud en su mirada. Sin embargo, una leve contracción en su entrecejo delató el desagrado que le provocaban esas palabras.

—No es así —replicó finalmente, con voz seca—. Y lo sabes mejor que nadie.

Sabito lo sostuvo con la mirada durante un largo segundo, como si quisiera encontrar grietas en esa fachada imperturbable. Luego bajó la vista hacia Tanjiro, que aún seguía en el suelo, callado, con la respiración irregular. El desprecio que afloró en sus ojos fue tan claro como una herida abierta.

—Entonces dime —gruñó con sarcasmo contenido—. ¿Qué propones? ¿Que me cruce de brazos mientras decides llevártelo con nosotros como si fuera uno más? Es absurdo.

Sus labios se tensaron en una línea dura, más escéptica que burlona.

—Lo están cazando, Tomioka. Tiene el sello de la muerte escrito en la espalda. ¿Y se supone que vayamos arrastrándolo, como si no fuera una carga?

Se pasó una mano por el cabello, echando hacia atrás los mechones que le caían sobre la frente, sin apartar la mirada de Tanjiro.

—Si lo llevamos, tendremos que protegerlo cada vez que algo se cruce en nuestro camino. Y cuando se convierta en un lastre —chasqueó la lengua, con los dientes apretados—, no voy a dudar en dejarlo atrás. Aún no acepto que esté aquí. Me molesta.

Tomioka observó el rostro endurecido de Sabito con detenimiento. Podía ver en sus ojos lavanda la tensión acumulada, la rabia contenida. Aún no le perdonaba haber salvado al muchacho. Se lo había dejado claro desde el principio. Lo había enfrentado, le había discutido, incluso intentado disuadirlo, pero Giyu no cedió. No por compasión, sino por lógica.

Sabían que Muzan seguía oculto, moviéndose con el sigilo de una sombra antigua. Lo habían buscado durante años sin éxito. Dividiéndose, rastreando, enfrentando pistas falsas… y ahora, de pronto, tenían frente a ellos a un chico que lo había visto con sus propios ojos. Uno que podía reconocerlo. No era una oportunidad que pudieran ignorar.

—Ha pasado demasiado tiempo —dijo Tomioka, sin levantar la voz, como si cada palabra pesara por sí misma—. A pesar de todos nuestros esfuerzos, Muzan sigue evadiéndonos. Siempre un paso adelante. Siempre oculto.

Dirigió una breve mirada a Tanjiro. No fue cálida. No fue compasiva. Fue apenas un gesto de reconocimiento antes de volver la vista hacia Sabito.

—Este chico podría cambiar eso. Si coopera, quizás tengamos por fin una ventaja. Y no, no hará nada imprudente. No si valora seguir con vida.

Sus últimas palabras flotaron en el aire con un filo seco, casi como una advertencia. No las dirigió directamente a Tanjiro, pero el chico se estremeció al oírlas. No necesitaba una amenaza explícita para entender que su permanencia entre ellos pendía de un hilo muy delgado.

Sabito permaneció en silencio, los ojos fijos en la figura quieta de Tanjiro, como si aún estuviera sopesando el valor real de sus palabras. El razonamiento de Giyuu tenía sentido, por más que detestara admitirlo. Llevaban años siguiendo rastros que se desvanecían entre la niebla, persiguiendo sombras que jamás se dejaban atrapar. Y ahora, por fin, tenían algo concreto: alguien que aseguraba haber visto el rostro de Muzan Kibutsuji. No una suposición, no una corazonada. Un testigo.

Pero confiar en un humano… eso era otro asunto.

Le resultaba ofensivo, denigrante, incluso, tener que depender de una criatura tan frágil. Aún más, de una que podría traicionarlos en cualquier momento. Aunque por más que lo observaba, Sabito no encontraba en el rostro de Tanjiro señales de falsedad. Ninguna fisura. Ningún gesto ambiguo. Y eso solo incrementaba su frustración.

Mordió con fuerza el interior de su mejilla, hasta sentir el sabor metálico de la sangre esparcirse por su lengua. La brisa nocturna revolvió los mechones sueltos de su cabello, mientras él apretaba los puños con impotencia. No había otra opción. Y lo sabía. Pero aceptarlo seguía siendo difícil.

—…Está bien —soltó, con voz rasposa, casi entre dientes—. Hazlo. Llévalo contigo si eso es lo que has decidido. Pero que no estorbe. La mínima molestia, y lo dejaremos atrás sin dudarlo.

No esperó respuesta. Se giró con brusquedad, el haori ondeando tras él, y echó a andar por el sendero cubierto de hojas secas, sin molestarse en mirar a Tomioka una vez más. No estaba de humor para discutir lo que ya se había decidido.

Giyu observó su espalda alejarse, recta y rígida como una lanza clavada en tierra. No dijo nada. Solo desvió la mirada hacia Tanjiro, que comenzaba a incorporarse con torpeza, apoyándose en una rodilla mientras su aliento aún se mantenía irregular. Tenía el rostro manchado de polvo, los ojos bajos, como si todavía procesara el peso de todo lo que acababa de ocurrir.

Sus miradas se cruzaron por un instante fugaz.

Tomioka no pronunció palabra.

Dio media vuelta y comenzó a seguir los pasos de Sabito, sin alterar el ritmo, con la misma serenidad silenciosa de siempre.

Tanjiro tardó unos segundos en reaccionar. Se quedó allí, paralizado, como si algo invisible le oprimiera el pecho. Luego tragó saliva, respiró hondo y finalmente echó a andar detrás de ellos, sus pasos algo descompasados, arrastrando el peso de la incertidumbre en cada pisada.

El viento volvió a soplar, llevándose consigo las palabras no dichas.

 

 

(...)

 

 

Cuando llegaron al lugar de donde provenía el hedor a sangre, lo único que hallaron fue una escena desgarradora.

Los cuerpos estaban esparcidos como muñecos rotos: miembros torcidos en ángulos imposibles, rostros congelados en expresiones de horror. Algunos eran sirvientes, otros soldados. Todos habían sido destrozados sin piedad. Restos astillados de un palanquín yacían entre charcos carmesí; lámparas de papel, antes colgantes, yacían volcadas en el suelo, sus llamas extinguidas por el viento. La tierra, las hojas, la madera… todo estaba teñido de rojo. Era como si el lugar mismo hubiera absorbido la violencia.

El aire era denso, metálico, casi irrespirable. Incluso Sabito, acostumbrado a los rastros más sutiles del rastro demoníaco, frunció el ceño con desagrado. Se llevó la manga del haori al rostro y aspiró brevemente, solo para confirmar lo evidente. Arrugó la nariz.

Tomioka no dijo una palabra, pero sus ojos lo confirmaban: lo sabían. Muzan Kibutsuji había estado allí. Su aroma flotaba en el aire como una sombra burlona, persistente, imposible de confundir. Era como si hubiese dejado su presencia de manera deliberada.

Tanjiro se quedó estático, incapaz de dar un paso más. Sentía el corazón apretado, encogido por una impotencia que le resultaba asfixiante. No importaba cuántas veces viera la muerte. Esa crueldad, esa indiferencia por la vida… nunca dejaba de doler.

Caminó lentamente hacia uno de los cuerpos. Se arrodilló en silencio, con el ceño fruncido, las manos juntas. Murmuró una oración apenas audible, con la voz cargada de dolor. Un rezo sencillo, pidiendo que las almas encontraran descanso, que su sufrimiento no hubiera sido en vano.

Cuando terminó, se inclinó hacia adelante, apoyando ambas manos en la tierra húmeda. Iba a cavar. Al menos una tumba. Algo. No podía dejar esos cuerpos como si fueran basura.

Pero antes de que pudiera siquiera tocar el suelo, Sabito dio un paso al frente.

—¿Qué crees que estás haciendo? —preguntó, con voz áspera, firme, como una piedra lanzada al agua quieta.

Tanjiro lo miró por encima del hombro. Había lágrimas contenidas en sus ojos, pero su mirada no temblaba.

—Fueron personas —dijo en voz baja, pero firme—. No puedo irme sin hacer nada. Merecen al menos ser tratados con dignidad. Merecen descanso.

Sabito apretó la mandíbula y chasqueó la lengua con fastidio. Dio unos pasos más, deteniéndose a escasa distancia de Tanjiro. La tensión se hizo palpable. Su mirada era dura, implacable.

—¿Y qué esperas lograr con eso? —soltó, sin molestarse en suavizar su tono—. ¿Vas a enterrar a todos tú solo? ¿Vas a rogar por cada alma que encuentres en el camino mientras Kibutsuji se aleja? Tu compasión no nos acerca a él. Solo te frena.

Tanjiro apretó los dientes con fuerza, como si pudiera contener con ello la marea de emociones que lo ahogaba. Las palabras de Sabito le dolían, no por ser falsas, sino por la crudeza con la que habían sido lanzadas. Pero no respondió. No porque no tuviera algo que decir, sino porque sabía que nada cambiaría lo que acababan de presenciar. Y porque, en el fondo, temía que su voz quebrada solo revelara cuánto le afectaba.

Fue entonces que Tomioka, quien hasta ese momento había permanecido en silencio, vigilante entre sombras y cadáveres, se giró apenas. Su mirada se desvió hacia Tanjiro, apenas un leve movimiento de los ojos. Su expresión, como siempre, era inescrutable: ni ira, ni compasión, solo la fría constancia de alguien que ha aprendido a avanzar, incluso con el alma rota.

—Levántate —ordenó. Su voz era calma, sin aristas, pero indiscutible.

Tanjiro lo miró, desconcertado. La orden no llevaba reproche, pero tampoco consuelo. Era como si viniera de alguien que ya había comprendido que el dolor no podía cambiar lo inevitable.

Antes de que pudiera reaccionar, Tomioka se acercó y, con un solo movimiento firme, lo sostuvo del brazo y lo obligó a incorporarse. No fue violento, pero sí inflexible. Tanjiro forcejeó al principio, impulsado por la necesidad de quedarse, de hacer algo, lo que fuera. Pero no había fuerza en su resistencia. Solo tristeza.

—¡Tomioka-san…! —murmuró, intentando liberarse—. Solo necesito un momento…

—No tienes ese lujo —replicó él, sin detenerse, sin mirar atrás.

Tanjiro no tuvo más opción que seguir caminando, llevado por el brazo de su compañero. Bajó la mirada, incapaz de sostener la vista del paisaje ensangrentado que desaparecía tras sus pasos. Sus dedos temblaban levemente, y su voz, quebrada, apenas se escuchó entre el sonido del viento.

—Al menos… que alguien los encuentre. Que alguien les dé un final más digno…

Sus palabras se perdieron entre susurros, tragadas por la brisa. Era una súplica sin destinatario, dirigida a un mundo indiferente.

 

Notes:

En cuanto a la vestimenta de Sabito, lleva la misma ropa que en la historia original, pero si les resulta más agradable imaginarlo con un atuendo distinto, siéntanse libres de hacerlo.

Probablemente el enfrentamiento contra Susamaru y Yahaba les haya parecido un poco corto, pero en esta ocasión Tanjiro no estaba solo. A su lado estaban Tomioka y Sabito, y para ellos, acabar con esos dos demonios no fue precisamente un reto.