Chapter Text
No recordaba exactamente cuando había comenzado todo. Las imágenes que aparecían en su mente sin invitación, las palabras que escapaban de sus labios, los sueños. Tal vez siempre habían estado ahí. No lo sabía. Lo único que sabía es que no eran normales. No era algo que otras personas tuvieran. Ni siquiera dentro de su familia. A veces solía pensar en Daenys la Soñadora, aquella que había logrado advertir a su padre sobre la Perdición de Valirya, salvando a su familia en el proceso. Le había costado algo de tiempo comprender que todas las extrañas cosas que ocurrían en su cabeza eran eso que su padre solía llamar "Sueños de dragón", esas visiones que le habían advertido a Daenys sobre lo que el futuro aguardaba para el Feudo Franco de Valyria. Pequeños accidentes, bromas de parte de su hermano mayor, regaños de parte de su madre, de las septas o de los Maestres, nada que no le provocará una sensación de deja vú constante. No obstante, había comenzado a temerles cuando las imágenes se tornaron siniestras, asfixiantes, inexplicables y, sobre todo, imparables. Había visto a su septa muerta sobre un charco de sangre la noche antes de que la encontrarán en su habitación en tal estado, después de que la anciana mujer se resbalara y se golpeara en la cabeza durante la caída. Había visto a una de sus chicas de servicio favoritas encerrada en un calabozo, antes de que la muchacha fuera encarcelada por estar robando comida de las cocinas. Había visto a su hermano más pequeño encerrado en una torre, lejos de su alcance, días antes de que fuera enviado a Oldtown. Y a todo eso debía añadir los peores sueños e imágenes de un futuro que no sabía que tan lejano o cercano debía estar: dragones despedazándose entre ellos, dragones muertos, hechos trizas en el suelo, un océano de sangre, el reino hecho cenizas y dos coronas destrozadas, empapadas en sangre.
Pero lo que más la aterrorizaba de todo el asunto era que, sin importar cuanto lo intentara, no era capaz de advertirle a nadie sobre sus sueños. Las palabras claras y exactas siempre le habían fallado y a eso debía añadir la falta de alguien que la escuchara, que realmente la escuchara. Su madre era una mujer paciente, quien podía oírla hablar de insectos, plantas y animales por horas, pero cuando se trataba de sus inexplicables balbuceos y pesadillas, la mujer perdía la paciencia con rapidez, instándola a rezarle a los Siete por paz mental y sueños tranquilos. Alguna vez había intentado hablar con su padre, quien estaba obsesionado con la historia de la Antigua Valyria y con la mítica figura de Daenys, mas su madre la había interceptado, reprendiéndola por su egoísmo, pues su padre era un hombre demasiado ocupado con los asuntos del reino y su deteriorada salud como para perder su tiempo con las ensoñaciones de una niña pequeña. Su hermano mayor simplemente se burlaba de ella, llamándola loca o rara, aunque a decir verdad, esa era su reacción con casi todo lo que ella hacía. Su hermano menor, a pesar de tratarla con dulzura y cariño, no era capaz de hacer nada más que dedicarle una mirada llena de confusión ante sus inexplicables palabras. Incluso alguna vez había llegado a considerar la posibilidad de acercarse a su hermana mayor para hablar con ella, pero la furia que habría suscitado en su madre la detuvo en seco. La razón detrás de la enemistad entre su madre y su hermana era uno de esos misterios que ni ella, ni sus hermanos entendían del todo. El punto era que la Reina detestaba ver a sus hijos cerca de la princesa heredera y, por extensión, de sus hijos. Razón por la cual ellos también entraban en la extensa lista de personas a las que no podía ir en busca de ayuda o respuestas.
Por todo ello, Helaena había decido ya un tiempo atrás abandonar toda esperanza de comunicación o consuelo. Se guardaba sus sueños o pesadillas para ella misma. No podía detener las palabras que escapaban de su boca, pero trataba de encubrir la angustia que le causaban. Y cuando las voces e imágenes en su cabeza eran simplemente demasiado, buscaba consuelo en su bordado o en su estudio de esas pequeñas criaturas que eran tan despreciadas o ignoradas como ella, los insectos. Era ese particular interés (que le ganaba miradas cansadas de su madre y burlas de parte de su hermano mayor) el que la había traído a la biblioteca esa tarde, con Dyana, su nueva chica de servicio, tan sólo un par de años mayor a ella, y quien hasta ahora había logrado soportar casi una luna entera de su “particular comportamiento”, como solía llamarlo su madre con un dejo de agotamiento. Aunque la pequeña princesa dudaba que la muchacha siguiera teniéndole tanta consideración por mucho tiempo más si tenía que seguir cargando a sus “pequeños” dentro de sus frascos de sus habitaciones a la biblioteca cada vez que una duda se instalaba en su ya de por si atiborrada cabeza. El espécimen de ese día era un nuevo ciempiés que Helaena había capturado esa mañana durante su paseo matutino en los jardines de palacio. El patrón de los anillos le había llamado la atención y había deseado correr a la biblioteca al instante, pero, como su madre se lo dejara en claro en incontables ocasiones, una princesa simplemente no podía abandonar sus responsabilidades para sólo cumplir con sus deseos. La niña sospechaba que aquella amonestación iba más dirigida a su hermana mayor que a ella misma. Se internó en la sección dedicada a las criaturas del mundo y empezó a buscar su tomo preferido.
Una maldición a lo lejos, seguida por el ruido de pergamino siendo apretujado, la hizo saltar, al tiempo que Dyana soltó un respingo, por poco tirando al suelo al pequeño ciempiés hecho ovillo dentro de su frasco. La princesa giró la cabeza en dirección al origen de la voz y encaminó sus pasos hacia la parte posterior de la biblioteca. A esa hora del día era difícil encontrar a alguien ahí, a no ser que se tratara de su hermano Aemond con su cabeza hundida en algún libro sobre dragones. Cuando llegaban a coincidir, ambos se acompañaban en silencio mientras cada uno leía sobre su tema de interés, aunque Helaena comenzaba a pensar que en el particular caso de su hermano menor su interés se acercaba peligrosamente a una obsesión. Tampoco ayudaba que el chico fuera el único de su generación sin un dragón, lo cual le hacía acreedor de bromas y burlas de parte de su hermano mayor. La niña asomó la cabeza en uno de los pasillos, encontrándose con una escena un tanto inesperada: sentado ahí, rodeado por un sinnúmero de libros y pergaminos estrujados, estaba uno de sus sobrinos, el hijo mayor de su hermana, Jacaerys. La frustración enmarcaba las facciones del niño, quien movía su mirada de un libro al otro y de regreso al pedazo de pergamino delante de él. Y era un hecho que aún no se había percatado de su presencia. Helaena bien podría girar sobre sus talones, salir de ahí y evitarse el regaño de parte de su madre cuando se enterara de que ambos estuvieron juntos en la biblioteca. No obstante, su curiosidad pudo más.
-Príncipe Jacaerys -habló la niña, provocando que el aludido la volteara a ver con los ojos completamente abiertos.
-Princesa -respondió sorprendido, mientras se trastabillaba para ponerse de pie.
-¿Qué haces aquí a esta hora? -cuestionó directamente. Las palabras complacientes y ensayadas tampoco eran su fuerte, a pesar de lo mucho que su madre insistía en su importancia.
-Yo… bueno… -tartamudeó el moreno avergonzado. La mirada de la princesa se dirigió hacia los tomos abiertos sobre la mesa. Alto Valyrio. Se acercó para poder ver mejor. El más grande de todos era un diccionario, otros más eran gramáticas y el más cercano al pergamino era el libro de lecturas de donde el Maestre Gerardys escogía sus ejercicios diarios. Y si Helaena no se equivocaba, estaba abierto justo en la lectura que habían traducido esa mañana. Sus lecciones diarias del antiguo lenguaje de sus antepasados eran las únicas que la princesa compartía con sus hermanos y sus sobrinos. Mientras que ellos pasaban la mayor parte del tiempo juntos ya fuera bajo la tutela de los Maestres durante sus lecciones, o la de Sir Criston Cole durante sus prácticas en el campo de entrenamiento, al tratarse de la única mujer del grupo, su madre había sido completamente estricta en que su hija tomara sus lecciones aparte, bajo la atenta supervisión de su septa. La chica recorrió la superficie de la mesa con sus ojos una vez más. La cantidad de pergamino descartado era sin duda alarmante.
-¿Necesita ayuda? -inquirió la princesa levantando su mirada hacia su sobrino.
-No… sólo estaba practicando -respondió con rapidez Jacaerys indudablemente avergonzado y agachando la cabeza.
Helaena cogió uno de los pergaminos arrugados, lo alisó y lo inspeccionó. Su ceño se frunció. A pesar de lo que muchos pudieran pensar de ella, la niña no pasaba el día entero sumida en un mundo de fantasía. Siempre había sido una buena observadora; prestaba atención a las cosas que el resto del mundo solía pasar por alto. Pequeños detalles que muchos preferían obviar con toda la intención de no complicarse más la vida. Como el indudable gusto de su hermano mayor por la bebida. O las burlas y miradas que el resto de las niñas de su edad le dirigían cada vez que pasaba cerca. O cómo las facciones de Aemond se contorsionaban mínimamente cuando alguien solía decir la palabra “dragón” cerca de él. O cómo la palabra “bastardos” seguía a sus sobrinos a través de los pasillos de la Fortaleza Roja. O ese extraño e inexplicable brillo en los ojos de su madre y de su hermana cada vez que sus miradas se cruzaban, al que Helaena no podía ponerle nombre aún. Y mientras el mundo entero pensaba que la niña no prestaba ni la más mínima atención a lo que sucedía a su alrededor, la verdad era que Helaena estaba muy consciente de todo. Sabía muy bien que mientras su sobrino Lucerys, a pesar de su corta edad, tenía una impresionante facilidad para el Alto Valyrio, a Jacaerys se le dificultaba enormemente, lo cual lo hacía acreedor de burlas por parte de Aemond y regaños de parte de los guardianes del Pozo Dragón, quienes no dudaban en corregir su pronunciación con la advertencia de que cualquier error de comunicación entre el joven príncipe y su dragón podría incluso causarle la muerte. A la princesa le costaba trabajo creer en las advertencias de los guardianes, especialmente considerando la incapacidad de Aegon con el antiguo idioma. El joven no había necesitado más que unas palabras para reclamar a su dragón Sunfyre y Helaena no recordaba haber escuchado a su hermano mayor hablarle al dorado dragón en otro idioma que no fuera el común. Y a decir verdad, a Sunfyre parecía no importarle en lo más mínimo en que idioma le hablaran; su lazo iba mucho más allá que un idioma. Y como era de esperarse, una vez que su hermano mayor comprendió que no necesitaba esforzarse en aprender Alto Valyrio, el muchacho pasaba las horas de sus lecciones desaparecido, ya fuera emborrachándose o molestando a las chicas de servicio de la fortaleza.
Pero Jacaerys era muy diferente a Aegon, a pesar de la alarmante cantidad de tiempo (según la Reina) que pasaban juntos. El primogénito de la heredera al trono ponía toda su energía en cada una de sus lecciones y mientras sus esfuerzos le granjeaban felicitaciones de los maestres, sus padres y el Rey en persona (hecho del que la Reina no podía dejar de quejarse, asegurando siempre que Aemond era mucho más inteligente que el “bastardo” de la princesa), el Alto Valyrio parecía resistírsele por completo.
-Tu error está en la conjugación del verbo -explicó Helaena, entregándole el pergamino a Jacaerys, quien lo tomó al instante para revisarlo-. Es en pasado y lo estás traduciendo en futuro.
-Pero… -comenzó el joven príncipe incrédulo. Acto seguido, volvió a estrujar el pedazo de pergamino, lo tiró por encima de su hombro y tomó asiento, derrotado-. No lo entiendo… Sigo todas las instrucciones, pongo atención en clase, leo tanto como puedo y práctico con mis padres… No lo entiendo.
-Tal vez sólo necesitas más práctica -propuso Helaena-. ¿Podrías pedirle ayuda a tus padres? -la niña recordaba haber escuchado a su hermana mayor y a su esposo hablar en Alto Valyrio durante las audiencias que el Rey sostenía en el salón del trono, aunque últimamente era más frecuente que fuera la Mano del Rey, Sir Lyonel Strong, quien las presidiera. A pesar de que a la princesa le costaba trabajo seguir la conversación del matrimonio debido a su velocidad y amplio vocabulario, siempre le había encantado escuchar la entonación de la mujer y la manera en que las palabras se resbalaban de su lengua. Era simplemente fascinante.
-¡No! -saltó el príncipe, levantando sus manos, angustiado-. Ellos ya saben que me va mal en las lecciones.
-¿Y… eso es malo? -cuestionó Helaena con genuina confusión.
-No quisiera que ellos supieran que ni siquiera puedo conjugar un maldito verbo -soltó Jacaerys molesto, para después abrir sus ojos como platos y ver a su tía avergonzado-. Perdón por mi mal vocabulario, princesa, es sólo que…
-Está bien -lo detuvo Helaena sin levantar su mirada de la superficie de la mesa. Sinceramente, había oído a Aegon decir peores palabras-. ¿Podrías pedirle ayuda a Aemond? Él tiene un gran conocimiento en Alto Valyrio -Jacaerys bufó, rodando los ojos. Si, Helaena no necesitaba una explicación para esa reacción. Para todos era bien sabido que, a diferencia de su hermano mayor, el segundo hijo de la Reina no guardaba una buena relación con ninguno de sus sobrinos, especialmente con Jacaerys. La princesa suponía que aquello se debía a las palabras llenas de veneno y condescendencia de parte de la Reina al referirse a los dos hijos de la princesa heredera. Mientras Aegon y Helaena hacían caso omiso a los comentarios de su madre (cada uno por diferentes razones), Aemond consideraba cada palabra de la Reina como una incuestionable verdad. La princesa movió la silla más cercana y se sentó en ella. Una voz en su cabeza, cuyo tono sonaba muy parecido al de su madre cuando se enfurecía, la instaba a ponerse de pie, darse la media vuelta y salir del sitio junto con Dyana, antes de que alguien se enterará de esa reunión; no obstante, esas voces que la acompañaban día y noche le susurraban al oído lo suficientemente fuerte como para enmudecer la voz de su madre: “Para evitar que los dragones dancen, un puente debe tenderse.” Las palabras escaparon su boca mucho antes de que pudiera detenerlas como siempre. Levantó su mirada ansiosa hacia el príncipe, esperando burlas o algún comentario cruel. El ceño del chico se frunció.
-¿Los dragones pueden danzar? -cuestionó Jacaerys pensativo.
-Realmente espero que no -respondió Helaena al instante, sintiendo una extraña mezcla de sentimientos: miedo por lo que sabía y por lo que no; frustración porque esa simple frase era todo lo que era capaz de decirle a su sobrino sobre el tema; felicidad porque Jacaerys no se había burlado de ella o de sus extrañas actitudes; y, por primera vez en su corta vida, sintió un atisbo de esperanza, porque al fin alguien había escuchado sus palabras, al fin alguien le había prestado atención. Y fue esa naciente sensación la que la empujó a hablar de nuevo-. Si lo desea, yo podría ayudarle. No estoy tan adelantada como Aemond, pero…
-Usted es mucho mejor que Aemond, princesa -la interrumpió Jacaerys con una ligera sonrisa-. ¿En verdad podría ayudarme a estudiar? ¿Eso no la metería en problemas?
Definitivamente la metería en problemas. Si su madre se enteraba, lo cual era un hecho a juzgar por los nerviosos pies de Dyana detrás de ella, se enfurecería y con mucha seguridad la castigaría por pasar tiempo a solas con uno de los “simples” hijos de Rhaenyra. Pero cualquiera que fuera el castigo, a Helaena no le importaba. Jacaerys era agradable y, aún más importante, la escuchaba sin burlarse o desestimarla y con verdadera curiosidad.
-Podemos reunirnos aquí -indicó la niña con una ligera sonrisa- Mi madre sabe que siempre vengo a investigar durante las tardes. Y Dyana puede acompañarnos. Así no estaremos haciendo nada malo.
Ambos niños voltearon a ver a la muchacha, quien sólo atinó a asentir con la cabeza, ansiosa. Era notorio que el ciempiés que traía en el frasco había dejado de ser la primera de sus preocupaciones. Los príncipes se miraron una vez más, los dos sonriendo. “Para evitar que los dragones dancen, un puente debe tenderse.” Helaena sólo esperaba que con ese puente fuera suficiente.
Gritó el nombre de su hermano y de su tío en un intento de que ambos disminuyeran la velocidad y lo esperaran, sin conseguirlo. A penas el maestre Munkun terminó con la lección de Historia de ese día, Aegon saltó de su asiento, agarró a Jace del brazo y salió corriendo de la biblioteca, arrastrando al otro príncipe consigo. Y como siempre, a él sólo le quedaba perseguirlos por los pasillos de la Fortaleza Roja. A ninguno parecía importarle que él fuera más pequeño y que sus piernas fueran incapaces de seguir su ritmo al correr. Era tan injusto. Se detuvo al dar vuelta en el siguiente pasillo, dándose cuenta de que una vez más ya los había perdido. Bufó molesto. Esto en verdad era muy injusto. Apoyó su espalda sobre la pared a su izquierda y se dejó caer hasta el suelo, donde se sentó con los brazos cruzados sobre su pecho. No se movería de ahí hasta que su hermano viniera por él… o alguno de sus padres. Así, de seguro regañarían a Jace por dejarlo atrás y no volvería a hacerlo nunca más. Y tenía que venir por él porque si no, llegarían tarde a su práctica con Sir Criston, y si había algo que molestaba al caballero, era la impuntualidad. Aunque, a decir verdad, el caballero siempre parecía estar enojado, especialmente con ellos.
Unos pasos a su derecha lo hicieron levantar la mirada. Y hablando de personas que parecían estar siempre enojadas…
-No me digas, ¿otra vez te dejaron atrás? -cuestionó con cierto dejo de burla su tío Aemond, mirándolo con ese aire de superioridad con el que siempre los observaba-. Uno supondría que después de tantas veces ya habrías captado el mensaje.
Si, Luke no era tonto. Era pequeño, el más pequeño de todos ellos, pero no era tonto. Sabía que cada vez que Aegon arrastraba sólo a Jace (lo cual ocurría con mayor frecuencia últimamente) lo hacia para deshacerse de él, a quien consideraba demasiado “bebé” para ser divertido. Luke no era tonto, pero eso no significaba que le gustara que se lo restregaran en la cara. Aemond continuó con su camino, sin esperar algún tipo de respuesta de parte de su sobrino. Una traviesa sonrisa se formó en los labios del pequeño. Podía quedarse ahí y meter a su hermano en problemas, o…
Se puso de pie y camino con rapidez para quedar detrás de su tío, con quien sincronizó sus pasos al instante. Al llegar al siguiente pasillo, el peliblanco se detuvo en seco (acción por la cual Luke por poco choca contra él), se giró y volteó a ver al pequeño con evidente molestia.
-¿Qué estás haciendo? -soltó enojado el mayor de los dos-. ¿Me estás siguiendo?
-No -respondió Lucerys con fingida inocencia-. Voy a las habitaciones de mi madre. Es el mismo camino.
Aemond entrecerró los ojos, antes de continuar con su camino, seguido de cerca por Luke, quien no tardó en sincronizar sus pasos con él de nuevo.
-Eres insufrible -habló el segundo hijo de la Reina Alicent, sin voltearlo a ver-. Ahora entiendo porque siempre te dejan atrás.
Luke frunció el ceño, ladeando la cabeza a un lado. “A ti también te dejan atrás” consideró en responderle, pero la voz de su madre lo contuvo al instante: “Si no tienes nada amable que decir, sólo quédate callado”. Y la verdad era que, aunque Aegon solía excluirlo de su diversión con Jace, Luke aún era incluido la mayoría de las veces (gracias a su hermano), mientras que Aemond siempre era olvidado porque, según el mayor de los príncipes, “era demasiado aburrido para saber cómo divertirse”. Y si a Luke le molestaba que su hermano y su tío lo dejaran atrás, seguramente a Aemond también. La simple idea le causó tristeza al pequeño.
Aemond se detuvo de nuevo, y esta vez Luke no pudo evitar dar contra él. Lucerys dio un par de pasos hacia atrás, al tiempo que el peliblanco lo volteaba a ver con superioridad.
-¿No dijiste que no me estabas siguiendo? -preguntó como un dragón a punto de comerse una cabra.
-Es el mismo camino -repitió Luke, retrocediendo un par de pasos más.
-Si, pero para llegar a las habitaciones de tu madre debiste darte la vuelta en el pasillo anterior -indicó con burla, antes de señalar a las puertas dobles que estaban a su izquierda-. Éstas son mis habitaciones.
Luke movió su mirada de las puertas señaladas, al pasillo detrás de él por donde debería de haberse ido. Eso lo ubicaba en medio del pasillo en donde se encontraban las habitaciones de la Reina y de todos sus hijos, justo una de esas partes de la fortaleza en la que su madre les había dicho que era mejor que no se adentraran, especialmente para evitar algún problema con la Reina.
-Bueno –habló Luke, caminando hacia atrás-. Nos vemos en la arena de entrenamiento, tío.
Y sin decir nada más, se dio la media vuelta y salió corriendo en dirección al pasillo donde se encontraban las habitaciones de su madre. Una vez en él, Luke dejó escapar un suspiro de alivio. Si era muy sincero, la Reina Alicent le asustaba. Con su perpetua mueca de severidad y el evidente desagrado con el que los observaba a él y a Jace. Tampoco ayudaba la incomodidad con la que sus padres se comportaban cerca de ella. O el hecho de que Sir Criston Cole siempre la acompañaba a todas partes como una sombra que destilaba desprecio en dirección a su familia cada vez que estaban en el mismo cuarto. A Luke tampoco le agradaba Sir Criston. Era la manera en la que los veía, como si fueran los culpables de todos los problemas en el mundo. La manera en la que los trataba durante sus entrenamientos, como si merecieran el peor de los tratos. Y tampoco ayudaba el desprecio con el que su madre lo observaba, o la evidente furia en la siempre tranquila cara de su padre cada vez que estaban en el mismo lugar. Si, a Luke tampoco le agradaba Sir Criston. Y justo ahora le tocaba ir a su sesión de entrenamiento.
Caminó por el pasillo, saludó al guardia que estaba cuidando la puerta, quien le respondió con una sonrisa al tiempo que le abría el paso a las habitaciones de su madre. Ahí estaba ella, al centro de la sala de estar, sentada en su sillón preferido, hablando con Elinda y Mirell, con una de sus manos acariciando su abultado estomago. Sus ojos no tardaron en clavarse sobre él y una sonrisa se formó en sus labios recibiéndolo. Luke amaba las sonrisas de su madre, pues eran capaces de hacer desaparecer todo lo malo en el mundo.
-Ahí estás -le hizo una seña para que se acercara, a lo que el niño se aproximó rápidamente, sin abalanzarse sobre ella. Su padre ya le había explicado que, aunque su madre disfrutara sus efusivos abrazos, era mejor evitarlos hasta que su futuro hermanito o hermanita naciera. Los dedos de su madre apartaron algunos de sus rebeldes mechones de su cara-. Sir Harwin estaba a punto de ir a buscarte.
Luke giró su cabeza para ver al caballero ubicado de pie cerca de la chimenea, quien le dedicó una sonrisa, a la que el niño respondió con una propia. Le agradaba Sir Harwin, el caballero juramentado de su madre y Lord Comandante de la Guardia de la Ciudad. A diferencia de Sir Criston, Sir Harwin siempre tenía una sonrisa lista para ellos, una mirada cálida o palabras de apoyo. Sin contar la manera en la que su simple presencia parecía extender un manto de protección sobre ellos. En más de una ocasión, Jace y Luke habían pedido que Sir Harwin fuera el encargado de sus sesiones de entrenamiento, mas la respuesta siempre era un rotundo no.
-Hablaré con tu hermano más tarde -continuó su mamá frunciendo ligeramente su seño-. No está bien que te deje regresar solo por seguir al príncipe Aegon.
-Está bien, vine con mi tío Aemond -señaló Luke. De repente, el prospecto de meter a Jace en problemas ya no le llamaba tanto la atención. Sus palabras causaron una reacción de sorpresa de parte de su madre y de sus damas de compañía. Bueno, no era una verdad, pero tampoco era una mentira.
-Eso… suena bien -logró decir su madre no muy convencida-. Ahora ve a cambiarte. Sir Harwin tiene un poco de tiempo libre y los acompañara hoy en su sesión de entrenamiento.
Luke no pudo ocultar su felicidad ante las noticias y apresuró sus pasos hacia el cuarto que compartía con Jace. Allí encontró a su hermano prácticamente enfundado en su vestimenta de entrenamiento.
-Luke, lo siento, es que Aegon quería mostrarme algo -comenzó su hermano honestamente arrepentido.
-Está bien -respondió Luke, dejando sus instrumentos de estudio sobre su cama-. ¿Y qué era?
-No lo sé, porque Sir Criston apareció de la nada y se llevó a Aegon para que se fuera a preparar -soltó Jace con fastidio-. A veces creo que Aegon tiene razón y la Reina puso a Sir Criston a seguirlo por todas partes. No es como si no hubiera razones para no hacerlo, pero aún así. Sólo esperemos que se acuerde de qué me quería enseñar después de nuestra sesión de entrenamiento -soltó Jace con cierta duda. Últimamente era usual que a su tío se le olvidaran las cosas con mucha facilidad. Jace creía que se debía a la cantidad de vino que el muchacho ingería a todas horas, aunque a Luke le costaba encontrar la relación entre una cosa y la otra. A su padre también le gustaba tomar mucho vino y nunca había notado que se le olvidaran las cosas (tal vez a veces se ponía o muy feliz, o muy triste, y su madre solía reprenderlo, pero nada más)-. Y esta vez te prometo que no te dejaré atrás.
Luke respondió con una gran sonrisa que reflejaba la existente en el rostro de su hermano.
Uno de los beneficios de que Sir Harwin los acompañara a sus entrenamientos era que, demasiado enojado con la presencia del Comandante de la Guardia de la Ciudad, Sir Criston prácticamente dejaba a Jace y a Luke solos por casi toda la sesión, acercándose sólo a ellos para remarcar todos sus errores. En ocasiones como esas, quedaba a cargo de Sir Harwin guiarlos en sus movimientos, hecho que tampoco le hacía nada de gracia al miembro de la Guardia del Rey, mas a ellos les encantaba. Jace incluso había llegado a comentarle a su madre que aprendían mucho más en una de esas sesiones con Sir Harwin, que en una semana de entrenamiento con Sir Criston. Luke sinceramente no veía la diferencia. Tampoco es que prestará mucha atención o importancia a las lecciones, a diferencia de su hermano, quien tomaba cada una de sus clases con gran seriedad. A Luke le gustaban sus lecciones de Historia, Redacción, Literatura, Alto Valyrio, e incluso le agradaba ir al Gran Septo cada semana para aprender sobre la Fe de los Siete, pero cosas como la Política, Filosofia o las sesiones de entrenamiento, le resultaban aburridas e innecesarias. Alguna vez se había quejado de tener que tomar esas clases, sin embargo, su madre se encargó de recordarle que aunque le parecieran inútiles ahora, serían conocimientos de gran importancia para su futuro como Lord de Driftmark y Lord de las Mareas. Y ahí era cuando el tema se volvía incómodo para el pequeño, porque ser el Lord de Driftmark no sólo sonaba como una tarea muy difícil (a juzgar por todas las actividades que realizaba su abuelo Lord Corlys Velaryon en un sólo día), sino también implicaba el hecho de que tanto su abuelo, como su padre ya estarían muertos, y esa era una idea que simplemente le hacía doler el estómago. Luke no entendía cómo Jace no se sentía de la misma manera al pensar sobre su futuro como Rey de los Siete Reinos. Su hermano mayor actuaba con solemnidad, como si sólo se tratara de una gran responsabilidad y parecía no hacer la conexión con la inevitable muerte de su enfermizo abuelo el Rey Viserys y su madre. Y esa era una idea que no sólo le hacía doler el estómago, también lo llevaba al borde de las lágrimas.
Para cuándo llegaron a la arena de entrenamiento, Aegon y Aemond ya estaban allí, el primero con su perpetua mueca de fastidio, y el segundo haciendo ejercicios de calentamiento. Cómo era de esperarse la única interacción que tuvieron con el molesto miembro de la Guardia del Rey fue al principio, cuando los regañó por haber llegado tarde. Después de eso, el hombre prácticamente olvidó su existencia, concentrándose en corregir a Aegon, quien poco caso le hacía. Sir Harwin los emparejó para simular un duelo y pasó toda la sesión corrigiendo su postura y la manera en la que movían la espada. El tiempo pasó más rápido que de costumbre, hecho que Luke agradeció internamente, y pronto Sir Criston dio por terminada la sesión y los mandó a descansar. Sir Harwin se despidió de ellos, y apenas se había dado la media vuelta cuando Aegon agarró a Jace del brazo y lo haló en dirección a uno de los túneles que conectaban la arena con el resto del castillo. Para no volver a perder a su pequeño hermano, Jacaerys lo tomó de la mano, y Luke tuvo que mover con rapidez sus pequeñas piernas para no terminar en el suelo con el impulso. Una vez lejos de la vista de su instructor, su tío los volteó a ver con esa sonrisa ladina que parecía ser una característica fija de su rostro.
-Les tengo una pequeña sorpresa, mis queridos sobrinos -comenzó el mayor con el tono de quien está a punto de cometer una travesura-. Es uno de mis mayores secretos, pero confiare en que ustedes no le dirán nada a nadie, ¿verdad? -ambos hermanos asintieron con la cabeza-. Muy bien, entonces…
El peliblanco se calló en el instante en que observó a su hermano menor entrando al túnel. Aemond simplemente rodó los ojos al notar todas las miradas sobre él y el indudable semblante burlón del mayor de los príncipes.
-Cómo si pudieran interesarme en algo sus estupideces -soltó el chico al pasar a su lado en su camino al interior del castillo. Aegon por su parte aguardó pacientemente a que su hermano desapareciera al final del túnel.
-Díganme, sobrinos, ¿alguna vez han salido del castillo en medio de la noche? -preguntó el joven juguetonamente.
La idea y el plan eran buenos. Según Aegon, hace más de una luna se había tropezado durante una de sus borracheras con uno de los famosos pasadizos creados por Maegor “El Cruel” durante la construcción de la Fortaleza Roja. El túnel iba desde uno de los pasillos abandonados del castillo hasta una de las murallas exteriores de la Fortaleza. Desde ese momento, el muchacho ya había hecho tres incursiones bajo el abrigo de la noche, sin que nadie se percatara de ello. A dónde habían sido sus incursiones, esa era una pregunta que ni siquiera los suplicantes ojos de Luke le sacaron a su tío, aunque Jace podía hacerse una idea, y había estado a punto de tomar a su hermano para llevárselo de allí, cuando Aegon señaló que pensaba llevarlos al mercado de curiosidades que llevaba una semana colocado cerca del puerto. Su padre y su amigo, Sir Qarl, ya habían ido a visitarlo un par de días atrás, trayéndoles del lugar un sinnúmero de golosinas y una pormenorizada descripción de todas las cosas que los mercaderes de las Ciudades Libres traían este año. Y como cada año antes de ese, su madre había sido tajante al no permitirles ir a ver el lugar en compañía de su padre y Sir Qarl. Incluso siguió negándose después de que Sir Harwin se ofreciera también a acompañarlos. La razón de su madre era simple: tanto él, como Luke, eran demasiado pequeños para internarse en un lugar tan concurrido. No importaba si llevaban a toda la Guardia del Rey, la Guardia de la Ciudad, Seasmoke y Syrax consigo. Y como era costumbre últimamente, Jacaerys no podía evitar sentirse ligeramente insultado. Su décimo día del nombre estaba a unas lunas de distancia y, a pesar de eso, sus padres seguían tratándolo como a un niño pequeño, especialmente su madre, quien se había tornado un tanto sobreprotectora durante la última parte de su embarazo. Él se consideraba lo suficientemente grande y maduro como para poder ir al mercado y probablemente por ello había aceptado ser parte del plan de Aegon. Los tres se encontrarían en el pasillo abandonado una hora después de que todas las luces del castillo fueran apagadas, momento en el que se hacía el cambio de guardia, dándoles tiempo suficiente para salir de sus cuartos y de las habitaciones de su madre sin ser detectados. Una vez allí, usarían el pasadizo para salir de la Fortaleza y en menos de diez minutos estarían en el puerto y, con ello, en el mercado de curiosidades. Tendrían varias horas antes de que tuvieran que regresar al castillo, suficiente para ver todo lo que se vendía y algunos de los espectáculos callejeros. Una vez de regreso en la Fortaleza, sólo tendrían que esperar el cambio de guardia que se daba al amanecer y estarían en sus camas sin que nadie se hubiera dado cuenta de su desaparición.
El plan parecía bueno y tanto él como Luke estaban emocionados. Al pequeño realmente le había costado demasiado encubrir su entusiasmo toda la tarde y la mañana del día siguiente, cuando se llevaría a cabo la excursión. Por su parte, Jace realmente temía que la constante sonrisa en la cara de su hermano los fuera a delatar, e incluso consideró seriamente cancelar su sesión de estudio de esa tarde con la princesa Helaena, para tener vigilado a Lucerys, pero el hecho de que la chica al fin hubiera estado con ánimo para verlo después de pasar los últimos tres días indispuesta lo había detenido de hacerlo. La princesa llevaba tres días enferma, razón por la cual no había podido ir a sus clases normales, ni a sus sesiones secretas de estudio (las cuales ya se habían convertido en parte de sus vidas diarias durante las últimas dos semanas). A Jace realmente le sorprendía que hasta ese momento nadie los hubiera sorprendido y debía admitir que el hecho de que ambos guardarán un secreto juntos (sin contar a Dyana, quien sólo se les quedaba viendo angustiada durante las sesiones) lo hacía sentir una emoción nueva y extraña que le recorría de la punta de la cabeza a la punta de los pies. El niño no recordaba haber pasado tanto tiempo a solas con la princesa, pues ésta siempre estaba acompañada por su madre y nunca le permitía que se acercara a sus sobrinos. También estaba el hecho de que Helaena Targaryen parecía existir en un plano diferente al resto, siempre con su mirada perdida más allá del horizonte, con su atención fija en los insectos y plantas de los jardines, y su boca pronunciando palabras incomprensibles. A eso había que añadir su pálida piel, sus largos cabellos blanquecinos y sus vaporosos vestidos, que la hacían lucir como uno de esos espíritus del mar de los que su padre y abuelo solían hablarles, aquellos que aparecían ante los náufragos para socorrerlos. Jace estaba seguro de que si la princesa Helaena fuera uno de esos espíritus, la seguiría a dónde ella quisiera, sin dudar por un momento que lo llevaría a buen puerto. Y más con esa melodiosa voz que pronunciaba el Alto Valyrio a la perfección. Por eso no podía cancelar su reunión secreta, mucho menos después de pasar tres largos días sin haber visto a la muchacha.
Llegó ante la puerta de la biblioteca y la abrió con un indudable sentimiento de trepidación. La princesa, acompañada por Dyana, siempre era la primera en llegar, y esa vez no había sido la excepción; la rubia ya se encontraba sentada ante la mesa que siempre solían usar, con un inmenso tomo abierto delante de ella. Lo que realmente era una sorpresa era la ausencia de Dyana. Jacaerys estaba a punto de preguntar por la joven de servicio, no obstante, la cuestión desapareció de su cabeza y boca cuando quedó de frente a su tía. La imagen le causó un nudo en la garganta y detuvo su respiración por un instante. La pálida tez de la chica parecía casi transparente, causando que sus ojeras lucieran aún más marcadas de lo habitual. A eso debía añadir la falta de ese rubor que solía revestir sus mejillas y su vestimenta; podría apostar lo que fuera a que la princesa únicamente se había puesto un abrigo encima de su ropa de cama. Sin lugar a dudas, la chica realmente parecía estar enferma. Tal vez ni siquiera debería de estar ahí. Y si la ausencia de Dyana era un indicativo, era muy probable que nadie estuviera al tanto de su actual ubicación.
-Princesa -habló Jace, llamando la atención de la niña, quien levantó la mirada en su dirección. Le dedicó una dulce sonrisa que no llegó hasta sus apagados ojos.
-Príncipe Jacaerys -respondió con un tono más bajo de lo habitual.
-¿Se encuentra bien? -cuestionó el niño, dejando sus libros y rollos de pergamino sobre la mesa-. Supe que estuvo enferma los últimos días. Si lo desea, podemos vernos cuando esté recuperada.
-No estuve enferma -señaló, devolviendo su mirada al gigantesco libro-. Es lo que mi madre siempre dice. La mentira es menos vergonzosa a la verdad.
-¿Y cuál es la verdad? -preguntó Jace intrigado, al tiempo que tomaba asiento enfrente de la chica. Los ojos violáceos se movieron de un lado al otro nerviosos sobre las páginas del libro. El joven príncipe bajó la mirada para posarla en la ilustración de una hormiga con la leyenda “hormiga asesina” escrito arriba de ella.
-A veces… tengo pesadillas -respondió Helaena, considerando muy bien sus siguientes palabras y sin alzar su vista en ningún momento. Tras dos semanas de reunirse secretamente en la biblioteca, Helaena no podía negar que el hijo mayor de su hermana estaba comenzando a agradarle. Jacaerys era dulce, paciente, caballeroso y, sobre todas las cosas, la escuchaba, incluso cuando llegaba a escapársele alguna de sus crípticas palabras, y en ningún momento la había juzgado por ellas o por su extraño comportamiento. Realmente no quería perder el poco aprecio que el niño pudiera guardarle explicándole que era capaz de ver un futuro que ni siquiera ella podía poner en palabras. Así que optó por no ser tan precisa-. Los maestres los llaman terrores nocturnos. A veces son demasiado para mi. Sus efectos pueden durar días, por eso mi madre prefiere decir que estoy enferma. Aegon dice que de esa manera nadie sabrá que hay algo malo con mi cabeza.
-No hay nada malo contigo -exclamó Jacaerys, ganándose por fin la mirada de la princesa. El chico la observaba con una combinación de preocupación y molestia-. Aegon tal vez sea el mayor, pero no sabe nada del mundo. Mi padre también suele tener terrores nocturnos. No hay nada malo en ello…
A Helaena le hubiera gustado decirle que mientras los terrores de su padre eran recuerdos del pasado, en su caso, eran eventos por venir. Sucesos a los que ni siquiera ella les podía dar sentido. Como las pesadillas que la habían despertado a la mitad de la noche hace tres días, gritando. Barcos en llamas. Multitudes aterradas corriendo de un lado al otro. Hombres como monstruos, destrozándolo todo. Personas muertas, aplastadas, destrozadas y tiradas sobre charcos de sangre. Sin embargo, eso no había sido lo peor. Lo peor fue reconocer entre los muertos a sus hermanos, Aegon y Aemond, y a sus sobrinos, Jacaerys y Lucerys.
La princesa había pasado horas tratando de encontrarle algún sentido a todo eso, de entender en qué tipo de escenario sus hermanos y sobrinos podrían encontrar un final tan funesto. Su única pista eran los barcos en llamas, pero, aún así, tampoco podía explicarse que harían los cuatro chicos en un barco o cerca de uno juntos. Estaba al tanto de que Sir Laenor tenía la costumbre de llevar a sus hijos a visitar los muelles dos veces por luna, pero también era un hecho ampliamente conocido que la Reina les tenía terminantemente prohibido salir de la Fortaleza Roja a sus hijos, siendo sus visitas semanales al Pozo Dragón la única excepción, cuyo traslado se llevaba a cabo bajo la férrea vigilancia de cuatro miembros de la Guardia Real y un escuadrón de Capas Doradas. Por lo tanto, la probabilidad de que los cuatro estuvieran en un barco juntos era realmente inexistente. A menos que…
Levantó su cabeza de golpe, observando a Jacaerys con los ojos entornados. El niño había seguido hablando, mientras Helaena rumiaba una vez más el significado de sus inquietantes pesadillas, no obstante, se quedó en silencio al ver la repentina reacción de su tía.
-¿Qué dijiste? -soltó la princesa en un nivel de voz cercano a un grito, olvidando toda propiedad.
-Dije que tal vez le podría ayudar entretenerse con una actividad diferente –respondió Jacaerys con voz queda y un tanto inquieto.
-No, después de eso -señaló Helaena.
-Que… tal vez podría interesarle acompañarnos a recorrer el Mercado de Curiosidades que está cerca del puerto -repitió el moreno no tan convencido como lo había dicho minutos atrás-. Aegon va a llevarnos esta noche.
-¿Cómo? -inquirió la peliblanca. Jace se mordió la parte interior de la mejilla, al tiempo que movía los ojos, intranquilo.
-Según él, sabe cómo salir de la Fortaleza usando uno de los pasajes secretos de Maegor -explicó el príncipe como un niño que acaba de ser descubierto en medio de una travesura.
La imagen vino ante sus ojos, el cuerpo destrozado del niño sentado frente a ella, y sus labios se movieron sin que pudiera detenerlos o comprender las palabras que escaparon de ellos: “El fuego hará a las hormigas huir y dispersar a las luciérnagas hasta aplastarlas”. Ambos se quedaron en silencio por un largo rato, viéndose fijamente a los ojos. Jace arqueó una ceja, confundido, a lo que Helaena bajo su mirada avergonzada. No existía forma alguna en que el niño pasará por alto ese desliz. Lo más seguro es que esa sería su última reunión. Primero lo de sus terrores nocturnos y ahora su incontrolable boca. Aegon en verdad tenía razón. Estaba loca.
-¿Eso sería un “si”? -inquirió la dudosa voz de Jacaerys al otro lado de la mesa. La princesa alzó la mirada lentamente, topándose con los ojos aún confundidos de su sobrino. No obstante, lo que más llamó la atención de la peliblanca fue un inexplicable brillo de ilusión en esos ojos cafés.
Y Helaena no sabría decir si su respuesta tuvo que ver con ese inusual brillo, con la emoción que comenzaba a crepitar en la expresión del niño o con las voces en su cabeza que le insistían en aceptar la invitación. La niña movió su cabeza afirmativamente, causando una sonrisa en la cara de Jacaerys, sonrisa que la princesa no pudo evitar emular.
Notes:
Espero que haya sido de su agrado. Y ahora algunas aclaraciones para el resto de la historia:
-Como queda claro en las etiquetas, esta historia se centrará en las parejas de Helaena/Jacaerys y Lucerys/Aemond, así que pueden considerar a los cuatro como los personajes principales de la historia. Por su puesto que con el pasar de los capítulos aparecerán otras parejas y personajes relevantes para que la trama avance.
-Este va a ser un fanfic largo, aún no sé exactamente cuan largo, pero lo será. Ahora, por mucho que me gustaría prometerles actualizaciones rápidas y consistentes, la verdad es que en este momento especifico se me dificulta mucho. Aún así, tengo la esperanza de terminarlo antes de que estrenen la tercera temporada (lo cual parece ser que me da bastante tiempo según los últimos rumores).
-En cuanto al tema de las etiquetas, debo decir que como lectora he hecho un gran uso de ellas para escoger exactamente que leer y que no, pero como autora considero que pueden revelar demasiado de la trama, así que he decidido irlas actualizando conforme los capítulos vayan saliendo y los personajes, parejas y situaciones aparezcan.
-Esta historia estará basada tanto en la serie de televisión como en el libro, así que es posible que vean elementos de una, de otro o de ambos.
-Intenté hacer un cálculo con las edades de los personajes según los extraños saltos de tiempo que ocurren en la serie (ya que en ésta todos tienen edades más cercanas entre si) y aunque fue realmente difícil hacerlo aquí les dejó una pequeña tablita de referencia que servirá para estos primeros capítulos en los que todos aún son niños:
+Aegon: 13 años
+Helaena: 11 años
+Aemond: 10 años
+Jacaerys: 9 años
+Lucerys: 7 años-Por último, espero que este primer capítulo sea de su agrado y se queden por aquí para ver como continúa. Agradeceré cualquier comentario o kudos. También si encuentran algún error de cualquier tipo, les agradecería que me lo informaran para corregirlo. Trataré de actualizar lo más pronto posible.
Saludos :)
Chapter 2: Daenys, la soñadora
Notes:
¡Hola a todos y Feliz Año Nuevo! Aquí les dejó un nuevo capítulo un poco largo, pero que espero les guste. Disfrútenlo.
(See the end of the chapter for more notes.)
Chapter Text
Para cuando llegó la hora de salir de sus habitaciones y encontrarse con Aegon en el pasillo abandonado, Jacaerys realmente no podía creer que nadie hubiera descubierto sus planes hasta ese momento. Pues una vez más el chico había constatado cuan malo era su hermano pequeño para enmascarar sus emociones. Incluso tuvo que taparle la boca en medio de un grito de emoción después de contarle que su tía, la princesa Helaena, los acompañaría. La reacción de Aegon no sería tan efusiva. El muchacho era honesto y muy abierto sobre su opinión acerca de sus dos hermanos menores, y Jacaerys consideraba a ese mutuo desagrado como la principal razón por la que el príncipe Aegon prefería ir en contra de los deseos de la Reina y pasar su tiempo libre (o al menos el tiempo que no pasaba bebiendo y molestando a las chicas de servicio) con sus sobrinos. No obstante, el moreno no pudo evitarlo. Tan sólo ver la expresión de tristeza y agotamiento en el rostro de la princesa lo había empujado a invitarla. Pensó que tal vez eso ayudaría a su tía a sentirse mejor, a olvidar por un momento sus molestas pesadillas.
No era una ocurrencia muy seguida, pero a veces su padre solía despertarse a la mitad de la noche, gritando. Jace recordaba haber tenido 5 años cuando le preguntó a su madre sobre aquello, después de una noche especialmente difícil. Su madre simplemente le había explicado que se trataban de pesadillas, pesadillas mucho peores que las que él o Luke pudieran tener. Y tampoco eran sobre cualquier cosa, sino sobre momentos traumáticos, como la guerra en la que su padre valientemente había participado siendo muy joven. Jacaerys había asentido en comprensión y ahora, cuando llegaba a ocurrir, tanto él como Luke se dedicaban a llenar a su padre de amor. Era lógico que un hombre veterano de una cruenta guerra tuviera ese tipo de terribles pesadillas, pero una pequeña niña como la princesa Helaena, quien pasaba sus días en los jardines de uno de los lugares más seguros y cómodos del mundo conocido, sufriera de ellas simplemente no tenía ningún sentido. Tal vez salir de la Fortaleza, ver cosas y personas diferentes, le ayudaría a sentirse mejor. O al menos eso esperaba. Y si eso no era suficiente, por lo menos la alegría de su hermano pequeño era contagiosa.
Después de invitarla y de recibir un sí como respuesta, ambos habían quedado de acuerdo en encontrarse afuera de las habitaciones de la peliblanca a la hora del cambio de guardia. La chica ya estaba esperándolos cuándo llegaron y tan sólo le costó un par de minutos a Lucerys provocar una sonrisa en el rostro aún cansado y angustiado de su tía. El pequeño pasó todo el camino hasta el pasillo abandonado relatándole en susurros a la princesa todo lo que su padre y Sir Qarl les habían contado sobre el Mercado de Curiosidades, haciendo especial hincapié en las criaturas extrañas a la venta.
-¡Al fin… -los recibió Aegon enfundado en una capa que le cubría el blanquecino cabello. Se descubrió la cara, visiblemente molesto, señalándolos acusadoramente-. ¡¿Y ella qué hace aquí?!
-Yo la invité -respondió Jacaerys listo para enfrentar la furia de su tío.
-¡¿Y por qué?! -cuestionó el chico-. No, mejor pregunta, ¡¿Cuándo rayos pasó esto?! ¡¿No estabas en medio de uno de tus episodios de locura?!
-¡Ella no está loca! -corrigió Jace en un tono de voz mucho más bajo que el del otro muchacho-. Sólo necesita divertirse. Igual que nosotros.
-El fuego hará a las hormigas huir y dispersar a las luciérnagas hasta aplastarlas -masculló Helaena. Los tres voltearon a ver a la niña confundidos. Acto seguido, Aegon la señaló con ambas manos, mientras observaba a Jacaerys a los ojos.
-¿Y eso cómo lo explicas? -soltó el príncipe.
-La tía Helaena sólo quiere ver a las criaturas extrañas de Essos -habló Luke, entrelazando su mano con la de Helaena y ganándose una mirada incrédula de parte del peliblanco. La niña volteó a ver al pequeño niño igualmente extrañada, mas su rostro pronto se cubrió de calidez-. Mi papá dice que en uno de los puestos hay una tarántula gigante de Asshai. Son muy venenosas.
-No tengo ni la menor idea de cómo responder a eso -soltó Aegon confundido-. No, espera, si lo sé. ¡Ella se queda! Si viene, hará que nos descubran.
-Pues si ella no viene, nosotros no vamos -zanjó Jace, cruzándose de brazos.
-¡¿Es en serio?! -exclamó el muchacho con un volumen lo suficientemente alto como para llamar la atención de cualquier guardia o sirviente que estuviera pasando por el lugar. Jace levantó la cabeza desafiante, acto prontamente imitado por su hermano menor. Por su parte, Helaena movía sus ojos entre su hermano y sus sobrinos, sorprendida. La niña no recordaba que alguna vez alguien (a parte de su madre) abogara tanto en su favor. Era extrañamente reconfortante. Si tan sólo pudiera apartar el miedo de su cabeza, sería capaz de disfrutar del todo la inexplicable escena de la que era parte. Aegon pasó su mirada entre Jace y Luke, para después exhalar un bufido de fastidio-. ¡Bien! Pero ustedes dos serán los responsables de cuidarla. Y si hace algo extraño, será su problema.
-¡No puedes estar hablando en serio! -exclamó otra voz salida de la nada, causando que todos saltarán asustados. Todas las miradas se dirigieron al fondo del pasillo, por dónde se acercaba Aemond, igualmente enfundado en una capa y visiblemente furioso-. Está bien que ustedes, trio de idiotas, quieran poner sus vidas en peligro, pero también vas a llevar a nuestra hermana, una princesa de los Siete Reinos, completamente indefensa.
-¡¿Y en el nombre de los Siete Infiernos, tú qué haces aquí?! -exclamó Aegon incrédulo. A Jacaerys realmente le sorprendía que hasta ahora nadie los hubiera escuchado. Aunque tomando en cuenta que hacía décadas que esa parte de la Fortaleza no estaba habitada, era de esperarse que los guardias no la tomarán en cuenta como parte de sus rotaciones.
-¡Estaban hablando en un túnel público, imbécil! -señaló el menor de los dos hermanos-. ¡¿Qué esperabas?! Deberías de agradecer que no fue Sir Criston quien los escuchó. Aunque ahora sí lo va a escuchar. Y madre también.
-¡Y por eso nunca nadie quiere estar contigo! -soltó Aegon con veneno, a lo que Aemond respondió entrecerrando sus ojos y dándose la media vuelta para encaminar sus pasos hacia la parte habitada de la Fortaleza.
Aegon hizo el ademán de ir tras él, no obstante, Lucerys fue más rápido, soltando la mano de Helaena y corriendo en dirección al peliblanco, al que tomó del brazo deteniéndolo. Aemond giró sobre sus talones con toda la intención de empujar al pequeño.
-¿Por qué no nos acompañas, tío Aemond? -habló Luke. Aegon estuvo a nada de decir algo, sin embargo, Jacaerys le tapó la boca con la mano. Tras siete años de convivir y conocer a su hermano menor, Jace había constatado en más de una ocasión la impresionante capacidad del pequeño para convencer a quienes lo rodeaban sobre casi cualquier cosa. Tal vez fuera por sus grandes ojos entornados, o la expresión de inocencia en su rostro, o su dulce voz con la que siempre sabía exactamente qué decir, pero el menor de los hijos de la Princesa Heredera era experto en conseguir todos sus deseos y escapar de cualquier problema. Y si el pequeño era o no consciente, realmente era un misterio para Jace-. Si tú vienes con nosotros, podrás cuidarnos de cualquier peligro. Así la tía Helaena podrá ver a las criaturas de Essos y estar segura.
Los otros tres niños vieron el momento exacto cuando el enojo en la mirada de Aemond se transformó en orgullo y como su postura emuló a la del Escudo Juramentado de su madre. Y en ese momento, Jacaerys supo que su hermano menor una vez más lo había conseguido.
-Bien, los acompañaré, pero sólo por Helaena -aceptó el chico, soltándose del agarre de su sobrino. Luke únicamente frunció ligeramente el ceño ante el trato-. Si algo les pasa a ustedes, no es mi problema.
-¡Oh, gracias, poderoso guerrero, por honrarnos con tu presencia! -exclamó Aegon sarcásticamente con una elaborada reverencia. Aemond simplemente se cruzó de brazos, rodando los ojos con fastidio-. Ahora, si ya aparecieron todos los que no deberían de estar aquí, muévanse.
A continuación, el muchacho giró sobre sus talones y comenzó a caminar en dirección al fondo del pasillo, exactamente por dónde había aparecido Aemond. Los demás lo siguieron de cerca y se detuvieron detrás de él cuando éste se paró frente a un gigantesco tapiz colgado al final del pasillo, justo en la intersección con otro pasillo de menor tamaño. Aegon tomó el tapiz de uno de los bordes, acción que le valió recibir un regaño de parte de su hermano menor, quien prontamente le recordó que no debería de tocar reliquias tan importantes con sus “sucios y grasientos dedos”. El mayor rodó los ojos, antes de desaparecer detrás del artículo de tela.
-Si quieren venir, entren -habló el peliblanco desde el otro lado.
Todos se vieron entre sí confundidos. Aemond se acercó a la pared, tomó el tapiz y lo levantó, dejando al descubierto la entrada de un estrecho túnel desde donde los veía Aegon con un dejo de superioridad.
-Bueno, a moverse -soltó Aegon, dándose la media vuelta e introduciéndose en el túnel-. Si alguien se queda atrás, no me importa.
-Como si pudiera importarte alguien que no fueras tú -señaló Aemond, siguiéndolo.
Luke hizo el ademán de entrar en el túnel, más Jacaerys lo detuvo, tomándolo de la mano.
-No te soltarás en ningún momento, ¿Entendido? -indicó Jace, mirando a los ojos a su hermano.
-Entendido -repitió Luke, pasando su vista entre su hermano mayor y el túnel, del cual salían las voces de Aegon y Aemond, alejándose.
Jacaerys supuso que eso era lo más que conseguiría del pequeño niño, así que afianzó su agarre, para después voltear a ver a Helaena. La niña tenía sus ojos fijos en el piso y mascullaba algo en un tono muy bajo.
-Si prefiere quedarse, no tiene porqué venir, princesa -habló el moreno, consiguiendo que la peliblanca lo volteara a ver con cierto dejo de angustia.
-El fuego hará a las hormigas huir y dispersar a las luciérnagas hasta aplastarlas -repitió Helaena con mayor ahínco que las veces pasadas. Jace arqueó una ceja sin comprender. Y realmente deseaba comprender. Sin importar lo que esas palabras significaran para la princesa, sin lugar a duda le causaban una terrible angustia. Lo podía ver en su rostro, en cómo sus ojos se habían dirigido de nuevo al piso, en cómo se lastimaba las puntas de los dedos con las uñas. Algo estaba mal y el niño no sabía exactamente qué.
-Seguro los comerciantes también traen luciérnagas -intervino Luke, tomando de nuevo de la mano a su tía, deteniendo efectivamente sus acciones y ganándose su entera atención-. O hormigas. El abuelo Corlys una vez nos contó sobre unas hormigas que brillan en la oscuridad. Tal vez traigan algunas.
Helaena sonrió levemente y movió su cabeza afirmativamente, lo que Lucerys tomó como señal para empujar a su hermano hacia el interior del túnel. No tardaron mucho en alcanzar a los otros dos príncipes, quienes estaban enfrascados en una discusión sobre los pasadizos de Maegor, o mejor dicho, Aemond le trataba de dar una clase de historia a su hermano y éste minimizaba sus hechos históricos con chistes o recordando las más escabrosas acciones de su nefasto antepasado. Por suerte, alcanzaron el final del túnel justo antes de que ambos chicos comenzarán a agredirse verbalmente una vez más. Jace realmente no entendía porque a los dos hijos de la Reina les costaba tanto llevarse bien. Para él y Luke no era tan difícil y tampoco podía imaginarse que pudieran llegar a tener algún problema con su futuro hermanito (o hermanita, si los dioses escuchaban a su madre). Aunque si pudiera suponer, Jacaerys apostaría lo que fuera a que la personalidad pedante y condescendiente de Aemond era una buena razón. O su completa falta de humor y amabilidad.
Una vez fuera del túnel, el cual en efecto terminaba en una de las murallas exteriores de la Fortaleza, Aegon se tapó el cabello con la capucha, acción que Aemond y Helaena no tardaron en emular. Eran momentos como esos (aunque fueran muy pocos) cuando Jace se alegraba de no tener los característicos rasgos Targaryen. Con su cabello castaño oscuro, tanto él como Luke podían pasar desapercibidos en una multitud.
Atravesaron las calles aún repletas de King’s Landing en un compacto grupo liderado por Aegon y cuya retaguardia estaba vigilada por Aemond, quien había tomado en serio su papel de protector de su hermana y lanzaba miradas asesinas hacia cualquier transeúnte que posará sus ojos sobre ella o, si le quedaba tiempo, a Lucerys, quien aún tenía su mano entrelazada con la de la princesa y continuaba su interminable recuento del Mercado de Curiosidades a la niña. Y parecía ser que lo único que lo detenía de callar al pequeño era el genuino interés con que Helaena lo escuchaba. Ésta lucía más tranquila y, con Luke aprisionando su mano, ya no podía seguir lastimándose las uñas. Mientras tanto, la atención de Jacaerys estaba dividida entre el camino marcado por Aegon (todas calles secundarias en donde no había ni un sólo Capa Dorada capaz de detenerlos) y la enigmática frase de la princesa. Por una parte, el hecho de que Aegon supiera exactamente cómo burlar a todos los guardias de la ciudad era indicativo de que el muchacho había salido de la Fortaleza Roja más veces de las mencionadas, lo cual sin duda era preocupante. Y por otra, Jace trataba de sacar algún significado de las inexplicables palabras. No era extraño para él escuchar a la princesa decir frases sin sentido o significado, pero todas ellas cambiaban, nunca repetía una. Y ahora la chica ya había repetido la misma oración tres veces, en el transcurso de unas horas. Debía de haber una explicación. Fuego. Hormigas. Luciérnagas. Jacaerys recordaba un cuento que su madre solía contarles cuando eran más pequeños en donde las primeras luciérnagas nacían del fuego de un dragón moribundo. Con la muerte del dragón, el mundo quedó en penumbra, una oscuridad pronto destruida por la luz de las luciérnagas, las cuales terminaban esparciéndose por todo el mundo. Tal vez Helaena se refería a ese cuento… o tal vez no, porque en ninguna parte se mencionaban hormigas y realmente dudaba que la Reina les contara a sus hijos historias sobre dragones. ¿Y si sólo era la forma de la niña de comunicar su deseo de conseguir unas luciérnagas y hormigas? Y, en ese caso, ¿En dónde quedaba el fuego? Esto era demasiado confuso.
-¡Y henos aquí! -exclamó Aegon, interrumpiendo efectivamente las cavilaciones de Jacaerys y el monólogo de Lucerys.
El Mercado de Curiosidades constaba de un sinnúmero de puestos colocados uno al lado del otro para formar varios pasillos repletos de gente, a pesar de las altas horas de la noche. Luces de colores iluminaban el lugar ubicado a sólo unos metros de los muelles y, apenas llegaron al lugar, todos se vieron inundados por los más variados olores y sonidos. Emocionado, Luke hizo el intento de salir corriendo, más Jace y Helaena lo retuvieron exitosamente de las manos, ganándose un puchero de parte del pequeño.
-Muy bien, yo creo que lo mejor sería separarnos y que cada uno haga lo que quiera -propuso Aegon, mientras se acercaban a los primeros puestos.
-Esa es la idea más estúpida de todas -puntualizó Aemond, detrás de ellos-. Tenemos mejores posibilidades de evitar problemas si permanecemos todos juntos.
-Aemond tiene razón -apoyó Jacaerys, a pesar de lo mucho que le molestaba admitir que el mayor tuviera la razón.
-Si creen que voy a pasar toda la noche junto a un montón de niñitos, están muy…
El fuerte ruido de una explosión detuvo sus pasos al momento. Lucerys se encaramó a Jacaerys asustado, al tiempo que Helaena se tapaba las orejas con las manos. Sus labios se movían, repitiendo una y otra vez la misma frase: El fuego hará a las hormigas huir y dispersar a las luciérnagas hasta aplastarlas. Tanto Jace como Aemond dieron un paso en su dirección, mientras Aegon se cruzaba de brazos y rodaba los ojos.
Varias explosiones sacudieron la atmósfera del lugar, causando que las personas ahí reunidas comenzarán a gritar y a correr. Un intenso brillo llamó la atención de Jacaerys. Fuego. Enormes llamas provenientes de los muelles. Fuego… Y sin saber bien de dónde vino, un golpe lo tiró al suelo, oscureciendo su mundo por completo.
Abrió sus ojos de golpe, dando un respingo. Pestañeó varias veces en un intento de alejar el sueño de su cabeza, segura de que su mente le había jugado una mala pasada. ¿Una explosión? ¿En King’s Landing? ¿A la mitad de la noche? Si, con seguridad había sido parte de alguna pesadilla que ya no recordaba. Esos últimos meses de embarazo habían estado plagados de noches sin sueño, ya fuera por las incomodidades propias de su estado o por el nerviosismo que no la dejaba dormir. A estas alturas y después de dos embarazos, ya estaba acostumbrada.
Una serie de explosiones destruyeron la poca tranquilidad que le quedaba. No obstante, lo que la hizo incorporarse fue el repiquetear de las campanas, cuyo significado era uno: la ciudad estaba sobre ataque. La puerta de su habitación se abrió de golpe, dejando ver a Laenor a penas vestido con un pantalón y una camisa y con su espada en la mano.
-¿Estás bien? -preguntó su esposo con una determinación pocas veces vista.
-Es un ataque -respondió, posando su mano sobre su abultado vientre, mientras Elinda, una de sus damas de compañía, entraba a la habitación para ayudarla a levantarse-. Los niños.
Laenor asintió con la cabeza antes de desaparecer por el pasillo con rumbo a la habitación de sus hijos. Toda esta situación era alarmante. King’s Landing no había estado bajo ataque desde los tiempos de Maegor “El cruel”. Y la razón era simple: nadie que no fuera un Targaryen era lo suficientemente estúpido como para atacar la capital. Especialmente cuando contaban con dos dragones adultos para proteger la ciudad. Elinda le ayudó a enfundarse en su bata. Debía ir con su padre al instante.
-Rhaenyra, tenemos un problema -habló Laenor, apareciendo de nuevo en el umbral de la puerta. La princesa se detuvo, posando su mirada en el semblante tenso y pálido de su esposo-. No están.
La mujer se tambaleó. Elinda y una de las chicas de servicio la ayudaron a sentarse de nuevo en la cama, mientras todo color desaparecía de su rostro y todo aire escapaba de sus pulmones.
El sonido de las campanas se oía a lo lejos, destruyendo golpe a golpe sus nervios. Abrió la puerta doble de sus habitaciones, encontrándose de frente con el Guardia Real del turno nocturno, cuyo nombre no era capaz de recordar en ese momento. Dirigió sus pasos presurosa hacia la habitación del Rey, cuyas puertas estaban abiertas de par en par. Asomó la cabeza, viendo a tres Guardias Reales apostados alrededor de la cama del monarca y a un par de sirvientas ayudando al hombre a levantarse. Soltó un suspiro, para después dirigirse casi corriendo hacia las habitaciones de sus hijos. La de Aegon era la contigua a la suya y, conociendo al muchacho, lo más seguro es que éste siguiera profundamente dormido, felizmente ignorante de todo. Abrió la puerta, al tiempo que mandaba al Guardia Real a revisar las otras habitaciones. Helaena seguramente debía de estar aterrada con todo el ruido y Aemond no tardaría en aparecer detrás de ella, cuestionándola. Una vez que despertara a Aegon, mandaría a llamar al Gran Maestre Mellos para que revisará al Rey y después para que le diera una dosis de leche de amapola a su pequeña niña, quien ya tendría los nervios tan destrozados como los suyos.
Se acercó a la cama, donde, como ya había supuesto, su hijo mayor seguía tranquilamente dormido debajo de sus cobijas.
-Su majestad -la llamó el guardia desde la puerta. El ligero tono de miedo no pasó desapercibido para su oído y por alguna extraña razón el repiqueteo de las campanas aumentó en decibeles en su cabeza, mientras volteaba a ver a su interlocutor-. Los príncipes no están.
Le costó trabajo comprender del todo las palabras del hombre. “Los príncipes no están”. Volteó a ver la cama frente a ella y jaló las cobijas, dejando al descubierto una pila de ropa. Se quedó mirando la cama por un momento, antes de salir frenéticamente con rumbo a la habitación de Helaena. Vacía. La de Aemond. Vacía también. Ninguno estaba. Ninguno de sus niños estaba. Posó su mano sobre su pecho con la respiración fuera de control. Se los llevaron. Se llevaron a sus niños. Alguien entró y se los llevó. Giró sobre sus talones y miró al guardia con fuego en sus ojos.
-¡Cierren la Fortaleza y busquen en cada rincón! -exclamó la Reina fuera de si-. ¡Encuentren a mis hijos ahora mismo o los mandaré a colgar a todos ustedes! ¡Y que alguien traiga a Sir Criston Cole ahora!
-Aquí estoy, su majestad -habló el Guardia Real entrando en la habitación.
-¡No están! ¡Ninguno está! -soltó Alicent, encaminado sus pasos hacia el pasillo y siendo seguida de cerca por su Escudo Juramentado-. ¡Se los llevaron! ¡Se llevaron a los príncipes! ¡Los secuestraron!
-El ataque parece provenir del puerto -informó Sir Criston-. Llevaré un escuadrón conmigo. Los detendremos antes de que logren escapar.
-Su majestad -se oyó una voz cerca de la habitación del Rey. La Reina levantó su mirada para posarla sobre Sir Laenor Velaryon, quien estaba acompañado de su “fiel” escudero Sir Qarl Correy. No tenía tiempo para esto. No tenía tiempo para lidiar con el Príncipe Consorte o las ridículas sensibilidades de Rhaenyra. Sus hijos no estaban. Habían sido secuestrados.
-Ahora no, Sir Laenor, estamos bajo ataque y los hijos del Rey han desaparecido -indicó Alicent, tratando de echar al hombre con un ademán de la mano-. Si la princesa necesita información…
- Nuestros hijos tampoco están en su habitación -informó el hombre con un semblante tan ensombrecido que heló la sangre de la Reina. No estaban. Ninguno de los niños estaba. Sintió la mano de Sir Criston, tomándola del brazo y evitando que cayera al suelo. Esto no estaba ocurriendo. Era una pesadilla. Una de esas horribles pesadillas que le quitaban el sueño durante las noches. Un castigo de los Siete por todas sus transgresiones.
Le costó un rato recuperar el equilibrio, plantarse y escapar del mar de personas a su alrededor. Volteó a ver a todas partes angustiado, buscando un indicio de cabello plateado o de rizos castaños. Mas era una tarea imposible. Entre tantas personas corriendo de un lado al otro asustados, solamente podía distinguir a algunos hombres corpulentos con estrafalarios peinados, abriéndose camino entre la multitud y asesinando a cuantos se topaban en su camino. Oyó gritos detrás de él, antes de ver como los Capas Doradas aparecían en escena, precipitándose sobre los atacantes. Al instante, se abalanzó sobre el más cercano a él, quitándose la capucha. El guardia de la ciudad lo vio con los ojos entornados.
-¡Soy el príncipe Aegon, hijo del Rey Viserys! -exclamó el muchacho, con toda la firmeza que el miedo le permitía-. ¡Perdí a mis hermanos y sobrinos! ¡Ellos están aquí! ¡Tiene que ayudarme a buscarlos!
Jace entornó los ojos, recuperando el conocimiento. Los gritos y las pisadas a su alrededor lo aturdieron al instante, no obstante, su mente no tardó en recordar donde estaba. Se sentó de golpe, causando que una señora trastabillara y cayera al suelo. Hizo el ademan de ayudarla, mas la mujer se puso de pie al momento y continuó corriendo. El niño volteó a su alrededor. Caos. Completo y total caos. Pero, por encima de todo ello, Lucerys no estaba. Su pequeño hermano de siete años había desaparecido entre la multitud. Intentó ponerse de pie, no obstante un nuevo golpe lo regresó al piso. Abrió sus ojos, adolorido y maldiciendo por lo bajo. Sus ojos entonces se posaron sobre una figura tirada en el piso, inmóvil. La princesa. Gateó en su dirección, llegando hasta quedar a su lado. Su cabello estaba enmarañado y esparcido sobre el piso, su vestido sucio y rotó en el borde, pero lo más alarmante era la herida en su cabeza, de la cual escapaba una copiosa cantidad de sangre. Por un momento, el castaño pensó que la niña estaba inconsciente, mas descubrió con cierto alivio que sus ojos estaban abiertos, completamente desenfocados, y su boca se movía.
-Princesa, princesa, ¿Está bien? -inquirió Jacaerys, sin saber exactamente qué hacer. Si recordaba bien las palabras de su padre, lo mejor era no mover a alguien herido de la cabeza, pues esto sólo podía empeorar su estado. Sin embargo, tampoco podían quedarse ahí, justo en el paso de quienes escapaban del lugar-. ¿Me escucha? ¿Puede escucharme?
La peliblanca movió afirmativamente la cabeza, causando un suspiro de alivio en su sobrino, quien comenzó a pensar. Podría ir a buscar ayuda, pero de ninguna manera podía dejar sola a Helaena, no después de que sus ojos se posaron en el cuerpo sin vida de un pequeño niño a unos metros de ellos, seguramente aplastado por la estampida. Debían moverse, y debían moverse ya. Si permanecían ahí, terminarían de la misma manera.
-¿Puedes moverte? Tenemos que movernos, Helaena -habló Jace, olvidando toda propiedad-. Vamos, tenemos que salir de aquí.
Ante la nula respuesta de la princesa, Jacaerys colocó a la niña sobre su espalda, se posesionó a la altura de su cabeza, la tomó de los brazos y comenzó a halarla, agradeciendo a todos los dioses, nuevos, viejos o valyrios que nadie lo hubiera tirado en el proceso. Estaba seguro de que todo aquello iba en contra de todas las lecciones de propiedad y buenas maneras instruidas por su madre y las septas, pero justo ahora eso era lo que menos le importaba. Necesitaba sacar a la princesa del camino de peligro. Protegerla. Alzó la vista con la esperanza de atisbar a Luke en algún lugar cercano, sin conseguirlo. Maldijo de nuevo, sin detenerse un solo momento, y lanzando una plegaria silenciosa, pidiendo a cualquier dios que pudiera escucharlo que protegiera a su hermano.
Se detuvo en cuanto su espalda dio contra un borde duro. Giró su cabeza, hallando uno de los puestos. Jacaerys cambió levemente su dirección con el objeto de poder ocultarse entre dos de los puestos. Posó a la princesa de nuevo sobre su costado, colocando su cabeza sobre sus piernas. El calor del fuego detrás de él mandó su mirada hacia atrás, donde varias embarcaciones se consumían entres las llamas. Y ahí, en su pequeño escondite, Jace al fin alcanzó a oír la voz de la princesa, repitiendo la misma frase como un mantra, una y otra vez sin detenerse ni siquiera para respirar.
Sus ojos se abrieron como platos, al tiempo que su respiración se detenía. Pasó su vista de los barcos en llamas a la estampida humana delante de ellos. Y finalmente, sus ojos se fijaron en el pequeño niño muerto, para después notar los muchos cadáveres esparcidos por el lugar. “El fuego hará a las hormigas huir y dispersar a las luciérnagas hasta aplastarlas”. El fuego. Las hormigas. Las luciérnagas. Bajó su mirada hacia la princesa, atónito. No era una simple frase. No eran palabras sin sentido. No estaba loca. Veía el futuro. Era igual a Daenys, la Soñadora.
Aegon era un imbécil y sus estúpidos sobrinos eran aún peor por seguirlo sin cuestionarse nada. Y lo peor de todo es que habían arrastrado a la pobre y dulce Helaena a ese infierno. Había estado a unos centímetros de tomarla del brazo cuando la estampida comenzó, antes de que el vendaval de personas lo empujaran lejos de ella. Sabía que era una mala idea todo eso y aun así se dejó convencer, y nada menos que por su insufrible y llorón sobrino. Debería de haber tomado a su hermana e ido de inmediato a las habitaciones de su madre tal y como planeaba hacerlo para arruinarle la diversión a su hermano mayor. Pero ese estúpido niño…
Incapaz de ver nada más que el mar de gente enfrente de él, se acercó a la fila de puestos más cercana y se subió en una de las mesas para poder ver mejor. Nada. Ni un maldito vestigio de su hermana. Maldijo por lo bajo, considerando la situación. Las embarcaciones del puerto estaban en llamas y justo en esa dirección se acercaban un grupo de corpulentos hombres con la apariencia más extraña que hubiera visto antes, aunque, a juzgar por su vestimenta y peinados era muy probable que provinieran de Essos, de alguna de las ciudades libres o que fueran simples piratas. A través de la calle donde habían llegado, un gran número de Capas Doradas comenzaban a aparecer con sus espadas en mano, no obstante, la estampida les impedía adentrarse del todo a la escena. Dio un nuevo vistazo concentrándose de nuevo en su hermana: cabello rubio platinado, vestido rosa y capa verde.
Y entonces, lo vio. Justo al centro, donde los gigantescos hombres ya habían tirado o incendiado los puestos para dejar el paso libre. Uno de ellos llevaba cargando en una mano a un pequeño niño que pataleaba con intensidad para soltarse. Aemond reconocería esos ridículos rizos donde fuera. Fue un momento, un instante. Pensó en su madre, en cómo se quejaba de la manera en que los hijos bastardos de su escandalosa hermana mayor eran tratados mejor que los propios hijos del Rey. En lo feliz que estaría su madre al saber que ahora podría preocuparse por un bastardo menos. En lo triste que estaría Rhaenyra cuando al fin recibiera la justicia de los dioses a sus pecaminosos actos. En que tal vez, con un nieto menos al que prestar atención, su padre al fin los voltearía a ver a ellos. Incluso pensó que ese era el justo castigo que el pequeño bastardo se merecía, por no usar su pequeño cerebro.
No obstante, antes de que pudiera siquiera considerar sus acciones, bajó de un salto de la mesa y atravesó el mar de gente tan rápido como pudo, escondiéndose entre quienes escapaban, los puestos que aún seguían de pie y los restos de aquellos destruidos. Obvió magistralmente los cuerpos tirados en su camino, recordando los relatos de Sir Criston sobre las pequeñas batallas en las que había participado antes de ser parte de la Guardia Real. Si quería ser un guerrero tan bueno como él, debía acostumbrarse a la sangre y al hedor de la muerte. Y ser valiente. Finalmente, atisbó al hombre que cargaba a Lucerys, quien seguía lanzando patadas y puñetazos sin causar mella alguna en su captor. Se aproximó cautelosamente, al tiempo que sacaba de entre su capa la daga que el Rey le había regalado en su décimo día del nombre. Y una vez más recordó las enseñanzas de Sir Criston, de cuál era la mejor manera de incapacitar a un enemigo. Tal vez si el tonto de su sobrino prestara más atención a sus sesiones de entrenamiento, no estaría en este predicamento ahora. Se abalanzó hacia las piernas del hombre y utilizó toda su fuerza para cortar la parte trasera de sus piernas, justo debajo de las rodillas. El hombre exclamó un grito de dolor, al tiempo que soltaba al infante de su agarre, quien dio contra el suelo, perplejo. Aemond se incorporó de un salto, esquivando por poco un puñetazo de parte del hombre, tomó a Lucerys de la mano y prácticamente lo jaló lo más lejos de ahí, esquivando a la gente y otros atacantes hasta alcanzar la fila más lejana de puestos, los menos dañados de todos. Acto seguido, lanzó al pequeño debajo de uno de ellos, para después meterse junto a él, asegurándose de que la tela que cubría la mesa los ocultara por completo. Su sobrino empezó a llorar y a decir su nombre, mas el peliblanco lo detuvo al instante, tapándole la mano con la boca y viéndolo directamente a los ojos.
-¿Quieres que nos descubran, tonto? -cuestionó en un susurro, a lo que Lucerys negó con la cabeza-. Entonces mantén la boca cerrada hasta que yo te diga. ¿Entendiste?
El niño asintió, sus ojos anegados en lágrimas. Aemond quitó su mano de su boca, para concentrarse en lo que ocurría afuera de su pequeño escondite. Las pisadas de las personas que corrían se oían fuerte y claro, al igual que golpes y el chocar de espadas. Tendrían que permanecer ahí un rato, por lo menos hasta que los ruidos cesaran de intensidad. Entonces podrían salir y…
Su mente se puso en blanco. Giró su cabeza hacia la derecha, confundido. Lucerys lo tenía fuertemente agarrado del torso y ocultaba su rostro en su costado. Lo estaba abrazando. El chico no recordaba haber estado tan cerca del niño jamás, ni siquiera cuando Sir Criston los emparejaba para entrenar. Por un segundo, consideró empujarlo para alejarlo de él, pensando en lo que su madre diría si ahora pudiera verlos. Mas dos cosas lo detuvieron al instante: el pequeño estaba llorando silenciosamente, a juzgar por la manera en la que temblaba a su lado, y, aún más preocupante, estaba sangrando, justo en la parte trasera de la cabeza.
Un golpe arriba de ellos los hizo saltar, intensificando el agarre de su sobrino, y Aemond no pudo evitar rodearlo con su brazo libre, al tiempo que alistaba su daga para atacar a cualquiera que quisiera lastimarlos.
Fue realmente difícil llegar hasta el borde de la plaza de los muelles, donde los Capas Doradas estaban reunidos recibiendo ordenes de sus altos mandos, incluso después de que otros dos guardias se les unieron para abrirle paso al hijo mayor del Rey. Cuando al fin lo consiguieron, Aegon corrió hasta la inconfundible forma del Escudo Juramentado de su hermana mayor, Comandante de la Guardia de la Ciudad. Si había alguien que lo ayudaría a encontrar a los demás, era él. No por nada debían de llamarlo “Rompehuesos”.
-Comandante -llamó su atención uno de los guardias que lo flanqueaban-, encontramos al príncipe Aegon.
El hombre los volteó a ver con el entrecejo fruncido, para después abrir sus ojos desmesuradamente.
-Príncipe, pero, ¿qué hace aquí? –cuestionó el caballero completamente incrédulo.
-¡Eso no importa! –respondió Aegon, señalando hacia la escena de caos detrás de él-. ¡Mis hermanos y mis sobrinos siguen ahí! ¡Los perdí cuando todo comenzó!
-Espere un momento… los príncipes… ¿Están aquí? -cuestionó Sir Harwin, todo color desapareciendo de su rostro-. ¿Todos ellos?
-¡Si! -exclamó el muchacho exasperado. ¿Acaso no había sido claro la primera vez? El hombre giró sobre si mismo, mirando a sus huestes.
-¡La princesa y los príncipes están aquí en alguna parte! -anunció con una estridente voz parecida a un trueno-. ¡Busquen hasta el último resquicio! ¡Son la prioridad para todos ustedes! -giró de nuevo para encararlo, al tiempo que se colocaba su casco-. ¡Ustedes, escolten al príncipe Aegon a la Fortaleza Roja de inmediato!
-¡No, espere! -saltó Aegon contrariado-. ¡No puedo irme sin ellos!
Además de que él era la razón por la que todos estaban ahí, ni siquiera quería pensar en la cara de su madre cuando regresará a la Fortaleza solo.
-Lo lamento, príncipe, pero usted volverá a la Fortaleza Roja de inmediato –indicó Sir Harwin en un tono que no dejaba espacio a la duda. Con una sola mirada de su Comandante, los guardias que lo flanqueaban lo tomaron de los brazos y comenzaron a llevárselo con rumbo a la calle principal, aquella que llegaba hasta las puertas de la Fortaleza. Ni bien hubieron atravesado a los Capas Doradas alineados, Aegon vislumbró a varios Guardias Reales acercarse a él, liderados quizá por las únicas dos personas en este Reino que eran incapaces de estar en el mismo lugar juntos más de un minuto: Sir Criston Cole y Sir Laenor Velaryon.
-¡Mi príncipe! -lo saludó Sir Criston, tomándolo del brazo izquierdo-. ¡¿Logró escapar de sus captores?!
-¡¿Hacia dónde los estaban llevando, Aegon?! –inquirió Laenor, asiendo su otro brazo, acción que le hizo ganarse una mirada recriminatoria de parte de Sir Criston.
-Esperen… ¿Qué? -soltó el peliblanco sin comprender-. ¿De qué rayos están hablando?
-¡¿Quiénes los sacaron de la Fortaleza?! -cuestionó Sir Criston.
Y realmente habría sido tan sencillo echarle la culpa a los que sin duda eran culpables de haber incendiado el puerto de King’s Landing. Muy, muy sencillo. Pero estaba seguro de que la mentira sólo duraría hasta que el molesto aguafiestas de su hermano apareciera… Si es que aparecía. Soltó un suspiro, derrotado.
-Nadie nos sacó de la Fortaleza -admitió Aegon-. Nosotros salimos por nuestra cuenta.
El semblante de Sir Criston se endureció, mientras Sir Laenor lo soltaba del brazo, estupefacto, dejando escapar un “Por todos los dioses” de sus labios.
Como ocurría últimamente, Jace deseó en ese momento ser más grande de lo que realmente era. Ser lo suficientemente fuerte para cargar a la princesa y sacarla de ahí. Para poder defenderla de sus enemigos y evitar que cualquier otro mal le acaeciera. O por lo menos tener a un Maestre cerca. Hacia un tiempo ya que la princesa se había quedado callada y ahora sus parpados se acababan de cerrar. Por suerte, la sangre había dejado de fluir de su herida gracias a un pedazo de tela que el chico había usado para presionarla. Pero Helaena ya no respondía. Su cuerpo estaba inerte. Su respiración era leve. Y él no podía hacer nada por ella. O por Luke, donde quiera que estuviera en medio de ese caos. Consideró por un momento dejar a la princesa para acercarse a alguno de los Capas Doradas que había visto pasar cerca de ellos, sin embargo, la idea de abandonar a la princesa aunque fuera solo por un momento le parecía inaceptable. También pensó en gritarles para llamar su atención, pero existía la posibilidad de no sólo llamar la atención de algún guardia, sino también de alguno de sus atacantes.
Una sombra gigantesca los cubrió, tapando toda fuente de luz y dirigiendo la atención de Jacaerys hacia el frente. Un inmenso hombre vestido con ropa que recordaba haber visto en las ilustraciones de unos de los libros de su abuelo y con cabello de un azul relampagueante los observaba con una sádica sonrisa. El hombre habló en un lenguaje que Jace desconocía, mas la perversa mirada que le dedicó a la princesa inconsciente no necesitaba traducción alguna. El niño acercó más a la princesa a él, dispuesto a pelear con uñas y dientes por ella.
Sus ojos se entornaron al ver como la punta de una espada atravesaba el pecho de su atacante. Se agachó para cubrir con su cuerpo a Helaena, en caso de que el cuerpo cayera sobre ellos, sin embargo, esto no ocurrió.
-¡Príncipe! –le llamó una conocida voz, haciéndolo levantar la mirada.
-¡Sir Harwin! -exclamó Jace con una inmensa sonrisa. El caballero se agachó para quedar a su altura-. ¡La princesa! ¡Necesita ayuda!
-¡Por supuesto! -dijo el Comandante, antes de evaluar a la niña con una mirada. Acto seguido, cargó a la princesa entre sus brazos, con cuidado de no mover demasiado su cabeza-. ¡No te alejes, Jacaerys!
El príncipe siguió a Sir Harwin hasta que un escuadrón de Capas Doradas los rodeó a los tres, escoltándolos hasta la calle principal, donde Sir Harrold Westerling y un escuadrón de Guardias Reales ya los esperaban. El Comandante de la Guardia Real no tardó en tomar a Helaena en sus brazos, no sin antes agradecerle al otro comandante por su apoyo. Por su parte, Jace pronto se vio jalado del brazo hacia un carruaje localizado a pocos metros de ellos.
-¡Perdí a Luke! ¡Sigue ahí! -gritó el niño mientras era obligado a entrar al carruaje detrás de Sir Harrold y Helaena. El Escudo Juramentado de su madre movió su cabeza afirmativamente, en señal de haberlo escuchado, al tiempo que la puerta del carruaje se cerraba frente a sus ojos.
Por primera vez en todo el tiempo que llevaba ostentando el título de Reina, Alicent Hightower había hecho caso omiso a las palabras de su esposo y de los guardias de palacio y ahora se encontraba yendo de un lado al otro del umbral de las imponentes puertas principales de la Fortaleza Roja, esperando a que Sir Criston y los demás Guardias Reales aparecieran con sus hijos sanos y salvos. Mas el tiempo transcurría, sus uñas ya estaban al rojo vivo y no había señal alguna de ninguno de los niños, ni siquiera de los pequeños bastardos de Rhaenyra. Y por mucho que le molestara observar la impunidad con que la princesa y su familia se pavoneaba por la corte, era incapaz de desear algún mal a los niños. Por ello, llevaba todo ese tiempo rezándole a la Madre por el bienestar de sus hijos y de los hijos de su antigua amiga de la juventud. Rezaba al Guerrero para que le diera fuerza a su Escudo Juramentado, a Sir Laenor y a los demás guardias para vencer a sus enemigos. Y le suplicaba al Extraño para que alejara su sombra de las cabezas de los niños. De todos ellos.
El golpeteo de los portones metálicos al abrirse dirigió su exaltada mirada al frente. El movimiento dio paso a tres Guardias Reales, quienes escoltaban de cerca a su hijo mayor. La mujer se abalanzó sobre el muchacho al instante, apresándolo entre sus brazos.
-Gracias a los Dioses -soltó, al tiempo que alejaba al petrificado muchacho para revisarlo de pies a cabeza-. ¿Estás bien? ¿No te hicieron daño? ¿Y tus hermanos?
-Estoy bien -masculló Aegon, tratando de soltarse de su férreo agarre y viéndola como si hubiera perdido la cabeza.
-El Comandante Westerling, Sir Criston y Sir Laenor continúan en la búsqueda, su Majestad -informó uno de los guardias.
-¿Atraparon a los captores? ¿Escapaste? ¿Por qué no los encontraron a todos juntos? ¿Los separaron? -cuestionó Alicent, viendo a su hijo a los ojos. Aegon detuvo sus movimientos, bajando la cabeza con esa mueca de culpabilidad que marcaba su rostro cuando lo regañaba por su impropio comportamiento. Los tres guardias se vieron entre sí. Algo no estaba bien aquí. Se enderezó, recuperando la entereza y firmeza con la que había logrado que ella y sus hijos sobrevivieran en ese nido de serpientes durante trece años-. ¿Qué pasó, Aegon?
El muchacho comenzó a moverse de un lado al otro, más Alicent lo restringió añadiendo más fuerza a su agarre.
-No hubo captores -confesó su hijo sin levantar la vista para encararla-. Nosotros salimos por nuestra propia cuenta.
La Reina se mordió el labio para evitar que temblará. ¿Por su propia cuenta? En un movimiento fluido, levantó la mano al aire y abofeteó con toda su fuerza a su primogénito. Acto seguido, lo tomó de la barbilla para obligarlo a encararla con esos violáceos ojos anegados en lágrimas que tanto se parecían a los suyos.
-Reza a los Siete porque tus hermanos regresen con bien, porque si algo les ocurre será tú culpa -declaró con furia. Soltó al chico, alejándose de él en el acto-. Llévenlo con el Rey e infórmenle sobre lo ocurrido.
Dos de los guardias cogieron al príncipe de los brazos y lo escoltaron al interior de la Fortaleza. Alicent reanudó el daño a sus dedos, al igual que sus rezos, mientras se preguntaba una y otra vez como en los Siete Infiernos se había equivocado tanto con Aegon. Helaena era una niña tan dulce e inteligente, a pesar de su poca destreza social y sus extraños pasatiempos. Aemond era todo lo que su hermano mayor no era, el hijo perfecto, si tan sólo dejara de obsesionarse con esas horribles bestias escupe fuego. Y Daeron… si las cartas de su hermano no contenían mentira, era un niño servicial y valiente. ¿Por qué entonces Aegon había salido tan mal? ¿Era acaso su culpa? ¿De sus transgresiones pasadas? ¿O era acaso por la influencia de esos endemoniados bastardos con los que insistía en juntarse? Por supuesto, debía de ser eso. Lo más seguro es que todo eso fuera su idea. De ese par de niños que corrompía todo gracias a su propio origen pecaminoso.
Encaminó sus pasos para regresar al interior del castillo, más el ruido de los portones metálicos abriéndose de nuevo la hicieron girar sobre sus talones. Un carruaje entró, escoltado por dos Guardias Reales a caballo. Una vez se detuvo, la puerta del transporte se abrió y de él bajó Sir Harold Westerling con su pequeña niña entre sus brazos. Alicent se aproximó rápidamente, notando al instante con terror la sangre que cubría el lado izquierdo de su cabeza.
-¿Qué ocurrió? -inquirió Alicent acompañando al caballero al interior de la Fortaleza
-Se golpeó la cabeza -respondió el Comandante-. Por suerte, el príncipe Jacaerys pudo detener la hemorragia y alejarla del peligro.
Y fue hasta ese momento que la Reina notó al aludido, quien iba unos cuantos pasos atrás, acompañado por otros dos Capas Blancas. Los ojos del niño se posaron sobre ella, asustados y ansiosos. Parecía estar en perfectas condiciones, con algunos moretones y raspones, pero nada realmente de importancia. No como su hija. Su pobre niña inocente quien seguramente había abandonado la protección de su habitación gracias a ese bastardo.
Se detuvo al instante, dedicándole al primogénito de Rhaenyra una fría mirada capaz de detener el avance del pequeño y de los guardias.
-Lleven al príncipe Jacaerys con su madre -ordenó. Acto seguido, fue tras Sir Westerling y su hija, jurándose a sí misma nunca más permitir que ese niño se acercara a su dulce niña otra vez.
Si no fuera por su avanzado estado de embarazo, Rhaenyra ya habría abandonado sus habitaciones en busca de sus hijos. Había estado a punto de acompañar a Laenor, sin embargo, tanto él, como sus damas de compañía y de servicio se encargaron de recordarle lo peligroso y poco útil que sería permitirle aquello. Sabía gracias a Elinda que la Reina llevaba un rato apostada en la entrada de la Fortaleza. Había hecho el ademán de imitarla, mas está vez fue el Maestre Gerardys quien la detuvo terminantemente. Mandó a traer al Maestre hacia una luna para que la acompañara en la última etapa de su embarazo; siendo el Maestre de Dragonstone era el único en quien confiaba y aunque sus consejos y opiniones en cuestiones de salud eran acertadas, en ese momento la mujer sólo quería golpearlo con el objeto más pesado a su alcance. Aunque después de oír de parte de un Guardia Real que el príncipe Aegon había sido devuelto a la Fortaleza y confesado que nunca se trató de un rapto, sino de una travesura perpetrada por todos los príncipes, al único a quien deseaba golpear en ese momento era a su imprudente hermano menor. ¿Cómo es que siendo un muchacho ya de trece días del nombre cumplidos, ya no un niño, sino un joven cerca de la madurez, había permitido eso? Conocía los rumores que rondaban al primogénito de la Reina, sobre su gusto al vino, a acosar a las chicas de servicio, y a obviar sus responsabilidades como príncipe del Reino. Ella misma lo había visto perder la compostura un par de veces, indudablemente borracho. El por qué la propia y estricta Alicent Hightower permitía tal comportamiento de parte de su hijo era un verdadero misterio para Rhaenyra. Y ahora, ese comportamiento había puesto a todos sus hijos en peligro. Porque tal vez no tenía la certeza de ello, pero apostaría muchos dragones de oro a que todo había sido su idea. Porque tal vez sus hijos no eran perfectos, pero jamás tomarían decisiones tan imprudentes. O al menos eso era lo que quería pensar.
Su incesante caminar a lo largo de la estancia se detuvo en cuanto las puertas dobles que daban entrada a sus habitaciones se abrieron, dejando entrar a su pequeño Jacaerys y a dos Guardias Reales detrás de él. El niño corrió hacia ella y lo recibió con los brazos abiertos, agradeciendo a todos los dioses por tenerlo entre sus brazos.
-Lo siento, mamá -habló Jace con lágrimas surcando su rostro-. No debí…
-Está bien, luego hablaremos de eso -lo calló con un beso en la frente-. Ahora deja que el Maestre Gerardys te revise, de acuerdo.
-Perdí a Luke, mamá -continuó el pequeño mortificado, asestándole un golpe directo en el pecho-. No sé a dónde fue. Y la princesa… No debí llevarlos. Ellos no debían estar ahí.
-Está bien, mi niño -lo volvió a abrazar-. Ya verás que ambos estarán bien.
Y Rhaenyra realmente esperaba que así fuera. Porque no quería imaginar lo que haría si algo le pasaba a su pequeño Lucerys. O lo que Alicent haría si algo le pasaba a alguno de sus hijos.
-No te duermas -masculló Aemond, moviendo ligeramente a Luke, quien una vez más tenía su cabeza apoyada sobre su hombro.
-No me estoy durmiendo -negó el niño, enderezándose una vez más, visiblemente adormilado.
Tras asegurarse de que la herida en la cabeza de su sobrino sólo era superficial, y de lograr contener la hemorragia con un pedazo de su propia camisa (cuya destrucción sin duda molestaría a su madre), el peliplata ahora tenía su atención dividida entre el constante ruido afuera de su escondite y no permitir que Lucerys se quedará dormido. Según las palabras de Sir Criston sobre golpes en la cabeza, era imperativo que el lesionado no perdiera el conocimiento o se durmiera, y aunque inicialmente pensó que algo por el estilo sería imposible con el caos rodeándolos, ya había tenido que despertar al niño tres veces.
Pasado el susto inicial, Luke se había mantenido sorprendentemente tranquilo y obediente, al punto de permitirle revisarlo y curarlo sin siquiera soltar un quejido, lo cual Aemond agradeció inicialmente. Al menos por un momento, antes de que la tranquilidad de su sobrino comenzará a resultarle inquietante. Lucerys era, por decirlo de la manera más agradable posible, insoportable. Siempre alegre, yendo de un lado al otro, riéndose de todo, cuestionándolo todo, saltando por todas partes, queriendo jugar y, por alguna extraña razón que jamás se había podido explicar, siempre tenía dulces en su posesión. Que estuviera tan calmado en medio de un ataque era preocupante y Aemond consideraba al golpe en su cabeza el causante de ello. Por lo cual ahora debía de mantener al pequeño despierto y consciente. Por suerte, los sonidos provenientes de la trifulca disminuían con el tiempo. Pronto podrían salir de ahí, buscarían ayuda y a Lucerys lo revisaría un Maestre.
-Ya hay menos ruido, ¿no es así? -opinó Luke, mirando hacia arriba como si pudiera ver a través de la madera. Aemond aguzó el oído. En efecto, el ruido había disminuido considerablemente en los últimos minutos, aunque aún se podía escuchar a lo lejos el chocar de las espadas, gritos y el repiquetear de las armaduras.
-No te muevas -ordenó Aemond, aproximándose al borde del puesto. Levantó la tela con cuidado para asomarse hacia el otro lado. La explanada parecía estar vacía, pues la trifulca se había movido hacia los muelles, los cuales seguían en llamas. Algunos Capas Doradas iban y venían de un lado al otro auxiliando a los heridos. Si tan sólo pudieran llegar hasta uno de ellos, estarían a salvo. Sólo necesitaba evitar que Lucerys notará los múltiples cuerpos desperdigados por el suelo. Realmente no consideraba al niño lo suficientemente valiente como para atravesar el sitio sin empezar a llorar. Suponía que tendría que halar al niño de nuevo. Volteó a ver a su sobrino, quien lo miraba expectante-. Saldremos en silencio e iremos hacia los Capas Doradas. No te detengas y no sueltes mi mano. ¿Queda claro?
El castaño asintió. Aemond levantó la tela y abandonó la seguridad de su escondite. Echó un vistazo a su alrededor, antes de ofrecerle su mano a Luke. Este la cogió con fuerza y salió de debajo de la mesa. El peliplata dio otro vistazo, posando su mirada en el Capa Dorada más cercano. Un par de pasos y… Lucerys se echó a correr al lado contrario, jalándolo con tal fuerza que Aemond perdió el hilo de la situación por un momento. Cuando logró reaccionar, trató inútilmente de que el pequeño se detuviera, no obstante, éste sólo detuvo sus pasos hasta estrellarse contra las piernas de un hombre. Aemond hizo el ademán de sacar su daga de nuevo, más se contuvo al escuchar a su sobrino gritar “papá” y ver cómo abrazaba las piernas ajenas con su brazo libre. El mayor de los dos niños levantó la mirada, encontrándose con el rostro desencajado de Ser Laenor Velaryon, el esposo de su hermana mayor y “padre” de Lucerys, quien no tardó en cargar al pequeño en sus brazos.
-Gracias a todos los dioses -soltó el hombre, abrazando al castaño-. ¿Estás bien? -cuestionó alejándolo un poco para poder verlo a la cara.
-Si, mi tío Aemond me protegió -respondió Lucerys, consiguiendo que Sir Laenor notará por primera vez su presencia al lado de ellos.
-Príncipe Aemond, me alegra qué usted también se encuentre bien -expresó Sir Laenor, viéndolo de pies a cabeza y deteniéndose en sus manos aún entrelazadas. Aemond ni siquiera se había dado cuenta de que Lucerys aún tenía su mano fuertemente agarrada.
-Mi tío Aemond me salvó de uno de esos hombres malos -señaló el pequeño, apoyando su cabeza en el hombro de quién lo cargaba y sus ojos fijos en él-. Mi tío Aemond es mi héroe.
Las palabras de Lucerys le causaron una inexplicable sensación de calor en el pecho, que no tardó en recorrerse al resto de su cuerpo. Héroe. Lucerys lo había llamado su héroe. Por alguna razón que Aemond no podía precisar, aquello le resultaba más valioso que cualquier felicitación o cumplido de algún Maestre, Sir Criston, el Rey o su propia madre.
-En ese caso, debo agradecerle, príncipe -expresó Sir Laenor, acomodando a Luke en sus brazos para que ambos infantes no tuvieran que soltarse las manos al comenzar a caminar. El peliplata inclinó ligeramente la cabeza, aceptando el agradecimiento, aunque su vista seguía fija en su sobrino, quien de nuevo lucía adormilado.
-Tiene una herida en la cabeza -informó, sacudiendo la mano del pequeño para despertarlo. El heredero de Driftmark observó el sitio señalado antes de apretar los labios con desagrado. Al momento, aumentó la velocidad de sus pasos y Aemond tuvo que esforzarse un poco para no perder su agarre en Lucerys.
-¿Y Jace? ¿Y la tía Helaena? -preguntó el castaño con preocupación, emoción que él emuló con su mirada.
-Todos ya están en la Fortaleza -respondió Sir Laenor, lanzando una mirada tranquilizadora en su dirección-. Ustedes eran los últimos por aparecer.
-¡Príncipe Aemond! -exclamó una voz enfrente de ellos, ganándose la atención de los dos peliplata. Sir Criston Cole se acercaba a toda velocidad a ellos, acompañado por otros dos Guardias Reales-. Es bueno verlo en perfecto estado. Ahora lo llevaré con la Reina.
El hombre lo tomó del brazo con la intención de llevarlo a parte, mas Aemond se zafó de su agarre al instante, dedicándole una fría mirada en el proceso.
-Iré con el príncipe Lucerys -estableció con un tono que no dejaba lugar a dudas. El semblante del caballero se endureció, la furia visible en sus ojos. Tampoco pudo obviar la expresión de incredulidad, mezclada con deleite en el rostro del Príncipe Consorte. No obstante, la única mirada que le interesaba era la de su sobrino, quien una vez más estaba a punto de quedarse dormido. De nuevo, movió su mano.
-No se preocupe, Cole -habló Sir Laenor, reiniciando su camino, mientras pellizcaba uno de los regordetes cachetes de Luke. La acción devolvió a la conciencia al pequeño-. Iremos en el mismo carruaje y usted podrá escoltarnos.
Aemond ya no pudo ver el rostro del Escudo Juramentado de su madre, pues iba detrás de ellos. Lo que si vio de frente fue la reacción del Comandante de la Guardia de la Ciudad cuando llegaron cerca del carruaje. La faz del hombre se iluminó, una inmensa sonrisa formándose en su boca. La voz de su madre apareció en su cabeza repitiendo una y otra vez la misma palabra: “bastardos”.
-Al fin apareció, pequeño príncipe -lo recibió el caballero, dándole una ligera palmada en la cabeza, mientras otros Capas Doradas abrían las puertas del carruaje.
-Hola, Sir Harwin -saludó Luke con voz adormilada-. Tenga cuidado con esos hombres malos.
-Por supuesto, príncipe -le sonrió el inmenso hombre, al tiempo que los tres miembros de la familia real subían al carruaje. Y por un momento, mientras se acomodaban dentro del transporte, Aemond sintió en su pecho un sentimiento bastante familiar para él: envidia. ¿Por qué Lucerys tenía dos “padres” amorosos que se preocupaban por él, mientras que el Rey, su padre, pocas veces se interesaba por su segundo hijo? No tuvo tiempo de rumiar la sensación, tal y como solía hacerlo, pues la idea fue cortada de tajo cuando la conversación entre Sir Laenor y su escudero Sir Qarl llamó su atención.
-Me quedaré para ayudar por aquí -dijo el hombre visiblemente preocupado-. Esto no me huele nada bien, Laenor.
-A mí tampoco -admitió el aludido-. Esperemos estar equivocados o a mi padre no le va a gustar nada.
-Esperemos -concluyó Sir Qarl. Acto seguido, le dedicó una sonrisa a Lucerys, antes de cerrar la puerta del carruaje, el cual no tardó en ponerse en marcha.
Aemond había leído un nuevo tomo recién llegado de la Ciudadela hace unos meses donde se relataba con lujo de detalles la Guerra en los Peldaños de Piedra entre la Corona y la Triarquía, la alianza de las Tres Hermanas que buscaban expandir su influencia a través del Mar Angosto. Recordaba haber puesto especial atención en las partes dedicadas a las hazañas de su tío el príncipe Daemon y su dragón Caraxes, siendo su parte favorita el relato de su duelo contra el Cangrejero, Craghas Drahar. Sin embargo, obviando la impresionante figura del llamado Príncipe Canalla, a quien jamás había visto en su corta vida, Aemond podría jurar que la apariencia de quienes atacaron el puerto de King’s Landing era idéntica a como describían los Maestres a los hombres de la Triarquía. También existía la posibilidad de que sólo se tratase de un grupo de muy estúpidos piratas, pero el joven príncipe realmente lo dudaba, sobre todo al escuchar el intercambio entre los dos hombres y notar su expresión de preocupación. Si se trataba de un ataque de la Triarquía eso sólo significaría un nuevo enfrentamiento bélico entre ambas potencias. Si tan sólo fuera un poco mayor, podría participar, seguir los pasos de su tío, aunque realmente dudaba que su madre se lo permitiese.
No tardaron en llegar ante los portones de la Fortaleza Roja, los cuales se abrieron para cederles el paso. Una vez se abrió la puerta del carruaje, Sir Laenor bajó con cuidado de no romper el vínculo entre ambos niños. Por supuesto que su madre no tuvo la misma delicadeza, pues en cuanto Aemond pisó el suelo firme, la Reina lo jaló con fuerza contra ella para revisarlo frenéticamente y separando efectivamente las manos de Luke y Aemond. El peliplata no falló en escuchar el quejido de inconformidad de parte de su sobrino y fue cuestión de segundos para que Sir Laenor se despidiera de ambos y se alejara a paso veloz con dirección al interior del castillo. Todo ocurrió tan rápido que Aemond sólo fue capaz de observar cómo Lucerys se asomaba por el hombro de su padre para despedirse de él con un movimiento de su mano. El niño levantó su mano en señal de adiós. Una pequeña sonrisa adormilada se formó en el rostro del pequeño, provocando una nueva oleada de ese inexplicable calor que había sentido momentos atrás en el muelle.
Y entonces, su cerebro reaccionó. Su madre estaba frente a él, acompañada de Sir Criston, diciendo la sarta de estupideces más grande que Aemond hubiera escuchado en horas. ¿Realmente estaba culpando de todo a Lucerys y a Jacaerys?
-¡Ellos no hicieron nada! -exclamó, silenciando de inmediato a la Reina, quien sin duda no estaba acostumbrada a que su perfecto y obediente hijo le hablara de esa forma. Pero, por todos los dioses, acababa de pasar por las peores horas de su vida y sólo existía un único culpable de todo ello-. ¡Todo fue culpa de Aegon! ¡Fue su idea salir de la Fortaleza para ir al Mercado de Curiosidades! ¡Y fue su idea usar uno de los antiguos pasajes de Maegor para hacerlo! ¡Lucerys y su estúpido hermano sólo lo siguieron como siempre!
La mujer soltó sus hombros, visiblemente contrariada, o, mejor dicho, furiosa. Su expresión perdió el poco color que aún mantenía, mientras su entrecejo se arrugaba y sus labios se unían en una perfecta línea recta. Si alguien debía ser castigado por todo lo ocurrido esa noche, ese era su imbécil hermano mayor, y la determinación en el rostro de su madre auguraba un infierno personal para Aegon.
-Ya tardaron demasiado -masculló su madre, sentada en el gran sillón de la estancia y abrazando a Jacaerys con un brazo. El niño lloraba silenciosamente, su mirada fija en la puerta. ¿Por qué Luke aún no aparecía? Él debía de protegerlo, asegurarse de que estuviera a salvo y, en lugar de eso lo había sacado del lugar más seguro en la ciudad para ponerlo en peligro. Si algo le pasaba, Jace jamás se lo perdonaría.
Las puertas dobles se abrieron de par en par y entró al lugar su padre, cargando a Lucerys en sus brazos. Jacaerys saltó alegre de su lugar, al tiempo que su madre estiró sus brazos para recibir al niño con un fuerte abrazo. Acto seguido, lo sentó a su derecha.
-Mi dulce niño, ya estás aquí -lo recibió la princesa, cubriendo de besos su rostro.
-Tiene una herida en la cabeza, Maestre -informó su padre, sentándose en otro de los sillones, completamente exhausto.
-Hola, Jace -saludó el pequeño niño en cuanto Jacaerys estuvo cerca de él-. Perdón por soltar tu mano.
-Perdóname tú a mi -exhaló el aludido, entrelazando su mano con la de su hermano, justo al mismo tiempo que este fruncía la boca ante los movimientos que el Maestre Gerardys hacía al revisar su cabeza-. Lo importante es que ya estás aquí. Que todos estamos aquí.
-Y estamos bien -añadió Lucerys, entrecerrando sus ojos con incomodidad.
Jacaerys alzó su mirada y la posó en la coronilla de su hermano, donde el Maestre estaba limpiando una escandalosa herida. No pudo evitar pensar en la herida en la cabeza de la princesa Helaena y en cómo había perdido el conocimiento sin que él pudiera hacer nada. Realmente esperaba que Luke tuviera razón, que la niña ya se hubiera despertado en su habitación y los Maestres le estuvieran diciendo a la Reina que su golpe no era de importancia, repitiendo las palabras dichas por el Maestre Gerardys tras darle un vistazo a la cabeza de Luke. Y una vez más, Jace se vio a sí mismo rezando en su interior a cualquier dios dispuesto a escuchar su voz.
Alicent realmente dudaba que gritarle de esa manera a su hijo fuera a causar alguna mella en el joven. Ninguno de sus regaños había surtido algún efecto hasta ahora y si ella no era capaz de cambiar el comportamiento de Aegon, dudaba mucho que las palabras del Rey, a quien no recordaba haber visto tan enojado en años, fueran a surtir efecto. A estas alturas, la Reina estaba casi segura de que el muchacho no le guardaba ningún cariño, respeto o miedo a su padre, y tampoco podría culparlo por ello. Aunque por lo menos tenía la decencia de agachar la cabeza y no abrir la boca. Incluso hasta podría parecer sinceramente contrito a los ojos ajenos, pero ella era experta en reconocer el acto de su hijo. Y le había costado bastante familiarizarse con las microexpresiones en el rostro del chico.
Una voz llamó su atención desde la puerta doble de la habitación del Rey. Uno de los Maestres asomaba su cabeza, la cual movió afirmativamente como una señal para que lo acompañará al pasillo. La castaña se levantó de su asiento cerca de la chimenea a unos pasos de dónde Viserys caminaba furioso frente a su hijo, cuya espalda daba al fuego. Salió de la habitación con paso decidido y se aproximó al Gran Maestre Mellos, quien estaba de pie ante la puerta de la habitación de Helaena. Su ensombrecido semblante le causó un escalofrío.
-¿Cómo está la princesa? -cuestionó, viendo por el rabillo de su ojo como Aemond se posesionó a su derecha. Tras ser exhaustivamente revisado por otro Maestre, quien le curó un par de rasguños, el niño se había quedado en el pasillo, cerca de la habitación de su hermana.
-Su estado es un tanto delicado, su majestad -respondió el anciano-. He curado la herida, pero el golpe que recibió en la cabeza la princesa es de consideración y el hecho de que aún no recobre el conocimiento es preocupante. Las siguientes horas serán cruciales, su majestad. Si no despierta pronto…
-¿Podría no despertar? -interrumpió Alicent, sintiéndose desfallecer. Y tal vez lo hubiera hecho, sino fuera por todas las miradas fijas en ella.
-Aún es muy pronto para pensar en ello, su majestad -habló el Gran Maestre en un tono tranquilizador. Seguramente había notado la angustia en su interior-. Por ahora, es imperativo tenerla bajo estricta vigilancia.
Alicent asintió en comprensión, su vista perdida más allá del Gran Maestre, de los Guardias Reales que la rodeaban y de su hijo menor. Su niña. Su dulce, inteligente y bondadosa niña, quien sentía una extraña fascinación por criaturas capaces de hacer que cualquier otra muchacha de su edad gritara y saliera corriendo. Su delicada e indefensa niña a quien no podía proteger ni siquiera en sus sueños. ¿Por qué los Dioses se ensañaban con ella? ¿Por qué, habiendo tantas personas crueles y pecadoras en el mundo? ¿Por qué su niña?
Unos brazos en su cintura la devolvieron al presente. Aemond la estaba abrazando. Levantó una mano para posarla sobre su cabeza, en lo que esperaba fuera una muestra de cariño. Jamás había sido buena en eso, demostrar su cariño, especialmente a sus hijos. El niño levantó su cabeza para verla a los ojos, dedicándole una sonrisa de apoyo. Y sin saberlo, el príncipe había logrado disminuir un poco el peso en su pecho, un peso que se había posicionado allí cuando se dio cuenta de la ausencia de sus hijos. Un peso que estaba segura no desaparecería hasta ver a Helaena despierta, sana y salva.
Notes:
Espero que este capítulo haya sido de su agrado. Quiero agradecer a todos los que dejaron sus kudos y a aquellos que se suscribieron; su apoyo es realmente importante para mi. Ahora algunas aclaraciones:
-Y al fin alguien se dio cuenta del poder de Helaena. ¿Cómo es que nadie se dio cuenta antes?
-Ahora quise poner más énfasis en la parte adulta de esta historia, especialmente a mis dos reinas Rhaenyra y Alicent, a quienes amo en todas sus versiones.
-Personalmente no soy Team Black o Team Green. Creo que ambos bandos cometieron demasiadas atrocidades en la guerra como para tomar el bando de alguien. También creo que es una forma de dividir a los personajes entre buenos y malos de una manera muy sencilla y si algo tiene como particularidad la obra de G.R.R Martin es mostrar al ser humano como lo que es: humano, ni bueno, ni malo, sólo humano. Así que si esperan que estemos de parte de algún equipo por aquí, lo siento, eso no pasará.
-Dicho eso, haré mi mejor esfuerzo en mostrar a cada personaje como un ser humano con defectos y cualidades, aunque eso será un tanto difícil con personajes que realmente me caen en el hígado.En verdad espero que hayan disfrutado el capítulo y cualquier comentario, crítica o kudos será bien recibida. Nos vemos pronto. Saludos.
Chapter 3: Aunque sea por un momento
Notes:
¡Hola a todos! Logré actualizar en menos de un mes. Por unos días, pero algo es algo. Aquí les dejó un nuevo capitulo que espero sea de su agrado, aunque salió algo largo. También quiero aprovechar para advertir que por ahí hay algunas descripciones un tanto gráficas, para que estén preparados.
(See the end of the chapter for more notes.)
Chapter Text
Siempre le había gustado la habitación de su hermana. El lugar tenía una calidez muy diferente a la frialdad característica del resto de la Fortaleza Roja. También había una sensación de tranquilidad y paz inigualables. Por ello, a Aemond le gustaba pasar el tiempo ahí, leyendo, estudiando o simplemente escuchando a su hermana hablar sobre insectos (ella también solía escucharlo atentamente cuando él llegaba a encontrar nueva información sobre dragones, o cuando sólo necesitaba quejarse del hecho de no tener uno propio). Solía pasar horas ahí hasta su décimo día del nombre, cuando su madre le señaló que la virtud de su hermana podría ser cuestionada si un jovencito pasaba tanto tiempo a solas con ella en su habitación. El niño lo había aceptado sin rechistar, aunque la pérdida de su pequeño santuario aún le pesaba. Desde entonces, Aemond no había pasado tanto tiempo en la habitación de Helaena, ya fuera sólo o acompañado. Sin embargo, y dadas las circunstancias, esa noche se le había permitido quedarse a dormir ahí, en uno de los largos sillones, para acompañar a su madre y a su aún inconsciente hermana.
Los primeros rayos del sol llegaron acompañados del Gran Maestre Mellos y su sequito de Maestres, quienes venían a revisar el estado de Helaena. Aprovechando la presencia de los Maestres, su madre exigió que también lo revisaran a él de nuevo, e incluso mandó a algunos a observar al imbécil de Aegon, cuyo castigo aún estaba pendiente. Después de pasar horas gritándole a su hijo, el Rey Viserys había mandado al muchacho a su habitación, para no salir de ahí hasta que decidiera el castigo adecuado por su falta de buen juicio y por poner en peligro la vida de sus hermanos y sobrinos. Por ahora lo único claro era que ambos príncipes serían vigilados día y noche. Le hubiera encantado quejarse por ello, puntualizar que el único culpable aquí era Aegon, sin embargo, no tuvo el corazón para molestar a su madre aún más. Sólo esperaba que el idiota de Jacaerys recibiera el mismo trato, o algo peor. Si no fuera por él, Helaena no habría salido de la Fortaleza, al igual que… Giró su cabeza hacia la puerta de su habitación, para asegurarse de no ser escuchado por un guardia.
-Disculpe, Maestre -habló, devolviendo su mirada al hombre curándole un rasguño en la mano derecha-. ¿Usted sabe algo sobre el estado del príncipe Lucerys?
-El Maestre Gerardys se encargó de los hijos de la princesa -informó el Maestre-, pero según el reporte dado al Rey, el golpe que recibió en la cabeza fue de menor importancia. Sólo tendrá que pasar un par de días en reposo absoluto.
Aemond asintió en comprensión, mientras suspiraba aliviado en su interior. Después de que el Gran Maestre diera su primer diagnóstico sobre el estado de su hermana, el niño temió que el pequeño Lucerys terminara de la misma manera, inconsciente y sin saber cuándo o si llegaría a despertar. Se amonestó mentalmente por su elección de palabras. Helaena despertaría, de eso no cabía la menor duda. Sólo era cuestión de esperar y tener paciencia.
-Príncipe -lo llamó la conocida voz de Sir Harrold desde el dintel de la puerta. Regresó su mirada al punto, al tiempo que el Maestre ponía su atención en los rasguños y moretones en su cara-. Cuando esté listo, lo esperamos en el pasillo.
De nuevo movió su cabeza afirmativamente, mirando de reojo al Maestre con molestia, quien ahora le estaba limpiando un raspón en la barbilla. El Comandante de la Guardia Real abandonó la habitación, dejando a los dos solos una vez más. Devolvió su vista al frente, apresurando con los ojos al hombre delante de él. No obstante, éste se mantenía estoico, tratando sus heridas con la misma parsimoniosa lentitud.
Jacaerys permaneció en silencio, recibiendo el más que merecido regaño de parte de sus padres. Se había salvado por un par de horas de ser reprendido, mas ahora que Luke estaba tranquilamente comiendo en su cama con la ayuda de Mirell y el ataque a la ciudad había sido controlado por completo, su madre lo llamó ante su presencia en la estancia. Decir que se sentía terrible sería minimizar la situación. No estaba acostumbrado a ser regañado con tanta fuerza, mucho menos estaba acostumbrado a ver los ojos vidriosos de su madre o la expresión gélida de su padre. Y por si los hechos vividos la noche anterior no hubieran sido suficientes, su padre se encargó de recalcarle el resultado final del suceso: un sinnúmero de muertos, varios desaparecidos, niñas, jovencitas y mujeres violentadas. Y en lo único que podía pensar era en Lucerys, quien una vez curado y a salvo en su cama le contó con lujo de detalles y grandilocuencia como Aemond lo había salvado de uno de los atacantes; pensaba en lo que le hubiera pasado a su hermanito si su tío no hubiera estado ahí, que le habría hecho ese truhan. O a la princesa, si él no hubiera estado ahí, si Sir Harwin no hubiera aparecido en el momento justo. Y hablando de la princesa… la muchacha seguía sin despertar. Y podía no despertar.
Tras casi una hora de aguantar estoicamente ser reprendido, sus ojos comenzaron a picarle y a anegarse en lágrimas. Su madre le ofreció un pañuelo, acompañado de un rictus de compasión. Su padre suavizó su expresión, suspirando cansado.
-Lo lamento -habló Jace, haciendo su mejor esfuerzo para evitar que su voz no se quebrara-. Sé que actúe equivocadamente. Sé que puse a Lucerys y a la princesa Helaena en peligro y realmente me arrepiento de ello. Yo… no creí que algo así pudiera pasar. No pensé que hubiera algo malo en salir. Yo… en verdad lo siento.
-Lo sabemos, cariño –expresó su madre-. Nadie podía saber que algo así ocurriría, pero por eso existen las reglas, para manejar este tipo de eventos de la mejor manera posible. Sé que a veces te cuesta trabajo comprender porque les prohibimos hacer ciertas cosas, mas debes de entender que no lo hacemos para molestarlos o por ser injustos. Sólo buscamos protegerlos.
-Este mundo es peligroso, Jacaerys -indicó su padre, poniendo su mano sobre su rodilla-. No diré que estamos completamente seguros dentro de la Fortaleza, pero por lo menos es un ambiente donde podemos tener más control sobre los peligros que existen. Sólo queremos pedirles que antes de hacer algo, lo piensen dos veces. Y si en algún punto aquello que van a hacer les parece algo malo o inseguro, no lo hagan.
-Especialmente tú, Jace -añadió la Princesa Heredera-. Eres el mayor, en unos meses más será tu décimo día del nombre. Necesitas empezar a actuar como un jovencito, no como un niño.
-Entiendo -asintió Jace, limpiándose las comisuras de los ojos para atajar cualquier lagrima que quisiera escapar. Acto seguido, alzó la cabeza con toda la entereza de la que era capaz. Sus padres tenían razón. Se la pasaba exigiendo ser tratado como un hombre, pues era momento de actuar como uno-. Prometo no volver a hacer algo tan arriesgado y estúpido y prometo no volver a poner a Lucerys en peligro.
-Sólo eso te pedimos, cariño -habló la mujer, sonriéndole ligeramente por un momento, antes de adoptar ese porte implacable con el que solía presentarse a las sesiones de la corte-. Ahora, ha sido decidido que los gemelos Cargyll se encargaran de vigilarlos a ti y a Luke. Y ambos solamente saldrán de aquí para sus lecciones y nada más. Además de que tendrán que prescindir de la ayuda de cualquier sirviente por al menos una luna. Eso, por supuesto, también incluye a Elinda y Merill.
-De acuerdo -aceptó el castaño, tratando de enmascarar su desagrado por lo último. Limpiar su habitación no era un problema para él, pero lidiar con la falta de aseo y orden de su hermano menor era algo completamente diferente. Como muchas de las chicas de servicio y la misma Mirell habían dicho ya, Lucerys era una tormenta andante, desperdigando su ropa, libros, dibujos, juguetes y cualquier otro tipo de pertenencia a su paso. Incluso aún era recordada esa vez en que una de las chicas de servicio encontró inexplicablemente una bandeja de tartas de limón echadas a perder debajo de la cama del infante cuando éste sólo tenía cinco años. El cómo había llegado hasta allí aún era un misterio hasta esos días. Su padre debió notar su tren de pensamiento, pues una sonrisa socarrona se formó en sus labios.
-Anda, ve con tu hermano -lo instó el hombre-. Más tarde hablaremos con él. Ahora debemos de ir a ver al Rey y a la Reina, quien tal vez pida tu cabeza.
-Laenor -lo reprendió su madre con cierto dejo de diversión.
-¿Y… podrían pedirle permiso para que pueda visitar a la princesa? -cuestionó Jacaerys con cierta esperanza. Sin embargo, la reacción de sus padres la aplastaron al instante. Ambos se vieron entre si con seriedad, antes de que su madre regresara su vista a él con una sonrisa de empatía.
-Será mejor esperar a que la princesa Helaena despierte, Jace -señaló la mujer-. No creo que la Reina admita a ningún visitante en este momento.
El niño movió la cabeza afirmativamente en comprensión. Acto seguido, se puso de pie, se despidió de sus padres y encaminó sus pasos hacia la habitación que compartía con su hermano. Tan sólo esperaba que una vez despierta, la Reina en verdad le permitiera visitar a su tía. Necesitaba verla. Asegurarse con sus propios ojos de que estaba bien, sana y salva. Y también hacerle un millón de preguntas que taladraban su mente desde la noche anterior. Preguntas sobre fuego, hormigas y luciérnagas.
-Aún me cuesta creer la falta de sentido común -exteriorizó el Rey con evidente cansancio en su rostro. Si los informes de Sir Harrold eran ciertos, el monarca no había dormido nada desde el momento en que las campanas comenzaron a sonar la noche anterior. Aquello, aunado a su deteriorada salud, empezaba a causar mella en el hombre, quien era el blanco de la mirada preocupada de su esposa e hija-. Comprendo la inocencia de una niña tan dulce como Helaena y de un pequeño como Luke, pero el comportamiento del resto es inadmisible, especialmente el de Aegon, quien puedo asegurarles recibirá un castigo a la altura.
-Jacaerys y Lucerys ya han sido reprendidos y castigados -indicó Rhaenyra, mientras jugueteaba con uno de sus anillos-. Serán vigilados día y noche para evitar que un evento como este se repita.
-Aegon y Aemond también -señaló la Reina-. Además, Aemond ha sido de gran ayuda. Gracias a él ya sabemos dónde se encontraba el pasadizo secreto que utilizaron para escapar. Sir Harrold y los Guardias de Palacio se están encargando de sellarlo para siempre. Tal vez sería una buena idea aprovechar este momento y clausurar cualquier pasadizo que encontremos.
-Eso es simplemente imposible, su majestad -puntualizó Rhaenyra, controlando sus deseos de rodar los ojos exasperada-. Los túneles de Maegor son incontables y están repartidos por toda la Fortaleza. Sólo Maegor y los constructores sabían su ubicación exacta. Ponernos ahora a buscarlos sería una pérdida de tiempo y recursos.
-¿Y si alguno de los príncipes se topa con uno de nuevo? -habló Alicent con firmeza-. O peor, ¿qué tal si alguien descubre uno y lo utiliza para entrar a la Fortaleza? Esos pasadizos son un peligro.
-Su función original era utilizarlos como método de escape en caso de ser necesario -expuso la Princesa Heredera con fingida calma. Usualmente tenía la paciencia y entereza para lidiar con las argumentaciones de la Reina, pero tras una noche de pocas horas de sueño, su mente estaba tan exhausta como lucía su padre-. Es imposible que alguien externo descubra uno, a no ser que se le indique con exactitud donde se encuentran.
-Rhaenyra tiene razón, mi querida esposa -la apoyó su padre, dedicándole un gesto tranquilizador a la castaña sentada a su lado junto a la chimenea-. A menos que los niños se pongan compulsivamente a buscarlos, dudo que se topen con algún otro de manera fortuita. Además, según Lord Lyonel, hay temas de mayor importancia por tratar.
La peliplata notó el casi imperceptible gesto de disgusto que atravesó la faz de la siempre apacible Alicent Hightower al ver como el tema de conversación era cambiado y no pudo evitar sentir una ligera sensación de triunfo en su interior. Emoción que desapareció en cuanto la Mano del Rey, Lord Lyonel Strong, tomó la palabra. El encanecido hombre parecía no haber dormido tampoco.
-Bueno, los interrogatorios que sea han llevado a cabo a los prisioneros han revelado información un tanto inquietante -inició Lord Lyonel con su habitual calma y compostura-. Todo indica que se trató de un ataque premeditado de parte de la Triarquia en contra de la Corona de Westeros.
-Me lo temía -admitió Laenor sentado a su lado, cruzando sus brazos sobre su pecho con seriedad.
-Pero la Triarquia fue vencida hace diez años por Lord Corlys y el príncipe Daemon -intervino Alicent con indudable preocupación en los ojos.
-Un mejor término sería “repelida” -corrigió su esposo, descruzando sus brazos y extendiéndolos sobre los reposabrazos de la silla-. La Triarquia terminó retirando su apoyo después de la muerte del Cangrejero, pero su poder menguo poco. Según los informes de nuestros hombres en los Peldaños de Piedra, sus huestes han comenzado a extenderse una vez más por el Mar Angosto. Su deseo es expandirse y como la constante presencia de Daemon y mi hermana se los impide por tierra, supongo que planean otro intento hacia nuestras costas. Sir Qarl Correy ha sido testigo de ello.
-Y de gran ayuda durante los interrogatorios -añadió la Mano.
-¿Cómo es que a penas me entero de esto? –cuestionó su padre visiblemente molesto.
-Mi padre deseaba tener toda la información antes de traer este problema ante la Corona, su majestad -respondió Laenor-. Sinceramente, ninguno de nosotros los creyó capaz de efectuar un movimiento tan… arriesgado.
-Una táctica para causar pánico en la población nada más, su majestad -continuó Lord Lyonel, desestimando el suceso-. Considerando la cantidad de hombres y navíos enviados, dudo que la Triarquia buscara causar un verdadero daño a la capital.
-La mitad de los muelles fueron destruidos -puntualizó la Reina-. Ese es un verdadero daño a la capital.
-No es algo que no pueda solucionarse en un par de semanas -puntualizó el hombre-. Lo realmente preocupante es la perspectiva de un nuevo enfrentamiento bélico. Aconsejaría mandar a llamar a Lord Corlys y al príncipe Daemon.
-Mi padre pensaba viajar a los Peldaños en estos días -señaló Laenor-. Y dudo que Daemon quiera viajar en este momento. Mi hermana también está en las últimas lunas de su embarazo.
-Le escribiré a Lord Corlys personalmente -habló el Rey, cubriéndose el rostro con la mano, una inequívoca señal de que esa reunión ya había drenado la poca energía que le restaba-. A Daemon te lo dejaré a ti, hija mía. Tus cartas seguramente no serán ignoradas como las mías. Ahora, si me disculpan, ya va siendo tiempo de que descanse.
Rhaenyra se puso de pie, se acercó a su padre y le dio un beso en la frente, acción que le hizo recibir una leve sonrisa de parte del monarca. Acto seguido, tanto ella como Laenor y la Mano del Rey salieron de la habitación. Su esposo y Lord Lyonel no tardaron en enfrascarse en una conversación sobre el ataque y la situación en los Peldaños de Piedra, no obstante ella mantenía su atención en la puerta de la habitación que acababan de abandonar. Fue cuestión de tiempo para que la Reina saliera de ella y la Princesa Heredera no tardó en acercársele, acción prontamente imitada por Sir Criston Cole. ¿Qué pensaba ese hombre? ¿Qué iba a atacar a la esposa de su padre ahí, frente a su habitación, ante la mirada de tres miembros de la Guardia Real y la Mano? A veces su paranoia era simplemente ridícula.
-Su majestad -saludó Rhaenyra, haciendo uso de su mejor sonrisa. La castaña la volteó a ver con estoica expresión-. Quería preguntar por el estado de la princesa Helaena. Espero ya haya despertado.
-Desgraciadamente, aún no lo hace -informó la mujer, tratando de enmascarar su preocupación-. Sin embargo, el Gran Maestre Mellos es optimista.
-Me alegra escuchar eso -suspiró aliviada internamente-. Con el apoyo de los dioses, seguro despertara pronto.
-Me fue informado que el príncipe Lucerys está fuera de peligro -indicó la Reina.
-En efecto, sólo un par de días de reposo -asintió Rhaenyra-. Me gustaría agradecerle personalmente al príncipe Aemond por ello –“Tal y como tu deberías de agradecerle a mi hijo”, pensó con cierta amargura-. Lucerys ahora lo llama su héroe.
-Si, estoy al tanto -admitió la mujer con cierto desagrado.
-Al menos algo positivo podría resultar de todo esto -consideró la peliplata-. Crear una cercanía entre todos los príncipes sin duda sería beneficioso para el Reino y para ellos.
-Es curioso que lo digas, princesa -habló Alicent-. Yo estaba pensando exactamente lo contrario -Rhaenyra frunció el ceño-. Ahora, si me disculpa, mi hija necesita de mi presencia.
Y sin decir nada más, se dio la media vuelta y se apartó del lugar. La Princesa Heredera se llevó la mano a la sien, percibiendo como una jaqueca empezaba. Lidiar con Alicent Hightower realmente era agotador. Si tan sólo siguiera siendo la misma chica dulce con quien pasaba sus tardes… todas sus vidas serían más simples. Y tal vez, solo tal vez, ninguna de las dos estaría tan sola.
Aporreó la puerta con fuerza sin importarle la presencia de los dos Guardias Reales apostados detrás de él, siguiéndolo como si de un prisionero se tratara, como si hubiera matado a alguien o destruido el Reino. La puerta cedió, dejando ver a su insoportable hermanito del otro lado, quien no tardó en dedicarle una mirada despectiva. Por los Siete Infiernos, como quería golpear esa engreída cara una y otra y otra vez.
-Estarás feliz ya, ¿no es así? -le escupió en el rostro, encolerizado-. Te salió bien echarme la culpa de todo. El impoluto y perfecto Aemond Targaryen. El perrito faldero de mamá -lo empujó con fuerza, causando que su hermano menor trastabillara. Los Capas Blancas dieron un paso hacia adelante en son de advertencia-. Ahora tengo que trabajar por una luna entera en los establos. ¡Los malditos establos! ¿Puedes imaginártelo? Y debo soportar a estos dos a todas horas -señaló a los Guardias sin importarle en lo más mínimo si aquello era una falta de educación-. ¡Como si fuera un maldito niño! Y por si no fuera poco, les dijiste sobre mi túnel. ¡Mi túnel! No podías mantener tu estúpida boca cerrada, ¿verdad? Ni Jace, ni Luke dijeron nada, pero tú fuiste y hablaste…
-¿Y qué esperabas, imbécil? -lo interrumpió Aemond furioso, dando un paso hacia adelante-. Casi nos matas a todos. Helaena está en cama inconsciente y Lucerys estuvo a punto de ser secuestrado. Mereces cualquier castigo que te impongan.
-¿Y tú no? -preguntó divertido-. ¿Cuál fue tu castigo, hermanito? ¿Ser vigilado? Como si hicieras algo más que tener tu nariz enterrada en los libros. O lamer las botas de Sir Criston. Eso no me parece justo, ¿no crees?
-A mí me lo parece -sonrió con burla el menor.
Aegon tuvo que hacer uso de todo su autocontrol para no borrarle la sonrisa de un puñetazo. En su lugar, desapareció toda distancia entre ellos, posando sus manos sobre sus hombros, una sádica mueca en su rostro.
-Pero, como bien dice madre, los pecadores siempre reciben su merecido castigo -murmuró en un tono únicamente audible para ellos dos.
Aemond arqueó una ceja, confundido por su inesperado cambio de actitud. Acto seguido, se sacudió sus manos de encima, dio un paso hacia atrás y le cerró la puerta en las narices de un portazo. El muchacho sonrió entretenido, su cabeza comenzando a trabajar a mil por hora. Él mismo se encargaría de hacerle pagar a su hermanito. Ya era hora de que alguien pusiera en su lugar a Aemond Targaryen. Y él sin duda disfrutaría haciéndolo.
No recordaba muy bien la última vez que se sintió tan tranquila, tan en paz. Sabía que la sensación no duraría. Nunca lo hacía. Eran pequeños instantes, momentos de absoluto silencio, de un negro profundo. Sin voces, sin imágenes. Sólo ella y su respiración. La angustia desaparecía, la frustración, la impotencia. Eran minutos, segundos, pestañeos, el aleteo de un pájaro o de una mariposa. Y entonces terminaban, se desvanecían ante ella. Como ocurría ahora, con ese picor en la nariz, con ese calor sofocante. Abrió los ojos de golpe. No sabía dónde estaba, pero pocas veces lo sabía. Se incorporó lentamente, sus sentidos tratando de dar forma a lo que la rodeaba. Fuego. Llamas. Era un incendio. No sabía dónde estaba, pero parecía ser un castillo que se derrumbaba en sí mismo. Se levantó lo más rápido que pudo y corrió. Corrió con todas las fuerzas que sus piernas le daban. Tenía que escapar de allí o terminaría engullida por las llamas o aplastada por los pedazos de techo que caían al suelo. Debía haber una salida, una salvación, no podía terminar como todos los cuerpos carbonizados que decoraban los pasillos de ese desvencijado lugar. La mayoría los pasaba de largo, sin prestar mucha atención, pero otros se quedaban en su cabeza: un muchacho cubierto de algas; un pequeño sin cabeza; un joven con la espalda cubierta de flechas; un bebe hecho pedazos; un hombre con una espada atravesándole el cráneo; otro hombre de cuya boca escapaba un río de agua; un niño con el cuello y la espalda rotos; una mujer cuyos pedazos parecían haber sido devorados por alguna bestia; un hombre con el cuerpo destruido, que sostenía una copa en sus manos; una niña empalada.
Quería salir de ahí. Necesitaba salir de ahí. Pero parecía encontrarse en un tétrico laberinto del que no había escapatoria. Y entonces, la vio. Luz, al final de un largo pasillo. Corrió con más fuerza. Salió del castillo, topándose con un largo puente que se tendía por varios kilómetros hasta terminar en lo que parecía ser un campo verde, lo suficientemente lejos para no recibir daño de parte del incendio. Subió en él y la voz resonó a su alrededor: “Para evitar que los dragones dancen, un puente debe tenderse.” Y como si se lo hubieran ordenado, su mirada bajó hasta el foso debajo de sus pies. Dragones. Decenas de ellos. Muertos. Hechos pedazos. Dreamfyre. Su pobre niña destacaba a lo lejos, sus hermosas escamas azules arrancadas y teñidas de rojo. Su cabeza aplastada, casi irreconocible. La imagen la hizo retroceder con lágrimas en los ojos, no obstante, ya no había a donde volver; detrás de ella ya sólo quedaban las llamas. Así que continuó. Volteó al lado contrario para no volver a ver a su dragona. Sólo necesitaba atravesar el foso y estaría a salvo. Ya casi estaba a la mitad.
Al dar un paso, su pie atravesó la madera y se atoró momentáneamente. De nuevo se echó para atrás. El puente acababa de cambiar. Ya no era sólido, firme y bien construido. Ahora la madera lucía desvencijada, vieja, podrida. Las cuerdas estaban a nada de romperse. Y se tambaleaba con el más ligero movimiento. Giró su cabeza hacia atrás. El resto del puente lucía tan perfecto como antes, si no tomaba en consideración las llamas que comenzaban a devorarlo. Y, a pesar de ello, seguía siendo mucho más confiable que la segunda parte del puente. No podía regresar. Debía continuar. Llegar al otro lado. A la seguridad.
Se armó de valor y dio un paso, después otro y uno más, todos ellos con suavidad, temiendo que cualquier movimiento brusco rompiera definitivamente el puente. De la nada, comenzó a llover. Un rocío al principio, mas pronto fue escalando hasta transformarse en una tormenta, cuyos vientos mecían el puente vertiginosamente. Apresuró sus pasos, con cuidado. Un sin número de rayos atravesó el cielo, como si fueran lenguas de fuego, y los truenos que los procedieron emulaban a la perfección los rugidos de un dragón. Sólo debía llegar al final. Y ya no estaba tan lejos. Sólo…
Se congeló, sus ojos observando la escena delante de ella. Alguien estaba cerca del final del puente… tratando frenéticamente de cortar la cuerda principal… con una daga. Se acercó con cuidado, como quien se acerca a un animal herido.
-¡Alto, detente, no lo hagas! -gritó para hacerse escuchar por sobre la tormenta. La persona no le hizo caso. Un rugido estremeció el aire-. ¡Por favor, detente, nos matarás a todos! -suplicó una vez más, sin conseguir nada-. ¡Ya basta! ¡Por favor! -nada-. ¡Aemond!
El chico se detuvo instantáneamente y la miró de lado. La furia que transmitía su mirada le provocó un escalofrío.
-Tú no lo entiendes -masculló su hermano con voz quebrada.
-Aemond, hermano, por favor -pidió, estirando su mano hacia él-. Hay un mejor camino.
-No lo hay -negó, temblando. Giró la cabeza para verla de frente. Helaena dio un paso hacia atrás, aterrada. La mitad izquierda del rostro de su hermano estaba ensangrentada. Una larga herida le recorría de la ceja al pómulo. Y su ojo… ya no estaba-. Él me lo debe.
En un movimiento, Aemond levantó el brazo y golpeó con el filo de la daga las últimas hebras de la cuerda. En un pestañeo, el puente perdió toda estabilidad, haciéndose pedazos. Sin embargo, la perspectiva de caer a su segura muerte no era nada en comparación al dolor en el pecho que la expresión devastada en el rostro de su hermano le provocó. Éste cayó de rodillas, soltando la daga y sollozando con fuerza. Toda furia había desaparecido, transformándose en desolación. “Él me lo debía”, pronunció en un hilo de voz. Trató de alcanzarlo, mas no tuvo tiempo para hacerlo. El puente finalmente dio de sí y la niña sólo pudo percibir la sensación de vértigo de la caída.
Un grito escapó de su boca. Esperaba encontrarse con la oscuridad del foso, pero en su lugar una fuerte luz la deslumbró. Cerró los ojos, aturdida. Pasos se oían a su alrededor, voces que gritaban entre ellas. El pánico comenzó a cernirse sobre ella. Sintió un ligero apretón en su mano izquierda, centrándola y anclándola. Abrió sus ojos con lentitud, pestañeando varias veces para lograr enfocar a la persona a su lado, la única que permanecía tranquila en medio del caos. El niño le dedicó una cálida sonrisa llena de alivio, tan distante a esa furia ciega o a esa abrumadora desolación.
-Un puente tiene dos extremos -pronunció con voz ronca-. Si uno se rompe, el puente cae.
Aemond arqueó una ceja, confundido, como cada vez que extrañas palabras salían de su boca. Y como nunca, Helaena deseó hacerlo entender, hacerlo comprender. Que supiera que, por alguna inexplicable razón fuera de su comprensión, todas y cada una de sus vidas estaban en sus manos.
Jacaerys realmente no entendía porque no podía visitar a la princesa Helaena. Con la bendición de todos los dioses, la niña había despertado hace tres días sin sufrir ningún tipo de secuela por el golpe recibido en la cabeza. Aun así, el Gran Maestre Mellos le prescribió por lo menos una semana de descanso absoluto, excusa que la Reina esgrimía como una espada cada vez que su madre le pedía permiso para visitar a la convaleciente princesa. No importaba el hecho de que Aemond se la pasaba casi todo el día en la habitación de la muchacha, o que el Rey y hasta Aegon (instigado por la Reina para disculparse en persona con su hermana) ya la habían visitado. Tanto Jace como Luke no tenían permitido acercarse a la habitación, aunque Luke aún no contaba en la ecuación, pues el chico aún disfrutaba de sus días de descanso, siendo mimado por madre, Elinda, Mirell y todas las chicas de servicio. Jacaerys incluso intentó escabullirse hacia la habitación de su tía, mas fue interceptado por los dos guardias que resguardaban la puerta y prontamente devuelto a las habitaciones de su madre por uno de los hermanos Cargyll (aún le costaba diferenciar a los dos). Y tampoco es que tuviera muchas oportunidades para intentarlo de nuevo. El acceso a las habitaciones de la Princesa Heredera siempre estaba vigilado por los gemelos y cada vez que salía de ellas para sus lecciones uno de los hermanos lo seguía de cerca.
Al menos se sentía un poco mejor al ver que Aegon y Aemond también debían sufrir el mismo escrutinio, aunque Aegon contaba con dos Guardias Reales para él solito. La noticia de que ahora debía servir en los establos por una luna completa se había diseminado por la Fortaleza Roja como pólvora y eran pocos los Maestres y sirvientes que se habían abstenido de dirigirle una mirada burlona o un comentario mordaz al respecto al hijo mayor del Rey. Y como ya era costumbre, el muchacho hacia oídos sordos a todo ello. La primera vez que se habían vuelto a encontrar después de lo ocurrido, Jacaerys estaba listo para recibir el enojo de su tío, suponiendo que éste querría desahogar su molestia en él. Poco se esperaba la alegría y la camaradería con que lo aguardaba el mayor de los príncipes. En cuestión de minutos ambos estaban quejándose de sus castigos y riéndose de tonterías, excluyendo por completo a Aemond de su platica, hecho nada inusual, pero Jace no pudo evitar notar los pequeños comentarios crueles y los ligeros ademanes despectivos que Aegon lanzaba en dirección a su hermano de tanto en tanto. Un cambio de actitud que Jacaerys agradecía, después de pasar días interminables escuchando a Lucerys alabar a Aemond por su rescate.
No es que el castaño no estuviera agradecido con su antipático tío por salvar y proteger a Luke cuando él no pudo hacerlo. Lo estaba y mucho. Incluso intentó agradecerle, pero la expresión condescendiente y las palabras que recibió a cambio le recordaron al instante porque no le agradaba ver a su pequeño hermano idolatrando a Aemond. “Al menos él sí tuvo a alguien competente a su lado y no terminó inconsciente por dos días”, le soltó con inconfundible veneno en la voz. Y ese era el problema. Aemond era así: cortante, condescendiente, prepotente, orgulloso y cruel. Había pasado casi toda su infancia menospreciándolos e insultándolos. El hecho de que el peliplata hubiera mostrado algo de empatía y decencia en una situación de emergencia, no implicaba que así actuaría en su día a día. Y realmente temía el momento en que su hermano (quien aún estaba esperando a ser visitado por su “héroe”) y su tío se reencontraran de nuevo.
Por lo mientras, y agradeciendo que el Maestre Gerardys le hubiera aconsejado un par de días más de descanso a su hermano, Jacaerys tenía toda su atención puesta en su actual proyecto. La más reciente negativa de la Reina había provocado que su madre pasará casi una hora quejándose con Elinda y Mirell, quienes sólo atinaban a decir pequeñas palabras de apoyo o mover afirmativamente su cabeza. Al ver la furibunda expresión de su madre, la cual caminaba de un lado al otro de la estancia, el pequeño supo que la Reina jamás le permitiría visitar a la princesa. Razón por la cual ahora estaba revisando las paredes de su habitación, oculto bajo el velo de la noche y volteando a ver hacia la cama de su hermano para asegurarse de que el niño siguiera profundamente dormido. Había recordado la lección que tuvieron sobre la construcción de la Fortaleza Roja, sobre como Maegor “El cruel” había mandado a hacer innumerables pasadizos secretos y como al final mandó a matar a los constructores para ser él el único que supiera su ubicación. Eso quería decir que podía haber un pasaje en cualquier lugar del castillo y justo en ese momento Jace rezaba porque hubiera uno en su cuarto. Porque la Reina Alicent le podía prohibir ver a su tía mediante los medios correctos, pero no podía impedirle usar los pasadizos de su antepasado para verla.
El problema era que ya sólo le faltaba una pared por revisar, la pared contra la que estaba recargada la cabecera de su cama. Si no era en esa pared, tendría que intentarlo en otro cuarto. Recorrió la pared con sus manos, mientras se movía de izquierda a derecha. Y entonces, lo sintió, justo a unos pasos de su mesita de noche. Un ligero borde irregular, del cual entraba una ligera corriente de aire. Siguió el borde hasta donde el mueble de madera y su cama se lo permitían. Debía ser una entrada más o menos del mismo tamaño que la descubierta por Aegon, pero para abrirla tendría que mover su cama y la mesita de noche. Se sentó en el borde de su cama, cuestionándose como podría mover los dos muebles sin que nadie se diera cuenta o sospechara algo.
Un sonido detrás de él llamó su atención. Su hermano acababa de darse la vuelta en su cama, balbuceando y moviendo su caballo de juguete en el aire, completa y profundamente dormido. Un abrupto movimiento de su brazo mandó el juguete a través de la habitación, cayendo suavemente sobre un montículo de ropa sucia. Jace se paró cansado con el objeto de recoger el caballito antes de que su hermano se diera cuenta de su pérdida. Se agachó, lo recogió y la respuesta vino a él al girarse, cuando sus ojos cayeron de nuevo sobre la figura de su hermano.
Estaba acostumbrado a los malos tratos de su hermano. A los comentarios, las bromas, los insultos, las burlas, la crueldad. Era una norma, la forma en que se relacionaban. Había aprendido a muy temprana edad a devolvérselos, con una precisión inmaculada y una crueldad comparable o superior. No era difícil; Aegon tenía tantos defectos que hasta se podía dar el privilegio de ser creativo. Por lo tanto, su actual campaña de palabras hirientes y ademanes burlones no era nada nuevo. Aemond ya estaba acostumbrado, e incluso podría decir que ya no le provocaban tanto malestar como cuando era más pequeño y un par de palabras del primer hijo del Rey lo hacían llorar y buscar a su madre. Con el pasar de los años, los golpes de Aegon habían perdido fuerza.
Tampoco es que le lastimara en alguna manera que lo excluyera y monopolizara la atención de sus sobrinos. Recordaba que cuando eran más pequeños, Daeron y Jacaerys pasaban el tiempo juntos. La cercanía de su hermano menor con el primogénito de la Princesa Heredera se había traducido en una ligera e incipiente amistad entre él y el castaño, relación que desapareció al instante en cuanto el pequeño Daeron fue enviado a Oldtown. Simplemente a ninguno le interesó mantenerla y Jacaerys pronto encontró un remplazo en la figura de Aegon. En cuanto a Lucerys… desde que aprendió a caminar sin caerse cada tres pasos, seguía a su hermano mayor como una pequeña sombra. Una molesta, insoportable y ruidosa sombra que seguía en descanso absoluto. O el Maestre Gerardys era demasiado precavido o la salud del niño estaba peor de lo que pensó inicialmente.
Aemond se abstuvo de golpear su cabeza contra la superficie de la mesa, bufando con molestia. Desde el día del ataque al puerto de King’s Landing, el segundo hijo de su hermana mayor se las ingeniaba para introducirse en sus pensamientos sin previo aviso o razón alguna. Y tras cinco días, la situación comenzaba a hartarle. Jamás le había prestado ni la más mínima atención al patético mocoso y ahora se cuestionaba cada día porque no aparecía en sus clases compartidas. Incluso ausente, el pequeño bastardo era irritante.
-¡Podrían dejarme en paz por un minuto! -escuchó la inconfundible voz de su hermano al otro lado de la puerta de la biblioteca. El menor de los príncipes ni siquiera perdió el tiempo en voltear a ver como Aegon entraba al sitio fúrico-. ¡Si quieren que llegue temprano a mis clases, díganle al Rey que quité su estúpido castigo!
Acto seguido, el muchacho azotó la puerta, soltando un gruñido en el proceso. Aemond se preparó para recibir una retahíla de insultos hacia su persona, mas ésta nunca llegó, pues la puerta de la biblioteca se abrió de nuevo, cautivando la atención de su hermano.
-¡Les dije que me dejen en…! -comenzó el muchacho, para después cambiar su tono-. Sobrinos, a ustedes si me da alegría verlos.
El plural en el saludo envió la mirada de Aemond hacia atrás. Jacaerys acababa de llegar y no venía solo. Lucerys sonreía ante la bienvenida de Aegon, quien no tardó en despeinarle el de por si revuelto cabello, mientras lo felicitaba por haber sido un niño valiente. Devolvió su vista al frente, rogando internamente por que el Maestre no tardará en llegar. Realmente no tenía ningún ánimo para soportar a esos tres idiotas juntos.
-Hola, tío Aemond -lo saludó una alegre voz a su derecha. El peliplata volteó a ver con una ceja arqueada como Lucerys se sentaba a su lado ante la mesa y a juzgar por la cara de Aegon y Jacaerys detrás de él, no era el único sorprendido. Y no era para menos, pues el pequeño siempre se sentaba con su hermano. Por un momento, consideró echarlo. Dejarle muy en claro que absolutamente nada había cambiado entre ellos. No obstante, la sonrisa del infante lo detuvo en seco-. Hice algo para ti. Un regalo por haberme salvado de ese hombre malo.
El castaño sacó una hoja de pergamino de entre sus libros y se la entregó. Aemond cogió el papel entre sus dedos y lo contempló. Era un dibujo, un dibujo nada malo de un dragón y no de cualquier dragón, sino de Balerion, el Terror Negro. Faltaban algunos detalles y sin duda lucía como el trabajo de un niño, pero fuera de eso, era bastante bueno. No sabía que su sobrino tuviera dotes para el dibujo.
-Es… Gracias -habló Aemond, mirando de reojo al pequeño, cuya sonrisa aumentó, si es que eso era posible.
La puerta de la biblioteca se abrió de nueva cuenta, cediendo el paso al Maestre que se encargaba de sus sesiones de Historia. Aemond no perdió de vista la seña que Jacaerys le hizo a su hermano para que se sentará a su lado, en la misma mesa que ya compartía con Aegon. La inexplicable necesidad de sostener al niño del brazo para evitar que se fuera lo invadió por un momento. No obstante, aquello no fue necesario, pues el segundo hijo de la Princesa Heredera negó con la cabeza, para después acomodar sus utensilios de estudio en la mesa ante la sorprendida mirada de los otros tres menores.
Aemond optó por ignorar al niño y centrar su atención en el Maestre, tarea nada sencilla. Y no porque Lucerys intentará distraerlo deliberadamente (el niño escuchaba con inquebrantable interés al Maestre), sino porque su simple presencia era suficiente para distraerlo. No existía una buena razón para preferirlo a él por sobre su hermano (quien no paraba de lanzarle miradas de preocupación de vez en vez). La única explicación era que el golpe en su cabeza definitivamente había causado daños. Porque fuera de las pocas veces en las que Sir Criston los había emparejado para entrenar, ninguno de los dos había estado tan cerca del otro antes del ataque.
Cuando su sesión de estudio terminó, el peliplata recogió rápidamente sus pertenencias y encaminó sus pasos hacia el pasillo, aprovechando la presencia de Jacaerys, quien no perdió tiempo de acercarse a su hermano. Salió de la biblioteca con rapidez, sintiendo cierto alivio por alejarse del extraño comportamiento de su sobrino. Sin embargo, el alivio le duró poco. La voz de Lucerys atravesó el pasillo con un “Tío Aemond”. El chico maldijo internamente, al tiempo que el castaño lo alcanzaba. Su mente entonces comenzó a considerar cuál sería la mejor manera para alejar al pequeño definitivamente. Un insulto, una burla, un grito, dejarle muy en claro que no le interesaba tenerlo cerca…
-Perdón, ¿Qué? -cuestionó Aemond, pues Lucerys le acababa de preguntar algo y en medio de sus cavilaciones no lo había escuchado.
-Quería saber si podrías entregarle este dibujo a la tía Helaena -repitió el niño, ofreciéndole otra hoja de pergamino-. Quería dárselo yo mismo, pero la Reina no nos permite visitarla. Dice que aún está con-va-liente.
-Convaleciente -corrigió el mayor, antes de tomar el dibujo entre sus dedos. Una luciérnaga. Una muy colorida luciérnaga. Con un pequeño mensaje al pie de página: “Que te recuperes pronto, tía Helaena. Con cariño, Jacaerys y Lucerys”. Si, dudaba mucho que el bruto de Jacaerys tuviera algo que ver con eso. Miró a los ojos a su sobrino. Éste lo observaba con cierto dejo de ilusión. Pensó en lo enojada que se pondría su madre si se enteraba de aquello. Y aun así…-. Se lo daré.
-Muchas gracias, tío Aemond -le sonrió de nuevo, provocando una vez más que ese calor se extendiera por su cuerpo.
-Luke -lo llamó Jacaerys, flanqueado por los gemelos Cargyll.
Aemond vio unos pasos atrás a su propio Guardia Real y a lo lejos observó a Aegon discutiendo con los suyos. El peliplata trató de no rodar los ojos ante lo ridículo de la situación. Lucerys se despidió, antes de ir hacia su hermano. Vio a sus sobrinos alejarse por el pasillo con los Guardias Reales detrás de ellos, hasta perderlos de vista cuando dieron la vuelta en dirección al Torreón de Maegor. Haciendo caso omiso a la presencia del guardia detrás de él, Aemond reinició sus pasos, mientras guardaba el dibujo de Helaena junto con el suyo. De nuevo pensó en su madre, la mujer que llevaba días tratando de convencer al Rey de prohibir todo tipo de acercamiento entre sus hijos y los de la princesa Rhaenyra, con especial énfasis en Helaena. Aunque todos sus esfuerzos perdieron efecto cuando su hermana informó al Rey durante su visita dos días atrás que Jacaerys la había salvado en los muelles. Aquello, aunado a sus propias acciones al proteger a Lucerys, llevó al Rey a la conclusión de que era mejor incentivar la unión entre todos los príncipes a prohibirla. Si su madre se enteraba de que él, entre todas las personas, le entregó un dibujo hecho por uno de los bastardos de Rhaenyra, sin duda le impondría un castigo peor que ser seguido por un Guardia Real a todas partes. Lo mejor sería deshacerse de él y de paso, del otro también.
Llegó ante la puerta de la habitación de su hermana y entró en ella, aún sin prestar atención al guardia detrás de él y al que resguardaba la entrada. Aliviado de al fin no tener a alguien siguiéndolo, se acercó a la cama donde Helaena se encontraba leyendo un gigantesco libro que él mismo le trajo el día anterior de la biblioteca. La chica se lo agradeció, pues hasta ese momento sólo había podido entretenerse con los libros de cuentos permitidos por su madre y pequeños fragmentos de la Estrella de Siete Puntas.
-Hola, hermano -lo saludó la princesa sin levantar la mirada del libro.
-Hola -respondió el niño, tomando asiento en la silla que su madre había posicionado a la izquierda de la cama. Se sentía agotado, aunque no sabía exactamente por qué.
-¿Todo bien? -cuestionó Helaena aún sin verlo.
-Yo debería hacer esa pregunta -reviró Aemond, sin deseos de hablar sobre su confusión interna.
-El Gran Maestre dice que estoy mejorando -señaló la chica, hojeando el libro en busca de algo-. Si sigo así, me dará permiso de ir a los jardines en dos días. A madre no le agradó nada la noticia. Siempre está tan angustiada. A veces me pregunto si se dará cuenta como la ventana de su torre va empequeñeciendo. O si escucha las cadenas de los grilletes en sus muñecas. Esa idea me entristece.
El niño se limitó a arquear una ceja. Años atrás había decidido abstenerse de preguntarle a su hermana por sus extrañas frases. Solía preguntarle, incluso alguna vez trató de investigar sobre ellas, sin embargo, ninguna de las dos opciones lo llevó a nada. Pues cuestionar a la chica implicaba recibir más y más acertijos como respuesta. Y cualquier investigación siempre resultaba infructuosa. Con el tiempo, había llegado a la conclusión de que seguramente no hubiera una explicación a ciertas actitudes de su hermana, tal y como no existía una razón para sus terrores nocturnos, su falta de sociabilidad y su disgusto por ser tocada. Aceptaba como verdaderas las palabras de su madre, quien insistía en que su hija era un alma tan sensible, que necesitaba especial atención y ser protegida ante todo. Y eso era algo que Aemond podía hacer. Tal vez no podía entender sus palabras o alejar a los monstruos en sus sueños, pero podía protegerla de todo mal externo. Hacerle entender que no estaba sola, que lo tenía a él y a su madre. Hacerla sentir segura y feliz… aunque eso significará provocar la furia de su madre. Sacó el dibujo de Lucerys de entre sus libros y lo colocó sobre la superficie de la cama. La mirada de Helaena al fin abandonó las páginas del libro y su mano tomó la ilustración entre sus dedos.
-Es hermosa -expresó la princesa con una sonrisa, los dedos de su otra mano trazando las líneas de la libélula.
-Es un regalo del príncipe Lucerys -expuso el niño, acrecentando la sonrisa de su hermana. Y sólo por eso valdrá la pena el regaño de su madre.
-¿Podrías agradecerle de mi parte? -pidió su hermana, antes de meter el dibujo entre las páginas del libro, probablemente para ocultarlo de su madre, quien sin duda jamás abriría un libro dedicado a los insectos de Westeros por propia voluntad. Tal vez él debería hacer lo mismo con su dibujo de Balerion. Se amonestó mentalmente por ello, asegurándose a sí mismo que lo primero que haría al llegar a su habitación sería tirar ese estúpido dibujo a la basura.
Jace no recordaba haberse encontrado en una encrucijada como esa en toda su corta vida. Después de lograr ubicar la puerta del pasadizo secreto en su habitación, lo más fácil había sido convencer a sus padres para que le permitieran mover su cama al lado de la de Lucerys. Su argumento fue sencillo: tras lo ocurrido durante el ataque al puerto, sentía la necesidad de proteger a su hermano menor y cual mejor manera que poner su cama junto a la del pequeño, donde podría vigilarlo durante las noches y asegurarse de que nada malo le pasara. Y si era totalmente sincero consigo mismo, no estaba mintiendo. Ni siquiera llevaba la cuenta de cuantas veces se había despertado a la mitad de la noche ansioso, sólo para cerciorarse de que su hermano menor estuviera a salvo en su cama. Realmente le sorprendía que el sueño de Luke no se hubiera alterado después del evento; el niño seguía durmiendo profunda y apaciblemente todas las noches sin excepción, hecho que sin duda agradecía ahora.
Una vez liberada la entrada, pasó casi toda una noche tratando de abrir la puerta, logrando al final mover la pesada loseta de piedra. Fue entonces cuando la parte difícil comenzó. Durante su primera incursión, Jacaerys se encontró inmerso en un laberinto del cual consiguió salir gracias a su buena memoria. Para la segunda vez, decidió tomar uno de los ovillos de lana de su madre para utilizar el hilo como guía. Y a partir de la tercera vez, consideró oportuno hacer un mapa de los laberinticos pasadizos. Llevaba una semana utilizando la mitad de sus noches explorando entre las paredes del castillo, sin levantar ninguna sospecha entre los miembros de su familia, tutores o la servidumbre. Por una parte se sentía orgulloso; por otra, su paciencia comenzaba a agotarse. Ya había explorado la totalidad de las habitaciones de su madre, llegado hasta una intersección que estaba seguro debía de llevar fuera del Torreón de Maegor y siguió dos túneles diferentes que lo llevaron a otra ala de la Fortaleza. Sin embargo, no había encontrado algún indicio de donde estaría la habitación de la princesa. Si tan sólo pudiera localizar las habitaciones del Rey o las de la Reina sería mucho más fácil guiarse.
Comenzaba su segunda semana de exploración cuando se aventuró por un tercer túnel desconocido. Éste no sólo era más largo, sino que también subía y bajaba con escaleras donde apenas cabía su pie. Por un momento, se desorientó, agradeciendo por el hilo de lana sujeto a su muñeca izquierda. Al llegar al final, se encontró ante una bifurcación. Tras un rápido juego de azar, encaminó sus pasos hacia la derecha. Fue cuestión de unos cuantos pasos para que una tenue luz comenzará a filtrarse por la piedra. Ese era probablemente el descubrimiento más interesante de todos: existían pequeñas ventanas, ocultas para cualquiera fuera de los túneles, que permitían ver parte del interior de las habitaciones. Así es como había visto a su madre revolverse en su cama durante su primera incursión y a su padre y Sir Qarl beber, mientras platicaban sobre la Triarquia durante su segunda noche. Se acercó a la pequeña ventana y se asomó. La habitación parecía ser la más grande hasta ahora. Además de extrañamente familiar. Contempló los detalles, en búsqueda de algo que le indicara su ubicación. Y entonces lo vio, el color blanco de la maqueta de la Antigua Valyria de su abuelo. Estaba ante la habitación del Rey. Eso quería decir que, si volvía sobre sus pasos hasta la intersección…
Caminó presuroso, siguiendo el túnel hasta alcanzar la bifurcación y después de ella. Se cruzó con otro tramo de escaleras, las cuales descendían y pronto su atención se posó sobre otro ligero haz de luz. Se asomó a la abertura, percatándose al instante de las múltiples Estrellas de Siete Puntas decorando la habitación. Debía ser la recamara de la Reina. Prosiguió entusiasmado, aunque con mayor sigilo, temeroso de que la mujer pudiera percatarse de su presencia. Otra ventana y no necesitó observarla por un largo tiempo para reconocer el desordenado cuarto de su tío Aegon; ya había estado en otras ocasiones dentro de ella. Aumentó su velocidad hasta alcanzar el siguiente mirador. Se tapó la boca para no soltar un grito de júbilo al vislumbrar a lo lejos un gran número de frascos cuyo contenido sin duda eran los insectos de la princesa Helaena. Revisó a lo largo de la pared en busca de una apertura. Tuvo que recorrer un par de metros hasta toparse con una corriente de aire y el borde irregular de una puerta similar a la de su cuarto. Podría tratar de abrirla, entrar a la habitación y despertar a la princesa lo más sigilosamente posible. Sin embargo, se abstuvo de ello, volviendo sobre sus pasos.
Tomando en consideración el poco tiempo que llevaban relacionándose, Jacaerys estaba seguro de que un acto de ese tipo no sólo era sumamente impropio de un príncipe, sino que también podría causarle un terrible susto a la susceptible chica. Y de ninguna manera se atrevería a lastimar a su tía ya fuera física o emocionalmente. No se lo merecía. Por lo tanto, comenzó a idear un plan para avisarle a la peliplata sobre su intención de utilizar los túneles de Maegor para encontrarse. Al principio pensó que podría aguardar pacientemente a su próxima sesión conjunta de Alto Valyrio, pero ese plan dejó de ser viable cuando el Maestre Gerardys les informó que la princesa ya no estaría compartiendo sus clases con el resto de los príncipes y recibiría sus lecciones de manera individual. Después consideró toparse “accidentalmente” con ella en los jardines durante sus paseos matutinos, mas la presencia de sus Guardias Reales y en especial la de la Reina y Sir Criston lo contuvieron al instante. Además, técnicamente aún estaba castigado y no debía pasearse por la Fortaleza libremente.
Todo ello lo condujo a su actual posición, sentado en su cama, fingiendo que leía, mientras observaba a su hermano. El pequeño estaba sentado frente a su escritorio personal, entretenido dibujando, columpiando sus piernas en el aire y tarareando una canción de marineros enseñada por su padre. Tal vez esa sería su mejor opción. Utilizar uno de los dibujos de Luke como medio de comunicación. El niño seguía mandándole dibujos a su tía casi todos los días. No tendría problema en convencer a su hermano de que lo ayudara, es más, seguramente lo haría encantado. El problema era el mensajero, y tan sólo pensar en él le hacía recordar el otro tema por el que ha estado preocupado durante las últimas dos semanas.
De todas las consecuencias que Jace esperaba de su pequeña escapada de la Fortaleza Roja y el subsecuente ataque en los muelles, el ver a su dulce hermanito estableciendo una amistad con el príncipe Aemond en verdad nunca le vino a la mente. Y es que la manera como todo se estaba dando era simplemente increíble. Había comenzado con pequeños gestos de parte de Luke hacia su malhumorado tío: dibujos, elogios soltados al azar, comentarios sobre sus sesiones de estudio, saludarlo y despedirse de él con grandes sonrisas y ademanes. Y un día, de repente, durante una de sus lecciones de Alto Valyrio, el peliplata se acercó a Lucerys para corregirlo en su traducción con el tono más amable que ninguno de los presentes le hubiera escuchado jamás, sin una gota de condescendencia o sarcasmo. No, eso se lo guardó para Jacaerys: “Deja de copiarle a tu hermano, su Alto Valyrio es tan malo como el de Aegon”. A esa corrección le siguieron otras, ya fueran sobre Alto Valyrio o sobre los errores que el pequeño cometía en sus entrenamientos (todos fuera del alcance de Sir Criston para que el caballero no los escuchara). Aemond empezó a responder los saludos de Lucerys y hace tres días llegó a sus clases de Historia con un pequeño libro sobre los diez mil barcos de la princesa Nymeria. Su hermano por poco abraza al chico cuando se lo entregó, mas éste dio un paso hacia atrás rápidamente sonrojado, causando la risa de Aegon.
La alegría de su hermano sobre su nueva amistad ya había permeado hasta sus padres, quienes se echaban miradas cómplices entre ellos, con su padre mascullando la palabra “héroe” de vez en cuando. Las noticias incluso llegaron hasta el Rey, quien no dudo en organizar una pequeña cena familiar para festejar la salud de la recién dada de alta Helaena, durante la cual escuchó a la princesa murmurar algo sobre “los extremos de un puente”. Aegon miraba al par como si fueran parte de algún tipo de broma de la que sólo él estaba al tanto. No obstante, la verdadera preocupación de Jace residía en la figura de la Reina, quien parecía ser la única molesta con toda la situación. Para el chico no pasaron desapercibidas las miradas gélidas que Luke recibió durante toda la velada de parte de la mujer, ni como la instrucción de Sir Criston se tornó más estricta con el segundo hijo de la Princesa Heredera, ni como Sir Rickard Thorne prácticamente se llevaba arrastrando a Aemond en cuanto sus sesiones de estudio terminaban.
Jacaerys temía a la furia de la Reina Alicent y, por sobre ello, temía lo que el segundo de sus hijos pudiera hacerle a Lucerys con tal de tener a su madre contenta, o lo que haría cuando se aburriera de la atención del infante. Por eso mismo no quería incentivar de ninguna manera esa relación. Se había mantenido al margen hasta ahora y no planeaba ser él el causante de la tristeza de su hermano. Pero pedirle ayuda al pequeño no sólo sería mostrar su apoyo a su incipiente amistad con el príncipe Aemond, sino también aprovecharse de ella. Pues si de algo podían estar seguros ambos niños es que a pesar de lo supuesto inicialmente, el peliplata realmente le estaba entregando los dibujos de Luke a su hermana, como se los dejó en claro el agradecimiento casi en susurros de la niña al pasar a su lado en cuanto termino la cena en su honor. Así que Jace podía estar seguro de que cualquier mensaje a la princesa escondido en los dibujos de Luke llegaría a su destinataria sin problema. Y de nuevo, Jace no recordaba haberse encontrado en una encrucijada como esa en toda su corta vida. Suspiró cansado, dándose por vencido. Cerró el libro en sus manos, se puso de pie y se acercó a su hermano.
-Luke -lo llamó, ganándose la atención del pequeño príncipe-. Necesito tu ayuda con algo.
Eran pocas las veces en las que su madre la obligaba a convivir con las demás niñas hijas de nobles que vivían en la Fortaleza Roja, o con las hijas de aquellos nobles que venían de visita a pedir una audiencia privada con el Rey o la Mano. A ella no le agradaba tener la atención, ni las miradas poco disimuladas, los comentarios, las lisonjas o los regalos (¿por qué siempre debían regalarle joyería? ¿Acaso no sabían cómo el frío tacto de los accesorios le causaban escalofríos?). Lo que si le gustaba era observar a esas niñas, analizarlas, estudiarlas, como si fueran parecidas a sus queridas criaturas. Era interesante notar lo similares que eran una a la otra, como si todas fueran criadas de la misma manera o se les hubiera dado un guion de comportamiento el cual seguir (suponía que la segunda opción era muy probable, pues seguían religiosamente las reglas infructuosamente impuestas por su madre y las septas sobre ella). Sus historias personales también resultaban parecidas, cambiando lugares y nombres, y a Helaena le fascinaba escucharlas hablar de sus familias, de sus padres, hermanos y hermanas; de su servidumbre, de los caballeros que eran fieles a sus casas, o de las septas que se encargaban de su educación.
Era durante esas historias cuando la princesa se daba cuenta de las claras diferencias de su familia. La clara separación entre los dos lados de la familia no era extraña; en muchas otras casas ocurría lo mismo, e incluso peor, con Lores que llegaban a tener más de tres esposas a lo largo de su vida y varios hijos con cada una de ellas. Las diferencias comenzaban en la manera en la que los más jóvenes se relacionaban, especialmente ella y sus hermanos. Era como si fueran incapaces de hacerlo, al menos no de una manera beneficiosa para nadie. Los tres (porque a estas alturas ya nadie tomaba en consideración a su hermano menor, Daeron) parecían tener algún tipo de barrera insalvable entre ellos, una barrera que cada uno se encargaba de acrecentar con sus propios medios, ella con su poca sociabilidad, Aegon con su inherente crueldad y Aemond con su orgullo. Sabía que su cercana relación con Aemond no era probablemente lo que cualquiera consideraría buena, pero para ambos funcionaba, como un acuerdo tácito de compañerismo, de apoyo. Ambos sabían que podían confiar en el otro, que jamás encontrarían reclamos, comentarios hirientes o burlas en el otro. Y que, en el peor de los casos, la presencia del otro podía convertirse en su lugar seguro. Se conocían, sabían cuando el otro necesitaba algo.
Tal vez por eso fue la primera en notar el gradual cambio en la actitud de su hermano: su humor mejoraba con el paso de los días, las quejas sobre la presencia de su Guardia Real personal prácticamente ya habían desaparecido, así como cualquier palabra de desdén dirigida a Aegon, los Maestres, su hermana mayor o alguno de sus sobrinos. Incluso Helaena podría jurar que se veía más sonriente, y no se refería a esas sonrisas burlonas y condescendientes, sino a sonrisas reales y sinceras. Al estar encerrada en sus habitaciones por más de una semana, la chica había considerado como un enigma el suceso. No fue hasta la cena organizada por el Rey en su honor y por la salud de todos los príncipes que lo comprendió. Luke (de quien estuvo recibiendo dibujos cada tercer día por medio de Aemond) había pasado toda la cena teniendo una conversación casi unilateral con su hermano, quien sólo se contentaba con responderle a base de movimientos de cabeza y frases cortas. La felicidad del Rey no pasó desapercibida para ella, ni la actitud divertida entre su hermana y su esposo, y mucho menos la furia emanando de los ojos de su madre. Si las miradas mataran, el pobre y dulce Lucerys habría muerto varias veces esa noche. Sin embargo, lo realmente interesante era la ligera, casi imperceptible sonrisa en los labios de su hermano, y ese cálido brillo en sus ojos. La imagen de un destartalado puente y su devastado hermano apareció ante sus ojos.
Había estado tan ocupada observando al par y tratando de conectarlos con su más reciente pesadilla, que poca atención le prestó a Jacaerys. Aunque el castaño también parecía estar inmerso en su propia cabeza. Al fin, después de días de pedirle a su madre e incluso al Rey, había podido agradecerle a su sobrino por haberla salvado y protegido durante el funesto ataque en los muelles. El chico simplemente le respondió con una sonrisa nerviosa, asegurándole que cualquiera habría hecho lo mismo. Helaena realmente lo dudaba. No cualquiera ponía su vida en peligro para ayudar a alguien más, especialmente a alguien con quien no tienes una relación tan cercana. La interacción duró menos de un minuto, pues aunque su madre no podía controlar a sus hijos varones, si podía hacerlo con su única hija. O al menos eso demostró al convencer al Rey de que lo mejor para ella era tomar todas y cada una de sus clases en privado. Ni siquiera tuvo tiempo de agradecerle propiamente sus dibujos a Luke. O preguntarle si le gustaría ayudarle a ilustrar sus diarios de investigación, porque sin importar lo buena que fuera bordando cualquier figura o imagen en un pedazo de tela, sus dibujos en papel dejaban mucho que desear.
Esperaba con tanta ilusión los dibujos que traía consigo su hermano, todos ellos con pequeños y dulces mensajes de parte del menor de sus sobrinos. Era como recibir pequeñas sonrisas en forma de trazos en un pedazo de pergamino, que Helaena guardaba celosamente entre las páginas de su diario de investigación. Su madre no sería capaz de deshacerse de ellos si los creía parte de su inusual pasatiempo. Además, no era como si Lucerys los utilizara con otra intención fuera de alegrar su día. O al menos eso creía hasta que llegó a sus manos el más reciente de los regalos del castaño. Era un retrato de su dragona, Dreamfyre, con sus fauces abiertas, lanzando una llamarada de fuego. Demasiado elaborado para lo que Luke acostumbraba. El mensaje también se veía raro: “Extraño nuestras sesiones de Alto Valyrio”. Era posible que el pequeño realmente extrañara tenerla en sus clases, pero las palabras trajeron a su mente a un sobrino diferente, con quién solía tener sesiones clandestinas de Alto Valyrio en la biblioteca. Y por si eso fuera poco, en la parte trasera había escrito un número, el 427, hecho que notó hasta después de una exhaustiva revisión en cuanto Aemond se retiró para dedicarse a sus tareas.
La niña buscó entre sus libros de estudio el de lecturas de Alto Valyrio, sintiendo como si un millar de mariposas revolotearan en su estómago. Lo abrió en la página 427. Era una pequeña fábula, sobre dos hermanas encerradas en una torre en habitaciones separadas, cuyo único medio de comunicación eran cartas inspeccionadas por su captor para evitar que se pusieran de acuerdo entre ellas. No obstante, una de las hermanas logró fabricar una tinta invisible que sólo aparecía ante el calor del fuego. Así ambas niñas consiguieron crear un plan para huir una noche sin que su captor lo notará. Helaena se acercó a una de las velas encendidas en su mesita de noche. Observó por última vez el bello dibujo de Lucerys, esperando no arruinarlo por seguir una tonta corazonada. Colocó el pergamino sobre la vela, casi tocando la flama. Algunos de los detalles de Dreamfyre desaparecieron y su lugar lo tomaron letras al azar. Sólo que no eran al azar. Apuntó las letras en otro pergamino y las observó por un largo tiempo, jugando con ellas en su mente. “Espera despierta esta noche”.
La niña musitó un “lo siento”, antes de quemar el pergamino y el dibujo juntos. Era una pena, porque era uno de los mejores trabajos de Lucerys, pero si su madre o alguien más lo viera eso causaría problemas, especialmente para el dulce hijo menor de su hermana y su nueva amistad con Aemond. Su desconfiado y orgulloso hermano vería aquello como una traición y no dudaría en terminar cualquier relación con el niño. Lo cual realmente sería una lástima, sobre todo para Aemond y su nueva actitud.
Pasó el resto del día entreteniéndose con sus criaturas, escribiendo en su diario sobre un nuevo escarabajo que había encontrado en su más reciente paseo por los jardines. La pobre de Dyana tuvo que atraparlo, pues su madre se negó a permitirle hacerlo por sí misma, y lo había conseguido sin aplastarlo o lastimarlo a pesar de su mueca de asco. Helaena se lo agradeció con una sonrisa y regalándole su postre de ese día. Entretenida con su nuevo espécimen, las horas transcurrieron con mayor rapidez. Durante la cena, y con toda la intención de mantener a su cabeza ocupada, se dedicó a escuchar los sonoros quejidos de su hermano mayor sobre su día de trabajo en los establos. El muchacho había tenido que perseguir a un cerdo por toda la porqueriza después de haberlo espantado mientras ayudaba al encargado a meterlos a su casa. El resultado fue un Aegon furioso, cubierto de lodo de pies a cabeza, razón por la cual su madre le impidió la entrada a la Fortaleza hasta que se limpiara en los baños de la servidumbre. La anécdota tenía a Aemond riéndose, quien al parecer no perdió la oportunidad para ir a ver con sus propios ojos el estado del primer hijo del Rey. Mientras su madre hacia su mejor esfuerzo por callar a sus dos hijos (los cuales no tardaron en enfrascarse en una discusión), una curiosa imagen apareció ante sus ojos, un pestañeo, antes de desaparecer por completo: un cerdo con alas. Y como muchas otras imágenes, le provocó una sensación de angustia. Aprovechó el momento para disculparse y pedir permiso para retirarse antes. Su madre se lo permitió, ante la mirada preocupada de Aemond y la indiferencia de Aegon. Helaena no necesitaba quedarse más para saber que una vez afuera de la habitación de su madre, la Reina regañaría a sus hermanos por hacerla sentir mal. Si tan sólo supiera que las actitudes de sus hermanos no le causaban tanta incomodidad como las imágenes repentinas en su cabeza.
Retirarse más temprano le mereció una rápida visita de Aemond, quien se disculpó por su comportamiento y le prometió traer un nuevo libro de la biblioteca al siguiente día, y una un poco más larga de lo habitual aparición de su madre. La mujer despidió a Dyana hasta el siguiente día y ayudó su hija a ponerse su ropa para dormir, o al menos tanto como se lo permitía. Era bien sabido por todos los miembros de su familia, así como por la servidumbre, que a la chica no le agradaba el tacto ajeno, mucho menos si ella no lo pedía o si era sorpresivo. Una vez lista para dormir, la castaña rezó con ella, pidiendo por una noche tranquila y un mañana lleno de bendiciones. Helaena era consciente que de todos sus hijos, ella era la única con quien la mujer seguía compartiendo sus plegarias nocturnas diarias. Suponía que se debía a su atribulada mente y a la indudable impotencia sentida por su madre sobre el tema. Para finalizar, la arropó con cuidado de no presionar las cobijas contra ella y le dedicó una dulce sonrisa con un “Buenas noches, cariño”. Acto seguido, apagó todas las velas de la habitación y salió de ella, no sin antes voltearla a ver una última vez.
Por un momento, la niña se sintió culpable. A pesar de sus falencias, su madre era una buena mujer que amaba a sus hijos con todo su ser. No se merecía ser engañada, o, en este caso, que le guardaran secretos. Se levantó de la cama, fue hacia su escritorio, localizado contra la pared de la derecha, cogió el libro traído por Aemond de la biblioteca y lo llevó hasta su cama. Esperaría despierta, aunque no sabía por cuánto tendría que hacerlo. Sólo esperaba no quedarse dormida. El tiempo transcurrió, los minutos transformándose en horas lentamente, la expectación creciendo en su interior sin detenerse. Tal vez por eso casi grita al escuchar un golpeteo salido de la nada. Movió frenéticamente su mirada hacia todos lados, buscando el origen. De nuevo el golpeteo, mas esta vez pudo reconocerlo a su derecha. Se puso de pie de nuevo, dando ligeros pasos hacia donde se volvía a escuchar el repiqueteo. Era en la esquina y la pared del fondo lucía extraña. El ruido inundó de nuevo la habitación, al tiempo que la pared se movía a un lado, dejando ver una apertura. Con los ojos entornados, se aproximó al punto con la intención de asomarse. Un par de ojos cafés le regresaron la mirada. Un inconfundible par de ojos.
-¿Príncipe Jacaerys? -cuestionó Helaena fascinada.
-Buenas noches, princesa -respondió el niño, su voz ligeramente amortiguada por la pared de ladrillo, o mejor dicho, falsa pared de ladrillo-. Me disculpo por la impropia hora, pero le agradecería mucho si pudiera ayudarme. Es más pesada de lo que pensaba -La niña parpadeó un par de veces sacada de balance, antes de pegarse a la pared-. Usted jale y yo empujo.
Helaena jaló con toda su fuerza, encontrándose con cierta resistencia, aunque suponía que debía ser por la falta de uso y no por el peso. Cuando finalmente el pasaje se vio abierto, Jace comenzó a sacudirse el polvo de la ropa y cabello.
-Una vez más me disculpo por la hora… y lo impropio de toda la situación -señaló el chico con evidente culpa marcando sus facciones-. Mi madre le solicitó una audiencia a la Reina, pero…
-Está bien -lo interrumpió-. Sé que mi madre puede ser un poco… difícil. Pero aun así, no comprendo porque tomarse tanto problema para verme.
-Necesitaba asegurarme de su buena salud -respondió Jacaerys con un dejo de sorpresa, como si no pudiera entender el significado de sus palabras-. Es lo que los amigos hacen.
-¿Somos amigos? –inquirió Helaena, ladeando la cabeza, incrédula.
-Eso… Tiene razón, tal vez me estoy tomando muchas atribuciones -señaló el castaño, agachando la cabeza avergonzado-. Lo lamentó.
-No… está bien… es sólo que nunca he tenido un amigo -habló la peliplata, imitando a su sobrino-. Me alegra saber que tengo uno.
Vio por el rabillo del ojo como Jacaerys levantaba la cabeza, plantando su mirada sobre ella, lo cual sin duda la incomodó. No porque le incomodara la atención de Jace en particular, sino porque cualquier tipo de atención siempre le causaba escalofríos. Giró sobre sus talones, caminó de regreso a su cama y se sentó sobre ella. Su visitante la siguió con la mirada, para después dirigirse hacia su escritorio y arrastrar la silla hasta colocarla frente a ella.
-Aunque debo de admitir que mis deseos de verla también tienen una razón un tanto egoísta -habló el niño, tomando asiento en la silla. Helaena alzó la vista, encontrándose con una seria expresión en la faz de Jace. La voz de su madre y su septa advirtiéndole sobre las perversiones de los hombres resonó en sus oídos-. Quería preguntarle sobre esa noche. La noche del ataque.
-¿La noche del ataque? -repitió la niña confundida. ¿Acaso había algo más que hablar sobre esa terrible noche?
-Yo… es probable que esté equivocado, pero… -Jace hizo una pausa, seguramente para escoger bien sus palabras-, usted… usted sabía lo que pasaría, ¿verdad?
Su respiración se detuvo, al igual que todo a su alrededor. Repitió las palabras de Jacaerys en su cabeza una y otra vez, preguntándose si esto no era un sueño, si no se había quedado dormida y ahora su mente le estaba jugando una broma. ¿Si lo sabía? Si y no. Esa no era la pregunta importante.
-¿Cómo? -soltó Helaena en un suspiró, asustada de hablar tan alto como para hacer desaparecer todo.
-Lo entendí -respondió Jacaerys-. Sus palabras. El fuego, las hormigas, las luciérnagas. Todo estaba ahí, enfrente de nosotros: el ataque, la estampida, los muertos. Era como un acertijo. Y no paraba de repetirlo. Lo supo todo el tiempo, trató de decírnoslo y nosotros no la escuchamos. Tal vez si hubiera sido un poco más cla…
En un impulsó, la peliplata se lanzó contra Jace, abrazándolo con todas sus fuerzas. A parte de su madre y Aemond, jamás había abrazado a nadie en su vida, y no recordaba haberse aferrado a nadie como lo hacía en ese momento con Jacaerys, quien parecía estar paralizado por la sorpresa. Sin embargo, su reacción era poca en comparación a la mar de emociones que buscaban desbordarse de su pecho. Años suplicando, años esperando, años deseando que alguien comprendiera, que alguien escuchara, que alguien la ayudara. Y ahí estaba, probablemente la persona menos pensada, su sobrino Jacaerys Velaryon. El valiente y caballeroso chico que le salvó la vida esa noche y que se la estaba salvando de nuevo en ese momento.
-Gracias -expresó, separándose lentamente de Jace, quien en ningún momento hizo el amago de tocarla. Otra razón para estar agradecida.
-No tiene por qué agradecer -menospreció el niño, completamente ignorante del efecto de sus palabras-. Sólo quisiera comprender. Si usted sabía lo que ocurriría, ¿por qué no nos lo dijo? ¿Por qué no evitó que saliéramos de la Fortaleza?
-Yo no… No es tan sencillo -respondió la niña, bajando la mirada de nuevo-. Las imágenes… mis visiones… yo no puedo entenderlas. Al menos no en el momento. No tienen sentido… hasta que es muy tarde. Y mis palabras… son como acertijos y no importa cuantas veces las repita, nadie las entiende. A veces ni siquiera yo las comprendo. Es tan… frustrante -suspiró con el cansancio de toda una vida-. He intentado explicarlo… Explicarles a todos lo que ocurre en mi cabeza… pero… pero todos creen que hay algo mal en mi… que estoy loca… o enferma… o poseída.
-¡Pero no es así! -exclamó Jacaerys, elevando el tono de su voz, para después reprenderse por haberlo hecho-. Usted es como Daenys, la Soñadora. Ella salvó a nuestra familia de la Maldición de Valyria.
-No me creó capaz de salvar a nadie -señaló Helaena desanimada-. ¿Cómo puedo evitar lo que veo si ni siquiera puedo entenderlo -la memoria de su última pesadilla con el castillo en llamas y el puente desigual volvió a su mente.
-Tal vez… sólo necesita ayuda para entenderlo -aventuró el castaño pensativo-. Mi padre siempre dice que dos cabezas son mejores que una. Tal vez… -sus mejillas se tiñeron de rojo-, yo podría ayudarle. Tal vez… sería más fácil encontrar una explicación a sus visiones si trabajamos juntos en ello.
La niña contempló a Jace por un momento, y como ya era costumbre, no encontró mentira o engaño en sus ojos u expresión. El chico honestamente quería ayudarla, realmente se preocupaba por ella, por sus pesadillas y el significado detrás de ellas. Sintió la necesidad de abrazar nuevamente al niño, mas se limitó a sonreírle con genuina felicidad. Por primera vez en toda su vida, Helaena se permitió sentir esperanza, esperanza por un futuro mejor que el que plagaba sus pesadillas, visiones y palabras. Por primera vez, la niña podía ver un ligero atisbo de paz.
Bufó en una combinación de enojo y cansancio, deteniéndose a la mitad del pasillo. Recargó su espalda en la pared a su izquierda, para después deslizarse hasta el suelo. Ahora sí se quedará ahí, sentado, esperando a que alguien viniera por él, y si era Mirell, alguno de los gemelos Cargyll o Sir Harwin, mejor. Así Jacaerys se metería en problemas por dejarlo atrás otra vez. ¡Y justo el primer día después de que su castigo terminara! Sus padres no estarían nada felices. Aunque ya llevaban una semana sin estar felices. Hacían su mejor esfuerzo porque no lo notaran, pero tanto él como Jace podían oírlos discutir en la estancia en cuanto se retiraban a dormir. Habían intentado enterarse de la razón detrás de sus discusiones, pero hasta ahora sólo consiguieron entender algunas palabras sin un contexto claro: Triarquia, guerra y viaje.
Un par de pies se detuvieron delante de él y levantó la mirada, para encontrarse con los ojos violetas de su tío Aemond.
-¿Otra vez te dejaron solo? -cuestionó el mayor. Luke asintió con la cabeza. El peliplata rodó los ojos, exasperado, aunque por alguna razón Lucerys sabía que la emoción no iba dirigida hacia él-. Anda, te acompaño -el castaño sonrió de lado a lado, poniéndose de pie de un salto, mientras su tío reiniciaba sus pasos-. Supuse que una luna de castigo jamás sería suficiente para Aegon, pero pensé que tu hermano habría aprendido algo.
-No es su culpa -salió en defensa de Jace, a pesar de seguir un poco enojado con él-. Seguro Aegon sólo quiere ponerse al corriente con Jace.
-Eres demasiado inocente, Lucerys -señaló Aemond sin ningún tipo de malicia. No era la primera persona que se lo decía. Jace también suele hacerlo. Aegon, Mirell, incluso su madre. Aunque Luke seguía sin entender porque eso era malo. Por lo cual, optó por cambiar el tema y preguntar por el pequeño libro con el que Aemond había llegado hoy a su clase de Alto Valyrio.
-¿“Poesías de la Antigua Valyria”? -leyó la cubierta dorada con letras negras. Su tío detuvo su caminar, volteándolo a ver con un ligero color rojo en sus mejillas. Luke no pudo evitar sonreír-. No sabía que te gustaba leer poesía.
-Si, lo encontré en la biblioteca el otro día -habló el peliplata, reiniciando su caminar-. Aunque creo que la traducción está terriblemente hecha. Le pregunté al Maestre Gerardys si podría guiarme para hacer una más… acorde.
-Yo también podría ayudarte -se propuso Luke emocionado. Su tío casi se detiene de nuevo y el sonrojo volvió a su rostro-. Mi Alto Valyrio ha mejorado mucho. Y podemos pedirle ayuda a mi madre también. Su Alto Valyrio es muy bueno y le gusta leernos poesía.
-Eso… no creo que le guste a mi madre -puntualizó Aemond con el entrecejo fruncido. “Claro, la Reina”, recordó el pequeño, su entusiasmo disminuyendo visiblemente. Últimamente llegaba a olvidar que a la Reina Alicent no le agradaba su lado de la familia-. Aunque tú ayuda no estaría de más.
Su sonrisa se recuperó y empezó a hacer planes en voz alta, mientras daba pequeños saltitos al lado de Aemond, quien, por alguna inexplicable razón, no lo detuvo. Sólo lo miraba de reojo con una ligera sonrisa en su rostro.
Aegon abrió la puerta doble de su habitación y lo empujó al interior, cerrando detrás de él. Jacaerys estuvo a punto de quejarse por haber sido arrastrado a lo largo de la Fortaleza Roja y por haber abandonado a Luke en la biblioteca (por lo cual su hermano no estaría nada feliz, y sus padres menos) cuando miró a su alrededor.
-¿Pero qué pasó aquí? -inquirió Jace, contemplando el desorden frente a él. Ropa, libros, copas de vino, bandejas de comida, todo desperdigado sobre el suelo, los muebles y parte de la cama.
-Pues el Rey consideró prudente prohibirles a los sirvientes que limpien mi habitación como parte de mi castigo -explicó el peliplata, cruzándose de brazos-. Pensé que terminaría junto con el resto, pero parece ser que no. En fin, eso no importa.
-¿Y ese olor? -cuestionó el castaño, frunciendo la nariz. Ni siquiera en su peor día, Lucerys era capaz de causar tanto desorden. O aceptar vivir en él. Si algo bueno había resultado de su mes sin ayuda, era que su hermano menor había mejorado un poco su limpieza.
-No tengo idea -respondió Aegon, tomándolo de los hombros-. Ahora, concéntrate, Jace. Te tengo una proposición.
-No -negó Jacaerys con simpleza, antes de sacudirse las manos de Aegon-. Tu última proposición terminó mal.
-Eso no fue mi culpa -indicó el peliplata-. En los Siete Infiernos, ¿cómo iba a saber qué todo eso iba a pasar?
-Igual, no debimos escapar de la Fortaleza esa noche -zanjó el castaño.
-Y no lo volveremos a hacer, te lo prometo -apoyó Aegon-. Esto sólo será una pequeña e inocente broma contra mi querido hermanito.
-Si, ya me voy -soltó Jace, dirigiéndose a la puerta.
-Oh, vamos, Jace -trató de detenerlo-. Se lo merece. Nosotros tres fuimos castigados por lo ocurrido ejemplarmente, sobre todo yo, pero él sólo tuvo que soportar a un Guardia Real siendo su sombra. No sé tú, pero eso no me parece justo. Además, el Rey le regaló un lindo tomo de historias sobre la Antigua Valyria por haber salvado al pequeño Luke. Ahora es el heroico Aemond, futuro caballero de los Siete Reinos o alguna tontería como esa. Y hasta donde yo sé, no recuerdo que tú hayas recibido el mismo trato, ¿o sí? Tú salvaste a Helaena y hay que admitir que eso tiene más mérito, considerando lo inútil que es…
-¡La princesa Helaena no es inútil! -exclamó Jacaerys enojado, volteándolo a ver.
-Muy bien, muy bien, no lo es, pero si es muy rara -intentó arreglar Aegon, a lo que Jace continuó hacia la puerta-. Bien, ya no diré nada contra mi hermana. Sólo…
-Acabamos de terminar un castigo de una luna y sólo porque el Rey consideró que seguir utilizando a la Guardia Real para ello era un desperdicio -lo interrumpió Jacaerys, mirándolo de nuevo-. Si hacemos algo contra Aemond ahora, volveremos a meternos en problemas y no sé tú, Aegon, pero personalmente prefiero caminar por los pasillos sin una sombra en armadura detrás de mí. Lo que sea que estés planeando, no cuentes conmigo. Y olvídate de Luke; ahora es amigo de Aemond, por razones que aun no comprendo.
-Cierto, lo olvidaba -habló Aegon, llevándose una mano a la barbilla-. ¿Qué ocurre ahí?
Jace se limitó a rodar los ojos, para después salir de la sucia habitación de su tío. Ni bien hubo dado dos pasos en el pasillo, sus ojos se fijaron en el par de niños que platicaban a lo lejos en la intersección por donde se llegaba a las habitaciones de su madre. Y sin poder evitarlo, la pregunta de Aegon resonó en sus oídos: “¿Qué ocurre ahí?”.
-Investigué y le pregunté a mi madre y a mi padre, él ha viajado mucho, pero no encontré ninguna descripción que se pareciera al puente de tu visión -señaló Jacaerys, mientras ella revisaba su ejercicio de traducción.
-No creo que sea un puente en el sentido literal -aclaró Helaena, frunciendo el ceño y entregándole el pergamino al niño-. Sigue equivocándose en sus conjugaciones, príncipe Jacaerys.
-No puede ser, lo revisé varias veces -se quejó evidentemente frustrado. Arrugó la hoja de pergamino y lo tiró sobre su hombro antes de suspirar derrotado-. También considere eso. Puede ser como en la poesía, con algún significado metafórico. Pero aun así no tiene sentido.
-Nunca lo tienen -puntualizó Helaena, trazando con su dedo una línea horizontal en el piso sucio de su escondite.
Después de su primer encuentro nocturno, ambos habían decidido retomar sus sesiones de estudio clandestinas cada tercer día, aunque está vez las realizaban dentro de los pasadizos secretos de Maegor, exactamente enfrente de la habitación de la princesa, con el objeto de no ser descubiertos. Además de seguir con el estudio del Alto Valyrio, aprovechaban el tiempo para analizar los sueños o visiones de Helaena (Jacaerys simplemente se negaba a llamarlos pesadillas). Ambos habían llegado a la conclusión de que el castillo en llamas debía de ser el asiento de alguna de las grandes casas, que podría sufrir un incendio en próximas fechas. En cuanto a los cuerpos… la niña ni siquiera había podido describir el primero, sin empezar a sentir como el pánico se posesionaba de ella, por lo cual habían decidido saltarse hasta el puente. El puente construido desigualmente, con un lado firme y el otro tambaleante, en cuyo extremo estaba su hermano cortándolo. Por supuesto que ese detalle lo dejó fuera de su relato. Especialmente porque no podía entender del todo como en cuestión de segundos Aemond pasaba de colérico a desbastado… o porque le faltaba un ojo. Tampoco ayudaba el evidente desagrado que su sobrino sentía por su hermano menor.
-Un puente tiene dos extremos. Si uno se rompe, el puente cae -pronunció Helaena, dividiendo la línea en dos.
-Como los cimientos de un castillo -aventuró Jace, recobrando un poco de su entusiasmo-. Todos deben de ser fuertes, o se derrumban. Hoy hablamos sobre Bastión de Tormentas y como ha soportado el terrible clima de la Bahía de los Naufragios por siglos.
La escena de una tormenta apareció ante sus ojos, aunada al sonido de un trueno, que, como en sus sueños, se asemejaba al rugido de un dragón.
-Tal vez… son los cimientos de algo -apoyó la niña, con un escalofrío recorriendo su espalda.
-De la salvación -añadió Jacaerys, ganándose la mirada sorprendida de su interlocutora.
-¿Salvación? -repitió Helaena con cierta sensación de emoción.
-Supongo -habló Jace, ligeramente sonrojado-. Usted dijo que era el único camino para escapar del fuego. Si el puente es metafórico, entonces el incendio puede serlo también. Alguna tragedia, tal vez, y el puente puede ser la manera de evitarla.
La princesa permaneció quieta, viendo con sus ojos entornados al castaño. Realmente era impresionante la capacidad de deducción y razonamiento de su sobrino. Su conclusión era brillante, especialmente si tenías en cuenta las múltiples pesadillas en las que dragones se enzarzaban en cruentas batallas, despedazándose entre ellos. La tragedia de su familia y un método de evitarla. Y, a pesar de eso, le costaba entender el papel de su hermano menor en todo ello.
-He pensado que podría ser de utilidad hablar con mi madre -propuso Jacaerys, sacándola de sus cavilaciones-. Ella sabe mucho sobre las historias de nuestros antepasados y sobre la magia de la Antigua Valyria. Y el Rey le tiene especial afecto a Daenys, la Soñadora. Su conocimiento podría ser de gran ayuda.
-No creo que mi madre apruebe eso -señaló Helaena, recordando lo enojada que la Reina estaba últimamente.
-Si, eso mismo pensé -apoyó Jace, recargando su codo sobre su rodilla y su barbilla sobre la palma de su mano-. No parece ser el mejor momento para hacerlo. Probablemente más adelante.
-El tiempo no cambiara el humor de mi madre –indicó la chica-. La nueva amistad de nuestros hermanos no le agrada -una mueca en el semblante del príncipe le indicó a la peliplata que su madre no era la única molesta con la situación-. Y parece que a ti tampoco.
-Yo… no… es sólo que… –soltó Jace, disculpándose.
-¿Cuál es el problema? -inquirió con curiosidad, ladeando la cabeza.
-No hay ningún problema -respondió el castaño con cansancio-. Luke está muy feliz, pero… -soltó un suspiro-. Espero no lo tome a mal, princesa, pero… el príncipe Aemond nunca ha sido muy amable con nosotros. Tengo mis dudas sobre su nueva actitud. Sólo… no quiero que Luke salga herido.
-Entiendo -pronunció Helaena, agradeciendo la honestidad del niño-. Aunque, siempre he pensado que así es como debería de haber sido desde un principio -su sobrino enarcó una ceja, razón por la cual se explicó-. Todos tenemos casi la misma edad, vivimos en el mismo lugar, somos familia. Tiene mucho más sentido que todos nos llevemos bien, ¿no lo crees?
Los comentarios positivos de la princesa Helaena lo mantuvieron tranquilo por los siguientes dos días, disminuyendo progresivamente su desconfianza. Incluso había comenzado a pensar que tal vez estaba exagerando, dejándose llevar por sus propios prejuicios contra Aemond. No obstante, justo en ese momento, la situación frente a él le estaba demostrando que no había estado equivocado al temer por los sentimientos de su hermano.
Todo había iniciado a la mitad de su sesión de entrenamiento cuando, obviando la siempre vigilante mirada de Sir Criston Cole o creyéndolo suficientemente distraído con aleccionar a Aegon, el segundo hijo del Rey prácticamente atravesó el lugar, espada de madera en mano, para corregir a Lucerys en su postura y el agarre de su espada, con la paciencia que caracterizaba sus actuales interacciones con el pequeño. En sí, aquello no había sido el problema. El problema vino cuando el Escudo Juramentado de la Reina se percató de la situación, abandonando al instante a Aegon para dirigir toda su atención hacia su pupilo favorito. Sin embargo, fue la reacción de Aemond lo que finalmente provocó todo, pues, cuando el hombre lo cuestionó por su repentino interés por Lucerys, el peliplata pronunció posiblemente la respuesta más altanera que jamás nadie le escuchara dirigida a su instructor: “El príncipe Lucerys necesita ayuda en sus formas, algo que habría notado si no perdiera su tiempo con mi hermano. Él también es un príncipe del reino.” La respuesta de Sir Criston, quien no estaba nada contento con el desplante del príncipe, no se hizo esperar. Se disculpó por su negligencia, para después ordenarle a Aemond que volviera a sus ejercicios de entrenamiento. Ni bien se hubo alejado el peliplata, el Guardia Real se dedicó a imponerle al hijo menor de la Princesa Heredera ejercicios especiales, uno más difícil que el anterior, además de permanecer a su lado con la intención de señalar sus errores e instarlo a mejorar con comentarios condescendientes e indudablemente crueles. El trato del hombre pronto consiguió su cometido cuando, tras fallar en una estocada contra uno de los muñecos de entrenamiento, caer al suelo y recibir el implacable regaño de su instructor, Lucerys se echó a llorar, tiró su espada al suelo y salió corriendo del campo de entrenamiento. La mezquina sonrisa de Sir Criston no pasó desapercibida para Jace, así como la indiferencia de Aemond al otro lado de la arena.
-¡Eso fue tu culpa! -le recriminó Jacaerys al terminar la sesión de entrenamiento, en cuanto los tres príncipes estuvieron solos en los vestidores-. Si no hubieras llamado la atención de Sir Criston, él no se habría lanzado contra Luke.
-No habría tenido que corregir a Lucerys si tuviera un buen ejemplo en su hermano mayor -le espetó Aemond a la defensiva, atizando la furia de Jace-. O si éste se preocupara en ayudarlo en vez de perder su tiempo soñando despierto.
-¿Perdón? -soltó colérico.
-Aunque dudo que llegues a ser de ayuda- añadió el peliplata-. Tus habilidades con la espada son tan malas como tú Alto Valyrio -giró sobre sus talones para salir del pequeño cuarto con la intención de marcharse, mas se detuvo por un momento, volteando a ver a Jacaerys de nuevo-. Y deja de usar los dibujos de Lucerys para mandarle mensajes a mi hermana -Jace lo miró con una mueca de incredulidad y pánico-. ¿Qué? ¿Creíste que no me iba a dar cuenta? -acortó la distancia entre ambos-. No sé cuáles sean tus intenciones con mi hermana, pero más te vale alejarte. Ella es una princesa de los Siete Reinos, hija del Rey. Está destinada a alguien mejor y menos patético que tú, así que deja de perder tú tiempo.
Se dio la media vuelta y salió del lugar, sin darle oportunidad a Jacaerys para reaccionar. El castaño contempló la puerta por dónde se había ido con los puños cerrados y furioso. Pero ¿Quién se creía para hablarle así? ¿Por qué se creía tan superior? No era nada más que un segundo hijo, sin ningún tipo de herencia en su futuro. ¿Patético? ¡Él era el segundo en la línea de sucesión al trono! No existía un mejor prospecto para la princesa Helaena. Juntos serían reyes, como el Rey Jahaerys y la Reina Alyssane.
Un carraspeo lo sacó de ese un tanto extraño tren de pensamiento. Giró su cabeza hacia atrás, encontrándose con un sonriente Aegon, plácidamente recargado en la pared, sus brazos cruzados sobre su pecho y una expresión traviesa en su rostro.
-Cuenta conmigo -aceptó Jacaerys, echando por la ventana todas sus reticencias. Su tío se acercó a él exultante, pasándole el brazo por sus hombros.
-Oh, mi querido Jace -habló con tono socarrón-, sabía que entrarías en razón.
Dudaba seriamente que fuera la razón lo que lo estuviera empujando en ese momento, sino el deseo de darle una lección al petulante niño que había hecho llorar a su hermano.
Realmente no entendía cómo aún podía contenerse ante la estupidez de Aegon. A veces sólo deseaba poder golpearlo directamente en la cara y borrarle esa maldita sonrisa, como en ese momento. Sin embargo, algo siempre lo detenía, ya fuera el rostro decepcionado de su madre, o la expresión de triunfo que el muchacho tendría cuando al fin logrará colmarle la paciencia, o la simple realización de que sin importar cuánto golpeara a su hermano mayor, éste jamás cambiaría. Siempre sería el mismo insufrible idiota que disfrutaría sacarlo de sus casillas, o burlarse de él, o lo que sea que estuviera tratando de conseguir al perseguirlo por toda la Fortaleza Roja para impedirle un momento de paz y quietud para leer. Aunque también existía la posibilidad de que sólo lo hiciera para divertirse, como el imbécil que era.
Dio vuelta en una esquina, arrepintiéndose al instante. Hubiera intentado regresar sobre sus pasos, más los grandes ojos de Lucerys ya estaban sobre él, contemplándolo con curiosidad.
-Hola -saludó el castaño con una ligera sonrisa.
-Hola -devolvió el saludo, su mirada dirigiéndose seguramente a la parte más desconcertante de la imagen delante de él. Su sobrino llevaba entre sus manos una bandeja repleta de pastelillos-. ¿De dónde salió eso? -el niño descendió su vista hacia la bandeja. Su sonrisa creció, al tiempo que se acercaba a él.
-De las cocinas -respondió Lucerys, ofreciéndole de la bandeja-. ¿Quieres? Son de fresas. Hoy no tenían pasteles de limón, pero estos igual son deliciosos.
-No, gracias, no me gusta mucho el dulce -declinó Aemond, a lo que el niño se encogió de hombros, tomando uno de los pastelillos con su mano derecha.
-¿Y qué haces? -preguntó su sobrino antes de llevarse el postre a la boca y darle una mordida, ensuciándose la cara y las manos en el proceso. En otro tiempo, Aemond habría aprovechado la oportunidad para burlarse de él y de su falta de higiene y propiedad, sin embargo, ahora sólo era capaz de pensar en lo tierno que lucía el pequeño todo lleno de crema de fresa.
-Busco un lugar tranquilo donde poder leer -respondió-. Parece ser que Aegon despertó hoy con la consigna de perturbar todos mis intentos.
El niño movió su cabeza afirmativamente en comprensión, mientras metía el resto del pastel en su boca. Acto seguido, le hizo una seña, acompañada de un “ven” y empezó a caminar sobre sus pasos sin importarle si en verdad lo seguía o no. Aemond tardó en decidirse. Por mucho que le agradará la cercanía del pequeño, en ese momento deseaba concentrarse en su lectura y Lucerys podía llegar a ser incluso más ruidoso y demandante que Aegon mismo. Soltó un suspiro y fue tras su sobrino, quien acababa de dar la vuelta en el pasillo que los sacaba del Torreón de Maegor.
Sumido en el incómodo silencio entre ellos, Aemond recordó lo ocurrido el día anterior durante su sesión compartida de entrenamiento. Su intención jamás había sido que el chico terminara llorando. Él únicamente quiso ayudarlo con la pésima posición de sus pies. Porque no importaba cuántas veces lo corrigiera, el niño seguía cometiendo los mismos errores. Visto en perspectiva, debió de haber tomado en cuenta la posible reacción negativa de Sir Criston. Aunque en ningún momento pensó que sería tan implacable con Luke. Aemond debía de admitir que había estado a punto de explotar contra el Guardia Real cuando vio a su sobrino salir corriendo y llorando. Los quejidos de Jacaerys fueron la gota que derramó el vaso.
Miró al niño, quien disfrutaba de un segundo pastelillo como si nada. Supuso que Lucerys estaría tan enojado con él como su patético hermano, pero el castaño parecía estar en su usual estado de ánimo.
-Quería disculparme por lo que ocurrió ayer -habló Aemond, ganándose una mirada inquisitiva por parte de su sobrino, señal suficiente para saber que por lo menos el niño no lo consideraba culpable de lo sucedido-. En la sesión de entrenamiento.
-Ah, eso -dijo Luke, torciendo la boca con desanimo-. Está bien. No fue tu culpa. Sir Criston es malo. No me agrada.
-Sir Criston no es malo, sólo es… estricto -trató de defender a su instructor. Apreciaba al hombre y ni siquiera él podía negar que se había extralimitado en su trato de un príncipe de los Siete Reinos. Lucerys se limitó a dedicarle una mirada escéptica-. Además, como príncipes se espera que tengamos cierto conocimiento en el uso de armas. Especialmente en tu caso, que algún día heredarás Driftmark.
El entrecejo del pequeño se frunció con incomodidad. Si algo había aprendido en el poco tiempo de realmente tratar a su sobrino, era que por alguna inexplicable razón la idea de algún día ser el Señor de Driftmark y de las Mareas no le gustaba ni remotamente. Lo cual sin duda debía de ser la estupidez más grande venida del niño. ¿Acaso no era consciente de lo afortunado que era? Segundos hijos como ellos normalmente no tenían la posibilidad de acceder a una herencia o a un título de manera tan sencilla. Debían pelear por ello, ganárselo. Suponía que Lucerys Velaryon aún era muy joven para entender cuán arreglada tenía su vida, cuán bendecido por los dioses era. Tan sólo daba todo por sentado: sus amorosos “padres”, su sobreprotector hermano mayor, su herencia, su futuro título, ... su dragón. En momentos como ese no sabía si el chico le agradaba o…
Detuvo sus pasos al percatarse de a dónde lo había dirigido Lucerys. El Bosque de Dioses, un lugar firmemente prohibido por su religiosa y devota madre.
-¿Por qué venimos aquí? -cuestionó Aemond, confundido.
-Aquí vengo cuando quiero estar sólo -respondió el niño, mientras seleccionaba otro pastelillo-. No vienen muchas personas, así que la mayor parte del tiempo está solo. Aquí puedes leer sin que nadie te interrumpa.
Y dicho eso, se introdujo al lugar, caminando en dirección al enorme arciano que se destacaba en el centro del lugar. Aemond había leído sobre ellos, sobre como los Ándalos habían cortado casi todos debajo del Cuello cuando llegaron, sabía que eran el símbolo más importante para quienes profesaban la religión de los Antiguos Dioses. También sabía que había uno en la Fortaleza Roja, mas nunca se había atrevido a contravenir la prohibición de su madre, a pesar de su curiosidad. Tal vez por eso siguió a Luke hasta quedar enfrente del árbol y de ese tétrico rostro grabado en su corteza, cuyos ojos parecían juzgarlo. Volteó a ver a su acompañante, quien se sentó al pie del árbol como sí nada. Uno supondría que alguien tan llor… sensible como Lucerys saldría corriendo aterrado, pero el imperturbable niño seguía comiendo.
-¿No te asusta? -inquirió Aemond, devolviendo sus ojos al rostro, que parecía estar llorando lágrimas de sangre.
-¿Por qué? -reviró la pregunta el castaño-. Sir Harwin dice que a través de ellos los Dioses Antiguos nos protegen. Son como las estatuas de los Siete.
El peliplata lo miró de nuevo incrédulo. Si su madre hubiera escuchado a Lucerys, estaría exigiendo que el niño fuera lanzado a una celda por semejante blasfemia. Aunque, desde un punto de vista pragmático, el argumento de su sobrino tenía cierta razón. Sin embargo, obviando por un momento las digresiones religiosas de un niño de siete años, Aemond cayó en cuenta de algo: Luke parecía estar muy cómodo ahí, sentado, atragantándose de pastelillos.
-¿Te vas a quedar? -preguntó. ¿No se suponía que el punto era encontrar un lugar tranquilo donde pudiera leer sin interrupciones?
-Si, no hablaré, ni haré ruido -aseguró el infante, dejando la bandeja en el suelo-. Será como si no estuviera aquí.
Aemond arqueó una ceja, escéptico, mas no dijo nada. No quería ser de nuevo el causante de hacer sentir mal al niño al echarlo. Además, como pudo corroborar minutos después de sentarse, abrir su libro y retomar su lectura, Lucerys tenía la impresionante capacidad de mimetizarse con el ambiente, al punto de que ni siquiera se dio cuenta de en qué momento o de donde el niño sacó unas flores para trenzarlas en una corona. O en qué momento se quedó plácidamente dormido, recargado contra el tronco y con dicha corona puesta en la cabeza. Y tampoco es que le molestara en absoluto, pues si algo más había aprendido en el poco tiempo que llevaba tratando a su sobrino era que, por alguna inexplicable razón para él, su presencia le inducía una paz y tranquilidad a la que no estaba acostumbrado y de la que simplemente no se quería deshacer.
Notes:
Y aquí está un nuevo capítulo que espero haya sido de su agrado. Ahora, algunos comentarios:
-El capítulo terminó siendo más largo de lo que esperaba, pero la verdad no encontré una buena parte para partirlo y tampoco creo que quedé bien con los eventos que siguen.
-Creo que este será el capítulo más dulce, feliz y calmado que tendremos en un buen tiempo. Para todos los amantes del drama, éste comienza el próximo capítulo. Por algo éste en particular se llama "Aunque sea un momento".
También quiero agradecer el apoyo, ya sea en forma de Kudos, vistas o comentarios. Especial mención a miellecenter por sus comentarios; hace mucho que no recibía comentarios sobre lo que escribo y no tienes idea de cuan feliz me hizo leerte. Haré mi mejor esfuerzo para actualizar pronto. Cualquier palabra, buena o mala, se acepta.
Saludos.
Chapter 4: Los dos extremos del puente
Notes:
¡Hola a todos! Sé que fue una larga espera de varios meses y realmente lo lamento. En compensación, este capítulo es extremadamente largo y con mucho drama, así que tal vez eso equilibré todo. Espero sea de su agrado.
(See the end of the chapter for more notes.)
Chapter Text
Jace no sabía qué pensar exactamente del plan de Aegon. No era la primera vez que el mayor de los príncipes llevaba a cabo una broma contra su hermano. Aemond siempre era su blanco predilecto y Lucerys y él sus secuaces. La diferencia ahora radicaba en la ausencia del más pequeño (lo cual significaba más trabajo para Jacaerys) y en el hecho de que esta vez Aegon estaba rayando en la crueldad. Mientras ambos príncipes se escondían en el cuarto de Aegon (el cual gracias a los dioses ya había sido limpiado) para planificar todo, Jace no podía evitar pensar en las palabras de su padre: “…si en algún punto aquello que van a hacer les parece algo malo o inseguro, no lo hagan”. Le había externado sus dudas a su tío, más éste lo desestimó, asegurándole que era una inocente broma y que debía dejar de preocuparse tanto. Y la insufrible actitud de Aemond realmente no lo ayudaba.
Al tiempo que su cercanía con Lucerys se estrechaba, sus ataques verbales, ya fueran velados o directos, contra él iban en aumento, al punto de provocar la furia de su hermano menor, quien no dudó en salir en defensa de Jacaerys y sus avances en Alto Valyrio (avances que sin duda eran gracias a la ayuda de la princesa Helaena). La inesperada explosión del siempre apacible infante dejó a Aemond sin palabras afuera de la biblioteca y provocó la risa de Aegon, quien no perdió el tiempo en burlarse de su hermano. El descontento le duró un día a Luke, pues olvidó todo cuando el peliplata apareció al día siguiente con un pequeño libro de cuentos en Alto Valyrio para su nuevo amigo y la disculpa más falsa que Jacaerys hubiera presenciado en su corta vida dirigida hacia él. Después de eso, todos sus insultos o ademanes en contra del primogénito de la princesa heredera ocurrían lejos de la presencia de Lucerys o cuando la atención del pequeño estaba fija en algo más. Y ni siquiera quería pensar en cómo Aemond se las ingeniaba para monopolizar el tiempo de su hermano menor durante las clases o en sus días libres. Los dos ya habían hecho una costumbre reunirse en el Bosque de Dioses o, como Lucerys solía llamarlo, su escondite. Se la pasaban leyendo, estudiando o entretenidos en la traducción de un poemario en Alto Valyrio. A veces simplemente se quedaban en absoluto silencio, con el mayor leyendo y Luke yendo y viniendo por el lugar. Era… extraño, por decir lo menos. Sin embargo, Lucerys estaba feliz, haciéndole dibujos casi a diario, consiguiendo bocadillos para sus reuniones junto al Arciano, y preguntándole a su madre, quien se la pasaba acostada la mayor parte del tiempo, sobre las palabras que no encontraba en su diccionario.
Si tan sólo Aemond no fuera un completo cretino con el resto del mundo, Jace no se sentiría tan instado a llevar a cabo esa broma. Todo estaba casi listo, lo único que faltaba era escoger el día y algo a lo que Aegon llamaba “el toque final”, que mantenía celosamente en secreto. Por ahora, Jacaerys sólo necesitaba preocuparse de estar listo para cuando su tío mayor decidiera poner todo en marcha, lo cual seguramente ocurriría durante su próxima visita al Pozo Dragón.
-Estás actuando como un bebé, ¿Lo sabías? -se oyó la voz de Aemond, resonando en toda la biblioteca. Jace, Aegon y el Maestre Gerardys dirigieron su atención al par de príncipes, quienes una vez más estaban enfrascados en alguna discusión de traducción
-Eso nos haría dos -indicó Luke. La boca abierta e incrédula de Aemond, provocó una risotada de parte de Aegon. El Maestre se puso de pie y se encaminó a la mesa que ambos niños compartían.
-¡Tu traducción no tiene sentido! -soltó Aemond, señalando algo en la página del libro-. ¿En qué mundo aparecería un árbol en medio de un río?
-¡Es meta-córico! -señaló Lucerys- ¡La poesía es metacórica!
-¡Metafórica! -corrigió Aemond-. Y no todo es metafórico, sino no se entendería nada.
-Si me permiten dar mi opinión, príncipes -habló el Maestre mientras revisaba el trabajo de los chicos-. Una de las maravillas o desgracias del fino arte de la traducción es que depende de la interpretación del traductor. ¿Por qué no tratan cada uno por separado de crear su propia traducción? Así podrán comparar y considerar qué opciones les resultan más aceptables.
Ninguno de los niños tuvo tiempo de responder a la propuesta, pues la puerta de la biblioteca se abrió, ganándose la mirada curiosa de todos los presentes. Jacaerys sintió un vuelco en su estómago cuando la figura de su padre entró, seguido de cerca por los gemelos Cargyll. Normalmente, a esa hora su padre estaba entrenando junto con su escudero. Eso quería decir que…
-Buenos días, Maestre -saludó su padre, con un ligero gesto de preocupación en el rostro-. Lamento la interrupción, pero mi esposa acaba de comenzar con sus labores y le agradecería que usted estuviera a su lado.
-Por supuesto, Sir Laenor -asintió Gerardys, antes de dirigirse a su escritorio y recoger todas sus cosas-. Príncipes, continuaremos con esto en la próxima sesión.
El Maestre apresuró el paso hacia la salida y abandonó el lugar acompañado por los Guardias Reales. Su padre les hizo una seña para que lo siguieran, acompañado de un “Lo lamento, príncipes” dirigido a sus tíos. Jace recogió sus cosas, se puso de pie e iba a acercarse a Luke cuando vio como Aemond ayudaba al pequeño a reunir sus cosas. Antes de ponerse de pie, el peliplata le dedicó una ligera sonrisa de apoyo a su sobrino, quien lucía indudablemente aterrado.
Sus padres habían pasado las últimas semanas preparándolos para lo que sucedería cuando su hermanito o hermanita naciera. Aunque inicialmente ambos lo tomaron con bastante calma gracias a las confiadas palabras de su madre, la paz se rompió cuando una semana atrás apareció Lucerys llorando acompañado de un más que perdido Aemond, quien sólo fue capaz de decir que lo había encontrado así en el Bosque de Dioses. Una vez su tío se hubo marchado y su madre consiguiera tranquilizar al pequeño, éste relató cómo había escuchado a unas chicas de servicio hablar sobre su abuela, la fallecida Reina Aemma, y como ella murió al dar a luz, para después puntualizar la tendencia que las mujeres Targaryen tenían para morir de esa manera. La furia de sus padres fue poca en comparación a la del Rey, quien prohibió que se volviera a hablar del tema dentro de las paredes de la Fortaleza Roja. Mas el daño ya estaba hecho, pues ahora Lucerys, a pesar de los intentos de todos a su alrededor, vivía en una angustia constante, angustia que con seguridad explotaría en cualquier momento a juzgar por los ojos vidriosos del niño y de cómo salió corriendo en dirección a su padre. Éste lo cargó entre sus brazos y le hizo otra seña a Jace para que lo siguiera.
Sin prestar atención a quienes quedaban en la biblioteca detrás de ellos, Jacaerys siguió a su padre y hermano a través de las puertas. Al otro lado estaba esperándolos Mirel, quien de inmediato comenzó a caminar junto a ellos, uniéndose a Sir Laenor en la tarea de tranquilizar al pequeño de cabello revuelto. No obstante, no fue hasta que Mirel le ofreció llevarlo al pequeño septo ubicado dentro de la Fortaleza para rezar por el bienestar de su madre y de su futuro hermano, que el niño comenzó a calmarse. La Dama de Compañía entonces fue comisionada con la tarea de llevar a ambos príncipes al septo acompañada por Sir Qarl, mientras su padre regresaba al lado de su madre. Jace aprovechó el camino para recordarle a Luke sobre lo divertido que sería tener un hermano menor y, para cuándo llegaron ante la pequeña edificación, el niño lucía mucho más tranquilo.
Entraron al septo en silencio, no obstante, no dieron ni dos pasos cuando los tres se congelaron al instante. Ahí, hincada ante el altar principal, estaba la Reina Alicent Hightower, rezando. Mirel les hizo una seña para salir del lugar, después de lo cual fueron a sentarse lejos de la entrada, aunque no tanto como para no poder ver como la castaña salió del lugar de oración, moviendo sus manos en un gesto parecido al que su madre hacía al jugar con los anillos en sus dedos. “Tal vez también vino a rezar por madre” aventuró Lucerys, al tiempo que caminaban hacia el interior del septo. A Jace le hubiera gustado apoyar el pensamiento de su hermano, mas la mueca en el rostro de Mirel lo detuvo en seco.
-Ya empezaron las apuestas -anunció la estridente voz de Aegon al irrumpir en la habitación de Helaena sin haber sido invitado. Aemond rodó los ojos, exasperado. Había escogido ese lugar para abstraerse del caos que reinaba en el Torreón de Maegor, pues su hermana parecía ser la única calmada. La niña estaba inmersa en el bordado de un dragón de escamas violetas sobre el cual Aemond le preguntó tres días atrás cuando comenzó a hacerlo, pues el chico jamás había leído sobre un dragón con esa tonalidad. La princesa le respondió con un enigmático y triste “Debió quedarse en el Nido de Águilas”, que únicamente lo dejó más confundido-. La mayoría cree que será igualito a sus hermanos.
-Eso es obvio -señaló Aemond, recargando su cabeza en el respaldo de su silla. Tanto él como Helaena estaban sentados en la pequeña estancia con la que contaba la habitación-. Son hermanos.
-Me refiero a su dudoso parentesco -puntualizó Aegon, tirándose en el largo diván-. Tendremos a otro bastardito corriendo por la Fortaleza. Madre estará encantada.
-Tres casas en uno -masculló Helaena sin levantar la mirada de su trabajo y ganándose la mirada de sus hermanos-. Sangre, nombre y espíritu.
-Si, claro -soltó Aegon, regresando su atención a su hermano menor-. ¿Apostamos?
-Esa sería la definición de una apuesta sin sentido -indicó Aemond, mirando al mayor con poco interés.
Sin embargo, Aemond llevaba horas, probablemente días, desde que encontrara a Lucerys llorando en el Bosque de Dioses, pidiéndole a los Siete porque su hermana mayor hubiera recuperado el sentido común y se asegurara de que su siguiente hijo por lo menos se pareciera un poco a su esposo. Porque si resultaba ser idéntico a sus hermanos y por lo tanto parecido a cierto comandante de la Guardia de la Ciudad los rumores jamás cesarían, la legitimidad de Luke y sus hermanos sería cuestionada por el resto de su vida y, sin importar las palabras de Lord Corlys o Sir Laenor, su sobrino tendría que pelear por su herencia una y otra vez. Y todo eso si obviaba la sentencia de muerte que colgaría sobre su cuello si alguien llegaba a probar su ilegitimidad y el Rey no era capaz de seguir protegiendo a su hija favorita, lo cual ocurriría tarde o temprano, especialmente si tomaban en cuenta la deteriorada salud de su padre. Nada salvaría a Lucerys de pagar por los pecados de su madre y aquello provocaba su preocupación y furia. ¿Acaso Rhaenyra era tan estúpida que no podía ver el peligro en el que estaban sus hijos? ¿O era arrogancia como decía su madre? ¿El saberse la preferida del Rey? No obstante, existía una pregunta mucho más importante, taladrando su cabeza sin tregua alguna: ¿Desde cuándo le importaba a él la legitimidad de su sobrino?
Jacaerys tenía dos años cuando Lucerys nació. A parte de algunas imágenes inconexas cuya veracidad no podía asegurar y que parecían estar asentadas en historias relatadas por sus padres y abuelos, como cuando escogió el huevo de dragón de Arrax, decidiéndose por el más brillante de todos, ese que asemejaba a una perla con escamas, el niño no recordaba gran cosa sobre el acontecimiento. Su memoria no tenía un punto de comparación confiable, y, a pesar de eso, Jace no podía evitar sentir que todos los sucesos de ese día habían sido bastante extraños.
Después de terminar de rezar en el septo con la guía de Mirel, la Dama de Compañía los llevó a las habitaciones del Rey con el objeto de que se hicieran compañía mutuamente durante la espera. Las horas transcurrieron entre historias sobre la Antigua Valyria contadas por su abuelo. El niño aprovechó la oportunidad para preguntar sobre Daenys, la Soñadora, y los Sueños de dragón, provocando una entusiasta diatriba de parte del monarca. La información no era nueva, apegándose por completo a lo ya conocido por él, pero por lo menos la figura de la mítica salvadora de su familia consiguió distraer tanto a su hermano, como a su abuelo, hasta el momento en que arribó Sir Harrold anunciando el nacimiento de un nuevo príncipe. Sin embargo, la felicidad del Rey se convirtió en confusión en cuanto su Escudo Juramentado le informó que la Princesa Heredera se encontraba en las habitaciones de la Reina junto con Sir Laenor para presentar personalmente a su recién nacido hijo. Fue entonces cuando Mirel, quien había permanecido en el lugar, se puso de pie, caminó hasta ellos y los instó a despedirse de su abuelo, pues ahora debían de ir al septo a dar gracias por la buena salud de su madre y su nuevo hermanito. Aunque el hombre se despidió de ellos con una gran sonrisa, Jace no pasó por alto su entrecejo fruncido, como también notó el nerviosismo en la mujer, quien también trataba de ocultarlo detrás de ademanes felices y palabras alegres.
Para cuando terminaron de hacer sus oraciones y salieron del septo, su padre ya los aguardaba afuera con una gigantesca y sin duda sincera sonrisa que logró tranquilizar a ambos infantes por completo. Envió a Mirel con su madre y a ellos los encaminó hacia el Pozo Dragón, donde escogerían el huevo de su hermanito, Joffrey. Jacaerys dejó la tarea en manos de Luke, pues tras pasar semanas angustiado, pensaba que el niño se merecía una recompensa. Después de varios minutos de observar los más recientes huevos puestos por Syrax, el pequeño escogió uno de color oscuro, cuyas escamas vistas a contraluz lucían moradas. Por suerte, cuando volvieron al Ala de la Princesa Heredera, todo parecía haber regresado a la normalidad. Encontraron a su madre en la pequeña estancia, acompañada de Elinda, Mirel y otras tres chicas de servicio. No obstante, lo que llamó su atención fue el pequeño bulto de mantas que reposaba en los brazos de su exhausta madre. Lucerys se abalanzó hacia los dos, siendo prontamente contenido por su padre, quien lo sentó al lado de la princesa con la advertencia de que debían tener mucho cuidado con su pequeño hermanito. Jacaerys se aproximó con mayor calma, tomando asiento al otro lado de su madre, quien le estaba presentando al nuevo miembro de su familia a Luke. Él pequeño contemplaba boquiabierto al bebé de piel blanca y cabello castaño. Jace sonrió, estirando su mano para acariciar la coronilla de su hermanito, lo cual le hizo acreedor de una dulce sonrisa de parte de su madre, cuya atención se dividía entre el recién nacido en sus brazos y el entusiasta relato de Lucerys sobre su visita al Pozo Dragón y como había escogido el huevo de Joffrey. Por su parte, Jacaerys fijó su atención en el bebé, mientras hacía un juramento en su interior de protegerlo a él y a Lucerys de cualquier peligro, así fuera la misma Reina.
Agradecía a todos los dioses por el caos provocado por el nacimiento de su nuevo sobrino, el príncipe Joffrey. Joffrey. Le había costado mucho trabajo no carcajearse en frente de su furibunda madre al escuchar el nombre del recién nacido. Joffrey. Parece ser que para su hermana no era suficiente tener otro hijo evidentemente bastardo, también era necesario dejar bien claro su origen con el nombre menos Valyrio en la historia de su familia. Rhaenyra realmente tenía suerte de ser la favorita de su padre. Y él, tenía la suerte de no serlo y de poder pasar inadvertido cuando así lo deseaba. Había aprovechado la locura entre los sirvientes para introducirse a las cocinas y robarse tres botellas del mejor vino Arbor recién llegado de El Dominio, sin contar la desaparición de una de las tartas de mora que se estaban preparando para la cena de esa noche. Sin embargo, lo mejor había sido poder prescindir de la mirada vigilante de los guardias para dar la orden a sus “amigos” en los establos de que trasladarán la pequeña broma para su hermano al Pozo Dragón, donde permanecería hasta su próxima visita al lugar, durante la semana. Semanas de planeación al fin terminarían y Aegon estaba impaciente por ver la reacción de su querido hermano menor. Especialmente una vez que logrará asegurar el detalle más importante de todo su plan. Aunque, si no lo conseguía, igual sería un momento para recordar y celebrar… especialmente ahora que tenía con qué hacerlo.
Visto en retrospectiva, Lucerys debió de haber visto las señales frente a él, usar su sentido común, pensar antes de actuar, antes de hacerle caso a su tío Aegon. Era demasiado obvio. Dolorosamente obvio. Sin embargo, necesitó ver esos ojos violetas vidriosos, ver cómo esa cálida mirada se transformaba por el dolor y la traición, ver cómo su sonrisa de emoción desaparecía para que su lugar la tomara una mueca de sufrimiento. Necesitó escuchar las atronadoras carcajadas de parte de su hermano y de Aegon, haciendo eco en el interior del Pozo Dragón. Necesitó contemplar a su querido tío Aemond salir corriendo en dirección a las cavernas donde los dragones descansaban para entender lo que acababa de pasar… lo que Jacaerys y Aegon acababan de hacer… lo que él acababa de hacer.
Por un momento consideró ir detrás de Aemond, pero su mente cambió pronto de decisión al notar como su hermano y su tío se alejaban del lugar, riendo entre ellos. Soltó la cuerda con la que había introducido al cerdo, corrió hacia el par de idiotas en frente de él y empujó a Aegon con todas las fuerzas que sus pequeños brazos tenían. Él impacto desestabilizó al peliplata, quien cayó de bruces contra el suelo sin saber bien a bien qué rayos estaba pasando. Jace abrió los ojos como platos, todo rastro de risa había desaparecido de su sistema.
-¡Madre sabrá sobre esto! ¡Y la Reina! ¡Y el Rey! -exclamó a voz en cuello.
Aegon, desde el suelo, intentó agarrar uno de sus pies, mas Lucerys fue mucho más rápido y le pisó la mano. Mientras el primer hijo del Rey se lamentaba, llevándose la mano hacia el pecho, Luke se echó a correr hacia la entrada del Pozo Dragón, salió a la luz del sol y fijó su un tanto deslumbrada vista en los carruajes que los habían traído hasta ahí. No tardó en encontrar a los hermanos Cargyll y corrió hacia ellos. Los dos Guardias junto con el resto de los otros Guardias Reales y Capas Doradas lo voltearon a ver con preocupación.
-¡Mi tío Aemond fue hacia las cavernas de los dragones! -anunció al tiempo que uno de los gemelos, se agachaba para ponerse a su altura.
Los otros dos Guardias Reales corrieron hacia el interior del recinto, seguido de cerca por tres capas doradas, todos ellos sin prestar atención alguna al furioso Aegon que iba saliendo del lugar con su mano buena sujetando la mano pisoteada por Lucerys. Y fue entonces, cuando Aegon comenzaba su retahíla de insultos y recriminaciones, que Luke se agachó, se quitó un zapato y se lo lanzó al mayor con una puntería que incluso Sir Criston se la habría aplaudido, pues le dio directo en la cara. El otro gemelo se posicionó enfrente de Aegon para detener su intentó de alcanzarlo, mientras el otro Guardia Real agarraba a Lucerys de la cintura, para proceder a cargarlo y alejarlo del lugar, justo cuando el infante estaba a punto de quitarse el otro zapato. Luke peleó contra el agarre del hombre, sobre todo cuando notó que lo llevaba hacia su caballo con el fin de subirlo en él. No podía irse. No hasta ver qué Aemond saliera del Pozo Dragón sano y salvo. No hasta que pudiera disculparse con él, explicarle que nada de eso había sido su intención, que Aegon lo había engañado y su hermano se quedó callado en todo momento, y que él, emocionado por ser tomado en cuenta de nuevo por su tío, le hizo caso y confió ciegamente en Jace, como siempre lo hacía. Que debía perdonarlo, debía hacerlo, porque eran amigos, y los amigos se perdonan, ¿No es así?
El regreso a la Fortaleza Roja fue tan rápido que Luke no se percató en dónde estaba hasta que el gemelo Cargyll lo bajó de su caballo y lo dejó de pie en el patio de entrada mientras le entregaba las riendas de su caballo a uno de los chicos que trabajaban en los establos. El pequeño aprovechó la distracción para correr al interior del palacio. Haciendo caso omiso a los gritos del Guardia Real y a las amonestaciones de quienes se topaba en su camino, recorrió los pasillos en tiempo récord con una sola cosa en su mente. Su inesperada llegada al Ala de su madre comandó toda la atención sobre él.
-Luke, pero, ¿Que paso? -lo cuestionó su madre, pasando al bebé Joffrey a los brazos de Elinda-. ¿Por qué estás solo?
-¡Aegon y Jacaerys hicieron algo malo! ¡Muy malo! -exclamó, corriendo hasta la mujer, quien lo envolvió entre sus brazos, para después secar sus mejillas con un pañuelo. ¿Cuándo había comenzado a llorar? ¿Por qué no podía dejar de hacerlo?
En momentos como esos, Helaena era capaz de ver las múltiples formas en las que Alicent Hightower era capaz de demostrar su cariño. Su madre no era una mujer cálida o cercana, tal y como lo era su hermana mayor con sus hijos. Muchos dirían que la Reina era fría y distante, incluso desapegada, mas ellos no podían ver a la mujer sentada a su lado en el suelo de su habitación, escuchándola pacientemente hablar sobre el ciempiés que recorría sus manos, combatiendo seguramente su deseo interno de tomar a la criatura, alejarla de ella y mandarla a lavarse de inmediato. Ellos tampoco podían ver cómo todo color desaparecía de su faz, como se ponía de pie de golpe y se acercaba angustiada a su segundo hijo, cubierto una vez más en cenizas; como la angustia se transformaba en furia y después en indignación para concluir en una calidez que buscaba apaciguar a Aemond.
-Tendrá que cerrar un ojo -escaparon las palabras de sus labios, apenas audibles para ella.
Sin embargo, no fue aquello lo que heló su sangre o lo que hizo que por poco dejara caer al ciempiés en el suelo. No, fue la imagen ante sus ojos, un instante congelado en el futuro: una bestia enorme surcando los cielos, arrasando con su fuego una villa completa; un hombre de largo cabello con la cara rajada, con un zafiro en lugar de ojo, mientras el otro ojo lucía vacío, faltó de toda emoción, de vida, de un alma.
Helaena volteó hacia atrás justo a tiempo para ver a su hermano salir de su habitación furioso, seguido de cerca por su madre. Regresó su mirada hacia la criatura en sus manos, preguntándose, no por primera vez, si todos alrededor de ella estaban igual de ciegos que ese diminuto ser. Soltó un suspiro de cansancio. ¿Acaso era tan difícil abrir los ojos y ver? Por un momento creyó que había encontrado a alguien capaz de ver, de entender, pero parecía ser que Helaena sólo se había engañado a sí misma.
Cerró la puerta de su habitación de un portazo, oyendo del otro lado la voz de su madre, quien le pedía que abriera la puerta. Apoyó su espalda contra la superficie de madera y se dejó caer hasta el suelo, permitiendo que las lágrimas escaparan por fin de sus ojos. Por supuesto que no le daría esa satisfacción al imbécil de Aegon o al bastardo de Jacaerys o a… Ocultó su rostro detrás de sus rodillas, escuchando a lo lejos la conocida voz de Sir Criston, seguramente hablando con su madre, quien había detenido su golpeteó contra la puerta. ¿Por qué no lo entendía? ¿Por qué nadie lo entendía? ¿Era acaso muy difícil de comprender lo mucho que deseaba tener un dragón, lo mucho que le dolía ser el único sin uno? ¡Hasta el idiota de Aegon tenía uno! ¡Y ni siquiera sabía el suficiente Alto Valyrio para comandarlo! ¡Y esos malditos bastardos con sus estúpidos dragones cuyos huevos eclosionaron en la cuna, mientras el suyo sólo se enfrió hasta convertirse en una roca! ¡No era justo! ¡Nada de esto era justo! ¡¿Por qué él no tenía un dragón y el pequeño bastardo de Lu…!?
Un gruñido combinado con un sollozo escapó de su garganta. Se puso de pie de un saltó y se precipitó hacia su escritorio, su mirada fijándose en los dibujos que decoraban la pared frente a este, todos y cada uno de ellos hechos por ese bastardo llorón y traicionero. Los arrancó con furia para destrozarlos con sus propias manos. Pero por supuesto. Ahora todo tenía sentido. Por qué se acercó a él, por qué lo llenó de atención, de regalos. Todo era para ganarse su confianza, para distraerlo, para que no viera venir el golpe. Siguió con los papeles sobre el escritorio, esa estúpida traducción que el niñato lo había engañado para hacer. Soltó un grito desde el fondo de su pecho, sintiendo como si algo en su interior se rompiera en pedazos. ¿Cómo había sido tan estúpido? ¿Cómo pudo creer por un momento que el bastardo era sincero?¿Cómo pudo creer que alguien querría pasar tiempo con él voluntariamente? Cogió los pedazos de pergamino del suelo, reuniéndolos en el bote de basura. Acto seguido, se acercó a la chimenea encendida y tiró el contenido del bote en el fuego. Dejó caer el objeto al suelo junto con él, llorando con más fuerza si es que eso era posible. Debió de haber escuchado a su madre… debió de mantener a ese bastardo alejado… debió dejar que ese hombre se lo llevará… así finalmente aprendería, finalmente recibiría su castigo. Un bastardo menos en el mundo.
Se recostó en el suelo, sin dejar de llorar, mientras observaba como el pergamino se convertía en cenizas, deseando con todas sus fuerzas tener un dragón para quemar con su fuego a Lucerys Velaryon, hasta que sólo quedarán sus cenizas y así jamás tener que volver a ver esos malditos ojos llenos de mentiras y engaños, llenos de un inexistente cariño, por el que Aemond había caído como un imbécil.
Luke no recordaba alguna vez haberse peleado con Jacaerys antes, o al menos no de la manera en la que lo habían hecho una vez que su hermano mayor regresó a las habitaciones de su madre. Cuando Jace apareció, su madre ya había mandado a traer a su padre del campo de entrenamiento y ambos aguardaban al castaño listos para reprenderlo por la cruel broma, una situación que sin duda el chico no esperaba. Al final de la reprimenda, Jacaerys una vez más terminó castigado, sin poder salir del Ala sin la supervisión de Sir Errik, además de que tendría prohibido el acceso al Pozo Dragón por una luna entera. Sin embargo, lo peor vino cuando arribó al lugar la Reina Alicent furiosa e indignada por lo ocurrido, exigiendo una disculpa para su hijo. Lucerys no estuvo presente (gracias al apoyo de su madre quien consiguió excusarlo bajo el argumento de que todo había sido planeado por Jace y Aegon) pero escuchó que ambos chicos tuvieron que disculparse ante la puerta de la habitación de Aemond, pues su tío no se dignó a abrirles, a pesar de las amonestaciones de la Reina.
En cuanto su hermano volvió a su habitación compartida, no tardó en reñirlo por haberle contado todo a sus padres y por aparte echar más leña al fuego cuando le relató (con lujo de detalles y sin que nadie se lo pidiera) todo lo que aconteció en el Pozo Dragón a la Reina. Lucerys estaba furioso, se sentía traicionado, no podía sacarse los vidriosos ojos de Aemond de la cabeza y no tenía ninguna intención de escuchar a Jace, razón por la cual comenzó a lanzar sus juguetes, libros y ropa en dirección al mayor como proyectiles. Su reacción le hizo ganarse un regaño de parte de su madre y provocó que Jace tuviera que pasar la noche en otro cuarto. A la mañana siguiente, el desayuno transcurrió en un incómodo silencio, pues ambos se negaban a hablarle al otro o siquiera verse.
Sin duda era el mayor tiempo que Luke había pasado sin hablar con su hermano, no obstante, justo en ese momento Jacaerys era lo último que le preocupaba. Toda su atención estaba en su tío Aemond y en poder disculparse con él. Aprovechando que se trataba de un día de descanso y de que Jace estaba confinado al Ala de su madre, el pequeño trató de encontrarse con el peliplata a solas. Visitarlo en su habitación quedó descartado al instante, pues la puerta era resguardada por Sir Criston, quien a penas lo vio al final del pasillo, le dedicó una fría y recriminatoria mirada que por poco lo hace llorar. La biblioteca y su sitio junto al Arciano tampoco parecían factibles, así que Luke decidió plantarse en uno de los pasillos que rodeaban los jardines de la Fortaleza. Su paciencia dio frutos cuando, cerca del mediodía, Aemond llegó a los jardines con un libro debajo de su brazo. El niño se acercó rápidamente, temeroso de perder su oportunidad, mas logró alcanzar a su tío sin problema alguno.
-Tío Aemond -habló Luke, tratando con todas sus fuerzas que no se notara que le faltaba el aire por correr y por lo nervioso que se sentía.
-Lárgate, Lucerys -lo echó el peliplata sin detenerse o voltearlo a ver.
-Tío Aemond, por favor, escúchame –suplicó Luke, siguiéndolo con cierta dificultad-. Yo lo siento mucho. No sabía lo que Aegon y Jace tenían planeado. No fue mi intención…
-¿Me crees estúpido o qué? -se detuvo en seco, volteándolo a ver. El movimiento fue tan repentino que el castaño tardó en detenerse por poco colisionando con el mayor. No obstante, no fue la cercanía la que lo hizo retroceder, sino la mirada de su tío: furia, dolor, desprecio. Lucerys no recordaba que Aemond lo hubiera visto de esa manera antes, ni siquiera antes de ser amigos-. ¿Crees que voy a caer en tus malditas mentiras de nuevo?
-Yo no… -comenzó Luke.
-No me interesa escucharte, ni ahora, ni nunca -lo interrumpió el peliplata, dando un paso en su dirección en son amenazante-. Yo no me tragó esa tontería de que eres una blanca e inocente palomita. Eres tan despreciable como Aegon y tu patética excusa de hermano. Así que mantente lejos de mí.
-Pero, somos amigos… -masculló Lucerys, sintiendo como los ojos le comenzaban a escocer.
-¡¿Amigos?! ¿Por qué sería amigo de un patético niño llorón? -exclamó Aemond con veneno.
-Pero… yo no…
-¿Por qué querría a mi lado a alguien como tú? -continuó el mayor, dando otro paso hacia él-. Si tuviste que ver en todo esto, eso sólo prueba que eres un maldito traidor en el que jamás podré confiar. Y si es cierto que Aegon te engañó, entonces serías más idiota de lo que pensaba, y a mí no me sirve un niño tonto sin cerebro. Así que mantente lejos de mí, Lucerys, porque jamás voy a perdonarte por esto.
Aemond giró sobre sus talones y reanudó su camino, esta vez sin la presencia de Luke detrás de él. Éste lo vio alejarse, sus ojos anegados en lágrimas que escapaban sin restricciones. Se echó a correr sin parar de llorar. Su tío tenía razón, era un idiota, un estúpido, demasiado inocente y confiado. Se merecía su enojo, su odio. Si tan sólo hubiera algo que pudiera hacer para arreglarlo todo. Entró al Ala de su madre sin prestar atención a las palabras preocupadas de los hermanos Cargyll y de Mirel. Tampoco le dio importancia a la presencia de su hermano en su habitación, antes de dejarse caer sobre su cama para continuar con su llanto.
-¿Qué pasó? -preguntó Jace desde su cama con preocupación en su voz.
-Aemond -fue lo único que Luke logró pronunciar antes de que otra ola de sollozos lo hiciera temblar.
-¿Te hizo algo? -cuestionó su hermano, poniéndose de pie entre sus camas.
-¡No! -exclamó Luke, volteándolo a ver y dedicándole una fúrica mirada-. ¡Nosotros se lo hicimos a él! -su hermano dio un paso hacia atrás, incomodo. El cambio en la actitud del mayor apaciguó un poco su enojo-. Quise disculparme, pero él… no me cree. Ahora me odia… y no sé qué hacer.
-Tal vez… es mejor así, Luke -habló Jacaerys, sentándose de nuevo en su cama-. Aemond es… Mientras más lejos estés de él, será mejor.
-¡¿Por qué?! –gritó Luke con la voz quebrada, sentándose-. ¡¿Porque no te agrada?! ¡Pues a mi si! ¡No nos tienen que agradar las mismas personas, Jace! ¡Él era mi amigo y tú… yo lo arruiné!
Dejó caer su cabeza en su almohada, resumiendo su llanto. Si, él lo había arruinado. Él le hizo caso a Aegon. Él confió en Jace. Él lastimó a Aemond. Todo era su culpa. Aemond tenía razón, no era nada más que un tonto niño llorón.
Jacaerys se sentía completamente confundido y perdido, al punto que ya había dado vuelta en el túnel equivocado dos veces. En su cabeza, no podía comprender como una simple broma había causado tanto. No era como si fuera la primera vez que Aemond era el blanco de una broma, o alguno de ellos. Todo siempre se quedaba entre ellos, entre los cuatro. Ninguno jamás se había quejado o dicho algo sobre el tema, ni siquiera Aemond, quien prefería fingir ser demasiado fuerte como para demostrar que le dolían las acciones de su hermano y sobrinos. Pero esta vez… el problema había sido Lucerys, delatándolos a todos y poniéndose del lado de su tío. Y a Jace realmente le costaba trabajo comprender a su hermano. Pensó que el enojo se le pasaría en un día o dos, pero no fue así. El pequeño seguía sin hablarle y estaba triste y pensativo todo el tiempo, a pesar de los muchos intentos de sus padres, Mirel, Elinda e incluso Sir Harwin de animarlo.
A eso debía añadir los pequeños momentos de agresividad, algo totalmente nuevo en su tranquilo y amigable hermano. Sus juguetes caían como proyectiles sobre su cabeza de vez en vez, con una precisión que mejoraba con cada intento, y ya habían tenido que separar a Lucerys y Aegon tres veces, una de ellas terminando con Aegon en el suelo aullando de dolor, después de que el niño lo pateara en la entrepierna. Por su parte, Aemond no le daba ninguna importancia a los hechos.
Dio la vuelta a la derecha, no sin antes asegurarse de haber seguido el camino correcto. Al menos podría olvidarse de todo el desastre mientras pasaba su tiempo con la princesa Helaena. Ella era demasiado dulce e inocente como para prestarle importancia a las tonterías que hacían sus hermanos y sus sobrinos. Vio a lo lejos la tenue luz de una vela. Su boca se curvó en una sonrisa, al tiempo que el ya familiar cosquilleo en su estómago aparecía, lo cual asociaba con la emoción que sentía cuando se reunía con la princesa. Pronto sus ojos se posaron en la figura de la niña sentada en el suelo, jugando con una pequeña piedra entre sus manos.
-Buenas noches, princesa -saludó Jace, sentándose enfrente de la chica. De inmediato, se percató de la falta del libro, el pergamino y la tinta que Helaena traía consigo para sus prácticas de Alto Valyrio.
-Príncipe Jacaerys -le devolvió el saludo, sin alzar su vista de la piedra en sus manos. Jace ya estaba acostumbrado a que su tía evitara el contacto visual, mas esta vez parecía haber algo más además de la forma de ser de la niña. El tono en su voz también. Era como si estuviera… enojada.
-¿Sucede algo? -inquirió el castaño ligeramente nervioso.
-Supe lo que sucedió en el Pozo Dragón -respondió Helaena en tono bajo, por fin volteándolo a ver con una fría mirada, algo inusual en la siempre ecuánime princesa. Seguramente el imbécil de Aemond había ido a llorarle a su hermana, y por eso ahora estaba enojada.
-Yo no sé lo que Aemond le habrá dicho, pero sólo fue una pequeña broma -explicó Jacaerys.
-No he hablado con mi hermano sobre el tema -indicó la chica, pasando la roca de una mano a la otra-. Y yo no lo llamaría una “pequeña broma”. Una broma implica que alguien encuentre lo sucedido como algo gracioso. No creo que lastimar a alguien pueda ser gracioso. A menos que disfrutes el dolor de los demás, lo cual te volvería una persona cruel. Aegon es cruel. Él disfruta ver sufrir a otros. ¿Usted es tan cruel como él, príncipe Jacaerys?
Jace escuchó el tranquilo discurso de la princesa incrédulo. ¿Cruel? ¿Él era cruel? ¿Qué tal Aemond con sus miradas despectivas y comentarios hirientes? ¿O la manera en la que trataba a Lucerys como si no existiera? ¿Él era el cruel?
-Sólo fue una broma -repitió Jacaerys la excusa que le había dado a su hermano y padres, aunque esta vez sentía una inexplicable furia que aumentaba con cada segundo-. Si alguien ha sido cruel ese es Aemond. Toda nuestra vida no ha hecho otra cosa que tratarnos como si fuéramos inferiores.
-¿Y eso te da derecho a lastimarlo? -cuestionó Helaena, ladeando la cabeza-. ¿Fue una venganza entonces? ¿Así quedarán a mano?
-¡No! -exclamó el castaño, causando que la niña frunciera el ceño con desagrado-. No es una venganza. ¡Sólo fue una estúpida broma!
-Entonces fue gracioso para ti, igual que para Aegon -apuntó, su rostro marcándose con tristeza, hecho que no hizo más que aumentar la furia en el príncipe-. Eso te vuelve tan cruel como él.
-¡Tú no entiendes nada! -le espetó Jace, toda propiedad y sentido común olvidado-. ¡Sólo eres una niña tonta, con la cabeza llena de fantasías!
Le costó un momento darse cuenta de que había cometido un terrible error. Un instante, el tiempo que tardó el dulce rostro de la princesa en transmutarse en una mueca de puro dolor.
-Yo no… -comenzó Jacaerys, entrando en pánico. Podía lidiar con la decepción de sus padres y la furia de su hermano, pero su corazón simplemente no podía soportar el sufrimiento en los vidriosos ojos de Helaena. La niña se puso de pie con rapidez, dejando caer la piedra de sus manos con un sonido hueco que reverberó en las paredes del túnel.
-Esta será nuestra última reunión, príncipe Jacaerys -estableció la peliplata, fijando su mirada en la pared detrás de la que estaba su habitación-. No vuelva a regresar o informaré a mi madre sobre esto.
Jace observó en silencio como la muchacha empujaba la falsa pared, regresaba a su habitación y cerraba el acceso, dejándolo sólo en el vacío túnel, tan vacío como se sentía su pecho en ese momento.
-¿No le gustaría salir a pasear a los jardines, príncipe? -cuestionó la melodiosa voz de Elinda a sus espaldas. Volteó a ver a la muchacha, quien estaba arreglando el interior del inmenso armario de su madre-. El clima está muy agradable. Incluso podría venir con nosotros la princesa y el pequeño Joff.
-Pero está dormido -señaló Luke, apoyando de nuevo su cabeza en el dosel de la pequeña cuna de su hermano. El recién nacido descansaba plácidamente en medio de un sin número de mantas. Tan pequeño, inocente y despreocupado. Cómo le gustaría ser él en ese momento.
Una semana ya había transcurrido desde la broma del “Terror Rosa” y a Lucerys le costaba asirse a la furia que inundo su pecho en los primeros días. Ahora sólo podía sentir una tristeza como ninguna otra, capaz de hacerlo llorar a veces. Extrañaba compartir sus clases con Aemond, sus comentarios, sus consejos, su oscuro sentido del humor, sus tardes junto al Arciano, incluso extrañaba sus silencios. Era una sensación extraña, como si le hubieran quitado una parte de sí mismo, aunque estaba seguro de que eso era imposible.
Su relación con Jacaerys parecía estar en un extraño estado de equilibrio. Aún no se recuperaba por completo y había momentos en que no eran capaces de romper el incomodo silencio a su alrededor, pero al menos Luke ya no estaba enojado con su hermano mayor. Tampoco es como si hubiera podido mantener su enojo por mucho más, especialmente después de que Jace lo despertara en medio de la noche, días atrás, sólo para disculparse. El chico estaba llorando y por primera vez desde ese día en el Pozo Dragón genuinamente lucía arrepentido. Su hermano no era propenso a llorar, siempre repitiéndole las palabras de su abuelo Corlys: “las lágrimas son para las mujeres; en nosotros eso es debilidad”, así que verlo en ese estado hizo que Lucerys se preguntara si tal vez no se había excedido en la furia contra su hermano. Lo perdonó sin problemas y ambos despertaron abrazados en la cama del más pequeño, causando alegría en sus padres y todos aquellos al servicio de ellos. Hasta Sir Harwin lo felicitó, despeinando su cabello y dedicándole una frase que Luke recordaba cada vez que se enojaba de nuevo: “Sólo los hombres más fuertes son capaces de perdonar”. Las palabras provocaban en el pequeño un cierto orgullo, como si fuera un gran caballero, igual a su padre o a Sir Harwin. Aunque la sensación era fácilmente eclipsada por la tristeza, al igual que cualquier otro sentimiento positivo.
Era en esos momentos, en los que nuevamente se sentía a punto de llorar, cuando Luke se sentaba junto a la cuna de su hermanito para ver si podía ayudar en algo a su madre, a Elinda, a Mirel o a Darla, la nueva nodriza. A pesar de las miradas de extrañeza, Lucerys debía admitir que cuidar al bebe era de las pocas cosas, sino la única, que lo hacía sentir bien esos días. Además, también estaba el inexplicable terror que se había formado en la boca de su estómago días atrás, cuando un horrible pensamiento cruzó su mente: ¿Y si el huevo de Joffrey nunca se abría como el huevo de…? ¿Y si había escogido mal y por su culpa su hermanito nunca tendría un dragón? Con cada día que pasaba sin que el huevo se abriera, la angustia aumentaba en su interior. No entendía porque no todos los huevos de dragón se abrían. ¿Por qué el de Arrax y el de Vermax se abrieron y los de sus tíos no? El de su papá le dio a Seasmoke, pero el de su hermana, la tía Laena, se volvió una piedra, al igual que el de su abuela Rhaenys y el de su tío Daemon. Todos ellos habían tenido que reclamar a su propio dragón. ¿Por qué? Les preguntó a sus padres, pero ninguno pudo darle una respuesta satisfactoria. Todo parecía ser más un asunto de suerte y eso era realmente injusto. ¿Acaso no todos merecían tener su propio dragón? ¿O al menos una segunda oportunidad para intentarlo? No es como si no hubiera huevos de dragón suficientes. Él mismo había visto otros tres huevos en el cofre de donde sacaron el huevo de Joffrey, así que si su huevo no se abría, podría intentarlo de nue…
Sus ojos se abrieron como platos. ¿Cómo no se le ocurrió antes? Bajó del banco de un salto y salió corriendo de la habitación de su madre, sintiéndose por primera vez en una semana emocionado.
-¡Madre, madre, madre! -exclamó, mientras atravesaba el pequeño pasillo y entraba a la estancia, ganándose la mirada expectante de su madre, quien estaba sentada en su sillón favorito, leyendo un largo pergamino que reposaba en sus manos.
-¿Qué sucede, cariño? -lo recibió la mujer con una sonrisa divertida en sus labios y una ceja arqueada.
-¿Necesitamos todos los huevos de Syrax? -cuestionó, mientras se sentaba a su lado, con cuidado de no aplastar el sinnúmero de pergaminos que rodeaban a la Princesa Heredera. El entrecejo de la peliplata se frunció en confusión.
-Bueno, tal vez no ahora, pero si llegas a tener una hermanita u otro hermanito, estarán allí esperándolos -respondió, mientras juntaba los papeles y los colocaba al lado contrario. Acto seguido, le hizo una seña para que se acercara para abrazarlo de lado-. ¿Por qué preguntas, mi cielo? Si es por el huevo de Joff, ya te dije que aún es muy pronto para saberlo.
-No, sólo pensé que si no necesitamos los huevos de Syrax por ahora, tal vez podrías regalarle uno al tío Aemond -explicó Luke esperanzado. Una segunda oportunidad. Eso era lo que su tío necesitaba y merecía. Tal vez el huevo puesto en su cuna no fue el correcto, pero esta vez sin duda lo sería.
-¿Un huevo para el príncipe Aemond? -preguntó su madre incrédula-. Hijo, no creo que…
La mujer se quedó callada y Lucerys observó como el rostro de su madre se transformaba delante de él, de la confusión inicial, a abrir los ojos desmesuradamente, como si acabará de descubrir algo muy importante, para terminar en esa mueca que solía mostrar cuando le ganaba en el cyvase a su esposo. Esta vez fue el turno de Luke de arquear una ceja confundido.
-Bueno, regalar un huevo de dragón no es tan fácil como parecería -comenzó su madre, dedicándole una gigantesca sonrisa-. Pero no veo por qué no intentarlo.
Luke, contagiado por la inexplicable emoción de su madre, se puso a saltar en el sillón feliz, acción que hizo reír a la mujer, quien no tardó en tratar de detenerlo, consiguiéndolo únicamente cuando le pidió a una de las chicas de servicio una bandeja de pastelillos de limón.
-¿Dónde estabas? -cuestionó con voz calma, tratando con todas sus fuerzas mantener sus emociones en equilibrio. Su esposo brincó del susto, fijando su mirada instantáneamente sobre ella, mitad sorprendido y mitad culpable. Y la verdad es que no necesitaba escuchar la respuesta a esa pregunta, siendo ésta tan obvia. Podía oler la peste de alcohol y sexo que acompañaba al hombre desde su lugar en la pequeña salita con la que contaba la habitación-. Te estuve esperando toda la tarde, Laenor.
-Fui con Qarl y otros escuderos a tomar un par de tragos, nada de lo que debas preocuparte, querida esposa -respondió el Velaryon, cerrando la puerta detrás de él. Rhaenyra bufó sonoramente, poniendo los ojos en blanco.
-¿Estas consciente de que justo en este preciso momento somos el centro de todas las habladurías? -inquirió, mientras su esposo se sentaba al pie de su cama exhausto.
-¿Y cuándo no? -reviró el heredero de Driftmark, con cierto tono taciturno.
-¿Sabes algo? No estoy aquí para pelear -señaló Rhaenyra, parándose de su silla y cogiendo un tarro que reposaba sobre la mesa ubicada a su lado. Se aproximó al hombre y le ofreció el tarro. Éste lo tomó, para después olfatear su contenido y fruncir la boca al instante-. Estoy aquí porque a nuestro pequeño hijo se le ocurrió una idea maravillosa.
-Pequeño… ¿Luke? -preguntó Laenor antes de tomar un trago del amargo brebaje-. Eso quiere decir que ya está mejor, ¿No?
-Emocionado, igual que yo -puntualizó la peliplata, comenzando a caminar de un lado al otro de la habitación-. Nuestro siempre positivo e inocente hijo ha considerado que podríamos obsequiarle uno de los huevos de Syrax al príncipe Aemond.
Laenor arqueó una ceja, sorprendido, casi atragantándose con un nuevo sorbo de café.
-¿Un huevo de Syrax? -repitió el caballero, a lo que la Princesa Heredera asintió sin detener sus pasos-. ¿No te parece que es un poco exagerado por una broma? Sé que fue horrible y cruel, pero un huevo no es algo que se pueda dar así como así.
-Lo sé, pero estoy segura de que es un regalo que ni siquiera Alicent podría rechazar -indicó-. Ella ama a sus hijos y sabe lo que tener un dragón significa para Aemond. Jamás podría poner sus prejuicios por encima de la felicidad de su hijo.
-Puede que no -apoyó Laenor, con evidentes dudas en su rostro-. Aunque no estaba nada feliz cuando tus hermanos reclamaron a sus dragones. Tal vez ella prefiera tener al menos a uno de sus hijos en tierra.
-Es una posibilidad -admitió Rhaenyra-. Por ello, junto al huevo, planeó proponer un compromiso matrimonial.
Su esposo frunció el ceño, su expresión tiñéndose de una extraña emoción, bastante cercana al dolor. El cambio de actitud hizo parar a Rhaenyra en su camino, confundida.
-Rhae, por mucho que a mí me gustaría que eso fuera una posibilidad, ni tú padre y mucho menos la devota Reina Alicent permitirán un enlace matrimonial entre Lucerys y Aemond -habló el hombre, derrotado.
-Espera… ¿Qué? -soltó Rhaenyra completamente perdida. ¿Lucerys y Aemond? ¿De dónde había sacado…? Sus ojos se abrieron como platos al comprender el sin duda alcoholizado razonamiento de su esposo-. ¡No, no, no, no, no! ¡El compromiso sería entre Jacaerys y la princesa Helaena!
-Ah -vocalizó el caballero, para después sonreír divertido-. Eso suena más lógico. Aunque casi tan improbable. La Reina jamás dejará que su única hija se case con alguien como Jace. Si tomamos como indicativo los rumores que revivieron con el nacimiento de Joff.
-Por eso a quien debemos convencer es a mi padre -puntualizó la Princesa Heredera-. Mi padre ha deseado todos estos años que la división en nuestra familia desaparezca y no hay mejor manera que un matrimonio. La unión entre Jace y la princesa Helaena unificara a la familia. Y, en el caso de Alicent, su hija será Reina de Westeros, sus nietos, futuros reyes. No existe un mejor partido para Helaena, no importa lo que ella o su corte piensen sobre su origen -se detuvo frente a su esposo, emocionada-. Esta propuesta asegurará la felicidad de dos de sus hijos. No hay forma en la que pueda negarse. Sé que mi padre no lo haría. No puedes decirle que no a un huevo de dragón y a un compromiso matrimonial tan ventajoso. ¿Qué piensas?
Laenor tomó de un trago lo que quedaba en el tarro y lo dejó en el suelo, para después cruzar los brazos sobre su pecho. Se mordió el interior de su mejilla, lo cual solía hacer cuando consideraba algún asunto seriamente. Después de un momento, soltó un suspiro de cansancio.
-Todo suena demasiado perfecto, Rhae -sonrió levemente-. Aun así, tal vez sea mejor no ilusionarnos de más. Especialmente cuando se trata de la Reina.
-Supongo que tienes razón -admitió Rhaenyra, sentándose a su lado con cierto cansancio. Tan sólo pensar en Alicent le drenaba la energía.
-Además, hay algo más -habló el hombre a su derecha-. ¿Estás consciente de que al hacer esto estaríamos haciéndole a Jace lo mismo que nuestros padres nos hicieron a nosotros? Pensé que estabas en contra de ello.
-Lo sé -aceptó la peliplata con cierto tono de culpa-. Supongo que fue inocente de mi parte esperar algo diferente para mis hijos. Pero si esto funciona, si el compromiso es aceptado y llevado a cabo, Jace estará protegido. Nadie podrá cuestionar su legitimidad jamás, ni siquiera Alicent y su séquito de víboras.
-Eso es un hecho -apoyó Laenor-. No será aceptable que llame bastardo al esposo de su hija.
-Además, Helaena es un chica dulce e inocente -añadió Rhaenyra, al tiempo que entrelazaba una de sus manos con la de su esposo-. Aunque el amor no se dé entre ellos, no creo que a ninguno de los dos les cueste trabajo construir un buen matrimonio como el nuestro.
-Sin duda -sonrió el heredero de Driftmark, apretando levemente la mano de la mujer a su lado-. Ya sabes que cuentas conmigo para lo que sea. ¿Quieres que te acompañe a hablar con el Rey?
-No, planeo hacerlo mañana durante la reunión de consejo -respondió-. Mientras más testigos tengamos, mejor.
-De acuerdo -asintió el caballero-. En ese caso, te deseo suerte. Estaré aquí esperando el resultado.
Rhaenyra sonrió agradecida. De todos los hombres que hubiera podido escoger como esposo, cada día agradecía que el destino los hubiera puesto juntos. Tal vez no existía el amor romántico y pasional entre ella y Laenor, pero si existía un amor y confianza como el que alguien puede sentir por un amigo, un hermano, todo ello nacido de su necesidad de sobrevivir en esa cueva de serpientes que era la corte de King’s Landing, del cariño que sentían por sus hijos, del duelo que cada uno traía consigo ante la imposibilidad de poder vivir las vidas con las que habían soñado en su juventud. La Princesa Heredera era consciente de que había tenido suerte, que un matrimonio como el suyo con Laenor era una rareza. Tan sólo ver a su padre y a Alicent cuando estaban juntos era una dolorosa prueba de ello. Lo único que esperaba era que no estuviera condenando a su hijo y a su hermana a un futuro tan cruel y solitario como el de la Reina. Sacudió su cabeza, en un intento de alejar aquellos negativos pensamientos de su cabeza, y para ello, optó por hacer algo para lo que Laenor era muy bueno: bromear.
-Luke y Aemond, ¿En serio? -inquirió la mujer divertida.
-Oh, es que tú no los viste esa noche, si no, pensarías lo mismo -señaló Laenor con una gigantesca sonrisa burlona.
-¡Son niños, por todos los Dioses! -soltó Rhaenyra incrédula.
-Lo sé, lo sé -aceptó el caballero-, pero imagínate la cara que la Reina pondría.
Se llevó una mano al pecho, imitando la cara escandalizada de Alicent Hightower a la perfección y provocando la instantánea risa de su esposa.
Cuando comenzó a acudir diariamente a las reuniones del Consejo Privado hace algunos años como acompañante del Rey, debido al deterioro de su salud, Alicent había pensado por un momento que su papel en esas cuatro paredes se limitaría a ser (como ya lo era en casi todos los aspectos de su vida) la enfermera personal de su majestad. El hombre se movía por la Fortaleza Roja acompañado de dos muchachas de servicio y un acólito del Gran Maestre, mas darles acceso a personas de tan bajo rango a las reuniones del Consejo no le agradó a nadie, por lo cual la Reina no tardó en proponerse a sí misma. Haciendo a un lado que era su principal obligación como esposa velar por el bienestar de su marido, la castaña consideró la circunstancia como la oportunidad perfecta para enterarse de los sucesos del Reino de primera mano y sin intermediarios. Lo único que debía hacer era mantenerse callada y útil, para no perder ese privilegio. Jamás pensó que llegaría a esto.
Todo comenzó cuando un día Viserys le preguntó directamente sobre su opinión en un tema, algo relacionado a El Dominio que ya no recordaba exactamente. Su respuesta fue tan satisfactoria, que la abrumadora mayoría masculina, incluido su esposo, se le quedaron viendo atónitos. Fue cuestión de segundos para que Rhaenyra la secundara, acción que sin duda debía de ser uno de sus más grandes arrepentimientos, pues el visto bueno de su hija causó que Viserys preguntará por su opinión con más frecuencia. En menos de un año, la Reina fue nombrada oficialmente como miembro del Consejo Privado, con voz y voto, algo que no se había visto desde la bondadosa Reina Alyssane. No le había costado manejar a los demás miembros del Consejo o a su esposo, sin embargo, como en cada aspecto de su vida, la Princesa Heredera no tardó en convertirse en una detractora. Era un hecho que ambas mujeres llegaban a estar de acuerdo la mitad de las veces, pero la otra mitad era como si las reuniones de Consejo se convirtieran en su campo de batalla personal. Probablemente Alicent podría ganar la batalla sin problema, sino fuera por el invariable apoyo de Viserys por su primogénita. Y, como era de esperarse, si el Rey apoyaba una idea, el resto del Consejo lo seguía como ovejas.
La reunión de hoy pintaba a ser una de esas batallas campales, primero con la ridícula disputa entre los Blackwood y los Bracken y después con la situación en los Peldaños de Piedra. Si tan sólo el Rey no estuviera a un minuto de desmayarse, Alicent se quedaría sentada ahí, discutiendo con Rhaenyra sobre los pocos beneficios que traería al Reino una nueva guerra en ese infernal lugar. No obstante, su primera obligación era con su esposo, quien acababa de dar por terminada la reunión abruptamente gracias al cansancio que pintaba cada una de sus facciones.
-Esperen un momento -los detuvo la Princesa Heredera- Quisiera hablar. Siéntense. -Alicent suprimió un bufido de cansancio y evitó rodar los ojos. ¿Acaso no era capaz de ver que su padre no estaba en condiciones para continuar? La penetrante mirada de la peliplata se posó sobre ella y la Reina comenzó a prepararse para una nueva confrontación-. Recientemente he notado el creciente conflicto entre nuestras familias, su majestad. Y por cualquier ofensa causada por mi familia, quisiera disculparme -¿Ofensa? Su completo desprecio a la moral y las buenas costumbres era una ofensa para toda la familia Targaryen y el Reino en general, pero la castaña decidió morderse la lengua internamente. ¿Hacia dónde quería llegar con eso?-. Sin embargo, somos una sola casa. Y mucho antes de eso, éramos amigas -aquello era nuevo. Ninguna era muy afecta a recordar su amistad de juventud y el hecho de que Rhaenyra lo trajera a la memoria de todos los ahí reunidos debía significar que lo que fuera a decir la mujer después sería importante, razón por la cual Alicent decidió poner toda su atención en la princesa, obviando magistralmente el rostro embelesado de su marido y las caras sorprendidas de los miembros del Consejo-. Mi hijo Jacaerys heredará el Trono de Hierro después de mí. Propongo comprometerlo con tu hija, Helaena. Aliarnos de una vez y por todas. Permitirles gobernar juntos.
Espera un momento, ¿Qué?
-Una propuesta muy juiciosa -soltó el Rey a su izquierda, mas su voz sonaba lejana para Alicent. Y esa maldita harpía volvía a abrir su boca.
-Adicionalmente, quisiera ofrecer uno de los huevos de Syrax para que tú hijo, el príncipe Aemond pueda escoger entre ellos, como muestra de buena voluntad.
¡Pero claro que no! Si esa perra creía que podía venir arrastrándose a sus pies con la intención de arrebatarle a su única hija para casarla con uno de sus malditos bastardos, estaba muy equivocada. Completa y totalmente equivo… Sus ojos se posaron sobre el pecho de Rhaenyra.
-Rhaenyra -señaló la castaña con fingida modestia. Todas las miradas no tardaron en fijarse en la mancha de humedad que se acrecentaba en el vestido de la Princesa Heredera. Ésta maldijo por lo bajo, para después sentarse nuevamente, su brazo rodeando su torso. Realmente le costó trabajo suprimir la sonrisa de victoria que buscaba formarse en sus labios. Oyó a lo lejos el emotivo comentario de su esposo sobre el huevo de dragón. Si Aemond terminaba sin un dragón por el resto de su vida, mejor para ella. Sólo los Siete sabían lo nerviosa que se sentía cada vez que sus hijos debían acercarse a esas bestias, como se despedazaba las manos y rezaba porque no llegará algún sirviente a darle la noticia de que alguno de ellos había resultado herido o asesinado por uno de ellos. Aemond ya aprendería a resignarse. El tiempo siempre te ofrecía el bálsamo de la resignación. Ella era una prueba viva de ello-. El Rey y yo agradecemos tu oferta y la consideraremos como es debido…
-Pero no hay nada que considerar -soltó Viserys con entusiasmo, finalmente ganándose la atención de su esposa, quien lo volteó a ver con los ojos entornados. La sorpresa también era visible en el rostro de Rhaenyra-. Una propuesta como esta es inmejorable.
-Esposo… -comenzó Alicent, sintiendo como la sangre se drenaba de su sistema.
-Unificar a mi familia de una vez por todas -continuó el hombre sin prestarle atención alguna, mientras le ofrecía su mano a su hija, quien no tardó en tomarla con su mano libre-. Ser una sola casa de nuevo. No existe un mejor futuro para la casa del dragón que ese. Doy mi permiso y ordeno que quede asentado de inmediato…
-No, Viserys, espera… -habló la Reina a punto de perder por completo la compostura.
-…que la Princesa Helaena y el Príncipe Jacaerys queden comprometidos a partir de este día, para unirse en matrimonio cuando ambos hayan llegado a la mayoría de edad -proclamó su marido con una inmensa sonrisa dirigida hacia su primogénita, quien no dudó en emularla, victoriosa.
Mientras el resto del Consejo felicitaba a todos los involucrados y el Rey comenzaba a dar órdenes a su Mano para ir preparando el contrato matrimonial y el subsecuente anuncio a los Siete Reinos, Alicent observaba la escena como una espectadora, como si su conciencia hubiera escapado de su cuerpo, el cual permanecía inmóvil ante ella. Y entonces lo comprendió, todas y cada una de las batallas ganadas contra esa mujerzuela disfrazada de princesa no eran nada, absolutamente nada. Acababa de perder el enfrentamiento más importante de todos. Una vez más, Rhaenyra la tenía atrapada debajo de su delicado y sucio pie y lo peor es que no sólo era a ella, sino también a su pequeña hija. Su dulce, inocente y delicada Helaena, obligada a compartir su vida con un maldito bastardo. No era una simple batalla la que había perdido. Era la guerra.
La lista de sus errores era larga, estaba muy consciente de ello. La edad y la pérdida de su salud le habían dado suficiente tiempo para pensar. A pesar de lo que muchos pudieran creer, no vivía en la negación. Veía la realidad con inquietante precisión. No se trataba de un deseo de hacer a un lado lo obvio. No. Era un ferviente deseo de resarcir, aunque fuera de cierta forma, sus equivocaciones. Recomponer el tortuoso camino por el cual había empujado a su familia cuando decidió hacer caso al Gran Maestre Melos y dio el visto bueno al asesinato (porque no existía otra forma de verlo, al menos no para él) de su amada Aemma. Pensó que ese sería su último error, mas estuvo muy equivocado. Sin su esposa guiándolo con su recelosa mirada, cometió error tras error hasta llegar a ese momento.
Sus cansados ojos seguían fijamente a su esposa, quien caminaba frenéticamente delante de él, sin parar de hablar, a veces con el tono de un suplicante, otras con furia y amenazas, algunas, las menos, con calma y hechos cuidadosamente seleccionados para hacerlo cambiar de opinión. Viserys ya no sabía cuánto tiempo llevaba la mujer rabiando frente a él, pero debía admitir que estaba impresionado. No sólo porque hasta ahora no se había atrevido a traer a colación los rumores sobre el origen de los hijos de Rhaenyra, sino también porque parecía estar siendo impulsada por el Guerrero mismo, pues no lucía señal alguna de cansancio. Debían de ser ya horas y, sinceramente, él era el único a punto de desmayarse en su sillón. De lo disímiles que podían resultar sus dos esposas, era un hecho que ambas tenían algo en común: las dos eran capaces de luchar con garras y dientes por sus hijos. Dos imponentes dragonas listas para proteger a sus crías, aunque a Alicent no le agradara que se refirieran a ella como una Targaryen. El último incauto que lo hizo (un sirviente en su primer día) fue echado de la Fortaleza Roja al instante. Si tan sólo se permitiera verse como la poderosa dragona que sin lugar a duda era, no viviría en un constante estado de angustia y miedo, siempre lista para salir a la defensiva. Como en este justo momento. Estaba tan convencida de que su decisión de comprometer a su hija Helaena con su nieto Jacaerys era el peor destino para su única hija, que fallaba en ver todos y cada uno de los beneficios. Su segunda hija no encontraría jamás un mejor prospecto que el primogénito de Rhaenyra. El niño era de una naturaleza buena, dedicado en sus estudios y entrenamientos y heredero directo al Trono de Hierro. Helaena sería querida, respetada y la futura Reina de los Siete Reinos.
Y eso sin contar la verdadera razón por la que Viserys ni siquiera dudó en aceptar la propuesta de su querida hija al instante: con este matrimonio la división entre las dos ramas de su familia se enmendaría. Había creído ilusamente que lo sucedido en los muelles de King’s Landing acercaría a su familia, no obstante, cualquier buena voluntad desapareció después del dichoso incidente con el cerdo en el Pozo Dragón. Visto que ni siquiera un evento de vida y muerte fue capaz de cambiar la dinámica familiar, un matrimonio tendría que conseguirlo. Al fin y al cabo, no existía mejor método para fomentar una alianza entre dos bandos que una unión matrimonial. Era un plan perfecto para todos… aunque su joven y ansiosa esposa se negara a verlo.
-¡Ya basta! -exclamó, imprimiendo la poca fuerza que le sobraba. Alicent detuvo sus pasos, volteándolo a ver directamente con esos inmensos ojos azules cuyo fuego amenazaba con consumirlo.
-Esposo… -trató de reanudar su diatriba.
-Mi decisión es final. Helaena quedará comprometida a Jacaerys y ambos se casarán ante los Siete cuando lleguen a la mayoría de edad -zanjó el Rey, llevándose su única mano a la sien-. Sé que ahora no puedes verlo, querida, pero en el futuro entenderás que ésta es la mejor decisión para todos.
-No, tú eres quien no ve el terrible error que estás cometiendo, esposo -soltó la Reina fuera de sí-. ¡Entregarás a mi única hija a un bas…
-¡Esto se acabó! ¡No permitiré más de esto! -indicó el Rey-. ¡La decisión se ha tomado y no cambiará sin importar lo que hagas o digas! Ahora, retírate, que necesito descansar.
-Jamás te perdonaré por esto, Viserys -expresó Alicent con furia, antes de girar sobre sus talones y abandonar la habitación con todo el porte que la caracterizaba.
Cubrió su rostro con la palma de su mano. Alicent Hightower tenía una larga lista de hechos que jamás le perdonaría, empezando por el haberle arrebatado su juventud, felicidad y libertad. Viserys sólo deseaba fervientemente que este matrimonio le devolviera un poco de todo lo robado a su querida esposa, que pudiera ver de primera mano los beneficios de esta unión, porque sin duda él no lo vería. El Extraño llevaba años persiguiéndolo. Sólo le rogaba que le diera el tiempo suficiente para ver este matrimonio llevarse a cabo, asentar las bases de una nueva era para su familia y que su muerte fuera la única necesaria para unificar a la casa Targaryen.
Algo estaba sucediendo. Ni él, ni Luke y tampoco Aegon sabían exactamente de qué se trataba, pero era un hecho que algo realmente importante estaba pasando. Se notaba en el alegre y ciertamente triunfal semblante de sus padres y en las reuniones diarias que tenían con los Reyes en las tardes. En el contrastante y furibundo rostro de la Reina y como su estado de humor había sumergido a la Fortaleza en un estado de alerta permanente. En el hecho de que ya llevaban casi una semana entera siendo entrenados por Sir Harwin, ante la mirada de odio y desprecio de Sir Criston. Y eso sin mencionar que el Rey ya los había citado en sus habitaciones dos veces más que su usual visita semanal. Como siempre Lucerys era quien más disfrutaba esas visitas, pues, además de su fascinación con las historias sobre la Antigua Valyria, al pequeño le encantaba ayudar a su abuelo con su interminable tarea de construir su maqueta del perdido imperio. Jace siempre se limitaba a escuchar a su abuelo y tratar de no quedarse dormido en el intento. Pero incluso en medio del aburrimiento que los relatos le causaban, no tardó en notar que todos y cada uno de ellos se trataban de un mismo tema: matrimonio.
La situación era tan extraña que su hermano y Aegon habían decidido deponer las armas, abriendo el canal de comunicación para que pudieran intercambiar información. Incluso, Aemond estuvo a punto de acercárseles para cuestionarlos, sin duda instigado por la misma sensación de intriga. Luke había considerado el ademán como una victoria, sintiéndose nuevamente esperanzado en cuanto a recuperar a su amigo. Jace ya había optado por no decirle nada a su pequeño hermano. Después de su discusión y de conseguir su perdón (aún desconocía como lo había logrado) se hizo la promesa así mismo de no volver a intervenir en ninguna amistad que alguno de sus hermanos tuviera, así fuera con el insufrible de Aemond. Aunque jamás dudaría en defenderlos si alguien intentaba lastimarlos.
Para el final de la semana, el misterio parecía estar a punto de terminar cuando sus padres los mandaron a llamar para platicar con ellos en la sala de estar. Ninguno de los dos sabía exactamente qué esperar y el nerviosismo era evidente en ambos, sobre todo en Luke quien no paraba de jugar con el borde de su jubón. Por suerte, su atención fue robada pronto por la bandeja de pastelillos de limón que reposaba en la mesita de centro y que él menor no tardó en atacar ante la mirada entretenida de sus padres.
-Queridos, su padre y yo queríamos hablar con ustedes sobre algunas decisiones que se han tomado en los últimos días -comenzó su madre con una ligera sonrisa en los labios-. Sé que ambos se han preguntado sobre el ambiente en la Fortaleza y nos hubiera gustado hablar con ustedes antes, pero sólo hasta ahora hemos podido hacerlo -intercambió una mirada con su padre y este movió su cabeza afirmativamente en apoyo-. A partir de hoy y por decreto real, se ha establecido que tú, Jacaerys, quedes comprometido con mi hermana menor, la princesa Helaena Targaryen.
El tiempo pareció detenerse para Jace. ¿Había dicho comprometido? ¿Comprometido cómo en que algún día tendrían que casarse? ¿Comprometidos? Algo en su rostro debió de poner en alerta a sus padres, pues las sonrisas desaparecieron al instante, convirtiéndose en expresiones de preocupación.
-¿Comprometidos? -habló Luke, dejando en el olvido el pastelito que estaba a punto de llevarse a la boca-. ¿Eso quiere decir que Jace y la tía Helaena se casarán?
-Cuando ambos hayan alcanzado la mayoría de edad, si, se casarán -respondió su padre en ese tono que solía usar cuando trataba de calmar a algunos de sus hijos.
-Cariño, sé que esto es algo inesperado y que puedes tener dudas al respecto… -empezó su madre.
-¿La princesa sabe sobre esto? -preguntó Jace, temiendo la respuesta.
-Seguramente en el transcurso del día la Reina le dará la noticia -respondió la peliplata, causando un vacío en el estómago de su primogénito-. El Rey ha considerado prudente que la princesa y tú tengan reuniones semanales para que vayan conociéndose mejor. Y ha estipulado que su primera reunión sea mañana en la tarde en uno de los jardines privados de la Reina.
-Eso permitirá que no lleguen al altar como completos desconocidos y que sea más fácil para ambos crear las bases de un buen matrimonio -explicó su padre, tratando de confortarlo con una sonrisa.
-Pero… ¿Y si la princesa no quiere casarse conmigo? -cuestionó Jace. La expresión de sus padres fue su única respuesta. No importaba si la princesa Helaena no quería casarse con él o si él tampoco quisiera hacerlo, ambos estaban obligados a hacerlo. No era su decisión, ni si quiera de sus padres (pues dudaba que la Reina hubiera aceptado aquello con felicidad, lo cual explicaba su pésimo humor de los últimos días), era del Rey y un deseo del Rey era una ley incuestionable.
-Sé que en este momento todo parece demasiado, pero con el tiempo te darás cuenta de que esto es lo mejor para todos -expuso su madre, posando su mano sobre una de las suyas.
Jacaerys apartó su mano, mientras movía afirmativamente su cabeza en señal de comprensión. Acto seguido, se puso de pie, se disculpó y encaminó sus pasos a la salida del Ala. Necesitaba alejarse de ahí, pensar. Había hecho su mejor esfuerzo durante las últimas semanas para no pensar en la princesa Helaena y su desastrosa última reunión. A pesar de ello, no podía evitar que su rostro desencajado y dolido se abriera paso en su mente durante el día, causándole un vacío en el pecho y un escozor en los ojos que le costaba controlar. Ya no intentó regresar, aún no sabía si por miedo a que la princesa cumpliera con su amenaza, o por simple vergüenza. Lastimó a la princesa, lo supo apenas las palabras escaparon de su boca, y no sabía cómo arreglarlo. Y, mucho peor que eso, se había dado cuenta de que la niña tenía mucha razón al haber reaccionado así ante la estúpida broma a Aemond. Era su hermano, su único y primer amigo por años, y, aún más importante, era una de las pocas personas que trataban a Helaena con respeto y cariño. Era lógico. Él también habría reaccionado así, incluso peor, si el afectado hubiera sido Lucerys. Y lo había hecho, las pocas veces que Aegon había tomado al más pequeño de ellos como blanco de sus burlas y bromas. Por supuesto que contentar a Luke era mil veces más fácil que tratar de hablar con Aemond. El pequeño se contentaba con una disculpa y una ingente cantidad de pastelillos o un juguete nuevo.
Existía un acceso poco vigilado en uno de los pasillos cercanos que conducía a una pequeña torre. La habitación ubicada al final estaba clausurada, pero la escalera en forma de caracol contaba con pequeñas ventanas cuya vista daba directamente a la orilla del mar. Una vez Luke encontró a su padre ahí, sentado en los escalones y viendo a través de una de las ventanas. El hombre les dijo que solía ir allí cuando extrañaba Driftmark, para sentirse cerca del mar, de su antiguo hogar y de las personas que había dejado allí. Aunque para él no tenía el mismo significado, Jace había descubierto que el sitio era perfecto para aislarse y pensar, sobre todo en momentos como ese en los que todo parecía ser demasiado. Se sentó en los escalones y reposó su cabeza en la fría pared de ladrillo. Aún era muy pequeño para poder ver desde la ventana sin necesidad de estirar el cuello y realmente no era su finalidad al venir aquí. La faz de Helaena se formó ante sus ojos. Lo odiaba, estaba seguro de ello. ¿Cómo se supone que tuvieran un buen matrimonio? ¿Cómo serían felices? ¿Acaso no merecían ser felices?
El inconfundible sonido de una armadura lo hizo levantar la mirada, encontrándose con la cálida y comprensiva mirada de Sir Harwin, quien lo observaba de pie, con algunos escalones de distancia.
-Mi príncipe -lo saludó el caballero.
-Sir Harwin -le respondió el niño, enderezándose levemente.
-¿Le importa si lo acompaño? -cuestionó, a lo que Jace negó con la cabeza. Realmente no sabía si su respuesta habría sido la misma de tratarse de su padre. Justo ahora no podía evitar sentirse un tanto traicionado por él y su madre. Era consciente de que como futuro heredero al Trono de Hierro su matrimonio dependería de sus padres, pero eso no quitaba la sensación de haber sido vendido. Y si eso sentía él, ¿Qué sentiría la princesa Helaena cuando se enterará? Sir Harwin se sentó en el escalón sobre el que estaba parado, sin mover su mirada de él.
-Se me fue informado sobre su compromiso con la princesa Helaena -indicó-. Aunque no sé si felicitarlo o no. Parece que no tomó la noticia de la mejor manera.
-Sólo… me tomó por sorpresa -expresó Jace, cruzando sus brazos sobre sus rodillas-. No sé qué pensar.
-¿Acaso no le agrada la princesa? -inquirió Sir Harwin.
-No… digo, sí, me agrada -habló Jacaerys, sintiéndose ruborizar-. Ella es dulce, inteligente y… -soltó un pesado suspiro-. Sólo no creo que yo le agrade a ella.
-Lo dudo realmente, mi príncipe -negó el caballero-. Y, aunque así fuera, ambos tienen suficiente tiempo para conocerse y establecer una buena relación. No muchos tienen esa posibilidad.
-Pero… no sabría cómo empezar, qué hacer -soltó Jace recargando su barbilla sobre sus brazos.
-Siendo un buen hombre -señaló Sir Harwin-. Tratándola bien, con respeto. Dándole su lugar, su apoyo, su lealtad. Un buen esposo lo es cuando comprende que su esposa no es un objeto, una pertenencia, sino una persona, una compañera. Son un equipo. Recuerde eso, y nunca podrá equivocarse, príncipe Jacaerys.
La voz de su madre logró llamar su atención, así como la de sus hermanos. Después de la horrible broma del cerdo, su madre había hecho hincapié en obligar a Aegon y Aemond a pasar el mayor tiempo juntos, lo cual incluía desayunos y cenas como la de ahora. La Reina estaba segura de que incentivar la cercanía entre sus dos hijos ayudaría a mejorar su relación, sin embargo, el tiempo juntos solamente causaba más peleas y discusiones. Justo ahora, la severa voz de su madre había interrumpido a un Aegon a punto de tirarse desde el otro lado de la mesa sobre Aemond, quien ya estaba listo para recibirlo con la palabra arrogancia escrita en su faz.
-¡Los dos siéntense ahora mismo! -los amonestó su madre, aunque sin mucha fuerza, como si el detener a sus hijos de pelearse no le interesara mucho en ese momento. Es más, parecía estar nerviosa, lo cual era un cambio de su estado de humor de las últimas semanas, durante las cuales hasta el más mínimo mal comportamiento de sus hermanos la encolerizaba al instante. Y ni que decir si alguno de los sirvientes se tardaba o no seguían sus instrucciones al pie de la letra. La pobre de Dyana ya había sido fuertemente regañada dos veces y estaba bajo amenaza de ser echada si volvía a transgredir sus reglas en alguna forma. Aegon incluso aseguraba haber oído gritos furiosos provenientes de las habitaciones de su padre.
La única persona a la que su madre trataba bien, incluso un poco mejor que de costumbre, era a su única hija. Pasaba más tiempo con ella, escuchándola hablar sobre sus pequeñas criaturas o simplemente compartiendo su pasatiempo común del bordado. Cada día le preguntaba que deseaba cenar y sin falla su platillo seleccionado estaba listo en la mesa al anochecer. Hasta le había permitido ver a Dreamfyre dos veces por semana, llegando al punto de acompañarla en el carruaje hasta el Pozo Dragón para esperarla en la entrada ansiosa. Para nadie era un secreto que la Reina le guardaba cierto terror a los dragones que tanto amaban los Targaryen. Helaena había intentado presentarle a su dragona, mas la primera negativa fue suficiente para la chica. Caso diferente era Aegon, quien no perdía la oportunidad de presumir la belleza de Sunfyre, en un intento de hacer cambiar de opinión a su madre, y de invitarla a volar con ellos, no importaba cuántas veces la castaña ya hubiera declinado la invitación. Que decidiera acompañarla tan cerca de esas bestias, como solía llamarlas, era una inequívoca prueba de que algo estaba pasando. Y sin importar lo que fuera, Helaena estaba casi segura de que tenía que ver con ella.
El misterio carcomía a sus hermanos, quienes tenían pequeños momentos de tregua para intercambiar información. Gracias a esos pequeños momentos los tres sabían que lo que fuera que estuviera ocurriendo se extendía a todos los adultos de la familia real, pues sus sobrinos también habían notado un extraño comportamiento en la Princesa Heredera y su esposo, quienes, a diferencia de la Reina, parecían estar demasiado felices últimamente. Al igual que su padre, quien sorpresivamente ya la había invitado a sus recámaras un total de tres veces con el único objeto de contarle historias sobre la Antigua Valyria. La niña había aprovechado las oportunidades para dirigir la conversación hacia el único tema que realmente le interesaba sobre sus antepasados, los Sueños de Dragón. El tópico emocionó al Rey al instante, quien no dudó en sacar tomos de su biblioteca personal para explicarle a su hija menor sobre los registros que se guardaban sobre el tema. Tras horas de escuchar a su progenitor sobre lo poco que se conocía del tema a pesar de ser vital para la sobrevivencia de su estirpe, Helaena sólo tenía una pregunta: ¿Su padre estaría feliz o aterrorizado de saber que una de sus hijas era como Daenys, la Soñadora? Una cosa era idolatrar a una mujer muerta hace siglos y otra tener enfrente a una niña presagiando el seguro final de su dinastía.
Helaena se inclinaba más hacia el terror. Ella misma les temía a sus pesadillas, a sus visiones, a las palabras que escapaban de sus labios. Su madre la miraba como si estuviera poseída, Aegon como si estuviera loca y Aemond simplemente le daba por su lado. El único en reaccionar positivamente fue Jacaerys, viendo su don como un regalo, no una maldición. Pero eso ya no importaba. El niño había desaparecido de su vida tan repentinamente como apareció lunas atrás. El hecho le hacía doler el estómago cuando lo recordaba, aunque debía de agradecer que no había vuelto a llorar como la noche en que todo terminó. Odiaba llorar. Le drenaba la energía, le tornaba la cabeza pesada y debía soportar la pegostiosa sensación que las lágrimas dejaban sobre su piel.
-Quiero hablar con ustedes -pronunció su madre, recuperando en un pestañeo la postura y el semblante severo con el que solía tratarlos. Aegon se acomodó en su asiento evidentemente interesado, mientras Aemond dejaba descansar sus manos sobre la superficie de la mesa, demostrando que era mucho mejor que su hermano mayor para controlar sus emociones-. Desde hace unos días, el Rey ha tomado una decisión y, a pesar de mis mejores esfuerzos, mañana se dará el anuncio oficial a todo el reino: El Rey ha decidido comprometer en matrimonio a Helaena con el príncipe Jacaerys Velaryon.
Pocas eran las veces en que la niña se había sentido genuinamente sorprendida a lo largo de su corta vida y era curioso que la mayoría de esas veces su sobrino Jacaerys estuviera involucrado. Oía a lo lejos las quejas y recriminaciones de Aemond y los comentarios triunfales y jubilosos de Aegon. Realmente no eran importantes en ese momento. Helaena recordaba vívidamente la primera vez que su madre le habló sobre su futuro. Había ocurrido unos días después de su décimo día del nombre. La mujer la había sentado en la pequeña salita de sus habitaciones y comenzó a explicarle sobre su florecimiento, lo que aquello significaba y cómo ese suceso la convertiría en una doncella elegible para casarse y concebir hijos. La explicación la dejó sintiéndose asqueada y ansiosa, no obstante, nada se comparaba al terror y al sentimiento de traición que la recorrió por completo cuando su madre le informó que su futuro esposo sería su hermano mayor Aegon. A esa plática le siguió una larga semana de pesadillas, de escenas inconexas donde el único monstruo era Aegon, un Aegon diferente al que conocía y con el que convivía día a día, un hombre ebrio, agresivo y cruel quien a veces se burlaba de ella, otras veces la golpeaba y unas más le hacía cosas que Helaena prefería no recordar. Las pesadillas finalmente terminaron una noche, cuando soñó con una escena diferente, con tres niños de cabello plateado, jugando a su alrededor en su jardín favorito. Desde entonces, la niña había aceptado su destino, haciéndose a la idea día a día con el hecho de que tarde o temprano tanto ella como Aegon terminarían encarcelados en un infeliz matrimonio por razones imposibles de comprender para ninguno de los dos.
Estaba resignada, hasta ese preciso momento. Era extraño, por decir lo menos. Ni siquiera sus más extraños sueños o visiones la prepararon para eso. Los deseos de su madre habían sido hechos a un lado, a juzgar por su expresión sombría y desencajada. El Rey había tomado una decisión y, a partir de mañana, sería de conocimiento de todos. Fijó su mirada en Aemond, quien estaba furioso en medio de una retahíla de insultos en contra de Jacaerys y sus hermanos. Miró a Aegon, cuya sonrisa iba de oreja a oreja e incluso levantó ligeramente su copa en su dirección, como si ambos estuvieran festejando las noticias. Y realmente no podía negarlo. Si no le pareciera un insulto hacia el sufrimiento de su madre, la peliplata también habría levantado su copa para tocarla con la de su hermano mayor. Ambos eran libres, o al menos tan libres como era posible serlo en su posición. Como primer hijo del Rey, Aegon tendría que casarse con una mujer cuidadosamente escogida por los Reyes. Y ella, se casaría con Jacaerys.
Las manos de su madre se posaron sobre su mano derecha, comandando toda su atención en dirección a la castaña. Un dolor se posesionó en su estómago al ver los ojos vidriosos de la mujer a su lado, quien la miraba como si el Extraño estuviera detrás de ella listo para llevársela, lo cual la contuvo de alejarse.
-No tienes por qué preocuparte, mi niña -le aseguró su madre con muy poca convicción en su voz-. El compromiso se llevará a cabo dentro de varios años, cuando el hijo de Rhaenyra llegué a la mayoría de edad. Tenemos suficiente tiempo para evitarlo, para hacer cambiar de opinión al Rey. Yo me encargaré de arreglarlo.
A Helaena le hubiera gustado poder decirle un par de palabras reconfortantes a su madre, pero sólo fue capaz de dedicarle una pequeña sonrisa que esperaba fuera tranquilizadora. Parecía ser que lo fue, pues ésta le devolvió la sonrisa, dándole un ligero apretón a su mano, antes de soltarla y recuperar la compostura.
-Por otra parte, junto con la propuesta de compromiso, la princesa Rhaenyra ofreció uno de los huevos de Syrax para ti, Aemond, como gesto de buena voluntad -añadió la castaña, frunciendo el ceño y los labios en disgusto. La reacción de su hermano menor fue instantánea. Toda molestia e indignación desapareció de su faz, siendo reemplazada por la incredulidad y una incipiente felicidad que realmente trataba de mantener bajo control. Aegon masculló un “vaya” por lo bajo igual de sorprendido. Y ella simplemente volvió a ladear la cabeza confundida. Eso tampoco tenía que ver con las más recientes visiones sobre su hermano. Si había un huevo esperando a Aemond, ¿por qué lo vio surcando los aires en un dragón tan gigantesco y viejo? ¿Eso quería decir que esa imagen de su hermano sin un ojo tampoco ocurriría? ¿No tendría que cerrar un ojo para tener un dragón? ¿Acaso su unión con Jacaerys Velaryon era tan importante como para cambiar no sólo su vida, sino también la de quienes la rodean? Escuchó a lo lejos la voz de su hermano cuestionando con disimulada emoción a su madre, y a ésta explicarle los detalles del acuerdo con una dura expresión, casi decepcionada de la felicidad de su hijo. Ella por su parte, no podía evitar sentir cierta esperanza por el futuro de su hermano. Incluso podía admitir que aquella esperanza también se extendía hasta Aegon, quien bebía de su copa, pasando su mirada de su madre a Aemond como si su interacción se tratara de algún espectáculo. Tal vez su vida también podría ser mejor si no eran obligados a pasar el resto de sus vidas juntos, si podía tener una esposa más de su agrado, alguien menos extraña y más fácil de tratar que ella, alguien a quien sí podría llegar a querer, incluso amar.
Su atención regresó al adusto semblante de su madre, quien acababa de llamarla. Algo en la expresión indignada de Aemond y la mueca de diversión de Aegon le indicaron que el tema acababa de cambiar de nuevo.
-¿Perdón? -inquirió Helaena con genuina curiosidad, mas su madre debió de tomarlo como una especie de queja, pues su mano volvió de nuevo a posarse sobre la de ella. Una vez más, la niña hizo uso de todo su autocontrol para no apartarla.
-Ha sido una petición del Rey -aclaró su madre, mientras Aemond cruzaba sus brazos sobre su pecho, furioso una vez más, y Aegon soltaba un bufido de diversión-. Sé que no te agradan ese tipo de reuniones, pero él piensa que incentivar la cercanía entre tú y ese… el príncipe, propiciará un mejor matrimonio. Logré dejarlo en una reunión a la semana. Por supuesto que no estarás sola con él. Tanto yo, como Sir Criston estaremos vigilándolos de lejos. La princesa también estará allí -Helaena asintió en comprensión, sorprendida por tercera vez en la noche.
-¿Y cuándo sería la primera reunión? -inquirió la rubia intrigada. Volvería a ver a Jace y realmente no sabía qué esperar de aquello. Seguramente algo tan inesperado como lo ha sido toda esa noche.
-Mañana en la tarde en mi jardín personal -respondió la Reina. Helaena asintió de nuevo, mientras Aemond reiniciaba con su retahíla de insultos dirigidos a Jacaerys y a su hermana mayor.
La niña se permitió de nuevo sumirse en sus pensamientos, sin ser interrumpida de nuevo, por lo menos no hasta que la cena terminó y todos se retiraron a sus respectivos cuartos. Su madre no tardó en aparecer en sus habitaciones, lista para ayudarle a prepararse para la noche, mientras le aseguraba de todas las maneras posibles que aquel compromiso jamás se llevaría a cabo, que tenían suficiente tiempo para cambiar la decisión del Rey, que ellos nunca llegarían a casarse y que su futuro estaba ligado al de Aegon. Era interesante como un futuro podría lucir prometedor para su madre, mientras para ella era la descripción más cercana a uno de los Siete Infiernos, y viceversa. Se abstuvo de dar su opinión, en especial porque suponía que la perturbada mujer rezando de rodillas junto a ella frente a su cama no tomaría de la mejor manera saber que ella preferiría mil veces ser la esposa de Jacaerys que la de Aegon. Aunque, si fuera realmente sincera, ella preferiría no tomar ningún esposo y ser dejada en paz para estudiar a sus pequeñas criaturas por el resto de sus días, escenario que tampoco le agradaría a su madre.
En cuanto se quedó sola en su habitación, Helaena se preparó para una noche plagada de pesadillas, mas éstas nunca llegaron. A la mañana siguiente, cuando fue despertada por Dyana y la voz derrotada de la Reina, la niña se sentía más descansada de lo que se había sentido en días. El desayuno con su madre y Aemond estuvo plagado de un sentimiento de desastre, del cual le hubiera encantado poder escapar, y el ambiente empeoró conforme se acercaba la hora de su reunión con el príncipe Jacaerys. El camino de ida al jardín personal de la Reina fue una interminable lista de advertencias de parte de su madre, acompañado por el repiqueteo de la armadura de Sir Criston, uno de esos sonidos cuyo ritmo le ayudaba a relajarse. Y en este momento, realmente necesitaba relajarse. La ansiedad de la castaña había conseguido filtrarse hasta su interior, a pesar de lo ilógico que era temerle a un niño como su sobrino. Aunque ella también pensó que Jace era un buen chico, caballeroso y honorable. Se había equivocado y ahora su imaginación, abonada por las palabras de su madre, pintaban a Jacaerys como un monstruo en potencia igual o peor a Aegon.
El rítmico sonido cesó en cuanto llegaron al pasillo que rodeaba el pequeño jardín de la Reina. La muchacha levantó la mirada del suelo, posándola sobre la pequeña mesa de mármol ubicada al centro del lugar. Allí sentado, vestido demasiado formal y con el cabello relamido, estaba su sobrino. Escuchó lejanamente la voz de su madre, repitiéndole por enésima vez que si se sentía incómoda ella se encargaría de cancelar todo aquello. Helaena asintió antes de encaminar sus pasos con rumbo al punto de encuentro. Jacaerys no tardó en notar su presencia, tras lo cual se enderezó, fijando sus ojos sobre la superficie de la mesa. La chica echó un rápido vistazo a su alrededor. Su hermana estaba en el pasillo de enfrente, acompañada por su Escudo Juramentado, con quién parecía estar teniendo una conversación, a pesar de que ninguno de los dos quitaba su atención del príncipe. Devolvió su mirada a Jace, quien a todas luces estaba tan o más nervioso que ella, o que las dos mujeres quienes observaban cada uno de sus movimientos. Tomó asiento frente al castaño, provocando que al fin la mirara directamente. Como acto reflejo, el niño se puso de pie, dedicándole una ligera reverencia.
-Princesa -habló Jacaerys con cierto temblor en la voz, que no pasó desapercibido para la chica. Era curioso. Helaena no recordaba jamás haber visto a su sobrino tan nervioso.
-Príncipe Jacaerys -contestó Helaena, percibiendo como su propia ansiedad disminuía lentamente. El niño regresó a su posición anterior, colocando sus manos entrelazadas sobre la mesa, aunque pronto se arrepintió, al notar el ligero temblor en ellas, y optó por ponerlas debajo de la mesa sobre su regazo. La rubia esperó pacientemente a que el castaño hablara, no sólo porque no sabía exactamente qué decir, sino también porque era mucho más entretenido estudiar las facciones de su sobrino mientras éste trataba de encontrar las palabras correctas. Suponía que su hermana y esposo ya habrían preparado al príncipe para este momento, enseñándole las palabras precisas, no obstante, supo que lo que estaba por pasar no estaría planeado por ninguno de los adultos observándolos de lejos cuando Jacaerys soltó un pesado suspiro de cansancio mezclado con una indudable sensación de derrota.
-Yo… quería disculparme por esto -comenzó Jacaerys, sorprendiendo a Helaena. ¿Disculparse?-... y por lo que ocurrió la última vez que nos vimos. Mi actitud no fue digna de un príncipe y usted no merecía que la tratara de esa manera y realmente lo lamento. Jamás fue mi intención lastimarla u ofenderla. Espero pueda disculparme por ello. Y por esto, todo esto, el compromiso… sé que debe ser lo último que usted debe desear… casarse conmigo… y realmente lamento que sea obligada a hacerlo. Pero puedo prometerle que haré todo de mi parte para ser el mejor esposo para usted… Podemos ser amigos, como mis padres. Ellos… sé que no se aman, pero al menos se aprecian. Nosotros podemos tener un matrimonio como el de ellos… Si usted lo desea, princesa.
Helaena permaneció en silencio por un momento, completamente descolocada. No esperaba eso. No esperaba tanta honestidad en tan pocas palabras. O tanta consideración. Mucho menos esperaba la genuina tristeza en el rostro de Jacaerys. ¿Acaso la idea de casarse con ella era en verdad tan horrible? Aegon se habían encargado de señalarlo cada vez que el tema salía a colación. Suponía que no era el tipo de esposa que cualquier hombre quisiera, era consciente de sus muchas fallas de personalidad gracias a sus septas. Una incluso había llegado a decirle directamente a su madre que su única hija era mejor material de septa que de esposa. A Helaena le llamó la atención la posibilidad (la reclusión, el silencio, la libertad de leer y estudiar), sin embargo la furibunda reacción de su madre, quien poco le faltó para mandar a echar a la septa de la Fortaleza, le indicó que aquello no era algo viable. El destino de Helaena era desposar a alguien y si ese alguien era el pequeño niño nervioso enfrente de ella y no él borracho de su hermano, mejor. Se acomodó en su silla, apartando su espalda del frío metal del respaldo, haciendo una nota mental de recordarle a su madre cuánto le disgustaba la sensación en su piel.
-Todo esto es muy extraño -expresó sus pensamientos desde el día anterior, sin mirar directamente al chico al rostro. Jace arqueó una ceja confundido-. Mi madre siempre ha dicho que yo nací para ser la esposa de Aegon -una combinación entre incredulidad y asco se posó en las facciones de su sobrino. Helaena apoyaba por completo la reacción del chico-. Al principio no quise escucharla, pero después, las pesadillas empezaron. Vi a Aegon, lo vi a mi lado en el septo; lo vi ebrio, rodeado de cientos de cuerpos; lo vi siendo cruel, lastimando, insultando, tomando todo cuanto se atravesaba en su camino, sin importarle los sentimientos de nadie. Mucho menos los míos -clavó su mirada en un arbusto ubicado detrás de su sobrino, o mejor dicho, en la pequeña mariposa revoloteando sobre él-. Ya lo había aceptado, como he aceptado cada una de mis pesadillas. Sabía que ese era mi futuro. Hasta ayer -siguió con sus ojos a la mariposa, viendo como ascendía para perderse entre el follaje de un árbol-. Algo ocurrió, cambió. Aún no sé si es bueno o malo, o por qué, pero es diferente. Tampoco sé que pensar. Creo que es un mejor futuro, ser tu esposa y no de Aegon. No lo sé. Sólo espero que no seas como él.
-Princesa… Helaena -habló Jacaerys en un tono nuevo para la rubia, quien olvidó a la mariposa y posó sus ojos sobre la faz de su acompañante. El niño la observaba con determinación en su mirada, sus facciones transfiguradas por una mezcla de sentimientos que la confundían: furia, tristeza, indignación. El castaño colocó su mano sobre la superficie, a centímetros de las suyas, ofreciéndosela. Helaena no sabía en qué momento había puesto sus manos sobre la superficie de piedra, pero agradeció que Jace no intentará tocarla. En su lugar, su mano permanecía ahí, como una invitación que podía aceptar o rechazar. Y sin importar cuál fuera su decisión final, el niño continuó, recuperando su atención-. Sé que mi actuar con usted no ha sido aceptable. Sé que la he ofendido y lastimado y por ello le pido disculpas. Sin embargo, le juro por mi vida que jamás volveré a causarle ningún daño, sea con mis palabras o mis acciones. Me encargaré de protegerla y le prometo que como mi esposa tendrá mi respeto y consideración en todo momento. Puede confiar en mí, en mi palabra. Por los viejos dioses y los nuevos.
A Helaena le hubiera gustado responder con esas ensayadas palabrerías que su madre y septas intentaban enseñarle con desesperación. Le hubiera gustado sonreírle a Jacaerys, ofrecerle su favor como esas princesas en los cuentos que su madre solía leerle. Le hubiera encantado tirarse en sus brazos, emocionada hasta las lágrimas como algunas nobles llegaban a hacer con sus prometidos. En pocas palabras, hubiera deseado ser normal. Mas no lo era. Nunca lo había sido y realmente dudaba que algún día llegara a serlo. Y, a pesar de eso, ahí estaba su sobrino, quien conocía a la perfección cuán extraña era, prometiéndole una vida diferente de la que ya estaba resignada a tener. Una vida… feliz, o al menos tan feliz como era posible en un mundo tan cruel como este.
Lo suyo no eran las grandes demostraciones. Lo suyo eran los pequeños detalles, las palabras en susurros, los toques más delicados. Acercó su mano a la de Jace y la sujetó. El chico sonrió de oreja a oreja, comprendiendo el mensaje. Y por un momento, la persona delante de ella ya no era el sobrino que conocía. Era un muchacho con el cabello hasta los hombros, ondulado, castaño, decorado con algunas trenzas, de cuyas puntas pendían diminutas perlas; de facciones adustas, nariz respingada y una sonrisa que llegaba hasta sus ojos de color almendra. Un pestañeo, un instante, una visión, como muchas otras, aunque por primera vez Helaena no sentía miedo o desesperanza. Se sentía feliz, genuinamente feliz, como pocas veces en su vida. Sonrió, reflejando la expresión de Jace. No tenía idea de que había causado este cambio, pero no planeaba cuestionarlo. Lo aceptaría y lo disfrutaría, y si debía pelear por él, lo haría.
Sabía que no debía estar ahí. Su madre le prohibió a él y a Aegon (especialmente a Aegon) acercarse a la reunión de su hermana con el bastardo que ahora se hacía llamar su prometido. La indignación y la furia aún no se evaporaba de su interior, aunque no sabía bien a bien hacia quien estaba dirigida: ¿a su padre por entregar a Helaena como si de un objeto se tratara a la persona más indigna posible? ¿A su hermana mayor por querer usar a su inocente hermanita como tapadera de sus indiscreciones? ¿A Jacaerys por no merecer ni siquiera estar en el mismo espacio que Helaena? ¿O a su madre por sólo quedarse ahí parada sin hacer nada más que morderse las uñas? Si tan sólo no fuera un niño, él ya habría arreglado todo esto, y si tuviera un dragón, lo habría arreglado increíblemente rápido. Mas no lo tenía.
Por eso se había escabullido hasta el jardín privado de la Reina. Sabía que Rhaenyra estaría allí, vigilando como halcón a su pequeño bastardo. Y tal vez esa era la principal razón de su enojo, el hecho de que su pecaminosa hermana hubiera añadido al compromiso matrimonial el regalo de un huevo de dragón. ¡Un maldito huevo de dragón! Por el edicto del Rey Jaehaerys cada niño Targaryen tenía derecho a un sólo huevo de dragón a lo largo de su vida. Regalar uno, sin importar si te pertenecía o a quien se lo quisieras dar, era un tema complicado, especialmente después de que una amiga de la Reina Rhaena huyera con los huevos de Dreamfyre más allá del Mar Angosto. Desde entonces, todo huevo de dragón le pertenecía directamente a la Corona, por lo cual ésta debía de dar su visto bueno para cualquier cambio de posesión. Además, tampoco es como si hubiera suficientes huevos para regalar, hecho del que él personalmente era bastante consciente. En ese justo momento sólo existían cinco dragones hembras: Vhagar, Dreamfyre, Silverwing, Meleys y Syrax. De esas cinco, únicamente Dreamfyre y Syrax habían puesto huevos en los últimos años, en un número bastante bajo en comparación a veces anteriores. Era un tema que preocupaba a los cuidadores de dragones y que en su opinión también debería de preocupar al Rey y a cualquiera con sangre Targaryen. A pesar de eso, Rhaenyra se atrevía a darle uno de los huevos de su dragona.
Le hubiera encantado festejar, si tan sólo el precio no fuera tan alto: su hermana. Su dulce e inocente hermana, quien merecía un mejor futuro que estar casada con un bastardo (o Aegon, si los deseos de su madre hubieran sido respetados). Su cabeza era un ir y venir entre ambas ideas, su disgusto hacia el compromiso y su alegría ante la posibilidad de al fin tener su propio dragón. Estaba dividido, sintiéndose indudablemente como un traidor ante su hermana. ¿Con qué cara podía reclamarle a nadie si él mismo estaba dispuesto a aceptar todo el asunto con tal de tener ese huevo de dragón? Era un hipócrita. Porque ni siquiera estaba allí para vigilar a su hermana o salir en su defensa de ser necesario. No, estaba ahí porque era la única oportunidad que encontró para hablar con la Princesa Heredera de frente. Si algo le había dejado en claro la conversación durante el desayuno hace unas horas atrás era que la Reina haría todo lo posible para cancelar ese compromiso matrimonial, lo cual incluía retrasar la entrega del huevo el tiempo necesario. Así que si realmente deseaba tener ese huevo en sus manos, debía de ser él quien moviera los hilos para que ocurriera.
Inhaló, exhaló y fijó su mirada en Rhaenyra y Sir Harwin Strong, antes de caminar hacia ellos con toda la seguridad que era capaz de mostrar y evitando con todas sus fuerzas voltear a ver a Helaena. El Escudo Juramentado fue el primero en notarlo, llamando la atención de su hermana mayor, quien dirigió su atención en su dirección. La sorpresa inicial, se transformó prontamente en una sonrisa de invitación que a Aemond le revolvió el estómago.
-Príncipe Aemond -lo saludó la mujer, al tiempo que Sir Harwin se alejaba de ambos a una distancia mucho más prudente.
-Princesa -respondió con simpleza, llevando sus manos hacia atrás para que no se notará el ligero temblor en ellas.
-Supongo que tú también viniste a vigilar a tu hermana -señaló, haciendo un ligero ademán con la mano, logrando que la mirada de Aemond al fin se posara sobre Helaena. La imagen lo descolocó por un momento. Su hermana lucía sonriente, cómoda y, aún más increíble, sujetaba la mano del imbécil de Jacaerys sin problema alguno-. No esperaba encontrarlo aquí hoy, pero me alegra -su atención regresó a Rhaenyra-. Tenía planeado hablar con la Reina para planificar la entrega del huevo de dragón lo antes posible.
-Eso me agradaría, princesa -agradeció Aemond, lanzando una rápida vista hacia su hermana y sintiéndose un poco menos culpable-. Quería aprovechar para agradecer su gran generosidad.
-No hay nada que agradecer, príncipe. Todo Targaryen merece tener su propio dragón -indicó Rhaenyra-. Además, no puedo tomar todo el crédito. La idea no fue mía, sino de mi hijo, el príncipe Lucerys.
De todo lo que Aemond esperaba escuchar ese día, aquello sin duda no estaba en su lista. Había hecho un increíble esfuerzo por repeler los intentos de acercamiento del niño por semanas y un esfuerzo mucho mayor para relegar cualquier pensamiento relacionado con él de su cabeza. Y mientras él seguía rumiando la estúpida broma del cerdo, Lucerys había ido con su madre y pedido un huevo de dragón. Para él. Un maldito huevo de dragón.
-Estoy segura de que a Luke le encantaría acompañarte a escoger tu huevo -continuó la mujer, sacándolo de sus pensamientos. La idea provocó que recordara una de esas muchas tardes compartidas con el niño, esta vez en la biblioteca. Acababan de regresar del Pozo Dragón y, como ya era costumbre, Aemond se había recluido en la biblioteca, sintiéndose frustrado, enojado e inadecuado. Luke no tardó en aparecer con una mirada determinada y una lista de todos los dragones sin jinete que existían. Todos ellos residían en el Monte Dragón en Dragonstone, pero ese no era problema para el pequeño, quien ya tenía un plan para conseguir que su madre lo invitara a sus vacaciones anuales a la isla. Una vez allí, sólo debían ir por el dragón de su elección y reclamarlo. El plan era malo y con una increíble cantidad de huecos, pero fue suficiente para sacarle una sonrisa y olvidar por un momento a Aegon pavoneándose tras descender de su querido y según él “hermoso” dragón, Sunfyre. La memoria ahora resultaba agridulce. Aemond hizo el ademán de decir algo, sin embargo el sonido de una segunda armadura y el repentino cambio en el semblante de la Princesa Heredera le indicaron que ya no estaban solos.
-Príncipe Aemond -lo llamó la inconfundible voz de Sir Criston detrás de él. Enderezó su espalda, para después girar sobre sus talones para ver al caballero de frente. Éste observaba con desdén a Rhaenyra-. Princesa
-Sir Criston -pronunció las palabras en un tono cortés desprovisto de toda emoción, contrastando con la calidez que estaba usando momentos atrás con él.
-La Reina lo busca, príncipe -apuntó el hombre.
Aemond no necesitó oír más, volteó a ver a Rhaenyra y se despidió con una ligera reverencia. La mujer le dedicó una pequeña sonrisa, antes de verlos alejarse por el pasillo. Sabía que le esperaba una gran reprimenda de parte de su madre, estaba preparado para ello. Lo que no esperaba era la mirada de decepción de Sir Criston, y el tono en su voz, el cual hacia juego con ella.
-Usted es un buen muchacho, príncipe Aemond -lo amonestó el Capa Blanca-. Es un príncipe digno, más de lo que su hermano mayor o los bastardos de la princesa jamás serán. No se permita ser corrompido por las tácticas de la princesa. Recuerde que no todo lo que brilla es oro. Además, existe poco honor en aquello conseguido con facilidad.
El niño bajó la mirada, incapaz de seguir viendo al Escudo Juramentado y sintiéndose al instante avergonzado. Tenía razón. Estaba permitiendo que Rhaenyra lo manipulara con su regalo y sus falsas sonrisas. Ahora entendía de donde había aprendido Lucerys a mentir tan bien. Lucerys. El recuerdo de esa tarde en la biblioteca regresó a él, una parte en particular. La cálida sonrisa del pequeño alcanzaba sus ojos y la emoción impregnaba cada una de sus palabras: “Lo vez, es fácil. Y cuando tengas tu dragón, los dos podremos volar juntos.” Sin poder evitarlo, su boca se curvó en una ligera sonrisa.
Jacaerys estaría mintiendo si dijera que no estaba feliz de poder descansar por un momento del extenuante entrenamiento bajo el que lo había tenido Sir Criston durante la última semana. No necesitaba una explicación detallada para entender que la razón detrás del maltrato del Guardia Real era su compromiso con la Princesa Helaena. Sin embargo, el chico era incapaz de sentirse molesto o afligido, sobre todo porque sus reuniones con la princesa en los túneles cada tercer día para estudiar Alto Valyrio se habían reanudado después de su encuentro en el jardín privado de la Reina. Al niño le parecía que aquello hacia valer la pena todo lo demás, los abusos de Sir Criston, los insultos en voz baja de Aemond, las miradas de desprecio de la Reina, los murmullos de los sirvientes, todo. Helaena lo había perdonado y ahora parecía estar mucho más cómoda en su presencia. Y, por encima de todo, estaban comprometidos. Dentro de unos años se casarían y la niña no tendría que preocuparse de nuevo por un futuro con Aegon. En serio. ¿Quién en su sano juicio casaría a una dulce niña como Helaena con un… con Aegon? Jace realmente estimaba a su tío, a pesar de sus múltiples defectos, no obstante, hasta él con sus nueve días de nombre era consciente de que esa decisión estaba mal en muchos niveles. Por suerte, aquello ya no era una posibilidad. La princesa viviría tranquila, dedicando su vida a estudiar a sus pequeñas criaturas, bordando o lo que deseara hacer.
Pero aunque todo valía la pena con sólo pensar en ello, Jace realmente agradecía a todos los Dioses, nuevos y antiguos, que justo hoy decidiera su abuelo visitarlos durante su sesión de entrenamiento, acompañado por su Mano, Lord Strong. Sir Criston jamás osaría tratarlo mal enfrente del monarca, por lo cual optó por ponerlos a los cuatro a practicar sus figuras con los muñecos de entrenamiento, corrigiendo únicamente los errores de Aegon y Aemond como era usual. En verdad extrañaba las sesiones con Sir Harwin, mas el caballero ya no contaba con tiempo libre suficiente para ello. Razón por la cual se sorprendió gratamente cuando el Escudo Juramentado llamó su atención y la de Lucerys. Ambos observaban el intento de Aegon y Aemond por tocar a Sir Criston con sus espadas de madera y como ambos fallaban espectacularmente, cayendo al suelo.
-En guardia, niños -les habló el Capa Dorada con una sonrisa-. No le den cuartel al enemigo -acto seguido posó su atención en Sir Criston, quien no tardó en dirigirle una de sus miradas de desprecio-. Me parece que los más jóvenes mejorarían con un poco más de su atención, Sir Criston.
-¿Cuestiona mis métodos de instrucción, Sir? -soltó con veneno el aludido.
-Sólo sugiero que esos métodos sean aplicados a todos sus pupilos -señaló el comandante de la Guardia de la Ciudad.
-Muy bien -asintió el Guardia Real-. Jacaerys, vean aquí.
El niño hizo su mejor esfuerzo por no bufar con fastidio, sobre todo después de que Sir Criston lo emparejó con Aegon para un duelo. Sir Harwin no tardó en señalar lo injusto de la situación, sin embargo eso no fue suficiente para hacer cambiar de opinión a su instructor, quien no dudó en darle consejos al mayor de los príncipes mientras éste lo agredía con su espada de madera sin ningún tipo de piedad. Jacaerys ya estaba acostumbrado a ese tipo de situaciones. No era la primera vez que ambos príncipes eran emparejados. “El hijo mayor contra el hijo mayor”, solía decir el Guardia Real con cierta reverencia, como en aquel momento. No obstante, siempre había sido cuidadoso en detener a Aegon cuando éste comenzaba a dar rienda suelta a su lado más sádico, a diferencia de ahora. El hombre azuzaba al rubio, especialmente después de que Jace logró hacerlo trastabillar y caer al suelo. Fue tal la brutalidad en el ataque de su tío, que el niño no tardó en terminar en el suelo, y habría recibido un golpe directo del otro príncipe de no ser por la intervención de Sir Harwin, quien detuvo a Aegon. Un grito lejano de parte del Rey dio por terminada la sesión, mas no así el enfrentamiento entre los dos caballeros, quien no tardaron en hacerse de palabras.
Demasiado cansado por el duelo y aliviado por que terminara, el niño no prestó real atención a las palabras de ambos hombres o a sus acciones, hasta que un coro de gritos estalló en la arena de entrenamiento. Giró lo suficientemente rápido para ver como Sir Harwin golpeaba en la cara a Sir Criston. A su lado, Aegon aplaudía encantado, mientras, inexplicablemente, Aemond cubría con su brazo derecho a Luke, quien miraba la escena, incuestionablemente asustado y con ojos vidriosos. Regresó sus ojos al frente, viendo como otros caballeros apartaban con dificultad a Sir Harwin del Guardia Real. Una sensación de terror se posesionó de su cuerpo, sin saber exactamente por qué. Algo dentro de él le decía que una línea acababa de ser cruzada y la sonrisa socarrona y triunfal de Sir Criston al ponerse de pie le dio la razón al instante.
Notes:
Y aquí está este largo, muy largo capítulo. En mi planeación no se veía tan largo unir tres sucesos en un sólo capítulo, pero para cuando me di cuenta ya iba en 16, 000 palabras. Consideré cortarlo, pero la verdad es que temáticamente tenía sentido que todo estuviera en el mismo capítulo. Ahora, algunas consideraciones:
-Para algunas escenas copie directamente los diálogos de la serie porque era un tanto difícil no hacerlo, al menos como punto de referencia o de comparación. Es algo que me parece tendré que volver a hacer algunas veces en el futuro, aunque de manera muy escueta, porque personalmente detesto que repitan la misma exacta escena que todos ya vimos.
-Damos la bienvenida al pequeño Joffrey. Por ahora no puede hacer mucho, pero sin duda es uno de los personajes que más deseo escribir en el futuro. Y en el próximo capítulo tendremos muchas más adiciones, también de mis favoritos.
-El siguiente capítulo será el último antes de nuestro primer salto de tiempo. Sólo serán dos, así que no se angustien.
Trataré que esta vez la espera no sea tan larga, pero la verdad es que me cuesta trabajo prometerlo. Además, si soy completamente sincera, si pudiera saltarme el siguiente capítulo lo haría. Claro que eso nos dejaría con más huecos narrativos que la serie. Aunque no es como si no supieramos colectivamente que es lo que viene, como miellecenter se encargó de resumirlo en su lindo comentario y Helaena de recordarnoslo en todas su visiones.
Les agradezco por seguir por aquí y espero vernos pronto.
Adiós ;)
Chapter 5: Sangre de dragón
Notes:
¡Hola a todos! Me disculpo por la gran tardanza, pero la verdad han sido algunos meses un tanto largos y complicados. Este capítulo comenzó en mi cabeza de cierta manera y terminó siendo completamente diferente, lo cual personalmente me gusto. A todos los amantes del angst, espero que este capítulo sea de su completo agrado, al igual que al resto de ustedes.
(See the end of the chapter for more notes.)
Chapter Text
Recordaba vivamente un momento de su niñez. La pequeña Rhaenyra disfrutaba del nuevo título de su padre de Príncipe Heredero, gozando de la atención de los nobles que le daban regalos a diestra y siniestra y de los sirvientes que se aseguraban de cumplir todos y cada uno de sus caprichos. Pasaba la mayor parte del tiempo con su tío Daemon, quien la paseaba por los jardines, comandando toda la atención en su dirección, murmurando por aquí y por allá ese nuevo epíteto con el que el pueblo llano había comenzado a nombrarla: el deleite del Reino. Su madre simplemente se había reído al escucharlo, pero su padre frunció el ceño molestó, indicando que aún era muy joven para que se usarán ese tipo de palabras refiriéndose a ella.
Todo era perfecto, hasta que una noche dejó de serlo. A la mitad de una cena, su querida madre comenzó con sus labores. A una larga noche de angustia, procedió la desolación provocada por la noticia de que su futuro hermanito tristemente había nacido muerto y que la pérdida de sangre había dejado a su madre muy débil e inconsciente. Su infantil mente no podía entender como la situación había cambiado tanto en cuestión de horas. La Fortaleza ahora estaba sumida en la tristeza, atrás quedó la alegría, los regalos y la zalamería. Sólo quedaba ella, acostada al lado de su madre, atesorando a cuentagotas los momentos en que ella despertaba, aunque fuera sólo para dedicarle una cansada sonrisa.
Fue durante uno de esos días amargos, en una de esas pocas veces que su tío logró convencerla de dar un paseo por los jardines privados de la Reina, que la pequeña Nyra no pudo evitar echarse a llorar por la situación. Daemon logró consolarla y le dio un consejo que trataba de no olvidar, a pesar de hacerlo con impresionante facilidad: “La vida es así, sobrina. Justo cuando estás más tranquilo, el piso debajo de ti se mueve y cambia. Por eso siempre debes de estar preparada para lo que sea.”
La vida ya se había encargado de demostrarle muchas veces aquello, con la muerte de su madre y de otro hermano que solo tuvo la oportunidad de vivir unas horas; con la pérdida de la única amiga verdadera que había tenido en toda su vida; con el abandono de Daemon en ese burdel. Y ahora, justo en este momento, en el que las lágrimas recorrían su rostro y silenciosos sollozos escapaban de su pecho. El día había sido largo, extenuante, asfixiante. La noticia llegó a primeras horas, mientras todos se preparaban para el desayuno. Ni bien se hubo sentado a la mesa, una de las chicas de servicio le informó que era necesitada en las habitaciones de su padre de inmediato. Dejó a Laenor a cargo de los niños y se puso en camino. Su padre la recibió con indudable cansancio, como si de repente todo el peso del Reino hubiera recaído sobre sus hombros. Y así fue. Una carta proveniente de Harrenhal anunciaba el terrible acontecimiento de un incendio y del inesperado fallecimiento de Lord Lyonel Strong y su heredero Sir Harwin Strong a causa de éste. Rhaenyra agradeció que su padre sólo estuviera acompañado por el Gran Maestre y por Sir Harold, porque no habría podido explicar su reacción ante la noticia. Necesitó sentarse, su vista nublándose al instante. Se permitió un par de segundos, controlando su respiración con dificultad. La mirada de compasión de su padre fue lo único necesario para entender que la falta de personas en la habitación había sido premeditada. Le hubiera gustado agradecerle a su padre por darle ese momento, sin embargo, era parte de ese contrato tácito entre ambos establecido tras el nacimiento de Jacaerys: jamás hablar de lo que ambos sabían a la perfección. Consiguiendo recuperarse tanto como era posible, Rhaenyra escuchó con fingida calma los planes de su padre para ir a Harrenhal, donde se llevaría a cabo el funeral de la Mano del Rey y su hijo, y su sentido y franco lamento de haber perdido a un hombre tan leal, comprometido y eficiente.
Cuando al fin pudo retirarse, tuvo la mala suerte de encontrarse en el pasillo con la última persona que deseaba ver en ese momento, la Reina. La Princesa Heredera se preparó para el seguro ataque preparado por Alicent Hightower, mas éste nunca llegó. La mujer frente a ella parecía no haber dormido durante la noche, no obstante, lo más llamativo fue la falta de veneno en sus palabras al darle el pésame, además de la genuina sinceridad en su semblante. Por un momento pudo olvidar que era la misma mujer quien había exigido semanas atrás la destitución de Harwin y su posterior remoción después del desastroso evento en el campo de entrenamiento, el cual desembocó en la decisión de Lord Lyonel de llevarse a su heredero a Harrenhal para que tomara su lugar como futuro señor del castillo. Rhaenyra agradeció las palabras y terminó la interacción con rapidez, excusándose con tener que prepararse para la reunión del Consejo de ese día.
No obstante, lo peor había sido darles la noticia a sus hijos. Ambos infantes ya habían sufrido bastante tras la partida del hombre semanas atrás. Luke era incapaz de entender porque el Capa Dorada debió irse si sólo defendió a Jace de Sir Criston y cada día sin falta preguntaba cuándo irían a visitarlo a Harrenhal. Por su parte, Jacaerys se consideraba el culpable directo de todo lo sucedido. Se culpaba por no haber estado a la altura de Aegon, por haber sido la razón detrás de la discusión de los caballeros. Pero lo peor fue escuchar su pregunta el día de la despedida de su Escudo Jurado. “¿Soy un bastardo?” Rhaenyra sabía que tarde o temprano las murmuraciones empujarían a sus hijos a cuestionarla, mas nunca pensó que sería tan pronto. Dudaba que su respuesta fuera lo que su pequeño hijo esperaba, pero la verdad, aún era demasiado joven para entender, demasiado inocente, o al menos eso quería creer. Además, ya se sentía lo suficientemente dolida y abandonada como para tener una plática clara y sincera con su hijo.
Claro que todo ese dolor no era nada comparado a la presión en el pecho, obstruyendo su respiración en ese momento y a lo largo del día, mucho menos cuando las lágrimas comenzaron a fluir de los ojos de Lucerys. El semblante de Jacaerys estaba desencajado, sus ojos vidriosos, presagiando un mar de lágrimas, desatado en cuanto ella misma no pudo contener más el llanto. Los fuertes brazos de sus hijos fueron lo único capaz de mantenerla de pie por el resto del día, eso y el largo abrazo que Laenor, también con lágrimas en el rostro, le dio antes de salir de ese pequeño rincón en la Fortaleza Roja que era su santuario, un santuario construido por los tres juntos, ella, Laenor y Harwin. Si no se sintiera tan destrozada, tal vez se habría reído ante la ironía de ver a un esposo tan triste por la muerte del amante de su esposa.
Aunque la palabra amante le quedaba muy chica a Harwin Strong. Compañero, confidente, protector, amigo. El hombre fue su sostén en un momento en que ella se sentía perdida, sola y acorralada, sensaciones que regresaban a ella con inesperada fuerza conforme transcurría el día. Pero, por encima de todo, Harwin Strong le dio algo que pensó no volvería a sentir después del día de su boda: amor. Real, sincero, sin restricciones o demandas. Un amor del que existían tres pruebas, sus hijos, aunque aquello sólo era una pesada maldición para ellos. Mentiría si dijera que no había maldecido la sangre de los primeros hombres por haber sido más fuerte a la suya, mas esos momentos desaparecían al instante, en cuánto veía la sonrisa de Harwin en el rostro de Jace, o sus incontenibles rizos sobre la cabeza de Luke, o sus ojos en la adormilada expresión de Joff. Ahora esos pequeños detalles eran lo único que tendría, lo único que le quedaba.
Soportar la reunión del Consejo de ese día fue una tarea titánica, no sólo por tener que escuchar las elucubraciones de los otros miembros sobre lo sucedido en Harrenhal, sino porque a falta de su padre y de una figura de poder más grande, debió observar cómo Alicent nombraba al hermano menor de Harwin, Lord Larys Strong, como el nuevo Señor de Harrenhal. Atrás quedaron esas veces en que bromeando habían planeado huir al destruido castillo o a Dragonstone, sólo ellos, sus hijos y Laenor. Poner tierra de por medio, vivir tranquilamente y sin preocupaciones, ver a sus niños crecer lejos del veneno, las murmuraciones y el escrutinio de la corte. Le costó tanto trabajo no empezar a llorar de nuevo, o explotar contra Lord Larys, quien parecía estar bastante conforme con su nueva posición, ni el más mínimo atisbo de dolor por la pérdida de su padre y hermano, hecho que Tyland Lannister no tardó en señalar en cuanto el hombre se retiró del lugar con la excusa de que debía viajar pronto a Harrenhal para el funeral. A ese tema le siguió la esperada enumeración de los posibles candidatos al puesto de Mano del Rey, entre los que no dudo en proponer a la princesa Rhaenys y a Lord Corlys. Ambos serían una perfecta opción, aunque si fuera suya la decisión, escogería a la princesa, una mujer ecuánime, astuta, respetable y, sobre todo, sabía distinguir entre sus ambiciones personales y el bienestar del Reino. Y no era necesario señalar que otorgarle un puesto como ese era una merecida reivindicación para la mujer que tenía mucho más derecho de ser Reina del que su padre jamás tuvo de ser Rey.
No obstante, la verdadera sorpresa ocurrió cuando Lord Beesbury propuso su nombre, como Princesa Heredera, dando como ejemplo el nombramiento de su abuelo, el príncipe Baelon Targaryen, quien era en ese momento Príncipe Heredero del Rey Jaehaerys. La idea de ser nombrada Mano jamás se le había ocurrido en todos esos años, considerando que ser la Heredera de su padre ya era el título más importante al cual podría acceder. Cierto orgullo se posó en su pecho ante la nominación y el apoyo recibido por casi todos los miembros del Consejo, no obstante, el dolor era tan grande que no pudo disfrutarlo del todo. Ni siquiera pudo disfrutar la mirada de terror en los ojos de la Reina al escuchar al viejo Lord señalando sus virtudes como futura gobernante.
Regresar a su habitación no fue sencillo tampoco, pues se vio detenida en varias ocasiones por nobles y sirvientes, algunos con genuino sentimiento, otros con evidente cinismo y malicia, para darle su pésame por la muerte del caballero que fuera su Escudo Jurado por los últimos diez años. Incluso Sir Erryk, su nuevo Escudo desde la partida de Harwin, se tomó un momento para lamentar la pérdida de su predecesor, revelándole que el temido Rompehuesos le había hecho jurar por su vida que la protegería a ella y a los príncipes hasta su último aliento. El relato le provocó una ligera sonrisa. Sin embargo, fue la última persona en su camino la que más la sorprendió. Su hermana menor, la princesa Helaena, acompañada de cerca por Sir Willis Fell, la esperaba en la intersección que llevaba hacia su Ala. La chica le ofreció un simple “Lamento tu pérdida” con indudable tristeza en su rostro. Pero lo más inquietante fue la flor que le entregó, antes de despedirse con rapidez, y prácticamente escapar del lugar.
Rhaenyra se quedó quieta por un par de minutos contemplando la flor, la misma que continuaba admirando entre sus dedos en ese momento. Recordaba la primera vez que Harwin llegó a su punto de reunión con una de esas flores, de un tono azul pálido, parecido a un tulipán, pero con pétalos caídos y abiertos. Le había dicho que era una flor oriunda de las Tierras de los Ríos, difícil de hallar en las Tierras de la Corona, a menos que tuvieras acceso a los jardines de la Fortaleza Roja, específicamente al jardín favorito de la difunta Reina Alyssane, al cual sólo entraban los jardineros desde su muerte. Desde ese momento, el Capa Dorada había hecho una costumbre recibirla en cada uno de sus encuentros privados con una de esas flores, cuyo nombre jamás logró aprenderse. El por qué Helaena había escogido esa flor en particular era un misterio, mas no le importaba. Si hubiera sido un regalo de alguien más, habría comenzado a cuestionarlo, temerosa de que su secreto hubiera sido descubierto, sin embargo, Helaena no era una niña capaz de ese nivel de malicia o crueldad. Prefería pensar que su mano había sido dirigida por su querido Harwin como un último adiós, una última sonrisa, una última mirada juguetona. Se recostó en su cama, posando la flor a su lado, permitiéndole a su imaginación correr y jugar con la posibilidad, tal vez en otra vida, en otro mundo, de que Harwin Strong fuera su esposo y sus hijos no tuvieran que esconder su linaje; con la posibilidad de ser feliz, al menos una vez, sin que el universo decidiera arrebatarle todo de repente, dejándola tirada, sola y tambaleante.
Un movimiento delante de ella llamó su atención, haciéndola levantar su mirada del suelo, a un lado de su silla, por donde pasaba una hilera de hormigas. Su seño se frunció y una presión se posó sobre su pecho ante la imagen enfrente de ella: su sobrino acababa de llegar a su reunión semanal con los ojos hinchados, pálido y desprovisto de su usual semblante tranquilo.
-Pensé que no lo vería hoy, príncipe Jacaerys -expresó Helaena.
La noticia de la muerte de Lord Lyonel Strong y de su heredero había cimbrado a la Fortaleza Roja y era un hecho que el orden tardaría un tiempo en restablecerse. La chica no entendía mucho de política, de títulos y posiciones, sin embargo, a juzgar por el nerviosismo en su madre, que se extendía a todos los miembros de su corte y, por alguna extraña razón, también a su hermano Aemond (quien sin duda si entendía sobre política, o al menos eso dejaba entrever su desesperado intento de explicarle su ahora “precaria” situación), que la Mano del Rey muriera era sin duda una situación preocupante. Había hecho su mejor esfuerzo por comprender las palabras alarmadas de su hermano, mas todo sonaba tan intranscendente para ella, por lo que su atención prefirió centrarse en encontrar exactamente esa flor que había visto una vez en una visión, uno de esos rápidos pestañeos, ocurrido años atrás cuando Sir Harwin le ofreció su mano para ayudarle a bajar de un carruaje. La escena se le quedó marcada en la mente por días, pues era una de esas pocas veces en que una imagen le ocasionaba algo más que pena o terror. Era de una Rhaenyra más joven, sonriente, bailando al lado de un también joven Sir Harwin y, en sus manos entrelazadas, resaltaba la flor con un fulgor hipnotizante. La imagen la dejó sintiéndose como cuando era más pequeña, antes de que las visiones y las pesadillas comenzaran, como si fuera una puerta a tiempos más simples, más tranquilos, más felices. Pensar en ello ahora le causaba pena.
Y tal vez esa era la razón por la que todo lo demás le resultaba tan ridículo y sin sentido. El vacío de poder, el eterno juego de ajedrez que nunca nadie podría ganar, los verdes, los negros, nada de eso importaba al final. Lo único importante era que dos personas habían muerto y su partida dejó un sendero de corazones rotos y almas destrozadas. Conoció a ambos hombres, de los pocos que no la miraban como si estuviera loca o fuera estúpida, de los pocos que siempre tenían una sonrisa para ella. Le agradaban, los extrañaría, pero eso no era nada comparado al dolor que sentirían los restantes hijos de Lord Lyonel; o sus amigos, como su padre, quien llevaba días postrado en su cama; o su hermana Rhaenyra, quien parecía a segundos de derrumbarse la tarde que le entregó la flor; o su sobrino Lucerys, quien según las burlas de Aegon no podía evitar romper en llanto a cada rato; o Jacaerys, quien a todas luces parecía haber estado haciendo lo mismo que su hermano menor de manera más privada.
-¿Por qué no? Es mi deber como su prometido asistir a nuestras reuniones -respondió el chico con un tono ligeramente a la defensiva, imposible de pasar por alto. Helaena comprendía la reacción; el incesante llanto de Luke ya había provocado un sinnúmero de rumores entre los nobles y los sirvientes. Debía de ser extenuante, sufrir en silencio por alguien que se supone no debería de ser tan importante para ti. Extenuante y doloroso.
-Lo lamento -habló Helaena, extendiendo su mano sobre la superficie de la mesa. Jacaerys observó su mano, posiblemente sopesando si tomarla sería un movimiento acertado o no en la actual situación. Incluso volteó hacia su izquierda ligeramente, echando un rápido vistazo hacia sus padres, quienes estaban de pie en el pasillo, demasiado inmersos en su platica como para prestar atención a los dos niños en el jardín. Finalmente, el castaño asió su mano, entrelazando sus dedos.
-Gracias -masculló entre dientes, con los ojos vidriosos. Esta vez fue Helaena quien volteó hacia la derecha. Su madre no había podido asistir esa tarde, no obstante, estaba seguro de que Sir Criston y Sir Willis le contarían con detalle toda la reunión. Devolvió su atención a Jace.
-Creo que podemos cancelar esta reunión y vernos cuando te sientas mejor -señaló la rubia antes de soltarlo de golpe y ponerse de pie-. Le diré a Sir Criston y a Sir Willis que el viento estaba demasiado fuerte, que me provocó escalofríos y que sólo me estaba disculpando contigo por tener que irme. Odio los escalofríos, así que no lo cuestionaran. No te preocupes -hizo una ligera reverencia, para después abrazarse a sí misma-. Qué tenga un buen día, príncipe Jacaerys.
Se dio la vuelta con rapidez, frotando sus brazos con sus manos. La mentira escapó de sus labios con tal facilidad y convencimiento, que sus interlocutores, no dudaron de ella, tal y como lo había previsto. También ayudó la cara extrañada de su hermana y su esposo al otro lado del jardín y la calma con la que Jacaerys se acercó a ellos para explicarles lo sucedido. Sir Criston no tardó en quitarse la capa blanca y colocarla sobre sus hombros, cubriéndola del viento, e incluso comentó durante su camino de regresó a sus habitaciones que sería mejor cambiar las reuniones a un horario más temprano. A Helaena no le molestaría aquello. Sir Willis por su parte opinó que tal vez lo mejor sería trasladarlas a algún pequeño salón, donde el ambiente pudiera ser más fácilmente controlado. Tristemente eso le quitaría la oportunidad de observar a los pequeños habitantes del jardín favorito de su madre.
Las voces de los guardias se perdieron en el fondo de su cabeza y su lugar lo tomó un inquietante zumbido paralizante. El escalofrío que había mentido sentir recorrió cada centímetro de su cuerpo, mientras el zumbido se transformaba en susurros, en voces, en gritos, en los rugidos de un sinfín de dragones. Su madre estaba frente a ella acompañada de un hombre desconocido, tranquila, incluso feliz, tal vez porque era incapaz de ver la sangre que escurría a borbotones de él, empapándola, tiñendo su vestido de rojo; incapaz de ver las pesadas cadenas que ese hombre le colocaba con cada palabra, con cada gesto; de ver las llamas que comenzaban a crepitar a su alrededor, alrededor de todos ellos, amenazando con devorarlos, con devorar el edificio entero. Cerró sus ojos y tapó sus oídos con las palmas de sus manos, para dejar de ver, de escuchar, de sentir. Y sólo así, su mundo se oscureció.
Eran pocas las veces en que volar en su querida Syrax no le ayudaba a mejorar su humor. Ésta era una de esas veces. Aunque tal vez le habría ayudado si hubiera escuchado la parte más oscura de su interior que le pedía quemar todo lo que sobrevolaba. O al menos incinerar a Alicent Hightower y al maldito de su padre, Otto Hightower, quien de un día para otro ostentaba de nuevo el título de Mano del Rey una vez más. Discutir con su padre no había servido de nada. Recordarle el por qué el hombre había sido destituido fue una pérdida de tiempo y energía. Tratar de poner al Consejo de su parte, también. La desgraciada mujer que se llamaba así misma Reina se aprovechó de su momento más vulnerable y logró reintroducir a la escurridiza serpiente que era su padre a sus vidas.
Y realmente no sabía con quién estaba más furiosa, si con Alicent, Otto, su padre o ella misma. ¿Cómo había permitido que esto ocurriera? ¿Cómo le dejó el camino tan libre a esa perra, quien ahora se pavoneaba por la Fortaleza Roja victoriosa? ¿Cómo cometió un error tan básico? Era un hecho, años de jugar a la política no le enseñaron nada. Un par de palabras de condolencia y un gesto actuado le hicieron bajar sus defensas. Ahora todas sus victorias, pequeñas o grandes, estarían en juego. Y la única culpable era ella.
Se quitó sus guantes para montar, al tiempo que entraba al Ala donde residía su familia, la cual ya estaba sentada a la mesa lista para desayunar. Laenor le dedicó una sonrisa, mientras abría con un cuchillo una carta como parte de su ritual compartido de leer la correspondencia diaria.
-Madre, ¿por qué no nos llevaste contigo? -preguntó Lucerys con un puchero-. Yo quería ver a Arrax.
-Buenos días a ti también, mi dulce niño -lo saludó con una sonrisa, antes de darle un beso en la frente-. Te hubiera despertado, pero salí muy temprano -dirigió su mirada al otro lado de la mesa, donde Jacaerys picaba un pedazo de tocino con su tenedor-. Buenos días, cariño.
-Buenos días, madre -saludó el niño con desanimo, apenas mirándola de reojo.
Rhaenyra nunca había notado lo diferentes que eran sus hijos como ahora. Ambos habían reaccionado inicialmente a la muerte de Harwin de la misma manera, con lágrimas, cuestionamientos y cierto grado de negación, pero con el pasar de los días los dos comenzaron a demostrar su luto de manera bastante contrastante: mientras Lucerys se la pasaba pegado a sus padres como una pequeña sombra lista para estallar, ya fuera en llanto o en risas, Jace optaba por la soledad y el absoluto desanimo. Tanto ella como Laenor intentaron acercarse a él para platicar, sin embargo, ninguno de los dos tuvo mucho éxito.
Tampoco había ayudado la inexplicable enfermedad de la princesa Helaena. Tras su abrupta partida del jardín el día de su última reunión con Jacaerys, la niña se había desmayado ni bien hubo puesto un pie en el Torreón de Maegor. Después de un extensivo escrutinio, el Gran Maestre Mellos señaló que no era nada de cuidado, un simple resfriado ocasionado por el viento frío del norte. Horas después sabrían gracias al Maestre Gerardys que aquello era una mentira para enmascarar un nuevo colapso nervioso de su pequeña hermana. Rhaenyra había escuchado rumores a través de los años, sobre terrores nocturnos y ataques de pánico que eran encubiertos con resfriados o debilidad del cuerpo. Nunca le prestó real importancia, mas ver el rostro angustiado de su primogénito y escuchar la temerosa voz de su hijo pequeño preguntando si Helaena estaría bien, le hicieron tomar por primera vez la salud de su hermana en serio. Los rumores eran ciertos y a juzgar por los informes de Gerardys, la princesa llevaba ya varios días sufriendo de los nervios, sedada con leche de amapola prácticamente todo el tiempo; a Rhaenyra no le sorprendió saber que la Mano del Rey estaba detrás de esa orden. Ni ella, ni Laenor consideraron prudente informarles a sus hijos sobre el verdadero estado de la niña. No serviría de nada y únicamente aumentaría la preocupación de los infantes y provocaría el enojo de Jacaerys, quien, tras recibir un rotundo no de parte de la Reina y de la Mano para poder visitar a su prometida, obvio todo protocolo, se introdujo a las habitaciones del Rey y le solicitó a él en persona un permiso para visitarla.
La hazaña le valió al pequeño conseguir no sólo un rápido acceso a las habitaciones de Helaena para desearle una pronta recuperación, sino también lo hicieron acreedor de las gélidas miradas de la Reina y la Mano, una demostración de orgullo de parte de Laenor y una reprimenda con muy poca convicción de su parte. Por suerte y gracias a todos los dioses, la princesa había comenzado a recuperarse tres días atrás, hecho que mejoró el ánimo de su hijo mayor, aunque sólo fuera un poco.
Un inesperado tintineo dirigió la atención de todos hacia la cabecera de la mesa. Laenor sujetaba una carta con una mano temblorosa, mientras su otra mano se mantenía en el aire a centímetros del cuchillo que acababa de soltar. Su rostro lucía pálido y sus facciones estaban transfiguradas por una mueca de dolor que Rhaenyra no recordaba haber visto desde el triste día de su boda. Pero lo más perturbador para la mujer era que su esposo parecía no estar respirando.
-¿Padre? -lo llamó la dudosa voz de Jace sin conseguir reacción alguna.
-Elinda, Mirel, lleven a los niños a su habitación, por favor -ordenó la rubia, no sin antes darle otro beso en la frente a Lucerys, quien comenzaba a asustarse. Ambas jóvenes tomaron a sus hijos y se los llevaron del comedor con una eficiencia que Rhaenyra agradeció. Se aproximó a Laenor, sentándose en la silla al lado de la suya, alargó su mano y tomó la carta de entre los dedos temblorosos de su esposo. El hombre se llevó las manos al rostro, al tiempo que Rhaenyra leía. La letra era indudablemente de la princesa Rhaenys y las palabras escritas eran como dagas lanzadas con impresionante precisión hacia el corazón. Recuerdos del cuerpo destrozado de su madre se colaron en su mente, combinados con la pícara y juguetona sonrisa de una dulce joven de largos caireles blancos.
-Dime que me equivoqué, que entendí algo mal -suplicó Laenor, regresándola al presente. El hombre la observaba con ojos anegados en lágrimas, suplicante-. Dime qué no es cierto.
-Lo siento tanto, Laenor -expresó con voz quebrada, percibiendo como las lágrimas iniciaban su descenso por sus mejillas.
El heredero de Driftmark golpeó la mesa con su puño. Acto seguido, se llevó las manos al cabello, antes de empezar a sollozar sin control. Sin saber exactamente cómo reaccionar, se puso de pie, se colocó al lado de su esposo y lo abrazó con fuerza, tal y como él lo había hecho días atrás. Éste no tardó en sujetarse a su cintura y ocultar su rostro en su pecho sin parar de llorar. Así estuvieron un rato, con Laenor sujetándose a ella como si se tratara de algún tipo de salvavidas y ella acariciando su cabello en un intento de tranquilizarlo. Fue hasta que Qarl llegó al sitio como lo hacía cada mañana, cuando Rhaenyra pudo dejar a su esposo por un momento para poder ver cómo estaban sus hijos. Apenas entró a su habitación compartida, Luke corrió hacia ella, abrazándola con fuerza. Por su parte, Jace se puso de pie, con indudable angustia en su semblante. Incluso, Elinda, Mirel y Darla lucían nerviosas.
-¿Qué pasó, madre? -inquirió su primogénito, mientras ella cargaba a Lucerys entre sus brazos. La mujer llevó al pequeño hasta su cama, se sentó en ella y acomodó a Luke sobre sus piernas. Le limpió las mejillas húmedas con la manga de su vestido, al tiempo que Jace se sentaba a su lado.
-Mis niños, su padre recibió malas noticias -explicó, tomando con cada una de sus manos las pequeñas manos de sus hijos-. Hace unos días su tía Laena, la hermana de su padre tristemente falleció.
-¿Por qué? -preguntó Lucerys al borde de las lágrimas una vez más.
-Me gustaría tener una respuesta para esa pregunta, cariño, pero hay cosas que simplemente suceden -respondió, acercando a ambos niños más a su cuerpo, como si de esa manera pudiera protegerlos del dolor y el sufrimiento del mundo.
-¿Y su bebé? -habló Jace en un tono de voz muy bajo. Recuerdos de cunas vacías y un pequeño bulto de mantas la hicieron reiniciar su silencioso llanto.
-Ambos murieron, cariño -indicó Rhaenyra, a duras penas soportando el dolor que recordar a su madre y a su pequeño hermano le causaba. Fue entonces que sus pensamientos se dirigieron hacia las pequeñas gemelas de Laena y su corazón se rompió un poco más. Las niñas eran un año menores a Jacaerys, una edad demasiado corta para perder a una madre, si es que existía una edad aceptable para perderla. Inhaló y exhaló con pesadez-. Sus abuelos esperan que asistamos al funeral que se llevará a cabo en dos días.
-Yo no quiero ir -se negó Luke, ocultando su rostro en la curva de su cuello.
-Lo sé, mi niño, pero tu padre necesitará nuestro apoyo -señaló Rhaenyra-. Además, ahí también estarán sus primas, Baela y Rhaena. Ellas perdieron a su madre y estoy segura de que agradecerán su compañía.
-¿Y por qué si podemos ir a este funeral, pero no pudimos ir al de Sir Harwin? -inquirió Jacaerys con el entrecejo fruncido. La pregunta le creó un vacío en el estómago a la mujer.
-Jace, ya hablamos de esto -puntualizó-. Sir Harwin no era nuestra familia, mientras que Lady Laena lo es.
-¿T-t-todos s-s-se van a-a-a morir? -preguntó el pequeño en sus brazos entre sollozos, interrumpiendo cualquier respuesta de parte de su hijo mayor y causando la alarma en todos los adultos.
-Pero por qué dices eso, mi niño -inquirió Rhaenyra completamente perdida.
-E-e-es que se murió S-s-sir Harwin -habló Luke sin parar de llorar- y-y-y ahora la tía L-l-laena…
-No, cariño -negó la mujer, abrazando con mayor fuerza al pequeño- Es sólo una coincidencia.
-¿E-e-en serio? -preguntó Luke, levantando ligeramente su cabeza para poder verla a los ojos.
A Rhaenyra le hubiera gustado responderle con absoluta certeza a su hijo, acallar con ellos sus miedos, miedos que también se reflejaban en la mirada de Jace. Hubiera deseado tener el poder de resguardar a los dos y a su recién nacido Joff de la verdad, la cruel y triste verdad: que en la vida nunca hay certezas y sin importar cuánto lo desees los momentos terribles podían ocurrir en cualquier momento, estés o no listo para ellos.
Pasó su mano en son tranquilizador por la espalda de Lucerys en un intento de ayudarle a acostumbrarse al movimiento del barco, aunque sin tener gran éxito. A penas habían puesto un pie sobre la cubierta, su hermano comenzó a marearse y a sufrir de arcadas. Mirel no tardó en darle un saquito con hierbas para que el niño se sintiera mejor. Las arcadas desaparecieron, pero el mareo no parecía detenerse. Y cómo si no fuera suficiente tener que lidiar con el malestar de Lucerys, Aegon consideró oportuno burlarse del niño al pasar a su lado mientras bajaban por las escaleras del navío en busca de su camarote. A Jacaerys le hubiera encantado alcanzar a su tío para golpearlo, especialmente cuando notó como los ojos de Luke se comenzaban a llenar de lágrimas una vez más. Elinda prontamente se encargó de calmar a su hermano, mientras colocaba una mano sobre su hombro para contenerlo.
Jace soltó un largo y cansado suspiro. Entendía que ellos tuvieran que ir al funeral de la tía Laena, ¿Pero realmente era necesario que sus tíos, la Reina y la nueva Mano vinieran? ¿Y era necesario que todos usarán el mismo barco para ir a Driftmark?
-¡Tía Helaena! -exclamó Lucerys, llamando su atención. Bueno, si algo bueno había en todo esto era poder ver a la princesa Helaena, quien los observaba desde el interior de un camarote, sentada en una cama. Haciendo caso omiso del guardia resguardando la entrada, de las voces alarmadas de Elinda y Mirel y de la suya propia, Lucerys se introdujo al camarote a gran velocidad y abrazó a la chica sin aviso alguno. Jacaerys se aproximó rápidamente, consciente de lo mucho que la niña detestaba que la tocaran. Sin embargo, ésta no tuvo ningún problema en devolverle el abrazo a Luke. Jace se detuvo en el acto, notando por primera vez que no había sido el único en reaccionar y quedarse paralizado a la mitad de su camino. Aemond observaba a su hermana y a Lucerys con el entrecejo fruncido y una expresión de confusión, que seguro se parecía a la suya. El pequeño se separó de la chica, para después secarse el rostro con la manga de su jubón-. Qué bueno que estás bien. Tenía miedo de que te pasará algo malo.
-No tienes por qué preocuparte -expresó Helaena con una ligera sonrisa-. No fue nada importante.
-Me alegro -habló Luke.
-Príncipes, recuerden que debemos ir a nuestros camarotes antes de que el barco zarpe -intervino Elinda posando sus manos sobre los pequeños hombros de Lucerys-. Disculpen la interrupción, princesa Helaena, príncipe Aemond.
Al decir el nombre de su tío, Luke notó por primera vez su presencia. Jacaerys empezó a prepararse para el siguiente movimiento de su hermano y la inevitable reacción negativa de Aemond, mas esta nunca llegó, pues Lucerys se limitó a bajar la vista indudablemente triste, antes de despedirse de ambos y salir del camarote con Elinda detrás de él. Jace le dedicó una ligera reverencia a Helaena, acompañada de una sonrisa, a la que la niña le respondió con una propia. Giró sobre sus talones en dirección a la puerta, donde Mirel permanecía esperándolo. Una vez de vuelta en el pasillo, pudo ver qué Elinda ya iba por delante, llevando a Lucerys, quien de nuevo había comenzado a llorar, entre sus brazos. Suspiró cansado, agradecido de tener algo que reemplazará la escena de la que estaba seguro sólo Helaena, Elinda y él acababan de ser testigos: Aemond dando un paso en dirección a Luke, alargando su mano para detenerlo, su rostro contorsionado por algo que parecía ser preocupación. Por todos los Dioses nuevos y antiguos, este funeral iba a ser demasiado largo.
Helaena odiaba los barcos. El constante bamboleo, el crujir de la estructura, lo opresivo del camarote. Su madre ya había tratado de llevarla a la cubierta para que tomara un poco de aire fresco, sin embargo, su sentido del equilibrio estaba totalmente trastocado y habría terminado en el piso de no ser por la Reina y Aemond. Claro que eso era poco en comparación con la horrible sensación de vomitar. El vacío del estómago, la contracción del cuerpo, la bilis que quema todo a su paso. En verdad odiaba los barcos. Su único otro viaje en barco había sido un par de años atrás, cuando su madre deseó llevarlos a conocer Antigua, y recordaba haber detestado cada segundo que duró el viaje de ida y de regreso. Al menos conocer el Faro y el Septo Estrellado valió la pena.
Aunque esta vez realmente dudaba que lo que fuera a encontrar o pasar en Driftmark valiera la pena. Es más, tenía la pesimista sensación de que ninguno de ellos debería de ir hacia allá. Intentó explicárselo a su madre, mas solo palabras sin sentido escaparon de sus labios, palabras que no podía dejar de repetir desde ese momento: “La mano gira el telar, carrete de verde, carrete de negro; dragones de carne tejiendo dragones de hilo.” Al sin sentido, lo había acompañado la imagen de un gigantesco tapiz de pared, cuyo trabajo se veía empañado por la sangre que escurría de él a borbotones. Le hubiera gustado prestar mayor atención a los detalles, como Jacaerys solía recomendarle, no obstante, aún estaba demasiado cansada de su última pesadilla como para prestar real atención a la nueva.
Porque tampoco fue una noticia enterarse de la muerte de Lady Laena Velaryon. Lo había visto, probablemente en uno de esos sueños de naturaleza más literal que metafórico. Extrañamente no le causó el terror o la desesperación que esperaba. Si Helaena lo pusiera en palabras para describirlo, probablemente usaría la palabra “alivio”. La escena era desgarradora sin lugar a duda, terrible (si el rostro de su madre al oír la noticia era suficiente indicativo), pero hermosa. Una mujer en llamas, abrasada por el fuego de un imponente dragón, pero en lugar de dejar detrás un cuerpo carbonizado, la mujer se transformó en luz, haces de luz de diferentes colores, conectados entre sí, y no estaba sola, llevaba un pequeño niño en brazos. La felicidad de ambos al alejarse era contagiosa, al punto que una sonrisa se dibujaba en sus labios cada vez que lo recordaba. Aunque trataba de no recordarlo mucho, pues el final fue aquello que la hizo despertar gritando a la mitad de la noche y aún le provocaba escalofríos. Una vez la madre y su hijo se marcharon, un ligero gruñido llamó su atención hacia el lado contrario. El dragón la observaba con sus inmensos ojos, inquisitivamente. Entonces los vio, la sangre y los cuerpos calcinados y destrozados sobre los que la inmensa dragona estaba cómodamente recostada. Aun así, no fue eso lo que la aterró. No. El dragón era poco comparado con su jinete, con su piel cetrina, cabello blanco manchado de sangre y ceniza, ropa de cuero en igual condición. Con ese único ojo amatista que la observaba, vacío, sin vida, sin alma.
Estiró su mano hasta alcanzar con ella la mano de su hermano, un acto casi reflejo desde aquella noche. Aemond la volteó a ver con una ceja arqueada, apartando la vista del libro que reposaba sobre sus piernas y del cual le estaba leyendo. Helaena casi suspira aliviada al encontrarse con esos ojos brillantes y cuestionadores. Ambos estaban a solas en el camarote, acompañados por Talía, la sirvienta de confianza de su madre. La Reina se había ido apenas les informaron que estaban a una hora del puerto de Villaespecia para avisarle al Rey y a la Mano, mientras Sir Criston fue comisionado a buscar a Aegon donde quiera que se hubiera metido.
-¿Mareo? -inquirió el menor, entrelazando su mano con la suya. La niña negó levemente, devolviendo la mirada al frente, acto que Aemond tomó como indicación para seguir leyendo.
El diligente chico no se había apartado de su lado en todo el viaje, ofreciéndole su apoyo, ya fuera leyéndole, ayudando a su madre con las compresas frías que le ponían en la cabeza, sirviéndole de ancla cuando se mareaba, o frotándole la espalda después de vomitar. Incluso había usado su casi enciclopédico conocimiento para convencer a la Reina de que le permitiera usar el pequeño saco de hierbas aromáticas que Rhaenyra les había regalado a horas de zarpar. Se trataba de un viejo remedio utilizado por los marineros para contrarrestar el malestar al navegar, idéntico al que su pequeño sobrino Lucerys usaba para aminorar su propio malestar. La castaña había aceptado el regalo con una sonrisa, mas, no bien hubo desaparecido la Princesa Heredera del camarote, se lo entregó a Talia para que se deshiciera de él. Por suerte, Aemond no tardó en informarle a ambas mujeres el origen de dicho remedio, aunado a una pormenorizada explicación de las propiedades de cada una de las plantas que lo componían. La niña se lo agradeció silenciosamente cuando el aroma comenzó a disminuir el mareo y las náuseas.
Giró levemente su cabeza para poder ver las ilustraciones del libro, y mirar de reojo a su hermano, sentado junto a ella en la cama. Descubrir que Aegon seguiría empeorando con el paso del tiempo nunca fue una sorpresa para ella, pero saber que su dulce, atento y protector hermano se transformaría en alguien capaz de causarle escalofríos era simplemente devastador e incomprensible. Era cierto que el niño era orgulloso, proclive a la ira, rencoroso y demasiado bueno para asestar comentarios repletos de crueldad a quien le desagradaba, sin embargo, Helaena era incapaz de conciliar ambas imágenes en la misma persona. Aunque también podía reconocer ese incipiente sentimiento que se posesionó de su corazón tras el anuncio de su compromiso con Jacaerys: esperanza. Esperanza de que sus visiones no estaban escritas sobre piedra. Una esperanza fija en la fe de que, según las palabras de su sobrino, era posible cambiar ese futuro. Sólo necesitaba descubrir cómo hacerlo. No todo estaba perdido.
La quejosa voz de su hermano mayor llegó hasta sus oídos, causando que ambos levantaran la vista del libro justo a tiempo para ver a Aegon pasar por el pasillo, agarrado de la nuca por un impávido Sir Criston, y seguido de cerca por la imponente presencia de su abuelo. Aemond negó con la cabeza volviendo su atención al libro y continuando con su lectura, mientras Helaena intentaba con todas sus fuerzas contener los escalofríos que Otto Hightower seguía provocándole a más de una semana de su llegada. De poco sirvieron los múltiples regalos traídos desde Antigua, o las casi dulces sonrisas que siempre le dedicaban, o las promesas de mandar a traer de los confines del mundo conocido a cuanta especie de insecto deseara. Los escalofríos no desaparecían. Tal vez fuera por la mirada de decepción que siempre le profería a su madre y a Aegon; o tal vez la sensación de estar siendo examinada cada vez que el hombre interactuaba con ella; o tal vez la indudable admiración que su hermano menor mostraba hacia él.
El bamboleo al que ya se había acostumbrado cambió de repente, destrozando una vez más su equilibrio. Cerró los ojos, sintiendo como Aemond le sostenía ambas manos. Oía a lo lejos la voz de su madre y de Talia, mas era incapaz de entender lo que decían. De repente, el movimiento se detuvo, y Helaena soltó un suspiro de alivio. Abrió los ojos, recibiendo una delicada sonrisa de parte de su hermano, quien no tardó en soltarle las manos y dejárselas en el regazo. Al fondo del camarote, su madre, con ayuda de Talia y otra chica de servicio, estaba seleccionando entre la ropa que traían en los inmensos baúles que la Reina había traído consigo. Su hermano abandonó el camarote para irse a alistar, mientras ella debía soportar ser vestida como una muñeca con ropa increíblemente incomoda. Estuvo a nada de quejarse por la pesada capa sobre sus hombros, no obstante, el aire de Driftmark le hizo reconsiderarlo una vez salió a la cubierta del barco. A pesar de estar limpio el cielo, el clima era húmedo y frío.
La gigantesca comitiva se dividió en tres carruajes, el primero para su hermana y su familia, el segundo para el Rey, los acólitos que lo cuidaban y la Mano, y el tercero para la Reina y sus hijos. Era evidente el enojo de su madre al ser relegados al final, mas Helaena habría regresado felizmente sobre sus pasos al interior del barco y de ahí a King’s Landing. La sensación de que algo no estaba bien aumentaba conforme se acercaban a Marea Alta, anidando su pecho y dificultándole el respirar. Era tal su incomodidad, que incluso permitió a su madre tomar una de sus manos entre las suyas. Fijó su atención en las manos de su madre, mientras esta masajeaba el interior de su palma con su pulgar, algo que solía hacer cuando la niña se abrumaba demasiado, si es que se lo permitía.
-¡¿Pero qué demonios es esa bestia?! -exclamó Aegon incrédulo, pegándose por completo a la ventanilla para ver al exterior, y ganándose una reprimenda de parte de la Reina por el lenguaje.
Aemond giró la cabeza para ver a qué se refería su hermano. Sus ojos brillaron con emoción, antes de empujar a Aegon para hacerse de un espacio en la ventanilla. Su madre simplemente negó con la cabeza, continuando con sus movimientos, sin siquiera prestarle un segundo de atención a aquello fuera del carruaje. Helaena se asomó por el resquicio de la ventanilla, mientras escuchaba distantemente las palabras emocionadas de su hermano menor. Sintió como si cayera varios metros al volar sobre Dreamfyre y un vacío se posó sobre su pecho. Ahí, en la playa, siendo sobrevolada por un gran número de dragones de menor tamaño, estaba plácidamente acostado el dragón más grande y aterrador que la niña recordaba haber visto jamás, además de una parte fundamental de su más reciente pesadilla. Volteó a ver a Aemond, notando el fuego que crepitaba en sus ojos… ojo. El hambre, el deseo, la ambición. Asió la mano de su madre con fuerza, bajando la mirada a su regazo, su mente repitiendo la misma idea una y otra vez: Tendrá que cerrar un ojo. Tendrá que cerra un ojo. Tendrá que cerrar un ojo.
Odiaba los funerales. No importaba que este fuera el primer funeral al que asistía. Los odiaba. Lo odiaba tanto como las miradas que los seguían a él y a Luke a cada movimiento, incluso ahora que su hermano estaba acompañado de su abuelo. Y ni qué decir del sentido discurso proferido por Vaemond Velaryon. Agradecía a todos los dioses, Nuevos y Antiguos, que Lucerys aún no tuviera la edad para entender o notar las indirectas del hombre. Aunque parecía ser el único, si la actitud de los invitados era suficiente indicativo. Tampoco le agradaba el estado en que se encontraba su padre. El hombre se la había pasado bebiendo, llorando y mirando hacia la nada desde la llegada de esa funesta carta, ganándose la molestia de su madre y de su abuelo, y los cuchicheos poco escondidos de quienes lo llegaban a ver. No sabía si sentir pena por él o envidia. Envidia por poder ser capaz de expresar el dolor de su pérdida, algo que ni él, ni Luke, ni su madre tenían permitido, no si se trataba de la muerte de Sir Harwin.
Probablemente por eso, había tratado en vano de esconderse de la mirada de su madre, quien ya le había pedido dos veces ir a saludar a sus primas, las hijas de Lady Laena Velaryon y el Príncipe Daemon Targaryen. Por supuesto que intentar escapar de ello una tercera vez fue imposible, como la terminante mirada de su madre se lo dejó en claro después de haber traído a colación el recuerdo del funeral de Sir Harwin, el único funeral al que le hubiera gustado asistir.
Caminó con premeditada lentitud hacia sus primas y apenas estuvo a unos pasos de ellas, Jacaerys no pudo evitar verse reflejado en ellas, en sus rostros desencajados, en el dolor de sus ojos, en los caminos secos de lágrimas en sus mejillas. Posiblemente por eso se quedó mudo, incapaz de articular palabra. ¿Qué podía decir? ¿“Lamento su pérdida”? Sonaba tan vacío, tan… poco. Ambas niñas se le quedaron viendo expectantes por un momento, hasta que una de ellas bajó la mirada, para fijarla en sus temblorosas manos. Por su parte, la otra gemela tomó su mano, entrelazándola con la suya y sorprendiéndolo por completo. No estaba acostumbrado a que alguien fuera de Luke y su madre lo tocaran con tanta familiaridad, sin embargo, el agarre no se sentía extraño o equivocado.
-¿Jacaerys? -cuestionó la niña con voz ronca y tono bajo. Jace se limitó a asentir-. Baela.
-Rhaena -habló la otra chica, apenas dedicándole una mirada rápida.
-Mucho gusto -pronunció Jace por inercia, aunque pronto se arrepintió. ¿”Mucho gusto”? ¿En un funeral? ¿El funeral de su madre?
A ninguna de las gemelas pareció importarles su pésima elección de palabras y Jacaerys realmente agradeció la llegada de la princesa Rhaenys, cuya presencia le dio la oportunidad de apartarse del lugar un poco. Se acercó a una de las fogatas ubicadas estratégicamente en el amplio balcón y alzó su vista para ver a su alrededor. Su madre no estaba muy lejos, al igual que su abuelo Corlys, quien ya no estaba con su hermano. Éste se encontraba junto a Mirel, quien le estaba ofreciendo una de las bandejas repletas de pastelillos. No muy lejos de ellos, estaba su abuelo Viserys platicando con su tío, el padre de las dos pequeñas que eran consoladas por su abuela y viudo de Lady Laena, el príncipe Daemon Targaryen.
Jace había escuchado historias sobre el conocido “Príncipe Canalla”. Algunas buenas, otras muy malas (especialmente las relatadas por Aegon) y otras muy extrañas, más ahora que tenía una imagen a la que relacionarlas, sinceramente no sabía qué idea hacerse del hombre. Empezando por el hecho de que a todas leguas tenía la expresión de alguien que desearía estar en cualquier otro lugar en lugar de ese. Suponía que era de esperarse. Se trataba del funeral de su esposa. Aunque no por eso debería dejar a sus hijas tan solas. Mucho menos reírse durante el discurso de Lord Vaemond. O mirar al Rey de Westeros como si de cualquiera se tratará; o alejarse de él como si le estuviera haciendo perder el tiempo.
Lo siguió con el entrecejo fruncido, sintiéndose mal por su abuelo, Baela y Rhaena. Por supuesto que toda idea sobre Daemon Targaryen desapareció de su cabeza en cuanto sus ojos cayeron sobre la princesa Helaena. Su prometida estaba agachada jugando con algo entre sus manos, seguramente algún insecto que había llamado su atención. Movía sus labios y Jace no pudo evitar preguntarse si estaría recitando alguna nueva visión en forma de acertijo.
Alguien asió su mano de nuevo, colgándose posesivamente de su brazo. Giró su cabeza, encontrándose con su pequeño hermano, quien a todas luces parecía haber llorado de nuevo y abrazaba su caballito de madera con fuerza contra su pecho. Casi al mismo tiempo, su madre se acercó a ellos para ordenarles retirarse a dormir. Jacaerys intentó quejarse, mas poca atención le brindó su madre antes de irse de nuevo, dejándolos con Elinda y Mirel.
-¿Quieren acompañarnos? La abuela dice que hay mejor comida adentro -les ofreció Baela salida de quién sabe dónde, causando que saltará asustado. Su reacción hizo sonreír a Luke divertido, y dibujó una mueca de burla en su prima. Incluso las comisuras de la boca de Rhaena, abrazada a la Princesa Rhaenys (quien también trataba de ocultar una sonrisa), se levantaron levemente. A Jace le hubiera gustado enojarse, pero, considerándolo todo, no importaba realmente.
-¿Podemos invitar a nuestros tíos? -preguntó Lucerys con su vista fija hacia el otro lado del balcón, sobre la princesa y Aemond, quien estaba de pie a unos pasos de ella-. La tía Helaena es agradable y el tío Aemond es… Aemond.
Las gemelas voltearon a ver a su abuela, inquisitivas. La princesa Rhaenys tomó un segundo para considerarlo, para acto seguido soltar a Rhaena de su agarre con delicadeza y encaminarse con dirección no a sus tíos, sino a la Reina Alicent. A Jace le hubiera encantado decir que le sorprendió la negativa de la Reina, pero ya estaba acostumbrado. A lo que no estaba acostumbrado era ver a alguien con el suficiente temple para negarle algo a la princesa Rhaenys y, a juzgar por su semblante al volver a su lado, esa sería una afrenta que la mujer no olvidaría en un buen tiempo.
Realmente le hubiera encantado poder haber aceptado la invitación de la Princesa Rhaenys. Pasar el tiempo con Jacaerys siempre era agradable, Lucerys era dulce y atento, y las hijas de su tío y lady Laena parecían ser agradables, o al menos no la habían visto con esa expresión de extrañeza que todas las niñas de su edad le dedicaban. No obstante, era difícil hacer cambiar de opinión a su madre, en especial cuando estaba de mal humor, sobre todo si ese mal humor era causado por su hermana mayor. Aunque a Helaena le costaba entender exactamente qué había hecho la Princesa Heredera esta vez. Dudaba que retirarse temprano de un funeral contara como algo negativo, especialmente porque ellos acababan de hacer lo mismo.
Tampoco ayudaba que Aegon también hubiera desaparecido. Aemond lo vio irse detrás de una chica de servicio y, si ella era muy honesta, ni siquiera se dio cuenta de cuando dejó de estar con ellos. Según el menor de los tres, seguramente estaría en alguna esquina de Marea Alta ahogado de borracho, prospecto que empeoró el humor de la Reina e hizo a su hermano acreedor de un regaño por el comentario. Sin importar cuán cierta fuera la aseveración, Sir Criston, Sir Rickard y algunos guardias personales de su abuelo estaban buscándolo.
Ni bien fueron acomodados en sus cuartos, los dos quedaron nuevamente solos, acompañados por Talia, pues su madre se retiró para ayudar al Rey a prepararse para la noche. Y ante la falta de cualquier otro tipo de distracción (haber acompañado a sus sobrinos y a sus primas habría sido la distracción perfecta), Helaena tuvo que fingirse enferma con tal de mantener a Aemond a su lado por el resto de la tarde y el comienzo de la noche. Odiaba manipular a su hermano de esa manera, especialmente porque sabía cuánto se preocupaba por ella, pero debía hacerlo, debía evitar a toda costa que el chico intentará hacer lo que su mirada anunciaba a cualquiera lo suficientemente observador. No necesitaba leer su mente o esperar pacientemente a que se lo confesará. Sus intenciones eran claras desde que puso un pie afuera del carruaje en la entrada de Marea Alta y fueron intensificándose cada vez que echaba un vistazo en dirección a la gigantesca dragona plácidamente acostada en la playa a metros de ellos. Ese fuego en sus ojos era inequívoco. Y realmente no le importaría que su hermano tratara de reclamar al dragón más grande y viejo de todos, Vhagar, la antigua montura de la Reina Visenya y de la recién fallecida Lady Laena, pero el hecho de que ya hubiera visto al niño acompañado de la dragona en dos terroríficas visiones era suficiente para tratar de evitarlo. Jace creía firmemente que era posible evitar sus pesadillas y Helaena lo intentaría. Sólo necesitaba entretener a su hermano hasta la hora de dormir y listo. Mañana partirían a primera hora y Aemond no habría tenido tiempo de nada.
-Podrías aprovechar el viaje de regreso para hablar con la princesa Rhaenyra -propuso Helaena, dividiendo su mirada entre el libro que reposaba en sus piernas, su hermano y la puerta entreabierta, que camuflaba sin mucho éxito la plática entre su madre y su abuelo. Al parecer, Aegon había sido encontrado dormido y borracho en las escalinatas que llevaban a la playa. Aemond se conformó con dedicarle una mirada que bien podría ser traducida como “se los dije”. Ahora Talia y Sir Criston estaban en la tarea de meterlo en su cama y evitar que escapara de nuevo para seguir “deshonrándose” ante todos, según palabras de su abuelo.
-¿Para qué? -cuestionó Aemond, frunciendo el entrecejo con genuina confusión. El hecho de que su hermano olvidará de repente el único tema que había plagado sus conversaciones por las últimas semanas, le causó un mal presentimiento.
-Para ver cuándo podrás escoger tu huevo de dragón -señaló la niña.
-Cierto -asintió Aemond, girando su cabeza en dirección a la ventana. Y por un instante, un parpadeo, lo único que Helaena pudo ver fue la rajada que bajaba desde su ceja hasta su pómulo y esa fría y siniestra gema en donde debería de estar su ojo. Tomó su mano entre la suya, recuperando su atención y rompiendo el encanto de la visión.
-Tendrás que cerrar un ojo -habló en un tono bajo, con urgencia, deseando que entendiera, que Jace tuviera razón y ese futuro pudiera evitarse. Sin embargo, como era costumbre, Aemond solamente la observó con extrañeza, confundido con sus palabras.
-Aemond, ya es hora de retirarte a dormir -interrumpió el momento la cansada expresión de su madre desde la puerta.
El niño asintió, asió con fuerza su mano, le deseó una buena noche y se marchó de la habitación sin que Helaena pudiera hacer algo para evitarlo. Al final, quedaron madre e hija a solas y la Reina se puso a la tarea de ayudarla a prepararse para descansar. Consideró poner a su madre bajo aviso, mas sólo salía de su boca esa misma cantaleta de los últimos días: “La mano gira el telar…”
Terminada toda su rutina, su madre le dio un beso en la frente y la dejó sola con sus pensamientos, con esas terroríficas y mórbidas imágenes, y con la ya conocida sensación de impotencia y desesperanza. Cerró sus ojos, rogando porque a la mañana siguiente todo siguiera igual, por poder volver a King's Landing sin problema, porque su dulce y amado hermano siguiera siendo él mismo.
Aunque de inmediato supo que aquello era sólo un deseo imposible. Le quedó claro cuando comenzó a sentir las gotas de lluvia caer sobre su rostro y el viento mover su cabello y el piso sobre el que estaba de pie. Un relámpago la hizo abrir los ojos y un trueno rompió sus tímpanos, retumbando en su cabeza sin detenerse. Y entonces lo vio. Al principio no supo que era. Tan sólo dos figuras en el cielo, en medio de una tormenta. Pero pronto tomaron forma. Una era infinitamente más pequeña que la otra, y sus alas poco podían hacer contra la furia de la naturaleza, contra el monstruo que la perseguía. Las fauces se abrieron de par en par y se cerraron de golpe, partiendo en pedazos al pequeño dragón... a su jinete… a todos... a todos y cada uno de ellos. Una pasarela conocida de cadáveres desfiló ante sus ojos y en sus oídos se repetía una y otra vez la misma palabra, pronunciada por la voz más cruel, asquerosa y vil que jamás hubiera escuchado: “Escoge. Escoge. Escoge”
Despertó gritando, mas está vez no hubo nadie a su lado. Ni su madre, ni su hermano, ni Talia o alguna otra chica. Tardó en tranquilizarse, no obstante, una vez que lo consiguió un alboroto a lo lejos llamó su atención. Su puerta estaba entreabierta, dejando entrar la locura reinante al exterior. Se sentó en la orilla de la cama, se puso de pie, caminó hacia la entrada y salió al pasillo, casi colisionando con su hermano mayor. La confusión era visible en el muchacho, quien sin duda estaba más acostumbrado a ser parte del alboroto que estar fuera de él. Su entrecejo se frunció, antes de tomarla del brazo, colocarla detrás de él y hacerle una seña para que no se apartará. Helaena no recordaba cuándo fue la última vez que Aegon la había tratado con tanta deferencia, sin embargo tal vez se debía al hecho indiscutible de que ambos estaban seguros, incluso sin saberlo, que algo malo acababa de pasar. Y a juzgar por el ruido en aumento, debió ser algo muy malo.
Su madre ya estaba allí cuando llegaron al salón del Trono de Pecios, yendo de un lado al otro, cerca de la chimenea, enfrente de una silla y un Maestre sentado ante ésta. Al otro lado del salón, estaban sus sobrinos y primas, resguardados por tres miembros de la Guardia Real. Los cuatro parecían haber estado en una pelea, a juzgar por los golpes en su cara y lo sucio de sus ropas para dormir, en especial Lucerys, cuya nariz no paraba de sangrar, a pesar de los intentos de Jacaerys y sus primas.
Aegon maldijo audiblemente, abandonando su lado y precipitándose hacia la chimenea. Helaena mandó su atención al punto donde su madre había dejado de moverse para quedarse agazapada a un lado de la silla, dejando al descubierto la figura de su hermano menor. Sintió una sensación de vértigo que la hubiera mandado al suelo de no ser por la inesperada presencia de Sir Criston a su lado. El caballero la llevó con lentitud hasta su madre, quien la abrazó rápidamente, antes de soltarla y pedirle que se colocará detrás de la silla. Esta vez fue Talía quien la ayudó a moverse y a mantenerse de pie, algo que Helaena agradeció, pues su vista era borrosa y sus oídos estaban embotados.
Días, meses y años después, trataría de recordar con exactitud los hechos, sin lograrlo. Cada vez que alguien recordara esa noche en Driftmark, ella sólo podría recordar la misma imagen: Aemond, sentado en esa silla, con la cara y la ropa ensangrentada, con una herida cortándole el lado izquierdo, su ojo cerrado para siempre. Jamás recordaría la discusión, los insultos, los gritos, la furia de su madre y hermana, la desesperación de su padre, el completa debacle de todo cuanto había conocido hasta ese momento. Sólo recordaría con desánimo como todas y cada una de sus esperanzas se habían roto en ese momento, como su corazón se partió en mil pedazos, dejándola completamente hueca y vacía. Porque en ese momento Helaena comprendió algo que se había negado a aceptar, sobre todo después de las falsas promesas de Jacaerys: sus visiones no eran un don, eran una maldición, la maldición de conocer el futuro y no poder hacer nada para evitarlo.
Notes:
Y con este capítulo terminamos la primera parte de esta historia y hemos conocido a casi todos los personajes. Aún nos faltan algunos, quienes irán apareciendo tarde o temprano (algunos más tarde que temprano). Ahora algunos puntos por tocar:
-He leído tantos fanfics con la escena de Driftmark escritos de una u otra manera: algunos desde el punto de vista de Luke, otros desde el de Aemond, unos que son bellamente escritos y otros que sólo son una copia a calca de la escena en la serie. Sea como sea, si una cosa tenía segura sobre este capítulo desde un principio es que no iba a escribirla, por dos razones en particular: 1) Es un hecho que si estamos aquí, ya conocemos a la perfección lo que sucedió en Driftmark; y 2) si estamos aquí por la pareja más disfuncional, tóxica y complicada del fandom (Luke/Aemond), sabemos que su relación está tan permeada por ese suceso que realmente no es necesario escribirla, sobre todo porque no importa que ocurrió en verdad, sino como cada uno lo vivió. Claro que si alguien por aquí está decepcionado por no poder leerlo, no se preocupen, volveremos a esa noche en el futuro.
-Damos la bienvenida a mis gemelas favoritas y a su complicado padre. Y desearía no tener que hacerlo, pero también recibimos a Otto Hightower.
-A partir del siguiente capitulo, haremos nuestro primer salto temporal y nos reuniremos de nuevo para atender a una boda. Adivinen de quien.Espero que este capítulo haya sido de su agrado y realmente trataré de no tardarme mucho en actualizar, aunque no prometo nada. A veces la vida complica un poco las cosas. Igualmente, les deseo Felices Fiestas y un prospero Año Nuevo lleno de alegría, bendiciones y sueños cumplidos.
Hasta luego
Pd. ¿Alguien más está emocionado por "El Caballero de los Siete Reinos"? Aunque extrañaré a los dragones.

cowwfav on Chapter 1 Tue 04 Feb 2025 01:01AM UTC
Comment Actions
cowwfav on Chapter 2 Tue 04 Feb 2025 01:45AM UTC
Comment Actions
cowwfav on Chapter 3 Mon 31 Mar 2025 05:19PM UTC
Comment Actions