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El aire frío de la mañana se colaba entre las rendijas de madera del dojo, impregnando el ambiente con un leve aroma a tierra húmeda y pino. Hyōga llenó sus pulmones con esa frescura cortante mientras su aliento se disipaba en pequeñas nubes frente a su rostro. El cielo aún tenía tonos azulados de la madrugada, pero el sol ya se asomaba tímidamente sobre las montañas distantes. Sabía lo que eso significaba: la hora de entrenar estaba cerca.
Las reglas del dojo eran claras. "Si no estás en formación cuando el sensei entre al dojo, serás expulsado."
Hyōga había estado en peligro de romperlas.
Con la espalda recta y los pies firmemente posicionados sobre el tatami, ocupaba su lugar con una disciplina casi inhumana. La mirada fija en la pared cercana a la entrada, el ceño apenas fruncido y se distinguía en medio del caos que poco a poco comenzaba a surgir a su alrededor.
Los demás estudiantes entraban en grupos dispersos, algunos aún sacudiéndose el sueño de los párpados, otros susurrando conversaciones sin importancia. Movimientos perezosos, posturas desalineadas, risas que resonaban demasiado fuerte en la sagrada quietud del dojo. Molestos. Ineficientes. Indignos.
Algunos se sentaban a esperar, otros realizaban estiramientos con una pereza evidente. "¿He soportado este tipo de seres por quince años?" La pregunta se repetía en su mente con un eco.
Él no era como ellos. Nunca lo había sido.
Ellos compartían charlas y bromas, él compartía silencios. Ellos encontraban camaradería en la pereza, él encontraba satisfacción en la perfección. Ellos veían en el dojo un lugar para entrenar; él lo veía como un templo, un campo de batalla, su única realidad.
Pero en todo ese mar de mediocridad, había una sola excepción.
El sensei.
El único digno de su respeto.
Hyōga cerró los ojos un instante y escuchó, no las voces de los demás, no el leve crujir de la madera bajo los pies de los otros, sino los pasos firmes acercándose desde el pasillo exterior.
Y como siempre, su entrenamiento mañanero empezó.
A diferencia de los demás, cuyas vidas giraban en torno a una normalidad que él nunca conocería—padres cariñosos, mascotas ruidosas, tecnología al alcance de la mano, reuniones interminables con amigos—Hyōga había crecido bajo un destino muy distinto. Su vida no había sido moldeada por la calidez de una familia convencional.
Su sensei y su esposa lo adoptaron cuando tenía siete años, ofreciéndole un hogar que, aunque modesto, se convirtió en su refugio. Sin embargo, en su mente, su historia comenzaba ahí. Lo que vino antes... no existía. O al menos, eso se obligaba a creer. Todo lo que alguna vez fue, lo había dejado atrás, esparcido como cenizas en el viento, disuelto en el mar de Japón.
Su infancia y juventud estuvieron marcadas por una rigidez absoluta, no por su sensei, sino impuesta por él mismo. Si los demás encontraban distracción en juegos y risas, él encontraba propósito en la perfección de cada movimiento, en la quietud de sus estudios y en el peso de la lanza en sus manos.
Aquel pequeño hogar de madera y tatami, enclavado en las afueras de Tokio, era su único refugio. Pero cuando incluso eso le resultaba asfixiante, se perdía en los profundos bosques cercanos, donde el mundo exterior se desvanecía. Ahí, entre los altos árboles y los susurros del viento, podía desaparecer por días enteros. Solo el silencio y la naturaleza lo entendían.
Creía que ese aislamiento era lo único que podía aspirar. Que esa vida de estudio, entrenamiento y soledad lo llevaría a la paz que tanto anhelaba.
Pero nunca llegó.
Por más que se esforzara, por más que perfeccionara cada golpe, cada paso, cada respiro, siempre había algo fuera de su alcance. Un vacío persistente, una sensación sorda de que faltaba algo... o tal vez de que algo sobraba dentro de él.
Y ese pensamiento lo atormentaba más que cualquier oponente.
Con la bendición de sus padres adoptivos, a los veinte años Hyōga dejó atrás la rutina del dojo y el bosque que lo había acogido durante su infancia. Por primera vez, se aventuró más allá de las fronteras de su pequeño mundo.
Movido por el deseo de ver con sus propios ojos aquello que solo conocía a través de libros y pantallas. Lugares históricos, ciudades imponentes, culturas exóticas... Todo lo que había estudiado en la escuela y explorado en la vastedad de internet ahora se extendía frente a él, tangible y real. Descubrió que la realidad tenía matices que ninguna lección podía enseñarle.
El mundo le ofrecía incontables descubrimientos, experiencias que moldeaban su visión de las cosas. Caminó por calles que alguna vez solo fueron puntos en un mapa, se perdió en mercados abarrotados de idiomas desconocidos, observó de cerca a personas que habían moldeado la historia en formas que nunca pudo imaginar.
Conoció a luchadores cuya fuerza era digna de admiración y a criminales cuya mera presencia inspiraba miedo. Se cruzó con científicos cuyo intelecto parecía no tener límites y con individuos cuya ignorancia era tan irreparable como su mente. Vio a deportistas celebrados como héroes y a policías despreciados como villanos. Artistas elevados al nivel de dioses y líderes caídos en el olvido.
Algunas personas le causaron respeto, otras solo le provocaron desprecio. Pero todas, de una manera u otra, le enseñaron algo.
El mundo era vasto, impredecible, caótico. Nada era tan simple como había creído en la quietud de su dojo.
Pero por cada figura imponente que se cruzaba en su camino, había decenas—cientos—de personas que no despertaban en él más que indiferencia. Seres grises, insignificantes, atrapados en vidas sin propósito.
Y su sola existencia le resultaba molesta.
A veces, sin poder evitarlo, se preguntaba: "¿Para qué existen?"
Los veía caminar por las calles atestadas de ruido y luces, preocupándose por trivialidades, atrapados en rutinas monótonas. Hombres y mujeres sin ambición, sin talento, sin un propósito digno. En la ciudad o en el campo, la historia era la misma.
Todo era la misma mierda.
Pero al menos, en su hogar, lo esperaban personas importantes.
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La oscuridad de la cueva se disipaba lentamente a medida que Hyōga abría los ojos. La fría piedra bajo su cuerpo y el eco distante del viento filtrándose por las grietas le recordaron dónde estaba. El Imperio de Tsukasa. Su nuevo mundo.
Exhaló con pesadez, aún atrapado en los restos de su sueño. El Viejo Mundo... su hogar, su pasado.
—Tenía que ser tan nítido... qué horror —susurró para despejarse, pasando una mano por su rostro.
—¿Mal sueño? —La voz de Tsukasa lo sacó de sus pensamientos.
Hyōga giró el rostro y lo encontró de pie, observándolo con calma. No parecía apresurado ni molesto por la hora, pero su presencia era suficiente para dejar claro que ya era tarde para seguir durmiendo.
—Recordando el Viejo Mundo... así que sí —respondió con desgano mientras se incorporaba.
Tsukasa inclinó ligeramente la cabeza, como si sopesara sus palabras.
—¿Tenías familia?
Hyōga lo miró de reojo. Una pregunta inofensiva en apariencia, pero no ingenua.
—No —respondió con firmeza—. Solo un sensei que me entrenó en mi adolescencia. Pero luego me escapé para hacer lo que yo quisiera.
No era mentira. Solo había una persona en su pasado por la que sentía un verdadero vínculo, pero llamar familia a su sensei no sería exacto.
Tsukasa asintió, pero no parecía satisfecho.
—¿Te gustaría revivirlo?
La pregunta tenía filo. Hyōga la sintió deslizarse por su cuello como si fuera su propia lanza.
Mantuvo el rostro sereno, pero su mente ya trabajaba a toda velocidad. Tsukasa no hacía preguntas sin motivo.
—Me temo que no será posible —respondió con naturalidad—. Poco después de irme, uno de sus alumnos me dijo que había fallecido. Igualmente, estaba muy viejo.
Midió la reacción de Tsukasa. Pequeños detalles, una mínima inflexión en la mirada, un cambio en su postura... Sí. Buscaba algo.
Hyōga ya lo había entendido.
Si Tsukasa descubría que alguien de su pasado aún vivía, lo quebraría sin dudarlo.
Por eso, cada palabra que elegía debía ser precisa. Fría. Irrefutable.
—Supongo que es mejor así — con una leve sonrisa, se retiró.
Hyōga ocultó su rostro en la penumbra de la cueva. "Bonita prueba, Tsukasa... pero no conmigo."
Y el día apenas comenzaba.