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Entre Cadenas y Sueños

Summary:

Él sabía que era más que esto.
Más que un simple sirviente, más que un esclavo al servicio de otro.
Había sido arrancado de las minas porque podía hacer algo grande con su intelecto. Pero si no escapaba, todo habría sido en vano.
Esa noche, sentado en su pequeña habitación, tomó su decisión definitiva.
Tenía que escapar.
Pensó durante horas hasta que la recordó.
El taller. Tenía una segunda salida. Una puerta secreta.
Si lograba hacerla funcionar de nuevo sin levantar sospechas, podría salir sin pasar por la entrada principal de la casa.
Pero no podía hacerlo solo.
Tenía que contar con Sky, la única persona en la casa en la que podía confiar.
Ella quizás podría ayudarlo y conseguirle algo esencial: ropa adecuada.
Porque aunque lograra salir de la casa, sabía que no podría moverse libremente.
Las marcas en sus muñecas y en todo su cuerpo, sus ropas raídas, su propia presencia… todo lo delataba como un esclavo. Si un vigilante lo veía, sería arrestado inmediatamente y devuelto al amo.
Su única oportunidad era salir de noche, oculto en las sombras, y huir lo más rápido posible hacia Zaun.
Una vez allí, sería uno más en la multitud.

Notes:

(See the end of the work for notes and other works inspired by this one.)

Chapter 1: La Fuga

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

La Fuga

 

Respira.

No mires atrás.

Las sombras eran su único refugio. Cada paso era un riesgo, cada movimiento un eco en aquella casa que era su prisión.

El aire estaba pesado, el silencio lo envolvía como una amenaza. Cada sonido le parecía un trueno en la oscuridad.

Esto tiene que salir bien.

No había margen de error. Si fallaba ahora, no habría otra oportunidad.

Se movió con precisión, con la calma forzada de quien sabe que una sola mirada equivocada puede arruinarlo todo.

Sky lo esperaba en la despensa trasera, justo donde acordaron.

Cuando la vio, una extraña mezcla de alivio y culpa lo golpeó. Ella lo estaba ayudando a hacer algo que podía costarle caro, pero no podía detenerse ahora.

Sky le entregó una pequeña bolsa con ropa.

—Cámbiate rápido.

Viktor obedeció sin decir nada.

Las telas nuevas de la camisa y el abrigo eran ásperas, extrañas contra su piel. No se sentía como él, pero eso era lo que necesitaba.

No podía parecer Viktor el esclavo. Tenía que ser otra persona.

Sky se acercó antes de que pudiera moverse.

—Conozco a alguien que quizá pueda ayudarte cuando salgas de aquí.— susurró

Extendió un pequeño papel con una dirección y un nombre. Aparte, le dio una bolsita con un poco de dinero.

—Dile que vas de parte mía.

Viktor tomó el papel y la bolsita con las manos tensas y los guardó en su abrigo. Quiso decir algo, pero su garganta se cerró.

Sky lo miraba con algo difícil de definir. Algo que parecía despedida, pero que se negaba a serlo.

—Gracias por todo, señorita Young. —la voz de Viktor era baja, controlada, pero cargada de peso—. Extrañaré nuestras charlas…

Ella negó con la cabeza.

—No… No es una despedida.

Viktor parpadeó.

Sky le sostuvo la mirada.

—Nos encontraremos algún día otra vez. Estoy segura.

Un segundo de silencio. Un instante donde todo pareció suspenderse.

Luego, su voz se volvió urgente.

—Ahora ve. Rápido, antes de que llegue alguien.

Viktor avanzaba con pasos calculados, el sonido de su propia respiración era lo único que se atrevía a romper la quietud del pasillo.

Sabía que no podía permitirse errores. La tensión en su espalda lo obligaba a moverse con sigilo, pero rápido.  

No pienses en el miedo.

Apretó los dientes, sintiendo su corazón latir con fuerza bajo la tela de su abrigo.

El taller estaba cerca, a solo unos metros más. Dobló la última esquina, pegándose a la pared, escuchando. 

El pasillo estaba despejado. 

Contuvo el aliento y empujó la gran puerta del taller con el mínimo sonido posible.

El aire dentro era distinto. No solo más frío, sino cargado de un peso invisible. Este ya no era el refugio que había sido antes, era el lugar donde su amo lo dominaba. 

Pero Viktor iba a salir de él.

Las sombras se alargaban en la penumbra, envolviéndolo como aliadas, ocultándolo de cualquier mirada ajena. Se deslizó por la habitación con rapidez, evitando cualquier obstáculo que pudiera hacer ruido.

El pizarrón seguía en su sitio. No había sido movido desde la última vez que estuvo allí.

Detrás estaba la puerta secreta.

El mecanismo de la puerta que había reparado con sus propias manos un día antes esperaba, silencioso, listo.

Viktor tragó saliva y se inclinó hacia el sistema de engranajes. Giró la palanca con precisión y un leve chasquido rompió el silencio.

El engranaje cedió.

Un jadeo quedó atrapado en su garganta.

Entonces el espacio detrás de la puerta se abrió ante él.

Un túnel oscuro y silencioso. 

La salida era real.

Se giró por última vez, dejando que su mirada recorriera el taller de la casa Hibert.

El pasado quedaba atrás. Todo lo que había construido y todo lo que había perdido. 

Inspiró hondo.

Y cruzó la puerta.

Justo cuando su pie tocó la tierra húmeda del túnel, un sonido lo paralizó: un golpe en la madera que hizo que Viktor se tensara inmediatamente.

Luego pasos apresurados, un estruendo y la puerta se abrió de golpe.

No. No puede ser.

Giró el rostro justo a tiempo para ver la silueta recortada contra la luz tenue del pasillo.

Su amo.

La penumbra no ocultaba su expresión oscura y despiadada.

Su mirada recorrió la habitación, captando los detalles con la astucia de un cazador que reconoce las huellas de su presa. El pizarrón movido. El mecanismo abierto. Un túnel entreabierto.

Viktor vio cómo su mandíbula se tensaba, cómo sus labios se curvaban en una sonrisa que no tenía nada de diversión.

E se maldito está escapando.

—¡VIKTOR!

El rugido reverberó en las paredes del taller, un grito de rabia pura.

Viktor sintió el pánico subir por su pecho, pero no se permitió ceder ante él. Corrió como pudo. Sin mirar atrás escuchó al amo moverse, su furia hecha acción.

El aire se cortó cuando algo pesado pasó volando cerca de él. 

Un silbido y un golpe.

El metal chocó contra la pared a centímetros de su cabeza. Le había lanzado algo y casi acertaba.

Pero casi no era suficiente, ya estaba al otro lado.

El amo cometió un error.

Impulsado por la rabia, se lanzó tras él pero no conocía la estructura de la salida. No entendía cómo funcionaba el mecanismo que Viktor había reparado. No sabía que el sistema se cerraba automáticamente si no se liberaba la traba oculta.

Viktor sí lo sabía.

Y entonces, con un chasquido metálico, la cerradura interna se trabó.

El eco del metal cerrándose detrás de él fue el sonido más hermoso que había escuchado en su vida.

Logró que el amo quedara atrapado dentro del taller. Por primera vez, era él quien estaba encerrado.

Viktor escuchó el golpe seco de un puño contra la puerta. Luego otro.

—¡MALDITO BASTARDO!

Su grito llegó hasta él, ahogado por la madera y el metal.

Pero ya no importaba. 

Ya no había nadie para escucharlo.


 

Libertad

 

El túnel era frío, más de lo que imaginó.

La salida secreta era un corredor, apenas iluminado por los tenues destellos de luz que se filtraban a través de grietas en el techo.

A su alrededor, el roce del musgo húmedo contra su piel le erizaba el vello de los brazos. 

El dolor en la pierna izquierda era un aguijón constante, una punzada que subía y bajaba con cada movimiento.

Se obligó a seguir, apretando los dientes, respirando por la boca para acallar el sofoco. 

Las paredes rezumaban humedad y despedían un aroma rancio, mezcla de oxidación, piedra mojada y residuos químicos. 

Por un momento, el recuerdo de sus años en el taller golpeó con la fuerza de una vieja herida. Los días manipulando sustancias, ensamblando piezas bajo la atenta mirada del hombre que le dio un hogar… y luego, bajo la de quien le arrebató todo.

Ahora ese taller lo estaba salvando.

El suelo se tornó irregular bajo sus pies. La superficie lisa de la piedra dio paso a un tramo de escaleras talladas en la roca, desgastadas por el tiempo y la humedad.

Viktor se apoyó en la pared con su brazo y comenzó a descender, cada escalón una batalla contra el dolor físico.

El aire se volvía más denso a medida que descendía. Como si se adentrara en un espacio más antiguo, más profundo.

Por un instante, la duda se instaló en su mente.

¿He tomado la ruta correcta?

Su antiguo amo había usado este pasadizo para transportar materiales demasiado peligrosos para entrar por la puerta principal.

Pero… ¿y si no llevaba a ninguna salida? ¿Y si solo era un almacén olvidado en las entrañas de la casa?

No. 

El túnel continuaba más allá. Serpenteaba entre soportes de madera y refuerzos metálicos.

No era una simple grieta en la roca. Alguien lo había diseñado para ser usado.

Cada tablón, cada viga de acero hablaba de un propósito más grande, de una necesidad que nunca había sido mencionada en los planos del taller.

El sonido del goteo retumbaba en algún punto lejano.

Sigue adelante.

Y entonces, la oscuridad se disipó. Un brillo verdoso parpadeó al final del corredor.

Viktor se detuvo, entrecerrando los ojos.

A unos metros, una rejilla metálica bloqueaba el paso.

A través de sus rendijas, se filtraba una luz mustia, enfermiza. Y con ella, un aire denso, cargado de un olor químico inconfundible.

Zaun.

La mezcla de smog y residuos industriales era su firma. Su hálito pestilente, que se adhería a la piel y al alma de quienes la habitaban.

Él conocía ese olor. Su viejo amo solía enviarlo junto a un superior a la ciudad baja para recolectar piezas y entregar encargos.Pero nunca lo vio como lo vería ahora.

No como un esclavo en una misión. Sino como un hombre libre, buscando desaparecer.

—No hay vuelta atrás… —susurró.

Se obligó a moverse.

Con los dedos temblorosos, retiró la rejilla y se deslizó por la abertura.

Un jadeo quedó atrapado en su garganta cuando la pierna herida se torció en un ángulo incómodo. Dolía pero continuó avanzando. 

No tenía idea de cuánto tiempo había pasado desde que escapó de la casa.

Arriba, la noche oscurecía el mundo, pero aquí abajo… el tiempo no importaba. Zaun no distinguía entre el amanecer y el ocaso. Aquí reinaba la penumbra perpetua. Y en ese momento, la oscuridad era su mejor aliada.

La ruta continuaba a través de un arco de piedra.

Viktor avanzó con pasos cautelosos, emergiendo en un puente de metal suspendido sobre una red de pasillos oxidados.

Las luces parpadeaban sobre su cabeza, iluminando estructuras tubulares que se alzaban como esqueletos mecánicos.

El siseo de vapor escapó de una tubería perforada.

El corazón de Viktor se aceleró.

Allí estaba.

La ciudad sub-urbana.

Apretó el paso…

Al final del puente colgante, un laberinto de pasillos y tuberías aguardaba, iluminado por cristales que destilaban residuos químicos.

Era un barrio industrial en desuso, pero vivo como todo en aquella ciudad.

Viktor exhaló lentamente.

Soy… libre.

 

Notes:

¡Hola! 😁
Es la primera vez que escribo un fanfic. Aún sigo loca por Jay/Vik , no creo que lo vaya a superar jajaja🙈

¡Espero lo disfrutes! ❤️

Chapter 2: Un nombre y una dirección

Summary:

Viktor encuentra un refugio.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Un nombre y una dirección

Viktor no tenía más que un papel arrugado en su bolsillo y una dirección escrita con tinta corrida.

Las luces parpadeaban débilmente sobre las calles estrechas, donde los callejones se extendían como bocas oscuras, silenciosas y expectantes.

Cada sombra podía ocultar un peligro.

Cada esquina podía ser un error.

No importaba que estuviera libre.

La libertad era una idea abstracta cuando su instinto seguía gritándole que no pertenecía a este lugar. Que seguía siendo un forastero. Pero no tenía opción.

El nombre en el papel era su única pista.

Sky le había dicho que esta persona lo ayudaría. Lo encontraría, o moriría intentándolo.


Las luces de la taberna chisporroteaban intermitentemente, proyectando destellos irregulares sobre un letrero corroído por la humedad y el tiempo.

El aire alrededor del edificio olía a tabaco rancio y humo de las tuberías de escape que vomitaban neblina tóxica en las alturas.

Viktor se quedó quieto frente a la puerta, con la espalda rígida y el corazón latiendo en un compás lento pero tenso.

Entrar a un lugar sin permiso no era algo a lo que estuviera acostumbrado.

Respiró hondo.

No pidas nada. Solo di el nombre.

Apretó el papel en su mano hasta que los nudillos se pusieron blancos y empujó la puerta.

El interior lo recibió con un estruendo de voces y el tintineo de vasos golpeando contra madera.

El ruido era una mezcla de carcajadas roncas, murmullos apagados y el sonido de una mesa cojeando cada vez que alguien se apoyaba demasiado en ella.

No había calidez en el ambiente, solo una resignación densa, como si los clientes de la taberna no vinieran a relajarse, sino a olvidar.

Los obreros de la zona se refugiaban en el licor y el humo, enterrando su agotamiento en vasos de vidrio sucio.

Nadie levantó la mirada cuando Viktor entró. Y eso le tranquilizó.

Se acercó a la barra con pasos lentos y medidos, sintiendo cada latido de su pierna resentida con la humedad.

Detrás de la barra, una mujer limpiaba un vaso con un trapo grisáceo.

Sus movimientos eran metódicos, pero había un aire de alerta en su postura, como alguien que había visto demasiadas cosas terminar mal.

Tessa.

Era una mujer de estatura alta y complexión fuerte. Su piel tenía un tono curtido por el tiempo, con cicatrices sutiles en los nudillos, prueba de que no le temía a una pelea. Su cabello oscuro, grueso y algo rebelde, estaba recogido en un moño suelto. Tenía los ojos grisáceos, afilados y atentos, siempre evaluando a quienes la rodeaban, y estaba vestida con una camisa de lino arremangada hasta los codos, unos pantalones ajustados y botas de cuero endurecidas por los años.

Tessa lo vio desde el momento en que cruzó la puerta, pero no hizo ningún gesto inmediato. Solo lo escaneó de arriba abajo.

Un forastero, delgado, lisiado, con una expresión demasiado seria para su juventud. No tenía la pinta de un criminal. Pero eso no significaba nada.

Viktor abrió la boca para hablar, pero las palabras se atascaron en su garganta.

La dueña de la taberna arqueó una ceja.

—¿Vas a pedir algo o solo vas a quedarte ahí empapando el suelo?

Su voz era firme, sin un gramo de dulzura ni paciencia.

Viktor tragó saliva y deslizó el papel sobre la barra.

—La señorita Sky Young me envió.

El vaso en la mano de Tessa se detuvo por un instante.

Solo un segundo en el que su agarre sobre el cristal se tensó apenas, antes de que retomara el ritmo.

Tomó el papel con el ceño fruncido, lo miró sin prisa y lo dejó sobre el mostrador.

—¿Sky, eh? —exhaló, pensativa.

Le dedicó una mirada más larga esta vez. Una que lo analizaba más allá de la ropa mojada y el cansancio en sus hombros

—¿Y qué quiere que haga contigo?

Viktor sintió un nudo en la garganta. No tenía una respuesta clara.

—Solo… necesito un lugar donde quedarme —dijo finalmente, con voz áspera.

Desvió la mirada, consciente de lo ridículo que sonaba—. Trabajaré si es necesario.

Tessa lo observó en silencio por un momento más largo del que le resultó cómodo.

—Sky cree que puedo recoger a todos los desdichados de este maldito lugar, ¿eh?

Su tono no era cruel, pero tenía un filo oculto.

Resopló con un leve gesto de burla y levantó el papel de la barra, doblándolo con precisión antes de guardarlo dentro de su delantal.

—Dice que eres un ingeniero o algo así. —Sus ojos se entrecerraron levemente—. ¿Qué tan bueno eres?

Él no respondió enseguida. Miró a su alrededor.

Las lámparas chisporroteaban con irregularidad. Había un zumbido bajo, un fallo en la conexión. La tubería detrás de la barra goteaba lentamente, dejando una mancha oscura en la madera del suelo. Algunas sillas estaban remendadas con clavos torcidos, apenas funcionales.

No necesitó más que un vistazo.

—Su sistema de iluminación pierde potencia por un mal contacto en la caja principal. El tubo de agua en la cocina necesita un reemplazo, pero si lo refuerzo con una junta metálica, puedo darle seis meses más antes de que se rompa por completo.

Tessa levantó una ceja. Luego, soltó una risa baja, casi incrédula.

—¿Así que además eres un sabelotodo? Viktor se encogió de hombros.

—Solo digo lo que veo.

Tessa lo miró por unos segundos más. Algo en su expresión se suavizó, aunque solo un poco. Finalmente, con un gruñido resignado, hizo un gesto con la cabeza.

—Puedes quedarte en la parte trasera. Hay un cuarto vacío.

Viktor exhaló, sintiendo una tensión invisible aflojarse en su pecho.

—Se… lo agradezco.

—No lo hago gratis. — Tessa apuntó a Viktor con el dedo—. Mientras estés aquí, trabajas. Y no quiero problemas. Si la guardia busca tu cara, estás fuera.

Viktor asintió sin dudar. Sabía que no era caridad, pero tampoco esperaba más.

Era un trato.

Notes:

Esto va de a poco.
En el siguiente capi, Viktor va a tener que volver al pasado, o algo así.

Chapter 3: La Mina

Summary:

Viktor se obliga a viajar al pasado. A su niñez.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

La mina

Cuando cruzó el umbral de la pequeña habitación que le ofrecieron, su cuerpo, agotado y tembloroso, se desplomó sobre el catre angosto y viejo.

Y durmió.

Por primera vez en años, su espalda no quedó tensa por el miedo a ser despertado por un grito, un golpe o una orden. 

Por primera vez… no era un esclavo.

Por otro lado, Tessa no hacía preguntas. Sabía que a veces la gente llegaba con cicatrices invisibles que no querían mostrar, y él era uno de esos casos. Seguramente se daba cuenta de que Viktor había atravesado algún infierno para llegar hasta allí, pero si Sky, amiga de la familia, le había pedido que le diera refugio y comida, eso era lo que haría.

Y para Viktor los días siguientes pasaron en un silencio casi irreal. 

Limpiar mesas, reparar tuberías, ajustar engranajes oxidados.

No era un trabajo glorioso, pero era un trabajo sin cadenas. Cada movimiento de sus manos era suyo.

Aunque aún no podía dejar atrás un interrogante, ni siquiera después de tantos años.

¿Qué había pasado con su madre cuando se lo habían llevado de niño?

Era un pensamiento persistente, girando y girando en su mente, clavándose en su pecho como una espina que no podía arrancar.

Una tarde, mientras apretaba un tornillo en la base de una lámpara, se atrevió a preguntar.

—¿Conoces a un tal…Garrick Voss?

Tessa, que limpiaba la barra con movimientos mecánicos, alzó la vista con expresión curiosa.

—¿Garrick Voss? … No me suena. ¿Quién es?

Viktor dudó un momento antes de continuar.

—Dueño de una mina de hierro. Exportador de mineral… el más grande de la zona.

Tessa dejó el trapo sobre la barra. Esta vez, su tono tenía un matiz diferente.

—¿Y para qué quieres saber?

No respondió de inmediato.

—Necesito encontrar la mina.

Ella lo miró de reojo.

—No tengo idea. Pero si preguntas mañana en la zona industrial, seguro alguien sabe.

No preguntó más.

No necesitaba más.


A la mañana siguiente, la ciudad despertó con un aire pesado, casi asfixiante. El amanecer apenas lograba abrirse paso entre las nubes densas y grises que colgaban del cielo como una manta plomiza. 

Las calles de la zona industrial eran un entramado de pasillos estrechos, empedrados gastados por los pasos de miles de obreros que, como cada día, salían de sus casas con la cabeza gacha y la mirada vacía.

 El sonido de las máquinas rugía a lo lejos, los hornos de fundición escupían columnas de humo que se mezclaban con el cielo ya ennegrecido, y los martillos golpeaban el hierro en un ritmo constante, monótono, implacable.

Viktor avanzó entre la multitud con paso calculado, sintiendo el peso de las miradas fugaces que se deslizaban sobre él solo un instante antes de desaparecer. Nadie se detenía a mirar demasiado, nadie tenía tiempo para ello. 

Pero él no estaba allí para observar.

Preguntó.

Primero a un comerciante de herramientas usadas, luego a un herrero con las manos encallecidas por años de trabajo, y después a un hombre viejo, cuyo rostro estaba surcado de cicatrices.

Insistió.

Finalmente, alguien habló.

—¿Voss? Ah… sí. El dueño de la mina… tengo entendido que murió. Pero su hijo heredó el negocio.

La información cayó sobre Viktor como una piedra arrojada al agua, enviando ondas invisibles a través de su mente. Su estómago se tensó.

Muerto.

No sintió alivio, ni justicia, ni siquiera satisfacción. No importaba que el hombre que había gobernado su infancia con puño de hierro y crueldad ya no existiera. La mina seguía en pie. La maquinaria seguía funcionando. Las cadenas, invisibles o no, seguían arrastrando a aquellos que no tenían otra opción.

—¿Dónde está? —preguntó, su voz controlada, pero con un filo que no podía ocultar del todo.

Le indicaron el lugar.

Cuatro horas en carro.

El trayecto fue incómodo.

Cada bache en el camino enviaba una punzada de dolor a su pierna débil. Se aferró a su nuevo bastón adquirido con más fuerza de la necesaria, sintiendo la madera crujir bajo la presión de sus dedos. No apartó la vista del paisaje que pasaba junto a él, pero su mente estaba en otra parte.

En recuerdos que no quería revivir.

Los campos áridos dieron paso a colinas bajas, y luego a una vasta extensión de terreno cubierto de estructuras oxidadas y chimeneas que escupían humo negro. A la distancia, pudo ver las entradas a las minas, oscuras y abiertas como bocas hambrientas esperando devorar a quienes se adentraran en ellas.

Y entonces, llegó.

La mina.

El tiempo se dobló sobre sí mismo.

El polvo rojo flotaba en el ambiente como ceniza suspendida, impregnándolo todo con su textura áspera y su color sanguíneo. El hedor a hierro oxidado y sudor rancio era espeso, casi tangible. El sonido incesante de los picos golpeando la piedra retumbaba en el aire y en su cabeza.

Veía rostros agotados de los esclavos, sus miradas hundidas en la nada, sus cuerpos marchitos por el trabajo interminable. Veía las figuras huesudas de los niños, moviéndose entre la oscuridad con herramientas demasiado pesadas para sus manos.

Y se vio a sí mismo. 

Y ya no pudo detener los recuerdos.


El pequeño Viktor sentía sus pies descalzos rozando la tierra caliente y sus dedos delgados recorrían la superficie de un pedazo de metal desgastado, un fragmento de un pico de minería roto que ya no servía.

Su madre estaba cerca, trabajando, rompiendo la roca y recogiendo los escombros. Los movimientos eran pesados y mecánicos. 

Viktor no podía hacer lo que ella hacía. Su pierna, siempre débil, no se lo permitía. Así que le habían asignado otras tareas, como limpiar el polvo de las máquinas y afilar picos, entre otras cosas.

A su alrededor, las máquinas trabajaban sin descanso. Los mecanismos rechinaban, los engranajes giraban, las poleas tensaban cables gruesos que subían y bajaban cargamentos de piedra y metal. Siempre se había sentido atraído por su movimiento, por la precisión con la que operaban.

Pero desde hacía un rato, Viktor se havia dado cuenta que una de las grandes poleas que levantaban las carretillas de mineral fallaba.

Los obreros gruñian, algunos golpeaban la estructura de metal con picos como si eso fuera a solucionar el problema. 

Los grandes ojos de Viktor observaban con atención, inclinado su cuerpo hacia adelante.

El problema no estaba en la cuerda ni en la polea, sino en la caja de engranajes que regulaba su velocidad. Él lo sabía.

—¡Eh, crío! —Una voz ronca lo sacó de su ensimismamiento.

Viktor levantó la cabeza.

Era uno de los trabajadores, un hombre alto de brazos gruesos y piel curtida. Se le había caído una herramienta —un destornillador rudimentario—y lo señalaba.

—Dámelo —ordenó.

Viktor levantó el destornillador, pero no lo entregó de inmediato. Su mirada se quedó fija en la maquinaria. Sabía lo que estaba fallando.

—No es la base —murmuró.

El trabajador frunció el ceño.

—¿Qué dijiste?

Viktor parpadeó, sintiendo que había hablado más de la cuenta.

—Que… que no es la base —repitió, ahora más bajo—. Es la caja de engranajes.

El trabajador bufó, irritado.

—¿Y qué sabes tú, chiquillo?

Viktor no respondió. Se limitó a inclinarse y meter la herramienta entre los paneles de metal. No sabía por qué lo dejaban hacerlo, pero nadie lo detenía.

Viktor deslizó la placa de metal con un leve crujido. Dentro, el mecanismo estaba obstruido por una pequeña piedra de hierro que se había colado entre los engranajes.

—Aquí está el problema —dijo, sin pensar.

El trabajador se inclinó para mirar dentro.

—¿Qué…?

—Si la sacas, la polea funcionará bien —añadió Viktor.

El hombre bufó con escepticismo, pero metió la mano en la caja de engranajes. Sacó la pequeña piedra y la arrojó al suelo.

Cuando la polea volvió a girar sin trabarse, el trabajador lo miró con incredulidad.

—Mierda.

El niño lo había notado en segundos.

Cuando Viktor se giró, vio a lo lejos a un hombre extraño conversando con el dueño de la mina. Vestía ropas demasiado limpias, demasiado ajenas a ese lugar, con telas sin polvo y sin parches, con un porte erguido que delataba que nunca había trabajado con sus manos. No pertenecía allí. Y sin embargo, lo observaba con atención.

Viktor frunció el ceño, pero no le dio demasiada importancia. Volvió a la tarea de limpiar la maquinaria, con la precisión de alguien que conocía cada tornillo, cada engranaje. Sus dedos, ennegrecidos por el polvo de metal y tierra, se movían con habilidad a pesar del temblor ocasional de su pierna.

Pero luego empezó a notar las miradas.

No eran descaradas, pero estaban allí. Primero, algunos obreros lo observaban de reojo cuando pasaban a su lado. Luego, otros. Algunos con curiosidad, como si esperaran ver qué pasaría. Otros, con lástima.

Viktor sintió un escalofrío en la nuca. Algo estaba mal.

Entonces escuchó pasos. Pesados. Arrastrados.

—Viktor.

No tuvo que girarse para saber quién era. Reconoció la voz al instante, aunque sonaba diferente. Más apagada. Más rota.

Se puso de pie con dificultad y cuando la miró, su madre lo estaba observando como si lo viera por primera vez. O por última.

El pequeño Viktor sintió un nudo en el estómago.

—¿Qué sucede?

Ella no respondió enseguida. Se agachó frente a él y le tomó las manos. Manos pequeñas, pero endurecidas. Sus grietas estaban llenas de polvo. Un reflejo de la vida que llevaban.

—Esto será lo mejor para ti —dijo al fin. Su voz sonaba firme, pero Viktor vio el temblor en sus labios, la forma en que su mirada se clavaba en la suya con desesperación contenida—. Tú mereces un futuro mejor.

El mundo pareció encogerse.

—¿Qué?

El dueño de la mina, que había estado observando la escena con aire aburrido, dejó escapar una risa seca.

—Alégrate muchacho, te han comprado. Agradece que te sacarán de este pozo.

Viktor sintió su respiración entrecortarse. Sus manos se aferraron a las de su madre con más fuerza, buscando respuestas. Pero su expresión no era de felicidad. Era de cansancio. De resignación.

El sonido de unas botas acercándose lo hizo tensarse. La sombra del hombre extraño lo cubrió. Estaba justo detrás de él.

—Haz siempre lo que te pidan… y sé fuerte —susurró su madre.

El temblor en su voz era más evidente ahora. Viktor sintió el agarre de sus manos endurecerse, y luego, de pronto, el calor de sus brazos envolviéndolo. Lo abrazó con una fuerza inusual, diferente a cualquier otro abrazo que le hubiera dado antes. Era más apretado. Más desesperado.

Viktor no se movió. No quería moverse. 

Pero su madre ya lo estaba soltando. Ya estaba retrocediendo.

Viktor intentó hablar, intentó decir algo, lo que fuera, pero su garganta estaba cerrada.

El hombre se inclinó y le puso una mano en el hombro.

—Vamos, muchacho. Es hora.

Viktor sintió el peso de esa mano como una sentencia. 

—Bueno, vamos, terminó el show. ¡A trabajar! —gritó de golpe el dueño de la mina.

El sonido de los picos reanudándose llenó el aire. Nadie más pareció importarle la despedida. El mundo siguió adelante.

Viktor miró hacia atrás una última vez.

 

Vio a su madre dar un paso atrás, perderse entre los obreros, y luego desaparecer en la oscuridad de la mina.

 

 

 

 

 

 

 

Notes:

😿

Chapter 4: Tormenta

Summary:

Viktor se encuentra con el dueño de la mina.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Tormenta 

El sonido del metal golpeando piedra retumbó en la distancia.

Viktor parpadeó, sintiendo cómo su mente regresaba al presente con la lentitud de quien ha estado demasiado tiempo atrapado en el pasado.

El eco de los recuerdos aún zumbaba en su cabeza, superpuesto con el golpeteo rítmico de los picos, el murmullo de los obreros, el crujido del suelo bajo sus pies. Su respiración era estable, pero en su pecho todavía latía la sensación de la despedida, el peso de una sombra que nunca lo había abandonado del todo.

Se obligó a enfocarse en el ahora.

Los corredores de la mina eran tan sofocantes como siempre, estrechos y húmedos, con el aire viciado por el polvo de hierro que se adhería a la piel y a la lengua como una capa áspera e invisible. 

Avanzó en silencio, guiado por dos guardias.

Cuando la puerta de la oficina se abrió, el cambio en el ambiente fue inmediato.

El interior contrastaba brutalmente con el resto de la mina. 

Aquí no había suciedad ni aire pesado. Las paredes de metal ennegrecido estaban cubiertas con estanterías de madera oscura, y un escritorio imponente dominaba la habitación. Papeles meticulosamente ordenados se apilaban sobre la superficie, junto a una lámpara de vidrio esmerilado que proyectaba una luz suave y constante.

Detrás del escritorio, con una postura relajada pero medida, estaba Edric Voss.

Más pulcro que su padre. Más elegante. Pero con el mismo aire de superioridad en cada uno de sus gestos.

Los ojos de Edric eran perspicaces. Había en ellos un brillo de intelecto calculador. No era el tipo de hombre que levantaba la voz o imponía su presencia con fuerza bruta. No lo necesitaba.

La mirada que le dirigió a Viktor fue una evaluación, una medición silenciosa.

—¿Quién eres y qué quieres? —preguntó sin rodeos, sin molestarse en levantarse ni en ocultar la impaciencia en su tono.

Viktor sintió su mandíbula tensarse.

Podía notar el ardor de la rabia latiendo en su interior, pero la encadenó antes de que pudiera escapar. Se obligó a respirar con calma, a mantener su postura erguida, a no dejar que este hombre viera lo que en realidad sentía.

Su voz fue un hilo de acero templado.

—Busco información sobre una mujer.

Le dio su nombre. La describió con precisión.

Edric parpadeó una vez. Por un instante, su expresión se aflojó imperceptiblemente. Algo en la petición de Viktor lo había tomado por sorpresa.

 —... tu madre, ¿verdad? — preguntó.

Viktor no respondió, pero no era necesario que lo haga. Su mirada lo delataba.

Y entonces, vio en el rostro del dueño de la mina algo que no esperaba encontrar.

Compasión.

Era una emoción ajena en un lugar como este, en un hombre como él. Pero ahí estaba, reflejada en el leve fruncimiento de sus labios, en la manera en que apartó la mirada un segundo demasiado largo antes de volver a encontrar los ojos de Viktor.

Dió un suspiro y cuando finalmente habló, lo hizo con una voz más baja.

—Murió hace dos años.

El mundo se derrumbó en un solo segundo, en una sola frase.

Cuatro palabras.

Cuatro palabras que hicieron que su pecho se cerrara con una opresión insoportable.

Viktor no reaccionó de inmediato.

No porque no quisiera. Sino porque no podía.

Algo en su interior se rompió en silencio.

Algo que había estado conteniéndose durante demasiado tiempo.

Edric lo observó con una mirada más pesada ahora, con la incomodidad de alguien que no sabía qué más decir.

El silencio que siguió fue espeso.

Edric suspiró, pasándose una mano por el rostro con un gesto que casi parecía cansancio.

—No fui yo quien dirigía esto cuando ella murió —dijo finalmente. Su voz tenía un tono de disculpa no expresada, algo que se asemejaba a un intento de redención tardía—. Lo siento.

Pero las palabras no significaban nada.

Viktor no le creyó.

Porque no importaba.

Porque nada de lo que pudiera decir cambiaría la realidad de que ella se había ido.

Y él nunca había podido encontrarla a tiempo.

—¿Dónde está su cuerpo? —preguntó finalmente, su voz más fría, más vacía.

La respuesta llegó con un peso insoportable.

Edric miró hacia un rincón de la habitación, como si estuviera decidiendo si decírselo o no. Finalmente, habló.

—En la fosa común del cementerio de los obreros.

Eso fue todo lo que necesitó saber.


Las nubes colgaban bajas y gruesas, un manto oscuro que se extendía hasta donde la vista alcanzaba. 

No era solo la ausencia de luz lo que hacía que el mundo pareciera más pequeño, más cerrado. Era la sensación de algo a punto de romperse.

El viento no soplaba aún, pero el silencio que lo precedía era peor.

Era un vacío denso, expectante.

Y Viktor lo sintió.

Cada paso que dio sobre la tierra dura y agrietada se sintió más pesado, como si algo invisible lo empujara hacia abajo, como si la misma tormenta que se gestaba sobre su cabeza intentara anclarlo en ese lugar.

Cuando llegó al borde del cementerio, supo que no era la tormenta lo que hacía que el aire pesara en su pecho.

Era el sitio en sí.

El cementerio no era un lugar de descanso.

Un terreno despojado de memoria, removido una y otra vez por manos indiferentes que no buscaban honrar, solo deshacerse de los cuerpos. 

No había lápidas, ni inscripciones, ni nombres grabados en piedra. Solo tierra revuelta, montículos deformes, tumbas sin dueño y la presencia muda de aquellos que ya no importaban a nadie.

No había flores, ni signos de duelo, ni marcas que indicaran quién había sido sepultado allí. Solo montículos irregulares de tierra, erosionados por la lluvia y el viento. 

Las primeras gotas comenzaron a caer. Pequeñas, frías, dispersas. Golpeaban su piel como agujas diminutas, como una advertencia.

Y luego, en un instante, el cielo rugió con un estruendo contenido, y la lluvia descendió en un torrente empapando la tierra en segundos. 

Fue una cortina de agua pesada que se precipitó sobre la tierra con la ferocidad de algo que llevaba demasiado tiempo contenido. 

Pero Viktor no se movió. 

Su mirada permanecía fija en la tierra frente a él.

El agua empapó su abrigo en cuestión de segundos, pegándolo a su piel como un peso húmedo y frío. Su cabello, desordenado y suelto, pronto quedó aplastado contra su frente. 

Pero él ni siquiera parpadeó. 

Allí, bajo ese lodo anónimo, bajo esa losa de barro indiferente, yacía lo que quedaba de ella.

Por primera vez, permitió que el dolor lo atravesara. 

No lo esquivó. No lo reprimió. No lo cubrió con lógica.

Se dejó caer de rodillas. 

Cayó pesadamente al suelo, y el barro lo tragó sin resistencia. Sus manos se hundieron en la tierra húmeda como si pudieran encontrar algo que ya no estaba.

El frío se filtró a través de su ropa, pero no importaba.

Nada importaba.

Las gotas de lluvia resbalaron por su piel, deslizándose desde su rostro hasta perderse en la inmensidad del barro bajo él. No supo en qué momento sus lágrimas se mezclaron con la tormenta. 

Quizá desde el inicio. 

Quizá antes de siquiera llegar a este lugar. 

El tiempo dejó de existir. 

Viktor permaneció allí, con la mirada clavada en el suelo.

No supo en qué momento fue, quizás minutos u horas, pero la tormenta menguó.

Como si el cielo también se cansara, la lluvia empezó a parar. Con el mismo ritmo implacable con el que había llegado, comenzó a disiparse lentamente. 

El aguacero feroz se convirtió en un goteo intermitente, y luego, solo se escuchaba el sonido de las gotas escurriendo por el lodo y las hojas mojadas. 

La tormenta no fue eterna, aunque Viktor así lo hubiera deseado.

Exhaló lentamente.

El mundo seguía allí.

Todo continuaba como siempre.

Pero algo dentro de él ya no era lo mismo.

Se puso de pie con lentitud, sintiendo el peso de su propio cuerpo.

No volvió la vista cuando se fue.

La mina había quedado atrás. 


La puerta de la taberna se abrió con un crujido.

El aire caliente del interior chocó contra el frío de la calle cuando Viktor cruzó el umbral, empapado de pies a cabeza. 

Las luces parpadeaban con el mismo ritmo perezoso de siempre y el olor típico del lugar lo envolvió. 

Viktor se quedó en la entrada, dejando un rastro de agua sucia en la madera. 

No hizo falta que nadie lo mirara para saber que era un espectáculo triste. Parecía un hombre que había caminado demasiado lejos y encontrado demasiado poco. 

Tessa, quien estaba limpiando una jarra detrás de la barra, alzó la vista y lo vio. 

Soltó un suspiro y sacó un trapo limpio.

 Luego preguntó: 

—¿Otra vez apareciendo de la nada como un maldito fantasma? 

—Lo siento… No traje recuerdos. 

Tessa chasqueó la lengua y dejó el trapo sobre la barra, haciéndole un gesto con la cabeza. 

—Anda, ven. Si vas a encharcar el suelo, al menos hazlo con algo de dignidad. 

Viktor avanzó con ayuda del bastón.

La humedad había calado en su pierna mala, y cada paso enviaba una punzada de dolor sordo desde la rodilla hasta la cadera. 

Se dejó caer en el taburete con un suspiro bajo, aliviado de no tener que sostener su propio peso por un momento. 

Tessa le dio un vistazo rápido. 

—Tienes una pinta de mierda. — No era burla. Solo una constatación de los hechos.

Viktor exhaló una risa baja y sin humor. 

Ella no hizo más preguntas. Simplemente desapareció detrás del mostrador un instante y regresó con una taza humeante. 

La dejó frente a él sin ceremonias.

—Toma. Antes de que te dé una maldita pulmonía y tenga que encargarme de tu cadáver. 

Viktor arqueó una ceja y tomó la taza entre sus manos.

 —Qué considerada.

Tessa le dedicó una mirada de aburrimiento. 

—No quiero papeleo. 

Él sonrió apenas, más con los ojos que con los labios, y bebió un sorbo del té. 

El líquido caliente bajó por su garganta, quemándole la lengua levemente antes de asentarse en su estómago. La sensación se extendió poco a poco, disipando algo del frío que se había anclado a sus huesos. 

Tessa lo observó de reojo. 

—No te voy a preguntar qué fuiste a hacer. 

Viktor bajó la mirada a la taza.

—...lo sé. 

El silencio entre ellos no era incómodo.

Tessa lo miró con más atención. 

No era solo la lluvia lo que hacía que Viktor pareciera tan derrotado esa noche. Había algo más en sus ojos. Algo que no estaba allí antes de irse.

Dejó la jarra a un lado y se apoyó en la barra con ambos brazos. 

—Viktor. 

Él levantó la vista y Tessa le sostuvo la mirada con la misma determinación tranquila de siempre.

—Si algún día quieres hablar… el licor es barato después de la medianoche. 

No ofreció consuelo ni lástima. 

Solo un espacio.

Viktor parpadeó lentamente, como si estuviera procesando lo que acababa de escuchar.

No respondió de inmediato. Simplemente envolvió la taza con ambas manos. 

Después de un largo segundo, asintió. Apenas un movimiento de cabeza. 

Tessa entendió.

No dijo nada más. 

La taberna siguió con su ruido habitual, indiferente a lo que pesaba sobre sus hombros. 

Viktor cerró los ojos un instante y exhaló lentamente, dejando que el calor del té y las palabras de Tessa se filtraran en él.

A veces saber que podía hablar con alguien era suficiente.

Y esa noche, así fue.

 

 

 

Notes:

😿

Chapter 5: El peso del futuro

Summary:

Jayce vuelve a su departamento luego de un día en la academia.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

El peso del futuro

Las calles adoquinadas de Piltover resplandecían bajo la luz del sol poniente. Los tonos dorados del atardecer se filtraban por las altas ventanas de vidrio pulido, reflejando destellos cálidos y casi irreales sobre las fachadas de piedra y acero. Era el ocaso de otro día en la ciudad del progreso, donde cada engranaje giraba con precisión inquebrantable.

A su alrededor, la vida continuaba. Conversaciones animadas llenaban el aire mientras estudiantes de la Academia discutían con entusiasmo sobre avances tecnológicos y disputas ideológicas entre las grandes naciones.

—¿Has visto la nueva propuesta de Noxus para mejorar los motores de vapor?

—Dicen que aumentará la eficiencia un 15%...

—Bah, Noxus solo sabe fabricar cosas pesadas y sin elegancia.

Jayce pasó junto a los jóvenes sin detenerse, apenas prestando atención al debate. En otro momento, se habría sumado con gusto a la discusión, exponiendo su opinión con argumentos calculados. Pero esa tarde no estaba de humor.

Su andar era firme, pero su expresión traicionaba el peso que cargaba. Su ceño fruncido, su mirada de ojos avellana perdida en el suelo adoquinado, y la tensión en sus músculos lo delataban. Su mano derecha sujetaba con fuerza el maletín de cuero gastado, mientras que la otra se cerraba en un puño dentro del bolsillo de su abrigo.

Su mente seguía atrapada en la conversación de esa mañana.

"Tu investigación necesita más tiempo de estudio y revisión."
"Lo siento, muchacho, pero no puedo concederte el permiso para el uso de ese material."

Las palabras del profesor Heimerdinger aún resonaban en su cabeza, frías e implacables. Había querido responder, decirle que su teoría tenía bases sólidas, que sus cálculos eran correctos. Pero ¿qué sentido tenía? El maestro era firme en sus decisiones. Siempre lo había sido.

Jayce sentía en sus huesos que estaba en la dirección correcta. Sabía que su trabajo podía cambiarlo todo. Solo necesitaba la oportunidad de demostrarlo. Pero la Academia no tomaba riesgos. No como él.

Exhaló lentamente mientras subía los escalones de su edificio. El vestíbulo estaba oscuro, iluminado apenas por una lámpara titilante que colgaba del techo. La puerta rechinó al abrirse, un recordatorio de que el casero aún no había reparado la cerradura.

Al acercarse a su buzón de metal, algo fuera de lugar captó su atención.

Un cilindro de mensajería neumática descansaba dentro, su nombre escrito con una caligrafía familiar.

Su madre.

Lo tomó con cuidado y continuó su camino.

Su departamento era un reflejo de su mente: ordenado pero caótico, lleno de planos extendidos sobre la mesa, prototipos a medio ensamblar y libros abiertos con anotaciones apuradas en los márgenes. Apenas cerró la puerta, dejó caer el maletín en una silla y se quitó el abrigo con un movimiento automático.

Sosteniendo el cilindro en la mano, lo observó por un momento antes de llevarlo al fonógrafo neumático. Insertó el mensaje, giró la manivela y esperó.

Un chasquido precedió a la voz cálida y familiar que llenó la habitación.

—Jayce, cariño. Sé que estás ocupado, pero no te olvides de comer algo decente. No puedes vivir solo de café y sándwiches. Dejé un poco de estofado en la cocina la última vez, por favor dime que no lo has dejado echarse a perder…

Jayce cerró los ojos y apoyó los codos en la mesa. Una sonrisa cansada se asomó en sus labios. Su madre siempre sabía en qué estado lo encontraría, incluso sin estar presente.

—Ah, y otra cosa: mi estetoscopio de resonancia sigue fallando. Dijiste que lo arreglarías, pero si tienes tiempo intenta no desarmarlo de más esta vez. Me acuerdo de lo que pasó con la cafetera.

No pudo evitar soltar una leve risa.

No importaba cuánto avanzara en su investigación, cuánto se esforzara en construir el futuro, para su madre siempre sería el niño que desmontaba cada aparato de la casa con una curiosidad inagotable.

—Cuídate, hijo. Te quiero.

El mensaje terminó con un chasquido.

Jayce se quedó en silencio. Miró el fonógrafo como si pudiera prolongar la sensación de tenerla cerca.

Su madre.

Siempre preocupada, siempre firme. Siempre la constante en su vida.

Excepto aquel día.

El día en que todo cambió.

Tenía diez años cuando su padre murió en la forja. Un accidente, decían. Un error, un fallo en el equipo, un segundo de descuido que lo había arrancado de sus vidas.

Pero a pesar de la tragedia, Jayce aún atesoraba los recuerdos con su padre en aquel lugar.

Uno en particular le vino a la mente.

De pronto, el calor de la forja lo envolvió.


El rugido del fuego llenó el aire. El olor a metal caliente y carbón quemado impregnaba todo. Golpes rítmicos resonaban en el yunque cercano, como un latido poderoso que marcaba el ritmo del trabajo.

Jayce, con apenas ocho años, sujetaba un martillo demasiado grande para sus pequeñas manos. Sus nudillos estaban blancos por la fuerza que hacía para sostenerlo.

Frente a él, su padre, Elias, sonreía con el rostro cubierto de hollín.

—Vamos, Jayce —dijo, alcanzándole un martillo más pequeño—. Es tu turno.

Jayce respiró hondo y levantó el martillo con ambas manos.

Golpeó el metal incandescente sobre el yunque. Su primer intento fue débil, torpe.

Elias soltó una carcajada.

—Demasiado flojo. Inténtalo otra vez.

Jayce frunció el ceño y golpeó con más fuerza. Esta vez, el sonido fue sólido.

Elias asintió con aprobación.

—Mejor.

Se inclinó y señaló el martillo en sus manos.

—¿Sabes por qué nuestra familia lleva un martillo en el escudo?

Jayce negó con la cabeza.

—Porque… es fuerte.

Elias negó lentamente.

—No solo eso… —levantó su propio martillo y golpeó con precisión—. Un martillo puede construir o destruir.

Otro golpe, firme, seguro.

—Si golpeas con demasiada fuerza, lo romperás. Si eres descuidado, no conseguirás nada.

Un último impacto bien dirigido.

El metal incandescente cambió de forma bajo la mirada atenta de Jayce.

Elias sonrió.

—Pero si sabes cómo y dónde golpear…

Tomó la mano de Jayce con suavidad y le hizo repetir el movimiento.

—Puedes crear.

Jayce lo miró, con una mezcla de admiración y comprensión.


Luego, su padre ya no estuvo.

La forja quedó en silencio.

Y su madre tuvo que cargar con todo el peso del hogar.

Fue cuando Jayce comprendió, incluso a esa edad, que debía hacer algo.

Por eso trabajaba. Por eso estudiaba. No solo por él, sino por ella. Para que nunca más tuviera que esforzarse tanto. Para que su padre no hubiera muerto en vano.

Y también… por aquel recuerdo.

Un sueño. 

No. 

Más que eso.

Una ventisca cegadora, un frío insoportable que quemaba la piel. Él y su madre abrazados, sin poder ver más que el blanco infinito a su alrededor. El viento rugía con furia, amenazando con tragárselos enteros.

Y entonces, la luz.

Un resplandor azul rompió la nieve. Un destello cálido y reconfortante que los envolvió. De pronto, el frío desapareció, y con él, la desesperación.

Recordaba despertar con la sensación de que algo extraordinario había sucedido, pero nadie más lo creía. 

"Solo un sueño, hijo", decía su madre. Pero él sabía que no lo era.

Había sido real.

Si ese poder existía, si esa tecnología era posible, Jayce la encontraría. Y si no, la crearía.

Porque la ciencia podía lograrlo. 

No era magia. 

Tenía que haber una forma de replicarlo, de utilizarlo para ayudar a la gente. Para que nadie más tuviera que vivir con la incertidumbre, con el miedo a perderlo todo en un instante.

Solo necesitaba una oportunidad.

Suspiró y pasó una mano por su rostro.

Se levantó y caminó hasta la cocina. Para su sorpresa, el estofado seguía ahí.

Tal vez su madre tenía razón.

Tal vez debía cuidar un poco más de sí mismo.

Sirviéndose un plato, se permitió un momento de calma, pero su mente ya trabajaba en su próximo movimiento.

El mundo podía no estar listo para su visión.

Pero él lo haría estarlo.



 

Notes:

Jayce siempre tiene un fuego interno que lo mueve. Sean como Jayce! jaja

Chapter 6: El Taller

Summary:

Viktor se encuentra trabajando en su nuevo taller, recuerdos lo invaden.

Chapter Text

El Taller

El sonido del metal crujiendo bajo la presión de la llave llenó la habitación. Chispas diminutas saltaron en el aire antes de apagarse sobre el suelo cubierto de engranajes rotos y virutas de cobre.

Viktor entrecerró los ojos, concentrado, mientras apretaba la última pieza del filtro de aire con precisión. El mecanismo encajó con un leve ruido y, por primera vez en días, exhaló con satisfacción.

Dejó la herramienta sobre la mesa de trabajo con un ruido metálico y se retiró los lentes de protección. Su mirada recorrió los planos esparcidos ante él, líneas de ideas inacabadas y anotaciones garabateadas en los márgenes.

Frente a él, el prototipo zumbó al activarse. La estructura cilíndrica giró, absorbiendo partículas flotantes en el aire cargado de polvo y devolviendo un flujo más limpio. Aún no era perfecto, pero funcionaba.

Viktor se pasó una mano por el rostro, dejando una mancha de grasa en su mejilla. Su camisa arremangada estaba cubierta de hollín y sudor, pero no le importaba.

Este lugar —este pequeño rincón en una antigua fábrica— era suyo.

Había pasado más de un año desde que dejó atrás la taberna.

Un año desde aquella conversación con Tessa.


—¿Y qué harás?

La voz de Tessa lo había sacado de su concentración. 

—Estoy reparando el dispensador de cerveza—murmuró Viktor, señalando el mecanismo desmontado sobre la barra—. El conducto está obstruido.

Tessa cruzó los brazos y apoyó una cadera contra la barra, observándolo con atención.

—Viktor… no me refiero a eso.

Él dejó la herramienta a un lado y la miró con una ceja levantada.

—No puedes vivir ocultándote aquí toda tu vida.

Viktor miró hacia la taberna. Algunos clientes bebían en silencio, con la mirada perdida en el fondo de sus vasos, como si esperaran encontrar respuestas entre los restos de whisky. Otros reían demasiado fuerte, sus voces desbordadas por la embriaguez, golpeando la mesa con manos temblorosas mientras sus palabras se volvían cada vez más arrastradas. En un rincón, un hombre murmuraba para sí mismo, balanceando su copa a medio vaciar. 

—No me estoy ocultando —replicó sin convicción.

Tessa soltó una risa seca y ladeó la cabeza.

—¿Ah, no? Porque así es como se ve desde aquí.

Viktor frunció el ceño.

—¿Desde dónde?

—Desde alguien que lleva viéndote aquí lo suficiente como para saber que no eres como los demás.

—Oh, qué halago. Debo sentirme especial.

—No, deberías sentirte ridículo —dijo Tessa, rodando los ojos.

Viktor arqueó una ceja, sorprendido por la dureza en su tono.

Ella continuó, su voz más suave esta vez.

—Escucha, no sé qué hiciste antes de venir aquí, ni por qué sigues atrapado en este sitio, pero sé que esto no es lo que deberías estar haciendo.

Viktor se quedó en silencio, su mirada volviendo al dispensador de cerveza.

—Y no me malinterpretes —Tessa sonrió, apoyando los codos sobre la barra—. A mí me conviene tenerte aquí para hacer el mantenimiento. Lo menos que quiero es que te vayas. Me sales barato.

Viktor dejó escapar una risa seca y volvió a centrarse en su trabajo.

—Sí, mi intelecto es apreciado sólo cuando reduce tus costos de reparación.

—Exacto —dijo ella, dándole un golpecito en el brazo antes de alejarse—. Termina eso antes de que alguien empiece a gritar por su trago.

 Esa noche, cuando la taberna había quedado en silencio, Viktor pensó en sus palabras.

"No puedes vivir ocultándote toda tu vida."


Tessa tenía razón. No podía vivir el resto de su vida arreglando dispensadores y tuberías con fugas.

Con esa certeza clavada en su mente, al día siguiente había salido a buscar un espacio propio cerca de la zona industrial.

No fue fácil.

Los talleres no eran baratos, y menos para alguien sin contactos. Pero después de recorrer calles y fábricas, encontró lo que buscaba.

El taller era un espacio reducido de paredes ennegrecidas y tuberías viejas. Una estrecha ventana apenas dejaba entrar luz, pero en Zaun, eso no era novedad.

Faroles de cobre con brazos hidráulicos, esferas de gas flotante y tubos de cristal con destellos cíclicos iluminaban el lugar, alimentados por baterías y engranajes reciclados de su propia creación. Proyectaban un resplandor ámbar y verde.

La mesa de trabajo, abarrotada de herramientas, planos y repuestos, dominaba el espacio. Una estantería improvisada albergaba piezas inacabadas, algunas pulsando con luz intermitente. Contra la pared, un catre servía de cama.

La cocina era mínima: una estufa de gas de dos hornillas, una tetera metálica gastada y un fregadero oxidado que goteaba sin ritmo. Al fondo, tras una puerta desgastada, estaba el baño, pequeño pero útil.

Todo era funcional. No había lujos.

Pagaba lo justo por ese rincón en la fábrica. Lo suficiente para que no le hicieran preguntas. 

Allí trabajaba. Había empezado con trabajos pequeños. Reparaciones, ajustes mecánicos, arreglos para clientes particulares que no podían darse el lujo de comprar repuestos nuevos. 

Pero poco a poco, su nombre comenzó a circular.

No sólo reparaba sino que mejoraba.

—¿Viktor? —La voz de un hombre mayor interrumpió sus pensamientos.

Levantó la vista. 

En la entrada de su taller, un obrero con ropa cubierta de hollín y una gorra grasienta se asomaba con timidez.

—Necesito que le eches un ojo a esto —dijo, mostrando una vieja máscara de filtración con una válvula rota.

Viktor asintió y extendió la mano para recibirla. La examinó con rapidez, notando el desgaste del metal y las pequeñas grietas en el sistema de sellado.

—Puedo reforzar la válvula y cambiar el filtro interno —murmuró—. Pero si sigues usándola así, la contaminación te matará antes que cualquier derrumbe.

El hombre resopló con una risa áspera.

—No te preocupes, muchacho. Aquí abajo, todos nos estamos muriendo de una cosa u otra.

Viktor no respondió. Se giró y empezó a trabajar en la máscara mientras su cliente se apoyaba en la pared, observando con el tipo de respeto silencioso que solo los trabajadores duros le daban a alguien que sabía lo que hacía.

El filtro de aire que había construido en la fábrica de manufactura cercana reducía la acumulación de polvo tóxico en un 50%. Había diseñado un sistema de reciclaje de desechos metálicos que permitía reutilizar partes de las máquinas rotas, reduciendo la dependencia de importaciones costosas. 

Parecían pequeñas victorias, pero en un lugar como Zaun, esos inventos de bajo costo no solo ayudaban a las personas, sino que también contribuían a mejorar su calidad de vida.

—Listo —dijo, entregando la máscara al hombre— 

El cliente sonrió con la expresión curtida.

—Gracias, Viktor.

La puerta se cerró detrás de él.

El silencio regresó.

Viktor se frotó los ojos con el dorso de la mano y se dejó caer en la silla desvencijada junto a su mesa de trabajo. 

Su espalda crujió en protesta, y por un momento, simplemente respiró.

Miró a su alrededor.

Los planos desperdigados sobre la mesa, la lámpara parpadeante en la esquina, el filtro de aire funcionando en la repisa.

Era un comienzo.

Todavía le faltaban herramientas, materiales y recursos para sus proyectos más ambiciosos, pero al menos ahora tenía algo.

Viktor cerró los ojos un momento, apoyó la cabeza contra la pared fría y entonces su mente se fue a otro lugar…

A un taller diferente.

A su primer proyecto real.

Sintió el olor del aceite mecánico y la madera gastada antes de que su mente pudiera articularlo. Vio la luz cálida de las lámparas de gas reflejándose en herramientas perfectamente alineadas sobre la mesa de trabajo. Escuchó el sonido metálico de engranajes encajando entre sí, el chasquido de cada pieza ensamblándose con paciencia y dedicación.

El autómata.

Su primera creación. Su primer verdadero logro.

Recordó el momento exacto en el que, por primera vez, logró que el pequeño mecanismo cobrara vida, cuando las articulaciones del autómata se movieron con la fluidez que había imaginado.

Recordó la expresión del señor Hibert, su antiguo amo, el único que había visto más allá de su condición y le había permitido construirlo. El único que había reconocido su talento y le había dado herramientas en lugar de látigos.

Pero también recordó el final.

El instante en que todo se derrumbó.

El recuerdo lo atrapó con la fuerza de un golpe.


—¡No, por favor!

La súplica escapó de sus labios antes de que pudiera detenerla.

Pero ya era tarde.

Las manos de su agresor se aferraban a su invención con un gesto deliberado, como si sostuviera algo sin valor, un simple objeto desechable.

 No había furia en su expresión, solo una calma cruel, la clase de frialdad que no se alteraba ni con súplicas ni con resistencia.

Viktor sintió cómo su pecho se contraía. Sus dedos se tensaron sobre la mesa de trabajo, aferrándose al borde de la madera con desesperación. 

El aire del taller se volvió insoportable, cargado de un pavor sofocante que lo paralizaba.

El otro hombre no respondió. No había necesidad, lo disfrutaba.

Viktor lo supo por la ligera inclinación de su cabeza, por el destello en sus ojos al ver la angustia reflejada en su rostro. Luego, con un movimiento rápido y decidido, alzó el autómata por encima de su cabeza y lo arrojó al suelo con toda su fuerza.

El tiempo pareció ralentizarse.

Sus pupilas siguieron la trayectoria del objeto en el aire, y por un breve instante, su mente buscó soluciones imposibles, cálculos frenéticos que no servirían de nada. 

Viktor podía ver los puntos de tensión del metal, los engranajes en su interior aún intactos… hasta que chocó contra el suelo.

El sonido del golpe se expandió en la habitación, vibrando en cada superficie. Fue un impacto hueco, pero lo suficientemente fuerte como para que los engranajes saltaran en todas direcciones. Las piezas se partieron al instante.

Un eco de metal golpeando metal resonó cuando los fragmentos rodaron hasta perderse bajo las mesas de trabajo.

Viktor se inclinó de inmediato, con un movimiento torpe, sintiendo la punzada de su pierna herida, pero ignorándola por completo. No le importaba el dolor. No cuando su invención estaba reducida a escombros frente a sus ojos.

Sus manos recorrieron los restos con una mezcla de desesperación y negación. El metal seguía tibio. Las marcas de sus herramientas aún estaban frescas en la superficie, pero todo lo que alguna vez tuvo sentido en esas piezas ahora era solo un montón de chatarra.

Se había esforzado tanto. Noches sin dormir, cálculos minuciosos, ensamblajes repetidos hasta la perfección.

Era más que una máquina.

Era un propósito.

Aquello era un prototipo que algún día hubiera reemplazado a los esclavos de la mina en trabajos peligrosos y agotadores. Un autómata que trabajaría sin descanso, sin dolor, sin miedo.

Una risita baja interrumpió sus pensamientos. 

Viktor levantó la vista con lentitud.

Y allí estaba él.

Su nuevo amo.

Más grande que Viktor por una diferencia humillante. Un hombre construido para la guerra, con la arrogancia de alguien que sabía que siempre tenía el control. 

Sus ojos avellana podrían haber parecido cálidos en otra circunstancia. Pero no lo eran, no había compasión en ellos. 

Solo cálculo. Como si estuviera evaluando cuánto aguantaría antes de romperse.

—Qué pena… no era tan resistente, ¿no?

El tono era liviano, despreocupado. Como si acabara de romper un simple juguete. Como si nada de esto importara.

Viktor sintió cómo su cuerpo se tensaba, cómo el calor subía por su rostro y sus ojos ardían antes de que pudiera evitarlo. Una presión se acumuló en su garganta.

“No. No aquí. No ahora” pensó.

Pero no pudo detenerlo.

Sus ojos se llenaron de lágrimas.

El otro inclinó levemente la cabeza.

—Oh, no… —musitó con un susurro venenoso—. ¿Estás llorando?

El tono era suave, casi afectuoso, pero la burla se deslizaba entre sus palabras como veneno.

Viktor se giró instintivamente, dándole la espalda.

Un error.

—¡No me des la espalda! ¿¡Escuchaste!?

El grito resonó en el taller como un latigazo.

Viktor se detuvo en seco. 

Comenzó a sentir un calor sofocante que comenzaba a subir por su pecho y cuello. Se pasó la manga de la camisa por la cara con un gesto rápido y brusco antes de volverse. 

Sus ojos estaban rojos, pero ya no solo por el llanto. Había algo más profundo en su mirada, algo silencioso y peligroso.

El hombre lo miró con una ligera curiosidad, como si acabara de notar un matiz interesante en la expresión de Viktor.

Por un instante, el silencio en la habitación pareció cambiar.

Las llamas de las lámparas parpadearon débilmente, proyectando sombras que bailaban en las paredes de piedra.

Entrecerró los ojos.

Su sonrisa se hizo más sutil, más afilada.

Y entonces, dio un paso adelante.

Viktor sintió cómo su cuerpo reaccionaba antes que su mente, cómo el aire en la habitación parecía encogerse, atrapándolo en un espacio que de pronto se volvió demasiado pequeño.

 

Su pierna izquierda se movió por reflejo, buscando estabilidad, intentando marcar distancia.

 

Pero el otro lo notó y le gustó.

 

Avanzó con calma, sin prisa, reduciendo el espacio entre ellos de manera insoportablemente deliberada.

 

El calor de su aliento chocó contra la piel del rostro de Viktor, un recordatorio físico de su proximidad.

 

Viktor apretó la mandíbula, su espalda rígida, su respiración contenida. Quiso mantener la mirada alta, desafiante, pero su cuerpo estaba entrenado de otra manera.

 

El instinto de sobrevivir, de no provocar, de ceder, se activó como una trampa bien programada.

 

Y su cabeza bajó.

 

Un leve susurro de satisfacción se deslizó en la respiración del otro hombre, casi imperceptible, casi elegante en su crueldad.

 

Luego, se inclinó más cerca y con la voz baja dijo:

 

—Te haré recordar tu condición, esclavo.


El zumbido del filtro de aire volvió a llenar sus oídos.

Viktor abrió los ojos bruscamente, sintiendo su respiración acelerada y sus músculos tensos. 

El taller. 

Su taller.

Parpadeó varias veces, permitiendo que la luz parpadeante de la lámpara lo anclara de vuelta a la realidad. Se llevó una mano al rostro, encontrando su piel fría y ligeramente húmeda.

No estaba allí.

No estaba bajo la sombra de aquel hombre.

Respiró hondo y se obligó a levantarse. Miró su mesa de trabajo, sus herramientas, su prototipo funcionando.

Se negó a seguir perdiéndose en recuerdos.

Apretó los dientes, tomó un trapo sucio y limpió la grasa de sus manos.

Luego, volvió a trabajar.

 

Chapter 7: El mercado negro

Summary:

Jayce se dirige hacia el mercado negro, allí una situación capta su atención y se ve obligado a intervenir.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

El mercado negro

Jayce avanzaba con pasos calculados, su postura rígida reflejando una mezcla de tensión y determinación.

La capucha de su abrigo ocultaba gran parte de su rostro, pero no podía disfrazar la intensidad de su mirada, siguiendo cada movimiento a su alrededor.

Su expresión era dura, endurecida por la necesidad de aparentar seguridad en aquel lugar. A pesar del aire sucio y opresivo de Zaun, caminaba como alguien que se negaba a ser intimidado. 

Bajo la tela, pequeños mechones de su cabello castaño oscuro sobresalían, desordenados por el sudor y la humedad del ambiente. Su piel, naturalmente bronceada, tenía el brillo tenue del esfuerzo y la tensión acumulada, como si el cansancio de las últimas semanas lo hubiera convertido en un reflejo en su rostro.

 No quería llamar la atención, no en un lugar donde cada mirada podía meterlo en problemas. Especialmente no quería revelar que provenía de Piltover, para evitar ser carnada de malvivientes.

Sabía que Zaun era peligrosa, especialmente para aquellos que no conocían sus calles y los peligros que acechaban en cada esquina. Había zonas donde era mejor no aventurarse si no querías terminar despojado de tus pertenencias… o algo peor.

Y hacia una de esas zonas era adonde se dirigía ese día.

El mercado negro.

Estaba desesperado.

Había pasado semanas sin avances en su proyecto. 

Estaba cansado de escuchar siempre lo mismo en la Academia.

"Es peligroso, Jayce."

"Es inestable, Jayce."

"Debes esperar la aprobación."

No.

Se había visto obligado a dirigirse allí por esa razón. Sabía que en la ciudad subterránea no necesitaba la aprobación de la Academia ni del Consejo para conseguir los materiales necesarios.

No era la primera vez que bajaba a Zaun, pero cada vez que lo hacía, sentía lo mismo. Un recordatorio de que este mundo era crudo y despiadado, y que él no encajaba allí.

Mientras caminaba por las calles mugrientas e iluminadas por el resplandor verde tóxico de los humos y las luces artificiales, sus ojos recorrieron las vitrinas de cristal agrietado y los carteles desvencijados de los negocios:

Tiendas de partes mecánicas, hoteles de mala muerte, tabernas repletas de gente a la que era mejor no cruzarse, venta de animales ilegales en jaulas oxidadas, burdeles con luces rosas parpadeando en la distancia.

Aquí todo se podía comprar. Todo tenía un precio y nadie preguntaba de dónde venías.

En un callejón, Jayce presenció una escena que le hizo apretar los dientes.

Un muchacho delgado estaba siendo reducido al suelo por un hombre corpulento. El agresor lo sujetaba del cabello y lo obligaba a arrastrarse hacia la oscuridad de un pasillo angosto.

Zaun no era como Piltover. 

Allí la violencia era ley, y si intervenía, podría convertirse en una presa más. Así que siguió caminando.

Cuando llegó al mercado negro, las cosas solo empeoraron.

Entre los carteles de armas, tóxicos ilegales y tráfico de tecnología, uno en particular lo hizo detenerse.

"ESCLAVOS"

Jayce sintió un nudo formarse en su estómago.

Sabía que existían, que la mayoría de las casas de clase alta tenían, incluso en Piltover, pero nunca había visto un mercado de esclavos a plena vista.

Jaulas. 

Como las de los animales.

Algunos temblaban dentro, sus ojos vacíos, apagados, como si ya hubieran dejado de ser personas.

Una mujer de aspecto imponente—tal vez la mercader—hablaba con un hombre de ropas refinadas. Aquel sujeto no parecía de Zaun. Por la calidad de su vestimenta, Jayce supo que debía ser de Piltover. Pero ocultaba su rostro, al igual que él.

Lo observó de reojo, sabía lo que estaba por hacer. 

Y lo vio, vio cómo el hombre compraba una esclava. Una joven de rostro sucio, pelo corto y mirada perdida.

El collar alrededor de su cuello brilló con el reflejo de las luces verdes.

Y luego, la cadena. El hombre tiró de ella como si fuera un perro y se la llevó sin decir una palabra.

El desconocido se relamió los labios mientras la mujer caminaba detrás de él con la cabeza baja.

Un escalofrío recorrió la espalda de Jayce, y un asco indescriptible se instaló en su estómago.

¿Así de simple es?

¿Este nivel de crueldad descarada, de impunidad...?

Jayce desvió la mirada, tragó saliva y continuó su camino.

Finalmente, llegó a la tienda que estaba buscando.

El mercader de la tienda que estaba frente a él era un hombre bajo y musculoso, con un brazo mecánico lleno de cicatrices de quemaduras.

—¿Tienes el catalizador? —preguntó Jayce sin rodeos al entrar.

El mercader sonrió, mostrando unos dientes dorados.

—Ahora sí tengo lo que necesitas. Pero no es barato.

Sacó una pequeña cápsula metálica y la colocó sobre la mesa. Dentro, un cristal pulsaba con una energía inquietante.

Jayce miró el cristal brillar y, con la mandíbula tensa, murmuró:

—Dime el precio.


Esa vez, Viktor no iba de camino al mercado en busca de un trabajo.

Iba por algo propio.

Su proyecto había avanzado lo suficiente como para que la necesidad lo llevara al mercado negro. 

Quería reconstruir el autómata en tamaño real, mucho más grande. Para eso necesitaba un núcleo más potente que el que había logrado crear años atrás para su pequeño prototipo. Pero esta vez, no tenía los materiales. Tampoco estaba seguro cómo los conseguiría.

Avanzó a través de las calles, esquivando charcos oscuros de origen dudoso y esquinas potencialmente peligrosas.

Su aspecto delataba su fatiga. 

Tenía una camisa de lino arremangada hasta los codos con manchas de grasa y polvo metálico. Sus manos, cubiertas de pequeños cortes de trabajar con piezas demasiado filosas sin guantes adecuados; y ojeras, que marcaban su pálida piel con la sombra de la obsesión.

Pero entonces, se detuvo.

El sonido de un sollozo ahogado lo alcanzó.

Pequeño. Casi imperceptible entre el ruido de las calles cercanas.

Giró la cabeza con la expresión tensa, alerta.

El sonido venía desde una fábrica abandonada a unos metros de donde estaba. Era un esqueleto de metal y piedra, donde las tuberías corroídas se alzaban cubiertas de óxido.

Allí, entre los restos olvidados, una pequeña figura se acurrucaba contra la pared.

Un niño.

Estaba agachado, con los brazos aferrados a sus piernas, escondiendo el rostro entre las rodillas y temblando.

La luz tenue de un poste decrépito iluminaba su silueta.

Viktor se acercó lentamente.

—Hey… ¿por qué lloras? —preguntó en voz baja.

El niño se sobresaltó.

Levantó el rostro, revelando unos ojos rojos e hinchados de tanto llorar. 

Su primera reacción fue el miedo.

Viktor se detuvo a una distancia prudente.

—Tranquilo. No te haré daño.

El niño parpadeó, tragó saliva. Dudó. Miró a su alrededor, como buscando una ruta de escape, pero finalmente murmuró con la voz rota:

—Mis amigos…

Hizo una pausa. Su garganta se cerró.

—Me dejaron atrás.

Viktor sintió un peso en el pecho.

—¿Por qué?

El niño bajó la mirada.

—No soy tan rápido ni tan fuerte como los demás.

Viktor tragó el nudo en su garganta y, con su voz más suave, preguntó:

—¿Qué es eso que llevas?

El niño se tensó.

Apretó con más fuerza el objeto en sus manos: un cuaderno viejo y desgastado, con la tapa doblada y las páginas arrugadas.

—Mis dibujos.

Su voz apenas fue un susurro.

Viktor asintió.

—¿Me los muestras?

El niño dudó.

Lo pensó demasiado, pero finalmente se lo extendió con dedos temblorosos.

Viktor lo tomó con cuidado y pasó las páginas con lentitud, como si estuviera manejando algo sagrado.

Eran dibujos simples, pero llenos de detalles. Zaun, sus calles, sus fábricas, el puente…

Y en medio de todos esos trazos oscuros y fríos…

Un árbol.

Un árbol enorme, frondoso, solitario en el centro de una plaza cerrada. Un pedazo de vida donde solo había sombras.

Viktor se quedó mirándolo en silencio.

Sus dedos trazaron el contorno de las ramas con suavidad antes de devolverle el cuaderno al niño.

Cuando habló, su voz fue más suave que antes.

—Son excelentes.

El niño levantó la cabeza.

—¿Tú crees?

Viktor asintió.

—Lo creo. —Hizo una pausa y luego añadió—: Sabes, la fuerza no lo es todo. Tienes un talento admirable.

El niño abrió mucho los ojos, como si nunca nadie se lo hubiera dicho. Como si esas palabras fueran algo que jamás pensó que podría escuchar.

Viktor le devolvió el cuaderno con una pequeña sonrisa.

—Pero lo más importante es que tú lo creas.

El silencio se alargó. Y entonces, algo cambió.

El niño se secó la nariz con la manga y su espalda se enderezó.

—¡Sí!

Su voz ya no temblaba. Se levantó con el cuaderno aferrado contra su pecho y, sin decir más, echó a correr.

Viktor lo vio alejarse con paso decidido.

Se quedó allí un momento más…

Observando, pensando…

Pero entonces, sintió el cambio en el aire.

No estaba solo.

Se apresuró a salir de allí. 

Caminó por los oscuros callejones y giró, tomando una ruta diferente hacia el mercado. Si lograba llegar, quizás podría perderse entre la gente.

Después de unos minutos, miró de reojo hacia atrás.

Las figuras aún lo seguían. 

Ya había llegado al mercado cuando una voz lo llamó.

—Eh, tú.

Viktor no se giró de inmediato.

Un hombre se paró frente a él, bloqueándole el paso.

Otro cerró la salida detrás.

—¿Te crees muy listo, verdad?

Viktor mantuvo la calma.

No necesitaba preguntar quiénes eran. Sobreviviendo en Zaun, había aprendido a reconocer a los tipos como ellos. Gente que creía que la fuerza física significaba poder.

El más alto lo empujó con el dedo en el pecho.

—Gracias a ti, nuestro negocio se fue a la mierda.

Viktor no retrocedió, pero su agarre en el bastón se tensó.

—No es mi culpa si la gente prefiere soluciones reales en lugar de pagar por basura.

El matón se rió entre dientes.

—¿Oyes eso? El flacucho tiene agallas… 


Justo cuando Jayce sacaba las monedas de su bolsillo para cerrar el trato, algo lo distrajo.

En un callejón a pocos metros, una figura delgada con un bastón estaba rodeada por dos matones mucho más grandes que él.

Enseguida entrecerró los ojos.

No.

No tengo por qué meterme.

No es mi problema.

Pero no pudo evitar seguir observando. El hombre rengueaba pero su postura no era de miedo. Los matones lo rodeaban como hienas, aun así él mantenía la espalda recta.

Uno de ellos lo señaló con un dedo en el pecho.

—Tú me arruinaste el negocio, sí. ¡Eres tú, Viktor!

Ese nombre.... es…

Sí, él ya había escuchado hablar de un tal Viktor de la ciudad sub-urbana. Una especie de ingeniero de renombre que había creado varias soluciones para la contaminación en Zaun. Recordaba haber escuchado algo sobre él por sus compañeros de la academia pero no estaba seguro si era el mismo.

 ¿Ahora estaban por darle una paliza?

El mercader seguía esperando con el material en el mostrador

— ¿Y bien? ¿lo quieres o no? — dijo con voz cansina y molesta.

Mierda.

Sacudió su cabeza en un intento de luchar contra su impulso pero no pudo.

Dame todos los que tengas— dijo resolutivamente, tirandole una bolsita de dinero. No regateó.

Luego de guardar en su bolso los cristales recién adquiridos, salió apresuradamente hacia la escena. 

Hacia Viktor.

Notes:

Al fin están a punto de conocerse. Aunque las circunstancias no son las mejores. 👀

Chapter 8: Sangre y polvo

Summary:

Jayce interviene entre Viktor y los matones. Pero algo inesperado sucede.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Sangre y polvo

—Me las vas a pagar —gruñó el matón.

Un puño cortó el aire en dirección al rostro de Viktor.

Pero el golpe nunca llegó.

Antes de que pudiera impactarlo, una silueta apareció de la nada, interponiéndose entre ellos. 

Un antebrazo bloqueó el golpe con un impacto seco. 

El sonido resonó en el callejón.

El matón parpadeó, sorprendido.

El hombre que lo había detenido se alzaba con una capucha cubriéndole parte del rostro. No había estado ahí un segundo atrás.

—¿Quién demonios eres tú?

El recién llegado no respondió de inmediato. En su lugar, se quitó la capucha con calma.

Bajo la luz mortecina del callejón, levantó la cabeza con una naturalidad casi teatral. Como si todo eso no fuera más que otro escenario donde él era el protagonista.

—Me llamo Jayce Tallis—dijo con tranquilidad, sacudiendo un poco la cabeza—. Y no soy fan de las peleas —su expresión se tornó más afilada, sus ojos encendidos con un destello de desafío—. Pero tampoco soy fan de los idiotas.

Se inclinó ligeramente hacia el frente, mirándolos con una media sonrisa arrogante.

—Adivina en qué categoría caes tú.

Los dos matones intercambiaron una mirada. Luego, se enfocaron en él.

Eran más grandes, más rudos y sabían pelear.

Jayce lo sabía, pero él también sabía cómo moverse.

No era un guerrero, pero la forja había hecho su cuerpo fuerte, resistente y lo suficiente rápido como para no caer en el primer golpe.

El matón que había hablado fue el primero en atacar.

Su puño voló con fuerza directo a la mandíbula de Jayce. 

Pero él ya estaba en movimiento. Giró sobre su pie derecho, esquivando por centímetros. 

El golpe pasó de largo.

Pero el segundo matón aprovechó la apertura.

Antes de que pudiera reaccionar, un empujón brutal lo estampó contra la pared del callejón.

El impacto le sacó el aire de los pulmones.

La textura rugosa del ladrillo le arañó la espalda.

—¿Crees que puedes venir aquí, piltoviano, y hacer lo que te dé la gana? —gruñó el matón, acercándose para rematarlo.

Jayce apenas podía respirar, pero no iba a quedarse quieto.

En cuanto el matón levantó el brazo, él atacó primero. 

Su rodilla se alzó rápida y violenta, golpeando el estómago del agresor. 

El tipo jadeó, doblándose por el dolor pero Jayce no le dio tiempo para recuperarse. Se inclinó hacia adelante y le propinó un puñetazo directo al rostro, un impacto seco.

Sintió el crujir de su propio nudillo al chocar contra la nariz del matón.

Un gemido de dolor, sangre manchando el suelo.

El tipo retrocedió tambaleándose, pero Jayce no tuvo oportunidad de celebrar.

El segundo matón se lanzó sobre él.

Un puño le impactó en las costillas con suficiente fuerza para hacerle ver negro por un instante y antes de que pudiera recomponerse, otro golpe le alcanzó la mandíbula.

Jayce tambaleó y su cabeza zumbó. El sabor metálico de la sangre se esparció en su boca.

Mierda

Viktor, hasta ahora inmóvil, observaba la escena con una mirada calculadora.

Hasta que decidió que era suficiente.

Con un movimiento preciso y medido, levantó su bastón y lo estrelló con fuerza contra la rodilla del matón que tenía a Jayce contra la pared.

Un grito ahogado.

Un crujido seco. 

El tipo cedió por la sorpresa. 

Cuando Jayce vió que su pierna estaba doblándose no esperó ni un segundo. Aprovechó el momento girando con fuerza y le propinó un codazo directo al cuello. 

El golpe fue certero. 

El matón se desplomó en el suelo, tosiendo y llevándose las manos a la garganta.

Solo quedaba uno.

Y estaba furioso.

Se llevó la mano al cinturón y en un movimiento rápido, sacó un cuchillo oxidado.

Jayce se tensó.

—Oh, vamos… ¿cuchillos?

El matón no respondió. Solo cargó hacia él.

Pero Jayce lo estaba esperando.

En el último segundo, dio un paso al costado y atrapó la muñeca del atacante con ambas manos y usando el impulso de la carga en su favor, torció el brazo del matón con toda su fuerza.

Un gruñido de dolor.

Los dedos del matón soltaron el cuchillo instintivamente.

La hoja cayó al suelo tintineando.

Jayce retrocedió, respirando entrecortado.

Ahora los dos matones yacían en el suelo. Uno sujetándose la nariz sangrante y el otro aún recuperando el aire tras el golpe en la tráquea.

La pelea debería haber terminado.

Pero entonces…

Algo sucedió.

Un estruendo metálico.

Uno de los matones, aún en el suelo y ciego de ira, agarró un tubo de acero de entre los escombros y lo lanzó con fuerza hacia Jayce. 

Instintivamente, levantó los brazos para cubrirse, pero el proyectil no iba dirigido a él sino que impactó contra la pared detrás suyo.

Donde había dejado su bolso.

Donde estaban los malditos cristales.

Jayce sintió cómo el horror se apoderaba de él al ver uno de los cristales salir despedido por el golpe.

Lo vió girando en el aire y chocando violentamente contra la pared de la fábrica de enfrente.

Tuvo exactamente un segundo para procesarlo.

—Oh no.

Un destello violeta llenó el callejón.

El impacto sacudió el suelo y una onda de choque ardiente estalló en el aire. Polvo y escombros volaron en todas direcciones.

Jayce salió despedido, golpeando el suelo con fuerza. 

Los matones gritaron y huyeron, heridos y aterrorizados por la explosión.

Todo era un desastre.

Por un momento, no pudo respirar.

Sus oídos zumbaban, su visión era un borrón de luces y sombras. Intentó moverse, pero el cuerpo no le respondía de inmediato. 

El aire olía a polvo, metal y algo quemado.

Se obligó a parpadear, a enfocar. 

Y entonces...

Lo vió.

—¡Hahh! — jadeó.

El corazón de Jayce martilleaba en su pecho mientras su mirada se fijaba en una figura tendida entre los escombros.

Viktor.

Yacía estirado de espaldas sobre el suelo, su cuerpo inmóvil, como si hubiera sido arrojado sin resistencia. Las piedras y fragmentos de metal chamuscado lo rodeaban, el polvo de la explosión aún flotando en el aire como un eco de la violencia que lo había golpeado. Su bastón tirado a unos metros.

Jayce corrió hacia él.

No. No. No

El suelo bajo sus pies estaba resbaladizo, y cuando cayó de rodillas junto a él, una sensación helada se hundió en su pecho.

Viktor no se movía.

Su cabeza descansaba sobre el pavimento húmedo, su rostro medio cubierto de polvo y hollín, pero lo que más resaltaba era la sangre.

Un corte en su sien. 

No muy profundo, pero lo suficiente como para que un hilo rojo resbalara lentamente por su mejilla, contrastando con su piel pálida.

Su pecho se contrajo con un pánico repentino.

Jayce sintió un nudo de desesperación en el pecho.

—No, no... Vamos, despierta...

Nada.

Jayce tragó saliva con fuerza, sintiendo su propio pulso latiendo en su sien, en su garganta, en su pecho.

Apoyó una mano temblorosa sobre su pecho, buscando.

Un latido.

Casi inaudible, casi imperceptible. Pero estaba ahí.

Jayce soltó el aire de golpe, como si acabara de salir de debajo del agua.

 Está vivo.

—¡Oye! ¡Despierta!

Sacudió su hombro con cuidado.

Ninguna reacción 

Viktor seguía inerte, su pecho subiendo y bajando con un ritmo demasiado tenue para su gusto.

Jayce pasó una mano por su propio rostro, su piel caliente en contraste con la frialdad del cuerpo bajo sus dedos.

Apretó la mandíbula y miró a su alrededor. 

No podían quedarse ahí. Si alguien venía a ver qué había pasado, si los encontraban así... Zaun no era un lugar seguro en absoluto.

Jayce maldijo en voz baja y sin pensarlo demasiado, lo cargó sobre sus hombros.

El cuerpo de Viktor era liviano, demasiado para alguien que claramente trabajaba en ingeniería.

Esto fue por mi culpa. 

Si no hubiera venido aquí, si no hubiera comprado los cristales, si no hubiera explotado todo…

Sacudió la cabeza y empezó a moverse. Pensar en eso ya no solucionaba nada. 

La herida de Viktor no parecía letal, pero tenía que asegurarse que no fuera grave. 

Y no podía dejarlo allí. En Zaun. No sabía quiénes eran sus aliados ni a dónde llevarlo para atención médica.

Lo decidió impulsivamente.

Iba a llevarlo con él.

 

 

Notes:

¡Por favor, me encantaría saber que piensas! Dejame un comentario 😊

Chapter 9: Ley de impacto y reacción

Summary:

Jayce cae en la cuenta de todo lo sucedido mientras cura las heridas de Viktor.

Chapter Text

Ley de impacto y reacción 

El hombre yacía en la cama de su habitación, aún inconsciente.

Su respiración era profunda, estable, como si estuviera atrapado en un sueño del que no tenía intención de despertar.

Jayce lo observó un momento, luego exhaló con pesadez.

Traerlo hasta Piltover —y hasta su propio departamento— había sido mucho más complicado de lo que había anticipado.

La oscuridad de Zaun y la noche le habían ofrecido un mínimo de anonimato. Nadie había prestado demasiada atención mientras lo cargaba a través de callejones sombríos.

Pero el verdadero obstáculo llegó cuando alcanzó los elevadores que conectaban con la ciudad alta.

Dos guardias le bloquearon el paso.

—¿Quién es este? —gruñó el más corpulento, señalando el cuerpo inconsciente de Viktor sobre su espalda.

Jayce tragó saliva.

Sintió un hilo de sudor frío recorrerle la espalda. Su mente buscaba una mentira rápida, algo que justificara llevar a un zaunita herido e inconsciente a Piltover a esas horas.

—Mi esclavo —escupió antes de pensarlo demasiado—. Sufrió un accidente en un encargo.

Decirlo fue como tragar vidrio.

Sentía el peso de cada palabra mientras salía de su boca.

—¿Documentación del esclavo? —preguntó uno de los guardias, sin siquiera mirar a Viktor.

Jayce contuvo una mueca. La palabra le revolvía el estómago.

Pero mantuvo el rostro firme.

—Se perdió en el traslado —respondió, con un tono casi mecánico.

El segundo guardia alzó una ceja, desconfiado.

—Sin documentos, no puede ingresar.

Jayce tensó la mandíbula. Miró a ambos guardias… y luego fingió palparse los bolsillos con torpeza.

—Ah… qué tonto. Creo que la tengo aquí —dijo, forzando una sonrisa.

Sacó unas monedas. Las suficientes.

Las extendió con calma.

—Aquí están.

Los guardias se miraron entre sí.

Uno de ellos las tomó con naturalidad. El otro se acercó un poco más a Jayce, bajando la voz apenas.

—Este ya ni se mueve —murmuró, mirando a Viktor como si fuera un objeto desgastado—. ¿O es que te gustan calladitos?

El silencio que siguió fue denso. Solo se oía el zumbido del motor del ascensor, vibrando en el piso metálico.

Jayce fijó la vista al frente, en una mancha de óxido sobre la pared.

No respondas. No eres uno de ellos.

—Pase —bufó al final el guardia, haciéndose a un lado—. Pero la próxima, tráelo con correa.

Ambos soltaron una carcajada seca y áspera mientras Jayce se alejaba en silencio, con Viktor a cuestas, sin mirar atrás.

Jayce sintió una punzada de asco en el estómago.

Le repugnaba haber dicho esas palabras. Haber jugado con algo tan cruel como si fuera una mentira inofensiva.

Se dijo a sí mismo que no tenía opción. Que era la única manera.

Pero ahora, viéndolo dormido en su cama, ese peso volvía a caerle encima.

Había metido a alguien más en peligro. Había herido a un hombre que no lo merecía.

Jayce suspiró y se frotó la cara con ambas manos antes de apresurarse a buscar su kit de primeros auxilios. 

No iba a cambiar lo que había hecho, pero al menos podía asegurarse de que se recuperara bien.

Sacó vendas y parches. Su madre le había enseñado a hacer esto cuando era niño.

"Un hombre que trabaja con fuego y metal debe saber cómo curarse a sí mismo y a los que lo rodean.", le decía siempre con una sonrisa mientras le enseñaba a vendarse los dedos o desinfectar una quemadura.

Ahora, esas lecciones tenían un propósito diferente.

La sangre se había mezclado con el polvo en la sien de Viktor, formando una máscara seca y agrietada. 

Jayce humedeció el trapo con agua tibia y lo pasó con movimientos circulares. La herida no era profunda, pero la piel alrededor palpitaba inflamada.  

El desinfectante burbujeó al contacto con la carne abierta.

—Perdón —murmuró al notar que Viktor fruncía el ceño y se estremecía, aunque seguía inconsciente. 

Luego notó la sangre en los nudillos de su mano izquierda. No debía doler tanto como la herida en la cabeza, pero necesitaba atención.

Le enrolló las mangas, al hacerlo, reveló brazos surcados de cicatrices. Quemaduras en forma de serpiente, cortes mal curados y en ambas muñecas…marcas gruesas y blancas formaban un anillo perfecto.

—Malditas fábricas —susurró Jayce, aunque una parte de su mente gritaba que aquellas marcas no eran solo de trabajo con herramientas.

Viktor se agitó inconscientemente cuando Jayce lo curaba. Un gemido ahogado escapó de sus labios secos.

—Lo siento —repitió Jayce, aunque no sabía si se disculpaba por la explosión, por las vendas demasiado ajustadas, o por pertenecer a la ciudad que había convertido aquellos brazos en un mapa de sufrimiento.  

Cuando terminó, se dio cuenta de que Viktor aún llevaba puesto su abrigo. Era grueso y pesado, y probablemente incómodo para dormir. Sería mejor quitárselo.

Jayce lo deslizó de sus hombros con la delicadeza con que desarmaba un mecanismo frágil, cada movimiento calculado.

La camisa holgada le colgaba de los hombros, manchada de grasa en los codos y el cuello, pero limpia de sangre. Jayce contuvo un suspiro de alivio al comprobarlo.

Con cuidado, terminó de quitarle las botas, asegurándose de que al menos pudiera descansar con mayor comodidad.

Fue entonces cuando notó lo delgado que era.

Pero no de una forma natural, sino con la apariencia de alguien que había pasado demasiadas veces sin comer lo suficiente. Alguien que sabía lo que era la escasez.

Antes de marcharse de la habitación, tomó el bastón y lo colocó junto al respaldo de la cama.

Seguro lo buscará cuando despierte. 

Se quedó mirándolo un momento más desde el umbral.

Viktor parecía increíblemente frágil en ese instante. 

Sintió un nudo formarse en su pecho.

Todo esto es mi culpa.

Mejora pronto, por favor…

Salió de la habitación en silencio, cerrando la puerta con suavidad. 

Necesitaba despejar la mente, pero cuando llegó a la sala , sus pensamientos volvieron al cristal.

A su energía. A su peligro.

Jayce lo sacó de su bolso con sumo cuidado.

El cristal centelleó al exponerse a la luz, su núcleo violeta latiendo como el corazón mecánico de una bestia dormida.

Jayce lo sostuvo entre el pulgar y el índice, observando cómo las fracturas en su superficie refractaban destellos sobre las paredes.

Decidió guardarlo en un estuche de terciopelo. Pensó que era ridículo para algo tan letal, pero lo forró con capas de algodón hasta que el cristal quedó inmovilizado, como un animal peligroso sedado.

Luego, deslizó el contenedor dentro del cajón de su escritorio. 

—Quédate ahí —murmuró al cerrar el cajón con un golpe seco, como si las palabras pudieran domarlo.

Cuando finalmente se dejó caer en el sillón, su cuerpo se hundió en la tela con un suspiro involuntario.

El agotamiento lo atrapó de inmediato. El estrés lo había drenado.

Cerró los ojos solo por un instante, intentó resistirse.

Debo revisar a Viktor, preparar algo de comida…

Para cuando su mente comenzó a oscurecerse, ya no tuvo fuerzas. Su cuerpo simplemente cedió.

A la Mañana Siguiente

La luz del amanecer se colaba por las rendijas de la ventana, proyectando líneas doradas sobre el suelo de madera.  

Jayce despertó con un tirón en el cuello que le hizo contener el aliento.  

—Aagh… —masculló, masajeándose la nuca con los dedos temblorosos mientras el sofá crujía bajo su cuerpo adolorido.  

Cada movimiento le recordó por qué nadie debería dormir ocho horas enrollado como un fardo. La boca pastosa y los hombros tensos eran prueba suficiente.  

Entonces lo recordó.  

Viktor.

Se levantó de un salto, ignorando el hormigueo en las piernas, y se dirigió a la habitación con la respiración entrecortada.  

La puerta chirrió al abrirse.  

El mecánico yacía inmóvil en la cama, pálido bajo las sábanas arrugadas. Su cabeza estaba vuelta hacia la puerta, el pecho subiendo y bajando con una lentitud que hizo a Jayce contar los segundos entre cada respiración.  

Uno. Dos. Tres.

Solo cuando vio el leve movimiento de los párpados de Viktor, Jayce dejó escapar el aire que retenía. 

Se apoyó en el marco de la puerta, observando sin querer los detalles: las uñas de Viktor todavía manchadas de grasa, las venas marcadas en sus brazos delgados.

Es como si no hubiera dormido en mucho tiempo…

Al menos aquí descansa bien.

El pensamiento lo incomodó. Se sintió un tonto por querer buscarle el lado positivo a la situación.

Desvió la mirada.

Jayce entonces observó su propio reflejo en la ventana. 

La mandíbula hinchada con un moretón violáceo, la camisa de seda arrugada y manchada de grasa. Ni rastro del alumno estrella de la Academia: ahora parecía uno de esos traficantes del mercado negro.

—Carajo —masculló, desabrochándose el cuello empapado en sudor—. Necesito un baño. Ya.  

El chorro de agua casi hirviendo le hizo arquear los hombros. 

Frotó con furia la costra de polvo y óxido pegada a su nuca, como si pudiera lavar también el nudo de culpa en el estómago.  

¿Qué mierda le digo cuando abra los ojos?

¿"Lo siento, casi te mato por error"?

Apagó la ducha de golpe. 

Las gotas resonaban en la bañera mientras se secaba con movimientos bruscos. Se vistió mecánicamente. 

Los nudillos le ardían al abrocharse el cinturón. 

¿Cuándo se había lastimado ahí? No importaba.

Siguió caminando hacia la cocina, decidido a preparar café fuerte. 

Y por primera vez , el sonido de la cafetera no pudo tapar el zumbido de sus propios pensamientos. 

 

 

Chapter 10: Sombra y resplandor

Summary:

Viktor despierta en un lugar completamente desconocido.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Sombra y resplandor

 

Viktor intentó moverse, pero su cuerpo no le respondía.

Sus muñecas y tobillos estaban atrapados.

Sujetos e inmovilizados.

Se encontraba vulnerable. Expuesto.

Un escalofrío le recorrió la espalda, su respiración comenzó a acelerarse.

Ese silencio en la habitación no era natural.

Estaba cargado de algo más. 

Algo vivo…

Algo que lo acechaba.

Y entonces, llegó.

Una sombra…

Inmensa, envolvente, cerrándose a su alrededor como un animal hambriento, un depredador que se saboreaba prolongando el momento.

De pronto, sintió un toque helado que lo atravesó como una descarga.

Unas manos gélidas recorrieron su piel con una lentitud insoportable, como si estuvieran decidiendo por dónde empezar. 

Esa sombra disfrutaba del espanto que provocaba en él.

—Mírate.—

La voz no era un susurro.

Era un murmullo denso, una orden disfrazada de entretenimiento.

Lenta y grave. Impregnada de placer perverso.

Viktor sintió su piel erizarse. 

Apretó los dientes y cerró los ojos con fuerza, negándose a reaccionar.

Pero su cuerpo lo traicionó.

Un jadeo entrecortado se escapó de su garganta cuando unos dedos largos presionaron su herida abierta.

—Hhghk—!—

El dolor estalló en su torso como un latigazo.

La sombra se rió. No con burla, sino con un goce enfermo que reverberó en las paredes.

—Aún te duele, ¿verdad?—

Los dedos se hundieron con más fuerza.

No había prisa en el movimiento.

Solo un deleite retorcido en prolongar su sufrimiento. 

Viktor sintió su espalda arquearse involuntariamente, su resistencia desmoronándose bajo reflejos que no podía controlar.

—Nngh—¡ahh!—

El dolor se fundió con su respiración agitada, con la desesperación hundiéndose en su pecho como garras afiladas.

Las lágrimas ardieron en sus ojos, una traición más de su propio cuerpo.

—Así me gusta…—

La sombra lo envolvía por completo.

De repente, su calor se volvió sofocante.

Demasiado cerca. Demasiado real.

Algo en la manera en que se inclinaba sobre él, en la forma en que su aliento rozaba su oído, le produjo un terror que iba más allá del miedo.

Era horror absoluto.

—No tienes idea de lo bien que te ves así.—

Las palabras goteaban veneno.

Las manos delinearon su torso desnudo.

Lentas y deliberadas.

Arrastrándose sobre su piel como si reclamaran cada centímetro de él.

Bajaron hasta su abdomen.

Se detuvieron en la línea de su cadera.

Jugaban con él como si fuera una cosa, no una persona.

Un susurro de expectación flotó en el aire.

Se retorció con desesperación.

Su pecho subía y bajaba frenéticamente. 

Su corazón desbocado. 

El pánico comenzó a subir desde su estómago hasta su garganta.

—No…—

Una sombra inmensa se abalanzó sobre él, lenta pero inevitable.

Una mano áspera sujetó su pierna y la alzó sin esfuerzo.

La separó.

El pánico estalló como un volcán.

Lo sabía.

Sabía lo que iba a pasar.

—¡Nn-No!

Lo cubrió por completo.

—¡No! ¡NO! ¡¡NOOO!!

El grito ahogado se rompió en su garganta cuando se incorporó de golpe.

— Hahh—ha…— 

La respiración entró con violencia en sus pulmones, un jadeo sofocado que hizo eco en la habitación.

Su cuerpo se sacudió, sus manos buscando desesperadamente algo para aferrarse. Pero no había nada. Ni madera áspera ni correas mordiendo su piel.

Solo…suave tela.

Viktor parpadeó, tenía la vista desenfocada y la mente atrapada en el filo borroso entre la pesadilla y la realidad.

¿Dónde…?

Su pecho subía y bajaba con un ritmo agitado, transpirando un sudor frío.

Todo en su cuerpo aún temblaba, como si aún estuviera ahí, atrapado bajo el peso de aquella sombra.

Miró a su alrededor, pero la confusión hacía que la imagen tardara en hacer sentido. 

La luz se filtraba a través de una ventana, iluminando la habitación con un resplandor demasiado brillante.

Las cortinas eran blancas. El techo …demasiado claro. Demasiado limpio.

Parpadeó. Le ardían los ojos.

Esto no es…

El aire no olía a humo ni a aceite quemado. No había motores rugiendo en la distancia, ni el retumbar constante de pasos apresurados sobre metal oxidado.

No había gritos. No había caos.

Esto no es Zaun.

Su mente luchó por entender, por darle sentido al lugar donde estaba.  

Su mano temblorosa se deslizó sobre la tela de la cama, sintiendo su textura suave. La sábana aún estaba caliente bajo sus dedos. 

¿Dónde estoy?

Su vista bajó lentamente hasta notar la venda en su palma izquierda.

Alguien… me curó.

El pensamiento lo golpeó con la misma intensidad que el dolor en su pierna cuando intentó incorporarse. 

Su cuerpo protestó, un latigazo punzante recorrió desde su muslo hasta su sien, haciéndolo apretar los dientes.

Llevó ambas manos a su frente y se dio cuenta que también llevaba vendas allí.

Entonces, los recuerdos empezaron a encajar en su mente como piezas dispersas de un rompecabezas.

El callejón. Los matones. El hombre. La explosión.

Y luego…

Nada.

Intentó moverse con más cuidado, percibiendo por primera vez el ligero roce de la tela contra su piel.

No sintió su abrigo ni  sus zapatos.

Entró en pánico. 

Se movió, tembloroso, y bajó la vista. Inmediatamente vió que su camisa y pantalón seguían ahí intactos. 

Exhaló, aliviado.

Luego, sus ojos ya acostumbrados a la luz, recorrieron la habitación con más detalle.

Había estanterías llenas de libros técnicos: física, mecánica, ingeniería aplicada. 

Sobre un escritorio, un caos de papeles, cuadernos abiertos, herramientas dispersas entre vasos a medio beber y un sándwich mordido.

Entonces bajó la mirada hacia el suelo y lo vio.

Su bastón.

Descansaba junto a la cama, colocado como si alguien lo hubiera dejado allí a propósito.

Lo tomó con fuerza, sintiendo cómo el contacto familiar lo anclaba un poco más a la realidad y con esfuerzo, se puso de pie.

El suelo frío contra sus pies descalzos le envió un escalofrío, pero no importaba. Probó su peso. Podía moverse.

Cruzó la habitación con pasos lentos pero seguros, la tensión aún aferrándose a su cuerpo. Se detuvo en la puerta entreabierta, escuchando el silencio que se extendía más allá.

Al cruzarla, la estancia se abrió ante él.

La sala no era ostentosa, pero tenía una distribución bien pensada. Al fondo, un ventanal enorme revelaba la silueta de Piltover extendiéndose más allá del cristal, con sus edificios brillando bajo la luz del sol de la mañana. Había un balcón pequeño con una baranda metálica, desde donde probablemente se podía ver todo el paisaje.

Pero Viktor no se fijó en la vista. Su atención se centró en el caos ordenado que cubría cada superficie.

Todos los muebles estaban llenos de artefactos metálicos inacabados, piezas sueltas que alguna vez habían pertenecido a mecanismos más grandes. Cristales de distintos colores y formas, algunos montados en estructuras tubulares, otros incrustados en pequeños dispositivos como si alguien hubiera estado experimentando con ellos. Papeles dispersos, algunos con cálculos, otros con anotaciones garabateadas apresuradamente. Entre ellos, herramientas: destornilladores, alicates, pequeñas llaves de precisión.

La sala no tenía la frialdad de un laboratorio ni la pulcritud de un aristócrata. Era un espacio de trabajo vivo. Un lugar donde alguien creaba.

Y entonces, su mirada se detuvo en el pizarrón al otro lado de la sala.

Se acercó cojeando, con la respiración aún inestable pero ahora por otro motivo.

El tablero estaba cubierto de ecuaciones. Teorías enredadas en líneas frenéticas de tiza. Transferencia de energía. Conversión de materia. 

Viktor entrecerró los ojos.

No era solo un departamento. Era un taller. Un espacio donde alguien trabajaba sin descanso, donde alguien buscaba respuestas a preguntas demasiado grandes.

Su mirada se deslizó a un escritorio cercano, donde un cuaderno estaba abierto. Aún podía ver la presión de la tinta fresca en la última línea escrita, como si su dueño lo hubiera dejado ahí en medio de una epifanía. Junto a él, varios bocetos de diseños mecánicos, algunos tachados con notas al margen.

Lentamente, el rompecabezas se armó en su mente.

Jayce Tallis.

Lo supo en cuanto despertó en aquella habitación y vio el retrato en la pared. El mismo hombre que había intervenido en la pelea estaba de pie frente al edificio de la Academia de Piltover. 

Pero ahora lo comprendía.

Jayce no era solo un estudiante. Era un inventor, uno ambicioso.

Viktor dejó que su mirada recorriera una ecuación en particular. 

Sus dedos tamborilearon contra su bastón con un ritmo ausente, su mente ya sumergida en los números. Las líneas de tiza eran erráticas, corregidas una y otra vez, como si el problema se hubiera resistido a ser resuelto.

Y entonces, escuchó una puerta abrirse.

Un sonido seco, acompañado por el eco de pasos que entraban en la estancia.

El instante de silencio que siguió fue pesado.

Ya no estaba solo…

Notes:

A veces los sueños se convierten en pesadillas y le recuerdan cosas que preferiría olvidar. ☹️

Chapter 11: Punto de ignición

Summary:

Viktor y Jayce finalmente se conocen.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Punto de ignición

 

La puerta se abrió con un leve chasquido.

Jayce entró sosteniendo una bandeja con dos tazas de café y sándwiches.

Ah, ya está despierto. 

Sintió un cosquilleo incómodo en la nuca y algo de nerviosismo.

Viktor estaba enfrente de su pizarra, su trabajo. Y, sin embargo, la manera en que la estudiaba lo hacía sentir como un estudiante esperando que su profesor destrozara su proyecto.

El silencio se prolongó.

Finalmente, Viktor habló sin girarse.

—Interesante.

Jayce parpadeó.

—¿Disculpa? —preguntó con sorpresa.

Viktor deslizó la tiza con precisión sobre la pizarra.

—Intentar contener algo sin entender su flujo de disipación. Audaz o… —hizo una breve pausa y ladeó la cabeza— mmh… ingenuo. — Su voz era suave, el acento en sus palabras las volvía más marcadas. Propio de alguien que no había aprendido el idioma en Piltover.

Jayce dejó el desayuno sobre la mesa.

Era surrealista, pensó.

De todas las cosas que podía decir después de lo sucedido, lo primero que salía de su boca era un comentario sobre sus cálculos. Ni una pregunta. Ni un reproche.

Inmediatamente fijó su mirada en la ecuación que Viktor señalaba y… la presión en su pecho aumentó.

—¿Ingenuo? — Una sola palabra, y lo había arrancado del pedestal en el que se apoyaba.

Viktor corrigió un valor numérico con tiza y la presión excesiva la hizo crujir. El señor Hibert le habría regañado por eso: "La precisión no requiere fuerza, muchacho".

—Asumiste que la disipación de energía podía regularse con presión constante. Pero si lo que intentas manipular son cristales, como dice aquí… esos no siempre funcionan así. No generan energía estática, sino… pulsante. —Se giró apenas hacia Jayce, su expresión indescifrable—. ¿Lo sabías?

Jayce exhaló por la nariz y cruzó los brazos.

—Teóricamente… sí. Pero…

—Pero no lo integraste en tus cálculos.

No respondió. Porque era cierto. No lo había hecho.

—Je, veo que ya te encuentras mucho mejor —comentó, en un intento de desviar el tema rápidamente.

—Evidentemente…

Y entonces, por primera vez, Viktor se giró por completo, evitando sostener el peso en su pierna débil, y clavó su mirada en Jayce.

Ojos ámbar, profundos y afilados como bisturíes.

No había agresión en su mirada. Pero sí… una especie de prueba.

Jayce sostuvo la mirada sin vacilar.

Por un instante fugaz, algo pareció tensarse en Viktor.

Automáticamente retrocedió un paso. La distancia segura: dos metros. Lo había medido durante años. 

No era miedo. Era memoria. Algo en esos ojos lo obligaba a recordar… y a protegerse. 

Bajó la vista apenas un segundo. Lo suficiente para disipar el eco de sus recuerdos, y cuando la alzó de nuevo, su expresión recuperó su filo habitual.

—¿Cómo te sientes? —preguntó Jayce, ignorando todo lo que sucedía en la mente del hombre que tenía enfrente.

—Con vida. —Su tono llevaba una ironía suave, casi desapercibida—. Supongo que eso es más de lo que esperaba.

Jayce tragó saliva.

—Sí… sobre eso…

—La explosión — le recordó.

Jayce solo asintió lentamente. Su mirada reflejaba la culpa que sentía.

—Fue tu bolsa la que explotó —continuó Viktor, más como una observación que como una acusación.

Jayce desvió la mirada.

—A-ah… sí… yo... llevaba...

—Déjame adivinar… —lo interrumpió— cristales. 

Un suspiro.

—Supongo que ya no tiene sentido ocultártelo… un cristal salió disparado y… — Jayce hizo una pausa— no podía dejarte ahí en el callejón. Tenía que asegurarme de que estarías bien.

Viktor no contestó. Bajó la vista a sus propias manos y pasó los dedos sobre la venda en su palma izquierda, recorriendo la textura del material con un leve fruncimiento del entrecejo. El material era suave, demasiado limpio para Zaun. 

—¿Te duele? —preguntó Jayce, acercándose.  

Viktor tensó sus hombros automáticamente al percibir su movimiento.

—¿Por qué? —preguntó en lugar de responder, cerrando la mano en un puño. No quería mostrar dolor.

Jayce lo miró con una mezcla de desconcierto y preocupación.

—¿Por qué…? ¿Por qué te curé? 

Silencio.

—La explosión fue mi culpa… Tenía que ayudarte con tus heridas.— continúo, como si fuera evidente.

—No me gustan las deudas —murmuró Viktor, despegando un extremo de la venda. 

Jayce alzó las manos en un gesto de paz que se interpretó como rendición.

—¡N-no es una deuda! Solo… por favor…quédate quieto o se infectará. 

Inmediatamente dejó de tocar la venda.

Quedarse quieto.

Viktor ya había oído esas palabras antes, en el cobertizo del hijo del señor Hibert. 

"Quédate quieto y no te dolerá".

Jayce entonces soltó un suspiro largo, derrotado, y bajó la mirada al suelo. Había una rigidez contenida en sus hombros. Estaba frustrado.

—De verdad, lo siento... Fue una estupidez lo que hice…—murmuró, apenas audible.

Esa disculpa, tan sincera y vulnerable, lo arrancó a Viktor del pasado. Levantó la vista y lo miró como si fuera por primera vez.

Los ojos de Jayce tenían una calidez que no había notado antes. Con la luz de la mañana entrando por la ventana y reflejándose en su rostro se veían…verdosos. No había ni una pizca de malicia en ellos. Solo culpa… y algo que se parecía demasiado a preocupación.

Desvió la vista hacia la pizarra y dio un paso más cerca, como si necesitara poner algo —cualquier cosa— entre él y ese tipo de atención.

Su mirada recorrió las ecuaciones, las correcciones, los márgenes garabateados.

Ambicioso. Desordenado. Casi temerario.

Pero también… genuino.

Luego de un momento, preguntó:

—¿Puedes decirme por qué llevabas unos cristales tan volátiles en tu bolso?

No había rabia en su voz, pero sí algo más peligroso. Curiosidad.

Jayce dudó.

¿Ya me ha perdonado tan fácilmente?

—Los compré en el mercado negro —admitió con voz cansada.

—Claramente… —murmuró Viktor, con una leve sonrisa.

—Para mi proyecto.

Los ojos de Viktor brillaron con renovado interés.

—¿Y qué proyecto es ese?

Jayce suspiró, pasándose una mano por la nuca.

—Estoy investigando una fuente de energía constante —dijo al fin, como si soltarlo en voz alta le quitara peso del pecho—.

—Ah…energía constante. Claro. —Su mirada volvió a la pizarra—. Una fuente autosostenible.

Jayce asintió, sorprendido. 

—E-exacto. Una que no se degrade.

—Mmh… eso desafía las leyes de la termodinámica.

Jayce bufó.

—Eso es lo que todos dicen.

Viktor se giró un poco y lo observó en silencio.

No era solo un idealista. Era un apasionado, y… algo obstinado. 

Pero se ve abatido…Como si hubiera perdido algo de fe.

Y por primera vez, decidió ver más allá de eso.

—Sabes…si hay algo que sé… es que los grandes inventos no nacen de seguir las reglas.

Jayce arqueó ambas cejas, descolocado por la claridad de aquellas palabras.

Se pasó una mano por la nuca, su mente aún lidiando con la explosión, la culpa, la incertidumbre… y ahora con esto.

—Entonces… ¿Realmente crees que puede realizarse? —preguntó con una chispa diferente en su voz.

Viktor inclinó levemente la cabeza.

—¿Quieres… saber qué opino? —la pregunta lo tomó por sorpresa.

No comprendía por qué un estudiante de la renombrada Academia de Piltover quería escuchar la opinión de un simple zaunita como él.

—Por supuesto.—respondió Jayce con honestidad.

Viktor dejó que la pregunta flotara un instante antes de responder:

—Creo… que con una buena estructura que respalde tu teoría, no es imposible.

Hizo una pausa.

Lo suficiente para que Jayce sintiera la anticipación creciendo en su pecho.

—Sería interesante descubrir si se puede lograr… —su tono se volvió ligeramente burlón— sin explotar en el proceso. Claro.

Jayce entonces soltó una carcajada. Una de verdad. La primera en lo que parecía ser demasiado tiempo.

La tensión acumulada en su pecho se disipó, como si el peso de la incertidumbre se aligerara con esa simple frase. No era solo alivio. Era la certeza de que, por primera vez, alguien tomaba en serio su proyecto.

Viktor lo observó, su sonrisa apenas perceptible, más una sombra de expresión que una reacción evidente.

—Es un concepto que desafía lo establecido —continuó— eso lo hace peligroso… pero lo que intentas es brillante — agregó con honestidad.

En ese momento, Viktor pensaba en su propio proyecto, en cómo, si esto funcionaba, él también se beneficiaría.

Visualizó el núcleo de su autómata. La energía que necesitaba.

Si esto funcionaba, era perfecto.

Jayce sintió una corriente recorrerle la espalda. No por nerviosismo esta vez, sino por la convicción en la voz de aquel hombre.

Nadie en la Academia le había dicho eso. Nadie había visto lo que él veía.

Hasta ahora.

Tragó saliva y desvió la vista un instante, como si procesar esa validación fuera más difícil que la culpa que lo había perseguido desde la explosión.

Cuando volvió a mirarlo, ya no había tanto peso en sus propios ojos. Solo algo nuevo.

Algo más parecido a… esperanza.

Fue él quien extendió la mano primero.

—Jayce —se presentó—. Sé que fue extraña la manera en que nos conocimos, pero es un placer encontrar otro visionario.

Viktor parpadeó.

Su mirada descendió al gesto, como si su cerebro necesitara un segundo más para procesarlo. Una parte de él quiso retroceder. No era lógico, pero la sensación estaba ahí.

Sin embargo, levantó su mano. Fue un movimiento casi imperceptiblemente más lento de lo normal, aunque no lo suficiente para que fuera del todo evidente. 

Cuando sus dedos finalmente se cerraron alrededor de la palma de Jayce, hubo un instante de desconcierto. La piel era cálida. Por alguna razón, había esperado que no lo fuera.

Un segundo después, la impresión se disipó. No dejó que su expresión lo reflejara.

Apretó la mano con la misma firmeza calculada con la que hacía todo.

—Viktor — fue todo lo que dijo.

Jayce notó el ligero retraso en la reacción, pero no comentó nada al respecto.

Cuando finalmente soltaron sus manos, algo entre ellos ya había cambiado.

El silencio que siguió no fue incómodo…

Y aunque Viktor estiró sus dedos después de aquel contacto, aún sentía su calidez.

Notes:

Me imagino los ojazos de Viktor deslumbrando a Jayce 👀

Chapter 12: Lo que aún no se ve

Summary:

Jayce quiere conocer un poco más del hombre que está sentado enfrente de él. Le comenta una idea que quizás le puede interesar.
Golpean la puerta, ¿quién será?

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Lo que aún no se ve

 

Jayce tomó un sorbo de café, disfrutando el calor que se extendía por su pecho, y luego dejó la taza sobre la mesa con un leve golpe.

Sentado al otro lado, Viktor observaba por la ventana con expresión neutral, la luz de la mañana acentuando los contornos afilados de su rostro.

Jayce rompió el silencio.

—Entonces… —ladeó la cabeza, fingiendo desinterés—. ¿Vas a decirme por qué esos matones querían golpearte?

Viktor parpadeó, apartando la mirada del exterior.

—Mmh… —hizo un sonido pensativo y luego exhaló suavemente—. Digamos que… generalmente, la gente no reacciona bien cuando alteras su modelo de negocio.

—¿Qué hiciste? ¿Les robaste clientes?

Viktor esbozó una sonrisa pequeña, sin mostrar los dientes.

—No exactamente. — levantó la taza y tomó un sorbo de café. 

—¿Entonces?

—Como seguro sabes, en Zaun, el aire es un lujo. O al menos… el aire limpio lo es.

—¿Te refieres a los filtros de aire? — preguntó frunciendo el ceño.

Viktor asintió.

—Hay negocios enteros dedicados a reciclar los filtros y venderlos a precios que… no reflejan su verdadera calidad.

—Déjame adivinar…Diseñaste algo mejor. 

—Algo más eficiente. —se encogió de hombros con modestia—. Además usa menos material y consume menos energía.

Jayce resopló con incredulidad.

—¿Y eso fue suficiente para que quisieran golpearte?

—Parece que sí. — dijo, inclinando la cabeza con un aire casi divertido.

Jayce apoyó un codo en la mesa, mirándolo con suspicacia.

—¿Por qué siento que me estás dando solo la mitad de la historia?

Viktor dejó la taza en la mesa con un leve "clac" y entrelazó los dedos.

—Bueno… hay un pequeño detalle más.

—Sabía que lo había.

—El negocio de los filtros de aire… —hizo un gesto vago con la mano— pertenece a ciertas personas en Zaun que prefieren no tener competencia.

Jayce entornó los ojos.

—¿Gente peligrosa?

—Si peligroso significa que recurren a la violencia para solucionar disputas comerciales, entonces sí.

Jayce dejó escapar una carcajada seca.

—Viktor, eso no es una disputa comercial. Eso es extorsión.

—Llámalo como prefieras. —dijo esbozando una sonrisa paciente.

Jayce lo miró con incredulidad.

—Entonces, ¿qué pasó? ¿Intentaron obligarte a dejar de fabricar los filtros?

—En términos muy poco diplomáticos, sí.

—¿Y lo hiciste?

—Si lo hubiera hecho, no me habrían ido a golpear ¿cierto?

Jayce negó con la cabeza, dejando escapar una risa suave.

—Eres un hombre de principios, Viktor.

—Los filtros que vendían eran una estafa —soltó, con la voz cargada de desprecio—. Simplemente no servían; la gente se seguía envenenando. Aun así, pagaban por ellos como si fueran su salvación y mientras, estos tipos se seguían llenando los bolsillos. 

—Entonces…cuando mejoraste el diseño, vieron el problema.

—Exactamente —respondió con un leve asentimiento.

Jayce dejó escapar un silbido bajo.

—Eso suena como algo bueno para la gente de Zaun.

—Mmh, lo fue —dijo tras una breve pausa, ladeando la cabeza con cierta resignación—. Pero no para el negocio.

Una risa seca escapó de los labios de Jayce mientras tomaba otro sorbo de café.

—Entonces, en resumen: creaste algo revolucionario, dejaste en evidencia un sistema corrupto… y luego te sorprendió que quisieran golpearte.

—En retrospectiva… podría haber manejado la situación con más diplomacia.

—Seguro… ¿Y ya habían ido por ti antes?

—Ah, sí —encogió los hombros, como si hablara de algo cotidiano.

—¿Y qué hiciste entonces? 

—Intenté razonar con ellos.

Jayce ladeó la cabeza y arqueó una ceja, la sonrisa ampliándose.

—Ah, claro… supongo que eso funcionó de maravilla.

—No —dijo Viktor, dejando salir una risa baja y breve.

La expresión del Jayce osciló entre la exasperación y la fascinación.

—Déjame adivinar. ¿Escapaste?

—Intenté evitar el conflicto directo, sí —admitió sin rodeos.

Se hizo una pausa.

—Pero descubrí que la gente tiende a ser más rápida cuando no cojea.

La carcajada de Jayce rompió el aire sin contenerse.

—¿Y cómo saliste de ahí?

—Mmh… Me arrojé a un canal de desagüe y dejé que la corriente me llevara fuera de su alcance.

Jayce dejó su taza de café bruscamente en la mesa.

—¡¿Te lanzaste a un desagüe?!

—No es tan malo como suena.

—¡Suena terrible!

—...era preferible a una fractura.

Jayce se pasó una mano por la cara, incrédulo.

—Viktor, ¿has considerado que tal vez tienes un talento natural para meterte en problemas?

Viktor entrecerró los ojos con fingida consideración.

—Mira quién lo dice.

— Si, supongo que en eso estamos empatados. 

El silencio se asentó entre ellos por un instante.

Viktor giró la taza entre sus dedos con lentitud, observando el líquido oscuro.

Jayce lo observó, con el ceño ligeramente fruncido. Había algo en él que lo descolocaba. Ese tipo de ingenio, esa determinación obstinada… Jayce no se lo esperaba. Y no podía evitar sentir un interés creciente por saber más de él.

—¿Por qué me ayudaste? — preguntó repentinamente Viktor.

Jayce se detuvo, la pregunta lo tomó por sorpresa.

Inmediatamente, la noche del callejón volvió a su mente.

La forma en que los matones rodeaban a Viktor, su tamaño en comparación con él. No iba a ser una pelea justa, sino un castigo.

Y entonces recordó el pasado.

Recordó las burlas en la escuela cuando era niño, el empujón en el patio de juegos, el sabor de la sangre en su boca cuando se defendía de otros niños que lo llamaban "mimado" porque su madre lo iba a buscar todos los días.

Nunca fue alguien que se dejara intimidar y le pareció que Viktor tampoco. Por eso, en ese momento, en ese callejón oscuro, algo dentro de él se encendió antes de que pudiera pensarlo.

Jayce se aclaró la garganta y tomó un sorbo de café para ganar tiempo.

—No lo sé.

Pero el otro no apartó la vista, no parecía convencido.

Entonces Jayce desvió la mirada y chasqueó la lengua con frustración.

—Fue instintivo— continúo — No podía simplemente quedarme viendo.

Viktor inclinó la cabeza ligeramente, analizando sus palabras con esa mirada calculadora que tanto le irritaba como le intrigaba.

—Instintivo… —repitió lentamente.

—Bueno, supongo que fue eso… o que simplemente me caías bien antes de conocerte.

—¿Ya me conocías? — preguntó sorprendido 

— Solo de nombre…Viktor, el ingeniero y mecánico de Zaun.

Viktor bajó la vista. Algo en su expresión cambió, como si por un segundo su mente viajara lejos de esa habitación.

—Supongo que la reputación viaja rápido...

Jayce sonrió.

—Más rápido que los matones, al parecer.

Viktor se acomodó en la silla, estirando una pierna bajo la mesa para aliviar la presión en la otra. Sus dedos tamborilearon contra el borde de la taza, pero su mente ya estaba en otra parte.

Jayce lo miró por un momento, algo lo incomodaba.

Viktor no pertenece a los callejones de Zaun ni a peleas con matones. 

De pronto, la idea apareció en su cabeza como un rayo.

Jayce entrecerró los ojos, pensativo.

—Sabes…

Viktor levantó la vista con curiosidad.

—No dejo de pensar en algo.

Jayce apoyó el mentón en su mano, observándolo con intensidad.

—No deberías estar huyendo de imbéciles con puños grandes. Deberías estar en un laboratorio.

El gesto de Viktor se congeló por un instante.

Luego, con una sonrisa vaga pero tensa, apoyó los codos en la mesa y entrelazó los dedos.

—No tengo un laboratorio. 

Ciertamente no lo tenía, su taller improvisado en la fábrica oxidada no se acercaba a lo que se podría considerar un laboratorio. Al menos, no por ahora.

Jayce inclinó la cabeza.

—Podrías tenerlo.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo exactamente?

Jayce se encogió de hombros con confianza.

—En la Academia.

La palabra quedó suspendida en el aire.

Por primera vez en toda la conversación, Viktor no supo qué decir.

Jayce vio la forma en que sus dedos se crisparon ligeramente sobre la mesa. La forma en que su mandíbula se tensó, aunque su rostro se mantuvo impasible.

—¿La Academia de Piltover? —preguntó Viktor, con una neutralidad demasiado calculada.

—Tienes el intelecto. Lo viste hoy... Notaste un error en mis cálculos que ni yo había visto. Ni siquiera los estudiantes de último año podrían haberlo resuelto tan rápido.

Viktor lo escuchaba, pero Jayce podía notar que no estaba simplemente procesando la información. Estaba evaluando riesgos.

—No creo que sea posible —dijo finalmente.

Jayce frunció el ceño.

—¿Por qué no?

Viktor mantuvo la vista fija en su taza, girándola entre sus manos con aire pensativo.

—No sé… si me veo viviendo en Piltover.

No era la verdad, pero tampoco era del todo falso.

—¿Es eso? …sabes… creo que alguien como tú no se mantiene en las sombras para siempre —continuó, su tono más serio ahora—. Es cuestión de tiempo antes de que alguien más note lo que puedes hacer.

Viktor inspiró lentamente.

Sí. Eso era el problema.

Ser nadie lo había mantenido con vida.

Ser alguien lo convertiría en un blanco.

Jayce interpretó su silencio como duda, y presionó un poco más.

—Si demuestras tu intelecto, el director de la Academia te otorga una beca. Yo hice eso.

Viktor lo miró de reojo.

—¿Tú pediste una beca?

—¿Crees que porque vivo en Piltover soy un aristócrata que no necesita ayuda económica?—preguntó con una sonrisa irónica.

Viktor parpadeó, sorprendido.

—No, solo que… no lo esperaba.

—Mi familia no es rica. Es trabajadora.

Entonces Viktor miró detrás de él. En la pared, colgaba una fotografía de un hombre con un niño, ambos sosteniendo un martillo en lo que parecía una forja.

Jayce lo vio mirar la foto y sonrió levemente.

—Aprendí desde pequeño que, si quieres algo, trabajas hasta conseguirlo.

Viktor no respondió.

La Academia. Piltover. Recursos, materiales, financiamiento. La posibilidad de construir.

Pero también… La posibilidad de ser encontrado.

Jayce continuó: 

—En la Academia te dan todo lo que necesitas para tus proyectos. Solo necesitas demostrar que vales la pena. 

Viktor inhaló con lentitud.

Es cierto, pero…

De pronto, unos golpes resonaron en la puerta.

El cuerpo de Viktor se tensó de inmediato. Fue un reflejo. Sus dedos se deslizaron hacia su bastón de forma instintiva.

Jayce frunció el ceño por un momento, confundido. No esperaba visitas.

Entonces, de repente, su expresión cambió.

—Oh… cierto.— Se pasó una mano por la cara.

Se había olvidado.

—¿Qué pasa? —preguntó Viktor, con una nota de alerta en la voz.

Jayce se puso de pie con un suspiro.

—Es mi madre.

Viktor aflojó los dedos alrededor de su bastón, pero la tensión en su espalda no desapareció del todo.

Jayce no pareció notarlo.

—No te preocupes, es inofensiva… bueno, casi. —Se giró hacia él con una sonrisa—. Pero te advierto que es intensa.

Viktor dejó escapar una risa breve, más por cortesía que por verdadera diversión.

La puerta volvió a sonar, esta vez con más insistencia.

Jayce se encaminó a abrirla sin prisa, como si la situación no tuviera mayor importancia.

Viktor, en cambio, se permitió un solo instante de duda.

Había pasado mucho tiempo evitando ser visto. Moviéndose en las sombras de Zaun, asegurándose de que ningún rostro importante de Piltover recordara el suyo.

Y ahora estaba en el corazón de la ciudad. En un departamento extraño, con un estudiante de la academia y pronto, con su madre.

Viktor entrecerró los ojos, observando la escena frente a él.

Si alguien le hubiera dicho hace unas semanas que estaría aquí, habría pensado que era una broma. Pero la realidad siempre encontraba formas extrañas de moverse.

Sin apartar la vista de Jayce, exhaló lentamente y pensó:

Supongo que hoy no es un día para pasar desapercibido.

Y con eso, esperó lo que vendría.

 

Notes:

La mamiii 🩷

Estoy pensando que quizás los capítulos son muy cortos 🤔 ...

Chapter 13: Ximena

Summary:

Ximena visita a su hijo y conoce a Viktor.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

La puerta del departamento se abrió.

—¡Mamá!

La mujer que apareció en el umbral tenía una presencia amable y firme a la vez. De estatura media, con el cabello entrecano recogido en un moño suelto, y unos ojos llenos de vida que parecían iluminar su rostro antes de que siquiera hablara.

—Jayce, hijo.

Su voz tenía ese tono familiar, ese cariño inconfundible que solo una madre podía transmitir.

Jayce apenas tuvo tiempo de esbozar una sonrisa antes de que Ximena lo envolviera en un abrazo fuerte y genuino, como si hubieran pasado semanas sin verse en lugar de días.

Viktor observó el gesto en silencio.

Era un tipo de afecto al que no estaba acostumbrado a presenciar.

Ximena le dio un pequeño apretón en los brazos a su hijo antes de separarse y, sin soltarlo por completo, levantó una caja de madera con la otra mano.

—Me dijiste que me ayudarías con esto.

Jayce se llevó una mano a la frente.

—Lo sé, lo sé. Perdón, lo olvidé por completo. Déjame eso.

Entonces Ximena observó bien a Jayce.

—¡Ay, hijo! ¿Pero qué te sucedió en la cara?

Diablos.

Como no le dolía, Jayce se había olvidado de la marca en su mandíbula. Seguro estaba morada ahora.

—Oh, no es nada, mamá, sólo fue un accidente —se apresuró a decir Jayce.

—Hijo… —lo miró con preocupación.

Iba a decir algo más, pero entonces se dio cuenta de que no estaban solos.

—Oh… lo siento, Jayce. No sabía que tenías compañía.

—No te preocupes, mamá. Él es Viktor, un colega.

Hizo una breve pausa antes de hacer un ademán con la mano en su dirección.

—Viktor, ella es mi madre, Ximena.

Viktor, que había observado la interacción desde una distancia segura con su habitual compostura tranquila, se enderezó y se acercó.

—Es un placer, señora —su tono fue educado y cortés, con ese acento que marcaba cada palabra. Hizo una leve inclinación de cabeza, un gesto que, aunque sutil, estaba pensado.

Inmediatamente sintió el peso de la mirada sobre él.

Y entonces Ximena frunció el ceño. No por desconfianza, sino por algo más inmediato.

Sus ojos bajaron a las vendas en su mano y su sien. 

Luego, notó el estado de su camisa: sucia, con rastros de grasa y polvo.

—Pero qué… —su tono cambió, ahora lleno de preocupación—. ¿Estás herido, muchacho?

Viktor contuvo el impulso de dar un paso atrás.

Jayce, que hasta ese momento no había pensado en cómo vería su madre a Viktor, levantó una mano en un gesto despreocupado.

—¡Ah! Estamos bien, mamá, solo fue un experimento fallido y…

Ximena lo fulminó con la mirada.

—Jayce Talis.

Jayce cerró la boca de inmediato.

Viktor, en cambio, mantuvo su expresión neutra, pero internamente quería desaparecer.

No sabía cómo reaccionar ante una piltoviana que le ofrecía preocupación en lugar de desconfianza.

Ximena se acercó con pasos firmes, pero sin brusquedad, como si tratara con un paciente nervioso.

—Déjame ver.

—Oh, no es necesario señora —respondió Viktor con calma—. Es solo un golpe menor.

La mujer ignoró su respuesta por completo y examinó la venda en su sien con ojos clínicos.

—¿Quién te curó?

—Su hijo.

Ximena levantó la vista con una ceja arqueada.

—¡Sí! Yo lo vendé. ¿Lo hice bien, no?

Pero ella suspiró y negó con la cabeza.

—La venda está demasiado ajustada, pobre muchacho.

Jayce abrió la boca para responder, pero Ximena ya estaba revisando su mano vendada. Al cabo de un minuto, dijo:

—Voy a volver a vendarte correctamente.

Viktor se quedó en silencio.

No sabía qué hacer con esto. Con Jayce, al menos, podía argumentar y desviar la conversación. Pero con aquella mujer…

Su tono era el de alguien que no pedía permiso para ayudar.

Era una madre. Y por alguna razón, se estaba preocupando por él.

Finalmente, soltó un suspiro muy leve y cedió.

—Si cree que es necesario…

Ximena sonrió con satisfacción y se giró hacia Jayce.

—Tráeme mi maletín.

—Sí, señora.

Ella se giró nuevamente hacia Viktor.

—Siéntate, cariño. No tardaré mucho. Y tranquilo, soy enfermera.

Viktor tardó un segundo en procesar la palabra "cariño". No estaba acostumbrado a que alguien se dirigiera a él de esa forma.

Se mantuvo inmóvil, sentado, mientras Ximena desplegaba su instrumental con la destreza propia de alguien que había hecho esto cientos de veces.

Sus movimientos eran firmes, pero no bruscos. Era una persona acostumbrada a tratar con pacientes nerviosos, con niños asustados, con gente que no confiaba de inmediato en su toque.

Pero Viktor no era un paciente común. No estaba para nada cómodo recibiendo cuidados.

Ximena retiró con delicadeza la venda de su sien, deslizándola con precisión para no lastimarlo más.

—Tienes suerte de que no sea un corte profundo —comentó mientras inspeccionaba la herida con dedos suaves—. Pero la inflamación aún está ahí.

Viktor no dijo nada. Solo asintió levemente, permitiendo que hiciera su trabajo.

Jayce los observaba con los brazos cruzados y una sonrisa ligera.

—Mi madre se toma muy en serio esto.

—Alguien tiene que hacerlo, ya que no aprendiste a vendar como es debido —replicó Ximena sin apartar la vista de la herida.

Jayce puso los ojos en blanco.

Luego la mujer sacó un frasco con una mezcla de hierbas medicinales y alcohol.

—Esto va a arder un poco —advirtió.

Viktor no se inmutó cuando la solución tocó su piel.

Ximena notó su falta de reacción y lo miró con atención.

—¿No duele?

—No, no se preocupe. —mintió él, con una ligera inclinación de cabeza.

Ximena lo estudió por un instante. Sabía que le ardería porque la herida aún estaba abierta.

Pero había algo en la forma en que hablaba, en la postura rígida de su espalda, en la manera en que aceptaba todo el proceso.

Enseguida notó que era un joven acostumbrado a tolerar el dolor como si fuera normal. Eso le dejó un sabor amargo en la boca.

No dijo nada, pero su instinto materno ya había hecho una anotación silenciosa en su mente.

Cuando terminó de vendar su sien con el ajuste correcto, Ximena tomó su mano herida y comenzó a desenrollar la venda anterior.

—Tienes muchas cicatrices en las manos —comentó sin intención de sonar inquisitiva.

Viktor bajó la mirada, observando sus propias manos como si no fueran realmente suyas.

—Trabajo mucho con maquinaria —dijo simplemente.

Ximena pasó sus dedos con suavidad sobre la piel áspera de sus nudillos y sus palmas, como si leyera una historia en ellas.

No dijo nada más, pero su expresión suavizó los bordes de la seriedad profesional.

—Voy a ponerte un ungüento para evitar la inflamación.

Finalmente, terminó de vendar su mano correctamente y sacó un frasquito de vidrio con pastillas dentro.

—Tómate una de estas si el dolor se vuelve molesto. Te ayudará a descansar mejor.

Viktor tomó la botella con cuidado, inspeccionándola con algo de duda.

—Se lo agradezco.

Ximena le sonrió con calidez.

—De nada, cariño.

Por segunda vez, la palabra lo golpeó con extrañeza.

Cuando terminó de guardar su maletín, su mirada se deslizó instintivamente hacia el bastón de Viktor.

Jayce también notó la pausa en su expresión.

—Mamá…

—Tu pierna izquierda… —ignoró a Jayce y miró a Viktor con genuina preocupación—. ¿Hace cuánto tienes este problema?

Viktor apretó ligeramente el mango de su bastón.

—Desde que tengo memoria.

Asintió lentamente, evaluando.

—¿Te duele con frecuencia?

—No más de lo habitual.

Ximena suspiró.

—Escucha, no soy especialista en ortopedia…pero puedo decirte esto con certeza: si sigues apoyando tu peso de esta manera, con el tiempo la rodilla y la cadera sufrirán aún más. 

Viktor ya lo sabía. Pero escucharlo en voz alta hizo que el peso de esa realidad se sintiera más tangible.

La mujer se giró hacia su hijo con el mismo tono de una madre que daba órdenes sin posibilidad de discusión.

—Jayce, ¿por qué no ayudas a tu amigo?. Quizás podrías fabricar un tutor para su pierna en la forja.

Jayce parpadeó.

—Oh.

Luego, su rostro se iluminó con una sonrisa confiada.

—¡Oh, claro!

Viktor lo miró sorprendido.

—N-no es necesario.

Ximena le dedicó una mirada paciente.

—No dije que fuera necesario cariño. Dije que te ayudaría.

Jayce se cruzó de brazos con aire decidido.

—Déjamelo a mí.

 

 

 

Notes:

Su madre es naturalmente amable e igual de protectora que Jayce 🩷
Tantas atenciones pueden ser demasiado para Viktor 👀

Chapter 14: Piezas compatibles

Summary:

Viktor se ofrece a ayudar a Ximena con su artefacto y ella le menciona algo a Jayce sobre él que lo deja pensando.

Chapter Text

Piezas compatibles

Ximena cerró su maletín. 

Sus ojos se deslizaron una última vez hacia Viktor, con la expresión analítica de quien aún está evaluando algo. Pero no dijo nada más. Simplemente respiró hondo y se volvió hacia Jayce.

—Bueno, ya los molesté bastante —dijo con una sonrisa—. Pero antes de irme, ¿Vas a ayudarme con esto, hijo?

Dio un par de golpecitos sobre la caja de madera que había traído consigo.

Jayce la tomó y la colocó sobre la mesa de trabajo.

—No hace falta que preguntes. ¿Qué le pasó esta vez?

—Simplemente dejó de funcionar —respondió ella, mientras se sentaba a la mesa—. Ya no transmite sonido. Lo necesito para la ronda de esta noche.

Jayce levantó la tapa y sacó el artefacto con cuidado. Lo giró entre sus manos. Reconocía bien la estructura: un estetoscopio mecánico con sistema de amplificación. Notó las válvulas levemente desajustadas. Nada demasiado grave, pero suficiente para inutilizado.

Antes de que pudiera hacer un diagnóstico, Viktor alzó la vista desde su asiento, donde había permanecido en silencio, los dedos apoyados sobre el bastón.

—La bobina de resonancia está suelta —dijo, sin levantar del todo la cabeza.

Jayce levantó una ceja.

—¿Y eso lo adivinaste o…?

—Lo vi.

La respuesta fue tan directa que Jayce tuvo que reprimir una sonrisa. No por burla, sino por lo desconcertante que le resultaba a veces la precisión de Viktor.

Le lanzó una mirada a su madre, que observaba la interacción con una ligera curva en los labios.

—Bien, genio. Si ya sabes lo que tiene, dime cómo lo arreglamos.

Viktor ya tenía una herramienta en la mano. Se levantó despacio, con un leve estremecimiento en la pierna izquierda, y caminó hacia la mesa. Se inclinó sobre el dispositivo y lo revisó. 

—La bobina necesita ajuste, y la válvula del amplificador está mal calibrada.

Jayce cruzó los brazos.

—¿Y eso lo viste también?

Viktor le pasó una herramienta con un movimiento casi automático. Sin mirarlo.

—No. Lo escuché.

Jayce entrecerró los ojos, pero su expresión tenía un deje de diversión.

—Ah, claro, porque ahora también puedes oír cómo respiran las máquinas.

Ximena reprimió una risa, pero no dijo nada. Solo bajó la mirada como quien prefiere no intervenir.

Viktor simplemente giró una tuerca con la misma calma con la que otro parpadearía.

—No es tan difícil cuando prestas atención.

Jayce negó con la cabeza, pero tomó la herramienta sin discutir. 

Había una naturalidad en cómo se acomodaban el uno al otro. Como si ya supieran en qué paso se encontraba el otro. 

Se pusieron a trabajar.

El sonido de engranajes ajustándose, de metal contra metal, llenó el taller con su ritmo familiar. No hubo necesidad de muchas palabras. Jayce seguía las indicaciones de Viktor, y Viktor trabajaba con la eficiencia de quien ya tenía la solución resuelta en su cabeza antes siquiera de tocar el problema.

Ximena, apoyada contra la mesa, los observaba en silencio.

Cuando Viktor giró la última válvula, hubo un leve chasquido.

—Listo.

Jayce cerró la carcasa y encendió el dispositivo. Un zumbido sutil llenó el aire, estable y sin interrupciones.

La enfermera tomó el estetoscopio y lo revisó. Sus dedos recorrieron los bordes con la costumbre de quien ha usado algo tantas veces que lo conoce con los ojos cerrados.

Lo único que se reflejó en su rostro fue una sonrisa auténtica. 

—Esto me habría tomado días encontrar quién lo arreglara —dijo, con una risa ligera en la voz.

Sus ojos estaban sobre Viktor.

—Muchas gracias —dijo con sinceridad.

Viktor parpadeó una vez. No respondió de inmediato. Sus ojos bajaron brevemente hacia la mesa, luego regresaron al rostro de la mujer. 

Asintió.

—Era un problema menor.— dijo.

Ximena negó con la cabeza, pero no insistió.

—Definitivamente hacen un buen equipo.— comentó.

Extrañamente para él, no estaba en desacuerdo con esa afirmación. 

La mujer cerró la caja y miró el reloj.

—Bueno, ahora sí. Me voy al hospital.

—Le agradezco mucho su atención, señora Talis —se apresuró a decir Viktor. 

—Ay, pero qué formalidad. Por favor, puedes llamarme Ximena.

No esperó respuesta, solo sonrió y le dio una palmadita en el brazo antes de inclinarse levemente hacia él.

Viktor no se apartó. Pero su cuerpo permaneció rígido. 

—Espero verte más seguido por aquí —dijo en voz baja—. Jayce no tiene muchos amigos.

Viktor ladeó la cabeza, sin saber muy bien cómo interpretar ese comentario.

—¡Te escuché! —saltó su hijo desde la puerta.

Ximena le lanzó una sonrisa inocente, pero ya estaba tomando su abrigo.

Mientras pasaba junto a Jayce, se detuvo apenas un segundo a su lado y, en voz baja, le susurró:

—Viktor está acostumbrado a soportar el dolor...Si es tu amigo, no dejes que lo haga solo. 

Jayce no respondió. Solo la siguió con la mirada, el peso de esas palabras quedándose con él mientras la veía marcharse.

Cuando la señora finalmente cruzó la puerta, Viktor dejó escapar una exhalación. 

Luego se acercó al pizarrón. Necesitaba enfocarse en los números y las ecuaciones de esa investigación, dejar que su mente ocupara el espacio que sus músculos aún no se atrevían a relajar.

Jayce se despidió de su madre y luego se quedó en el umbral. Lo observó un momento. 

Había algo hipnótico en la forma en que Viktor recorría los cálculos…parecía entrar en su mundo, en la lógica y la resolución, como si nada más existiera. 

Sin darse cuenta sus ojos se deslizaron por su cuerpo: el peso mal distribuido, el modo en que evitaba apoyar del todo la pierna izquierda, el leve temblor en sus dedos cuando se trasladaba. No se quejaba. No lo expresaba. Pero su cuerpo hablaba por él. Eso es a lo que su madre se refería.

El tutor para su pierna…

Jayce lo pensó con decisión.

No estaba seguro de cómo abordarlo sin que lo rechazara de inmediato, pero nunca había sido alguien que se quedara callado cuando tenía una idea.

Se aclaró la garganta.

—Viktor…

El científico no se giró.

—Mmmh…

¿Me está ignorando o simplemente está tan concentrado que no me registra?

—Viktor — llamó otra vez — necesito… tus medidas.

Viktor parpadeó y finalmente se giró.

—¿Mis medidas?

Jayce cruzó los brazos y sonrió con un toque de nerviosismo.

—Sí, para el tutor de tu pierna.

El silencio fue breve, pero pesado. El mecánico lo sostuvo con la mirada, sin expresión. Ni aceptación. Ni rechazo. Solo un muro liso.

—No es necesario.— dijo, al cabo de unos segundos.

Jayce suspiró, apoyando una mano en la cadera. Esperaba esa respuesta, pero no por eso iba a rendirse.

—Quiero hacerlo de todos modos.

Viktor apartó la mirada, volviendo a centrarse en el pizarrón. No quería discutir sobre eso. 

Jayce esperó, pero cuando él no respondió, dio un paso adelante.

—Mira —dijo, con el tono más calmo que encontro—no te estoy pidiendo permiso. Ya lo decidí… Solo necesito que me ayudes para que sea funcional.

Viktor exhaló lentamente. 

No entendía ese tipo de ayuda. Gente como Jayce no solía ver a gente como él, mucho menos cuidarla. Y sin embargo…

—Insistes demasiado —murmuró, intentando concentrarse en la ecuación que estaba enfrente de él.

—Podrías decir que soy persistente… o insoportable. Ambas son ciertas.

Viktor no sonrió. Pero sus hombros, apenas, se relajaron.

Chapter 15: Intersticio

Summary:

Un momento íntimo, Jayce toma las medidas de la pierna de Viktor.

Chapter Text

Intersticio

El sol ya se posaba alto, indicando el mediodía. La ciudad de Piltover relucía a través del ventanal, sus estructuras doradas vibrando bajo la luz como si respiraran.

—Ven, siéntate —dijo Jayce, arrastrando una silla hacia la mesa de trabajo con una mano, mientras con la otra señalaba el lugar.

Viktor no respondió. Se limitó a asentir con un leve movimiento de cabeza y se sentó con la espalda recta. Tenso, pero contenido.

Jayce luego fue a buscar una cinta métrica y un cuaderno. Al volver, se arrodilló frente a él, apoyando una rodilla sobre el suelo con naturalidad y quedó justo a la altura de su pierna.

Viktor tragó saliva al percibirlo tan cerca. No era solo el posible contacto lo que lo inquietaba, sino también la quietud. Estar sentado y expuesto, mientras un piltoviano se inclinaba frente a él sin imponerse, sin aparente amenaza. 

Había algo singular en la calma de ese momento… y en lo fácil que era arriesgarse a bajar la guardia.

—A ver, estira la pierna —dijo Jayce, sin darle demasiada vuelta.

Viktor obedeció en silencio.

Jayce comenzó entonces a tomar medidas, con dedos firmes pero atentos, trazando con la cinta métrica desde el muslo hasta la rodilla, y de ahí hacia el tobillo.

—¿Sabías que hay teorías enteras de biomecánica basadas en el movimiento de las cigüeñas? —soltó de repente, anotando algo en su cuaderno.

Viktor lo miró, desconcertado.

—¿Qué?

Jayce alzó la vista, con una media sonrisa que no llegaba a ser burla.

—Sí. Algunos investigadores aseguran que el equilibrio de las cigüeñas podría ser clave para diseñar soportes ortopédicos más eficientes. Absorben mejor el impacto, o algo así.

Viktor parpadeó, escéptico. Por un segundo, creyó que hablaba en serio.

—Quién sabe… Tal vez te conviertas en la primera cigüeña de Piltover.— dijo Jayce, encongiendose de hombros con toda la naturalidad del mundo.

El silencio que siguió fue breve.

Viktor soltó una exhalación suave. No fue una risa, pero fue lo más cerca que había estado en días.

Jayce observó esa leve reacción con una sonrisa contenida. 

“Casi”, pensó, mientras bajaba la mirada para tomar la última medida: la del pie. 

Y entonces, inclinandose un poco más, no pudo evitar rozar la piel del talón.

Viktor retiró su pie velozmente. Fue un reflejo automático y violento.

—¡Ah! ¿Tienes cosquillas? —preguntó Jayce, entre curioso y divertido.

Pero no contestó. Su mirada se mantuvo baja y el músculo de su pierna se encontraba tenso bajo la piel.

Jayce suavizó el tono.

—Lo siento —dijo con una mueca de disculpa sincera, sin borrar del todo la sonrisa—. Pero tengo que medir el pie también…

Viktor dudaba, pero se obligó a buscar un punto fijo en la pared y allí plantó su mirada. Finalmente, volvió a extender la pierna.

Jayce observó su reacción pero no dijo nada más. Se decidió a trabajar rápido. 

Mientras medía el pie en silencio, reparó en lo frágil que parecía todo en ese instante. No Viktor, sino el equilibrio. Lo fácil que sería romper algo.

Jayce apuró las últimas anotaciones.

Al cerrar la cinta métrica con un “click” suave, dejó escapar el aire con un suspiro.

—Listo —dijo, poniéndose de pie.

Viktor bajó la pierna lentamente. Su pie descalzo tocó el suelo frío, y ese pequeño contacto lo volvió, de pronto, demasiado consciente de dónde estaba.

Luego Jayce dejó el cuaderno sobre la mesa y lo observó un segundo, como si lo evaluara y decidiera el siguiente paso.

Pasó por muchas cosas en poco tiempo...Necesita relajarse. 

—Por cierto… si quieres ducharte, el baño está al fondo —dijo, como al pasar—. El servicio incluye agua caliente y una toalla limpia.

Viktor bajó la mirada y observó sus pies descalzos, la suciedad marcada en la planta contrastaba con el suelo claro. Definitivamente necesitaba una ducha.

—No tienes que pedir permiso —añadió Jayce con una sonrisa, inclinándose apenas hacia un costado, como si buscara restarle importancia al ofrecimiento.

—A-ah… sí. —murmuró Viktor, sin saber muy bien cómo responder.

Luego su mirada se desvió hacia la puerta de salida, y dudó…

Si se iba, tendría que volver a Zaun. A su taller. Parte de él lo deseaba. Necesitaba ese entorno familiar, ese espacio donde todo tenía un orden propio, construido con sus propias manos.

Pero también pensó en los matones. Esta vez no se detendrían. Lo buscarían con más furia, con menos paciencia. Y tarde o temprano, darían con su escondite. Cuando lo hicieran, no habría margen para negociar.

Cerró los ojos un instante. Inhaló por la nariz, y exhaló largo, lento. Un suspiro que era más un intento de contener la inquietud que de liberarla.

Mientras tanto, Jayce —sin decir nada— había dejado una muda de ropa doblada en el baño: una camisa y unos pantalones.

Pensó que le quedarían bien; después de todo, eran de estaturas similares.

Luego, se detuvo un momento en el umbral, sin mirarlo directamente. 

—Voy a estar en la forja alrededor de una hora —dijo con tono tranquilo—. Te dejé ropa en el baño. Siéntete como en tu casa.

Y con eso, salió del departamento.

—¡E-espera!—alcanzó a decir, su voz apenas alzada por el reflejo.

Pero Jayce ya se había ido y no lo escuchó.

Viktor permaneció sentado durante varios minutos después de que la puerta se cerrara. 

El ruido lejano de Piltover llenó la habitación como una niebla lenta. Todo estaba casi silencioso. Le resultaba…tranquilizador y desconcertante.

Sus ojos se deslizaron de nuevo hacia la puerta de salida. Podía levantarse ahora mismo. Tomar su bastón, irse sin dejar rastro, volver a su mundo. A lo conocido.

Pero…

Sus dedos se cerraron con lentitud alrededor del frasco de pastillas en su bolsillo. Lo sostuvo un segundo, como si con solo tocarlo pudiera medir la gravedad de su condición.

El golpe en la sien seguía palpitando, y la venda comenzaba a humedecerse con el calor. Por otro lado, la pierna le dolía. No con un filo agudo, sino con ese tipo de molestia que crecía, insidiosa, si uno la ignoraba por mucho tiempo.

Volver a Zaun… no era seguro. No todavía.

Apretó los dientes antes de obligarse a incorporarse. Lo hizo con lentitud, sintiendo cómo cada articulación resistía. Como si su cuerpo dudara tanto como él.

Finalmente, se encaminó hacia el baño.

Cerró la puerta tras de sí con suavidad. El clic de la traba sonó bajo, pero firme. No era paranoia. Solo… precaución.

Como siempre.

La ropa estaba donde Jayce la había dejado. La camisa, cuidadosamente doblada. Los pantalones, de un gris oscuro, más formales de lo que estaba acostumbrado a usar. 

Todo olía a jabón, a telas recién lavadas. A un lugar que no era suyo.

Empezó a desvestirse.

Cuando se quitó la camisa y pasó frente al espejo, desvió la vista. No quería ver las marcas. Ni las nuevas, ni las viejas.

Se dirigió a la ducha. El agua caliente lo golpeó como un aviso. El calor se extendió, envolviéndolo. La presión constante del agua acariciaba y masajeaba su piel como algo desconocido… Amable. Intentó no mojar las vendas en su sien, aunque no pudo evitar empapar las telas ajustadas en su mano.

Cerró los ojos.

Por un instante, solo existía el agua. El vapor llenaba el aire, y por un momento fugaz, pudo pretender que no estaba huyendo de nada.

Pero la mente no se apagaba tan fácilmente.

 No te relajes tanto.

 No es tu casa.

 No te confundas.

El calor le aflojaba los músculos, pero sus pensamientos seguían tensos. Tan enquistados como las cicatrices que no había querido mirar.

Jayce había sido… amable. Demasiado.

Ximena, también. Casi maternal.

No entendía esa clase de personas. No las terminaba de creer. Gente que ofrecía ayuda sin exigir nada a cambio. Gente que curaba, que dejaba ropa limpia, que hablaba como si uno mereciera cuidado. 

Si supieran quién soy realmente…

Si supieran de dónde vengo…

¿Cambiaría todo?

La respuesta le ardía más que el agua caliente.

Se apoyó contra la pared de la ducha, dejando que el agua cayera sobre su espalda. Las gotas se deslizaban por su piel, limpias. Como si quisieran borrar algo.

Pero no podían.

 

 

Chapter 16: La Forja

Summary:

Jayce fabrica el tutor para la pierna de Viktor.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

La forja

Jayce entró.

Ante él se desplegó la forja familiar. Era una especie de galpón amplio, de techos altos y paredes manchadas por años de hollín. Estaba a solo dos cuadras de su departamento, pero la sensación al cruzar la puerta era la de haber cambiado de mundo.

El calor, el olor a hierro fundido, el sonido del metal al ser golpeado… todo lo recibió como una vieja canción.

Jayce alquilaba el lugar para generarse un ingreso extra. Generalmente había herreros, artesanos, forjadores de espadas y también algunos excéntricos que fabricaban piezas de maquinaria por encargo. Hoy, como casi siempre, el sitio vibraba con el golpeteo de martillos y el murmullo constante del trabajo en marcha.

—¡Buenos días, Jayce! —lo saludó un hombre corpulento, mientras golpeaba con fuerza un trozo de acero al rojo vivo sobre el yunque.

Chispas saltaron en el aire.

—¡Hace rato no te veía por aquí!

—¡Hola, Alrik! —respondió Jayce con una sonrisa—. Sí, tenía ganas de volver a ensuciarme un poco las manos.

—¡Eso! ¡El martillo te estaba extrañando! —bromeó el herrero.

Jayce soltó una risa y se acercó para ver lo que Alrik estaba trabajando: una hoja curva, seguramente para algún encargo especial.

—¿Qué estás haciendo? ¿Un sable?

—Algo así. Un cliente quiere que parezca elegante, pero también que corte un brazo si hace falta. —Ambos se rieron con complicidad.

Jayce disfrutaba de ese ambiente. La forja era como su segunda casa. Hacía semanas que no pisaba el lugar, y lo había extrañado más de lo que pensaba. Había algo profundamente artístico en trabajar con fuego y metal: transformar algo tan bruto en una forma útil, precisa, incluso bella. Era como domesticar a una bestia con paciencia y precisión.

Se dirigió a su espacio. Tenía una mesa de trabajo personal, donde solía esparcir piezas, bocetos y herramientas sin ningún orden específico.

Luego se quitó una capa de ropa de encima. El calor allí dentro era abrumador, pero también parte del ritual.

Dejó su cuaderno sobre la mesa. Abrió las páginas hasta llegar a las notas que había tomado sobre Viktor. Las medidas.

—No va a ser sencillo —murmuró para sí mientras pasaba una mano por el borde del papel— Necesita algo que lo mantenga firme, sin obligarlo a compensar con la otra. 

No tenía mucha idea de ortopedia. Nunca había diseñado una prótesis, ni algo parecido a un tutor. Pero confiaba en su lógica de ingeniero: prueba y error. Si algo no funcionaba, lo corregiría hasta que lo hiciera.

Pasó los siguientes minutos haciendo varios bocetos. Ideas preliminares, estructuras articuladas, combinaciones de madera y acero, incluso una correa que pudiera ajustarse sin causar rozaduras. Los descartaba y volvía a empezar. Tachaba, reescribía, dibujaba de nuevo.

Hasta que, finalmente, se detuvo.

Observó la última página. Era simple, funcional. Y tenía sentido.

Sonrió para sí, más por desafío que por confianza.

—Bien… manos a la obra.

Comenzó a trabajar. Cortó las primeras láminas de acero reforzado. Las dobló con calor y las ajustó al molde con cuidado. Medía y corregía. Ajustaba el ángulo de la articulación. Probaba con piezas descartadas de otras máquinas, rediseñándolas con cada paso.

Martilló. Soldó. Martilló de nuevo.

Cada golpe le servía para despejar la mente. Pero no por completo.

Seguía pensando en detalles. En la forma en que Viktor había reaccionado al contacto. En su contención constante. En sus dedos, largos, crispados sobre la mesa. En la manera en que hablaba de cálculos como quien habla de memoria, no de teoría.

—¿Y eso? —preguntó una voz grave a sus espaldas que lo arrancó de sus pensamientos.

Jayce giró el rostro apenas. Alrik se acercaba con un trapo al hombro, oliendo a metal caliente.

—Un tutor ortopédico —dijo, sin dejar de trabajar.

El viejo frunció el ceño mientras observaba el diseño sobre la mesa.

—¿Es para alguien que te cae bien… o para alguien que no querés ver cojeando en tus pasillos?

Jayce soltó una risa corta.

—Un poco de ambas, tal vez. —Hizo una pausa—Quiero que funcione —continuó, más para sí mismo que para él—. No tiene que ser perfecto… pero sí útil. Y resistente. Y ligero. Y…

Alrik asintió con gesto lento, como quien no espera explicación.

—No lo hagas para que se vea bien. Hazlo para que no tenga que pensarlo cada vez que camine.

Jayce lo miró un segundo, luego bajó la vista al diseño.

—Sí… —murmuró, más para sí que para responderle.

—Es más difícil de lo que parece —añadió Alrik, ya volviendo a su banco—. Que algo funcione sin que lo noten. Eso sí es buen trabajo.

Jayce no respondió. Pero volvió a mirar el diseño.

Redibujó la base de apoyo con una nueva idea. Ajustó los puntos de tensión. Probó con una aleación más ligera.

Se dejó llevar por el trabajo. Las horas pasaron.

Jayce limpió con un trapo la pieza principal del tutor. El metal ya se había enfriado lo suficiente como para sostenerlo con la mano desnuda. Aún tenía rebabas, zonas que requerían pulido, pero el mecanismo de base estaba ahí: sólido, articulado, funcional.

Era un comienzo.

Lo colocó sobre la mesa con cuidado y se quedó observándolo un instante más, como si esperara que le hablara.

¿Y si no le sirve?

¿Y si lo ve como una burla? Como una lástima disfrazada de ciencia?

Se pasó una mano por la nuca, inquieto.

Jayce apagó la lámpara de fundición, colgó los guantes en su lugar, se sacudió el polvo de las botas. Revisó el reloj de pulsera. Se le congeló el gesto.

Había dicho que volvería en una hora.

Llevaba más del doble.

El peso en el pecho no vino del esfuerzo físico.

¿Y si se fue?

La idea lo golpeó de lleno, seca, sin dramatismo, pero directa.

No porque lo culpara si lo hacía. Sino porque... no quería que se fuera. Y no era solo por el tutor.

Era por esa forma en que lo había mirado cuando corrigió su ecuación.

Por la calma que ocultaban esos ojos cansados.

Por cómo hablaba de ciencia sin adornos. Sin pretensión. Solo con verdad.

Ese hombre sabía cosas.

Cosas que podían ayudarlo en su propia investigación.

Y también por todo lo que él mismo no sabía. Lo que Viktor callaba.

Los matones que lo habían perseguido. Las cicatrices. El silencio.

Quizás…realmente necesitaba un lugar donde quedarse. Esconderse.

Jayce bajó la cabeza, apuró el paso.

Cruzó el umbral de la forja con la caja al hombro. El sol ya había bajado algunos grados, tiñendo las estructuras doradas de Piltover con reflejos largos.

Mientras salía, Alrik lo miró de reojo desde su banco.

—¿Terminaste?

Jayce asintió, ya en la puerta.

—Por ahora.

El viejo no dijo nada más. Solo volvió a su martillo.

Jayce se alejó, con el paso rápido y la caja contra el pecho.


La puerta se abrió con suavidad, y Viktor se sobresaltó al instante.

El lápiz se le escapó de entre los dedos y cayó al suelo, rodando en un pequeño semicírculo junto a su pie. Se giró rápido, el cuerpo tenso, los ojos entrecerrados.

Pero al ver a Jayce, la rigidez en sus hombros cedió de a poco.

Solo era él. Volvía. Con una caja en los brazos.

Jayce se quedó quieto en el umbral.

No dijo nada al principio.

Solo lo vio.

Viktor estaba sentado en el escritorio, rodeado de cálculos, papeles y planos. Tenía la camisa azul marino que le había dejado arremangada hasta los codos, el cuello desabrochado y el cabello ligeramente húmedo cayéndole sobre la frente en mechones suaves.

La luz entraba por el ventanal y lo bañaba con ese dorado tibio que volvía más cálido incluso el aire.

Y por un instante, Jayce sintió que había entrado en una imagen que no conocía.

La camisa —la suya— le quedaba muy holgada, colgaba en sus hombros angulosos de una manera que no había anticipado, pero ese color lo hacía ver más... nítido. Y los pantalones que le había prestado eran demasiado grandes para su figura.

Luego observó sus ojos. En otro momento le habían parecido agudos o severos, pero ahora brillaban con un tono ámbar tan intenso que parecía imposible no quedarse ahí…nadando en ellos. 

No dijo nada sobre eso. Solo sonrió.

Y entonces rompió el silencio, forzando una naturalidad que ya no sentía del todo:

—¿Te adueñaste de mi escritorio mientras no estaba?

—Me tomé la libertad de corregirte algunos parámetros incorrectos. No me lo agradezcas —respondió Viktor, con media sonrisa.

—Por supuesto que lo hiciste —dijo Jayce, soltando un bufido leve.

Se acercó un poco más, apoyando una mano sobre el respaldo de la silla donde Viktor estaba sentado.

—¿Estás cómodo ahí… o debería poner una placa con tu nombre?

Viktor notó su cercanía. Pero no se tensó. Sus hombros seguían relajados. Se estaba acostumbrando, de a poco, a la forma de ser de Jayce.

—No sabía… si ibas a volver —murmuró luego de unos segundos.

—Te dije que solo era una hora —respondió, sonriendo—. Me pasé un poco… pero fue por una buena causa.

Golpeó suavemente la tapa de la caja. El metal adentro tintineó apenas. Jayce fue hacia la mesa, la apoyó encima y la abrió con un gesto sencillo.

Viktor ladeó la cabeza, curioso.

Se acercó.

El tutor descansaba adentro. Era algo tosco en algunos bordes, funcional en apariencia, pero se notaba el trabajo. Cada unión estaba hecha con precisión. Cada ángulo respondía a una medida exacta.

—Aún le faltan algunos retoques —dijo Jayce, desviando la mirada hacia él de reojo—. Pero si quieres probarlo… ya podrías caminar con esto.

Los dedos de Viktor se extendieron hacia el metal, con esa precisión silenciosa con la que uno toca algo que significa demasiado.

Jayce lo había construido con sus propias manos. Solo para ayudarlo. No sabía qué pensar.

—¿Te ayudo a colocártelo? —preguntó Jayce, con tono casual disimulado.

Viktor dudó. 

El inicio de la respuesta se le atascó en la garganta. Luego, tras un segundo que pareció más largo de lo necesario, murmuró:

—De acuerdo.

Se sorprendió de sí mismo, pero reconoció que no iba a poder hacerlo solo. Solo tardaría más. Y al fin y al cabo, terminaría pidiéndole ayuda de todas formas. 

—¡Perfecto! —dijo Jayce, ya agachándose sin esperar permiso—. ¡Vamos, probémoslo ahora!

 

Notes:

Viktor comienza a aceptar la ayuda de Jayce cada vez más cómodamente 🩷

Chapter 17: El umbral

Summary:

Jayce lo ayuda a colocar el tutor...

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Las sombras de la tarde ya se estiraban por el suelo, proyectadas desde el ventanal. La luz dorada comenzaba a teñirse de cobre y el cielo de Piltover se apagaba lentamente.

—Bueno… veamos si te queda cómodo. Adelante, pon el pie aquí —indicó Jayce, sosteniendo el tutor con ambas manos.

Viktor se encontraba justo frente a él. Sujetaba también la estructura metálica, ayudándose con Jayce para posicionar el pie en su lugar.

—Esto iría así… —murmuró Jayce, concentrado, mientras comenzaba a cerrar las varillas ajustables alrededor del pie—. ¿Te calza bien?

—Sí… —respondió Viktor.

—¡Genial! —exclamó Jayce—. Ahora, lo siguiente es ajustar las correas de la pantorrilla.

Empezó a asegurarlas con movimientos firmes pero cuidadosos.

Viktor inspiró hondo por la nariz, en un intento de prepararse. Su respiración era controlada, pero el cuerpo ya le enviaba señales.

—¿Ajusta mucho? —preguntó Jayce sin dejar de trabajar—. Dime si te molesta.

Viktor lo miró un segundo y negó con la cabeza.

Pero entonces, una tensión —sutil, pero real— comenzó a subirle por el brazo, desde los dedos hasta los hombros. La reconocía. No como dolor físico, sino como un antiguo reflejo. Uno que no había elegido.

—Bien… ahora la última...—anunció Jayce, avanzando hacia la parte superior del soporte.

Sus manos se deslizaron hasta la última correa, la que debía ajustarse alrededor del muslo. En cuanto la tocó, en cuanto comenzó a tirar de ella, Viktor se tensó.

Su mirada se crispó y retrocedió un paso, como si el contacto lo hubiese quemado.

—¿Mmh? —preguntó Jayce, alzando la vista—. ¿Te duele?

Viktor se congeló.

¿Te duele?

¿Te duele?

La pregunta se repetía, pero no era su voz. Era otra. Más grave y más profunda. Inconfundible.

La escuchó no con los oídos, sino desde algún rincón oscuro y enmudecido del cuerpo.

Y entonces fue como si algo se deslizara bajo sus pies.

La habitación desapareció y la luz cálida se tornó fría. El aire cambió de densidad, ya no estaba en la sala del departamento. Ni frente a Jayce.

Estaba allí.

Otra vez.

Escuchó el sonido seco de una hebilla al cerrarse. Sintió las correas tirando con fuerza. Ahí estaba la humillación de no poder moverse, de no poder hablar, de no poder hacer nada más que esperar lo que se avecinaba.

¿Te duele?  ...

Aprenderás...Te guste o no...

La voz seguía ahí. La misma que le había preguntado eso antes de hacerle daño.

Su respiración comenzó a descontrolarse.

Sus ojos seguían fijos en la correa del tutor, ahora  apenas abrochada sobre la tela de su pantalón, pero a él le parecía verla y sentirla directamente sobre la piel desnuda.

Por dentro, todo comenzaba a encogerse. A retirarse.

Sintió que el cuerpo le fallaba. Que las piernas le temblaban. Que iba a caer…

Viktor.

Su nombre. Pero en una voz suave y amable.

Y luego, la calidez inesperada de una mano que se cerraba sobre la suya como si hubiera atravesado la niebla y lo sostuviera.

Alzó la vista. Lo hizo con un leve retraso, como quien regresa de un lugar más profundo de lo que se admite.

Ahí estaba él mirándolo con una sonrisa.

Jayce...

Viktor no entendía por qué el gesto lo había anclado de esa forma. Solo sabía que el colapso había cesado. 

—Whoa, cuidado. Casi te caes —dijo, sin notar nada más que un desequilibrio. Su voz sonaba ligera, como si todo hubiera sido apenas un mal paso.

—¿Cómo lo sientes ahora?

Lo soltó despacio.

Viktor tardó en responder, todavía estaba organizando dentro de sí todo lo que se había roto y reacomodado en unos segundos.

—A-ah… bien... —farfulló, apoyándose en su bastón mientras el tutor metálico crujía en sincronía con sus articulaciones.  

—¿Quieres probar una caminata? —preguntó, animado.

Viktor exhaló y luego asintió con un movimiento lento. 

Dio un paso, luego otro. Inmediatamente reconoció el alivio en la cadera y en el peso que siempre recaía sobre su pierna derecha.

Ahora, el esfuerzo se repartía, podía caminar sin que fuera como pelear contra cada músculo.

—¡Vamos! ¡Pruébalo por toda la sala! —dijo Jayce, dándole ánimos como si estuviera enseñando a caminar a alguien por primera vez.

Viktor recorrió la sala entera.

El tutor era estable. Flexible. Sorprendentemente cómodo.

Funcionaba de verdad.

—¿Y? ¿Qué piensas? —preguntó Jayce, con los ojos iluminados como un niño que espera aprobación.

—Es… funcional —concedió Viktor, ocultando una sonrisa minúscula tras un carraspeo. Verlo así de entusiasmado era casi... divertido.

—¡Excelente! —exclamó Jayce, levantando la voz con entusiasmo. Puso las manos en jarra e infló el pecho, orgulloso de sí mismo. — Mañana perfeccionamos los soportes lumbares — agregó. 

Mañana…

La palabra quedó suspendida en la mente de Viktor por un momento más de lo necesario.

Bajó la mirada hacia el tutor ya abrochado a su pierna. La luz del atardecer entraba oblicua por la ventana, dibujando sombras largas sobre el suelo.

Habían pasado tantas cosas en un solo día que le costaba ordenar el hilo de los eventos.

Respiró hondo. Y luego, sin alzar la voz, murmuró:

—Necesito volver a Zaun.

Jayce giró la cabeza hacia él, un poco más rápido de lo normal.

—¿Ahora?

Su tono fue breve, contenido. Pero Viktor notó algo en la forma en que lo dijo. 

¿No quiere que me vaya?

—Sí… yo… —titubeó, buscando las palabras—. Necesito revisar mi taller. Ver si todo sigue en orden.

Era una excusa débil, y lo sabía. La verdad era que no estaba seguro de poder pasar otra noche allí, a pesar de todo.

No porque estuviera mal… sino porque se sentía demasiado bien. Y esa también era una forma de peligro , una de la que no sabía cómo protegerse.

Con los matones al menos podía esconderse, huir, pelear si era necesario. Pero esto….

Lo decidió sin pensarlo demasiado. Ya estaba oscureciendo así que era mejor marcharse ahora. No tendría inconvenientes: los guardias solo pedían identificación al entrar, no al salir de Piltover.

Jayce asintió en silencio.

 Sus ojos bajaron un instante hacia el suelo, como si algo se le escapara y no supiera cómo sujetarlo.

—Realmente… —Viktor tragó saliva, evitando mirar las vendas impecables en su brazo.

¿Cuánto habría costado ese antiséptico?

— …les agradezco lo que hicieron por mí. Es…

Más de lo que merezco

— ...más de lo que cualquiera haría por un desconocido. — dijo al final, con una mueca.

Tomó su bastón. Lo acomodó con cuidado en su mano y caminó hacia la puerta con paso medido, la pierna amortiguada por la nueva estructura metálica.

Cuando su mano ya estaba en el picaporte, escuchó su voz.

—E-espera.

Se detuvo y volteó apenas.

Jayce permanecía junto a la mesa. Se pasó una mano por la nuca, luego bajó los ojos un segundo y volvió a levantar la vista. Su tono fue casual, casi como si bromease.

—Si vas a desaparecer… al menos déjame una forma de volver a encontrarte. —Sonrió, encogiéndose de hombros con naturalidad—.Sería una pena perderme…tu forma de ver las cosas. 

Viktor lo observó en silencio. Algo en su pecho se contrajo, lento.

No puedo darle la dirección exacta de mi taller, sin embargo…

Sus dedos se cerraron un poco más sobre el bastón

—Hay una librería vieja en los callejones del sector cuatro. No tiene letrero, pero la puerta es de madera azul gastada. —Hizo una pausa, breve—. A veces estoy por ahí en las mañanas… al fondo.

Jamás imaginó que algún día le daría a un piltoviano una dirección. Un lugar donde encontrarlo.

Parecía poca información pero viniendo de Viktor, eso ya decía mucho. 

—Cuídate —dijo con suavidad Jayce. 

Viktor asintió en silencio. Luego se dio la vuelta, cruzó el umbral sin mirar atrás y se perdió en el corredor.

El sonido de su bastón quedó flotando en el aire.

Tac… tac… 

Un golpe pausado, marcando la distancia que crecía con cada paso.

Jayce se quedó quieto, con los dedos apretados en un puño a su costado. No quería que se fuera. Quería detenerlo, pedirle que se quedara… o al menos acompañarlo, asegurarse de que llegara bien. Pero temía invadir, incomodar, empujarlo aún más lejos.

Así que se quedó ahí, viendo cómo el sonido se apagaba hasta que solo quedó el silencio.

Se pasó una mano por la cara, despacio, y se giró hacia la pizarra. Allí estaban las correcciones escritas en tiza que había hecho Viktor sobre sus cálculos. 

“Si hay algo que sé es que los grandes inventos no nacen de seguir las reglas.”

El acento inconfundible resonó en su mente, tan claro que por un instante lo sintió allí, a su lado.

Aún quedaba tanto por discutir, por debatir… solo él había logrado comprender esa teoría a fondo.

Jayce suspiró, con la garganta un poco más apretada de lo que esperaba.

Se encaminó al baño: necesitaba despejarse, enfriar la cabeza.

Al entrar, vió la ropa.

La camisa y los pantalones de Viktor, olvidados.

Estaban perfectamente doblados sobre la tapa del inodoro.

Jayce se agachó, tomó la camisa con ambas manos. La tela áspera, gastada de tantos lavados sin cuidado, tenía ese olor indefinible entre metal y tinta. Estaba por dejarla a un lado cuando notó algo en la manga.

Unas letras bordadas. Discretas. Invisibles si uno no prestaba atención.

E. H.

Jayce frunció el ceño.

Pasó el pulgar sobre las iniciales, como si pudiera borrar el misterio o revelarlo.

—¿Iniciales de quién…? —murmuró, casi sin voz.

El pensamiento se quedó ahí, colgado en el aire como una pregunta sin respuesta.

Y él no era alguien que se quedara con dudas.

Cuando fuera a Zaun, llevaría la ropa.

Y quizás, también la pregunta.

 

 

Notes:

Comencé a trabajar más horas , así que tengo menos tiempo para escribir pero intentaré no tardar muchos días entre capítulos.

Chapter 18: La invitación

Summary:

Bajo la presión del profesor Heimerdinger y la pronta Feria de inventores, Jayce decide volver a Zaun, esta vez decidido a encontrar a Viktor.

Chapter Text

—Esto no tiene sentido… —Jayce fruncía el ceño, repasando los cálculos en su cuaderno. Las fórmulas, los gráficos… todo parecía estar en orden, pero algo no encajaba.

Pasó una página. Las correcciones que había hecho Viktor hacía una semana y media estaban ahí, en lápiz más claro, pulcro, metódico. Había conceptos que no entendía del todo. Nuevas variables.

Necesitaba que se lo explicaran.

Pero ahí, en la academia, no podía preguntarle a nadie. Ni siquiera al profesor Heimerdinger. Si llegaba a enterarse de que Jayce todavía insistía con esa teoría —la que habían descartado como impráctica y fantasiosa— probablemente comenzaría a cuestionar su criterio científico. Y no podía darse ese lujo. No otra vez.

Sin darse cuenta, su mano había empezado a moverse sola.

Había dibujado algo entre los márgenes del papel: un rostro.

Ojos intensos. Mirada precisa. Los mechones de cabello cayendo en la frente.

—¿Señor Talis? —alzó la voz el profesor Corven, interrumpiendo el murmullo general—.

—¿Mmh? —Jayce alzó la vista, confundido.

—Le acabo de hacer una pregunta —repitió el profesor, cruzando los brazos con lentitud y mirándolo por encima de sus anteojos con una ceja arqueada. 

Jayce parpadeó. No lo había escuchado.

—Le pregunté cómo abordaría la disipación de energía en un sistema cerrado donde la acumulación de calor afecta el rendimiento del mecanismo principal —dijo, con voz monótona pero cargada de expectativa.

Jayce dudó apenas un segundo. Era una pregunta extraña. Sonaba más a un problema de termodinámica.

—Eh… podría añadir un compuesto catalizador que reduzca la temperatura del sistema mediante una reacción endotérmica. O tal vez… ajustar el pH del medio si hay presencia de fluidos que reaccionen con los metales…

Corven chasqueó la lengua con suavidad, y alzó una ceja más alto aún.

—Una respuesta… creativa —dijo, caminando lentamente hacia el escritorio con las manos entrelazadas tras la espalda—. Pero estamos hablando de mecánica, señor Talis. No de química.

Los murmullos comenzaron al instante. Algunos estudiantes empezaron a cuchichear y a reír por lo bajo.

—Lo perdimos —murmuró uno entre risas.

—El estudiante estrella está demasiado ocupado como para prestar atención—murmuró otro con tono sarcástico.

—Si, pensando en chicas... — dijo uno con tono burlón. 

Jayce suspiró y se hundió un poco más en su asiento, sintiendo el calor subirle al rostro.

El profesor los ignoró deliberadamente y retomó la clase, girando hacia la pizarra para continuar escribiendo con tiza, su trazo seco y meticuloso resonando en la sala.

Y entonces, la voz de su compañera:

—Y ese… ¿quién es? —preguntó, inclinándose hacia él para ver el cuaderno—. Es lindo.

—¡A-ah! —cerró el cuaderno de golpe—. Nadie.

—Mmh… —murmuró ella con una sonrisita, volviendo a mirar al frente, pero no sin antes lanzarle una mirada de reojo.

Cuando la clase terminó, Jayce salió del aula rápidamente . Llevaba el cuaderno aún bajo el brazo y la cabeza revuelta entre fórmulas, correcciones y comentarios incómodos que todavía resonaban.

Entonces, al girar en el pasillo, se topó de frente con una figura inconfundible.

—¡Ah, Jayce, justo a ti quería ver! —exclamó el profesor Heimerdinger, con esa vocecita chillona que, por más suave que intentara hablar, siempre lograba rebotar en todas las paredes del pasillo.

Sus ojos, grandes y redondos, brillaban de entusiasmo bajo las cejas tupidas. Llevaba su clásico guardapolvo apenas arrugado y caminaba a pequeños saltitos rápidos, con las manos cruzadas tras la espalda.

—Buenos días, profesor —saludó Jayce con educación, inclinando apenas la cabeza.

—¡Ven, ven, acompáñame a mi despacho! —dijo el yordle, haciendo un ademán vivaz con una de sus manitas peludas mientras ya se daba vuelta para emprender camino, como si diera por sentado que Jayce lo seguiría sin chistar.

Jayce vaciló apenas un segundo, pero lo alcanzó enseguida.

—Claro… —murmuró.

Mientras caminaban por los pasillos abovedados de la academia, podía oírse el inconfundible tac-tac de los zapatos diminutos del profesor sobre el mármol, mezclado con el murmullo lejano de otras clases en curso. Heimerdinger iba tarareando bajito una melodía incomprensible mientras parecía hablar consigo mismo a medias.

Cuando llegaron al despacho, el maestro empujó la puerta con un saltito ágil y se hizo a un lado con un gesto cortés para dejar pasar a Jayce.

El lugar era como siempre: cálido, desordenado en cierto orden propio, con pequeños modelos mecánicos zumbando en estanterías y una tetera silbando suavemente en una esquina.

—Siéntate, siéntate —dijo el yordle, trepándose con esfuerzo a su sillón giratorio detrás del escritorio—. No te quitaré mucho tiempo.

Jayce se sentó, un poco tenso, mientras su mirada se perdía entre los artefactos giratorios y los planos abiertos sobre la mesa.

—¿Sucede algo, profesor?

—Oh, no necesariamente. Pero… me preocupa un poco tu silencio reciente —dijo Heimerdinger, juntando las puntas de sus dedos con aire pensativo—. Desde tu última propuesta, no has presentado ningún nuevo trabajo. Ni notas, ni hipótesis… nada.

Jayce tragó saliva.

—He estado… repensando algunas ideas. Tratando de no apresurarme —dijo Jayce, sin apartar la mirada de la mesa.

Una verdad. Y una mentira.

Jamás le mencionaría el accidente con el cristal en Zaun.

—Mmm. Comprensible. A veces el genio necesita tiempo. Pero también dirección —dijo el profesor, asintiendo con gravedad—. Eres uno de los mejores estudiantes que he tenido el privilegio de enseñar, muchacho. Por eso mismo, espero mucho de ti.

Dicho eso, abrió un pequeño cajón y sacó una tarjeta de bordes dorados. La colocó sobre la mesa con cuidado, deslizándola hacia él.

—La feria de inventores y la competencia de innovadores se celebrará en tres semanas. Ya sabes lo importante que es para la academia, y para los propios alumnos. Es la oportunidad perfecta para mostrar lo que están desarrollando. Y por supuesto —agregó con una sonrisita— se esperará algo… particularmente interesante de ti.

Jayce tomó la tarjeta entre los dedos. El diseño era hermoso: elegante, clásico. Un pase de acceso a la plataforma central de presentación.

—¿Esto es… una invitación?

—Sí. Pero no sólo para ti. Puedes dársela a alguien más, si lo crees merecedor —explicó el profesor, bajando del sillón para servirse una taza de té con gesto concentrado—. Cualquier persona puede participar si tú decides que su invención vale la pena. Confío en tu criterio científico muchacho.

Jayce miró la tarjeta en silencio. Un cosquilleo le recorrió el estómago.

—Gracias… profesor.

—Y ten en cuenta —añadió Heimerdinger, alzando su taza de té—, que los inventos más prometedores de la Feria de Inventores suelen ser seleccionados para presentarse en el Día del Progreso. Sería una pena que dejaras pasar la oportunidad.

Jayce sintió cómo se le apretaba el pecho. Asintió en silencio.

—No la dejaré pasar.

No tuvo que pensar demasiado.

En cuanto Heimerdinger deslizó la invitación sobre el escritorio, la imagen de Viktor se le vino a la mente como un reflejo.

No, no tuvo que pensarlo en absoluto.

Si había alguien fuera del circuito oficial con una mente digna de esa feria, era él.


 

Estaba allí. Otra vez en Zaun.

Esta vez por la mañana, y esta vez frente a la librería de la puerta azul. Tenía que ser esa. La única en el sector 4. El resto eran tiendas de antigüedades, trastos oxidados, mecanismos, y artefactos que nadie parecía querer.

Había poca gente en los callejones: un par de niños pateaban y jugaban con una pelota hecha de trapo, una mujer de rostro curtido discutía con un vendedor ambulante por el precio de un frasco, y más allá, un hombre con mono de trabajo y guantes arrastraba un carro con piezas metálicas, silbando una melodía sin sentido.

No era un lugar peligroso a simple vista. Solo olvidado.

Y entendía por qué Viktor podría estar en un lugar así.

Jayce empujó la puerta. Sonó una campanita colgada del marco, con un timbre agudo y oxidado.

Dentro no había nadie en el mostrador.

El lugar olía a papel envejecido, a tinta seca y a madera húmeda. Estaba mal iluminado, como si cada lámpara colgante dudara si debía seguir funcionando. Los estantes estaban desbordados, muchos con libros apilados horizontalmente por falta de espacio, otros con páginas dobladas, cubiertas rotas o anotaciones escritas a mano en los márgenes.

En una esquina, un reloj de péndulo hacía un tic-tac sordo, cubierto parcialmente por un abrigo viejo colgado de una percha. Había polvo en casi todo. Y sin embargo no parecía un lugar abandonado.

Jayce dio unos pasos, sintiendo cómo crujía el piso de madera bajo sus botas.

—¿Hola? —llamó, sin alzar mucho la voz.

Nada. 

Decidió explorar el lugar. Tenía varios pasillos, estrechos y mal iluminados, que serpenteaban entre estanterías altas. Más que una librería, parecía una biblioteca olvidada por el tiempo.

Cuando estaba por adentrarse en uno de ellos, una voz seca lo detuvo.

—¿Qué necesitás?

Jayce se giró, sobresaltado.

Una mujer mayor, bajita, de cabello gris recogido y lentes cuadrados, lo miraba desde lo alto de una escalera. Tenía entre manos un par de libros gastados y los anteojos algo torcidos sobre el tabique. Lo observó detenidamente por encima de los marcos, con una expresión que no dejaba espacio para engaños.

Él titubeó un segundo.

—Ah… buenos días —saludó con una sonrisa incómoda—. Yo… estaba buscando a…

—Déjame adivinar —lo interrumpió, comenzando a bajar los escalones con lentitud y sin apartar la vista de él—: ¿Un tratado de historia de Zaun para alguna monografía sobre desigualdad social? ¿O algo de filosofía industrial? Lo crudo y lo real, ese tipo de cosas.

Jayce la miró con una mezcla de desconcierto y leve diversión.

—No… nada de eso.

—¿No? —arqueó una ceja, divertida—. Tienes toda la pinta. Estudiante piltoviano, voz educada… pareces uno de esos que bajan por el día a buscar inspiración y se vuelven rápido antes de que oscurezca. ¡Ya se! quieres escribir un ensayo profundo sobre los “genios ocultos de Zaun” y necesitas un ejemplo pintoresco. 

Estuvo cerca, pensó Jayce, de alguna manera.

—No, no ... Yo ...estoy buscando a alguien... Se llama Viktor. Me dijo que lo podría encontrar aquí, en su librería. 

La expresión de la mujer cambió y bajó la mirada unos segundos, como si el nombre le hubiera removido algo.

—Ah… te refieres al muchachito pálido. Siempre viene por aquí a hacerme compañía —dijo con suavidad.

Miró hacia el fondo de la librería.

—¡Ah! —exclamó Jayce, con el rostro iluminado— Entonces, ¿está aquí?

—Hace como una semana que no viene —respondió la señora, negando con la cabeza, con voz más baja—. Él suele aparecer, al menos una vez, aunque sea solo para sentarse a leer… —señaló una silla vacía junto a una lámpara de pie, mal calibrada—. A veces me ayuda a ordenar los libros más pesados o me alcanza el té cuando ve que se me enfría.

Se quedó mirando al rincón un momento, como recordando.

—Nunca se queda mucho tiempo. Pero siempre vuelve, aunque ahora que lo mencionas...es raro que no haya vuelto todavía. 

Jayce tragó saliva. Algo se revolvió dentro de él.

—¿No sabe dónde puede estar?

La mujer entrecerró los ojos detrás de sus gafas. Ya no lo miraba con simple curiosidad, sino con una especie de prudencia fría.

—¿Por qué lo buscas tú?

Jayce se quedó inmóvil por un instante. No esperaba la pregunta, pero entendía su trasfondo.

—Solo quiero hablar con él —dijo, sin adornos—. Me ayudó con una teoría en Piltover. Es brillante. Pero ahora…tengo el presentimiento de que necesita mi ayuda.

Ella no pareció del todo convencida. Cruzó los brazos, con una mirada más cautelosa que antes.

—Mmhh… —dudó, entornando los ojos.

—Señora… —insistió Jayce, con voz serena pero firme—. Soy amigo de Viktor…Hace unos días hubo una explosión… —se detuvo un instante. La culpa lo golpeó en el estómago como una piedra—. Seguro escuchó algo sobre eso.

Al mencionar la explosión, los ojos de la mujer se abrieron de inmediato, atenta.

—Una parte de una fábrica se derrumbó —continuó Jayce, bajando la voz—. Yo estuve ahí. Él salió herido y lo curé lo mejor que pude. Pero desde entonces no lo he vuelto a ver.

No contó toda la verdad. Pero no importaba. Lo único que quería ahora… era encontrarlo.

La mujer lo observó en silencio, menos a la defensiva. Pero no tranquila.

—Los niños que juegan en el callejón dijeron que vieron a Viktor enfrentarse solo a una banda de diez matones. Dicen que lanzó algo que explotó, y los hizo salir corriendo como ratas... —Hizo una pausa, medio suspirando—. Bah… ya sabes cómo son los chicos, convierten cualquier cosa en una historia de guerra.

Jayce bajó la mirada apenas.

—No es del todo falso.

La mujer lo miró con más atención.

—Lo están buscando, señora. Y no gente cualquiera. Tengo miedo de que lo hayan encontrado hombres muy peligrosos.

La señora pudo reconocer la honestidad en las palabras de Jayce. Y, más aún, la preocupación real que asomaba en su rostro.

Jayce dio un paso hacia ella, con un tono más suave.

—Por favor… si sabe dónde puedo encontrarlo.

La mujer suspiró, resignada.

—La verdad es que no sé mucho sobre él... me apena decir que yo soy quien más conversa de los dos... ese chico se está gastando más rápido de lo que vive... Siempre le digo que ningún gran inventor sirve de mucho si se apaga antes de tiempo, que tiene que descansar. Él solo se ríe bajito… y dice que no puede dormir, que las fábricas de refinación nunca callan.

Jayce frunció el ceño, intrigado.

—¿Las fábricas de refinación?

—Sí, esas que funcionan de noche, con esos hornos enormes que largan humo púrpura. Son muy tóxicas , ¿sabes?. Una vez me dijo que iba a inventar algo para frenar la contaminación. Supongo que hablaba del sector 9… es la única zona donde largan ese humo.

Jayce sintió que una chispa se encendía dentro suyo. Ya no era una pista vaga. Era un punto en el mapa.

—Sector 9… —repitió en voz baja.

—No tengo idea qué andará haciendo por ahí, pero si lo buscas, es un buen lugar para empezar. Aunque… —lo miró de arriba abajo con cierta preocupación—. No es un sitio amable para alguien con esa cara tan bonita. 

Jayce sonrió con un dejo de nerviosismo y aprecio.

—No se preocupe. Sé cuidarme.

La mujer asintió lentamente.

—Eso espero. Pero si ese chico llega a salir lastimado otra vez… y es culpa tuya… —hizo una pausa—. Voy a estar muy decepcionada.

Jayce asintió con respeto.

—No dejaré que le pase nada.

Y con eso, salió de la librería con un nuevo destino en mente.

 

 

 

 

Chapter 19: La pieza que faltaba

Summary:

Jayce se adentra en el corazón de Zaun en busca de Viktor, y en el medio del caos industrial, los obreros comienzan a desconfiar del piltoviano que hace demasiadas preguntas.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Jayce caminaba por Zaun, con su habitual capa con capucha que usaba cada vez que estaba allí. Ocultar su rostro era necesario si quería pasar desapercibido mientras recorría la ciudad.

Caminando por los callejones, podía notar la diferencia entre sectores. Algunos eran, de alguna manera, más pulcros y menos peligrosos que otros. El sector 4, donde estaba la librería de la señora, era uno de ellos.

El sector al que se dirigía no estaba muy lejos de allí. Sin embargo, la diferencia entre ambos era muy marcada. El aire allí era más denso, al igual que la oscuridad. Era una zona puramente industrial, con fábricas de chimeneas altas y ventanas pequeñas incrustadas en paredes grises. Aun así, se veían trabajadores caminando por las calles: hombres robustos, algunos encorvados por el peso de la jornada, y también niños con las manos manchadas de grasa, llevando bolsas de materiales.

Todos parecían ocupados. Y nadie prestaba demasiada atención a nadie más. Esa indiferencia, en cierto modo, le servía.

Jayce comenzó a caminar entre las hileras de talleres y fábricas. El zumbido constante de generadores, el golpeteo de herramientas contra metal y el siseo de vapor llenaban el aire. Observaba con atención los rostros, las manos, las piernas... buscaba esa figura familiar, ese andar con bastón. Pero nada. Tenía que preguntar, aunque no quisiera.

Se acercó a un joven que barría restos de metal frente a una compuerta oxidada.

—Disculpa... —dijo Jayce con voz amable—. Busco a alguien. Alto, delgado, usa bastón. Trabaja con máquinas... ¿lo has visto?

El joven lo miró, desconfiado, y sin responder, siguió barriendo.

Intentó con una mujer que cargaba repuestos.

—Perdón... solo quiero saber si han visto a alguien llamado Viktor.

Ella le lanzó una mirada rápida, sin detenerse.

—Ni idea. Mejor sigue caminando.

Jayce apretó los dientes. 

Unos metros más adelante, vio a un niño sentado en una pila de repuestos, jugando con una pieza metálica rota.

—Hey —dijo Jayce, agachándose un poco—. Te doy esto si me das una respuesta.

Le mostró una moneda. El niño lo miró, curioso, con una mezcla de desconfianza y tentación.

—Depende de qué quieras saber…

—Busco a un hombre. Bastón. Delgado. Inteligente. Creo que vive por aquí…¿lo has visto?

—¡Oye! —interrumpió una voz grave, desde atrás.

Jayce se enderezó. Un obrero grande, con el rostro curtido por el hollín y una herramienta colgando del cinturón, se acercaba con pasos firmes.

—¿Para que lo buscas?

Jayce levantó las manos con calma, tratando de parecer lo menos amenazante posible.

—Solo necesito verlo— respondió.

—¿Y tú quién eres ? —lo interrumpió, con voz inquisitiva, casi acusatoria.

Jayce dudó. No podía decir que era de Piltover. 

—Soy un colega de Viktor… solo quiero saber si se encuentra bien.

Otros obreros comenzaron a acercarse. Tres, luego cinco. Uno tenía una palanca. Otro, un martillo colgando del cinturón. Todos lo observaban con el ceño fruncido.

—Aquí no nos gusta la gente que hace preguntas. Mucho menos si vienen de alguien como tú —escupió uno de ellos.

— No busco problemas—insistió Jayce, ya sintiendo el corazón golpearle el pecho.

—Eres de arriba. Se te nota —dijo otro obrero, con los brazos cruzados—. Seguro vienes a terminar lo que otros empezaron.

La acusación cayó como una piedra en el aire denso del callejón. Nadie se rió. Nadie desvió la mirada.

—¡No! Yo...

Jayce apretó los labios. Sabía que cualquier palabra en falso podía empeorar las cosas.

El murmullo del grupo crecía. Se movían lento, pero con intención. Jayce dio un paso atrás. Sabía que no podría con todos.

Entonces, algo cambió. Un sonido suave de pasos, metal y un golpeteo leve, regular. Bastón contra piedra.

Viktor apareció entre la niebla industrial. No dijo nada al principio. Solo caminó. Cada paso lo acercaba más, y con él, el silencio.

Se detuvo frente a Jayce. Sin urgencia, pero sin dudas, se colocó entre él y los demás. Apoyó el bastón con firmeza en el suelo. El eco metálico bastó.

—Está conmigo —dijo, con voz baja pero clara.

Eso fue todo.

Uno a uno, los obreros se alejaron. Algunos se marcharon sin decir palabra. Otros intercambiaron una última mirada antes de irse.

Jayce respiró aliviado, aunque su pecho seguía tenso.

—No pensé… que vendrías hasta aquí. — Viktor lo miraba con aquellos ojos profundos. 

Llevaba una bata sin mangas que parecía haber sido una chaqueta de laboratorio adaptada, con múltiples bolsillos. Debajo, una camisa gris simple y unos pantalones de tela resistente, manchados de aceite. Sus manos estaban cubiertas por unos guantes de cuero marrón, gastados en las puntas y ennegrecidos por el trabajo

Jayce tragó saliva. Había tanto que decir. Pero solo le salió:

—Me hiciste recorrer medio Zaun… Un poco dramático, ¿no crees?.

Viktor reprimió una sonrisita, apenas visible en la penumbra.

—Ven… caminemos —dijo, girando sin apuro.

Jayce lo siguió, aliviado, todavía con el corazón latiendo rápido. Caminaron en silencio unos metros, cruzando un pasaje entre dos fábricas. Al fondo, una vieja escalera de hierro subía en zigzag entre paredes agrietadas.

Subieron en silencio. La escalera crujía con cada paso, pero aguantaba. Al llegar a la azotea, Jayce se encontró con un espacio amplio, rodeado de tanques viejos y estructuras abandonadas. Había una silla plegable rota, una manta apoyada contra una pared y una caja de herramientas cubierta con una lona.

Desde allí se veía todo el sector 9. 

—Vaya vista —murmuró Jayce.

—Depende de lo que quieras ver —respondió Viktor, apoyando el bastón contra una baranda oxidada y sentándose sobre un bloque de concreto.

Jayce se acomodó cerca, bajando la capucha al fin. El aire estaba más frío allí arriba, pero era respirable.

—Veo que aún funciona bien —dijo, señalando con un gesto el tutor metálico.

—Sí… aunque ahora los niños me llaman señor pata de hierro.

Jayce soltó una carcajada breve, genuina.

—¿Ese fue tu nombre de héroe en la historia de la explosión?

——Creo que en una de las versiones también vuelo —replicó Viktor con una sonrisa seca.

Jayce soltó otra risa suave, pero luego se quedó en silencio un momento.

—Supongo que todos preferimos las versiones más fáciles de contar. 

Viktor desvió la mirada hacia adelante, donde las chimeneas se alzaban entre los edificios.

Luego de un momento Jayce comentó:

—La señora de la librería me dijo que no vas por ahí desde hace más de una semana.

—Tenía trabajo.

—Se preocupó. Me dijo que sueles pasar, aunque sea por un té y que nunca desapareces sin aviso.

Jayce lo miró con intensidad.

—No sabía si te había pasado algo. 

Viktor permaneció en silencio unos segundos. Luego bajó la vista y murmuró:

—Pensé que era mejor así.

—¿Desaparecer?

—Tuve que moverme con cuidado. No era un buen momento para dejar rastros…

No le dijo que unos niños le habían advertido que unos hombres estaban preguntando por él cerca del sector de fundición. Tampoco mencionó que, desde entonces, dormía en un lugar distinto cada dos noches.

Jayce no preguntó más, no hacía falta. Lo había entendido.

Giró la cabeza hacia el frente.

Desde la azotea no se veía un horizonte abierto, ni cielo. Solo estructuras superpuestas: vigas metálicas cruzadas en todas direcciones, tubos que recorrían el aire como arterias de acero, plataformas colgantes con luces parpadeantes, y humo, mucho humo, que subía y se quedaba atrapado entre niveles. Por encima de todo eso, sombras titilantes de otras fábricas.

Aun así… había algo hipnótico en esa vista. Un caos funcional. Una ciudad que no dormía, que seguía viva, a pesar de la falta de aire puro.

Jayce observó cómo una pasarela se encendía con pequeñas lámparas anaranjadas. Vio figuras moverse entre los cables. Niños. Hombres y mujeres trabajando a toda hora.

Y también vio otra cosa: lo que Piltover nunca vería desde arriba. El costo. La gente no vivía ahí. Sobrevivía. En medio de la contaminación, la mugre y la corrosión.

Y Viktor vivía aquí. Respiraba esto cada día. Seguía creando en medio de esa hostilidad.

El corazón se le estrujó un poco.

—Viktor, quiero hacerte una propuesta.

—¿Mmh? —Viktor giró la cabeza esta vez, con una ceja apenas levantada.

Jayce buscó dentro de su capa y sacó con cuidado la invitación que le había dado el profesor Heimerdinger. 

Se la tendió, sin dejar de mirarlo.

—Quiero... invitarte a la feria de inventores.

Viktor ladeó un poco la cabeza, pero no tomó la tarjeta de inmediato.

Jayce inspiró hondo, tratando de ordenar sus palabras.

—Es una competencia de innovadores que se organiza todos los años en Piltover. La Academia la patrocina. Es un evento importante… se presentan inventos, teorías, proyectos, cualquier cosa que tenga potencial para cambiar algo.

Viktor no respondió. 

Bajó la mirada hacia la tarjeta y la tomó con cuidado, como si fuera más pesada de lo que parecía. La giró entre sus dedos enguantados, observando los bordes dorados, el sello de la Academia brillaba bajo la luz artificial.

Jayce bajó la vista por un segundo, luego volvió a levantarla y continuó:
—Siempre dicen que es para el progreso. Pero muchas veces… solo se escuchan las mismas voces de siempre.

Hizo una pausa, un poco más rápido, más entusiasta ahora.

—Pero tú… Viktor, tú haces cosas reales. Piensas distinto. Tienes ideas que valen la pena presentar. ¿Quién sabe? Quizás si ganas hasta te facilite el ingreso a la Academia.

No estaba del todo seguro de lo que decía. Pero lo decía desde el lugar más honesto que tenía.

Viktor no contestó enseguida. Bajó la mirada y sostuvo la tarjeta entre los dedos como si le quemara.

Finalmente, habló. Su voz era tan baja que Jayce apenas la escuchó.

—No lo sé, Jayce… yo… no creo que pueda ser bienvenido en un lugar así.

Jayce frunció el ceño, inclinándose hacia él un poco más cerca.

—Claro que sí. Con esa invitación puedes ingresar. No importa si no eres de Piltover, si eso es lo que te preocupa.

Pero Viktor no respondió de inmediato. Solo bajó la vista de nuevo hacia la tarjeta.

Porque no se trataba del ingreso. No era Zaun. No era eso…

Lo miró a los ojos. Y por un instante, quiso decírselo.

Quiso decirle que él no era solo un inventor más. Que no podía simplemente “presentarse”. Quiso decirle que había pasado demasiados años en silencio, obedeciendo, ocultándose. Que sentía —no, sabía— que apenas pusiera un pie allí, todo el sistema lo rechazaría como un cuerpo extraño. Porque lo era. No pertenecía, no tenía derecho. Y eso... dolía.

Pero aún con todo eso, lo deseaba. Deseaba salir y mostrar de lo que era capaz.

Lo que su madre había querido para él. Lo que el señor Hibert había cultivado en su taller, entre herramientas y palabras de aliento que nunca sonaban condescendientes y lo que él mismo, en los momentos más oscuros, se atrevía a creer: que valía.

No dijo nada. Solo lo sostuvo en la mirada, con una intensidad que Jayce nunca había visto en él.

Jayce, como leyendo la duda en sus ojos, extendió la mano y apoyó suavemente los dedos en su hombro.

—Estaré contigo —dijo. Y luego, más firme, con una sonrisa pequeña—. En la feria… podemos presentarnos juntos. Como socios.

Viktor bajó un poco la mirada. Sintiendo el peso de la mano de Jayce, su calor. Luego alzó la vista y preguntó, en voz baja:

—¿Socios…?

Una pausa.
—¿Como iguales?

La pregunta lo tomó por sorpresa. Jayce parpadeó, algo descolocado, pero no tardó en responder.

—¡Por supuesto!

Se pasó una mano por el pelo, algo nervioso, y agregó:

—Viktor, tú me ayudaste más de lo que crees. Aquellos cálculos en la pizarra, las correcciones en mi cuaderno… nadie en la Academia se tomó jamás ese tiempo. 

No dijo todo. No podía. Pero la verdad latía fuerte, justo debajo de la superficie.

Había estado al límite con esa investigación. Encerrado entre fórmulas incompletas y dudas que lo asfixiaban. Por momentos, deseó que todo desapareciera… incluso él mismo, ser arrastrado por la explosión.

Y, sin embargo, fue Viktor —herido, agotado, ajeno a todo reconocimiento— quien lo ayudó. No con grandes gestos, sino con lo esencial: claridad. Confianza. Y, sin saberlo, había encendido la chispa que Jayce había perdido.

Le dio dirección. Le dio posibilidad.

Y ahora, sentado a su lado, Jayce sentía que esa oportunidad que le ofrecía no era solo por la feria. Era, en parte, una forma de devolverle algo. O al menos, intentarlo.

Levantó la vista, y con una convicción más serena, dijo:

—No sé…Solo sé que tú mereces estar allí también.

Luego de unos largos segundos, en los que Jayce podía ver cómo Viktor analizaba cada posibilidad, cada duda, cada paso… finalmente, contestó:

—Está bien. Iré.

—¿¡De verdad!?

Una sonrisa se le escapó a Jayce antes de poder controlarla. Sintió una mezcla de alivio y emoción que le subía por el pecho como un impulso imposible de disimular. Se levantó de un salto, se puso frente a él y le tomó los brazos con ambas manos, sin pensar.

—¡Excelente! —exclamó, con una sonrisa que no podía contener.

Viktor lo miró con sorpresa. Se tensó apenas por el contacto, pero no se apartó. Solo dejó que Jayce lo sostuviera un segundo más.

Luego, Jayce lo soltó y dijo:

—Tengo un buen presentimiento sobre esto.

Notes:

Escribir este fanfic me hace bien <3

Chapter 20: Envuelto en dorado.

Summary:

Viktor lidia con imágenes de su pasado durante la noche, mientras un gesto inesperado - algo muy dulce - le devuelve la tan preciada calma.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Viktor soltó un largo suspiro. Al fin iba a descansar en su habitación, dentro del taller.

Se sentó en la silla y comenzó a quitarse el tutor. Ya se había acostumbrado al proceso: primero desajustar el soporte del pie, luego las correas de la pierna.

Sus manos se movían con una precisión casi automática, mientras el cuerpo comenzaba a soltar el peso del día.

Jayce se había ido hacía una hora, pero su entusiasmo aún flotaba en el aire como un eco difícil de borrar. Habían conversado un poco más en la azotea, esta vez sobre ideas, proyectos y posibilidades, mientras compartían unos dulces que él había traído de Piltover.

Jayce hablaba con una energía desbordante, casi infantil, convencido de que juntos avanzarían más rápido, más lejos, más alto. Y antes de marcharse, le había propuesto volver a verse dentro de dos días, en la plaza central del sector 4, para empezar a idear qué proyecto presentarían en la feria.

Y Viktor había dicho que sí.

Ahora, mientras se acostaba en el catre estrecho de su taller con el cuerpo cansado, comprendía realmente lo que eso implicaba.

Volver a Piltover. A la superficie.

Pero esta vez, sin esconderse.

En aquel evento estaría rodeado de piltovianos. Estudiantes de la Academia, profesores, inventores, aficionados…La sola idea le apretaba el pecho.

Aunque no estaría solo. Jayce se encontraría allí con él. Ambos se acompañarían.

Cerró los ojos un momento.

Inspiró profundamente. Sostuvo el aire unos segundos. Y al exhalar, sintió cómo una parte del miedo se disolvía, apenas, en la oscuridad del cuarto…

Y entonces, sin quererlo, recordó.

Recordó aquella casa. 

La calidez del comienzo. El refugio inesperado que, por un tiempo, fue suyo. También recordó la bienvenida que sintió al llegar, con los nervios de un niño y esclavo que no sabía si dormiría en el suelo o si sería vendido otra vez. 

Y recordó al señor Hibert —firme, pero a la vez sereno y presente— que no le ofreció palabras dulces, sino enseñanzas y sobre todo, compañía.

—Viktor, ven, por favor —dijo una voz afable.

Estaban en el taller.

Él dejó lo que estaba haciendo y se acercó al lado de su señor.

—¿Por qué crees que no enciende? He revisado las válvulas, pero algo no responde—le preguntó.

Un Viktor más joven, de mirada grande y atenta, se inclinó, sin ayuda de un bastón, hacia la máquina. La tocó con ambas manos, la giró con cuidado. No era tan pesada. La estudió en silencio, observando cada engranaje, cada unión.

Pasaron unos minutos.

Y entonces habló.

—La presión se acumula en el canal inferior. Está mal calibrado el distribuidor. Por eso la válvula de ignición no responde… no por fallo, sino por exceso de carga térmica.

Se hizo un breve silencio.

El hombre, que hasta entonces había observado con los brazos cruzados, asintió. Primero una vez, despacio. Luego una segunda, con una mueca que mezclaba aprobación y un leve asombro.

—Correcto —dijo al fin—. Muy bien visto Viktor.

Se agachó junto a la máquina, giró una llave, ajustó un tensor.

—La mayoría habría desmontado todo el núcleo sin revisar el flujo térmico…pero tú lo viste en dos movimientos.

Luego, el señor Hibert se agachó junto a la máquina y comenzó a ajustar algunas piezas. El muchacho observaba con atención, sin moverse, como si cada gesto del hombre frente a él fuera parte de una lección silenciosa.

—¿Ves esto? —preguntó el señor, sin levantar la mirada—. El disipador está bien colocado, pero el metal está demasiado templado. El calor se queda atrapado aquí.

—¿No sería mejor reemplazarlo por uno con aleación de silicio? —preguntó Viktor, dando un paso más cerca.

El ingeniero hizo una pausa. Levantó apenas una ceja y sonrió.

—Buena observación. Aunque eso depende de cuánto tiempo quieras que dure… y de cuánto quieras gastar.

Viktor asintió y luego se agachó del otro lado. Comenzó a limpiar con cuidado uno de los conductos, sin que se lo pidieran.

Finalmente, cuando el sonido de la máquina volvió a llenar el taller con su zumbido regular, el hombre se incorporó, se limpió las manos con un paño de tela y miró a Viktor, que observaba la máquina en funcionamiento a su lado.

—No es solo que entiendas cómo funciona —dijo, con voz serena, casi como si hablara para sí mismo—. Es que ves lo que falta... Lo que podría cambiar para ser mejor.

Hizo una pausa, le puso una mano en el hombro y luego añadió: 

—Y eso… no se enseña, Viktor.

El zumbido agudo de una máquina estalló a lo lejos, interrumpiendo el recuerdo como una grieta que se abre sin aviso.

Suspiró. 

Luego se giró en la cama y, bajo la luz tenue de la lámpara, sus ojos se posaron en las cicatrices.

Allí estaban, en sus muñecas, pálidas y visibles sobre la piel, más claras que el resto.

Pasó los dedos sobre ellas sin pensar, como si pudiera borrarlas. Eran suaves al tacto, a pesar de todo.

Y entonces, como un hilo que tirara del pasado, lo arrastraron de nuevo. De vuelta, a otra memoria.

La otra cara de aquella casa... que despertó cuando la silla del señor Hibert quedó vacía y su hijo quedó al mando.

Estaba allí otra vez, sin saber cómo, de pie junto a la mesa del comedor principal, los cubiertos relucientes bajo la luz de los candelabros, las velas ardiendo, el aroma dulzón de la carne glaseada flotando en el aire, y las voces —esas voces— que cortaban el ambiente con una ligereza casi obscena.

—Así es, resulta que perdimos una semana de extracción de minerales por su culpa, ¿puedes creerlo? —dijo alguien con un tono nasal, molesto pero altivo.

—Por culpa de esas pequeñas escorias, ahora no tendremos los ingresos de una semana completa… ¡o quizás más! —agregó otra voz, más aguda.

—¿Hicieron algo al respecto de esos esclavos? —preguntó una tercera voz, grave y profunda. 

—Por supuesto. Diez latigazos para cada uno. Así aprenderán —respondió otra, con tal naturalidad que el silencio posterior se sintió como un brindis.

Viktor no podía creer lo que escuchaba, pero lo hacía. Su estómago se cerraba, el aire le resultaba espeso, y el olor a comida —que antes podría haber parecido agradable— ahora se mezclaba con algo rancio, algo que no venía de los platos, sino de esa sala y sintió la impotencia. El saber que su voz no tenía valor alguno allí.

Estaba tan absorto en sus pensamientos e indignación que apenas oyó la orden de su amo; solo se percató de la tensión cuando sintió aquella mirada fulminante clavada sobre él, como una vara de hierro al rojo.

He dicho: más vino —repitió el hombre, con una voz suave y seca, como terciopelo rasgado. 

Su mano temblaba, no de miedo sino de rabia contenida, al sujetar la botella. Apretó los dedos contra el vidrio como si pudiera quebrarlo. Aún así, cumplió la orden. Se movió con cuidado, sintiendo cada paso como si estuviera midiendo un precipicio.

Pero entonces...cuando su amo extendió la copa para que él se la llenara, algo se quebró.

Los ojos de Viktor se encontraron con los de aquel hombre y no los apartó. Fue un segundo más de lo debido.

Un desafío.

Y en ese momento, sin pensarlo y movido por algo que venía acumulándose desde que cruzó la puerta, volcó la copa.

Una distracción, un accidente. O quizás no, pero ya no importaba.

El vino se derramaba sobre la mesa, formando una mancha carmesí que se extendía con lentitud como un tajo de color violento por el blanco mantel.

Su amo no reaccionó de inmediato. Durante unos segundos, quedó inmóvil, observando la escena con una calma fría y luego, como si nada, hizo un gesto leve con la mano para que los sirvientes se acercaran a limpiar. Después, simplemente retomó la conversación donde la había dejado.

Los sirvientes limpiaron la mesa enseguida y la cena continuó entre risas falsas y charlas superfluas.

Pero...cuando todo terminó, y apenas la hoja de la puerta se cerró tras irse los invitados, aquella máscara de serenidad se desmoronó en un instante.

Sin pronunciar una sola palabra, agarró a Viktor del cabello con un movimiento brutal jalándolo hacia atrás, como quien arranca una raíz a la fuerza.

Viktor se arqueó del dolor.

¿Te crees gracioso?dijo la misma voz. Contenida, baja, pero cargada de una furia helada.

No, no, no… ya no estoy allí, quiso decirse, pero la frase no llegó a salir.

Llevó una mano al cuello. No había nada apretándolo, nadie sujetándolo…y, sin embargo, sentía cómo la garganta se le cerraba, centímetro a centímetro.

El ardor en la nuca. El frío clavado en la piel. 

Parece que todavía no lo entiendes —susurró la voz, aún allí, persistente, como si le hablara desde adentro.

Y luego…lo sintió antes de escucharlo.

Lo sintió en la piel, en la columna y en los huesos. Escuchó aquel silbido agudo y fino, que partía el aire como una hoja de metal cruzando una habitación y resonando por las paredes.

Uno.

La palabra cayó como una sentencia. 

Se cubrió los oídos con ambas manos. Pero no sirvió.

Dos.

Lo escuchaba igual, lo seguía escuchando.

Tres...

Algo dentro de él se encogió de golpe. Cerró los ojos con fuerza y se abrazó las rodillas haciéndose un ovillo, como si pudiera protegerse.

Quedó allí inmóvil con el rostro metido entre sus rodillas.

Solo con su respiración, se quedó así por unos largos minutos.

Las imágenes de la memoria no se fueron con violencia. Simplemente se alejaron, como una corriente que pierde fuerza.

Pudo escuchar que su lámpara parpadeaba. Un tik-tik-tik sutil, intermitente, que parecía marcar el tiempo con cautela. 

Notó que temblaba y que sus dedos estaban entumecidos por la fuerza con que se había aferrado a sus piernas.  Intentó aflojar los músculos mientras respiraba, uno a uno...

Después lentamente abrió los ojos. La luz le quemó un poco la visión, obligándolo a parpadear.

Y fue entonces que la vió.

Ahí estaba, sobre la mesita junto al catre, justo al borde: una golosina que le había regalado Jayce. 

Olvidó que la había dejado allí.

Se incorporó en la cama y la tomó entre sus dedos... El envoltorio dorado brillaba con suavidad bajo la luz, envolviendo la esfera translúcida.

Tiró de la cinta que cerraba el papel y lo abrió. Luego, se llevó sin prisa la golosina a la boca.

El gusto era, al principio, dulce. Muy dulce, con un sabor entre vainilla tostada y miel. Y justo cuando uno pensaba que ya estaba, aparecía una nota inesperada: un toque vibrante, chispeante, casi cítrico. Era irregular, impredecible… pero muy agradable. 

Cuando quiso darse cuenta, ya no quedaba nada más.

Ninguna preocupación, ningún peso.

Solo el sabor persistente de aquel caramelo, invadiéndole el paladar…y quedándose, cálido, en el pecho.

 

Notes:

Ahora quiero algo dulce para mí también 🍬😮‍💨

Chapter 21: El comienzo visible.

Summary:

Jayce y Viktor se reunen en Zaun según lo acordado.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

El comienzo visible

—Ah, ahí está… —murmuró Jayce, apenas lo vio.

Viktor estaba sentado en un banco de piedra, inclinado hacia adelante, con los codos apoyados en las rodillas y las manos entrelazadas. Su bastón descansaba a un lado, apoyado contra el banco, al igual que un bolso pequeño. Llevaba puesto el tutor, y la pierna extendida le daba a su silueta una forma más larga, más rígida. La capucha caída de su chaqueta ocultaba parcialmente su rostro, pero no lo suficiente. En medio de la penumbra parpadeante, seguía siendo inconfundible.

La plaza del sector 4 estaba sumida en esa penumbra constante de Zaun, donde la oscuridad no es total, pero donde la luz natural nunca alcanza del todo.

Algunas llamas verdosas chispeaban dentro de tubos de vidrio suspendidos, proyectando destellos sobre las paredes y el suelo rajado. Entre el humo y el vapor, se formaban manchas violetas, verdes y ámbar, que vibraban con la humedad del aire.

En el centro de la plaza, se encontraba una fuente antigua erguida como un vestigio de otra era. Ya no funcionaba, pero aún conservaba su estructura de hierro retorcido y relieves corroídos.

Mientras caminaba hacia Viktor, un santuario improvisado en una de las esquinas de la plaza captó su atención. Habían velas de distintos tamaños y colores que se agrupaban alrededor de una plataforma baja de concreto y metal. Algunas aún ardían, otras se habían derretido hasta formar una masa espesa de cera vieja y, detrás de aquel altar, se podía ver un mural gastado que representaba a una mujer de cabello blanco flotando, con los brazos abiertos y los pies apenas tocando el suelo. Alrededor de ella, se podía ver escrito:

"Ella escucha lo que nadie dice."

Jayce se detuvo un instante. No entendía del todo lo que sentía al ver aquello. No era fe, no exactamente. Era… respeto.

Como si el aire allí llevara otra densidad, como si los sonidos amortiguados y el parpadeo tenue de las luces reclamaran silencio. Sintió, por un instante, que levantar la voz sería una especie de ofensa.

Y allí, en medio de esa escena, como parte del cuadro sin proponérselo, estaba Viktor.
Solo. Esperando.

Viktor no se movió, pero alzó la mirada. Sus ojos entrecerrados lo siguieron sin sorpresa, parecía que ya lo hubiese escuchado llegar o lo esperara desde antes de lo acordado.

Jayce levantó una mano en un saludo torpe, casi automático.

—Perdón por la demora —dijo, esbozando una sonrisa pequeña, medio culpable—. Me perdí…

—Por un momento pensé que te habías arrepentido —respondió Viktor, sin levantar la voz.

Con un gesto lento, se bajó la capucha. Su rostro apareció por completo bajo la luz temblorosa, recortado por el resplandor morado verdoso del gas encendido. Por un instante, parecía más etéreo que real.

—¡No! —exclamó Jayce, casi en un reflejo.

La palabra rebotó más fuerte de lo que quiso. Un par de velas titilaron al costado.

Se quedó quieto, consciente del eco que había provocado. Miró a los lados, bajó la voz e inclinó un poco el cuerpo hacia él.

—Te dije que haríamos esto juntos… soy un hombre de palabra —añadió, más bajo, con un tono que buscaba sonar firme.

Apoyó una mano en el respaldo del banco, como si con eso pudiera acortar la distancia.

Viktor se irguió lentamente, lo observó por un segundo y dijo:

—Lo sé… por eso te esperé.

—¿Vienes seguido aquí? —preguntó Jayce mirando alrededor, con un tono más ligero, buscando suavizar el ambiente.

—Mmh… —Viktor ladeó apenas la cabeza, sin mirarlo—. Nunca estoy mucho tiempo en el mismo sitio. Pero aquí es bastante tranquilo…sólo vienen ancianas a hacer plegarias.

—Te llevas bien con las ancianas, ¿no?

Viktor giró lentamente los ojos hacia él y lo miró con esa expresión neutra que, en lugar de vacía, parecía una advertencia silenciosa. 

—Hehehe… —hizo una expresión de incomodidad y carraspeó, cambiando el tono— ¿Has pensado qué proyecto quieres presentar en la feria?

—Mmh… Sí… aunque podríamos discutirlo en otro sitio —dijo Viktor, y antes de tomar el bastón echó una breve mirada hacia uno de los callejones, como si hubiera notado que no estaban solos.

Jayce extendió una mano, casi por instinto, para ofrecerle ayuda, pero Viktor no la notó.

En ese momento, un golpeteo apresurado de pasos rompió la calma del lugar.

—¡Pata de hierro! —gritó una voz infantil—. ¡Hola!

Un niño de rostro pecoso y ropa raída se acercaba corriendo desde uno de los callejones. Sus botas desparejas golpeaban el suelo con ritmo irregular, y en sus ojos brillaba una mezcla de entusiasmo y curiosidad.

—Hola, Rain —respondió Viktor con una leve sonrisa que suavizó sus facciones—. Ya te he dicho que mi nombre es Viktor.

Jayce alzó ligeramente las cejas. No solo por el apodo, sino también por aquella sonrisa. Era tan sutil… y, sin embargo, cambiaba por completo su expresión.

—¡Mira lo que hice esta vez! —exclamó el niño, sacando de su bolsillo un objeto envuelto en trapo y mostrándolo con orgullo.

Era un pequeño artefacto de metal oxidado y alambres retorcidos, una mezcla entre un escarabajo y una tetera. Tenía cuatro patas articuladas, y en la cabeza dos ojos hechos con una lente.

—Tiene un ojo que gira —explicó—. Si ve algo en movimiento, empieza a chillar. Sirve como alarma… bueno, más o menos.

Viktor lo tomó con ambas manos, con el mismo cuidado que tendría ante un mecanismo complejo. Lo giró, analizó su ensamblaje, hizo girar la lente y observó cómo el pequeño rotor se activaba.

En cuanto Jayce movió una mano para acomodarse la capa, el escarabajo silbó y saltó disparado hacia una dirección aleatoria, tambaleando sobre sus patas.

—¿Eso es parte del diseño?

—¡Sí! —respondió el niño con una sonrisa orgullosa, levantando su invento —. Es que es algo nervioso, como yo.

Viktor asintió despacio, con una expresión suave, entre comprensión y algo parecido a ternura.

—Ingenioso —murmuró—. Ahora, si ajustas la alineación de la lente…quizás deje de confundir amigos con amenazas. — Le señaló con el dedo 

—¡Oh! — observó y se apresuró a girar con los dedos el mecanismo hasta que hizo un “click”—No se me había ocurrido.

Jayce, a unos pasos, observaba la escena con atención. La forma en que Viktor manipulaba aquel aparato, su tono al hablarle al niño… No parecía el mismo hombre que había conocido en su departamento o entre fórmulas. Esta vez, no notaba un muro…

El niño miró entonces a Jayce de arriba abajo, luego al rostro de Viktor… y su expresión cambió.

—¿Te vas a ir? —preguntó Rain en voz baja—. Tienes que irte arriba… ¿verdad?

La pregunta quedó suspendida en el aire.
Viktor se quedó quieto. Su expresión animada se desdibujó apenas, como si algo hubiera bajado el volumen de todo.

—Solo por un rato —dijo finalmente, sin mirarlo a los ojos—. A veces hay que marcharse… para poder volver con algo mejor.

Rain bajó la mirada, pensativo. Sus dedos jugaban con una de las patas del escarabajo.

—Pero vas a volver, ¿no? —preguntó entonces, con una mezcla de ingenuidad y certeza—. Con más tecnología. Y vas a arreglar todo aquí. ¿Verdad?

Viktor no tenía una respuesta segura para aquello. Pero aun así, asintió.

—Ese es el plan.

Rain abrazó su escarabajo contra el pecho, y justo antes de salir corriendo, rápidamente lanzó:

—Está bien, pero no dejes que te cambien allá arriba. ¡Los de arriba quieren cambiarlo todo!

Luego se fue corriendo entre los callejones, con sus botas desparejas golpeando el suelo y su invento rebotando en los brazos.

Viktor exhaló un largo suspiro.

—Me cae bien tu fan número uno. Creo que me odia… pero me cae bien —comentó Jayce con una media sonrisa.

Se acomodó la capa con un gesto automático y dio un paso hacia el callejón.

—Bueno… en marcha. ¿Trajiste tus cosas?

Viktor no respondió enseguida. Se tomó un segundo. Su mirada se desvió hacia el callejón por donde había desaparecido el niño, como si algo en él aún estuviera allí.

Luego asintió, breve.

—Tengo todo lo que necesito —respondió Viktor, sin dramatismo.

Llevaba consigo su cuaderno más importante, ese donde había acumulado años de ideas, cálculos y esquemas. Una muda de ropa simple —una camisa y un pantalón de tela resistente—, dos herramientas básicas que nunca dejaba atrás y algo de dinero. Eso era todo.

Lo demás, lo que quedaba en su taller —piezas sueltas, artefactos inacabados— no tenía valor para nadie más que para él. Iban a quedarse allí, por un tiempo indefinido. No sabía cuándo regresaría. Por eso, antes de salir, le había dado el último filtro de aire que fabricó a Chuck, el obrero que siempre lo saludaba con respeto y de vez en cuando le conseguía pequeños encargos.

Y eso fue todo. Con esos arreglos, estaba listo para partir hacia Piltover con Jayce.


El elevador se detuvo con un zumbido suave. Un chasquido, luego otro, y las compuertas se deslizaron hacia los costados.

Una bocanada de aire diferente llenó el espacio, más seco y claro. La luz golpeó a Viktor de frente, intensa y sin filtros, obligándolo a entrecerrar los ojos que estaban ya demasiado acostumbrados a la oscuridad.

Frente a él se encontraba la ciudad dorada, pulcra y luminosa, alzada sobre su perfección construida, casi inalcanzable desde abajo. Viktor, por primera vez, no llegaba como una sombra ni como un intruso. Esta vez había ido por decisión propia y con una invitación que llevaba su nombre, un pase legal, válido… aunque todavía le costara sentirse legítimo también.

Jayce bajó un poco el ritmo de sus pasos y lo miró de reojo.

—Vamos a comer algo primero, ¿sí? No sé tú, pero yo necesito un poco de combustible antes de empezar a pensar en algo revolucionario.

Viktor asintió. En realidad no había considerado almorzar. Con tantas cosas en su mente, simplemente se había olvidado, pero no le molestaba la idea de acompañar a Jayce.

Luego de unos minutos de caminata llegaron al lugar.

Jayce empujó la puerta, y una campanita de cristal resonó suavemente sobre sus cabezas.

Dentro del restaurante, la luz del mediodía se filtraba a través de vitrales en tonos azulados, reflejando formas suaves sobre las mesas de madera. El lugar era pequeño, tranquilo, con apenas tres o cuatro personas repartidas en distintas mesas. En las paredes colgaban ilustraciones antiguas, bocetos técnicos y pequeños cuadros coloridos que rompían la simetría con un encanto particular.

Jayce eligió una mesa junto al vitral más amplio, luego se quitó la capa con un movimiento ágil y la dejó caer sobre el respaldo de la silla. Debajo, vestía una camisa de lino granate, sencilla pero cuidada, que se ajustaba bien a sus hombros anchos. Las mangas estaban remangadas hasta los codos, revelando unos antebrazos marcados por el trabajo en la forja. Llevaba también un chaleco de cuero claro, con costuras reforzadas y bolsillos funcionales; el tipo de prenda que uno elige cuando necesita verse presentable sin dejar de estar listo para ensuciarse las manos. Una pequeña insignia dorada de la Academia colgaba del borde.

Viktor se sentó frente a él sin decir palabra. Se quitó la chaqueta, la dobló con método y la dejó sobre sus piernas. Debajo llevaba una camisa gris oscura, con el cuello algo gastado por el uso, y un chaleco más delgado, de tela reforzada, con costuras remendadas a mano en los bordes. No era ropa descuidada, pero sí vivida. La tela aún conservaba restos de aceite en las costuras, y un bolsillo estaba apenas abultado por una herramienta que no había querido dejar atrás. Mantenía puestos sus guantes de cuero oscuro.

Se sentía extraño, no recordaba haber estado nunca en un lugar así antes. Las únicas mesas que había frecuentado olían a grasa y humo. Este lugar olía a pan recién horneado y canela.

Un joven camarero se acercó con paso tranquilo, el delantal cruzado al pecho y una libreta en mano.

—Buenos días señores. ¿Qué desean pedir? — preguntó de forma ensayada.

Jayce apoyó los codos en la mesa y sonrió, sin molestarse en revisar el menú.

—El plato del día y un jugo de zanth con hielo, por favor.

—Perfecto —asintió el camarero, y luego giró la vista hacia Viktor.

Jayce también lo miró.

—¿Y tú? 

Viktor desvió la mirada por un segundo hacia el menú cerrado sobre la mesa, pero no lo abrió.

—Yo estoy bien, gracias.

Jayce frunció el ceño, leve, apenas una arruga entre las cejas.

—Tienes que comer algo —dijo, sin reproche, solo con ese tono firme suyo que no admitía mucha discusión. Y antes de que Viktor pudiera responder, giró la cabeza hacia el camarero—. Que sean dos por favor.

El camarero asintió con una sonrisa breve.

—Enseguida, señor. — Y se alejó.

—P-pero… —alcanzó a decir Viktor, incómodo.

Jayce lo interrumpió con un gesto suave de la mano y una sonrisa apenas ladeada.

—¡No te preocupes! Yo invito.

Viktor lo observó en silencio. No insistió. Pero sus ojos bajaron por un instante hacia el mantel.

La comida no tardó mucho. El aroma del plato —una especie de estofado con verduras tiernas y especias suaves— se mezclaba con el del pan tibio recién servido. Jayce comenzó a comer con naturalidad.

Viktor, en cambio, observó el contenido de su plato como si no supiera del todo qué esperar. Tomó el tenedor con los guantes puestos y, sin apuro, separó un trozo pequeño. Lo llevó a la boca con cautela, masticando con lentitud. El sabor era delicado, más complejo de lo que anticipaba: ligeramente dulce, con notas cálidas de comino y la textura blanda que se deshacía casi sin esfuerzo.

No era que no le gustara. De hecho, le sorprendió lo mucho que le agradaba. Pero le costó tragar, como si su cuerpo necesitara confirmar que era seguro, que estaba permitido detenerse y disfrutar algo que no era estrictamente necesario para sobrevivir.

Jayce lo miró de reojo, sin decir nada. Sonrió apenas, como si supiera exactamente lo que pasaba por su cabeza.

—Bien —dijo—. La feria es dentro de dos semanas. Ya están abiertas las inscripciones a la competencia. La invitación que te di te permite entrar como expositor.

Viktor asintió levemente mientras giraba el vaso entre sus dedos. Ya lo sabía, pero no le molestaba escucharlo otra vez.

Jayce bajó un poco la voz, aunque no había nadie cerca lo suficiente como para oírlos.

—Además, van a pedir una certificación de procedencia —añadió—. Nada demasiado complejo… pero igual será mejor que firmes algunos papeles antes de presentar el proyecto.

Viktor dejó el vaso en la mesa. La suavidad de su gesto contrastaba con la tensión que le atravesó el rostro. No lo miró al responder.

—No tengo una certificación…

Jayce parpadeó.

—¿Cómo que no?

Hubo una breve pausa. Viktor buscó las palabras con precisión quirúrgica.

—La.. perdí hace años —dijo, sin mirarlo—. Fue durante uno de los traslados. Estaba trabajando fuera, ayudando a un inventor con una red de distribución… y no volvió conmigo.

Jayce bajó ligeramente la mirada. No era la primera vez que notaba ese tipo de respuestas medidas en Viktor, frases tan precisas como los cálculos que hacía. Siempre había algo que quedaba sin decir. Y, sin embargo, la forma en que lo dijo —sin dramatismo, sin enojo, solo con esa voz contenida— le dejó en claro que no era el momento de presionar.

Tomó aire, pensó en decir algo más, pero se limitó a asentir

—Bueno… —dijo al fin, con un gesto casi despreocupado—. Ya veremos cómo lo resolvemos. No será la primera vez que presenten a alguien sin papeles en regla. Además, figuras como mi socio. 

Viktor asintió, más breve esta vez. La conversación siguió, pero algo del aire entre ellos cambió de textura. Era solo… una grieta invisible que se había abierto. Una pregunta nueva.

Cuando la cuenta llegó, Jayce se encargó de todo con naturalidad, como si invitarlo fuera lo más lógico del mundo. Viktor no discutió. Solo guardó silencio mientras se colocaba nuevamente la chaqueta.

Al salir, la luz del mediodía los recibió con la misma intensidad que antes, pero algo era distinto. Quizás había sido por la comida... o quizás era él quien, sin notarlo, ya estaba empezando a sentirse diferente.

Caminaban uno al lado del otro por la vereda amplia, sin hablar por un rato. La ciudad los rodeaba con su ritmo constante: carruajes de transporte, silbidos a vapor, murmullos que subían y bajaban como olas. Viktor levantó la vista un instante. Las estructuras eran limpias, relucientes, casi demasiado perfectas. Todo parecía en su sitio, incluso lo que no lo estaba.

Y, sin embargo, él seguía caminando allí. A su lado, Jayce hablaba de una herramienta que quería enseñarle, algo que podía servirles en la presentación. Viktor lo escuchaba solo a medias, asintiendo de vez en cuando. Lo que no le dijo —lo que no podía decir todavía— era que aquella simple caminata por las calles de Piltover era, para él, un acto de coraje silencioso.

Por primera vez, no caminaba ocultándose. 

Y eso, aunque no lo dijera, era todo un comienzo.



Notes:

Lamento la tardanza, no conseguía un momento para escribir este capitulo. Fue una especie de capitulo bizagra. En los proximos capitulos, voy a explorar más sobre la intuición de Jayce y su curiosidad sobre Viktor.
¿Cuánto tiempo va a poder Viktor sostener el secreto?

Chapter 22: En la misma frecuencia

Summary:

Viktor y Jayce trabajan por primera vez juntos en el taller. Entre cálculos, estructuras y horas sin descanso, comienza a formarse algo más que un proyecto.

Chapter Text

En la misma frecuencia 

Jayce dejó su capa en el perchero y se remangó, dispuesto a ensuciarse las manos.

La luz natural se colaba por la ventana de su departamento, mezclándose con el resplandor tenue de una lámpara suspendida sobre la mesa. 

Viktor ya había estado allí una vez, y lo había observado con detalle, incluso en medio del caos que había sido aquella primera visita. Por eso ahora notó los cambios al instante: una pila de libros en el rincón que antes no estaba, más herramientas fuera de lugar, y una taza con restos de café olvidada sobre una repisa. Era la misma sala, sí... pero ahora había algo más desordenado, señales sutiles de alguien que había estado trabajando hasta el agotamiento.

Se dejó caer sobre una banqueta junto a la mesa de trabajo con un leve suspiro.

 —Tengo un proyecto —dijo de pronto, sin rodeos.

Jayce levantó la vista.

—Cuéntame.

Viktor sacó de su bolso su cuaderno, lleno de fórmulas, dibujos y anotaciones. Lo abrió por una página marcada y lo giró para que Jayce pudiera verlo.

—Es una idea que llevo desarrollando desde hace tiempo…un autómata. Pero no cualquier tipo. Este podría realizar trabajos pesados, tareas que hoy solo pueden hacerse con riesgo... o con esclavos. El diseño está casi completo, pero hay una parte del mecanismo que no consigo activar. Necesita un núcleo potente si quiero que funcione correctamente.

Jayce se acercó, intrigado. Pasó los dedos sobre el papel sin tocarlo realmente, absorbiendo las líneas, las conexiones, la lógica interna del diseño. Luego lo miró.

—Quiero mostrarte algo.

Fue hasta su escritorio y abrió uno de los cajones. De allí sacó una pequeña caja de madera barnizada y la colocó con cuidado sobre la mesa. Al abrirla, un suave resplandor azul violáceo escapó del interior. El cristal aún se encontraba ahí, envuelto en algodón y terciopelo. Brillaba con una intensidad hipnótica.

Viktor se inclinó hacia el cristal, observando su brillo. Era la primera vez que veía un material así, tan puro, tan intensamente luminoso. Se acercó un poco más, fascinado.

—Oh, todavía tienes un cristal…—murmuró, con un tono que mezclaba asombro y concentración—. Parece... una estrella encapsulada.

Jayce pensó que la imagen que había usado Viktor —esa comparación— era más que acertada. Lo miró un momento antes de volver la vista al cristal.

—Lo conservé —dijo en voz más baja, casi como si admitiera un secreto—. Es el único que me queda.

Viktor lo observó de reojo, sin girar del todo la cabeza.

—Entonces, estás decidido en continuar. 

Jayce lo miró, con una firmeza tranquila y asintió. 

—No sé si esto nos va a llevar a donde queremos —dijo finalmente, con voz baja—. Pero sé que no quiero hacerlo con nadie más.

Luego Viktor bajó la mirada hacia el cristal. Lo pensó un segundo, como quien evalúa una apuesta.

—La teoría ya no basta —dijo, apenas un murmullo—. Hay que hacerlo bien… o no hacerlo en absoluto.

—Si alguien puede hacerlo funcionar… somos nosotros. — respondió Jayce.

Se hizo un momento de silencio. Sus mentes ya habían empezado a girar, como engranajes alineados dentro de una misma máquina.

—Los cristales reaccionan de forma impredecible cuando se los fuerza —dijo Viktor, con calma—. Pero si encontráramos la frecuencia de resonancia correcta… podríamos estabilizar la energía. Hacerla constante…Utilizable.

Eso encendió algo en Jayce. Se levantó casi de golpe y se dirigió a la pizarra del fondo. Tomó una tiza y empezó a señalar con una mano los trazos más recientes.

—Corregí los cálculos que mencionaste. Pero hay algo que aún no entiendo… esto —marcó un fragmento del esquema con el dedo, girando apenas la cabeza—. ¿Puedes verlo?

Viktor se incorporó de la banqueta y, con ayuda del bastón, se acercó. Caminó hasta quedar justo a su lado, frente a la pizarra.

Sus ojos se posaron sobre los símbolos. Y entonces lo vio: Jayce había transcrito los apuntes que él mismo le había hecho en el cuaderno aquel día. Los había copiado palabra por palabra, integrándolos al diseño.

No lo dijo, pero eso le sacó una pequeña sonrisa.

—Ese esquema —señaló con la punta del bastón— tiene una variación térmica implícita. Por eso incluí ese ajuste —apuntó con un dedo a una fórmula—. Sin eso, la oscilación podría amplificarse y colapsar.

—Sí… claro. Tiene sentido. —Jayce se forzó a sonar neutral, pero sus ojos brillaban—. No lo había visto.

Luego giró apenas la cabeza hacia él y se quedó observando su perfil por unos segundos. Estaban más cerca que nunca… pero esta vez, porque Viktor había dado el paso. Había cruzado la distancia.

Se dio cuenta de que tenía un pequeño lunar cerca de su boca. ¿Cómo nunca lo había visto antes?. Tal vez por la luz, o porque Viktor solía ocultarse detrás de su capucha. También notó otro, más tenue, cerca del cuello, justo donde la tela de la camisa se aflojaba al moverse. 

Jayce parpadeó, casi sorprendido de sí mismo. ¿Desde cuándo lo observaba así? ¿Por qué le importaban esas minucias?

—¿Podríamos probar con un convertidor de frecuencia triple? —preguntó Viktor, sin apartar la vista de la pizarra.

La voz lo sacó de su ensimismamiento.

—A-ah… sí. Podríamos… Pero tendríamos que estabilizar el pulso primero.

Viktor asintió, y una leve sonrisa se dibujó en su rostro, casi imperceptible, pero real.

—Esa no es una mala idea, Jayce.

Jayce se quedó inmóvil un segundo. Lo había llamado por su nombre, por primera vez.

Entonces Viktor dio un paso atrás y volvió a observar la pizarra en silencio, mientras sus pensamientos parecían alinearse con los esquemas. Tomó el pedazo de tiza que descansaba en la repisa inferior y comenzó a trazar una forma ovalada, con líneas simétricas que se expandían desde un núcleo central.

—Creo que lo mejor será diseñar un contenedor modular… algo que canalice la energía sin forzarla directamente. Si el cristal mantiene la frecuencia sin alteraciones, podríamos usar este diseño como base para una especie de motor.

Jayce lo siguió con la mirada, cada trazo de Viktor parecía tener un propósito claro. Era un boceto tosco, sí, pero había lógica, dirección, intención.

—Ese armazón… podríamos forjarlo con aleación flexible, como las que usamos en los ejes de torque —comentó Jayce, acercándose con una chispa en los ojos.

—¿Creés que soportará la vibración continua?

—Si le sumamos una cubierta aislante, sí. Y si no, ya me verás sudar martillando una mejor —respondió, y ambos soltaron una risa leve.

Sin necesidad de ponerse de acuerdo, se sumergieron en el trabajo.

Durante horas, las voces se apagaron y lo único que se escuchó fue el roce de papel, el zumbido de herramientas, los pasos veloces entre los estantes y la fricción del carbón marcando fórmulas sobre planos viejos. Jayce modificaba piezas en un torno improvisado, mientras Viktor ajustaba mecanismos, probando combinaciones con paciencia.

La luz del mediodía fue cediendo paso al resplandor ámbar de la lámpara colgante, y en ningún momento parecieron detenerse. Las tazas de café olvidadas en un rincón se enfriaban sin que ninguno lo notara. El mundo exterior se desdibujaba: sólo quedaban ellos, el proyecto, y esa sinergia que crecía sin que hicieran esfuerzo alguno por definirla.

La noche se había deslizado sin aviso, cubriendo Piltover con su manto de luces lejanas y calles en penumbra. 

Jayce se pasó una mano por la frente.

Frente a él, la estructura metálica —el contenedor que sostendría el núcleo del cristal— estaba finalmente ensamblada. No era definitiva, pero sí lo bastante robusta como para imaginarla en funcionamiento. Había reforzado los puntos de tensión con un nuevo tipo de aleación, más ligera y flexible. 

Suspiró, examinando el trabajo. Casi instintivamente, giró la cabeza.

Viktor seguía en el otro extremo de la mesa, inclinado sobre una plancha de cobre con inserciones de cuarzo sintético. Estaba ensamblando a mano el sistema de regulación.

Jayce lo observó en silencio. 

La forma en que sus dedos manipulaban las piezas con método… la concentración en su rostro… 

Avanzó hacia él. 

Sin pensarlo demasiado, se acercó para mirar mejor el dispositivo, apoyando una mano en el respaldo de la silla de Viktor. Jayce se inclinó más, curioso. Lo bastante como para que su pecho casi rozara la espalda de Viktor, y su rostro quedara junto al suyo. Sus mejillas estaban a centímetros.

Viktor no reaccionó al principio. Continuó trabajando, como si no lo notara. Pero luego, cuando cambió de herramienta, sus ojos giraron levemente hacia un costado. Jayce estaba allí. Muy cerca. Demasiado cerca.

No dijo nada. Simplemente bajó la mirada hacia su trabajo de nuevo, y continuó.

Es como si no conociera la idea de espacio personal, pensó. 

De alguna forma, ésto no le molestaba. Al menos , no como antes.

—¿Eso es el regulador? —preguntó Jayce, en voz baja.

—Una versión preliminar —respondió Viktor, sin levantar la vista—. Si consigo que los microconductores de cuarzo se alineen con la red de cobre sin sobrecargarla, podríamos usarlo para estabilizar el flujo inicial. Pero necesitará una válvula que disipe el calor… o colapsará al segundo intento.

Jayce asintió, fascinado.

—Eso es… brillante.

Viktor ladeó apenas la cabeza, sin responder, y volvió a enfocar la pinza sobre el módulo.

—¿Y si… el calor residual se redirige por un conducto inferior y se aprovecha para impulsar la apertura? —propuso Jayce, apenas un susurro entre ellos.

Viktor levantó ligeramente una ceja. Dejó la herramienta sobre la mesa con cuidado y giró su cabeza para mirarlo.

Sus miradas se encontraron de lleno, en una distancia muy corta.

Por un instante, toda la conversación técnica se evaporó de la mente de Jayce. Sintió un calor súbito subirle por el cuello, como un chispazo bajo la piel, rápido y desconcertante. 

Carraspeó, se incorporó con un movimiento casi brusco y se pasó la mano por la nuca.

—B-bueno, es una idea —dijo, desviando la mirada mientras retrocedía medio paso.

Viktor lo observó con una expresión difícil de leer. Algo entre paciencia y curiosidad. Luego volvió a mirar la pieza frente a él.

—Mmh… podría funcionar —dijo, con voz analítica.

Jayce asintió, aunque su mente ya no estaba del todo en la conversación. Aún sentía el calor en la nuca. Parpadeó, sacudiéndose la distracción como si pudiera quitarla con un gesto.

Agua, pensó. Necesito un poco de agua.

Entró a la cocina con pasos algo rápidos, casi torpes, y sin mirar bien por dónde pasaba, su brazo chocó con una botella que descansaba peligrosamente en el borde de la mesa.

—Ah…

La botella volcó con un golpe sordo, y un hilo oscuro de vino se deslizó por el mantel, tiñendo la tela con una rapidez injusta. Jayce se quedó quieto un segundo, viendo cómo la mancha se extendía sobre el bordado claro, una flor tras otra desapareciendo bajo el rojo espeso. Era un mantel que su madre le había regalado cuando se mudó solo.

—Diablos… —murmuró.

 Levantó la botella y tomó un trapo cercano, intentando secar la mancha, pero el rojo profundo ya se había aferrado al tejido.

Suspiró, resignado.

—Bueno… después lo limpio —dijo por lo bajo, más para sí que para alguien más.

Se sirvió un vaso de agua, llenó otro, y volvió hacia la sala con ambos. Cuando se acercó a Viktor, dejó uno a su lado con cuidado, sin decir nada. Pareció no notarlo, o tal vez simplemente no reaccionó. 

Luego volvió a su silla de trabajo y repasó algunos planos más por inercia, pero su cabeza ya no respondía igual. Las ideas le costaban, los párpados le pesaban. 

Afuera, la ciudad había caído en ese silencio espeso que solo existe de madrugada.

Pasaron al menos dos horas más. La lámpara sobre la mesa seguía encendida, proyectando un círculo dorado en la penumbra. El resto del departamento estaba en calma, salvo por un sonido intermitente: un leve zumbido metálico y el chisporroteo tenue de una herramienta de soldar.

Jayce levantó la vista. Al costado, Viktor seguía trabajando. Tenía puestos los anteojos de protección y estaba sobre una pieza más pequeña, manipulando los componentes con un rigor casi obsesivo. Cada movimiento era cuidadoso, eficiente, como si aún tuviera toda la energía del día.

Jayce frotó sus ojos con una mano y soltó un suspiro.

—Hey, Viktor…

El otro no levantó la vista, pero hizo una pausa, la soldadora aún encendida en su mano.

—Yo ya me rindo por hoy… —dijo Jayce, intentando mantener la voz firme aunque sonara agotado—. Puedes dormir en el sofá, se hace cama, solo tienes que abrirlo.

Hubo un breve silencio. Viktor simplemente asintió sin girarse del todo, con ese sonido suave que era más un "mmh" que una palabra.

Jayce apagó parte de las luces, dejó la lámpara principal encendida y caminó hacia su habitación, ya sin fuerzas. Mientras se alejaba, volvió a mirar por encima del hombro. Viktor seguía allí, inclinado sobre su trabajo, como si la noche no lo afectara.

Luego se acomodó en su cama sin siquiera cambiarse del todo. Se quitó el chaleco, dejó la camisa arrugada en una silla y se dejó caer de espaldas con un suspiro. El colchón estaba frío al principio, pero su cuerpo entró en calor rápido. Cerró los ojos. Escuchaba a lo lejos el sonido leve de la soldadora, como un zumbido familiar que casi lo arrullaba.

No sabía cuánto tiempo había pasado cuando abrió los ojos de nuevo. Tal vez una hora, tal vez más. El taller estaba en silencio.

Se incorporó despacio, e impulsado más por una inquietud interna que por ruido alguno caminó hasta la sala con pasos cuidadosos.

Allí, entre la luz cálida que todavía colgaba sobre la mesa de trabajo, lo vio.

Viktor dormía.

No sobre el sofá-cama, no donde Jayce le había indicado, sino sentado, con la cabeza recostada sobre un brazo cruzado sobre la mesa. A un lado estaba el armazón que había estado ensamblando, apenas más avanzado que antes. La soldadora apagada, los lentes a un costado y las herramientas a su alrededor, como si las hubiera dejado en pausa voluntariamente antes de sucumbir.

A su lado, el vaso de agua, intacto.

Jayce se quedó quieto, observándolo por un instante.

Había algo en su rostro relajado que desmentía el cansancio habitual y que revelaba lo joven que era en realidad Viktor.

Jayce dudó un segundo, luego caminó en silencio hasta él. Tomó una manta azul que estaba doblada en el respaldo del sofá y, con la mayor delicadeza que pudo, la extendió sobre sus hombros. La tela cayó sin ruido, tibia, cubriéndolo.

Lo miró dormir un instante mas. Luego bajó la vista al sofá cama, y de nuevo a él. El impulso surgió solo: ayudarlo a trasladarse, levantarlo en brazos, acomodarlo mejor…

Pero apenas rozó su hombro con la mano, Viktor hizo un leve movimiento en sueños, una reacción inconsciente. Jayce se congeló. No quería despertarlo…

Así que dejó caer la mano con cuidado y retrocedió un paso.

Apagó la lámpara, y sin decir palabra, se volvió a su habitación.

Y esta vez, cuando se acostó, el sueño llegó sin pelear.

Chapter 23: El día después

Summary:

En un día todo puede cambiar. Si es con la persona correcta…

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

El día después 

 

Viktor abrió los ojos. La luz del amanecer se colaba por la ventana del departamento, dibujando líneas pálidas sobre el suelo.

Parpadeó varias veces. Su cuerpo estaba pesado, le pareció que el descanso no fue suficiente.

Sintió la rigidez en la espalda antes de intentar incorporarse. Un tirón le recorrió los músculos desde la cintura hasta el cuello. Había dormido encorvado, en la misma posición en la que había estado trabajando horas antes. Giró la cabeza con cuidado y un dolor agudo le recordó que el cuello también se había resentido.

Otra vez… pensó, con resignación. Me dormí trabajando.

Se sentó despacio, al hacerlo, algo cayó de sus hombros con un susurro leve, como una tela cayendo…

Miró hacia abajo. Una manta.

Parpadeó, confuso. No recordaba haberla tenido anoche.

La recogió con lentitud y la sostuvo un momento entre las manos. El calor ya se estaba disipando, pero algo quedaba. El aroma. A ropa secada al sol, y a ese perfume casi imperceptible que no sabía nombrar… pero que era de él.

Jayce, concluyó en silencio. 

No supo por qué, pero se la llevó discretamente al rostro.

Luego se incorporó, despacio. Su pierna protestó, como siempre, pero ya estaba acostumbrado a lidiar con ella. Caminó hacia su bolso, sacó el pequeño cepillo de dientes que siempre llevaba consigo y se dirigió al baño.

El espejo le devolvió un reflejo que no lo sorprendió. Las ojeras estaban más marcadas de lo habitual, el pelo algo desordenado, y la piel pálida como siempre. Se pasó agua por la cara, dejando que el frío lo sacudiera un poco. Lo necesitaba.

Dormí… y nada me despertó.

No era una reflexión, era una constatación extraña. En Zaun, incluso cuando dormía, había aprendido a mantenerse en alerta. Siempre listo para reaccionar. Aquí… se había permitido caer.

Volvió al pasillo, todo seguía en silencio. Miró hacia la habitación. La puerta estaba entornada. Jayce aún dormía, seguramente. 

Pensó que podría preparar café. La idea era práctica, pero también cargada de un impulso que no sabía de dónde venía. Quería hacer algo. No sólo por él. Por los dos. 

No creo que le moleste si uso su cafetera. Le dejaré preparado para cuando despierte…

Caminó descalzo sobre el piso de madera pulida, solo se escuchaba el eco suave de sus pasos llenando el silencio de la mañana. Al llegar a la cocina, abrió la alacena y buscó la bolsa de café molido.

Entonces al girar, se detuvo en seco. La vió. Su cuerpo se tensó de inmediato. La bolsa se le escurrió de las manos sin que pudiera evitarlo, y el café molido cayó al suelo, derramándose en un susurro oscuro sobre las baldosas.

Pero él solo miraba lo que tenía enfrente. Allí, sobre la mesa, el mantel claro con una mancha oscura. Roja y violenta. El líquido ya seco en parte, pero aún visible. A sus ojos… brutal.

Al lado, una botella. La etiqueta decía "Malbec".

Pero Viktor no leyó nada. No podía.

—A-ah… —El sonido escapó de su garganta, apenas un murmullo ahogado.

Su cuerpo reaccionó antes de que su mente pudiera frenarlo. El temblor le subió por las piernas, le escaló por la espalda, le heló el cuello. Dio un paso atrás.

—No… no… —susurró.

Dio otro paso hacia atrás, otro y otro. Sin darse cuenta, chocó con una silla y cayó. El golpe fue seco, el tutor hizo un ruido al impactar contra el suelo y su pierna protestó con una punzada de ardor.

Su estómago se revolvió. La náusea subió sin aviso, provocada por el dolor agudo en la pierna, pero también por el susto, por la impresión repentina. Se sintió a punto de vomitar. Igual que aquel día.

Jayce , que dormía profundamente fue arrancado del sueño por un golpe metálico, seguido por el estruendo sordo de algo cayendo con torpeza. Un retumbo contundente, que le hizo incorporarse de inmediato. Alarmado y a toda prisa, solo llegó a ponerse los pantalones. Salió corriendo de la habitación y vio que la sala estaba vacía.

—¿Viktor? —llamó desde el pasillo, su voz aún áspera por el sueño, pero cargada de inquietud..

Entonces empujó la puerta entreabierta de la cocina.

Y se detuvo.

Viktor estaba en el suelo, hecho un ovillo contra la pared, con los brazos cubriéndose la cabeza. A su alrededor, la escena era un caos. La silla tirada de lado, la bolsa de café esparcida como polvo marrón sobre las baldosas, su bastón tirado abajo de la mesa. 

La luz de la mañana atravesaba la ventana e iluminaba la escena con una nitidez cruel.

—¿Qué…? —Jayce no terminó la frase. Su voz se deshizo en la garganta.

Corrió hacia él y se agachó con cuidado, sin tocarlo aún.

—¿Qué sucede? —preguntó Jayce, su voz quebrada por la alarma—. Viktor… ¿te lastimaste?

El cuerpo del otro temblaba apenas, como si acabara de despertar de una pesadilla profunda. Los ojos de Viktor estaban abiertos, pero desenfocados. 

Jayce extendió una mano con cautela, temiendo asustarlo. Apoyó con suavidad los dedos en su hombro tembloroso.

El otro parpadeó y reaccionó, de golpe, como si lo hubieran arrancado de otro tiempo. Dio un respingo involuntario y giró la cabeza hacia él. Sus ojos, grandes, estaban empapados, desbordados de algo que Jayce no comprendía.

—N-no —balbuceó Viktor, encogiéndose más, alejando el rostro. —. No...

—Viktor, soy yo. Soy yo, Jayce —dijo con la voz más controlada que pudo. Intentando calmarlo.

Viktor tembló una vez más. Y entonces, como si lo hubiera reconocido solo por su voz, algo en su interior cedió y de pronto, se dejó caer hacia él, sin resistencia. Fue como un colapso.

Jayce, con sorpresa, lo sostuvo contra su pecho y sin dudarlo lo rodeó en un abrazo cálido y contenido. Lo sostuvo hasta que los espasmos fueron cediendo, poco a poco. Como si el simple contacto bastara para recordarle dónde estaba… y con quién.

¿Qué…qué sucedió? ¿Fue un recuerdo? ¿Una pesadilla? ¿Un ataque? 

La mente de Jayce iba a mil por hora. Tratando de identificarlo. 

El silencio se alargó. Viktor no hablaba, pero sus temblores cesaron. Luego de unos minutos, se separó del abrazo lentamente, como si cada músculo necesitara tiempo para soltar.

—Jayce…— Habló. La voz de Viktor fue apenas un susurro, débil y rasposo.

—Ven… vamos, te ayudo a incorporarte—respondió el otro, en voz baja.

Dudó apenas, pero terminó asintiendo. Jayce lo sostuvo con firmeza y, al verlo ponerse de pie, le acercó el bastón que estaba en el suelo. Viktor lo tomó, aunque al primer paso su cuerpo se estremeció: el dolor agudo le arrancó una mueca, y la pierna débil y ahora lastimada cedió bajo su peso.

Jayce lo notó al instante y reaccionó, colocando una mano sobre su espalda, sosteniéndolo.

—Tranquilo, te tengo —murmuró.

Sin soltarlo, lo guió fuera de la cocina. Sus pasos eran lentos y medidos. Al llegar a la sala, lo ayudó a sentarse en el sofá. Le tapó las piernas con la manta que había quedado arrugada en el respaldo, con gesto automático.

No sabía exactamente qué más hacer… ni cómo ayudar.

Pensó que un té de manzanilla no vendría mal. Así que volvió a la cocina. De paso, empezó a limpiar. Barrió el café molido del suelo con cuidado, recogió la silla volcada y quitó el mantel. 

Mientras sacudía el mantel con movimientos lentos, frenó. Se apoyó un momento en la mesada, con el trapo en la mano, y bajó la mirada al suelo. No sabía qué había sido exactamente lo que acababa de presenciar… pero la imagen de Viktor, temblando en un rincón, encogido contra la pared, seguía clavada detrás de sus párpados.

Nunca lo había visto así. Tan quebrado. Tan lejos de esa mente precisa y controlada que conocía.

No entendía con exactitud qué le había pasado. Pero sí sabía que no quería volver a verlo así. Nunca más.

Respiró hondo. Sentía un nudo en la garganta, una mezcla de impotencia, rabia y… una preocupación nueva. Más visceral. Más íntima.

No iba a preguntarle, no todavía. Pero en el fondo lo supo. Lo supo por la forma en que lo miró , o más bien… por la forma en que no lo miró. Como si Viktor hubiera visto a otra persona en vez de a él.

Viktor mientras tanto, se quedó allí, en el sofá, con el ceño fruncido por el dolor en la pierna y también un poco por otro tipo de dolor. Que no quiso reconocer. 

Se sentía avergonzado, y culposo…Jayce lo había visto así. 

Tan… débil. Pensó. 

Se quedó con la cabeza baja y los ojos cerrados. El silencio le pesaba en los oídos, y sus pensamientos se arremolinaban sin orden. No sabía cuánto tiempo pasó así, inmóvil, sin mirar nada.

Y entonces, lo sintió.

El calor, suave y constante, envolviendo sus dedos.

El aroma a manzanilla, dulce, se coló por su nariz y lo trajo de regreso.

Abrió los ojos. Jayce ya había vuelto, aunque no lo había oído. La taza estaba allí, entre sus manos, como si hubiera aparecido sola.

—Le puse un poco de miel —murmuró Jayce, sin alzar la voz—. No sabía si te gustaba así.

Viktor levantó finalmente la mirada. Por un instante, sus ojos lo buscaron en silencio. Había en ellos algo más que agotamiento o agradecimiento: una vulnerabilidad cruda, sin máscara. Como si, por una grieta breve, se dejara ver por completo.

—Gracias, Jayce —dijo al fin, con voz baja, apenas un susurro.

Jayce contuvo la respiración. Aquella voz y aquellos ojos... Lo sintió en el pecho más de lo que esperaba. Pero en el mismo instante en que quiso responder, notó el aire frío sobre su torso.

Su camisa.

Bajó la mirada, carraspeó.

—Ah… voy a… buscar algo de ropa.

Giró sobre sus talones y se fue hacia su habitación, con las mejillas apenas encendidas.

Tomó la camisa que había dejado en la silla y se la puso sin apuro, con movimientos algo torpes.

Al volver, vio que Viktor se había incorporado. La manta yacía doblada sobre el sofá. Sostenía la taza de té en una mano y el bastón en la otra, avanzando hacia el escritorio con una lentitud evidente. Rengueaba más de lo habitual.

Jayce lo observó desde el umbral.

Una parte de él quería decir algo, cualquier cosa: "Deberías estar acostado," "No te fuerces," "Viktor, por favor..."

Pero no lo hizo.

Porque en ese gesto obstinado, reconocía algo que le era demasiado familiar. Esa forma de esconderse detrás del trabajo , de aferrarse a la rutina, era algo que él también hizo durante mucho tiempo.

Jayce dudó un instante. Luego, con una media sonrisa, cruzó los brazos y murmuró:

—Si hoy logramos estabilizar el núcleo, prometo cocinar algo decente… o al menos que no te intoxique.

Viktor alzó una ceja, sin levantar la mirada del plano. El silencio duró apenas un segundo más… hasta que la comisura de sus labios se curvó. No dijo nada, pero el gesto bastó.

Jayce se acercó a su silla y, esta vez, se sentó con calma.

—Vamos, socio. Que hoy es el día —añadió, esta vez con un tono más firme.


Varias horas después, el taller vibraba con otro tipo de energía. 

El sonido del metal al encastrarse, las chispas breves de una soldadura, el crujido de papeles al cambiar de página. Todo formaba una sinfonía caótica pero funcional. Jayce trabajaba con una llave en mano, una mancha de grasa en la mejilla que no se había molestado en limpiar. Viktor, sentado frente al núcleo estabilizador, sostenía una pieza con ambas manos mientras anotaba algo en el cuaderno abierto sobre su pierna.

El día se convirtió en noche y entonces...

—Ya está terminado —dijo Jayce, sin alzar demasiado la voz.

Se refería a la estructura metálica que habían armado juntos. No era perfecta, pero estaba lista al fin. Era el momento.

Viktor se acercó, con el cristal en la mano. Brillaba apenas, como si también supiera que estaba a punto de despertar. Se lo tendió a Jayce sin decir palabra, pero con una media sonrisa, expectante. Como si le diera su voto de confianza.

Jayce tragó saliva.

—Espero que esto funcione…

—Si no sale bien… despídete de tu departamento —dijo Viktor, ladeando apenas la cabeza.

Jayce lo miró de reojo y resopló.

—Sin presiones.

Con manos cuidadosas, colocó el cristal en el núcleo del dispositivo. En cuanto tocó la estructura, un zumbido sutil llenó el aire. Luego, una vibración.

El cristal comenzó a girar, lentamente al principio. Un resplandor azul intenso emergió de su centro, chispeante, casi líquido, como si la luz tuviera densidad.

—Esto debería haber explotado hace veinte minutos —murmuró Jayce, con una sonrisa de incredulidad.

—No explota porque por primera vez seguiste el plano—respondió Viktor, sin levantar la vista.

Jayce soltó una risa suave.

—¿Sabes qué? Eso fue innecesariamente hiriente.

—¿Lo fue? —preguntó Viktor, alzando una ceja con una expresión de inocencia muy poco convincente.

En ese preciso momento, las vibraciones se volvieron irregulares. La energía se extendió como una ola invisible y las cosas a su alrededor —herramientas, papeles, incluso los planos— comenzaron a flotar.

—¡Necesita estabilizarse! —gritó nervioso Jayce por encima del zumbido creciente.

—¡Lo hará! —respondió Viktor sin apartar la vista del cristal.

 El aire se cargó de una electricidad estática, y una corriente invisible les erizaba la piel. El brillo se volvió casi blanco, las paredes temblaron.

—¡Es ahora! —gritó Viktor.

El corazón de Jayce golpeaba como un martillo. Sabía que estaban al borde. Un segundo más… y todo volaría en pedazos. Sin pensar, se dejó guiar por algo más instintivo que técnico. Sus dedos se movieron solos, como si supieran exactamente qué hacer. Giró las válvulas en un patrón específico, un chasquido, una última chispa y entonces…

Silencio.

La estructura se detuvo. 

Pero ellos no.

Flotaban.

Estaban en el aire, suspendidos. Uno enfrente del otro. Alrededor, las herramientas y los objetos también levitaban, reflejando un resplandor azul. Era algo increíble. Casi mágico. 

Jayce miraba a Viktor, con los ojos brillando como un niño frente a una maravilla. Como si el mundo hubiera cambiado y él hubiera sido testigo. Viktor por su parte, sintió por primera vez que el peso de la gravedad y su cuerpo no le dolían. 

Al verse, ambos sonrieron. Se quedaron allí, volando, disfrutando de ese momento que era suyo, sintiéndose invencibles. 

Después de unos minutos, la energía empezó a descender, y con ella, lentamente, ellos también. El aire dejó de chispear. El resplandor bajó de intensidad. Las herramientas y objetos cayeron con suavidad sobre el suelo.

Jayce aterrizó junto a Viktor, y al ver que su pierna dudaba, lo sostuvo, firme, ayudándolo a mantenerse en pie.

Viktor lo miró.

Y sonrió de lleno. No esa media sonrisa de siempre, sino una verdadera. Desarmada. Luminosa.

—Lo logramos —dijo.

Jayce lo miró como si no pudiera creerlo, pero con el corazón latiéndole fuerte, sonrió también.

—Sí… lo hicimos.

Notes:

Por fiiinn . Si quieres déjame un comentario 😁🙏🏻

Chapter 24: A fuego lento

Summary:

Jayce y Viktor hacen las compras para el almuerzo. Y Jayce le cocina algo delicioso a Viktor.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

—Esto es magnífico, Viktor… —dijo Jayce, aún con los ojos brillando—. Las posibilidades… ¡imagina las posibilidades!

El núcleo descansaba ahora en silencio dentro de la estructura, como si nada hubiera pasado. Pero la noche anterior había probado su poder. Jayce no podía apartar la vista del dispositivo. Seguía fascinado, como un niño con su primer invento.

Viktor, en cambio, hojeaba su cuaderno. La hoja con el esquema de su autómata estaba abierta frente a él. Observaba los trazos, los cálculos, evaluando mentalmente cómo rediseñar el sistema para incorporar el núcleo en su centro. No parecía un desafío difícil. No después de lo que habían logrado.

—Me muero por ver la cara del profesor Heimerdinger cuando presentemos esto en la competencia —soltó Jayce con una risa breve, apoyando las manos en la mesa.

—¿Entonces no lo presentarás primero ante la Academia? Dijiste que aún no te habían dado permiso…— preguntó Viktor.

Jayce hizo un gesto con la mano, casi restándole importancia.

—Cuando vean lo que hicimos, no van a poder objetar nada. Ya está hecho. Prueba empírica, método científico en estado puro.

Viktor esbozó una leve sonrisa. Su entusiasmo era contagioso.

—Estoy seguro de que ganarás la competencia—dijo.

Jayce lo miró y negó con una sonrisa más seria.

—Viktor, esto… es tanto tuyo como mío. No hubiera podido hacerlo sin ti.

Viktor se giró hacia él, sorprendido por el tono.

—Somos socios, ¿lo recuerdas? —añadió Jayce, más suave ahora—. Cuando lo dije, lo dije en serio. Nos inscribiremos juntos. 

De pronto chasqueó los dedos. 

—¡Tenemos que celebrar! —dijo—. Te dije que cocinaría algo, ¿no? Pues eso voy a hacer.

No había pensado en qué cocinar para Viktor, así que preguntó.

—¿Qué te gustaría comer?

El otro lo miró como si le hubiera hecho una pregunta en un idioma desconocido.

Jayce levantó una ceja.

— Es una pregunta simple, Viktor. No es un problema de transferencia térmica cuántica ni un acertijo de lógica simbólica.

—Yo… —bajó la mirada, dubitativo. Su mente, tan rápida para los esquemas y las fórmulas, se quedaba en blanco.

Jayce esperó. Y esperó.

—Eh… —insistió Viktor—. No lo sé.

—Wow…—exclamó exageradamente—Es la primera vez que te escucho decir eso.

—Bah… ya cállate —murmuró , sin veneno, girando los ojos.

Jayce soltó una carcajada.

—Está bien, ya se me ocurrirá algo. Voy a hacer las compras.

Agarró su chaqueta del perchero y se la echó al hombro.

—¿Quieres venir?

Viktor parpadeó. Nunca había hecho algo así. Ir a hacer las compras con alguien. Sonaba tan trivial… y tan ajeno.

—Claro… —respondió finalmente.

El mediodía en Piltover tenía una vibración única. El aire estaba lleno de sonidos suaves: el murmullo de pasos, voces negociando precios con discreción, y el crujido ocasional de un carro de madera al girar en una esquina. Todo olía a flores frescas, aceite y especias.

Jayce caminaba con seguridad entre los puestos del mercado, con las mangas remangadas, una bolsa de tela vacía en la mano y una expresión pensativa que a veces se iluminaba con una sonrisa espontánea. A su lado, Viktor lo seguía con paso constante, más reservado, observando cada rincón como si intentara memorizarlo todo. Solo conocía los mercados de Zaun, grises, caóticos, llenos de urgencia y trueques a voz elevada. Aquello, en cambio, parecía casi una coreografía: ordenado, colorido, con rostros tranquilos y productos dispuestos como si fueran parte de una exhibición.

—No pensé que ibas en serio cuando dijiste que cocinarías tú mismo —comentó entonces, con tono escéptico.

—Claro que sí —respondió Jayce—. Tengo mis momentos. Bueno… intento tenerlos.

Pasaron por un escaparate de panadería y el olor a pan recién horneado casi los detiene. Jayce giró la cabeza, olfateó, sonrió.

—Apúntate eso: pan de campo. Fundamental.

—¿Para qué exactamente?

—Para acompañar el plato principal. Y absorber la salsa. ¿Nunca comiste pan con salsa?

Viktor ladeó la cabeza.

—He comido pan… con agua. ¿Eso cuenta?

Jayce lo miró de reojo, como si intentara descifrar si bromeaba o no. Decidió que mejor no preguntar.

Avanzaron unos pasos más. Un puesto de aves llamó su atención. Se detuvo de golpe.

—Eso es —murmuró—. Pollo. Mi madre solía hacerlo con ajo, vino blanco y… algo más. No lo recuerdo, pero ya se me ocurrirá.

—¿Estás seguro de lo que haces?

—No —dijo Jayce, ya pidiendo medio pollo—. Pero improvisar es parte del encanto. Además, cocinar es como inventar. Solo que con el riesgo de incendiar la cocina.

Continuaron caminando por el mercado. Los puestos estaban decorados con telas coloridas que ondeaban con la brisa. Una mujer vendía ramos de hierbas frescas y pequeños frascos de especias molidas. Jayce se detuvo.

—¿Romero o tomillo? —preguntó, levantando ambos frascos hacia la nariz.

—¿Cuál crees que reacciona más rápido al calor? —preguntó Viktor con genuina curiosidad, como si estuviera en medio de un experimento.

Jayce soltó una carcajada.

—Definitivamente tú necesitas una clase de cocina conmigo. Empezamos hoy. Gratis.

Terminó comprando ambos.

Luego pasaron por un puesto de verduras. Allí se quedó unos minutos charlando con el vendedor y eligiendo verduras. Cebolla, ajíllo, papas… Viktor lo observaba en silencio, con la misma atención que le dedicaría a una máquina en funcionamiento. Como si Jayce, en ese entorno, fuera un fenómeno digno de estudio.

—¿Qué? —preguntó al notar su mirada.

—No pensé que fueras tan… metódico al comprar.

Jayce alzó los hombros con desenfado, luego levantó una manzana como si fuera un trofeo invisible.

—Puedo ser muchas cosas. Catedrático, inventor, herrero… chef —dijo, haciendo una leve reverencia exagerada, como si se presentara ante una audiencia imaginaria.

—Polifacético —murmuró Viktor, cruzándose de brazos mientras lo observaba con una pequeña sonrisa.

—Insoportablemente talentoso, dirían algunos —añadió Jayce, con un brillo en los ojos, girando sobre los talones.

—Modesto, jamás —disparó el otro, alzando una ceja.

Jayce hizo un gesto con la mano, como quitándose el comentario de encima con elegancia fingida.

—Me gusta destacarme —lanzó.

Viktor negó con la cabeza, pero no pudo evitar reír por lo bajo. Entonces, tomó la bolsa de verduras mientras Jayce acomodaba todo lo que había comprado: el pollo envuelto en papel, una botella de vino blanco y un pequeño atado de hierbas frescas. Volvían por los callejones adoquinados, entre el aroma persistente a pan y especias.

Jayce iba apenas un paso por delante cuando notó que Viktor caminaba con el bastón en la mano derecha y la bolsa en la izquierda, y cojeaba más de lo habitual. La caída de la noche anterior claramente había dejado su marca. Su andar era más rígido, y aunque no se quejaba, cada paso parecía más costoso de lo que quería admitir. 

Frunció ligeramente el ceño. Sin decir nada, frenó el paso y, en un gesto natural, le quitó la bolsa de verduras.

—Oye… —protestó Viktor, arqueando una ceja.

—Orden del médico improvisado —dijo Jayce con una sonrisa—. El paciente no debe cargar más de un kilo, especialmente si se niega a descansar.

—Ah, ahora eres médico…— dijo, haciendo una pequeña mueca — Estoy bien.

—Claro que sí… También dijiste que podías bajar los tres tramos de escalera sin problema, y casi tropiezas con el último.

—No fue la escalera. Fue tu alfombra mal ubicada —aclaró, alzando una ceja con fingida indignación.

—Lo que tú digas. Pero por hoy, dejame que me encargue. Después de todo, soy el que va a cocinar. 

Viktor no insistió. Lo dejó hacer. Y aunque no sonrió del todo, la expresión que cruzó su rostro rozó el alivio.

En un momento, mientras cruzaban una pequeña calle empedrada, pensó que nunca se había sentido así. Que, por algún motivo, estar allí con él, comprando, sin prisa ni peligro... le parecía extraordinariamente valioso.

Entonces Jayce, con la bolsa colgando del hombro, rompió el breve silencio que se había hecho con una pregunta inesperada:

—¿Cuál es tu sabor favorito? ¿Dulce o salado?

Viktor parpadeó, sorprendido. Giró un poco la cabeza hacia él.

—¿Mi qué?

—Tu sabor favorito —repitió, como si preguntara algo perfectamente natural mientras esquivaba a un niño que pasaba corriendo—. Tienes que tener alguno, vamos.

Viktor tardó unos segundos en responder. Bajó un poco la mirada, pensativo. El viento suave movió los pliegues de su chaqueta.

—Nunca lo pensé —admitió, con la voz más baja.

Jayce arqueó una ceja, curioso.

—¿Dulce o salado? —insistió, esta vez con una leve sonrisa.

Entonces, sin quererlo del todo, Viktor recordó el caramelo que él le había dado aquel día. Vainilla al principio… y luego ese retrogusto casi picante, inesperado. Lo había conservado en la memoria más de lo que pensaba.

—Dulce… supongo.

Jayce lo miró de reojo, divertido.

—Dulce, bien... ¿Entonces, por qué siempre tomas café amargo?

Viktor respondió casi al instante, con naturalidad:

—Porque tú lo preparas así.

Jayce se detuvo un segundo, como si no esperara esa respuesta. Lo miró, luego soltó una risa leve.

—Podrías haberme pedido que le ponga azúcar para tí.

Viktor se limitó a encogerse de hombros, pero no fue un gesto indiferente. Era algo más contenido, casi automático. No era que no tuviera preferencias o gustos, sino que simplemente… no estaba acostumbrado a pedir nada.

Eso lo dejó pensando, inquieto…

Cuando llegaron al departamento, Jayce dejó las bolsas sobre la mesada y se remangó con energía.

—Hora de la magia. O del desastre… dependiendo de cuánto recuerde de la receta de mi madre.

Viktor se apoyó con una mano en el respaldo de una silla, observándolo moverse por la cocina como si fuera un laboratorio. Jayce sacó el pollo y lo acomodó sobre una tabla de madera.

—¿Te vas a quedar ahí mirándome como si estuviera desarmando un artefacto? —preguntó, con una sonrisa torcida.

—Lo estoy estudiando. Quiero ver si sobrevives a ti mismo con ese cuchillo.

Jayce soltó una risa y alzó el cuchillo como si fuera un bisturí.

—Confía. Esto está bajo control... más o menos. Por cierto, no encontré perejil, así que usaré otra cosa. Y en vez de vino blanco seco… bueno, este es semidulce. Pero el pollo no se va a quejar.

—Interesante enfoque culinario —comentó Viktor, acercándose con curiosidad.

—¿Quieres ayudar? —preguntó Jayce sin girarse, como si hubiera sentido su mirada. 

—No estoy seguro de cómo hacerlo —admitió Viktor.

—Toma ese ajo y empieza a pelarlo. Todo. Sin dejar ni una piel.

Viktor comenzó a trabajar en silencio.

—Sabes —dijo Jayce, sin mirarlo—, eres el ayudante de cocina más serio que he tenido. 

—Y tú el cocinero más caótico que he visto —replicó Viktor.

Jayce soltó una risa ligera, despreocupada.

Viktor lo observó en silencio, por un instante. Pensó que Jayce tenía la risa fácil, y que eso —de algún modo— le resultaba reconfortante.

Cada vez se le hacía más natural compartir momentos a solas con él. Su presencia, su cercanía física, ya no activaban ninguna alarma interna. No era una amenaza.

—¿Por qué haces eso con el ajo? —preguntó, señalando el modo en que lo aplastaba antes de picarlo.

—Para que libere más sabor —respondió Jayce—. Es un pequeño truco de mi madre

Después encendió la sartén con aceite.

El sonido del ajo al caer sobre el aceite caliente llenó la cocina con un chisporroteo agudo y un aroma potente. Jayce agregó las piezas de pollo con cuidado, y un segundo estallido de olor se mezcló con el anterior. Ajo, carne, albahaca…

—Creo que ahora va el vino... o ¿era después del ajo? —Jayce dudó, alzó la botella, miró la sartén—. Bueno, nadie nos está vigilando. — Dijo mientras se lo echaba.

Viktor lo miró, apenas levantando una ceja y una leve sonrisa. —Tiene buena pinta —dijo, mientras tomaba el racimo de tomillo.

—Y espera a probarlo...

Entonces Jayce se dispuso a cortar las papas en cubos. Mientras lo hacía, seguía hablando, distraído.

—Mi madre siempre dice que el secreto de la receta está en el orden…

De pronto, un gesto torpe. El cuchillo resbaló y se deslizó sobre sus dedos. El sonido seco del metal chocando con la madera vino justo después.

—¡Agh, maldita sea! —exclamó, dejando caer el cuchillo. Se aferró la mano herida. Un hilo rojo empezó a bajar por su palma.

Viktor reaccionó de inmediato. Soltó lo que tenía y cruzó la cocina en dos pasos.

—¿Dónde está el botiquín? —preguntó, su voz firme pero sin perder la calma.

—Baño. Segundo estante… detrás de los frascos —jadeó Jayce, con la mandíbula apretada.

Viktor desapareció un momento y volvió con el botiquín. Se acercó con rapidez hasta donde Jayce estaba sentado con la mano envuelta en una servilleta, y, sin decir palabra, arrastró una silla hasta colocarse frente a él y se sentó.

—Déjame —dijo Viktor con suavidad, tomando su mano herida.

Jayce lo dejó hacer. Observó cómo sus dedos se movían con cuidado, sin prisa, pero con firmeza. Había en ellos una delicadeza que no esperaba. Viktor desinfectó la herida con una gasa empapada, con la atención de alguien que había aprendido a curar más por necesidad que por instrucción. Jayce frunció el ceño por el ardor, pero no dijo nada. Solo lo miraba de reojo sintiendo el calor de sus dedos sobre su piel y la forma en que lo sostenía sin apretarlo. 

—Mmh…no es grave, pero es un corte largo. —dijo Viktor con tono preocupado mientras lo vendaba.

Jayce asintió, mudo. Se había quedado sin palabras. La forma en que Viktor sujetaba su mano…No esperaba ese tipo de contacto. Le provocó un cosquilleo sutil, cálido, que subió por el brazo. Era como si una mariposa se hubiera posado en su mano y no deseara que se fuera.

Le hizo olvidar completamente el ardor.

—Estoy bien… —murmuró Jayce, apenas.

Entonces Viktor terminó de curarlo y se incorporó, dejando el botiquín a un lado.

—Déjame que yo continúe cortando las papas —dijo, con una leve sonrisa.

Jayce, aún con la mano vendada, lo siguió con la mirada un momento más. Quería conservar un poco más la sensación del contacto en su piel.

—Ah, sí… mejor encargate tú —dijo, con una sonrisa torpe, cediendo por completo.

Un rato después, la comida estuvo lista. Jayce sirvió los platos con una precisión ceremoniosa y dejó uno frente a Viktor. El aroma del ajo dorado, el vino reducido y las hierbas cálidas llenaban el ambiente.

—Buen provecho —dijo Jayce, tomando asiento frente a él, con una sonrisa que no sabía si era orgullo o nervios.

Viktor levantó el tenedor, lo sostuvo un segundo entre los dedos, mirándolo como si aún no confiara del todo en ese trozo de pollo dorado. Luego lo llevó a la boca y masticó en silencio. Sus cejas se alzaron apenas, casi imperceptibles, pero suficientes para que Jayce se inclinara ligeramente hacia adelante.

Jayce lo observaba, conteniendo el aire sin notarlo, como si ese bocado definiera el éxito de todo el día

Los ojos de Viktor se iluminaron con una chispa real al probarlo. No fue solo por el sabor —fue algo más profundo, algo que no se esperaba. 

— Nunca...probé algo así. — dijo finalmente, después de unos segundos. 

—¿Eso es bueno o malo? preguntó Jayce.

Viktor lo pensó un segundo, y luego asintió lentamente.

—Es bueno. Definitivamente… 

Volvió a mirar el plato, y por un instante, sus ojos se quedaron fijos en la comida.

Así que así es como se siente… un hogar…

Jayce celebró internamente. Ese comentario le importó más que cualquier elogio técnico.

Masticaba aún un bocado cuando habló:

—Me alegra que te guste. Casi pierdo dos dedos por este pollo —murmuró, sin dejar de comer.

Viktor no respondió. Pero la expresión que se dibujó en su rostro fue suficiente.

Luego probó otro bocado, más lentamente y por primera vez en mucho tiempo, no quería que se terminara tan rápido.

Notes:

La receta que cocinó Jayce es una receta española de pollo al ajillo con papas 😋🤤

Chapter 25: Los preparativos

Summary:

Jayce vuelve a ver esas iniciales en la camisa de Viktor y está vez no puede evitar preguntar.
Luego, cree que Viktor necesita ropa nueva para su presentación en la competencia, así que van de compras juntos.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Jayce se paró frente al espejo de su habitación, ladeando apenas la cabeza mientras ajustaba el cuello de su camisa.

Sobre la cama, una pila de prendas desordenadas atestiguaba su indecisión: chaquetas de distintos cortes, camisas de tonos neutros, pantalones que había probado y descartado en cuestión de minutos.

Probó con un traje gris, clásico, pero lo sintió… apagado. 

Finalmente, sus dedos rozaron una camisa azul cobalto de corte moderno con su chaleco a juego, entallados en la cintura. Se deslizó la prenda sobre los hombros, abrochó los botones y volvió frente al espejo.

Una sonrisa satisfecha curvó sus labios.

—Digno para la competencia —murmuró, girando sobre los talones para examinarse de perfil.

Con renovado ánimo, se inclinó sobre la cama, buscando los zapatos nuevos que había comprado para este tipo de eventos.

¿Dónde los dejé? se preguntó, mientras revolvía entre las cajas y cajones desordenados.

Sus ojos bajaron instintivamente hacia el último cajón. Revolvió un momento hasta que sus dedos toparon con una prenda distinta, doblada con un cuidado que contrastaba con el resto del caos.

La sacó, curioso. 

Era una camisa sencilla, de tela gruesa y resistente. Durante un instante la sostuvo sin comprender hasta que recordó:

La camisa de Viktor. Aún la tenía desde la primera vez que había ido a su departamento.

La giró entre las manos y entonces, volvió a verlas: las pequeñas iniciales bordadas cerca del puño.

 “E.H.”

Esta vez, la curiosidad brotó con más fuerza. Se quedó observándolas, el pulgar rozando las costuras gastadas, como si pudiera encontrar alguna respuesta en ellas. 

Luego de unos segundos, exhaló y la dejó sobre la cama. 

Se giró para mirarse al espejo y entonces lo llamó:

—¡Viktor! ¡Ven un segundo! ¡Necesito una opinión imparcial!

Desde la sala de estar, donde el taller vibraba con el chisporroteo de herramientas, se oyó apenas un murmullo ininteligible.

Jayce no se dio por vencido.

 —¡Viktor! ¡Deja eso! ¡Es importante!

El sonido de piezas dejándose caer sobre la mesa y una exhalación resignada fueron toda la respuesta que obtuvo antes de oír el sonido del bastón y pasos aproximándose.

Viktor apareció en el umbral, aún con las mangas arremangadas y rastros de aceite en el rostro. Se detuvo un segundo, observando a Jayce en silencio, mientras este se plantaba frente a él, luciendo la ropa que había elegido con una sonrisa algo nerviosa.

—¿Y bien? ¿Qué te parece? — preguntó Jayce.

Viktor lo estudió, sin apuro. Su mirada recorría desde el impecable nudo de la corbata hasta la caída perfecta de la chaqueta. 

No era solo el traje: Jayce tenía un porte natural, una seguridad que casi parecía exudar por sus poros.

Ladeó la cabeza apenas, sin comprender exactamente por qué Jayce dudaría de su vestimenta.

—Te queda muy bien —dijo finalmente, con una voz tranquila, sincera, casi grave.

Jayce sonrió, esta vez de manera más relajada.

—Perfecto. —Se sacudió una mota imaginaria de la manga, satisfecho.

Luego, se volvió hacia la pila de ropa. 

—Oye —dijo, tomando la camisa que había dejado sobre la cama—, aún tengo tu camisa. ¿Recuerdas? La llevé a la lavandería…

Se la alcanzó.

—Ah…Me había olvidado —murmuró Viktor, mientras la tomaba con cierta torpeza, como si de pronto no supiera bien qué hacer con ella.

Jayce, aparentando indiferencia, frotó el pulgar sobre la manga.

 —¿Qué es "E.H."? —preguntó, como si fuera una mera observación casual.

 —Está bordado aquí —agregó, señalando el diminuto bordado.

Un instante apenas perceptible.

Viktor se tensó inmediatamente. No fue algo evidente pero Jayce lo notó.

Hubo un momento de duda suspendido en el aire. Entonces, bajó la mirada hacia la prenda.

—Son… las iniciales de un nombre —dijo finalmente, en voz baja—. De Emmereth Hibert.

—¿Quién es? —preguntó , fingiendo un tono desinteresado.

—Un inventor... con quien solía trabajar —respondió Viktor, mientras doblaba distraídamente la camisa entre sus manos.

—Oh… ¿ya tuviste un socio antes? —preguntó, cambiando ligeramente el tono. Por alguna razón, imaginar esa posibilidad le provocó una punzada extraña e incómoda.

Viktor negó con la cabeza, lento.

—¿Socio? No…no. —corrigió, y por primera vez, su voz se tiñó de algo que no era indiferencia. Una sombra leve, casi melancólica—. Él… fue mi mentor…fue quien me enseñó casi todo lo que sé... 

Jayce se mantuvo en silencio, atento.

No era frecuente que Viktor hablara de su pasado, y mucho menos con aquella nota de nostalgia velada.

Viktor acarició distraídamente el borde de la camisa.

—No inventaba grandes maravillas —continuó, con voz baja —, pero buscaba solucionar necesidades reales. Creó prótesis más ligeras, sistemas de filtrado de agua, ventilación para trabajos bajo tierra... A pesar de pertenecer a un estatus, nunca buscó el brillo ni la gloria. Solo quería que la vida de la gente fuera un poco menos…dura.

Hizo una pausa y bajó la mirada. Sus dedos rozaron distraídamente las iniciales bordadas en la tela, como si aún buscaran algo allí.

—Fue... como el padre que nunca tuve.

—¿Qué fue de él? — preguntó Jayce. 

—Falleció hace años —respondió, con un leve encogimiento de hombros—. Una enfermedad en los pulmones. No pudieron hacer nada.

Jayce, que había estado escuchando en silencio, sintió la tristeza contenida en aquellas palabras. Se inclinó apenas hacia adelante, con suavidad.

—Se nota que significaba mucho para ti —dijo en voz baja.

Por primera vez en la conversación, Viktor le dedicó una pequeña, casi imperceptible sonrisa.

Jayce se acercó y le apoyó una mano en el hombro, con un gesto firme pero tranquilo.

—Estoy seguro de que estaría orgulloso, si pudiera verte hoy —dijo, esbozando una sonrisa— Sobre todo cuando ganemos y dejemos a todos boquiabiertos.

Viktor soltó una breve exhalación que podría haber sido una risa.

La energía densa de antes parecía haberse disipado, como una nube arrastrada por el viento.

—Ahora... —dijo Jayce, en un tono más ligero—, vamos a conseguirte una vestimenta digna de un futuro genio de Piltover —añadió, con un brillo divertido en los ojos.

Viktor lo miró, desconfiado.

—¿Ahora?

—¡Claro! —respondió Jayce, como si fuera lo más obvio del mundo—Una buena presencia también es parte de la presentación, ¿sabías?

Viktor suspiró, pero una pequeña sonrisa traicionó su resignación.

—Supongo que no tengo escapatoria.

Jayce le guiñó un ojo, triunfal.

—Ninguna. Pero te prometo que no voy a dejar que termines vestido como un maniquí de escaparate.


Ya se encontraban en la zona comercial de Piltover.

Las calles se ensanchaban allí, pavimentadas con piedra pulida que reflejaba la luz del mediodía.

A ambos lados, escaparates relucientes exhibían trajes de corte impecable, camisas de lino bordadas a mano, y zapatos de cuero brillantes.

Había tiendas especializadas en todo: sombrererías, sastres, casas de calzado, joyerías discretas pero evidentemente caras. Los edificios se alzaban en líneas limpias y simétricas, con detalles de hierro forjado y vitrinas altas donde maniquíes elegantemente vestidos parecían juzgar a los transeúntes con su sola presencia.

Viktor, caminando al lado de Jayce, no pudo evitar que la familiar punzada de incomodidad se apoderara de su pecho.

Las personas que transitaban por allí —caballeros de guantes blancos, damas de sombreros adornados— lo hacían con una seguridad que a él le resultaba ajena.

Jayce se giró hacia él, notando —sin necesidad de palabras— la rigidez en los hombros de Viktor.

Sonrió de lado, con ese brillo ligero que siempre parecía encontrar la manera de suavizar cualquier tensión.

—Vamos, no pongas esa cara —dijo—. Te voy a llevar a la tienda donde compro siempre. Confía en mí.

Allí, entre dos edificios de arquitectura sobria, se alzaba un local de fachada de madera oscura y vitrinas simples, donde se exhibían unos pocos trajes cuidadosamente colocados. 

Jayce abrió la puerta con un ademán seguro, dejando que una campanilla sonora anunciara su entrada. Dentro, el ambiente era cálido, perfumado con una mezcla de madera encerada, telas nuevas y un toque de colonia masculina.

El suelo era de parqué, y las paredes estaban tapizadas de estanterías bajas donde descansaban cajas de zapatos, catálogos de telas y estuches de gemelos.

Detrás de un mostrador, un hombre mayor—de porte respetable, chaleco gris y lentes redondos— alzó la vista.

—Señor Talis, qué gusto verlo de nuevo —saludó con una leve inclinación de cabeza.

Jayce sonrió de oreja a oreja.

—Buenas tardes, señor Wyndham. —Señaló a Viktor con un gesto amistoso—. Hoy no vengo por mí. Necesitamos preparar a mi socio para un gran evento.

El sastre, acostumbrado a su clientela regular, asintió con profesionalismo, sin mostrar sorpresa ni prejuicio.

—Por supuesto. Será un placer asistirlos. ¿Preferirán un traje de confección o algo ajustado a medida?

Jayce se volvió hacia Viktor, alzando una ceja.

—¿Qué dices?

Viktor se pasó una mano por la nuca, dudoso.

—Con uno que me quede bien alcanza —murmuró.

El señor Wyndham sonrió apenas, sacando una cinta de medir con la naturalidad de quien había repetido ese gesto miles de veces y se acercó a Viktor con pasos tranquilos para comenzar a trabajar.

Viktor permaneció inmóvil, como si cada medición fuera un trámite que debía soportar más que aceptar. No apartó la mirada del suelo, permitiendo que el sastre tomara sus medidas sin emitir palabra, pero sus hombros tensos hablaban por él.

—Bien —anunció Wyndham tras un momento, apuntando algunos números en un pequeño bloc—.

Uno setenta y dos centímetros. Talle M de pantalón... y S de camisa.

Jayce, recostado informalmente en el diván cercano, memorizó los datos casi sin proponérselo. Por alguna razón había asumido que Viktor y él compartían una altura similar. Quizás por su usual postura recta y alargada, lo percibía más alto. Pero no. Ahora, viendo la cinta deslizarse sobre su espalda, la diferencia de altura de casi quince centímetros era evidente.

Ladeó la cabeza, intrigado, como quien descubre un detalle nuevo. 

Luego de tomar las medidas, el señor Wyndham se alejó hacia los percheros, revisando con movimientos eficientes. Tras unos minutos, regresó con una chaqueta que parecía ambiciosa.

Jayce la tomó antes de que Viktor pudiera verlo y se la tendió con una sonrisa ladeada.

—¿Listo para sobrevivir a la prueba definitiva? —bromeó, con el tono de quien promete aventuras y no advertencias.

Viktor no respondió, solo aceptó la prenda con resignación muda y desapareció detrás de la cortina del vestidor.

Pasaron algunos minutos.

Finalmente, el terciopelo se movió, y Viktor emergió...

Vestía una chaqueta de corte demasiado atrevido, en un verde brillante que capturaba la luz como si intentara gritar su presencia.

Las hombreras exageraban la estrechez de sus hombros, dándole una silueta extraña, desproporcionada, mientras que los pantalones —demasiado ajustados— parecían sujetarlo como una prensa de engranajes a punto de ceder. 

Jayce y el sastre intercambiaron miradas.

El señor Wyndham, demostrando una compostura casi heroica, apenas se permitió levantar una ceja. 

Un pavo real fue lo primero que se le vino a la mente a Jayce. No pudo disimular su diversión, estaba a punto de abrir la boca, dispuesto a soltar una broma, pero se contuvo al ver la mirada asesina de Viktor.

Wyndham, impecable en su neutralidad profesional dictaminó de forma diplomática: 

—...No es su mejor color, señor.

Jayce disimuló su risa tras un puño cerrado contra los labios, incapaz de contenerse. 

—Mejor, pruebe con este —intervino Wyndham, alcanzándole otro traje más sobrio.

Viktor tomó la nueva prenda, lanzando una mirada primero al traje, luego a Jayce, que todavía disimulaba una carcajada mal contenida.

—Me alegra ser fuente de tu entretenimiento, Tallis —comentó Viktor, seco, ajustándose la chaqueta con resignación elegante.

—No fue a propósito, lo juro. —se rió bajo—. Vamos, Viktor, pruébate ese y terminamos con esto.

El siguiente intento fue un traje completamente negro, con detalles de terciopelo en los bordes del saco.

Parecía pesado, opaco y severo.

Cuando Viktor salió del vestidor, estaba listo para asistir a un velorio... o liderarlo.

La tela oscura absorbía la luz, haciéndolo ver más pálido y delgado, casi mortuorio. Además los hombros caídos de la chaqueta lo encogían, en vez de realzarlo.

Jayce lo miró con una mezcla de pena y diversión.

—Santo cielo... —murmuró, pasándose una mano por el rostro—. Parecés un poeta deprimido. 

Viktor, imperturbable, acomodó el cuello de la chaqueta.

—Lo que toda feria de innovación necesita .. un alma atormentada —dijo, sin cambiar el tono.

Mr. Wyndham se aclaró la garganta suavemente.

—Quizá algo con... más vida.

Después de varios minutos de idas y venidas buscando la prenda perfecta, el sastre se detuvo. Sus dedos rozaron con cuidado una percha escondida entre otras.

Lo vio.

Con un gesto casi solemne, descolgó el traje y se lo tendió a Viktor.

—Este —dijo simplemente.

Viktor se llevó la ropa con un movimiento automático, que demostraba ya su cansancio físico.

—Vamos, Viktor. No nos puede ganar un pedazo de tela. — añadió Jayce, como notando su estado de agotamiento.

Pero en realidad no era eso. Era que Viktor sentía que por más trajes que probara, por más cortes elegantes o colores refinados, había una parte de él que no podía dejar de sentirse desplazado. Como si ni siquiera en su apariencia pudiera cumplir con las expectativas silenciosas de Piltover. Todo aquello le parecía ajeno. Demasiado brillante, demasiado…perfecto para alguien como él.

Aun así, sujetó el traje con ambas manos y se encaminó de nuevo hacia el vestidor.

Esta vez tardó un poco más en salir.

Jayce caminó de un lado a otro como un crío esperando un regalo de cumpleaños. 

Wyndham, mientras tanto, acomodaba discretamente los trajes descartados, fingiendo que no estaba tan curioso como Jayce.

Y entonces, la cortina se abrió.

Por un instante, el tiempo pareció detenerse.

Viktor salió, acomodándose la chaqueta con movimientos lentos y medidos.

El traje, de un color azul cobalto oscuro se ajustaba a su figura perfectamente: el chaleco entallado, la camisa blanca impecable y el saco marcaban sus hombros con precisión, estilizando su postura sin dejar rastro del tutor que escondía bajo el pantalón.

El color hacía resaltar el tono de su piel y, aún más, sus ojos. 

El señor Wyndham fue el primero en recuperar el habla.

—Este tono realza sus ojos, señor —dijo, sonriendo levemente—. Y el corte... le queda sencillamente pintado.

Jayce se quedó completamente inmóvil. Se limitó a mirarlo, boquiabierto, como si la persona que conocía acabara de transformarse ante sus ojos.

Viktor, incómodo bajo aquel silencio denso, bajó ligeramente la mirada, ajustándose de nuevo el puño de la camisa.

Finalmente, alzando los ojos hacia Jayce, preguntó con voz baja:

—¿Cómo... cómo me queda?

Jayce era incapaz de decir una palabra.

Fue Mr. Wyndham quien, tras unos segundos de contemplarlo con ojo experto, rompió el silencio con su tono educado:

—Impecable, señor. —dijo con una leve sonrisa—Como si este traje hubiese estado esperándolo a usted.

Viktor desvió la mirada, pero no pudo ocultar la leve sonrisa que traicionaba su incomodidad.

—Permítame hacer unos ajustes menores —dijo, ya preparando alfileres.

Entonces Jayce parpadeó, como despertando de un ensueño.

—No es el traje... eres tú, Viktor —murmuró en voz baja, casi para sí mismo.

Nadie lo oyó.

Viktor, mientras regresaba al vestidor para que el sastre pudiera hacer los últimos ajustes, dejó escapar una breve risa seca.

—Quizá... pueda acostumbrarme a esto —comentó, antes de que la cortina se cerrara suavemente detrás de él.

Jayce se recostó en el respaldo del diván, cruzando los brazos con una sonrisa que le iluminó el rostro.

Yo también, pensó.

 

Notes:

Me estoy dando cuenta que va a ser un fanfic largo porque quiero explorar varios temas mientras avanzo en la trama, pero sobre todo, porque me gusta perderme escribiendo. Me relaja ☺️

Chapter 26: Feria de inventores

Summary:

El día de la feria ha llegado Jayce y Viktor se inscriben a la competencia. Entre estudiantes y competidores Viktor ve algo que lo moviliza.

Chapter Text

—¡Bienvenidos a la Gran Feria de Inventores! —exclamó una voz amplificada con un artefacto metálico. El sonido vibró por toda la plaza, distorsionado por un eco, como si lo gritara una caldera viva.

La plaza central de Piltover estaba irreconocible. Banderines ondeaban desde los techos, los carteles colgantes se mecían con el viento, cada uno anunciando el nombre de un gremio, una escuela o un inventor particular. Había carpas hexagonales de telas brillantes, puestos de comida humeando con especias desconocidas, aromas dulces, agrios y picantes que se mezclaban con el aire de vapor y metal. Un bullicio constante llenaba el ambiente: risas, gritos, motores en marcha.

Viktor tragó saliva. Se ajustó la corbata con un gesto automático, como quien se aferra a un gesto conocido para no perder pie.

—Ven —dijo Jayce con una sonrisa confiada—. Debemos inscribirnos a la competencia.

Cruzaron entre la multitud, esquivando a un camarero que casi les derrama una bandeja entera de copas burbujeantes. Llegaron hasta un puesto de inscripción adornado con el escudo de la Academia.

Había fila, pero se movía rápido: estudiantes nerviosos, inventores jóvenes, algunos ya con sus prototipos en brazos. Mientras esperaban, varios estudiantes se giraron al ver a Jayce. 

—¡Hola, Tallis! —saludó una compañera de cabello rizado, con unas gafas en la cabeza.

—¡Eh, Jayce! Qué bueno verte por aquí—comentó otro, con los dedos manchados de aceite y un rollo de planos bajo el brazo.

—¡Pero miren quién apareció! El niño estrella—dijo una tercera, sonriendo con complicidad.

—¡Hola a todos! —saludó Jayce, con ese carisma desenvuelto que parecía salirle sin esfuerzo mientras se acercaban al mostrador.

Viktor sintió varias miradas sobre él. Algunas fugaces, otras curiosas, una o dos claramente inquisitivas. Se mantuvo en silencio, pero su mente y latidos iban a mil.

El recepcionista era un muchacho joven, probablemente alumno de los cursos intermedios, que trabajaba voluntariamente en el evento. Les pidió los datos con tono mecánico: nombre, edad, certificado de procedencia. Jayce llenó sus datos primero, luego le pasó el papel a Viktor. Este lo hizo sin dudar… hasta que llegó al casillero final.

El chico tomó los papeles. Frunció el ceño apenas.

—Falta tu certificado —le dijo a Viktor, con la voz más tensa.

Viktor giró ligeramente la cabeza hacia Jayce, buscando una señal.

—Él viene conmigo —dijo Jayce con firmeza, entregando con elegancia una invitación dorada, con el sello de la Academia en relieve y bordes hexagonales.

—Es mi socio.

El muchacho tomó la tarjeta, la examinó con detalle. Luego volvió a mirar a Viktor, de arriba a abajo, como quien evalúa un objeto extraño en un museo.

—¿Tu socio...? —repitió, escéptico. Luego añadió con lentitud—. Aun así… falta ese papel.

—Mi compañero lo perdió en el traslado —dijo Jayce, sin perder la compostura—. ¿No puedes hacerlo pasar igual?

—No lo sé, Jayce… no quiero meterme en líos —murmuró el chico, bajando un poco la voz, nervioso.

Jayce se inclinó apenas sobre el mostrador y bajó el tono, como si compartiera un secreto valioso.

—Por favor… él no es de aquí, viajó desde muy lejos. Te prometo que si haces la vista gorda… te ayudo con el examen final de física. —Le guiñó un ojo con su mejor sonrisa.

El chico parpadeó. Dudó un segundo más… y sus ojos brillaron con una mezcla de picardía y desesperación académica.

—Está bien…siempre y cuando esto me valga un “sobresaliente” —bromeó, aunque en el fondo lo decía en serio.

—Gracias, Kyle. Eres el mejor.

 Era oficial: estaban dentro.

Viktor solo asintió con una leve inclinación, el agradecimiento contenido. Jayce le dio una palmada en la espalda.

—¿Viste? No fue tan difícil —le dijo con una sonrisa.

Kyle les indicó hacia dónde dirigirse: la carpa destinada a los participantes de la competencia de innovadores. Una estructura amplia, con mesas de trabajo, bancos acolchados y compartimentos separados donde podían preparar y resguardar sus proyectos. Jayce empujó el pequeño carro con el dispositivo que habían creado, desensamblado en partes para evitar miradas curiosas. En cuanto al cristal, lo tenía guardado en un lugar seguro , para usarlo en el momento preciso.

Al llegar a la carpa, se toparon con otro competidor. Iba vestido con ropas elegantes y finas. A simple vista se veía que pertenecía a una casa de renombre.

—Tallis. No imaginé verte compitiendo este año —comentó el muchacho, con una cortesía apenas correcta.

Jayce redujo el paso, soltando el manillar del carro por un instante.

—Siempre es bueno darle una oportunidad al progreso —respondió, ladeando una sonrisa solo educada.

El otro asintió, como si la respuesta no le interesara realmente, y su mirada se deslizó hacia Viktor en un vistazo evaluador.

—Veo que has hecho equipo —observó el muchacho.

Jayce se giró hacia Viktor, relajado.

—Con el mejor —respondió con naturalidad.

Viktor inclinó apenas la cabeza, en un saludo educado. Estuvo a punto de presentarse... pero en ese momento algo captó su atención.

Detrás del muchacho con quien hablaban, había otra figura. 

Un joven había estado casi oculto hasta ese momento, invisible para todos. Era delgado, de hombros encorvados y vestía ropas sencillas pero gastadas por el uso. Mantenía la mirada baja, fija en el suelo, mientras cargaba un par de cajas que parecían pesadas.

Pero algo se asomaba justo en su cuello, allí donde la tela raída no alcanzaba a cubrir.

Viktor la identificó inmediatamente.

Inconfundible.

La marca de la esclavitud.

De pronto sintió que algo frío le descendía por la espalda. Por un instante, el murmullo del mercado, los pasos, las conversaciones dispersas, todo pareció difuminarse.  

Aún lo recordaba.

Cuando él mismo obtuvo la marca.

Aquella mañana, en la mansión.

Una mano firme se lo llevaba con un agarre de hierro.

—Muévete. Vamos.

 La voz del amo era gélida, carente de toda emoción.

Viktor no entendía por qué pasaba ésto. Había cumplido con cada tarea que le habían asignado, desde limpiar hasta reparar la sala de máquinas y no recordaba ningún error, ninguna falta. Todo había estado en orden. 

Desde el último castigo se aseguraba de hacer todo bien, como le ordenaran.

Sin embargo allí estaba, siendo arrastrado otra vez.

El amo caminaba por el pasillo con paso firme, sin mirarlo y sin detenerse. 

Viktor tropezaba con cada paso, sujetado por su brazo; la pierna débil apenas le permitía seguir el ritmo que aquel hombre le imponía. El corazón le golpeaba en los oídos con violencia, un tambor sordo que contrastaba con el silencio solemne que llenaba la mansión.

Bajo sus pies el piso brillaba con un pulido cruel y los ventanales dejaban entrar una luz grisácea y tibia, como si el día tampoco supiera qué hacer. 

Sabía a dónde lo llevaba, conocía los pasillos como la palma de su mano.

Cruzaron el umbral, y la puerta se cerró de golpe tras ellos, haciendo retumbar el aire dentro del taller.

El lugar donde él solía crear, donde había trabajado durante años con el señor Hibert, donde cada herramienta tenía su función…ahora tenía un aire distinto. Más frío y lúgubre.

Viktor se tensó al instante.

El hombre caminó lentamente hacia un rincón y revolvió entre las herramientas con una calma artificial. No buscaba una llave inglesa ni una pinza. Su mano se cerraba sobre algo más pesado. Algo peor.

—Súbete a la mesa — le ordenó de pronto.

No se movió. Su cuerpo simplemente no respondió.

El amo se volvió y cruzó el espacio entre ellos en dos zancadas largas. Imponente, su sombra lo envolvió en un instante.

Viktor retrocedió pero su espalda golpeó la mesa detrás de él. 

No tenía a dónde ir.

—Obedece —le repitió entre dientes.

Negó apenas con la cabeza, de manera inconsciente. Sus ojos abiertos de par en par solo podían enfocarse en lo que su amo sostenía con la mano derecha.

—¡N-nhh! — Un gemido ahogado. Antes de que Viktor pudiera siquiera reaccionar, su amo lo tomó del cuello de la camisa, lo alzó sin esfuerzo alguno y lo arrojó sobre la fría mesa de trabajo. El golpe le quitó el aire de los pulmones.

Aturdido, apenas podía moverse. Su amo ya lo tenía inmovilizado con una mano firme contra su pecho. 

Entonces, sin abandonar su agarre, el hombre se giró.

Un olor áspero a metal quemado irrumpió en el taller, seguido por el estallido seco de las llamas. Viktor, paralizado, alzó la mirada: sus ojos, desbordados de miedo, captaron la escena antes de que su cuerpo pudiera reaccionar. 

El brillo terrible del fierro al rojo vivo iluminaba el costado de la figura de su amo.

—A los esclavos siempre se los ha marcado —dijo con voz tranquila, casi casual.

Viktor se removió con desesperación. Con ambas manos, intentó apartar el brazo de su amo. 

No sirvió de nada.

—Mi padre nunca quiso hacerlo—continuó, moviendo el fierro con facilidad, como si pesara nada en su mano—Decía que era una práctica... barbárica.

Hizo una pausa. 

Sus ojos se clavaron en él. Eran dos pozos oscuros e impenetrables.

—Yo, en cambio… creo que es necesario— susurró cruelmente.

Entonces, le abrió la camisa de un tirón, arrancandole los botones. Algunos volaron y rebotaron en el suelo. 

—¡N-no… por favor! — suplicó Viktor con voz temblorosa.

Forcejeó, intentando zafarse, pero el otro era mucho más fuerte.

—Quédate quieto. 

—¡Amo, p-por favor! —La súplica de Viktor fue torpe, ahogada. Su corazón latía con furia bajo su pecho. 

El olor a metal ardiente se hizo más potente.

—¡¡AHHHH!! —el grito se desgarró desde lo más hondo.

El hierro candente se hundía debajo de su clavícula, mordiéndole la carne desnuda sin piedad.

Viktor arqueó la espalda con violencia, mientras su cuerpo entero se sacudía por el impacto. Todo su mundo se redujo al olor de su piel quemada, al sudor y a la impotencia. 

El tiempo se detuvo.

La piel humeaba, roja e hinchada.

La marca estaba allí, grabada para siempre.

D.H

—Ahora sí —murmuró su amo complacido, contemplando la piel humeante—. Que se sepa… que me perteneces.

Viktor no respondió. No podía.

Algo se había quebrado dentro de él.

Escuchó el hierro caer con un golpe agudo y vibrar al ser arrojado. Luego, el eco de los pasos de su amo que desaparecían en el pasillo, como si nada hubiese ocurrido.

Pero Viktor permaneció allí... en la mesa. Su cuerpo ardía, pero era su mente la que se deshacía, pedazo a pedazo... en el silencio de aquella noche.

—Viktor…

La voz de Jayce sonó cerca, suave.

—Viktor —repitió, un poco más firme—. ¿Estás bien?

El aludido parpadeó, como si regresara de un lugar lejano. La mirada, por un instante, estaba vacía. Luego se aclaró, enfocándose en el rostro de Jayce.

—A-ah… sí —balbuceó, intentando una sonrisa que no terminó de nacer. Asintió con lentitud, casi mecánicamente—. Estoy bien.

Pero sus manos temblaban, apenas, lo justo como para que no se notara si uno no prestaba atención. Sus ojos no coincidían con sus palabras. 

Jayce lo observó en silencio, notando la rigidez de sus movimientos. Pero Viktor evitó su mirada y se alejó de inmediato, cruzando el umbral de la carpa. Lo siguió, sin decir palabra, cargando los materiales detrás de él.

Al entrar acomodaron sus cosas en el espacio designado para ellos dos. A su alrededor, cada participante estaba inmerso en el ensamblaje de su invento; el aire vibraba con chispazos de metal, zumbidos de mecanismos y el golpeteo constante de herramientas.

Jayce, tras acomodar una caja de herramientas, se giró hacia Viktor y le dio una palmadita ligera en el hombro.

—Vamos a estar bien —dijo con una sonrisa leve pero firme—. Tenemos esto bajo control.

Viktor apenas asintió, su mirada seguía apagada y sus movimientos eran más lentos.

Jayce lo notó, algo había cambiado. 

¿Estará molesto por su certificado? … ¿Se sentirá incómodo con toda esta gente? 

Pensó que podría hacer algo.

—Ey… —insistió Jayce con una media sonrisa—. ¿Qué te parece si tomamos algo antes de ponernos con todo esto? Todavía tenemos un rato antes de que empiece la competencia…

—Quiero terminar con esto primero. Pero ve tú si quieres, yo me quedaré armándolo —respondió Viktor, sin levantar la vista del mecanismo que tenía entre manos.

Jayce lo observó un segundo más, como sopesando si insistir. Pero finalmente asintió con un suspiro leve.

—Está bien… no tardes en pedir ayuda si la necesitas —dijo, y salió de la tienda en dirección a la zona del comedor, entre el bullicio creciente de la feria.

Había algunas personas en la barra, pero encontró un hueco y pidió algo. Pensó también en Viktor. Algo dulce tal vez le sentaría bien.

Mientras el barman preparaba los tragos, una voz cargada de sarcasmo se deslizó a su espalda:

—Tallis, así que al fin participaras este año…

Jayce se giró al oír su nombre. 

—Levan…

Frente a él, estaba un estudiante de la Academia. Lo reconoció al instante: alto, pelirrojo, de rostro estirado y sonrisa torcida. Joseph Levan. Nunca perdía la oportunidad de soltar un comentario venenoso, sobre todo cuando se trataba de Jayce.

Desde sus primeros años en la academia, Joseph había sentido cierta rivalidad no declarada. Tal vez porque Jayce había conseguido la beca más prestigiosa o tal vez porque, a pesar de venir de una familia trabajadora, lo respetaban más por su ingenio que a muchos herederos de renombre, como el propio Joseph. 

—Te has vuelto todo un jefecito, ¿eh?

 —¿Disculpa? —preguntó Jayce, la mandíbula apretada.

—Oh, vamos… Te trajiste a alguien para que haga el trabajo sucio mientras tú te relajas con un trago.

 —No tengo por qué darte explicaciones —respondió, cortante, mientras agarraba ambos vasos.

 —Quién lo diría... el estudiante estrella, ahora con su propio ayudante. —Escupió la palabra con una sonrisa torcida, como si escondiera algo más.

 Jayce dejó los tragos con un golpe seco sobre la barra y se giró, dando un paso al frente. Le clavó la mirada.

 —¿Por qué no dices lo que realmente quieres decir?

—Tranquilo, Tallis... —murmuró, levantando las manos en un gesto conciliador, aunque su tono conservaba ese dejo de burla—. Siempre tan a la defensiva.

Jayce lo observó en silencio por unos segundos. 

El tipo estaba esperando que saltara. Que le respondiera. Que hiciera una escena. Pero no. No valía la pena. 

Soltó un resoplido breve, casi una risa sin humor, y recogió los dos vasos de la mesa.

 —Lo que digas —dijo, sin mirarlo. 

Y se alejó sin prisa, tragos en mano, dejándolo solo con su falsa sonrisa.

Jayce regresó a la carpa con los dos vasos en la mano, sorteando los grupos de estudiantes que charlaban animadamente en la feria.

 Cuando levantó la lona de la entrada, lo primero que vio fue a Viktor.

 Se había puesto el mameluco de trabajo y los guantes. Estaba inclinado sobre la estructura, concentrado en ensamblar una de las secciones laterales del artefacto. El rostro levemente inclinado, la mandíbula tensa. No hablaba. Ni siquiera se percató de que Jayce había llegado.

—Hey, Vik —dijo en tono ligero—. Te traje algo para tomar. Pensé que te haría bien un poco de azúcar.

 —Ah… gracias —murmuró sin mirarlo, mientras ajustaba un engranaje con movimientos mecánicos—. Déjalo ahí.

Jayce depositó los vasos sobre la mesa con cuidado. Lo observó unos segundos más, en silencio.

 Algo en la forma en que Viktor se movía estaba… apagado. Como si cada acción le pesara más de lo normal.

Con un movimiento brusco, la herramienta se le resbaló entre los dedos.

 —¡Akk—! —se quejó, cuando el metal le golpeó la base de la mano enguantada. El engranaje escapó de su agarre, rebotó contra el borde de la mesa y cayó al suelo con un clang seco.

 Jayce se acercó de inmediato, frunciendo el ceño.

—¿Estás bien? A ver, dejame ver...

 —No es nada —gruñó Viktor, alejando la mano de forma instintiva—. Fue solo un error. Lo arreglo en cinco minutos.

Jayce se lo quedó mirando, desconcertado. La respuesta fue rápida, demasiado.

 —Ey. ¿Qué te sucede?

 —Nada —respondió Viktor, volviendo a agacharse para buscar el engranaje—. Ya te lo dije.

Jayce no se movió.

 —Nunca cometes este tipo de errores, Viktor. Ni siquiera cuando duermes mal.

 —…

 —¿Qué sucede?

—Es solo… un dolor de cabeza. —murmuró Viktor, mientras se sentaba en el banco frente a la mesa de trabajo—. Se pasó la mano por la frente, como si intentara disipar el malestar.

 —El ruido... Las voces. Toda esta gente observando…es un poco molesto.

Jayce se apoyó en el borde de la mesa, aún con el ceño ligeramente fruncido.

 —¿Es que acaso sientes que no perteneces aquí?

Viktor no respondió. Mantuvo la vista fija en el artefacto, como si la respuesta estuviera escondida ahí.

Pero Jayce ya lo había dicho. Y, de algún modo, había dado en el clavo.

—Tienes más derecho que nadie a estar aquí, Viktor.

 Y con un gesto suave, empujó uno de los vasos hacia él.

 —Te has ganado este lugar. Con trabajo y con ingenio. Nunca lo olvides.

 Hizo una breve pausa, antes de añadir con una leve sonrisa:

 —Vamos, toma un sorbo. Te hará bien.

Viktor lo miró por un instante, en silencio. Luego tomó el vaso con ambas manos. Le temblaba ligeramente entre los dedos. Dio un sorbo.

Era un trago dulce y especiado, que apenas descendió por su garganta, lo refrescó. Sintió cómo el calor se aflojaba un poco en su pecho.

Esta vez, al menos, no se alejó —pensó Jayce, mientras también le daba un trago a su vaso.

—¿Por qué no descansas un momento? —dijo con una media sonrisa—. Ya hiciste casi la mitad del trabajo… déjame quedarme con algo del crédito.

Se dio vuelta para buscar su propio mameluco, colgado en una silla cercana. Mientras se lo ponía, con los brazos ya dentro de las mangas, añadió en tono de broma:

 —Además, si no, van a empezar a decir que te obligo a trabajar para mí.

Viktor bajó la mirada de inmediato, y por un instante sus manos se quedaron inmóviles sobre la mesa.

El silencio se estiró apenas.

Jayce terminó de ajustar los cierres de su mameluco y regresó a la mesa. 

Viktor tomó de nuevo el vaso con ambas manos y le dio otro sorbo, más lento esta vez.

... 


La tarde había avanzado sin que nadie lo notara.

Tornillos giraban con urgencia, válvulas silbaban, cristales chispeaban brevemente en mesas alineadas como estaciones de batalla. Algunos competidores pulían detalles a último momento, otros activaban sus inventos a medias, cruzando los dedos. El aire olía a aceite caliente, metal y nervios.

En un rincón más apartado, Jayce y Viktor trabajaban en silencio.

El dispositivo que preparaban no se parecía a nada de lo que había en la sala.

No era un arma. No era una prótesis. No era una herramienta mecánica al uso.

 Y lo más inquietante para los demás: nadie sabía para qué servía.

Era una estructura compacta, elegante, de bordes geométricos y núcleo aún vacío. Viktor se encargaba de calibrar el contenedor, ajustando la presión de seguridad, los sellos conductivos y los puntos de descarga. Jayce revisaba por última vez los estabilizadores laterales, aplicando pequeñas correcciones con una precisión meticulosa.

Ninguno decía mucho. Sabían que a su alrededor los demás especulaban, miraban de reojo, cuchicheaban.

 Eso no los detenía.

—Cinco minutos para el inicio de la exhibición. Equipos, por favor prepárense. —anunció una voz.

Jayce se enderezó y se pasó la mano por la nuca. Luego buscó en el interior de su abrigo. Sacó una pequeña caja de seguridad, negra y sin adornos. La tomó con firmeza. El cristal yacía dentro. 

Mientras los demás equipos comenzaban a empujar sus invenciones fuera de la carpa. Jayce y Viktor permanecieron en su rincón, sin prisa.

A unos metros, Joseph Levan y su asistente preparaban su artefacto: una torre generadora que proyectaba luz pulsante. El dispositivo parecía impresionante. Ruidoso. Brillante.

Pero Jayce no desvió la vista.

La puerta lateral de la carpa se abrió.

Afuera, el aire era más fresco, pero vibraba de expectación.

Jayce tocó una vez más su bolsillo, asegurándose de que la cajita con el cristal seguía allí.

—¿Vamos? —preguntó, sin tensión en la voz.

—Vamos. —asintió Viktor.

Chapter 27: El Eje del Cambio

Summary:

Jayce y Viktor hacen su gran presentación.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

La plaza estaba cargada de tensión contenida.

Los jueces observaban las presentaciones una a una desde una mesa elevada, con hojas, relojes y rostros impenetrables. Algunos tomaban notas. Otros simplemente miraban, evaluando sin palabras.

Los inventores se alineaban cerca del escenario, ajustando los últimos detalles, mientras eran llamados.

Jayce y Viktor esperaban a un costado, algo alejados del resto de los competidores. No hablaban, solo observaban el ir y venir de asistentes, y de competidores que seguían subiendo al escenario.

Ambos con sus trajes cobalto, elegantes, perfectamente combinados. Para los que miraban desde lejos, no podía ser otra cosa que una elección deliberada. 

Jayce, de pie con las manos cruzadas a la espalda, tenía ese porte que imponía sin esfuerzo: la postura recta, la mandíbula relajada, el cabello prolijamente peinado. 

Viktor, a su lado, era otra clase de presencia. Más silenciosa. Más elegante. Con su bastón en una mano y el rostro relajado, parecía hecho para ese atuendo. Las líneas del traje acentuaban su figura con una precisión casi matemática. 

Desde el público, unos estudiantes de primer año los observaban desde atrás de una carpa, cuchicheando entre sí.

—Oye… ¿tú conoces al nuevo socio de Tallis? —preguntó uno en voz baja.

—No… no tengo idea de quién es —respondió otro, con tono curioso—Parece extranjero. Tal vez es un estudiante de intercambio.

—Se ve… no sé. Misterioso, ¿no crees?

Una chica soltó una risita.

—Tiene un rostro muy hermoso —dijo, como quien lo suelta sin pensar.

—¡Hah! Ahí vas de nuevo. ¿Ya te estás enamorando otra vez? — preguntó el muchacho riéndose.

—¡No puedo evitarlo! Es mi tipo —replicó, sin apartar los ojos de Viktor.

A lo lejos, Jayce giró levemente la cabeza, como si hubiera notado algo. Pero no dijo nada

Una voz retumbó en el aire anunciando el siguiente participante en ese instante.

—A continuación, representando a la prestigiosa Academia de Piltover: ¡Joseph Levan y su Torre de Codificación Atmosférica!

Los aplausos estallaron, acompañados de algunos vítores. El apellido Levan pesaba, y no solo por sus méritos. Su familia financiaba media ala este del edificio académico.

Joseph apareció desde un costado del escenario, con paso seguro, lento, medido para que cada movimiento fuera observado. Llevaba un abrigo borgoña oscuro con bordes dorados que brillaban bajo la luz artificial, su cabello perfectamente peinado hacia atrás, y una sonrisa que parecía ensayada frente al espejo.

Tras él, su asistente empujaba un artefacto de más de dos metros de altura, tan ornamentado como su creador. La torre metálica tenía aros giratorios y varias antenas afiladas que se extendían hacia el cielo como lanzas.

Joseph alzó una mano, exigiendo atención con naturalidad.

—Damas, caballeros, distinguidos jueces. Lo que verán hoy no es solo una máquina. Es una declaración de principios.

Se hizo un breve silencio. Solo se oía el sonido de una polea oxidada girando en algún puesto cercano.

—La Torre de Codificación Atmosférica no pretende adaptarse al mundo. Pretende descifrarlo —continuó Joseph, mientras rodeaba el aparato como si presentara una obra de arte.

 —Durante siglos, los cielos han sido caóticos, inestables, caprichosos. Nosotros, en cambio, necesitamos certezas.

Con un gesto elegante activó el panel de control.

La torre cobró vida con un zumbido grave y envolvente. Los anillos superiores empezaron a girar lentamente, y desde el núcleo central emergió una neblina purpúrea.

Una serie de indicadores metálicos se alzaron a los lados de la estructura, mostrando niveles fluctuantes. Uno marcaba la presión, otro la humedad, otro más comenzaba a emitir una secuencia rítmica de luz tenue. A medida que la torre analizaba el aire, pequeñas agujas se movían con precisión sobre esferas grabadas, como si el clima hablara a través de sus instrumentos.

—Este dispositivo interpreta el lenguaje del clima —prosiguió Joseph—. Lo traduce, lo registra y lo anticipa.

 Hizo una pausa y paseó la vista por el jurado, deteniéndose apenas en cada uno como si evaluara sus reacciones.

—¿Su utilidad? Incuestionable: prevención de catástrofes, optimización agrícola, regulación de tráfico aéreo.

Joseph apretó una última palanca y la torre emitió un pulso leve. Un anillo de aire frío se expandió suavemente alrededor de la estructura, y al instante, el vapor de la neblina que aún flotaba cerca se condensó en gotas de rocío suspendidas en el aire. Durante unos segundos, parecían pequeñas perlas púrpuras brillando a contraluz, inmóviles, antes de caer lentamente al suelo.

Los presentes murmuraron, impresionados por el nivel de detalle visual. 

Joseph cruzó las manos detrás de la espalda, con ese aire altivo y calculado.

—En un mundo donde todos quieren destacar —dijo, dejando que su voz fluyera con naturalidad—, no basta con entender el entorno. Hay que dominarlo.

—Gracias por su tiempo.

El aplauso fue inmediato, entusiasta. Algunos incluso se pusieron de pie. Un par de inventores miraban con frustración su propia mesa, como si ya no tuvieran chances.

En la primera fila del jurado, el profesor Corven fue quien aplaudió más fuerte. Incluso asintió con una expresión de sincera aprobación.

—Excelente manejo de concepto y forma —murmuró, lo bastante alto como para que los otros jueces lo oyeran.

Jayce desvió la mirada, conteniendo un gesto.

 —No sé si me molesta más el invento… o cómo lo mira Corven —murmuró en voz baja.

Viktor se limitó a decir:

 —Eso no cambia lo que vinimos a hacer.

Jayce asintió. Luego miró hacia el escenario. La plataforma estaba siendo despejada.

Un asistente se acercaba a la zona de espera con una tablilla en mano.

—A continuación —anunció la voz amplificada—, representando también a la Academia de Piltover: Jayce Tallis… y Viktor. — El presentador hizo una pausa breve. Revisó la hoja que tenía en mano, frunciendo apenas el ceño como si buscara una palabra que no estaba. Finalmente, se encogió de hombros, y con un gesto breve hacia el escenario, se retiró.

Un murmullo vibró entre el público.

Viktor y Jayce subieron al escenario de la plaza empujando el carro juntos. A cada lado, el público se giraba para verlos pasar.

Los jueces los observaban con interés medido… todos, excepto Corven, que apenas ocultaba su escepticismo. Había bajado los brazos tras la ovación a Joseph, aún con el brillo de admiración en los ojos.

Jayce se plantó en el centro de la tarima. No pidió silencio. No lo necesitaba.

—No vamos a contarles lo que hace esto —dijo, sin levantar la voz—. Vamos a mostrárselos.

Una breve risa recorrió la plaza, pero ya lo escuchaban. Con atención.

Caminó despacio hacia el frente de la tarima, con las manos enlazadas detrás de la espalda, como si conversara con una sala llena de colegas, no con una multitud expectante.

—Durante toda esta feria vimos inventos que buscan responder a una necesidad: Transportar algo, interpretar algo… o mejorar algo que ya existe.

 Hizo una pausa.

 —Y eso está bien. Pero…

 Su mirada barrió al público.

—¿Qué pasa con lo que todavía no existe? ¿Qué pasa con lo que ni siquiera sabíamos que necesitábamos… hasta verlo frente a nosotros?

Algunas cejas se alzaron. Otros se inclinaron hacia adelante, como si algo en sus entrañas ya supiera que estaban por presenciar historia.

Jayce se volvió hacia Viktor. Se miraron. Un gesto mínimo.

Viktor asintió, y con un movimiento firme, retiró la lona que cubría la estructura.

El artefacto brilló bajo la luz del atardecer: compacto, elegante, de bordes geométricos y sin ornamentos. El núcleo central, vacío, era apenas un hueco metálico. A simple vista, no decía nada. Parecía inofensivo.

Jayce metió la mano en el interior de su chaqueta y extrajo una pequeña caja metálica. La abrió con ambas manos.

El contenido pareció iluminarse por sí solo.

Heimerdinger se irguió de golpe. Sus ojos se abrieron de par en par, reconociendo lo que estaba por suceder.

Jayce continuó:

—Viktor —dijo simplemente.

Su compañero se acercó al dispositivo y abrió el núcleo.

Y en ese preciso instante.

—¡Esperen, muchachos! —exclamó Heimerdinger alzando una mano.

Algunos miembros del jurado lo miraron, confundidos. Jayce también volvió el rostro hacia él… pero no se detuvo. 

El profesor dio un paso adelante, con la voz más alta esta vez:

—¡Guardias! ¡Deténganlos! ¡Ahora!

Los dos hombres apostados a los lados del escenario vacilaron, pero no llegaron a tiempo.

Viktor ya había insertado el cristal azul en el núcleo.

Un clic.

El artefacto vibró. Jayce giró una manivela lateral rápidamente.

Y entonces estalló la luz.

Una onda azulada irrumpió en el centro de la plaza, envolvente, brillante, pero no hiriente. Una luz viva que no cegaba: resplandecía como un sueño cumplido. Algunas herramientas cercanas comenzaron a flotar en el aire. Una pluma metálica giró sobre sí misma como si buscara una nueva dirección.

Por un momento, pareció que las estrellas habían descendido a la tierra.

La energía no se imponía, solo existía. 

Estable. 

Constante. 

Imposible.

El silencio se volvió absoluto.

Y entonces, Jayce dijo, con voz firme:

—A esto llamamos Tecnología Hextech.

El nombre flotó en el aire.

Y luego vino el aplauso.

Como una tormenta. Palmas, vítores, exclamaciones. Algunos se pusieron de pie. Otros se llevaron las manos al rostro. 

En primera fila, Heimerdinger no se movía. Su rostro era una mezcla de temor y fascinación.

—Eso no debería ser posible…—murmuró.

Pero ya lo era.

Viktor seguía observando el núcleo encendido, con la luz azul reflejándose en su rostro. No sonreía, pero su expresión era serena.

Jayce lo miró por un instante más. Y sonrió, orgulloso.

—Lo logramos —murmuró, para que solo él pudiera oírlo.


Luego de que todo se calmara y que pasaran algunos competidores más, el momento de anunciar al ganador había llegado.

Uno de los organizadores subió al estrado, con un pergamino en la mano.

—¡Los resultados están listos! —anunció el presentador desde la tarima, y la plaza enmudeció al instante.

—Este año, el jurado ha decidido otorgar tres distinciones principales, en reconocimiento al ingenio, la ejecución y el potencial transformador de los proyectos presentados. Queremos felicitar sinceramente a cada uno de los participantes por su esfuerzo, dedicación y creatividad. La calidad de las propuestas ha superado nuestras expectativas, y demuestra que el espíritu de innovación sigue tan vivo como siempre en nuestra comunidad.

Un leve murmullo cruzó entre los asistentes.

—Ahora anunciaré a los tres ganadores:

El tercer puesto, que incluye una beca completa de un año en la prestigiosa Academia de Piltover, es para…

¡El equipo de Ruth y Melissa! Por su invención orientada a la manipulación de especies vegetales capaces de neutralizar toxinas industriales.

Un aplauso cálido estalló en la plaza. Desde el sector de Zaun, se escucharon vítores alegres. Las dos jóvenes se abrazaron antes de dirigirse, emocionadas, hacia la tarima a recibir su medalla.

El presentador esperó a que bajara la ovación.

—El segundo puesto, con acceso directo para colaborar y trabajar en el Laboratorio Central de Desarrollo Energético de Piltover más una mención honorífica de la Academia, es para…

¡Joseph Levan! Por su Torre de Codificación Atmosférica, un sistema capaz de registrar y anticipar fenómenos meteorológicos.

El aplauso fue fuerte. Joseph se puso de pie con compostura, aunque sus dedos apretaban el borde de su cinturón con más fuerza de la necesaria. Subió con paso firme, pero su mirada buscaba a alguien más.

Jayce.

Este no se inmutó. Solo lo observó con serenidad, sin abandonar la calma.

El presentador desplegó la última hoja. El tono de su voz cambió ligeramente. Más solemne.

—Y finalmente… el primer puesto.

Una pausa. El silencio era total.

—Será otorgado el Premio Innovadores, que incluye participación en el Día del Progreso y financiación para futuros proyectos, por votación unánime del jurado a…

Los corazones se aceleraron.

—¡El equipo de Jayce y Viktor!

La plaza estalló.

Aplausos. Gritos. Un rugido incontrolable. Las palmas retumbaban contra el suelo empedrado.

Jayce y Viktor subieron juntos a la tarima.

Recibieron una copa dorada ornamentada con una placa en su base que decía:

“1er Premio – Competencia de Innovadores 6° Edición”.

La primera medalla fue entregada a Viktor por una profesora del jurado. Su expresión era tranquila, pero sus ojos no podían ocultar del todo el impacto del momento.

La segunda medalla la entregó el profesor Heimerdinger.

Jayce se inclinó para facilitarle el gesto. El yordle lo observó con intensidad mientras colocaba la cinta alrededor de su cuello.

—Lograste lo impensado, muchacho —dijo con gravedad—No tenías el permiso para intentarlo —agregó con una chispa en los ojos—. Pero me has demostrado que a veces… las reglas pueden desafiarse con inteligencia.

Jayce sonrió, agradecido.

—Gracias, profesor. Pero no lo hubiera logrado sin mi compañero Viktor.

Heimerdinger ladeó la cabeza y se giró hacia Viktor, que lo observaba con educación, pero sin bajar la guardia.

Dió un par de pasos hasta quedar frente a él. Levantó la mirada, con el ceño ligeramente fruncido, como evaluándolo.

—Siempre es un placer cruzarse con una mente brillante.

Viktor asintió con respeto.

—Un gusto conocerlo, profesor.

Heimerdinger lo observó unos segundos. Luego asintió, satisfecho.

—Hicieron un trabajo excepcional juntos —dijo—. Se nota que no es suerte. —Y agregó—Estoy ansioso por verlos en el Día del Progreso.

 Luego, con una leve inclinación de cabeza, se despidió.

—Piltover va a hablar de esto por mucho tiempo —murmuró, más para sí mismo que para ellos—. Y no sé si estamos listos para lo que sigue.

Y así, se retiró.

Una vez finalizada la ceremonia, los aplausos fueron menguando poco a poco, como una tormenta que se aleja.

Jayce permaneció unos minutos más sobre la tarima, saludando y agradeciendo con esa soltura natural que le era tan propia. Cada nuevo saludo era recibido con una sonrisa, un apretón de manos, una palabra justa.

Viktor, en cambio, se volvió hacia él en voz baja:

—Voy a la carpa.

Jayce le dirigió una mirada cómplice.

—Luego te alcanzo.

Viktor descendió con calma. Aún con la medalla al cuello, caminó entre la multitud que lo seguía con la mirada, pero no lo detuvo. Respondía a las felicitaciones con breves inclinaciones de cabeza.

Cruzó entre las carpas, dejando atrás el ruido, el bullicio, los flashes y los nombres…

Pero desde la sombra de una carpa, alguien observaba.

A Jayce y Viktor, brillando bajo la luz de los aplausos. A Viktor, especialmente.

Joseph Levan mantenía la espalda recta, pero su mandíbula estaba tensa. Apretó los labios, y sus dedos se crisparon contra el borde del guante, marcando con rabia el cuero fino.

—Averigua quién es —murmuró a su asistente que lo seguía, casi sin mirarlo.

—¿El socio de Tallis?

Joseph asintió con un leve movimiento de cabeza, sin quitar la vista del escenario.

—Sí. Ese tal Viktor…

—Quizás es un investigador externo, o un estudiante privado —sugirió, cauteloso.

—O algo peor —dijo Joseph, con voz baja pero cargada.

Se volvió apenas, como para no perder del todo la compostura. 

—Empieza por los registros de Zaun. Si alguien es capaz de construir eso… tiene una historia. Y yo quiero conocerla toda.

El hombre asintió y se alejó rápidamente.

Y sin apartar la vista del escenario, Joseph murmuró para sí:

—Nadie eclipsa a un Levan… sin pagar el precio.

 

 

 

 

 

 

Notes:

Viktor se lleva miradas, algunas buenas, otras no tanto 👀

Chapter 28: Brindis por lo imposible

Summary:

La noche después de la competencia deja espacio para el descanso, alcohol, palabras sinceras y una cercanía inesperada.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Brindis por lo imposible


—¿Estás preparado para lo que se viene? —preguntó Jayce, sin poder contener la energía que todavía le recorría el cuerpo.

Viktor, de pie junto al perchero, se desanudó la corbata con lentitud. La dobló con cuidado antes de dejarla sobre el respaldo de una silla.

—¿Te refieres al Día del Progreso? —respondió, sin levantar la vista.

Jayce caminaba de un lado al otro por la sala de su departamento, como si la emoción de la competencia aún lo impulsara a moverse.

—¡Sí! Vamos a deslumbrar a todo Piltover.

Viktor alzó apenas una ceja.

—Pensé que ya lo habíamos hecho.

—Eso fue solo el comienzo —dijo Jayce, con una sonrisa amplia—. Una guerra de academias, por así decirlo. Pero ahora… ahora viene el verdadero escenario. Toda la ciudad y sus alrededores nos conocerán.

Viktor se quedó quieto, con las manos apoyadas sobre el respaldo de la silla. Sus dedos, largos y delgados, se flexionaron con inquietud, como si evaluaran la textura.

—Ahora podrías hacer tu autómata, ¿no es eso genial? —soltó Jayce mientras se dejaba caer sobre el sillón con aire triunfal.

Viktor giró la cabeza para mirarlo. No dijo nada al principio, pero la posibilidad lo sorprendió más de lo que habría querido admitir. Una calidez inesperada le recorrió el pecho.

Jayce notó el brillo en sus ojos.

—Esto merece un brindis —dijo de pronto, poniéndose de pie.

Se dirigió a la cocina, rebuscó entre las botellas y sacó una de champagne. Tomó dos copas limpias de la alacena y volvió al centro del departamento con una energía renovada.

—¡Vamos! —exclamó, destapando la botella.

¡Puff!

La tapa voló y rebotó contra el borde de la mesa antes de caer al suelo.

Luego sirvió el líquido burbujeante en ambas copas y alzó la suya.

—Por lo imposible —dijo, mirándolo con una sonrisa sincera—. Por haberlo hecho posible… juntos.

Viktor alzó su copa en silencio y sostuvo la mirada de Jayce unos segundos. Este bebió con entusiasmo, mientras él lo hacía con lentitud, como si saboreara la bebida por primera vez.

Frunció el ceño casi de inmediato.

Jayce lo vio y soltó una risa ahogada.

—¿No te gusta?

—Sabe... a metal con burbujas.

—Pero qué crimen acabas de cometer...

—He hecho cosas peores —respondió Viktor, con total serenidad mientras salía hacia el balcón.

Jayce soltó una carcajada, sacudiendo la copa.

—Eso no me deja más tranquilo, ¿sabes?

Desde el balcón, la noche de Piltover se desplegaba frente a ellos como una pintura: luces doradas titilaban en las torres altas, mientras una brisa templada arrastraba el murmullo lejano de la ciudad.

Viktor se estiró, apoyándose levemente en el bastón, rengueando un poco más que de costumbre por el cansancio acumulado del día.

Jayce le sirvió un poco más de champagne en la copa.

—No más, gracias…

—Oh, vamos. Ya casi se termina. —insistió Jayce con una sonrisa cómplice.

Le dio otro sorbo a la suya.

—Creo que nunca me sentí así de feliz en mi vida. ¿Y tú? —preguntó de pronto, mirándolo de costado.

—¿Feliz?... Supongo que sí —respondió Viktor.

—¿“Supones”? Tienes que dejar de pensar tanto, Vik.

Era cierto. No se había detenido a disfrutar el momento tanto como él.

—¿Y cómo se hace eso? —preguntó con sincera curiosidad, girando apenas el rostro.

Jayce soltó una risa sincera.

—Bueno… eso sí que suena imposible para ti, ¿eh?

Se quedaron en silencio unos segundos, contemplando la ciudad. El viento agitaba con suavidad los pliegues de sus abrigos.

—Lo imposible… —dijo Viktor, sin apartar la vista del horizonte—. Hay quienes ni siquiera tienen permitido intentarlo. 

Jayce giró la cabeza, intrigado.

—¿Cómo que no? Si uno quiere algo, lo persigue. Como hicimos nosotros.

Viktor dejó la copa sobre la baranda y se tomó un momento antes de responder.

—Eso solo funciona si uno tiene tierra firme bajo los pies... Hay quienes caminan sobre cuerdas tensas, con público mirando… esperando que caigan.

Jayce frunció levemente el ceño.

—Pero eso no debería detenerlos... ¿o sí?

—No. Pero a veces… simplemente no tienen permitido avanzar. 

—No tienen permitido…¿por quién? — lo miró, confundido.

—Por nadie en particular… o por todos —dijo Viktor, sin levantar la voz, como quien enuncia un principio que ha comprobado demasiadas veces—. Hay cadenas que no necesitan candados. Basta con que te recuerden todo el tiempo que están allí.

 Hizo una pausa breve. El silencio se alargó, espeso, antes de que añadiera:

—Hay normas tan antiguas que nadie recuerda quién las escribió. Y sin embargo, todos las repiten como si fueran verdad.

Jayce ladeó la cabeza, más atento que antes.

—¿Qué clase de normas?

—Las que definen quién merece ser escuchado. Quién puede darse el lujo de fallar e intentar otra vez… Quién es visto como un genio… y quién como una mera herramienta. 

Sus dedos jugaban con el borde de la copa, como si midiera el peso de lo dicho.

Jayce lo observó en silencio unos segundos. Luego, con un tono más serio, preguntó:

—¿Tú creés que seguimos atados… incluso ahora?

—Creo... que la mayoría no se da cuenta de las cadenas hasta que intenta moverse. Y para entonces… ya duelen.

—Tal vez. Pero si duelen... también significa que ya no se ajustan. Que algo cambió, y ahora te aprieta porque ya no encajas donde antes sí.

Viktor lo miró de costado, curioso.

—El mundo no cambia solo —agregó Jayce, bajando un poco la voz— Pero a veces… basta con que alguien empiece a moverse. ¿No crees?.

—Eres bueno encontrando la grieta por donde entrar —dijo Viktor en voz baja, con una sombra de ironía afectuosa—. Quizás tengas razón.

Jayce sonrió, alzando levemente su copa.

—¿Eso fue un “estoy de acuerdo contigo”, Viktor?—preguntó, tomando luego otro trago.

—No te emociones. Solo fue una observación técnica.

Ambos rieron por lo bajo. La conversación se fue diluyendo en el murmullo constante de la ciudad y el roce del viento nocturno. Los minutos pasaron sin apuro, y Jayce, copa en mano, siguió bebiendo con la despreocupación de quien ya no mide. Entre lo que había tomado en la feria y lo que quedaba en la botella, su voz se volvió más suelta, sus movimientos menos precisos, y esa chispa entusiasta que lo caracterizaba empezó a inclinarse hacia la torpeza encantadora de quien ya cruzó la línea del buen juicio.

En un momento, sin previo aviso, Jayce estiró el brazo y señaló vagamente hacia la ciudad.

—¿Ves esa torre? —preguntó, entrecerrando los ojos— Me subí una vez. A escondidas. Casi me expulsan de la Academia.

—Sorprendente —respondió Viktor, alzando una ceja—. Nunca habría imaginado tal nivel de rebeldía juvenil en ti.

Jayce soltó una risa.

—Lo hice por una apuesta... No gané... Me caí. Terminé con un tobillo torcido…

—Entonces es una historia perfectamente coherente con tu historial.

Jayce lo miró con la boca entreabierta, fingiendo indignación.

—¿Estás insinuando que soy impul…impulsivo?

—No. Estoy afirmándolo con evidencia.

Jayce rió de nuevo, pero esta vez tropezó un poco al apoyarse en la baranda. Viktor se enderezó, atento, pero Jayce se estabilizó por sí solo. Luego se giró hacia él, con la copa aún en la mano.

—¿Tú nunca perdiste el control? Ni una vez.

Viktor no respondió de inmediato. Lo observó en silencio, como midiendo si valía la pena dar una respuesta sincera a alguien que probablemente no la recordaría del todo por la mañana.

—Cuando era más joven… no era algo que pudiera permitirme.

Jayce ladeó la cabeza con lentitud, la copa ya vacía colgando de su mano.

—¿En… Zaun?

—En las afueras… —Una pausa breve—. Había muchas…reglas. Algunos días, todo lo que podía hacer era seguir instrucciones y no llamar la atención.

—Porque si lo hacías…te metías en problemas, ¿no?

—Si lo hacías, no te dejaban ir.

No había drama en su voz. Lo decía como quien nombra la lluvia, o la herrumbre. Algo que pasa y punto.

Jayce no supo qué contestar de inmediato. Bajó la cabeza, y se tambaleó un poco.

—Eso es una mierda. —Fue lo primero que dijo. Y luego, como si entendiera que no bastaba, agregó—. Perdón. Quiero decir… eso es una gran mierda. No sé decirlo mejor.

—Ya lo dijiste —respondió Viktor, sin molestia.

Jayce lo observó. No entendía del todo. No aún. Pero la forma en que Viktor hablaba… lo detuvo.

—¿Y ahora?…¿Ya… ya puedes soltar el control? —preguntó, con más suavidad.

—A veces. —Luego añadió, casi en un susurro—. Hay días en los que mi cuerpo todavía pide permiso antes de moverse.

Jayce lo miraba con esa expresión un poco desenfocada, pero honesta. Sus ojos brillaban, quizá por el alcohol, quizá por el peso del día. Y entonces, sin más, acortó la distancia y apoyó una mano en el brazo de Viktor. Un gesto torpe, sin mucha coordinación, pero sincero.

—De verdad… no deberías tener que pedir permiso nunca —dijo, arrastrando un poco las palabras—. Ni moverte con cuidado. Ni medir lo que dices… eres... brillante, Vik.

Viktor parpadeó. 

—Has tomado demasiado.

—No… Bueno, sí. —sonrió Jayce.

Y sin dar más aviso, su cuerpo se venció hacia adelante. La frente de Jayce chocó levemente contra el hombro de Viktor, y unos segundos después todo su peso lo siguió.

—Jayce... —dijo Viktor, sin moverse, mientras intentaba calcular el ángulo para no caer también él.

Jayce se acomodó como si nada, como si su hombro fuera una almohada perfectamente diseñada para ese momento.

—Solo... un segundo —murmuró—. Eres cálido y… hueles muy bien... No lo imaginaba.

—Definitivamente estás borracho.

—Shh…

Viktor suspiró. Intentó enderezarlo, pero Jayce era más alto, más ancho y, en ese momento, completamente inútil.

—Te advertí con la cuarta copa… —dijo mientras lo empujaba con poca fe hacia el interior del departamento.

Cada paso era una batalla de equilibrio y peso muerto. Jayce murmuraba cosas que ya no tenían mucho sentido, y cada tanto resbalaba lo justo para casi arrastrar a Viktor con él.

—No estoy hecho para esto… —masculló Viktor mientras lo guiaba como podía hasta la cama.

Logró sentarlo en el borde con dificultad. Jayce se dejó caer hacia atrás con un suspiro profundo y los brazos abiertos, como si se entregara a la gravedad.

—N-no.. te vayas…  —balbuceó vagamente, mientras se rendía finalmente al sueño.

Viktor lo observó desde arriba, despeinado y aún recuperando el aliento. Tras unos segundos, se inclinó con cuidado y le acomodó la pierna que había quedado torcida al desplomarse.

—Eres un caos —susurró, más para sí que para él.

Le recogió la manta desde el pie de la cama y la extendió con cuidado, cubriéndolo sin apuro.

Se quedó un momento más junto a la cama, observando en silencio. Luego apagó la luz y salió sin hacer ruido.

En el pasillo, se detuvo un instante, como si necesitara recomponer el aliento. Después giró y caminó hacia la sala, arrastrando levemente el pie izquierdo. El bastón golpeaba el suelo con un ritmo suave, pausado, que resonaba bajo en la quietud de la noche.

La penumbra era amable. Solo la luz amarilla que venía de la calle iluminaba los bordes del sofá y la silueta de la mesa de trabajo. Todo estaba aparentemente en su lugar.

Se acercó al sofá y tomó la manta del respaldo. La desplegó con un gesto breve y la dejó caer sobre el colchón extendido. Luego se sentó despacio, con el cuerpo ligeramente vencido por el peso del día, y dejó escapar un suspiro bajo, casi sin darse cuenta.

Se descalzó en silencio y se recostó de lado, cubriéndose hasta el pecho. Apoyó la cabeza contra el borde de la almohada, los ojos cerrados, pero sin llegar a dormirse.

Sentía el cuerpo activo, pero tibio. Blando. Como si la noche lo hubiese aflojado por dentro y no supiera qué hacer con eso.

El “no te vayas” aún le rondaba en la cabeza. Jayce lo había dicho en voz baja, casi arrastrando las palabras, perdido entre el sueño y el cansancio. No sonaba a algo consciente. Ni serio.

Viktor intentó no darle demasiada importancia. Pero algo en él se había detenido al oírla.

Abrió los ojos. Fijó la vista en el techo.

—Estás pensando demasiado otra vez —murmuró.

Rodó hacia un costado, despacio. Tiró de la manta hasta cubrirse los hombros. El roce de la tela le pareció más frío de lo habitual.

Cerró los ojos de nuevo. Esta vez más lento. Y en ese gesto sencillo, al fin, se permitió dormir.

Notes:

¿Viktor siente algo por Jayce? Nah... no es posible.

Chapter 29: Un paso fuera de lugar

Chapter Text

Jayce se despertó con la cabeza pesada y la boca seca, como si hubiera pasado la noche respirando aire de fundición.

Tardó unos segundos en ubicarse. La luz se filtraba a través de las cortinas del dormitorio, más fuerte de lo que le habría gustado, y tenía la chaqueta arrugada a los pies de la cama. Se llevó una mano al rostro, frotándose los ojos con un gesto lento. Su cráneo palpitando al ritmo exacto de cada copa que no debió haber tomado.

Se sentó lentamente.

—Ugh...

Se levantó, aún con la ropa del día anterior, y salió al pasillo. Lo primero que notó fue el silencio. Ese tipo de silencio que no suena a tranquilidad, sino a ausencia.

La sala estaba vacía. El sofá cama replegado, con la manta doblada con ese orden cuidadoso que Viktor aplicaba a casi todo. Su bastón no estaba por ningún lado.

Jayce se quedó quieto, esperando... algo. Un sonido desde la cocina, una tos, una nota. Caminó hasta el respaldo del sofá. No había nada.

Frunció el ceño.

¿Se fue temprano? ¿A dónde?

Trató de pensar, pero algo le picaba por dentro. Una incomodidad tibia. 

Fue a la cocina. Encendió la cafetera, hizo girar la perilla del gas y colocó una dosis de tónico matinal en un vaso con agua. Lo bebió de un trago, sabiendo que iba a saber horrible. Así fue. Cerró los ojos, y apoyó el vaso con fuerza sobre la mesada.

—Fantástico.

Mientras el café se calentaba, se quedó de pie, mirando por la ventana que daba a las calles. Piltover ya estaba despierta. Se oían ruedas metálicas, pasos acelerados, algún silbido lejano de maquinaria.

¿Por qué no dejó una nota?

Cuando el café estuvo listo, lo tomó casi sin respirar y luego fue al baño a darse una ducha. El reflejo en el espejo lo miró con un gesto cansado. 

Viktor no tiene la llave.

…debo irme o llegaré tarde.

Se vistió con el uniforme de la Academia. Ajustó los botones con manos algo torpes. Tomó su bolso, lo cruzó al hombro, y antes de salir, miró una vez más el respaldo del sofá.

El camino a la Academia estaba más concurrido de lo habitual. Algunos comerciantes comenzaban a instalar sus puestos móviles, los trenes de riel pasaban a toda velocidad sobre los puentes superiores, y los estudiantes caminaban en grupos pequeños, uniformados, hablando con entusiasmo.

Jayce avanzaba entre ellos como un imán de miradas.

—¡Es Jayce Tallis!

 —¿Viste lo que hizo en la competencia?

 —Dicen que su compañero es de Zaun. El que usa bastón.

 —¡El hextech es increíble!

Se limitaba a sonreír y saludar con la cabeza. Respondía sin detenerse demasiado. Ya estaba acostumbrado a cierto nivel de atención, pero esta vez se sentía… más personal. Como si ya no fuera solo un estudiante brillante, sino alguien que había cruzado una línea.

El portón principal de la Academia estaba abierto, flanqueado por dos guardias uniformados. Jayce lo atravesó sin frenar y se dirigió al laboratorio principal. Al pasar, alguien le tocó el hombro.

—¡Tallis!

Era uno de los asistentes técnicos del ala de investigación.

—¿Vendrá tu colega hoy a la Academia? El… Viktor, ¿cierto?

Jayce se detuvo un segundo.

—No lo creo. Salió temprano —dijo, y luego agregó—. quizás mañana.

El asistente asintió, no del todo convencido, y siguió su camino.

Jayce continuó por el pasillo largo de techos abovedados, cada paso resonaba un poco más de lo habitual. 

Cuando entró al laboratorio, encontró a Heimerdinger de pie sobre una tarima, rodeado de planos, libros y tubos de ensayo quien lo saludó sin girarse.

—Ah, Jayce. Justo a tiempo. Ven, ven.

Jayce se quitó el bolso y lo dejó junto al banco de trabajo.

—Buenos días, profesor.

—Espero que hayas descansado. Tenemos mucho que planear para el Día del Progreso. El Consejo espera una demostración completa, no solo de funcionamiento, sino también de impacto social y seguridad.

Jayce asintió, aunque todavía no había terminado de encajar del todo en su propio cuerpo.

—Sí…claro. Podemos empezar por el núcleo hextech. Tengo los registros de calibración.

—¡Excelente! También necesitaremos definir quién estará a cargo de la exposición oral. ¿Tú o tu socio?

Jayce dudó.

—Aún no… hemos decidido nada. Pero se lo voy a preguntar.

Heimerdinger lo miró por encima del marco de sus gafas.

—Mejor si lo hacen juntos. Es importante que la presentación refleje su colaboración.

Jayce asintió, esta vez más firme.

—Lo haré.

Luego volvió a concentrarse en sus notas, aunque a medias. Sus pensamientos saltaban de una cosa a otra. La presentación del Día del Progreso, las clases, los plazos... y Viktor. No estaba especialmente preocupado. Sabía que podía cuidarse solo. No era la primera vez que se había ido. Aún así, era extraño no haber tenido ni una nota, ni un mensaje.

—Viktor es de Zaun, ¿cierto?

Jayce se detuvo un segundo, sorprendido por la pregunta del profesor.

—A-ah… sí, profesor. Lo es. — dijo, sin estar del todo seguro. 

Nunca le había preguntado dónde había nacido exactamente.

Heimerdinger asintió.

—Zaun tiene personas muy talentosas —dijo Heimerdinger, con tono tranquilo mientras pasaba las páginas de un informe—. Los mejores avances no siempre vienen de los lugares más pulcros. A veces surgen en condiciones adversas, donde la necesidad obliga a pensar distinto. Por eso es importante que gente como Viktor tenga una voz en Piltover. Y que tú la escuches.

—Gracias, maestro —dijo, asintiendo lentamente—. Lo voy a tener en cuenta.

Heimerdinger recogió sus papeles y bajó del taburete con un leve salto.

—Lo importante, es recordar que la ciencia no solo construye máquinas. También construye puentes.

Y con eso, salió del laboratorio, dando pequeños pasos cortos pero decididos.

Jayce lo siguió con la mirada un momento y luego bajó la vista a sus notas, aunque no las estaba leyendo.

¿Escucho su voz?

El pensamiento le cruzó la mente rápido, incómodo.

¿O solo doy por hecho que estamos en la misma página?

Sacudió la cabeza levemente, como si así pudiera despejarla. Volvió a acomodar las hojas, leyó una fórmula por tercera vez sin entenderla del todo, y se forzó a tomar apuntes, aunque su concentración iba y venía como si estuviera mal calibrada.

Dos horas después, no había avanzado mucho con su estudio ni con la planificación del Día del progreso. 

Miró el reloj. Tenía clase de física.

Exhaló, cansado y deseando que la clase fuera de práctica experimental. Lo menos que quería hacer era forzarse a hacer más cálculos. 

Luego salió del laboratorio con dirección a la sala este de la Academia, dónde se impartían las clases.

Cruzó el pasillo, fue al doblar la esquina, justo antes de los ventanales, cuando vio a un hombre, bien vestido en el pasillo. Traje oscuro, postura impecable, rostro pulido. No era profesor. No era estudiante.

—Ingeniero Talis —saludó el hombre con una leve inclinación—. Rivenhall. Asistente del consejero Salo.

Jayce lo reconoció por nombre, no por trato. Apretó los labios y asintió, cortés.

—Un gusto.

—Tuve la oportunidad de asistir a la competencia hace unos días —dijo Rivenhall, con un tono tan calmado que casi sonaba ensayado—. Fue una presentación…impresionante.

Jayce se forzó a sonreír.

—Gracias. Fue un esfuerzo en conjunto.

—Claro. También hablé con el profesor Heimerdinger esta mañana. Me pareció útil conocer su opinión de primera mano…Por supuesto —añadió, con énfasis—. Ya se la he transmitido al consejero Salo.

Jayce asintió, aunque algo en el estómago le dio un giro.

—¿Le interesó?

—Mucho. Especialmente el potencial de aplicación. Salo está atento a todo avance que pueda derivar en soluciones prácticas. Tecnología con impacto real. Con valor. —Hizo una pausa breve, lo justo para que las palabras pesaran— Valor que potencie a Piltover. 

Jayce respiró hondo.

—Lo entiendo.

—Confío en que lo hará —dijo Rivenhall con una sonrisa fina.

Jayce asintió de nuevo, más lento esta vez.

—Estamos trabajando para que así sea.

—Eso espero. El Día del Progreso no es una feria. Es más bien una…vitrina. Pero por supuesto, eso ya lo sabes.

Rivenhall se acomodó el cuello del saco y dio un paso atrás.

—Nos veremos allí. Que tenga un excelente día.

Y se alejó con pasos suaves, perfectamente medidos, sin mirar atrás.

Jayce se quedó en el pasillo un momento más, la espalda un poco más tensa que antes. Sintió cómo la euforia del logro se deshacía un poco y se transformaba en otra cosa… en presión.


La puerta seguía siendo del mismo azul desgastado. La pintura se había descascarado aún más en los bordes. Ningún cartel anunciaba la librería, solo la madera vieja, agrietada, y la campanilla oxidada que sonó con un timbre agudo cuando Viktor la empujó.

—¿Una rata o alguien que al fin viene a devolver un libro? —gritó la voz de la señora desde algún rincón del caos literario.

—Solo alguien que todavía recuerda dónde guardas las tazas de té. —dijo Viktor desde la puerta.

Ella apareció al instante entre dos estanterías inclinadas, con el chal mostaza sobre los hombros y las gafas como siempre, descentradas y rayadas.

Se quedó quieta. 

—¡Viktor! —exclamó, sin necesidad de disimular la sorpresa—. Y yo que pensé que esta puerta no volvería a verte pasar…

Él entró sin apuro, como si no hubieran pasado tantos meses. Llevaba un paquete envuelto en papel pardo y una caja de madera bajo el brazo.

—El tiempo pasó muy rápido —dijo él, sin levantar demasiado la voz.

—Más lento del lado de quien se queda esperando —respondió ella, soltando el aire—. Esta anciana se preocupó por ti. Llegué a pensar que te habían atrapado esos tipos que te buscaban.

Viktor negó suavemente con la cabeza, bajando la mirada.

—No me encontraron. 

Ella lo miró fijo por un segundo más, como queriendo asegurarse de que hablaba en serio. Luego se acercó sin más preguntas.

—Para ti —dijo simplemente Viktor, tendiéndole el paquete y la caja.

La anciana alzó las cejas, encantada.

—¿Me trajiste algo? Me encantan los regalos. Y más si vienen sin fechas ni excusas.

Con dedos torpes, empezó a abrir el envoltorio. Dentro encontró una caja con pequeños frascos de cristal, cada uno etiquetado con caligrafía prolija. Lo olió antes de leer.

—¿Té de manzanilla azul? ¿Y este... de flor de vapor? ¿Qué diablos es esto?

—Variedades de Piltover —explicó Viktor—. El primero es dulce, el segundo sirve para el insomnio. Y el tercero…

—¡Hay un tercero!

—…tiene un aroma especiado, pero va bien con miel.

—Esto es un lujo —dijo ella, sonriendo de oreja a oreja—. ¿Y la otra cajita? ¿Hay otra sorpresa?

Viktor se la pasó en silencio. Ella la abrió despacio, curiosa. Dentro encontró un lente nuevo, con marco metálico delgado, ajustable. A su lado, una pequeña herramienta diseñada por él para calibrarlo fácilmente.

Ella se quedó mirándolo, sin hablar por un momento.

—¿Esto también es de allá arriba?

—Lo armé con lo que tenía. Pensé que tu vista ya debía estar hartándose de esas gafas viejas.

La anciana se rió entre dientes.

—Sabía que tenías buena cabeza, pero no que la usaras para acordarte de los anteojos de una vieja.

Se probó los lentes.La anciana entrecerró los ojos y lo miró con más detalle, de arriba abajo.

—¡Oh, pero qué distinto te ves! —exclamó—. Mira esa chaqueta, esos guantes, ese corte limpio…Podrías ser el héroe de una tragedia romántica, de esos donde el héroe tiene el cuello alto, el cabello oscuro y una carta sin enviar.

Viktor alzó apenas una ceja.

—¿Y eso es bueno o malo?

—Depende. Si al final no mueres trágicamente, es muy bueno.

—Haré lo posible por evitarlo.

—Hazlo. Ya hay suficientes personajes dramáticos en esta ciudad —dijo ella, sonriendo mientras se dirigía a poner el agua—. Y no todos traen té de regalo.

La tarde pasó sin apuro entre las paredes de la librería. La anciana le contaba a Viktor cosas de su día a día: cómo un gato callejero había adoptado la entrada, cómo había conseguido nuevos libros, cómo un niño del sector venía a leer cada tanto, aunque decía que los libros “olían a abuela”.

Viktor escuchaba en silencio, bebiendo a sorbos lentos. Escuchando y hablando de sí mismo cuando ella le preguntaba directamente.

—¿Y tú? —preguntó, ya con la segunda taza servida—. ¿Cómo se ve la vida desde allá arriba?

Viktor se tomó un momento antes de responder.

—Limpia. Ordenada. Sin explosiones …

La señora soltó una carcajada, con ese sonido áspero que llenaba la habitación mejor que cualquier chimenea.

—¡Pero eso es bueno!

Viktor encogió apenas un hombro.

—No estoy seguro —respondió él, con una sonrisa suave.

Ella rió un poco más , y luego se quedó mirándolo un instante, como grabando la escena en su memoria.

Más tarde, cuando él se puso de pie para irse, ella lo acompañó hasta la puerta. La luz artificial del callejón se asomó por la puerta.

—Cuídate Viktor, y no te olvides de dormir de vez en cuando… No eres una máquina, ¿Sabes?

Viktor asintió, con una leve sonrisa que apenas le tocó la cara. No dijo nada.

Luego se dio media vuelta y se marchó, dejando atrás el azul desgastado de la puerta.

Caminó por los callejones poco iluminados del sector bajo, con la capucha de la capa cubriéndole parte del rostro. Aunque conocía bien cada atajo y cada sombra, no podía ignorar que sus ropas ahora lo marcaban: telas limpias, abotonadas, no propias de un zaunita común. No quería problemas, ni preguntas, ni que nadie pensara que llevaba algo valioso.

Ajustó el paso, apoyándose en el bastón con cuidado en cada tramo irregular del suelo. El tutor mecánico en su pierna emitía un leve zumbido con cada movimiento.

El lugar a donde se dirigía quedaba lejos del sector 4, más cerca del viejo límite con el cinturón de fundición. Le tomó casi una hora llegar hasta allí. Pasó entre voces bajas, miradas fugaces y vapor saliendo de las rejillas.

Cuando finalmente llegó, la reconoció antes de verla completa.

La puerta ennegrecida. El marco ladeado. El cartel colgando torcido, como si se negara a caer por pura obstinación.

Empujó la puerta.

El interior no había cambiado en lo absoluto.

La misma madera húmeda. Las mismas lámparas de vidrio opaco colgando del techo con cadenas oxidadas. El aire olía a sudor, tabaco barato y sopa recalentada. Las mesas estaban ocupadas por los de siempre: trabajadores de la fundición, técnicos de tercera, gente sin nombre ni papeles. Hablaban bajo. Nadie reía demasiado fuerte.

El sonido de la puerta hizo que algunas cabezas se giraran, pero al ver que era solo un encapuchado apoyado en un bastón, volvieron a sus vasos.

Viktor bajó la capucha con lentitud. Dejó que la luz tenue revelara su rostro.

Al otro lado de la barra, Tessa lo reconoció al instante.

—Bueno, bueno… —dijo, alzando la voz lo justo—. Miren eso. Un fantasma se cansó de asustar a los ricos y vino a espantarme la clientela.

—Hola, Tessa.

—No, no. Nada de “hola” como si hubieras salido a comprar pan —dijo, dejando el trapo con un golpe seco sobre la barra—. Hace meses que no pisas este suelo. Me estaba empezando a olvidar del ruido de ese bastón tuyo.

—Y yo a no escuchar tus quejas... pero aquí estamos.

Tessa entrecerró los ojos, luego soltó una carcajada y salió de detrás de la barra. Le dio una palmada firme en el hombro a modo de saludo.

—¡Ouch! —se quejó Viktor, frunciendo apenas el gesto.

—Ja. Veo que sigues igual de debilucho que siempre —dijo ella, sin pizca de arrepentimiento.

Luego lo miró de arriba abajo midiendo su ropa con una ceja levantada.

—Con esa capa pareces un diplomático. ¿Qué es eso? ¿Cuello doblado y todo?

—No preguntes.

—¿No preguntes? ¡Te vi durmiendo atrás con los pies congelados y la cara llena de mugre! No vengas con más misterios ahora.

Viktor tomó asiento en uno de los taburetes de la barra. La madera crujió como si lo reconociera también.

—¿La sopa todavía tiene el mismo sabor a cebolla ácida?

—Más bien a lo de siempre: lo que hay. ¿Quieres un plato?

—Sí, si no es molestia.

Tessa resopló, girándose hacia la cocina.

—Molestia es volver a verte sin aviso... Pero bueno... ya me estoy acostumbrando a que los ingratos regresen.

—Suenas amarga. ¿Qué pasó, una ex-novia volvió a tu vida?

—Ya estarías ayudándome a esconder el cuerpo si fuera así —dijo Tessa, alzando la voz desde la cocina.

Volvió unos segundos después con un plato humeante de sopa y lo dejó frente a Viktor sin ceremonia.

Él tomó una cucharada. El sabor era el mismo de siempre. Cebolla ácida.

Después de un momento, mientras secaba un vaso con movimientos lentos, Tessa habló sin mirarlo:

—Qué curioso que hayas venido hoy. 

Viktor levantó la vista, atento al tono de su voz.

—¿A qué te refieres?

Tessa dejó el vaso sobre la repisa, con calma.

—Si hubieras venido ayer, te llevabas una sorpresa —dijo, haciendo una breve pausa—. Tu vieja amiga Sky pasó por aquí.

Viktor alzó ambas cejas al oír el nombre. El gesto fue leve, pero imposible de ocultar.

—¿Sky vino hasta aquí? ¿Dónde está ahora?

—Solo pasó un rato. Me dijo que era su día libre. Al parecer ahora tiene más tiempo para ella. Me sorprendió que eligiera este lugar para venir.

Viktor se quedó quieto, la cuchara suspendida sobre el plato. La palabra día libre le dio vueltas un momento. Antes, eso no existía para nadie. Ni para los criados como ella.

Tal vez ahora trabajaba en otro sitio. Tal vez ya no estaba atada a la mansión que ambos recordaban.

—¿Está bien?

—Se veía bien —dijo Tessa, mirándolo de reojo mientras continuaba con los vasos—. Me preguntó por ti... Dijo que necesitaba hablar contigo.

Hizo una pausa breve, y agregó en tono más seco:

—Le dije que nunca me contaste nada de tu paradero. Pero que había rumores de que estabas allá arriba.— dijo Tessa honestamente.

Viktor asintió con la mirada baja.

—¿Tienes idea de qué quería?

—Mencionó que tenía que mostrarte unos papeles…No me dijo más.

—¿Papeles? —repitió él, frunciendo el ceño—. ¿Qué clase de papeles?

Tessa se encogió de hombros.

—Lo único que me dijo fue que no la buscaras. Que te va a encontrar ella, cuando sea seguro.

Viktor se quedó en silencio, procesando lo que acababa de escuchar. El plato enfrente ya estaba tibio, pero no hizo el intento de tocarlo de nuevo.

Tessa lo observó de reojo, apoyada contra la barra, con el trapo aún en la mano.

—No te metas en problemas, ¿sí? —dijo sin vueltas—. Si Sky dijo que va a buscarte, deja que lo haga. No vayas a hacer alguna estupidez por impulso.

Viktor asintió sin levantar la vista.

—Y no creo que haga falta decírtelo, pero si allá arriba las cosas se complican… puedes volver aquí. Siempre es bienvenido alguien que me arregle los taburetes flojos.

—...Lo sé —respondió Viktor, con un dejo nostálgico en la voz.

Después de ese último intercambio, la conversación se volvió más pausada. Tessa, aunque atenta, ya no podía concentrarse del todo en Viktor. Los clientes comenzaban a llegar en grupos más ruidosos, algunos reclamando cerveza, otros discutiendo sobre cualquier cosa. La taberna volvía a moverse, y con ella, Tessa también.

Viktor entendió la señal sin necesidad de palabras. Se puso de pie, acomodó la capa sobre sus hombros y se despidió con un leve gesto.

Salió al callejón con la cabeza llena de pensamientos. Sky había estado allí. Había preguntado por él. Y no solo eso: quería encontrarlo, le había dejado un mensaje. ¿Era una advertencia sutil? ¿O una urgencia?

No lo sabía. Pero algo estaba claro: no era una coincidencia que hubiera aparecido justo el día de la competencia.

Pensó en el evento. No había sido público. Sino un círculo cerrado entre estudiantes, académicos y jueces. Casi nadie externo, ninguna exposición masiva.

¿Entonces cómo? ¿Qué había cambiado?

Viktor avanzó entre las sombras de Zaun con el paso algo más lento. El bastón golpeaba el suelo con su ritmo habitual, pero su mente iba más rápido.

Solo sabía una cosa con certeza:

A partir de ahora, debía tener más cuidado.

 

Chapter 30: Quédate

Summary:

Viktor vuelve al departamento de Jayce, y este le insiste en que lo acompañe a la Academia.

Notes:

Estuve con mucho trabajo y estrés , no pude dedicarme tanto a escribir. 🥺
Creo que ya estoy de vuelta. Extrañaba a este dúo💕

Chapter Text

La ciudad de Piltover era más silenciosa por las noches, más contenida… 

Viktor caminaba despacio y entre las sombras, en su cabeza aún resonaban las palabras que había dicho Tessa. 

Sky me tiene que decir algo…

Cuando llegó a la puerta del departamento de Jayce, no tocó de inmediato. Se tomó un segundo. Luego dió dos golpes secos.

La puerta se abrió casi al instante.

Jayce apareció con una expresión que mezclaba sorpresa y un alivio que apenas alcanzó a disimular.

—Viktor —dijo, alzando ambas cejas—. Pensé que... no ibas a volver esta noche.

—¿Es un mal momento? —preguntó Viktor, sin moverse del umbral.

—Por supuesto que no —respondió Jayce, haciéndose a un lado—. Adelante, entra.

Viktor cruzó el umbral sin apuro, quitándose la capa con gestos medidos. La dejó sobre el respaldo de una silla.

La habitación estaba en penumbras, con papeles esparcidos sobre la mesa y el sonido lejano de la cafetera desde la cocina.

—¿Dónde estuviste? —preguntó Jayce, intentando sonar casual—. Creí que hoy íbamos a empezar con lo del Día del Progreso.

—Fui a Zaun —respondió Viktor—. A visitar a un par de personas…

—Ah... ¿Todo en orden?—preguntó Jayce con cautela.

No quería admitir que había muerto de preocupación por él. Y también sentía más curiosidad de la que se atrevía a mostrar.

Viktor levantó la cabeza y, tras una breve pausa, asintió con una leve sonrisa.

Jayce lo observó un instante, buscando algo más allá de las palabras. Pero, como casi siempre, no dijo nada.

No era la primera vez que Viktor se guardaba detalles. Y Jayce había aprendido —o preferido aprender— a no forzar respuestas. Si decía que todo estaba bien, entonces lo estaba. O eso quería creer.

Fue a la cocina. Levantó la cafetera justo antes de que rebalsara. Pero parte de su mente seguía atrapada en otra conversación, en otro lugar. Las palabras del asistente de Salo seguían dando vueltas como un eco mal cerrado:

Esperamos ver algo verdaderamente importante para Piltover.”

La presión se había colado entre sus pensamientos como una fuga constante. El Día del Progreso se acercaba, y cada día parecía menos tiempo.

Jayce volvió con dos tazas de café, colocó una enfrente de Viktor, ahora sentado a la mesa de trabajo.

—Le puse leche y azúcar, como te gusta.

—Ah… gracias, Jayce —respondió Viktor, con un breve asentimiento.

Jayce dio un sorbo al suyo y luego se acercó al escritorio, rebuscando entre los papeles apilados.

—Mira —dijo, mientras volvía con un par de hojas y un cuaderno abierto—, estuve avanzando un poco hoy en la academia con el tema de la presentación.

Dejó los documentos frente a Viktor.

—No es definitivo, pero Heimerdinger me sugirió que armemos una línea clara: algo visual, algo que impacte sin que tengan que entender todo el sistema. Pensé que podríamos dividirlo por partes: una introducción breve, el funcionamiento del núcleo, y después una demostración.

Se inclinó un poco hacia él.

—Esto es solo una idea. Quiero que lo revisemos juntos.

Viktor observó los papeles sin tocarlos al principio. Jayce hablaba con entusiasmo contenido, concentrado en explicar cómo había estructurado las ideas. Pero a Viktor le tomó un momento conectar del todo con lo que oía.

Su mirada estaba fija en el esquema frente a él, aunque su mente seguía un par de pasos atrás.

Jayce notó el silencio y bajó un poco el ritmo.

—¿Todo bien?

Viktor parpadeó una vez, como saliendo de un pensamiento.

—Sí —respondió al fin, bajando la mirada al cuaderno—. Solo… necesito este café primero.

Le dio un sorbo, breve, y luego tomó uno de los papeles que Jayce había dejado frente a él. Lo leyó en silencio, repasando algunas líneas con la mirada.

—¿Dijiste que esto es solo una propuesta preliminar?

—Sí. Nada está cerrado —respondió Jayce—. Solo quería que tuvieras una base para arrancar.

Viktor asintió lentamente, y esta vez su atención se enfocó. Tomó un lápiz del escritorio.

—Bien. Hay un par de cosas que podríamos simplificar, si queremos que lo entienda alguien que no sea del Consejo.

Jayce sonrió. Esa era la señal que esperaba.

—Perfecto. Entonces empecemos.

Y así, comenzaron a trabajar. Al principio fueron anotaciones sueltas, ideas vagas. Luego vinieron los cálculos, los esquemas, los dibujos rápidos en los márgenes. Jayce hablaba en voz alta cuando razonaba algo, Viktor sentado a la mesa, corregía en silencio o señalaba con el lápiz cuando algo no cerraba del todo.

Luego de una hora Jayce regresó con el plano que había estado trabajando en su escritorio y lo desplegó sobre la mesa, justo frente a Viktor, que seguía sentado escribiendo.

El papel crujió al extenderse, ocupando casi todo el espacio libre. Esta vez el diseño era más elaborado: mostraba una estructura alargada, como una plataforma suspendida por un anillo de conductos y canalizadores, con el cristal hextech en el núcleo.

—Imagina esto —empezó, —: una plataforma que flote por encima del suelo, sin ruedas, sin vías. Solo con estabilidad Hextech. Que se mantenga suspendida gracias a un campo de energía, y que pueda moverse libremente o en un rumbo fijo.

Señaló los conductos en el borde del diseño.

—Este sistema dirigiría el flujo. Llevaría mercancía, herramientas… o personas. De un punto a otro, sin esfuerzo.

Viktor observaba en silencio. No interrumpía.

—Podría usarse en las fábricas, en las rutas de carga entre sectores, o incluso dentro de la Academia. Ahorra tiempo, espacio y mano de obra. Y lo más importante... —Jayce bajó la voz, como si ya hablara para un Consejo imaginario— demuestra que Piltover no solo piensa en inventar. Piensa en avanzar. En construir una ciudad más eficiente.

Viktor tocó el borde del plano con el dedo.

—Podríamos usar válvulas progresivas para mantener la altura —murmuró, más para sí mismo que para Jayce—. Y quizá aplicar una capa inferior de dispersión para mejorar el equilibrio y la velocidad en movimiento.

Jayce lo miró y sonrió al ver esa chispa encendida.

—Sabía que te iba a gustar.

Viktor asintió, apenas.

—Es una gran idea —dijo, sin dudarlo.

Ya no estaba desconectado. Estaba adentro.

Pensaba en motores que no necesitaban combustibles sucios, en plataformas capaces de cruzar las zonas bajas de Zaun sin depender de los caminos corroídos, en niños que no tuvieran que cargar peso a cuestas. En tecnología que permitiera prescindir de los esclavos.

—Creo que podríamos empezar por esto —dijo Viktor, señalando una parte del plano.

—Como tú digas, compañero —respondió Jayce con una sonrisa ligera, y le dio una palmada en el hombro antes de volver a su asiento.

Se sumergieron de lleno en la construcción del prototipo.

Horas después, el departamento estaba en silencio salvo por el sonido de herramientas, el crujido del papel y el zumbido constante del pequeño generador de energía Hextech. Viktor seguía concentrado sobre una pieza delicada, ajustando un anillo de contención que debía estabilizar el núcleo en suspensión.

—¿Me pasas la abrazadera de ajuste fino? —preguntó, sin apartar la vista de la pieza.

No obtuvo respuesta.

—Jayce —repitió.

El silencio se mantuvo.

Viktor giró la cabeza y lo encontró inclinado sobre la mesa, dormido sobre sus propios brazos. La luz cálida de la lámpara caía sobre su espalda. Respiraba despacio, completamente entregado al descanso.

Era la primera vez que lo veía quedarse dormido así, en medio del trabajo.

Se está exigiendo más de lo que debería, pensó.

Se acercó con cautela. Jayce tenía una mancha de grasa en la mejilla y el cabello revuelto, desordenado por las horas y la falta de sueño. Tomó un paño limpio del banco y, con cuidado, le limpió la cara.

Jayce no se inmutó.

Viktor lo miró un poco más.

Tiene las pestañas absurdamente largas para alguien que usa martillos todo el día…

Luego se incorporó con algo de torpeza. Tenía ambas piernas entumecidas por estar tanto tiempo en la misma posición. Caminó hasta el sillón y tomó la manta doblada.

Se acercó y, con cuidado, la colocó sobre sus hombros. 

Y justo cuando estaba acomodándola, Jayce le tomó la muñeca con suavidad, sin abrir los ojos.

—Mmmhh... —murmuró, entre un suspiro y un ronquido.

Luego, tiró suave de su mano colocándola más cerca de su rostro y apoyó lentamente su cabeza sobre ella.

Viktor inhaló por la nariz, algo más fuerte de lo habitual. Se quedó quieto, algo tenso.

No sabía si moverse o no.

Pero entonces lo escuchó, casi como un susurro arrastrado por el sueño:

—Viktor…

Viktor alzó ambas cejas, sorprendido. 

¿Otra vez, está hablando dormido…?

Se quedó quieto, expectante, conteniendo el aliento.

Entonces, casi inaudible, la voz volvió a salir:

—Por fav-…Quédate … no te…alejes.

Sus hombros se relajaron, pero una calidez sutil empezó a instalarse en su pecho. Al principio fue apenas un eco, una sensación vaga. Luego creció, lenta, firme. Hasta convertirse en algo más intenso.

Un calor que no recordaba haber sentido antes.

Jayce seguía dormido.

Respiraba con calma, como si no hubiera dicho nada. Como si no supiera que esas palabras, salidas entre sueños, le hubieran dejado algo a Viktor que no sabía nombrar.

Él no se movió.

Se quedó ahí, quieto, con la mano aún cerca y una tibieza difícil de ignorar latiéndole en el pecho.

No entendía por qué... pero no se apartó.

Había algo en Jayce así —sin la energía arrolladora, sin el brillo de su presencia pública— que lo hacía más cercano. Más… tangible.

Viktor lo observó en silencio. Le llamó la atención la forma en que su boca quedaba apenas entreabierta al dormir… Y por un momento, pensó que si se inclinaba un poco más, podría…

Se detuvo.

Retiró la mano con cuidado, como si no quisiera romper algo que ni siquiera sabía que estaba sosteniendo.

Luego, sin hacer ruido, terminó de acomodar la manta sobre sus hombros.

Exhaló el aire y volvió al taburete.

¿Qué me pasa…?  

Puso ambos codos sobre la mesa y se volcó en la pieza con la que estaba trabajando. 

 

….

 

La luz de la mañana entraba suave por el ventanal, estirándose sobre los papeles desordenados, las herramientas, y los restos de tinta seca.

El taller estaba en silencio, bañado por esa calma tibia que solo existe antes del bullicio del día.

Jayce abrió los ojos primero.

Tardó un segundo en ubicarse.

Seguía en la silla, inclinado sobre el escritorio. Sentía la rigidez en el cuello, el peso del cuerpo vencido por el sueño.

Y a su lado, dormido sobre el mismo borde de mesa, estaba Viktor. 

La cabeza apoyada en un brazo, el otro extendido cerca del suyo.

La claridad matinal acariciaba su piel con delicadeza, acentuando su palidez casi translúcida, como si fuera de porcelana.

Se quedó allí, contemplándolo.

La línea de su mandíbula, afilada y serena, proyectaba una sombra suave sobre el cuello.

Cerca de su boca, apenas visible, estaba el lunar que había notado antes, aunque nunca tan de cerca.

Se veía tan…bello.

 Y Jayce no pudo evitarlo.

Levantó la mano y rozó con los dedos, apenas, aquel lunar sobre la mejilla de Viktor. 

Un contacto leve, como si temiera arrancarlo de ese estado de vulnerabilidad.

Su piel es tan suave … 

Viktor se movió en un pequeño estremecimiento, casi imperceptible. Su ceño se frunció apenas, y una exhalación escapó de su nariz.

Jayce apartó la mano con rapidez e imediatamente se incorporó en silencio, llevándose una mano al rostro, como si así pudiera borrar aquel impulso. Respiró hondo mientras Viktor, aún apoyado en la mesa, se despertaba de a poco. Parpadeó un par de veces, desorientado al principio, hasta que sus ojos se enfocaron en Jayce.

—Hola, Vik… —saludó Jayce, con una sonrisa.

—Mmh… buenos días —respondió Viktor, llevándose una mano al cuello mientras lo estiraba hacia un lado con un leve crujido.

Jayce soltó una risa suave, rascándose la nuca.

—Esto de dormir sobre la mesa... no creo que sea muy sostenible a largo plazo.

—Definitivamente no —murmuró Viktor, rodando los hombros con algo de torpeza.

—Debería considerar invertir en sillas más cómodas —dijo, en tono seco pero con un deje de humor en la voz.

Viktor asintió con lentitud, ladeando apenas la cabeza. 

Se incorporó con un movimiento perezoso, estirando los brazos al frente mientras su espalda se arqueaba ligeramente.

 Jayce lo miró de reojo, y no supo por qué, pero lo primero que pensó fue en un gato al despertar, elegante incluso en su desgano.

Y con una media sonrisa, se encaminó hacia la cocina para preparar algo de desayunar.

No tardó mucho. Cuando volvió, traía dos tazas humeantes y un par de tostadas doradas con manteca, junto a un pequeño cuenco con frutas cortadas —manzana, algunas uvas, una rodaja de naranja— todo sobre una bandeja algo improvisada.

Viktor ahora estaba de pie, frente al escritorio, leyendo los planos con el ceño levemente fruncido y los dedos rozando el papel como si pudiera sentir el funcionamiento del mecanismo a través de la textura.

Jayce dejó la bandeja sobre la mesa con cuidado y lo miró.

—¿Ya estás revisando eso otra vez?—preguntó con una ceja en alto, pero sin reproche.

Viktor no respondió de inmediato. Seguía concentrado, como si sus ojos y su mente caminaran dentro del diseño.

Jayce se acercó con una de las tazas y se la tendió.

—Tomá, antes de que se enfríe. Y comé algo, por favor… Seguro que anoche ni cenaste.

Viktor parpadeó, como si regresara de otro lugar. Miró la taza que Jayce le ofrecía, luego alzó la vista hacia él.

—Gracias —dijo simplemente, tomando la taza entre las manos.

Jayce lo observó unos segundos más, luego le tendió también un plato.

—No es gran cosa, pero es mejor que nada.

Viktor asintió con un leve movimiento de cabeza y, tras dejar los planos sobre el escritorio, se sentó.

—Tienes razón —admitió mientras untaba un poco de mantequilla en una tostada—. No cené. 

—Lo sabía.

Luego le dió un bocado. 

—¿Recuerdas algo de anoche? — preguntó al cabo de un instante, con naturalidad fingida.

Jayce frunció ligeramente el ceño, como buscando en la niebla del sueño.

—¿Anoche?... me quedé dormido —dijo al fin, encogiendose de hombros—. No soñé nada.

—Tal vez sí —murmuró Viktor, volviendo la mirada a su taza—. Dijiste algunas cosas. Mientras dormías. ¿No lo recuerdas?

Jayce se congeló un segundo antes de volver a moverse, exageradamente casual.

—¿Sí? Mmm…no me acuerdo. ¿qué dije?

—Nada muy claro… —respondió Viktor, sin mirarlo—. Creo que hablaste dormido… eso es todo.

Jayce tomó un sorbo largo de café y asintió con una sonrisa apretada.

—¿No sería peor si me pusiera a cantar? 

Viktor soltó una breve exhalación que casi fue una risa.

—Definitivamente…

Jayce lo miró un segundo más. Pero Viktor volvió la vista hacia la ventana.

—Oye, Vik… ¿vendrás hoy a la Academia?—preguntó de repente.

—¿Hoy? —repitió Viktor, apenas un susurro, como si la pregunta lo tomara por sorpresa.

—Claro —dijo Jayce, apoyando los codos en la mesa—. Creo que sería mejor seguir trabajando en el laboratorio. Tenemos herramientas más precisas allá, y podríamos terminar todo en menos tiempo. Heimerdinger me dijo que allí nadie nos molestará, puesto que está reservado para que podamos trabajar en la presentación del Día del progreso.

—Pero… yo no soy estudiante de la Academia —murmuró Viktor.

—Eso no importa —respondió Jayce, sonriendo—. Todavía eres mi socio e invitado especial. —Le guiñó un ojo con un gesto de complicidad.

Viktor lo miró por un instante y luego bajó la vista hacia su taza vacía, girándola entre las manos.

—No me gustaría… invadir tu espacio, Jayce.

—¿Mi espacio? ¿A qué te refieres?

—Ya sabes… primero tu departamento, ahora el laboratorio.

Jayce soltó una pequeña risa, negando con la cabeza.

—Primero que nada, te traje a mi departamento casi a la fuerza. Segundo, no habría logrado Hextech sin ti... Y tercero, el laboratorio es de la Academia, no mío.

El otro lo miró, con una leve sonrisa. Casi tierna.

—En serio, Vik, ¿cómo puedes dudarlo? ¡Es el mejor laboratorio de todo Piltover! —extendió los brazos, como si eso lo explicara todo—. Vas a querer mudarte ahí.

Viktor exhaló, como si soltara algo más que aire.

—Está bien… iré —dijo al fin, con voz baja pero firme.

—¡Excelente! —celebró Jayce, con una sonrisa amplia.

Viktor bajó la mirada, pensativo.

Si me mantengo dentro del laboratorio... quizás no llame la atención de nadie. 

Después de eso, la mañana siguió sin sobresaltos.

Jayce revisó los planos que habían quedado sobre la mesa, seleccionó algunas piezas ya ensambladas y las guardó con cuidado en su bolso de cuero.

Viktor se puso el abrigo con movimientos medidos, y tomó el bastón apoyado junto a la mesa.

Durante un instante, se quedó allí parado, observando la puerta cerrada. No dijo nada.

—¿Listo? —preguntó Jayce, ya en el umbral.

Viktor asintió apenas.

—Vamos —dijo, y cruzó el departamento a paso firme.

 

Chapter 31: Alineación suave

Summary:

Jayce lleva a Viktor al laboratorio de la Academia.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Jayce y Viktor caminaban por los pasillos del ala este de la Academia, donde se encontraban los laboratorios de investigación avanzada.

A esa hora de la mañana, no había nadie.

La mayoría de los estudiantes y profesores estaban en clases, al otro lado del edificio.

Ese sector estaba en silencio, apenas interrumpido por el eco suave de sus pasos sobre el suelo de mármol pulido.

Viktor caminaba apoyado en su bastón, observando con curiosidad los detalles a su alrededor: las placas de bronce sobre las puertas, los grabados sutiles en las molduras, el brillo impecable de los vitrales altos.

 Eran instalaciones bellísimas, elegantes. Todo respiraba orden y recursos.

—Es por aquí —dijo Jayce, deteniéndose frente a una puerta al final de un pasillo luminoso.

Sacó una pequeña llave de su abrigo y la giró en la cerradura con un clic suave.

—Ta-dá —anunció con una sonrisa, mientras empujaba la puerta abierta.

Viktor cruzó el umbral despacio. Y se detuvo.

El laboratorio era amplio, más grande de lo que había imaginado.

 Una pared completa al fondo estaba formada por ventanales que dejaban entrar la luz natural a raudales, y ofrecían una vista directa al mar de Piltover, azul y sereno bajo el cielo limpio.

El espacio estaba dividido en estaciones de trabajo bien organizadas: mesas metálicas amplias, estructuras modulares, brazos mecánicos articulados suspendidos del techo, una plataforma hidráulica en un rincón. Había estanterías con herramientas dispuestas con detalle—microsoldadores, calibradores, escáneres de energía, conversores de flujo—, algunas de las cuales Viktor solo había leído en manuales, nunca visto en persona.

Se acercó a una de las mesas, y pasó los dedos, casi con reverencia, sobre una superficie pulida que parecía de cristal resistente.

Sus ojos se movían lentamente por cada rincón.

 No hablaba. Pero en su rostro se dibujaba algo entre asombro, concentración y algo muy parecido a la emoción.

Jayce, apoyado contra el marco de la puerta, lo observaba en silencio, con los brazos cruzados y una media sonrisa.

—¿Qué dices? ¿Valió la pena la caminata?

Viktor giró apenas el rostro hacia él. No sonreía… pero la expresión en sus ojos era distinta.

—Es… impresionante —dijo, con voz baja, casi medida. Luego, tras una pausa—. No sabía que la Academia tenía espacios como este.

—No están abiertos al público general —explicó Jayce—. Pero si te ganas algunos puntos con Heimerdinger…—Le guiñó un ojo—. Tienes acceso a cosas bastante interesantes.

Viktor asintió, todavía mirando el ventanal, como si no pudiera decidir si enfocar la vista en el mar o en las máquinas.

—Nunca estuve en un lugar así —admitió, más para sí que para Jayce.

—Enseguida te acostumbrarás y no querrás salir de aquí —dijo Jayce, bromeando, mientras abría su casillero.

Cada uno comenzó a desempacar sus cosas. Jayce colgó su chaqueta del uniforme en una percha junto a la entrada y guardó su bolso en el locker que tenía asignado.

Viktor, en cambio, sacó solo lo indispensable. Se colocó con sus guantes de cuero marrón. Luego dejó su cuaderno en la mesa más cercana a la pizarra.

Durante la siguiente hora, el laboratorio se fue llenando de un ritmo propio: el zumbido ocasional de una herramienta, el chasquido de engranajes, el crujir de papel. 

Viktor se encontraba de pie frente a la pizarra del laboratorio con una tiza entre los dedos.

Había escrito media línea de ecuaciones y ya estaba borrando parte, murmurando para sí en voz baja. Su ceño estaba levemente fruncido, el gesto concentrado de alguien que no admite errores, ni propios ni ajenos.

Detrás de él, Jayce forcejeaba en silencio con una pieza atascada en su soporte.

Empujaba con los pulgares, con el labio inferior apretado, como si intentara meter una pieza cuadrada en un hueco redondo a puro convencimiento.

—Vamos… —masculló entre dientes—. Esto encaja. Tú y yo lo sabemos.

Viktor no se giró.

—¿Estás hablándole al ensamblaje otra vez?

—No me juzgues. Me responde mejor que algunas personas —contestó Jayce, empujando una vez más.

Viktor solo hizo un sonido breve con la nariz.

—¿Probaste leer las marcas de alineación?

—¡Sí! —replicó Jayce, ofendido, mientras sonaba un crujido leve y nada alentador—. Es solo que... no me hace caso.

Viktor levantó levemente las cejas sin girarse.

—No tiene que hacerte caso…Tiene que encajar.

Jayce bufó. Luego se hizo el silencio.

Durante un rato, solo se oía el suave raspar de la tiza en la pizarra. 

Parecía que Jayce había desistido.

Viktor siguió escribiendo sin mirar atrás, aunque su oído estaba atento. Entonces escuchó un leve ruido metálico: herramientas chocando, algo arrastrándose.

De reojo, notó que Jayce se movía cerca de la mesa auxiliar. Lo ignoró al principio, hasta que lo volvió a ver pasar hacia el fondo del laboratorio.

Jayce caminaba... con un martillo en la mano.

Un martillo grande. Demasiado grande.

Viktor parpadeó, girándose por fin hacia él.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó, con tono de alarma, siguiéndolo con la mirada.

—¿Tú qué crees? —dijo Jayce, sin detenerse, mientras arrastraba el martillo en dirección a la carcasa atascada.

—No —dijo Viktor, con el tono de quien ve venir una tragedia.

Jayce levantó el martillo a media altura.

—Solo un golpecito.

—¡Jayce! —soltó Viktor, tirando la tiza al suelo. Caminó hacia él casi a tropezones, apoyando el bastón con fuerza en cada paso—. ¡Ni se te ocurra!

—¡Es uno solo! ¡Uno! —dijo Jayce, levantando el brazo.

—¡No vas a solucionar un mal encaje a martillazos!

Viktor llegó justo a tiempo para interponerse entre el martillo y la carcasa, con una mano en el aire y la otra aún apoyada en el bastón.

—¿Te volviste loco?

Jayce se detuvo. Lo miró. Luego miró el martillo. Luego a Viktor otra vez.

—Era… una solución creativa.

Viktor soltó un suspiro lento y se inclinó con cuidado sobre el soporte.

Apenas rozó la carcasa con los dedos enguantados, la giró un poco hacia la izquierda, presionó suavemente desde el costado y luego empujó hacia abajo.

Un clic sordo, limpio.

La pieza encajó perfectamente.

Jayce abrió la boca para decir algo… pero no encontró palabras.

Viktor se irguió despacio, girándose hacia él con expresión neutra. Lo miró en silencio durante un segundo largo. Su rostro decía todo lo necesario. 

—Fingiré que no fue tan fácil como pareció…—murmuró Jayce, dejando el martillo en el suelo con cuidado.

Se aclaró la garganta, disimulando la derrota con dignidad, y mientras se dirigía hacia la puerta anunció:

—Voy a… buscar unos papeles a la administración.

El ruido del picaporte marcó el silencio que quedó detrás.

Viktor negó con la cabeza y bajó la mirada hacia la carcasa ya encajada.

Una risa, suave y genuina, se escapó de su garganta como si no la hubiera visto venir.

—Y así ganó la beca…—murmuró, sin quitarse del todo aquella sonrisa.

Luego de un rato, ya estaba sentado en su taburete frente a la mesa cuando la puerta se abrió de golpe.

—¡Buenos días! —saludó el profesor Heimerdinger, entrando con sus pasitos cortos y saltarines, una sonrisa grande bajo su bigote esponjoso.

Viktor se incorporó de inmediato, con movimientos rápidos pero medidos.

—Buenos días, profesor.

—¡Viktor! ¡Qué alegría verte por aquí! Una mente talentosa como la tuya, estoy seguro que sabrá aprovechar bien estas instalaciones.

—Espero estar a la altura de sus expectativas, profesor —respondió Viktor, con una leve inclinación de cabeza, educado como siempre.

—Oh, de eso no tengo ninguna duda, ninguna —replicó Heimerdinger, agitando una de sus manitos mientras se acercaba a la mesa.

—¿Está tu compañero por aquí? —preguntó, refiriéndose a Jayce.

—Enseguida vuelve —dijo Viktor con calma.

—Perfecto, perfecto… —murmuró el profesor, acomodando unos lentes que ya tenía bien puestos—. Aprovecho entonces para comentarte algo mientras tanto.

Viktor asintió con atención.

—Este año, como consejero estoy particularmente interesado en resaltar no solo la innovación tecnológica, sino también el valor de la cooperación. Y tú, Viktor… tú podrías representar eso de forma muy concreta.

—¿A qué se refiere?

—Tu origen en Zaun —dijo Heimerdinger, con la naturalidad de quien no pretende incomodar—. Y tu asociación con Jayce aquí en Piltover. Es un símbolo poderoso. La ciencia uniendo mundos. Eso dice mucho, ¿sabes?

—¿Le parece importante?

—Más de lo que imaginas —respondió Heimerdinger, sin perder la sonrisa—. No hay progreso sin enlace, muchacho.

Viktor bajó un poco la mirada, luego asintió.

El profesor dio un par de pasos alrededor de la mesa.

—Justamente por eso… he tomado una decisión —dijo entonces, sin previo aviso.

Viktor alzó la vista.

—¿Una decisión?

—Sí —asintió Heimerdinger, con total naturalidad—. Vas a ingresar oficialmente como estudiante de la Academia.

—¿Yo?

—¡Claro! Como becado, por supuesto. Lo presentaré personalmente ante el Consejo —agregó, como quien habla de un trámite menor—. Es lo más lógico. Si vamos a hablar de unión, no puede haber uno “adentro” y otro “invitado”. Sería absurdo.

—Pero yo…

—Tú ya formas parte de esto, Viktor —interrumpió Heimerdinger con suavidad, pero sin dejar lugar a objeciones—. Solo estamos poniendo todas las cosas en su lugar.

Viktor permaneció en silencio. 

Todas las cosas en su lugar… 

En ese momento, la puerta del laboratorio se abrió.

—¿Me perdí de algo? —preguntó Jayce, entrando con una carpeta bajo el brazo.

—¡Jayce! —exclamó Heimerdinger, girándose con una sonrisa tan grande como su bigote—. Justo hablaba con tu compañero sobre lo que ustedes dos representan para este evento.

Luego se giró hacia Viktor con una mirada más cálida.

—Dos excelentes mentes, de dos mundos distintos, trabajando codo a codo. 

Viktor mostraba una mezcla de incomodidad y agradecimiento.

—Gracias, profesor.

—¡No me las des! — se giró sobre sus pequeños talones y luego caminó hacia la puerta—Los dejaré trabajar tranquilos. Estoy deseando ver en qué termina todo esto. ¡Mucha suerte, muchachos! Y recuerden: la ciencia no solo une ideas, también une personas.

Con un último gesto alegre de despedida, salió del laboratorio y cerró la puerta detrás de él.

Por un momento, reinó el silencio.

Jayce se volvió hacia Viktor, apoyándose de espaldas contra la mesa.

—¿La ciencia une personas, eh?

—El profesor me dijo… que seré estudiante becado —murmuró al fin, con voz baja.

Jayce lo miró un instante, y una sonrisa se le dibujó en el rostro casi de inmediato. Sus ojos se iluminaron.

—¡¿Qué?! ¡Eso es increíble, Vik!

Sin pensar, dio un par de pasos y lo tomó por los hombros con ambas manos, entusiasmado.

—¡Ya eres parte oficial del equipo! —dijo con una mezcla de orgullo y alegría en su rostro.

Viktor se tensó apenas al sentir el contacto.  Nunca sabía qué hacer con ese tipo de efusividad. Jayce era… físico. Siempre lo había sido. Pero está vez, Viktor no se apartó.

Sus ojos se alzaron hacia los de él y, por un momento que duró apenas más de lo normal, ninguno se movió.

Jayce se perdió en su mirada ámbar unos segundos.

Luego, inconscientemente, bajó su vista hacia a su boca…a su lunar...hacia aquellos labios…

Pero entonces, como si de repente se diera cuenta de lo cerca que estaban, parpadeó y se aclaró la garganta, apartándose torpemente. Se llevó la mano a la nuca y, en un gesto distraído, acarició su piel, como si necesitara ocupar sus manos para desviar toda la atención.

—Logro tras logro—dijo, intentando sonar casual—. Vas a dejarnos a todos en ridículo.

Viktor bajó la vista. 

Aún sentía el calor de las manos de Jayce sobre sus hombros. Sonrió apenas, para sí. 

Tardó un par de segundos en hablar.

—Esa es la idea —dijo, con un dejo de ironía ligera.

….

 

 

 

 

Notes:

Quise hacer un capítulo más ligero 😊 mostrando cómo se complementan y como su vínculo va cambiando. Es muy lento, lo sé. Sorry not sorry 🤣

Chapter 32: Lo que no se rompe

Summary:

Viktor y Jayce prueban su invento. Todo va bien… hasta que Jayce decide improvisar.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

El crepúsculo había teñido el cielo de Piltover con tonalidades doradas y azul petróleo, pero en el interior del ala externa de la Academia, el tiempo parecía suspendido.

Viktor sostenía con firmeza una herramienta de precisión mientras ajustaba el anclaje de una de las placas laterales. A su lado, Jayce, arrodillado en el suelo, conectaba una serie de cristales conductores. El zumbido suave del motor Hextech vibraba en el aire como una criatura viva esperando despertar.

—Dame el calibrador de torque —murmuró Viktor, sin apartar la vista de su trabajo.

Jayce lo buscó entre las herramientas desperdigadas sobre la mesa.

—¿Este?

—No. Ese es el limitador de presión. El largo, con la punta azul.

—Ah... Claro. —Jayce le pasó la herramienta correcta con una sonrisa ladeada—. Deberíamos ponerles nombre. A veces creo que me hablas en otro idioma.

Viktor soltó un leve resoplido que, en él, era casi una risa.

—Tal vez lo hago a propósito —replicó, sin mirarlo, mientras apretaba una tuerca dorada.

El vehículo —una estructura aerodinámica de metal liviano y cristal reforzado— reposaba sobre una plataforma sujeta por tres estabilizadores aún inactivos. No tenía ruedas ni propulsión a vapor. Solo el núcleo Hextech central, ya instalado, y una arquitectura que desafiaba los principios tradicionales de desplazamiento.

Jayce se incorporó y se limpió las manos en su pantalón.

—¿Y si esto realmente funciona? Digo, no solo en teoría, sino de verdad. Flota, se mueve. ¿Te imaginas?

Viktor alzó apenas una ceja.

—¿No es ese el objetivo?

—Sí, pero… no sé. Se siente distinto esta vez.

Viktor lo miró de reojo, sin detener las manos. Pero justo en ese instante, un pitido agudo y discontinuo cortó el aire como una alarma contenida. El núcleo Hextech parpadeó con luz irregular y las líneas conductoras que se ramificaban desde su centro vibraron con una frecuencia errática.

—¿Qué fue eso? —preguntó Jayce, acercándose al panel.

—Algo no está bien —murmuró Viktor, ya agachado frente al compartimiento del estabilizador lateral.

Jayce leyó las fluctuaciones en la consola.

—La presión del núcleo sube. Y el disipador izquierdo no responde. ¿Puede estar desalineado?

—No debería... Lo reforzamos con una capa doble de conductor templado. Pero…

Una descarga azul saltó del soporte principal. Una de las placas vibró violentamente, y luego se desprendió con un chasquido seco. Cayó al suelo como un diente suelto.

Jayce no se quedó quieto. Cruzó el laboratorio, abrió una escotilla inferior y metió la mano entre los cables.

—Hay acumulación de flujo en el nodo secundario. El núcleo está liberando energía sin contención. ¿Lo apagamos?

—Si lo hacemos, el cristal podría fracturarse. El núcleo no fue hecho para interrupciones bruscas.

—Y si no lo hacemos, podría... 

—Explotar —confirmó Viktor, sin levantar la vista—. O simplemente quemarnos vivos. No lo sabremos hasta que ocurra.

Jayce soltó una risa tensa.
—Perfecto… —se limpió el sudor de la frente con el antebrazo.—Entonces… ¿qué hacemos?

Viktor pensó un segundo.

—Hay que redirigir la energía sobrante sin apagar el núcleo.

Jayce ya rebuscaba entre las herramientas.

—El condensador de campo de repuesto. ¿Podemos usarlo?

 —No está calibrado para esto, pero... si conectamos los polos en secuencia invertida...

—Ya lo conecto. Tú guíame. —interrumpió Jayce.

—Izquierda, azul con cobre. Derecha, directo al regulador de impulso. No lo cruces.

Jayce trabajó rápido, manos firmes. En un segundo, estaba todo conectado.

—¿Y si estalla? —preguntó Jayce, ya con la herramienta preparada en su mano.

—Entonces nos enteraremos antes que el resto de Piltover —respondió Viktor, con calma.

Jayce rió por lo bajo, tenso.

—Siempre tan alentador.

Otra chispa saltó, más fuerte que la anterior. Un olor a cobre quemado llenó el aire. El núcleo vibraba como un corazón descompensado.

—¡Ahora, Jayce! —ordenó Viktor.

Jayce conectó los extremos con un clic metálico seco, luego pulsó el interruptor.

El zumbido subió de tono, más agudo, como un grito de cristal. Las luces parpadearon una vez. Otra. Una tercera…

Y entonces: silencio.

El núcleo se estabilizó. Las luces dejaron de parpadear. El flujo de energía se alineó. El motor flotaba unos centímetros, suspendido, pulido, contenido.

Viktor exhaló, todavía en tensión.

—Funcionó…

 —...no sé si quiero llorar o vomitar. —dijo Jayce, dejándose caer sentado en el suelo.

 A su lado se acuclilló Viktor, sin perder del todo la seriedad.

—Te recomendaría hacerlo alejado del núcleo…

Jayce soltó una carcajada.

—Acabamos de salvarlo. Lo salvamos, Vik.

Se miraron, más relajados ahora.

El núcleo brillaba constante, como si finalmente hubiera encontrado su ritmo dentro de aquella estructura flotante.

Jayce se incorporó, todavía con los músculos tensos por la adrenalina del momento anterior. Se pasó la mano por el rostro, dejando una mancha de polvo en la mejilla.

—¿Y ahora?

Viktor se acercó a la consola de activación principal.

—Ahora… deberíamos controlar su movilidad.

Jayce lo siguió con la mirada mientras se posicionaba frente al panel.

—¿Quieres hacerlo tú?

Viktor dudó un instante.

—No. Enciendelo tú.

Jayce se permitió una sonrisa, de esas que no se pueden contener. Caminó hasta la interfaz, apoyó la mano sobre el sensor de cristal y, con un gesto mecánico , el sistema reconoció su firma.

Un destello recorrió el borde de la plataforma. Los estabilizadores laterales se desplegaron con un siseo leve.

—¿Y si me subo?

Viktor lo miró, con los labios apretados. —¿Hablas en serio?

—Fue diseñado para cargas pesadas, ¿no?

—Sí, cargas. Cajas. Equipos. No personas todavía.

—Bueno, considerame una carga experimental. Bastante encantadora, eso sí.

—Jayce...

Pero Jayce ya tanteaba el borde del vehículo con una mezcla de emoción y total falta de autocontrol. Apoyó un pie, luego el otro. La plataforma osciló apenas… se estabilizó y comenzó a ascender, unos centímetros más, luego metros.

—¡Mirá eso! Sigue flotando. Ni se queja.

—Estoy por hacerlo yo.

Jayce rió, mientras se acomodaba en la pequeña consola de dirección. Apoyó las manos con suavidad. El núcleo respondió al instante.

Un ligero impulso lo desplazó hacia la derecha. Luego hacia adelante.

Viktor se quedó inmóvil, siguiéndolo con la mirada.

La plataforma giraba con fluidez. Jayce manejaba los controles con entusiasmo creciente, y cada movimiento del vehículo respondía con una precisión asombrosa. Estaba eufórico, como un niño con su primer juguete.

—¡Esto es increíble! ¡Mira, Vik! 

Viktor observaba desde el suelo, brazos cruzados, aunque sus ojos seguían cada movimiento con atención.

—No está diseñado para maniobras acrobáticas —advirtió, alzando un poco la voz.

Jayce soltó una risa.

—¿Qué es la ciencia sin un poco de riesgo?

—¡Cuidado! —dijo Viktor, más seco esta vez.

—¿Eh? ¿Qué dijiste?

Sin esperar respuesta, Jayce se incorporó de un salto sobre la plataforma, extendiendo los brazos como si acabara de recibir una ovación.

—¡Woooohooo—!

Pero al soltar los controles y adoptar esa postura exagerada, triunfal, uno de sus pies resbaló sobre el borde metálico. Su bota chirrió. En un intento torpe de equilibrarse, su rodilla golpeó un panel sensible. El vehículo reaccionó con un impulso lateral brusco.

—¡Oh—!

La plataforma giró violentamente sobre su eje. El impulso lo catapultó hacia atrás. Jayce voló con los brazos agitándose sin control, el grito atascado en la garganta.

¡Pum! ¡Crash!

Su cuerpo chocó contra una mesa con el costado, rebotó, y se estrelló contra una pila de cajas de herramientas que colapsaron como dominós metálicos. Una caja cayó con estrépito, regando tuercas y piezas por el suelo como confeti industrial.

Jayce aterrizó de espaldas con un golpe seco. El sonido resonó en la sala como el cierre de un libro pesado.

El vehículo seguía flotando, imperturbable, como si nada hubiera pasado.

Viktor se congeló. Luego dio un paso. Y otro. Rápido, más rápido de lo que solía. Su bastón repicaba con fuerza en el suelo.

—¡Jayce!

El cuerpo de su compañero yacía entre tela manchada de aceite y piezas sueltas. Inmóvil. Silencioso.

—¿Jayce? —repitió, ahora casi jadeando. Cojeó entre el desastre, se dejó caer a su lado con dificultad.

—Ey... —murmuró, tembloroso, tocándole el hombro—. Jayce. Vamos... contéstame...

Nada.

Los ojos cerrados. El rostro sin color.

Viktor tragó saliva. Una oleada fría le cruzó la espalda. Luego, con un impulso nervioso, lo sacudió con más fuerza.

—¡Jayce!

Y entonces...

Jayce entreabrió un ojo, apenas.

—...¿funcionó el aterrizaje?

Viktor retrocedió como si lo hubieran pinchado con corriente eléctrica. El alivio fue tan violento que casi dolía.

—Eres un... —empezó a decir, pero su voz se quebró. Se incorporó con un gruñido y se giró.

—Estoy bien…, gracias por preguntar —dijo Jayce con una mueca de dolor, llevándose una mano a la espalda mientras intentaba levantarse. Se movía como un muñeco de trapo reanimado.

Entonces Viktor giró bruscamente, levantó el bastón y sin previo aviso le dio un golpe seco en el brazo.

¡Tac!

—¡Auch! ¡Ey! ¿Y eso por qué? —Jayce frunció el ceño, dolido y confundido.

Viktor no respondió. Apretaba el bastón con una mano blanca de la tensión. Su mirada era dura, pero temblaba. Se giró, dándole la espalda, caminó unos pasos y se apoyó en el banco de trabajo. Su respiración era irregular.

El silencio se volvió espeso.

Jayce se quedó inmóvil, mirando el suelo. Luego alzó la vista. Viktor tenía la cabeza baja, los hombros tensos.

—Oye... el vehículo sigue flotando y funcionando… No pasó nada. —intentó suavizar—. Quedó intacto…

Viktor giró lentamente. Su mirada lo atravesó.

—¡No me importa la máquina! —escupió, de golpe.

Jayce se quedó mudo. Lo miró como si no entendiera el idioma.

—Vik... ¿acaso te asusté?

Viktor soltó una risa breve, pero no había humor en ella. Era una descarga nerviosa.

—¿Qué crees? —dijo, con la voz tensa, los ojos brillando con algo no del todo controlado—. ¿Que paso mis días trabajando y compartiendo ideas con alguien que me da igual? 

Jayce parpadeó. No supo qué decir. Esa emoción cruda en él… no la conocía.

El otro desvió la mirada, incómodo, visiblemente molesto consigo mismo por haber sido tan directo.

—Solo... no vuelvas a hacer algo tan imprudente —añadió en voz baja—. Ya hay suficientes cosas que pueden salir mal sin que tú las provoques.

Jayce bajó la mirada, serio por primera vez. Caminó hasta donde estaba Viktor y se detuvo a su lado.

—Lo siento, Vik —murmuró—. Fue... una estupidez. No pensé que—... bueno, que te preocuparías así.— Intentó sonreír pero fue una sonrisa sin fuerza.

Viktor no respondió, solo lo miró de reojo.

—Y no fue gracioso…—continuó Jayce, encogiéndose un poco de hombros, incómodo consigo mismo.

Luego levantó la mirada. Tenía esa expresión de perrito arrepentido, los ojos grandes, brillando con una culpa torpe y sincera. 

Eso bastó para que Viktor suspirara. Largo. Cansado. Como si soltara el aire que había estado conteniendo desde el accidente.

No dijo nada.

—Voy a… a limpiar el desastre… y hacer café —murmuró Jayce, la voz baja, como si buscara una excusa para moverse, para hacer algo con las manos.

Se dio vuelta lentamente.

Viktor lo siguió con la mirada, solo un instante. 

Y justo antes de que Jayce saliera del todo, su voz rompió el silencio, apenas un murmullo:

—Tráeme uno con azúcar… El café.

Jayce se detuvo un segundo. No se giró. Pero sonrió, leve, solo para él.

Y salió caminando, más despacio esta vez.

Notes:

No puedo parar de imaginar la carita de Jayce con esos ojos como los del gatito de Shrek. 😂

Chapter 33: Tiempo de asentamiento

Summary:

Una mañana tranquila se extiende tras una noche de trabajo. En medio de la rutina, pequeños gestos cotidianos revelan la cercanía que crece entre ambos, casi sin que se den cuenta.

Chapter Text

No hacía frío, pero el aire tenía esa textura filosa que a veces se cuela por las ventanas mal cerradas, justo antes del amanecer. Viktor abrió los ojos sin sobresalto, como quien nunca terminó de cerrarlos del todo. Llevaba horas girando en silencio sobre el sofá-cama desde que habían vuelto al departamento para descansar tras el largo día en el laboratorio 

A su alrededor, la penumbra grisácea comenzaba a retirarse. Las líneas del ventanal trazaban una geometría dorada sobre el suelo. Afuera, Piltover aún estaba dormida: ni una rueda chirriando, ni un motor en marcha, solo el murmullo grave del mar a lo lejos.

Desde el dormitorio cerrado al fondo del pasillo, un ronquido largo y profundo se alzó como una exhalación de máquina sobrecargada. Jayce.

Se incorporó lentamente. Sintió el tirón leve de los músculos adormecidos, la rigidez en la espalda como una barra de acero oxidado. Se pasó una mano por el rostro. Necesitaba darse una ducha.

Caminó descalzo por el suelo helado de la sala, apoyando primero el bastón con un leve cloc amortiguado.

Cerró la puerta del baño con cuidado, presionando la manija hasta que escuchó el pestillo.

Luego apoyó ambas manos en el lavamanos, dejando caer el peso del cuerpo sobre los brazos. La porcelana estaba fría. 

Respiró hondo. 

El espejo lo devolvió con nitidez brutal: el rostro pálido, las ojeras marcadas como sombras hundidas bajo los ojos, la piel tirante sobre los pómulos. El cabello revuelto…

Comenzó a desabotonarse la camisa con movimientos lentos, casi rituales. Cada botón liberaba un poco más de piel, de memoria.

Cuando la tela cayó de sus hombros, el aire del baño le rozó el torso. El estremecimiento fue inmediato, no de frío, sino de pudor. No por él mismo, sino por la posibilidad constante —terrible y absurda— de ser visto.

Miró su cuerpo.

Las cicatrices seguían ahí. Siempre estaban. Siempre estarían. 

Pasó el dedo índice por encima de las marcas sin tocarse. La piel le ardía sin motivo. De pronto, volvió a ver aquellas manos que habían sostenido el hierro al rojo. Las palabras del hijo de Hibert. El olor a carne quemada. 

Luego lo que vino después… lo que él mismo se hizo.

Estaba sentado al borde del catre de la vieja habitación de la taberna de Tessa, desnudo hasta la cintura. En una mano, sostenía un pedazo del espejo astillado que había robado del marco roto de un farol de calle. El reverso estaba sucio, pero el cristal devolvía la imagen lo suficiente.

Alzó el reflejo y lo encaró.

La D y la H brillaban bajo la luz anaranjada de la lámpara de aceite, grabadas debajo de su clavícula con elegancia grotesca. Las curvas del hierro habían cicatrizado, pero las iniciales seguían ahí como una firma orgullosa e implacable.

La rabia no fue inmediata. Fue lenta. Como óxido acumulado.

Nunca había querido tanto que algo dejara de existir.

Tragó saliva…y tomó el cuchillo que descansaba sobre la cama. Lo giró entre los dedos, tanteando el peso, la forma y el filo. Sabía cortar. Había desollado cables y abierto mecanismos con cuchillos mejores que ese. Aunque nunca algo vivo, algo propio.

Pero no podía seguir llevando eso… no quería, quería borrarlo. Borrar aquella etiqueta macabra.

Cerró los ojos e inspiró hondo. El aire tenía olor a trapo sucio y aserrín.

Volvió a mirarse en el espejo. Las letras lo miraban de vuelta.

Apoyó el filo.

Y dudó.

El temblor que le recorrió el antebrazo fue visceral. No era miedo al dolor, era miedo a no hacerlo bien. A no lograrlo. A que esa marca siguiera ahí después de todo.

Y entonces, apretó.

El cuchillo no solo entró sino que rasgó su piel como papel mojado. La herida se abrió y una línea de sangre brotó al instante. 

Tembló. E l espejo se le resbaló de la mano y cayó sobre la cama. Lo dejó ahí.

Apretó los dientes, bajó la cabeza, y volvió a cortar.

Esta vez fue más profundo. Sus músculos se tensaron. El ardor fue inmediato, un rayo líquido le recorrió el pecho y empapó el trapo que cubría la empuñadura.

Siguió cortando su piel meticulosamente, como si desmontara un artefacto averiado. La curva de la D quedó cruzada por una línea diagonal, fea. La H fue cercenada en dos trazos torpes. Había sangre brotando y bajando por el esternón, manchándole el pantalón. 

Su mano soltó el cuchillo que cayó con un golpe seco en el piso de madera. 

El sonido pareció atravesar el recuerdo y traerlo de vuelta al presente.

Parpadeó. 

Su reflejo seguía allí, quieto, en el espejo del baño.

Las cicatrices que ahora veía formaban una red oblicua, interrumpida, encima de lo que parecía haber sido algo simétrico. Las líneas originales apenas se adivinaban, como un dibujo mal borrado bajo otra capa de violencia. Ya no decían nada. Pero él sabía lo que había ahí.

Giró hacia la ducha y abrió la canilla. Cerró los ojos y dejó que el agua lo empapara. 


 

Cuando salió del baño, le prestó atención al caos ordenado de siempre: planos desparramados, herramientas sobre la mesa, una taza vacía de té abandonada sobre un libro técnico…

Tomó el plano del nuevo conector de presión y lo alzó frente al ventanal. La luz de la mañana lo atravesó como un vitral pálido, revelando las anotaciones a lápiz que él había hecho.

No oyó los pasos.

—Buenos días Vik —murmuró Jayce desde atrás, con voz ronca de recién despierto—. Te lo dije, vas a terminar resfriado… Estás goteando por el suelo. ¿Qué estás haciendo?

Viktor giró apenas, sorprendido.

Jayce estaba descalzo, los mechones del cabello cayéndole sobre la frente, con una camiseta que le quedaba claramente grande y le caía un poco por un hombro. Se acercó sin apuro y lo observó, entornando los ojos.

—Te faltó un botón —murmuró, apoyándose sobre el borde de la mesa.

Antes de que Viktor pudiera responder, Jayce alzó las manos y abrochó el botón de su camisa. Lo hizo con una naturalidad pasmosa, como si ya lo hubiera hecho muchas veces. Sus dedos eran cálidos. Los nudillos rozaron la piel húmeda de Viktor, que se quedó rígido, mirando algún punto lejano entre los planos .

—Listo —dijo Jayce, abrochando el último botón con una concentración casi exagerada—. Ya estás. Más presentable.

Viktor bajó un poco la mirada, sin decir nada. Jayce, como si no esperara respuesta, se dio la vuelta y caminó hacia la cocina, arrastrando los pies descalzos.

—¿Dormiste algo? —preguntó mientras preparaba el café.

—Muy poco… —respondió Viktor, con la voz algo cansada.

—Yo también… creo que dormí con la boca abierta. Tengo la garganta como de papel —dijo Jayce, pasándose una mano por la cara con gesto de fastidio.

Viktor arqueó una ceja.

—Pues roncaste toda la noche —comentó, sin levantar la vista.

—Oh…no me di cuenta— murmuró Jayce, y luego soltó una carcajada ronca.

Su risa siempre llenaba el lugar, como si empujara el silencio hacia las esquinas. En ese momento Viktor se dio cuenta que su compañero siempre se despertaba de buen humor, sin importar cuánto hubiera dormido.

Jayce regresó con dos tazas, una en cada mano. Le ofreció una y luego se sentó en el respaldo del sofá, dejando colgar las piernas, mirando hacia la ventana.

—¿Qué día es hoy? —murmuró.

Estiró el brazo hacia el calendario que colgaba en la pared. Contó los días en voz baja, haciendo gestos con los dedos.

—Falta solo una semana para el Día del Progreso…

Viktor no respondió. Tomó un sorbo del café. Estaba demasiado caliente, pero no reaccionó.

Jayce se quedó un momento más mirando el calendario, como si acabara de recordar algo.

—Vik… ¿cuándo es tu cumpleaños?

Éste levantó la mirada, un poco desconcertado. Parpadeó.

—Mmmh…No lo sé.

Jayce giró el cuerpo para mirarlo mejor.

—¿Cómo que no lo sabes? —dejó la taza sobre la mesa, más serio.

—No estoy seguro de la fecha...Solo sé que nací en invierno.

Su madre le había dicho eso una vez. Era todo lo que sabía. En la mina, ningún esclavo llevaba la cuenta de los días ni el calendario. El tiempo no se medía en fechas, sino en turnos. Al final, todos los días eran lo mismo.

—¿Nunca lo celebraste?

 —No. Donde crecí…no era algo que se hiciera.

Viktor lo dijo con naturalidad, como si hablara de cualquier cosa. Pero Jayce sintió que se le apretaba algo en el pecho. Siempre había supuesto que la infancia de Viktor había sido difícil en Zaun, pero nunca se hubiera imaginado algo tan vacío. Tan frío. 

—Entonces yo voy a ser el primero en darte un regalo de cumpleaños —dijo, intentando sonar casual.

—Pero no se qué día es.

—No importa —respondió Jayce, como si fuera obvio—. Elige un día cualquiera. Yo me encargo del resto.

—Ah…no lo sé...—repitió, bajando un poco la voz—. No estoy seguro.

Jayce lo miró de reojo, con la taza entre las manos.

—Vamos, no puede ser tan complicado. Elige el primero que se te venga a la cabeza.

Dudó. El vapor del café se colaba entre sus pestañas. Miró hacia la mesa, como si pudiera encontrar una fecha escondida entre los planos.

—Veintinueve… —dijo al fin.

Jayce levantó una ceja.

—¿Veintinueve de qué?

El otro tardó un segundo en responder.

—No importa el mes. Solo… el veintinueve.

Aquel había sido el día en que había escapado de la mansión. La noche en que logró salir. La primera vez que sintió que su vida, por fin, le pertenecía. Nunca lo había celebrado y nunca se lo había dicho a nadie. Pero no se le había olvidado.

—¡Perfecto! Entonces ya está —dijo Jayce, sonriendo—. El veintinueve de este mes será tu fiesta de cumpleaños. ¡Falta muy poco! Lo vamos a celebrar como se debe... Y no acepto objeciones.

Estiró los brazos por encima de la cabeza, como si acabara de ganar una competencia que solo él conocía.

Viktor estaba a punto de replicar con alguna ironía, pero lo vio fruncir el ceño. Fue solo un gesto pequeño, de esos que a otro le pasarían desapercibidos, pero no a él.

Jayce se encogió ligeramente sobre sí mismo. Se llevó una mano a la frente con el dorso y cerró los ojos por un segundo.

—¿Estás bien? —preguntó Viktor, sin moverse de su silla.

—Sí, sí. Solo… un poco de calor. Creo que me pasé con el café —respondió, bajando la mano con una sonrisa apagada.

Viktor lo miró con atención. Sus mejillas estaban más coloradas de lo habitual, los ojos le brillaban de forma inusual. 

Jayce se puso de pie como si nada, pero al dar un paso hacia la mesa, se tambaleó. Fue como si el cuerpo le pesara de golpe. Tuvo que apoyarse con una mano en el respaldo del sofá para no caer.

El otro se incorporó al instante.

—Te estás mareando —afirmó, cruzando la sala con su bastón.

—No es nada —respondió Jayce—. Me paré muy rápido…

Pero su voz sonaba más apagada de lo normal. Y aunque intentara disimular, respiraba más hondo. Como si algo dentro le costara seguir el ritmo.

Viktor se detuvo frente a él, lo observó un segundo más. Luego alzó una mano y le apoyó los dedos en la frente y después en el cuello.

Jayce se quedó helado por el gesto inesperado. Sus mejillas se encendieron aún más. No sabía si por la fiebre o por otra cosa.

—Estás rojo —dijo su compañero, con el ceño fruncido—. Y ardiendo.

Jayce carraspeó, incómodo.

—¿Ah, sí? Qué raro. Yo… no siento nada.

—Tienes fiebre —murmuró, retirando la mano.

—Tal vez solo… no dormí bien —intentó justificar, evitando la mirada.

—O estás incubando algo —replicó Viktor, dándose media vuelta—. Acuéstate… Voy a traer algo.

Jayce obedeció sin discutir. Se dejó caer en el sofá con un suspiro, acomodándose entre los cojines como si de pronto el cuerpo pesara demasiado para sostenerlo. Cerró los ojos apenas un segundo, y ya sentía que la cabeza se le iba.

Desde la cocina, se escuchaban los sonidos de Viktor: el golpeteo de una taza, el correr breve del agua, una puerta de armario abriéndose…

Al cabo de unos minutos, volvió. Llevaba una taza, un pequeño recipiente de metal y un paño doblado con cuidado sobre el brazo. Los dejó sobre la mesa, sin apuro. Luego se acercó. 

—Toma —dijo, tendiéndole la taza—. Es un té medicinal… no es agradable pero te ayudará con la fiebre.

Jayce la recibió con ambas manos y dio un sorbo lento.

—Mmm… no está mal —mintió, con la voz más baja de lo habitual.

Viktor luego mojó el paño en el agua del recipiente, lo escurrió con cuidado y, sin decir nada, lo apoyó sobre la frente de Jayce. Fue un gesto simple, pero delicado.

—Eres… increíblemente bueno en esto.

—No es la gran cosa —respondió—. Solo estoy haciendo lo que haría cualquiera.

—No… —dijo Jayce, mirándolo de reojo—. No cualquiera lo haría.

Viktor bajó un poco la mirada, sin saber bien qué hacer con ese comentario. Lo dejó pasar.

Jayce luego se acomodó mejor. El paño en la frente le aliviaba el ardor detrás de los ojos. Todo el cuerpo le dolía, pero por alguna razón, no le importaba tanto.

—¿Te puedo pedir algo? —preguntó, casi en un susurro.

—¿Qué cosa?

—Leéme algo…

Viktor lo miró, sorprendido.

—¿Qué quieres que te lea?

—Lo que sea…

Dudó. Parpadeó una vez, luego otra. Jayce no lo estaba mirando, ya tenía los ojos cerrados otra vez.

—Está bien —dijo al fin, muy bajo.

Se levantó con lentitud, fue hasta la mesa y eligió un cuaderno viejo, de tapas duras. Se sentó junto al sofá y lo abrió por una página al azar.

Comenzó a leer en voz baja.

Jayce no dijo nada, pero una sonrisa leve se dibujó en sus labios. La voz de Viktor llenaba el silencio con una cadencia tranquila, casi hipnótica, que flotaba en el aire entre ellos. Le subía por la nuca como una corriente templada, y le dejaba un cosquilleo suave que sintió como una caricia.

—“Toda estructura compuesta... requiere un tiempo mínimo de asentamiento entre cada ensamblaje —leyó Viktor—. Acelerar el proceso compromete la integridad del sistema…incluso si no hay fallas visibles al momento del montaje.”

La respiración de Jayce empezaba a alargarse, más pausada. 

—“El equilibrio funcional se alcanza no durante la construcción… sino después. Cuando las partes han cedido lo justo... Cuando los márgenes de error dejan de ser amenaza y se vuelven tolerancia.”

Viktor bajó la voz casi a un murmullo.

—“Forzar una pieza que aún no está lista... puede dañar el conjunto completo... Pero dejarla asentarse… puede hacerla indispensable.”

Cuando alzó la mirada, Jayce ya estaba dormido. Tenía las mejillas aún encendidas por la fiebre, pero su expresión era tranquila. 

Viktor se quedó allí, observándolo. 

Pasaron varios minutos.

No hizo falta hacer nada más.

Tal vez es eso, pensó Viktor entonces. Estar cerca suyo…no me requiere ningún esfuerzo.

Y por primera vez, no supo si eso lo asustaba… o le gustaba demasiado.



Chapter 34: Carga latente

Summary:

Viktor emprende una salida por la fría ciudad que lo lleva a una escena totalmente inesperada. Luego, una preocupación más inmediata lo espera en el departamento.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Viktor caminaba con paso constante, el bastón marcando un ritmo suave sobre el suelo adoquinado. El trayecto le resultaba largo, quizás por el frío, o por el hecho de que no recordaba la última vez que había salido a comprar sin Jayce. 

La calle comercial tenía menos movimiento que de costumbre. Algunos puestos estaban ya cubiertos con telas gruesas, y el vapor de las tazas humeantes salía de los cafés como si intentaran retener el calor que la ciudad empezaba a perder. 

Cada paso tenía algo de esfuerzo. El frío le tensaba los dedos, la pierna dolía más que de costumbre. Aun así, no había dudado en salir. Llevaba una lista breve en la cabeza: algo para la fiebre, para el dolor. Nada fuerte. Jayce no necesitaba dormir más, sino dejar de forzar el cuerpo.

Había insistido en que no hacía falta salir. Pero su voz sonaba arrastrada, y no había discutido más de la cuenta. Esa falta de terquedad fue lo que más preocupó a Viktor.

Empujó la puerta de la farmacia con cuidado. El timbre colgado en la parte superior tintineó con un sonido agudo y breve.

Adentro, el ambiente era templado, con olor a madera encerada y hierbas secas. Una mujer acomodaba frascos tras el mostrador. Levantó la vista y lo saludó con un gesto automático.

—Buenas tardes. ¿En qué puedo ayudarlo?

—Busco algo para la fiebre —respondió Viktor—. Y para el dolor de cabeza. Que no dé sueño.

La mujer asintió con un leve movimiento de cabeza y desapareció entre estantes. Él se quedó allí, solo, rodeado de frascos etiquetados con letra elegante y colores uniformes.

Se vio reflejado en el cristal de una vitrina baja, recortado. La bufanda oscura, el cabello un poco revuelto por el viento. Nada parecía fuera de lugar, pero a veces le costaba reconocerse en su reflejo.

La empleada volvió al mostrador con un frasco opaco, una caja y un envoltorio más pequeño con etiquetas escritas a mano.

—Esto es lo más suave para bajar la fiebre sin sedar demasiado —dijo, acomodando los tres sobre la superficie—. Y esto otro es un refuerzo si el dolor de cabeza no baja con la primera dosis. No hace falta que lo tome todo junto.

Viktor asintió, sacó unas monedas del bolsillo interior del abrigo y pagó sin comentar nada.

Cuando ella envolvía los productos en papel y cuerda, agregó, casi sin mirarlo:

—Si es alguien joven, que tome mucha agua. Y… no se esfuerce. A veces eso solo alarga el proceso.

Él asintió de nuevo, más breve.

—Gracias.

Recogió la bolsa de papel entre los dedos y salió.

El aire le golpeó más seco que antes, y esta vez el frío le llegó directo a los nudillos. Apretó un poco la bufanda sobre el cuello y caminó hacia el cruce, con el cuerpo más tenso que al llegar.

Doblar la esquina fue casi un reflejo, buscando un camino más corto. La bolsa de papel crujía apenas en su mano. Dobló la cabeza contra el viento y dio otro paso.

Ya estaba cerca del departamento. Una cuadra, quizás menos.

Y entonces la escuchó.

—¡Viktor!

Se detuvo en seco. Como si el nombre, dicho en esa voz, viniera de un lugar que su cuerpo todavía recordaba antes que su mente.

Giró despacio. La vio allí, en la vereda opuesta, junto a una reja baja cubierta de escarcha.

El abrigo verde oscuro, el cabello rizado recogido con un nudo suelto, los ojos enmarcados por los lentes cuadrados de siempre.

Sky.

Ella sonrió. Una sonrisa de verdad. 

Y cruzó la calle casi corriendo.

—No…no pensé que iba a tener tanta suerte de encontrarte —dijo con voz agitada cuando se acercó.

Viktor la observó al principio como si estuviera viendo un fantasma. El corazón le dio un salto contenido, pero él solo apretó el bastón más fuerte.

—Sky...— dijo, casi en un susurro. 

Entonces la rodeó con un abrazo. No fue una decisión. Solo algo que le salió del cuerpo, como si lo hubiera estado esperando desde hacía tiempo.

—Pensé… que no volvería a verte. —murmuró.

—Te dije que nos encontraríamos de nuevo… ¿no lo recuerdas? —respondió ella, separándose un poco, aún sonriendo.

—Lo recuerdo… — contestó Viktor con un dejo de melancolía.

Sky miro hacia los costados, luego volvió su vista al rostro de Viktor.

— Viktor, necesito hablar contigo…

Él la miró en silencio. Pensó en Jayce, en la fiebre. Pensó en lo improbable del momento, y también en el hecho de que Sky estaba parada frente suyo después de tanto tiempo, como si nunca se hubiera ido.

—Es muy importante —agregó Sky, cortando su pensamiento con la misma firmeza de siempre.

Viktor la miró unos segundos. Asintió.

—Claro. Conozco un café cerca... Sígueme.

Sky no dijo nada más. Solo lo siguió por las calles de Piltover. Al cabo de un rato ya estaban sentados a la mesa.

—Te ves distinto —dijo Sky, tras unos segundos de silencio—. No sé si es la ropa… o ese brillo nuevo en los ojos. Pero te queda bien, Viktor. Te lo mereces.

El café estaba casi vacío. Mesas de madera oscura, luces suaves, cortinas pesadas en las ventanas. Un lugar tranquilo, con esa clase de privacidad que no hace falta pedir.

Viktor la miró con calma, algo desconcertado.

—¿Cómo sabías que estaría por aquí?

—Tessa me dijo que te habías mudado a Piltover. Y conociéndote, supuse que si estabas en esta ciudad, ibas a terminar estudiando en la Academia. ¿Dónde más? —Le guiñó un ojo, suave—. Con esa cabeza que siempre tuviste, era cuestión de lógica que estarías por aquí.

Él bajó la mirada. Y aunque intentó disimularlo, una sonrisa leve le cruzó el rostro.

En ese momento, el camarero llegó con dos tazas humeantes. Las dejó sobre la mesa y se alejó sin decir palabra.

Sky rodeó la suya con las manos y lo miró de nuevo.

—Como te dije, hay algo de lo que debo hablarte —dijo entonces, más seria.

Viktor solo la miró a los ojos, expectante.

—La noche que escapaste… apenas cerraste la puerta del taller… aquel tipo enloqueció —dijo Sky, bajando un poco la voz —. Despertó a todos. Mandó a buscarte en las fábricas cercanas, en el arroyo, incluso revisó los carros de carga... Yo tenía mucho miedo de que te encontraran.

Viktor no apartó la mirada. Pero tragó saliva.

La imagen de ese hombre enfurecido no era un recuerdo lejano. Había sido testigo —y blanco— de sus ataques demasiadas veces. Conocía ese tono de voz que se volvía veneno, esos ojos oscuros y vacíos cuando se salía de control.

—Solo hubo una razón por la que no mandó a toda su gente a rastrearte—continuó—. La señora cayó enferma esa misma noche. Alta fiebre y delirio…así que toda su atención fue hacia ella... Y yo me encargué de asistirla día y noche durante semanas.

—¿Tú? —preguntó Viktor, desconcertado.

—Sí… Cuidarla fue… una forma de protegerme. Mientras estuve bajo su ala, nadie me cuestionó demasiado. Yo era muy cercana a la señora… Me contó cosas que, creo, nunca le dijo a nadie más

—¿Ya no trabajas más para la familia Hibert?

—No… un día la ama de llaves simplemente me avisó que ya no requerían más de mis servicios…y que empacara mis cosas…

Se detuvo un segundo. Luego lo miró directamente y continuó hablando en voz baja:

—Viktor, antes de que su hijo me echara, la señora me contó sobre las intenciones que tenía el señor Hibert contigo.

Viktor entrecerró los ojos. Algo le tembló muy levemente en la mano, apenas perceptible.

Sky bajó la voz.

—Me habló de unos papeles que el señor había preparado… de un trámite... Al parecer…él quería liberarte. Ella me dijo que estaba convencida de que ya lo habían arreglado todo.

Viktor se quedó en silencio.

Emmereth… ¿quería liberarme…?

No entendía. No podía.

—¿Pero… entonces? ¿Por qué no… por qué no me lo dijo? —preguntó, como si aún buscara alguna grieta lógica que lo explicara.

—Según lo que me contó… al principio no sabían si legalmente se podía hacer. Me dijo que el señor pasó semanas preguntando, buscando abogados, escribanos… —inspiró hondo—. La burocracia lo fue demorando todo… quizás no te lo dijo porque no quería darte falsas esperanzas si no era posible.

Viktor se quedó en silencio un momento, procesando todo lo que escuchaba.

—Esos… papeles que mencionaste… ¿sabes si todavía existen? —preguntó al fin, con la voz tensa.

—No lo sé. La señora Hibert solo me dio esto —abrió el bolso que traía al lado y sacó un sobre viejo, arrugado, con el sello parcialmente borrado.

Viktor extendió la mano rapidamente. La tomó.

La carta tenía un membrete azul claro. El papel estaba doblado en tres partes. La tinta descolorida.

Sky habló mientras él la leía.

—Es… una solicitud formal. Una carta del señor a un escribano, con membrete de la familia. Está fechada días antes de que él… —se detuvo—, de que muriera.

Viktor no dijo nada. Leía en silencio.

"Solicito iniciar el trámite de emancipación total del esclavo y aprendiz, Viktor (sin apellido registrado), bajo la figura de liberación voluntaria según las disposiciones vigentes de tutela. Esta decisión es personal, irrevocable, y deberá ser formalizada ante autoridad competente a la brevedad..."

Era clara. Directa. Firmada.

Pero no tenía sello del juzgado de Piltover. No había número de expediente. Sólo era un primer paso.

—Un acta. ¡Tiene que haber un acta! —dijo Viktor, con voz nerviosa.

Sky negó suavemente.

—Esto… es lo único que ella me dio —murmuró Sky, apenas un susurro—. Pero esta carta es una prueba, Viktor. El señor Hibert lo había decidido. Ya había empezado el trámite… quizás si presentamos esto ante el consejo…

—No… —dijo Viktor, con voz baja y tensa—. No es suficiente. Lo que se necesita es un acta. Un documento legal firmado.

Viktor no podía arriesgarse a revelar su condición sin tener la total seguridad de que sería oficialmente libre.

Bajó la mirada, clavándola en el papel como si intentara descifrar algo invisible entre las líneas...
La carta seguía sobre la mesa, inmóvil, pero todo alrededor parecía haber girado en silencio. Como si la historia que él conocía estuviera mal ensamblada desde comienzo.

Sky se quedó en silencio, pensativa. Luego asintió despacio.

—Pues tiene que existir... Si él la firmó antes de morir… debe estar archivada en algún lugar. Quizás sigue guardada en su antiguo despacho, en la casa. O… tal vez su hijo Demian la tenga.

El nombre de su amo le ensombreció el gesto. Viktor desvió la vista hacia la ventana, donde el vaho condensado deformaba las luces del exterior.

—Yo no puedo acercarme a él… Si me ve…

—Lo sé —interrumpió Sky con suavidad—. No lo harás. Yo puedo volver a la casa. Buscaré una excusa para hablar con la señora y…

—No —dijo Viktor de inmediato, girando la cabeza hacia ella—. Es muy peligroso, y ya has arriesgado demasiado por mí.

Hizo una pausa breve.

—Tal vez haya una copia en los archivos del juzgado… Si el trámite empezó de forma oficial… algo debe haber quedado registrado o archivado... — pensó Viktor en voz alta.

Sky asintió despacio, sin soltarlo con la mirada.

—¿Quizás puedas pedir ayuda a alguien de la Academia? ¿Confías en alguien?

Jayce.

—Sí… tengo a alguien…

Jayce lo entendería. Viktor estaba seguro de eso. Pero no quería involucrarlo todavía. Quería intentar resolverlo por su cuenta, sin arrastrar a nadie más, sin poner a Jayce en medio.

Ella asintió y le sonrió, pero había algo en sus ojos que parecía sostenerse apenas. El peso de lo dicho flotaba entre ambos.

—Lo siento, me gustaría seguir charlando contigo después de tanto tiempo pero ya debo irme… —murmuró Sky, bajando la mirada hacia su taza vacía—. Mi nueva señora debe estar pensando que me perdí en el camino… solo venía a hacer un recado.

Viktor asintió, comprendiendo.

—Ve. No quiero causarte problemas.

—No me causas problemas, Viktor. Solo… fue bueno verte. De verdad.

—Gracias por todo, Sky. No sé cómo…

Ella lo interrumpió con un gesto.

—No digas nada. Haz lo que tengas que hacer. Encuentra ese papel.

Cruzaron una última mirada antes de separarse.


 

Viktor subió las escaleras del departamento con el corazón acelerado, no por el esfuerzo, sino por todo lo que bullía dentro de él. Tenía las manos frías y la frente húmeda, pero no sabía si era por el clima o por la ansiedad que lo atravesaba como un alambre tenso. La idea le retumbaba sin descanso en la cabeza: su libertad había estado tan cerca. Tan cerca que casi podía tocarla. Y ahora, saber que tal vez existía un documento, un papel con su nombre y una firma, lo tenía al borde. La urgencia de encontrar esa acta era lo único que giraba en su mente, insistente, como si todo su pasado —y su futuro— dependiera de esa hoja extraviada.

Cuando abrió la puerta, el calor del interior lo envolvió de inmediato. Lo primero que vio fue a Jayce, todavía en el sofá, acostado de lado, con una manta arrugada cubriéndole la mitad del torso. No se había movido demasiado desde que él se había ido. Seguía con los ojos cerrados, una mano colgando por fuera del respaldo, la otra doblada bajo la almohada. Su respiración era lenta.

Viktor se acercó en silencio y apoyó la palma en la frente de Jayce.

Sigue ardiendo…

Entonces se apresuró a abrir el frasco de jarabe y luego se inclinó hacia él. Pasó la mano por detrás de su nuca para incorporarlo con suavidad. 

Jayce gimió apenas, los párpados temblaron, pero no abrió los ojos del todo. 

—Jayce… abre la boca. Es medicina. Te va a hacer bien —murmuró, con una voz más suave de la que esperaba.

Jayce no respondió. Apenas entreabrió los labios, obedeciendo como si todavía estuviera medio dormido. La mirada que cruzó con Viktor fue borrosa, pero tranquila. Bebió el líquido amargo sin quejarse, y luego dejó caer la cabeza otra vez sobre el almohadón.

—Con eso ya mañana te sentirás mejor… — susurró.

Era extraño. Estaba agotado, sobrecargado de pensamientos, de revelaciones, y sin embargo, en ese instante, solo podía pensar en Jayce y en su recuperación.

Jayce murmuró algo en voz baja, como si su mente aún estuviera atrapada en medio de un plano o una conversación inconclusa.

—…el tornillo… pero sí… la bisagra no…

Viktor lo observó con una mezcla de ternura y exasperación muda. Incluso dormido, parecía seguir discutiendo ideas.

—Descansa —susurró—. Todo puede esperar hasta mañana.

No supo si lo decía para él o para Jayce.

La habitación estaba en silencio, apenas roto por el golpeteo tenue de un radiador lejano y el murmullo de la ciudad tras los cristales.

Tomó una silla del comedor, la arrastró con cuidado hasta el borde del sofá y se sentó. Tenía los hombros levemente encorvados y los ojos pesados, pero se rehusaba a dormir todavía.  Quería quedarse un rato más, lo suficiente para asegurarse de que la fiebre bajara, de que Jayce descansara tranquilo. Solo por si acaso.

Su compañero se removió levemente y volvió a decir algo en voz baja.

—No quería… Vik… perd- erte…no es… 

Esta vez, Viktor no alcanzó a entender del todo. Solo captó su nombre, envuelto en una frase incompleta, entrecortada por el aliento cálido del sueño. Sintió algo cálido en el pecho al escuchar que Jayce lo nombraba.

Se inclinó hacia atrás y apoyó la cabeza contra el respaldo de la silla. Sus pensamientos daban vueltas en aquella acta y en la conversación que había tenido con Sky en el café. Todo lo que habían hablado se repetía en su mente como engranajes mal alineados, girando sin avanzar del todo.

Luego de un rato sintió como el cuerpo empezaba a pesarle y cómo sus párpados se cerraban de a poco.

Solo un momento … pensó. 

Y entonces, sin darse cuenta, también se quedó dormido.

Notes:

Viktor y Sky por fin se encuentran de nuevo 🤍🤍
Nuevas revelaciones 🤯

Chapter 35: Un pacto sin firma

Chapter Text

Jayce posó una mano en su hombro.

 —Esto va a ser espectacular, Vik —dijo con esa sonrisa suya, amplia y luminosa.

 —¿Ya tienes todo? —preguntó Viktor, con una mueca contenida de ansiedad.

 Jayce asintió con la cabeza y levantó una carpeta con una hoja doblada en su interior.

 —Sip, todo bajo control.

Entonces, sin previo aviso, le tomó la mano.

 El gesto lo desconcertó. Viktor titubeó, inseguro.

 —Jayce… yo… aún no estoy listo. No tengo el discurso preparado, no sé qué voy a decir…

Pero Jayce no lo escuchó.

 —Vamos —dijo, y su tono ya no sonaba animado, sino seco.

Viktor intentó soltarse, con suavidad al principio.

 —Oye, espera, me estás…

 El agarre se volvió más firme. Duro.

—Jayce… me lastimas… ¿qué estás haciendo?

Pero Jayce ya no lo miraba. Solo caminaba delante de él, arrastrándolo del brazo por el pasillo de la Academia. Su espalda ancha era lo único que Viktor alcanzaba a ver. El pasillo se alargaba, como si los muros cambiaran a cada paso.

—Jayce… Jayce, por favor. ¿Qué pasa? —insistió, con un leve temblor en la voz—. ¡Contéstame!

El cuerpo que lo guiaba no se detuvo.

 —¡Muévete! —gritó, con una voz muy diferente.

Viktor se quedó paralizado. Su corazón se agitó, golpeando el pecho con violencia.

Entonces Jayce se giró. 

Sus ojos eran demasiado oscuros.

Vacíos.

Aquel rostro ensombrecido ya no era el de su compañero.

—Tú no decides nada —dijo entonces, con una voz más profunda.

El mundo se torció y el pasillo se volvió más angosto, las paredes se cerraban como un compresor hidráulico. Solo la presión contundente de aquella mano en su muñeca seguía ahí.

—¿Q-qué…? N-no —tartamudeó Viktor, luchando por moverse, pero su cuerpo no respondía. 

Sus pies descalzos tocaban el suelo frío y húmedo. El bastón había desaparecido y el aire olía a encierro. 

Al encierro de antes.

—Siempre fuiste mío…—continuó la sombra—No importa cuánto corras…

Entonces el rostro emergió de la oscuridad, delineándose con nitidez.

El rostro de su amo.

—¡No… NO! —Viktor gritó con un estallido de terror.

Y despertó.

El cuerpo se le sacudió violentamente. Se incorporó de golpe, respirando como si hubiera estado a punto de ahogarse. El respaldo de la silla crujió, y el bastón cayó al suelo con un golpe seco.

El apartamento estaba en silencio.

Viktor se llevó ambas manos al rostro, cubriéndose los ojos. El sudor le resbalaba por la nuca…Todo el cuerpo le temblaba.

Solo un sueño…

Parpadeó, y al hacerlo se dio cuenta de que la luz había cambiado.

Afuera, un gris pálido iluminaba los bordes de la ventana. El calor del departamento seguía encendido pero su cuerpo sentía la lentitud de haber dormido en una posición incómoda, de no haber descansado casi nada.

Exhaló hondo, como si pudiera expulsar la pesadilla de su cuerpo con el aire que dejaba ir. Aún temblaba, la sensación pegajosa del sueño adherida a su piel como sudor frío.

Se quedó allí respirando, inclinado hacia adelante, los codos apoyados en las rodillas, las manos hundidas en el cabello..

Pasaron unos segundos antes de atreverse a mirar a su alrededor.

Entonces alzó la vista.

Jayce seguía en el sofá, acostado de lado, ajeno a todo, una pierna colgando fuera de la manta, el cabello revuelto sobre la almohada.

Viktor se inclinó para tocar su frente.

Su piel ya no ardía. Notó el calor tenue, normal. Al parecer ya no tenía fiebre. 

En ese momento gruñó algo entre dientes y parpadeó, con el ceño fruncido por la luz pálida que entraba por las cortinas.

—Mmh… Vik… ¿qué hora es? —preguntó Jayce, con voz ronca de sueño.

—Temprano aún —le respondió en voz baja—. Puedes quedarte acostado un rato más, si quieres.

Jayce se restregó la cara con las dos manos, soltó un resoplido leve y se incorporó en el sofá, despacio. Se llevó una mano al cuello y lo giró hacia un lado, hasta hacerlo crujir.

—Me siento mucho mejor… —murmuró, sorprendido—. Como si hubiera dormido tres días.

—El jarabe hizo su trabajo —dijo Viktor, con la voz más áspera de lo normal—. No tuviste fiebre en toda la noche.

Jayce entonces lo miró por completo. Tardó un segundo en procesarlo.

—¿Tú… te quedaste aquí toda la noche?

Viktor asintió sin hacer un gesto mayor, como si no fuera nada.

Jayce se pasó una mano por la nuca, algo torpe. Una sombra de color le subió a las mejillas.

—Oh… eh… gracias, Vik… no sé qué haría sin ti.

—Probablemente... morir de fiebre en el sofá mientras babeas la almohada —respondió Viktor, seco, sin girar la cara.

Jayce soltó una carcajada nasal.

—Muy considerado de tu parte.

—Lo sé —dijo Viktor, finalmente mirándolo, apenas curvando los labios.

Jayce lo observó un segundo más, con esa expresión suya entre divertida y cálida. Aún medio dormido, pero con una ternura apenas disimulada en los ojos.

Entonces Viktor se levantó. Fue con algo de esfuerzo, notando que tenía la espalda tensa.

—Voy a preparar café —anunció, estirando los hombros con una mueca de cansancio.

—No, déjame a mí —replicó el Jayce, incorporándose con más firmeza—. Ya me cuidaste demasiado…te estás pareciendo a mi mamá.

Pasó junto a él camino a la cocina. Al hacerlo, le dio un suave empujón con el hombro.

—Andá, siéntate. Hoy te toca a ti ser el paciente resignado.

—No estoy enfermo —protestó Viktor sin convicción, mientras se dejaba caer en el sofá.

—No todavía —replicó Jayce desde la cocina—. Pero con ese semblante… diría que te tengo que poner bajo observación.

Viktor rodó los ojos, pero no respondió. Dejó que el aroma tenue del café y el pan tostado comenzara a llenar la habitación, mientras su cuerpo se relajaba, de a poco, por primera vez desde que había salido la mañana anterior.

Minutos después el sol ya había subido un poco más y la cocina estaba tibia. 

Jayce se sentó de espaldas a la ventana, dándole un sorbo lento a su bebida mientras hojeaba unos papeles arrugados.

—Estaba pensando… —empezó, sin levantar la vista—. Hoy podríamos hacer una prueba del discurso, en el laboratorio. Nada muy formal… solo leerlo en voz alta y ver como suena. Quizás mostrarle también a Heimerdinger.

Viktor levantó la mirada desde su taza. Había estado observando distraídamente las líneas de condensación en el vidrio de la ventana. Tardó un segundo en procesar lo que Jayce acababa de decir.

—¿Ahora?

—Sí. Falta poco. Si no empezamos a ensayarlo, vamos a terminar haciéndolo la noche anterior. —Jayce lo miró por fin—. ¿No crees?

Viktor lo miró de reojo. 

No había dejado de pensar en el acta. En Sky. En que debía moverse rápido antes de que algo—o alguien—se interpusiera. Pero no podía decirle eso. No quería preocuparlo.

—Yo… pensaba ir más tarde, pero ve tú —dijo, pausado—. No descansé bien anoche, quiero dormir unas horas… Puedo quedarme, ¿verdad?

Jayce levantó ambas cejas, como si le sorprendiera que hiciera esa pregunta.

—¿Qué? Claro que sí. No tienes que pedir permiso. —Se sonrió mientras se ponía de pie—. De hecho, te voy a dejar la llave. Para que entres y salgas cuando quieras. —La sacó del gancho de la pared y la dejó sobre la mesa, con un pequeño gesto de orgullo—. Si no es tu departamento todavía… está cerca.

Viktor sostuvo su mirada un momento, y algo cálido le recorrió el pecho. Tragó saliva con disimulo.

—Gracias… Jayce.

—Gracias nada. Has cuidado de mí como nadie, necesitas descansar—Jayce estiró una mano y le revolvió el cabello de forma espontánea, sin pensar demasiado. Luego se rió—. Pero no te duermas todo el día que voy a necesitar tu opinión.

—No prometo nada —murmuró Viktor con una sonrisa discreta.

Jayce recogió sus papeles, se puso el abrigo y salió. Cerró la puerta con suavidad.

Viktor se quedó un momento en la cocina, escuchando el eco leve de sus pasos en la escalera. Luego bajó la vista hacia la llave sobre la mesa. La tomó. La sostuvo entre los dedos.

No se sentía bien mintiéndole. Pero no tenía opción. Aquellas horas eran lo único que tenía para moverse sin riesgos, sin explicaciones. El acta podía existir. Debía existir. Y él no pensaba esperar más.


El frío se filtraba por los guantes. El bastón resonaba sobre el empedrado con cada paso irregular. Viktor avanzaba bordeando la calle principal, atento a las placas de bronce en las fachadas, a los carteles clavados sobre marcos de madera vieja. Piltover estaba lleno de instituciones, edificios estatales, sedes administrativas que parecían todas iguales. Altos, solemnes, mal señalizados.

Preguntó una vez a un hombre que barría la vereda frente a una librería. No sabía. Siguió caminando.

A lo lejos, reconoció el domo oscuro de la biblioteca cívica. Se dirigió hacia allí, pensando que si había alguna pista, sería en ese sector. Las calles eran más tranquilas, con menos comercio y más funcionarios. Las puertas estaban marcadas con inscripciones gastadas por el tiempo.

Al doblar una esquina, por fin lo vio.

Un edificio rectangular, de piedra clara y ventanales altos cubiertos por rejas ornamentadas. Tenía un cartel discreto sobre la puerta: Oficina de Archivos Municipales y Judiciales.

Viktor se detuvo un instante. El corazón le dio un vuelco sordo. Respiró hondo y entró.

Adentro, el aire era más templado pero polvoriento. El olor a pergamino, tinta seca y cera envejecida lo envolvió de inmediato. A lo largo del salón, varias personas esperaban en bancos de madera, con carpetas sobre las rodillas, abrigos aún puestos. Un reloj de péndulo marcaba los minutos con un golpeteo opaco.

Viktor se ubicó al final de la fila. No eran tantos, pero todo avanzaba con lentitud. 

Mientras esperaba, repasó mentalmente las pocas palabras que había preparado. Qué iba a decir. Cómo lo iba a explicar.

Necesitaba saber si ese acta existía. Y si era así… dónde buscarla.

Cuando finalmente llegó al mostrador, la mujer al otro lado del vidrio levantó la vista. Tenía el cabello recogido en un moño tenso, gafas delgadas sobre la nariz y una expresión eternamente cansada.

—Nombre y apellido —dijo sin emoción, tomando un formulario en blanco.

—Jean… Hibert —respondió Viktor. La mentira le rozó la garganta, pero no vaciló.

—¿Trámite?

—Busco un acta de emancipación familiar.

La mujer lo miró por encima de los lentes. Sus dedos no se movieron.

—¿Año aproximado?

—No lo sé con exactitud. Debió haberse iniciado hace… unos tres años, quizás cuatro.

Ella frunció apenas los labios.

—¿Tiene autorización firmada? ¿O documento que acredite vínculo familiar?

—No —admitió él, sintiendo ya la respuesta venir—. Pero tengo esto…

Sacó la carta que Sky le había dado. La extendió hacia la ranura. La funcionaria la tomó, y por primera vez, pareció leer con algo de interés. Su mirada se detuvo unos segundos sobre el nombre “Viktor”, sin apellido. Luego arrugó apenas el entrecejo.

—Esta carta no es suficiente para acceder al acta. Pero… si es auténtica, quiere decir que el trámite pudo haberse iniciado.

Viktor asintió lentamente, con una mezcla de esperanza y frustración.

La mujer bajó la carta con cuidado sobre el mostrador. Luego hojeó un libro de registros abiertos al costado. Pasó páginas. Sus dedos avanzaban con cierta práctica. Pero después de unos minutos negó con la cabeza.

—No aparece nada registrado bajo ese nombre en los últimos cinco años. Al menos, no aquí.

Viktor apretó el bastón, sintiendo la tensión subirle por la espalda.

—¿Entonces el acta no existe?

Ella lo pensó. Luego murmuró:

—No necesariamente. Podría no haberse formalizado. O… pudo haber sido registrada en otro sector. Si el señor que firmó esto usó un escribano privado, el documento pudo quedarse archivado en esa oficina. O incluso en su domicilio, si nunca lo presentó oficialmente.

Y entonces, como si se arrepintiera de haber dicho más de la cuenta, añadió con tono más seco:

—Lo lamento. Si no tiene autorización o apellido coincidente, no puedo dejarlo avanzar con la búsqueda.

La mujer le devolvió la carta.

—Gracias señorita —murmuró él, tomando la carta entre sus dedos, y luego se marchó.

...

Cuando salió del edificio el aire de la calle le pareció más frío que antes, o tal vez era el peso que sentía en el pecho. Caminó unos metros sin rumbo, dejando que el murmullo de la ciudad lo envolviera.

No había encontrado el acta.

Pero tampoco había salido con las manos vacías.

Ahora lo sabía: el documento podía existir. Si Hibert realmente había firmado algo, como la carta lo sugería, era probable que siguiera en poder de un notario privado, o tal vez, aún en la mansión…

Eso era algo… un paso.

Y en ese momento, cualquier paso servía.


 

"…y por eso creemos que este prototipo no solo redefine la movilidad, sino que también refleja una visión: una Piltover que se mueve hacia adelante, con todos a bordo.”

Jayce giró el cuerpo hacia un lado, con el brazo extendido como si señalara a una audiencia imaginaria. Se desplazó dos pasos, encajando las palabras con fluidez, como si el discurso le naciera sin esfuerzo.

Miró a su derecha, como si Viktor estuviera allí parado.

—Este proyecto nació del trabajo incansable que hemos hecho junto a mi compañero y socio...Viktor.

Volvió a quedarse quieto.

Una exhalación más lenta le tensó los hombros. El tono seguro se esfumó por un momento. El papel en su mano crujió.

Entonces, dejó que el brazo cayera a un lado. 

Se acercó lentamente a la mesa de trabajo. Aún estaban allí los planos que Viktor había dejado la última vez: bocetos minuciosos, anotaciones al margen en su caligrafía inclinada, fórmulas con trazos precisos. Entre ellos, un dibujo: el prototipo del autómata, delineado con una exactitud casi obsesiva.

Jayce lo observó en silencio.

Extendió una mano y rozó el papel con las yemas de los dedos, como si temiera arruinarlo. Luego, sin darse cuenta, sonrió. 

Pensó en él. En Viktor.

No solo en sus ideas o en su mente ágil.

Pensó en su forma de mirar cuando discutían, en cómo su ceja se arqueaba sutilmente cuando algo no lo convencía... En el modo en que callaba a veces, pero decía todo con los ojos. En la quietud de su presencia.

Había algo nuevo en cómo lo veía. O tal vez siempre estuvo ahí… pero ahora dolía un poco más notarlo.

Sacudió la cabeza, como si espantara una mosca invisible.

—Concéntrate, idiota —murmuró para sí, girando sobre los talones.

Fue hacia el banco donde había dejado su reloj. Miró la hora.

—¿Seguirá durmiendo? —se preguntó en voz baja, casi divertido.

Por un segundo, se imaginó regresando, abriendo la puerta, encontrándolo aún en el sofá, cubierto hasta el cuello con la manta fina. Cerró los ojos un instante, atrapado en la calidez de esa imagen: el cabello revuelto, la respiración tranquila.

Por algún motivo, le gustaba imaginarlo así.

Tac. Tac. Tac.

Aquel sonido familiar resonó en el pasillo antes de que pudiera girarse del todo.

Jayce se dio vuelta.

Y allí estaba, de pie en el umbral del laboratorio, con el abrigo aún puesto, la bufanda floja alrededor del cuello y la mano apoyada en el bastón.

—¡Vik! ¡Al fin viniste!

Se acercó a su compañero con una sonrisa amplia y aliviada.

Le puso una mano en el hombro, cálida.

—¿Pudiste descansar?

Viktor lo miró un momento, ladeó la cabeza apenas.

—Necesitaria... dormir un día entero —bromeó con voz baja, lo suficiente para esquivar más preguntas.

Jayce lo observó con atención, iba a preguntar algo más pero se contuvo.

—¿Cómo va el discurso? —preguntó Viktor, quitándose el abrigo con lentitud.

—Ensayé. Heimerdinger escuchó mi parte hoy y… bueno, no me interrumpió, lo cual es un logro.

—Interesante vara de medición —murmuró Viktor, colgando la bufanda.

Jayce sonrió y le hizo una seña hacia la mesa del centro.

—Ahora te toca a ti, compañero.

Viktor alzó levemente las cejas, como si no esperara que lo dijera con tanta naturalidad. Se acercó al banco y sacó de su bolsillo una hoja doblada varias veces.

—Bueno...no tengo nada ensayado. Solo escribí algunas ideas… Las leeré.

—Perfecto —dijo Jayce, dejándose caer en la silla frente a él—. Vamos. Estoy listo para impresionarme.

Viktor suspiró. Extendió la hoja sobre la mesa. Las líneas estaban escritas con tinta firme, otras con tachones y correcciones rápidas entre márgenes.

Y entonces empezó a leer, pero no de forma robótica. Sino con esa cadencia suya, precisa y suave. Con un tono que no buscaba impresionar, sino explicar.

"El progreso no es una línea recta. Y tampoco debería ser una carrera entre naciones para ver quién llega primero.

El verdadero progreso —ese que deja una huella duradera— no busca deslumbrar…

Busca servir.

Hoy presentamos un prototipo de vehículo automatizado Hextech, diseñado para múltiples funciones: transporte de objetos pesados, asistencia para personas con movilidad reducida, distribución de recursos en zonas remotas o afectadas.

La idea nació de una pregunta simple: ¿qué es lo que necesitan las personas verdaderamente?

Y en lugar de responder con algo costoso, complejo o exclusivo… decidimos crear algo replicable, accesible y, sobre todo, sustentable…

Su motor no requiere combustibles, solo tecnología Hextech, por lo que evita la contaminación del aire y los desperdicios de residuos.

Pero lo más importante es su propósito...

No fue concebido para reforzar privilegios... Sino para acortar distancias.

Si queremos que la tecnología esté a la altura de lo que promete… debe empezar por lo más esencial: facilitar lo cotidiano. Aliviar lo injusto.

Literal y…simbólicamente.

Gracias."

...

Terminó de hablar y, por un instante, el silencio se instaló como una capa invisible en la sala. Ni una herramienta vibrando. Ni un papel moviéndose.

Jayce se quedó quieto, mirándolo. Como si estuviera viendo a alguien completamente distinto y, al mismo tiempo, más familiar que nunca. Fue como ver una parte de Viktor nueva, que solo existía en esos momentos: cuando hablaba de lo que realmente le importaba.

—No sabía que lo habías escrito así —dijo, por fin, en voz baja. Había algo en su tono, entre orgullo y asombro.

Viktor levantó la vista.

—Improvisé algunas partes... —dijo con calma.

Jayce esbozó una sonrisa breve.

—Lo que dijiste… eso es el progreso. Eso somos —agregó al fin, con un leve movimiento de la cabeza.— Estoy tan orgulloso de ti, Vik.

Y esa frase le salió sin filtros. Tal como la sentía.

Viktor bajó la mirada un segundo. No sabía dónde poner las manos.

—Creo que vamos a dejar huella con esto… ¿sabes?

Viktor lo miró un segundo. Luego asintió muy levemente.

—Si todo sale bien —dijo.

—Va a salir bien —afirmó Jayce—. Porque estamos juntos en esto.

Y en esa frase, sin querer, dijo más de lo que pretendía.

 

 

 

Chapter 36: Admisión, entre líneas.

Summary:

Mientras Viktor comienza su camino como estudiante en la Academia, su sola presencia altera las dinámicas establecidas...

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

El laboratorio olía a metal y a tinta fresca. Rayos de luz invernal se colaban por los ventanales altos, iluminando el polvo suspendido en el aire. Sobre una de las mesas principales, un grupo de piezas de bronce, tuercas y esquemas dibujados a mano estaban esparcidos como si fueran partes de un rompecabezas aún en formación. 

Viktor sostenía una pequeña pieza con forma de articulación curva. Con su otra mano, señalaba los trazos sobre el plano extendido frente a él.

—Este sistema de ejes puede rotar completamente sin fricción si usamos este tipo de soporte flotante. Así el núcleo de energía Hextech no tendría que estabilizarse cada vez que cambia el terreno —explicó, con tono sereno, pero enfocado.

Jayce, de pie a su lado, lo escuchaba con total atención, los brazos cruzados, inclinándose apenas hacia el papel.

—¿Y eso lo haría más adaptable para pendientes y zonas irregulares?

—Exacto. Incluso podría subir rampas sin asistencia. Con una carga considerable encima.

Jayce silbó bajo.

—El autómata será muy eficiente con esa potencia. ¿Cómo no lo habías pensado antes?

—Lo había pensado... Solo no tenía a nadie con quien discutirlo —respondió, sin sarcasmo, pero con una honestidad que lo dejó expuesto por un segundo.

Jayce bajó un poco la mirada, como si no supiera qué responder. Pero antes de que dijera algo, se oyó el clic familiar de la puerta abriéndose.

—¡Buenos días, muchachos! —exclamó la voz nasal del profesor Heimerdinger al cruzar el umbral con su andar corto y ligero. Llevaba un par de documentos bajo el brazo, y sus bigotes se movían levemente al hablar.

Jayce levantó la vista de inmediato, dejando los brazos relajarse a los lados con una sonrisa.

—¡Hola, profesor! —saludó con energía.

—Buenos días, profesor —saludó Viktor, marcando un leve gesto de asentimiento con la cabeza.

Ambos se alejaron unos pasos de la mesa de trabajo, como si la presencia de Heimerdinger reclamara un pequeño ritual de formalidad.

El yordle se detuvo frente a ellos, alisándose su traje con una mano, el bigote temblando ligeramente.

—Viktor —dijo, con tono afable—, te había mencionado que iba a hablar con el Consejo respecto a tu beca para estudiar formalmente en esta academia.

Viktor se irguió un poco, aunque sus hombros mantenían ese peso constante de duda.

—Sí, profesor.

—Pues ya estás aprobado —anunció con una sonrisa amplia, inflando el pecho con cierto orgullo, como si la noticia también fuera un logro propio.

Jayce sonrió de inmediato, mirando de reojo a Viktor con ese gesto que siempre mezclaba orgullo y afecto.

—¡Sabía que dirían que sí!

—En realidad —continuó el profesor, con su tono siempre amable pero firme—, fue apenas una formalidad. Como director de esta Academia, tengo la potestad para decidir en estos casos. 

Viktor asintió despacio, sin decir nada aún. Había algo en su mirada, un matiz de asombro contenido.

—Solamente tendrás que pasar por administración, en el ala oeste —añadió el profesor, sacando un pequeño papel de su chaqueta y extendiéndoselo—. Allí te inscribirán en las asignaturas. También deberás rendir un exámen para corroborar tus conocimientos previos.— Se volteó hacia Jayce—¿Por qué no lo acompañas, Jayce? —sugirió Heimerdinger, sin realmente hacer una pregunta.

Él respondió antes de que terminara la frase:

—¡Por supuesto, profesor! —dijo con tanta energía que por un segundo pareció un perrito que escucha la palabra “paseo”.

Heimerdinger asintió satisfecho, y comenzó a alejarse, murmurando algo sobre horarios y "el joven con el peinado raro del ala este".

Cuando la puerta volvió a cerrarse, dejando solo el zumbido del laboratorio, Viktor giró lentamente hacia Jayce.

—¿Un …examen? —preguntó Viktor, sosteniendo el papel que le había dado Heimerdinger como si fuera algo más frágil de lo que parecía.

Jayce soltó una risa por lo bajo, ladeando la cabeza hacia él.

—Pfff… es pan comido. Para tí, al menos. —Le guiñó un ojo—. Es solo una formalidad. Te hacen unas preguntas de base para ubicarte en qué año deberías empezar. Es decir, si estás por encima del promedio, que claramente lo estás, te saltas los cursos básicos y puedes meterte directamente en cosas más avanzadas.

—Mmm…—murmuró Viktor con una mezcla de inquietud y resignación.

Jayce le dio un leve empujón en el hombro, lo justo para que se sintiera entre confianza y juego.

—Te va a resultar más fácil que armar un condensador con los ojos vendados. Vamos, Vik. Vas a ser oficialmente un estudiante. Tienes que soportar un poco la burocracia, ¿no?

Viktor suspiró.

Jayce recogió sus cosas rápidamente y le hizo un gesto con la cabeza, como si fuera obvio que iban a caminar juntos. Y sin decir nada más, salieron del laboratorio. 

Al cabo de un rato, caminaban por un corredor amplio del ala oeste de la Academia.

El lugar estaba lleno de estudiantes yendo y viniendo: algunos cargaban libros, otros discutían horarios con papeles arrugados en la mano, y otros corrían a sus clases.

Llegaron al área de administración. Un cartel de bronce relucía sobre la entrada: “Administración Académica – Ingreso, Asignaturas, Trámites”.

—¡Pero no tiene sentido que me asignen "Física II" si ya aprobé la “Física III”! —decía la chica con tono indignado, sacando un papel manchado de tinta del bolsillo.

—Eso depende de la equivalencia establecida por el Comité de Currículo, señorita… —respondió el secretario sin perder la sonrisa— …y también de la firma del profesor Morvan, que usted olvidó entregar.

—¿Firma? ¡Él me dio un pulgar arriba en el pasillo! —protestó la chica.

—Las expresiones gestuales no constituyen aval académico, señorita —dijo el secretario, entregandole unos papeles—. Pero puede dejar este formulario y pasar mañana por validación curricular.

La chica refunfuñó, recogió sus papeles con dramatismo estudiantil, y se fue girando los ojos.

Jayce se contuvo para no soltar una risa.

El secretario los miró con una sonrisa más sincera ahora, como agradecido de pasar a un caso menos complicado.

—¿En qué puedo ayudarlos?

Era joven, de unos veintipocos, cabello corto y oscuro, vestía el uniforme de administración: chaqueta azul con detalles en dorado y un pequeño broche con el logo de la Academia.

—Buenos días —dijo Viktor con tono educado, y extendió el papel que le había dado el profesor—. Tengo una beca otorgada por resolución directa del director Heimerdinger. Me pidió que viniera aquí para realizar la inscripción.

El secretario tomó el papel y lo leyó con rapidez, sus ojos moviéndose en diagonal.

—Ajá... —murmuró—. Becado nuevo, sí, aquí estás... Viktor… sin apellido registrado. —Hizo una pequeña pausa administrativa, luego buscó unos papeles.

—Tiene que hacer el examen, ¿verdad? —preguntó Jayce, más por hablar que por duda.

—Sí, claro. Pero antes necesitamos completar los formularios de inscripción. —El secretario le deslizó dos hojas de papel a Viktor—. Nombre completo, lugar de procedencia, historial académico… lo que puedas. Donde no tengas datos, solo marcá "N/A".

Viktor tomó los papeles, observando el contenido con ojos analíticos. Jayce lo miraba como si fuera a sacarle una foto mental.

—¿Hay muchos becados por mérito? —preguntó Viktor sin levantar la vista.

El secretario negó con la cabeza.

—No tantos. La mayoría de los ingresos son por examen estándar, o por herencia académica. Las becas completas como la tuya son muy, muy raras.

Jayce se giró hacia Viktor, apoyando un brazo en su hombro, con naturalidad.

—Eres una rareza, entonces —dijo con tono bajo y una sonrisa casi pícara—. Aunque eso ya lo sabíamos.

Viktor no respondió. Pero una comisura de su boca se elevó apenas, casi como si se le escapara.

—Ven, hay un lugar más cómodo donde puedes sentarte a llenar eso. De paso, conoces un poco más la Academia —le dijo a Viktor, y le hizo un gesto para seguirlo.

Caminaron unos pasos más por el pasillo y giraron hacia una sala anexa: un espacio amplio, cálido, con ventanales altos, sillones y sillas de distintos tamaños y mesas repartidas. Algunos estudiantes estaban allí, hojeando apuntes, conversando en grupos o simplemente desayunando. Había tazas humeantes, panecillos a medio comer y murmullos constantes. No era un comedor pero servía de punto de encuentro informal para quienes esperaban entre clase y clase.

Apenas cruzaron la puerta, algunas cabezas se giraron hacia ellos. Primero por costumbre, luego por reconocimiento. Jayce jamás pasaba desapercibido, pero ahora Viktor tampoco. 

Un grupo pequeño de tres estudiantes se acercó casi de inmediato. Uno de ellos, un muchacho con gafas redondas y uniforme desabotonado, sonrió ampliamente.

—Jayce. ¡Qué bueno verte! —dijo, y luego su mirada se deslizó hacia Viktor con clara curiosidad—. ¿Él es…?

—Ah, sí —dijo Jayce, sin darle tiempo a completar la frase—. Viktor. Mi socio en la Competencia de Innovadores.

—Ah —exclamó la chica del grupo, abriendo los ojos con sorpresa—. ¡Eres ese Viktor! El de la presentación. Vaya que fue impresionante...

—Gracias… —dijo Viktor, algo incómodo por la atención repentina.

—Recuerdo tu intervención. Muy sobria, pero efectiva. —comentó el tercer miembro del grupo, un muchacho algo más joven, con una carpeta bajo el brazo.—¿Entonces ya formas parte de la Academia? 

—Desde hoy. —respondió Viktor con tono neutro.

—¿En qué año te integraste?—preguntó, ladeando ligeramente la cabeza.

—A último ciclo, seguramente— dijo la chica.

—Eso lo determinará el examen—contestó Viktor.

Jayce sonrió por lo bajo. Estaba encantado con la tensión elegante que se generaba cuando Viktor decía lo justo y nada más.

—¿De qué distrito eres? —preguntó entonces el muchacho de gafas.

—De Zaun.

Un silencio muy corto cayó entre ellos. Uno de los chicos desvió la mirada. La chica soltó un “ah” casi inaudible.

El muchacho de la carpeta mantuvo su mirada sobre él.

—Debes haber tenido una formación bastante... particular —dijo el más jóven, con una inflexión muy leve que Viktor no pasó por alto.

—Podría decirse. —respondió él, sin interés.

Jayce se inclinó apenas hacia delante, manos en los bolsillos.

—Una formación que le valió la beca completa —añadió, sonriendo como si acabara de lanzar una carta ganadora sobre la mesa.

—¡Oh! —exclamaron al unísono la chica y el de gafas, visiblemente sorprendidos.

—Q-qué genial —añadió la chica, ahora con los ojos puestos directamente en Viktor, claramente encantada, y sin mucho interés en disimularlo.

—¿Completa? Debe ser un caso único… —murmuró el otro, como si tratara de convencerse de que aún podía clasificarlo.

Jayce dio un paso hacia un costado con una sonrisa diplomática.

—Bueno, estábamos buscando una mesa para completar unos formularios. ¿Nos dejan este espacio? —preguntó señalando una mesa contra la ventana, parcialmente ocupada por tazas vacías.

—¡Claro, claro! Adelante… —dijo el primero, ya retrocediendo un poco.

—Fue un gusto —dijo Viktor al grupo educadamente, y los dos se alejaron hacia una mesa aparte cerca de una ventana.

Las conversaciones en la sala continuaron tras ellos, pero no sin algunas miradas que los siguieron unos segundos más.

Jayce dejó caer su carpeta con un suspiro exagerado.

—Bueno... eso fue civilizado —dijo, sacándose el abrigo y colgándolo en el respaldo de la silla.

Su tono tenía una mezcla de diversión y fastidio bien medida.

Viktor apoyó el bastón con cuidado y se sentó con la espalda recta, mirando brevemente hacia el grupo que acababan de dejar atrás.

—Fue mejor de lo que esperaba… Nadie mencionó mi acento. 

Jayce rió por lo bajo, frotándose la nuca.

—Eso hubiese sido demasiado obvio.

—Sí… Me quedó claro qué no decir si quiero que me inviten a una fiesta.

—¿Tú quieres ir a fiestas?

—No.

Jayce soltó una carcajada breve y genuina, mientras desenrollaba unos planos. Luego se quedó mirando en silencio cómo Viktor completaba el formulario con velocidad casi clínica.

Nombre. Edad. Residencia actual. Educación previa. 

Al llegar al campo “Nombre de su casa o padres”, su pluma se detuvo por un instante. La mano no temblaba, pero se notaba la pausa. 

Finalmente, escribió: N/A.

Jayce sacó un lápiz del bolsillo interior de su chaqueta y garabateó sin mirar.

Viktor continuó. Llegó al campo “Lugar de procedencia”. Lo miró. Luego miró por la ventana.

El jardín cerrado, perfecto, se extendía como una maqueta pulida. Todo parecía diseñado para ser contemplado, no vivido.

Volvió a la hoja. Dudó solo unos segundos. Luego escribió:

Zaun.

En otra mesa, las voces se mantenían en su murmullo constante. Nuevos estudiantes entraban, saludaban, reían. Algunos lanzaban miradas hacia ellos. A Viktor, más específicamente. Algunas eran de sincera curiosidad. Otras, de ese tipo de cortesía pulida que no logra esconder el juicio.

Pero Viktor no desvió la vista ni una sola vez. Siguió escribiendo.

Jayce, apoyó la cabeza en su mano y se quedó mirándolo. El movimiento de su pluma era metódico.

Finalmente, Viktor repasó cada línea una vez más. Luego levantó la hoja.

Jaye dejó el lapiz a un costado, al lado del plano.

—¿Listo? Ahora vamos a completar ese examen... y a cerrar unas cuantas bocas. —dijo, echando un vistazo alrededor con media sonrisa.

Al llegar a administración, entregaron el formulario al secretario. 

—Segundo piso, sala 3B. Están por comenzar. —dijo sin mirar, mientras escribía en unos papeles.

Cuando llegaron allí, Jayce se detuvo antes de la puerta. Había una placa de bronce gastada con las palabras “Exámenes de Ingreso – Nivelación Técnica” grabadas con una floritura innecesaria.

—Éxitos, compañero. Nos vemos en el laboratorio. —dijo Jayce con un sonrisa—. Alcánzame cuando termines.

Y se alejó. 

La sala de examen era sobria, bien iluminada, sin adornos innecesarios

Una profesora de rostro serio, cabello blanco recogido con precisión, lo observó desde el escritorio al fondo de la sala.

—Nombre. —dijo con voz clara.

—Viktor.

Ella revisó una hoja en su atril y marcó algo con una pluma de tinta negra.

—Tome asiento. Cuando su examen llegue, puede comenzar. Tendrá 90 minutos. Sección escrita, técnica y de análisis lógico.

Él asintió y caminó hacia la única mesa libre, al final del salón.

Mientras tanto, Jayce caminaba por el pasillo central. 

Faltaba un día para el Día del Progreso, y aunque él y Viktor ya tenían la presentación lista, aún quedaban algunos ajustes por hacer. Pero Jayce, por una vez, decidió tomarse un respiro.

Cruzó el umbral del comedor principal. Era un espacio amplio, con columnas de piedra y lámparas colgantes. En el centro, algunas mesas estaban ocupadas con estudiantes comiendo. Al fondo, detrás de un mostrador de cobre, una señora de delantal manchado anotaba pedidos.

Jayce se apoyó en el mostrador.

—Hola Laura, ¿Qué hay hoy? —preguntó sonriente. 

—¡Hola Jayce!— contestó con voz ronca la señora—Hoy hay estofado de ave con raíz asada, panecillos con queso fundido, y sopa de cebada. O empanadas de lentejas con salsa picante.

—Voy con dos menús de estofado y panecillos. Para llevar, por favor. 

Pensó que después del exámen, Viktor debería comer algo también.

Cuando salió del buffet con los dos paquetes tibios bajo el brazo, dobló la esquina del pasillo… y se encontró justo con quien no quería ver.

—Pero si es Talis... —dijo Joseph Levan, cruzado de brazos junto a una columna—. Y yo que pensé que el genio del Hextech tenía un asistente para los recados.

A su lado, Marien, otro estudiante más bajo y delgado, cargaba una pila de carpetas con la dedicación de un secretario personal.

Jayce no cambió el paso. Solo levantó la ceja. 

—Levan. Siempre tan pendiente de lo que traigo entre las manos… ¿Te falta almuerzo? Déjame que te comparta medio pan duro.

Joseph sonrió sin humor.

—Qué generoso... Pero déjame adivinar. Eso es para tu... ayudante, ¿no? —dijo la palabra como si hablara de una mascota.

Jayce entrecerró los ojos. 

—Viktor es mi socio. No mi ayudante.

Joseph mantuvo la sonrisa, aunque ya tenía filo.

—¿Ese es su nombre? No lo recordaba. —continuó—. Es de abajo, ¿verdad? Me enteré que consiguió una plaza aquí. No me puedo imaginar al pobre profesor Heimerdinger tratando de decirte que no.

—Yo no le pedí nada. Viktor se ganó su lugar por cuenta propia.

Joseph alzó las cejas, como fingiendo sorpresa.

—Ah… claro. El genio oculto. El brillante ingeniero del pantano... Qué historia tan conmovedora. 

Jayce soltó un bufido, una risa corta sin alegría.

—Hay algunos que sí tenemos talento y habilidades. 

Joseph entrecerró los ojos apenas, sin dejar de sonreír.

 —¿Sabés qué pienso, Talis? —dijo Joseph con voz más irritada—. Que necesitabas a alguien que no te eclipsara. Por eso elegiste a ese. Uno que se apoya en un bastón... y en tí, al mismo tiempo. Qué vergüenza.

Jayce dio un solo paso al frente, acortando la distancia. Su voz no se alzó, pero su tono bajó apenas un grado.

—¿Y sabes qué pienso yo, Levan? Que no entiendes nada de lo que hicimos, ni de cómo lo hicimos. Hextech es nuestro, y eso te arde.

Joseph dejó escapar una risa suave, como si no creyera que la conversación merecía más.

—Espero que el Día del Progreso nos dé más sorpresas, siempre es…bueno ver quién tiene algo real que mostrar.

Jayce lo miró, y esta vez sí sonrió de verdad.

—Pues disfruta el show desde las butacas. 

Se giró, sin apuro, y retomó el camino. Dando fin a esa conversación.

Joseph siguió con la mirada a Jayce hasta que dobló la esquina y desapareció del pasillo. La sonrisa que aún sostenía se torció apenas, como si perdiera el sabor de golpe.

 A su lado, Marien carraspeó suavemente.

—Estuve buscando su nombre. —dijo en voz baja—. El chico. Viktor. No encontré nada en los archivos civiles de Zaun.

Joseph giró el rostro, sin sorpresa.

—¿Nada?

—Ni apellido, ni datos de familia, ni de estudios…

—Eso no tiene lógica. Tuvo que haber estado en una fábrica, una escuela técnica, algo. Alguien tuvo que registrarlo. 

—Revisé registros de empleo, padrones cívicos, hasta listas de asistencia de las pocas escuelas técnicas que existen en Zaun... No figura. Es como si hubiera aparecido de la nada.

Joseph bajó la vista unos segundos, reflexionando. Luego murmuró, como para sí:

—Porque probablemente lo hizo…

Marien lo miró de reojo, esperando.

—¿Quieres… que siga buscando?

—Sí. Pero ahora busca en otro tipo de registros.

—¿Dónde? 

—Archivos de propiedad… y registros de recursos humanos no ciudadanos.

Marien parpadeó, inmóvil por un segundo. 

—¿Crees que…? 

Joseph no respondió. Se giró con calma, ajustó el borde de su chaqueta y comenzó a caminar.

Antes de alejarse por completo, dijo con voz apenas audible:

—Lo que se oculta, se encuentra. Siempre. 

Y se fue.

 

Notes:

Últimamente estoy estudiando mucho, pero al menos un capítulo por semana voy a escribir 😊 ya tengo la historia completa en mi cabeza.

Chapter 37: Antes del alba

Chapter Text

La sala estaba en silencio, roto apenas por el sonido rítmico de plumas sobre papel y el leve crujido de sillas cuando algún estudiante se movía para estirarse. En una mesa cerca del fondo, Viktor se puso de pie.

Llevaba el examen ya completo en una sola mano, y su bastón resonó apenas contra el suelo de madera al avanzar entre los escritorios. Varias cabezas se levantaron. Algunas con curiosidad. Otras con cierto asombro. Había completado todo en un cuarto del tiempo que les habían dado.

La profesora lo miró con escepticismo cuando extendió la hoja.

—¿Revisaste todas las respuestas?—preguntó sin disimular su tono.

—Sí, ya terminé —respondió Viktor, asintiendo apenas.

La mujer tomó el examen, hojeó una o dos páginas. Frunció los labios, pero no dijo nada más sobre el tiempo.

—Los resultados estarán publicados esta tarde, en la pizarra junto a la entrada de Administración.— dijo, sin mirarlo.

—Gracias, profesora.

La realidad era que a Viktor poco le importaba en qué ciclo iba a quedar. Todo aquello parecía demasiado burocrático, además él nunca se había propuesto ser estudiante de la Academia. Lo único que le llamaba la atención era la posibilidad de poder usar los laboratorios oficialmente para trabajar junto a Jayce.

Caminaba por el pasillo hacia el ala este, cuando escuchó que una voz femenina lo llamó.

—¡Viktor! 

Se detuvo y giró. Dos chicas avanzaban desde el otro extremo del pasillo. Llevaban los uniformes de la Academia con evidentes marcas de uso: las mangas arremangadas, manchas de tinta y hollín, cintas sueltas sujetando herramientas en los bolsillos. Una de ellas, de cabello oscuro recogido con prisa, alzó la mano y le sonrió ampliamente.

—¿Nos recuerdas? —dijo con entusiasmo—. Ruth y Melissa. De la Competencia de Innovadores. 

—Somos las que ganaron el tercer puesto—comentó la otra, con una sonrisa más contenida.

Viktor asintió con un pequeño gesto de reconocimiento.

—Ustedes presentaron el proyecto sobre toxinas, ¿cierto? 

—Exacto —respondió Melissa, con una sonrisa gingival. 

—Lo recuerdo... Una propuesta muy valiosa.— agregó Viktor con voz suave y amable— No muchos piensan en los ambientes contaminados.

—Habríamos quedado segundas… si el apellido Levan no pesara más que el proyecto—dijo Ruth, con una sonrisa torcida—. Pero ya sabes cómo es esto…las cosas son distintas cuando tu padre financia media academia.

—Aunque ustedes se llevaron toda la atención con lo del Hextech. Sin ayuda de nadie— apuntó Melissa.

—Sí, fue impresionante, la verdad —agregó Ruth, sin rastro de envidia—Nunca habíamos visto algo así.

—Gracias —dijo Viktor, en tono simple pero sincero.

—No sabía que ibas a estudiar aquí también —comentó Melissa—. Pensé que solo colaborabas con Talis...

—Yo tampoco lo sabía hasta hace unos días —respondió—. El profesor Heimerdinger me ofreció la beca.

—Vaya, eso sí que es un buen espaldarazo —dijo Ruth—. Pero bien merecido.

— Espera, ¿no es ahora el examen de ingreso?—preguntó Melissa, de pronto con preocupación—. ¡Nadie te dijo nada! Tal vez aún estés a tiempo…

—Oh, sí. Ya lo hice. Acabo de salir de la sala.

—¿En serio? —dijo Ruth, arqueando una ceja—. Eso fue rápido.

—Demasiado rápido —añadió Melissa, cruzándose de brazos con curiosidad—. Para ti debió ser como repasar un manual.

Viktor sonrió, leve pero amable.

—No fue complicado realmente.

Ruth chasqueó la lengua, divertida.

—Sabes… me alegra que estés aquí. No somos muchos los que llegamos desde abajo.

Melissa, a su lado, agregó en voz baja:

—Es cierto, venir aquí sin tener una casa que te respalde es todo un logro por sí mismo.

Ruth asintió.

—En la Academia te van a mirar de mil formas... Algunos con curiosidad, otros con cara de asco o preguntándose “Este qué hace”.

Viktor las escuchaba sin interrumpir, su postura recta, el bastón firme contra el suelo.

—Los de Piltover saben sonreír —continuó Ruth—. Son educados y encantadores… hasta que les haces sombra. Entonces empiezan los comentarios, los “accidentes” en los talleres…

—Aunque no todos son así —intervino Melissa, más suave—. Todavía hay gente decente. Son pocos… 

Ruth soltó una risa corta y se inclinó ligeramente hacia Viktor, como si le confiara un secreto.

—Sí, bueno… tú solo mantén los ojos abiertos, especialmente en clases como “Diseño Cooperativo”. Se supone que es de trabajo en grupo, pero a veces es más bien una competencia encubierta.

Viktor no respondió de inmediato. Su mirada se quedó fija en Ruth por un momento, midiendo el peso real de sus palabras.

Luego asintió, breve.

—Gracias por advertirme.

—Si llegas a necesitar algo… —añadió Melissa—, sabes que puedes contar con nuestra ayuda. Tenemos que apoyarnos entre nosotros.

—Claro, lo recordaré… —respondió él, inclinando apenas la cabeza.

—Nos vemos entonces, Viktor —dijo Ruth, alzando la mano en un gesto de despedida—. 

Se despidieron sin más ceremonia. Las chicas se alejaron por el pasillo, charlando entre ellas. Y Viktor, tras verlas marchar unos segundos, retomó el camino hacia el ala este, su bastón marcando el paso.

Al llegar al laboratorio, lo primero que notó fue la luz: mucho más intensa que de costumbre, con lámparas colgando a distintas alturas, lanzando haces oblicuos sobre planos, herramientas y fragmentos de prototipos. El lugar estaba en pleno caos organizado.

Frente a su prototipo de transporte Hextech, Jayce caminaba de un lado a otro con una varilla en la mano, hablando en voz alta como si se dirigiera a un auditorio invisible.

—…y gracias a nuestra innovación, este vehículo puede transportar una carga equivalente a- —hizo una pausa, frunciendo el ceño con fastidio—. No, no… Mejor empiezo del principio. —soltó la varilla sobre la mesa con un golpe que hizo vibrar unas tuercas cercanas—. ¡Enfócate, Jayce!

Viktor se detuvo en la entrada, observándolo.

—¿Estoy interrumpiendo?

Jayce giró de inmediato, visiblemente aliviado al verlo.

—¡Viktor! —exclamó, cruzando el laboratorio hacia él con pasos largos—. Por fin. ¿Ya terminaste el exámen?

—Hace un rato —respondió Viktor, cerrando la puerta detrás de sí.

—¡Genial! ¿Y cómo te fue?

—No fue complicado...

—Te lo dije, ¡y en tiempo record!—Jayce sonrió, y señaló los papeles desperdigados—. Yo aquí… estoy tratando de explicar nuestra presentación sin sonar como un vendedor… Es peor de lo que pensé.

—Podemos repasar juntos — sugirió Viktor— recuerda, tú explicas el impacto, y yo desarrollo la parte técnica. Como en la feria.

Jayce lo miró como si acabaran de lanzarle un salvavidas.

—Eso. Eso necesito. Tu voz, me calma.

Viktor esbozó una sonrisa genuina.

—Intentaré no sonar como una enciclopedia.

Jayce soltó una carcajada.

Y mientras se acomodaban, el ambiente del laboratorio parecía recuperar el equilibrio: un espacio de ideas, caos y orden coexistiendo, ahora con ambas piezas en su sitio.


Luego de unas horas, el sol descendente teñía de dorado las torres de Piltover. A través de la ventana, el reflejo del mar destellaba como una lámina viva de cobre líquido. Era una vista hermosa, pero ninguno de los dos la miraba.

Jayce estaba recostado en su silla habitual, las piernas sobre la mesa, balanceándose ligeramente con los ojos entrecerrados. Habían ensayado durante más de dos horas, y él ya había declarado una tregua. Viktor, en cambio, seguía concentrado al otro lado de la mesa de trabajo, con los guantes puestos, soldando con precisión una articulación del autómata.

Jayce lo observó un momento, con una mezcla de admiración y preocupación.

—¿Por qué no presentas ese proyecto ante el profesor Heimerdinger? —preguntó sin moverse—. Estoy seguro de que aprobaría su financiamiento.

—No es necesario… —respondió Viktor sin apartar la vista del mecanismo—. Todavía nos quedan fondos del premio de la competencia, además los materiales que requiere no son especialmente caros.

Jayce ladeó la cabeza, sin dejar de mirarlo.

Viktor trabajaba como si cada segundo le perteneciera a otro. A veces se olvidaba de comer, otras tantas caía dormido sobre los planos, como si dejar de moverse significara perder algo irrecuperable. Jayce lo había notado desde hacía tiempo, aunque Viktor casi nunca hablaba de sí mismo.

Entonces lo recordó: el menú que había comprado para él al mediodía seguía guardado en el pequeño refrigerador del laboratorio. 

Se levantó sin decir nada y caminó hacia el kitchenette del fondo. Él ya había comido, pero no le costaba nada calentar el plato para su compañero.

Viktor no se percató. Seguía absorto, ajustando una articulación con precisión casi mecánica, tan concentrado que ni parpadeaba.

Luego de un rato Jayce regresó con el plato humeante entre las manos. Se acercó por detrás, pasó un brazo por encima de su hombro y lo depositó frente a él, sobre la mesa.

El aroma se desplegó en el aire. Viktor se detuvo.

—Ten —dijo Jayce, con tono firme pero amable—. No has comido nada aún.

Viktor bajó la mirada al plato.

—Ah… pero no tengo hambre —murmuró. 

Aunque, en realidad, aquel aroma le decía otra cosa.

—Vamos, debes comer algo. Necesitas energía —insistió.

—¿Pero y tú? —preguntó Viktor, alzando la vista.

— Comí algo mientras hacías el exámen—respondió Jayce con una sonrisa—. Adelante, lo compré para tí.

Se fue a sentar al otro lado de la mesa, mientras Viktor desplazaba con cuidado las piezas y herramientas a un lado para hacer espacio. Empezó a comer despacio, con cierta timidez, como si le costara, una vez más, aceptar que alguien se preocupara por él de tal forma. 

Jayce tenía esas atenciones. Cosas simples que, con el tiempo, Viktor había empezado a notar… y a valorar más de lo que admitía. Había algo extraño —agradable— en que alguien te cocinara o te calentara un plato de comida. En la mansión Hibert, las cocinas tenían horarios estrictos, raciones medidas, y una estructura donde nada era realmente para él.

No es que no lo alimentaran. Los criados y los “aprendices” como él comían en un comedor aparte, con lo justo. Pero muchas veces había preferido quedarse en el taller, ignorar el reloj y las tripas vacías, con tal de no cruzarse con el hijo del señor Hibert. 

Ahora era distinto.

—¿Está rico? —preguntó Jayce desde su asiento, con media sonrisa.

Viktor lo miró de reojo, con una expresión difícil de leer al principio… hasta que apareció una sonrisa leve, sincera.

—No tanto como tu pollo —respondió.

Jayce se rió, inflando el pecho con orgullo exagerado.

—Te lo volveré a preparar muy pronto —dijo—. Esta vez con pan casero.

Viktor bajó la vista al plato y siguió comiendo, sin borrar del todo la sonrisa.

—¿Recuerdas cuando nos conocimos? —preguntó de repente Jayce, con una sonrisa nostálgica.

—¿Cómo olvidarlo?

—Te salvé de unos matones —dijo, con tono heroico.

Viktor giró levemente el rostro, arqueando una ceja.

—¿Así lo recuerdas?

Jayce soltó una risita, encogiéndose de hombros.

—Bueno… más o menos.

—Yo me acuerdo más bien de un cristal fuera de control, una explosión que destruyó media fábrica y una onda expansiva que casi me mata—replicó Viktor con calma—. Pero sí, técnicamente ahuyentaste a esos matones.

Su compañero soltó una carcajada.

—Bueno… si lo dices así… pero oye, de ahí nos convertimos en socios —añadió, encogiéndose de hombros—. No está nada mal, considerando cómo empezó todo.

Viktor dejó escapar una risita, breve pero genuina, y negó suavemente con la cabeza, como si aún le costara creerlo. Había terminado el plato casi sin notarlo, dejando apenas unas migas de pan sobre la loza.

Con la misma naturalidad con la que respiraba, retiró el plato a un lado y volvió a inclinarse sobre la mesa, retomando sus herramientas.

Jayce lo observó en silencio mientras se acomodaba de nuevo. Cómo volvía al trabajo sin dudar. Había algo admirable —y también inquietante— en ese impulso constante, en esa urgencia tranquila que lo movía.

—Sabes… nunca pensé que iba a llegar tan lejos —dijo entonces en voz más baja—. Que íbamos a llegar tan lejos…

Viktor no respondió al instante. Seguía concentrado en una pequeña pieza entre sus dedos, pero su gesto se había vuelto más calmo, menos mecánico.

Jayce continuó, con una chispa en los ojos.

—Y ahora estamos a punto de hacerlo. Mañana. Frente a todo Piltover. El gran día.

Viktor alzó la mirada y lo observó un instante, como si estuviera evaluando no solo las palabras, sino todo lo que representaban.

—Tampoco... lo habría imaginado —admitió en voz baja—. Pero… me alegra que haya sido así.

Jayce sostuvo su mirada, más serio ahora. Su sonrisa ya no era de celebración ni de orgullo, sino de algo más callado, más real. 

Se incorporó, estirándose un poco los hombros y soltó un repentino y cansado suspiro.

—Debo ir a la clase del profesor Corven —dijo, con una mueca irónica—. Hay que conservar las apariencias... Nos vemos en unas horas.

Viktor levantó la vista de su proyecto y asintió con un leve gesto. Lo siguió con la mirada mientras se alejaba con paso decidido y ligero, como si llevara siempre un poco de energía de sobra.

Cuando la puerta se cerró detrás de él, bajó los ojos al autómata… pero sus dedos ya no se movían con la misma precisión. El impulso se le había disuelto sin aviso.

Era extraño.

Lo fácil que había sido bajar la guardia con Jayce. La forma en que una simple comida, una charla o un gesto pequeño podían desarmar defensas que había tardado años en construir. Esa comodidad… era peligrosamente agradable. 

Miró al frente, hacia el gran ventanal que daba al mar. La luz del atardecer teñía el horizonte. Piltover parecía calmarse casi al final del día, como si todo respirara al mismo ritmo.

No quiero que esto se termine…

Enseguida su mente fue hacia aquel documento. El acta, lo que sería su única prueba legal de libertad. Su salvavidas.

Pero aún no la tenía.

Y sin eso…

Viktor cerró los ojos por un segundo. El corazón le latía con la pesadez de quien carga una verdad oculta desde hace demasiado tiempo.

Debería decírselo a Jayce…contarle todo…

La idea flotó un momento en su mente, como una chispa titilante.

Pero no era el momento. No ahora. No cuando estaban a punto de mostrarle al mundo algo que habían soñado con construir desde el primer día que se conocieron. No cuando Jayce lo miraba como a un igual. Como a un verdadero compañero.

Viktor tragó saliva y volvió la vista hacia el mar. El sol bajaba lento, dorando el horizonte de Piltover.

Solo un poco más, pensó.

Y retomó el trabajo, con la precisión acostumbrada, aunque ahora cada movimiento cargara un peso invisible. Como si su libertad aún estuviera por inventarse.


La clase de Física Mecánica Aplicada transcurría con ritmo monótono. El profesor Corven, de voz grave y paso lento, caminaba de un extremo al otro del aula mientras explicaba. Las paredes altas de piedra clara devolvían el eco de cada fórmula con solemnidad.

Jayce estaba sentado cerca del ventanal, con el codo apoyado sobre la mesa y la mejilla hundida en su mano. Movía el lápiz casi por reflejo sobre el cuaderno, siguiendo las fórmulas más por rutina que por interés. El contenido no era difícil. Lo difícil era concentrarse.

—Entonces —decía el profesor al frente—, si el eje de rotación no pasa por el centro de masa, ¿cómo se ajusta el momento de inercia?

Una voz al fondo respondió con rapidez. Jayce no la escuchó. Estaba viendo el cielo por los cristales, pensando vagamente en tuercas, calibradores… y ojos ámbar. Hasta que una voz a su lado lo sacó de su trance.

—Oye, Jayce…

—¿Eh? —giró hacia ella, medio sobresaltado.

Era Johanna, su compañera de banco. Llevaba el uniforme ligeramente arrugado y una expresión atenta en el rostro, aunque no parecía interesada precisamente en la lección.

—Tu socio… ¿Crees que me lo podrías presentar?

Jayce la miró un segundo, como si no hubiera entendido bien.

—¿Viktor?

—Sí —dijo ella, encogiéndose de hombros—. Viktor.

Jayce parpadeó.

—¿Por qué?

Johanna sonrió sin vergüenza, bajando un poco la voz.

—Me gusta —confesó ella con una sonrisa como si fuera evidente—. Desde que lo vi en la feria, me llamó la atención. Es inteligente, reservado… y guapo. Hay algo en él que simplemente… me dan ganas de conocer más.

Jayce se quedó quieto. No supo qué decir. La sinceridad con la que ella hablaba sobre sus intenciones, tan segura, tan directa… le resultaba casi desconcertante. Sintió una punzada en el pecho, incómoda. 

—Ah… —alcanzó a murmurar—. No sé si él… eh… está muy abierto a conocer gente nueva.

—¿Y eso cómo lo sabes? —respondió ella, algo molesta.

El profesor Corven lanzó una mirada severa hacia su fila.

—Guarden silencio, por favor.

—Disculpe, profesor —murmuraron ambos al unísono.

Jayce regresó a su cuaderno. Hizo como si retomara las fórmulas, pero el lápiz no se movió. La punta rozaba el papel, pero no trazaba nada. Los símbolos en la hoja parecían ajenos, figuras sin sentido que no lograban anclarlo al presente. 

Después de dos largas horas, no pudo volver a concentrarse. Cada explicación del profesor Corven le parecía lejana. 

Cuando la clase terminó, salió con rapidez. El murmullo de los otros estudiantes le resultaba molesto. Quería aire. Caminó por el pasillo rumbo al laboratorio, a ese espacio donde la lógica y el trabajo solían devolverle el orden. Donde estaría Viktor.

Pero esta vez, la sola idea de verlo no traía calma. Al contrario, había una inquietud nueva, punzante. Su mente giraba todavía entre la conversación con su compañera de banco y esos sentimientos que, aunque siempre presentes, ahora habían sido empujados hacia adelante.

Le costaba tanto siquiera poner en palabras lo que sentía por Viktor. Claro que lo apreciaba, sí. Lo admiraba. Lo valoraba profundamente. Y también lo quería. Como socio. Como amigo. Sólo eso. ¿Solo eso era lo que lo ataba de esa forma, lo que lo hacía querer protegerlo, hacerlo reír, cuidarlo de todo?

¿Porqué le había molestado tanto la pregunta de Johanna? No podía entenderlo. No solo fue la sorpresa. Fue algo más. Un pinchazo. Una tensión. No quería que ella se acercara con esas intenciones, ni ella ni nadie más. Eso lo tenía claro. Lo que ya no estaba tan claro era el porqué. O quizá sí lo estaba… 

Cuando abrió la puerta del laboratorio, lo primero que sintió fue una oleada de familiaridad. Y luego, ahí estaba.

Viktor estaba de pie junto a la mesa de trabajo, revisando con atención los giros precisos del autómata que había empezado a ensamblar. Su figura, delgada y alta, estaba recortada por la luz tenue de las lámparas. Vestía la misma camisa marrón de siempre, remangada hasta los codos, acentuando su palidez. Su cabello, algo despeinado, le caía sobre la frente, y su rostro se mantenía concentrado pero sereno. Jayce lo observó sin hacer ruido, y algo en su pecho se contrajo. Había algo en esa imagen —la postura, los ojos fijos, la línea de su cuello, la forma en que su cuerpo se inclinaba— que le hizo olvidar por un instante todo lo demás. 

—¿Ya terminó la clase? —preguntó entonces Viktor sin apartar la vista del autómata, aunque sabía que Jayce estaba ahí.

El otro carraspeó suavemente y dejó los apuntes sobre una mesa cercana.

—Sí. Fue larga… Y… aburrida. Pero aprendí algunas cosas nuevas —dijo, aunque su voz no tenía mucha convicción.

Viktor asintió apenas. Jayce dio un paso más cerca, mirando el avance de su proyecto. Observó los detalles añadidos, los refuerzos en las uniones, la pequeña mejora en los ejes.

—Va muy bien, Vik. ¿Eso es una nueva junta en la base rotatoria?

—Sí —respondió suavemente—. Reforzada. Ya no se traba al girar. Y logré reducir el rango de error en los sensores laterales.

Jayce lo miró trabajar unos segundos más, luego se recostó contra la mesa con una expresión pensativa.

—Creo que deberíamos irnos ya… Mañana va a ser un día largo… y quiero que estés descansado. Bueno, los dos deberíamos estarlo.

Viktor lo miró por primera vez desde que entró. Sus ojos ámbar se clavaron en los de Jayce con una mezcla de curiosidad y ligera sorpresa. Luego desvió la mirada hacia el autómata, como si estuviera considerando la propuesta.

—Tienes razón…

Guardaron herramientas y planos en silencio, cada uno cayendo en su propio ritmo, en su propio mundo de pensamientos. Cuando salieron al pasillo, la academia ya estaba en su versión nocturna: más callada, casi todos los estudiantes ya se habían ido y como siempre ellos dos eran los últimos en marcharse. 

Al salir por la puerta principal, el aire invernal los golpeó de lleno. Viktor frunció los ojos, y de inmediato llevó una mano a su cuello, recordando —tarde— que había salido sin bufanda. El frío se colaba por su abrigo como pequeñas cuchillas y le erizaba la piel.

Jayce lo notó de inmediato, y sin decir nada, se quitó la suya y se la colocó alrededor del cuello con cuidado. Fue un gesto suave, sin ceremonia, pero cargado de algo más profundo. El contacto duró un segundo más de lo necesario.

—Ten, así estás mejor—dijo simplemente.

Viktor bajó un poco la mirada, sorprendido. El calor de la bufanda, aún impregnada del perfume de Jayce —una mezcla tenue de vainilla y madera— le llenó los sentidos. Se quedó inmóvil unos instantes.

—Pero es tuya… —murmuró, apenas audible.

—No te preocupes—replicó con una sonrisa leve, dándole una palmada ligera en el hombro— No tengo frío, además soy fuerte como un roble.

Viktor casi comentó lo contrario, recordando que Jayce había estado con fiebre hace poco, sin levantarse del sofá. Pero no lo contradijo. Sabía que discutir con él era inútil una vez que tomaba una decisión. 

Caminaron por la calle adoquinada con paso pausado, el frío persistente en el aire, pero sin lograr alcanzarlos del todo. Jayce iba un poco más cerca de Viktor de lo habitual, como si su cuerpo quisiera permanecer dentro del espacio que compartían. Y Viktor no se apartó. 

Los faroles bañaban la acera con luz tibia, y el vapor que se alzaba desde las rejillas le daba a la noche un aire suspendido, casi irreal. Jayce, por un instante, deseó que aquel trayecto se extendiera para siempre. A pesar de la helada que les rozaba el rostro, a pesar de lo que les esperaba al día siguiente, nada parecía tan importante como ese momento silencioso con Viktor.

Lo miró de reojo. La bufanda azul que le había pasado envolvía la mitad de su rostro, dejando al descubierto solo los ojos y una franja suave de piel clara. Sus ojos ambarinos parecían más intensos bajo la luz tenue. Jayce sintió una presión leve en el pecho, algo que no era del todo nuevo, pero que cada vez pesaba más.

—¿Sucede algo? —preguntó Viktor, rompiendo el silencio con una voz baja y atenta.

—¿Eh? —Jayce parpadeó, sacudido del ensueño.

—Estás muy callado —observó Viktor, con un tono que no sonaba a reclamo, sino a preocupación.

Jayce abrió la boca, y justo cuando iba a decir algo, se detuvo en seco.

—¡Olvidamos revisar la pizarra para saber en qué ciclo te asignaron! —exclamó, como si el recuerdo hubiera aparecido de golpe.

Viktor se encogió de hombros, sin darle mucha importancia.

—Lo veré mañana... No es tan urgente.

Jayce sonrió, pero entonces notó algo. Al hablar, los dientes de Viktor chocaron ligeramente. El frío le estaba calando más de lo que admitía.

Sin pensarlo dos veces, le pasó el brazo por encima del hombro y lo acercó hacia él. Fue un gesto fluido, natural. Como si lo hubiera hecho mil veces. Pero cuando su cuerpo tocó el de Viktor, un calor inesperado se le subió por la espalda y le encendió las mejillas. No se atrevió a mirarlo.

—Ven aquí... No quiero que mi socio se congele antes de tiempo —dijo, intentando sonar despreocupado, aunque su voz le tembló apenas al final.

Viktor se encorvó levemente por la sorpresa. Lo sintió más cerca de lo previsto, su brazo cálido envolviéndolo justo lo necesario para no incomodar, para proteger. Estaban pegados, cadera con cadera. Y no se sintió mal. Al contrario, el calor era reconfortante, y la cercanía… extrañamente cómoda.

Y así, caminaron esa noche. Juntos. Sin necesidad de palabras. Solo el murmullo leve de Piltover en reposo los acompañaba. 

Jayce sentía el peso cálido de su brazo aún sobre los hombros de Viktor, su cuerpo más ligero caminando pegado al suyo. No sabía si era el invierno cediendo o si simplemente era la sensación de estar exactamente donde quería estar.

Y Viktor… caminaba más lento, como si quisiera que ese tramo durara un poco más. El olor familiar de la bufanda, el contacto sutil, la seguridad a su lado… Todo eso era nuevo y antiguo al mismo tiempo. Y por un momento, por un breve pero eterno momento, se permitió sentir que estaba a salvo.

Así cruzaron la noche. Como si el mundo pudiera esperar un poco más.

 

 

Chapter 38: El eco de los aplausos

Summary:

En el día más importante para Piltover, Viktor y Jayce se preparan para mostrar al mundo el fruto de su trabajo conjunto. Entre confianza, expectativas y el peso de sus propias convicciones, el progreso se viste de aplausos… aunque no todos lo miran con los mismos ojos.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Jayce abrió los ojos lentamente y lo primero que sintió fue el calor.

No el del sol —aunque ya asomaba por la ventana oriental del departamento—, sino otro, más cercano.

Viktor.

Estaba dormido, recostado a su lado en el sofá, con la cabeza apoyada sobre su hombro. Jayce parpadeó, intentando recordar cómo habían llegado a esa posición. Recordó vagamente la cena, las hojas del discurso esparcidas por la mesa, las risas, los ajustes de último momento… y luego, simplemente, el cansancio. Se habían quedado dormidos ahí mismo sin notarlo.

Se quedó inmóvil, como si cualquier gesto pudiera romper ese momento.

La cabeza de Viktor descansaba con total confianza sobre él, su respiración era lenta, profunda. Y aunque sus rostros no estaban del todo enfrentados, Jayce podía ver el perfil sereno de su compañero, el trazo oscuro de sus cejas, los lunares en su cuello. Estaba tan cerca que podía sentir el vaivén sutil de su pecho al respirar.

La luz matutina fue intensificándose, filtrándose por las cortinas de la ventana hasta colarse en un rayo delgado que atravesó la sala. Uno de esos hilos de sol cayó justo sobre el rostro de Viktor, quien se removió apenas, murmurando algo ininteligible, incómodo ante la claridad. Luego, aún dormido, se giró y apoyó aún más su cuerpo contra Jayce, deslizando su mano sobre su pecho, dejando caer parte de su peso sobre él.

Jayce sintió cómo su cuerpo se tensaba por reflejo, pero no por incomodidad. Fue más bien una oleada inesperada de calor. Sus mejillas se encendieron, y una punzada cálida le recorrió el cuello. Tragó saliva con cuidado. Apenas se atrevía a respirar.

Era extraño lo cómodo que se sentía. Lo natural. Viktor no solía acercarse tanto. No así.

Y, sin embargo, Jayce no quería que despertara. No solo porque sabía que Viktor se alejaría de inmediato, sino porque temía no poder sostenerle la mirada cuando lo hiciera.

Pero de pronto, un estruendo sacudió la calle. Algo metálico cayó —quizá un carro de transporte o un contenedor—, rebotando con violencia en el adoquinado de Piltover.

El ruido atravesó el silencio como un latigazo.

—¡Ah! ¿Q-qué...? —gimió Viktor, despertando sobresaltado. Se incorporó de golpe, separándose de Jayce, con el pecho agitado, los ojos aún perdidos en el sobresalto.

—Tranquilo, Vik. Solo fue algo de afuera. —dijo Jayce con voz suave, intentando calmarlo.

—¿Eh? —Viktor giró hacia él, todavía desorientado. Parpadeó varias veces, recorriendo el lugar con la mirada antes de volver a enfocarlo. Tardó solo unos segundos en darse cuenta que Jayce estaba a su lado. 

—Bueno… al parecer nos quedamos dormidos aquí—comentó Jayce, forzando una naturalidad que se desmoronó apenas su voz le salió un poco más aguda de lo normal.

—Ah... sí —murmuró Viktor, refregándose los ojos. La voz le salió pastosa, los párpados aún pesados. Sin embargo, se sentía extrañamente descansado. 

Desde que había llegado a Piltover, el silencio nocturno le resultaba inquietante. Como si en cualquier momento algo pudiera irrumpir, romper esa calma artificial. Su cuerpo se había acostumbrado a dormir con un oído siempre alerta, como si no pudiera permitirse bajar la guardia del todo.

Pero esta vez... no. Esa noche, había dormido sin despertarse ni una sola vez. 

—¿D-descansaste bien? —preguntó Jayce, levantándose de pronto. Se pasó la mano por el cabello, como buscando calmarse a sí mismo.

—Dormí sorprendentemente bien… —susurró Viktor, con una sonrisa suave, mientras estiraba los brazos hacia arriba, sintiendo cómo sus músculos se desperezaban tras un sueño inusualmente profundo.

Jayce recibió aquella respuesta como una pequeña victoria. Sonrió, amplio y satisfecho, sin molestarse en disimularlo. Luego se giró hacia la cocina, decidido a preparar algo para desayunar.

—¿Entonces vas a presentar el prototipo del autómata hoy? —preguntó desde la cocina. 

—Aún no está terminado. Le falta el núcleo —respondió Viktor desde el sofá, sin levantar la voz. Luego se inclinó hacia un costado para alcanzar el soporte de su pierna. Lo tomó con cuidado, como quien retoma una extensión de sí mismo que prefiere no necesitar, y comenzó a prepararlo para volver a colocárselo. Desde que vivía allí, se había convertido en una costumbre: apenas cruzaba la puerta del departamento, se lo quitaba. Después de un día largo, liberarse de ese aparato era un alivio.

—Pues hazlo, Vik. Ya sabes que podrías usar la energía Hextech para eso —insistió Jayce, asomándose un momento para mirarlo, como si fuera evidente.

—Lo sé, lo sé… —contestó, mientras ajustaba con precisión la primera correa del soporte a su pierna.

No era una cuestión técnica.

La verdad era que Viktor nunca había pensado presentar ese invento en el Día del Progreso. Aquel autómata no estaba diseñado para deslumbrar a los académicos o consejales de Piltover ni para decorar sus lujosos salones. No brillaba, no era elegante, no traía consigo una promesa de estatus ni de sofisticación.

Su creación había nacido de otra urgencia. Pensado para los que cargaban peso hasta deformar la espalda. Para los que trabajaban hasta romperse las manos. Para quienes —como su madre— no habían tenido más opción que sobrevivir al margen, entre el hollín, las cadenas y el olvido.

Y en Piltover, si algo no servía para reforzar el confort o alimentar el prestigio, simplemente no importaba. 

Terminó de ajustar la última correa y se incorporó con ayuda del bastón para dirigirse al baño.

Jayce lo siguió con la mirada mientras Viktor desaparecía por el pasillo, el sonido de sus pasos apagándose entre las paredes del departamento. Dio un leve suspiro y volvió la vista a la sartén, donde revolvía distraídamente los huevos.

No entiendo qué espera… pensó, apretando un poco más de lo necesario el mango de la espátula. Heimerdinger le aprobaría la financiación en un segundo si tan solo lo pidiera.

Hizo un movimiento brusco al voltear la mezcla, como si pudiera descargar su impaciencia allí.

Viktor siempre había sido reservado, especialmente con todo lo que tuviera que ver con su pasado en Zaun. Jayce lo había aceptado desde el principio, sin exigirle nada. Pero ahora… ahora era diferente.

Estos últimos meses habían derribado una de las barreras más evidentes: la física. Ahora compartían el mismo espacio sin reservas, con una naturalidad que antes le habría resultado impensable. Viktor hacía tiempo que ya no se tensaba cuando sus hombros se rozaban al trabajar juntos, ni cuando Jayce lo tomaba del brazo para mostrarle algo en el taller. Incluso había momentos en que esa cercanía se sentía cómoda, casi familiar.

Jayce había pensado o más bien esperado que, con el tiempo, la otra barrera invisible — la que ocultaba sus verdaderos sentimientos y todo lo que quedaba detrás de esa mirada reservada — terminaría por desvanecerse.

Pero seguía ahí.

Firme. Inquebrantable.

Jayce bajó la espátula con un leve golpe contra la sartén y frunció el ceño, mirando el vapor que subía. Algo lo frena… pero ¿qué es?

Luego de un rato, el desayuno ya estaba preparado y servido en la mesa.

Ambos comían en un silencio cómodo, interrumpido solo por el leve tintinear de la vajilla y el murmullo ocasional de su conversación sobre los últimos detalles de la presentación.

—Viktor, deberías venir conmigo al inicio de la presentación. Somos socios, ¿recuerdas? —dijo Jayce, dejando la taza sobre el plato con un clic decidido.

Viktor tardó un segundo en contestar. Mantuvo la vista fija en el plato, cortando el pan con una precisión innecesaria, como si la tarea requiriera toda su concentración.

—Prefiero que subas tú primero, hagas el discurso y yo entre después con el vehículo Hextech —respondió al fin, con un tono neutro. Movió el trozo de pan de un lado a otro antes de llevárselo a la boca, casi como si buscara evitar la mirada de Jayce.

—Así será más ordenado —añadió, en un intento de darle lógica a su decisión. La verdad era más simple: prefería estar el menor tiempo posible sobre un escenario.

Jayce lo observó, inclinando ligeramente la cabeza, como si intentara descifrarlo.

—Mmh… bueno, si tú lo prefieres así —dijo finalmente, aunque su voz no ocultaba la duda. Para él, lo más lógico era que subieran juntos al inicio.

Pero no insistió.

En su lugar, esbozó una media sonrisa y lo miró con suavidad.

—Aun así, Vik… todos deben escucharte. Di lo que preparaste también cuando subas.

Viktor asintió, moviendo los cubiertos con un leve chasquido contra el plato.

—Sí… lo haré —contestó. Su voz no sonó del todo convencida. No estaba entusiasmado con tanta exposición, pero entendía que era un momento importante, y sabía que debía aportar su parte en el discurso.

Al terminar el desayuno, se prepararon para la presentación.

El evento tendría lugar en el auditorio principal de Piltover, frente a políticos, académicos y miembros del consejo. La academia les había proporcionado trajes especialmente confeccionados para representar sus colores oficiales.

Ambos llevaban chaquetas largas de un blanco hueso impecable, con ribetes dorados que resaltaban en cada borde, desde los hombros hasta las solapas. Los detalles en rojo bordeaux —un tono profundo y elegante— aparecían en los puños, en el forro interior y en los hombros, dándoles un aire solemne y regio. El conjunto se completaba con camisas y corbatas en el mismo tono bordeaux, además de pantalones de un marrón oscuro con líneas doradas finamente bordadas a los costados, alargando visualmente la figura.

Jayce, con su porte natural y su sonrisa segura, parecía nacido para vestir ese tipo de traje. Movía los hombros con comodidad frente al espejo, acostumbrado a atraer miradas.

Viktor, en cambio, se tomó más tiempo para ajustarse cada pliegue. El blanco lo hacía sentir fuera de lugar, demasiado pulcro para alguien con sus raíces, aunque no podía negar que el atuendo estaba cuidadosamente pensado. Incluso su bastón había sido adaptado: ahora tenía un acabado liso en color marrón oscuro, con pequeñas incrustaciones doradas que lo hacían parecer un accesorio elegante en lugar de un simple soporte funcional.

Aun así, mientras se miraba en el espejo, sintió que ese reflejo no le pertenecía del todo. 

—Te queda estupendo —comentó Jayce, deteniéndose a unos pasos para mirarlo de arriba abajo con una sonrisa satisfecha.

Se acercó hacia él y le acomodó el cuello de la camisa por detrás con dedos seguros.

—Ahora sí —añadió en voz más baja, antes de apoyar ambos brazos sobre los hombros de Viktor. Permaneció allí un segundo de más, como si hubiera olvidado moverse.

Entonces Viktor levantó la mirada. Sus ojos se encontraron en el reflejo, y el silencio entre ambos se volvió denso, casi palpable. Jayce carraspeó, como si de pronto se diera cuenta de algo, apartó la vista y retiró las manos con un movimiento rápido.

Viktor lo siguió observando a través del espejo mientras Jayce se giraba, dándole la espalda. Lo miró con una atención que no solía permitirse. Su figura, acentuada por el traje, parecía hecha para vestir con esos atuendos: espalda ancha, postura firme, hombreras que realzaban su porte hasta darle un aire casi aristocrático. Incluso el cuello alto del uniforme le daba un filo más marcado a su mandíbula, haciéndolo parecer más seguro, más… imponente.

Pero lo que él sintió no fue simple admiración. Era algo distinto, más profundo, algo que se le enroscaba en el pecho con una calidez incómoda, difícil de nombrar.

No lo entendía del todo.

Y, quizás por eso mismo, no apartó la mirada.

Jayce, ajeno a todo lo que le pasaba por la mente de su compañero, se pasó una mano por la nuca mientras se alejaba, como si el breve contacto anterior lo hubiera dejado ligeramente inquieto.

—Bueno, será mejor que vayamos. Ya casi es la hora — anunció Jayce , al terminar de ponerse los zapatos.


Al llegar al lugar, el evento ya había comenzado hacía una hora, por lo que ellos entraron por la parte trasera del auditorio, evitando la muchedumbre que llenaba el vestíbulo principal. Varios ayudantes de la Academia los esperaban allí, cargando con esfuerzo el pesado prototipo Hextech hasta colocarlo cuidadosamente al pie del escenario, detrás del telón.

El aire estaba cargado de expectativa. A través de la tela gruesa del escenario se filtraba un murmullo constante: el roce de cientos de voces conversando, risas contenidas y toses. Cada tanto, un chasquido de butacas o el eco de pasos apresurados rompía ese murmullo, como notas dispersas en una orquesta desordenada.

Heimerdinger estaba con ellos, caminando de un lado a otro con pasos cortos pero rápidos, ajustándose los lentes cada pocos segundos.

—¿Todo listo, muchachos? —preguntó, alzando la voz por encima del ruido del personal—. La gente ya está en sus asientos. 

El corazón de Jayce y Viktor latía acelerado, casi al mismo ritmo, como si compartieran la misma melodía.

—Sí, profesor. Ya estamos preparados —respondió Viktor, más firme de lo que esperaba.

Jayce lo miró y, al verlo tan decidido, no pudo evitar sonreír con una mezcla de orgullo y alivio.

El telón comenzó a abrirse lentamente, dejando que un haz de luz cálida se filtrara entre las rendijas. El murmullo del público creció de inmediato, como una ola que se acercaba, y por un instante todo lo demás quedó en silencio dentro de ellos.

Heimerdinger avanzó con paso decidido hasta el centro de la tarima. Sus bigotes se movían al compás de su entusiasmo mientras se acomodaba frente al proyector de sonido. Su voz, amplificada, retumbó clara en todo el auditorio.

—¡Bienvenidos todos al Día del Progreso! —exclamó, y un murmullo expectante recorrió la sala.

—Hoy celebramos, como cada año, el espíritu que define a Piltover: la unión entre conocimiento, innovación y la voluntad de transformar el mundo. Este no es solo un evento para exhibir inventos; es el reflejo de nuestra historia, de cada mente brillante que, con esfuerzo y dedicación, ha hecho de esta ciudad un faro para todo Runaterra.

Se detuvo un instante, dejando que sus palabras se asentaran entre la multitud. Desde su lugar, podían oírse toses contenidas, el crujir de la butacas al acomodarse y el suave murmullo de conversaciones apagadas que cesaban lentamente.

—Nos honra profundamente contar hoy con distinguidos miembros del consejo y representantes de nuestras más influyentes familias. 

Hizo una pausa breve y sus bigotes se alzaron en un gesto satisfecho antes de continuar:

—Y entre todos los proyectos presentados este año, hay uno que ha despertado especial interés. No solo por su audacia, sino por el ingenio de quienes lo han creado.

Heimerdinger sonrió con orgullo, mirando hacia el costado del escenario.

—Dos jóvenes talentos que representan lo mejor de nuestra Academia. Dos mentes opuestas y, precisamente por eso, complementarias. Juntos, han logrado algo que promete redefinir la manera en que entendemos la ciencia.

Un murmullo recorrió el auditorio; algunos académicos inclinaban la cabeza con interés, los políticos murmuraban entre ellos evaluando con escepticismo, mientras otros asentían con curiosidad genuina. Los flashes de unas pocas cámaras chisporrotearon desde las primeras filas.

—Sin más preámbulos… —añadió Heimerdinger, haciendo un gesto amplio con la mano hacia el costado del escenario—, ¡demos paso a quienes nos traerán un fragmento del futuro!

El público estalló en aplausos.

Jayce respiró hondo detrás del telón, enderezó el cuello de su chaqueta con un gesto casi teatral y salió al escenario con paso firme. Su porte irradiaba confianza, y su sonrisa parecía hecha para ese momento.

—¡Buenos días, Piltover! —exclamó, y su voz retumbó en cada pared gracias al sistema de proyección.

El murmullo expectante se calmó de inmediato. Jayce hizo una pausa breve, dejando que cada mirada se posara en él antes de continuar:

—Antes de comenzar, quiero agradecer al director Heimerdinger por sus palabras y, sobre todo, por estar siempre atento a las necesidades de todos los estudiantes de la Academia. Muchas gracias, maestro.

Heimerdinger, sentado ahora entre los consejeros, asintió con sus bigotes alzándose en un gesto satisfecho. 

Jayce sonrió y retomó con energía renovada:

—Hoy celebramos lo que nos define como ciudad: la capacidad de soñar… y de convertir esos sueños en realidad.

—Piltover ha sido siempre un faro para la innovación. Y hoy… —alzó una mano dramáticamente—, mi socio Viktor y yo traemos algo que creemos cambiará para siempre la manera en que nos movemos, comerciamos y trabajamos. —Señaló con un gesto hacia un costado—. No es teoría, no es un sueño. Es real.

Las cortinas laterales se movieron y Viktor apareció, caminando con calma. Detrás de él avanzaba el vehículo, flotando a pocos centímetros del suelo. Emitía un leve zumbido acompasado y destellos azulados, que reflejaban en los rostros atentos de los espectadores.

Un murmullo de asombro recorrió la sala. Algunos académicos se inclinaron hacia adelante, otros susurraron entre ellos, intentando adivinar su funcionamiento.

—Este vehículo —continuó Jayce, aprovechando la reacción— es completamente autónomo y funciona solo con nuestra avanzada tecnología Hextech. Olviden los viejos sistemas de transporte lentos y caros. ¡Esto es velocidad, eficiencia y, sobre todo, progreso real para nuestra ciudad! —Alzó un brazo, casi triunfal.

Su sonrisa era amplia, el entusiasmo le brotaba en cada palabra. Tanto, que se dejó llevar por la ovación creciente y olvidó por completo que su socio también tenía algo que decir.

Viktor, sin embargo, no lo interrumpió. Simplemente se acercó al vehículo y, con un movimiento preciso, activó el sistema principal. El núcleo Hextech en su interior brilló con intensidad, y el vehículo se elevó un poco más, girando suavemente sobre su eje antes de deslizarse hacia adelante con un movimiento elegante, casi silencioso.

Algunos académicos se pusieron de pie para verlo mejor; otros, desde las primeras filas, comentaban en voz baja entre gestos de admiración.

Jayce lo miró de reojo, contagiado por esa emoción, y se permitió una carcajada breve de satisfacción.

Cuando el vehículo se detuvo, Viktor desactivó el sistema y ambos caminaron juntos hacia la tarima. Jayce, todavía sonriendo, lo esperó para subir a su lado.

—¡Esto es solo el principio! —exclamó, mirando a la multitud y al consejo con un brillo confiado en los ojos—. Piensen en lo que podemos lograr juntos con esta tecnología. 

La ovación creció, y Jayce abrió la boca para retomar la palabra, pero entonces la voz de Viktor, suave y firme, llenó el auditorio a través del proyector de sonido.

—El progreso no es una línea recta… —comenzó.

El murmullo del público se apagó de inmediato, como si alguien hubiera bajado un interruptor. Nadie lo había escuchado hablar antes, y su tono pausado, reflexivo, contrastaba con la energía casi eléctrica de su compañero.

Jayce lo miró sorprendido y dio un paso atrás, cediéndole el lugar con un leve gesto.

Viktor no levantó demasiado la voz, pero cada palabra retumbaba en el silencio expectante:

—…y tampoco debería ser una carrera entre naciones para ver quién llega primero. El verdadero progreso —ese que deja una huella duradera— no busca deslumbrar… Busca servir.

El ambiente cambió. Algunas personas en las primeras filas fruncieron ligeramente el ceño, mientras otras lo observaban con interés genuino.

—Este prototipo Hextech está diseñado para múltiples funciones: transporte de objetos pesados, asistencia para personas con movilidad reducida, distribución de recursos en zonas remotas o afectadas. 

En la primera fila, el consejero Salo arrugó el entrecejo con visible disgusto y se inclinó hacia otro de los consejeros, murmurando lo suficiente como para que algunos lo escucharan:

—Siempre la misma retórica… tecnología para los obreros, como si Piltover debiera cargar con los problemas de Zaun.

El otro consejero asintió en silencio, aunque mantuvo los ojos fijos en Viktor.

Heimerdinger, sentado a un par de asientos de distancia, escuchó el comentario y giró la cabeza apenas lo suficiente para mirar a Salo. No dijo nada, pero sus bigotes se alzaron levemente en un gesto de aprobación hacia Viktor, asintiendo con tranquilidad como quien reafirma su propio juicio.

Viktor prosiguió sin alterarse:

—…en lugar de responder con algo costoso, complejo o exclusivo, decidimos crear algo replicable, accesible y, sobre todo, sustentable. 

Viktor bajó la mirada por un segundo, como si eligiera con cuidado cada palabra siguiente.

—Pero lo más importante es su propósito. No fue concebido para reforzar privilegios... sino para acortar distancias. 

Salo chasqueó la lengua con disgusto, pero no añadió nada más.

—Si queremos que la tecnología esté a la altura de lo que promete… debe empezar por lo más esencial: facilitar lo cotidiano. Aliviar lo injusto.

El silencio fue espeso durante un segundo, como si el público necesitara procesar cada palabra.

Jayce dio un paso al frente, recuperando su porte con una sonrisa amplia:

—¡Y ese, señores, es el verdadero espíritu del progreso! —exclamó Jayce con renovado entusiasmo—. Visión, ingenio… y corazón.

El auditorio estalló en aplausos.

Bajo la luz de los reflectores, Jayce sonrió radiante, saludando con un gesto amplio mientras los flashes chisporroteaban en las primeras filas.

A su lado, Viktor se mantenía quieto, la expresión serena, aunque su mirada se perdía entre la multitud, como si buscara algo más allá del fervor del momento.

El telón comenzó a cerrarse lentamente, ocultando el escenario entre sombras.

 


 

—Señor… hay un hombre que ha venido desde Piltover. Desea hablar con usted —anunció el ama de llaves, de pie en la entrada de la sala de estudio.

—No espero a nadie —respondió la voz desde el interior, serena y seca, sin apartarse de los papeles extendidos sobre el escritorio.

—Disculpe… dijo que estaría contento de saber que ha encontrado algo que cree que le pertenece —añadió ella, con un leve matiz de curiosidad, aunque el tono se mantuvo neutro.

Durante un instante, el silencio llenó la estancia.

Entonces, sin brusquedad, el hombre alzó la mirada.

Sus ojos, de un avellana oscuro, reflejaron por un segundo la luz tenue del ventanal. Un brillo gélido atravesó su expresión: sobria, elegante… y peligrosamente vacía.

—Haz que pase —ordenó al fin.

 

 

Notes:

Al fin pude volver a escribir 🥲

Notes:

¡Hola! es la primera vez que escribo un fanfic en mi vida.
Estoy obsesionada con Arcane, especialmente con la relación Jay/Vik.
No tengo mucho más para decir. ¡Espero les guste! Acepto críticas constructivas para mejorar :D

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