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Enredadera negra y roja

Summary:

Un valle encantado. Dos familias enfrentadas durante generaciones. Amor y traición. Dos herederos enlazados por la magia.
¿Qué podría salir mal?

Después de la muerte de su padre, María se ve exiliada a un pequeño valle controlado por dos poderosos nobles. Verse con Robin, el hijo del mayor enemigo de su familia no es una buena idea, pero a María nunca se le ha dado bien acatar órdenes de nadie. Aún menos cuando se entera de que en aquel bosque encantado se encuentran las respuestas a todas sus preguntas.
Junto a Robin y su panda de astutos amigos, tendrán que adentrarse en aquella mágica espesura y hacer frente a la verdad, aunque con ello se derrumbe en pedacitos todo su mundo.
Literalmente.

Notes:

Antes de nada, quiero decir que esto es más o menos un retelling del libro The Little White Horse o la película El secreto de la última luna. Digo más o menos porque me he basado en este mundo para poder desarrollar el mío y aunque la historia no es la misma, es cierto que tiene algunos elementos iguales. No sé si lo conoceréis, ya que el libro si es bastante conocido aunque no mucho en los países hispano hablantes, igual que la película. Si es así y los desconocéis, os los recomiendo ya que son geniales y la historia es tan mágica, como preciosa.

Chapter 1: Vidas perdidas

Chapter Text

Tercera persona

 

El carruaje se balanceaba a un ritmo discordante, fatigoso e incómodo, zigzagueando por el camino mientras evitaba, en su vaivén, las piedras y los baches del camino. 

Un camino tan antiguo como la propia tierra en la que discurría. 

Tras una fuerte sacudida de la cochera, María tuvo que sostener el libro que se hallaba en su regazo, con temor a que este cayese a las mohosas tablas del suelo.

Apretó con vehemencia la dura portada. Protegería aquel libro con todo lo que hiciese falta para mantenerlo a salvo. Sonrió amargamente, con una profunda tristeza, y abrazó el frío cuero contra su pecho, consolándose con el suave peso.

Aquel pequeño objeto era el único recuerdo que le quedaba de su padre junto a una pequeña carta que se había deslizado de su interior la primera vez que lo sostuvo en sus manos. O eso creía. No recordaba bien cómo habían sucedido los acontecimientos de las dos últimas semanas, todo parecía un borrón inconexo en su memoria. Se sentía aturdida, su mente desconectada de la realidad, perdida, desde el instante en el que le comunicaron la muerte de su padre.

Una lágrima se derramó por su mejilla, pequeña, fría y solitaria, igual que se sentía ella.

Asomó la vista a través del pequeño ventanuco del carruaje, evitando tocar las feas y sucias cortinas que la adornaban en sus laterales. El camino hasta el valle estaba siendo un suplicio, lleno de ajetreo, agitación y desesperanza. Su único consuelo era el paisaje, hermoso allá donde se posaban sus ojos. Todo estaba lleno de verde y marrón. Los altos árboles adornaban la linde del camino, todo lleno de viejos sauces, regios pinos y algunos robles tan sobresalientes como descoloridos. Si fijaba con atención su vista en algunos lugares, podía llegar incluso a ver algún pajarillo posado en alguna rama baja. Si agudizaba el oído e ignoraba el repiqueteo de las ruedas contra la grava del camino, podía incluso escuchar algún tímido cantar o el tintinear de algunos arbustos al ser invadidos por huidizos animalillos. Todo le concedía un filtro cálido que transmitía paz y, para María, también algo que creía haber perdido: esperanza.

La chica suspiró, pensando en qué pasaría con ella de ahora en adelante. Hacía dos semanas estaba en pleno Londres, rodeada de lujos, con pocas pero muy apreciadas amigas y con su padre a su vera. Ahora se dirigía a la casa de su desconocido e ilustre tío, el cual se iba a hacer cargo de ella como su tutor legal durante el escaso año que faltaba para que cumpliese la mayoría de edad.

Cuando recordó el primer contacto que tuvo con él, su rostro se torció en una mueca asqueada. La única correspondencia que había recibido de él había sido a los dos días de la muerte de su padre y había llegado con su gran sello dorado enmarcando el sobre. Había sido escueto escribiendo, pero María era capaz de leer entre líneas. Su padre estaba tan endeudado en el momento de su muerte que su tío tuvo que vender todas sus pertenencias, incluida su residencia en la capital para poder pagar todo lo que aquel "insensato" debía.

Suspiró.

Aunque entendía el porqué su tío describió a su padre con aquella desagradable palabra, seguía molestándola que se refiriera a su recién fallecido hermano de esa manera.

Pero el resto de las palabras de su tío perdían su importancia cuando, casi al final de su refinada escritura, le explicaba que a su padre lo habían apuñalado volviendo a casa a altas horas de la noche. La policía le dijo que había sido un robo que había salido mal pero según las crudas palabras que había usado su tío, había sido un ajuste de cuentas por alguna de sus deudas.

Sinceramente, a María le daba igual el motivo, solo sabía que no volvería a ver a su padre y que del mismo modo que lo había perdido a él, había perdido su propia vida en el momento de su muerte.

Lo único que había podido conservar de su antigua "yo" era un pequeño baúl, con tres pomposos vestidos y sus respectivos cors és, que iba en la parte trasera de la calesa, el libro que había en su regazo y el pequeño collar que le había regalado Anna antes de partir de viaje.

Se acababa de marchar y ya echaba de menos a su mejor amiga. Su prima había sido su pilar de apoyo tras las noticias de la muerte de su padre, y ahora también tenía que alejarse de ella. Le tembló el pulso sobre el libro cuando recordó su larga melena pulcramente recogida aunque algunos rizos rebeldes se le escaparan, siempre revoloteando alrededor de su risueño y redondeado rostro. Era la persona más dulce que había conocido nunca, contagiándote una sensación de tranquilidad y felicidad solo con su dulce sonrisa. No sabía que iba a hacer sin poder verla, por mucho que esta le hubiese prometido que le escribiría al menos dos cartas por semana.

Otro sollozo silencioso se le escapó a la chica pelirroja, encogida contra su asiento por el peso del temor al futuro incierto que la esperaba al final del camino.

Agitando la cabeza para despejar los malos pensamientos que la abordaban, centró de nuevo su atención en la carta que tenía entre sus dedos. Las últimas palabras de su padre no habían sido lo que ella esperaba. Cuando el abogado de su padre le dio el pequeño libro con la carta asomando entre sus páginas, sintió algo de tranquilidad al saber que aún tendría una pequeña parte de su padre por última vez. La hermosa escritura, que tan bien conocía, decoraba el papel resaltando la tinta negra sobre el color crudo del fondo.

 

"Adorada hija mía.

Espero que vivas tu vida con la misma pasión e intensidad que he visto crecer en ti a lo largo de tu infancia. No dejes que nadie te dicte tus pasos y lucha por aquello en lo que crees fervientemente. Allá donde esté, siempre estaré pensando en ti. Mira al mundo con esos ojos grises tan hermosos que te di, como la De la Vega que siempre he sabido que eres.

Te ama y siempre lo hará, papá:"

 

Por increíble que parezca, no escaparon más lágrimas de aquellos hermosos ojos que leían las palabras con atención. María se sabía la carta de memoria, no le hacía falta tenerla delante para recordar palabra por palabra el último mensaje de su padre. Dobló y guardó con cuidado en el bolsillo de su falda el pequeño papel y armándose de valor, fijó su mirada en el ahora cálido cuero del libro. Después de la pequeña decepción de la carta y tras dos semanas de luto, no se había sentido con fuerzas suficientes para abrir el libro y comenzar a leer. Pero ya no podía retrasarlo más.

Lo abrió por la primera página.

Un hermoso guardapáginas, con la silueta de flores de jazmín haciendo de reborde y salpicado con gotas púrpuras y doradas aguardaba como bienvenida para aquel que se atraviese abrir sus páginas. Un título semiescondido bajo él apareció enmarcado en un intrincado camafeo:

Atraída por el nombre de aquel cuento, María notaba como perdía la consciencia del mundo a su alrededor y se sumergía entre las doradas letras




 

El Valle de la Luna era conocido por todos como un lugar especial, tan hermoso y magnífico que los rumores decían que había sido tocado por la magia. Esto llevó a que dos grandes y poderosas familias se asentaran en él, deseosos de encontrar un lugar apacible en el que vivir.

Por un lado, estaban los condes. Estos nobles tenían una joven y hermosa hija, a la que adoraban por encima de su carácter rebelde. Todos los que la conocían caían rendidos a sus pies ante sus hermosos ojos verdes y su melena negra como el azabache. Aunque todo lo que tenía de bella, lo tenía de pasional y altiva, rozando la cabezonería e incluso llegando a la soberbia.

Por otro lado, estaba el viudo marqués. Este tenía dos herederos, un robusto joven, deseoso de grandes hazañas y una joven hija, inteligente y soñadora. Él era alto, aunque menudo al ser apenas un muchacho que no se había desarrollado aún, con una gran mata de pelo rubio y ojos café. La chica no era tan hermosa como su hermano, pero sus rasgos redondeados y su tez llena de pecas la hacían amable y gentil, ganándose el corazón de todos a su alrededor con su carácter puro y romántico.

Ambas familias no habían tenido el placer de conocerse, hasta que el joven marqués, jugando como si aún fueran infantes, perseguía a su pequeña hermana por el bosque, cuando abruptamente se toparon con una regia y hermosa muchacha: la joven condesa. A...


 

Una fuerte sacudida sacó a la joven pelirroja de la lectura que la tenía ensimismada. El frenazo del carruaje fue tan violento, que arrojó el cuerpo de la chica contra el asiento de enfrente y provocó que el libro se escapase de entre sus dedos y cayese hasta las tablas de madera.

Mientras María volvía a sentarse en su lugar, notó como la oscuridad se hacía cada vez más pronunciada a su alrededor. Había perdido por completo el sentido del tiempo leyendo, recibiendo a la noche sin siquiera verla. Escuchó como el cochero intentaba calmar a sus dos agitados caballos, los cuales relinchaban desenfrenados.

–¡Sooo, soo, calma, calma! –le dijo a sus monturas-. No se preocupe señorita, solo es un tronco en el camino.

La chica no tuvo tiempo de contestarle, ya que unas voces desconocidas irrumpieron la tranquilidad que el bosque les otorgaba. La respiración se perdió entre los vítores y las risotadas de lo que parecían tres voces masculinas. Habían salido de la nada. Y no tardaron mucho en abordarles.

–Si quieres vivir, deja tu carruaje y los caballos y huye, cochero– dijo una voz espeluznante y grotesca.

Por primera vez en casi una década, María sintió lo que era el verdadero temor.



Chapter 2: Encuentros problemáticos

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Tercera persona

 

La llama tintinea asustada por la oscuridad que intentaba engullirla mientras el farol pendulaba en la mano del muchacho. El bosque estaba en silencio, al menos en la quietud habitual que permiten los animales nocturnos. Un búho ululaba en la parte más alta de un pino cercano mientras la ligera brisa de los primeros momentos del anochecer hacían temblar a la luz, creando sombras extrañas a su alrededor.

El chico avanzaba por el inexistente camino a través de las raíces de los sauces, sin vacilación alguna en su caminar, como si hubiese hecho aquel mismo sendero mil veces antes. Un pie dos centímetros más a la derecha que en el paso anterior, rodeando un árbol por la izquierda en vez de por la derecha para evitar un gran hoyo... Se movía como si de un gato se tratase, con agilidad y confianza.

Sus pensamientos se perdían al mismo ritmo que los últimos rayos de sol desaparecían en el horizonte. Su concentración estaba enfocada en la hora que era, en llegar a tiempo a su objetivo. Si la información que había escuchado a escondidas era verdad, no le debería de quedar mucho para que el carruaje llegase a su destino y su intención era interceptarlo antes.

Su sigilo y su sentido para buscar problemas lo habían llevado a estar en el lugar correcto en el momento más oportuno. Estaba escondido en las cocinas intentando robar un trozo de pastel de manzana sin que se diera cuenta nadie cuando había visto al informante de su padre y a uno de sus guardias entrando con prisas por la puerta trasera.

–Necesito verlo ya, es urgente. Tiene que ver con los De la Vega. Según he escuchado, el carruaje ya debe de estar en camino, no tienen que faltar más de dos horas para que llegue –decía el hombre canoso mientras andaba con presteza.

El guardia ni siquiera le contestó, ni se percató de la pluma que asomaba por encima de la mesa de la cocina donde estaban las tartas enfriándose. Dándose por vencido con el trozo de pastel recién sacado del horno, tomó un mendrugo de pan y salió por la misma puerta por la que habían entrado segundos antes los dos hombres. Pasó por las caballerizas y recogiendo una capa abandonada en un poste y un farol que descansaba en una caja, se adentró en el bosque.

Se había acercado a la linde del bosque, atento por si conseguís escuchar el ruidoso carromato por el camino principal, pero no había tenido suerte. Siguió avanzando a ver si conseguía apreciar su silueta a lo lejos.

No fue hasta varios minutos después que escuchó el primer sonido humano. Una súplica lejana se oía semiperdida en el viento que cada vez azotaba con más fuerza. Aquella voz sonaba rota y desesperada, como si de un verdadero ruego  se tratase. El muchacho comenzó a correr agarrando el foco con más fuerza para evitar que bailara violentamente en su mano. Unas voces masculinas se mezclaban con la anterior junto con otros sonidos irreconocibles.

Cada vez estaba más cerca del jaleo, cada vez haciéndose una idea más clara de lo que estaba pasando. Cuando vió por primera vez el carruaje entre las sombras de los árboles, pudo al fin ser testigo de lo que pasaba.

Dos hombres tenían arrinconado al pobre cochero y lo estaban maniatando mientras un tercero peleaba por abrir la puerta de la calesa. Fuera quien fuese el que estaba detrás de aquella puerta, luchaba arduamente por mantenerla cerrada. No cedía ni un ápice contra la fuerza del asaltante.

Aquella persona necesitaba ayuda y urgentemente. Aunque el pensamiento de que un Aguilar ayudara a un De la Vega le daba asco, sabía que no podía ignorar el impulso de ayudar a alguien en apuros. 

Robin Aguilar era más que un nombre y una tradición. 

A la par de ese pensamiento, su cerebro empezó a idear un plan para irrumpir en aquel atraco.

Teniendo en cuenta que con el cochero había dos hombres y estaría en desventaja contra ellos, primero tendría que encargarse del de la puerta. Además así podría contar con la ayuda del viajero que se hallaba dentro. Con ese único objetivo en mente, agarró con fuerza el farol que llevaba en la mano y sopló para apagar la vela. Con la sangre templada y decisión en sus movimientos, se acercó con sigilo al hombre que aporreaba de manera violenta el carruaje.

Cuando estaba lo suficientemente cerca, batió con todas sus fuerzas el farol, dirigiendo el golpe directo al cráneo del tipo. El impacto fue limpio y tal y como había planeado. El sonido retumbó hueco, duro. El tipo cayó en redondo al suelo al igual que la lámpara hecha pedazos. Los otros hombres no tardarían en darse cuenta de que su amigo había parado con su ataque al coche y vendrían justo hacía él. Tenía que actuar con rapidez o estaría en un aprieto. 

Susurró en silencio contra la puerta, lo suficientemente alto para que se escuchase a través de la madera pero que no llegase a oídos de los otros intrusos.

–¡Ey, abre! –no recibió respuesta alguna, solo percibió un ligero movimiento en la tela de las cortinas–. Si quieres salir de esta vivo, será mejor que salgas mientras este está fuera de combate y huyas lo más rápido que puedas.

Tras dos segundos que se le hicieron eternos, la puerta chirrió un poco antes de abrirse unos centímetros. El muchacho se alejó, queriendo darle espacio para que saliera de una vez. Cuando se abrió casi por completo, se quedó estupefacto.

El heredero de la familia De la Vega era una chica. Una diminuta y pelirroja chica, con unos rasgos afilados y regios, como si hubiese nacido para ser noble. Su complexión y sus facciones le recordó al instante a los pequeños pájaros que volaban a una velocidad vertiginosa cerca del río.

Antes de que ninguno de los dos pudiese decir una palabra, la expresión de la chica se tornó sorprendida y sus labios se abrieron en un grito que nunca llegó a escapar de sus labios. Su mirada de pánico, enfocada por encima de su hombro derecho advirtió a Robin antes de sentirlo a su espalda. Saltó alejándose de la trayectoria del golpe sin siquiera verlo, casi cayendo dentro del carruaje, desplomándose justo en los escalones de la puerta. 

A los pies de la chica De la Vega. 

Una broma cruel del destino. Se rió cínicamente en su mente.

Los dos hombres los observaban con furia en sus ojos.

–Bueno, bueno... una señorita. Hoy nos ha tocado el premio gordo. Ya verás cuando se la llevemos al jefe.

Ambos soltaron fuertes risotadas mientras se preparaban para pelear.

–Además es bastante guapa, con suerte nos dejará jugar con ella hasta que nos aburramos –su risa prepotente se tornó sádica– o la destrocemos.

Robin sintió en su nuca como el cuerpo de la chica se estremecía ante las crueles palabras. No dudo ni un segundo de lo capaces que eran de cumplir dicha amenaza y sintió pena por ella. Del sádico destino del que podía ser víctima simplemente por haber nacido como mujer. Sintió una arcada en la boca del estómago.

Antes de que aquellos hombres pudieran reaccionar, Robin actuó con rapidez. Impulsándose con un zapatazo contra uno de los escalones, deslizó el cuerpo dentro del coche y cerró la puerta, haciendo de tope con sus propias piernas.

–¡Sal por la ventana del otro lado!

La chica se quedó paralizada por un segundo, antes de procesar sus palabras mientras Robin se encontraba apoyado contra las faldas de su vestido, empujando con todas sus fuerzas para que aquella puerta no se moviese ni un palmo.

–¡Corre, antes de que se den cuenta! –le dijo en medio de un susurro agitado, resoplando por el esfuerzo que estaba haciendo.

La chica volvió en sí, y sin el pudor que él esperaba, esta saltó por la pequeña abertura del ventanuco.

–Llévate al cochero, él te llevará al pueblo. No te pares hasta que lleguéis allí. No sé cuánto tiempo podré entretenerlos.

La chica asintió nerviosamente y cuando al fin hizo el ademán de huir, se paró y lo miró directamente a la cara a través de la ventana.

–¿Quién eres? ¿Por qué me ayudas?

Robin rechistó. Por un lado entendía su curiosidad, pero aquel no era el maldito momento para perder el tiempo con preguntas. Aunque si hubieran estado en otras circunstancias tampoco le habría contestado, nunca le hubiese dicho su nombre. Cuanta menos personas supieran que había estado allí, más problemas se ahorrarían los dos.

–Considérame tu ángel de la guarda –hizo aspavientos en dirección hacia el bosque–. ¡Maldita sea, vete ya!

Asustada y algo avergonzada, la chica corrió hacia el lado donde había visto con anterioridad al conductor en el suelo. Al menos le había hecho caso. Se rió histérico, completamente descolocado por el desenlace de los acontecimientos.

A los pocos segundos, notó como los golpes contra la puerta cesaban.

–¡Ey! ¡La chica y el viejo se escapan! –dijo uno de los dos idiotas.

–Maldita sea, no quiero ni imaginar lo que nos hará si volvemos con las manos va...

Robin sabía que debía de hacer algo o sino los perseguirían a ambos y no tendrían ni una oportunidad de huir de ellos. El cochero estaba herido y no iban a llegar muy lejos antes de que los atraparan. Decidido, cedió en su empeño de mantener la puerta cerrada, y en un rápido movimiento, la abrió por completo.

El marco impactó con la nariz de uno de los dos bandidos el cual cayó al suelo con las manos, sujetándola. Sangre goteaba por su rostro.

–Maldito desgraciado... ¡A por él!

Ambos se balancearon intentando agarrarlo, pero dando una voltereta, se subió a un asiento del carruaje, y con un hábil salto, se escapó por la misma ventana por la que lo había hecho la chica minutos antes.

Corrió hacia el bosque sin dudar ni un instante en entrar en él. Al instante sintió la sensación de bienestar que tanto conocía, como si volviese a casa.

Antes de perderse en las profundidades de aquella arboleda, vislumbró a su izquierda un destello rojo perderse en la lejanía.

Chapter 3: Tormento

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Narra Max

Agaché la mirada al camino de arena que había a mis pies, y luego eché la cabeza hacia atrás para sentir el sol en la cara. Apoyé las manos en el tronco tumbado sobre el que me encontraba sentado.

Sentí como los pensamientos empezaban a invadir mi cabeza, a abarrotar mi mente, desbordándola por completo. Miles de ideas, recuerdos y temores me invadieron, en el mismo instante en el que mi mirada se perdió en el susurro de una hoja cercana.

Siempre me pasaba lo mismo: en el momento en el que mi mente divagaba perdida, mi mirada lo hacía por igual. No importaba que tuviese delante, mis ojos siempre se iban a enfocar en lo más lejano. Tardé en comprender que lo hacía para no ser capaz de llorar, para que mis ojos se secasen y no derramaran ni una lágrima más.

Pero que no se pudiese apreciar  la humedad de mis pupilas, no significaba que mi mente no estuviera turbada. La vorágine que se formaba en mi interior cada vez que me perdía me devastaba por completo. Cada maldita vez, se llevaba una parte de mi. Volvía a abrir viejas heridas que creía cerradas, luchas que creía vencidas pero que volvían para pegarme duro y volver a tumbarme. 

Hasta el suelo.

Y yo me rendía, me dejaba machacar hasta que sentía la humedad venciendo a la sequedad de mis ojos. Me dejaba atormentar porque me hacía sentir vivo. Y puede que me dé por vencido en momentos como este, pero nunca dejaré de luchar.

La vida me debe mucho más que esto.

Cálmate de una vez, Max. Puedes con esto, siempre puedes.

Respiré hondo, y sonreí para mi mismo. Este rincón perdido en mitad del bosque, este... era el único sitio en el que de verdad llegaba a sentirme en paz, en calma. Con los ojos cerrados, dejé que mis pensamientos se marchasen con la brisa que venía de los árboles que me envolvían.

Continué con mis ojos cerrados, absorbiendo toda la energía que el sol me daba con su calor, como un animal de sangre fría. Sentí como la madera se calentaba bajo mi tacto y disfruté la sensación de la naturaleza de mi alrededor.

No salí de mi trance hasta que sentí una presencia andando entre los árboles que se encontraban detrás mía. No me moví, no reaccioné ni me asusté, sólo había cuatro personas en el mundo podrían haberme encontrado aquí, y a las cuatro las quería con todo mi corazón.

Cuando sentí que dejó de andar y se quedó sin decir nada, esperando que fuese yo el que hablase, supe que era León. Sonreí de nuevo para mi mismo, y me giré para mirarlo.

Se encontraba apoyado en el pino más cercano, mientras se resguardaba en las sombras del resto de los árboles del entorno. Estaba con los brazos cruzados sobre su pecho, observándome fijamente.

–Hola –le dije mirándole a los ojos del mismo modo que él lo estaba haciendo conmigo.

–Hola –me contestó calmadamente.

Esa era la palabra que definía a León perfectamente: calma. No porque fuera una persona lenta o torpe, sino porque era lo que me transmitía. Estar con él me daba paz, me tranquilizaba por completo, como un anestésico para el dolor.

Se quedó callado, esperándome, como siempre. Me levanté del tronco y me acerqué a la linde del claro donde se encontraba.

–¿Qué haces aquí? –Le pregunté intrigado, sin saber el motivo por el que había hecho todo el camino desde el pueblo hasta mi lugar feliz.

–Robin mandó a un sirviente desde el castillo para que vayamos en cuanto podamos, dice que es una urgencia.

Me extrañó tantísimo que tuvo que notarse en mi cara, porque hasta León se encogió de hombros. Era muy raro que Robin dijese que algo era una urgencia, ya que era el primero que le quitaba toda la importancia a las cosas que la tenían.

–Vamos a aligerarnos entonces –le dije mientras me dirigía al pequeño camino de arena oculto entre los árboles.

Antes de dar dos pasos entre las raíces que se extendían en el sendero, me tropecé con una piedra que se desprendió de su lugar al pisarla. Intenté agarrarme a cualquier cosa que hubiese a mi alrededor, fallando torpemente en el intento.

Me preparé para recibir el golpe contra las piedras del camino, pero lo que sentí fue un brazo que me aferró por detrás, sujetándome la cintura con fuerza. Me giré un poco avergonzado por lo torpe que había sido, riéndome de mis propios pies.

–Gracias –le dije a León riéndome algo avergonzado.

Ni siquiera me contestó, simplemente me sujetó con fuerza y me dejó sobre mis pies, justo en el comienzo del sendero. Pensé que me pasaría y tomaría la delantera, pero se quedó detrás mía, vigilando muy de cerca mis pies y mis movimientos.

Cuando salimos del camino, justo delante de la Iglesia del pueblo, pasó a mi lado y me adelantó, saltando la valla de leños.

–Acompáñame, tengo que ir a ver a mi madre primero– me dijo, ofreciéndome su mano para saltar por encima de la cerca.

Me quedé mirando su mano, dándome cuenta en ese momento de lo admirable que era mi amigo. Así era él, protegía a todos aunque fuese un esfuerzo que nadie notaría.

Sonreí un poco, y tomé su mano, dejando que tirara de mí con fuerza.

Chapter 4: Pequeños placeres

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Narra León

Sostuve la mano de Max mientras lo guiaba por la calle principal del pueblo. Esquivamos a algunas personas en el camino, zigzagueando entre ellas y saludando a aquellas con las que teníamos una relación más cercana.

Me encontré con el panadero haciendo la ronda y aproveché para comprarle a mi madre el pan de centeno que tanto le gustaba. Así no tendría que ir después. Nos dijo que tuviéramos cuidado y siguió avanzando mientras llamaba puerta por puerta ofreciendo sus recién horneadas hogazas.

Dos minutos después llegamos a la entrada de mi casa y allí estaba mi madre, sentada en su mecedora con el último libro que le habíamos regalado Lucas y yo. Había sido su cumpleaños hacía dos semanas y mi gemelo y yo conseguimos que un comerciante de paso nos trajera de la ciudad un libro nuevo de su escritor favorito.

No nos habíamos fijado de que trataba, pero sabíamos perfectamente que sería de amores imposibles, de dramas complejos y de un final feliz donde los amantes conseguían terminar juntos. Mi madre no soportaba los finales tristes. A veces me la encontraba llorando por el fatídico final de sus protagonistas y la pena que le provocaba le duraba varios días. Siempre pensé que les guardaba luto, como si fuesen personas reales. Hasta hace poco no comprendí que no lo hacía por los personajes, sino por el amor. Por su propio amor perdido. Sigue esperando que el amor de su vida vuelva con ella, aunque sepa que es imposible.

Mi padre desapareció hace siete años. Siempre pasaba la temporada de invierno en la capital, el único lugar donde encontraba trabajo. Y siempre volvía con suficientes ahorros como para vivir bien el resto del año. Pero hacía siete inviernos, cuando se derritió la última nevada, no apareció. Nunca más supimos de él. Ni una noticia, ni una carta, ni un cuerpo que enterrar.

Observé a mi madre, con sus cansados ojos perdidos entre las líneas del libro y la sonrisa que asomaba en sus labios. Hasta yo sonreí, contagiado por su felicidad.

–Buenos días, Olivia –le dijo Max mientras se acercaba a ella y le daba un abrazo inclinándose sobre el sillón–. ¿Qué estás leyendo hoy?

Max siempre se sentaba en los pies de mi madre mientras ella le contaba las historias de los libros que leía. Y los dos se perdían en aquellos mundos imaginarios.

–Buenos días, chicos –me acerqué a ella y le di un beso en la frente mientras entraba en casa a dejar el pan y a buscar a mi hermano.

Dejé de escuchar la voz de mi madre contándole la historia de amor a Max en el momento que entré a mi habitación y vi a mi hermano durmiendo, hecho una bola entre las mantas. Era increíble que siguiese durmiendo, con el alboroto que había ya en el pueblo a esa hora. Me acerqué a él, y tiré del filo de la manta que le cubría la cabeza.

–Despierta Lucas, Robin nos ha mandado llamar...

Mi hermano abrió un ojo y me buscó con la mirada nublada por el sueño. Se quedó mirándome por un segundo mientras su cabeza asimilaba mis palabras. Cuando al fin fue capaz de procesarlas, se sacudió las mantas con desgana y se sentó en el borde de la cama.

–Date prisa –le dije mientras salía de la habitación, sabiendo que no tardaría mucho en alcanzarme.

Me apoyé en el marco del portón de la entrada, observando como Max apoyaba la cabeza en las rodillas de mi madre mientras ella le acariciaba el pelo con una mano.

Me quedé mirando con satisfacción como dos de las tres personas más importantes para mi, se querían tanto y se hacían compañía sin necesidad de palabras.

Me gastaría todos los sueldos de mi vida en libros para mi madre solo para conseguir que estos momentos duraran para siempre.

Max abrió los ojos, y levantando la cabeza de las piernas de mi madre, me sostuvo la mirada. Le devolví la mirada sin decir nada, y así nos quedamos los tres en silencio, disfrutando de aquella tranquilidad, hasta que apareció mi hermano.

–¡Vamos, vamos! Más le vale a Robin que sea algo importante –dijo bostezando mientras me empujaba para salir de la casa.

Se acercó a nuestra madre madre y dándole un beso en la frente, tomó la iniciativa poniendo rumbo a la casa de Robin. 

Chapter 5: Malas noticias

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Narra Robin

Estaba esperando a los chicos, escondido mientras tanto en mi pequeño rincón. Era sin duda, mi lugar favorito, incluso más que el bosque.  Un pequeño ventanal se alzaba en el muro norte, ocupando por completo la pared. Ante él se abría un pequeño espacio, similar a un pasillo, de menos de un metro. Este estaba rodeado por dos cortos asientos de piedra a los que les había puesto mantas y unos cuantos cojines para hacer menos incómoda la piedra que moldeaba el banco. La luz entraba teñida de colores vivos y brillantes, siguiendo el mismo patrón que las pequeñas esquirlas de la cristalera. Los colores se reflejaban sobre la piedra, contraponiéndose éstos contra el feo fondo que hacía de lienzo. La luz entraba a raudales por aquellos pequeños cristales de colores que componían la silueta de un árbol. La habían incrustado dentro del marco de la antigua ventana de barrotes.

Todo en aquel espacio era reducido, incluido yo, por eso huía a aquel rincón, a buscar paz en mi mente. Era el rincón de no pensar, un lugar para descansar cuando la vida me desbordaba y no tenía fuerzas para combatirla. Y para pensar en mi hermana sin temor a que ojos extraños me vieran melancólico.

Al fin y al cabo, aquel rincón lo había mandado a hacer mi hermana.

Suspiré con desánimo.

Escuché el ajetreo antes de siquiera verlos. León caminaba en silencio, solo el sonido de sus pasos lo delataba. Mientras Lucas hablaba con Max sobre algo relacionado con el río y algún animal, un rumor sobre una bestia salvaje que había escuchado en el pueblo. Pero antes de poder terminar la conversación completa, escuché dos sonoros golpes en la puerta que daba a mis habitaciones. Asomé la cabeza por el pasillo.

–Chicos, aquí.

Los tres se giraron hacia mi, sin sorprenderse de que mi voz no viniera de detrás de la puerta. Los tres reanudaron sus pasos hasta alcanzarme. León se apoyó en el borde del pasillo, cruzando sus pies para apoyarse en una única pierna. Lucas se sentó en el escalón que coronaba la entrada a los asientos, pero no antes de que Max lo subiera y se sentara frente a Robin, ambas piernas cruzadas sobre los cojines.

–Hola, señorito –dijo Lucas para incordiarme. Sabe que odio que me llamen así–. ¿Qué era eso tan urgente como para sacarme de la cama?

No contesté, en parte por no saber como decir todo lo que había pasado la noche anterior y en parte por no saber si debería contarlo. Pero estos energúmenos son mis mejores amigos, mis fieles aliados. Sé que puedo confiar plenamente en ellos.

Los tres me miraban expectantes, mientras la preocupación iba tiñendo el rostro de Max.

–No sé ni por dónde empezar. Esta noche ha sido una completa locura.

–No sé qué es lo que habrá pasado, pero tienes un aspecto horrible, Robin... ¿Has conseguido dormir algo siquiera? –le dijo Max mientras su vista se concentraba en las oscuras sombras bajo mis ojos.

–No mucho, la verdad.

–Empieza por el principio –León cambió de postura, acomodándose para escuchar la historia que se avecinaba.

–Pues, siendo sincero, todo empezó mientras intentaba robar un trozo de tarta de manzana...

Les conté sobre la conversación que había escuchado a escondidas en las cocinas, sobre el camino que recorrí en el bosque para que supieran donde había pasado todo, les detallé todo sobre el carromato, los bandidos que lo habían asaltado y de qué pasó entretanto.

–¿Estás loco? ¿Qué diablos haces ayudando a un De la Vega? Si tu padre se entera, estás acabado. Definitivamente.

–Ya lo sé, Max. ¿Pero qué esperabas que hiciera? –dije exasperado– Da gracias de que no me fui, sino todo el valle habría estado en problemas.

–¿El valle entero en problemas porque le hubiesen robado unas cuantas monedas a un noble? Vamos, Robin, no seas exagerado. No sería la primera vez que pasa algo así.

–Si me dejaras terminar la historia, sabrías el porqué –me callé, esperando a ver si seguía interrumpiéndome. Cuando no lo hizo, continué–. Cuando noqueé al primer ladrón, intenté que saliera del carruaje. Estaba diciéndole que escapase antes de que los otros tipos se dieran cuenta, pero cuando conseguí que abriese la puerta... –un escalofrío me recorrió al recordar aquel primer encuentro– Resulta que el heredero de la familia De la Vega, es una chica.

–Mierda –fue lo único que dijeron.

León suspiró, mientras su hermano se mordía la lengua para evitar seguir soltando palabrotas y maldiciones. Max se había puesto pálido mientras intentaba controlar sus manos para mantenerlas quietas. Aunque había terminado con aquella fea manía hacía años, aún sentía de vez en cuando el impulso de volver a morderse las uñas.

Entendí perfectamente las reacciones de mis amigos. Aquellas eran muy malas noticias. Nuestras familias se odiaban desde hacía años y la rivalidad entre ambas era conocida por todo el valle, era imposible que no se supiera cuando era claramente visible.

Después de todo lo que pasó con mi hermana Morgana, lo difícil sería que no nos odiásemos a muerte. Había perdido a mi hermana y no dudaba, ni por un segundo, en que la culpa fuese de la familia De la Vega.

–Conseguí que escapase al bosque mientras yo entretenía a los otros dos, pero no sé más a partir de ahí.

Todos nos quedamos en silencio. Nuestras cuatro cabezas asimilando lo que había pasado y pensando sobre las repercusiones que tendrían aquellas noticias.

–Si la chica es la única sucesora... ¿Qué creéis que harán? –preguntó Max.

–Teniendo en cuenta la edad que tiene, no creo que tarde mucho en casarse. Seguramente su tío empiece a buscarle un noble que le interese para que sea su marido.

–A lo mejor está ya casada –puntualizó.

–No creo, no le vi ningún anillo y si estuviera casada se habría quedado con él en vez de dejar la capital para venir al campo.

–Tienes razón.

El silencio pesaba con incertidumbre a nuestro alrededor. Intenté alejar aquel pensamiento de mi mente, no era algo que tuviera que ver conmigo.

–Un momento, si dices que te vio directamente.. ¿Crees que se lo dirá a alguien? –dijo Lucas mientras sopesa sus propias palabras– Como alguien se entere de que has estado involucrado en el asalto, aunque solo hayas ayudado, van a estallar los dos, el conde y tu padre.

–Lo sé. La chica me preguntó mi nombre pero no se lo dije. No creo que sepa quién soy. Pero si da una descripción de mi, alguien podría reconocerme. Por eso os he mandado llamar.

Los tres chicos a mi alrededor se quedaron callados, esperando mis palabras. No me pusieron en duda en ningún momento, nunca dudaron de mí. Sin embargo, lo más importante de todo aquello era que sin importar lo que les pidiese, siempre estarían dispuestos a ayudarme.

–Tenemos que ir a la mansión De la Vega. Necesitamos husmear qué es lo que ha pasado allí desde anoche y que es lo que la chica ha contado.

Chapter 6: Territorio enemigo

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Tercera persona

Los tallos se inclinaban, intentando mantenerse rígidos tras el paso de los muchachos. El viento los azotaba con suavidad mientras corrían en su contra. Brincaban esquivando viejas raíces, pisando con cuidado sobre las rocas y empujando las pequeñas ramas que querían golpearlos al pasar.

Robin sintió una punzada acechando en su estómago, ácida. Quizás aquella idea no era tan buena como había pensado en primer lugar. Quizás debería de dar marcha atrás y pensar en otro plan. 

Los cuatro chicos zumbaban entre la maleza como si hubiesen nacido en ella. Se movían con soltura, conociendo perfectamente el terreno. Al menos no tenían que preocuparse por encontrar la mansión De la Vega, conocían su ubicación perfectamente.

Robin aceleró el trote mientras atisbaba el cielo por encima de las copas de los árboles. Recorrió unos cuantos metros más antes de encontrar lo que estaba buscando. Por encima de la arboleda, se veía la cumbre de un torreón de piedra. Aquello marcaba el lugar exacto donde se encontraba la morada de su enemigo.

El ritmo del grupo se relajó al instante. Los cuatro chicos respiraban ansiosos intentando recuperar el aliento después de la carrera. No tardaron mucho en volver a la normalidad mientras seguían avanzando lentamente hacia la torre. Cuando llegaron a los últimos árboles, se escondieron detrás de unos pinos silvestres que hacían de linde. Acallaron todos los sonidos, incluso sus respiraciones agitadas mientras observaban la mansión De la Vega.

La fachada estaba decorada con detalles dorados, desde las franjas que delimitaban el piso inferior y daban lugar a los balcones de la segunda planta, hasta las estatuas de dos elegantes leones que adornaban las columnas de la puerta principal. Sin embargo, lo que le concedía un aspecto mágico a aquel lugar era el gran torreón que sobresalía sobre el tejado. La alta torre se alzaba en mitad del cielo con aspecto regio, dándole un aire de majestuosidad. La cúpula, que coronaba la espiral, estaba envuelta en su totalidad por cristales, centelleando con vívidos reflejos en el bosque de su alrededor. 

Las ventanas lucían marcos robustos de cedro, pintados en un color dorado que hacían contraste con el azúl ópalo de los muros exteriores. Un gran balcón resaltaba en mitad de la fachada, volviéndose el centro de atención, mientras que los otros más pequeños, esparcidos a su alrededor, parecían irrelevantes en comparación. La mera visión del edificio cortaba el aliento y cuanto más detenimiento te tomaras, más detalles exquisitos serías capaz de apreciar. 

Una hermosa marquesina de madera decorada con enredaderas hacía de bienvenida para los visitantes y sus carruajes. Unos metros más atrás, se podía ver un viejo edificio de madera que parecía un establo a simple vista.

Había un hermoso jardín, cuidado con sumo detalle, en la parte trasera, donde una fuente destacaba gracias a un ángel de piedra que la coronaba. Dos bancos reposaban a sus costados, admirando la escultura mientras el agua la salpicaba sin miramientos.Todo estaba envuelto en colores vivos, llores y plantas de todo tipo recorrían el lugar. Tulipanes de diferentes pigmentos se desperdigaban entre los arbustos haciéndolos parecer enormes ramos festivos. Peonias y orquídeas coloreaban de rosa el ambiente mientras algunos pequeños lirios del valle le daban un aspecto mágico al lugar. 

Y justo en el otro extremo del jardín, delante de ellos, se encontraba su objetivo: la puerta trasera a las cocinas. 

Era el momento de pasar a la siguiente parte del plan.

–Vamos allá, chicos –sentenció Robin, dando paso a la acción. 

Los chicos más altos, los gemelos, tomaron la delantera seguidos de cerca por Max. Robin avanzaba el último, vigilando sus espaldas. No había más de treinta metros entre los árboles que habían usado para esconderse y la mansión, pero era distancia suficiente para que ojos ajenos pudieran verlos. 

Rápidamente llegaron al muro y con cuidado, Lucas asomó la cabeza por la puerta. No se escuchaba ruido alguno excepto un golpe duro y constante sobre la madera. 

–Ey, es Marta. Está amasando pan –susurró a sus compañeros.

–¿Es amiga vuestra, no? –dijo Max mientras sus ojos miraban a León y luego a Lucas. 

Ambos asintieron, al fin y al cabo conocían a la hija del panadero desde que eran niños. Habían jugado con ella y con su hermana durante años.

–Genial, intenta hablar con ella, con suerte te lo cuenta sin tener que arriesgarnos a entrar.

–¿Estás loco? ¿Cómo pretendes que entre como si nada? ¿Y qué le digo? Hola, me iba a colar pero ya que estás aquí te pregunto a ti –dijo de manera irónica, sin darse cuenta de que había elevado un poco el tono de voz.

–Invéntate cualquier cosa, Lucas, no es momento para discutir. 

–Maldita sea, Robin, nos vas a meter en un serio problema cualquier día de estos.

Y aunque el chico alto lo decía enfadado y serio, dejó su escondite y se coló por la puerta. Sus amigos y su hermano se acercaron al instante al marco de la puerta, dispuestos a escuchar e intervenir si hacía falta.

–Buenos días, Marta. Hacía mucho que no te veía ¿Cómo te va? –aunque intentase disimularlo, se le notaba en la voz lo tenso que estaba.

Se deslizó por la cocina como si fuese su propia casa, con agilidad y confianza, hasta que alcanzó a la chica y se apoyó a su lado en la mesa.

–¿León? No, Lucas –se corrigió ella sola –. ¿Qué diablos haces tú aquí? Si el señor te pilla, te va a echar a patadas. O algo peor.

Aunque al verlo se había quedado sorprendida e incluso petrificada en su lugar, reanudó de nuevo su labor, aplicando fuerza a la masa en la que estaba trabajando. Sin embargo, no alejaba su atención del chico, intrigada por su presencia.

–Lo sé, lo sé, pero sabes como soy y en el pueblo ha empezado a circular un chisme. Sabes que adoro cuchichear y me quiero enterar de la historia de primera mano.

–¿Y qué es lo que dicen en el pueblo, según tú? –le preguntó recelosa la chica. 

Lucas carraspeó, inseguro de qué decir y qué no.

–Pues… parece que ayer unos bandidos asaltaron un carruaje De la Vega. No he escuchado mucho más.

La chica se detuvo a mitad del movimiento y sus ojos se enfocaron en Lucas. Se la notaba nerviosa, ya fuera por temor a que la descubrieran con él o por estar hablando sobre ese tema en concreto.

–No sé cómo diablos se ha podido enterar la gente tan rápido. Este pueblo está lleno de chismosos –la chica suspiró pesadamente–. Si, es cierto. La sobrina del conde venía de camino hacía la mansión cuando la asaltaron unos bandidos. Llegó ayer a altas horas de la noche, junto con el cochero. El pobre estaba magullado y herido, la chica tuvo que arrastrarlo casi todo el camino.

Las noticias sobre la muerte del hijo más jóven De la Vega habían llegado hacía días y los rumores que surgieron entonces fueron de todo tipo. Que murió rico como un banquero, que era pobre como las ratas y que se había matado por ello, que estaba endeudado e iban a hacer responsable a su heredero… La gente había creado más historias que un cuentacuentos, sin dejar vislumbrar la verdad entre tantas habladurías.

Y ahora lo único que tenían claro de aquella muerte, era que el heredero era en realidad una mujer. 

–Vaya, pobre chica, pero… Es extraño que ella haya salido sana y salva de aquella situación ¿Cómo escapó? 

–¿De dónde sale tanta curiosidad Lucas? ¿Acaso te interesa la señorita? 

Señorita, así que no está casada.

Robin no sabía si aquello eran malas o buenas noticias. Seguramente malas, teniendo en cuenta que podían planear un matrimonio beneficioso para la familia. Aquello le irritaba de sobremanera,  no le hacía ni pizca de gracia.

–Claro que no, Marta, es simple curiosidad. Todo el mundo habla de ello –Lucas se excusó torpemente, mordiéndose la lengua al ser consciente de que estaba mintiendo.

La chica suspiró de nuevo.

–Contó que un hombre la ayudó a escapar. No sé nada más, ya que estaba tan cansada después de lo que pasó que el conde le ordenó que se retirara a sus habitaciones a descansar para recuperarse del ataque. El señor ha mandado hace poco despertarla para adecentarla y darle un buen desayuno. Creo que quiere hablar con ella –se dió cuenta de que había dejado de trabajar en el pan y continuó con ello–. Así que será mejor que te vayas antes de que vengan a buscar el pan, el cual debería de haber entrado en el horno hace cinco minutos.

–¡Uy, lo siento! Ya me voy ¡Gracias por contármelo, te debo una! –le dijo por encima del hombre mientras se apresuraba a salir de la habitación.

No se paró justo en la puerta, donde sabía que lo esperaban sus amigos, sino que continuó corriendo hasta volver a los árboles donde se habían ocultado antes. Los otros tres muchachos lo seguían de cerca y no hablaron hasta que estuvieron a cubierto.

–Maldita sea, si su tío habla con ella y le cuenta con detalles lo que pasó anoche, su tío puede reconocerme.

–Cálmate Robin, podría haberlo contado anoche cuando llegó y no lo ha hecho. Además ya has escuchado a Marta, usó la palabra “hombre”. Podría haberse referido a tí como alguien de su edad, quizás es una buena señal –puntualizó León.

–Puede ser, pero y si n…

–¡Shh! ¡Chicos, mirad! –dijo Max mientras señalaba hacía la enorme fuente del jardín.

Una melena roja se deslizaba con sigilo por la puerta trasera de la mansión, dirigiéndose directamente hacia uno de los bancos del jardín. El pomposo vestido azul que llevaba se dobló de manera incómoda al sentarse. 

Estaba sola y a juzgar por su actitud, era lo que quería. Se frotaba el rostro con exasperación. Estaba a bastante distancia por lo que no deberían de ser vistos, pero del mismo modo, ellos tampoco podían ver con precisión lo que hacía la chica.

–¿Es ella, Robin? –preguntó Lucas.

–Si –contestó con solemnidad. No hacían falta más palabras. Los cuatro sabían que aquella pequeña persona iba a traer grandes problemas a todos.

El grupo se quedó en silencio, observando desde lejos. La chica se quedó en aquel banco de piedra, observando algo más allá de la fuente que había frente a ella.

El bosque.

Estaba mirando fijamente hacía el bosque. Parecía seria, incluso apesadumbrada y sin embargo, Robin juraría que incluso a aquella distancia veía el anhelo en la mirada de la chica. 

Antes de que ninguno de ellos pudiera decir algo más, la chica peleó con sus ropajes hasta que consiguió quitarse las pesadas botas de tacón que llevaba. Descalza ahora, se levantó y dió una fuerte bocanada de aire. Sin mirar atrás ni un segundo y con decisión, corrió con todas sus fuerzas hacía los árboles que se extendían ante su mirada.

Los chicos la observaron sorprendidos. Aquello era un golpe de suerte para ellos. No dudaron ni un segundo, antes de actuar.

–A por ella –sentenció Robin.

 

Chapter 7: Dando caza al pajarito

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Tercera persona

Cuatro pares de pies se impulsaron con todas sus fuerzas ante las palabras de Robin. 

La distancia era corta. Los árboles entre los que había desaparecido la melena pelirroja estaban muy cerca de donde se encontraban ellos y sus piernas corrían haciendo uso de toda su longitud para alcanzar el objetivo que se habían impuesto. 

Las ramas azotaban los cuerpos en movimiento, aunque estos intentaran esquivarlas en un vano intento de protegerse. La brisa de la mañana era fuerte entre la maleza, cortando incluso la respiración de los rastreadores. Ese es el único sonido que se escuchaba en todo el bosque: los alientos entrecortados de cuatro jóvenes que están persiguiendo a su presa.

Eso es lo que eran: una partida de caza. 

Y estaban dando caza a un pajarito.

Tras aquella explosión de intensidad física, los segundos pasaban como minutos y el ambiente se hacía cada vez más pesado.

¿Dónde diablos se ha metido la chica? A esta velocidad ya deberíamos haberla alcanzado hace un buen rato.

Robin dudó de la dirección hacia la que se dirigían. Quizás había cambiado de rumbo o la habían sobrepasado sin darse cuenta. Aún así no pararon de correr, buscando cualquier indicio que les guiara en su búsqueda.

Entonces captó la sombra de una pisada. La perfecta silueta de un pie humano.

Se lo señaló a sus compañeros, sin querer hablar para no hacer ruido. Todos observaron la forma dibujada en la tierra antes de seguir avanzando en aquella misma dirección.

No pasó ni un segundo antes de que una mancha azul y un destello pelirrojo oteara a unos metros por delante de ellos. 

¡Ahí está! ¡Al fin!

La chica corría a un ritmo impresionante. Podía igualarlo perfectamente con el suyo y él era el más rápido de todo el grupo. Aún así, el subidón de adrenalina que sintió en la sangre al enfocar a su presa, hizo que aumentase aún más su marcha. No le hizo falta más que unos pocos segundos para alcanzarla.

El ruido, cada vez más cercano, de los cuatro perseguidores alertó a la pelirroja, pero fue demasiado tarde. Cuando giró para ver qué era aquella presencia a su espalda bastó para que Robin la aferrara por el brazo.

La cara de la chica se tornó en pánico al instante. Su primera reacción fue luchar contra el agarre, pero el chico no se lo permitió, la asió con más fuerza. Los otros muchachos los alcanzaron y combatieron contra sus propios pulmones, intentando recuperar el aliento perdido en la cacería.

Robin notó en su agarre cómo temblaba el cuerpo de la chica al verse rodeada por cuatro completos desconocidos. Bueno, tres.

–¿¡Tú!? Tú eres el del coche de caballos –lo acusó.

Robin torció el gesto al darse cuenta de que era perfectamente capaz de reconocerlo. Por mínimas que habían sido sus esperanzas, aún albergaba alguna de que no fuese capaz de recordar su rostro.

–¿Qué quieres? ¿Por qué me habéis seguido? ¿Quiénes sois? –preguntó con ansiedad al ver que ninguno decía ni una palabra.

–Esas son muchas preguntas, preguntas de las que no necesitas saber la respuesta –le respondió tajante.

–Me perseguís en pleno bosque, como una manada de lobos cazando a una liebre... ¿Y tienes la maldita osadía de decirme que no tengo derecho a preguntar? –el rostro de la pelirroja pasó de temor a ira.

–Pajarito –fue lo único que le contestó. 

La respuesta la dejó descolocada.

–¿Qué?

–No eres una liebre, eres como un pajarito. Pequeño e insignificante.

Los ojos marrones de la joven lo escrutaron con puro odio.

–No seré tan insignificante cuando me estáis persiguiendo como si os fuera la vida en ello –sonrió con arrogancia.

Los labios de Robin se torcieron en un gesto de disgusto, que desechó rápidamente. No quería que aquella estúpida chica controlara sus reacciones y mucho menos, la conversación que iban a tener.

–Escúchame bien, niñata mimada, porque solo lo diré una vez: anoche no viste nada, no tienes ni idea de quien te salvó y si en algún momento de tu existencia te cruzas conmigo, no sabes quien soy –hizo una pausa para que calara el mensaje– ¿Lo has entendido?

La chica sopesó las palabras, mientras observaba al resto de muchachos a su alrededor. Su mirada era analizadora, fría, calculadora, sopesando sus opciones en aquella situación.

No contestó.

–¿Lo has entendido? –repitió apretándole el brazo con más fuerza.

–Alto y claro –refunfuñó con mal gesto–. Maldito imbécil –farfulló en voz baja, pero no lo suficiente como para que el chico no lo escuchara.

–¡Pues ala! –dijo soltándola–. Vete a casa y no vuelvas al bosque.

–Haré lo que me dé la gana, no eres nadie para darme órdenes –le contrarió soberbia.

Robin se exasperó. Aquella situación podía acabar en horribles consecuencias. Si en el valle se sabía que los herederos De la Vega y Aguilar se habían visto envueltos en una situación como la de anoche o como la de ahora mismo, darían igual las circunstancias: aquello supondría la guerra definitiva entre las dos familias. Las tiranteces ya eran excesivas y violentas, si algo más pasaba, Robin temía que nadie en aquel valle se librase de las repercusiones.

Aquella chica tenía que entender por las buenas o por las malas.

Agarrándola de los dos brazos, la empujó contra el árbol más cercano.

–Mira, señorita De la Vega, me importa una mierda lo que opines, si te decimos que te quedes fuera del bosque, no vuelves a traspasar la linde; si te digo que no me conoces, no le dices a absolutamente nadie, nada, ni de mi ni de quién te salvó el culo anoche. Que por cierto, no exagero cuando digo que te salvé el culo, si no hubiese aparecido ahora mismo estarías atada sobre un colchón o enterrada a dos metros de profundidad. Así que sí, vas a hacer exactamente lo que te ordene –lo dijo despacio, con agresividad y crueldad.

Las palabras surtieron efecto. Incluso sin rozar su cuerpo, simplemente aprisionándola contra el tronco, podía sentir cómo su cuerpo temblaba ante su crudeza.

La chica no contestó, intentaba tranquilizar su respiración entrecortada ante el ataque de Robin. O quizás había sido por lo que podría haber pasado y de lo que se había librado por los pelos.

Robin se alejó de ella.

–Ahora márchate. No pienso repetírtelo.

El rostro de la chica parecía un agrio poema, mil emociones lo embargaban. El temor era palpable en su labio tembloroso, la ira en su mandíbula apretada, la osadía en su ceño fruncido, la tristeza en sus ojos húmedos. Guardó silencio, intentando recomponerse. Tomó aire profundamente y habló.

–Gracias –fue lo único que le dijo la chica antes de alejarse en dirección a la mansión.

Extrañado por sus palabras, aventó el pensamiento y se sintió satisfecho por cómo había ido la situación. Robin se relajó, triunfante, sin embargo, la chica se detuvo a los pocos pasos y se giró a encararlo.

–Mira, de verdad, gracias por salvarme, en eso tienes razón –Robin sentía que había un pero, y no tardó mucho en aparecer – pero no voy a permanecer muy lejos del bosque por mucho tiempo. Podría callarme y mentirte, decirte que nunca lo haré para poder marcharme en paz, pero no lo voy a hacer. Esto es lo único bueno que tiene este lugar, no pienso quedarme en la mansión escondida y amargada por el miedo cuando puedo estar aquí y tener un poquito de felicidad. Me la merezco –se le quebró la voz un poco en sus últimas palabras.

Robin intentó hablar, pero la chica le hizo un gesto con la mano interrumpiéndolo.

–Tú no quieres que se sepa que fuiste el que me salvó anoche y eso me parece perfecto. Así que lo único que puedo hacer es prometer que no se lo diré a nadie, qué haré exactamente lo que me has dicho pero a cambio pienso explorar hasta el último rincón de esta maravillosa arboleda.

Los chicos se miraban entre ellos, sorprendidos e incómodos por la valentía -o estupidez, depende de como lo quisieras interpretar- de la pelirroja.

Robin apretó la mandíbula.

–Haz lo que quieras, pero que sepas que el bosque no es un lugar seguro para alguien como tú.

–¡Oh! No tienes ni idea de cómo es alguien como yo.

Fue lo último que dijo antes de girarse de nu

evo, con paso afligido, y volver a la casa De la Vega.

Chapter 8: Furia

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Tercera persona

Nadie dijo ni una palabra. Robin miraba con gesto de desprecio la estela que se desvanecía de la figura femenina mientras los demás lo observaban a él. Lucas, aun estando sorprendido por la actitud de la chica, sonreía ante la astucia de esta y su gemelo lo acompañaba con el ceño fruncido, más preocupado que sorprendido.

Dentro de lo que cabía, no había ido mal del todo. Después de todo, aquello era un choque de titanes: De la Vega contra Aguilar, enemigos jurados. 

–Hay que reconocer, que aunque sea una De la Vega, tiene valor –señaló Lucas mientras contenía una risa mal disimulada.

–¿Valor? La línea que separa la valentía de la estupidez es muy delgada, hermano –masculló su hermano aún con una mueca de exasperación.

–Es una necia –las palabras de Robin centellean con puro odio. 

Ninguno continuó la conversación, hasta que este último se giró y los miró por primera vez desde que había aparecido la chica.

–¿Creéis en ella? ¿De verdad creéis que va a cumplir con su palabra? –dudó Robin, sopesando sus palabras–. Es una De la Vega –no necesitaba ninguna justificación más para desconfiar de aquella muchacha.

–No lo sé, y no tengo modo de comprobarlo. Así que lo único que nos queda es esperar a ver si se va de la lengua –le contestó Max.

–Genial –dijo irónicamente León, mientras se masajeaba la frente en un vano intento de relajar el ceño.

–Al menos, Max puede pedirle al padre Alejandro que rece por nosotros. Si esto se sabe, nos hará falta ayuda divina –dijo el menor de los gemelos. 

Lo dijo como broma, pero ni siquiera él era capaz de reírse de su propia broma. Intentaba aligerar el ambiente pero nada podía conseguirlo. Todos sabían lo que se estaban jugando con esto. 

Si el padre de Robin se enterase… No solo Robin tendría problemas, el pueblo y el valle entero se vería en medio de la revuelta entre el conde y el marqués. La situación llevaba años de manera casi insostenible, cualquier gota podría colmar el vaso. Y todo aquello no era una gotita, era un cubo entero.

 Sin mediar palabra, partieron rumbo al pueblo. Pasaron por el claro de rocas tan conocido por ellos y poco tiempo después de deambular por el bosque, salieron del resguardo de los árboles para bañarnos con la luz del sol. 

 El pueblo había despertado hacía poco, las primeras tiendas colocaban las mercancías del día en sus expositores. El olor a pan recién hecho, a fruta fresca y a tela limpia impregnaba el ambiente concediéndole un encanto rural. 

La gente iba de un lado a otro, dando los buenos días mientras cumplían con sus rutinas habituales. El mozo del panadero llevaba, puerta por puerta, piezas de pan aún humeantes, el pescadero limpiaba el género para los primeros clientes y el carnicero fileteaba diferentes trozos de carne con una habilidad magistral. 

Todo estaba como siempre, o eso parecía a simple vista.

Parecía un día como cualquier otro en aquel pequeño valle, excepto por pequeños detalles que no llamarían la atención si no se estaba atento a ellos. 

El carnicero estaba entretenido hablando con dos mujeres, en vez de centrarse en los cortes que estaba haciendo. El panadero tardaba de más en cobrar el pan ya que susurraba con los clientes en las puertas de sus casas. Al pescadero se le amontonaban los clientes que en vez de pedirle género, conversaban entre ellos acaloradamente. Todos sabían que había pasado, o al menos una parte, y estaban deseosos de conocer la verdad con todo sumo de detalles.

Y así se sucedieron los siguientes días: todo el pueblo dentro de sus quehaceres habituales, sin salirse de sus rutinas, pero perdiendo el tiempo entre susurros de palabras de habladurías y rumores infundados, porque la verdad es que nadie conocía más sobre lo que pasó aquella noche.

Aún así, Robin y sus amigos no se relajaron, tenían que estar completamente seguros de que nada salía a la luz. Llegaron al punto de volver a espiar la mansión desde los bosques, nerviosos por escuchar lo que se decía entre aquellas cuatro paredes. Pero incluso después de volver a interrogar disimuladamente a Marta, la chica que trabajaba en las cocinas de la casona, no descubrieron nada más.

Después de que pasaran unos días sin noticias, respiraron tranquilos al darse cuenta de que la chica había cumplido su palabra: no había contado nada de Robin, ni siquiera había dicho una sola palabra de aquel hombre que la ayudó a escapar. Queda decir que fue una sorpresa para todos ellos, ninguno confió en la palabra de ella. 

Al fin y al cabo, era una De la Vega.

Por fin se calmó toda la situación o eso parecía ya que incluso en el pueblo se dejó de hablar de aquella chica pelirroja. Incluso los cuatro chicos volvieron a sus escapadas habituales al bosque, disfrutando de nuevo de aquel lugar que consideraban suyo. 

Pero la calma nunca perdura, y eso es exactamente lo que pasó aquella tarde: una tormenta apareció en el frente. O al menos eso parecían aquellos cabellos rojos contra el viento cuando se presentaron por primera vez en el pueblo. Sonriendo y paseando por las calles ante los susurros de los vecinos que la observaban curiosos, escudriñándola. 

Todos la estudiaban con interés, todos excepto Robin, que sin saber de su presencia, se tropezó con ella de frente. En mitad del pueblo. El silencio se hizo en todo el lugar, mientras los pueblerinos los observaban horrorizados a ambos, como si fueran la personificación de una catástrofe.

La mirada de él mostraba furia y desagrado, la de ella, curiosidad. 

Nadie fue capaz de reaccionar a tiempo antes de que se dijeran las primeras palabras. Palabras que podrían ser la sentencia para todos ellos.

Chapter 9: La novedad

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Narra Robin

–Disculpe usted, señor, no lo había visto. Estaba demasiado embelesada observando la belleza de esta villa –dijo de manera pomposa, haciendo una pequeña reverencia. Era la perfecta muestra de su refinada educación.

Representaba la fiel imagen de una noble, con sus regios gestos y sus perfectas maneras aristocráticas, algo que ninguno de nosotros se esperaba después del último encuentro que habían tenido. Cualquiera que la viera en aquel momento no dudaría ni por un segundo de su educación ni su buena estirpe, cualquiera que no la conociera como yo.

No contesté, su inocente actuación me dejó sin palabras por unos segundos. Sorprendemente, había cumplido con su palabra y yo, estúpido de mí, me había preparado para discutir con ella. Delante de todo el mundo. Me había dejado llevar por mi estúpida ira y no había pensado las cosas con calma. Si hubiese actuado sin cabeza, las cosas se habrían salido muy rápido de control ya que estoy seguro de que María no es de esas mujeres que permitiría que un hombre cualquiera le levantase la voz.

Inspiré hondo.

Noté tras de mí la tensión que exudan los cuerpos de mis amigos, nerviosos por la situación en la que habíamos acabado. Me hicieron aún más consciente de la importancia de mi actuación, de las repercusiones que podía tener aquel teatro improvisado.

Y eso era exactamente lo que era: una actuación, un mero juego de máscaras hechas con palabras. Así que me preparé para interpretar mi papel principal.

–Oh no, mi señora, disculpe mi torpeza –hice una reverencia exagerada para darle aún más énfasis a mi gesto–. Me alegro de que le guste nuestra pequeña comunidad. Estoy totalmente seguro de que gozará de todos sus rincones, puede que sea algo pequeño, pero nuestro pueblo brinda verdaderas maravillas para los ojos sabios.

Sonreí, en parte por mi actuación, pero principalmente a modo de desafío hacia aquella muchacha que se alzaba orgullosa y sagaz ante mí. 

Pude percibir la luz de un brillo pícaro asomar en sus ojos. 

–También confío fervientemente en ello –sonrió con sorna aunque intentó ocultarlo con un rápido movimiento de su mano. Me sobrepasó con rapidez por mi derecha mientras la seguía de cerca por el viejo mayordomo. La chica inclinó la cabeza como saludo a mis acompañantes al pasar a sus lados–. Que pasen un buen día, caballeros.

Los murmullos de la gente del pueblo se reanudaron al mismo ritmo que aquellas botas de tacón se alejaban de nosotros. Todo el pueblo cuchicheaba sobre aquel encuentro, como ella le había hablado con elegancia, como él la había mirado de arriba abajo como si la estudiara, como el mayordomo se había quedado helado sin decir nada… pero el susurro que más se repetía entre los vecinos era el mismo: ¿sabría alguno de los dos quién era el otro?¿Sabría Robin Aguilar que aquella muchacha a la que había estudiado de arriba a abajo era la única mujer con la que nunca podría estar? ¿Sabría María de la Vega que aquel muchacho que le había saludado fervientemente sería su mayor enemigo? ¿Sabrían los chicos que eran las únicas personas destinadas a odiarse entre ellos hasta el final de sus días?

Me giré y enfrenté a mis amigos, intentando ignorar las voces que susurraban a nuestro alrededor.. Max estaba semiescondido detrás de León, como si aquello lo fuese a proteger si me descontrolaba y formaba un gran alboroto. León estaba aún más tenso de lo que me podía ni siquiera imaginar, con la mandíbula tensa, todo lo contrario a su hermano, que se hallaba relajado, con el rostro vuelto, observando a la melena pelirroja que se alejaba en la distancia.

León suspiró y se sacudió de hombros, intentando relajarse todo lo posible. 

–Maldita sea, no pensé que fuera a aparecer por aquí –León se frotó los ojos.

–Hombre, teniendo en cuenta que lleva días encerrada en la casona, era lógico que acabara viniendo al pueblo –Lucas llevaba toda la razón–. No puedes pensar que no volveremos a verla nunca más cuando vive a menos de cinco kilómetros y este es el único pueblo en las cercanías.

¿Cómo has podido pensar que todo se había acabado? Que inocente y estúpido eres Robin. Me reprendió la voz de mi cabeza. No es como si la chica hubiese venido de visita a ver a su tío. Se había mudado allí, lo que significaba que habría más encuentros como aquel. Muchos más. 

Un escalofrío me recorrió, no supe decir si por temor o por la anticipación a que aquello pasara.

Al menos todo había salido bien en este primer encuentro. Habían podido fingir que no se conocían de nada, y en cierto modo así era. Ella ni siquiera sabía el nombre de él. Y esperaba que fuese así el máximo tiempo posible.

Nadie en el pueblo podría sospechar de ellos después de las palabras que se habían cruzado, incluso si alguno hubiese atisbado alguna de las sonrisas pícaras que se les habían escapado. Ni siquiera su callado sirviente podría haber apreciado algo extraño en aquella conversación, excepto quizás que el enemigo jurado de su señor se había dado de bruces con su sobrina.  

Mierda, se lo va a contar sí o sí. Hoy mismo se va a enterar.

–Tenemos que tener más cuidado a partir de ahora. Quiero que todos estéis atentos a lo que se diga en el pueblo, si hay alguna noticia de que viene o de que está aquí quiero saberlo. Debemos evitar que su nombre se diga en la misma frase que el mío –me mordí la uña del dedo pulgar mientras pensaba en ello–. Sea como sea.

–Supongo que yo tendré que visitar más a menudo a Marta, ¿no? –Lucas se rascó la cabeza, probablemente pensando en excusas para volver a hablar con la chica sin levantar sospechas.

–Sería de gran ayuda, la verdad –le dije, agradeciéndole sin palabras su participación en el asunto. 

–Yo puedo intentar sonsacarle información al Padre Alejandro, a la salida de misa siempre habla de las nuevas del pueblo. Con suerte, me entero de algo –aportó Max mientras salía al fin de detrás de León.

–Eso es genial tío, nunca se me hubiese ocurrido. Pero ten cuidado, si el Padre se da cuenta de que estás metiendo las narices, va a querer enterarse de lo que pasa.

–No te preocupes por eso.

–Yo intentaré hablar con los vendedores cuando baje por las mañanas a la plaza, con suerte me entero de algo con suficiente tiempo para preparar algún plan o al menos para estar listos –asentí ante las palabras de León. 

Todos se habían autoimpuesto tareas para ayudarme. Así era nuestra relación, yo necesitaba ayuda y ellos no solo estarían dispuestos a hacer lo que necesitara, sino que encima lo harían dándolo todo. Por eso los llamaba amigos con la boca llena, porque sabía que pasase lo que pasase siempre podía contar con ellos. Siempre estarían allí, protegiéndome la espalda.

–De acuerdo, tíos, a partir de mañana misión vigilancia activa de nuevo –todos asintieron ante mis palabras–. Ahora es momento de saltar al segundo paso.

–¿Segundo paso?

–Claro ¿Qué esperabas hacer si la chica aparecía por aquí?

–Pues no sé… ¿Irnos lo más lejos posible? –dijo con sorna León, como si aquello fuera la mejor opción, bueno, como si fuera la única opción.

–Por supuesto que no. Aún tenemos que controlar lo que esa boquita dice, sobre todo ahora que todo el pueblo nos ha visto juntos y ella puede señalarme directamente con el dedo.

León suspiró profundamente. 

–Tienes razón ¿Qué quieres hacer?

–Evidentemente… espiarla.

La sonrisa diabólica de Robin no avecinaba nada bueno.

Chapter 10: Esquivando miradas

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Tercera persona

Cuatro pares de pies recorrían al mismo ritmo un camino muy conocido para todos ellos, apoyándose en los mismos bordes e impulsándose con la misma fuerza que cientos de veces antes. 

La parte trasera de la panadería del pueblo era, desde hacía años, su escalera favorita para subir a los tejados del pueblo. Al ser el edificio más alto de todo el pueblo, se podía acceder fácilmente al resto de los tejados de su alrededor. Gracias al cielo que el señor Ramos y su mujer habían tenido trillizos en el último embarazo de ésta y habían tenido que construir un piso más para poder acomodar a toda la familia entre aquellas cuatro paredes. 

Cuando llegaron a la cumbre del tejado, estaban a suficiente altura para que nadie de la calle fuese capaz de verlos a simple vista. Aún así, cualquiera que alzase la vista podría atisbar con claridad su presencia, así que con mucho cuidado de no hacer ruido, evitaron aquellas tejas que parecían a punto de desprenderse de su lugar.

Observaron al gentío mientras avanzaban, con cierta torpeza, saltando de tejado en tejado. Era una tarea simple ya que la distancia que los separaban no era mucho más de un metro. Por suerte, no había tampoco mucha diferencia de alturas entre los edificios y las caídas eran de un piso más o menos, dependiendo de lo bien construida que estuviera la casa contigua.

Siguieron los murmullos de la gente, sabiendo sin la necesidad de escucharlos que los nombres de su familia y la de María se mencionaban juntos en la misma frase. Estaban en boca de todo el pueblo. 

No tuvieron que avanzar mucho más antes de atisbar entre el gentío la melena pelirroja tan característica de la chica a la que perseguían. Aquel color llamaría la atención en cualquier lugar, con los cabellos sueltos revoloteando con la brisa parecían que tenían vida, deslizándose con suavidad contra la espalda y el cuello de la muchacha-

Parecía fuego bailando entre el viento y su cuerpo.

La chica se había detenido en un puesto de frutas y verduras y observaba al detalle las hortalizas frescas. Estaba esperando su turno, detrás de dos señoras que hablaban a risotadas mientras le decían al dependiente qué productos querían. 

Robin agudizó la vista desde aquel tejado estropeado. La chica se inclinaba ensimismada sobre un gran caldero de cobre pulido, observando unas patatas como si fuesen la comida más interesante del mundo. Entre todas las verduras y hortalizas de colores brillantes y tamaños llamativos, se centraba en el único tubérculo feo de todo el puesto. Robin divagó y dudó sobre el sentido del gusto de aquella extraña chica.

Con un gesto de desagrado, alejó aquel pensamiento de su cabeza. Tenía que concentrarse en lo que decía, no en lo que hacía.

María se giró hacia su sirviente, y mientras señalaba las verduras frescas, ambos discutían sobre lo que iban a comprar. Después de las frutas y las verduras, siguieron caminando de puesto en puesto: primero la carnicería, aunque la chica salió despavorida cuando el carnicero comenzó a despedazar una gallina; luego hablaron con el panadero para que les diera una buena hogaza de pan recién horneado; luego en la floristería la chica se quedó embelesada mirando los girasoles hasta que la señora mayor que atendía se apiadó de ella y le regaló uno; la chica sonrió e incluso abrazó a la mujer, dejándola sorprendida pero complacida por el gesto de gratitud; justo en el puesto contiguo, el canoso mayordomo comenzó a hablar con el pescadero, pero antes de ser capaz ni de hacer la primera comanda, la chica lo agarró del brazo y tiró de él hacia un edificio cercano.

 La fachada era hermosa, con ribetes de enredaderas sobresaliendo por los muros, haciendo un intrincado -pero sin orden- cuadro de flores y ramas. El color ocre de la madera sobresalía sobre el resto de edificios, que se veían toscos con sus muros de piedra y sus cimientos robustos. Los cristales se veían algo polvorientos, como si tuvieran temor de abrir las ventanas. Exudaba encanto y fantasía, como si entre aquellas paredes se conjurasen sortilegios.

La librería.

 La chica fantaseó durante unos segundos, observando la puerta con una sonrisa extasiada, deseosa de entrar y perderse dentro. El mayordomo la instaba a volver a la plaza, mientras que ella se imponía sin moverse del sitio donde había clavado los pies.

 Tras un cruce de palabras y una rápida sacudida de la chica, el sirviente se dio por vencido, lo soltó del brazo y con prisas, atravesó la puerta de la librería. Incluso desde el otro lado de la plaza donde se encontraban escucharon el tintineo de la puerta al entrar.

 El sirviente observó unos instantes la puerta, esperando a que regresara y al cabo de unos segundos cambió de idea y volvió a la pescadería. Quedó esperando a que lo atendieran detrás de otras dos personas mientras miraba cada poco tiempo a la puerta contigua, esperando ver a su señorita aparecer.

 –Quedaos aquí y vigilar al mayordomo. Ahora vuelvo –avisó Robin mientras se deslizaba su pañuelo sobre su nariz, cubriendo la mayor parte de su rostro.

 –¿Dónde diablos vas ahora? 

 –Voy a ver qué hace ahí dentro, León. Si no la vemos no podemos saber que dice o deja de decir. 

 Los tres amigos se quedaron en silencio, dubitativos sobre que deberían de hacer, sin estar convencidos de que aquello fuera una buena idea.

 –Escuchadme, solo voy a bajar a mirar ¿vale? No voy a hacer nada más. Si véis que el viejo vuelve a la librería a buscarla, avisadme y saldré pitando –la cara de preocupación de Max me dejó bien claro que no estaba de acuerdo con aquello–. No me verá nadie, lo prometo.

 –Maldita sea Robin, te vas a meter en un buen problema –suspiró León, resignado– ¿Cómo se supone que te vamos a avisar?

 –Eso es lo que tenéis que pensar ustedes, no lo voy a planear yo todo, ¿no?– bromeé mientras me deslizaba con agilidad hacia el suelo.

 –¡Ten cuidado, Robin! –susurró Max desde el borde del tejado.

 No le contestó, el chico ya estaba corriendo por detrás de los edificios, medio agachado para que no le viesen por las ventanas si aún quedaba alguien en alguna casa. Rodeó unos metros por el bosque, para poder cruzar la carretera sin que lo viese nadie. Después de esperar a que un carromato tardío pasase, cruzó la última calle y corrió hacia la parte trasera de la librería. Se apoyó contra el muro de madera intentando recuperar el aliento mientras planeaba cómo acceder al edificio sin ser visto.

 Había tres ventanas en la puerta trasera y rezó para que alguna de ellas estuviera abierta. Sino tendría que escalar hasta las de la segunda planta y aquello sería más difícil.

 Se asomó por la que estaba más a la derecha, a ver si era capaz de ver a la chica dentro pero lo único que pudo reconocer fueron estanterías y más estanterías, todas seguidas, llenas de libros, sin un solo centímetro de espacio entre ellas. Probó con el cierre de la ventana, y como siempre, no tuvo suerte. Estaba cerrada. 

 Se asomó con sutileza a la segunda ventana y tras comprobar que no había nadie, de nuevo probó a abrirla. Dos de dos, esta también estaba cerrada.

 Se le acababan las opciones.

Vamos, por favor, suerte por una vez en mi vida.

 Se asomó al último cristal, el que estaba más alejado de la entrada y tras comprobar que no había nadie a la vista, intentó levantar la ventana.

 ¡Bingo! 

 La ventana se deslizó silenciosamente sobre su marco, alzándose lentamente. Cuando Robin calculó que cabía por la abertura, se incorporó y pasó una pierna, seguida de su torso y el resto de su cuerpo. Cuando al fin tuvo los dos pies dentro de la tienda, se dió la satisfacción de sentirse victorioso.

 –Sabía que eras tú –le inquirió una voz femenina a su lado.

 Se giró con rapidez, reconociendo la voz de inmediato. Para su disgusto, María De la Vega se encontraba justo a su derecha, sentada en un gran sillón con los ojos hundidos en las páginas de un libro. Ni siquiera lo miraba a él, pero sabía perfectamente quién era.

 Alzando sus ojos hasta su rostro, María le sonrió con socarronería.

 –Has tardado mucho.

Chapter 11: 11. El pajarito es más astuto que el zorro

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Tercera persona

 El chico se quedó en silencio, observando con detenimiento los ojos color café que lo excrutaban. La chica estaba acomodada sobre un viejo sillón, estropeado y algo deshilachado, que aguardaba en la esquina más oculta de la tienda. Sin embargo, aquel rincón no tenía nada de oscuro, la luz entraba con ansias por la ventana de su lado, concediendo a sus sombras una bella claridad. 

 La pelirroja sostenía con cuidado en su regazo un libro abierto. El volumen era pequeño, con una encuadernación burdeos que se apreciaba a simple vista lo ajada que estaba.

 Sin decir nada más, colocó la delgada cinta de tela que sobresalía entre las páginas para marcar la página por la que iba y lo cerró. Robin se fijó en la cubierta.

 Brujas de Dave… ¿Qué diablos hace leyendo algo así? 

 –No deberías leer algo así en público, te pueden tachar de bruja –le dije cruzándome de brazos y apoyándome sobre el marco de la ventana.

 –Tampoco sería la primera vez.

Robin alzó una ceja. La chica se rió de su propia broma aunque él no le veía la gracia. Continuó observándola, sin saber bien qué decir y la chica simplemente guardaba silencio, esperando que fuera él el que hablase.

Suspiró.

–¿Cómo lo has sabido?

–¿El qué? ¿Que me estabais persiguiendo o que te ibas a colar aquí a espiarme? 

Mierda, nos ha visto fuera ¿pero cómo?

La chica lo miraba expectante, esperando a que contestara.

–Ambos.

–Vamos, te creía algo más inteligente, chaval –se rió bajo, con suficiencia–. He de confesar que lo de los tejados ha sido muy buena idea, pero tenéis que tener más cuidado, cualquiera con dos ojos puede alzar la vista hacia el cielo.

Robin torció el gesto, en ningún momento había mirado hacía arriba. Recompuso en su mente el camino que habían hecho, todos los pasos que había dado y los gestos que había hecho, buscando cualquier indicativo de que los hubiese visto. Aún devanándose la cabeza, no fue capaz de comprenderlo hasta que recordó lo único que no había encajado con ella.

El caldero. El maldito caldero. Por eso se quedó tanto tiempo mirando las malditas patatas. El latón refleja, nos ha visto a través de la maldita tapa de las patatas. Y yo pensando que simplemente era estúpida. Estúpido yo.

–En cuanto a cómo sabía que vendrías… Tampoco ha sido muy difícil de averiguar. Me estabais espiando, escondidos para que no os viesen, estaba claro que me seguirías hasta aquí, lejos de oídos indiscretos.

–No eres tan estúpida como pensaba –fue lo único que le contestó el chico.

–Gracias, supongo –resopló–. Ahora dime ¿por qué tanto empeño en perseguirme? ¿Soy tan interesante para tí? –le dijo exagerando un tono coqueto.

Robin resopló con sorna, como si aquella fuera la idea más presuntuosa que hubiese oído nunca.

–Relaja esa arrogancia, no eres más que otro insignificante pajarito del bosque.

–Oh, qué pena, pensé que me tendrías en más alta consideración… Robin.

Al susodicho se le heló la sangre. Apretó la mandíbula e intentó calmarse, aunque sin mucho efecto. Mil preguntas le asaltaron mientras que otras mil ideas surgían en su mente, todas mientras maquinaba cómo ocultarle información para que la chica dejara de descubrir detalles cada vez más importantes.

–No ha sido muy difícil, la verdad. Después de la escenita en la calle, todo el pueblo se ha puesto a hablar de nosotros. No he escuchado toda la historia, pero si tu nombre y algo sobre una rivalidad absurda entre nuestras familias –dijo intentando imitar un tono lúgubre.

La chica no continuó. Aguardó con paciencia a que su contrario hablara, pero no lo hizo. Lo observó algo desilusionada.

–Al menos, me hizo entender un poco más el porqué parece que me odias desde incluso antes de saber mi nombre. 

–Tienes razón, señorita De la Vega, te odio. Tu tío y mi padre se odian. Nuestras familias se odian. Siempre lo han hecho y siempre lo harán. Así que sí, por eso quiero que te mantengas alejada de mí, de mi familia, de mi pueblo y de mi bosque, no quiero tener que verte más ni tener que lidiar con las posibles consecuencias de estar ambos en la misma habitación. Así que vuelve a tu mansión y no salgas de allí.

La chica enarcó una ceja, con un semblante insatisfecho.

–¡Já! Me parece genial el tema de evitarnos por completo, pero estás muy equivocado si crees que me voy a quedar encerrada en casa como un ratón asustado. Pienso ir a donde me plazca y hacer lo que me de la real gana, ni tú ni nadie tiene derecho a prohibírmelo.

Robin se estaba impacientando. Era como discutir con una piedra, nunca escuchaba y mucho menos hacía caso. Se frotó el rostro para evitar perder los estribos y enrolló de nuevo el pañuelo hasta reporsarlo sobre su nariz, descubriendo su boca.

–Escúchame con atención, maldita niñata. No te puedes hacer ni una pequeña idea de todo lo que hay en juego. Si le das la mínima oportunidad a mi padre, te mata. Así de claro. Así que no seas tan estúpida como para ponérselo en bandeja, porque te aseguro que aprovechará la oportunidad sin pestañear. 

La chica se quedó en silencio, sopesando las palabras que acababa de escuchar. Robin veía en sus ojos los diferentes pensamientos pasar uno detrás de otro, sin parar, imaginándose todos los escenarios posibles.

María soltó un profundo suspiro.

–No tienes porqué preocuparte, sé cuidarme sola.

–No te confundas, no es tu seguridad lo que me inquieta, son las consecuencias y a quienes les afectarán lo que me preocupa.

–Igualmente, no tienes que preocuparte de ello. No diré nada sobre ti y aunque nos encontremos, seremos dos completos extraños que se ignoran. Fin del asunto.

La chica se incorporó. Sujetó con cuidado el libro con su brazo y recogió su girasol con la otra mano.

–¿Sabes? Esto sería mucho más fácil si supiera el porqué de tanto odio.

–Esa es una historia… que no pienso contarte.

–Lo suponía –la chica pasó por su lado, rozando las largas puntas de su melena contra el brazo de él–. Es una lástima. Este valle es demasiado hermoso para algo tan oscuro como el odio

–dijo con tristeza–. Hasta luego Robin.

Chapter 12: 12. Ciego

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Narra Max

Los tres esperábamos nerviosos a cualquier señal de Robin que pudiera indicarnos que necesitaba ayuda. Todos nuestros ojos estaban concentrados en el edificio de madera que se encontraba al otro lado de la calle. 

León estaba vigilando al sirviente con atención mientras su hermano controlaba el bosque trasero de la tienda, por si veíamos indicios de Robin abandonando la librería. Yo estudiaba a todo el que entraba y salía de ella, intentando atisbar los rasgos de cada rostro para reconocer a cualquiera que pudiera suponer un peligro. 

 Hacía ya más de diez minutos que se había ido y aún no había rastro de él aunque teniendo en cuenta que la chica tampoco había salido, debía de estar aún acechándola.

 Se me retorcieron las tripas de los nervios.

 Robin se está arriesgando demasiado con todo esto. Desde que apareció la maldita pelirroja no ha dejado de hacer locuras que nos podrían salir muy caras. Entiendo que tenga que tener cuidado con ella, con lo que hace y deja de hacer, pero no hasta el punto de tener que perseguirla de este modo. 

Aquello estaba rozando lo enfermizo.

 Justo en ese momento, hubo movimiento en la puerta de la librería y perdí mi propio hilo de pensamientos.

 –¡Ey! Ahí está la chica, acaba de salir –dije señalándola mientras ella avanzaba cargando un libro contra su pecho.

 –Y por ahí viene Robin –declaró Lucas mientras seguía con la mirada una sombra que se movía entre la maleza, completamente ajena a los ojos, excepto para aquellos que estuvieran buscándolo.

 Los tres nos apresuramos a bajar del tejado, con cuidado de no hacer ruido para no alertar a nadie, ya fuese dentro o fuera de la casa. León aterrizó con firmeza en el suelo y su hermano con una pulcra elegancia, con una ligereza sorprendente para alguien tan grande. Mientras tanto yo, con lentitud y cuidado. No es precisamente que mi destreza sobresaliera por encima de los demás, más bien al contrario: era bastante negado para estas cosas. O quizás era por hacer las cosas con extremo cuidado que acababa entorpeciéndome a mi mismo. 

 Cuando mis pies tocaron tierra, Robin recorría al trote los últimos metros que le quedaban para alcanzarnos. Se apoyó en sus rodillas, intentando recuperar el aliento. Todos lo esperábamos tensos, deseosos de que nos contase lo que había pasado.

 –La chica… –tomó una bocanada de aire– Ella lo sabe. Sabía que la estábamos espiando. Me estaba esperando en la librería. 

 Mierda. Es peor de lo que me imaginaba. Ella es… lista.

 Robin se apoyó contra la pared, dejándonos unos segundos para asimilar sus palabras. Lucas tenía la mirada perdida, entre los árboles, mientras sonreía, divertido. León frunció el entrecejo justo antes de hablar.

 –¿Qué te ha dicho? –lo interrogó.

 –Aunque parezca increíble, sabe más de lo que nos podemos imaginar o eso creo. Sabe cómo me llamo, sabe quién es mi familia, sabe las rencillas que hay entre nosotros, aunque aún no sabe el porqué. No sé qué más, eso es solo lo que he podido atisbar en sus palabras –un gesto torcido de desagrado adornó su boca.

 Se deslizó hasta el final del muro y se asomó con cautela. Lo imitamos, buscando aquello que atraía su atención. La chica estaba en el mismo puesto con el mayordomo, ahora hablando animadamente con él mientras cargaba con sumo cuidado el libro.

–No me puedo creer que de verdad se haya comprado ese maldito libro –susurró Robin para sí mismo, y así hubiese sido si no hubiese estado agachado justo debajo de él, lo suficientemente cerca para escucharlo.

–Tengo que volver a casa, si mi padre se entera de que me he encontrado con ella en el pueblo y no se lo digo antes de que le vayan con el chisme, va a enfadarse conmigo –suspiró apesadumbrado. Todos sabíamos cómo era su padre y de lo que era capaz de hacer, incluso a su propio hijo–. Marchaos a casa si queréis, mañana nos vemos.

–¿No quieres que sigamos vigilándola? –le pregunté extrañado. Con la intensidad con la que había estado detrás de ella.

–Sinceramente… Creo que no dirá nada, que cumplirá con su palabra.

Me quedé boquiabierto, totalmente sorprendido y anonadado. 

–¿Has perdido totalmente el juicio? ¿De verdad confías en ella?

–No te confundas, Max. No confío en ella pero si todavía no ha contado nada, no creo que lo vaya a hacer ahora.

¿A qué diablos viene esto ahora? ¿Acaso ella le ha dicho algo en la librería? A lo mejor han hecho un pacto o algo así. No creo, Robin nos lo hubiese contado, ¿no? Ah, joder. Esto se pone cada vez peor.

Mil pensamientos se arremolinaban en mi mente mientras Robin partía rumbo a su casa, despidiéndose con la mano con prisas.

–¿Cómo puede ser tan estúpido? No me puedo creer que de verdad confíe en ella –pensé, sin darme cuenta de que lo había dicho en voz alta.

–Si cree que ella no dirá nada, marchémonos.

Su hermano asintió ante sus palabras, compartiendo su misma opinión.

–¿Así sin más?¿Vosotros también creéis en ella? –sorprendido de que se rindieran.

–No, no confío en ella, pero si en Robin.

Medité sus palabras por momentos. Tenía razón, Robin nos había dicho que nos marcháramos así que es lo que deberíamos de hacer pero aún así no entiendo como pueden tomárselo con tanta calma.

–Es que no entiendo como puede estar tan ciego. Actúa como si todo lo que ella hiciese le desagradara, pero a la vez no la quiere perder de vista ni un minuto, todo con la excusa de que no se vaya de la lengua, pero… –no estaba seguro de cómo decirlo. Bueno, ni siquiera estaba seguro de si debía ponerlo en palabras o guardarme mis pensamientos para mí mismo–. Tiene ese estúpido brillo en la mirada, como de… admiración. Está totalmente fascinado por esa chica, como si fuera lo más interesante que se ha encontrado nunca.

Lucas fruncía los labios preocupado, como si aquella idea fuese un problema. León me observaba fijamente, reflexionando sobre mis palabras.

–No puedes criticarlo por ello, todos se quedan ciegos ante aquello que más le llama la atención, aunque claramente esté mal. No es el único –dijo con un tono de enfado.

Tanto su hermano como yo nos quedamos sorprendidos ante sus palabras. Se notaba como destilaban ponzoña, como ocultaban algo más de lo que decían a simple vista.

–¿Qué quieres decir?

Antes de dejarlo continuar, su hermano nos interrumpió con prisas.

–Bueno, chicos, yo me marcho, que mamá quería que le hiciera unos recados –partió a toda prisa hacía el pueblo sin dejarnos despedirnos de él.

Miré extrañado su huída, era raro que se marchara sin su hermano. Hoy todos se comportaban como locos: Robin como un completo tarado, León hablando con segundas intenciones y Lucas huyendo a saber dónde.

Me giré de nuevo para el pelinegro y me quedé observando su cicatriz. Tenía la ceja alzada o eso parecía el gesto, ya que con la deformación que le había dejado la herida, no se apreciaba bien la mueca.

–¿En serio? Criticas a Robin por no querer ver lo que le está pasando pero tú eres el que está más ciego de todos nosotros, Max –su tono sonaba exasperado e irritado. Se apoyó contra la pared del edificio, cruzando los brazos en su pecho.

–¿Yo?¿Qué he hecho yo?

–A veces me pregunto si es que eres así de lento para darte cuenta o es que te haces el tonto para no tener que enfrentar la realidad –si no fuese por su mirada seria y su gesto enojado, me lo hubiese tomado a broma. León jamás me había hablado de ese modo, con palabras tan… crueles. Él siempre había sido gentil y amable conmigo, siempre me había cuidado como si supiera lo frágil que soy.

–Sea lo que sea lo que me estás recriminando, si me vas a insultar dímelo directamente para que al menos pueda entenderlo.

León agitó los brazos al aire, impaciente y estresado, como si el no comprender de lo que él estaba hablando solo lo enfadase aún más. Por más vueltas que le daba no lo entendía, no sabía que quería decirme con todo aquello. 

Por otro lado, él parecía luchar consigo mismo, dudando de si debía decir lo que quería o sí debía de callarlo. Mi mente vagó por mil posibilidades, por las cosas que habían pasado entre nosotros, analizando cada momento por si había hecho algo mal que lo hubiese llevado a decirme aquellas duras palabras.

 –Venga ya, Max, tú eres el primero que se queda embelesado y fascinado mirando a Robin –el peso de sus palabras tardó en caer sobre mí. 

Noté como si me lanzaran un jarrón de agua fría por encima. No solamente era mi interior lo que se había quedado de piedra, noté como mi rostro se tornaba ceniciento. 

No, no podía haber dicho aquello. A lo mejor se estaba refiriendo a otra cosa, quizás lo decía porque siempre estoy yendo detrás de él y me vuelvo muy pesado. Tenía que ser eso o algo así. No podía haberse dado cuenta de algo así. Era imposible.

–¿Por qué dices eso? Yo n-

–No te atrevas a negarlo. No me mientas Max. Nunca. Te he visto mirarlo cuando crees que nadie te ve, con ojitos de cachorro, totalmente absorto en él. Yo… no lo soporto –aquellas palabras dolieron más que cualquier rechazo. 

Por eso no quería que nadie lo supiera, aquel enamoramiento estúpido que tenía por mi mejor amigo no traería nada bueno. Eso era lo único que les esperaba a los que eran como yo, hombres a los que les gustaban otros hombres: la censura y el repudio. 

El asco y el rechazo.

Noté el temblor de mis manos antes de ser consciente de él. Mi respiración se agitaba cada vez más, perdiendo los nervios a la par que León seguía exponiéndome más con cada palabra que decía. Cerré los ojos intentando controlarme, no quería ver el disgusto dibujado en su rostro. 

Rogué interiormente por estar en otro lugar, uno donde no tuviera que soportar la mirada reprochadora que me devolvería mi amigo al abrir los ojos. Podría huir, pero entonces no sería capaz de afrontar verlo de nuevo y eso era imposible para mi.

–Cualquiera se daría cuenta, hasta mi hermano tiene que haberlo notado. Excepto puede que Robin, porque sabiendo lo abstraído que es seguramente no se diera cuenta de los sentimientos de alguien si no se le dijeran directamente a la cara.

Con cada palabra notaba como el peso en mis hombros aumentaba, cediendo cada vez más ante el temblor de mi piernas. Todo mi cuerpo tiritaba, siendo expuesto completamente, sin nada que ocultar.

Con los ojos aún cerrados, esperé inquieto a que siguiera hablando, sabiendo que lo próximo serían los gritos, los insultos y los reproches por la asquerosidad que le ocasionaba que fuese así.

Pero no lo hizo, solo respiró profundamente antes de continuar hablando.

–¿Pero sabes lo peor de todo? Qué crees que eso es amor, que crees que estás enamorado de él. Estás tan equivocado que no te das cuenta de todo lo demás. No te estoy diciendo que no lo quieras, claro que le quieres, pero del mismo modo que a mi hermano o a mi –se le tensó la mandíbula–. Pero amar a una persona y estar enamorada de ella no es lo mismo. No es amor lo que hay en tus ojos cuando lo miras, es admiración. Lo admiras por cómo es, por lo brillante que puede ser, porque es tu mejor amigo y una persona estupenda, pero no lo amas de manera romántica. Así que si, Max, tú eres el que está más ciego de todos.

Aquello fue como una bofetada.

Ahora era ira lo que me recorría las venas. No solo me había sorprendido, acorralándome y destapándome de aquella manera, sino que encima se atrevía a hablar de mis sentimientos como si los entendiese mejor que yo mismo. Había desechado mis sentimientos como si no fueran válidos.

Me irritaba aquello, sentirme abordado de aquella manera. Mis sentimientos expuestos y analizados por otras personas cuando ni siquiera yo era capaz de comprenderlos por completo. Por eso había callado y tragado todo lo que sentía por Robin.

Quería negarlo.

Quería gritarle.

Quería volver atrás y que aquella conversación nunca hubiese sucedido.

–No tienes ningún derecho a juzgar mis sentimientos, a ponerlos en duda. No sabes nada León, nada –pensé que aquello saldría a gritos de mi boca y sin embargo, lo dije apenas en un susurro–. No sabes lo que es amar a otro hombre, saber que la gente te señalará con el dedo y te odiarán por el simple hecho de ser quien eres. No te puedes ni imaginar lo que es sentir algo por uno de tus mejores amigos y saber que te rechazaría por el cuerpo con el que has nacido. Así que no tengas los cojones de venir a decirme nada de esto porque no es justo.

Cuando paré para tomar aire, me atreví a abrir los ojos, afectado por la furia que me carcomía por dentro. Estaba preparado para discutir con él, para defenderme por primera vez, no dejaría que me pisoteara ni a mi ni a mis sentimientos. Sin embargo, no fue como esperaba.

León me miraba con los ojos entrecerrados, con angustia y dolor en su mirada. Sus manos apretadas en puños, tirantes por la fuerza con la que se le clavaban las uñas en las palmas. Sus labios torcidos en un gesto de tristeza. 

No entendía aquello. Estaba listo para discutir con uñas y dientes para defenderme… no para ver a mi amigo destrozado. Parecía que mis palabras le habían hecho trizas, que… le habían roto el corazón.

 –Tienes razón –dijo mientras se separaba de la pared y se acercaba a mí, encarándose a pocos centímetros de mí–. No es justo que hable de tus sentimientos de este modo, pero si no te lo digo jamás te darás cuenta de la verdad.

 –Entonces no hables de ellos, no los deseches como si no fuesen reales. Si estoy enamorado o no de Robin no es de tu incumbencia –le repliqué mientras presionaba mi índice en su pecho para remarcar la fuerza de mis palabras.

 Se pasó la lengua por los labios con furia antes de mordérselos con fuerza. Parecía retener las palabras que luchaban por salir de su boca, pensándolas con detenimiento antes de decir algo de lo que se arrepintiese.

 –¿De verdad crees que le quieres? –se rió con amargura– Muy bien, pues la próxima vez que estés con él –dijo acercándose cada vez más a mi rostro, empujando con fuerza su torso contra mi dedo–, piensa en si quieres hacer esto con él.

Y sin más, me besó.

Acortó los centímetros que nos separaban y posó sus húmedos labios en los mios. Fue suave, no hizo presión ni apretó con fuerza, sino que simplemente los rozó, como si fuera una caricia. 

Me quedé petrificado, tanto mi cuerpo como mi mente hicieron cortocircuito. Intenté asimilar lo que estaba ocurriendo, lo que me estaba haciendo León y busqué en mi cabeza una explicación de porqué no me separaba de él. El mundo entero se había parado a nuestro alrededor, como si los relojes hubiesen dejado de funcionar en todos los rincones del planeta. 

No dejé de mirarlo mientras nos besábamos, no podía apartar mis ojos de su rostro mientras compartíamos aquel momento. El tampoco cerró lo hizo, sus ojos estaban anclados a los míos. Me miraba fijamente, totalmente perdido en mis pupilas. Podía ver en ellos el ardor reflejado, intentando contenerlo. 

Sus labios se separaron apenas un milímetro de los míos y volvieron a buscarlos con ansias, con tanta intensidad que sentí un hormigueo en mi interior. Noté el calor que desprendía su cuerpo contra el mío, apenas había espacio entre los dos. No nos tocábamos, aparte de nuestras bocas, y sin embargo podía sentir como si mi piel estuviera contra la suya, al rojo vivo.

No me di cuenta de cuánto tiempo llevábamos conectados de aquella manera hasta que sentí como me faltaba el oxígeno en los pulmones, que luchaban por funcionar. Me separé de su boca, intentando recuperar el aliento.

Por lo general, la boca de León tiene un gesto solemne pero que delata simpatía, pero otras veces, como ahora, se tornaba en sorna, llena de autosuficiencia. 

Satisfecho con lo que había pasado.

Cambió de postura, alejando su cuerpo del mío, como si necesitara una distancia de seguridad entre nosotros. Se relamió los labios mientras observaba fijamente los míos, recreándose en los últimos segundos que habíamos compartido. 

Yo solo era capaz de mirarlo con los ojos desencajados, sintiéndome totalmente fuera de lugar.

De pronto, se movió un músculo en su mandíbula, tensándola, y en sus labios se dibujó una sonrisa presuntuosa.

–La próxima vez que estés con él, plantéate si quieres besarlo, si quieres compartir algo como esto con él –me susurró mientras recogía con el dedo su saliva de mis labios–. Y para que quede claro, porque creo que si no lo digo directamente nunca serás consciente… Yo si estoy enamorado de tí, yo si quiero besarte hasta desgastarnos y… –se lamió su pro

pio dedo, con nuestras salivas entremezcladas– Comerte hasta consumirnos por completo.

Chapter 13: El rincón del consuelo

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Tercera persona

 El camino de vuelta a la mansión se les hizo más fatigoso y molesto que el trayecto de la mañana. Entre Hidalgo y María llevaban todo el género que habían comprado en el pueblo, que no era precisamente poco. En aquel momento les pareció una genial idea comprar carne, verduras y pescado fresco, incluso la chica había aprovechado la oportunidad para comprarse un libro. Sin embargo, ahora que tenían que cargar aquel peso entre los dos, ya no les parecía tan buena idea. 

 La señorita intentó quitarle la mayor carga posible al mayordomo pero este se negó en rotundo. Aunque seguía sirviendo con la misma vehemencia que el primer día, muchos años habían pasado ya y el pobre Hidalgo ya estaba bastante anciano. Tenía el pelo totalmente cano y las arrugas en su delgaducho rostro eran la prueba visible del paso del tiempo.

 Aún así, no le había permitido a la joven coger casi ningún paquete, con la excusa de que no era propio de una dama llevar las compras, solo debía encargarse de pedir lo que quisiese. María rió ante aquel pensamiento tan antiguo, aunque no le extrañó viniendo de él. Se le veía de la vieja escuela, actuando como el perfecto mayordomo, todo impoluto y sin nada que censurar en su comportamiento. 

 Con los bultos a cuesta desde el pueblo, llegaron al límite de sus fuerzas al llegar al camino de entrada de la casona. Justo en aquel preciso momento en el que les fallaron las fuerzas, uno de los mozos de cuadra regresaba de trotar con el caballo de conde e Hidalgo le llamó la atención de inmediato. Le ordenó que llevara las compras hasta la puerta de la cocina y que le dijera a las criadas que se ocuparan de ellas. 

El mayordomo le insistió al mozo para que le cediera la montura a la muchacha con la excusa de que los pies de una dama como ella no debían de soportar aquel maltrecho camino después de todo lo que había andando hoy. María aunque en su interior deseaba montar en aquel espléndido animal, blanco como el nácar y tan elegante que la dejaba sin respiración al admirarlo, temía que su desconocimiento sobre monta le pudiera ocasionar algún daño al animal.

La joven se acercó a la montura y la acarició con cuidado, justo entre sus ojos, dándole un pequeño masaje. Justo cuando el animal respondió a su gesto agachando la cabeza para que continuara con las carantoñas, el mozo lo azoró para que reanudara la marcha de vuelta a casa.

La chica se quedó allí parada, observando como todos se alejan de ella, sin intención de ir tras ellos. Cerró los ojos y tomó aire profundamente, disfrutando de la libertad de su alrededor. Sólo había caminos de tierra y bosque a su alrededor y todo mecido por una ligera brisa que inspiraba vida. Procrastinó todo lo que pudo, deseando alargar aquel momento todo el tiempo que estuviera en su mano antes de tener que encerrarse entre las cuatro paredes que ahora eran su casa.

Pero lo bueno nunca dura mucho.

Llegó a la puerta justo a tiempo para ver al mayordomo contándole a su tío la pequeña aventura que había vivido en el pueblo. Ambos tenían caras contrariadas mientras hablaban lo que le dejó claro a María que el sirviente le estaba contando su encuentro con Robin.

Suspiró, de cualquier modo se enteraría por los chismes de la gente después del espectáculo que se había formado por su inesperado encuentro en mitad de la calle principal. Intentó no pensar en el chico, y sobre todo, en las palabras que le había dicho y se concentró en volver a su cuarto para continuar con su nueva lectura.

La chica intentó pasar desapercibida para poder esfumarse en los pasillos que daban a sus habitaciones sin tener que hablar con nadie. Deseaba volver a la torre y descansar los pies mientras leía el libro que aguardaba contra su pecho. Parecía que la conversación de los dos hombres era lo suficientemente interesante como para no percatarse de ella, así que se salió con la suya y huyó de inmediato hacia sus aposentos. No tardó más de unos minutos en llegar y cerrar la puerta tras de sí.

Aún se le hacía extraña aquella habitación, aunque se hubiese acostumbrado en cierta manera durante aquellos primeros días de estancia, nunca sería igual que su antigua habitación en Puerto Índigo. Aunque la de antaño fuese mucho más pequeña que la de ahora, aunque no tuviera ese toque rústico y mágico, aunque su colchón no fuese tan cómodo como en el que dormiría aquella misma noche, aún así nunca sería tan feliz aquí como lo fue allí. Aquella habitación solo era un recordatorio más de todo lo que había perdido y la chica mentiría si decía que no le dolía seguir recordándolo.

 Pensar en su hogar y en su pérdida le hizo acordarse de algo más: el libro de su padre. 

La única herencia que había recibido de él. 

De repente, su nueva adquisición perdió su interés ante el pensamiento de continuar la historia de las Hijas de la Luna. 

 Dejó el libro nuevo sobre el escritorio y recogió todos los cojines de la cama que pudo abarcar con sus brazos. Se dirigió al pequeño balconcillo, aquel que daba a la parte trasera de la mansión y tenía vistas directas a la espesura del bosque. Abrió a duras penas la puerta, luchando para que no se le cayesen los almohadones, y salió al exterior. Apenas se podía considerar un balcón como tal, ya que apenas sobresalía medio metro de la fachada y estaba hecho simplemente para admirar las vistas, no para permanecer en él durante mucho tiempo.

 Extendió los cojines por el diminuto piso del balcón, creando una mullida capa que la protegiese del contacto con el suelo. Apenas si daba el espacio allí para que se tumbase si no fuese por el espacio abombado de la parte baja de los barrotes. Aún así no se le hacía incómodo, al contrario, le proporcionaba una sensación de calidez, como si aquel pequeño rincón la consolara, intentando alejar la pena de su triste alma.

 Volvió a por la pesada almohada y rebuscó en su baúl en busca de algo. Se había olvidado de él desde la fatídica noche en la que la asaltaron, como si la presencia del libro solo sirviera para traerle de vuelta aquellos malos recuerdos. Sacó con cuidado el libro de cuero marrón del fondo del baúl y se dirigió de vuelta a los mullidos cojines del suelo. Colocando la almohada contra los barrotes, se sentó con el libro en su regazo. No tardó en localizar la página por la que se había quedado el primer día y continuó leyendo, instantáneamente absorta por la historia.

A partir de ese momento surgió una hermosa amistad entre los tres, que se desarrolló durante los siguientes años. 

Siempre pasaban tiempo juntos, si la condesa no iba a la fortaleza de los marqueses, estos acudían a su residencia en su busca. Por suerte, sus familias les habían dado la aprobación para continuar con aquella amistad, siempre que no se encontraran a solas los primogénitos, ya que podían desencadenar feas habladurías. Faltaba decir que ninguna de las familias estaba dispuesta a soportar deshonra alguna. Para evitar esto, a veces se encontraban las damas sin la compañía del joven o sus propios padres acudían a las reuniones concertadas por sus hijos. 

Con el paso del tiempo, los tres chicos fueron creciendo, hasta el punto de volverse jóvenes adultos y con esa madurez, llegó el día más esperado para el apuesto marqués. Tras largas charlas y discusiones, las familias habían llegado a un acuerdo en pos del beneficio de ambas. El marqués había acordado el matrimonio de su primogénito con la única hija de los condes.

El muchacho llevaba años enamorado de ella, por lo que extasiado por las buenas noticias corrió a la mansión para confesarle su amor y contarle sobre la futura unión que tendrían. Cuando cruzó las enormes puertas de entrada, la encontró escribiendo una carta en su habitual rincón del salón principal. Le agarró con pasión las manos y le contó los planes de boda que habían organizado sus padres.

La chica se quedó conmocionada por las noticias, incapaz de decir palabra alguna, pero tras unos segundos fue consciente de las palabras del muchacho. Sin embargo, para la sorpresa de él, la chica se mostró airada. Habían tomado aquella decisión sin consultarlo con ella y sin su permiso, por lo que desdichada por aquellas acciones, rechazó la compañía de su amigo y huyó de la mansión adentrándose en el bosque sin mirar atrás.

 La chica estaba totalmente cautivada por el libro, intrigada sobre la historia de aquella joven que compartía título con ella. Con cada palabra, veía aún más semejanzas entre ambas como el tener que afrontar un destino cruel en el cual ninguna de ellas había podido decidir por sí mismas.

 Sin embargo, el rugir de sus tripas la devolvió al mundo real, como si de un ancla tirando de ella hacía la realidad se tratase. No quería dejar de leer aquellas hermosas letras doradas, pero sabía que tampoco se concentraría plenamente en ello si no aliviaba aquel dolor de estómago. Se había saltado la comida para poder acudir con el mayordomo al pueblo, lo que significaba que desde el desayuno no había probado bocado y ya estaban cayendo las primeras sombras de la noche.

 Cerró el tomo pero no antes de usar el hermoso marcapáginas de flores para señalar la página por la que se había quedado. Las ilustraciones eran hermosas, sobre todo aquella que se hallaba justo en la página por la que iba: una joven, con un hermoso vestido rojo y una larga melena negra como el tizón, corría hacía los árboles de bosques, los cuales se perdían de vista más allá de los márgenes de la hoja. El lomo marrón, sin apenas decoración exceptuando unas florituras en relieve imitando a una enredadera, le daban un aspecto sobrio por fuera en contraste con la hermosura mágica del interior.

 Abandonó el nido de cojines con el libro aún en el regazo y se deslizó por las escaleras rumbo al piso inferior. Recorrió los escuetos pasillos de la mansión hasta que alcanzó la puerta de las cocinas. Escuchó con atención antes de entrar, para saber si alguna de las doncellas estaba trabajando en aquel lugar. Por suerte, no se escuchaba ni el sonido del fuego, por lo que no debía de haber nadie en los alrededores. 

 La chica entró confiada en la cocina, estudiando con detenimiento su entorno. Aún no había visitado aquella zona de la casona, por lo que no sabía dónde guardaban los alimentos ni los dulces. Todo estaba lleno de armarios, algunos pequeños y destartalados y otros de gran altura, llegando casi al techo de la habitación. Por suerte, no tuvo que revisarlos todos, ya que en la gran mesa de madera, que se encontraba justo en el centro de la habitación, se encontraban reposando un gran bizcocho y una tarta de manzana de buena apariencia. A ambas les faltaban trozos pero por su aspecto parecía que no habían sido horneadas hacía más de una o dos horas. 

La barriga de la chica rugió con fuerza hasta el punto en el que alguien lo podría haber escuchado si se hubiese encontrado cerca de ella. Sin pensárselo dos veces, dejó el libro sobre la mesa y cogió dos trozos de bizcocho, envolviéndolos en un paño limpio que se hallaba cerca. Los colocó encima del libro y se dirigió a uno de los grandes cántaros que aguardaban junto a la chimenea. Alzando una taza de té, la introdujo en el recipiente y la sacó llena de leche fresca. 

Con una taza en una mano y en la otra el libro con el bizcocho, abandonó la habitación con intención de volver a su dormitorio. Y así hubiese sido si su tío no la hubiese abordado en el pasillo.

–¿Qué haces a estas horas, niña?

–Buenas tardes tío. He bajado a por un tentempié, después de la visita al pueblo no he probado bocado alguno –le contestó alzando las manos para que viera la leche y el bizcocho.

Su tío no le contestó, por el contrario, guardó silencio. Se quedó observando sorprendido, incluso algo horrorizado, el libro sobre el que descansaba el plato del bizcocho de la chica.

–¿¡De dónde has sacado ese libro!?

Antes de que María reaccionase, su tío tiró con fuerza de la cubierta del tomo lanzando al suelo el bizcocho que acabó destrozado contra el suelo. 

La chica se asustó, sorprendida por la actitud enfadada y agresiva de su tío. Retrocedió dos pasos con rapidez, provocando que la leche se derramase por su mano y que algunas gotas cayeran desparramadas.

Su tío la observaba con los ojos muy abiertos, airado, mientras esperaba una contestación. 

La chica, dudando de lo que debería de hacer, decidió decir la verdad.

–Es lo único que me dejó mi padre en su testamento. Estaba leyéndolo en mi cuarto cuando me ha dado hambre y he bajado a por algo de comida. 

–No tienes derecho a tener este libro, pertenece a la familia de la Vega desde hace siglos. Ahora todo encaja, desapareció hace años y teniendo en cuenta donde a acabado, es fácil saber que fue el estúpido de tu padre el que se lo llevó. Lo robó. 

Los ojos de la chica se oscurecieron, furiosa por las palabras e insultos de su tío, pero se mordió la lengua, temerosa de lo que le haría si enfadaba al hombre que se hacía cargo de ella.

–Lo voy a devolver al lugar al que pertenece y por tu bien espero que nunca más vuelvas a tocarlo.

–¡Pero tío, es lo único que me queda de él! 

–Por última vez… ¡NO era de tu padre! –le gritó perdiendo el control.

Antes de que la chica pudiera darle otra contestación, el hombre le dió la espalda y se marchó. 

María temblaba. Aquella explosión de enfado e ira le enfadaba casi de la misma manera que los insultos que había propiciado contra su padre. 

Edmund De la Vega estaba muy equivocado si creía que podía controlar a su sobrina, y más aún si pensaba que se mantendría alejada de aquel libro. 

 

 

 

Chapter 14: El claro de rocas

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Tercera persona

María bostezó, sin molestarse en disimular un poco o en taparse la boca con el dorso de la palma como debería de hacer según los modales que su tío estaba tan encabezonado en inculcarle. En aquel momento le daban igual sus ademanes ya que estaba sola en el patio, sentada en el mismo banco de hierro macizo de siempre. 

Desde el enfrentamiento con su tío, hacía ya casi una semana, aquello se había vuelto su rutina diaria. Cogía algo de desayunar de la cocina y se escapaba a comer rodeada de las flores del jardín. Era un intento de evitar a su tío durante aquellas horas, ya que desde que había llegado a aquel lugar el hombre había cogido por costumbre tomar la primera comida del día con ella. Al menos así había sido hasta su enfrentamiento hacía ya días.

Ahora la chica no se veía con suficientes ganas ni fuerzas para tratar con él. Suficiente tenía ya con estar siempre tensa y preocupada por no saber cómo comportarse ante él como para sumarle ahora la incomodidad por el enfrentamiento que habían tenido.

Abstraída como estaba, observando una abeja revoloteando alrededor de un tulipán rojo, se quitó bruscamente las botas, empujando con fuerza una contra la otra. Dobló las piernas y escondió debajo de estas los pies, sentándose sobre ellas. Acomodó el libro que llevaba en su regazo y mientras buscaba la página por la que se había quedado anoche, le dió un bocado a la tostada con mantequilla que había conseguido birlar de la cocina.

Aquel tomo antiguo, que parecía que tenía algunas décadas de haber estado escondido entre estanterías, trataba sobre las brujas de Villa Deva. La historia que contaba se remontaba a siglos atrás, desde que se instalaron los primeros misioneros en aquellas tierras vírgenes. Aquel dispar grupo, de una marcada y profunda religiosidad, había llegado a aquel rincón recién descubierto llevando consigo únicamente su fe y sus sueños de una nueva vida. Pero entre aquellos extranjeros también había mujeres y hombres sin religión, que habían decidido huir lo más lejos que pudieran de sus hogares, cada uno con sus propios motivos. 

Entre ellos se encontraba la protagonista de la novela, huyendo de un hogar en el cual su padre lo único que hacía era abusar de ella y lo mejor que le podía pasar en el día era poder llevarse un trozo de pan a la boca. Aunque no compartiera la fe de sus compañeros de viaje, había decidido mentir con la única intención de conseguir huir de aquel infierno en el que estaba viviendo. Por suerte, lo consiguió y cuando acabó en aquellas hermosas tierras, rodeada de naturaleza, vida y sol, había encontrado su verdadera vocación en el bosque, adorando sus árboles y sus ríos.

Lo había convertido en su verdadera pasión. Vivía en él, lo estudiaba, lo recorría y lo memorizaba, absorbiendo cada detalle que encontraba y cada pequeña curiosidad que la asaltaba. Observaba a los pájaros que sobrevolaban su cabeza admirando sus colores; contaba los peces en el río divirtiéndose cuando veía a los más pequeños intentar nadar juntos a los más grandes; recolectaba flores y plantas investigando los efectos de cada una de ellas y haciendo cientos de variedades distintas de té.

No tardó mucho en hacerse notar, y como cualquier mujer que mostrase cualquier ápice de conocimiento hasta entonces desconocido por los hombres, no tardaron mucho en tacharla de bruja.

Le dieron caza, sin darle opción alguna a defenderse. Corrieron tras ella con todo aquello que pudieran utilizar como arma. 

Lo único que la chica pudo hacer fue huir, así que lo intentó. Corrió hacia el único lugar donde podía esconderse del mundo, el único lugar donde se sentía a salvo.

Perseguida por la luz de las antorchas y los gritos y abucheos de los pueblerinos que la perseguían sin descanso, se adentró en el bosque sin mirar atrás, avanzando tan rápido como sus cansados pies y su entrecortada respiración le permitían.

Aún así, no fue suficiente y no tardaron mucho en alcanzarla. 

Primero llegaron los perros, sabuesos de caza que la acorralaron contra un gran sauce seco. Sus dueños no tardarían mucho en llegar hasta ella.

No tenía escapatoria, y la chica lo sabía. 

Había llegado su hora.

Su último pensamiento fue una plegaria hacia la luna que la observaba, alumbrándola en mitad del bosque. 

Y quizás funcionase, quizás si fuese una bruja.

Porque antes de que los habitantes del pueblo la alcanzasen, los perros callaron. 

El cielo se oscureció. 

El bosque enmudeció.

La chica desapareció.

–Ojalá pudiera desaparecer del mismo modo. Cuando quisiera a donde quisiera, a mi libre albedrío. También me iría de aquí –se susurró a sí misma María, cerrando el libro de golpe para alejar el atisbo de lágrima que asomaba en su rostro.

Observó la naturaleza a su alrededor, sintiendo cierta sintonía como la que se describía en la historia que estaba leyendo. Creía ver los mismos árboles, las mismas rocas y los mismos caminos que se formaban a través de la espesura pero… sabía que era solo su imaginación.

Dándole esperanzas de que ella también lograría escapar.

También encontraría su lugar seguro.

Pero justo en ese momento, una brisa suave le rozó la cara provocando que cerrase los ojos. Incluso después del pasó del viento, no abrió los ojos sino que permaneció unos segundos más en la total oscuridad. Cuando los abrió de nuevo, su mirada parecía perdida, sin un rumbo fijo, hasta que sus ojos se posaron en la linde del bosque.

Parecía pensativa, medio ida. Su mente sufriendo una epifanía.

Si ella encontró su lugar en el bosque, quizás yo también pueda.

Lo tenía justo delante de ella, atrayéndola como el canto de las sirenas. La melancolía la encantaba con el susurro de las hojas y la tranquilidad de la espesura.

Quizás podía escapar unas horas de aquella casa, huir de la realidad aunque fuese por unos instantes.

Quizás su tío no se diera cuenta de que había desaparecido, con suerte nadie la echaría de menos.

Quizás si dejase de pensarlo y simplemente lo hiciese…

Y lo hizo. 

Corrió, huyó con toda sus fuerzas, moviendo los pies lo más rápido que podía. Las medias se ensuciaban con la tierra y la hojarasca de allá por donde pisaba, los pájaros alzaban el vuelo a su paso y la sobrevolaban a su misma velocidad, guiando su paso entre la espesura. 

Lo único que escuchaba eran sus propios pasos y su respiración agitada, hasta que empezó a reír a carcajadas. 

Cuando se adentró lo suficiente para que nadie la viese, ralentizó el paso hasta una ligera caminata y comenzó a girar, saltar y danzar mientras miraba al cielo y sonreía. 

Aquella libertad era todo lo que necesitaba para ser feliz.

Sujetó una baja rama de un abeto y se permitió enterrar los pies en los pequeños montículos de arena que lo rodeaban, rozando con sus dedos las raíces más superficiales. Olió las flores que encontró por el camino: lavandas, margaritas, lentiscos… Algunas tan coloridas que sobresalían por encima del verde y el marrón que predominaba en el entorno.

Deambuló sin ton ni son, corriendo hacia la derecha hasta un gran sauce y torciendo después a la izquierda siguiendo el sonido de un riachuelo cercano. Observó a las ranas saltando al escondite más cercano tras oírla acercarse, escuchó con cuidado el primer canto de unos polluelos en un nido y así, perdiéndose en la naturaleza, acabó llegando a un pequeño claro de rocas. 

Allí, una construcción natural de rocas caliza coronaba el centro como si quisiera atraer la atención del sol hacía aquel punto, recibiendo con alegría toda su luz y calor. Pero no fue la magnificencia de aquella cima de rocas lo que la hizo detener sus pasos abruptamente, sino los ojos que la observaban de manera afilada.

Cuatro rostros la miraban fijamente, conscientes de su presencia incluso antes de que ella lo fuese de la de ellos. Tardó menos de un segundo en reconocerlos a todos y cada uno. 

Dudó sobre qué hacer. 

Otro enfrentamiento con Robin Aguilar y sus amigos no era lo que estaba buscando en ese momento, quería disfrutar un poco más de aquel pedacito de paz que había encontrado. 

Se permitió observar el entorno, desviando la mirada de sus espectadores, estudiando con detenimiento el área mientras intentaba memorizarla lo mejor posible. 

Era impresionante.

–Pensé que te habíamos dejado bien claro que no vinieses al bosque –le señaló Robin a la chica mientras se cruzaba de brazos, sentado en la roca más alta, justo en el centro.

–Y yo pensé que te había dejado bastante claro que haría lo que me diera la real gana –le contestó la pelirroja, dando un paso dentro del claro, como si lo retara a que la detuviera.

Una mueca cruzó el rostro del joven. 

Descendió con agilidad de la cima, con dos rápidos saltos sin esfuerzo alguno tocó con sus botas el suelo. Se acercó lentamente hacia ella, el disgusto estaba escrito en su rostro, aunque a María no le importara lo más mínimo. Sus tres amigos los observaban en la distancia, atentos por si tenían que intervenir. María no dudaba de que sería para ayudar a su amigo, no a ella.

Se detuvo cuando la chica avanzó otro paso, mostrándole su mejor cara de desafío.

Nunca retrocedería ante él. María sabía que en el momento que lo hiciera por primera vez, ya no habría vuelta atrás. Y ella no estaba dispuesta a perder contra él, ni ahora ni nunca.

–¿Se puede saber qué haces aquí? ¿No deberías estar aprendiendo a cómo servir el té o a cómo peinarte? 

–Lo que hago o dejo de hacer no tiene nada que ver contigo, así que si quiero dar un paseo por el bosque, puedo.

–¿Y tu queridísimo tío lo sabe? –María se tensó sin darse cuenta, respondiendo a la pregunta sin necesidad de palabras– Lo sabía. Te vas a meter en un problema y lo que es peor: nos vas a involucrar a todos si te pillan aquí –dijo Robin señalando primero a sus amigos y luego a sí mismo.

La joven se mordió la lengua. No quería volver a casa, quería seguir disfrutando de aquel pedacito de felicidad un poco más. Pero aunque nunca lo dijera en voz alta, sabía que Robin tenía razón. Aunque aún no conocía toda la historia, sabía que la presencia de ellos dos en el mismo lugar era algo peligroso.

Tembló imaginándose la cólera de su tío.

La pena la recorrió cuando se dio cuenta de que su tranquilidad se esfumaría con cada paso que diese más cerca de la mansión de la Vega.

No quiero volver. Esa no es mi casa.

Sus propios pensamientos hicieron que le temblase el labio. Sentía el escozor en los ojos antes de ser consciente de la magnitud de su propia tristeza. El sentimiento de melancolía y pesadumbre que le aplastaba las entrañas le producía tanta aflicción que notaba las lágrimas arremolinarse en sus ojos, dispuestas a caer en cualquier momento.

Pero no dejaría que eso pasase, no delante de aquellos cuatro muchachos que parecían odiarla con tantas ganas.

El rostro de Robin se mostró extrañado, siendo consciente del cambio en la expresión y en la actitud de la chica. Dio un paso más cerca antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo.

–Oye, ¿estás bien? –le preguntó mientras daba otro paso más cerca.

María alzó el rostro, mostrándole al chico como una lágrima descontrolada caía por su mejilla. El rostro del muchacho se tornó de pánico cuando se dio cuenta de que estaba llorando. El chico no supo qué hacer y su instinto hizo que alzara la mano hacia el rostro de la joven, buscando la humedad que se deslizaba sin control. Pero antes de que pudiese limpiar aquella solitaria lágrima, lo interrumpieron.

–¡Robin! –lo llamó de repente León. Ni siquiera se giró para mirar a su amigo, solo observaba el rostro entristecido de la chica que le sostenía la mirada– No estamos solos.

Esa frase fue suficiente para desviar su atención de María. Se giró hacia su amigo, interrogante, mientras intentaba olvidarse de aquel sentimiento que había visto reflejado en las pupilas de la pelirroja.

León señalaba con el índice hacia un grupo de árboles que se encontraban justo tras María, semiescondidos tras la espalda de esta, a unos pocos metros de distancia. Agudizando la vista, se dio cuenta de un rostro asomado entre las ramas y de un brillante zapato que sobresalía entre las raíces de un acebuche.

La mente de Robin trabajaba a toda velocidad, intentando descifrar quiénes eran aquellos dos individuos que los espiaban. Quizás eran cazadores, aunque ellos no se habrían acercado al oír las voces, hubiesen ido hacia el lado contrario en busca de presas. Por un segundo, la sangre de su familia lo poseyó, planteándose que quizás venían con la chica y todo había sido una trampa de ella. Lo descartó rápido al ver a la chica de espaldas a él, también curiosa por ver quienes eran los desconocidos. 

Por un segundo se sintió mal por pensar así de ella, pero desechó rápidamente el pensamiento.

–¿Quién anda ahí? Salid y dad la cara, cobardes –gritó Lucas. 

La cabeza y el pie que se habían mostrado antes, se habían escondido con prisas al verse descubiertos. Pero tras unos segundos de suspenso, dos cuerpos salieron de su escondrijo.

Para sorpresa de todos, dos personas completamente desconocidas salieron a su encuentro. El más alto era un muchacho esbelto y apuesto, era ostentoso y tenía cierto aire petulante con la sonrisa de autosuficiencia que tenía. Por el contrario, la chica tenía un rostro redondeado, con rasgos gentiles y sencillos, pero aún así compartía porte con el primero, con un aspecto regio y engalanado. Sus ropajes eran de telas de calidad y de exquisita costura, por lo que se podía apreciar su estatus a simple vista. 

No se podía distinguir mucho más de ellos, al estar a cubierto bajo la sombra de los árboles. La chica no se movió de su posición, pero el chico avanzó con una sonrisa socarrona hacia ellos.

–Bueno, bueno… parece que has sido una chica muy mala, María. Reunirte con estos…–pensó durante unos segundos, hasta que una chispa de maldad asomó en sus ojos– indeseables. 

Robin apretó los puños, intentando controlarse ante la sonrisa burlona y prepotente de aquel tipo. Se mordió la lengua antes de decir algo de lo que se arrepentiría más tarde.

–¿Qué diablos haces tú aquí, Alexander? 

La pelirroja lo miraba anonadada, como si fuera la última persona que esperaba ver en aquel lugar. La sorpresa estaba dibujada en todo su rostro.

–¿Eso es todo lo que tienes que decirme después de tanto tiempo sin vernos? Vamos, María, me esperaba un poco más de cariño por tu parte.

El joven, o mejor dicho, el hombre, ya que se apreciaba mayor que todos ellos, se dirigió hacia María y deslizó sus brazos a su alrededor, dándole un estrecho abrazo. Mientras tanto, no despegaba sus ojos de los de Robin, mientras le sonreía con malicia.

 María tardó en reaccionar unos segundos, sin darse cuenta de que aquella muestra de aprecio tenía público. Intentó apartarlo sin mucho éxito.

 –Te he preguntado qué haces aquí Alexander –demandó exigente, intentando salir de sus brazos pero parecían esposas a su alrededor–. Te he dicho que me sueltes ¿Cuántas veces tengo que decirte que no me toques? –la chica estaba perdiendo la paciencia y se mostraba nerviosa ante el contacto.

 –Ey, imbécil, te ha dicho que no la toques, suéltala –Robin acortó la distancia, hasta que pudo jurar que notaba la tela del vestido de María contra su camisa y el aliento del tipo contra su rostro–. Ya.

 El imbécil, como lo llamaba Robin, soltó a la chica mientras se carcajeaba. La muchacha que había venido con él, no se parecía a aquel personaje. Era muy pequeña, hasta el punto de considerarse bajita, además no era tan desgarbada como él, su complexión era bastante más robusta, con unas caderas remarcadas por el corsé de su vestido y un busto y unos brazos voluminosos. Aún sin cumplir con los estándares esqueléticos de las mujeres de alta cuna habituales, era hermosa.

 Los cuatro chicos observaban a los dos forasteros sintiéndose completamente ajenos a la situación, pero aquella reunión comenzaba a ser demasiado grande para el gusto de Robin.

Comprendiendo que se conocían, Robin tomó la decisión de que era el momento de esfumarse antes de que se vieran involucrados con conocidos de María. Se alejó unos pasos sin perderlos de vista, antes de detenerse en su sitio de nuevo. Solo hizo falta un movimiento del tal Alexander para hacerle perder los estribos de nuevo.

–¿Cómo puedes ser tan insensible, María? A ella la abrazas y le dices palabras dulces, y a mi me apartas… no es justo, yo también quiero –dijo en medio de un mohín mientras se lanzaba a abrazar a las dos chicas, las cuales no tardaron ni un segundo en intentar apartarlo.

Ambas chicas luchaban con los brazos que se enrollaban a su alrededor, intentando alejarlo. Robin observaba con la mandíbula apretada la incomodidad de María, escrita perfectamente en su rostro.

–¿Eres sordo o estúpido? Te ha dicho que no la toques – Robin alzó la voz, perdiendo la poca paciencia que le quedaba mientras se acercaba a ellos.

Alcanzó el brazo de María y con avidez la atrajo hacía sí, apartándola de aquel tipo que lo ponía de los nervios. María se dejó llevar por Robin, algo sorprendida por su comportamiento.

Un silencio incómodo se instaló en el claro del bosque, solo roto por el canto de los pájaros a su alrededor.

Alexander analizaba con ojos calculadores a Robin mientras María lo miraba fijamente a este último, intentando descifrar qué era lo que pasaba por la cabeza de aquel chico. Hacía unos minutos la alejaba lo más lejos que podía y ahora la protegía en un arrebato furioso.

 Fue Anna la que rompió el silencio.

 –Estábamos esperándote para el desayuno y cuando no has aparecido, te buscamos por toda la mansión. Las cocineras nos dijeron que estabas desayunando en el jardín, por lo que fuimos a tu encuentro pero llegamos a lo justo para verte desaparecer entre los árboles, así que hemos estado buscándote un buen rato, hasta que hemos escuchado tu voz y la hemos seguido –la voz de la chica se apagó un poco–. Tu tío nos escribió después de vuestra discusión, pensó que una visita de tus primos te ayudaría a animarte un poco.

 –¿Primos? –susurró entrecortadamente Robin, soltando el brazo de María como si la palabra hubiese activado su raciocinio de nuevo. 

–Vamos a casa María, tenemos muchas cosas de las que hablar para ponernos al día –observó a los chicos que le eran desconocidos–. Si has terminado aquí, claro.

La pelirroja se giró, para ver al grupo que la observaba en silencio. No quería irse, tenía asuntos que discutir con ellos, pero con sus primos delante no era el momento oportuno para ello. Tendría que esperar otra ocasión para poder hacer las preguntas que tenía preparadas.

Aún así no quería separarse aún de ellos. Algo la atraía hacia aquel grupo, como si fueran un imán para ella.

La indecisión la mantuvo en silencio durante un largo rato. 

No fue hasta que vio cómo Robin se alejaba de ella y se encaminaba junto a sus amigos hacia el bosque que fue capaz de hablar. 

–¡Robin! –lo llamó a la distancia, antes de que este se adentrara en los árboles. Sus amigos lo adelantaron, mientras él se giraba a observarla por última vez– Gracias.

El chico no le contestó, pero se quedó mirándola fijamente unos segundos más antes de desaparecer en la espesura.

Chapter 15: Historias del té

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Tercera persona

–Me alegro tanto de que estéis aquí, chicos… Os he echado mucho de menos, de verdad, aunque he de decir que me extraña que, especialmente, tú hayas venido Alexander. Teniendo en cuenta que siempre estás ocupado con tus “negocios”, tus fiestas y esos banquetes extravagantes a los que vas, nunca habría imaginado ver tu presencia por estos lares.

Ambas chicas se rieron ante la mofa. Era cierto que el estilo de vida del muchacho era algo sórdido y exagerado, pero era lo común dentro de las esferas en las que se movían.

Los tres estaban tomando el té en el salón principal, arrimados a las ventanas abiertas para disfrutar de la brisa que por ellas se colaba. El aire sofocante, el calor asfixiante y el ambiente adusto secaban el gaznate a cualquiera que se atreviera a salir al exterior. Era el habitual día de verano en el campo, pero para los chicos acostumbrados a la gran ciudad de Puerto Índigo, la cual era mucho más templada, aquel calor se hacía aún más insoportable.

–Vamos prima, no es para tanto… Simplemente disfruto un poco más de los placeres de la vida que ustedes dos os negáis a gozar. 

–Lo tuyo no es gozar, primo, lo tuyo es abusar… Solo espero que estés teniendo cuidado de no dejar embarazada a alguna pobre chica, o peor… – María hizo una pausa dramática– a su madre.

Ambas chicas se carcajearon, disfrutando de la manera en la que bromeaban con confianza y familiaridad. La cercanía y complicidad que compartían se apreciaba con solo escucharlos hablar entre sí, ya que aquella manera tan vulgar y directa de dirigirse los unos a los otros no era aceptada en sus círculos sociales. 

Sin embargo, el semblante del joven era serio, con el ceño fruncido.

–No pensé que tuvieras tan mala impresión mía, primita. Jamás se me ocurriría hacer algo así. Nunca traería un niño a este mundo –sentenció con solemnidad.

Ambas chicas callaron, de repente entristecidas por las palabras de él.

–No digas eso, Alex. Nuestro pasado no puede determinar nuestro futuro, nos merecemos más que eso –le consoló su hermana mientras le sostenía con cariño una mano entre las suyas.

–Bueno, eso no es lo importante ahora –negó la cabeza mientras intentaba aligerar el tenso ambiente–. Dime María, ¿qué tal es la vida en el campo? ¿Te has acostumbrado ya a vivir excluida de la civilización?

–No seas exagerado. La verdad es que este lugar no me desagrada tanto como pensé que lo haría. En cierto modo hasta me gusta. Es precioso y tiene tanta calma que me ayuda a mantenerme cuerda después de… lo de mi padre. 

La pelirroja suspiró. Sabía que daría igual el tiempo que pasara, nunca estaría lista para hablar de la muerte de su padre, así que se resignó a evitar el tema. 

–Eso está genial María –la animó su prima–. Mientras eso te ayude a seguir adelante, bienvenido sea. Lo que no entiendo entonces es… – miró a la puerta del salón y bajó la voz antes de continuar– ¿Qué hacías con aquellos cuatro chicos? ¿Quiénes eran? No me habías hablado de ellos en tus cartas. 

María se mordió la lengua, viéndose atrapada. Era cierto que no le había contado nada de Robin a su prima, si lo hubiese hecho tendría que haberle contado el ataque que sufrió la primera noche que llegó. Además tendría que haberle contado lo poco que sabe sobre la enemistad de la familia De la Vega y Aguilar y aquello solo la hubiese preocupado de más. Ahora parecía inevitable tener que explicarles todo lo que había pasado en las pocas semanas que llevaba en aquel pueblo. 

–Es una historia muy larga, Anna, pero supongo que es hora de poneros al día de todo lo que ha pasado desde que llegué. La verdad, es que el primer día, o mejor dicho, la primera noche que estuve en el valle atracaron el carruaje en el que iba –se apresuró a continuar al ver el semblante pálido de su prima–. No pasó nada, de verdad, salí indemne. El cochero recibió algunos golpes, pero tampoco sufrió heridas graves. Todo fue gracias a Robin, el chico con el que me habéis visto hablar esta mañana. 

–¿Él te salvó? –le preguntó su primo con cierta incredulidad en la voz.

–Si. Apareció justo cuando aquellos bandidos intentaban abrir la puerta del carruaje y lo hubiesen logrado si no fuese porque en aquel instante noqueó a uno de ellos. Después, los entretuvo mientras yo y el chófer huíamos por el bosque.

La chica guardó silencio, dándose cuenta en aquel instante de lo cerca que estuvo de volverse una víctima de aquellos desgraciados. No le dió detalles de lo que aquellos hombres dijeron que le harían ni de lo cerca que estuvieron de salirse con la suya. Tampoco les habló de lo mal que llegaron a la hacienda de su tío, ni del miedo que la tortura agunas noches cuando cae la oscuridad y le trae de vuelta los recuerdo de aquel horrible momento.

 Aquel pensamiento la entristeció y la hizo sentir culpable por igual. Robin la había salvado y ella sin embargo, discutía con él cada vez que se encontraban. Al menos había tenido la oportunidad de agradecérselo la primera vez que se encontraron en el bosque. Ignoró el detalle de que la habían perseguido y amenazado ya que ahora entendía, en cierta medida, porqué lo habían hecho.

–Bueno, y si te ayudó aquella noche… ¿Por qué estabais discutiendo? No lo entiendo.

–Eso no es todo Anna, lo importante es lo que pasó después. Él y sus amigos aparecieron al poco tiempo por aquí. Bueno, en el bosque, y me amenazaron para que no dijese nada de su intervención en el ataque. Al principio no lo entendía pero le hice caso como muestra de agradecimiento. Ahora dudo de si fue una buena idea…

–¿Por qué no quería que se supiera que te ayudó? ¿No lo haría eso quedar como un héroe en un pueblo tan pequeño como este? Estoy seguro de que todo el mundo se enteraría rápidamente de su hazaña –puntualizó Alexander, sin comprenderlo.

–Más tarde me enteré del porqué. Resulta que mi “queridísimo” tío Edmund mantiene un profundo e implacable odio hacia el padre de Robin, el marqués Aguilar. Llevan años en continuas riñas y con una enemistad conocida por todos, con constantes enfrentamientos y ataques entre ellos.

–¿Se odian? Eso sí que no me lo esperaba –se paró a pensar durante unos segundos– ¿Acaso han discutido sobre las tierras o se han hecho la competencia en algún negocio? Esas nimiedades son las que suelen desencadenar fuertes disputas entre la nobleza, aunque se solucionan rápidamente cuando uno de los dos cede.

–No sé el motivo, primo, pero creo que es algo mucho más grande que eso. por mucho que he intentado poner la oreja y preguntar aún no sé qué fue lo que pasó. Por lo que he oido a escondidas es que algo pasó hace años entre ambos, algo tan importante como para que corra el rumor de que hubo un intento de asesinato contra mi tío.

Los ojos de Anna se abrieron de par en par, asustados, mientras que su hermano fruncía el ceño analizando las palabras.

–Parece que hay más en esta historia de lo que parece… Pero supongo que eso explica porqué Robin no quería que se supiera que estuvo contigo aquella noche. Un atraco hacia la heredera de la familia de la Vega con la participación de un Aguilar puede provocar fuertes disputas entre ambas casas, aunque fuese él el que te salvó –soltó su taza de té mientras la miraba fijamente–. Será mejor que lo evites a toda costa, María.

–Lo sé, lo sé. Comprendo porqué se mantiene alejado de mí, de verdad, pero me parece injusto que yo tenga que pagar por los pecados de mi familia. Nosotros dos no tenemos nada que ver con los prejuicios de nuestras familias, no pienso pagar por las desavenencias de otros. Así que si me apetece dar un paseo por el bosque… ni Robin, ni su padre, ni nadie me va a detener. 

–Eres una cabezota –le dijo Anna–. Ni siquiera deberías ir al bosque sola, es muy peligroso. Además, si te encuentras otra vez con ellos también podrían hacerte algo. Tú misma lo has dicho, no te quieren allí y mucho menos cerca de ellos.

No le contestó. No quería llevarle la contraria a su prima para no disgustar y además no quería mentirle, ya que sabía que volvería a aquel bosque tarde o temprano. 

Seguramente más pronto de lo que pensaban.

Chapter 16: Constelación

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Tercera persona.

León observaba en silencio la puerta de madera que se alzaba frente a él. Después de vagar perdido en sus pensamientos, había terminado en aquel sitio, el único lugar que parecía atraerlo como por inercia. Estudiaba aquellas vetas con la mirada perdida, como si en ellas se encontraran todas las respuestas que estaba buscando. Quizás temeroso de lo que se encontraría tras de ella, pero un Rivera nunca eludía los problemas, siempre se enfrentaba a todo lo que se interpusiera en su camino.

Por desgracia, lo único que se interponía en su camino eran sus mejores amigos, aunque más concretamente solo uno de ellos. 

Max. 

Después del beso, su sorpresa había sido tan evidente en su rostro que no reaccionó en lo más mínimo. No dijo nada, ni para reprocharle lo que acababa de hacer ni para continuar la discusión que estaban teniendo. 

Simplemente guardó silencio. 

León supuso que del mismo modo que los ojos de Max parecía confundidos, también lo estarían sus pensamientos, tratando de asimilar lo que había sucedido entre ellos. En lo más profundo de su ser, esperaba que también pensara en su confesión, en lo que significan sus palabras y que, con ello, recapacitara sobre lo que creía que sentía por Robin. 

No es que quisiera desechar los sentimientos de Max sin más, como si no fueran valiosos, sabía que atesoraba a Robin del mismo modo que lo hacía él mismo. Para ambos era un amigo irremplazable y eso no cambiaría nunca, pero ese era el quid de la cuestión, era un amigo. Había visto durante meses cómo Max miraba a Robin cuando pensaba que nadie se daba cuenta, siempre había sido consciente de aquel brillo en sus ojos, de aquella exagerada admiración. Pero León sabía exactamente que aquella fascinación que sentía Max por Robin no era amor, amor era lo que sentía él por Max desde hacía años. Los ojos de Max mirando a Robin jamás mostraban lo mismo que los de León cuando lo miraba a él.

Él sí estaba enamorado de Max.

Y lo quería desde que lo conoció. Desde el mismo día en que aquella cicatriz marcó su rostro.

Y Dios se apiade del mundo si lo pierdo.

Puede que no fuera consciente durante un tiempo, cuando apenas eran unos críos, pero no tardó en comprender que aquella sensación que despertaba Max en su interior era diferente a todo lo que había sentido antes.

Aún así, estaba completamente seguro de que todo empezó el primer día que lo encontró vagando por el bosque. Aquella fina línea roja que cruzaba desde la parte baja de su ojo hasta la mitad de su sien derecha, cortando en dos su ceja y deformándola hacía arriba, sería la eterna prueba de cuando se conocieron. Fue el primer día que habló con Max, y fue precisamente él, el que le hizo aquella marca.

León vagaba por el bosque en busca de su hermano y su amigo cuando algo le llamó la atención. Conocía aquel bosque como la palma de su mano, por lo que cuando apreció una sombra fuera de lo habitual, se acercó a comprobar que era aquella novedad. Se encontró con un pequeño chico moreno sentado en un gran tronco derribado. Se encontraba de espaldas al bosque, con el rostro entristecido mirando al cielo, absorbiendo los primeros rayos del sol. 

Cuando aquel chico demacrado notó una presencia desconocida justo tras de él, entró en pánico y se defendió con lo único que pudo. León no lo juzgo, no se enfadó con él, por el contrario, aquello fue lo que lo motivó. Comprendió en aquel preciso momento, sintiendo la sangre correr por su mejilla, que ese chico llegado de la gran ciudad, cubierto de heridas y con una constante expresión de terror, necesitaba ser protegido por encima de todo. Aquellos ojos, hundidos y con un verde tan triste que se tornaban negros, delataban el dolor que había tenído que sufrir mientras vivía en Puerto Índigo, antes de que el padre Alejandro lo trajera consigo a Villa Deva. 

Aunque nunca le había contado nada de aquello a nadie, León sospechaba que el Padre Alejandro sabía la historia detrás de aquellas heridas. Al fin y al cabo, era él quien lo había traído a aquel pueblo. Aún recordaba el primer día cuando vio la pequeña comitiva, guiada por un larguirucho cura, con un pequeño bulto negro pegado a su espalda. Aunque se moría de ganas por conocer el pasado de Max, no preguntó, decidió que quería que fuera Max el que se lo contase cuando estuviera preparado.

Aún así, ninguno de los dos había dicho palabra alguna sobre su historia y eso solo apoyaba la suposición de que debía de ser una historia cruel y violenta. Un trauma que a día de hoy aún arrastraba y que se hacía evidente en su caras de pánico cuando sentía a alguien a su espalda, cuando escuchaba gritar a los hombres mientras guiaban al ganado o cuando sonaba el silbido de una fusta azotando a un caballo.

León no tenía ni idea de cuáles eran los detalles, pero a lo largo de los años se había formado una idea en su cabeza de que era lo que podía haberle sucedido. Sinceramente, esperaba equivocarse, porque la maldad de sus pensamientos era demasiado horrible para un niño de doce años. 

 Por ello, se había pasado los últimos siete años cuidando de él. Al principio no sabía el porqué se lo había inculcado a sí mismo como su deber, no pudo entender la irrazonable necesidad que tenía de saber que se encontraba bien. No fue hasta que comprendió sus propios sentimientos que pudo darse a sí mismo una respuesta clara.

Lo protegía y cuidaba porque quería que fuese feliz. Quería que dejara atrás cualquier recuerdo que le hiciese daño y siguiera adelante.

Por esa misma razón, había dejado que pasaran unos días. Quería darle tiempo para pensar en sus sentimientos y no quería agobiarlo o hacerlo sentir inseguro. Desde aquel día se habían visto pero siempre con Lucas y Robin, por lo que aquella era la primera prueba de fuego real. 

León sacudió la cabeza, intentando despejar aquella nube de pensamientos y centrarse en lo que estaba haciendo. Sin querer alargar más aquellos nervios que sentía, se decidió y llamó con dos rápidos golpes a la puerta trasera de la iglesia. Aquella era la entrada a la pequeña casa que compartían Max y el Padre Alejandro.

Al cabo de unos segundos, escuchó como unos pies se arrastraban con lentitud hacia él y tras unos segundos de pausa, la puerta se abrió, desvelando a un Max medio dormido. Con su rostro somnoliento y despeinado, bostezó mientras intentaba mantenerse recto, aguantándose al picaporte de la entrada. Estaba en pijama, con una desgastada camisa y unos pantalones cortos de algodón que le quedaban grandes. Mientras sus shorts aguantaban en su lugar a duras penas -todo gracias a un cordón que hacía de cinturón-, su camisa se deslizaba por sus hombros, perdiendo la lucha por quedarse en el lugar que le correspondía. 

Los ojos de León se deslizaron hacía sus hombros descubiertos y se quedó hechizado con la línea de lunares que lo recorría, deslizándose por su piel hasta desembocar en su mentón, dibujando sobre él una constelación.

Totalmente encandilado por aquellas pequeñas pecas, se apoyó contra el marco de la puerta, deleitándose con la vista ante él.

–Bueno, bueno… Si así es como amaneces normalmente, me encantaría ser el que te despertase todos los días.

Chapter 17: Tenías razón

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Tercera persona

Sabía desde el momento en el que se había despertado, que aquel iba a ser un mal día. Después de una noche de pesadillas, en la que se había despertado casi a cada hora, sudando y luchando por salir de aquellos espantosos delirios, la mañana no había mejorado ni un poco. Había empezado a salir el sol cuando al fin había conseguido conciliar el sueño sin terrores nocturnos, cuando alguien llamó a la puerta y lo despertó. El mero pensamiento de salir de la cama con lo cansado que se sentía lo desanimó.

A duras penas se quitó las sábanas de encima y arrastró los pies hasta la entrada, tanteando la puerta en busca de la cerradura con los ojos aún cerrados. Ni siquiera preguntó quién era, ni tampoco le importaba, solo quería que se fuera rápido para volver a la cama e intentar dormir un poco más.

Los primeros rayos del sol le calentaron las mejillas cuando la luz entró a raudales al abrir la puerta. Se sintió deslumbrado incluso con sus ojos cerrados por la somnolencia.

–Bueno, bueno… Si así es como amaneces normalmente, me encantaría ser el que te despertase todos los días. 

Aquella voz profunda tan conocida lo despertó al instante, trayéndolo de bruces a la realidad. Sus ojos vagaron por costumbre sobre su rostro, buscando la cicatriz. No es que dudara sobre si era León o Lucas, reconocería sus voces incluso entre los abucheos de una muchedumbre, lo hizo por costumbre ya que desde el primer día que lo conoció sus ojos buscaban por sí solos aquella marca roja. 

León lo miraba con una sonrisa de medio lado, mientras lo observaba de arriba a abajo lentamente. De repente, sintió como se le secaba la garganta y con dificultad tragó intentando librarse del nudo que le había provocado aquel escrutinio. Los nervios le hicieron cosquillas en el estómago y bruscamente lo hicieron hiperconsciente de la situación.

Se miró para comprobar que estaba presentable y comenzó a arreglarse el destartalado pijama que usaba. Se acomodó la camisa en su lugar, se abotonó el primer botón y apretó con fuerza el cordón para mantener firme sus pantalones. Sin saber qué más hacer, se intentó limpiar la cara con las manos, para eliminar cualquier posible presencia de babas. No solía babear, ni siquiera roncaba, pero nunca estaba de más despejarse un poco frotándose las legañas.

Era extraño que Max se preocupara tanto por su aspecto, nunca había prestado especial atención a cómo se veía. El pensamiento de por qué ahora lo hacía le confundió.

–¿Qué haces aquí tan temprano, León? –le interrogó Max, intentando controlar su nerviosismo.

La sonrisa de León flaqueó por unos segundos, aún seguía sonriendo pero también se le veía serio. Era extraño cómo era capaz de parecer feliz y taciturno a la vez.

–Solo quería verte y hablar un rato. Como hacía tanto que no veía al Padre Alejandro pensé en aprovechar y pasar a saludar –se asomó por encima del hombro del muchacho, buscando al pastor dentro de la casa–. Además, hacía mucho que no podíamos hablar solo los dos, ya sabes… desde que te besé.

Sorprendido, los ojos de Max se abrieron como platos y luego comenzó a toser de manera repentina. Se tapó la boca con la mano e intentó tomar aire mientras este se burlaba de él escapándose una y otra vez en forma de tos. León se carcajeó ante aquella reacción y disfrutó del efecto que estaba consiguiendo en Max.

–Ey, ¿estás bien?

–Si, si –contestó el más pequeño, intentando respirar con normalidad de nuevo–. Me he atragantado con mi propia saliva. 

La carcajada de León fue aún más fuerte. Era extraño como la felicidad se le contagiaba a Max, sorprendido y algo satisfecho por provocar en León algo tan raro como una carcajada a pleno pulmón. Verlo sonreír ya era difícil, pero provocar una carcajada tan sincera… Max podía contar con los dedos de una mano las veces que había escuchado aquel sonido tan peculiar. 

–Es raro verte tan feliz. Me gusta el sonido de tu risa.

–Siempre he sido así de feliz estando contigo, la única diferencia es que ahora sabes el porqué.

Max se miró los pies, de repente avergonzado. Otra vez volvieron las cosquillas a su estómago, solo que esta vez fueron aún peor ya que León lo miraba a los ojos fijamente. Incluso Max podía sentir la intensidad en su mirada, la fuerza y la seguridad que transmitía, completamente seguro de sus palabras y de sus sentimientos. 

No sabía qué contestarle. Desde el momento en el que se besaron, no había dejado de pensar en ello. Le había sorprendido tanto la confesión de León que no supo cómo reaccionar. Bueno, no solo la confesión sino lo que ello conllevaba. Nunca se podría haber imaginado que a León le gustaran los hombres, mucho menos uno como él. Con aquel carácter de alfa, un cuerpo que podría ser la personificación de la masculinidad y un atractivo que atraía miradas allá por donde pasaba, no podía explicarse cómo se había fijado en alguien como él. Max no era nada especial, un chico bajo, delgaducho y con tantos problemas que tardaría demasiado en enumerarlos todos. 

Suspiró y volvió a mirar a León a los ojos, el cual esperaba pacientemente a que dijera algo.

–¿Quieres pasar? Creo que necesitamos hablar.

Perdiendo un poco la sonrisa, León aceptó la invitación y entró en la pequeña habitación que usaban como comedor. Tomó una de las cuatro sillas desgastadas que bordeaban la gran mesa de madera y se sentó. Max lo siguió de cerca, sentándose frente a él.

Ambos guardaron silencio. León esperaba que hablase primero el otro, expectante por saber qué era lo que pensaba y aún más, por saber lo que sentía. Max no sabía qué decir, demasiados pensamientos le rondaban la cabeza, lo que solo lo confundía aún más.

–Yo… –comenzó a hablar Max– No sé ni qué decir León. He estado hecho un lío desde… ya sabes –se sonrojó sintiéndose estúpido–. No sé qué pensar, todo me da vueltas en la cabeza y no puedo centrarme en ningún pensamiento en concreto –se sintió inútil. A su cabeza le costaba mucho funcionar cuando se trataba de sus propios sentimientos–. Siento no tener una respuesta para tí.

–Ey, no es como si hubiese venido hoy esperando una contestación para mi confesión –sonrió un poco–. No esperaba nada parecido cuando te dije sobre mis sentimientos Max. Sé perfectamente que no estás enamorado de mí, soy yo el que tiene sentimientos por tí. Si te lo dije fue para que los tuvieras en cuenta, para que me vieras como me miras ahora y no simplemente como a un amigo.

–¿Cómo te miro ahora? –preguntó Max, desconcertado ante sus palabras.

–Ni siquiera te das cuenta de ti mismo, no sé cómo he esperado tanto tiempo, esperanzado a que te dieras cuenta de mis sentimientos –suspiró totalmente derrotado–. Ahora me miras y me ves, Max. No sé cómo explicarlo para que me comprendas. Quizás sería mejor decir que ahora parece diferente lo que sientes cuando me ves.

Con el ceño fruncido, Max seguía sin comprenderlo.

–Sigo sin entenderlo.

–A ver, ahora cuando me ves actúas distinto a como lo hacías antes. Hace una semana habrías abierto la puerta y me habrías dejado entrar sin siquiera preguntarme qué hacía aquí, simplemente habrías supuesto un motivo y lo habrías aceptado sin que tuviera que decir una palabra. Sin embargo ahora, te pones nervioso, me preguntas a qué he venido porque dudas sobre si estaré aquí como un amigo o como el chico que te confesó que está enamorado de tí. Para mí solo tiene una explicación, ahora piensas en mí de un modo distinto y creo que eso es bueno.

Max guardó silencio, incómodo por haberse visto expuesto tan fácilmente. Que captara sus pensamientos y sentimientos antes que él mismo lo sorprendía, y en cierta manera, hasta lo asustaba un poco. Pero era de León de quien estaba hablando, solo había sentido miedo de él una vez y fue el primer día que lo conoció.

–No me había dado cuenta… –se susurró a sí mismo. Intentó concentrarse en ese pensamiento, por si podía aclararse algo a sí mismo, analizándose como lo había hecho León.

–No quiero que pienses en todo esto hasta el punto de agobiarte Max, si te lo dije fue porque simplemente perdí los estribos. Todo aquel asunto con Robin me pilló con la guardia baja y los nervios me hicieron perder el control, por eso he venido hoy –Max torció el gesto, intrigado por lo que quería decir–. Aquel día… te besé sin tener en cuenta si querrías o no, simplemente lo hice. No diré que me arrepiento, porque te estaría mintiendo, adoré cada segundo de aquello, pero me siento culpable por haberte besado sin tu permiso. Así que… Lo siento.

Max lo observaba asombrado y desconcertado. Lo que menos se esperaba en aquel momento era una disculpa por parte de León y sin embargo, allí estaba, cabizbajo y viéndose nervioso y arrepentido.

Max comenzó a reírse estrepitosamente, dejando descolocado a León.

–¿Sabes, León? Es la primera vez que te disculpas desde que nos conocemos y lo más surreal es el motivo. Jamás me hubiese imaginado que te disculparías conmigo por haberme besado.

León también se rió ante sus palabras pero no dijo nada más, simplemente guardó silencio mientras contemplaba a Max, esperando una respuesta.

–Bueno, no tienes porqué disculparte, no estoy enfadado. Además… No estuvo tan mal… –Sin pensarlo demasiado para no acobardarse, continuó  con torpeza– Me gustó. 

Max volvió a mirarse a los pies, sin valor para ver a León después de decir algo así. Se mordió el labio, sin estar seguro de si se sentía culpable por decirle algo así o si las cosquillas de su estómago estaban ahí por otro motivo. 

Oyó como León soltaba todo el aire que había estado conteniendo, ahora aliviado por sus palabras.

–Me alegro entonces –dijo riéndose silenciosamente–. Entonces me marcho ya. Lucas y mi madre me tienen que estar esperando –dijo mientras se levantaba arrastrando la silla sobre las maderas del suelo.

Max alzó la vista para mirar cómo se alejaba, sintiéndose ansioso por decirle algo. Después de todo, había sido León el único que había expuesto sus sentimientos, Max no había dejado entrever mucho.

–¡León! –lo llamó cuando este abrió la puerta– Hay algo de lo que sí estoy seguro. Tenías razón, no estoy enamorado de Robin. No quiero compartir un beso como el nuestro con él, ni con él ni con ningún otro –el único problema, es que Max no estaba seguro de si quería incluir a León.

Chapter 18: Noche oscura

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Tercera persona

María se acomodaba su viejo fular contra el pecho, intentando alejar el frío de la noche de su piel. La oscuridad caía con intensidad sobre la mansión de la Vega, pintando el ambiente con una gama de grises y negros tan opacos como la obsidiana.

Se ahuecó el cojín de la espalda para acomodarse en su estrecho balcón con la intención de continuar leyendo el libro de brujas que tanta curiosidad le despertaba. Con sus primos de visita no había tenido apenas unos momentos a solas para poder continuar la historia. Se moría por saber qué le pasó a la chica del bosque. 

Sin embargo, aquella noche tras cenar se había excusado más temprano de lo habitual con la intención de dedicarle unas horas a aquella lectura tan especial. No podía continuar más aguantando aquella intriga tan infantil.

Tras terminar de preparar su rincón de lectura, lanzando y acomodando todos los cojines y almohadones que tenía y recogiendo una de las pesadas mantas de su cama, se sentó junto al candil con el libro sobre su regazo.

Antes de abrir sus páginas, paseó su mirada a través del bosque que se propagaba hasta más allá de donde los ojos alcanzaban a ver. Observó en silencio el movimiento de las copas de los árboles mecidas por la brisa nocturna, estas creaban olas similares a los trazos de un pincel sobre un lienzo, dibujando siluetas sin sentido. 

La embriagó la ternura, recordando los momentos de tranquilidad y felicidad que había vivido en aquel bosque. Había escapado de todos sus problemas encontrando consuelo en la naturaleza, había sido libre por algunas horas corriendo y riendo entre aquellos árboles. Recordó el último día que vagó en él, había sido la última vez que vió a Robin y al resto. 

Todavía la consumía el sentimiento de malestar, preocupada por cómo estaban las cosas entre ellos. Aún sin tener la culpa de la situación, ya que no estaba segura de que era lo que pasaba entre ellos, el remordimiento la invadía al pensar en Robin.

No era justo que ellos tuvieran que cargar con las consecuencias de sus antepasados.

Con un suspiro, abrió el libro por la mitad y comenzó a buscar la página trescientos veinticuatro. Justo cuando estaba a punto de dar con ella, a solo dos páginas, una brisa entró en el balcón con fuerza, provocándole cosquillas en el rostro con algunos cabellos despeinados.

Fue aquella corriente de aire que despejó las nubes que ocultaban a la luna lo que le llamó la atención. Aunque era algo salvaje, aquella brisa era agradable contra su piel. María volvió a contemplar la espesura, preguntándose si los árboles sentirían lo mismo contra sus hojas. 

Fue entonces cuando algo en la linde le llamó la atención. No estaba segura de que había sido aquel movimiento o si simplemente se lo había imaginado, pero le pareció ver una sombra extraña. Estudió con más detenimiento el área, absorta en dar con lo que fuese que rondaba por allí a aquellas horas de la noche. Podría haber sido un animal pero aquella silueta era demasiado grande, es más, ninguna criatura se acercaría tanto al límite del bosque.

Tras unos minutos examinando aquellos alborotados pinos, se relajó, desechando todas las teorías que se le habían pasado por la cabeza. Seguramente había sido su imaginación. Volvió a concentrarse en su libro, sin embargo no había avanzado más de dos páginas cuando paró de nuevo. Aquella extraña sensación no se le iba y la estaba poniendo de los nervios.

Fue entonces cuando un leve fulgor se hizo visible en la espesura del forraje. Cuando las nubes dieron paso a la luna, su claridad iluminó parte de la maleza, dando vida a aquel pequeño brillo lejano.

María se extrañó. No debería de haber nadie rondando por la mansión a aquellas altas horas de la noche, mucho menos vagabundeando por el bosque. Una mezcla de excitación y preocupación la invadió. Seguramente no fuera nada. Podría ser una persona, podría ser algún ladrón, algún cazador nocturno o… Podría ser Robin. 

Aunque el pensamiento de que fuera aquel orgulloso muchacho le cruzó la mente, lo desechó con rapidez. El muchacho no era tan inconsciente como para llegar a aquel punto… ¿Verdad?

Decidida a descubrir qué o quién estaba rondando por aquella zona, se levantó y, arropándose con su vieja rebeca de lana, se encaminó hacia las cocinas. Con cuidado de no hacer ruido para no despertar a nadie del servicio, cruzó con rapidez los pasillos hasta alcanzar la puerta que daba al exterior. El frío la recibió sin compasión, calándole los huesos con rapidez. 

Aprovechó la oscuridad y se dirigió en dirección contraria del fulgor, hacía el establo. Apenas le hizo falta abrir la puerta para colarse dentro y rebuscando entre los viejos alarcones de aperos, encontró en ellos un par de viejas botas de montar. No dudó ni un segundo en calzárselas, satisfecha por lo cómodas que eran y por templarse los pies. Salió a prisa y se dirigió hacia la linde del bosque. 

A tientas y solo con la luz de la luna cuando esta asomaba de entre las nubes, tocó el primer árbol antes de lo que esperaba. Decidió no adentrarse más en la espesura, por si tenía que huir con rapidez de vuelta a la casona. Recorrió lentamente los metros que la separaban del lugar donde recordaba haber visto aquella extraña silueta. Aunque apenas veía más allá de unos pocos centímetros por delante suya, avanzaba con paso firme, decidida a resolver aquel misterio. Observó desde allí el gran edificio de su familia, fue capaz de ver sus habitaciones iluminadas por la vela que había encendido para poder leer y que había dejado prendida. Desde allí se podía ver perfectamente el nido de cojines y mantas que había hecho en su balcón.

Cuando al fin alcanzó el lugar que estaba buscando, no encontró nada. Sin embargo, estudió con detenimiento la zona, buscando indicios de la presencia de algún animal o del paso de algún humano. Para su sorpresa, fue exactamente lo último lo que encontró. La planta de una bota estaba dibujada en la tierra húmeda junto a la silueta de un círculo perfecto. Estudió con detenimiento el patrón de la huella aunque se le hizo una tarea casi imposible con la poca luz que había. Como si le hubiesen leído el pensamiento, el tenue brillo de una llama asomó por su espalda. 

Sorprendida y asustada a la vez por la presencia de un desconocido cerca de ella, trastabilló y chocó contra el tronco del abeto donde estaba. Sin saber cómo reaccionar ante el peligro que se cernía sobre ella, se quedó observando la luz que avanzaba por el bosque. Siguiendo su instinto de supervivencia, intentó esconderse usando el grueso tronco del árbol contra el que se había tropezado. Temerosa de asomar la cabeza para ver quién era aquel intruso, tembló contra las arrugadas cortezas. 

Esta ha sido la peor idea de mi vida.

Consciente ahora del peligro real que corría, intentó alejarse de aquel lugar para poder volver sana y salva a la mansión. No había avanzado ni un paso lejos del árbol, cuando un ruido sonó a pocos metros de distancia. 

Se estaban acercando a ella. 

En pánico, pensó en chillar para pedir ayuda. Con suerte, despertaría a alguien en la casona y acudirían en su ayuda. Solo esperaba no estar demasiado lejos. 

Fue entonces cuando sintió el movimiento. Algo cayó justo delante de ella desde la copa del árbol donde se encontraba. Sin darle tiempo a reaccionar, la aprisionó contra el tronco, empujando su cuerpo contra el suyo y tapándole la boca con una mano para evitar que gritara.

Presa del pánico por verse atrapada, María luchó con todas sus fuerzas, arañando al hombre que forcejeaba contra ella.

–¡María, para, soy yo! –le susurró su carcelero.

María dejó de luchar, reconociendo de inmediato la voz que le susurraba al oído.

¡Robin!

Chapter 19: El jefe

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Narra Robin

Cuando salí de mi cama por no poder dormir y me dirigí hacia el bosque para relajarme, no pensé que acabaría siendo pillado espiando a María. 

Había dado mil vueltas entre las sábanas hasta salir del revoltijo de tela cansado e irritado por no poder conciliar el sueño. Al final decidí vagabundear un rato para despejar mi cabeza de aquellos pensamientos que me invadían y me provocaban insomnio. No fui consciente de hacía dónde me dirigía hasta que ya me encontraba en la linde del bosque, mirando directamente hacia la mansión de la Vega. Iba a continuar mi camino hasta que la luz de una pequeña vela atrajo mi atención hacia el torreón y fue entonces cuando la vi. María estaba allí, tirando cosas por el suelo mientras sostenía un libro en la mano. Reconocí al instante aquel tomo, era el que estaba leyendo cuando hablamos en la librería del pueblo. Me quedé allí, intrigado por lo que estaba haciendo. 

Llegué a pensar que si la observaba podría comprender qué era lo que pensaba aquella cabeza pelirroja. Así que me senté sobre las raíces del árbol más cercano y allí me quedé observándola, estudiándola.

O al menos eso intentaba cuando vi como desaparecía dentro de la habitación. Justo cuando estaba seguro de que se habría ido a la cama, escuché las voces procedentes de lo más profundo del bosque. Me subí al instante en la copa del abeto en el que me encontraba, esperanzado de que las grandes y pobladas ramas me ocultaran de ojos ajenos. Justo cuando pude apreciar la primera silueta a lo lejos, oí un susurro procedente del lado contrario. No tardé mucho en darme cuenta de que era María la que se acercaba desde la linde de los árboles. 

¡Mierda, la van a pillar! Tengo que hacer algo… pero entonces me pillaran a mí aquí… Joder, joder, joder… Como se entere de esto mi padre me mata pero… no puedo dejarla.

Dudé durante unos segundos, pero fue tiempo suficiente para que ella también fuera consciente de las voces que se acercaban cada vez más a nosotros. Intentó esconderse usando aquel árbol como escudo pero sabía que cualquiera que se acercara podría verla. Yo también lo sabía así que me dejé caer con sigilo delante de ella y apretándonos a los dos contra el árbol, le tapé la boca con mi mano, temeroso de que se asustara y nos delatara a los dos con un grito.

El pánico se dibujó en su rostro al verse atrapada e intentó forcejear conmigo para librarse de mi cuerpo y mis manos, pero no la solté.

–¡María, para, soy yo! –le susurré contra su oído lo más bajo que pude.

Al instante dejó de luchar y se relajó tan rápidamente que me sorprendió. Le quité mis helados dedos de los labios y la miré a los ojos, intentando decirle con la mirada que se quedara callada.

  Observé el haz de luz de un farol acercándose cada vez más hacia nosotros. Solo se escuchaba el sonido de pisadas, las voces habían callado, hasta que, a no más de dos metros de nosotros, volvieron a hablar.

–Ey, para, si te acercas más al filo nos podrían ver desde la casona –dijo una voz masculina. Sonaba rígida y autoritaria, incluso gutural.

–Qué extraño, me había parecido ver una luz por aquí –habló un segundo hombre.

María tembló tan fuerte que lo pude notar contra mi propio cuerpo. Incluso yo maldije internamente: aquel hombre era uno de los que nos habían atacado en su carruaje.

Me habría imaginado mil personas diferentes antes que a aquella gentuza, pero como siempre, ponte en lo peor y acertarás. Cuando me giré para mirar cómo se alejaban de nosotros escuché la respiración agitada de María. Si seguía así, podrían escucharla incluso a esa distancia.

–Olvídalo, nosotros no hemos visto nada, seguro que te lo has imaginado. Si no bebieras de esa manera no la pifiarias tanto. Quizás, hasta el jefe se pensase en ese ascenso que le pediste.

–Es él el que nos dice que bebamos y comamos todo lo que queramos mientras nos mantengamos alejados del pueblo. Maldita sea, ojalá me elija, así dejaría de cavar agujeros para la mierda… Por cierto, ¿creéis que vendrá esta noche?

–No lo creo, ya sabes que viene cuando…

En aquel punto se habían alejado tanto que me era imposible seguir escuchando la conversación. Me permití volver a respirar y mis pulmones se relajaron, había estado conteniendo el aliento sin darme cuenta. Me separé de María y, extrañamente, al instante eché de menos aquel calor.

Miré a María, estaba en silencio y con la mirada perdida, clavada en mi pecho. Esperé unos segundos a que reaccionara pero no lo hizo, era extraño verla tan encogida, temerosa. Si de algo estaba seguro desde que la conocí es que era valiente y cabezota, por eso me preocupé al verla tan… diferente.

–¿María? –le dije alzándole el mentón para poder mirarla a los ojos, intentando que volviera en sí– ¿Estás bien?

Sus pupilas se dilataron, como si estuviera despertando de un sueño profundo, volviendo poco a poco en sí. Respiró profundo y habló.

–Sí, sí, estoy bien, es solo… Cuando he reconocido esa voz me he puesto muy nerviosa. Lo siento, casi nos pillan por mi culpa.

Me reí medio en silencio.

–Somos expertos en que no nos pillen, María –la solté y me alejé de ella. Ambos necesitábamos calmarnos y estar tan cerca de ella tenía el efecto contrario– Pero sí, ha estado muy cerca.

–No hace falta que lo jures –dijo nerviosa–. Si nos hubiesen pillado estoy completamente segura de que habría cumplido lo que dijo en el carruaje –tembló ante el recuerdo.

Recordaba las palabras de aquel malnacido como si las acabara de decir. Bestias como aquellas hacían con las mujeres lo que les venía en gana, aunque con ello las destrozaran. Nunca comprendí aquella brutalidad y siempre condenaría a los hombres así. Aunque para mí, aquellos animales no se podían considerar hombres, no eran más que bestias salvajes.

–No te preocupes, tú vuelve adentro y duerme. No se atreverían a entrar en la casona, ni siquiera de noche.

–Gracias de nuevo Robin, siempre te tengo que estar agradeciendo –se rió, de repente divertida por todos los problemas en los que nos metíamos–. Ten cuidado volviendo a casa.

Asentí y miré hacia el punto en el que había perdido de vista a aquellos hombres. Había escuchado  hablar solo a dos pero juraría haber visto más sombras alejándose de ellos, así que quizás eran más. 

–Por que vas a volver directo a casa, ¿verdad? –me preguntó María mientras seguía mi mirada hacia aquel mismo lugar– No los sigas Robin, no vayas solo, es muy peligroso.

Me cogió de la mano, como si aquel simple gesto fuera capaz de detenerme. Me reí de su autoconfianza, pero tenía razón, no los seguiría. Al menos, no aquella noche. Estaba solo y no sabía cuántos de ellos eran, no quería acabar en una emboscada. Tampoco era tan estúpido, conocía mis propios límites.

–No te preocupes, no estoy tan loco como para embarcarme en una caza suicida. Ahora vuelve a dentro para que me pueda ir, no quiero dejarte sola aquí fuera.

María sonrió con astucia, por mi repentina caballería. Sinceramente, hasta yo mismo me sorprendí del cuidado que tenía con ella. Se suponía que tenía que odiarla y hacer todo lo posible por fastidiarla y aquí estaba, cuidado de ella como un guardaespaldas.

–Ya me voy, ya me voy –dijo mientras avanzaba hasta salir de los árboles. Justo cuando pensé que se había acabado nuestro tiempo juntos, se giró de nuevo– Ten cuidado, Robin, y… no te voy a preguntar qué hacías aquí –dijo mientras se reía de mí, como si me hubiese pillado in fraganti . Aunque técnicamente era exactamente eso lo que había hecho.

–Mejor… Porque si me preguntas, ni yo mismo sé la respuesta –me sonrió, como si aquella contestación fuese justo la que esperaba–. Hasta mañana, María. Que descanses.

La chica se encaminó al trote hacía la puerta trasera de la mansión y se giró para verme marchar. Solo que ya no estaba allí, iba camino a casa ideando un plan en mi cabeza.

Habrá que cazarlos antes de convertirnos en presas.

Chapter 20: Río arriba

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Tercera persona

–¿Estás seguro de esto, Robin? –preguntó por tercera vez Max.

–Ya te lo he dicho, necesitamos saber quiénes son, o al menos, cuántos. Están campando a sus anchas por nuestras tierras y después de lo que pasó con la caravana De la Vega, creo que queda claro que no tienen buenas intenciones. No quiero gente así aquí.

–Ya, entiendo lo que quieres decir, pero aún así todo esto me parece muy extraño. Según tú parecía que conocían el bosque pero si fuese así alguien los habría visto antes, ya fueran los hombres de tu padre, nosotros o alguien del pueblo –contestó temeroso Max.

–Por eso mismo os estoy diciendo que tenemos que investigarlo a fondo. Tenemos que ir a lo profundo del bosque, fuera de los cotos de mi padre, si están asentados en algún lugar será uno apartado para que nadie se tope con ellos por casualidad. 

–Aún así es demasiado peligroso Robin. No sabemos lo que podemos encontrarnos si vamos fuera de los límites. Si nos pillan fuera de las tierras de tu padre, no nos podrá proteger y estaremos a merced de cualquier forastero –frunció el ceño León mientras objetaba sobre el plan.

–Por eso tenemos que ir ahora, a pleno día para que no nos puedan coger desprevenidos. Por lo que hemos visto, tanto en el ataque a María como en el encontronazo de ayer, siempre actúan de noche. 

–En eso tiene razón, si intentamos seguirles la pista ahora no estarán preparados e incluso puede que ni siquiera estén vigilando después de haber salido anoche –lo secundó Lucas.

El silencio se hizo entre los cuatro, mientras sus pensamientos divagan en los pros y los contras de aquel plan descabellado en el que se iban a embarcar. León suspiró resignado, sabía que daba igual lo que dijera ninguno de ellos, Robin iría incluso aunque tuviera que ir solo y ninguno de ellos tres lo abandonaría en una situación como esa.

El mayor de los gemelos se levantó de su asiento e intentó relajar los músculos que se le habían vuelto tirantes después del tiempo que habían estado sentados sobre las duras rocas. Aquella mañana, tras reunirse con Robin, este les había llevado directamente hacia el claro de rocas mientras les explicaba lo que había pasado la noche anterior.

–Será mejor que empecemos a rastrearlos ya o se nos vendrá la noche encima –todos se levantaron y comenzaron a  prepararse para partir– ¿Hacía dónde vamos Robin?

El cabecilla del grupo se adelantó hacia los primeros árboles y sin dudar ni un segundo, emprendió el camino con la vista enfocada en un punto en el horizonte.

–La última vez que los vi se dirigían hacia el río.

No dijeron palabra alguna más, ya que los cuatro sabían perfectamente el camino. En silencio, continuaron con el rumbo fijo hasta que, ya entrados en calor, los pasos se convirtieron en un trote, manteniendo la misma velocidad. Los pasos más rápidos y ágiles apenas se escuchaban sobre las hojas que se deshacían bajo la suela de las botas, sin embargo, otros más toscos y pesados rompían pequeñas ramas sin inmutarse del destrozo bajo ellos.

Avanzaron sin miramientos ni preocupaciones, totalmente seguros de donde estaban y hacía dónde se dirigían. Incluso los animales a su paso parecían reconocerlos, apartándose de sus caminos sin temor alguno, simplemente dejándoles paso como si estuvieran habituados a aquellos gigantes.

No tardaron mucho en llegar al río. Aquella parte del bosque era extremadamente bien conocida para los muchachos, ya que era el lugar donde se daban baños las tardes que eran demasiado calurosas para soportarlas sin un resfrescón. 

Justo en aquel punto específico, el canal se estrechaba y perdía profundidad, volviéndose apenas un riachuelo que les cubría de agua hasta la cintura. Habían descubierto después de su primer baño que Max no toleraba bien las profundidades. El pobre chico casi había tenido un ataque de pánico la primera vez que se metió en aquellas cristalinas aguas y no fue capaz de ver el fondo bajo sus pies. Así que habían buscado hasta encontrar aquel pequeño rincón para que su amigo también pudiese unirse a ellos en el agua.

Por lo que veían, todo estaba igual que siempre, las rocas de la orilla ocultaban ranas y pequeños insectos que disfrutaban de un poco de humedad, las plantas semiacuáticas que se encontraban en las riberas se veían brillantes y vivas, sin nada que perturbara su paz.

Observando la belleza y la calma que transmitía aquel rinconcito de tranquilidad nadie diría que un grupo de bandidos acechaba por aquellas tierras.

–Se dirigían hacía aquí cuando los vi, puede que unos cientos de metros más abajo, no estoy seguro. Estaba demasiado oscuro para distinguirlo bien –Robin se subió su pañuelo, enrollándolo sobre su naríz–. Está bien, separémonos y busquemos por los alrededores a ver si encontramos algo que nos dé alguna pista.

Los otros tres chicos asintieron y no tardaron en separarse. León ayudó a Max a saltar el camino de rocas hacia el otro lado del río y Lucas se dirigió en dirección contraria de donde estaba Robin. Este empezó a investigar los márgenes del río en busca de huellas o algo que le sirviera para encontrar alguna pista.

El tiempo pasaba despacio mientras estudiaban con detenimiento todos los factores de su alrededor. Las hierbas cercanas por si se podían apreciar pisadas de botas, si en los árboles había algún tipo de marca que pudieran haber establecido para indicar el camino, si había alguna señal de que por allí había pasado alguien… Cualquier indicio que pudiera decirles algo, sin embargo, no tardaron mucho en darse cuenta de que no había nada que les sirviera de algo.

Aún así no se rindieron, siguieron inspeccionando todo a sus alrededores, cada vez adentrándose más hacía el bosque por si habían usado las sombras de los árboles para ocultarse mejor. Eran buenos rastreadores, su padre siempre los hacía llamar cuando los cazadores daban con una buena presa escurridiza. 

Y al final siempre daban con ella. 

Sin embargo, aquella caza no tardó mucho en ser interrumpida.

Llevaban ya varias horas investigando el área cuando lo escucharon. Unos ligeros pasos, casi silenciosos, que avanzaban con gran rapidez hacía donde ellos se encontraban. Aunque no se veían entre ellos por la distancia en la que se encontraban, sabían que los demás también habrían captado la nueva presencia y se esconderían.

Con suerte, alguno de aquellos estúpidos estaría de vuelta y podrían seguirlo sin que se diera cuenta. Sin embargo, Robin se dió cuenta rápidamente de quien se estaba acercando. Aquellos pasos eran casi imperceptibles y aunque sonaban como botas no era un cuerpo pesado el que las portaba. Teniendo en cuenta todo lo que había pasado, no tardó mucho en imaginarse quién era. 

Ni siquiera le hizo falta ver la melena pelirroja para estar seguro.

–¿Robin? –esperó unos segundos– Sal, sé que estás por aquí –alzó la voz la chica, provocando una sonrisa en el chico que buscaba.

Por un instante dudó, queriendo jugar con ella, sin salir a su encuentro. Se asomó y la vió con la cabeza alzada, deambulando la vista por las copas de los árboles lo que solo hizo que se riéra aún más.

–He perdido la cuenta de cuántas veces te he dicho que no te adentres sola en el bosque, señorita de la Vega –dijo Robin saliendo de detrás del árbol en el que estaba escondido.

La chica se giró hacía la voz que le hablaba, dando con ella con un rápido giro de cabeza. Sonrió a su nuevo acompañante.

–Y yo he perdido la cuenta de cuántas veces te he dicho que voy a hacer lo que me venga en gana, señorito Aguilar –la chica sonrió con picardía, satisfecha por el título con el que se dirigía a él, sabiendo perfectamente que lo molestaría.

Robin acortó la distancia que los separaba aunque no fueran más que unos metros. Sin embargo, se mantuvo distanciado ya que la chica se encontraba en el lado contrario del río. Ambos se observaron en silencio desde los márgenes del agua hasta que la chica habló.

–¿Dónde están tus chicos? Esperaba que estuvieran aquí hoy –hizo un mohín infantil, como si la diversión no fuera a ser la misma si no estaban todos juntos.

–¿Acaso crees que no sería divertido si estuviéramos sólo nosotros dos? –le dijo Robin bajando el tono de voz mientras le sonreía con bravuconería. 

–Oh, Robin, siento ser yo la que te diga esto, pero… pierdes mucho sin tus amigos. Ellos son los verdaderamente divertidos.

Una carcajada incontrolable sonó cerca de María y esta sonrió para sí misma, Su plan había funcionando. Max y León salieron de unos arbustos a unos metros de distancia de ella y Lucas asomó la cabeza desde la copa de un árbol aún más lejano.

–Ahí tienes que darle la razón Robin –le gritó Lucas mientras todos se reunían junto a ambos.

–Ja-ja, muy gracioso María. Insultas como un niño pequeño.

–No te confundas, no es que insulte como un niño pequeño, es que insulto a un niño pequeño –le contestó mientras le sacaba la lengua actuando como un infante de verdad.

Sus amigos se rieron del ingenio de la chica mientras eran testigos de cómo le ganaba el pulso a Robin.

–Cállate ya, tonta –le dijo sonriéndole mientras le lanzaba una piedra a los pies para que le salpicara el agua del río– ¿Qué haces aquí? Pensé que te dije que te quedaras en la mansión, es peligroso aquí fuera.

–Estaba segura de que irías a buscar a aquellos tipos y quería ir con vosotros. Además, no os tenéis que preocupar por mi tío porque mis primos me están cubriendo para que no sospeche de mi ausencia.

Robin frunció la boca ante la mención de aquellos dos. La chica no le había hecho nada, pero aquel estúpido chico le había puesto de los nervios desde la primera vez que lo vió. No era alguien que le cayera en gracia.

–Aún así no es seguro que estés aquí y mucho menos que vengas con nosotros. Vete a casa María.

–¿Ir a dónde Robin? Habéis tenido todo el día para rastrearlos y seguirlos hasta su escondrijo y, sin embargo, aquí estáis –lo miró retándole a que le dijera que se equivocaba– ¿No tienes ni idea de hacia dónde ir, verdad?

Robin apretó la mandíbula y le sostuvo la mirada. Era consciente de que era inteligente, pero llegar hasta aquel punto de saber cómo actuaría sin apenas conocerlo le erizó la piel. Igual que un gato y su sexto sentido para el peligro.

–Yo sí sé, Robin. Piensa en esto –la chica se agachó y hundió las manos en el agua– ¿Por qué unos bandidos se dirigirían hacía el río en vez de poner rumbo directamente hacia su guarida?

Aquello captó la atención de los chicos, los cuales estaban concentrados en María. Sus palabras haciendo eco en sus pensamientos mientras intentaban buscar una respuesta. 

Fue a Max al primero que le asaltó el brillo de la perspicacia al dar con la respuesta correcta.

–Porque es el punto que usan de referencia para el camino de vuelta.

La chica le sonrió y le levantó el dedo pulgar en señal de acierto.

–¡Exacto! ¿Y si es el punto que usan como guía, por qué el río y no cualquier otra cosa?

Esa pregunta les costó más que la anterior, haciendo funcionar sus células grises a plena potencia. Sin embargo, tras unos minutos de silencio intentando encontrar una solución, ninguno de los cuatro pudo aportar una.

–Vamos chicos, para qué usarías el río en vez de un camino que os habrías aprendido de memoría de todas las veces que tendrías que haberlo recorrido.

–Porque el río es el camino –dijo Robin sin pensarlo mucho, arriesgándose con lo único que pensó que tendría algo de sentido. Sin embargo, cuantas más vueltas le daba más sentido tenía–. Es el camino que usan de vuelta. Y este camino solo tiene dos direcciones, hacia el sur que pasa junto al pueblo o hacía el norte, saliendo de nuestras tierras.

–¡Bingo! Así que si seguimos río arriba, tarde o temprano deberíamos de dar con ellos.

–Tiene sentido –puntualizó León–. Aún así, es una suposición María, podrías estar equivocada.

–Lo sé, León –dijo María, sorprendiendo a los cuatro chicos por reconocerlo con tanta facilidad–, pero es la única opción que tenemos ahora mismo. Es eso o nada.

Los cinco se miraron entre ellos, sopesando aquellas palabras para decidir su siguiente paso. Pero como bien había dicho la chica, no tenían otra opción.

–Tiene razón, debemos seguir río arriba hasta que encontremos alguna otra pista que seguir. Sin embargo –el chico hizo una pausa, alzando el rostro para observar el cielo–, no nos quedan muchas horas de sol y no sabemos cuántos kilómetros tendremos que recorrer antes de encontrar algo. Voto porque avancemos un poco para preparar el camino y que volvamos pronto para prepararnos para salir mañana temprano.

María fue la primera en hablar.

–Por mi no hay problema, mañana podré escaparme temprano si lo preparo con antelación con mis primos. 

Robin rodó los ojos rechistando, haciéndose a la idea de que no se libraría de ella tan rápido. Antes de poder contestarle, León intervino.

–¡Shh! Callaros un segundo –susurró en voz baja– ¿Habéis oído eso?

Todos guardaron silencio, agudizando el oído para escuchar con atención algo que se saliera de lo común. No tardaron mucho en escuchar aquel leve rumor, en sigilo levantando con cuidado hojas a su paso, destapando su escondite con un leve murmullo. Unos pasos silenciosos y desacompasados sonaban cada vez más cerca de donde se encontraban, apenas diez metros los separaban de aquella desconocida presencia. 

La sangre se les heló en las venas a los cinco, conscientes de que aquellos pasos no eran los normales de un ser humano. No tardaron mucho en confirmarlo cuando un gutural rugido atravesó el aire, erizándoles los pelos de la nuca como respuesta al peligro. No era un simple zorro que se había asustado y gruñido en defensa, aquel animal sonaba más grande. 

Grande y feroz.

El sonido provenía de detrás de María y cuando todas las cabezas se giraron para buscar a aquella criatura, unos arbustos se zarandearon, delatando la presencia de la criatura. Fue entonces cuando la bestia, agazapada, se hizo visible entre los árboles. 

Un gato del tamaño de un lobo miraba con fiereza a los chicos que lo observaban con los ojos bien abiertos por el pánico.

¿Qué diablos hace una leona en un bosque?

Chapter 21: Ayudaré a todo aquel que lo necesite

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Tercera persona

Incluso el bosque estaba cohibido por la presencia de aquel animal tan extraordinario. Todo estaba en silencio a excepción del arrullo del agua que seguía su camino de manera imparable. Los pájaros no cantaban más, los pequeños roedores se acurrucaban en sus escondrijos temerosos de ser atrapados, el viento no ululaba como si fuera una muestra de respeto. Todo el ambiente se sentía pesado ante la presencia de aquella enorme bestia.

Incluso para los desconocedores del tema, era fácil darse cuenta que aquel animal estaba fuera de su hábitat. El color dorado pálido de aquel pelaje no coincidía con los tonos verdosos del bosque, resaltaba incluso aunque se intentara ocultar entre la maleza. Su abrigo de pelo no era lo suficientemente grueso para protegerla de las temporadas de heladas que hacían en invierno, incluso su tamaño desencajaba en aquel ambiente repleto de seres pequeños. 

Todos los presentes habrían pensado lo mismo si no fuese por el miedo que se apoderó de ellos, dejándolos inmóviles como estatuas, temerosos de que cualquier movimiento pudiese provocar al animal y que este los atacara.

El animal los miraba con la mirada afilada, estudiando y sopesando sus opciones frente a aquellos cinco extraños. Parecía que había dado con ellos por casualidad, ya que no parecía estar de caza. Si hubiese estado buscando alimento no se habría revelado, sino que los habría atacado sin delatarse o al menos eso era lo que pensaba María en aquel momento.

La leona -por la ausencia de la corona de pelaje alrededor de su cuello y en su cabeza- se aproximó hacia ellos con paso desconfiado y curioso, olfateando el aire en un intento vano de reconocer algo en ellos. Cuando comprendió lo que aquel olor significaba se detuvo de inmediato, aunque para entonces ya se encontraba fuera del bosque, desamparada de los árboles y sus sombras. 

Los cinco pares de ojos humanos aprovecharon para observar al detalle a aquel animal tan fuera de lo normal. Era un claro ejemplar adulto, aunque parecía completamente desarrollado se podría considerar pequeño para su edad.

  Pero no fue ni su tamaño, ni el color dorado de su pelaje, ni los exquisitos ojos dorados lo que atrajo la atención de María, sino la gran mancha negra que tiznaba la piel de su costado derecho. Aunque aún se encontraba a unos metros de distancia y no podía estar completamente segura, estaba casi convencida de que aquello era una herida. 

Y a juzgar por la cantidad de sangre, una herida abierta.

El miedo pasó a un segundo plano dentro de su mente cuando la invadió la preocupación por aquel animal. La congoja le apretó el corazón imaginándose cuanto le tenía que doler, incluso el más mínimo movimiento o esfuerzo, hasta respirar le tendría que costar muchísimo viendo donde se localizaba la herida.

–¿Estás herida? –le susurró a la leona como si esta pudiera responderle.

Pero, lógicamente, en vez de responderle, el sonido de su voz la asustó haciendo que el animal saltara y se alejara unos metros hacia atrás, volviendo a ponerse bajo el refugio de las copas y las ramas de los árboles.

María alzó la mano en su dirección, como si pudiese alcanzarla, sin embargo el animal no tardó más de unos segundos en perderse entre la espesura del bosque. El sonido, herido y desacompasado, de sus cuatro patas fue lo único que les quedó de aquel encuentro tan insólito.

–¿Qué diablos ha sido eso? –preguntó Max con los ojos aún desencajados por el terror.

–¿Todos habéis visto lo mismo o estoy teniendo alucinaciones con una leona? –preguntó Lucas mientras se frotaba los ojos como si estos no funcionaran bien.

–Era una leona, de eso no cabe duda –bromeó Robin en mitad de un escalofrío.

–¿Habéis visto la mancha oscura que tenía en el costado?

–Tendré que avisar a mi padre para que organice una partida de caza. A ver como le explico yo…

Empezó a hablar Robin mientras planeaba una manera para contarle a su padre lo que había pasado, pero aquello sólo sirvió para escandalizar a María.

–¿¡Cómo que para darle caza!? 

Robin se sobresaltó por la ferocidad con la que interrumpió María.

–Hombre, no esperaras que deje campar a sus anchas a un animal tan peligroso. No tardará mucho en atacar a alguien, María.

–Eso no lo sabes. Nos ha podido matar a los cinco sin apenas esfuerzo y no lo ha hecho en ningún momento. Creo que simplemente era curiosidad por saber quiénes éramos.

–Vamos, María, es una depredadora, aunque no nos haya atacado hoy, ¿qué crees que hará cuando tenga hambre? –no dejó que contestara– Ya te lo digo yo, atacará a lo primero que se le ponga por delante. No podemos arriesgarnos.

María no se molestó en prestarle atención a lo que estaba diciendo, sino que se dió la vuelta y se dirigió a paso ligero hacia el lugar por el que se había marchado el animal. Observó con detenimiento el camino que se había formado a través de la hierba y de los arbustos tras el paso del cuerpo de la leona y no tardó mucho en dar con lo que estaba buscando. 

Pequeñas gotas de sangre estaban regadas aquí y allí, justo por donde había huído. La preocupación la invadió, al igual que el impulso por ir detrás de ella y cuidarla hasta que se recuperara.

María arrancó una hoja manchada de sangre del arbusto más cercano y volvió junto a los chicos para enseñársela.

–¿Ves? Está herida, no es un peligro para nadie –dijo con la voz entrecortada por la preocupación.

Robin la observó en silencio durante unos segundos antes de suspirar abochornado. La miró como intentando descifrar algún puzzle que se le escapaba a su comprensión.

–A ver si me queda claro, María, porque te juro que no hay quien te entienda– Robin se acuclilló en la orilla del río para echarse agua en el rostro– ¿A ti lo que te preocupa es el animal? –dijo como si plantearse aquel pensamiento fuese incorrecto.

–Exacto. Deberíamos de ir detrás de ella a ver si conseguimos encontrarla antes de que se aleje demasiado. No debería de ser muy difícil seguir el rastro d…

–Ey, ey, para el carro. No vamos a perseguir a un animal herido, es lo más peligroso que podemos hacer –dijo León como si fuera la personificación del raciocinio–. No puedo entender por qué quieres ayudarla.

–Ayudaré a todo aquel que lo necesite mientras lo merezca. Aquel pobre animal no ha hecho nada malo y no me parece bien que se vaya a morir de una infección por el simple hecho de que tú le tengas miedo. Así que sí, quiero ayudarla –María sonrió a los chicos que ahora la miraban con admiración, totalmente deslumbrados por ella. Aquellas palabras les hicieron reflexionar sobre sus propios principios, de repente en duda sobre la manera en la que habían prejuzgado tanto a aquel como a otros muchos animales antes–. Además, quien sabe, a lo mejor es dócil.

–Lo dudo mucho –puntualizó Robin–. Pero está bien, no le diremos nada a mi padre. Aún así, no iremos a buscarla, eso puede ser nuestra sentencia de muerte si se siente acorralada –María fue a replicar, pero la interrumpió antes–. Pero, si nos la volvemos a encontrar, trataremos de ayudarla… pero solo si se deja. 

María sonrió, satisfecha por haberse salido con la suya de nuevo. Aunque no los había convencido del todo, había conseguido lo suficiente para mantener a aquel animal con vida hasta que pudiera dar con ella.

–Ahora volvamos, debemos prepararnos para mañana. Tenemos otra caza más importante.

Chapter 22: Si no la cuidamos nosotros, no sé quién lo hará

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Narra Alexander

Sabía perfectamente que mi prima estaba maquinando otro de sus planes desde el momento en que llegó a la casona, ayer a última hora de la tarde. Había llegado con evidentes signos de haber vagabundeando por el bosque de nuevo, eso no lo dudaba. No entendía como todos estaban tan ciegos en aquella casa para no ver lo que estaba haciendo, incluso con las mentiras que salían de mi boca y de la de mi hermana para protegerla. 

Había que ser muy ciego para no ver la marca de tierra en sus botas, los bajos de su falda húmedos y llenos de maleza pegada o el brillo de emoción que inundaba sus ojos. 

Aún así, algo estaba fuera de lugar en ella, al menos algo más de lo normal. Había llegado callada, seria, aunque se le notaba la emoción en sus ojos habría jurado que también podía apreciar cierta preocupación en ellos. 

Y por supuesto, aunque ambos, mi hermana y yo, le preguntamos qué había ocurrido, María no nos contó nada. Por el contrario, nos pidió que la cubriésemos de nuevo al día siguiente, ya que tenía intención de salir bien temprano en la mañana. Nos miramos a la vez, ambos preocupados por los riesgos que estaba dispuesta a afrontar para volver a ver a aquellos estúpidos chicos. 

O al menos pensaba que lo hacía por ellos, por volver a verlos, porque sino no podía encontrar una respuesta lógica a sus acciones. Por eso mismo aceptamos ayudarla, haría por ella lo que fuese después de todo lo que ella había dado por nosotros, pero sobre todo porque si no la cuidamos nosotros no sé quién lo haría. 

Pero cuidarla no significa concederle todos los caprichos que nos pidiese, por eso mi hermana y yo decidimos aquella misma noche, al retirarnos a nuestros aposentos, que al día siguiente la seguiríamos para asegurarnos de que no le pasaba nada.

Ya habíamos preparado todo antes de acostarnos: había hablado con su tío para decirle que tenía intención de llevarlas a las dos al pueblo a dar un paseo y a mirar telas y accesorios para sus vestidos, había pedido a las criadas que preparasen una pequeña cesta con comida para los tres por si nos tardamos en volver y le había mentido al viejo mayordomo sobre la hora a la que saldríamos para que no pudiese venir con nosotros. Había que reconocer que aquel anciano era un devoto de su trabajo, incluso en la gran ciudad se podrían haber peleado por contratar sus servicios las familias más grandes y nobles. Sin embargo, para María era todo un inconveniente para sus planes totalmente fuera de la permisibilidad de su tío.

Gracias a todos los preparativos del día anterior, Anna y yo no tardamos más de unos minutos en alcanzar a María después de que abandonara la casa a toda prisa a primera hora de la mañana. Corrimos detrás de ella intentando lalcanzarla sin éxito, llevaba un ritmo que ni un galgo de caza sería capaz de aguantar. Así que no nos quedó más remedio que descubrirnos para no perderla.

–¡María, para, por favor! –le grité a la sombra que avanzaba delante nuestra ya sin aliento y con las primeras gotas de sudor asomando por mi frente.

Escuchamos como los pasos que se alejaban cada vez más de nosotros se detenían de inmediato y continuamos avanzando hacia ella, hasta que nos la encontramos cara a cara. 

Aunque nos recibiera con una mala cara.

–¿Qué diablos hacéis aquí, Alexander? ¿Otra vez me estáis siguiendo? ¿Qué estáis pensando, en tomarlo como un nuevo hobbie?

Vi como el rostro de mi hermana se contraía en una mueca, herida por las palabras de María. Me enfadé con ella y con su actitud infantil.

–Si nuestra cabezota prima nos dijera qué es lo que está pasando, quizás no nos tendríamos que preocupar tanto por ella como para seguirla a escondidas –la acusé alzando la voz, de repente desesperado con ella–. Maldita sea, María, estamos mintiendo por ti, estamos jugándonosla por ti y tú simplemente nos ignoras para salir a jugar con tus nuevos amigos –podía notar como se crispaba mi rostro cada vez más tras cada palabra que salía de mis labios–. Hemos venido hasta el culo del mundo por tí y estoy totalmente seguro de que sii no fuera porque te cubrimos las espaldas para tus escapadas, ni siquiera te importaríamos, ¿verdad?

Incluso antes de terminar la frase, sabía que estaba siendo demasiado duro con ella, pero ver la primera lágrima correr por el rostro de mi hermana apartó de mi conciencia cualquier ápice de remordimiento. Observando lo pálido que estaba el semblante de María supuse que mis palabras habían surtido efecto.

–Yo.. No, claro que no, Alex. Me alegro mucho de que estéis aq…

–Pues no lo parece, María –la interrumpí, mi tono solemne y frío, duro como el acero.

María observaba a Anna, volviéndose consciente de la realidad al ver la pena que reflejaba el rostro de mi hermana. Incluso el de ella misma se contrajo en una mueca de tristeza y arrepentimiento.

–Tienes razón, lo siento. Debería de haberos contado lo que está pasando y lo haré, de verdad. No quiero que penséis eso, no sabéis lo feliz que me hace que estéis aquí, os lo juro. Es solo que… que algo grande está pasando en el valle y necesito respuestas.

–Pues déjanos que te ayudemos a encontrarlas, María. Prefiero meterme en problemas contigo a dejarte sola ante el peligro –dijo mi hermana, al borde del llanto.

–Oh, Anna, lo siento tanto –le contestó, corriendo a sus brazos para abrazarla, intentando consolarla para que se detuvieran sus pequeñas lágrimas.

 –De acuerdo, os lo contaré todo, pero debemos aligerarnos o no llegaremos a tiempo, no tenemos tiempo que perder –dijo mientras tomaba la mano de mi hermana con la suya para retomar el rumbo–. A ver, ¿os acordáis del ataque a la calesa cuando llegué al valle? Pues hará un par de noches…

Chapter 23: El camino hacia la decadencia

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Tercera persona

Después de una charla bastante fructífera con sus primos, por la cual se sorprendieron y horrorizaron por igual tras conocer todo lo que María había hecho a sus espaldas, se sintieron más tranquilos sabiéndose ahora partícipes de todo aquel descabellado plan. El detalle de la pequeña reunión improvisada con aquel depredador fue lo que más les chocó a ambos. Jamás habrían pensado que en aquel bosque, tan cercano al que estaba siendo su hogar, habitara semejante bestia.

No tardaron mucho en arribar al mismo punto del río en el que se encontraron a la leona el día anterior. Apenas unos minutos después de terminar de explicarles todo lo que había pasado en los últimos días, se encontraron cara a cara con el grupo de muchachos. La mayoría de sus rostros se tornaron en sorpresa al verlos, menos el de Robin, que hizo una mueca de disgusto.

–¿Qué hacen ellos aquí, María? Pensé que había quedado bastante claro la importancia de mantener todo este asunto en secreto.

–Puedes preguntarnos a nosotros directamente ¿Sabes? –le chasqueó la lengua en señal de disgusto Alexander– Tenemos boca para contestarte, no tienes que hablar de nosotros como si no estuviéramos aquí.

Robin no le contestó, simplemente lo miró con ojos planos, indiferente a sus palabras.

–No pueden seguir mintiéndole a mi tío y esperar que no me pregunten el porqué, Robin. Además, confío plenamente en ellos y serán de ayuda. No sabemos cuántos bandidos son y cuantos más seamos, más posibilidades de encontrar algo que nos lleve hasta ellos –María calló la parte en la que les pidió que le avisaran si veían alguna señal de la leona.

Durante unos segundos se hizo el silencio, mientras el grupo de chicos devinenses recapacitaban sobre lo que había dicho la pelirroja. Fue León el que rompió el silencio.

–Tiene razón, Robin. No sabemos en lo que nos estamos metiendo y toda la ayuda que tengamos podría ser poca –puntualizó.

–Siempre tiene razón… –disgustado masculló para sí mismo Robin, lejos de los oídos de los demás –Está bien, que vengan, pero espero que puedan mantener el ritmo, no podemos retrasarnos.

El gesto de Anna se contrajo, de repente preocupada por si sería capaz de aquel sobreesfuerzo. No quería ser un inconveniente para nadie y no es que el ejercicio físico se le diese extremadamente bien, al contrario, era algo torpona. Su cuerpo era pequeño, pero solo en altura. Su apretadísimo corsé disimulaba la mayor parte de su cuerpo, sin embargo este se mostraba claramente en sus curvas, las cuales eran muy pronunciadas y remarcadas. En cada fiesta, reunión o cita a la que había acudido en la capital había escuchado siempre el mismo susurro afilado tras su paso: gorda . Aunque María se empeñaba en decirle siempre que tenía un cuerpo envidiable y hermoso y que ignorase los sinsentidos de los remilgados que hablaban así de ella, siempre le hacían sentir una gran inseguridad. Con un cuerpo tan poco atlético, en comparación con el resto, no sabía si sería capaz de seguirles el ritmo sin ser un problema. Sin embargo, la preocupación que la invadió por su prima y su hermano le dió suficiente fuerza para afrontar aquel desafío.

Inundaba de preocupación por sus seres queridos y armándose de valor, se recogió las faldas del vestido y emprendió el camino, seguida de cerca por su hermano. 

Si hubiese sabido el camino que les esperaba, no hubiese decidido acompañarles en aquella horrible travesía. Al principio, la comitiva avanzaba sin problemas, determinados a conseguir sus objetivos, pero con el paso del tiempo y de los kilómetros, el terreno se hacía cada vez más intransitable. El camino se volvía cuesta arriba, cada vez más pedregoso y peligroso; la humedad del río inundaba la zona provocando que les costase más respirar, hasta el punto de hacerlos sentir sofocados; el sol cada vez se alzaba más en el cielo, aumentando la temperatura varios grados y haciéndolos sudar de manera incómoda; sus cuerpos comenzaban a sentirse cansados y doloridos, disminuyendo el ritmo del grupo.

María y Alexander iban atentos a Anna, la cual luchaba por respirar con cada paso que daba. Ss rostro estaba tan enrojecido por el esfuerzo que parecía que se iba a desmayar en cualquier momento, sin embargo, fue la que encontró la primera pista.

–¡Allí! –dijo, señalando una huella enfangada a unos metros a su derecha.

Robin corrió hacía la única señal humana que habían encontrado desde que partieron, esperanzado de al fin haber encontrado lo que estaban buscando. Era la huella de una bota, por el tamaño, parecía de hombre y de uno bastante alto.

–Por lo seca que está la arena parece que lleva días aquí pero se ha mantenido intacta por la humedad del río –dijo palpando la arena alrededor de la huella y buscando algún rastro más sin éxito–. Creo que es de uno de los tres del otro día.

–Lo és, es del tipo que me atacó –dijo de manera estrangulada María.

A Robin se le oscureció la mirada observando el rostro preocupado de María. Sabía perfectamente a cual de los tres tipos se refería: el que la amenazó con abusar de ella hasta “destrozarla” . Si Robin no era capaz de olvidar aquellas palabras, no quería ni imaginarse cómo sería para María. Normal que reconociera aquel par de botas en cualquier lugar, tenían que haberse quedado grabadas a fuego en su memoria.

–Parece que cruzaron al otro lado del río pero que siguieron hacia adelante, a juzgar por la dirección de la pisada –señaló León.

–Tienes razón. Aún así no quiero que nos separemos, será mejor continuar juntos por si acaso nos encontrásemos con alguien –Robin se paró a pensar unos minutos–. Haremos esto: marcaremos la zona y seguiremos hacía adelante unos kilómetros más, si no encontramos nada antes de que comience a bajar el sol, nos volvemos para Villa Deva y el próximo día tomaremos rumbo al este desde este mismo lugar.

Todos asintieron, de acuerdo con el plan. Aunque nadie lo dijo, todos esperaban que no fuera en balde para no tener que volver a hacer aquel mismo camino, aquello era extenuante hasta el límite.

Por suerte para todos, no tardaron más de unos minutos en dar con algo nuevo. La brisa se calmó, apenas soplando y haciendo que la humedad se condensara aún más en la zona. El marrón de las piedras fue reemplazado por el verde del musgo en toda la zona y la naturaleza cobró vida por todos lados. Incluso en aquel muro enorme que se alzó inquebrantable delante de ellos. 

Un pequeño acantilado, coronado por una cascada en miniatura, hacía de corte en el río, creando un pequeño estanque a los pies del muro de piedra. La pared muy irregular y salteada por pequeños y grandes salientes rocosos estaba repleta de flores, matorrales y líquenes por doquier, al fin y al cabo eran los únicos capaces de agarrarse a aquellas empinadas paredes. Era un peñón de piedra y tierra, pero el paso del agua a través de sus rocas las decoraba con maleza, lo que le concedía una belleza sin igual, como un cuadro de cientos de colores sobre un fondo marrón tostado. El estanque a sus pies parecía profundo, no se veía el fondo, solamente se apreciaban algunas plantas acuáticas que crecían sin parar buscando la luz de la superficie. Aún así, la vida rebosaba en sus aguas, repleta de pequeños peces que brillaban bajo el sol, hojas y juncos que bailaban con la brisa alrededor de la orilla y de pequeños pájaros que sobrevolaban sin un rumbo fijo aquellas oscurecidas aguas. Por otro lado, el corte abrupto de su cumbre dejaba hueco a la imaginación sobre qué descansaría allí arriba, dándole a la vez un toque de misterio a aquel rincón tan inusual.

–Esto es… increíble. No puedo creer que esto estuviera aquí y no lo supiéramos –dijo Robin, admirando el paisaje que había ante ellos.

–Jamás hemos llegado tan lejos, Robin –le contestó Max.

–Es realmente hermoso, el camino ha merecido la pena nada más que por ser capaz de ver esta belleza –dijo María, totalmente encandilada por aquel rincón del bosque.

Todos se sentaron a descansar y a refrescarse a orillas del estanque. Guardaron silencio, reponiendo sus fuerzas y pensando en cuáles serían sus siguientes pasos. Robin no tardó mucho en poner sus pensamientos en palabras.

–Deberíamos de subir. Puede que hayan decidido asentarse sobre la cascada para evitar que los descubrieran. 

–He pensado lo mismo pero aún así es una locura escalar un acantilado Robin. Puede que sea pequeño, pero eso no quita que no sea peligroso.

–Lo sé, León, pero tenemos que comprobarlo. No hemos llegado hasta aquí para rendirnos ante unos… diez metros de escalada. Sabes que hemos subido a sitios mucho peores.

–Nosotros sí, pero ellos… –dijo Lucas, observando a Anna, María y Alexander.

–No nos vamos a quedar aquí abajo Lucas –le contestó María antes de que siguiera hablando–. Es tan peligroso quedarnos aquí abajo los tres solos como intentar subir ese precipicio. Prefiero arriesgarme a subir.

–Tan cabezona como siempre –dijo Anna, con el rostro pálido mientras observaba los salientes cercanos a la pequeña catarata–. Está bien, creo que puedo hacerlo.

Sabiendo cómo se movía por el bosque, no pensó que María tuviera ningún problema en escalar aquellos pocos metros, pero sus primos eran distintos, Robin dudó de si de verdad podrían conseguirlo.

–Maldita sea, está bien. Subiremos todos, pero lo haremos por parejas, así si alguno tiene algún problema el otro lo puede ayudar. León ayuda a… –este se puso junto a Max antes de que Robin continuara– … vale, a Max –Alexander se estaba acercando a su hermana, pero las palabras de Robin lo detuvieron–. Sé que quieres ir con ella, pero es mejor que la acompañe alguien que sepa escalar, estará más segura. Lucas puede ayudarla, si le parece bien.

Aunque Alexander hizo un gesto descontento, Anna asintió hacia Lucas, el cual ya le estaba tendiendo su mano en señal de ayuda. La chica posó su mano con delicadeza, sosteniendo los dedos del muchacho como si temiera caerse en cualquier momento, incluso cuando aún no habían comenzado la escalada.

–Supongo que eso nos deja a nosotros dos juntos –dijo Robin mirando a María– y a ti solo.

–¿Qué conveniente para tí, no? –le dijo con petulancia Alexander.

–¿Prefieres que sea tu compañero, Alex? –le tendió la mano mientras se reía con sorna. 

–Tsh, apártate de mí, puedo solo –le contestó con desgana.

Robin lo vio alejarse, sonriendo con satisfacción por haberle ganado aquella ronda. Incluso María sonreía a su lado.

–¿Vamos? –le indicó el camino con una reverencia.

Las parejas se separaron unos metros entre ellos, buscando el mejor lugar por el que ascender sin entorpecerse los unos a los otros. Aunque eran pocos metros y había muchos salientes a los que agarrarse o incluso en los que subirse, la cantidad de musgo y líquenes los hacían resbaladizos y ralentizaban la subida. Aún así, lo estaban haciendo bastante bien, avanzando con lentitud para ir sobre seguros. El sol comenzaba a descender, enfriando el ambiente y haciendo más cómodo el esfuerzo físico que estaban llevando a cabo.

No tardaron mucho en alcanzar la cima. Los primeros fueron Robin y María, que antes de explorar sus alrededores, corrieron a ayudar al resto de sus amigos a alcanzar los últimos riscos para llegar a la cumbre. Los siguientes fueron Max y León, seguidos muy de cerca por Alexander y, por último, Anna y Lucas. La chica volvía a tener el rostro demasiado sonrojado, como si no consiguiera suficiente aire para poder respirar.

María observaba la escena a sus pies, maravillada por las vistas del estanque y del bosque que se abría paso hasta donde alcanzaba la vista. Lo único que alcanzaba a distinguir en la distancia era la torre de la mansión, que apenas se veía sobresaliendo sobre los árboles como un pequeño palito en la lejanía.

Cuando todos recuperaron el aliento, dejaron atrás el acantilado y se adentraron en la zona boscosa que se abría paso ante ellos. Sin embargo, aquellos árboles, aquella tierra y aquel lugar no podía ser más distinto a los bosques a los que estaban acostumbrados.

Chapter 24: La ciénaga

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Tercera persona

El terreno se hundía por todas partes, haciéndolo inestable y una trampa para los pies; había aguas estancadas dispersas en charcos por toda la zona, aumentando la humedad del sitio hasta niveles insostenibles; los árboles eran tan extraños que se formaban ciénagas bajo sus enormes raíces; la vegetación era tan abundante y lechosa, llena de musgos y lodo que hacían que todo estuviera resbaladizo al tacto; las copas de los árboles eran pobladas, pero parecían marchitas y, sin embargo, no dejaban pasar la luz del sol lo que le confería un aspecto tétrico y lúgubre.

Siguieron avanzando pero no les hizo falta más que unos pocos metros hasta que encontraron una vieja cabaña semi destrozada sobre las raíces de un enorme árbol negro.

–Parad, ahí hay algo –señaló Max con el dedo hacía la cabaña, que se comenzaba a dejar ver entre la espesura.

Parecía más bien un cuarto en vez de una cabaña, debido al tamaño que tenía, además se veía que el lugar necesitaba cuidados y mantenimiento: las tablas estaban podridas y las que no, estaban rotas; lo que hacía de puerta era una simple tela amarrada con dos piedras; el techo apenas cubría, ya que había dos grandes agujeros que daban la bienvenida a todo aquello que quisiera entrar por arriba, ya fueran bichos, goteras o la luz del sol.

Se escondieron entre las raíces cercanas para evitar ser captados por ojos curiosos, si los había, y se quedaron estudiando la estructura por si entraba o salía alguien. Sin embargo, tras unos minutos nada pasó.

–No creo que haya nadie en casa, además, eso es demasiado pequeño para un grupo, casi diría que es pequeño para una sola persona. Además, no se escucha nada y parece que está abandonado –dijo Robin, saliendo de su escondite. Los demás lo siguieron.

–Sin embargo, puede que encontremos alguna pista. Es raro que esto esté aquí en medio de la nada –dijo Alexander, curioso por ver lo que había dentro de aquel desaliñado cuartucho.

Avanzaron con cuidado y sigilo, esperándose una trampa o alguna emboscada, pero nada ocurrió. Robin y sus amigos se adelantaron al resto, subiendo los escalones construidos sobre las raíces y con cuidado de no hacer ruido con las piedras, apartaron la tela para asomarse al interior. Después de unos segundos de exploración, Robin habló.

–No hay nadie, está vacío.

Los chicos procedieron a entrar para investigar en profundidad el lugar, y María y sus primos no tardaron en seguirlos. La habitación no era más grande que su propia habitación. El suelo estaba tan destrozado como el resto de la casa, lleno de agujeros y tablas rotas; la cocina estaba estropeada y sucia como si no se hubiese utilizado en mucho tiempo; una capa de polvo cubría los pocos muebles que había allí dentro. Ninguno hablaba, observando todo a su alrededor y estudiando cada pequeño detalle por si había alguna pista oculta. Sin embargo, Alexander se adentró en la habitación, dirigiéndose al pequeño camastro que había en el rincón más alejado. Tenía intención de comprobar si la cama había sido usada hacía poco pero se paró en seco en mitad del cuarto cuando fue consciente de lo del bulto sobre ella.

O mejor dicho, de la persona acostada sobre ella.

Todos se dieron cuenta del cambio en el ambiente, de repente tenso por si había alguna clase de peligro. El chico se giró y con un dedo en los labios, le señaló al resto para que guardaran silencio. Todos lo hicieron sin dudar.

Alexander avanzó con sigilo y con extremo cuidado, curioso y nervioso por descubrir quién se ocultaba en aquel mohoso y abandonado lugar. Esperaba encontrarse con alguno de los bandidos, haciendo uso de aquel lugar como punto de vigilancia, por ello se sorprendió de sobremanera cuando vislumbró un rostro femenino y una hermosa cabellera rubia apoyada sobre una almohada sucia.

Se giró para comprobar que Robin y Lucas, que lo seguían de cerca, estaban viendo lo mismo que él. Y por sus rostros sorprendidos, estaba claro que no era una alucinación.

La chica tenía mala cara, sus mejillas estaban sonrojadas, le costaba respirar y por el gesto de dolor que tenía, algo malo le pasaba. Alexander se preocupó, y acercando su mano a la frente de esta, apenas la rozó.

–Maldita sea, está ardiendo, tiene una fiebre altísima. Parece que está enferma –le dijo al resto de sus compañeros mientras se arrodillaba junto a la cama para observarla de cerca.

Sin embargo, el movimiento atrajo la atención semiinconsciente de la chica, la cual se asustó de la repentina presencia que la acechaba y se despertó del trance enfermizo en el que se encontraba. Abrió los ojos, descolocados por el susto, e intentando enfocar para ver quién había a su alrededor retrocedió rápidamente, pegando su espalda contra las baldas de madera que hacían de cabecero de la cama. Aunque intentaba cubrirse con la sábana, agarrándola contra su pecho como si fuera su salvación, no podían cubrir por completo su cuerpo, siendo obvio que estaba desnuda bajo aquella tela. 

Robin, León y Lucas giraron instantáneamente la mirada lejos de ella, mientras que Max la observaba con tristeza en la mirada, con un brillo de simpatía, y Alexander la observaba completamente anonadado. 

María se apresuró a acercarse, colocándose junto a su primo e instándole a retroceder tirándole del brazo.

–Retrocede Alex, la estás asustando.

Alex miró a María, saliendo de un trance en el que se había perdido desde que observó por primera vez a la extraña chica, pero no hizo caso a sus palabras y volvió la mirada hacia ella.

–No, tengo que acercarme a ella, necesito ver la herida.

María no comprendía a qué se refería su primo, hasta que volvió a estudiar a la chica que se encogía sobre la cama. Fue entonces cuando la vió, una gran mancha roja empapaba la sucia tela justo bajo el brazo de la chica, en su costado derecho. A María la embargó la preocupación, queriendo correr hacía ella para socorrerla, pero viendo el terror en su rostro, supo que aquel movimiento solamente la aterrorizaría aún más.

–Maldita sea, lo sé, hay que ayudarla, pero mírala, está aterrada y no estás ayudando ni un poco. Témplate y piensa –le regañó María.

Parece que sirvió, ya que cabeceó intentando despejarse y se concentró de nuevo en la chica, pero esta vez sin el brillo confuso en sus ojos.

–Tienes razón. Robin, necesito que encendáis un fuego afuera y que hirváis todo el agua que podáis, necesitamos desinfectar paños y telas para tratar la herida y poder venderla. Anna, no sé si necesitaré aguja e hilo, pero busca algo que pueda servir. María, ayúdame con ella.

Todos se pusieron manos a la obra y, en cuestión de segundos, Anna, María y Alexander eran los únicos que quedaban en la cabaña. Los chicos salieron todos unos detrás de otros y no tardaron más de unos segundos en encender un fuego. El olor a humo se extendió con rapidez dentro de la habitación.

Alex se acercó a la chica despacio, con las manos en alto mientras María esperaba pacientemente detrás, asegurándose de que la chica no reaccionaba mal ante el primer acercamiento. No se movió ni un centímetro, totalmente en alerta, observando como aquel extraño se aproximaba lentamente hacia ella.

–No voy a hacerte nada, ¿vale? Solo quiero ver como está esa herida y ayudarte con ella… –le hablaba en voz baja, como cuando se intenta conseguir la confianza de un animal salvaje– ¿Puedo acercarme?

La chica no contestó, pero pasaba sus ojos  contínuamente del chico a la chica que tenía frente a ella, observándolos y sopesando la situación. Cuando Alexander se estaba decidiendo a dar un paso más, la chica gimió y encogió el rostro en una mueca de dolor. Incluso le fallaron las fuerzas y se precipitó hacia adelante, se hubiese desplomado sobre el colchón si los brazos de Alex no la hubiesen sostenido.

–¡Ey! Tómalo con calma, con cuidado… –dijo el chico, sin saber bien si se lo estaba diciendo a la desconocida o a sí mismo– Ven, María, necesito que me ayudes a sostenerla para poder tumbarla sin hacerle más daño. También necesito… Eh… que me ayudes a taparla –dijo mirando hacia el techo cuando comprendió que lo que sentía en sus manos era la piel de los brazos de la chica y no la tela de la sábana.

María se apresuró a sostener el brazo izquierdo de la chica y la recostó en la cama, subiéndole la manta pero despejando el costado de la chica, lo justo y necesario para poder ver la herida. Esta estaba entre sus últimas costillas, las que se veía fácilmente sobresaliendo contra su piel debido a la extrema delgadez de la chica. 

–Anna, dime que hay alguna botella de alcohol por aquí.

Su hermana se apresuró a rebuscar entre las botellas que había sobre el estante del fogón y corriendo junto a su lado, le dio una pequeña botella que parecía de ginebra antigua. La abrió y la olió con cuidado. 

Ginebra de la mala, pero funcionaría.

–María, échamela en las manos y guarda al menos la mitad, ciérrala bien –le indicó a su prima, mientras esta seguía sus pasos–. Necesito limpiarle la herida antes de ver si está infectada o no, hay demasiada sangre seca alrededor. Anna, ve a ver si los chicos tienen algún paño ya hervido y tráemelo. Intenta tocarlo lo mínimo posible.

La chica salió corriendo de la habitación mientras la rubia desconocida la observaba con los ojos entrecerrados, semi desvanecida. No tardó mucho en volver, sosteniendo con la punta de dos dedos un paño mojado. Alex lo sostuvo y le indicó a María que le vertiera un poco del alcohol sobre él, empapándolo por completo. Tras escurrirlo un poco y doblarlo con cuidado, se acercó de nuevo a la chica.

–Esto te va a doler pero va a limpiar la herida, así que… sopórtalo, por favor –los nervios se podían apreciar en su tono de voz.

El chico colocó el paño en la costilla más baja de la chica, sintiendo bajo sus dedos el escalofrío que le provocó. Primero limpió los alrededores de la herida, transfiriendo el rojo de la sangre de la piel al paño. Tras unos segundos de preparación y mirando a la chica, que le devolvía la mirada con los ojos muy abiertos sabiendo el dolor que sentiría de manera inminente, apretó con suavidad el paño sobre la herida.

Aunque se lo esperaba, la reacción de la chica lo paralizó. Comenzó a tener espasmos, temblores que le agitaban el cuerpo entero, empezó a chillar del dolor y las lágrimas comenzaron a derramarse por sus mejillas. Pero aquel espectáculo macabro no fue nada en comparación con lo que vino después. Las convulsiones en vez de disminuir comenzaron a ser más fuertes, el cuerpo de la chica comenzó a arquearse contra el colchón, como si algo quisiera salir de su pecho. 

Y entonces la fantasía se hizo realidad.

Justo del centro de su pecho, comenzó a brotarle pelo. Un pelaje rubio comenzó a crecer por toda la piel de la muchacha, propagándose rápidamente hacia el resto de su cuerpo. Lo siguió su rostro, el cuál perdió cualquier atisbo de los rasgos femeninos que lo habían dominado con anterioridad hasta transformarse en un hocico con grandes colmillos. Unas orejas pequeñas y puntiagudas aparecieron en lo más alto, rodeadas de suave pelo como si fueran dos capullos a punto de florecer. Mientras todo cambiaba, la silueta humana se transformaba poco a poco en el cuerpo de un gran felino, incluso las enormes garras emergieron de sus, ahora, patas. 

Un silencio sepulcral se hizo en la habitación, ni siquiera el ulular del viento se escuchaba. 

El mundo había callado ante aquel fenómeno tan extraño que había tenido lugar…  ante aquella pizca de magia.

Chapter 25: La leona

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Tercera persona

–Eres tú… Tú eres la leona con la que nos encontramos el otro día –susurró María con los ojos desorbitados por lo que acababa de presenciar.

Los ojos de la leona, los que antes habían sido de una desconocida chica, los observaba aterrada.

Esto es tan… extravagante. Por su cara, parece que lo ha hecho sin querer. A lo mejor ha sido el dolor, que ha desencadenado el cambio como… un mecanismo de defensa– pensó Alexander.

La leona gimoteó de nuevo y cerró con fuerza los ojos, cuando el aguijón del dolor la volvió a atravesar sin previo aviso. Eso hizo que las tres personas que estaban en estado de shock respondieran de inmediato. Alexander retomó su tarea, limpiando el centro de la herida con más cuidado que antes. Ahora tenía que tener en cuenta otro factor: el pelaje.

Para su propia sorpresa, estaba siendo más cauto de lo normal, temeroso de provocarle aún más daño. Le resultaba cómico temer por la salud de ella en vez de por sí mismo teniendo en cuenta que podía recibir un zarpazo en cualquier momento. Si la presión de la situación no hubiese apartado aquel pensamiento, quizás se hubiese dado cuenta de lo extraño que era todo aquello.

Cuando terminó de quitar la mayoría de la sangre, lo que observó le hizo aparentar la mandíbula con furia. Sin embargo, antes de continuar necesitaba estar seguro de lo que estaba sucediendo o sus próximos pasos podrían empeorar aún más la situación.

–Anna, necesito que me traigas más paños limpios, los vamos a necesitar. Y… cuéntales a los demás lo que ha pasado antes de que se mueran del susto la próxima vez que entren –le pidió sin siquiera girarse a mirarla–. Aunque no sé cómo se lo van a creer sin verlo –murmuró entre dientes para sí mismo.

Su hermana salió rápidamente de la habitación, siguiendo al pie de la letra las palabras de su hermano. Alexander no podía parar ni un segundo, aunque se muriese de ganas de ver la reacción de los muchachos tras escuchar aquella descabellada historia. Sin embargo, se concentró en la herida que supuraba sangre delante de él.

–María, creo que esto es… una herida de bala.

Comprendió, al mirar a los ojos a su prima, que no era el único horrorizado por aquella revelación. Podría entender, hasta cierto punto, que algún cazador le hubiese disparado en su forma felina, pero después de saber sobre los bandidos, se planteó si no habría sido en su forma humana. Aquel pensamiento lo trastocó, de repente consciente del peligro real al que se enfrentaban: la diferencia entre un bandido y un asesino parecía ser muy pequeña.

Sacudiendo la cabeza para volver a concentrarse por completo en su tarea, continuó limpiando la nueva sangre que emanaba sin control. 

–No veo orificio de salida, pero no sé si se la ha sacado ella misma y no puedo escarbar en la herida a tientas, podría empeorarlo todo. Además, necesito pinzas y aguja e hilo para coserlo, sino no se cerrará nunca.

–Dios mío, pobrecita… –se compadeció con tristeza antes de volver a concentrarse en su primo– No creo que aquí haya nada que podamos usar, Alex, esto está todo hecho u oxidado o hecho un desastre.

–Maldita sea, esto pinta muy mal –el chico se devanaba los sesos mientras apretaba la herida para evitar que la sangre continuara escapándose–. A ver, paso a paso –le rozó la parte superior del hocico, intentando atraer la atención de la chica, que entraba y salía de la inconsciencia a ratos. Parece que funcionó, ya que enfocó sus ojos en él–. Ey, gatita, dime que me entiendes, por favor, necesito hacerte unas preguntas para poder curarte como es debido.

La leona se miró la herida, como si supiera que se estaba refiriendo a eso.

–Tomaré ese gesto como que estás entendiendo lo que estoy diciendo pero creo que no puede hablar, ¿es así? –le preguntó María.

La única respuesta por parte del animal herido fue mirarla directamente a los ojos.

–Vale, perfecto –dijo irónicamente Alex.

–Te vamos a hacer una preguntas, si la respuesta es sí, lo miras a él, si la respuesta es no, me miras a mi… ¿Lo has entendido? –le propuso María.

La leona miró a Alex.

Ambos suspiraron aliviados. 

–¿Es una herida de bala? –Alex le preguntó.

Y la leona siguió mirándolo a los ojos.

–¿Te has sacado la bala o la has visto salir? 

Los ojos de la leona se centraron esta vez en María.

–Mierda –masculló en voz alta Alex sin poder controlarse–. Voy a necesitar esos paños María, necesito vendarle la herida hasta que consigamos algo con lo que sacarle la bala y coserla. Ve a mirar por qué no ha vuelto todavía Anna.

La pelirroja siguió las instrucciones de su primo y corrió hacia la puerta, desapareciendo tras un rastro de polvo. Cuando se giró a verla marchar, la mano que presionaba la herida también se movió y provocó que la leona gimoteara por el dolor.

–Mierda, lo siento, lo siento, lo siento… –se disculpó con pesadumbre.

Mientras la examinaba para ver qué no hubiese empeorado con su toque, el chico sintió bajo su mano como aquel extraño cuerpo se tensaba y siguiendo la mirada del animal, vio como el grupo entero volvía a entrar en la habitación. Los rostros sorprendidos eran mucho más suaves de lo que se esperaba, teniendo en cuenta que estaban viendo por primera vez a un cambiaformas, algo que solo existía en los cuentas y en las leyendas.

–Así que es verdad, ¡Vaya! Esto es algo que me faltaba por ver –bromeó Lucas observando el cuerpo tendido de la leona.

–Cállate, no es momento para bromear –lo reprendió su hermano mayor.

Sin prestarles atención, Robin intervino:

–Tenemos un problema, no hay ningún paño o tela que haya soportado el hervido, todos se han deshecho en pedazos o rotos en tiras… Además algunos estaban hasta mohosos, no sé si se podrían usar incluso después de desinfectarlos solo con agua.

Maldita sea, ¿ahora qué diablos hago? 

Alexander estaba desesperado buscando algún tipo de solución mientras observaba como el puño de su camisa nacarada se tornaba burdeos por taponar la herida. Eso es, estúpido, tu propia ropa es de algodón y está recien lavada.

–María, aprieta con fuerza aquí –le dijo señalándole con la mano el lugar que presionaba en el cuerpo del animal.

María corrió a su lado, y colocando la mano del mismo modo que la tenía antes su primo, detuvo el goteo de sangre una vez más. Todos lo observaban mientras él actuaba: tiró de los botones del chaleco que llevaba, casi arrancándolos de su lugar, y lo desechó a un lado y luego tiró del cuello de su camisa, haciendo que los pequeños botones de esta salieran disparados hacia el suelo. Se la sacó rápidamente por la cabeza, ignorando el jadeo general que provocó en la sala.

Estaba arrodillado frente a la cama, dándole la espalda a todos, por lo que sabía perfectamente lo que todos estaban viendo. 

En otro momento se hubiese sentido cohibido, incluso humillado en cierta manera, por mostrar su maltratada piel a alguien, pero en aquel momento solo se preocupaba por ayudar a aquella pobre chica que soportaba el dolor entre desmayo y desmayo.

Le arrojó la elegante tela a Robin y con una mirada dura, dejando claro que aquello era lo importante y que el resto era secundario, le habló.

–Corre. Rómpela en tiras anchas antes de meterla en agua. 

No le contestó, simplemente asintió e hizo lo que le había pedido. Sin embargo, fue el único que salió de la habitación y aquello solo lo puso más nervioso. Podía ver el rostro de los demás, algunos sorprendidos, otros horrorizados y otros simplemente lo observaban con tristeza. Su hermana y su prima miraban directamente al suelo para evitar ser testigos de nuevo de su infierno personal.

Para sorpresa del muchacho, fue Max el que se acercó a él. Recogió el chaleco del suelo, y dándole palmadas para sacudirle el polvo, se lo colocó en los hombros. Aunque Alex esperaba ver la compasión, el horror o la repulsión en sus ojos, qué era lo habitual cuando alguien veía sus cicatrices, aquel pequeño muchacho lo veía con admiración. Se lo agradeció silenciosamente, con un simple asentimiento de cabeza.

Aquel gesto le hizo sentir cálido, menos roto.

Max se giró, y agarrando los brazos de los gemelos, los sacó de la habitación para ayudar a Robin. O para dejarle espacio a Alexander para que se recompusiera y se vistiera, eso solo lo sabía aquel admirable joven.

–Alex, ¿estás bien? –le preguntó su hermana, mientras le ayudaba a ponerse de nuevo el chaleco. Al menos bastaría para cubrir su espalda, aunque sus brazos y su cuello se verían igualmente. Ya se preocuparía por ello más tarde.

–Claro que sí. Ve a asegurarte de que lo hacen bien –dijo, refiriéndose a los paños–, tú sabes cómo prepararlos para curar heridas. María, ayúdame a levantarla, tenemos que ponerle la venda alrededor del pecho si queremos que esté lo suficientemente apretada como para cortar la hemorragia.

Con cuidado de no mover el paño que presionaba la herida, la incorporaron como pudieron. 

–No puede aguantar mucho tiempo así… Espera, sostenla –mientras María intentaba sujetar las pesadas zarpas, Alexander se coló entre el cabecero y el inerte cuerpo, apoyándolo contra su propio regazo–. Así podré venderla mejor.

La leona se acurrucó contra el cuerpo cálido que la había envuelto, buscando en su nueva compañía consuelo a su dolor. Aquello encogió el corazón del muchacho, sintiéndose furioso por lo que algún desgraciado le había hecho a aquella joven.

Anna volvió en ese preciso momento, seguida de cerca por los cuatro chicos, aunque estos se quedaron detrás para no molestar.

Cogiendo los largos retales de tela que su hermana le ofrecía, procedió a envolver, con la ayuda de su prima, el pelaje rubio del animal. Después de darle varias vueltas y de apretar con fuerza el vendaje improvisado, Alexander rompió en dos el extremo que sobraba e hizo un nudo alrededor del otro retal, asegurándose de que este no se soltara.

–Esto aguantará, al menos hasta mañana –sus palabras consiguieron relajar un poco el ambiente, como si hubiesen conseguido salir de la zona de peligro. Sin embargo, continuó hablando– Tenéis que volver a casa, ya es demasiado tarde y tu tío se preguntará dónde estamos. Yo me quedaré aquí y vig…

–¿Estás loco? No te vas a quedar aquí solo –intervino angustiada su hermana.

–Cálmate, Anna, no va a pasar nada. No podemos dejarla aquí sola y tampoco podemos llevarla con nosotros, no creo que lo lograse… ha perdido demasiada sangre –le ofreció su mano, acercándola para una caricia infantil en un vano intento de calmarla–. Volved y decidle al señor Edmund que me he quedado en la taberna, que me puse a beber con un viajero y que, aunque lo intentásteis, no quise volver con vosotras. Se lo creerá, además, así tendréis una excusa para salir mañana temprano “a buscarme”.

–Nosotros las traeremos mañana –declaró Robin, mirando a las dos chicas.

–Gracias, Aguilar –le contestó de manera solemne pero con sinceridad. Ambas chicas iban a replicar, pero quedaron con las palabras en la punta de sus lenguas–. Escuchadme bien, necesito que me traigas todo lo que podáis, ¿de acuerdo? Mañana habrá que sacarle la bala y necesitaré de todo: pinzas lo más delgadas posibles; aguja e hilo; algo de comida, preferiblemente para hacer una sopa; alcohol, me da igual el que sea, el que podáis birlar de la cocina, también necesito la cataplasma de los caballerizos y traedle algo de ropa limpia para cuando vuelva a ser humana. Si es que vuelve… –pensó para sí mismo.

–No sé, Alex, no me parece buena idea… ¿Y si aparecen los bandidos? Solo no tendrás nada que hacer y más si la tienes que proteger.

–Vamos hermanita, es una leona, no hace falta que nadie la defienda –dijo, sonriéndole para quitarle importancia al asunto.

–Nos quedaríamos alguno contigo, pero el padre de Robin nos tiene vigilados desde el ataque a la caravana De la Vega. Si no volvemos para cenar en la fortaleza, sabrá que está pasando algo.

–Lo entiendo y prefiero que las acompañéis. Es más importante mantenerlas a salvo a ellas –aunque no fue su intención, la advertencia iba implícita en sus palabras–. Vamos, marchaos ya o se os hará de noche antes de llegar.

–Te veo mañana, hermanito –fue lo último que le dijo su hermana mientras la angustia y la tristeza la estrangulaban. Sus palabras, aunque intentó decirlas como una afirmación, sonaron como una pregunta.

–Claro que sí –le dijo, sonriendo de medio lado hacia el rostro preocupado de su hermana.

Después de que el grupo saliera de la cabaña, seguidos por los pasos vacilantes de las dos chicas, el silencio comenzó a invadir el lugar a la par que se escuchaban los pasos alejarse en la distancia. 

Cuando se quedó solo, Alexander se permitió soltar el aliento. No se había dado cuenta de que lo estaba sosteniendo desde el momento en que vió a aquella extraña chica en la cama. Se quitó de nuevo el ahora polvoriento chaleco y abrigó con él el cuerpo de la cambiaformas. Luego la cubrió con la sucia manta para mayor cobijo. No sabía cómo sería la temperatura de aquel lugar cuando cayera la noche.

Acomodándose contra las duras tablas de su espalda, se preparó para una fría e incómoda noche. 

Observó el rostro animal mientras le asaltaban todas las preguntas que había estado conteniendo desde el primer momento en el que la vió. Estando solo en aquella habitación, habló sin dirigirse a nadie en particular, o quizás le hablaba a aquella criatura tan intrigante aunque estuviera profundamente dormida.

–¿Quién eres, gatita?