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El corazón de un Kappa

Summary:

En un Wano que renace pero que aún tiene cicatrices, la princesa Hiyori y su fiel protector recorren un nuevo camino marcado por la reconstrucción, el deber y los sentimientos que florecen en silencio. Una historia de lealtad, coraje y amor que crece entre sombras y cerezos en flor.

Chapter 1: Lo que una princesa calla

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Todo comenzó un día tranquilo. Hiyori caminaba descalza por los jardines interiores del Castillo del Shogun, con el kimono suelto, sin la formalidad de los días de corte, sin las obligaciones que traía el apellido Kozuki.

Había una pequeña brisa, y el estanque perfectamente adornado con piedras se mantenía quieto. Kawamatsu estaba allí, afilando su katana como siempre: firme y presente. La misma figura que había estado a su lado en los años más oscuros de su infancia. La misma que la había hecho reír cuando todo era gris.

¿Cuánto tiempo habían compartido, en realidad?

Fue a los trece cuando ella se fue, sabiendo que el kappa moriría de hambre si le seguía dando de su comida. Vagando por la Capital de las Flores, se encontró con Denjiro (aunque al principio no lo reconoció). Desde entonces fueron otros trece largos años en los que aprendió a ocultar todo: emociones, identidad, dolor. Con él se volvió hábil en la mentira, en la estrategia, en la manipulación. Fue una relación de aprendizaje, de utilidad mutua. Él la respetaba, sin duda, y la protegía como lo más preciado en el mundo. Kyoshiro (como todos lo conocían) ya tenía su reputación, y ella se daba cuenta. Vivía rodeada de lujos, banquetes, kimonos llamativos, maquillaje, joyas y accesorios costosos. 

En cambio…

Con Kawamatsu fueron seis años. Seis años de hambre compartida, de risas a escondidas, de canciones inventadas para distraer el miedo. Denjiro solía llevarla a comer ramen una o dos veces por semana, quizá después un helado de mochi como postre. Eso era algo que nunca se hubiera permitido viviendo con el kappa.

Pero…

No recordaba una sola noche en que Kawamatsu no la hubiese arropado con su manto de kappa improvisado. No recordaba una sola herida que él no hubiese tratado con torpeza y ternura. No recordaba ningún juicio, ni exigencia, ni cálculo en sus actos. Sólo calor. Solo compañía. Solo devoción silenciosa, mientras él con una sonrisa ignoraba el rugido de su estómago por no haber comido por varios días.

Y ahora que lo miraba, ahí, a la distancia, con su gran espalda curva y su melena roja un poco más larga que antes, se preguntaba algo que jamás se había permitido pensar:

¿Quién era él para ella, realmente?

No era su padre. No era su hermano. No era su maestro. Y sin embargo, su ausencia pesaba más que la de todos los demás.

Cuando era Komurasaki, había hombres que la miraban con deseo disfrazado de admiración. Hombres que le prometían fidelidad, que le pedían su mano como si ella fuese un trofeo del nuevo Wano. Frases como “Huyamos juntos de este lugar horrible y te construiré un castillo más grande que el de Orochi” .

Pero ninguno… ninguno sabía cómo le gustaba el arroz. Ninguno conocía la canción que ella murmuraba cuando no podía dormir. Ninguno sabía por qué odiaba el sonido de la lluvia cuando no había nadie que la abrazara.

Solo él.

El sol se reflejó en el agua. Kawamatsu giró apenas el rostro, como si hubiese sentido su mirada. Hiyori no se movió. 

Solo lo contempló con una punzada en el pecho que no era del todo tristeza, ni del todo alegría. Era algo nuevo. Algo que la asustaba.

Y al mismo tiempo, algo que no quería soltar.

Kawamatsu, todavía ajeno a la tormenta que revoloteaba en su interior, se inclinó hacia el agua con una torpeza amable. Sacó de su bolsa un pequeño paquetito de tela, atado con una cinta roja ya deshilachada. Ella lo reconoció: el envoltorio que él siempre usaba para guardar bocadillos secos.

Lo abrió con cuidado. Sacó un dulce de arroz cubierto de kinako, de los que solía prepararle en los días de invierno cuando lloraba por las noches sin entender por qué su madre no había sobrevivido al incendio en Kuri.

—Todavía te gustan, ¿verdad? —preguntó, sin mirarla, como si ofreciera algo sin importancia.

Ella no respondió de inmediato. Bajó lentamente los escalones del puente de piedra, cruzando el espacio entre ellos como quien atraviesa un recuerdo.

Cuando lo tomó entre sus dedos, notó que él había envuelto el dulce en papel encerado, como cuando era niña, para que no se le pegara a las manos. Un gesto minúsculo. Íntimo. Viejo. Inofensivo.

- Gracias, Kappa-San.

Pero fue ese detalle, justo ese, el que le sacudió el pecho.

¿Por qué nadie más pensaba en esas cosas? ¿Por qué nadie más la trataba con esa mezcla exacta de cuidado y sencillez?

Mientras mordía el dulce, de pronto demasiado dulce, lo observó de reojo. Su silueta no era la de un héroe apuesto, ni la de un samurái brillante. Pero había algo en la firmeza de su presencia, en sus manos grandes, en su voz baja que recitaba versos cuando creía que nadie escuchaba.

Sintió un temblor. Pequeño. Íntimo. Culpable.

Él sonrió, sin saber. Solo contento de verla comer.
Y ella, con los labios aún polvorientos de kinako, se obligó a mirar hacia otro lado.

 


 

No fue su intención espiarlo.

Simplemente despertó más temprano que de costumbre, inquieta, sin saber por qué. El sol apenas teñía de rojo los tejados del castillo, y los sirvientes aún no habían comenzado su rutina. Era ese momento silencioso en que el mundo todavía estaba dormido… menos él.

Desde la galería alta, Hiyori lo vio.

Kawamatsu entrenaba en el jardín inferior, solo, como lo hacía cada mañana desde que habían recuperado Wano. Desenvainaba, giraba, tensaba el cuerpo como una cuerda a punto de romperse. Y sin embargo, todo era armonía en sus movimientos. Cada paso era medido, cada estocada, limpia. El aire parecía seguir el ritmo de su respiración.

No lo recordaba así.

Durante años, en su memoria, él era la figura regordeta que bailaba la danza del kappa. El que le robaba pescado maloliente y se lo entregaba como si fuera un tesoro. El que se reía de sus enojos infantiles y le secaba las lágrimas con manos ásperas, sin decir palabra.

Ahora… Lo veía como un samurái. Y entonces, sin querer, como un hombre. Capaz. Ágil. Como alguien que podía partirle el corazón si se alejaba.

Sus brazos eran distintos. Más marcados. Más poderosos de lo que recordaba. Sus piernas, firmes, enraizadas en la tierra como si fueran parte del paisaje. Sus ojos estaban más cansados, seguramente debido a sus años en Udon.
Y por un momento —un instante— imaginó esas mismas manos que empuñaban la katana sosteniéndose a ella, no como a una niña herida, sino como a una mujer. Como a una igual.

Sintió cómo se le apretaba el estómago.

No era hambre ni miedo. Era otra cosa. Una confusión dulce y punzante que no sabía dónde colocar.

¿Estaba mal sentirse así? ¿Estaba traicionando algo sagrado que los unía por mirar con deseo algo que había nacido del amor más puro? ¿En qué punto su mirada dejó de ser infantil? Y… ¿cómo iba a enfrentar ese sentimiento que ni siquiera tenía nombre?

Kawamatsu terminó la rutina con un movimiento limpio y elegante. Envainó su espada y, sin saber que ella lo observaba, exhaló profundo. Parecía sereno. Inaccesible. Como si la paz lo hubiese alcanzado, mientras ella apenas empezaba a pelear con sus propias sombras.

Volvió a su habitación en silencio.

Pero en su pecho, algo se agitaba.

Como el agua de un estanque después de que una piedra lo ha tocado por fin.

Chapter 2: Versos a la luna

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La luna llena colgaba como una linterna blanca sobre los techos curvados del castillo. Era la misma luna que años atrás había iluminado la tragedia de Wano. Hoy, en silencio, vigilaba un evento privado.

Los Akazaya se habían reunido lejos del bullicio en un rincón apartado del castillo, entre pinos viejos y piedras cubiertas de musgo. Era una noche de sake, recuerdos y silencios compartidos. Izo ya no estaba. Ashura tampoco. Pero sus tazas vacías seguían presentes.

Así habían acordado: que cada año, a partir de ahora, se reunirían en ese mismo lugar a la misma hora. 

El aniversario de la muerte de Kozuki Oden no se celebraba. Se respetaba .

—Por Oden-sama —brindó Kin’emon, con la voz templada y los ojos encendidos de emoción contenida.

—Por su sonrisa —añadió Denjiro, alzando su copa.

Kawamatsu se había mantenido sereno durante casi toda la reunión. Había brindado con Kin’emon, intercambiado palabras graves con Denjirō, escuchado en silencio los pensamientos de Nekomamushi. Cada uno de ellos había traído algo personal: una anécdota, un recuerdo, un fragmento de los días en que Oden aún reía a carcajadas y saltaba al mar sin razón. Su copa se llenó una vez más, y luego otra. Pero a medida que el sake se vaciaba y el silencio crecía, algo en el kappa se aflojaba.

Y cuando los demás comenzaron a retirarse uno a uno, regresando al sueño o a la soledad, Kawamatsu se quedó. Solo un rato más.

 




El jardín estaba perfumado por los lirios nocturnos, húmedo por el rocío. Kawamatsu se sentó junto al pequeño estanque tranquilo. La botella de sake que había "rescatado" reposaba a su lado.

”Oh luna de Wano, testigo silente del alma samurái, resplandeces en la noche como un daikon empapado en rocío, humilde y radiante, absurda y hermosa… como los sueños que brotan entre espadas y flores…” —recitó, y soltó una risa ronca, absurda.

Bebió otro sorbo.

—BAH, ¿y tú qué sabes…? —murmuró al cielo, como si la luna lo estuviera escuchando— ¿Tú también lo extrañas, verdad? Oden-sama… el único loco al que seguiría al infierno y de vuelta…

Entonces suspiró rendido.  

—Si supieras qué poco sé de flores... ¡y qué mucho de espadas! Y aun así, aquí estoy, rodeado de peonías, hablando con la luna como un poeta ridículo.

Alzó la botella como si brindara con un fantasma. Bebió otro trago. Luego, apoyó la cabeza sobre una piedra redonda, como si fuera una almohada.

—Mi señor Oden, el tiempo ha pasado. Si pudiera ver a su hija. ¡Mi niña! Ella ya no es una niña... ya es una mujer… es tan fuerte... tan luminosa... pero a veces me mira como si yo aún fuera su guardián, cuando en realidad…

Su voz calló de golpe, como si se le hubiese olvidado lo que venía. Cerró los ojos por un momento, murmurando frases inconexas, y luego soltó un largo suspiro.

Una figura se detuvo a unos pasos.

—No sabía que los kappas componían poemas cuando beben.

Kawamatsu abrió los ojos sobresaltado. Parpadeó varias veces hasta que la imagen se aclaró.

Hiyori lo miraba desde la sombra de un cerezo, con los brazos cruzados y el cabello suelto, con un kimono de color rosa con verde. Estaba sola.

—H-Hiyori-sama... —tartamudeó él, intentando incorporarse, pero trastabilló un poco—. Yo... estaba patrullando el jardín. Seguridad nocturna, ya sabe...

Ella no se rió. Caminó lentamente hacia él y se agachó a su lado, observando la botella vacía, las palabras aún flotando en el aire.

—Estás ebrio.

—Estoy… recordando —dijo rendido, y una sonrisa boba se dibujó en su rostro verdoso—. Brindamos por Oden-sama, por la libertad de este país… y por usted, pequeña flor de cerezo.

Hiyori desvió la mirada por un instante, y luego se sentó a su lado. El silencio se instaló entre ambos, cómodo, íntimo.

Kawamatsu bajó la mirada, avergonzado.

—No era mi intención preocuparla...

—No lo hiciste —dijo ella con suavidad—. Solo... me dio curiosidad. Pensé que quizás necesitabas compañía.

A decir verdad, ella también se sentía un poco sola esa noche. Su hermano se había encerrado en su habitación, sin cenar, sin decir nada.

—No debería verme así, princesa —susurró Kawamatsu, más para sí que para ella—. Un samurái debe mantener la compostura.

—Eres más que un samurái. Eres familia. —Hiyori lo miró con dulzura—. Me cuidaste cuando todo se desmoronaba. Me diste risas en medio del dolor. Esta noche, puedo cuidarte a ti.

Kawamatsu creyó por un segundo que sus oídos lo engañaban. 

—A veces me pregunto —dijo con voz lenta— si las flores también se embriagan cuando llueve mucho…

Hiyori soltó una risa bajita, musical.

—¿Y qué pasa si se embriagan?

—Que caen rendidas... como yo ahora.

Ella lo miró de reojo, divertida. Había una dulzura torpe en su forma de hablar, una transparencia inusual en ese samurái normalmente tan disciplinado. Estaba desarmado, y no por una espada, sino por la memoria y el sake.

“Si yo fuera un pez, viviría en tus estanques, nadando entre los reflejos de tu kimono brillante…” —recitó de pronto, mirándola como si realmente la viera por primera vez esa noche.

—Eso lo acabas de inventar, ¿cierto?

—Tal vez… —respondió, ladeando la cabeza como un niño travieso—. O tal vez lo guardaba para alguna princesa que se apareciera bajo la luna, como tú.

Hiyori volvió a reír, pero esta vez no apartó la mirada.

—Nunca te había visto así, Kawamatsu.

—Ni yo a ti —susurró él—. Antes eras una niña, y yo… yo era tu sombra.

Hubo un instante de silencio. Ella bajó la mirada. Su rostro, bañado por la luz lunar, tenía la calma de alguien que también había envejecido en silencio, aunque la juventud aún adornara su piel.

—¿Y ahora? —preguntó ella, casi en un murmullo.

Kawamatsu inspiró hondo. El jardín giraba un poco, pero su voz se volvió extrañamente clara.

—Ahora eres una flor que ha sobrevivido al invierno… y no sé si tengo permiso de contemplarte sin perder el hechizo.

Hiyori no respondió de inmediato. Se levantó despacio, sin apartar la vista de él, y caminó hasta una pequeña linterna de piedra. Apoyó los dedos sobre ella, como buscando anclarse. Luego giró el rostro, con una sonrisa suave, apenas una curvatura en los labios.

—No eres un samurái común, Kawamatsu. Nunca lo fuiste.

—¿Eso es… bueno o malo?

—Eso significa que no necesito darte permiso. Si alguien ha ganado el derecho a mirarme como quiera, eres tú —y ella, en su interior, se preguntó si era correcto decir eso.

El kappa tragó saliva, sobrio por un instante fugaz, como si el tiempo se hubiera detenido solo para permitirle sentir el peso de esas palabras.

“Tu risa suena como los cerezos cuando despiertan. Y tus pasos… tus pasos ya no son los de una niña, son los de quien ha perdonado al pasado…” —recitó, más despacio, con voz quebrada por la emoción.

Hiyori volvió a acercarse, esta vez sin prisa. Se sentó otra vez junto a él, más cerca que antes. Sus rodillas casi se tocaban. Y aunque no dijera nada, había en sus ojos una chispa nueva, algo distinto al cariño infantil que una vez le tuvo.

—Sigue —dijo ella en voz baja—. Quiero escucharte.

El viento, cómplice, apenas osaba rozarlos.

Él la miró, tragó saliva, y sin pedir permiso, empezó a recitar con una gravedad inusitada:

“Si fuera tinta, me derramaría en tus pasos,
y si fuera papel, me dejaría doblar por tus dedos.”

Hiyori arqueó las cejas, sorprendida. No lo interrumpió.

“Hay faroles que envidian tu mirada,
y luciérnagas que se apagan cuando sonríes.”

Ella ladeó la cabeza. Una sonrisa temblorosa se le dibujó en los labios, y parpadeó más lento de lo habitual.

“Las flores caen rendidas cuando pasas,
no por el viento, sino por celos…

porque saben hace tiempo

que lo que siento por usted es verdadero”

—Kawamatsu… —susurró la princesa, casi sin voz.

Kawamatsu ladeó la cabeza hacia ella. Sus ojos, entrecerrados por el peso del sake y el cansancio, brillaban con una ternura profunda, como el reflejo de la luna en un río tranquilo.

Con voz suave, cargada de emoción y el temblor de años guardados, recitó:

“Mil veces he luchado sin temer a la muerte,
y mil más velaría su sueño sin pedir recompensa…

pero si este viejo corazón aún tiene un deseo legítimo,

sería robarle a la brisa un instante,

 para pedirle, princesa de mi sombra,
un beso —como sello a mi poema más sincero…”

Hiyori lo miró en silencio, sin saber qué decir. El corazón le latía con fuerza, y una sonrisa leve se dibujó en sus labios, temblorosa, llena de un nuevo sentimiento que apenas comenzaba a florecer. ¿Kawamatsu le acababa de pedir un beso?

El kappa cerró los ojos, rendido al sueño. Hiyori se quedó ahí, hasta que escuchó un pequeño ronquido salir de su boca.

Se quitó su haori y lo cubrió por la espalda.

—Gracias por tus versos —susurró Hiyori, con una pequeña sonrisa.

 


 

La luz del amanecer se colaba tímidamente entre los árboles del jardín oriental. El rocío aún reposaba sobre los pétalos caídos, y los pájaros comenzaban a entonar las primeras notas del día.

Kawamatsu abrió los ojos con lentitud. El mundo le dolía. No de forma dramática, sino como un tambor suave golpeando dentro del cráneo. Se llevó una mano a la frente y soltó un suspiro largo.

—Ugh… ¿dónde…?

La tierra estaba fría. Tenía hojas en el cabello, la capa torcida y el aliento aún olía a sake barato. Al mirar alrededor, reconoció el estanque, el cerezo… el rincón del jardín. Se incorporó con esfuerzo y notó que alguien había cubierto sus hombros con una manta ligera… ¿o era un haori?

Su ceño se frunció. Parpadeó varias veces.

—¿Qué pasó anoche?

Un zarpazo de vergüenza lo cruzó sin saber por qué. Algo dentro suyo murmuraba que había hablado más de la cuenta.

Fue entonces que escuchó una risa profunda, arrastrada y conocida:

—¡Nyaaaa! ¡Pero qué escena más pintoresca! ¿Así duermen los poetas samuráis ahora?

Kawamatsu se giró con brusquedad —demasiado brusca para su resaca— y allí, en lo alto del muro de piedra, estaba Nekomamushi, recostado como si llevara un rato observando.

—¿Nekomamushi-dono…? ¿Desde cuándo…?

—Oh, desde que cierta princesa salió con cara sonrojada y una sonrisita de esas que no se ven todos los días. Dejaste huellas, samurái —dijo entre carcajadas roncas, bajando de un salto.

Kawamatsu se quedó rígido.

—¿Princesa…? ¿Yo…? ¿Qué hice?

Nekomamushi se relamió un colmillo con teatralidad.

—No lo sé, ¿tú me dirás? Aunque… me llegó el rumor de que un “valiente guardián” le pidió un beso a la brisa… ¡y a la princesa también! —soltó una carcajada que hizo saltar a los gorriones de los arbustos.

—¡¿Q-qué?! —Kawamatsu se puso de pie de un salto, con la capa a medio caer—. ¡Eso no puede ser verdad! ¡Jamás le diría algo así a Hiyori-sama!

—¿No? —dijo el mink con tono burlón—. Entonces alguien más se quedó murmurando versos bajo la luna, pidiendo “un beso como sello de su poema más sincero”… ¡Dime si eso no suena familiar!

Kawamatsu se tapó el rostro con ambas manos, rojo como un cangrejo hervido.

—Oh no… por todos los espíritus del río… ¿qué más dije?

—No lo sé, pero si me das sake y me dejas una silla, puedo quedarme todo el día escuchando cómo te atormentas.

Kawamatsu gruñó en un intento fallido de dignidad.

—Esto no puede estar pasando… Necesito hablar con ella. ¡O esconderme! ¡Sí, eso sería mejor!

Nekomamushi soltó una carcajada final antes acercarse y palmearle la espalda con fuerza.

—Tranquilo, poeta. Si fue tan malo, no te habría cubierto con su haori. Si fue tan bueno… ya no eres solo un guardián para ella—y le guiñó el ojo.

Kawamatsu no respondió. Solo miró el cielo despejado del amanecer, con el estómago revuelto, el corazón enredado y un verso que no recordaba. 

 


 

El castillo estaba despierto. Los sirvientes iban y venían, el aroma del arroz cocido flotaba en los pasillos, y los rayos de sol iluminaban los biombos pintados con cerezos y dragones.

Kawamatsu caminaba con el haori doblado con sumo cuidado entre las manos. Lo había encontrado sobre sus hombros al despertar, perfumado, fino, con el emblema bordado del clan Kozuki. No había duda de que era de ella. Cada paso le pesaba más que el anterior. Su cola casi arrastraba por el suelo. La vergüenza no había disminuido con las horas… solo se había vuelto más concreta.

Cuando llegó frente a las puertas del pabellón de Hiyori, se detuvo. Respiró hondo. Tocó suavemente la madera.

—Adelante —respondió la voz de ella, desde dentro.

Kawamatsu abrió, bajando la cabeza en cuanto entró.

Hiyori estaba sentada junto a una ventana abierta, peinándose con movimientos lentos. El sol jugaba con los mechones de su cabello, y su expresión era serena… aunque al verlo, una sonrisa pícara le cruzó los labios.

—Mi valiente guardián… ¿vienes a devolverme mi haori o a recitarme más poesía?

Kawamatsu apretó los labios y se inclinó con torpeza, ofreciéndole la prenda con ambas manos.

—Vengo a disculparme, Hiyori-sama. Por mis palabras… por todo. Bebí más de la cuenta. Fui irrespetuoso.

—¿Irrespetuoso? —repitió ella, ladeando la cabeza con fingida inocencia—. No lo recuerdo así. Fuiste… apasionado. Creativo. Muy entregado al arte de los versos.

—¡Yo no…! —empezó a decir, pero se detuvo—. ¿Entonces… sí lo dije?

Ella soltó una risa ligera, como el tintinear de una campana.

—Sí. Y con una voz tan dulce que por poco creí que el mismísimo Bashō se había reencarnado en un kappa.

Kawamatsu se cubrió el rostro con una mano, rojo hasta las orejas.

—Mil disculpas, mi señora. Jamás quise incomodarle. No pretendía…—

—Kawamatsu —lo interrumpió ella, poniéndose de pie y caminando lentamente hasta él—. Si te incomoda tanto haber hablado con el corazón… ¿por qué lo guardas tan bien durante el día?

Él alzó la vista, sorprendido.

Ella tomó el haori con delicadeza y, en lugar de retirarse, lo dobló aún más con cuidado… y luego apoyó suavemente una mano sobre el pecho del samurái.

—No tienes que disculparte. Ni siquiera si lo dices medio dormido… o borracho.

Kawamatsu no supo qué responder. Solo asintió, sin moverse, mientras el calor de su palma atravesaba la tela.

—Eso sí… —añadió ella, alejándose un paso con una sonrisa traviesa—. La próxima vez que recites poesía bajo la luna… intenta quedarte despierto lo suficiente como para escuchar mi respuesta.

Y sin decir más, volvió a sentarse junto a la ventana, como si nada hubiera pasado.

Kawamatsu salió del cuarto sin mirar atrás, con el corazón latiendo fuerte y la certeza de que, por primera vez en mucho tiempo… no tenía idea de qué hacer con todo lo que estaba empezando a sentir.

Chapter 3: Escolta para la dama

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Llevaba un par de días sintiendo algo que no sabía nombrar del todo. Una ternura distinta, un calor extraño que la abrazaba cuando lo veía entrenar, reírse con sus compañeros, incluso cuando simplemente dormía sentado contra un árbol. Había crecido con él, bajo su sombra protectora. Pero ahora algo había cambiado. Yo he cambiado , pensó.

Así que decidió recurrir a alguien que la escuchara y le diera su opinión más sincera.

Lo encontró contemplando el estanque de los lotos, con los brazos cruzados detrás de la espalda.

—Kin’emon —dijo, y su voz, por primera vez en mucho tiempo, fue la de una muchacha inquieta.

El samurái giró lentamente, con su sonrisa amable de siempre.
—Hiyori-hime. ¿Qué la trae por aquí tan temprano?

Ella dudó, bajando la mirada.
—Quería hacerte una pregunta… personal.

El hombre asintió, y caminó con ella hasta una banca de piedra. Se sentaron. Ella apretó las manos sobre su regazo.

—Kin’emon… ¿crees que está mal... enamorarse de alguien mucho mayor?

—¿Alguien mayor?—la pregunta lo descolocó. ¿No será que ella…?

—Si… bueno… como un samurai mayor…

Él la miró con ojos grandes, perplejo por dentro, pero sin mostrar juicio. Su mente fue directo a Denjirō. Lo imaginó, aún joven, de rostro imponente, caballeroso. Era fácil pensar que ella viera en él lo que una joven busca: fuerza, temple, protección.

—Hiyori-hime... —dijo con voz grave pero suave a la vez—. El corazón no siempre entiende de edades. A veces, se siente atraído por aquello que nos hizo sentir seguros... por quien nos protegió cuando todo parecía perdido. Pero debes preguntarte primero: ¿esa persona te ve como una mujer? ¿O aún como una niña bajo su cuidado?

Ella bajó la mirada, pensativa.
—No lo sé… Pero cuando me mira, ya no siento que me vea pequeña.

Kin’emon suspiró.
—Si crees que es amor, y él te trata con respeto, entonces no está mal. Pero sé cuidadosa. No confundas gratitud con amor. Y no entregues tu corazón sin antes saber si el suyo está libre para recibirlo.

Ella asintió lentamente, sus ojos brillando con una mezcla de alivio y confusión.

—Entiendo. Gracias, Kin’emon… —se puso de pie, con una reverencia—. Lo aprecio mucho.

—Usted es como una hija para mí, Hiyori-sama. Siempre querré verla feliz y segura. —Le tocó el hombro con afecto. 

Ella sonrió agradecida, y se alejó entre los árboles, con sus pensamientos más claros, aunque su pecho aún ardía.

Kin’emon se quedó mirando el vacío. Algo no estaba del todo bien. Algo no encajaba. Su instinto de samurái y su corazón de padre adoptivo se lo decían.

Pero no fue hasta esa tarde, cuando el cielo se tornaba naranja y el aire olía a madera tibia y flores del monte, que el samurai se tomó un momento de paz. Se sentó en el tatami, cruzó las piernas y vertió su taza de té verde con gesto ceremonioso. La charla con Hiyori aún le rondaba la cabeza, como una espina bajo la piel.

Entonces Nekomamushi apareció de la nada.

—Oye Kin, este chisme te va a volar la peluca, nyaaaa—ronroneó el gato, sonriendo de oreja a oreja mientras se dejaba caer con todo el peso al lado del otro—. ¿Sabías que el kappa anduvo borracho recitándole versos de amor a la princesa la otra noche?

¡PFFFFFFFT!
El té salió disparado de la boca de Kin’emon en un rocío violento que empapó la mesa.

—¿¡QUÉ!? —tosió, escandalizado, con los ojos desorbitados.

Trató de limpiarse como pudo. Entonces su mente comenzó a procesar todo.

Oh no. No… no puede ser.  

—Kawamatsu… viejo amigo—dijo para él mismo, con una mezcla de gracia y ternura— Te acabas de meter en un camino sin retorno.

 


 

Había pasado una semana desde aquella madrugada de borrachera en los jardines del castillo, pero Kawamatsu no lograba borrar de su memoria las palabras que no recordaba haber dicho… y, sobre todo, la reacción de Hiyori.

Desde entonces, ella se había comportado como siempre: cortés, encantadora, atenta. Pero sus sonrisas parecían tener un filo secreto, una especie de juego entre líneas que lo dejaban desarmado.

Él, por su parte, se había refugiado en sus tareas. Patrullas. Entrenamientos. Silencios. Había intentado escribirle un poema en sobriedad, pero cada vez que el pincel tocaba el papel, se sentía un farsante frente a aquel verso espontáneo que le había nacido entre sake y luna.

Ese mediodía, mientras entrenaba en el patio norte con Kin’emon, una joven sirvienta se acercó apresurada.

—Kawamatsu-sama, la princesa Hiyori solicita su presencia en los jardines interiores. Dice que es algo breve.

Kin’emon, quien ya había atado cabos sueltos, le guiñó un ojo con descaro. Kawamatsu lo ignoró —o al menos fingió hacerlo— y se encaminó hacia allí con el corazón acelerado.

Hiyori lo esperaba sentada bajo una pérgola de glicinas, un kimono azul claro que le resaltaba los ojos y un abanico cerrado entre los dedos.

—Gracias por venir, Kawamatsu —dijo, sonriendo apenas.

Él se inclinó con respeto.

—Siempre a su servicio, princesa.

Ella bajó el abanico y lo miró con cierta picardía. Luego fue directo al punto:

—Mañana es el Festival del Té. Iba a asistir con Denjiro… pero tuvo que partir esta mañana a Kuri por asuntos del distrito. Así que me quedé sin compañía oficial —explicó, bajando la mirada un instante, como si no fuera nada—. Pensé que tal vez… podrías acompañarme tú.

Kawamatsu parpadeó, confundido.

—¿Yo…? ¿Acompañarla… al festival?

—Sí —respondió, alzando la vista con una dulzura que desarmaba—. Me daría seguridad. Además… dicen que habrá puestos de dulces con formas de animales. Seguro te van a gustar.

Él sintió que el corazón le golpeaba el pecho como un tambor de guerra. No sabía si era emoción o miedo. Tal vez ambas cosas.

—Si así lo desea… será un honor, Hiyori-sama.

Ella asintió, satisfecha. Luego se levantó, y al pasar junto a él, se detuvo solo un instante.

—Tranquilo, Kawamatsu. Esta vez no pienso hacerte recitar nada. A menos que quieras hacerlo, claro.

Y se fue, dejándolo de nuevo con esa mezcla de confusión y ternura que solo ella sabía provocar.

Él la vio alejarse entre los pétalos danzantes de las glicinas.

“Ah, yo y mi boca de borracho…”

 


 

El sol aún no se alzaba por completo, pero el castillo ya estaba envuelto en una atmósfera distinta. Los patios se adornaban con cintas de papel y guirnaldas florales, y el aire olía a jazmín hervido en teteras de barro. Era el día del Festival del Té.

En una habitación apartada, Kawamatsu se preparaba en silencio.

Frente al espejo de cuerpo entero, observaba su silueta sin moverse. Llevaba puesto su haori verde, ese que le habían confeccionado luego de la caída de Kaido, y que solía usar solo en ocasiones especiales. Quizá el único presentable que tenía. Había atado el obi con cuidado, como lo haría para una ceremonia samurái, y se había cepillado su melena roja hasta dejarla lo más prolija posible, aunque los mechones rebeldes se empeñaban en sobresalir.

Pero su reflejo seguía inquietándolo.

Sus grandes ojos redondos, su boca ancha, las mejillas regordetas y el color verdoso de su piel le devolvían una imagen que conocía desde siempre… y que nunca antes había juzgado. Pero esa mañana, algo era distinto.

“¿Qué espera ver en mí?”, se preguntó, sin saber si pensaba en ella o en sí mismo.

Desde que Momonosuke se convirtió en el nuevo Shogun, Denjiro solía acompañar a Hiyori en cualquier evento público: siempre elegante, seguro e impecable. Incluso en aquellas épocas—cuando Oden aún vivía—las jovencitas de Kuri solían decir a voces altas que era el más guapo de los Akazaya, con su coleta alta bien peinada y sus anteojos tan característicos.

Él, en cambio, se veía como lo que era: un viejo kappa con el rostro redondeado, el cuerpo firme pero extraño, y una expresión demasiado noble para su aspecto excéntrico.

“No tengo su porte… ni su voz. No tengo su fineza. Solo tengo… mi lealtad. Mi historia. ¿Bastará eso?”

Pasó su mano por el cuello de su haori, alisando con torpeza la tela, acomodó su vieja bufanda roja, y bajó la vista. Por un segundo pensó en cancelar, en inventar una excusa honorable. Pero entonces recordó su sonrisa: la de ella, al invitarlo. No fue una sonrisa de compromiso. Fue sincera… ¿o no?

Inspiró profundo. Se irguió con la postura de un guerrero y ató bien la faja que ceñía su cintura.

Hoy no iba como el samurái que escondía su alma detrás de una risa estridente, sino como Kawamatsu, kappa del clan Kozuki. Y por primera vez… como el invitado de la princesa.

 


 

Se abrió paso con movimientos poco tranquilos. Su haori verde ondeaba suavemente con la brisa, al igual que su cabello rojo. Él se detuvo. Solo un segundo. Lo necesario para tragar saliva y respirar profundo. La vio antes de que ella a él. Estaba frente a las puertas del castillo, llevaba consigo un parasol, vestida con un kimono lavanda con detalles dorados, el cabello recogido parcialmente con peinetas de concha. La luz del mediodía le sentaba como si la naturaleza misma la vistiera.

Hiyori giró y lo vio.

Su expresión se suavizó en el acto. Sus labios se curvaron con esa sonrisa leve, llena de gracia, que parecía hecha solo para él. Caminó hacia él con paso firme, como si no hubiera nadie más.

—Kawamatsu —dijo con dulzura, deteniéndose frente a él—. Estás… muy apuesto hoy.

El kappa se inclinó rápidamente, demasiado rápido.

—Gracias, Hiyori-sama. Usted también está… tan resplandeciente que temo que las luciérnagas se nieguen a salir esta noche.

Ella soltó una risita breve, divertida.

—¿Un poema antes del té? Esperaba que me hicieras esperar un poco más.

—Perdón, fue involuntario. No volverá a ocurrir —dijo, serio, y luego se corrigió—. O… bueno, tal vez sí.

Ella negó con la cabeza, divertida, y le ofreció el brazo.

—Vamos. Quiero mostrarte los puestos de dulces. Están vendiendo unos con forma de rana… pero no son tan adorables como tú.

Kawamatsu se paralizó un instante. Luego tomó el brazo que ella le ofrecía, con delicadeza, como si el roce fuera más peligroso que una katana.

La plaza central de la capital resplandecía.

Guirnaldas de flores colgaban de los arcos de bambú, y los puestos ofrecían dulces de matcha, bollitos de flor de cerezo, cuencos de té humeante y juguetes tradicionales. El murmullo alegre de los aldeanos y nobles se mezclaba con el sonido delicado del shamisen que flotaba desde el escenario central.

Caminaron entre la gente, despacio. Algunos saludaban a la princesa, otros miraban con sorpresa al kappa de cabello rojo que la acompañaba. Unos ancianos le hicieron una reverencia, recordandole su devoción al héroe de Wano. Pero ella no parecía preocuparse por las miradas de los demás. Mantenía su atención solo en él, preguntándole cosas pequeñas: si había desayunado, si le gustaban los dulces suaves o los amargos, si recordaba la primera vez que compartieron un té cuando ella era pequeña.

—¿Seguro que estás bien? —preguntó ella en voz baja, mientras observaban juntos una demostración de alfarería—. Te noto tenso…

Él apretó los labios. No supo qué decir. Se llevó una mano al cuello, incómodo.

—Quizá porque escoltar a la princesa del Clan Kozuki es todo un honor para este viejo kappa.

Ella lo miró de reojo. Sus mejillas se tiñeron apenas de rosa.

—Entonces me alegra haber dejado a Denjiro ocupado en Kuri.

Kawamatsu no respondió. Solo sonrió, por primera vez ese día, sin temor. El festival seguía a su alrededor, pero él no escuchaba más que su voz y el roce leve de su brazo contra el de ella.

 

 




Después de recorrer varios puestos, probar dulces de animales y reírse juntos frente a un espectáculo de títeres, Hiyori tiró suavemente del brazo de Kawamatsu, guiándolo hacia un rincón más apartado del festival.

—Vamos por aquí. Quiero que veas algo.

Pasaron bajo un arco de glicinas y siguieron un sendero de piedra que conducía a un pabellón de madera, escondido entre bambúes. Allí, lejos del bullicio, se encontraba una pequeña terraza con cojines, una mesa baja y una tetera humeante recién servida.

—Pedí que lo prepararan esta mañana. Sabía que necesitaría un momento de calma —dijo ella, invitándolo a sentarse.

Kawamatsu se acomodó con cuidado, sus piernas cruzadas, la cola envuelta a un costado. Hiyori sirvió el té en silencio. El aroma era floral, cálido, reconfortante.

—Té de flor de ciruelo —dijo ella—. Lo servían en el castillo de Kuri cuando era niña. Padre decía que tenía el sabor de los días que uno quiere recordar.

Kawamatsu tomó la taza entre sus manos. El vapor le empañó la visión por un instante. Bebió despacio, saboreando no solo el gusto del té, sino también el silencio. Era un silencio diferente al de los pasillos del castillo o las guardias nocturnas. Este era un silencio compartido… uno que no apretaba el pecho, sino que lo ablandaba.

—Gracias por traerme aquí, Hiyori-sama —dijo, con voz baja.

—Gracias a tí por venir —respondió ella, sin dudar.

Hiyori lo miró un instante. Luego bajó la vista hacia su taza.

Hubo unos momento de silencio en el que Kawamatsu apenas creía que toda esta calma fuera real. Pero cada vez que la observaba, ella le regalaba una mirada más dulce que cualquier postre que hubiera comido.

El té se entibiaba en sus tazas, pero ninguno de los dos se apuraba en terminarlo. El aire olía a flores y a madera recién barnizada, y por un momento, todo lo demás parecía muy lejos.

Kawamatsu giró un poco su taza entre sus palmas, como si las palabras que estaban por salir fueran demasiado frágiles.

—Hiyori-sama… ¿Puedo preguntarle algo?

Ella lo miró con esa expresión atenta que solía tener cuando era niña, cuando lo escuchaba hablar de los días de Oden.

—Claro.

—¿Denjiro está realmente en Kuri?

Ella parpadeó, sorprendida. No por la pregunta, sino porque él se animara a hacerla.

—¿Eso importa?

—No lo sé —respondió él, bajando la voz—. Solo… me pregunté si fui la segunda opción. Ya sabe, si me invitó porque él no estaba disponible… o si…

Hiyori dejó su taza sobre la mesa, sin apuro. Luego lo miró directo a los ojos. Sus palabras salieron suaves, pero firmes:

—Denjiro fue a Kuri, sí. Pero no fue una casualidad. Le pedí que fuera por mí. Sabía que necesitaba excusas… porque tú, aunque valiente, eres lento para entender ciertas señales.

Kawamatsu se quedó sin habla.

—Te invité porque quise. Porque quería verte fuera de la armadura, fuera del deber, y más cerca de mí —agregó ella dulcemente—. No fue una emergencia. Fue una elección.

Él asintió muy despacio, como si sus pensamientos tardaran en alcanzar lo que el corazón ya sabía. El vapor de la tetera se deshacía entre ellos como una nube que se dispersaba al sol.

 




El camino de regreso al castillo fue tranquilo. El cielo se teñía de naranjas y lilas, y las luces de los faroles encendidos reflejaban destellos cálidos sobre los canales de agua. La gente comenzaba a retirarse del festival, entre risas, canciones y promesas de volver el año siguiente.

Kawamatsu caminaba en silencio, con las manos cruzadas delante, cuando sintió que algo tiraba levemente de su haori.

Hiyori.

Sin decir nada, se había aferrado suavemente a su brazo. No con timidez, sino con naturalidad. Como si fuera algo que ya hacía desde hace tiempo y solo ahora se animara a mostrar.

Él se tensó por un segundo, pero luego relajó los hombros y la dejó hacer. El roce de sus kimonos, el sonido de sus pasos acompasados, el calor compartido en el atardecer… todo era tan simple como extraño, tan nuevo como inevitable.

Cuando llegaron a las puertas del castillo, ella lo soltó con delicadeza. Él la miró, queriendo decir algo, pero no supo qué.

—Gracias por acompañarme, Kawamatsu —dijo ella con una sonrisa suave—. No recuerdo la última vez que me reí tanto… ni que me sintiera tan segura entre la gente.

Él asintió, con el corazón enredado.

—El honor fue mío, Hiyori-sama.

Ella inclinó la cabeza con elegancia y desapareció por los corredores del ala noble.

Él se quedó unos segundos mirando la dirección por la que se había ido… hasta que dos sombras lo abordaron por los lados como dos gatos curiosos.

—¿Y bien? —ronroneó Nekomamushi, cruzado de brazos, con una sonrisa de colmillos blancos—. ¿Cómo estuvo tu cita con la flor del castillo?

Kawamatsu se sobresaltó.

—¡No era una cita!

—¿No? —intervino Kin’emon, con su tono burlón de samurái veterano—. Porque desde aquí parecía muy… íntima. Especial. Acompañada de paseos, dulces, música, y una princesa colgando de tu brazo.

—¡Eso fue… accidental! Una cortesía. Una formalidad. ¡Yo solo fui su escolta!

Nekomamushi rió fuerte.

—Claro, claro. ¿Y el sonrojo también es parte de la etiqueta del clan Kozuki?

—¡Basta! —dijo Kawamatsu, cruzando los brazos e intentando esconder su sonrisa involuntaria—. No voy a hablar de esto. No es asunto de ustedes.

Kin’emon palmeó su hombro con aire cómplice.

—Claro que no… pero igual vamos a molestarte todos los días hasta que te rindas.

Y se alejaron, riendo como dos adolescentes con katanas.

Kawamatsu se quedó solo un instante, sacudiendo la cabeza… pero sin poder borrar la sonrisa de su rostro.

 

Chapter 4: Jugar con fuego

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Algo había mutado, aunque de forma imperceptible. No era un cambio brusco ni llamativo, sino una alteración sutil, persistente, que no pasaba desapercibida para él.

Hiyori pasaba más tiempo en los jardines donde él solía entrenar. A veces se sentaba bajo los árboles fingiendo leer, aunque lo observaba desde detrás del abanico. Otras veces, aparecía en la cocina cuando él ya estaba allí, como por casualidad, diciendo que “solo quería un poco de té” .

Pero con el correr de los días, esos gestos se volvieron más evidentes.

Ya no se trataba solo de compartir espacios. Era la forma en que lo miraba cuando creía que él no la veía. El modo en que pronunciaba su nombre, con un tono más bajo, casi íntimo. A veces se inclinaba demasiado cuando le hablaba, rozando su brazo con el suyo… o dejaba caer cosas “sin querer” cerca, solo para ver si él le ofrecía la mano.

—Kawamatsu —dijo un día, con una voz dulce desde detrás del biombo corredizo—. ¿Podrías ayudarme con algo?

Él alzó la cabeza, dejando el arma cuidadosamente a un lado.

—Por supuesto, Hiyori-sama.

Ella no llevaba su atuendo formal, sino un kimono más simple, aunque igual de delicado, ceñido al cuerpo. Estaba descalza.

—No puedo alcanzar uno de los jarrones de la estantería del fondo… y pensé que tú podrías —sonrió con una dulzura particular.

Kawamatsu se levantó de inmediato. Pero al entrar al salón, notó que el jarrón estaba a una altura perfectamente accesible.

—Princesa… —empezó a decir, confundido.

—Lo movieron —se adelantó ella—. Lo habrán bajado después.

Él asintió lentamente, sin decir más. Pero esa no fue la única vez.

Al día siguiente, le pidió que le leyera una carta en voz alta porque “su caligrafía era ilegible” . Era nítida. Luego, que la acompañara a pasear por los jardines “por seguridad” , aunque estaban llenos de sirvientes. Después, que la ayudara a elegir un perfume entre varios frascos. Él, sin entender nada de fragancias, obedecía. Ella, cada vez más cerca. Cada vez más silenciosa después de cada encuentro.

Una tarde, en la biblioteca, mientras él intentaba concentrarse en un libro de poesía clásica, ella se sentó a su lado — demasiado cerca — y apoyó la barbilla sobre su palma, observándolo.

—¿Estás ocupado?

—Estaba… leyendo —dijo él, sin mirarla.

—¿Y no preferirías enseñarme a leer esos poemas contigo?

—Podría… podría leer uno en voz alta si lo desea —murmuró, pasando la página con dedos temblorosos.

Ella sonrió.

—Solo si es uno de esos que recitas cuando estás borracho.

Él se congeló. Ella rió con picardía.

Otra noche, durante la cena, Hiyori se le acercó después del brindis ceremonial. Todos estaban conversando, distraídos, pero ella se las ingenió para quedar a solas con él, en un rincón del salón.

—¿Sabías que las carpas rojas son símbolo de coraje y amor en los grabados antiguos?

Kawamatsu ladeó la cabeza, desconcertado.

—¿A qué viene eso?

—Solo lo pensé al ver tu cabello —respondió ella. Luego se fue, dejándolo mudo, sujetando su cuenco con más fuerza de la necesaria.

Cada gesto y cada frase con doble filo… Lo iban acercando poco a poco. Y él, por más que intentara resistirse, se estaba quebrando por dentro.

Una mañana, mientras practicaba solo en el jardín lateral, escuchó pasos conocidos tras de sí.

—Has mejorado tu postura —dijo la voz de Hiyori, con una suavidad que erizaba más que cualquier grito.

—Hiyori-sama… —bajó la espada y se dio vuelta. Ella traía una bandeja de té con un par de onigiris.

—Pensé que tal vez… te gustaría comer algo después de entrenar.

—Ah… le agradezco, princesa.

Ella sonrió con la dulzura más peligrosa, y se retiró sin decir nada más.

Kawamatsu no se movió. La katana seguía en su mano. Su respiración aún alterada.

Todo se había acumulado como gotas rebalsando un cuenco. Al principio pensó que era gratitud. Luego, costumbre. Después… ¿ternura?

Pero había una diferencia.
Una nueva tensión en el aire cada vez que ella estaba cerca.
Un silencio cargado cuando sus ojos se encontraban.

Era imposible no pensarlo.

 




—¡Kawamatsu! —la voz de Hiyori sonó clara, musical, mientras entraba sin anunciarse en el pequeño dojo donde él meditaba.

El kappa se incorporó enseguida, acomodándose el haori.

—¿Sucede algo, princesa?

—Sí —dijo ella, con dramatismo contenido—. El cordón de mi kimono se deshilachó. ¿Sabías hacer nudos samurái, verdad?

Kawamatsu ladeó la cabeza, desconcertado.

—¿No sería mejor pedir ayuda a alguna sirvienta? ¿O a las geishas?

—No quiero molestarlas. Además… confío en ti.

Se acercó con paso firme y, antes de que él pudiera decir algo más, se dio vuelta, levantando apenas el obi. Dejó expuesta una franja de su espalda desnuda entre la seda.

Kawamatsu tragó saliva. 

Dioses.

No estaba preparado para eso. No así.

Sus manos se movieron con torpeza, haciendo el nudo sin rozar la piel.

—Gracias —dijo ella al girarse. Y entonces, le sostuvo la mirada más de lo necesario.

Después, sin previo aviso, apoyó una palma suave sobre su brazo.

Un toque breve, pero prolongado.
Solo eso.
Pero suficiente para hacerlo perder el equilibrio emocional.

—¿Está todo bien, Kawamatsu?

—S-sí, claro. Solo… me pareció que…

Ella sonrió.

Esa sonrisa.

—¿Qué cosa?

Él tragó saliva.
—No… nada.

Ella ya había dado la vuelta y se marchaba otra vez, como si no hubiera pasado nada. Como si no hubiese dicho nada raro.

Sí.


Aquello fue la última gota en un cuenco que ya no podía contener más.

 


 

Al dia siguiente, el cielo sobre el castillo estaba cubierto de nubes suaves, de esas que anuncian lluvia tibia sin tormenta. Kawamatsu entrenaba en uno de los patios apartados del castillo —a propósito— repitiendo la misma kata una y otra vez con una concentración desesperada.

Como si, al repetir los movimientos, pudiera alejar los pensamientos.

—¿Estás intentando matar al viento, viejo amigo? —dijo una voz desde la galería.

Kawamatsu se giró. Kin’emon estaba recostado contra una columna de madera, con una taza de té en la mano y su habitual sonrisa de zorro dibujada en el rostro.

—Solo me mantengo en forma —dijo el kappa, bajando la espada.

—¿En forma para qué? ¿Para seguir huyendo?

Kawamatsu frunció el ceño.

—No entiendo a qué te refieres.

Kin’emon dio unos pasos hacia él, sin perder la sonrisa.

—No soy ciego, Kawamatsu. Ni sordo, ni ingenuo. Y aunque Nekomamushi se burla con la sutileza de un león ebrio… yo observo en silencio. Y lo que veo me intriga.

Kawamatsu se cruzó de brazos, incómodo.

—Si tieness algo que decir, dilo sin rodeos.

—Está bien —respondió Kin’emon, bajando la taza—. Entonces lo diré como samurái a samurái: Hiyori te mira como alguien que no solo agradece… sino que anhela. Como una mujer que elige, no solo que honra el pasado.

Kawamatsu bajó la mirada. Su garra apretó el mango de la katana.

—Es una princesa. Yo… soy lo que soy.

Kin’emon se acercó un poco más, serio por primera vez.

—Esto no se lo dije a nadie, pero… a veces pienso que Momonosuke-sama tuvo más suerte que su hermana…

El kappa lo miró sin entender.

—Tras viajar al futuro, él nos tenía a mí, a Kikunojo, a Raizo… y después se nos unieron los Sombrero de Paja. Éramos un grupo. Sí, tuvimos dificultades en el camino, pero para nosotros fueron solo unas semanas…

—Kin…

—En cambio, para el resto de ustedes fueron veinte años —su rostro se tensó— Y tú te las arreglaste solo para proteger a Hiyori durante los primeros seis… sin ayuda de nadie. No me vas a decir que en esos seis años no le tomaste cariño a esa niña, ¿o sí?

Kawamatsu sintió un nudo en la garganta.

Las llamas del Castillo de Kuri… la voz débil de Toki-sama…

“Kawamatsu, cuida a Hiyori por favor… Yo los alcanzaré luego…”

Pero nunca lo logró.

—Eres uno de los hombres más nobles que conocí. Peleaste por ella cuando era pequeña. No me puedo imaginar por todo lo que pasaron. Y ahora que es una mujer… ¿vas a darle la espalda solo porque no sabés qué hacer con su ternura?

El silencio entre ellos se llenó de viento.

—No es tan fácil…

—Ella ya cruzó el puente que no te animas a mirar —dijo Kin’emon, con voz baja—. ¿Vas a seguir parado del otro lado?

Kawamatsu no respondió.

Kin’emon le palmeó el hombro, con gesto comprensivo, y se marchó dejando una sola frase detrás:

—No hace falta ser humano para tener derecho a ser amado.

El kappa se quedó solo, bajo el cielo encapotado. Las palabras de Ki´nemon retumbaron en sus oídos.

Entonces lo entendió: ella estaba jugando con fuego.

Pero él empezaba a preguntarse si realmente quería quemarse.

 


 

Los días, últimamente, estaban llenos de sol, aire fresco y sentimientos a flor de piel.
Pero incluso en medio de la calidez, pueden surgir tormentas.

El cielo de la Capital de las Flores estaba cubierto por una capa espesa de nubes grises. Aun así, las calles bullían de vida: niños jugando entre los puestos, aromas dulces flotando en el aire, y las voces del pueblo que, por fin, vivía en paz.

Hiyori caminaba con paso tranquilo junto a su fiel samurái. Ese día, ella le había insistido en que la acompañara a elegir un nuevo obi que combinara con su kimono. Y quizá luego a comer algunos dulces en el camino. Él ya sabía que era una de sus excusas, pero aún así no pudo negarse.

Entonces, algo rompió esa calma.

Un hombre con ropas gastadas y una expresión entre perturbada y nostálgica se cruzó en su camino. Tenía la mirada fija, como si acabara de ver un fantasma.

—Tú… —murmuró, señalándola con el dedo, y dio un paso hacia ella—. ¡Komurasaki!

Hiyori se detuvo en seco. La sombrilla bajó apenas, dejando ver su rostro.

—Ese nombre ya no me pertenece —dijo con calma, pero con firmeza.

El hombre soltó una risa amarga.

—¿Cómo olvidarte? Esa voz… esos ojos… —dio otro paso, la sonrisa torcida—. Me hiciste perderlo todo. ¿Y ahora caminas como si nada?

Kawamatsu se interpuso al instante. Ya no era solo un acompañante silencioso; era una sombra que se volvía firme y gigantesca.

—Un paso más —dijo con voz baja, grave, sin levantar la mirada— y te juro que no saldrás caminando de aquí.

El hombre lo ignoró con desprecio. Volvió a mirarla.

—¿Qué? ¿Ahora tienes guardaespaldas? ¡Arruinaste a los hombres por diversión, maldita zorra! No creas que te salvaste solo porque Orochi se fue.

Y entonces levantó una mano. No fue un golpe, pero tampoco era un gesto que el kappa pudiera dejar pasar.

El aire cambió.

Kawamatsu se adelantó con paso lento, apoyando una mano sobre el mango de su katana. Sus ojos se habían oscurecido por completo.

—Te lo diré solo una vez —pronunció, sin alterar el tono—. Si te acercas otro centímetro, voy a arrancarte los dientes uno por uno… para que no vuelvas a usar esa boca inmunda. Ni con ella ni con nadie más.

El desconocido se tensó.

—¿Quién te crees que eres, sapo de estanque?

Kawamatsu se inclinó apenas hacia él. La voz le salió baja, áspera, fría como un pozo profundo. Y su presencia, imponente, lo superaba en altura.

—Soy el hombre que te va a abrir el vientre en plena calle si vuelves a levantarle la voz. Y si todavía respiras cuando termine… voy a enterrar tu cara contra el barro. Como el gusano que eres.

El silencio cayó como una piedra. La gente alrededor, que hasta entonces solo observaba con curiosidad, retrocedió.

El hombre tragó saliva. Sintió el filo de esa promesa detrás de cada palabra.
Y sin decir nada más, giró sobre sus talones y se perdió entre la multitud.

Kawamatsu no se movió hasta que la sombra desapareció por completo. Solo entonces se volvió hacia ella.

—¿Está bien, princesa?

Hiyori asintió, temblando apenas. Pero no de miedo. No por lo que él había dicho, sino por lo que significaba que alguien fuera capaz de llegar a ese extremo… solo por ella.

—Gracias… —susurró, quedándose más cerca de él.

Él desvió la mirada, como si hubiera ido demasiado lejos.

—Por usted… haría cosas peores —dijo con simpleza.

 


 

La lluvia golpeaba el techo del pequeño cuarto que usaba en el castillo. Era modesto, con tatamis gastados y sin adornos.

Kawamatsu se había quedado sentado allí, sin dormir, con la espalda apoyada contra la pared, las piernas cruzadas y los brazos sobre las rodillas.

Había colgado su katana a un lado. No la había limpiado todavía. No la necesitó. Pero estuvo cerca.

Muy cerca.

Cerró los ojos.

Ella le había pedido que no le contara nada a Kin’emon ni a Denjiro, ni siquiera a su hermano, sobre lo ocurrido esa mañana. Es más, el resto del día la había notado bastante callada.

Volvió a ver el rostro de ese hombre. El desprecio. La voz sucia. Las palabras venenosas clavándose en ella.

Y entonces... recordó la ira.

No era una ira común. No de esas que se encienden rápido y desaparecen. Era una que había crecido lento, profundo, como un río subterráneo. Lo había invadido desde la base del estómago hasta la punta de los dedos.

Por un instante... no pensó. Solo actuó.
Y eso lo inquietaba.

¿Hasta dónde habría llegado si ese hombre no se marchaba?
¿Realmente le habría hecho eso? ¿Desfigurarle la boca, abrirle el vientre, enterrarlo como a un animal?

, se respondió. Sin pensarlo dos veces.

Y no se arrepentía, porque esa criatura había hablado como si ella le perteneciera. Como si pudiera arrastrar de vuelta a Hiyori a ese pasado que tanto le costó superar.

No lo permitiría. Nunca.

La imagen de su princesa volvió a su mente. De pie, detrás de él. Silenciosa. Hermosa. Y por un segundo, lo había sentido: La forma en que ella lo miró. No parecía miedo… era otra cosa.

"Hiyori te mira como alguien que no solo agradece… sino que anhela." Esas habían sido las palabras de Kin’emon.

Sintió el sabor metálico de esa certeza en la garganta. Vaciló por unos segundos, pero finalmente lo aceptó.

Él quería quemarse.

Chapter 5: El fantasma de Komurasaki

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El castillo dormía temprano aquella noche.

Una llovizna fina tamborileaba contra las tejas del ala este, y el aire olía a madera mojada y crisantemos recién florecidos. En uno de los salones más antiguos, Hiyori había encendido apenas dos lámparas de aceite. Quería luz suave, silencio, y una compañía justa.

—Gracias por venir —dijo ella, acomodando los cojines frente a una tetera caliente—. No es una reunión formal, ni un encargo real.

Kawamatsu se sentó con lentitud, su silueta verdosa recortada en la penumbra. El vapor del té dibujaba formas sobre su haori verde. Sus ojos, grandes y brillantes, se posaron en los de ella con ese respeto habitual… pero algo más vulnerable esta vez.

—No se preocupe princesa, siempre puedo aceptar un té—dijo él, y bebió en silencio.

Pasaron unos minutos sin palabras. El único sonido era el crujido del tatami bajo sus movimientos. Hiyori se recogió el cabello detrás de una oreja, como si se preparara para algo importante.

—Kawamatsu…

—¿Sí?

—¿Qué hiciste aquel día?

Él parpadeó, desconcertado.

—¿Qué día, princesa?

—Aquel día que me escapé… dejándote atrás con una nota. Cuando fingí ser fuerte y me obligué a desaparecer—ella solo miraba su taza—Nunca me lo contaste. Siempre sonreíste, siempre dijiste que lo entendías… pero yo sé que te herí. Y quiero saberlo… como una adulta.

El kappa bajó la mirada. La mano que sostenía el cuenco se tensó.

—No pensé que lo preguntarías.

—Tardé años en reunir coraje—admitió ella.

Kawamatsu respiró hondo.

—Me había quedado dormido. Me desperté cuando anocheció. La leí una vez y luego comencé a llorar de preocupación —Hizo una pausa, luego sonrió con tristeza—. Corrí por el campo tres días, buscando rastros suyos. Sin rumbo, obviamente. Sabía que era astuta, pero tenía miedo que alguien más le encontrara primero. Miedo de que no pudiera dormir. Miedo de que se arrepintiera y no tuviera cómo volver.

Hiyori no decía nada. Solo lo escuchaba, como si cada palabra fuera un pétalo cayendo sobre el agua.

—Llegué a la Capital, la busqué por cualquier lugar donde hubiera niños: baños públicos, una escuela, patios de juegos. Recorrí cada callejón. Luego visité los pueblos. La quinta noche me detuve junto a un arroyo. Encendí una fogata. Y lloré. Como un niño perdido. Porque por primera vez… no estaba bajo mi ala. Y no sabía si algún día volvería a verla.

Él alzó la vista. Sus ojos no brillaban por el reflejo del aceite: brillaban por lo que no se había dicho nunca.

—Luego entendí que había fallado. Le había fallado a usted, a su madre, a su padre… a todo el Clan. Me encaminé hacia Ringo, justo donde está el cementerio—un nudo se formó en su garganta—Apunté mi katana justo a mi vientre, decidido a terminar con mi vida… 

Pausó sus palabras un momento.

—Pero justo en ese momento apareció Onimaru, el zorro que custodiaba las lápidas—sonrió sin levantar la cabeza—Tal vez fue una señal, un propósito para resistir hasta que llegara la guerra tan esperada.

—¿Por qué no me odiaste? —preguntó ella, casi como si su voz se quebrara.

—Porque huía del dolor. No de mí —dijo Kawamatsu, suave—. Y aún así… siempre la sentí cerca. En los días malos. En las noches más largas. Su sombra estaba conmigo.

Hiyori se inclinó hacia él, más cerca.

—Y ahora… ¿me sigues sintiendo como una sombra?

Kawamatsu dudó. Luego negó con la cabeza, con una voz apenas audible.

—No. Ahora la siento como un sol. Y eso es bueno.

El silencio entre ellos seguía flotando, pero algo había cambiado.

Había una proximidad distinta, como si al contarse verdades que nunca se habían dicho, hubieran sellado un pacto sin palabras.

Kawamatsu no soltaba su taza. Miraba el borde como si en él pudiera leer una respuesta. Se sentía expuesto, tenso, como si aún le quedara una espina en el pecho.

Entonces habló. Y su voz, grave, temblaba levemente.

—Hiyori-sama… ¿puedo hacerle una pregunta?

Hiyori lo miró, con una serenidad que no juzgaba.

—Siempre.

—¿Realmente fue… una Oiran?

Ella no respondió enseguida. Él no se atrevía a mirarla a los ojos.

—No es por desconfianza —aclaró enseguida, tragando saliva—. Es por algo que me persigue hace años. Porque la niña que dejé atrás aquella noche… la que juré proteger con mi vida… no sabía del mundo. Y cada vez que imaginaba el precio que tuvo que pagar por sobrevivir, no podía evitar pensar en eso. En si había…

Le temblaron las palabras.

—…En si se vendió. Si la vendieron. Si ese mundo la obligó a hacerlo.

Por fin, la miró. Y lo que vio no fue tristeza, fue dignidad.

Hiyori inspiró hondo. Luego habló, sin rodeos. Sin vergüenza.

—Sí. Fui una Oiran.

El corazón de Kawamatsu se detuvo un instante.

—Pero no como creés.

Ella lo sostuvo con los ojos firmes.

—Una Oiran no es solo una cortesana. Es un símbolo. Una artista. Una figura de poder en un mundo donde las mujeres tienen pocas armas. Nunca me vendí, Kawamatsu. Nunca permití que nadie pusiera una mano sobre mí sin mi consentimiento. Denjiro me protegió en todo momento. El salón también me protegió. Aprendí a dominar un arte, a mantener una máscara, a hacer temblar a hombres poderosos solo con una mirada.

Se inclinó hacia él, más cerca.

—Fué todo una farsa. No me rompí. Me transformé.

Kawamatsu bajó la cabeza y soltó el aire. Cerró los ojos con fuerza.

—Gracias a los dioses.

Ella entendió.

—¿Eso te quitaba el sueño?

—Sí —susurró él, con un nudo en la garganta—. Porque usted era mi niña, mi deber, mi honor. Y pensar que ese mundo la podía haber absorbido… me hacía querer arrancarme el corazón.

—Nadie me tomó —dijo ella con firmeza—. Y si algún día entrego mi cuerpo, no será por oro, ni por poder. Será por amor.

El kappa la miró, asombrado por su fuerza. Por su verdad.

—Y eso, Kawamatsu… —agregó ella, con una sonrisa tenue—. Aún no lo he hecho.

Sus palabras cayeron como una piedra en el agua. No por su peso… sino por su claridad.

El samurái no supo qué decir.

Solo entendió que la niña que protegió… ya no existía. Pero la mujer que tenía enfrente… también merecía que la cuidaran.

Aún quedaban brasas encendidas en la lámpara de aceite. La lluvia había amainado por completo, y solo el eco del agua escurriendo en los techos recordaba que la noche seguía su curso.

Kawamatsu no se había movido. Seguía ahí, frente a ella. Después de todo lo que habían dicho, algo en su interior ya no era el mismo.

Entonces Hiyori habló, como quien arranca el último pétalo:

—Pero… ¿Sabés cuándo decidí que no podía ser solo una sobreviviente?

Él la miró, atento.

—Fue cuando me enteré de lo que pasaba en los pueblos… sobre todo en Ebisu.

Se le quebró un poco la voz. Pero no se detuvo.

—Los niños reían sin razón. Las madres enterraban a sus hijos sin lágrimas. Los ancianos morían de hambre, sin una sola queja. Pensé que era una historia exagerada… hasta que lo vi. Con mis propios ojos.

Kawamatsu apretó la mandíbula. Recordaba ese lugar. El infierno disfrazado de carnaval.

—Las frutas Smile —murmuró él.

—Sí —asintió ella—. Era una crueldad diseñada. Un castigo por tener hambre. Y yo… yo vivía rodeada de lujos, fingiendo sonrisas, mientras ellos se reían del dolor sin poder detenerse.

Sus manos temblaban ligeramente, pero siguió:

—Entonces decidí hacer algo sucio. Algo que nadie sabría, pero que cambiaría al menos una parte de esa realidad.

Lo miró directo a los ojos. No buscaba aprobación. Solo verdad.

—Comencé a dejar que hombres poderosos pensaran que podían tenerme. Les dejaba creer que, si me regalaban oro, yo les daría una noche conmigo o una vida a su lado. Prometía lo que no iba a cumplir. Los seducía con palabras, con gestos… y cuando entregaban el dinero, me desvanecía. Nunca rompí mi palabra, porque nunca se las di de verdad.

—¿Y el dinero? —preguntó Kawamatsu, apenas un susurro.

—Se lo daba a Denjiro —respondió con firmeza—. Él lo distribuía todas las noches, cuando la gente dormía. Cada gota de sake robado a esos hombres sirvió para alimentar a Ebisu. Para curar las fiebres. Para enterrar dignamente a los que morían sin nombre.

Kawamatsu sentía una mezcla de dolor y asombro. La niña a la que había cargado en brazos… se había convertido en un relámpago.

—¿Por qué no me lo contó antes?

—Porque tenía miedo de que dejaras de verme como me recordabas.

Él negó suavemente con la cabeza.

—No. Ahora le veo… completa.

Ella exhaló como si por fin pudiera soltar todo.

—No me arrepiento. Pero cada mentira… me robaba un poco el alma. Solo Denjiro sabía. Tu eres el segundo.

—Bueno, creo que me siento un poco privilegiado por eso—bromeó con una sonrisa pequeña.

Ella rió.

—Entonces… ese hombre que apareció ayer…

Hiyori asintió, su mirada fija en él. La lluvia había cesado por completo, pero el sonido del agua escurriendo de los tejados llenaba el silencio entre ellos.

—Buscaba vengarse. Al igual que muchos otros.

El kappa la observó en silencio, con un respeto más hondo, más claro. El tipo de respeto que solo se ofrece a quienes han caminado por el filo y aún así han elegido el bien.

Mi niña…

Se inclinó un poco hacia ella, apenas, como si con ese gesto pudiera estrechar la distancia entre sus mundos. Su voz, baja pero firme, fue lo último que dijo esa noche:

—Bueno… Pero ahora, quiero que sepa que ya no está sola.

 




La noche siguiente, el aire tenía un perfume diferente. No a lluvia, no a flores…

 Algo que estaba por cerrarse.

Kawamatsu había recibido su mensaje al caer el sol. Una nota escrita con tinta apurada y una sola frase:

"Acompáñame. Esta vez no me iré sola, lo prometo" - H.

Él la encontró en el límite del bosque, donde los árboles eran más viejos y el silencio más espeso. Ella estaba de pie junto a una pequeña fogata aún sin encender. A sus pies, un paquete atado de telas finas, adornos, peinetas y listones de jade y oro.

El kimono de Komurasaki. La máscara más hermosa que el dolor supo construir.

La última vez que lo había usado fue en el Festival del Fuego, la noche en la que Wano recuperó su libertad después de veinte largos años. Ella se había colado en Onigashima a propósito para hacer una última puesta en escena frente a Orochi, para después verlo arder en el infierno.

—¿Está segura? —preguntó Kawamatsu, acercándose con respeto.

Ella asintió sin mirarlo.

—Ya no me sirve. Komurasaki fue mi escudo. Mi espada. Mi disfraz. Pero también fue mi prisión.

Se arrodilló junto al paquete. Lo acarició como si despidiera un cuerpo querido.

—Durante años me convencí de que ella era mi única forma de vengar a mi familia. De resistir sin espada. De escupirle belleza al infierno.

Luego alzó la vista. Sus ojos estaban secos, pero brillaban como si ardieran por dentro.

—Pero ahora quiero ser solo Hiyori. Quiero vivir… sin deberle nada al odio.

Kawamatsu se arrodilló a su lado, en silencio. No la interrumpió. Solo estuvo.

Ella sacó una antorcha que había traído consigo, encendió la punta con manos firmes, y la sostuvo unos segundos antes de dejarla caer sobre el kimono y los accesorios.

El fuego tardó en tomar. Pero cuando lo hizo, fue rápido. Voraz.

Las sedas danzaron en llamas como mariposas tristes. Las peinetas estallaron en chasquidos diminutos.
El humo subió al cielo nocturno como un espíritu liberado.

—¿Quiere decirle algo antes de que se vaya del todo? —preguntó él, en voz baja.

Hiyori cerró los ojos.

—Gracias por protegerme. Y perdón por necesitarte tanto.

El fuego se volvió azul por un segundo. Como si hasta las llamas escucharan.

Kawamatsu la miró de perfil. Ese rostro ya no era de niña, ni de princesa. Era de una mujer que elegía.

Cuando el fuego fue ceniza, ella se volvió hacia él.

—Te agradezco que hayas venido, Kawamatsu.

—Siempre.

Ella lo miró un instante más. Y antes de marcharse, sin ceremonia ni preámbulo, apoyó su mano sobre su pecho.

—Ahora puedo empezar otra historia —dijo—. Pero no quiero escribirla sola.

Él no respondió. Solo bajó la cabeza, y cubrió su mano con la suya. Una pequeña chispa se encendió en él

Y el bosque, por primera vez en mucho tiempo, pareció respirar en paz.

 


 

Volvían en silencio por el sendero del bosque. Las ramas crujían bajo sus pasos y el cielo, despejado al fin, dejaba caer una brisa tibia.

Las sombras de ambos se proyectaban largas sobre el pasto. El fuego había quedado atrás, pero algo de su calor seguía latiendo entre los dos.

—Se que esto es muy tonto pero.. —dijo Hiyori de pronto, rompiendo la calma con honestidad—Cualquier mujer en Wano hubiera dado su vida por usar esa ropa, por llevar esas joyas. Y yo… los arrojé al fuego. Pero para mí representa una ostentosidad que no va conmigo.

Kawamatsu no respondió enseguida. Solo desvió la mirada hacia ella, que caminaba con la cabeza gacha, como si dudara de su derecho a cerrar ciclos.

Entonces, suavemente, se detuvo.

Ella también lo hizo.

—¿Sabe qué valía más que todo eso? —preguntó él, mirándola con ternura.

—¿Qué?

—Su libertad.

Hiyori levantó la vista. Sus ojos tenían ese brillo que aparece cuando uno no sabe si llorar o reír.

—Pero me la di yo misma.

—Y eso lo hace aún más valioso —dijo él—. Hiyori-sama… Lo suyo no fue un acto de rechazo. Fue un acto de amor propio. 

Ella se quedó quieta, sonriendo. Y en ese instante, como una señal de los dioses, una nube de luciérnagas se alzó desde los matorrales.

Los rodearon en un remolino suave de luz y silencio. Como si la noche los abrazara.

Kawamatsu miró al cielo, a ella, y luego se atrevió. Con voz baja, como si recitara un secreto:


Entre seda y oro se dibujó tu cautiverio,
pero fue la brisa quien me trajo tu verdad.
Hoy no hay joya que brille más que tu albedrío,
y en cada paso libre, florece tu dignidad.

Ella lo miraba, embelesada. No por el verso, sino porque él lo decía. Por el tono suave, por el fuego aún temblando en su pecho verde.

—¿Tienes más de esos? —preguntó ella, acercándose apenas.

—Muchos —sonrió él, apenas—. Pero éste lo inventé con lo que acabo de ver.

—¿Y si te pido uno más? Pero uno… solo para mí.

Kawamatsu respiró hondo. La luciérnaga más cercana se posó en su hombro.

Y entonces, con la voz más dulce que tenía, le dijo:


Si pudiera bordar mi deseo en una estrella fugaz,
no pediría castillos, ni gloria, ni honor.
Solo este instante, tus ojos y tu paz,
y quizás, si el cielo no se opone… tu calor.

Ella bajó la mirada un segundo… pero no por pudor. Sino porque sentía que, si lo miraba de frente, iba a besarlo.

Y cuando volvió a alzar los ojos, él seguía ahí, firme, silencioso, con el corazón en los labios. Entonces ella, con una dulzura antigua, apoyó la cabeza sobre su brazo.

Las luciérnagas giraban a su alrededor como custodias de lo sagrado.

 


 

Volvían al castillo por el sendero interno que cruzaba entre los jardines nocturnos.

El cielo estaba despejado y la brisa les acariciaba los rostros como si bendijera lo que acababan de compartir.

Hiyori caminaba despacio, abrazada al brazo de Kawamatsu, con la cabeza apoyada suavemente sobre su hombro. No decía nada. No hacía falta.
Cada paso compartido era un poema no recitado.

Él, por su parte, sentía el corazón retumbar en el pecho como un tambor de guerra… pero uno lleno de paz.

—Es raro —murmuró ella—. Caminar así. Sentirme así.

—¿Así cómo?

—Sintiéndome… a salvo.

Él sonrió sin mirarla, como si al hacerlo se fuera a quebrar.

Y justo cuando doblaban la esquina del corredor de piedra, dos sombras aparecieron al frente.

—¡Hohoho! —rugió una carcajada familiar—. ¡Vaya, vaya, qué tenemos aquí!

Nekomamushi, con su sonrisa felina de oreja a oreja, los observaba como quien encuentra un secreto delicioso. A su lado, Inuarashi, más solemne, levantó una ceja… pero el gesto no ocultaba su sorpresa.

Hiyori se enderezó de inmediato, pero no soltó el brazo del kappa.

Kawamatsu, en cambio, parpadeó como si lo hubieran atrapado robando sake en el templo.

—¿Una caminata romántica bajo las luciérnagas? —ronroneó Nekomamushi, con voz de travesura—. ¿O solo ensayo general para el casamiento?

Inuarashi tosió, apenas.

—Neko, compórtate.

—¿Y perderme esta joya visual? ¡Ni loco! ¡Nuestro valeroso Kawamatsu, héroe de Wano y del corazón de la princesa!

Hiyori, en lugar de avergonzarse, rió bajito, con la frente aún alta.

—No es un crimen caminar con quien me cuida —dijo, con esa voz suya que sabía sonar dulce… e intocable.

Kawamatsu, por su parte, no encontraba palabras. Solo murmuró:

—Fue… una noche simbólica.

—¡Ahhh! ¡Simbólica! —exclamó el gato, fingiendo anotar en el aire—. "Simbólica" es el nuevo "romántica", según los jóvenes de hoy.

Inuarashi le dio un leve codazo.

—Basta, Neko. Estás incomodando al kappa.

Pero el samurái, aún de rostro rojo, se irguió con dignidad.

—No me incomoda su presencia. Pero su risa… es demasiado aguda.

—¡Toqué una fibra! —rió Nekomamushi, y se giró por fin, siguiendo su camino.

—Que pasen buena noche —agregó Inuarashi, con un dejo de sonrisa antes de desaparecer con su compañero por el pasillo.

Cuando quedaron solos de nuevo, Hiyori soltó una pequeña carcajada.

—No sabía que se te notaba tanto en la cara.

—¿El qué?

—Que estás… simbolizando cosas.

Kawamatsu la miró de reojo, vencido por su encanto.

—Me delatan las orejas —bromeó él—. Siempre se me tiñen de rojo.

Ella volvió a aferrarse a su brazo, con total naturalidad.

—No me molesta. Me gusta verte así.

Atravesaron las puertas del castillo, con una tibieza que ya no se ocultaba.

—Y con eso… —dijo Hiyori, volviendo a mirarlo, su voz suave—. Ya no necesitas llamarme Hiyori-sama. Solo Hiyori.

Kawamatsu parpadeó, la sorpresa asomando en sus ojos.

—¿Princesa…?

—Ya no soy una niña a la que proteger ni una oiran que deba esconderse —respondió ella, con una sonrisa dulce—. Soy solo Hiyori. Y tú eres Kawamatsu. Creo que es hora de que dejemos de lado las formalidades. ¿No crees?

Él se quedó en silencio un momento, asimilando sus palabras. Una calidez inusual le recorrió el pecho. Era un honor, un permiso tácito para acortar la distancia que siempre los había separado.

—Hiyori… —murmuró, probando el nombre sin el sufijo. Sonaba diferente, más íntimo, más real.

Chapter 6: Un lugar seguro

Chapter Text

El sol de la mañana entraba por las puertas abiertas del salón del ala oeste. Sobre una mesa baja, Tama y Toko reían con las manos blancas de almidón mientras formaban bolas de arroz disparejas. 

—¡Esa parece una roca de la montaña! —se burlaba Toko, señalando la de Tama. 

—¡Y la tuya un nabo aplastado! —respondía Tama entre carcajadas. 

Hiyori, sentada entre ellas, reía suave mientras les mostraba cómo dar forma con cuidado, con la mano ligeramente curvada. 

—Si hacen muchas feas, van a pensar que queremos castigar a los Akazaya. 

—¡Yo no quiero que Kin’emon se atragante! —exclamó Toko con ojos muy abiertos. 

Justo en ese momento, el portón lateral se deslizó con un chirrido suave, y apareció Kawamatsu, con su haori azul y una expresión un poco confundida. 

—¿Todo este alboroto es por una guerra... o por el desayuno? 

Hiyori alzó la vista con una sonrisa luminosa. 

—Estamos preparando ofrendas de agradecimiento para los Akazaya. ¿Quieres ayudar? 

Él dudó por un segundo. Las niñas lo miraron con ojos brillantes. 

—¡Sí, sí! ¡El señor Kappa también! —¡Seguro tiene manos mágicas para el arroz! 

—Mis manos sirven mejor para cortar enemigos… —bromeó él—. Hace mucho que no cocino, pero haré lo que pueda. 

Se sentó con cuidado, dejando a un lado su espada. Hiyori le tendió un bol con arroz tibio y limpio, y sus dedos gruesos intentaron imitar el gesto que ella le mostraba. Cada tanto, las manos de ambos se tocaban sin querer. Y cuando eso pasaba, las niñas se miraban y sonreían en secreto. 

—¿Así? —preguntó Kawamatsu. 

—Casi. Tienes que girar la palma, no aplastarla. 

—Difícil… tus manos hacen que parezca arte. Yo solo le doy forma de animales.

Kawamatsu, con una concentración asombrosa para el tamaño de sus manos, comenzó a modelar. Primero, un conejo con orejas delicadas. Luego, un pequeño zorro astuto, y después, un oso diminuto con una expresión tierna. Las formas eran perfectas, con detalles que parecían imposibles de lograr con arroz. 

Hiyori los observó con una sonrisa que se estiraba, y una punzada de nostalgia le apretó el pecho. Era el tipo de habilidad que solo alguien con un corazón puro podía tener. Le recordaba a tiempos más sencillos, a la calidez de un hogar. 

—¡Wow! ¡Un conejito! —gritó Tama, con los ojos como platos. 

—¡Y un zorrito! ¡Son increíbles! —añadió Toko, boquiabierta. 

Mientras las risas de Tama y Toko llenaban el aire de inocencia, su memoria, caprichosa y cruel, la arrastraba de vuelta a los banquetes de Orochi.

¡Qué asco le daban! 

La opulencia vulgar, los platos desbordantes de manjares que nadie podría terminar, la grasa brillando bajo las luces. Cada vez que era obligada a asistir, su estómago se revolvía no solo por la presencia del shogun, sino por la obscenidad de aquel dispendio. Era una bofetada a la cara de un Wano hambriento. Mientras los cortesanos se atragantaban y el sake fluía como un río, ella solo podía ver, en lugar de cada delicado bocado, los rostros demacrados de su gente, la desesperación en sus ojos, el hollín en sus manos.

Y luego, el contraste… La imagen de su kappa, no en un palacio, sino en la precariedad de su escondite. 

Recordaba el frío que calaba los huesos, el miedo constante, y el hambre, esa sensación punzante que nunca se iba. Pero en medio de esa desolación, estaba él. El kappa, buscando con tesón los pocos granos de arroz que el destino les concedía, con una dedicación que rozaba lo sagrado. Y con sus manos grandes, esas mismas manos que ahora modelaban con arte, transformaba el arroz en bolas pequeñas, sencillas, perfectas. No había manjares exóticos ni lujos, solo la promesa de sobrevivir un día más, envuelta en el calor de su cariño. 

Cada una de esas bolitas, más allá de calmar el hambre, era un acto de amor puro, una fortaleza erigida contra la desesperanza.

“Para usted, mi princesita de la luna” solía decirle, con una sonrisa llena de amor, al mismo tiempo que escuchaba el rugir de su pobre estómago de samurai hambriento.

Hiyori sostuvo una lágrima con fuerza.

Esos recuerdos chocaban y la golpeaban con la fuerza de una ola. El arroz que Kawamatsu modelaba ahora, tan diferente en su presentación, seguía llevando consigo la misma esencia de aquellos días: la dedicación desinteresada, la protección silenciosa. Miró el conejito de arroz que Kawamatsu acababa de terminar, tan tierno, tan cuidadosamente hecho. Sí, él siempre había hecho magia con el arroz. Magia que el ostentoso Orochi hubiera podido entender.

—Son perfectas… Las tuyas hacen que las mías parezcan piedras encantadas—dijo ella, divertida. 

Las niñas soltaron risitas contenidas. 

—¿Qué murmuran ustedes dos? —preguntó Hiyori, arqueando una ceja, sin dejar de amasar. 

—Nada… —canturreó Toko. 

—Solo que… —añadió Tama, acercándose a ella como en secreto— …el señor Kappa te mira muy bonito. 

Hiyori se sonrojó apenas, pero sostuvo el gesto con elegancia. 

—Es porque estoy haciendo bien el arroz —respondió sin dejarse vencer. 

—Y tú lo miras como si hiciera flores —dijo Toko, con la frescura de quien no conoce límites. 

Hiyori no supo si reír o poner orden. Eligió lo primero. Las niñas estallaron en carcajadas, aunque el kappa no entendía muy bien la razón.

Más tarde, ya con las bandejas listas para llevar al patio, Tama se acercó con un aire inocente. 

—Princesa Hiyori… una última pregunta. 

—¿Sí? 

—¿Tienes un samurái favorito? 

Hiyori la miró unos segundos. Y con una sonrisa traviesa, respondió: 

—Claro que sí—Las niñas se inclinaron hacia adelante, esperando el nombre como si fuera un hechizo. Hiyori hizo una pausa dramática.—Pero es un secreto imperial. 

Toko chilló y Tama hizo puchero. 

—¡Eso no vale! 

—¡Dinos! ¡Aunque sea una pista! 

—Tiene el corazón más grande de Wano —dijo ella, poniéndose de pie con la bandeja en manos—. Y cuando cocina arroz… parece que defiende un castillo. 

Tama abrió los ojos. Toko se tapó la boca para no gritar. 

Y Kawamatsu, que escuchaba todo desde detrás del biombo, se quedó más quieto que una estatua. Una sonrisa tímida, apenas visible bajo su hocico, floreció en su rostro. Y el día, simple y luminoso, parecía hecho para enamorarse despacio.

 


 

El almuerzo había pasado entre risas y agradecimientos. Los Akazaya recibieron las bolas de arroz con alegría, y hasta Kin’emon había dicho con solemnidad exagerada que eran “las más sabrosas que un guerrero puede probar antes de morir”.

Hiyori se retiró antes que los demás, con una flor en el cabello y el aroma del arroz aún en las manos.

Kawamatsu se quedó un poco más. Reunió valor. Necesitaba hacerlo.

Cuando por fin la encontró, estaba en el jardín interior, junto a uno de los estanques. Las carpas anaranjadas nadaban en calma entre los lirios.

—Ah, mi valiente cocinero —dijo ella sin voltear, apenas oyó sus pasos—. ¿Vienes a preparar la cena también?

Él rió por lo bajo.

—No en realidad. Vine… a resolver un misterio.

Ella alzó una ceja, divertida.

—¿Misterio?

—Sí. Fui informado —dijo, poniéndose serio, aunque sus ojos brillaban— de que cierta princesa mencionó tener un samurái favorito. Y que se negó a revelar su nombre.

Hiyori contuvo la sonrisa. Seguía mirando las carpas.

—Tal vez sea mejor dejar ese secreto sin resolver. Así mantiene su encanto.

Kawamatsu avanzó un paso, con el corazón latiendo más fuerte de lo que hubiera querido admitir.

—¿Y si ese samurái… quisiera saber si fue él?

Ella por fin lo miró. Sus ojos reflejaban el agua.

—¿Por qué querría saberlo?

—Porque no cree merecer ese título —respondió él, sin rodeos—. Porque cree que hay otros más altos, más elegantes, más hombres.

Hiyori se giró por completo hacia él. Se acercó despacio. Muy despacio. Y cuando estuvo frente a él, levantó una mano… y la apoyó sobre su pecho, justo donde el haori verde se ajustaba.

—Entonces ese samurái no entiende nada.

Él tragó saliva.

—¿No?

—No. Porque no es el hombre más alto, ni el más adornado… pero es el más noble. El más valiente y sincero que mi corazón haya conocido.

Kawamatsu bajó un poco la cabeza, como si su sombra lo protegiera de tanto elogio.

—¿Está diciendo que…?

Ella lo interrumpió.

—Estoy diciendo que sí.—Se hizo un silencio. Suave y profundo— Eres mi samurái favorito, Kawamatsu.

Él cerró los ojos un segundo. Y cuando los abrió, ya no era el protector que la cargó siendo niña. Era el hombre que le tenía un cariño inmenso y al que por fin, se le abría una puerta.

—Entonces me quedaré cerca —dijo él, en voz baja.

—No esperaba menos —respondió ella, sonriendo.

Entonces sigilosamente sacó de su haori dos bollos de arroz escondidos envueltos en una servilleta.

—Para mi princesa de la luna—susurró.

Hiyori los recibió y sonrió al darse cuenta de que tenían forma de una delicada flor y la curva perfecta de la luna. 

Un universo comestible solo para ella.

 


 

El sol descendía detrás de las colinas, tiñendo el cielo de tonos anaranjados.

 En uno de los patios traseros del castillo, Denjiro afilaba su espada, sentado sobre una piedra, con la mirada puesta en un punto invisible del horizonte.

Kawamatsu apareció en silencio.

 Había algo en el ambiente… una tensión callada, una conversación que los dos sabían que debía ocurrir.

—¿Puedo?

—Adelante —respondió Denjiro sin levantar la vista.

El kappa se sentó junto a él. Un momento de silencio los envolvió. Luego, Denjiro habló:

—Desde hace días noto algo diferente entre ustedes dos. No me sorprende, debo decir… pero sí me hace pensar.

Kawamatsu mantuvo la mirada al frente.

—¿Te incomoda?

—No —dijo, al fin volviendo el rostro hacia él—. Pero necesitaba entenderlo. Y también contarte algo que… ella nunca se animó a decirte.

Kawamatsu lo miró, atento. El filo de la hoja brilló un instante con el reflejo del cielo.

—Fue hace muchos años, cuando ella tenía trece. En aquel entonces yo ya era Kyoshiro el Dormitante, la gente me respetaba o me temía, incluso me había ganado la confianza de Orochi. Un día cualquiera, ella apareció frente al salón del placer, sucia, con las mejillas cubiertas de polvo y los pies descalzos. Tenía los ojos apagados, pero la mandíbula firme. No me reconoció. Ni siquiera el mismismo Oden me hubiera reconocido. Mi rostro había cambiado… pero yo sí la reconocí a ella.  

Hizo una pausa, breve pero densa.

—La llevé dentro. La limpié, le di de comer. Entonces por fin le dije quién era realmente, aunque ella no podía creerlo. Y cuando le pregunté por ti… lloró.

Kawamatsu agachó la cabeza.

—Dijo que te había dejado una nota antes de irse… porque no podía seguir viendo cómo tú no comías para poder alimentarla. Que ibas a morir en cualquier momento si seguía a tu lado. Ella huyó… para salvarte.

El kappa cerró los ojos. Un nudo se formó en su pecho.

—Un año después, cuando tenía catorce, me pidió que la ayudara a buscarte. Ella necesitaba saber si estabas bien, si comías, si vivías… Y lo hicimos. Recorrimos todo Wano: campos, cuevas, ruinas, casas olvidadas… hasta preguntamos en tabernas. La única información útil que pude conseguir fue que Ashura estaba vivo, y que lideraba a los bandidos del monte Atama. Pero no supimos nada de tí.

—Para entonces —dijo Kawamatsu, con voz baja—… ya me habían capturado. Estaba en Udon.

—Ya veo…—asintió Denjiro—. Pero ella… Lloró todo el viaje de regreso. Día y noche. Aunque intentara sonreír durante el día, cada noche la oía llorar, en silencio, para que nadie la escuchara. Fueron épocas duras para ella. Inició asistiendo a las cortesanas, dominó el baile y el shamisen. Con el tiempo, se transformó en geisha y, posteriormente, la nombré Oiran para que recabara información de los hombres que llegaban a cortejarla al salón. Fué así que nació Komurasaki.

Hubo un silencio largo. Uno que hablaba de años de ausencia, de culpas, de destinos entrelazados por la necesidad de sobrevivir.

Denjiro volvió a mirar a Kawamatsu.

—Yo la cuidé como una hija. Pero tú… tú fuiste su primer hogar.

Kawamatsu levantó la mirada, con los ojos empañados, pero serenos. Muchas veces se preguntaba qué hubiera pasado si esa pequeña niña se hubiera quedado con él a pesar de no tener para comer. ¿De verdad hubiera muerto? 

—La mantuve encubierta durante trece años fingiendo ser alguien que no era. Así que, si ella realmente siente algo por tí… no la voy a detener. Ella es libre de sentir.

El kappa suspiró.

—Gracias por no haberla dejado sola.

—Debería agradecerte a tí—dijo Denjiro—, por resistir. De verdad, eres admirable. Oden estaría orgulloso.

Kawamatsu no respondió. Solo inclinó la cabeza, en señal de respeto. Los dos guerreros se quedaron sentados hasta que el sol desapareció del todo.

 


 

La noche había caído sobre Wano.

 Las linternas del castillo titilaban en silencio, colgadas de hilos que danzaban suavemente con la brisa.

 Hiyori caminaba por el pasillo principal con paso sereno, pero su corazón latía con fuerza. Sabía que ellos habían hablado. Lo presentía desde el momento en que Denjiro la miró con ojos suaves, como quien deja ir algo que había cuidado con fuerza por demasiado tiempo.

Encontró a Kawamatsu en uno de los balcones interiores, sentado frente a una lámpara de aceite que derramaba luz cálida sobre su rostro. El haori verde descansaba a un lado, y su silueta, a contraluz, parecía la de un viejo poema: firme, pero lleno de cicatrices invisibles.

Ella no dijo nada. Solo se sentó a su lado.

Él no se sorprendió. Solo bajó la mirada, como si la hubiera estado esperando.

—¿Denjiro te lo contó todo? —preguntó él, sin evasivas.

—Sí —respondió ella con suavidad—. Y gracias por no preguntarme si lloré, porque… lloré mucho.

Kawamatsu esbozó una pequeña sonrisa.

—Yo también lloré. Pero no me lo permití por mucho tiempo.

Ella lo miró de costado. El silencio que compartían no era incómodo. Era de esos silencios que solo se dan entre quienes ya se han buscado el alma.

Entonces, con toda la confianza del mundo, sin temor a incomodarlo, le preguntó lo que llevaba años queriendo saber:

—¿Cómo fue estar en Udon durante trece años?

Él giró lentamente el rostro hacia ella. No había amargura en sus ojos, solo cansancio… y una paz melancólica.

—Oscuro. Eso es lo primero que recuerdo. Oscuro, húmedo, con el sonido de los barrotes cerrándose cada mañana y cada noche, como si marcaran el inicio y el final del día. Los piquetes de la gente que era obligada a trabajar…

—¿Te golpeaban?

—Solo el primer día que llegué. Luego me encerraron en una celda sucia, alejada de los demás prisioneros. Pero lo peor no era el dolor físico. Era que nadie decía mi nombre. Los demás prisioneros ni siquiera sabían quién era yo. Durante años fui solo “la bestia de Udon”. Nada más.

Hiyori sintió un nudo en el estómago.

—Los oficiales tenían órdenes directas de Orochi de no abrir nunca la celda, y darme de comer pescado que traían de los ríos contaminados. Ni siquiera podía asomarme a los barrotes. Me tenían encadenado por las muñecas. Pensaron que eso iba a matarme.

Hiyori entrecerró los ojos. Su respiración se volvió más lenta.

—¿Y qué hacías para no volverte loco?

Kawamatsu miró al cielo.

—Pensaba en mi señor Oden, en lo que perdimos esa noche… y pensaba en ti.—se volvió a ella con mucha dulzura—Me repetía los versos que me decías de niña. Y, cuando todo parecía desvanecerse, imaginaba que algún día vería el amanecer de vuelta en este país. A veces me bastaba con eso.

Ella lo observó con el pecho encogido. Sus lágrimas comenzaron a brotar.

—Quisiera poder borrar ese tiempo. Darte esos años de vuelta.

Él negó con ternura.

—No lo haría. Porque si no hubiera pasado por ese infierno… No estaría aquí esta noche. Contigo. Y viéndote convertida en la mujer más fuerte que he conocido.

Hiyori alzó una mano, temblorosa, y la posó sobre la suya.

—No sabes cuánto me dolió saber que no te encontré.

—Yo tampoco te encontré a ti —dijo él—.Pero al parecer… nos encontramos en el momento justo.

Él tomó su mano y dejó sobre esta un beso ligero. 

Ella enrojeció.

Ambos quedaron allí, en silencio, con los dedos entrelazados y la luna asomándose tímida entre los tejados.

Ya se habían dicho lo más difícil: la verdad sobre su pasado, la herida de la separación, el reencuentro.

Pero algo en el aire pedía más. No como exigencia… sino como deseo silencioso.

Kawamatsu desvió la mirada hacia el jardín iluminado por la luna. 

Su voz salió baja, casi un susurro, como si temiera romper la quietud sagrada del momento.

—¿Puedo regalarte algo, mi princesa?

Hiyori lo miró de reojo, sonriendo con dulzura.

—Siempre.

Kawamatsu asintió con suavidad. Luego, sin mirar directamente, empezó a recitar:

“Si alguna vez el cielo me pide ofrenda sincera,

le entregaré tus pasos sobre el tatami húmedo,

la curva de tu risa guardada en los cerezos,

y la manera en que pronuncias mi nombre cuando crees que no escucho.”

Hiyori lo observaba en silencio, los ojos brillando con una emoción contenida.

“Si alguna vez mi espada cae al suelo y yo también,

 no será porque perdí la batalla… sino por haber amado sin medida.

Y si en esta vida, noble señora, puedo hacer un último juramento…

que sea a tus pies, no como bestia ni como hombre, sino como verso.”

El silencio volvió, pero estaba cargado de significado. Hiyori bajó la vista un instante, y una lágrima resbaló sin permiso por su mejilla. No de tristeza. 

De alivio.

—¿Hace cuánto escribiste eso? —preguntó, apenas audiblemente.

—Cada línea… la guardé en mi pecho desde hace años —respondió él—. Pero solo esta noche entendí cómo debía decirlas.

Ella estiró una mano y tomó la suya, con la misma naturalidad con la que una flor se abre al sol.

Kawamatsu tragó saliva. Y luego, como si reuniera coraje de las luciérnagas que danzaban a lo lejos, recitó un último verso, sin mirar al frente, casi como un secreto al viento:

“Si me das tus labios,

 seré sombra agradecida

 bajo tu cerezo.”

Hiyori lo miró con los ojos muy abiertos. No dijo nada enseguida.

Pero en su rostro floreció una sonrisa lenta, profunda, cargada de ternura.

—Y créeme, no estoy borracho para decir esto.

Ella rió suave, con una risa que sonaba a cascabeles.

Se acercó a él, y con un gesto delicado, apoyó un beso suave sobre su mejilla. El contacto fue breve, pero lleno de promesas. Un fuego cálido se encendió en el rostro de Kawamatsu, que lo sintió hasta el alma.

—Por ahora —susurró ella, su voz apenas audible—, este secreto se quedará en las mejillas.

 


 

La mañana llegó con el canto de los gorriones y el aroma del arroz recién cocido.

El castillo estaba más animado de lo habitual. Tama y Toko corrían de un lado a otro con bandejas pequeñas, ayudando a los cocineros a preparar los alimentos para los Akazaya. La cocina se llenaba de risas, de pasos apurados, del sonido metálico de cucharones y del vapor que escapaba de las ollas.

Hiyori estaba allí también, de pie junto a una mesa baja, preparando bolas de arroz con relleno de ciruela. Llevaba el cabello recogido con una cinta sencilla y el kimono ligero que usaba cuando no debía posar como princesa.

Kawamatsu entró con paso tranquilo. Saludó a los presentes con una leve reverencia y se dispuso a pasar de largo… hasta que la voz de Hiyori lo detuvo.

—¿No quieres ayudarme con esto? —preguntó, sin girarse.

Él se detuvo. Los demás lo miraron de reojo. Tama y Toko intercambiaron una mirada rápida, que terminó en una sonrisita cómplice.

—¿Yo? —dijo el kappa, un tanto sorprendido.

—Claro. —Ella por fin lo miró. Su sonrisa era tranquila, pero sus ojos tenían ese brillo suave que solo él parecía notar últimamente—. Eres hábil con las manos. Me vendría bien un samurái que sepa doblar bien el alga nori.

Kawamatsu asintió con suavidad y se sentó a su lado. Sin decir mucho, comenzó a ayudar. Al principio con torpeza, luego con creciente precisión.

Cada tanto, los dedos de ambos se rozaban al tomar un mismo cuenco o intercambiar ingredientes. Ninguno comentaba nada… pero ambos lo notaban.

—Estás muy callado hoy —comentó ella, sin mirarlo directamente.

—Estoy… agradecido. —Su voz fue baja, casi para que nadie más oyera.

Ella no respondió enseguida. Solo colocó una nueva bola de arroz en la bandeja.

—Yo también—susurró al cabo de un momento.

Desde el otro lado de la cocina, Toko y Tama los espiaban entre risitas mal disimuladas, cuchicheando sin parar. Una de las sirvientas adultas les chistó para que se comportaran, pero no les quitó la sonrisa.

Más tarde, mientras distribuían la comida en el salón grande, Hiyori colocó con cuidado la bandeja de Kawamatsu frente a él, con una hoja de shiso doblada en forma de corazón sobre el arroz.

Él la miró, perplejo.

Ella simplemente hizo una leve inclinación de cabeza y siguió sirviendo a los demás, como si no hubiera hecho nada fuera de lo común.

Él no dijo nada, pero sus mejillas se tiñeron apenas, como si las brasas de la noche anterior aún ardieran bajo su piel escamada.

 

 

Chapter 7: Los Daimyos del nuevo amanecer

Chapter Text

Los torneos de sumo siempre habían sido una celebración de la fuerza, la tradición y la camaradería. Durante años, bajo la tiranía de Orochi, estos eventos se volvieron escasos y vacíos de espíritu. Pero ahora, en una Wano libre, el Gran Torneo de Sumo de Primavera resurgió con gloria, entre puestos de comida, espectáculos callejeros y tambores que marcaban el pulso del día.

Desde un palanquín elevado, adornado con telas de seda, Hiyori observaba el dohyo. Su kimono lavanda decorado con pequeñas lunas, brillaba bajo el sol. A su lado estaban Momonosuke y los Akazaya. Aunque mantenía su sonrisa educada, sus ojos recorrían con ansiedad el escenario… hasta que lo vio.

—¿Kawamatsu… va a competir? —preguntó, apenas audible, al notar una figura conocida aproximarse al ring. Un leve cosquilleo le recorrió el estómago.

A su lado, Raizo, con expresión divertida, murmuró:

—¿No lo sabías? Kawamatsu es un prodigio en el sumo. Cuando era joven, se convirtió en el campeón de Kuri. Nadie le ganaba. En aquellos días de antaño lo nombraron Yokozuna , el rango más alto.

Hiyori lo miró de inmediato, desconcertada.

—Nunca me lo ha dicho…

—Humilde como siempre —rió Raizo—. Pero ya verás. Quiere demostrar que el Clan Kozuki aún tiene fuerza y corazón.

Y entonces, lo anunciaron.

—¡En la arena… el legendario Kawamatsu-sama, el Yokozuna del Clan Kozuki!

El público aplaudió a rabiar, el suelo tembló de emoción. Y entonces él apareció.

Sin su haori. Solo con su yukata atada a su cintura. El cabello rojo atado de forma desprolija bajo su kasa, algunos mechones cayendo sobre su frente. Su piel brillante por el calor, su pecho ancho, los músculos marcados, los brazos gruesos y poderosos.

Era la imagen viva de un guerrero ancestral, de esos que solo existían en los cuentos fantásticos.

Hiyori sintió que se le escapaba el aire. Un escalofrío dulce le recorrió la espalda.

—¡KAWAMATSU-SAMAAA! —gritaron algunos desde el público.

El kappa se inclinó ante su oponente con respeto. Luego, tomó posición. Su rostro, serio. Su cuerpo, en tensión. Cada músculo, listo para explotar.

Y comenzó el combate.

Era como ver a un río salvaje contener su caudal… y luego soltarse con furia. Cada movimiento era una danza de poder. A pesar de su complexión, Kawamatsu se movía con una agilidad que parecía desafiar las leyes del equilibrio.

Una finta.
Un agarre.
Un giro.
Y su rival salió volando del círculo como si no pesara nada.

El público estalló en vítores y asombro. 

Y Hiyori… no podía aplaudir. Su cuerpo no respondía. No podía dejar de mirarlo.

Dios mío…

No solo era fuerte. Era imponente. Era belleza en movimiento.

El sudor brillaba en su piel. Su pecho subía y bajaba con respiraciones profundas y densas.
Y de pronto, giró hacia el público. Su mirada se paseó… hasta posarse en ella.

Y entonces, sonrió. Una sonrisa ladeada, arrogante, de esas que muy pocas veces mostraba.

Hiyori sintió un calor subirle desde el pecho hasta las mejillas. El corazón le latía en los oídos.

El torneo siguió con más contrincantes, cada uno con la esperanza de derribar al formidable kappa. Sin embargo, ni el más aguerrido samurái ni el más astuto yakuza pudo hacerle frente. Kawamatsu, con su fuerza inigualable y su espíritu indomable, demostró ser invencible en cada encuentro. Al finalizar el torneo, no hubo dudas: Kawamatsu se alzó como el indiscutible campeón, demostrando de una vez por todas que el Clan Kozuki poseía una fuerza y un honor inquebrantables, un legado que perduraría a través de las generaciones.

En medio de la arena, los tambores y los gritos del público, la princesa de Wano seguía congelada en su lugar.

—Estoy perdida… —susurró para sí, apretando los dedos sobre la falda de su kimono—. Maldita sea, estoy perdidamente enamorada de este hombre.

 


 

En la sala del trono, el joven Momonosuke convocó a los Akazaya y a todos los miembros del castillo a una reunión general. 

Estaba vestido con un haori ceremonial del Clan Kozuki, el que se ponía sólo para eventos especiales. 

Se puso de pie y se aclaró la garganta:

—Gracias a todos por estar aquí presentes. Hace un par de meses derrotamos a Kaido y liberamos a este país de la opresión, pero eso no basta aun. Hay muchas heridas que debemos sanar. Nuestro pueblo necesita orden, justicia y líderes que representen los valores que perdimos hace veinte años. Mi padre siempre estuvo del lado de los menos favorecidos, incluso cuando no tenía mucho para ofrecer. Por eso… hoy es el día en que el nuevo Wano se pone en pie.

Los Akazaya escuchaban en completo silencio. Del otro lado del salón, Hiyori observaba junto a Shinobu, Toko y Tama, con las manos juntas sobre su regazo y el corazón latiendo con orgullo.

El Shogun caminó unos pasos más, mirando a sus samuráis uno a uno, con una sonrisa de orgullo:

—Kikunojo, valiente y compasiva, será la nueva daimyo de Ringo, tierra de la nieve y de los antiguos guerreros caídos.

—Denjiro, sabio y firme, custodio del disfraz y de la paciencia, será el nuevo daimyo de Kibi, donde las rutas y los mercados volverán a florecer.

—Inuarashi, del Reino de Zou, noble y de alma recta, será daimyo de Kuri, la tierra de Oden, su más amado hermano de batalla.

—Raizo, protector de secretos y fiel hasta el fin, será daimyo de Udon, donde el eco de las cadenas será reemplazado por el canto del agua.

—Kin’emon, mi segundo padre, será mi mano derecha en el gobierno, el consejero más cercano del shogunato.

—Nekomamushi, león de la noche, representante del Reino de Zou y camarada eterno del clan Kozuki, será nuestro Consejero Real y embajador oficial de la tribu mink en Wano.

—Y finalmente Kawamatsu, guardián del río y de la lealtad silenciosa, será el nuevo daimyo de Hakumai, donde los puertos y la memoria fluyen como uno solo.

Los murmullos en la sala se tornaron aplausos. Los sirvientes, los guardias, incluso los más serios de los presentes, se inclinaron profundamente ante los nuevos daimyos.

No eran simples nombramientos políticos. Eran ofrendas a la lealtad, la pérdida y la reconstrucción.

Kawamatsu no dijo una palabra. Solo bajó la cabeza con humildad. Sentía el peso del honor sobre sus hombros. Pero también, por primera vez, el orgullo de estar de pie bajo la luz del sol, no a la sombra de la historia.

Entre todos los samurais comenzaron a felicitarse por esta nueva etapa.

Desde el otro lado, Hiyori lo observaba con los ojos humedecidos y las manos cubriendo su boca. Cuando él alzó brevemente la vista, sus miradas se cruzaron.

Esa misma tarde, en el gran salón del castillo, los sirvientes y oficiales volvían a reunirse para el anuncio logístico del shogunato.

Momonosuke se puso de pie frente a todos:

—Los nuevos daimyos viajarán a sus respectivas regiones en los próximos días, donde el pueblo podrá verlos, escucharlos, y recibir de su boca la promesa de un nuevo amanecer.

Todos asintieron solemnemente. 

Después de que la mayoría abandonó el salón, Hiyori se acercó sutilmente a su hermano. 

—Momo-chan… ¿podría pedirte algo?

—Lo que sea.

Ella jugó un poco con sus manos.

—Sé que no es mi obligación, pero me gustaría acompañar a Kawamatsu hasta Hakumai… solo si estás de acuerdo. 

Momonosuke alzó las cejas, sorprendido. Pero una sonrisa serena se formó en su rostro.

—Por supuesto, si eso es lo que deseas. 

Los ojos de Kawamatsu se abrieron levemente.

—Kawamatsu, ¿está bien para tí?— preguntó Momonosuke.

Sus mejillas se encendieron, y entonces hizo una reverencia.

—Si la princesa lo solicita, entonces será un honor, Shogun-sama.

Hiyori se mordió el labio. 

Algo venía latiendo en silencio dentro de ella.

 


 

Raizo había insistido en que el nombramiento de los nuevos daimyos era motivo de festejo.

En una de las galerías abiertas, las puertas correderas estaban apenas entornadas. Y desde el corredor llegaba una risa conocida.

—¡Y yo le dije: “Ese no era un kappa, era el dios del río pidiendo disculpas por lo feo!” —tronó la voz de Kin’emon entre carcajadas.

—Por favor… no más sake —balbuceó Kawamatsu, apoyado contra una columna, con las mejillas encendidas y el haori medio desacomodado—. Mi honor samurái ya está en la cuerda floja…

—¡Bah! Los daimyos también deben celebrar —le dijo Kin’emon con afecto, dándole una palmada que casi lo tumbó—. ¡Tú te mereces esto y más, viejo amigo!

Más tarde, cuando logró escabullirse —o más bien, rodar fuera de la escena—, Kawamatsu se encontró de nuevo en el jardín, donde la luna se alzaba plena, igual que aquella vez semanas atrás, frente al pequeño estanque.

Se dejó caer sobre una piedra baja, con la espalda un poco encorvada y el aliento con aroma a sake dulce. La brisa le movía el cabello rojo en suaves oleadas.

A lo lejos, alguien se acercaba con pasos livianos.

—¿Otra vez escapando del banquete? —preguntó Hiyori desde el pasillo, envuelta en un kimono claro, los pies descalzos y el cabello suelto.

Él alzó la cabeza, con una sonrisa lenta.
—Me distrae el bullicio… y me atrae la luna.

Ella caminó con la tranquilidad de quien ya no necesita pedir permiso. Se sentó a su lado, observándolo con una mezcla de ternura y picardía.

—Antes de que me olvide… —dijo, inclinándose un poco hacia él—. Felicitaciones por tu nuevo cargo, Daimyo Kawamatsu .

Él parpadeó, sorprendido, como si aún no terminara de creérselo. Luego bajó un poco la mirada y rió por lo bajo, tímidamente.

—Gracias… aunque todavía no entiendo por qué le pediste al shogun que te permitiera acompañarme hasta Hakumai.

—No todo tiene que entenderse —respondió ella con una sonrisa suave—. Algunas cosas simplemente se hacen.

Kawamatsu la miró de reojo, aún con una leve sonrisa en los labios.

—Supongo que no tendré que extrañarte tanto cuando me vaya —murmuró, casi como un pensamiento en voz alta.

Hubo un silencio. Ella observó la pequeña botella de sake que trataba de esconder.

—¿Puedo probar un poco? —preguntó de repente, con un tono ligero.

Él la miró con sorpresa.

—¿Tú? ¿La dulce princesa quiere beber sake?

—Solía robarle tragos a Denjirō cuando se distraía —respondió con una risa pícara—. Siempre decía que lo notaba por mi voz, pero yo creo que lo inventaba para hacerse el severo.

Kawamatsu negó con la cabeza, divertido.

—Si Kin’emon se entera de que estoy compartiendo sake contigo, va a degollarme en la plaza central.

—Entonces tendrás que hacerlo en secreto —susurró ella, alargando la mano.

Él le ofreció el cuenco, aún riendo por lo bajo, como si estuvieran cometiendo un crimen menor.

—Solo un sorbo… —dijo, mientras la miraba beber.

Ella hizo una mueca al principio, luego sonrió.

—Más fuerte de lo que recordaba.

—O tal vez ya estás más grande que antes… —le dijo él, bajando la voz. 

—Estuviste genial en el torneo de sumo —dijo ella, con un tono dulce que no se le escapó a Kawamatsu—. No conocía ese lado tuyo.

Él bebió otro sorbo. 

—Hay muchas cosas que no sabes de mí, princesa—sonrió con un poco de arrogancia—No solo soy un samurai que sabe empuñar una katana. Tengo más habilidades.

Ella lo miró de lado, y entonces, con una chispa en los ojos, pidió:

—Muéstrame un truco con el agua.

—¿Eh?

—Como cuando era niña. Cuando hacías figuras con los estanques y les dabas forma de dragones o abanicos. ¿Recuerdas?

Kawamatsu la miró largo. Luego sonrió, con ternura.

—Solo para mi princesa consentida.

Se incorporó un poco, extendió una garra hacia el estanque, y murmuró algo bajo, casi como un rezo. El agua se elevó en un arco delicado, girando sobre sí misma en forma de espiral, hasta adoptar la forma de una carpa luminosa que danzaba en el aire. Luego se deshizo en pétalos líquidos que cayeron suaves sobre el pasto.

Hiyori soltó una risa cristalina, encantada. Aplaudió como una niña, con los ojos brillantes.

—¡Siempre fuiste el mejor haciendo eso!

Él bajó la mano, riéndose también.

—Y tu, la mejor aplaudiendo. Ese siempre fue mi premio.

El silencio los abrazó por unos segundos. La luna se reflejaba en el agua con nitidez, como si también escuchara.

Kawamatsu exhaló lentamente, y sin darse cuenta, empezó a recitar.

“Si en mis manos ya no hay filo, que haya flores.
Si en mi voz ya no hay órdenes, que haya versos.
Y si en mi pecho ya no cabe el miedo…
que haya espacio para el amor.”

—Hermoso —dijo ella, con voz suave, sin dejar de mirarlo.

Kawamatsu bajó la vista, como si le costara sostener esa mirada. El sake le había desatado la lengua, pero las emociones, esas no necesitaban alcohol para fluir.

—No sé si son buenos versos… —murmuró—. Pero son lo único que me sale cuando estás cerca.

Hiyori sonrió apenas, con ternura. Se notaba que el licor lo había ablandado, pero también que sus palabras venían de un lugar sincero. No hizo preguntas. Solo se inclinó un poco, hasta que su hombro rozó el de él, dejándose llevar por la calma del jardín.

—¿Sabes algo? —dijo él entonces, tras un silencio lleno de grillos y brisa—. Antes de ti, yo no sabía lo que era el cariño puro.

Ella lo miró de reojo.

—¿Lo dices por el sake… o por mí?

Kawamatsu se rió, bajito, y negó con la cabeza.

—Lo digo porque es verdad. Aunque mañana me arrepienta de haberlo dicho en voz alta.

—No te vas a arrepentir —murmuró ella—. Yo no olvido lo que vale.

Él se quedó en silencio, sin saber bien cómo responder a eso. Y entonces, Hiyori, con la voz aún suave pero algo más juguetona, dijo:

—A veces creo que los mejores hombres… no son necesariamente humanos.

Kawamatsu la miró, sorprendido por la frase, pero también halagado en lo más profundo. No dijo nada. Solo sonrió, ladeando un poco la cabeza como si intentara ocultar el rubor entre sus escamas.

—Y a veces —añadió ella, estirándose un poco para volver a tomar el cuenco de sake—, los dioses del río saben más de amor que todos los samuráis juntos.

—Eso depende de la princesa que los mire —respondió él, con una reverencia torpe y teatral que la hizo reír.

Ella tomó un pequeño sorbo, le devolvió el cuenco y lo miró fijo.

—No eres un príncipe o un noble. Pero tu honor es gigante. Eres mi Kawamatsu. Y eso… ya es mucho.

Él no supo qué decir. Solo la miró, con los ojos ligeramente vidriosos por el sake, mientras el mundo entero parecía reducirse a ese instante.

Ella se acurrucó un poco más cerca, sin tocarlo del todo, pero dejándole el perfume de su cabello flotando en el aire.

—¿Tienes más versos guardados, mi Kappa poeta?

—Mil —dijo él, bajando la voz—. Pero sólo los diría si prometes quedarte despierta a escucharlos.

—Entonces empezá a recitar —susurró ella—. No pienso dormir hasta que se acabe la noche.

Y así, bajo la luna llena, él comenzó a hablarle en versos bajos y torpes, que hacían reír y suspirar. Mientras tanto, ella lo escuchaba con los ojos entrecerrados, dejando que cada palabra la arrullara.

La brisa, el sake, el agua… todo parecía conspirar para que esa noche no fuera una más. Sino una de esas que viven mucho después de haber terminado.

—…¿Y si el kappa se enamora de la princesa y le roba un beso? —murmuró Hiyori, con la voz cada vez más arrastrada, los párpados pesados y la cabeza recostada sobre el hombro escamoso de su acompañante—. ¿Eso está en los cuentos?

—Solo en los mejores —susurró Kawamatsu, sin moverse, con una sonrisa tan suave como la brisa que pasaba.

Pero cuando la miró de reojo, notó que ya no respondía.

—Hiyori… —la llamó en voz baja.

Ella solo murmuró algo ininteligible y, acto seguido, dejó caer todo su peso sobre él, entre risitas suaves y quejidos contentos.

—Oh no… —dijo él con resignación cariñosa, mientras atrapaba el cuenco de sake antes de que cayera al suelo.

Ella se aferró a su brazo como si fuera una almohada viva.

—Eres muy cómodo, ¿sabías? Como un kappa de peluche grandote…

Kawamatsu resopló, divertido. Y con un gesto paciente, la acomodó con cuidado en sus brazos.

—Vamos, princesa bebedora de versos… es hora de llevarte a tu torre.

La levantó en brazos con la misma naturalidad con la que solía hacerlo cuando era una niña, aunque ahora su cuerpo era el de una mujer… y su perfume ya no era el de los días de juegos, sino el de una flor que había florecido en la noche.

Hiyori se dejó cargar sin protestar, medio dormida, medio riéndose.

—Shhh… no le digas a Kin’emon —murmuró entre dientes—. Va a pensar que me emborrachaste para pedirme matrimonio…

—Tendría que ser muy valiente para eso… o muy tonto —bromeó Kawamatsu en voz baja, mientras cruzaba el pasillo rumbo a su habitación.

El silencio del castillo los envolvía, roto solo por el crujido suave del piso de madera y el roce de su kimono contra las escamas de él. Al llegar, abrió con cuidado la puerta de papel, procurando no despertarla del todo.

La depositó sobre el futón con una ternura casi ceremonial. Y cuando estaba por cubrirla con una manta liviana, ella abrió los ojos un segundo.

—Kawamatsu… —susurró, adormecida—. ¿Te vas?

Él se quedó quieto, agachado junto a ella.

—Solo si me lo pides —respondió con un tono amable, sin bromas esta vez.

Ella estiró una mano torpe, buscándolo.

—Quédate. No digas nada. Solo… quédate un rato.

Él dudó por un segundo. Pero luego se sentó a su lado, sin hacer ruido, dejando que su garra reposara cerca de la de ella. No la tocó… pero ella sí. Con un movimiento pequeño, entrelazó sus dedos con los suyos.

Así permaneció, inmóvil, hasta que ella se sumió completamente en el sueño. ¿Recordaría ella lo que había confesado bajo el influjo del sake? 

“Eso desinhibe la lengua… y ablanda el corazón”.

 


 

El sol aún no se alzaba del todo cuando los estandartes de la familia Kozuki ondeaban suavemente en los carros que aguardaban a las afueras del castillo.

No era una comitiva ostentosa, sino sobria. Solo los esenciales: guardias de confianza, un par de sirvientes y un conductor. Pero al frente del convoy iban ellos dos.

Kawamatsu, ahora portando el haori ceremonial negro del Clan Kozuki. Y Hiyori, envuelta en un kimono lila con detalles plateados, sencillo pero elegante, que dejaba entrever la nobleza sin caer en la ostentación.

Ambos subieron al carro principal, amplio y cubierto, con cojines y un termo con té ya lista para el camino.

—¿Lista para ver el norte otra vez, princesa? —preguntó él, con una ligera sonrisa.

—Lista para verte como daimyo —respondió ella sin rodeos.

El viaje comenzó.

La carreta avanzaba por los caminos de piedra que salían de la capital, dejando atrás las torres y los muros altos. El verde del paisaje se abría como un suspiro, y los campos de cosechas salpicaban las colinas como pequeños parches ordenados.

El primer tramo fue tranquilo. 

Hablaron poco. Y no porque no tuvieran cosas que decir, sino porque el silencio compartido se había vuelto una forma de intimidad entre ellos.

—¿Sabes? —dijo Hiyori después de un rato, mientras miraba por la ventanilla de madera—. Cuando era niña y pensaba en viajar con un príncipe apuesto, siempre me imaginaba estar rodeada de abanicos, perfumes y chismes.

Kawamatsu rió suavemente.

—Y en cambio estás conmigo… y este termo de té viejo.

—Estoy con mi samurái favorito. No necesito más.

El comentario lo desarmó un poco. No supo cómo responder, así que le ofreció un poco de té. Ella lo aceptó sin decir nada más, y el calor en las tazas pareció reflejar el calor creciente entre ambos.

El sol estaba alto, el aire fresco. Ella lo observó con curiosidad.

—¿Qué ves? —preguntó él al notar su mirada.

—Cómo cambiaron tus manos —susurró—. Aún tienen fuerza… pero están más tranquilas.

Kawamatsu desvió la mirada con una media sonrisa. No podía responder eso con palabras. Pero cuando ella le ofreció una ciruela encurtida con los dedos, él la aceptó como si fuera una reliquia.

La conversación derivó en recuerdos de su infancia, de los días de lluvia en el castillo de Oden, de los cerezos en flor que solían mirar desde la azotea.

El camino a Hakumai era largo y serpenteante. Los paisajes cambiaban poco a poco: los arrozales daban paso a terrenos más escarpados, los árboles más frondosos, y el aire olía a musgo y madera húmeda.

Dentro de la carreta, Kawamatsu sostenía un pergamino entre las manos. Lo había escrito la noche anterior, con trazos firmes pero manchados de correcciones.

“A los hombres y mujeres de Hakumai… vengo no como señor, sino como protector… no como noble, sino como siervo de su historia…” —leyó en voz baja.

Hiyori lo escuchaba sentada a su lado, las piernas cruzadas, con un abanico apoyado sobre el regazo.

—No suena mal —comentó—. Pero repites mucho “ no como ”. Deberías elegir una comparación poderosa y dejar que lo demás se entienda solo.

Kawamatsu bajó el pergamino con un suspiro.

—No estoy hecho para esto. Sé blandir una katana, no frases elegantes.

—Y aun así tus versos me desarman —susurró ella, sin mirarlo.

Él se quedó callado.

—¿Qué dijiste?

—Nada —respondió, abriendo el abanico para cubrirse la sonrisa.

Volvieron a ensayar. Ella le ayudaba a respirar antes de hablar. Cómo suavizar las pausas. A pensar no en lo que debía decir, sino en lo que realmente quería decir.

Una hora más tarde, al descender por el último tramo del camino, divisaron Hakumai desde lo alto: un valle rodeado de cumbres, casas de techos de teja gris, campos dormidos y un templo ancestral al centro del pueblo.

Cuando la comitiva cruzó el arco de piedra de entrada, el silencio se hizo espeso. Los habitantes salieron poco a poco de sus hogares. Muchos detenían sus tareas, otros salían con expresión desconfiada.

Hacía años que nadie había pronunciado la palabra “Daimyo” sin temor o burla.

La carreta se detuvo en la plaza principal. Kawamatsu descendió primero, con el sol reflejando sus cabellos rojos. A su lado, Hiyori descendió con la gracia de una flor en otoño.

Un niño fue el primero en hablar:

—¡Es un kappa!

Una mujer murmuró:
—¿Eso es… un samurái?

Kawamatsu avanzó con pasos firmes y subió a la plataforma de madera dispuesta en el centro. La gente, poco a poco, comenzó a reunirse frente al escenario improvisado. 

Y un anciano, al verlo bien, dijo en voz alta: 

—¡Es el samurai de Oden!. 

El kappa se quedó quieto unos segundos. Miró al pueblo. Y por un instante, las palabras se le atoraron en la garganta.

Fue entonces cuando sintió el roce suave de una mano contra la suya, bajo el haori. Hiyori, a unos pasos detrás. Ella le brindó una sonrisa y asintió.

“Estoy contigo”.

Tomó aire y entonces habló.

—Soy Kawamatsu, vasallo del Clan Kozuki. Quizás mi nombre no les diga mucho, pero hace más de veinte años juré lealtad a mi señor Oden. No me presento aquí como una figura de autoridad, sino como alguien que ha sobrevivido al hambre y al olvido.—su rostro se volvió más serio— Aún conservo el recuerdo de cuando Shimotsuki Yasuie depositó su fe en mí y en mis compañeros de armas para defender Wano, incluso hasta la muerte. He conocido el encierro, la pérdida… y la esperanza. Por lo tanto, hoy si me lo permiten, quisiera ofrecer mi lealtad no a un trono, sino a esta tierra de Hakumai… ¡como su nuevo Daimyo!

Hubo silencio. Los murmullos cesaron. Y poco a poco, como si algo se deshiciera en el aire, la gente comenzó a inclinar la cabeza.

Un hombre mayor, con la espalda encorvada, fue el primero en arrodillarse. Luego una mujer. Luego, los niños. Y finalmente, todo el pueblo.

Hakumai había recibido a su daimyo. Y aunque no llevaba linaje, sí traía algo mucho más valioso: la confianza del pueblo.

Hiyori, desde un costado, lo miraba con una mezcla de ternura y orgullo que no podía ocultar.

Kawamatsu bajó de la tarima, y mientras caminaban juntos hacia el templo central del pueblo, ella rozó su brazo con el suyo en silencio.

 


 

El aire en Hakumai tenía un tono distinto esa tarde.

Tras el discurso, el pueblo no volvió simplemente a sus tareas. No podía. Algo había cambiado. Como si la tierra misma hubiese contenido la respiración durante años… y ahora, al ver llegar a su nuevo daimyo y a la princesa Kozuki, finalmente exhalara. La gente comenzó a salir de sus casas. No para ver, sino para acompañar.

El kappa caminaba con pasos firmes, el haori agitándose suavemente. A su lado, Hiyori lo acompañaba en silencio, con la mirada serena y la sonrisa discreta que heredó de su madre.

No hacían falta escoltas. La multitud los protegía.

A medida que avanzaban por las calles de piedra, el pueblo iba mostrando sus heridas: casas con techos improvisados, cultivos resecos, santuarios vacíos. Pero también, las huellas de quienes no se rindieron: niños cuidando brotes de bambú, mujeres remendando redes, ancianos reconstruyendo herramientas con paciencia ancestral.

—Aquí solía haber un mercado de telas —dijo un tejedor, señalando un esqueleto de madera—. Si regresan los comerciantes, podríamos revivirlo.

—El canal que viene desde la montaña se secó hace años —contó una anciana—. Si lo reabrimos, el arroz volverá a crecer aquí.

Kawamatsu escuchaba todo con atención. Tomaba nota mental, asentía, preguntaba nombres. No daba órdenes; ofrecía oído.

Y entonces ocurrió.

Una mujer joven, con el cabello recogido y las manos manchadas de tierra, lo miró desde una esquina. Se tapó la boca. Y rompió en llanto.

—Usted… usted es real —susurró—. Usted es el samurái que esperábamos. Pensé que solo existía en las historias.

Kawamatsu se detuvo. No supo qué decir. Hiyori fue quien se acercó, tomó la mano de la mujer y le sonrió.

—Este samurái salvó más vidas de las que puede contar. Y hoy, ha venido a proteger muchas más.

La mujer cayó de rodillas. 

Y como un eco, otros hicieron lo mismo. Algunos lloraban. Otros reían. Muchos solo miraban con ojos brillantes.

Era como si la esperanza hubiese aprendido a caminar.

Cuando el sol comenzó a bajar, los tambores de los niños comenzaron a sonar. No era un festival anunciado. No había guirnaldas ni faroles preparados. Pero la celebración surgió por sí sola, como brota el agua de una fuente olvidada. Las mujeres comenzaron a preparar arroz, los hombres trajeron sake viejo, los músicos desempolvaron sus instrumentos, y la plaza central volvió a llenarse como en los tiempos antiguos.

Kawamatsu y Hiyori se sentaron juntos en el centro del círculo. Frente a ellos, bailaban los niños, descalzos y riendo. El kappa recibió flores secas entre sus manos Ella recibió pequeños moños para el cabello.

—No recuerdo la última vez que vi un pueblo reír así —dijo él.

—Yo sí —susurró ella, sin dejar de mirar al fuego—. Fue antes de que mi padre muriera.

El silencio entre ambos no fue triste. Fue profundo.

Al momento en el que las primeras estrellas se encendieron sobre Hakumai, el pueblo entero comenzó a bailar alrededor de una llama que ya no era solo fuego, sino símbolo de un futuro en construcción.

La música crecía lentamente, como si no quisiera interrumpir la emoción de la jornada.

Un shamisen comenzó a sonar en una esquina, acompañado por un tambor que marcaba un ritmo suave y constante, como un latido compartido. Hiyori reconoció la melodía apenas comenzaron los primeros acordes.

—Esta canción… solía tocarla una cortesana de la Capital cuando yo era niña —dijo en voz baja—. Siempre decía que era para invocar el recuerdo de los que se fueron… y para sostener el corazón de los que quedan.

Kawamatsu asintió en silencio. Sus ojos estaban fijos en las brasas de la fogata, pero su cuerpo parecía cada vez más tenso. No por el cansancio, sino por algo más difícil de explicar.

Entonces, sin previo aviso, ella se puso de pie.

Lo miró desde arriba y le ofreció la mano, como si fuera la cosa más natural del mundo.

—¿Bailarías conmigo, kappa?

Él la miró con cierta incredulidad. Después con temor. Y finalmente con una mezcla de ternura y resignación.

—No tengo el cuerpo para la danza, princesa —dijo, bajando la vista.

—No estoy pidiendo técnica —respondió ella, con una media sonrisa—. Estoy pidiendo tu tiempo… y tus manos.

Él dudó un momento más. Pero cuando ella entrelazó sus dedos con los suyos, supo que ya no había marcha atrás.

Se levantó.

El círculo alrededor de la fogata se abrió ligeramente. La gente solo observaba con una mezcla de respeto, asombro y alegría. Sabían que estaban por presenciar algo que no se repetiría fácilmente.

El kappa y la princesa comenzaron a moverse. Al principio, con pasos torpes. Kawamatsu medía cada movimiento con una rigidez dolorosa, temeroso de pisar su kimono o de romper la armonía. Pero Hiyori lo guiaba con firmeza.

Y él solo la miraba, cautivado. Con cada giro, cada roce de palma, lo desarmaba un poco más.

Poco a poco, él comenzó a fluir. Sus pies, aunque pesados, se adaptaban al compás. Su cuerpo, acostumbrado al sumo y los movimientos duros, respondía al calor del momento.

—Eres más liviano de lo que pareces —susurró ella, sin soltarlo.

—Y tú… más peligrosa que cualquier katana —respondió él, sin pensar.

Ella soltó una risa breve y bajó la mirada. Pero no dejó de bailar. No lo soltó.

El pueblo aplaudía contento. Era un ritual sin palabras. Una confesión envuelta en música. Una declaración en forma de pasos.

Cuando la última nota se desvaneció en el aire nocturno, dejando un eco silencioso, Kawamatsu no sabía qué decir. Su corazón de kappa, habitualmente fuerte y sereno, latía ahora con una intensidad desconocida. Solo bajó la cabeza, incapaz de sostener la mirada de Hiyori, una mezcla de vergüenza y una profunda gratitud inundando su ser. La luz de la luna plateaba sus escamas, haciendo que su piel pareciera de marfil bajo el brillo estelar.

Hiyori, en cambio, con una serenidad que contrastaba con la turbación de Kawamatsu, alzó una mano. Sus dedos delicados se posaron con ligereza sobre el hombro del samurái, y con un gesto suave y profundamente maternal, le acomodó el haori. 

—Gracias por bailar conmigo —dijo simplemente.

Kawamatsu sintió el roce de su mano como una caricia en su alma.

—No fue nada—respondió él, sin levantar la voz.

Las estrellas aún brillaban en lo alto, incontables y silenciosas, testigos de ese pequeño, pero significativo intercambio.

Chapter 8: Un hilo bastante fuerte

Chapter Text

El sol de la tarde cubría Hakumai, y el Santuario Enma parecía suspendido entre el mundo terrenal y algo más sagrado. Las escalinatas de piedra, gastadas por el paso del tiempo, crujían suavemente bajo los pies de Hiyori y Kawamatsu mientras ascendían entre cipreses viejos y linternas de piedra cubiertas de musgo. Cada tanto, el sonido lejano de una campana de oración marcaba el ritmo sereno de la tarde.

Hiyori caminaba con las manos entrelazadas frente a sí, observando los detalles del lugar con esa mirada que parecía verlo todo sin perderse en nada. A su lado, Kawamatsu avanzaba con su andar firme y discreto, las manos escondidas dentro de sus mangas, como si su mera presencia fuera una ofrenda al templo.

—Kawamatsu—rompió el silencio ella, sin mirarlo del todo—. ¿Alguna vez te enamoraste? Me refiero a cuando eras joven.

Él se detuvo un segundo, como si la pregunta le hubiese hecho tropezar con una piedra invisible del pasado. La brisa sopló entre los árboles, haciendo crujir las ramas altas.

—No —respondió al fin, sin rodeos, pero con una voz baja, casi susurrante—. Nunca tuve esa experiencia. Ni siquiera me acerqué a algo parecido.

Ella parpadeó, girando un poco el rostro hacia él.

—¿Nunca?

Kawamatsu sonrió apenas, con una mezcla de resignación y ternura en los ojos. El tipo de sonrisa que sólo se construye con los años.

—Nunca —repitió, y su voz ahora sonaba más cálida—. Ninguna dama se interesaba por mí. Yo no era precisamente… encantador.

La princesa entrecerró los ojos, como si no pudiera creer lo que estaba escuchando.

—¿Encantador? Pero si eres—…

—Un kappa —interrumpió él, divertido—. Para la mayoría, eso bastaba. Incluso cuando aún no era tan evidente mi naturaleza, ya era raro. No tenía la gracia de Kin’emon, ni el aire misterioso de Denjirō. Ellos sí hacían suspirar a las mujeres. Yo solo era un samurái terco, con escamas en el alma.

Hiyori lo miró en silencio por unos segundos. Él no la miraba, sino que volvía a caminar, como si quisiera alejarse del peso de sus propias palabras. Pero ella no dejó que siguiera.

—¿Y te afectaba? —preguntó con suavidad, como quien toca una herida antigua sin intención de lastimar.

Kawamatsu se detuvo otra vez, esta vez más lentamente. El silencio entre ellos se volvió espeso, lleno de lo que no se decía.

—Supongo que uno se acostumbra —respondió al fin—. Con el tiempo, te convences de que ese tipo de amor no estaba destinado para ti. Que la lealtad, la espada, la misión... son suficientes. Y entonces dejas de preguntártelo. 

Hiyori frunció apenas los labios. Bajó la mirada, como si pensara en cuántas veces lo había visto sonreír para ella, protegerla, cuidarla con más devoción que nadie. Como si cada gesto de Kawamatsu hubiera sido, desde siempre, una forma silenciosa de amor.

—Yo… no estoy segura de que fuera justo —dijo por fin—. No sé si el mundo fue justo contigo, Kawamatsu.

Él se giró hacia ella, sorprendido. Su expresión era serena, pero en sus ojos había algo vulnerable.

—No me quejo, princesa. Viví mi juventud en medio de una guerra. Pero con el tiempo recibí regalos mejores. ¿Cómo podría pedir algo más?

Hiyori lo miró con los ojos ligeramente brillosos. Luego, sin pensarlo mucho, dio un paso más cerca de él.

—Tal vez no se trata de pedir. Tal vez… simplemente uno lo merece.

Kawamatsu se quedó inmóvil. Por un instante, el mundo se apagó a su alrededor. Solo estaban ella, con esa voz suave como un río en primavera, y él, con el corazón latiendo con fuerza bajo su armadura invisible.

Y entonces, sin necesidad de más palabras, siguieron caminando. Más cerca esta vez. Como si la distancia entre ellos hubiese cambiado para siempre.

—¿Y tú? —preguntó Kawamatsu, su voz grave rompiendo el silencio con delicadeza—. Durante los años en el Distrito del Placer… ¿no hubo nadie que haya captado la atención de mi niña?

Hiyori alzó la mirada, pero no respondió de inmediato. Caminó unos pasos más, y cuando habló, lo hizo sin rodeos, con un tono que no dejaba espacio a la nostalgia ni al romance.

—No —dijo—. Nunca.

Él la observó con cierta sorpresa, pero ella continuó, con la mirada perdida entre los árboles que flanqueaban el sendero del santuario.

—La mayoría de los hombres que pasaban por allí tenían los ojos vacíos. Vacíos o llenos de deseo, de codicia, de ego. Aprendí a leerlos rápido. A los que sonreían con miel en los labios pero veneno detrás de los dientes. A los que me decían que era hermosa mientras pensaban en poseerme.

Kawamatsu frunció el ceño apenas, en silencio.

—No me hacía falta que dijeran mucho —agregó—. La falsedad se les veía en la mirada. Y cuando Orochi… —sus palabras se frenaron, como si el recuerdo le apretara la garganta—. Cuando ese hombre me echó el ojo, fue peor.

El aire cambió de temperatura.

—La noche del banquete —dijo con amargura—. Aquella en la que fingí mi muerte… él me había anunciado que quería hacerme su esposa. Como si yo fuera una pieza más en su colección enferma. Como si mi voluntad no importara.

Apretó los puños sin darse cuenta, su voz vibrando de indignación contenida.

—Sentí asco. Un asco que no me cabía en el cuerpo. Su voz, su forma de mirarme, de hablar como si yo ya le perteneciera… —cerró los ojos un instante—. Esa noche no fingí sólo mi muerte. Fingí que no me temblaban las piernas del miedo. Fingí que no quería vomitar del asco, sólo para poder escapar con vida.

Kawamatsu la miraba con una mezcla de dolor y respeto. En sus ojos no había lástima, sino admiración profunda. Él conocía su historia, pero no con esas palabras. No con esa voz tan rota y al mismo tiempo tan fuerte.

—Lamento que tuvieras que pasar por eso, princesa… —murmuró con la mirada oscura—Si me hubiera enterado que eso pasaba mientras estaba en Udon, hubiera hecho hasta lo imposible para romper los barrotes de la celda e ir a buscarte.

Ella respiró hondo. Y luego lo miró.

—No quiero que lo lamentes, Kawamatsu. Lo que viví me convirtió en quien soy. Aprendí a ver más allá de las sonrisas bonitas. Y aprendí a valorar otras cosas… aquellas que no se compran con oro ni se anuncian con flores.

Sus ojos se detuvieron en los suyos, y esta vez, no había ni juego ni máscara en su rostro.

—Aprendí a confiar en quienes estaban cuando nadie más se quedaba. En quienes me cuidaban sin pedir nada. 

Él sostuvo su mirada, pero no dijo nada. No hacía falta. 

—Además—siguió con una sonrisa picarona—No todos los hombres jóvenes son apuestos y nobles… ¿sabes?

Kawamatsu parpadeó.

—¿En serio?

—Yo pienso que la verdadera juventud y la nobleza se llevan en el corazón, no importa la edad que tenga esa persona—y entonces su voz se volvió casi como un susurro—...o si es humano o no.

Kawamatsu bajó ligeramente la cabeza, como si ese último susurro le hubiese tocado una fibra tan profunda que lo dejó sin palabras. Su corazón palpitó. Un reflejo involuntario de la emoción contenida.

—Entonces —agregó él, con una sonrisa tímida pero genuina—, quizás no soy tan viejo, ni tan extraño…

Ella rió.

—No eres viejo. Estás en la flor de tu edad.

El silencio se llenó de posibilidades. El aire parecía contener una promesa.

 


 

El portón principal del Castillo se abrió con lentitud, saludado por el estruendo de los tambores ceremoniales.

La caravana de regreso desde Hakumai no era grande, pero traía consigo un aura nueva. Los estandartes ondeaban más alto. El polvo del camino parecía menos cansado.

Y al frente, como antes, marchaban él y ella.

Kawamatsu descendió del carro con la postura serena de un samurái que había cumplido su deber. Hiyori lo hizo a su lado, sin separarse demasiado, con una sonrisa tranquila y los ojos aún iluminados por lo vivido.

La primera en recibirlos fue Kiku.

—Bienvenidos —dijo con una reverencia formal… seguida de una mirada larga a los dos—. ¿El viaje fue productivo… o emotivo?

—Ambas —respondió Hiyori, sin perder la compostura.

Raizo, que venía por detrás, murmuró en voz baja mientras los observaba:

—Yo he oído de vínculos forjados en batalla… pero este parece forjado en silencio y flores.

Inuarashi rió, discreto.

—Hakumai ha despertado, eso es lo importante —dijo Kawamatsu con humildad—. Los templos serán restaurados. El canal volverá a abrirse. Y la gente… ha recuperado la esperanza.

Kin’emon, que observaba desde un poco más atrás, se cruzó de brazos.

—Y tú, hermano… recuperaste algo también. Aunque no sé si es solo esperanza.

Nekomamushi no se contuvo y soltó una carcajada.

—¡Miren al kappa! Vuelve con brillo en los ojos y flores en la voz. ¿Será que Hakumai no fue lo único que floreció?

Denjiro contuvo una carcajada con estilo.

—Parece que tendremos que brindar de nuevo.

Todos rieron. Menos Kawamatsu. Hiyori solo se limitó a mirar al suelo… mientras disimulaba una sonrisa imposible de contener.

—Solo sigo los pasos de Oden… y de quienes aún creen en su legado—agregó el kappa.

Más tarde, al ingresar al castillo, los Akazaya se dispersaron. Pero no sin antes lanzar algunas miradas de complicidad.

 


 

Hiyori solía aprovechar las siestas serenas en el castillo cuando nadie la buscaba. Ella cruzaba los corredores en silencio, sin anunciarse, y se detenía en la galería alta que daba al estanque del jardín interior.

Allí abajo, él entrenaba.

Kawamatsu no era como los otros samuráis. Su disciplina era fluida, silenciosa, a veces casi danzante. Pero había algo feroz en cada movimiento. En la forma en que giraba la espada de madera. En cómo sus pies se afirmaban en la tierra, como si pudiera quebrarla si lo deseaba.

Y en su rostro… esa sonrisa arrogante, socarrona, la que usaba cuando sabía que alguien lo observaba.

Ella se mordía el labio. 

Él ya sentía su presencia. Ya se había acostumbrado a que ella lo espiara. Podría decirse que ahora, en vez de sentirse hostigado, le agradaba. Desde entonces, la saludaba sin mirarla, con una leve inclinación de cabeza mientras afilaba un golpe o ejecutaba un salto imposible para cualquier otro guerrero.

Era su manera de decirle: “Sé que estás ahí, princesa.”

Y ella adoraba que él se soltara para ese juego tácito. Que no se rompiera el encanto con palabras.

Una tarde, él alzó la vista y, sin dejar de moverse, murmuró en voz alta casi como en broma:

—Qué honor el mío, servirle de espectáculo a tan noble dama. Espero estar a la altura de sus exigencias.

Ella rió. Dejó caer una flor de cerezo desde el balcón, que fue a posarse justo a sus pies.

Él la recogió con gesto solemne, pero la sonrisa seguía ahí, brillando como una joya.

Esa noche, Hiyori no pudo dormir. Porque en sus sueños, esa sonrisa la seguía… y no era ya un juego.

 


 

El sol comenzaba a descender detrás de las murallas del castillo. Era una tarde tranquila en la que no había reuniones ni anuncios ni entrenamientos.

Y justo en ese respiro entre el deber y el descanso, dos pequeñas figuras lo interceptaron en el jardín.

—¡Kawamatsu-samaaa! —gritó Toko, agitando los brazos—. ¡Te estábamos buscando!

—¿Nos das un ratito de tu tiempo?—agregó Tama con una sonrisa tímida.

El kappa, que venía cargando unos documentos del consejo de reconstrucción, se detuvo.

Las miró. Y no pudo decir que no.

—¿Qué tipo de samurái sería si le negara su tiempo a las florecitas más valientes del castillo? —dijo con una sonrisa amable—. Vamos, ¿qué quieren hacer?

—¡Tenemos muchas preguntas! —dijo Toko, tomándolo del haori verde y arrastrándolo sin disimulo hacia el césped—. ¡Tama tiene una lista!

—¡No es una lista! —rió Tama—. Solo algunas dudas. ¡Muchas!

Ya sentados los tres bajo un cerezo, Kawamatsu cruzó las piernas como un maestro sabio.

—Muy bien, pregunten lo que quieran. Pero si me hacen reír, debo responder con un verso. ¿De acuerdo?

Las dos asintieron encantadas.

—¿Cuándo fue la primera vez que peleaste? —preguntó Tama.

—Cuando tenía casi tu edad—respondió él—. Unos bandidos entraron a la cueva donde vivía. No tenía espada, solo una caña de bambú. Pero el miedo… hace que uno reaccione como puede.

—¿Y ganaste? —preguntó Toko con los ojos brillando.

—No. Me lanzaron a un arbusto. Pero aprendí dos cosas: a caer… y a levantarme rápido.

Las niñas rieron.

—¿Qué comías cuando eras chico? —preguntó Tama, ladeando la cabeza.

Kawamatsu pensó.

—Sopa de algas. Siempre sopa de algas. A veces con arroz. A veces solo agua… Pero en mi mente era un banquete real.

—¡Yo quiero ser fuerte como tú! —exclamó Toko.

—Y yo —añadió Tama—. Pero también quiero ser linda como la princesa.

Kawamatsu se quedó en silencio un momento. Luego miró a ambas con ternura.

—La verdadera fuerza está en quien sonríe sin tener nada. Y la belleza… en quien da sin pedir. Ustedes dos tienen ambos dones.

Toko se sonrojó. Tama lo miró fijo y preguntó con voz aguda:

—¿Tienes una persona favorita, Kawamatsu-sama?

El kappa parpadeó. Abrió la boca. Cerró la boca.

—¿Eh?

—Sí, sí —insistió Toko—. ¡Como una dama! ¡Una que te haga sentir así… todo raro por dentro!

—Como en las historias—agregó Tama.

Kawamatsu desvió la mirada, con el rostro un poco más oscuro que de costumbre.

—Un samurái no puede responder esa clase de preguntas sin estar preparado —dijo con solemnidad.

—¡Entonces no estás preparado! —rió Toko.

—¡Debes practicar! —rió Tama—. Vamos, dinos al menos si tiene cabello largo o si te sonríe mucho.

Kawamatsu solo suspiró, y con una voz suave, casi en un susurro, respondió:

—Tiene la risa más dulce que haya escuchado… Y los ojos más tristes que haya aprendido a consolar.

Las dos niñas se quedaron en silencio.

—¡Es la princesa! —gritaron al mismo tiempo, rodando por el césped de la risa.

—No confirmo ni niego —respondió él, escondiéndose tras un abanico imaginario.

La tarde continuó con juegos, más preguntas imposibles, y un Kawamatsu completamente rendido ante la energía de aquellas pequeñas que —como él— habían sufrido y aprendido a reír igual.

Cuando el sol cayó del todo, las niñas lo abrazaron como si fuera un árbol fuerte donde pudieran dormir seguras.

Mientras tanto, Hiyori avanzaba en silencio buscando un momento de aire fresco. Al llegar al corredor norte, el que daba al jardín más apartado del castillo, se detuvo. El sonido de risas suaves llegó flotando desde los cerezos.

Curiosa, se asomó discretamente entre los paneles abiertos. Y entonces lo vio.

Allí, sentado sobre el césped, estaba Kawamatsu. Con su haori viejo, el cabello rojo agitándose con el viento… y una ternura en la voz que no había escuchado ni siquiera en sus versos más dulces.

A su lado, Toko y Tama se reían a carcajadas, una en cada brazo del kappa, como si él fuera un árbol invencible. El kappa reía con ellas, aunque más suavemente, con esa mezcla de modestia y calidez que tanto lo caracterizaba.

—¿Y entonces qué pasó con el bandido? —preguntó Toko, aún secándose las lágrimas de la risa.

—Le lancé arroz por la cabeza —respondió Kawamatsu con seriedad fingida—. ¡Mi último arroz! Era una ofensa grave… ¡pero efectiva!

Las niñas estallaron de nuevo, cayendo de espaldas al césped.

Hiyori no pudo evitar sonreír. Desde las sombras del corredor, se llevó una mano al pecho. Allí estaba el samurái que no temía a la muerte. El que había velado cada noche por ella. El que había soportado trece años de prisión sin que su espíritu se quebrara.

Y aún así… Ahora se entregaba a la risa de dos pequeñas con la misma devoción con la que empuñaría una espada. Sus ojos se humedecieron. Era una mezcla de tristeza y nostalgia. Se veía a sí misma de niña riendo y jugando con él. Ese asombro silencioso que a veces provoca el amor, cuando uno se da cuenta de que ya no lo está buscando… porque lo ha encontrado.

Él les contaba una historia inventada sobre un sapo samurái, y cómo había defendido un estanque sagrado de los gatos del monte. Y ellas lo escuchaban con absoluta fascinación.

—Si algún día tengo una hija —susurró Hiyori para sí—… quiero que ría así con él.

Se quedó allí unos minutos más observando en silencio. Y cuando finalmente se alejó, sus pasos fueron lentos, suaves… como quien guarda un secreto en el corazón.

Uno que, quizás, muy pronto dejaría de serlo.

 


 

Un par de días después, Kawamatsu cruzaba los pasillos con su andar sereno, el haori bien puesto… y la misma bufanda roja deshilachada que había llevado durante años. La tela colgaba con humildad, ajada, con los bordes gastados y algunas puntadas sueltas. Pero él la usaba con dignidad. Como si no existiera prenda más noble.

Al cruzar el patio central, Hiyori lo vio.

—Kawamatsu —lo llamó con suavidad—. ¿Esa bufanda… todavía la usas?

Él se detuvo, sorprendido. Giró hacia ella.

—¿Esta? Claro… Ha estado conmigo desde siempre.

—Lo sé —respondió ella, bajando la mirada—. Cuando yo era niña, muchas veces me abrigaste con ella durante los inviernos. Olía a madera y a sopa caliente… y siempre era más cálida que cualquier otra manta.

Kawamatsu sonrió, algo avergonzado.

—Supongo que me cuesta desprenderme de ella.

Ella elevó la mirada y sostuvo la suya, con algo más que nostalgia en los ojos.

—Acompáñame. Solo un momento.

Sin más palabras, le tomó la mano y lo llevó a través del ala privada del castillo, donde los biombos pintados escondían estancias en calma. Entraron en su habitación, sencilla pero elegante, con los colores del clan Kozuki en cada detalle.

Hiyori se acercó a un pequeño cofre de madera laqueada. Lo abrió con cuidado, como si guardara algo frágil. Y sacó una bufanda nueva, de color rojo intenso, tejida con delicadeza, con un pequeño emblema del clan Kozuki bordado cerca de uno de los extremos.

—La tejí hace dos inviernos —dijo con un hilo de voz—. Cuando aún vivía en el Salón de Té como Komurasaki. No sabía si te volvería a ver. Pero cada punto que hice… lo hice pensando en ti.

Kawamatsu quedó inmóvil.

Ella se acercó, con la bufanda entre las manos, y se la ofreció.

—Creo que es hora de que tengas una nueva. No porque la otra no importe. Sino porque tú también mereces abrigo nuevo cuando empiece el clima fresco… sin dejar atrás lo que te trajo hasta aquí.

Él recibió la bufanda con ambas manos. La sostuvo como si fuera algo sagrado.

—Hiyori… No tengo palabras…

—No las necesito —respondió ella con una sonrisa suave.

Entonces, sin pensarlo, él retiró la bufanda vieja de su cuello. 

Y ahí, en el cruce de telas, Hiyori las vio: sus branquias.

Ella las había visto cuando era pequeña, muy pocas veces.

“Kappa, ¿qué son esas cositas que tienes en el cuello?”.

“Ah, ¿estas? Los kappas las tenemos para poder respirar”. 

Ella no mencionó nada. Pero sus ojos lo habían dicho todo. En ese instante lo entendió: no era un kappa, no del todo. Quizá nunca lo había sido. Su mente la llevó, como por reflejo, al recuerdo de Jinbe, el hombre pez que inspiraba respeto con sólo estar presente junto a los Sombreros de Paja. ¿Acaso Kawamatsu había construido esa imagen de kappa para ser aceptado, para encajar?

Quizá por eso siempre usaba la bufanda… Para cubrir aquello que lo hacía diferente. Y los demás lo sabían, seguramente. 

—No suelo… —murmuró él, tocándose con una de sus manos, como quien intenta ocultar una cicatriz que ya no duele pero que nunca deja de existir.

—Son muy bonitas —dijo finalmente, y su sonrisa no era de cortesía, sino de ternura—Tal y como las recuerdo.

Ella se acercó despacio, sin decir nada. Con delicadeza, sus dedos rozaron las branquias, como quien toca algo sagrado. Él se tensó por un instante, pero no se apartó. Era una caricia, no una inspección. Una afirmación silenciosa: te veo, y está bien .

Él se sonrojó un poco. Y rápidamente se colocó la bufanda nueva.

Era perfecta. Calzaba como si siempre hubiera sido suya.

—Te queda mejor de lo que imaginé —murmuró ella.

—Y más cálida de lo que parece…

Hubo un silencio. De esos que no pesan, sino que acarician.

—Es el mejor regalo que recibí en mucho tiempo—dijo ahora en un tono más bajo, acariciando la prenda—Hiyori… te lo agradezco, desde el fondo de mi corazón. 

Ella sonrió.

—¿Te das cuenta?

—¿De qué?

—De que ya no te diriges a mí como “usted”—se acercó un poco a su naríz—Y eso me gusta.

Y sin añadir más, ella se dio la vuelta. Caminó despacio, dejando tras de sí un silencio que no dolía, pero que pesaba. Kawamatsu la siguió con la mirada, sin moverse. Su corazón latía con fuerza. No por lo que ella dijo. Sino por lo que se llevó consigo.

 


 

El sol apenas se colaba entre las nubes ese mediodía, cuando los Akazaya se reunieron en el salón de estrategias del castillo para revisar los avances en la reconstrucción de las aldeas aledañas.

Kawamatsu fue el último en llegar.

—Disculpen el retraso —dijo con una leve reverencia.

Kin’emon lo miró. Parpadeó. Luego entrecerró los ojos como si analizara un detalle minúsculo… y sonrió apenas.

—Vaya… —murmuró, dando una vuelta lenta a su alrededor—. ¿No es nueva esa bufanda?

—Sí… —respondió Kawamatsu con naturalidad, aunque de inmediato bajó un poco la voz—. Me la obsequiaron.

Denjiro, que ya estaba de brazos cruzados junto a un mapa del distrito de Ringo, giró el rostro con media sonrisa.

—¿"Obsequiaron"? —repitió con fingida inocencia—. ¿No deberías decir tejida con amor y paciencia durante años de espera bajo una identidad secreta ?

Kawamatsu se tensó.

Kin’emon soltó una carcajada abierta.

—¡Por todos los dioses del mar! ¡Esa bufanda huele a romance y a capítulos sin cerrar!

—No es lo que parece —dijo el kappa, intentando recuperar compostura.

—¿Ah no? —inquirió Denjiro, señalando el pequeño bordado del clan Kozuki al extremo de la bufanda—. Porque eso se ve más íntimo que un haiku susurrado al oído.

Raizo, que venía llegando, se detuvo a medio paso.

—¿De qué me perdí?

—Del romance más obvio desde que Oden persiguió a Toki por los tejados del Castillo de Kuri —dijo Kin’emon con sorna.

Kawamatsu cruzó los brazos, mirando al suelo, aunque no podía evitar que el rojo intenso de su bufanda hiciera juego con un leve rubor en su rostro verde.

—No sabía que mis prendas serían objeto de juicio público…

—No lo son —intervino Denjiro con tono más amable—.
Solo… digamos que algunos de nosotros hemos estado esperando verte dejar de huir de lo que siempre estuvo frente a ti.

—Y —agregó Kin’emon mientras tomaba una taza de té—, si una princesa te teje algo, lo lógico es usarlo con orgullo… o prepararte para recibir sermones en privado.

Los tres se rieron suavemente, pero sin burla.

Kawamatsu, finalmente, sonrió también.

—Parece que la próxima vez que me regalen algo… tendré que esconderlo.

—¡Ni se te ocurra! —dijo Denjiro—. Queremos saber cuándo llega la túnica, el haori de ceremonia… y tal vez los arreglos de boda.

Kawamatsu rodó los ojos, pero algo en su pecho se sentía cálido.

En silencio, llevó una garra a la bufanda y acarició el bordado con delicadeza.

No dijo nada más. Pero su sonrisa ya no podía ocultar nada.

 


 

Los pasillos del castillo solían estar llenos de pasos silenciosos, conversaciones susurradas y aroma a té recién servido. Pero desde hacía unos días… algo flotaba distinto en el aire. No era incienso. Ni tampoco era brisa. Era curiosidad envuelta en abanicos y ojos delineados.

Las geishas del ala este, que tradicionalmente servían en eventos oficiales y ceremonias del shogun, habían comenzado a murmurar entre ellas con una sonrisa nueva en los labios. No sobre los akazaya. No sobre el joven shogun. Sino sobre él.

—Dicen que la princesa lo llama “mi samurái” cuando cree que nadie escucha…

—¿Y viste cómo la miraba durante el brindis de los Daimyos? ¡Como si la luna le debiera un poema!

—Ay, ay… ¡y esas manos tan fuertes! ¡Quién pudiera ser abanico en esas manos!

Kawamatsu, ajeno a la mayoría de estos comentarios, comenzó a notarlo de a poco.

Primero fue en el jardín de piedra, cuando una joven aprendiz  se detuvo al verlo pasar, hizo una reverencia exagerada y le susurró:

—Daimyo de Hakumai. Qué título tan poderoso para un corazón tan… noble.

Él se quedó inmóvil, parpadeando con torpeza.

—Gracias… supongo…

Luego, al día siguiente, tres geishas mayores lo rodearon mientras intentaba cruzar la galería hacia la biblioteca. Una de ellas le ofreció un dulce de arroz sin que él lo pidiera.

—Para su fuerza, señor samurái —le dijo, con los ojos entornados—. Debe cuidar bien su energía… ahora que tiene tantos ojos sobre usted.

Él intentó agradecer, pero terminó murmurando algo incomprensible y escapando hacia el ala norte.

No era timidez exactamente. Era incredulidad, mezclada con un torpe desconcierto. Kawamatsu nunca se había sentido tan mirado. Y no por lo que hacía en batalla… sino por quién era.

Más tarde, en el entrenamiento de los guardias, uno de los soldados más jóvenes se le acercó, con expresión seria:

—Señor Kawamatsu… si no es mucha osadía, ¿podría enseñarme a recitar versos?. Creo que eso de “hablarle bonito a una dama” funciona más que el kenjutsu últimamente.

El kappa se quedó en silencio. Y luego suspiró.

—Esto se está saliendo de control…

Esa misma tarde, mientras pasaba por un corredor lateral, escuchó el tintinear suave de risas contenidas. Al voltear, vio a Hiyori a la distancia, conversando con Tama y algunas geishas.

Ella lo vio. Y sonrió.

Pero no fue una sonrisa inocente. Fue una sonrisa… que sabía.

Cuando intentó seguir de largo, escuchó una voz detrás suyo que susurró:

—Kawamatsu-dono, si alguna vez desea escribir un poema para otra dama… sepa que aquí también escuchamos con atención.

Él no respondió. Solo apresuró el paso.

—Salvar Wano fue más fácil que esto.

Esa noche, mientras se encerraba en su habitación para tener un poco de paz, se quedó mirando el techo preguntando qué diablos estaba pasando.

Pero en lo profundo… una pequeña parte de él se sentía feliz. Tal vez no por la atención. Sino porque la mirada que más importaba ya lo había elegido.

Chapter 9: Aguas profundas

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Hubo una noche en la que Kawamatsu no pudo dormir. No del todo.

Se removía entre sueños. Su cuerpo, todavía robusto a pesar de los años, se tensaba como un arco. No era una pesadilla lo que lo alteraba, sino algo mucho más íntimo, suave, dulce y peligroso.

***

Estaba de pie en un bosque de bambú, bajo la luz de una luna enorme y acuosa. Vestía su ropa tradicional. Caminaba descalzo, y cada hoja crujía bajo sus pies palmeados. Sentía el olor del agua. Del jazmín. Y entonces la vio.

Hiyori.

Envuelta en un kimono de seda que flotaba con el viento, como si ella misma hubiese salido del estanque. Descalza. Con el cabello suelto. Con una sonrisa que no era inocente.

—Mi leal Kawamatsu —dijo, y su voz no era un susurro. Era un canto.

Él se arrodilló de inmediato, como siempre hacía.

—Mi señora... —murmuró, pero la voz le tembló. 

Ella se acercó. Sus pasos no sonaban. Como si flotara.

—No quiero reverencias hoy —dijo—. Quiero verte a los ojos.

Él alzó la vista y sintió que el corazón se le partía. Sino porque en sus ojos ya no había distancia. No había jerarquías. Solo esa ternura antigua que siempre había sentido por ella, ahora ardiendo con una intensidad distinta.

Ella se inclinó y le tocó el rostro. Él cerró los ojos. Sintió su piel, era tibia, real. Y sin embargo, ella la acariciaba como si fuera sagrada.

—¿Alguna vez... has soñado conmigo? —preguntó ella.

—Cada vez que cierro los ojos —confesó sin pensar.

Ella sonrió, y la luna se volvió más grande, más húmeda, más azul. Entonces se inclinó más, su aliento tan cerca que su voz parecía un eco en su pecho.

—Entonces sueña bien, samurái mío.

Y lo besó.

No fue un beso casto. Tenía hambre contenida. Fue una promesa y locura. Fue deseo y ternura entrelazados. Él sintió que el estanque hervía a su alrededor, que su sangre lo traicionaba, que sus manos la buscaban sin osar tocarla. Pero ella tomó su muñeca, y la guió hasta su cintura.

—Quiero sentirte…

Lentamente ella comenzó a abrirse el kimono.

—Princesa, esto no es…

—Shhh… te lo mereces.

***

Kawamatsu abrió los ojos de golpe, como si emergiera de un sueño profundo y agitado. El techo de madera se dibujaba borroso ante él, mientras el eco de aquella voz —suave, decidida— aún vibraba en sus oídos.

Su corazón latía con fuerza, como si hubiera corrido una batalla sin moverse del futón. 

 


 

Durante el día no logró concentrarse en absolutamente nada.

Ni los informes de seguridad de las regiones, ni las rondas por el castillo, ni siquiera los entrenamientos lograban retener su atención. Todo le parecía distante, difuso, como si caminara con el pecho lleno de agua tibia. Las voces a su alrededor llegaban apagadas, los rostros se desdibujaban, y hasta el peso de su kasa parecía ajeno.

Quizás era el agotamiento. O tal vez la carga de sus nuevas responsabilidades como Daimyo comenzaba a pasar factura. O —y esto lo pensó sin querer— tal vez no era el trabajo. Tal vez era ella.

“Solo necesito cerrar los ojos” , se dijo. “Una hora. Nada más.”

Pero en cuanto apoyó la cabeza sobre el tatami, el sueño lo reclamó sin piedad. Y como la noche anterior, lo arrastró de nuevo al estanque… o al abismo.

***

Estaba en una llanura abierta, rodeada de cerezos en flor. Pétalos flotaban como nieve rosada a su alrededor. El cielo era suave, de un azul pálido que solo aparece después de la lluvia.

Y allí estaba ella, de nuevo.

Pero no como solía verla, ni siquiera como en su anterior sueño. Esta vez llevaba un vestido blanco, de lino liviano, con bordes de encaje y flores frescas adornando su cabello largo y suelto. Se reía. No, no. Se reía para él. De esa forma que solo lo hacía cuando estaban a solas. Sin máscaras. Sin títulos.

Ella giró entre los cerezos, descalza sobre el pasto, con los brazos abiertos como si celebrara algo invisible.

—¡Llegas tarde, Kawamatsu! —exclamó entre risas—. Iba a casarme sola.

Él se quedó inmóvil.

No por sorpresa, sino por miedo a romper la ilusión. Pero sus pies se movieron solos, y cuando estuvo frente a ella, cuando la tuvo tan cerca que podía contar las flores en su cabello, ella lo miró con ternura… y picardía.

—¿Y ahora? ¿No vas a llevarme en brazos?

Él parpadeó, atónito.

—¿Q-qué?

—La tradición—susurró, acercándose aún más—. ¿O vas a dejar que cruce el umbral de nuestra cabaña sola?

Kawamatsu tragó saliva. Sus mejillas estaban encendidas. Pero obedeció.

Con una delicadeza impropia de su contextura, la alzó en brazos como si fuera de cristal. Y ella se acomodó contra su pecho como si ese lugar le perteneciera desde siempre.

—Así está mejor —lo abrazó por el cuello, y entonces se acercó más a su oído—. Pero no te relajes tanto, amor mío. Nuestra noche de bodas aún no ha empezado. Y tengo planes que te harán olvidar que alguna vez dormiste en una celda.

Kawamatsu sintió que el corazón se le detenía. Luego latió con fuerza, y después simplemente dejó de tener importancia. Porque nada en ese momento existía más que ella. Su perfume. Su sonrisa. Su calor.

—¿Qué clase de planes?

Ella solo rió.

—Los que no se dicen en voz alta…

Él se congeló.

—Esto es un sueño —susurró él, con la voz quebrada—. Pero no quiero despertar nunca.

—Entonces no lo hagas —respondió ella, mirándolo con esos ojos de océano—. Quédate aquí. Conmigo. Soy tuya .

Y lo besó apasionadamente.

Él la sostuvo con más fuerza, temeroso de que el viento, los cerezos o la realidad misma se la llevaran.

—¿Y si mañana me olvidas? —preguntó en voz baja.

Ella rio, rozando su nariz con la de él.

—Entonces tendrás que soñarme otra vez, esposo mío.

La escena cambió.

Ahora estaban en una cabaña en medio del bosque, como en la que solían esconderse en los años oscuros de Wano. 

Era pequeña, acogedora, con sábanas suaves y pétalos de flores nupciales esparcidos cuidadosamente, creando un aire mágico y casi irreal. La luz de la luna se filtraba por las ventanas, bañando la habitación en un plateado suave.

Kawamatsu estaba nervioso, incapaz de encontrar palabras mientras veía a Hiyori acercarse. Ella, elegante y serena, avanzaba con una calma que parecía envolverlo todo.

Se detuvo frente a él, sus dedos rozando apenas la tela de su túnica, desabrochándola con delicadeza. Lo miró fijamente y, con un susurro que parecía flotar en el aire, dijo:

—¿Estás nervioso?

Kawamatsu, con las mejillas ardiendo, esbozó una sonrisa traviesa:

—Pues… esperaba que al menos alguien trajera sake a la noche de bodas.

Hiyori soltó una risa suave y, acercándose un poco más, lo miró con intensidad:

—Esta noche… quiero que me hagas tuya.

Por un instante, el mundo pareció detenerse. Solo estaban ellos dos, entre sábanas y flores, en ese instante suspendido, donde cada silencio y cada gesto estaba cargado de un anhelo silencioso y una chispa de complicidad que hacía que la noche se sintiera eterna.

***

Se despertó con un sobresalto. El sol ya se colaba entre las rendijas del shōji, tiñendo el tatami de oro pálido. Su respiración era agitada, como si hubiera corrido sin moverse. Y entonces, sin pensarlo, su nombre se deslizó de sus labios:

—Hiyori…

No fue un llamado. Fue un suspiro. Un eco íntimo que se le escapó del pecho, como si su alma lo hubiera pronunciado antes que su boca.

Ahora tenía miedo. Dos sueños. Dos escenas casi idénticas. No eran simples fantasías: eran demasiado vívidas, demasiado precisas. 

 


 

¿Cómo podía siquiera osar soñar con casarse con la hija de su señor? La niña que había ayudado a cuidar, a proteger, a consolar en los días más oscuros de Wano. La heredera del mismísimo Kozuki Oden, el hombre que le dio un techo y comida cuando era un pequeño niño pez que vivía de sobras.

Era impensable. Inaceptable. Y poco ético.

Ella era una jovencita de veintiséis años. Él un samurai veterano de cuarenta y uno. CUARENTA Y UNO. Le llevaba quince años.

Y él estaba empeorando.

Probó comer más fuerte, beber té de jengibre, incluso entrenar con más intensidad. Pero nada lo sacaba de ese estado. Su pecho parecía lleno de agua tibia, como si el estanque lo hubiera seguido fuera del sueño. Como si ella estuviera aún allí, en algún rincón del castillo, esperando.

Y la siguiente noche fue peor. Mucho peor…

Kawamatsu cayó rendido por el peso de su propia mente. La brisa matinal era suave y cálida, acariciando los paneles de papel como si el mundo quisiera consolarlo. El perfume de las flores del jardín —azaleas, lirios, ciruelos tardíos— aún flotaba en el aire, envolviendo el castillo en una calma engañosa.

Pero en cuanto cerró los ojos, el estanque lo reclamó otra vez.

***

Esta vez no había linternas ni agua.

Solo una casa pequeña, de madera clara, rodeada de cerezos en flor. Las puertas estaban abiertas. La luz del sol entraba sin pedir permiso.

Y allí, en el centro del tatami, estaba ella. Pero no como la princesa de Wano, ni la cortesana admirada.

Estaba descalza, con un kimono suelto sobre los hombros… y una barriguita redonda, que asomaba con delicadeza bajo la tela.

Tenía las mejillas encendidas y los ojos brillantes. Sostenía una taza con ambas manos, mientras miraba hacia la ventana.

Y sonreía.

Cuando él se acercó despacio. Ella lo miró como si lo hubiera estado esperando toda la vida.

—Ven, mi amor —susurró.

Kawamatsu se arrodilló frente a ella, con una reverencia suave, como si tocara algo sagrado.

Y entonces, sin hablar, puso su mejilla sobre su vientre.

Sintió un pequeño movimiento. Una patadita. Una vida.

—¿Lo sentiste? —preguntó ella, acariciando su cabello rojo con ternura.

—Sí… es real.

Ella rió bajito. Y él se incorporó, mirándola como si el mundo acabara de formarse ante sus ojos.

—¿Cómo lograste que este viejo kappa conociera la dicha?

—¿Yo? —preguntó ella, acariciándole la mejilla—. Fuiste tú quien me enseñó a no tener miedo.

Él entrelazó sus manos gigantes con sus dedos suaves.

***

Despertó con el corazón agitado y cubierto de sudor. 

La habitación seguía en penumbras. El perfume a té aún flotaba cerca.

¡¿Qué carajos?!

No podía creerlo. La había soñado embarazada. De él. Esperando un hijo con una sonrisa serena, con las manos sobre su vientre, con la mirada llena de amor y certeza.

Esto ya se estaba saliendo de control.

—No, no, no. Esto no está bien.

Aquel fue el sueño que lo quebró.

 


 

Kawamatsu caminaba por el jardín como un espíritu errante. No tropezaba, no suspiraba, no se quejaba. Sus pasos eran precisos, casi ceremoniales, como si su cuerpo recordara el protocolo aunque su mente estuviera lejos. Pero su mirada estaba fija en la nada. El ceño, levemente fruncido. Y esa expresión… esa que sólo tienen los que aún no han despertado del todo por dentro.

¿Por qué ese sueño?

¿Por qué ahora?

Desde el balcón del ala este, Hiyori lo observaba con curiosidad. Apoyó el mentón sobre su mano y entornó los ojos.

—¿Qué le pasa a mi kappa? —murmuró—. ¿Se le escapó alguna rana en un sueño?

Decidida, bajó al jardín.

Él estaba sentado junto a los ciruelos, sin notar su presencia.

—Kawamatsu —canturreó ella, apareciendo detrás como un espíritu bromista—. Dime… ¿te comiste un poema y ahora no puedes digerirlo?

Él parpadeó, sobresaltado.

—¿Princesa?

—Te ves… ido. Como si hubieras visto un fantasma. O a mí casándome con otro—añadió con picardía, cruzándose de brazos.

Kawamatsu se puso rojo de inmediato.

—¡N-no! Para nada. Yo… solo estoy…

—¿Soñando despierto? —completó ella, con una sonrisita.

Él desvió la mirada, torpe. Y ella se sentó a su lado con total naturalidad, balanceando las piernas.

—¿Quieres que haga una mueca ridícula para sacarte una sonrisa? ¿O te cuento el chisme de cómo Raizo casi se cae al estanque ayer por mirar a una de las criadas?

Kawamatsu no pudo evitar soltar una risa breve.

—¿Lo hizo?

—Con ruido y todo. Me pregunto qué estaba mirando tan embobado. ¿Tú qué crees, Kappa?

Él la miró por un segundo. Y casi se le escapó: "Lo mismo que yo ahora."

Pero solo negó con una sonrisa apretada.

—Tal vez la criada tenía… flores en el cabello.

Ella lo miró con ojos entrecerrados, como si sospechara algo.

—Estás muy raro hoy. Te juro que si me dices que soñaste con serpientes, hago una danza exorcista aquí mismo.

—No fue una serpiente —murmuró él, bajito.

—¿Qué dijiste?

—Nada —tosió Kawamatsu, intentando recomponerse—. Solo que… me alegra que estés aquí.

Hiyori le sonrió con dulzura.

—Siempre estoy aquí.

Y aunque no lo sabía, aunque no tenía idea de que había habitado tres veces sus sueños, ella le tomó la mano un instante. Como si pudiera sentir que algo en él había cambiado.

—Vamos, kappa mío —le dijo—. Te invito a robar dulces de la cocina. Te hace falta azúcar… o un golpe de realidad.

Él la siguió. Con el corazón hecho un nudo. Y una sonrisa que no lograba borrar.

Porque sí: ella no sabía lo que soñó… pero hacía que todo el día pareciera un sueño más.

 


 

Desde que bajaron juntos al jardín esa mañana, Kawamatsu no había logrado apartar la mirada de ella. Cada movimiento, cada risa, cada flor en su cabello, lo atrapaban como si el tiempo se estirara solo para contemplarla.

Y la confundía. Con aquella Hiyori que le sonrió en la boda. Con aquella que lo besó junto al estanque. Con la que tenía el vientre hinchado.

Riendo.
Llamándolo.
Tan viva.
Tan… real.

¿Real?

Ahora ella estaba frente a él, sosteniendo dos kimonos: uno verde y otro azul. Le preguntaba, según su opinión, cuál iba a verse mejor en ella. 

—Kawamatsu —dijo ella, confundida—. ¿Dijiste algo?

—¿Hm? Yo… sí, claro… princesa, su kimono está… está embarazado.

Ella lo miró.

—¿Perdón?

—Digo, florecido. ¡Florecido! Quiero decir… muy bonito.— Se golpeó la frente con una mano y murmuró—: Estoy arruinado…

Hiyori estalló en risas.

—¿Estás bien? Porque juro que si no te conociera, pensaría que estás borracho—rió en voz baja—¿No robaste el sake dulce de Kin’emon, verdad? Sabes bien que guarda todo en la bodega.

—No estoy borracho —balbuceó él, sin poder mirarla a los ojos— Solo… soñoliento.

—¿Tuviste un mal sueño?

Kawamatsu tragó saliva.

—No… al contrario.

Ella ladeó la cabeza con curiosidad, acercándose unos pasos.

—¿Y aparezco yo en ese sueño, por casualidad?

Él se puso completamente rojo, tragándose hasta el aire.

—¡N-no! Bueno… sí. Pero no en ese sentido. Es decir, sí apareces… pero es un sueño muy respetuoso. ¡Muy honorable! ¡Y completamente ficticio!

Ella se cruzó de brazos, divertida, dejando que sus caderas marcaran levemente el movimiento.

—Kappa… estás raro. Muy raro.

—Tal vez estoy enfermo —dijo él, ocultando el rostro entre las manos—. O tal vez… este mundo ya no me pertenece.

Ella se inclinó sobre él, con una sonrisita leve.

—Bueno… sea cual sea tu estado… me gusta tenerte así de suavecito.

Él alzó los ojos. Y por un segundo, creyó verla otra vez como en sus sueños: con las flores en el cabello, la sonrisa tierna, y esa luz que parecía envolverla solo a ella.

—Hiyori…

—¿Sí?

—No sonrías así… por favor.

Ella parpadeó.

—¿Y eso por qué?

Él murmuró, en voz baja, con el corazón latiendo tan fuerte que creía que ella podía oírlo:

—Porque este viejo kappa ya no va a poder soportarlo.

Ella no respondió. Solo le regaló otra sonrisa. Más suave. Más peligrosa.

Tal vez los sueños no eran más dulces que la realidad.

 


 

Concentrarse ya era casi imposible.

Ella estaba allí, a solo unos pasos, charlando con Shinobu y arreglándose el cabello con una peineta de flores.

Y con ese solo gesto, el sueño volvía.

Flash .

Acariciando su vientre abultado.

Flash.
Su voz susurrando: “No te relajes todavía, amor mío…”

Flash .
Ella bajo la luz de la luna en la cabaña.

Se llevó una mano a la frente. Respiró hondo. Pero la imagen no lo soltaba.

—¿Estás bien, Kawamatsu-dono? —preguntó Kin’emon, que lo observaba desde la galería.

—Sí. Sí… solo me golpeó el sol.

Mentira. Era ella quien lo golpeaba. Ella y todo lo que aún no había ocurrido.

La vio inclinarse hacia una de las criadas, riendo bajito. La misma risa que en el sueño le había dicho "soy tuya".

Y de pronto, sin aviso, un nuevo flash lo invadió.

Ella, en su noche de bodas, desabrochándole la túnica y susurrando:
“¿Estás nervioso?”

Él se atragantó con su propia respiración. Tosió.

La criada más cercana lo miró, alarmada.

—¡Kawamatsu-sama! ¿Se encuentra bien?

—Solo agua. Necesito… agua.

Y cuando se dirigió al estanque para refrescarse la cara, vio su reflejo. Y junto a él… el de ella. En su sueño. Con el cabello suelto, la piel sonrosada y las manos posadas sobre su vientre.

Parpadeó. Y el reflejo se desvaneció.

—Estoy perdiendo la razón —susurró, hundiendo las garras en el agua.

Detrás suyo, Hiyori preocupada se acercaba con una taza de té en las manos.

—Kappa mío… te ves agotado. ¿Seguro de que estás bien?

Él la miró. Y otra vez, por un segundo, la vio vestida de blanco.

—No… no he dormido nada —confesó, con la voz ronca.

Ella se sentó junto a él con la calma de quien ya conoce su lugar.

—¿Y si esta noche me dejas cantar para ti?

Él volvió a mirar el agua. No se atrevía a mirarla a los ojos.

Porque si lo hacía, quizás la pediría en matrimonio ahí mismo.

 


 

La luz de la tarde ya caía suave sobre el jardín.

Kawamatsu estaba recostado en un banco de piedra, con la yukata semiabierta y el sudor marcándole el cuello.

—Estás muy rojo—dijo Hiyori, inclinándose sobre él con el ceño fruncido.

Antes de que pudiera protestar, ella mojó un pañuelo en un cuenco con agua fresca y lo posó con delicadeza sobre su frente.

—¡Estás ardiendo!. Quizás estás por enfermarte—dijo pensativa—A decir verdad, últimamente el clima estuvo muy bipolar. Un día sol, otro día lluvia…

Él tragó saliva. No era fiebre.

Era ella.

El roce de sus dedos.
El murmullo suave de su voz.
Ese aroma floral que lo envolvía cuando se inclinaba tan cerca.

—N-No estoy enfermo —susurró, sin abrir los ojos.

—Entonces, ¿por qué estás tan agitado?

Él no respondió.
Porque no podía decirle que la estaba viendo con un kimono blanco de novia. Con los labios entreabiertos, apoyada contra su pecho. Con la barriga redonda, como en sus sueños.

Y entonces, en su mente, algo lo traicionó.

Un destello: Ella deslizándose en su regazo, con sus manos tibias tocándole la mandíbula. Ella diciendo: “Por favor, tócame, mi querido kappa”

El cuerpo entero le tembló.

Abrió los ojos de golpe. Se incorporó bruscamente, alejándose de ella.

—¡Lo siento!

Hiyori lo miró, alarmada.

—¿Qué ocurre?

—Nada. No puedo… no puedo quedarme aquí.

Ella lo sujetó del brazo, suavemente.

—Pero Kawamatsu…

Él no la miró.

—Princesa, no es nada… en serio. Prefiero ir a recostarme en mi habitación.

—...

—Solo—su voz sonó firme.

Hiyori no dijo nada al principio. Solo lo miró con ternura, con una comprensión profunda.

—De acuerdo —dijo, al fin, en voz baja—. Pero si necesitas algo, llámame. ¿Si?

Él cerró los ojos, con el rostro lleno de vergüenza.

—Claro.

 


 

La noche había caído sobre la Capital de las Flores, pero Kawamatsu no podía quedarse un minuto más entre esas paredes.

No dijo nada.

Simplemente tomó su kasa, ajustó el haori sobre sus hombros y desapareció entre los árboles.

La ciudad dormía, ajena a su tormenta. Y él caminaba como un fugitivo de sí mismo.

—No puedo quedarme cerca de ella…—susurró—. Voy a terminar lastimándola…

Sabía que había decidido quemarse, solo por ella, para protegerla. Pero ese fuego lo consumía por dentro. Y ya no era reconfortante.

¡Esto ya era un tormento! 

La brisa nocturna le traía su perfume. El canto de una geisha le recordó su voz. Las linternas colgadas en los portales dibujaban su silueta en cada sombra.

Y entonces empezaron otra vez: los flashes.

Flash.
Hiyori, caminando hacia él con un kimono abierto, murmurando: “Quiero sentirte…”

Flash.
Su vientre creciendo bajo la seda, las manos de ella buscando las suyas, el peso de su cuerpo dormido en su regazo.

Flash .
Su boca diciendo “amor mío” mientras estaba en sus brazos.

—¡Basta! —gritó Kawamatsu, golpeando el tronco de un árbol como si fuera un saco de boxeo—. ¡Basta, basta!

Se dejó caer de rodillas sobre la tierra, jadeando. Las garras en el suelo. Los ojos encendidos de vergüenza.

—¡Soy un samurái…! —jadeó—. ¡Un protector! ¡Su guardián! No… no su amante. No su esposo. No el padre de sus hijos…

Las palabras le salían rotas, como si cada una le desgarrara el pecho. Las lágrimas, calientes, le surcaron el rostro sin pedir permiso. No eran lágrimas de debilidad. Eran de conflicto. De amor contenido. De una vida que no le pertenecía.

Era como si una corriente invisible lo arrastrara, poderosa e inevitable, llevándolo lejos de todo control. Y él luchaba para no ahogarse en lo más profundo.

—¿Qué me pasa…?

En medio del bosque, bajo la luna alta, el viejo kappa se quebró. Porque no importaba cuánto huyera, cuánto se aferrara al deber, cuánto se castigara por sentir… Ya no podía vivir sin ella.

Esa verdad le atravesó el pecho como una espada. Y dolía más que cualquier castigo, más que cualquier herida de guerra.

La amo… —dijo al fin, como quien escupe una verdad imposible de tragar.

Lo repitió. Una vez. Otra. Hasta que la palabra dejó de sonar como un pecado, y empezó a resonar como un destino.

—La amo, maldición. Estoy completamente enamorado de mi princesa. ¡La amo hasta enfermar!

Golpeó el suelo con el puño, hundiéndolo en el barro. La tierra no respondió. El bosque guardó silencio. Pero dentro de él, algo se rompió. Algo que llevaba años encerrado, negado, reprimido.

—Y la deseo… —murmuró, con la frente apoyada en el barro—. Con todo lo que soy… hasta poder sentir cada rincón de ella, hasta que mi ser entero le pertenezca.

Se quedó así, solo. Respirando como si hubiese corrido una guerra. Temblando. Roto. Las lágrimas salieron con más fuerza, como si el cuerpo ya no pudiera contenerlas. No eran lágrimas de vergüenza. Eran de rendición.

 


 

Kawamatsu, aún con la ropa salpicada de barro, caminaba de regreso hacia la capital mientras amanecía. Su paso era tranquilo. El cuerpo le dolía, pero no más que de costumbre.

La diferencia estaba dentro.

Algo en él se había quebrado la noche anterior, sí. Pero también se había reconstruido. Como el acero que se templa en el fuego y sale más fuerte.

Ya no era el samurái que callaba.

Ya no era el kappa que se escondía de sus propios latidos.

Era un hombre que sabía. Que sentía. Que deseaba.

Y aunque eso no cambiaba lo imposible de su amor, lo hacía más libre.

Cuando llegó al castillo, todo parecía igual. Los pasillos, los guardias, los saludos formales. Pero él no era el mismo. Pasó entre todos sin llamar la atención, como siempre. Aunque esta vez, sonreía.

La vio antes de que ella lo viera.

Hiyori.

Estaba al borde de una fuente, hablando con una niña pequeña, ayudándola a trenzar una corona de flores. El cabello le brillaba bajo el sol. El mismo kimono azul del día anterior. Su risa, tan suave, lo alcanzó como un golpe dulce en el pecho.

Y entonces ella lo miró.

—¡Kawamatsu! —exclamó, alzando la mano.

Él se acercó, sin apuro. Sin temblores.

—Buenos días, princesa.

—¿Dónde estabas anoche? —preguntó, ladeando la cabeza con esa picardía suya—. Kin’emon dijo que te vio desaparecer en dirección al bosque. ¿Estás bien?

Él sonrió, y por primera vez… no fingió.

—Tenía que aclarar algunas cosas con el río.

Ella parpadeó. No entendió. Pero lo conocía lo suficiente como para no presionar. Solo lo miró, y luego sonrió también.

—Bueno. Estás más… tranquilo. Te ves distinto.

—Porque lo estoy —respondió él, sin pensar.

Ella alzó una ceja.

—¿Y eso?

Él no contestó. Se inclinó apenas, tomándola por sorpresa, y le colocó detrás de la oreja una de las flores que había caído al suelo. Sus dedos rozaron su piel con una delicadeza reverente, como si tocara algo sagrado.

Ella se quedó quieta, mirándolo. Él la miró también, embobado, como si no pudiera creer que esa mujer frente a él era real.

—Solo quería recordarte lo hermosa que eres, princesa —dijo él, sin rodeos.

Ella parpadeó de nuevo. El leve sonrojo en sus mejillas fue casi imperceptible.

—Gracias… Kawamatsu—susurró, bajando la vista con una sonrisa tímida.

Él asintió, y se alejó, sin esperar más.

“Entonces… que así sea. Iré con la corriente”.

Notes:

Hola a todos los lectores que estan siguiendo esta historia!

Solo quería darles las gracias por sus "me gusta". La verdad que empezar a escribir este fanfiction fue un reto pero también algo que me entusiasmó.
Empecé a ver One Piece a fines de 2023, gracias al live action de Netflix. Me encaminé en una travesía hermosa. Unos meses atrás terminé la saga de Wano, y me fascinó la historia de Oden y los vainas rojas, sobre todo el lazo entre Kawamatsu y la dulce Hiyori. Siento que aun hay mcuho que explorar en esos personajes y que quizás Eiichiro Oda nos dejó con ganas.

En fin, muchas gracias por leer. Y los veo pronto en otro capítulo... y preparense que todavía queda más ❤

Chapter 10: Interludio: Cuando ella era niña

Chapter Text

¿En qué momento comenzó a sentir algo por ella? 

 

Gobierno de Orochi. En algún lugar del norte. Hace muchos años atrás…

El viento helado se filtraba entre las paredes desarmadas, gimiendo como un lamento. La luna, apenas visible, iluminaba de forma tenue la choza abandonada donde Kawamatsu trataba de dar abrigo a la pequeña Hiyori.

Habían pasado dos días desde que probaron un poco de arroz reseco. El hambre lo carcomía, pero el kappa soportaba en silencio, fingiendo estar fuerte para que ella no lo notara.

Acurrucada contra la pared de madera astillada, Hiyori ya no pudo contenerse más.

—¡Estoy cansada, Kawamatsu! —su vocecita estalló, rota por el llanto—. ¡No quiero vivir así! ¡¡Te odio!!

Cada palabra la sentía Kawamatsu como una daga en el pecho.

Las lágrimas corrían por sus mejillas infantiles mientras gritaba con desesperación:

—¡Quiero a mi mamá, a mi papá, a Momo-chan! ¡Quiero que vuelvan! 

El joven samurai se inclinó hasta casi tocar el suelo con la frente, la voz gruesa quebrada en disculpas:
—Perdóneme, princesa… he fallado en protegerla como debía. Si pudiera devolverle a su familia, lo haría, aunque me costara la vida.

Pero ella, ahogada en sollozos, salió corriendo al bosque.

—¡Hiyori-sama! —rugió él, arrancándose de golpe del refugio y persiguiendo su sombra entre ramas y raíces.

El pánico lo estrangulaba: era apenas una niña, sola, en una tierra que devoraba a los débiles. El corazón le golpeaba en el pecho más fuerte que cualquier batalla.

—¡Regrese! ¡Por favor, no me deje atrás! —suplicó, con la voz rota de miedo.

La halló sentada sobre una roca, temblando, con el rostro hundido en las rodillas. Kawamatsu se detuvo unos metros antes, temiendo que su figura monstruosa en la penumbra la asustara aún más.

—Princesa… —dijo con voz baja, casi reverente—. No tiene que quererme. Si me odia, lo aceptaré. Pero no se aleje de mí, por favor. No me dé ese castigo.

Ella alzó el rostro despacio. Sus ojitos rojos, anegados de lágrimas, lo miraron con una fragilidad que lo atravesó por completo.
Ocho años apenas, y ya conocía la soledad y la pérdida.

No era justo.

—¿Y si nunca vuelven? —susurró, con un hilo de voz quebrado—. ¿Y si me quedo sola para siempre?

El kappa sintió que el mundo se detenía. En esas lágrimas había algo insoportable, algo que lo derretía por dentro, más fuerte que el hambre, más cruel que el frío. Era un dolor tan puro, tan desnudo, que juró en ese instante cargarlo sobre sus hombros si era necesario.

Se acercó y, con torpeza, la rodeó con sus grandes brazos.

Ella, después de un instante, cedió y escondió su carita en su pecho para seguir llorando.

Kawamatsu cerró los ojos. El calor de ese cuerpecito frágil contra el suyo lo desarmaba, y sin saber por qué, sintió que no era solo deber lo que lo ataba a ella.

—Su hermano y los Vainas Rojas volverán, tengalo por seguro.

Había algo más naciendo en silencio, enterrado bajo el miedo y la promesa, algo que ni él mismo podía nombrar.

Acarició con torpeza su cabello húmedo de lágrimas y murmuró:
—Mientras yo respire, jamás estará sola, Hiyori-sama. Se lo juro.

Ella no respondió, pero se aferró un poco más a él, como si ese juramento pudiera mantener a raya la noche.

Bajo la luna oculta por nubes, Kawamatsu comprendió que esa niña, con sus lágrimas y su carita arrasada, había derretido lo más duro de su corazón. 

Aún no lo sabía, pero en ese instante comenzó a amarla de un modo que marcaría toda su vida.

 


 

La mañana siguiente llegó gris, envuelta en bruma.

Kawamatsu se desperezó con el cuerpo entumecido por el frío y, al girarse, sintió un vacío en el pecho: el futoncito improvisado de Hiyori estaba vacío.

El corazón le dio un vuelco.
—¿¡Hiyori-sama!? —su voz tronó en la quietud de la choza, cargada de desesperación—. ¡Princesa, responda!

Se levantó de un salto, los ojos recorriendo cada rincón. Salió afuera y revisó los arbustos, los senderos.
El pánico le apretaba la garganta. ¿Y si había vuelto a escaparse? ¿Y si la había perdido para siempre?

—¡Hiyori-sama! —gritó otra vez, con la voz quebrada.

Entonces, entre los árboles, apareció la niña. Sus piecitos estaban cubiertos de tierra húmeda, su kimono manchado de barro. Pero en su carita brillaba una sonrisa traviesa, luminosa como un rayo de sol.

—¡Kawamatsu! ¡Ven! ¡Encontré algo!

El kappa sintió las piernas flaquear de alivio.
—No vuelva a asustarme así… —murmuró, llevándose una mano al pecho, pero ella ya lo tomaba de la mano con entusiasmo.

—¡Mira, mira!

Lo guió hasta un claro oculto entre la espesura.
Y allí, contra toda lógica, contra toda la devastación que las fábricas habían sembrado en Wano, florecía un pequeño campo de flores silvestres. Pétalos blancos, lilas y rosados, rodeados por mariposas curiosas y el zumbido de la vida tranquila.

Los tallos se mecían con la brisa, frágiles pero tercos, como si se negaran a morir.
Hiyori corrió entre ellas, riendo, levantando los brazos como si el mundo aún pudiera ser hermoso.

Kawamatsu se quedó quieto, mirándola. El hambre, el frío, las lágrimas de la noche anterior: todo desapareció en ese instante.
Solo existía esa niña de ocho años, corriendo entre flores imposibles, iluminando la mañana gris con su risa.

Ella se agachó, tomó una flor blanca, y volvió hasta él con pasos ligeros.

—Toma, Kawamatsu. Es para ti.

Y sonrió.

Esa sonrisa lo desarmó por completo.

El kappa sintió que el mundo se detenía: los ojitos brillantes de la niña, tan limpios aún en medio de tanta oscuridad; la naricita pequeña, apenas fruncida por la emoción; sus labios chiquititos y rosados, que parecían temblar con la risa contenida; y esas mejillas sonrojadas, tibias, que parecían guardar todo el calor que Wano había perdido.

Kawamatsu recibió la flor con manos temblorosas. La sostenía como si temiera quebrarla, aunque lo que de verdad temblaba era su propio corazón.

Y fue entonces, justo ahí, que lo supo. No era deber lo que lo ataba a ella. No era una promesa hacia Oden.

Era amor. Puro, silencioso, inquebrantable.

Amor por esa niña que aún podía sonreír en un mundo que se caía a pedazos.

Kawamatsu tragó saliva, incapaz de decirlo en voz alta, y sólo inclinó la cabeza con torpeza.

—Gracias, princesa Hiyori… —dijo, con una reverencia que intentaba ocultar el temblor de su voz.

Ella rió, ligera, y corrió otra vez entre las flores.

Él la miró con ternura y adoración, sabiendo que ese instante quedaría grabado para siempre en lo más profundo de su corazón.

A partir de ese día, Kawamatsu comprendió que no podía permitir que esa chispa se apagara jamás. Si la niña había encontrado flores en un mundo gris, él debía darle palabras para que siempre tuviera un refugio.

Esa misma noche, cuando Hiyori se durmió, Kawamatsu buscó un pedazo de papel viejo, casi borroneado por la humedad. Tomó un trozo de carbón y escribió torpemente unos versos inspirados en la flor blanca que ella le había regalado:

"Pequeña luz entre la niebla,
brotas donde la muerte manda.
Si tú sonríes, princesa,
hasta el invierno se ablanda."

Al terminar, dobló el papel con cuidado y lo guardó como un tesoro. Y desde entonces, cada vez que encontraba un momento, escribía algo más. Versos breves, a veces torpes, a veces desgarradores, pero todos nacidos del mismo sentimiento: mantener viva la risa de Hiyori en medio de los años oscuros.

 


 

Habían pasado muchas lunas desde que se escondían. Kawamatsu llevaba días preocupándose por la comida, racionando lo poco que tenían, saliendo bajo la lluvia para buscar raíces o atrapar peces a los que le quitaría el veneno. Ella, por más que insistía en ayudar, aún era muy pequeña.

“Hiyori-sama, mientras este kappa esté aquí nunca le pasará nada” , solía decirle.

Ahora con diez años, la pequeña Hiyori ya entendía más de lo que decía.

Esa noche, él volvió más tarde de lo usual. Estaba empapado, con las ropas pesadas y los pasos lentos. Dejó las cosas a un lado y se sentó frente al fuego, agotado. No dijo una palabra.

Entonces la sintió.

Pequeña, en silencio, acercándose a su lado. Con su kimono remendado ligeramente más corto, se le paró enfrente, cruzando los brazos como si fuera una mujer grande.

—Kawamatsu… ¿comiste algo?

Él parpadeó, sorprendido. Le costó responder.

—Estoy bien, princesa. No se preocupe.

—No mientas. Lo sé. Tú me diste tu porción ayer y hoy también.

Su voz era suave, pero firme. Y sus ojos, grandes y brillantes, lo miraban con una mezcla de tristeza y enfado.

—No puedes cuidarme si tú te enfermas —agregó.

Kawamatsu sonrió, enternecido. ¿Cómo podía esa vocecita sonar tan seria?

—Ah, mi lady… —suspiró—. Si supiera que cada vez que me habla así, me hace olvidar el hambre.

Ella frunció el ceño, dudando si era una broma.

—No me mire con esa cara, por favor —continuó él, acomodándose para quedar a su altura—. ¿Quiere saber por qué resisto tanto sin comer?

Ella asintió, en silencio.

Entonces él apoyó una mano grande sobre su cabeza y dijo, con la voz más cálida que tenía:

—Porque tengo a la flor más hermosa del país de Wano sentada junto a mí. Porque cada vez que sonríe, se me llena el corazón. Porque usted, pequeña Hiyori, es mi luz… Y un corazón lleno de luz puede aguantar cualquier tormenta.

Ella lo miró sin decir nada. Y luego, sonrió.

Pero no fue una sonrisa cualquiera. Fue esa sonrisa: la que lo derritió, la que lo dejó sin armadura, la que se clavó en su alma como un rayo tibio en una noche helada.

—Eres muy tonto, Kappa-san —dijo ella, riendo bajito—. Pero me gusta cuando dices cosas así.

Y se sentó a su lado, pegadita, mientras él la miraba de reojo.

Fue el principio del fin de su resistencia.

 


 

La lluvia había cesado.

Kawamatsu había terminado de limpiar el espacio donde dormían. Hiyori lo había ayudado todo el día, insistente, como si no quisiera separarse de su lado ni un segundo.
Él lo notó, pero no dijo nada. La dejó estar. Porque le dolía admitirlo, pero ya no podía negarse ese pequeño consuelo de tenerla cerca.

Cuando apagó el fuego y preparó el futón de ella, pensó que ya se iría a acostar. Pero no fue así.

Ella se acercó despacito, con pasos suaves, envuelta en su manta favorita.

—Kappa-san —murmuró—, ven.

Él la miró con extrañeza, aún de pie.

—¿Qué ocurre, princesa?

Ella no dijo nada.

Solo se le acercó… y lo abrazó. Fuerte. Más fuerte de lo que había sentido antes.

Su rostro quedó apoyado contra su pecho, y sus brazos lo rodearon como si él fuera un árbol en medio de una tormenta.

Y entonces, antes de que pudiera reaccionar…

Le dio un besito.

Pequeño. Suave. En el centro del pecho, justo donde su kimono se abría un poco. Nada más que un roce de labios cálidos y sinceros. Nada con intención. Solo un gesto puro. Como una niña que dice: “te quiero” sin saber cuánto puede doler eso.

Y Kawamatsu no se movió.

Sintió que el alma se le escapaba. Que el pecho le iba a estallar. Que si moría en ese instante, ya no necesitaba nada más.

Se quedó ahí, temblando, con los ojos muy abiertos.

Ella no dijo nada. Solo lo miró con dulzura, con la sonrisa tranquila de quien da lo mejor de sí sin esperar nada a cambio.

—Gracias por cuidarme —dijo bajito.

Y se fue a acostar.

Kawamatsu se mantuvo estático. Ni siquiera respiraba hondo. El corazón le latía como un tambor de guerra.

Apoyó una mano sobre el lugar donde ella había dejado el beso.

Y susurró, para sí:

—Soy un samurái… Y aun así esa niña me está matando de amor.

Pero no lo dijo con culpa. Lo dijo con una mezcla de ternura y rendición.

Porque ya no podía negarlo: Amaba a esa pequeña flor. 

Y ese sentimiento creció como una flor en medio de la tierra húmeda.

 


 

Al amanecer, Kawamatsu se levantó antes que ella. La lluvia había vuelto, suave pero persistente, marcando el ritmo del día.

Mientras preparaba una sopa caliente con lo poco que tenían, repasaba en su mente la noche anterior. Ese abrazo. Ese pequeño besito. Y la dulzura con la que ella le había agradecido.

"No significó nada para ella" , se decía una y otra vez. "Es una niña. Solo fue cariño."

Y sin embargo… su pecho seguía ardiendo.

Cuando Hiyori se despertó y se acercó aún medio dormida, él le habló con naturalidad. Le sirvió un poco de sopa que sobró de la otra noche. Le preguntó si había dormido bien. Bromeó con voz firme, como siempre.

Y ella, sin notar su tensión, sonreía tranquila. Como si nada hubiera cambiado.

—Kappa-san, me gusta cuando estás contento —le dijo mientras comía—. Hoy luces diferente.

Él fingió reír.

—¿Diferente cómo?

—No sé… como más brillante —dijo, sin pensarlo, mientras sorbía la sopa.

Kawamatsu desvió la mirada. Se tocó el sombrero, incómodo. No quería que lo notara. No quería que sus emociones cruzaran la línea.

Pasaron el día como de costumbre. La lluvia no cesó. La cueva estaba más fría. El fuego no alcanzaba a secar del todo el aire húmedo.

Y cuando llegó la noche, ella se acercó sin aviso, envuelta en su manta.

—Kappa-san…

Él ya estaba acostado, de espaldas a ella, con los ojos cerrados. Pero no dormía.

—¿Sí, princesa?

—¿Puedo dormir contigo esta noche?

Él abrió los ojos lentamente. El corazón le dio un vuelco.

—¿Ocurre algo?

Ella se encogió de hombros.

—No. Solo que llueve fuerte… y cuando era más pequeña siempre me dejabas dormir junto a ti. Me sentía segura.

La escuchó decirlo tan suave, tan natural… tan limpia de cualquier intención. No podía decirle que no.

Se giró despacio. Le hizo un hueco bajo su manto.

—Ven, entonces.

Ella se acostó junto a él, con cuidado. Se acomodó sobre su pecho, como si aún tuviera cinco años. Su respiración se acompasó con la de él, y en menos de un minuto, se quedó dormida.

Pero Kawamatsu no.

Tenía los ojos clavados en el techo de paja. Una mano sobre su propio pecho, otra flotando en el aire, sin atreverse a abrazarla. El calor de su cuerpo, su cabello enredado en su mentón, el aroma leve a flores secas…

Y en medio de todo, ese pensamiento punzante:

"¿Qué haré cuando ella ya no sea una niña y aún siga buscándome así?"

La lluvia seguía cayendo. Pero dentro de él, lo que caía era más profundo. 

Esa noche, mientras la niña dormía en paz sobre su corazón, el samurái se rindió un poco más.

La luz del amanecer entraba apenas por la grieta de la roca, teñida de gris.

Como era de esperarse, Kawamatsu no había dormido.

Había permanecido quieto toda la noche, escuchando el ritmo pausado de su respiración, sintiendo su calor leve contra su pecho, la suavidad de su brazo pequeño rodeando su cintura.

No se había atrevido a moverse. No por miedo a despertarla… sino por miedo a alejarse.

Y sin embargo, justo cuando pensaba que debía levantarse, cuando empezaba a buscar la fuerza para hacerlo… Ella despertó.

Hiyori abrió los ojos despacito, como una flor que se despereza con el sol. Parpadeó, lo miró… y sonrió. Fue una sonrisa pura. Transparente. Repleta. La clase de sonrisa que no se puede fabricar. La clase de mirada que atraviesa el alma sin pedir permiso.

—Buenos días, Kappa-san —susurró, aún medio dormida, la voz dulce como un haiku sin escribir.

Él no supo qué decir.

Y en ese segundo, todo lo que venía conteniendo se le apretó en el pecho: Su deber, su promesa, la distancia. Todo.

Porque esa mirada y esa sonrisa lo hicieron sentir amado, sin saber si lo merecía.

—Buenos días, princesa —logró decir, bajito, con un nudo en la garganta.

Ella no se movió. Solo se acurrucó un poco más, como si su lugar natural fuera ahí, junto a él. Sin miedo. Sin duda. Con una confianza que lo desarmaba.

Solo la dejó dormir unos minutos más sobre su corazón, mientras la lluvia seguía cayendo afuera.

Cuando por fin Hiyori despertó del todo y salió de la cueva para recoger agua de lluvia en una vasija rota, Kawamatsu se quedó dentro, con el corazón todavía palpitando como un tambor.
Buscó a tientas el cuaderno viejo que guardaba envuelto en tela, en el rincón menos húmedo de la guarida. Se sentó cerca del fuego moribundo, tomó un trozo de carbón y, con las manos temblorosas, escribió:

Duerme la flor sobre mi pecho,
su calor enciende lo que la lluvia apaga.
Yo, guardián de sombras,
soy fuerte mientras ella sueña.
Si sonríe al despertar,
el mundo entero vuelve a existir.

Se quedó mirando esas líneas un largo rato. No eran versos elegantes, ni perfectos. Pero eran su verdad.

Luego dobló las páginas, escondió el cuaderno bajo el futón y respiró hondo, como quien intenta enterrarse a sí mismo en silencio.

Cuando Hiyori volvió con las manos frías, él ya tenía lista la sopa caliente. La recibió con una sonrisa tranquila, como si nada hubiera pasado.

—Mírela, princesa… ¡Toda mojada otra vez! —bromeó, dándole la escudilla.

Ella rió y se sentó junto a él, sin saber que, mientras sorbía el caldo, acababa de nacer otro de los poemas que la tenían como musa eterna.

 


 

El tiempo pasaba. Los días siguientes trajeron más lluvia. Más frío. Y también… más cercanía.

Hiyori, con sus doce años recién cumplidos, parecía haber despertado a una necesidad que no sabía nombrar. No era aún deseo, ni intención. Era una forma instintiva de buscar abrigo. De buscar a Kawamatsu.

Se recostaba más cerca. Se abrazaba a su brazo cuando leía. Apoyaba la cabeza en su hombro cuando comían.

Y aunque cada gesto era ingenuo, el corazón de ese samurai se derretía.

Una tarde, mientras escuchaban la lluvia desde la entrada de la cueva, Hiyori se acomodó a su lado y se acurrucó contra él sin previo aviso. Su cabeza fue directo a su pecho.

—Estás calentito —murmuró con naturalidad—. Me gusta sentir tu respiración.

Kawamatsu cerró los ojos un segundo.

Sintió el peso de ese cuerpo aún frágil, y sin embargo diferente. El perfume leve del jabón con hojas que ella misma preparaba. Y el roce de sus manos pequeñas sobre su kimono.

No era que ella hiciera algo mal. Pero él… ya no podía permitirse interpretarlo solo como cariño.

A pesar de eso, prometió devolverle ese gesto respetuosamente. Porque por mucho que doliera…su amor debía seguir siendo silencioso y firme. 

Así que pasó su enorme brazo alrededor de ella, solo para que dejara que se acurrucara más.

 


 

No fue un día especial. No hubo luces ni música, ni ningún evento que advirtiera el cambio.

Simplemente ocurrió.

Kawamatsu había regresado con leña. El frío del invierno se colaba por la entrada de la cueva, y la niña —su niña— siempre lo esperaba cerca del fuego, envuelta en mantas.

Pero esa tarde, al entrar, la vio de pie, de espaldas. Estaba colgando ropa húmeda en una cuerda improvisada. Su kimono estaba algo suelto, y por un momento… un solo instante… la vio distinta.

Su silueta ya no era la de una niña.

Oh...

Se dio cuenta de que su cuerpo había comenzado a cambiar sutilmente. De que sus formas eran otras. De que el tiempo había avanzado sin pedir permiso.

Apartó la mirada enseguida. Tosió, como para anunciar su presencia, aunque ella no se hubiera dado cuenta de su mirada.

—Estoy aquí —dijo con voz algo tensa.

Ella giró con naturalidad. Sonrió.

—Llegas justo a tiempo. Se me cayó una de las sogas —dijo, y volvió a agacharse sin preocuparse por su ropa.

Kawamatsu fingió revisar los troncos. Fingió que todo estaba bien. Pero por dentro, el silencio se había vuelto espeso.

Ahora era conciente de que el cuerpo que protegía ya no era infantil, que la persona a su cuidado ya no era solo un capullo.

Y con esa conciencia, vino el miedo. Miedo a fallarle. Miedo a no saber cómo seguir.

Esa noche, tardó más en mirarla a los ojos. No porque la viera distinta. Sino porque sabía que él también había cambiado.

Ella aún reía con la misma voz, aún lo abrazaba sin miedo, aún lo llamaba su “kappa valiente” .  Pero él… ya no podía ser tan infantil y bromista como antes. Ella ya se convertía en una señorita.

Fue ese el día, sin saberlo, en que algo empezó a quebrarse. Un hilo invisible entre la costumbre y el cariño puro se tensó.

A la noche, las palabras comenzaron a fluir en su cuaderno, como un río contenido:

El capullo se abre en silencio,
sin pedir permiso al guardián.
Aún ríe como niña,
pero la brisa anuncia otro tiempo.

Yo, que soy río y muralla,
temo al instante en que ya no baste.
¿Cómo cuidar un jardín
cuando el perfume empieza a doler?

Al terminar, apoyó el pincel y se quedó mirando la página, con un nudo en la garganta. Quiso arrancarla, quemarla quizá, pero no pudo. Cerró el cuaderno con un gesto brusco y lo guardó en el fondo de su baúl.

Después, volvió la mirada hacia Hiyori. Dormía tranquila, con la misma inocencia de siempre. Kawamatsu suspiró.

—Mañana… todo seguirá igual —se dijo, aunque en su interior sabía que algo había cambiado para siempre.

 


 

El viento de esa noche silbaba fuerte.
La lluvia golpeaba el techo improvisado de su escondite con un ritmo errático, como si el cielo se peleara con sí mismo. Habían comido poco. El arroz racionado. La sopa aguada.

Kawamatsu estaba sentado junto al fuego, tallando en silencio una pequeña figura de madera. Tenía el kimono abierto por el pecho, la piel curtida, el rostro serio. Sus manos trabajaban sin apuro, como si eso lo ayudara a mantener la mente y el hambre lejos. 

Hiyori apareció sin ruido.

Se había levantado de su futón en la esquina, descalza, envuelta en una manta. Sus pasos eran suaves, pero él los reconoció enseguida.

—¿No puede dormir? —preguntó sin mirarla.

Ella negó con la cabeza. No dijo nada más. Solo se sentó a su lado, muy cerca. Más de lo habitual.

Demasiado cerca.

Kawamatsu sintió el calor de su cuerpo, el roce apenas perceptible de la tela de su manta contra su brazo desnudo. Ella no dijo nada. No hizo ningún gesto extraño. Solo… se apoyó en él. Su hombro, su cabeza.

Él se quedó inmóvil.

—¿Pasa algo, mi lady? —preguntó, apenas.

—No —susurró ella, sin levantar la cabeza—. Solo… no quería estar sola.

El kappa tragó saliva. Sintió la garganta cerrada.

Tenía 28 años. Ya era un hombre. Había luchado y sangrado su país, y por su señor Oden. Y ahora, su hija se apoyaba sobre él, con ese cuerpito en transformación, con ese perfume nuevo en la piel —no a niña, no a mujer, algo intermedio— y le pedía, sin palabras, que no se apartara.

Kawamatsu bajó lentamente la mano que sostenía la figura de madera. Dejó de tallar. No se movió, pero tampoco la alejó.

Solo cerró los ojos.

Ella respiró en paz, contra su hombro. Como si allí hubiera encontrado algo que ni ella sabía que buscaba.

Y él permaneció quieto, con el corazón latiendo fuerte, sabiendo que algo había cambiado para siempre.

No fue un momento largo. Ni escandaloso. Ni evidente.

Pero fue el momento en que entendió que su cercanía empezaba a dolerle. Porque ya no era una niña buscando protección. Era ella … buscándolo a él .

Era testigo del florecer.

Y lo que más temía… era no ser digno de quedarse cuando esa flor estuviera abierta del todo.

Pero no era consciente de que, cuando tuviera trece años, ella se iría en una noche fría, dejándole solo una nota. 

Su corazón se partiría de verdad. Y no la volvería a ver dentro de trece largos años.