Chapter 1: 𝙋𝙍𝙀-𝙍𝙀𝘼𝘿𝙄𝙉𝙂.ᐟ
Chapter Text
SYNOPSIS.ᐟ
Valeria pensaba que su camino había terminado... hasta que despertó en otro tiempo, en otra vida. Ahora es Channah bat Eli'av, rodeada de costumbres, personas y reglas que no eligió. Aunque todos la ven como una más, ella guarda recuerdos de algo que no pertenece a ese mundo.
Sin poder hablar de lo que sabe, Channah crece en silencio, adaptándose a una historia que parece repetirse. Pero un encuentro inesperado con un hombre especial —alguien que ve más allá— la obliga a mirar su realidad con otros ojos.
Mientras los días se llenan de señales, preguntas y cambios, Channah descubrirá que su vida está entretejida con algo mucho más profundo... algo que siempre ha estado ahí, esperando ser comprendido.
DISCLAIMER & AUTHOR'S NOTES .ᐟ
Esta historia es una obra de ficción inspirada libremente en relatos históricos, religiosos y personajes del siglo I, en particular del universo narrativo de The Chosen y algunos eventos del Nuevo Testamento. Aunque los nombres y contextos están documentados y tratados con respeto, la historia no pretende seguir una cronología bíblica exacta ni representar posturas religiosas oficiales.
Es una reinterpretación emocional, introspectiva y alternativa de un mundo que existió... y de una mujer que quizá también pudo haber estado allí.
CONTENT WARNING .ᐟ
Este libro contiene:
⇢ Temas de salud mental y reencarnación simbólica
⇢ Menciones a matrimonio arreglado, duelo y viudez
⇢ Elementos de fe, ley religiosa, tradición judía antigua
⇢ Amor en tensión con la religión y el deber
⇢ Perspectiva femenina en una época donde no se tenía voz
Se recomienda discreción para lectores sensibles a contenido emocional fuerte o espiritual.
ADDITIONAL NOTES .ᐟ
⇢ Los diálogos se muestran en cursiva, excepto si están originalmente en español.
⇢ Los nombres de personas, lugares y elementos culturales conservan su forma original en la transliteración correspondiente.
⇢ Yeshua aparece como un personaje humano: maestro errante, guía compasivo, figura que transforma desde lo cotidiano. La historia no lo presenta como figura doctrinal, sino como alguien cercano, comprendido a través del vínculo.
⇢ El objetivo de esta historia no es adoctrinar, corregir ni reinterpretar textos sagrados, sino acompañar con humanidad a una mujer que vivió... dos veces.
Chapter 2: 𝙋𝙍𝙊𝙇𝙊𝙂𝙐𝙀.ᐟ
Chapter Text
Yo no pensaba en la muerte como una opción.
No al principio.
La idea me parecía lejana. Fría. Casi absurda. Algo que hacían otros —los que se rompían por dentro, los que no podían seguir. Yo, si acaso, solo estaba cansada.
Pero con los años, el cansancio fue pareciéndose a una certeza.
Y un día, sin buscarlo, me descubrí mirando por la ventana. No para contar las nubes, sino para calcular desde qué altura dolería menos.
Nunca hubo una gran ruptura.
No fui abandonada. No me despidieron. No perdí un hijo. No hubo una tragedia de portada.
Solo me fui apagando. Como la llama de una vela en un cuarto sin corrientes. En silencio. Sin testigos.
Mi nombre era Valeria. Tenía veintisiete años. Vivía con mi madre hasta hacía poco, en un departamento de muros húmedos y cuadros torcidos. No éramos pobres. Tampoco acomodadas. Solo sobrevivientes. Ella trabajaba turnos eternos como enfermera. Y llegó un momento en que ya no escuchaba mis pasos. No por desamor. Por agotamiento.
Cuando era niña, mi madre era todo. Firme. Incansable. Me crió sola desde los diecisiete. Nunca me cobró la vida. Pero algo en ella también se quebró. O quizás, nunca se reparó del todo.
Cuando conoció al hombre que hoy es su esposo, una parte de mí se alegró. Otra se sintió desplazada. Ya no era la única. No debía serlo. Pero eso no hizo que doliera menos.
Después nació Nico. Mi hermano. Quince años menor. Inesperado. Luminoso. Lo amé desde el primer instante. Sin condiciones. Pero verlo también me mostró algo: que ella ya no estaba sola. Ya no me necesitaba.
Y si nadie te necesita, ¿para qué seguir ocupando espacio?
Estudié literatura, aunque no lo terminé. Leía más de lo que hablaba. Fui una sombra aplicada en aulas que nunca sentí propias. Trabajé como correctora para una editorial online. Poca paga. Muchas demandas. Viví en tres departamentos distintos. Ninguno fue hogar. A todos les faltaba algo. O tal vez yo.
Las amistades se diluyeron. Todo se volvía un "tenemos que vernos" que jamás sucedía. Mis conversaciones se reducían a stickers, reacciones, audios no respondidos. No culpé a nadie. Pero tampoco supe pedir ayuda.
Pensar en morir me asustaba a los dieciséis. Recuerdo llorar bajo la ducha solo porque un libro mencionaba el suicidio. A los veinte, ya no lloraba. A los veintitrés, lo pensé. A los veinticinco, lo planeé en silencio. Y a los veintisiete... simplemente lo acepté.
Sin dramatismo. Sin poesía.
Con una calma peligrosa.
El último día no fue especial.
Barrí. Lavé platos. Revisé un cajón.
Encontré un dibujo de mi hermano. Un dragón rojo mal trazado. Abajo decía, con letra torpe: "Para la Vale más valiente."
No lloré. Pero dolió.
Porque yo ya no era valiente.
Solo estaba cansada de fingir que lo era.
No dejé nota. Ni carta. Ni mensaje.
Me pareció injusto explicar lo que ni yo entendía.
Me aseguré de que mi madre estuviera acompañada. Tenía a su esposo. A Nico. A una vida que ya no necesitaba sostenerme.
No quería ser carga. Ruido. Resto.
Lo único que temía era no descansar. Que hubiera un más allá que me exigiera respuestas.
Recé algo parecido a una disculpa. No por fe. Por educación emocional.
Me acosté con la ventana entreabierta. El calor era espeso. Afuera, el mundo seguía como si nada.
Cerré los ojos.
Y todo terminó.
O eso creí.
Lo primero que sentí fue presión.
Frío.
Una voz.
Una voz que no se parecía a ninguna. Un canto áspero. Vocales largas, guturales. No era castellano. No era inglés.
Luego, luz.
Y el mundo, de pronto, era otro.
Mi cuerpo no era el mío.
Mis ojos estaban en otro lugar.
Alguien lloraba.
O era yo.
Escuché un grito:
— “Barukh HaShem! Hi chayah! Ha-yalda matchilah linshom!”
(¡Gracias a Dios! ¡Está viva! ¡La niña comienza a respirar!)
Y entendí.
Con pánico.
Con desconcierto.
Con una rabia sin voz.
No estaba muerta.
Estaba empezando.
Otra vez.
Desde el principio.
Y esta vez... nadie me preguntó si quería volver.
Chapter 3: 𝘼𝘾𝙏 𝙊𝙉𝙀.ᐟ
Chapter Text
ARCO I · El Hilo Silencioso
«Tus ojos vieron mi cuerpo en gestación: todo estaba ya escrito en tu libro; todos mis días se estaban diseñando, aunque no existía uno solo de ellos.»
Tehillim (Salmos) 139:16
Chapter 4: Chapter I
Chapter Text
No abrí los ojos al nacer.
No fue por miedo. Tampoco por falta de fuerza.
Fue confusión. Una desconexión extraña. Como si el cuerpo que me recibió no supiera que ya había alguien adentro, despierta, pensante, sintiendo. Yo. Consciente.
Lo primero que percibí no fue el calor, ni la voz de mi madre. Fue el aire.
Y no un aire limpio o suave. Este era seco, con olor a polvo, humo y humedad. No tenía nombre, pero mi cuerpo lo reconocía. Como si ya lo hubiera respirado. Aunque nunca estuve aquí antes.
Entonces lo supe.
Este no era un comienzo.
Era el regreso.
Después llegó el desorden. Empujones, voces que iban y venían, luz demasiado fuerte para mis ojos nuevos. Algo áspero raspó mi piel. Me envolvieron en telas gruesas, que olían a tierra mojada, a barro, a días muy viejos. Gente hablaba.
No entendía lo que decían. Pero captaba el ritmo de sus palabras. El peso que dejaban en el aire.
— "Barukh HaShem..."
No entendía el significado, pero sentía respeto en ese murmullo. Eran voces graves, profundas. Había risas, pero también llanto. Yo no podía moverme. Mi cuerpo era pequeño, débil. Los brazos, demasiado pesados. Los dedos se cerraban solos. Las piernas se agitaban como si no fueran mías.
Era como estar dentro de un saco mal hecho. Lento. Blando. Torpe.
No podía hablar.
Pero entendía.
Por dentro.
Me sostenía una mujer de piel pálida y ojos cansados. Las ojeras marcaban los años que no se dicen. Me miró unos segundos. No fue ternura. Fue rutina. Me murmuró palabras que parecían oraciones. No eran suaves. Eran mecánicas. Como quien dice lo que tiene que decir.
Luego apareció un hombre. Entró sin saludar. Era alto, de piel oscura y manos grandes. Me miró sin emoción. Como quien revisa algo delicado antes de decidir si es útil. Tocó mi frente con los nudillos y dijo:
— "Channah."
Ese sería mi nombre.
Y al escucharlo, sentí cómo Valeria se apagaba. No desaparecía del todo. Solo se hacía más pequeña. Como si estuviera en silencio, esperando.
Pasaron días. O algo parecido a los días. No tenía manera de contar el tiempo. Solo notaba cómo cambiaba la luz en la habitación.
La mujer era mi madre: Avigayil.
El hombre, mi padre: Eli'av.
Ella hablaba poco. Me daba leche. Me lavaba. Me dejaba en la cuna. Pero nunca sostenía mi mirada por más de cinco segundos. Como si le diera miedo ver lo que había detrás de mis ojos.
Él sí me miraba. Me hablaba mientras trabajaba. Frases cortas. Su voz no tenía cariño, pero tampoco rechazo. A veces parecía curioso. Otras, solo cumplía.
No había ternura.
Solo costumbre.
La casa era de piedra clara. Las ventanas eran estrechas. En las puertas colgaban ramas secas: mirto, romero, laurel. El olor era a bosque cansado. Desde el patio llegaban sonidos: agua corriendo, pasos, voces, rezos.
Todo sonaba viejo.
Como si el mundo hubiera retrocedido en el tiempo.
No sabía dónde estaba. Pero entendía que no era mi país.
El idioma parecía árabe, pero más pausado. Más seco. No lo comprendía. Pero sentía sus ritmos. Reconocía las pausas entre palabras. Los silencios que hablaban.
Intentaba memorizar sonidos. Guardarlos. Pero mi cuerpo no respondía. Babeaba sin querer. Mi mandíbula temblaba. Mis manos se doblaban como si no entendieran que podían abrirse. Me frustraba.
Porque en mi mente, yo pensaba como una adulta.
Pero mi cuerpo era de recién nacida.
Me alimentaban del pecho. Me lavaban con paños tibios. Dormía en una cuna baja, sobre mantas duras que olían a leche y cera. Me cuidaban. Pero sin afecto.
Nadie me cantaba.
Nadie me hablaba con dulzura.
Me atendían como quien cumple con algo, no como quien ama.
Había dos mujeres jóvenes que también vivían ahí. Hablaban más rápido. Me alzaban de vez en cuando. Decían cosas sobre mí. Creían que no entendía.
Y en parte, tenían razón. No entendía el idioma.
Pero entendía los gestos.
El tono de voz.
La intención detrás de las palabras.
Aprendí a cerrar los ojos cuando me miraban demasiado. A fingir que dormía. Tenía miedo de que descubrieran que yo pensaba. Que recordaba. Que observaba.
Este lugar no era para una bebé con memoria.
Me habían dado un nombre nuevo. Un hogar. Una familia.
Pero yo no sabía si eso era suficiente.
Porque dentro de mí aún vivía otra historia.
Otra vida.
Lo difícil no era depender de otros.
Ni tener un cuerpo torpe.
Era el miedo.
El miedo de no entender por qué regresé.
De no saber cuánto tiempo duraría esta forma prestada.
El miedo de que esto no fuera un nuevo comienzo...
Sino una corrección.
Y aunque ahora me llaman Channah...
No puedo olvidar que, alguna vez, fui Valeria.
Chapter 5: Chapter II
Chapter Text
No aprendí a llorar. Aprendí a usar el llanto como herramienta.
No como emoción.
Como estrategia.
A veces para que alguien me alzara. A veces para evitar miradas largas, preguntas mudas. Y otras… porque mi cuerpo lo pedía, aunque yo no lo sentía.
Llorar era útil. Y cuando algo se vuelve útil, deja de ser puro.
Me tomó tiempo comprender mi entorno. No lo entendí por las formas o los colores, sino por los sonidos. Por los ritmos que vivían en las voces.
Al principio, era solo ruido. Pero pronto comencé a distinguir patrones. La voz que cantaba en la mañana era distinta a la que rezaba por la tarde. La que me alzaba con prisa no era la misma que me miraba sin tocarme.
Había distintas formas de hablar. Distintos idiomas. Distintas intensidades.
No entendía lo que decían. Pero entendía cómo lo decían. Y lo que querían decir sin decir.
Era recién nacida, sí.
Pero no ignorante.
La gente repetía mi nombre con una mezcla de respeto y distancia: Channah.
Supe que significaba “gracia”. Lo decían como si recordaran algo. Como si mi nombre les obligara a actuar con decoro.
Pero la voz que mejor lo decía era la de Eli’av. Él lo pronunciaba como quien lanza una flecha con cuidado:
— “Channah sheli.”
Ese “mi Channah” no sonaba a ternura.
Sonaba a misión.
Como si al decirlo, estuviera marcando mi camino.
Avigayil era distinta.
No era como las madres que uno imagina desde otras vidas. No había caricias suaves ni palabras dulces. Me alimentaba. Me limpiaba. Me envolvía. Me tocaba solo lo necesario. Me hablaba sin adornos.
Yo pensaba que lo hacía por costumbre. Como quien cuida sin elegir cuidar.
Pero sus ojos no mentían.
No era frialdad.
Era miedo.
Un miedo callado, que vivía en sus pestañas y se escondía cuando alguien entraba.
A los tres meses, ya reconocía rostros.
A los cuatro, sonreía justo cuando debían verme hacerlo.
A los cinco, imitaba balbuceos que no sentía.
A los seis, escuchaba todo.
Sin mostrarlo.
Una joven sierva, Tamar, barría cerca mientras me miraba y decía en voz baja:
— “Channah dili kalil bokhya…” (Mi Channah llora poco…)
Yo la oía.
Y no reaccionaba.
La casa era grande. Tenía patios internos con columnas. En el centro, una pequeña fuente cantaba agua. Las ventanas, de tablones. El salón principal tenía tapices de tonos rojizos, estantes con pergaminos enrollados.
No podía leerlos.
Pero sabía que eran importantes. Que se usaban con cuidado. Que solo los adultos podían tocarlos durante el Shabbat.
Nadie corría. Nadie gritaba. Ni siquiera los niños hablaban en voz alta.
La casa vivía en reglas. Todo tenía su sitio. Cada paso tenía su medida. Cada gesto, un propósito.
Y yo, una niña con memoria de otra vida, no encajaba del todo.
Ni en los cántaros. Ni en los rezos. Ni en los silencios.
Una tarde, Avigayil me llevó al patio. El sol bajaba lento. Me colocó sobre una sábana doblada, se sentó frente a mí.
No tejía. No hablaba. No cantaba.
Sólo me miraba.
El viento movía su velo como si sus pensamientos quisieran salir volando. No había drama. Pero algo en su mirada hacía que el aire pesara más.
— “Channah biti…” (Channah, mi hija…)
Y bajó la vista.
Fue breve.
Fue suficiente.
Entre los siete y ocho meses, empecé a sentarme sola. Con torpeza. Con desequilibrio. Pero lo hacía.
Y entonces empezaron a llegar las visitas.
Mujeres de túnicas oscuras. Hombres con barbas organizadas. Comerciantes que ofrecían dátiles, lino, tinta, cuentos.
Mis padres me mostraban como quienes enseñan una semilla esperando que florezca:
— “Channah bat Eli’av.”
Yo sonreía cuando debía hacerlo.
Babeaba cuando era apropiado.
A veces fingía sobresaltarme para que me alejaran.
Aprendí rápido:
Una niña que no llora llama la atención. Una que llora poco y se calma fácil, genera simpatía.
Era un equilibrio sutil.
Parecer normal.
No mostrar que estaba demasiado despierta. Pero tampoco parecer ausente.
Caminar esa línea con cuidado.
Y nadie se daba cuenta.
Cumplí mi primer año en silencio.
No hubo fiesta. No hubo cantos. Solo la voz bajita de Tamar en la cocina, cantando algo sin nombre.
Mi madre me vistió de blanco. Con bordes azules. Mi padre dejó una trenza de higos en mi cuna.
No hicieron oraciones visibles.
Pero esa noche, él se sentó a mi lado. Con movimientos lentos. Me acarició el cabello con la delicadeza de quien guarda un secreto.
Y dijo:
— “Shanah Rishonah. Barukh HaShem.” (Primer año. Bendito sea Dios.)
Lo miré. Abrí los ojos sin pestañar.
Y en el silencio espeso de esa noche, me hice la pregunta que no se dice en voz alta:
¿Qué historia estoy habitando?
¿Por qué este cuerpo?
¿Por qué este tiempo?
No hubo respuesta.
Solo días más largos. Noches más profundas. Y un cuerpo que, poco a poco, empezaba a obedecerme.
Chapter 6: Chapter III
Chapter Text
Los adultos no creen que un niño entienda mucho.
Piensan que uno empieza a recordar solo cuando aprende a hablar. Que si nadie dice algo, no se siente. Que si no se explica, no duele.
Pero yo me acuerdo de todo.
Cuando cumplí dos años, llevaron a mi cuerpo ropa limpia, de lino blanco. Sandalias suaves. Y un collar de cuero con un ojo azul colgando.
Los otros niños no tenían nada así.
Me movía con intención. No con mucha seguridad, pero sí con ganas. Ya no me bastaba solo mirar. Quería tocar cosas, cambiarlas, provocar algo. A veces dejaba caer objetos solo para ver si alguien decía algo. Como si quisiera comprobar que mi voluntad podía hacer una diferencia, aunque fuera pequeña.
Mi voz tardó en llegar. Más de lo que esperaban. Mi madre me observaba en silencio, por largo rato. Yo balbuceaba lo justo para que no se preocuparan. Repetía sonidos sin sentido, sin peso. Pero dentro de mí, iba guardando todo.
Cada palabra. Cada gesto. Aprendí a reconocer cuándo alguien me daba una orden y cuándo el miedo hablaba disfrazado de autoridad. Aunque no pudiera decirlo en voz alta.
Las primeras palabras salieron solas. Como piedras que ruedan desde lo alto:
—“Mayim.” Agua.
—“Imma.” Mamá.
—“Abba.” Papá.
Tres palabras. Tres hilos que me conectaban. Con ellas pasé una frontera que nadie vio. Pero yo la sentí. Como si algo muy antiguo en mí se hubiera ido sin aviso.
Recogía dátiles con Tamar cuando escuché la voz de mi madre desde el umbral:
—“La niña debe estar limpia. No hay espacio para errores.”
No gritó. Pero esa frase quedó grabada. Como si hubiera sido escrita dentro de mí.
A los dos años y medio ya hablaba con claridad. Podía repetir frases. Usaba gestos. Me escondía detrás de columnas. No era un juego. Era para escuchar lo que decían cuando pensaban que no entendía.
Empecé a entender los ritmos de la casa.
En Yom Sheni y Yom Chamishi se leían textos sagrados en voz baja. En Yom Shishi, se limpiaban objetos, se doblaban mantas. El Shabbat no era silencioso, pero era distinto: Se cantaban versos. Se hablaba con otras palabras. El aire cambiaba, como si fuera otro.
Cada luna nueva traía algo diferente.
Mi madre lo marcaba limpiando ciertas habitaciones. Mi padre lo anotaba en pergaminos, como si así pudiera atrapar el tiempo.
Yo lo guardaba. Todo.
Un día llegó una mujer anciana. Su manto tenía bordes bordados. Su túnica era oscura, como tierra mojada. Se agachó, me tocó la frente con sus dedos tibios y preguntó:
— “¿Cómo se llama esta niña?”
Mi madre respondió con otro tono. Un orgullo que no mostraba seguido.
La mujer la miró, y luego a mí:
— “Será sabia. Tiene mirada de santidad.”
No entendí qué significaba. Pero su voz se quedó conmigo. Como una oración que no se olvida.
Otro día encontré un cuenco de cerámica con dibujos negros. Señalé una curva y dije:
— “¿Zayin?”
No lo pensé. Me salió solo.
Mi padre dejó lo que hacía. Me miró:
— “¿Quién le enseñó las letras?”
Mi madre frunció el ceño.
Yo bajé el dedo. Me tapé la boca. Me escondí detrás del cuenco.
No me gritaron. Pero esa noche, en la cena, nadie me habló.
Ese día entendí algo importante:
Saber podía ser peligroso. Hablar, un riesgo. Callar, una forma de cuidarme.
Aprendí que mirar demasiado podía parecer desafío. Que saber cosas sin permiso podía parecer amenaza. Y que muchas veces, el silencio era lo más sabio.
No lo acepté por obediencia. Ni por fe. Lo acepté porque el mundo lo exigía.
Así empezó mi verdadera infancia. No la de juegos. Sino la de silencios exactos. De palabras elegidas. De gestos que decían más que las palabras.
Vivía bajo reglas que no entendía del todo. Hablaba lenguas que yo no había elegido. Fingía una inocencia que ya no sentía.
Era hija de lo correcto.
Pero por dentro… seguía siendo hija de un tiempo que no sabía regresar. Y de otro que todavía no sabía cómo nombrar.
Chapter 7: Chapter IV
Chapter Text
Aprendí a fingir sorpresa.
Cuando alguien señalaba un ave en el cielo, abría los ojos como si fuera la primera vez que veía una. Si me mostraban letras marcadas en cera, fingía que eran un misterio. Cuando decían palabras que ya conocía, las repetía despacio, como si me costara entenderlas.
No mentía por maldad. Mentía para protegerme. Era mi forma de estar a salvo.
Y era más difícil que aprender. Porque aprender se siente como luz. Fingir es vivir en sombra.
Mi cuerpo crecía. Ya caminaba firme, sin tambalear. Pero fingía que aún necesitaba ayuda. Me agarraba de la mano de Tamar o dejaba que mi madre me guiara. No por miedo, sino porque en mi casa el silencio no era descanso. Era vigilancia.
Y si algo había comprendido, era que los adultos preferían una niña tranquila antes que una niña curiosa.
El tiempo pasaba. Se notaba en las oraciones que cambiaban, en los gestos que repetíamos, en los días especiales donde todo se hacía distinto.
Yo escuchaba. Aprendía. Repetía. Pero no lo sentía como los demás.
Las bendiciones llegaron. Primero como sonidos, luego como palabras. Aprendí frases para limpiar, para rezar, para agradecer. Las decía como si fueran nuevas.
Pero dentro de mí, no lo eran. Era como si ya las conociera. Como si algo en mi alma despertara y dijera: esto ya lo sabías.
Mi madre era cuidadosa. Me vestía con ropa clara, sin adornos. Me peinaba con dos trenzas bien hechas. Me enseñaba a caminar con pasos cortos, a sentarme con las piernas juntas, a no hablar fuerte.
Yo asentía a todo. Pero por dentro, algo se movía. Un apretón en el pecho. Una pregunta que no decía en voz alta: ¿Dónde quedó esa niña que hablaba sin miedo?
Una tarde, mientras Tamar me ponía una pasta de hierbas en la pierna lastimada, dijo sin mirarme:
— "Algunos nacen para hablar. Otros, para observar."
— "¿Y yo?" pregunté sin titubear.
Ella se detuvo. Me miró con calma. Sonrió con algo que no supe nombrar.
— "Tú ya observabas antes de aprender a hablar."
Nunca lo olvidé.
Empecé a ir con mi madre al mercado. Ya no me cargaba. Caminaba a su lado. Me agarraba de su ropa, pero podía mirar libre.
El mercado era un mundo de olores: aceitunas en salmuera, carne seca, uvas fermentadas. Las voces se mezclaban por todas partes.
Hombres con túnicas abiertas. Mujeres con velos de colores. Niños que corrían sin miedo.
Era el único lugar donde el mundo parecía tan grande como lo que yo recordaba. Pero también más extraño.
Al volver, mi madre limpiaba mis pies sin decir nada.
— "Mucho polvo. Poca verdad."
No supe si hablaba del camino, o de mí.
A los cuatro años y medio, escribí mi nombre por primera vez. No escondida. Frente a todos.
חנה בת אליאב
Channah, hija de Eli'av.
Lo escribí despacio, letra por letra. Mi padre sonrió. Mi madre asintió. Tamar me miró con los ojos brillantes.
Y yo sentí algo parecido al miedo.
Porque escribir mi nombre no era solo dibujar letras.
Era decir: pertenezco.
Y en cada pertenencia, habita el riesgo de la pérdida.
Desde entonces, empecé a notar cosas que antes no veía:
Los niños corrían sin pedir permiso. Las niñas esperaban. Ellos reían fuerte. Nosotras aprendíamos a callar. Ellos hablaban de ideas. Nosotras guardábamos pensamientos.
Una tarde, pregunté:
— "¿Por qué mi primo estudia la Torah y yo no?"
Mi madre no dejó de trabajar. Pero su voz fue firme.
— "Porque él tiene una obligación. Tú, una función."
No respondí. Salí al patio. Me senté en una piedra fría.
Y lloré.
No por rabia. Lloré porque entendí que el amor no sería suficiente. Lo que me iba a proteger sería la obediencia.
La noche de mi quinto cumpleaños no hubo fiesta. Pero mi padre me dio un papiro. En él, una sola palabra:
אמת
Emet.
Verdad.
— "Guarda esta palabra, Channah," dijo. "La verdad no siempre se dice. Pero siempre se nota."
Guardé el papiro entre mi ropa. Lo sentí contra el pecho toda la noche.
Y soñé.
Por primera vez.
Con una voz.
Con un rostro.
No estaba en el mercado. Pero venía.
Sin saber que, en los años siguientes, ese rostro partiría mi historia... en un antes y un después.
Chapter 8: Chapter V
Chapter Text
Tenía seis cuando dejé de fingir que no entendía. Ya no era necesario.
Los adultos no creían que una niña pudiera saber más de lo que decía. Si guardaba silencio, me juzgaban inocente. Si sonreía sin palabras, pensaban que era obediente. Para ellos, Channah era perfecta: callada, dócil, sin quejas.
Ya no hablaba como los pequeños. Las palabras salían claras, sin tropiezos. Recitaba las bendiciones con voz firme, como mi madre me enseñó. Saludaba con respeto, bajaba la mirada cuando correspondía, y caminaba con los pasos medidos de quien no quiere molestar.
Las mujeres del mercado, con manos curtidas por el trabajo y olor a comino, me tocaban la barbilla:
— "Tiene los ojos de su madre..."
— "Ojalá sea tan devota como ella."
Yo asentía. Sonreía sin mostrar los dientes. Respondía con respeto, como me habían enseñado.
Pero por dentro, deseaba otra cosa: volver a mi rincón, ese espacio entre la pared y el arcón de madera, donde no tenía que agradar ni parecer nada. Donde podía estar en paz, sin reglas, sin miradas que juzgan.
Me enseñaban a vivir como si todo debiera salir perfecto. Como si errar fuera peligroso.
Doblar los pergaminos sin una sola arruga. Medir el aceite con precisión. Reconocer las telas solo con el tacto, como lo hacían las mujeres sabias.
Las reglas llegaban como mandamientos. Mi madre las decía sin explicarlas.
— "Esto no se pregunta. Se cumple."
Y yo asentía, como quien carga algo sin saber qué lleva.
En casa trabajábamos con telas teñidas, especias traídas del sur, papiros frágiles y herramientas pequeñas. No era un negocio grande, pero nos daba lo justo. Y eso bastaba.
La primera vez que salí del mercado fue para visitar a una familia amiga. Vivían al oeste de Tzippori, en una casa de piedra limpia, con puertas talladas en madera de olivo. Todo olía a cedro, canela y fuego reciente.
Avishai, el padre, había estudiado en Yerushalayim. Su esposa, Shoshanna, bordaba mantos para mujeres importantes. Tenían un taller de carpintería. Sus hijos trabajaban la madera, hacían utensilios, recogían astillas para el fuego.
Todo allí se sentía distinto. Más libre. Más cálido.
De los tres hijos, solo uno tenía edad cercana a la mía: Asher.
Tenía nueve años. Delgado, con cabello desordenado y ojos oscuros que miraban como si pensara todo el tiempo. Fruncía el ceño incluso en silencio. Como si tratara de entender el mundo.
La primera vez, no me dijo nada. Solo me observó mientras yo miraba un rollo con dibujos de animales y plantas.
La segunda vez, habló de pronto:
— "¿Por qué no haces preguntas si te interesa tanto?"
Me quedé quieta.
— "Aunque quizás ya lo sepas," dijo. Como si fuera evidente. Y se fue.
Después de eso, nos vimos seguido. A veces cada semana.
Jugábamos entre telas azules. Él me mostraba semillas, insectos escondidos en hojas, trozos de madera con formas curiosas. Yo le corregía palabras. Él me contaba cosas que en mi casa no se decían.
Una vez le pregunté:
— "¿Vas con tu padre a la sinagoga?"
— "Sí. Si no estoy enfermo."
— "¿Qué hacen allá?"
Me miró como si no entendiera cómo podía no saber. Yo dije:
— "Tal vez fui. Tal vez no. Cuéntamelo tú."
Y lo hizo.
Me habló de las lámparas encendidas, del aroma de los aceites, del sonido de las lecturas, del crujido de la madera cuando todos se levantan.
Me gustaba cómo hablaba. Lo hacía sin miedo.
Asher no sabía que su voz valía más que la mía. Pero yo sí. Lo sentía cada vez que lo escuchaban antes que a mí.
A los siete años, ya sabía guardar lo que pensaba. Sabía que las niñas debían hablar con cuidado, pensar en silencio, y decir solo lo que se espera.
Una tarde, mientras mi padre hablaba con mi madre cerca del fuego, yo escuché desde el patio.
— "Shoshanna ve bien a Channah. Podría haber futuro, si todo sigue así."
Mi madre tardó en responder. Luego dijo:
— "Todavía falta."
Pero no sonaba a duda. Sonaba a que ya lo estaban planeando.
Me escondí detrás del muro. Miré mis manos.
Pequeñas. Temblaban.
¿Por qué hablaban de mi futuro como si fuera suyo?
Chapter 9: Chapter VI
Chapter Text
Tenía siete años cuando mi padre me llamó al patio, justo antes de que el sol se escondiera detrás del olivar. El cielo estaba teñido de naranja y violeta, y el aire olía a tierra tibia y hojas secas. Era una hora tranquila, cuando el día empieza a despedirse y todo parece detenerse por un momento.
No era común que me llamara sola. En nuestra casa, todo se hacía en grupo: comer, rezar, trabajar, incluso descansar. La soledad no era parte de nuestra rutina. Por eso, cuando escuché su voz llamándome por mi nombre, sin mencionar a nadie más, sentí que algo distinto estaba por suceder.
Me acerqué con pasos lentos, curiosa pero también un poco nerviosa. Él estaba allí, de pie, con la mirada fija en el horizonte. Cuando me vio, sonrió apenas, como si esa sonrisa le costara trabajo. Me indicó que me sentara sobre una manta que mi madre había tejido con hilos gruesos y colores apagados.
Mi padre se agachó frente a mí. En sus manos sostenía una caja de madera. No era nueva, pero estaba bien cuidada. Tenía marcas de uso, esquinas gastadas, pero también un brillo suave, como si alguien la hubiera pulido con esmero. Olía a madera vieja, a cuero, a tinta seca.
— “Esto es para ti,” dijo, y me extendió la caja.
No supe qué decir. Solo lo miré, esperando que explicara.
— “No tengo hijos varones,” continuó. “Y tú… tú eres la que quedó.”
No lo dijo con tristeza. Lo dijo con firmeza. Como quien ha hecho las paces con lo que la vida le ha dado. Como quien ha decidido seguir adelante sin mirar atrás.
Sabía que habían perdido muchos hijos. Algunos vivieron poco. Otros ni siquiera llegaron a nacer.
Tamar me lo había contado, la mañana antes del Shabbat.
Mi madre no hablaba de ellos. Pero a veces, cuando pensaba que nadie la veía, se quedaba mirando al fuego con los ojos llenos de agua. En esos momentos, su silencio pesaba más que cualquier palabra.
Mi padre tampoco hablaba mucho. Pero lo sentía en sus manos, en su forma de caminar, en cómo me miraba. Había algo en él que parecía siempre a punto de romperse, pero que nunca lo hacía. Como una cuerda tensa que se niega a ceder.
Yo era su milagro. Su tesoro. Aunque no siempre lo dijera. Aunque a veces me hablara con dureza, o me pidiera cosas que no entendía. En el fondo, yo sabía que me cuidaba a su manera.
— “Este negocio será tuyo,” dijo. “Si los hombres no quieren que lo heredes, entonces será para uno de tus hijos. Pero por ahora, es tuyo. Y debes aprender.”
Abrió la caja con cuidado. Dentro había tablillas de madera, piedras con marcas, una pequeña pluma, y trozos de pergamino enrollados. Cada objeto parecía tener una historia. No eran simples herramientas. Eran parte de algo más grande.
— “Con esto se hacen las cuentas,” explicó. “Se anotan los pesos, los nombres, los precios. No es cosa de niñas, dicen. Pero tú no eres cualquier niña, Channah. Eres mi hija.”
Me enseñó a contar con las piedras, a marcar los días, a reconocer si un comerciante decía la verdad o mentía con las medidas. Me hablaba con paciencia, como si supiera que yo podía entender más de lo que parecía.
Yo escuchaba. Aprendía rápido. No porque fuera lista, sino porque ya conocía cosas. Cosas que no podía explicar. Cosas que estaban dentro de mí desde antes de que pudiera nombrarlas.
Después, me dejó sola con la caja.
La abrí despacio. Toqué cada objeto. Sentí el frío de las piedras, el olor del pergamino, la aspereza de la pluma. Cerré los ojos y respiré hondo. Y supe que podía hacer más.
No solo cuentas. No solo nombres.
Podía escribir lo que recordaba. Lo que había visto antes de llegar aquí. Lo que sabía, aunque no supiera cómo.
Mi padre pensaba que me enseñaba a cuidar su negocio.
Sin saberlo, me enseñaba a cuidar mi memoria.
Y eso, con el tiempo, sería lo más valioso que me dejó.
Chapter 10: Chapter VII
Chapter Text
Desde que empecé a ir al mercado con mi padre, los días cambiaron.
Ahora había voces que se cruzaban sin pedir permiso, pasos rápidos que levantaban polvo, manos que tocaban frutas, telas, panes, como si quisieran entender el mundo a través del tacto. El mercado era como un río: nunca igual, nunca quieto. Fluía con fuerza, con ruido, con vida.
Mi padre no hablaba mucho mientras trabajábamos. Me señalaba con la cabeza lo que debía hacer, y yo lo hacía. No necesitábamos palabras. Él confiaba en que yo entendía. Y yo confiaba en que él sabía que podía hacerlo.
Anotaba los nombres, los precios, las cantidades. Aprendí a hacerlo sin preguntar. Aprendí a leer los gestos, los tonos, las pausas. Aprendí que el silencio también dice cosas.
Los hombres se sorprendían al verme escribir. Algunos fruncían el ceño, otros fingían no notar. Las mujeres me miraban con curiosidad, como si intentaran descubrir qué hacía una niña entre cuentas y pergaminos. Algunos pensaban que solo copiaba lo que mi padre decía, pero no era así. Yo sabía leer los números. Y también a las personas.
Había uno que siempre venía con prisa, pero nunca compraba nada. Caminaba rápido, hablaba rápido, pero sus ojos se quedaban demasiado tiempo en los puestos, como si buscara algo que no podía nombrar.
Otro hablaba fuerte, con voz de trueno, como si quisiera llenar el espacio con seguridad. Pero sus manos temblaban al pagar, y a veces olvidaba cuánto debía.
Y una mujer que siempre pedía menos de lo que necesitaba. Su voz era baja, sus ojos esquivos. Como si tuviera miedo de gastar, o de ser vista.
Yo los observaba. No por juicio, sino por costumbre. Era como leer sin pergamino. Como escuchar sin palabras.
A veces, cuando el sol bajaba y el mercado se vaciaba, mi padre me dejaba sentarme en el borde del puesto. Desde ahí veía a los niños correr entre los puestos vacíos, a los ancianos discutir sobre precios que ya no importaban, a los comerciantes cerrar sus cajas con gestos cansados.
Una tarde, vi a Asher entre la gente. No se acercó. Solo me miró desde lejos. Levantó una ceja, como si preguntara algo sin decirlo. Yo no respondí. Solo lo miré hasta que se perdió entre los puestos. No sé qué quería. No sé si quería algo. Pero su mirada se quedó conmigo.
En casa, mi madre preguntaba cómo había ido el día. Yo decía lo justo. Que vendimos bien, que anoté todo, que no hubo problemas.
Lo demás lo guardaba para mí.
Por las noches, cuando el fuego se apagaba y los pasos se volvían suaves, yo me escondía en mi rincón.
Era un espacio pequeño, entre la pared y el arcón donde mi madre guardaba las telas más finas. Nadie se metía allí. Era mío. Mi refugio. Mi secreto.
Encendía una lámpara pequeña, con aceite justo para no llamar la atención. Sacaba los trozos de pergamino que mi padre me dejaba usar, los que no servían para vender. Y escribía.
No sé si fue cosa de mi mente vieja o de mi cuerpo nuevo, pero todo se me estaba mezclando. Recuerdos que no eran míos.
Tuve que sacarlo, o me iba a romper.
Chapter 11: Chapter VIII
Chapter Text
En mi casa se rezaba todos los días.
No era una opción. Era parte del aire, como el olor del pan por la mañana o el crujir de la madera al caminar descalzos. Parte del orden invisible que sostenía la rutina. Como lavar los pies antes de dormir o cubrirse la cabeza al salir. Nadie preguntaba por qué. Nadie decía que no. Era así. Como el sol que entra por la ventana sin pedir permiso.
Mi madre rezaba al amanecer. Su voz era suave, como si hablara con alguien que no quería despertar del todo. A veces parecía que cantaba, pero no era canto. Era algo entre susurro y plegaria, como si las palabras se deslizaran por el aire sin querer perturbarlo. Yo la observaba desde la puerta, sin hacer ruido. Ella no me veía, pero yo la escuchaba. Y en esos momentos, parecía otra. Más tranquila. Más lejos. Como si estuviera en un lugar donde el dolor no alcanzaba.
Mi padre rezaba en silencio. Se sentaba recto, con la espalda firme como un muro, cerraba los ojos, y no se movía. No decía nada. No cantaba. No pedía. Solo estaba allí, como si su cuerpo entero fuera oración. Como si no necesitara palabras para hablar con lo invisible. Su silencio era distinto al de los demás. No era vacío. Era presencia.
Yo rezaba porque debía hacerlo. Porque era parte de la casa. Parte del ritmo. Porque me enseñaron cuándo decir "Amen" y cuándo inclinar la cabeza. Porque si no lo hacía, algo estaría mal. Como si el mundo se desajustara un poco. Como si el silencio se volviera más pesado.
Las palabras eran antiguas. Hermosas. Algunas me gustaban solo por cómo sonaban. Me gustaba cómo mi madre decía "Barukh" con esa pausa que parecía respeto. Me gustaba cómo mi padre cerraba los ojos, como si viera algo que yo no podía ver. Como si, detrás de sus párpados, hubiera una luz que no se compartía.
Pero había cosas que no entendía.
Me decían que Adonai estaba en todas partes. En el fuego, en el agua, en el viento. Que todo lo que pasaba era su voluntad. Que todo lo que teníamos venía de Él. Que incluso lo que perdíamos era parte de su plan.
Pero si eso era cierto, ¿por qué dolía tanto perder? ¿Por qué había silencio cuando más se necesitaba una voz? ¿Por qué la ausencia se sentía más fuerte que la presencia?
Yo respetaba las normas. Rezaba cuando debía. Decía las palabras correctas. Bajaba la mirada. Pero por dentro, no sabía si creía.
No sabía si Adonai escuchaba. No sabía si estaba allí. No sabía si las palabras que decíamos llegaban a algún lugar. A veces pensaba que sí. Que había algo. Que el silencio era una forma de respuesta. Que la calma que sentía después de rezar era su manera de decir "Estoy aquí".
Pero otras veces, el silencio era solo eso: silencio.
Mi madre decía que no se pregunta lo que no se entiende. Que hay cosas que solo se aceptan. Que la fe no necesita pruebas. Que dudar es como abrir una puerta que no se puede cerrar.
Yo lo intentaba.
Pero había noches en que, después de rezar, me quedaba quieta, esperando algo. Una señal. Una presencia. Un susurro. Algo que me dijera que no estaba sola.
Y nada llegaba.
Me preguntaba si los demás también dudaban. Si mi madre, cuando se quedaba mirando el fuego, pensaba en lo mismo. Si mi padre, en su silencio, alguna vez sintió que hablaba con nadie. Si alguna vez sintió que el eco era todo lo que recibía.
Pero nadie hablaba de eso.
La fe era como el pan: se repartía, se comía, se agradecía. Pero no se discutía. Se compartía en silencio, como si hablar de ella la hiciera más frágil.
Yo seguía rezando. Cada día. Cada noche. Porque era lo que se esperaba. Porque era lo que se hacía. Porque era lo que sostenía la casa, aunque a veces no supiera si sostenía algo dentro de mí.
Pero dentro de mí, había preguntas que no se apagaban.
¿Y si no hay nadie escuchando?
¿Y si las palabras solo sirven para que no duela tanto?
¿Y si creer es solo una forma de no romperse?
No lo decía. No lo preguntaba. Pero lo pensaba. Y en ese pensar, también había algo sagrado.
Porque aunque no supiera si Adonai estaba allí, yo seguía buscando.
Y tal vez, eso también era una forma de rezar.
Chapter 12: Chapter IX
Chapter Text
Hay momentos en los que no sabes que algo está cambiando. Lo presientes, apenas, en el aire: más denso, más pesado. Como si alguien hubiera dejado una puerta entreabierta y el viento ya no supiera por dónde pasar.
Ya había aprendido a negociar en voz baja, con cortesía medida. Sabía cuándo un vendedor inflaba el precio de los dátiles, cuándo la canela estaba húmeda por haber sido mal almacenada. Distinguía el lino teñido con carmesí auténtico del que usaba tintes baratos. Calculaba la diferencia entre el pan recién horneado y el que llevaba días endurecido. No eran dones extraordinarios. Eran las habilidades que una hija debía dominar si quería ser tomada en serio.
—"Una mujer no necesita sabiduría. Solo juicio."
Eso dijo mi tía Hadassah cuando me oyó recitar un proverbio entre otras mujeres. Sonreí. Pero por dentro, escondí esa palabra. Sabiduría. La enterré sin ceremonia. Como se entierra algo que sabes que no volverás a usar libremente.
Mi cuerpo empezó a cambiar sin previo aviso. Las túnicas se sentían distintas. Imma no hablaba de ello. Solo alargó los dobladillos. Ajustó cinturones.
Las miradas empezaron a cambiar.
—"Ya no es una niña."
—"Habrá que vigilar a quién mira y cómo se mueve."
No miraba a nadie.
Asher también cambió. Ya no era el niño de manos inquietas y ceño fruncido. Seguía viniendo, pero ya no corría. Tocaba la puerta. Saludaba a los adultos. Usaba frases completas. La infancia se nos había ido por la espalda sin despedirse.
Una tarde me encontró sola en el banco del patio, leyendo en voz baja un pergamino olvidado tras la última reunión de estudio de Abba.
—"¿Qué lees?"
—"Nada."
Se sentó a mi lado sin insistir. El aire tenía esa densidad que precede a algo que aún no sabemos nombrar.
—"Imma cree que tu nombre va a empezar a sonar en las conversaciones."
No respondí.
—"No sé cómo se hace eso."
—"¿El qué?"
—"Un futuro. Con alguien. Cuando no sabes si quieres uno."
Lo miré con una seriedad que no reconocía en mí.
—"Yo tampoco."
Y ahí, por primera vez, no fingimos ser niños que no sabían.
Un día, mientras revisaba unos rollos de lana con Abba, un hombre se acercó. No lo conocía. No era amigo de Abba. Solo alguien que pasaba, que observaba.
—"¿Es tu hija?" preguntó.
Abba asintió.
El hombre me miró. No como se mira a una niña. Me miró como quien evalúa. Como quien mide.
—"Ya está creciendo" dijo. "Pronto habrá que pensar en su futuro."
No lo dijo con malicia. Pero tampoco con cuidado. Lo dijo como quien habla del clima. Como quien anuncia que el verano está cerca.
Abba no respondió. Solo bajó la vista. Yo fingí no haberlo escuchado. Pero lo escuché. Y lo entendí.
Esa noche, al volver a casa, Imma me dejó una túnica nueva sobre la cama. Más larga. Más gruesa. No explicó por qué.
Fui a un matrimonio en el centro de Tzippori. La novia, apenas catorce. Cabello cubierto, manos firmes, ojos apagados. El novio era mayor. Mucho mayor. Las mujeres cantaban. La familia celebraba. Pero cuando le ofrecieron la copa de vino, su expresión dijo algo que yo conocía: el gesto de quien acepta con la voz, pero no con los ojos.
Ese día comprendí que mi turno no iba a venir con pregunta. Solo con anuncio.
Cuando cumplí doce, no hubo fiesta. No hubo canto. Solo una frase de Imma, mientras ajustaba el cinturón de mi túnica:
—"Ya eres responsable ante Adonai."
Desde entonces, no volví a salir sola. Ni siquiera por agua. Ni siquiera con luz.
Asher dejó una rama de olivo junto a la puerta. Envuelta en lino. No dijo nada. No escribió nada. Pero entendí.
Y por dentro, algo quiso gritar. No por rabia. Por miedo.
Porque lo inevitable aún no llegaba. Pero el aire ya estaba cambiando.
Chapter 13: Chapter X
Chapter Text
Asher venía con frecuencia. Nadie lo anunciaba, pero todos lo sabían. A veces llegaba acompañado de su padre, diciendo que venían por un pergamino que Abba había prometido copiar. O traía aceite para las lámparas, o simplemente se ofrecía a ayudar con los pigmentos que Abba usaba para escribir sobre madera.
Otras veces venía solo. Se quedaba en el patio, moliendo minerales o alineando tablillas. Yo me sentaba cerca, hilando o amasando pan, sin pronunciar palabra. Lo bastante cerca para escuchar su voz, sin parecer que la buscaba.
Imma no decía nada. Pero comenzó a enseñarme tareas que antes hacía sola: cómo medir la harina sin balanza, cómo cortar el lino sin desperdicio, cómo doblar el manto para que no se arrugue en el viaje.
—"Toda hija de Israel debe saber sostener su casa" —dijo una tarde, mientras me mostraba cómo coser sin que se notara la costura.
Yo asentí. Aunque entendía que no hablaba solo de la casa.
Y entonces, una mañana templada, mientras lavaba dátiles con Tamar en el borde del patio, ocurrió.
Me sentí mareada unos segundos, nada fuera de lo común. Pero al agacharme, noté una humedad incómoda entre los muslos. Me excusé con voz firme, caminé sin correr al cuarto interior, y al revisar mi túnica vi el trazo inconfundible.
Oscuro. Silencioso. Innegable.
Lo primero que hice fue esconder la tela. Lo segundo, quedarme en cuclillas unos minutos, apretando las manos entre las rodillas. El cuarto estaba en penumbra, fresco, con olor a aceite de higuera y lino viejo. Afuera se escuchaban pájaros y la voz de Tamar preguntando si todo estaba bien.
Dije que sí.
Era mentira.
Imma lo supo. No preguntó cómo. Solo entró al cuarto cuando ya me había recostado, se sentó a mis pies, y dijo:
—"A partir de mañana, no compartirás baño con los niños."
Asentí. Ella no mencionó la sangre. Tampoco yo.
Fue su forma de darme la bienvenida a algo más grande.
Las visitas comenzaron una semana después. Mujeres de edad media, envueltas en estolas finas, que traían pequeños regalos: frascos con ungüentos, tejidos con bordes azules, pan trenzado con anís.
Decían cosas como:
—"Bendita sea la que florece bajo la ley."
—"Que tu nombre se escriba en libros de buenas obras."
—"Que seas edificación para tu casa futura."
Yo sonreía. Imma también. Y entre frase y frase, cada mujer me tocaba el rostro como quien certifica que el tiempo ha hecho su trabajo.
Asher no vino durante esas semanas. O al menos, no entró.
Supe, por Tamar, que vino con su padre una tarde. Que hablaron con el mío en el cuarto del fondo. Que algo se firmó, aunque no en tinta. Y que al salir, Asher no preguntó por mí. Solo miró hacia el patio vacío antes de irse.
El anuncio no fue público. Pero todos lo supieron.
Comenzaron a tratarme diferente. Con una distancia tibia. Las sirvientas me saludaban en la mañana con una leve inclinación de cabeza. Abba ya no me acariciaba la cabeza al pasar. Imma me llamaba "hija del recato".
Y yo, que apenas podía aún con mis dudas, ya estaba dentro de una historia que no pedía permiso.
Volví a ver a Asher un mes después, en una cena compartida. Las dos familias. Platos de barro con pescado asado. Higos cocidos en miel agria. Agua con menta.
No hablamos mucho.
Él me saludó con formalidad. Me ofreció servirme. Me cedió espacio al sentarme.
Pero sus ojos, en ningún momento, me buscaron.
Y allí fue cuando entendí algo importante: tampoco él estaba tan seguro de estar preparado.
La noche siguiente, no dormí. Pensé en todo lo que venía. En la casa que no era la mía pero pronto sería. En el nombre que no era el mío pero pronto llevaría.
Pensé en si habría forma de vivir dos vidas sin que se notara. La que debía. Y la que aún callaba.
Chapter 14: Chapter XI
Chapter Text
Ya no me preguntaban si quería ayudar. Me ponían el cuchillo en la mano, como si ya supiera lo que debía hacer.
El cuerpo dejó de ser algo extraño. Lo conocía por dentro y por fuera, y los demás también lo sabían. Nadie lo decía, pero todos lo entendían.
Imma me enseñó a envolverme con una tela especial para los días de sangrado. Era lino sin color, cortado en tiras largas, doblado varias veces y sujetado con un cinturón de cuero bajo la túnica. Lo llamaban el paño del tiempo de niddah.
—"Se lava con agua caliente y se seca al sol" dijo sin mirarme. "No se deja a la vista. No se habla de esto con hombres. Ni siquiera con tu padre."
No pregunté más. Ya sabía que hay cosas que no cambian, aunque se pregunten muchas veces.
El ajuar empezó a llegar poco a poco. Primero las telas: blanco para Shabat, azul para las fiestas, lana teñida para el invierno. Luego los cuencos, la lámpara, la caja de madera. Después los perfumes: mirra, nardo, aceite con laurel.
Imma me mostraba cada cosa con cuidado, como si preparara algo que aún no existía.
—"Esto será tuyo" dijo, entregándome una jarra pequeña. "Pero no te pertenece."
—"¿Cómo puede ser mío si no me pertenece?"
—"Porque lo llevarás contigo, pero no lo decidirás tú."
No entendí del todo. Hasta que empecé a doblar mis túnicas para una casa que no era la mía.
Asher venía menos. No por falta de ganas, sino por reglas que nadie decía, pero todos seguían. Desde que el compromiso se volvió claro, no debíamos vernos solos. Cuando venía, hablábamos poco. Pero sus ojos buscaban los míos con una ternura que dolía.
Una tarde, mientras nuestras madres hablaban, él se acercó con una hoja de higuera.
—"¿Tú quieres esto?" preguntó.
—"¿La hoja?"
—"No. Todo esto. Lo que viene."
Lo miré. Tenía tierra en las uñas y una cicatriz nueva en la mejilla.
—"No lo sé" dije. "Pero ya viene."
Se sentó a mi lado, sin tocarme.
—"A veces pienso que podríamos irnos. Tú y yo. A Yerushalayim. O más allá."
—"¿Y a dónde más allá?"
—"A donde no nos conozcan. Donde no esperen que seamos lo que aún no somos."
—"¿Y si nadie nos conoce, qué seríamos?"
No respondió. Pero se quedó allí, como si imaginarlo fuera suficiente.
Imma me llevó a las afueras de Tzippori, a ver a Rahel bat Yehudah. Partera. Consejera. Las mujeres iban a ella cuando no sabían cómo decir lo que sentían.
Su casa olía a hinojo, humo y vinagre con hierbas. Tenía las manos manchadas por el tiempo y ojos que sabían más de lo que decían.
Me ofreció una infusión. Me miró sin apuro.
—"¿Sabes por qué estás aquí?"
—"Porque Imma dice que debo aprender."
—"¿Y tú qué dices?"
—"Yo digo que no sé qué estoy aprendiendo."
Rahel sonrió. No con burla, sino con ternura.
—"No temas al cuerpo" dijo. "Teme a lo que se calla."
—"¿Y si no sé qué se está callando?"
—"Entonces escucha más. No solo con los oídos."
Bebí la infusión. Era amarga, pero reconfortante. Como si algo dentro de mí se estuviera preparando.
Esa noche, mientras doblaba mis telas, le pregunté a Imma:
—"¿Crees que el mundo es más grande que Tzippori?"
Imma se detuvo. Me miró con cansancio y cuidado.
—"El mundo es tan grande como la ley lo permita."
—"¿Y si hay algo fuera de la ley?"
—"Entonces no es nuestro mundo."
—"¿Y si quiero que lo sea?"
No respondió. Alisó la tela con sus manos y la guardó en silencio.
Me dejó con las manos vacías.
Yo ya no era niña. Pero tampoco mujer.
Era un umbral.
Y cada mañana, antes de hablar, antes de moverme, me preguntaba:
¿Cuánto de mí quedará al otro lado?
Chapter 15: Chapter XII
Chapter Text
El sol se alzaba sobre los campos de cebada, dorando los surcos con promesas de abundancia. Era verano. Los días eran largos y calurosos, y las noches traían brisas suaves que pasaban entre los viñedos. La tierra estaba viva. Los frutos crecían en silencio, y el calor lo envolvía todo como un manto de bendición.
Era tiempo.
El día de la mikveh llegó con la primera luz. Rahel, sabia en las cosas del alma, me llevó al manantial que brotaba entre las rocas. Me ayudó a quitarme la ropa sin prisa, y me sumergí en el agua como manda la ley. Ella lavó mi cabello con aceite de almendras.
—"No hay vergüenza en el cuerpo, sólo en la mentira" dijo.
Yo asentí.
Luego me miró con ternura.
—"Tu alma recuerda mucho."
No respondí.
La boda fue en la casa de los Bar-Avishai, bajo el techo que sería mío. El patio estaba adornado con telas púrpuras y escarlatas, ramas de mirto y hojas de palmera. Lámparas de aceite ardían con aroma de canela. Las mujeres cantaban salmos y esparcían pétalos de rosas.
Entré con el velo sobre el rostro, escoltada por mujeres cercanas. Asher me esperaba bajo la chuppah, erigida con cuatro postes y adornada con diversas telas y flores. Sus ojos me buscaron con ternura.
El rabino recitó las Sheva Brachot, que invocan la creación, la alegría, la unión, el pueblo de Israel. Compartimos el vino, dulce y espeso. Asher colocó el anillo en mi dedo y pronunció las palabras de consagración:
—"Harei at mekudeshet li b'taba'at zo k'dat Moshe v'Yisrael." (Con este anillo te consagro a mí, según la ley de Moisés y de Israel.)
La ketubah fue leída. Hablaba de sustento, respeto, protección. No de amor. El amor no era ley. Eraalgo que podía llegar.
Esa noche, después del banquete, me llevaron a una habitación lateral. Rahel me peinó con cuidado, me untó aceite en las muñecas. La lámpara ardía despacio.
Asher entró sin ruido. No habló. Se acercó con cuidado. Fue torpe, pero paciente.
Yo no fingí. No había espacio para juegos. Sólo acepté lo que venía, como quien abre una puerta hacia algo nuevo. Su mano tembló al tocar mi velo. Lo retiró con respeto. Tal vez era sagrado.
No hubo palabras. No hubo promesas. El silencio lo dijo todo. Su respiración era profunda. La mía, contenida. El cuarto parecía más grande, como si el aire se hubiera apartado para dejarnos solos.
Fue una cama sin lágrimas. Sin miedo. No fue romántico. Pero fue digno. Y eso, en este mundo, ya era mucho.
Durante los días siguientes, todo fue celebración. Cada mañana llegaban invitados cargados de bendiciones. Las mujeres ofrecían pan, higos secos y consejos en voz baja. Los hombres reían mientras bebían, y los niños corrían entre los bancos como si el mundo fuera suyo.
Al séptimo día, la casa volvió a la calma. Las lámparas se apagaron. El patio quedó en silencio.
Volví del mercado esa tarde. El sol bajaba lento. Asher estaba en el pórtico, con las manos llenas de tierra. Me vio, pero no se levantó.
—"¿Cómo estuvo?"
—"Lleno. Apenas se podía caminar."
—"¿Pudiste traer lo que pidió Imma?"
—"Todo, menos el comino. Ya no quedaba."
Asher asintió, pensativo. Se quedó en silencio un momento, luego se frotó las manos contra la túnica.
—"¿Y tú? ¿Cómo estás?"
Lo miré. Por primera vez, no busqué una excusa ni una respuesta fácil.
—"Estoy aquí."
No dijo nada más. Pero su gesto cambió. No fue una sonrisa completa, sólo un pequeño pliegue en la boca.
Esa noche, lo sentí dormir cerca de mí, sin peso.
No era amor. Pero algo parecido. Y tal vez, por ahora, eso bastaba.
Chapter 16: 𝘼𝘾𝙏 𝙏𝙒𝙊.ᐟ
Chapter Text
ARCO II · De Raíces y Frutos
«Tu esposa será como una vid fructífera, floreciente en el hogar. Tus hijos serán como vigorosos retoños de olivo alrededor de tu mesa.»
—Tehillim (Salmos) 128:3
Chapter 17: Chapter XIII
Chapter Text
Los días posteriores al casamiento se sentían como caminar sobre tierra recién compactada. No se hundía, pero tampoco ofrecía certeza.
La casa de los Bar-Avishai no se parecía en nada a la que dejé atrás. Era un espacio hecho para ser visto: muros claros, lámparas encendidas aunque no hicieran falta, un jardín con grava blanca, un olivo joven y macetas con hierbas que perfumaban el aire. Las ventanas eran angostas, las cortinas de lino, perfectamente alineadas. Todo parecía parte de una escena cuidadosamente ensayada.
Las habitaciones eran frescas, silenciosas, sin margen para el desorden. La mía estaba en el nivel superior, con vista al patio. Desde allí podía ver el cielo fragmentado entre ramas. El cuarto tenía un lecho bajo, mantas suaves, una lámpara de aceite en la pared y una mesa con agua y dátiles. El aire olía a piedra y a calma.
Allí dormíamos los dos.
No había distancia física entre nosotros.
Pero sí una pausa.
Asher era amable.
Callado al amanecer, más conversador cuando caía la tarde.
Me hablaba de lo que ocurría afuera: que un vendedor había intentado cambiar cebada por miel sin permiso, que el burro del carnicero se había metido en la sinagoga, que los tintes traídos del norte estaban desteñidos.
Yo escuchaba.
Respondía poco.
No por desinterés.
Sino porque aún no sabía cómo sonar como esposa sin dejar de ser yo.
Fui aprendiendo su ritmo.
Asher dormía de lado. Dejaba la lámpara encendida hasta que el sueño nos vencía. No hablaba del cuerpo. Ni del suyo, ni del mío.
Eso me tranquilizaba.
Y también me dejaba inquieta.
Porque en lo profundo, deseaba que alguien me preguntara si yo quería estar allí.
Su madre, Shoshanna, era más cálida que la mía. Me enseñaba mientras preparábamos masa:
ー "No hay mujer que entre a una casa sin traer consigo la memoria de la suya."
Yo aprendía.
Las demás mujeres me recibieron con frases suaves:
ー "Eres reservada. Eso siempre es bien visto."
ー "Tu andar es sereno. Eso habla de buena crianza."
No sabían que mi andar era sereno porque aún no me sentía parte de ese lugar.
Porque cada noche, en silencio, volvía a mi cuarto de antes.
Había una mujer que me intrigaba más que las demás. Yael, hija de alfareros. No tenía riquezas, pero sí una risa limpia y una mirada sin adornos.
Una tarde, mientras tejíamos, me preguntó:
ー "¿Te gusta ser esposa?"
Me sorprendió. No por la pregunta, sino por el modo.
ー "Todavía no lo sé."
Ella asintió, sin juicio.
ー "Yo tampoco lo supe al principio. No te apures. El cuerpo entiende antes que el alma."
Nos volvimos cercanas. No amigas. Pero sí compañeras en el silencio.
Las tareas se multiplicaban. Yo me encargaba del agua, del pan, del fuego. Asher de los números, los encargos, los pagos.
Compartíamos el lecho.
Pero las palabras aún se medían.
Hasta que una noche, después de posar su mano tibia en mi espalda, dijo:
ー "No sé si esto es lo que soñaste."
No supe si responder con honestidad o con ternura.
ー "Soñar es un lujo que pocas pueden permitirse. Yo prefiero estar despierta."
No dijo nada más. Pero esa noche, su respiración fue más serena.
No podía decir que era feliz.
Tampoco que era infeliz.
Estaba en tránsito.
Entre lo que fui. Lo que soy. Y lo que nadie me ha preguntado si quiero ser.
Una mañana, mientras sacudía una alfombra al sol, sentí que el aire tenía otro sabor. Como si algo estuviera por girar.
No supe qué. No supe cómo. Solo lo sentí.
Y al volver a entrar, con las manos cubiertas de polvo, susurré para mí:
Estoy aquí. Estoy viviendo. No me he ido.
Era mi forma de recordarme que, aunque todo avanzaba hacia un destino trazado, yo seguía observando desde el centro.
Y aún era mía.
Chapter 18: Chapter XIV
Chapter Text
Fue en el octavo mes, cuando el calor ya no se quedaba pegado a las paredes y el aroma del verano comenzaba a disiparse. El aire se volvía más ligero, más fresco, y el viento llegaba antes.
Las hojas del olivo, que antes se mecían suaves, ahora crujían al tocarlas, como si se hubieran secado de repente. Y mi cuerpo, que siempre había sido claro en sus ritmos, empezó a dudar.
Todo comenzó con el pan.
Era una mañana como tantas, y estábamos las tres —Tamar, Yael y yo— con las manos en la masa, hablando poco, dejando que el silencio hiciera su parte. El olor de los higos, que normalmente me traía recuerdos dulces, me golpeó de forma extraña. No fue dolor, pero sí una incomodidad seca, rápida, como si algo se hubiera torcido dentro, sin ruido. Me aparté un paso, fingí una tos, y me lavé la cara con agua fría. No dije nada. No preguntaron nada. Seguimos.
Pero volvió. Dos días después. Esta vez fue el vino con especias. Luego el humo del horno. Más tarde, el sonido constante de la rueca.
Era como si algo se hubiera movido dentro de mí.
Y no era una metáfora.
Una tarde, mientras colgaba telas mojadas en el patio, me detuve bajo el sol. El sudor bajaba lento por mi espalda, y mi corazón latía como si estuviera corriendo, aunque yo no me movía.
Tamar me miró desde la puerta. No dijo nada. Solo entrecerró los ojos.
Esa noche, mi cuerpo no sangró.
La fecha había pasado. Yo lo sabía. Había contado las lunas desde la primera. Intenté no asustarme. Se decía que a veces los ciclos se interrumpían por cansancio, por calor, por nervios. Así que esperé.
Pasaron siete noches. Luego diez.
Y entonces lo supe.
Con esa certeza que no se aprende, pero que se lleva dentro.
Algo estaba creciendo en mí.
No lloré. Tampoco sonreí.
Me senté en el borde del lecho, descalza, con las rodillas recogidas. Abracé mis piernas como si fueran lo único que aún era solo mío. No pensé en nombres, ni en mantas tejidas, ni en llantos nocturnos. Pensé en mí. En cuántas partes de mi cuerpo ya no me pertenecían del todo.
Decidí no decirlo enseguida.
No por vergüenza.
Sino porque necesitaba entenderlo desde adentro, vivirlo antes de compartirlo.
Los días siguientes caminé más lento. Fingí estar cansada. Y lo estaba.
Yael me miraba en silencio, con esa mirada que no exige, pero que ve. Una tarde, habló con voz suave:
—"Tu cuerpo... está esperando."
—"¿Cómo lo sabes?"
—"Porque el mío también esperó."
Me miró sin juicio, sin prisa.
—"¿Te da miedo?"
—"Todavía no lo sé."
—"Entonces está bien."
Esa noche, Asher me esperaba con lentejas calientes. Me senté frente a él. Comimos en silencio.
Al recoger los platos, lo detuve. Le tomé la mano.
—"Creo que hay alguien más cenando con nosotros."
Él parpadeó. No respondió enseguida. Contamos tres respiraciones juntos.
Luego, sin exagerar, sonrió.
—"Barukh HaShem."
No preguntó nada más.
Esa noche dormimos más cerca. Como si, por fin, hubiéramos cruzado juntos ese silencio que nos separaba.
A la mañana siguiente, el sol no brillaba más fuerte. Pero parecía distinto.
Más cercano.
Mientras lavaba las sábanas, me descubrí cantando.
Una melodía suave.
Sin nombre.
Solo mía.
Y de alguien más.
Chapter 19: Chapter XV
Chapter Text
Cinco lunas habían pasado sin que mi cuerpo se abriera al ciclo. Y ya no lo sentía del todo mío.
El embarazo no se ocultaba, pero tampoco se mostraba con certeza. Mis caderas se ensanchaban y mis pasos se volvían más lentos. Con Asher, habíamos vivido semanas de silencio compartido. De esas que no necesitan palabras. Bendito sea.
Era el primer mes del calendario, el que anuncia los comienzos, el que despierta la primavera.
Asher decidió que viajaríamos a Yerushalayim para celebrar Pesah. Sería su primera vez como cabeza de familia. La mía como esposa. Y también, aunque apenas lo comprendía, como madre.
Nos sumamos a una caravana de vecinos que también hacían el trayecto. Los hombres al frente, las mujeres detrás, y los niños en medio, como brotes resguardados por sus tallos.
El sol marcaba el compás. La túnica se adhería a la piel. Y cada noche dormía junto a Asher, oyendo el viento que se filtraba entre las piedras.
Yerushalayim nos recibió con un pulso vibrante. Todo parecía respirar. El aire olía a aceite, a humo, a animales.
Las calles eran ríos de túnicas. Los kohanim cruzaban hacia el Beit HaMikdash con semblantes graves. Los puestos de cambio zumbaban como colmenas. El bullicio me incomodaba, pero era parte del rito.
Nos hospedamos en casa de Hur, un artesano encorvado y callado. Asher lo conocía de antes. Mientras nos lavábamos en el patio, me dijo:
—"Abba trabajó con él cuando levantaron la sinagoga en Tzippori. Con él y otro artesano de Natzeret. Yosef."
—"¿Lo conoces?"
—"No mucho. Lo veía pasar cuando venía a trabajar."
No pregunté más.
Pero ese nombre —Natzeret— cayó dentro de mí como una piedra en agua quieta. Sin ruido. Pero con ondas.
El segundo día subimos al Beit HaMikdash. Las mujeres nos quedamos en el Ezrat Nashim, el patio exterior. Desde allí se oían los cantos de los levitas, los pasos sobre la piedra, el aleteo de las aves en sus jaulas.
Asher entró con los hombres. Llevaba una ofrenda sencilla: harina fina mezclada con aceite de olivo. Me senté bajo una columna, junto al muro sur. Sentí al niño moverse. No eran patadas. Era una presión suave. Como si también él sintiera el peso del lugar.
Vi pasar familias. Hombres con corderos. Niños con túnicas cortas. Madres con jarras de barro. Todos ascendían. Todos ofrecían. Todos recordaban.
Días después, la caravana se preparaba para regresar a Tzippori. El polvo aún flotaba cuando una figura irrumpió en el patio. Era una mujer. Corría como si algo vital se le escapara.
—"¡Por favor! ¿Han visto a mi hijo? ¡Tiene solo 12 años, él...!"
El silencio fue inmediato. Las mujeres se miraron. Algunas bajaron la vista. Otras negaron con la cabeza. Nadie respondió.
La mujer se detuvo junto al pozo, como si el agua pudiera revelarle algo.
Un hombre apareció detrás. Barba espesa, rostro cansado. En sus brazos, un niño dormía. Pequeño. De rizos oscuros.
—"¿Yosef?" preguntó Asher, poniéndose de pie.
—"Soy yo," respondió. "¿Asher?"
Se reconocieron con una mirada. No hubo tiempo para recuerdos ni palabras innecesarias.
—"¿No venía con los vecinos?"
La mujer lo miró, entre culpa y esperanza.
—"Creímos que sí. Ya'aqov y Yehudah pensaron que estaba con Shlomit y Shim'on en la caravana del tío Abiyyah. Pero nadie lo vio después."
—"¿Y ellos?"
—"No podíamos llevarlos en esta búsqueda."
Ella bajó la mirada. Yo la observé.
Sus ojos eran los de una madre que había sentido algo romperse por dentro.
—"¿Buscaron en los patios?"
—"Todos. Uno por uno."
Asher me miró. Yo asentí.
Y comenzamos a caminar.
El Templo se alzaba como un gigante dormido. Sus pasillos de piedra viva, sus columnas como huesos. El sol se filtraba entre los arcos, y nuestros pasos resonaban como preguntas sin respuesta.
Y entonces lo vimos.
Un niño.
Sentado entre ancianos.
Escuchaba con atención. Y cuando hablaba, el aire parecía detenerse.
—"¿Es él?"
—"Es él."
Nos acercamos.
El niño levantó la vista. No había miedo en sus ojos. Solo certeza.
—"Tus padres te buscan, Yeshua," dijo Asher.
El niño se levantó. Caminó hacia nosotros.
Al pasar junto a mí, se detuvo. Me miró. No con curiosidad. Con algo más intenso.
Lo llevamos a la entrada.
Allí estaban Yosef, con el pequeño aún dormido en brazos, y su esposa, temblando. Corrieron hacia Yeshua. Lo rodearon. Lo abrazaron.
—"¡Te buscamos por todas partes, día y noche! ¡Estábamos tan asustados!"
—"Miryam..." susurró Yosef.
Yeshua la miró con calma.
—"¿Por qué están tan alterados?"
Miryam se adelantó, temblando.
—"¡Se suponía que debías ir en la caravana con tus hermanos!"
—"Se suponía que debía estar con mi Padre" respondió el niño.
—"¡¿Entonces por qué no estabas?!"
—"Lo estaba. ¿No sabías que debo estar en la casa de mi Padre?"
El silencio cayó como un manto.
Miryam lo miró, con el corazón en la garganta.
—"Es demasiado pronto para... todo esto."
—"Si no es ahora, ¿cuándo?"
No entendí del todo. ¿No estaba su padre allí, frente a él? Pero algo dentro de mí se estremeció. Como si esas palabras ya las conociera. Y no supe por qué.
Esa noche, junto al fuego, el rostro del niño seguía en mi mente.
Por sus palabras.
Y por su mirada.
Como si supiera que yo también estaba perdida.
Y que aún nadie me había encontrado.
Reality_Show on Chapter 1 Mon 18 Aug 2025 08:51PM UTC
Comment Actions
GoddessOfMischief616 on Chapter 1 Tue 19 Aug 2025 04:49PM UTC
Comment Actions
1Hellshire_1 on Chapter 8 Thu 07 Aug 2025 06:10AM UTC
Comment Actions
GoddessOfMischief616 on Chapter 8 Fri 08 Aug 2025 02:53AM UTC
Comment Actions
bluciana642 on Chapter 12 Wed 13 Aug 2025 01:35AM UTC
Comment Actions
GoddessOfMischief616 on Chapter 12 Thu 14 Aug 2025 01:13AM UTC
Comment Actions