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The Fault

Summary:

Ocho años atrás, el fuego lo consumió todo: los experimentos, los recuerdos... y a su madre. Caitlyn Kiramman construyó su vida sobre las ruinas de ese hecho, sin saber que, al levantar la academia, también desenterraría a la única persona que jamás debió volver: Jinx.

Criminal. Desquiciada.
Y más obsesionada que nunca.

Caitlyn la encierra, la interroga, intenta quebrarla... pero Jinx solo sonríe, habla en acertijos, juega con ella, desarma cada defensa con una palabra. Entre ambas nace un juego tan íntimo como letal, donde nada es lo que parece y todo duele. La comandante intenta controlarla, contenerla, entenderla... pero termina cayendo en su red, atrapada en un vínculo tan enfermizo como inevitable.

Porque Jinx no busca escapar. Busca algo mucho peor: ser vista.

Y Caitlyn, por más que la odie, por más que la tema... no puede dejar de mirarla. A ella. A la falla.

Notes:

(See the end of the work for notes.)

Chapter 1: Prólogo

Chapter Text

Prólogo

Nota de la Autora: Hola mis amores, bienvenidos a un nuevo Fanfic que les hará gritar, llorar, sufrir, pero como todos, lo amarán

 

No podía respirar, el aire era más pesado cuando decidió finalmente bajar, siguiendo el juego retorcido de Jinx,  como siempre lo hacía.

Caitlyn descendió con cautela los peldaños metálicos que llevaban a un nivel del que nunca había conocido. Las luces parpadeaban sobre su cabeza, pariendo sombras en movimiento en cada esquina. El aire estaba sucio, cargado de óxido, polvo y electricidad estática.

Bajó una, dos, tres docenas de escaleras. Cada paso más frío. Cada peldaño más ruidoso. Ese lugar... no estaba en los planos. Ni siquiera durante la reconstrucción había aparecido en los mapas internos. El subsuelo de la academia era un rumor enterrado, un susurro silenciado por el tiempo.

Y sin embargo, ahí estaba.  Vivo. Podrido. Esperándola . Porque Jinx había desenterrado cada piedra.

—¡Jinx ya sal! ¡Déjate de juegos estúpidos y da la maldita cara! —Exclamó. Pero nadie respondió.

Con un salto finalmente sus pies tocaron el suelo fuera de las escaleras, observe el pasillo frente a ella.

Tubos reventados colgaban del techo, ya los costados, los paneles de concreto estaban manchados de humedad y algo más oscuro.  Sangre vieja. Sangre seca . A medida que avanzaba, la luz azulada de los neones revelaba dibujos infantiles adheridos a las paredes.

Crayones desvaídos, figuras temblorosas: soldados sin rostro, niños con ojos vacíos, y en uno... una pequeña figura abrazando a un peluche de conejo bajo un cielo lleno de cruces.  Y más sangre.

Caitlyn tragó saliva. Aquello no era parte de una decoración infantil. Eran testigos. Fragmentos de trauma convertidos en arte desesperado. Fue entonces cuando el primer dispositivo se activó mostrando grabaciones, la imagen se proyectó en las paredes, llenas de estática, pero visibles para Caitlyn.

"Prueba 004. Estímulo visual. Paciente  7A . Edad: 13 años"

El video mostraba una habitación blanca, con una camilla metálica y un niño atado, sollozando. Voces frías, metálicas, daban órdenes que no se entendían del todo. Luego, un estallido de luz, y el niño gritó, su cabeza explotó llenando las paredes de sangre.

"Siguiente prueba fallida.  Preparar siguiente  sujeto"

La proyección se apagó. Caitlyn avanzó, más rápido. Pero cada pocos pasos, otro dispositivo se activaba.

"Prueba 012. Reprogramación neural, etapa 3. Sujeto  3F "

"Paciencia... paciencia... observa la respuesta al estímulo de castigo"

Decía una mujer ajustando cadenas en las muñecas de una niña, probablemente de unos 12 años. Si la cabeza estaba cubierta por herramientas de metal. Su boca abierta y sus ojos forzados a mantenerse sin pestañar. La grabación se apagó y luego solo fue un audio:

"¡Vi! ¡Vi  no  me dejes!"

Esa última voz la paralizó. El audio de una niña. Desgarradora. Caitlyn giró hacia la fuente. Un grabador pequeño colgaba del techo, envuelto en cintas color magenta y celeste. Su corazón latió fuerte. Sabía muy bien de quién se trataba.

—¡Jinx, hablo enserio, ya basta de esto! —Volvió a gritar—. ¡Deja de jugar conmigo, solo hablemos por favor!

No hubo respuesta, de nuevo.

Garabatos empezaban a cubrir las paredes ahora. Estaban por todas partes: ojos cruzados, cráneos deformados, números tatuados dentro de siluetas infantiles. Pintura neón. Azul celeste y magenta, los colores de ella. Los colores de Jinx. El color de aquellos ojos que tantos suspiros le habían sacado.

Caitlyn empezaba a comprender. Todo ese recorrido, cada prueba, cada dibujo, cada palabra escrita en sangre... era un juego. Un juego demente y sádico. Una trampa. Una trampa para ella.

Y sin embargo, no se detuvo. Porque sabía que eran de Jinx, eran hechos por la criminal. Le gustaba cuando eran hechos por ella.

Al fondo del pasillo había una puerta doble, oxidada y ligeramente entreabierta. Caitlyn empujó con fuerza. Crujió como si no hubiera sido abierta en años. Y del otro lado, una sala inmensa, iluminada solo por las luces parpadeantes del techo, reveló su secreto:

columnas de estanterías repletas de expedientes. Cientos. Miles. Algunos rotos, otros en sobres de metal, todos marcados con códigos. Papeles en el suelo, hojas manchadas, etiquetas con números de tres cifras.

—¿Qué mierda...? —Caitlyn se inclinó y tomó uno de los archivos tirados.

Expediente 014: Paciente colapsó en la quinta sesión de reprogramación cerebral. No responde a comandos. Cráneo comprometido. Desechar.

Volvió a dejarlo. Respiró hondo. Tomó otro.

Expediente 006: Nivel de obediencia: 97%. Sujeto apto para campo de batalla. Protocolos finalizados.

Empezó a recorrer los estantes. La sala parecía extenderse más y más, como si se moviera con ella. Como si el mismo lugar quisiera confundirla.

—¡Jinx esto no me gusta, basta! —su voz hizo eco—. ¡Te prometo que no quiero lastimarte mucho, solo romperte uno que otro hueso, te daré chocolate después si sales voluntariamente!

Una risa la acompañó en el silencio. Era esa risa... su risa. Sonrió apenas, confirmando la presencia de Jinx en el lugar. Pero aún sin verla. La buscó con la mirada, pero entonces vio algo diferente.

Una flecha pintada en la pared. Roja, no, carmesí. Era sangre y marcaba una dirección específica, entre dos columnas. Caitlyn siguió la pista. Otra flecha. Y otra. Hasta llegar a una mesa aislada, bajo una luz pálida.

Allí, una pequeña caja musical oxidada, con una manivela. Decorada con calcomanías infantiles y garabatos. Unos cupcakes, una pistola. Un nombre escrito con crayón magenta: Powder.

Caitlyn giró la manivela. La melodía sonó rota, temblorosa. Infantil y macabra. Su cuerpo se tensó. Algo dentro de ella se movió. Un recuerdo, fugaz, no narrado, pero insoportable. Esa melodía, la misma que había escuchado cuando era adolescente.

La caja se abrió. Dentro, plastificado, estaba un único archivo. Aquel que Jinx tanto quería que encontrara.

EXPEDIENTE 019
Apodo asignado: La bala perdida
Nombre: Powder
Resultado: Fault

Y Caitlyn lo tomó entre las manos. Leyó. No supo cuánto tiempo se quedó allí, de pie, con los ojos fijos en la hoja amarillenta. Leía. Releía. Sus pupilas se movían de una línea a otra, el temblor en sus dedos lo decía todo. Su respiración era lenta, pesada, casi contenida. No parpadeaba. No pestañeaba.

Se cubrió la boca con una mano al terminar de leer y soltó un gemido cuando sus ojos se llenaron de lágrimas. Y de pronto, lo sintió.

Un cambio en la luz. Un cambio en el aire. Jinx estaba ahi.

La luz parpadeó. Luego se apagó por un segundo. Y volvió. El zumbido eléctrico creció. Algo se movía tras las columnas. Caitlyn cerró el archivo. No giró. No hizo un solo sonido.

Sabía quién era. Lo supo en cuanto la presencia la rozó como un viento cálido. Aquel olor a pólvora y perfume dulce. Tan dulce...

Unas botas resonaron suavemente contra el concreto. Lentas. Controladas. Casi sensuales. Caitlyn mantuvo su postura erguida, firme. Pero el archivo temblaba entre sus dedos. Podía imaginarla con esa sonrisa en su rostro, sus ojos magenta brillando junto a los pasos de sus botas decoradas con crayones.

Tembló y entonces una mano—delicada, fría, ligeramente larga—se posó en su cuello. Caitlyn ocultó una sonrisa.

—¿Fue divertido buscarme como si fueras una cazadora, cuando todo este tiempo era yo quien te guiaba a la trampa, Kilyn?

El apodo flotó entre ellas como una palabra antigua. No era la sheriff. No era Caitlyn. Era Kilyn. Algo nacido entre obsesión y recuerdo. Algo solo de ellas, del juego que jugaban desde hace meses.

Caitlyn cerró los ojos por un segundo. No por miedo. Sino por certeza.

—Jinx... —susurró, sin girarse aún.

La risa de Jinx fue baja, melancólica. Se deslizó hasta quedar frente a ella. Sus ojos magenta brillaban bajo la luz parpadeante, y su cabello celeste estaba más enredado que nunca. Tenía manchas de pintura seca en la mejilla. Y algo de sangre en los labios. No se sabía si era suya.

—¿Qué es todo esto? —preguntó Caitlyn al fin, voz baja, firme. Jinx ladeó la cabeza, sus dedos aún en la base de su cuello rozando el uniforme de la comandante.

—El secreto que he querido que sepas desde hace tanto. Te tomaste tu tiempo —respondió la menor, sus ojos fijos en los de Caitlyn.

—No me dejaste muchas opciones.

Jinx río ante eso y apoyó ambos brazos alrededor del cuello de Caitlyn. Se inclinó hacia ella, aún de puntillas, la sheriff solo bajó la cabeza, sin huir ante el acercamiento.

—¿Sabes qué es lo mejor de los secretos, Lyn? —musitó, acercándose tanto que sus narices casi se rozaron.

Las manos de Caitlyn se posaron en su cintura. Sosteniéndola, manteniéndola de puntillas ante su juego de tensión. Miró a Jinx a los ojos esperando que completara su propia pregunta.

—Que no hay vuelta atrás cuando los entiendes. —concluyó la Zaunita.

La distancia entre ellas se redujo aún más. Jinx la tocó más. Esta vez, una caricia en la mejilla. Su dedo dejó una marca carmesí sobre la piel impecable de Caitlyn. Era sangre seca.

—Tú querías que lo encontrara, no te estuviste hasta lograrlo.

Tenía qué. Ahora que el juego acabó, desgraciadamente tengo que matarte, arrancar la piel de tu lindo rostro con mis uñas. Acabar con tu correcta vida. —sentenció Jinx. Caitlyn sonrió.

—No vas a matarme. No puedes lastimarme—. Demandó la sheriff, sus manos apretándo el agarre en la cintura de Jinx—. No quieres.

—Eres la única que no me teme, que no tiembla a la idea de lo que puedo hacerle —dijo la menor con una sonrisa torcida—. La única que me ve como algo más que una bomba andante. Por eso me caes tan bien.

El silencio fue absoluto. La tensión entre ellas era grande, apretada, sofocante. La sheriff lejos de alejarse solo la miró a los ojos. El celeste húmedo por las lágrimas buscaba respuestas. El magenta al contrario solo quería jugar con ella.

No me mires con esos ojos... —susurró Jinx, interrumpiendola—. Como si intentaras salvarme, Preciosa. Eso ya lo hiciste una vez. O lo intentaste, al menos.

Sus labios se acercaron. Caitlyn no se inmutó siquiera. Sus respiraciones se mezclaron. Los dedos largos de Jinx se movieron hasta sostener a la sheriff entre el cuello y la cabeza. Pero justo cuando parecía que la distancia desaparecería, la Zaunita ladeó la sonrisa, como si saboreara algo que sólo ella entendía.

Se inclinó al oído de Caitlyn, suave, peligrosa, triunfante.

—Ahora... es mi turno de salvarte.

Y entonces, sin previo aviso, sintió el pinchazo. Una aguja en el cuello. Rápido. Preciso. Caitlyn se sobresaltó su mano fue por instinto a su cuello, arrancando la aguja aún clavada en su piel. Dando un medio paso atrás, mirando a Jinx con incredulidad.

Bajó la mirada, en su mano temblorosa, la jeringa vacía todavía goteaba un resto de líquido transparente.

¿Qué… qué hiciste? —alcanzó a decir en un jadeo.

Jinx se acercó con calma de nuevo, levantó una mano hacia ella. Le acarició suavemente el cuello, como si pidiera perdón con esa misma mano con la que la había herido.

—Tranquila... Kilyn —susurró—. No es veneno. No esta vez.

Caitlyn cayó de rodillas primero. Luego se dejó caer contra Jinx, que la sostuvo con firmeza, casi con ternura mientras la sheriff no podía moverse o reaccionar.

—Me cansé de verte jugar con ellos —le dijo Jinx al oído—. Quiero que juegues conmigo... como antes.

Los párpados de Caitlyn empezaron a caer. Su visión se nublaba. Pero no de miedo. De abandono. De traición.

—Pero por ahora... —murmuró Jinx mientras la abrazaba, respirando el caro perfume de Caitlyn—. Solo sueña conmigo.

La sheriff se rindió en los brazos ajenos. Y justo antes de que la oscuridad la envolviera, Jinx le susurró con voz suave, casi quebrada:

No me dispares cuando despiertes… o al menos, no al corazón.

 

No podía respirar, el aire era más pesado cuando decidió finalmente bajar, siguiendo el juego retorcido de Jinx, como siempre lo hacía.

Caitlyn descendió con cautela los peldaños metálicos que llevaban a un nivel del que nunca había sabido. Las luces parpadeaban sobre su cabeza, pariendo sombras en movimiento en cada esquina. El aire era sucio, cargado de óxido, polvo y electricidad estática.

Bajó una, dos, tres docenas de escaleras. Cada paso más frío. Cada peldaño más ruidoso. Ese lugar... no estaba en los planos. Ni siquiera durante la reconstrucción había aparecido en los mapas internos. El subsuelo de la academia era un rumor enterrado, un susurro silenciado por el tiempo.

Y sin embargo, ahí estaba. Vivo. Podrido. Esperándola. Porque Jinx había desenterrado cada piedra.

—¡Jinx ya sal! ¡Déjate de juegos estúpidos y da la maldita cara! —Exclamó. Pero nadie respondió.

Con un salto finalmente sus pies tocaron el suelo fuera de las escaleras, observó el pasillo frente a ella.

Tubos reventados colgaban del techo, y a los costados, los paneles de concreto estaban manchados de humedad y algo más oscuro. Sangre vieja. Sangre seca. A medida que avanzaba, la luz azulada de los neones revelaba dibujos infantiles adheridos a las paredes.

Crayones desvaídos, figuras temblorosas: soldados sin rostro, niños con ojos vacíos, y en uno... una pequeña figura abrazando a un peluche de conejo bajo un cielo lleno de cruces. Y más sangre.

Caitlyn tragó saliva. Aquello no era parte de una decoración infantil. Eran testigos. Fragmentos de trauma convertidos en arte desesperado. Fue entonces cuando el primer dispositivo se activó mostrando grabaciones, la imagen se proyectó en las paredes, llenas de estática, pero visibles para Caitlyn.

"Prueba 004. Estímulo visual. Paciente  7A . Edad: 13 años"

El video mostraba una habitación blanca, con una camilla metálica y un niño atado, sollozando. Voces frías, metálicas, daban órdenes que no se entendían del todo. Luego, un estallido de luz, y el niño gritó, su cabeza explotó llenando las paredes de sangre.

"Siguiente prueba fallida.  Preparar siguiente  sujeto"

La proyección se apagó. Caitlyn avanzó, más rápido. Pero cada pocos pasos, otro dispositivo se activaba.

"Prueba 012. Reprogramación neural, etapa 3. Sujeto  3F "

"Paciencia... paciencia... observa la respuesta al estímulo de castigo"

Decía una mujer ajustando cadenas en las muñecas de una niña, probablemente de unos 12 años. Si cabeza estaba cubierta por herramientas de metal. Su boca abierta y sus ojos forzados a mantenerse sin pestañar. La grabación se apagó y luego solo fué un audio:

"¡Vi! ¡Vi  no  me dejes!"

Esa última voz la paralizó. El audio de una niña. Desgarradora. Caitlyn giró hacia la fuente. Un grabador pequeño colgaba del techo, envuelto en cintas color magenta y celeste. Su corazón latió fuerte. Sabía muy bien de quién se trataba.

—¡Jinx, hablo enserio, ya basta de esto! —Volvió a gritar—. ¡Deja de jugar conmigo, solo hablemos por favor!

No hubo respuesta, de nuevo.

Garabatos empezaban a cubrir las paredes ahora. Estaban por todas partes: ojos cruzados, cráneos deformados, números tatuados dentro de siluetas infantiles. Pintura neón. Azul celeste y magenta, los colores de ella. Los colores de Jinx. El color de aquellos ojos que tantos suspiros le habían sacado.

Caitlyn empezaba a comprender. Todo ese recorrido, cada prueba, cada dibujo, cada palabra escrita en sangre... era un juego. Un juego demente y sádico. Una trampa. Una trampa para ella.

Y sin embargo, no se detuvo. Porque sabía que eran de Jinx, eran hechos por la criminal. Le gustaba cuando eran hechos por ella.

Al fondo del pasillo había una puerta doble, oxidada y ligeramente entreabierta. Caitlyn empujó con fuerza. Crujió como si no hubiera sido abierta en años. Y del otro lado, una sala inmensa, iluminada solo por las luces parpadeantes del techo, reveló su secreto:

columnas de estanterías repletas de expedientes. Cientos. Miles. Algunos rotos, otros en sobres de metal, todos marcados con códigos. Papeles en el suelo, hojas manchadas, etiquetas con números de tres cifras.

—¿Qué mierda...? —Caitlyn se inclinó y tomó uno de los archivos tirados.

Expediente 014: Paciente colapsó en la quinta sesión de reprogramación cerebral. No responde a comandos. Cráneo comprometido. Desechar.

Volvió a dejarlo. Respiró hondo. Tomó otro.

Expediente 006: Nivel de obediencia: 97%. Sujeto apto para campo de batalla. Protocolos finalizados.

Empezó a recorrer los estantes. La sala parecía extenderse más y más, como si se moviera con ella. Como si el mismo lugar quisiera confundirla.

—¡Jinx esto no me gusta, basta! —su voz hizo eco—. ¡Te prometo que no quiero lastimarte mucho, solo romperte uno que otro hueso, te daré chocolate después si sales voluntariamente!

Una risa la acompañó en el silencio. Era esa risa... su risa. Sonrió apenas, confirmando la presencia de Jinx en el lugar. Pero aún sin verla. La buscó con la mirada, pero entonces vio algo diferente.

Una flecha pintada en la pared. Roja, no, carmesí. Era sangre y marcaba una dirección específica, entre dos columnas. Caitlyn siguió la pista. Otra flecha. Y otra. Hasta llegar a una mesa aislada, bajo una luz pálida.

Allí, una pequeña caja musical oxidada, con una manivela. Decorada con calcomanías infantiles y garabatos. Unos cupcakes, una pistola. Un nombre escrito con crayón magenta: Powder.

Caitlyn giró la manivela. La melodía sonó rota, temblorosa. Infantil y macabra. Su cuerpo se tensó. Algo dentro de ella se movió. Un recuerdo, fugaz, no narrado, pero insoportable. Esa melodía, la misma que había escuchado cuando era adolescente.

La caja se abrió. Dentro, plastificado, estaba un único archivo. Aquel que Jinx tanto quería que encontrara.

EXPEDIENTE 019
Apodo asignado: La bala perdida
Nombre: Powder
Resultado: Fault

Y Caitlyn lo tomó entre las manos. Leyó. No supo cuánto tiempo se quedó allí, de pie, con los ojos fijos en la hoja amarillenta. Leía. Releía. Sus pupilas se movían de una línea a otra, el temblor en sus dedos lo decía todo. Su respiración era lenta, pesada, casi contenida. No parpadeaba. No pestañeaba.

Se cubrió la boca con una mano al terminar de leer y soltó un gemido cuando sus ojos se llenaron de lágrimas. Y de pronto, lo sintió.

Un cambio en la luz. Un cambio en el aire. Jinx estaba ahi.

La luz parpadeó. Luego se apagó por un segundo. Y volvió. El zumbido eléctrico creció. Algo se movía tras las columnas. Caitlyn cerró el archivo. No giró. No hizo un solo sonido.

Sabía quién era. Lo supo en cuanto la presencia la rozó como un viento cálido. Aquel olor a pólvora y perfume dulce. Tan dulce...

Unas botas resonaron suavemente contra el concreto. Lentas. Controladas. Casi sensuales. Caitlyn mantuvo su postura erguida, firme. Pero el archivo temblaba entre sus dedos. Podía imaginarla con esa sonrisa en su rostro, sus ojos magenta brillando junto a los pasos de sus botas decoradas con crayones.

Tembló y entonces una mano—delicada, fría, ligeramente larga—se posó en su cuello. Caitlyn ocultó una sonrisa.

—¿Fue divertido buscarme como si fueras una cazadora, cuando todo este tiempo era yo quien te guiaba a la trampa, Kilyn?

El apodo flotó entre ellas como una palabra antigua. No era la sheriff. No era Caitlyn. Era Kilyn. Algo nacido entre obsesión y recuerdo. Algo solo de ellas, del juego que jugaban desde hace meses.

Caitlyn cerró los ojos por un segundo. No por miedo. Sino por certeza.

—Jinx... —susurró, sin girarse aún.

La risa de Jinx fue baja, melancólica. Se deslizó hasta quedar frente a ella. Sus ojos magenta brillaban bajo la luz parpadeante, y su cabello celeste estaba más enredado que nunca. Tenía manchas de pintura seca en la mejilla. Y algo de sangre en los labios. No se sabía si era suya.

—¿Qué es todo esto? —preguntó Caitlyn al fin, voz baja, firme. Jinx ladeó la cabeza, sus dedos aún en la base de su cuello rozando el uniforme de la comandante.

—El secreto que he querido que sepas desde hace tanto. Te tomaste tu tiempo —respondió la menor, sus ojos fijos en los de Caitlyn.

—No me dejaste muchas opciones.

Jinx río ante eso y apoyó ambos brazos alrededor del cuello de Caitlyn. Se inclinó hacia ella, aún de puntillas, la sheriff solo bajó la cabeza, sin huir ante el acercamiento.

—¿Sabes qué es lo mejor de los secretos, Lyn? —musitó, acercándose tanto que sus narices casi se rozaron.

Las manos de Caitlyn se posaron en su cintura. Sosteniéndola, manteniéndola de puntillas ante su juego de tensión. Miró a Jinx a los ojos esperando que completara su propia pregunta.

—Que no hay vuelta atrás cuando los entiendes. —concluyó la Zaunita.

La distancia entre ellas se redujo aún más. Jinx la tocó más. Esta vez, una caricia en la mejilla. Su dedo dejó una marca carmesí sobre la piel impecable de Caitlyn. Era sangre seca.

—Tú querías que lo encontrara, no te estuviste hasta lograrlo.

Tenía qué. Ahora que el juego acabó, desgraciadamente tengo que matarte, arrancar la piel de tu lindo rostro con mis uñas. Acabar con tu correcta vida. —sentenció Jinx. Caitlyn sonrió.

—No vas a matarme. No puedes lastimarme—. Demandó la sheriff, sus manos apretándo el agarre en la cintura de Jinx—. No quieres.

—Eres la única que no me teme, que no tiembla a la idea de lo que puedo hacerle —dijo la menor con una sonrisa torcida—. La única que me ve como algo más que una bomba andante. Por eso me caes tan bien.

El silencio fue absoluto. La tensión entre ellas era grande, apretada, sofocante. La sheriff lejos de alejarse solo la miró a los ojos. El celeste húmedo por las lágrimas buscaba respuestas. El magenta al contrario solo quería jugar con ella.

No me mires con esos ojos... —susurró Jinx, interrumpiendola—. Como si intentaras salvarme, Preciosa. Eso ya lo hiciste una vez. O lo intentaste, al menos.

Sus labios se acercaron. Caitlyn no se inmutó siquiera. Sus respiraciones se mezclaron. Los dedos largos de Jinx se movieron hasta sostener a la sheriff entre el cuello y la cabeza. Pero justo cuando parecía que la distancia desaparecería, la Zaunita ladeó la sonrisa, como si saboreara algo que sólo ella entendía.

Se inclinó al oído de Caitlyn, suave, peligrosa, triunfante.

—Ahora... es mi turno de salvarte.

Y entonces, sin previo aviso, sentí el pinchazo. Una aguja en el cuello. Rápido. Preciso. Caitlyn se sobresaltó su mano fue por instinto a su cuello, arrancando la aguja aún clavada en su piel. Dando un medio paso atrás, mirando a Jinx con incredulidad.

Bajó la mirada, en su mano temblorosa, la jeringa vacía todavía goteaba un resto de líquido transparente.

¿Qué… qué hiciste?  —alcanzó a decir en un jadeo.

Jinx se acercó con calma de nuevo, levantó una mano hacia ella. Le acarició suavemente el cuello, como si pidiera perdón con esa misma mano con la que la había herido.

—Tranquila...  Kilyn  —susurró—. No es veneno. No esta vez.

Caitlyn cayó de rodillas primero. Luego se dejó caer contra Jinx, que la sostuvo con firmeza, casi con ternura mientras la sheriff no podía actuar o reaccionar.

—Me cansé de verte jugar con ellos —le dijo Jinx al oído—. Quiero que juegues conmigo...  como antes.

Los párpados de Caitlyn empezaron a caer. Su visión se nublaba. Pero no de miedo. De abandono. De traición.

—Pero por ahora... —murmuró Jinx mientras la abrazaba, respirando el caro perfume de Caitlyn—.  Solo sueña conmigo.

El sheriff se rindió en los brazos ajenos. Y justo antes de que la oscuridad la envolviera, Jinx le susurró con voz suave, casi quebrada:

No me dispares cuando despiertes… o al menos, no al corazón .

Nota de la Autora: Hola mis amores, bienvenidos a un nuevo Fanfic que les hará gritar, llorar, sufrir, pero como todos, lo amarán

Chapter 2: La loquita del centro

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Capítulo 1

El reloj marcaba las 5:27 a

El reloj marcaba las 5:27 a.m.

Tres minutos antes de que la alarma sonara. Como siempre.

Los párpados de Caitlyn se abrieron sin titubeos. Había entrenado su cuerpo para despertarse antes del sonido agudo que marcaba el inicio de cada día. Un pequeño triunfo cotidiano. Una forma de mantener el control.

Era una costumbre para no decir un problema de su cerebro analítico y organizadamente perfecto, despertaba 3 minutos antes de la hora. Porque ella no tenía problemas, solo cualidades.

Se sentó en la cama con la espalda recta, los pies descalzos tocando el frío del suelo de mármol. El silencio en su habitación era absoluto. El tipo de silencio que sólo conocen las casas demasiado grandes y demasiado vacías.

—Un día más lidiando con la incompetencia de mi equipo y resistiendome a no decirles hasta de lo que se van a morir. Yeiii.

Caminó hacia el baño aún fingiendo la alegría, sin prender la luz. No la necesitaba. No, no era un gato, simplemente tenía buena visión, si, otra cualidad.

Al encender el grifo, dejó que el agua helada se deslizara por su rostro. Las gotas recorrieron sus mejillas con la misma precisión con la que un francotirador alinea su mira. Se secó con una toalla blanca, doblada con perfección obsesiva en la repisa.

Y luego, como cada mañana, se paró frente al espejo se guiñó un ojo a sí misma y luego se hizo una mueca de desagrado ante su raro momento de pena ajena.

Si... A esto no es lo que se refiere el amor propio, es más esquizofrenia— comentó rodando los ojos peinando su cabello antes de volver al espejo.

El reflejo que la miraba de vuelta era el de una mujer que se había construido a sí misma sobre las ruinas de lo que alguna vez fue una niña.

Pómulos altos. Ojos definidos. La cicatriz en la ceja apenas visible con la luz tenue, no la cubría, era sexy. Cabello oscuro recogido en una coleta tensa. Si, hasta dormía con la puta coleta hecha. Ni un mechón fuera de lugar. Su uniforme de comandante colgaba ya listo junto a la puerta. Negro, con bordes azul medianoche. Impecable.

Lo tomó y comenzó a vestirse en silencio.

Cada botón cerrado como si sellara una parte de sí misma. Cada hebilla ajustada como si reafirmara su lugar en el mundo. Y eso significaba, en realidad. La comandante Kiramman. La elegida para seguir el legado de su madre, su puesto, su liderazgo y mucho más.

Hoy no era un día cualquiera. Hoy firmaría el decreto que cambiaría la historia de Piltover. Hoy sellaría con su nombre la reconstrucción de la Academia de Vigilantes, el mismo edificio que alguna vez dirigió su madre con orgullo y severidad.

Lugar que lamentablemente había ardido en llamas hace algunos años, con su madre dentro, con 2 consejeros más dentro, con miles de adolescentes y pre adolescentes que querían ser vigilantes dentro. Hoy era un día para honrar a los muertos. A los ideales rotos. A las promesas que no pudo cumplir.

Pero aun así... su rostro no mostraba emoción. Extrañaba mucho a su madre y había trabajado tanto en este proyecto que ahora le parecía algo que debía pasar por inercia.

Solo un dejo de cansancio en la mirada. Un resquicio de algo que no sabía cómo nombrar: vacío... Y hambre, tanta que podía comerse hasta un elefante.

Salió de su habitación. El sol aún no se alzaba del todo, pero el cielo ya comenzaba a desteñirse con tonos lilas. Era bonito, miró a ambos lados antes de tomar una foto para subirla a sus redes más tarde con una frase motivadora cómo "Buenos días, bendiciones" o algo parecido que en realidad no pensaba.

Bajó por las escaleras de la mansión Kiramman con pasos seguros. En el gran comedor, una larga mesa la esperaba vacía, como de costumbre. Solo una taza blanca, servida minutos antes por el sistema automático de la casa, si, la IA hace cosas increíbles. La bebida soltaba vapor caliente en el centro.

Caitlyn la tomó entre sus manos, inhalando el aroma.

—Buenos días, papá —dijo con voz neutra, sin mirar a nadie.

Nadie respondió. Al parecer su robot portátil de comunicación con su padre estaba apagado. Cómo la mayoría del tiempo.

La silla a su izquierda seguía vacía.
La de él.
Él no estaba.
Desde hace años.
Desde aquella noche.

En realidad, venía cada mes, pasaba semanas y luego se volvía a ir de viaje, físicamente, estaba. Pero emocionalmente su padre murió junto a su madre en aquel incendio, y Caitlyn no lo culpaba, porque una parte de ella también lo hizo.

Así que la comandante aún le daba los buenos días, como si de alguna forma, seguir pronunciándolo hiciera que el hombre que alguna vez fue el esposo de Cassandra volviera a llenar ese asiento de nuevo.

—Supongo que no vas a activar la voz a tiempo hoy tampoco —murmuró para sí misma, llevándose la taza a los labios.

El café estaba perfecto. Amargo, caliente. Como le gustaba a ella. Como le gustaba a su madre. Como nunca le gustó a su padre. El prefería lo dulce, malteadas, es irónico, porque Caitlyn amaba las malteadas y odiaba el café amargo antes de que su madre muriera.

Giró los ojos hacia el ventanal, donde la luz comenzaba a filtrarse. Más allá, los jardines exteriores se extendían como una pintura cuidadosamente mantenida por jardineros invisibles.

Y entonces, un leve destello metálico en la distancia. Una sombra en movimiento.

Muy por encima del terreno, en una de las torres abandonadas del barrio más antiguo, alguien la observaba. Un par de ojos fijos en ella, magenta, ocultos entre el viento, los cuervos y el hierro oxidado.

Caitlyn no lo notó. Porque no creía en ser vigilada. Porque ella era la vigilante... ¿O no? ¿Qué pasaba cuando la vigilante resultaba ser vigilada? ¿Cuando la acosadora resultaba ser acosada?

Volvió a centrar su mirada en la taza. La apoyó con suavidad en el platillo y estiró la mano hacia el pequeño bol de papelitos de correspondencia informal, el lugar donde a veces los empleados dejaban recordatorios personales.

Pero esta vez no había ni listas de pendientes, ni sobres oficiales. Solo un papel arrugado de un color... Curioso, caótico, celeste chillón, más pequeño de lo habitual. Sin sello. Sin firma.

Lo abrió con una ceja levantada. Solo había dos palabras escritas, a mano, con letra desigual.

"No lo hagas."

El mensaje no llevaba más contexto.

Ni un destinatario.
Ni un origen.
Ni una explicación.

Caitlyn exhaló por la nariz. Un gesto mínimo, apenas visible. Lo leyó una vez más, y luego volvió a doblarlo. Aplastó el papel entre sus dedos como si estrujara una mosca molesta.

—¿Eso es todo? ¿Una amenaza anónima antes del desayuno? Tocó fluir—se dijo en voz baja, dejando la nota hecha bola al borde del plato.

Estaba acostumbrada a eso.

Desde que anunció la reconstrucción, habían llegado muchas cartas. Críticas. Peticiones. Rechazos. Algunos extremistas creían que la academia debía quedar enterrada. Otros querían controlarla para sus fines. El Consejo le había dado luz verde, pero no todos estaban contentos.

Y sin embargo, aquella nota no parecía tener tono político. Parecía... infantil.

Volvió a mirar el papel, sin desdoblarlo, sin tocarlo otra vez. Algo en el trazo de esas palabras... tenía prisa. Rabia. Jugueteo. Como si alguien no escribiera con amenaza, sino con impulso. Con deseo.

Caitlyn decidió ignorarlo. No le interesaba en realidad.

—Un loco más para la lista, que bueno que tenemos alta demanda laboral en psicólogos—dijo, y bebió el resto del café.

Se levantó con gracia, tomó su abrigo oscuro, y caminó hacia la puerta principal, mientras a lo lejos, en la azotea olvidada, una silueta con dos trenzas celestes seguía mirándola...Y sonreía.

Sin embargo, no pasó nada más de ahi. La mañana avanzó sin sobresaltos visibles, aunque Caitlyn ya presentía que el día no seguiría las normas que tanto amaba. "Cuándo no" pensó, resignada.

Su llegada a la comisaría fue puntual. Como siempre. El sonido de las puertas automáticas al abrirse, el eco sutil de sus botas sobre el mármol pulido del piso, la vibración casi imperceptible de las luces frías. Todo estaba en su lugar. Menos ella. Algo en su pecho no encajaba del todo, como si la rigidez de la rutina no pudiera cubrir el temblor interno que crecía con cada paso.

Eso solo le pasaba en dos situaciones: Cuando conocía a una mujer y tenía que arriesgarse a vivir otro romance que terminara en alguna ruptura lésbica trágica o cuando realmente estaba en peligro en su trabajo e personalmente. Pero si me preguntan, la primera es más mortal.

—Buenos días, comandante —dijo uno de los cadetes, cuadrándose al verla.

—Buenos días —respondió Caitlyn, sin detenerse.

Pasó directo al corazón de la comisaría, al centro de operaciones donde varias pantallas mostraban reportes en tiempo real, mapas en movimiento y alertas mínimas. Las miradas se desviaron hacia ella, todos sabían qué día era.

Todos la respetaban, claro. Pero el silencio que se hizo al verla no era solo por respeto, era tensión. Algo más estaba creciendo bajo la superficie. O simplemente ninguno había cogido bien la noche anterior y por eso estaban de mal humor.

Si, como esa maestra que te tocó en la secundaria que seguro su esposo no la trataba bien en las noches y se desquitaba con ustedes al día siguiente en la clase de 6 am.

Se acercó al escritorio principal y dejó su café sobre la mesa sin mirar a nadie.

—¿Informes?

El detective Marcus, un hombre correcto, bueno, y corrupto también. Alto y mirada cansada, fue el primero en hablar.

—Nada serio, Kiramman. Tres robos esta madrugada. Todos pequeños, sin víctimas.

—¿Ubicación?

—Zona del centro, y... bueno, el último bastante cerca de la zona de la vieja Academia —respondió él, mostrando el mapa proyectado en la pantalla más cercana. Caitlyn se acercó con una ceja arqueada.

—¿Qué tipo de robos?

—Uno a una tienda de caramelos. Solo dulces y algunas monedas del mostrador junto a papel de colores. El segundo a una armería, pero no se llevó nada útil. Solo municiones vacías y partes oxidadas. Y el tercero, en una relojería antigua. Desaparecieron piezas sueltas, engranajes, resortes... cosas sin valor real.

Caitlyn entrecerró los ojos, cruzando los brazos.

—¿Y aún así no han atrapado al culpable?

—Bueno... —intervino otro agente, más joven, jugueteando con una tableta electrónica—. No tenemos nombre oficial. Nunca la vemos claramente. Pero... la apodamos "la loquita del centro".

El comentario provocó algunas risas apagadas en la sala. Caitlyn no sonrió.

—"¿La Loquita del centro?" —repitió con frialdad.

—Sí, señora. Siempre se nos escapa. La hemos visto saltar azoteas, colarse por respiraderos, colgarse de postes... Es una chica, no más de 19. Joven, muy ágil. De cabello celeste, creemos. —contó uno.

—Pero... es como una sombra. Juega más que ataca. Nunca se lleva nada importante. Es como si solo... no sé... quisiera fastidiar. —opinó otra.

Caitlyn suspiró. Se acercó lentamente al tablero de vigilancia donde se pegaban imágenes borrosas, capturas de cámaras y fotografías fallidas. Ninguna cara clara. Ningún nombre.

Curioso, una nueva piedra en su zapato.

—Entonces que sea la próxima que caiga. Y rápido —dijo sin emoción, arrancando una de las fotos con una silueta apenas visible entre humo—. No podemos permitir que una chiquilla sin nombre humille al cuerpo entero de seguridad.

—No creo que quieran que el pueblo crea que solo los vigilantes forjados en la antigua academia son los más fuertes y inteligentes. ¿Tengo que seguirles recordando que son unos incompetentes? —agregó arqueando una ceja.

Hubo un silencio incómodo. Ella no alzó la voz, ni hizo amenaza alguna. Pero su tono era más que suficiente.

Se giró, dispuesta a volver a su despacho, cuando una nota sin marca captó su atención. Estaba sobre su escritorio. No recordaba haberlo dejado ahí. Y nadie parecía haberlo notado.

Lo tomó entre los dedos, era liviano. Al abrirlo, encontró una simple hoja doblada en cuatro, escrita con marcador grueso magenta neón. Letras irregulares, infantiles, temblorosas pero vibrantes. Como garabatos hechos con prisa... o con demasiada intención.

"¿ME RECUERDAS?"

El mensaje le llegó como un murmullo detrás del oído. Se quedó quieta por unos segundos, leyendo la frase una y otra vez. ¿Quién enviaría eso? ¿Por qué?

—¿Esto estaba aquí desde cuándo? —preguntó, mostrando la nota a los presentes.

—¿Qué cosa, señora?

—Esta nota. ¿Alguien lo vio?

Nadie respondió. Algunos negaron con la cabeza. Otros se encogieron de hombros.

Caitlyn arrugó el papel con firmeza, lo guardó en uno de los cajones de su escritorio y cerró con llave. Apretó los labios.

No iba a perder tiempo en mensajes sin firma. No hoy. Era una advertencia vaga, quizás una provocación. De alguna mente enferma. Un opositor político, algún resentido del pasado. Ya le habían enviado amenazas antes. Nada nuevo. No en su cargo.

Aun así... algo en ese mensaje vibraba en su memoria. Algo... antiguo. Si, definitivamente estaba siendo paranoica, la esquizofrenia pega fuerte a veces.

Caminó de nuevo hasta la pantalla, observando los puntos marcados en el mapa. Los robos eran torpes, sin objetivo claro, y sin embargo... todos rodeaban el mismo punto. Se estaban acercando. A la Academia.

—Quiero vigilancia extra en la zona de las ruinas esta noche —ordenó sin apartar los ojos del mapa—. Que no haya puntos ciegos. Doble patrulla. Y drones sobrevolando el perímetro.

—¿Por los robos?

—Por precaución. No quiero sorpresas —dijo simplemente.

Volvió a tomar su café ya frío. Pero no lo bebió.

Lo cierto era que no le tenía miedo a sorpresas. Pero sí le molestaba, profundamente, que alguien osara jugar con ella. Más aún, que lo hiciera con estilo.

Una parte de su mente, muy al fondo, pensaba en esa nota chillona. "¿Me recuerdas?" Tal vez era solo paranoia... pero había algo en esas palabras que no le sonaban ajenas del todo.

—¿La loquita del centro, eh? —murmuró para sí, casi sonriendo con ironía.

Nadie se reía ahora. Nadie entendía por qué, pero el silencio volvió a la sala. Como si todos intuyeran que ese apodo pronto iba a dejar de sonar tan divertido.

Y Caitlyn no tenía mi idea... De que esa "Loquita del centro" le daría a su vida un giro de 360 grados.

Las horas en la comisaría solo siguieron si curso con un ritmo tenso, como si el tiempo mismo supiera que algo estaba fuera de lugar. La comandante apenas se movía de su escritorio.

A cada tanto, su mirada se desviaba del informe frente a ella y recorría los rincones del recinto con una sospecha muda que ni ella podía explicar. Había una incomodidad en el aire, una especie de electricidad sorda que le hormigueaba los hombros, la nuca, los dedos. Como si estuviera siendo observada por un par de ojos que no pertenecían a nadie presente.

Era absurdo. Y sin embargo, no podía ignorarlo. Quizás era porque esos ojos en realidad si la estaban mirando.

Para cuando el reloj marcó el final de la tarde, Caitlyn había recibido tres notas más.

Una decía:
"No firmes ese proyecto."

Otra:
"No la reconstruyas."

Y la última, escrita con marcador neón, en letras grandes, algo desordenadas:
"¿Sabes lo que estás reviviendo, Kilyn?"

La arrugó con fuerza. Esta última le heló la sangre. No por el contenido, sino por el nombre. Kilyn. Solo había una persona en el mundo que la había llamado así... y era en un sueño, uno muy lejano pero que siempre la atormentaba. O eso quería creer.

Pero no tenía tiempo para paranoia, para conductas esquizofrénicas de lesbiana traumada. No hoy.

De regreso en su apartamento, Caitlyn intentó dejar la inquietud atrás. La ducha caliente no logró borrar la tensión que le vibraba en el cuello, y ni el atuendo de gala, perfectamente colgado en su ropero, le ofreció algún tipo de consuelo.

Mientras se secaba el cabello frente al espejo, sus ojos se quedaron quietos en su reflejo. Su rostro era joven, pero su expresión ya no lo era. En sus ojos no quedaba ni el brillo de la ambición, ni la soberbia del poder. Solo quedaba cansancio. Peso. Carga.

Eligió con cuidado el vestido para la ceremonia. Era una prenda sobria, de tela pesada, azul profundo con detalles plateados en el borde del cuello alto y los puños. El escudo de la Academia bordado con hilos casi imperceptibles sobre el corazón. Los zapatos pulidos que al final cambió por sus botas de trabajo, solo por si acaso.

Y finalmente, el broche de su madre en el cabello. Nada extravagante. Todo perfecto. Se ajustó los guantes con elegancia, y sin embargo, sus manos seguían frías.

Un golpecito en la puerta la sacó de su ensimismamiento. Se giró, y al abrir, se encontró con Jayce.

—Wow, mirate lesbiana—fue lo primero que dijo él, esbozando una sonrisa amplia, sincera, de esas que no se ven en los círculos políticos. Se apoyó con uno de sus brazos contra el marco de la puerta, estudiándola de arriba abajo como si la viera por primera vez—. Estás increíble, Cait. Hoy recoges tangas.

—Jaja, gracioso.

—Hablo enserio.

Ella apenas alzó las cejas. Le dedicó una mirada breve, bajando la vista de nuevo a sus guantes mientras los acomodaba.

—Es un evento de estado, no una fiesta —respondió con tono neutro, pero sin rastro de molestia.

Jayce soltó una leve risa y se acercó más, cerrando la puerta tras él.

—A veces deberías permitirte disfrutar un poco más los eventos de estado. —Dijo, tomando un par de copas que llevaba en las manos—. Y antes de que protestes, sí, traje vino. Uno bueno. Solo un poco. Para calmar los nervios o hacer que termines enrollada con alguna novata, de nuevo.

—Aprendí la lección.

—Tómala —ofreció la copa.

Ella dudó por un momento, pero al final tomó la copa. Agradeció el gesto con un asentimiento y dio un sorbo breve.

—¿Lo sientes? —preguntó él, mirando por la ventana.

—¿Sentir qué? ¿la vejez? Si, cada día.

—No. La ciudad... vibrando. Está expectante. Esta ceremonia no es solo un acto de clausura. Es una promesa. Y tú eres la voz que la va a entregar.

Caitlyn no respondió al instante. Caminó hasta el ventanal, observando la ciudad allá abajo. Las luces comenzaban a encenderse lentamente, como ojos abriéndose entre las sombras. Y aún así, el vértigo no venía del paisaje. Venía de dentro.

—No estoy segura de que estén esperando una promesa —dijo finalmente—. Tal vez solo quieren olvidar lo que pasó. Pero yo no.

—Y por eso es importante. —Jayce se acercó, quedando a su lado—. Porque tú no quieres que lo olviden. Porque esto es tuyo, Caitlyn. El legado de tu madre. Hoy renace su historia.

Deja de ver documentales psicológicos por favor.

—Es la verdad.

Ella cerró los ojos un instante. Dejó que esas palabras calaran. No eran mentira. Lo sabía. Su madre había fundado esa academia con la esperanza de formar vigilantes incorruptibles, personas de bien, de justicia, casi robots perfectos, los más fuertes de piltover. Pero la historia había terminado en fuego, gritos y humo. Personas mutiladas. Un edificio convertido en cenizas.

Y aún así, ahí estaba ella. A punto de cortarle la cinta a una nueva versión.

—No sé si esto es lo que ella habría querido —murmuró. Jayce se inclinó levemente, intentando encontrarle los ojos.

—¿Por qué lo dices?

Caitlyn guardó silencio. No quería sonar paranoica. No frente a Jayce. Y sin embargo, la idea le carcomía el pecho.

—Hay algo raro —dijo finalmente, con voz baja, como si alguien pudiera escucharla a través de las paredes—. Siento que me siguen. Que alguien se burla de esto. Como si supieran algo que yo no sé. Como si esto... fuera una mala idea.

Jayce la miró con más atención. Se tomó un momento antes de responder.

—Es normal sentir eso. Hay oposición, claro. Gente que no quiere que Piltover resurja. Pero tú estás haciendo lo correcto. Tu madre estaría orgullosa. Yo estoy orgulloso.

Ella no respondió. Solo dejó la copa en una repisa, se alisó los pliegues del vestido, y se giró hacia él. La expresión en su rostro era tan impecable como su ropa. Seria, elegante, recta.

—No vine a discutirlo. Vine a terminarlo. Es todo, tienes razón.

Jayce la miró con algo parecido a preocupación. Pero lo disimuló bien. Le ofreció su brazo con una sonrisa.

—Entonces terminémoslo juntos.

Caitlyn miró el brazo un segundo... pero no lo tomó enseguida.

En su mente, algo se agitaba con una fuerza que no podía racionalizar. Como si la sombra de una voz enterrada estuviera despertando dentro de ella. Una que conocía. Una que no quería volver a escuchar.

Giró el rostro hacia la ventana una vez más. Allá lejos, sobre uno de los tejados más altos, le pareció ver algo. Una figura. Fugaz. Celeste. Una sombra con dos trenzas agitadas por el viento.

Pero cuando parpadeó, ya no estaba. Tragó saliva. Finalmente, tomó el brazo de Jayce.

—Vamos —dijo.

Pero mientras caminaban hacia el evento, el pensamiento permaneció con ella, silente y obsesivo:

"Algo no está bien."

Al llegar a la plaza frente a la antigua academia estaba irreconocible. Columnas improvisadas sostenían lonas blancas con los nombres de los caídos, escritos en letras doradas. Velas encendidas temblaban al ritmo del viento, dibujando pequeñas llamas sobre los rostros de los asistentes.

Cada centímetro del lugar estaba impregnado de solemnidad. Las ruinas de la Academia aún se veían detrás del escenario. Oscura, carbonizada, testigo mudo del incendio que la devoró años atrás.

Caitlyn llegó al centro de todo con pasos medidos dejando el presentimiento atrás. Su atuendo ceremonial caía con elegancia sobre su cuerpo recto y disciplinado. Largo azul medianoche, con detalles plateados, broches antiguos que habían pertenecido a su madre. El escudo de la Academia bordado sobre el pecho izquierdo. Estaba impecable.

Jayce caminó junto a ella, emocionado, con una sonrisa que parecía más grande de lo que el momento exigía. Saludaba a los miembros del consejo, a los embajadores extranjeros, a los reclutas jóvenes que esperaban ver renacer el lugar donde una vez se formaron los mejores vigilantes de Piltover.

—Está lleno —murmuró Jayce en voz baja, mirando el lugar con asombro—. No había visto algo así desde... bueno, desde que ella estaba viva.

Caitlyn asintió en silencio. No respondió. Miraba las ruinas al fondo. La silueta ennegrecida del edificio le recordaba una cicatriz sin cerrar. Una ruina que su madre nunca habría permitido abandonar.

—Recuerdo cuando tú y yo queríamos entrenar ahí. —Jayce soltó una risa suave, nostálgica—. Aunque tú madre nunca quiso. Ella te exigía tanto... Pero tú le seguías el paso. Siempre.

—No era una opción —respondió Caitlyn, seca. Luego se corrigió con un suspiro—. Me hizo ser quien soy. Nunca lo olvidaré.

Jayce le dio una palmada ligera en la espalda y se alejó para organizar el momento final de la ceremonia. Caitlyn subió al estrado, frente al micrófono. El murmullo del público se apagó apenas se escuchó el eco de sus pasos en las plataformas metálicas. Las cámaras flotantes enfocaron su rostro firme.

La comandante Kiramman inspiró profundamente.

—Hace años, en este mismo lugar, ocurrió una tragedia. —Su voz salió clara, limpia, como siempre—. Un incendio acabó con la vida de muchos inocentes. Jóvenes promesa. Oficiales con décadas de servicio. Tres miembros del consejo. Mi madre.

Un susurro colectivo se alzó. Nadie se movía.

—Durante años, evitamos mirar atrás. Evitamos reconstruir. No por falta de recursos... sino por miedo. Porque temíamos no estar a la altura de lo que una vez significó esta Academia.

Caitlyn bajó ligeramente la mirada.

—Pero llegó el momento de dejar el miedo atrás. No vamos a olvidar a los que se fueron. Vamos a honrarlos con acción. Con justicia. Con legado. Esta reconstrucción no es solo una obra... es un renacimiento. Una promesa de que Piltover no se rinde. De que seguimos creyendo en un futuro digno, seguro y valiente.

Un aplauso se alzó. Jayce, abajo del estrado, sonreía con orgullo. Las velas seguían ardiendo, y muchas personas estaban con los ojos húmedos.

Caitlyn no sonreía. Agradeció con un gesto de cabeza, bajó lentamente del escenario, y se dirigió al gran telón rojo que cubría la fachada de las ruinas. Era el símbolo final. Cortar esa tela era declarar que la reconstrucción había comenzado.

Jayce se le acercó con la tijera ceremonial, decorada en oro. Ella la tomó sin una palabra, pero cuando se volvió hacia la tela... se congeló.

Estaba paralizada, con mucho miedo y no se podía mover.

Ahí, entre los pliegues del paño, justo en el punto donde debía hacer el corte, una nota sobresalía ligeramente. Un pequeño papel doblado en forma de estrella. Pálido. Frágil. Y escrito con marcador magenta, a mano, en una caligrafía nerviosa, infantil... y extrañamente familiar.

"Mírame, estoy cerca."

Caitlyn parpadeó. La nota parecía casi moverse con el viento, como si estuviera respirando. Su pulso se aceleró. Miró alrededor. Todo el mundo estaba atento a ella. Jayce la observaba con expectativa, al igual que la prensa y los oficiales. Pero sus ojos, los ojos de la comandante, no se movieron de la nota.

Un nudo extraño se formó en su estómago. No era miedo. Era anticipación. Como si su cuerpo supiera algo que su mente aún no alcanzaba.

Extendió la mano. Tomó la nota, disimuladamente, como quien ajusta la tela antes de cortarla. La apretó en su puño. Y justo antes de cortar, lo pensó de nuevo. Solo un segundo.

"Algo no está bien."

El presentimiento era tan nítido como un grito en su cabeza. Pero no lo mostró. Respiró. Tomó el filo. Y dio el primer corte.

Los aplausos estallaron como si fuese partido de fútbol. Las cámaras giraron. Jayce levantó los brazos con emoción. Pero Caitlyn no podía dejar de mirar al cielo grisáceo que se abría sobre sus cabezas. Como si en cualquier momento... algo fuera a caer sobre todos ellos.

—Comandante —susurró Jayce cerca de ella—. Lo lograste. Hoy renace la historia de tu madre.

Ella le miró. Por primera vez en mucho tiempo, no respondió. Solo asintió. Lentamente. El papel seguía apretado en su mano, oculto bajo su abrigo.

Y mientras Jayce alzaba su copa para brindar con los presentes, Caitlyn no celebró. Porque sentía... sentía que alguien la estaba mirando. Que desde alguna parte, más allá de la multitud, más allá de las cámaras y las velas, unos ojos magenta estaban fijos en ella. Observando. Esperando.

Porque no era un brindis. No era un acto político. Era el primer paso dentro de un nuevo juego. Y ella, sin saberlo aún, acababa de entrar en él. Los ojos estaban fijos en el cielo, su respiración sostenida, el puño cerrado sobre la nota arrugada.

Y entonces, lo escuchó. Un silbido, agudo, distante, cortando el aire como una promesa rota.

La primera explosión fue tan repentina que el mundo pareció romperse en dos. Bueno, no tan así, pero ustedes entienden.

—¡Cúbranse! —gritó uno de los oficiales.

El suelo tembló con furia cuando la onda expansiva sacudió la plaza. Una columna de fuego se alzó a la izquierda del escenario, derribando una de las estructuras decorativas.

El humo subió al cielo con un tono púrpura irreal, espeso, químico, casi líquido. La multitud estalló en gritos. Algunos funcionarios huyeron, otros se arrojaron al suelo, cubriendo a los civiles. Jayce gritaba órdenes, pero su voz era apenas un eco frente al caos.

Caitlyn no se inmutó.

Sus piernas se afirmaron con fuerza, su abrigo ondeando por la corriente ardiente que azotó la plaza. Sacó su pistola reglamentaria de inmediato, su mirada afilada buscando el origen.

—¡Reporten! ¿Dónde está el punto de origen? —ordenó al comunicador de muñeca.

—¡No lo sabemos! ¡No hay señales térmicas previas! ¡Fue como si apareciera de la nada! —respondió una voz al borde del pánico.

Tan incompetentes como siempre. Pensó Caitlyn y avanzó entre el humo. Cada paso la acercaba al escenario hecho ruinas. Las llamas alcanzaban los paneles conmemorativos. Los nombres dorados se derretían bajo el calor. "Kiramman" era ahora solo un borrón oscuro en la lona.

Entonces ocurrió la segunda detonación. Detonación de bomba, no detonación de la que pensabas. Esta vez, desde arriba.

Un estallido de luz multicolor quebró el cielo nocturno, y desde la azotea de un edificio al otro lado de la plaza, algo cayó. Una esfera brillante, giratoria, con colores neón pulsando en su superficie, descendió bailando como si se burlara del aire.

Chocó contra la fachada lateral del edificio más cercano y estalló con una mezcla de humo, pintura y una chispa luminosa. El impacto no fue mortal. Fue artístico. Provocador.

Una enorme sonrisa torcida se dibujó en la pared. Pintura azul celeste y magenta, vibrante, goteando lentamente.

Una firma. Caitlyn la vio. Y su cuerpo se congeló.

Aquella sonrisa torcida, hecha de colores imposibles y líneas infantiles, era más que un símbolo. Era un mensaje. Era una advertencia. O tal vez... una invitación.

Jayce se acercó a ella con el rostro cubierto de hollín y la mirada desesperada.

—¡Caitlyn! ¡¿Estás bien?! ¡Tenemos que evacuar! ¡Esto fue un ataque directo!

Ella no respondió. Avanzó unos pasos más hacia el mural improvisado. Lo miró con el ceño fruncido, con los labios apretados.

—¿Quién demonios hace algo así? Era viernes de granizados—se quejó Jayce.

Ella tardó en responder. Pero cuando lo hizo, su voz fue firme.

—No lo sé aún. Pero quiere que la vea. No solo que la persiga... Quiere jugar conmigo.

Jayce parpadeó.

—¿Ella?

—Sí —Caitlyn se giró lentamente hacia él, aún con la nota arrugada en la mano—. No es un grupo. No es una célula. Es una sola persona. Y está haciendo esto por mí.

Jayce la observó, confundido.

—¿Cómo lo sabes? No es momento para ser egocéntrica.

Ella abrió el puño y le mostró el papel.
"Mírame, estoy cerca"

La tinta se había manchado con el sudor de su mano, pero las letras seguían siendo legibles. Torcidas. Apresuradas. Vivas.

—Me ha estado enviando notitas bobas como esta. No es solo terrorismo. Es... personal —concluyó.

Una tercera explosión, más pequeña, interrumpió el momento. No fue fuego. Fue sonido. Una carcajada electrónica, amplificada desde un altavoz oculto, estalló desde varios puntos de la plaza. Aguda, chirriante. Una risa infantil que terminó en distorsión metálica. Como si una niña jugara con los cables de un sistema de sonido roto.

Caitlyn alzó la vista hacia los edificios. Las luces de las azoteas se encendían y apagaban. Sombra tras sombra. No había una figura clara. Pero sabía que estaba allí. Oculta. Observando.

Jayce se acercó más a ella, cubriéndose el rostro con el brazo por el humo púrpura que seguía expandiéndose.

—¡Tenemos que evacuar a los heridos! ¡Y la próxima vez avisame si alguna de tus amantes tóxicas está enojada contigo!

Pero ella ya estaba caminando. Lenta. Decidida. Sus botas resonaban contra el suelo destrozado mientras cruzaba los restos de sillas, pancartas y estructuras rotas. Su cuerpo no temblaba. Su mirada no parpadeaba. No esta vez.

Porque aquella sonrisa pintada... se había grabado en su memoria como una cicatriz nueva. Magenta fluorescente. Celeste chillón.

El lenguaje de una mente desquiciada que había elegido el caos como forma de arte. Y lo más inquietante era que no se sentía como el inicio de un conflicto.

Se sentía como una carta de amor. Una, escrita con pólvora, pintura neón... y rencor.

—¡Divídanse en equipos! ¡Barrido por nivel! ¡Quiero visual de cada rincón en menos de cinco minutos! ¡Vivos, atentos y con máscara! —La voz de Caitlyn se alzó por encima del estruendo, vibrante, autoritaria, helada.

La explosión había abierto una brecha en la fachada lateral de la vieja Academia. A través de ella, la oscuridad parecía respirar. El interior estaba en ruinas, cubierto de escombros, polvo, estructuras oxidadas y vestigios de lo que alguna vez fue el templo del orden. Su templo. El que fundó su madre. El que ardió con ella dentro.

Ahora, Caitlyn estaba de nuevo ahí. No como hija. No como víctima. Sino como cazadora.

Su escuadrón, armado y equipado, descendió como una ola de sombras hacia la abertura del edificio. Caitlyn iba al frente. Siempre al frente.

Las linternas de los rifles trazaban haces temblorosos que chocaban contra la penumbra, rebotando en columnas rotas y espejos sucios. El suelo crujía bajo las botas. Había fragmentos de cristal, polvo, partes de placas metálicas con nombres antiguos... y otras cosas más pequeñas que nadie quería identificar.

Un murmullo eléctrico acompañaba cada paso, como si los muros aún conservaran voces atrapadas.

—Detecto movimiento en la sala norte —informó uno de los agentes—. Pero no hay firma térmica clara... solo... sonido. Como música, una caja de música.

Caitlyn giró hacia él. El joven oficial tenía las manos firmes, pero su voz temblaba. Ella asintió con el mentón y continuó, cruzando lo que había sido una de las viejas aulas.

Las paredes, antes cubiertas con los símbolos de Piltover, ahora lucían mensajes escritos con pintura neón. Las linternas los hicieron brillar como heridas abiertas:

"Juguemos."

"No me olvides."

"Ya no eres divertida."

Cada palabra, cada línea, escrita con brochas rápidas, con manos desesperadas o eufóricas. Magenta, celeste, verde fosforescente. Letras que goteaban como si aún estuvieran húmedas.

Uno de los agentes resbaló en el suelo mojado. Gritó.

—¡Cuidado! ¡Cables! ¡Trampa! —gritó otro.

Demasiado tarde.

Un chasquido. Una pequeña explosión de metralla controlada reventó desde el marco de una puerta. No mató al agente, pero lo arrojó contra la pared. Un corte sangrante en la pierna lo inmovilizó.

—¡Teniente Marcus está herido! ¡Solicito asistencia médica! —informó otro.

—¡Quédense con él! ¡No avancen sin barrido! ¡Están llenas de trampas estas ruinas! —ordenó Caitlyn, agachándose junto a la trampa detonada.

Su mirada analizó el mecanismo rápidamente: artesanal, improvisado, pero extremadamente preciso.

—Esto no es una ladrona común... —murmuró—. No creo que sea solo una loca del centro.

—¿Comandante? —preguntó el oficial que la acompañaba.

Caitlyn se irguió. Su sombra se proyectaba sobre la pared más próxima, justo al lado de una figura dibujada con crayones: una niña de dos trenzas largas, con un arma de juguete en las manos y una sonrisa roja.

Ella apretó los dientes.

—Esto fue personal. Esto fue preparado solo para nosotros... Bueno, para mí.

Dio un par de pasos más al interior. Y entonces, un chillido penetrante llenó el pasillo. Un agente más adelante tropezó, su arma cayó, y empezó a girar sobre sí mismo. Cómo un trompo, ok, habían mejores metáforas.

—¡Gas! ¡Es un gas alucinógeno! —gritó alguien—. ¡Máscaras! ¡AHORA!

El humo era delgado, púrpura, con reflejos verdes. Salía de una rendija disimulada entre los viejos casilleros de la academia. El joven agente afectado cayó de rodillas, riendo y llorando al mismo tiempo. Balbuceaba algo ininteligible mientras sus ojos se dilataban por completo.

—¡Dios mio! Está viendo cosas... —murmuró otro.

El omegaverse es real... —murmuró el afectado. 3 de sus compañeros rieron.

Caitlyn se quitó el abrigo de gala que llevaba desde la ceremonia y lo tiró a un lado. Solo su vestido azul se mantenía limpio, su cabello recogido con precisión. Sus ojos, sin embargo, no mentían: estaban llenos de furia.

Se acercó al oficial afectado, le quitó el comunicador, y lo apagó. Luego lo tomó de los hombros.

—¡Escúchame! ¡Soy la comandante! ¡Mírame!

—¡Ella! ¡Ella me hablaba! ¡Con esa voz de niña esquizofrénica! ¡Me dijo que me sacara los ojos para verla mejor! —gritó el muchacho entre carcajadas histéricas.

Lo dejó en manos de otro miembro del escuadrón. Se giró hacia el pasillo. Y entonces habló.

—Ya no está jugando a esconderse. Está jugando a cazarnos.

Nadie dijo nada. Solo el sonido lejano de una caja musical empezó a sonar entre los muros. Una melodía torcida. Una risa distorsionada. Y las luces, justo en ese momento, parpadearon todas a la vez.

Caitlyn no bajó su arma. No pestañeó.

Sus pasos resonaban con más fuerza. Cada pared la insultaba con los colores de una infancia hecha trizas. Y con cada frase, cada símbolo... sentía que se acercaba más. No solo a una criminal.

Sino a una mente que, de alguna forma, la conocía.

—Prepárense. Esto no es una persecución. Es una invitación —dijo con el tono bajo, afilado—. Y no la vamos a rechazar.

Y entonces, un mensaje más apareció en la pared justo frente a ella, como si acabara de ser pintado:

"¿Lista para jugar?"

Caitlyn tragó saliva. Porque algo dentro de ella, muy profundo, sí estaba lista. Pero no para un arresto. No para una victoria. Estaba lista para una guerra.

Sus botas pisaban el suelo de concreto con un ritmo cada vez más silencioso. Ya no había voces cerca. Ya no había linternas detrás. En algún punto, había dejado atrás al resto del escuadrón. No por error. No por descuido.

Fue... instintivo.

Las ruinas de la vieja Academia habían mutado en un laberinto de pasillos desconectados, de pisos que no aparecían en los planos y corredores que parecían haber crecido como raíces desde el centro mismo de una pesadilla.

El polvo flotaba denso, pero no era solo eso. Una neblina ligera, etérea, lo cubría todo, como si el aire mismo se hubiera rendido.

Y entonces lo vio. Una huella.

Pequeña, en la superficie sucia del suelo: la marca de una bota ligera, tal vez una talla 36. Pequeña comparada con la suya, 40. Estaba impregnada con pintura azul celeste.

Caitlyn se inclinó, analizándola. A su lado, una mancha roja. ¿Sangre? ¿Pintura? Nada era seguro. Lo único claro... es que la estaban guiando.

Se incorporó, y justo enfrente, a pocos pasos, lo encontró: un graffiti, pintado con una brocha gorda y manos veloces, torpes, emocionales. Magenta sobre gris.

"Estás tardando, Kilyn."

La palabra quedó flotando en su mente como una bofetada invisible.

—¿Kilyn...? —musitó en voz baja, apenas audible.

Ese nombre era una burla al suyo. Era Caitlyn. C.a.i.t l.y.n. no Kilyn. Era patético Frunció el ceño. El apodo le quemaba por dentro. No por el sonido. Sino por la creatividad que no quería admitir.

Volvió a mirar la huella. Al graffiti. Y luego avanzó.

Los pasos la llevaron por una escalera de caracol rota, que descendía a lo que alguna vez fue el pasillo a las habitaciones de la Academia. Un lugar sellado tras el incendio. Nadie lo había tocado desde entonces.

Y, sin embargo, las puertas estaban abiertas.

Apenas cruzó el umbral, la neblina se volvió más densa. Era como caminar dentro de un suspiro. Las paredes estaban tapizadas de informes viejos, colgados uno a uno, todos plastificados y con los bordes derretidos por el calor de alguna explosión pasada. Los papeles flotaban, moviéndose con el viento que no estaba allí.

Caitlyn se detuvo. Tomó uno de los informes. Lo leyó. Su rostro se endureció.

"Procedimiento 3B. Estabilización de sujetos. Aplicación de sedantes e implantes de control neurológico. Sujetos entre 8 y 13 años. Estado: Rechazados. Desechados. Archivados."

—¿Qué es esto...? —susurró. Tomó otro.

"Informe de campo. Paciente: 8D. Presenta disociación severa, explosividad, dependencia emocional y trauma por abandono. Se sugiere reprogramación o eliminación."

Sus manos se apretaron. Eran documentos reales. Internos. Clasificados. Ella los conocía... parcialmente. Algunos estaban en los sistemas oficiales, bajo candado. Pero estos... estos incluían datos que jamás había visto. Más allá de su rango. Más allá del acceso público.

¿Cómo los tenía esa chica? ¿Cómo los había conseguido?

Se adentró más. A lo lejos, una figura pintada en la pared mostraba un reloj con las manecillas rotas apuntando a la medianoche. Bajo él, otro mensaje:

"Tic, toc. Ya llegaste tarde, sheriff."

—Soy la comandante —demandó Caitlyn, apretando los dientes.

Caitlyn avanzó. La tensión se acumulaba en su pecho, pero no era miedo. Era una mezcla de anticipación y rabia. Y debajo... una punzada de algo que no quería nombrar. Curiosidad. Inquietud. Culpa.

El silencio se rompió de repente. Una risa. Suave. Burlona. Lejana. Como un eco disfrazado entre los ladrillos.

Caitlyn se detuvo. Su respiración se agitó por un segundo. La conocía. No podía ubicar cuándo, ni dónde, ni cómo. Pero esa risa... ya la había escuchado antes.

—¿Quién eres tú...? —preguntó al aire, sabiendo que la estaban escuchando.

Nada respondió. Solo la risa, otra vez, esta vez más cerca. Más baja.

Algo crujió bajo su bota. Miró hacia abajo: una muñeca de trapo rota. Dos trenzas azules colgaban de su cabeza. Una de sus manos estaba pintada con marcador rojo, como si tuviera sangre. Y en el pecho, con hilos torcidos, alguien había bordado:

"Kilyn."

La voz de Caitlyn se quebró por dentro sin que ella lo permitiera. Cerró los ojos un segundo. Su mente trataba de recordar algo... pero era como golpear una puerta sellada con clavos.

—No sé quién eres —dijo entre dientes, tomando la muñeca y guardandola—. Pero esto termina hoy.

Giró sobre sus pasos y vio, al fondo del pasillo, una silueta pequeña, ligera. Casi flotando. Dos largas trenzas colgaban de su cabeza. Y esos ojos. Magenta. La figura se desvaneció entre la bruma. Caitlyn corrió tras ella. Sin pensar.

Las paredes empezaron a estrecharse. Más informes, más papeles flotando. Unas luces de colores se encendían brevemente en los bordes del suelo, como si la ruina estuviera viva, como si jugara con ella.

Cada pocos pasos, un nuevo mensaje:

"No reconstruyas lo que está roto."

"Debes olvidarlo, debes recordarme "

"Mírame, mírame, mírame... MÍRAME "

La neblina se volvió aún más densa, pero ella no se detuvo. Porque aunque no sabía quién era esa chica... ...Caitlyn sabía que era importante. Y que ella, de alguna manera, también la conocía. Así que siguió corriendo.

Las paredes del pasillo parecían doblarse sobre sí mismas, como si el lugar respirara junto con ella, como si se adaptara a sus movimientos, como si guiara su cuerpo hacia un punto inevitable.

El aire estaba cargado. No con olor a fuego, ni a pólvora, ni a gas. Estaba cargado de ella. Y Caitlyn lo sintió. Como un cosquilleo que le recorrió la nuca. Como una corriente que la atravesó por la columna vertebral.

Dobló el siguiente corredor, con el rifle firme en ambas manos, la linterna montada en el costado proyectando un cono de luz recto, cortando la penumbra... y entonces se detuvo.

Ahí estaba. Al fondo del pasillo, bajo una lámpara colgante que parpadeaba con electricidad moribunda.

Una figura delgada, apenas vestida con ropa corta y caótica, vendas sueltas, un cinturón lleno de explosivos improvisados. Sus botas, distintas una de la otra, rozaban el suelo como si no le pesaran. El torso semi desnudo desde el vientre hasta los hombros, lleno de cicatrices, pintura seca y un tatuaje apenas reconocible que alguna vez fueron nubes.

El cabello celeste le caía en dos trenzas hasta las caderas, enredadas, salvajes. Una mancha de pintura le cruzaba la mejilla izquierda. Y sus ojos... sus ojos magenta brillaban con una intensidad insana, irreverente, como si el mundo entero fuera una broma privada que solo ella entendía.

Jinx.

Estaba inmóvil. De pie. Mirándola directamente. La cabeza ladeada. La sonrisa curvada.

En su mano derecha, girando suavemente con la punta de los dedos, una bomba de color rosa chicle, con una carita feliz dibujada encima. El detonador colgaba como un juguete de cuerda.

Caitlyn sintió el pulso en la garganta. Su entrenamiento tomó el control antes que su emoción. Levantó el rifle y apuntó, el láser rojo iluminando el pecho del objetivo.

—¡Alto ahí! Te tengo...—ordenó, con voz firme, autoritaria, acostumbrada a ser obedecida.

Jinx simplemente rio.

Una risa hueca. Sincera. Feliz. Como si le hubieran contado el mejor chiste del mundo. Dio un pequeño giro con el talón, y la bomba en su mano giró más rápido.

—¡Te lo advierto, maldita loca! ¡No te muevas!

Pero Jinx se movió. No corrió. No atacó. Se dejó caer hacia atrás.

Con los brazos abiertos, en una caída perfecta, como una actriz de teatro en su acto final. Desapareció entre las sombras sin hacer un solo sonido, envuelta por la oscuridad que la recibió como una vieja amante.

—Claro... tenía que hacerlo dramático— Caitlyn se lanzó hacia adelante.

—¡Unidad Piltie, tengo contacto visual! —gritó por su comunicador, corriendo hacia donde había estado la figura.

El dispositivo crepitó. Solo estática. Estaba sola. Sorpresa, compañeros incompetentes, wow.

El pasillo la tragó. La luz parpadeante se extinguió justo cuando llegó al punto exacto donde Jinx había estado de pie segundos antes. Solo quedaba la bomba. Giraba aún. No había explotado.

Caitlyn se inclinó con cuidado. Sabía que podía ser una trampa. Cualquier cosa. Jinx no hacía nada sin intención.

Tomó el artefacto con dos dedos. No pesaba como una bomba real. No vibraba. No tenía temporizador. Y al girarla vio algo más: una nota pegada con cinta en la parte trasera.

"Más rápido, Kilyn. Me estoy aburriendo."

Su mandíbula se tensó. El apodo otra vez. Maldito apodo. Ese apodo que no conocía... pero que ya le quemaba.

Una risa volvió a sonar a lo lejos. Rebote seco en el concreto. Imitaba la suya. Burlona. Femenina. Filosa.

Apuntó la linterna y giró la esquina del siguiente pasillo. Todo estaba cubierto de pintura neón. Figuras danzantes, muñecos sin cabeza, círculos concéntricos que parecían hipnotizar. Palabras escritas una sobre otra.

"Corre."
"¿Me viste ya?"
"¿Por qué estás temblando?"
"¿Recuerdas el fuego?"

Caitlyn avanzó. Su respiración era constante, pero no calmada. Cada paso era medido. Sus ojos lo analizaban todo. Sabía que estaba dentro de su terreno. El juego había empezado, y ella estaba jugando con las reglas de Jinx.

A lo lejos, una silueta volvió a cruzar.

—¡Alto! —gritó, disparando una sola vez.

El proyectil rebotó en una lámina metálica. Nada. Silencio. Caitlyn corrió. Se lanzó entre escombros. Esquivó una cuerda activadora de trampa. Abrió una puerta con la culata del rifle. Nada.

Solo más paredes. Más pintura. Más locura. Y entonces... Una explosión leve.

No cerca. Pero lo suficientemente cerca como para estremecer el suelo. Seguido de una carcajada. Una risotada más intensa. Más aguda. Lejana, pero presente.

—¡¿Qué mierda quieres?! —gritó Caitlyn al vacío, al humo, a los ecos.

El eco se llevó la pregunta, y la devolvió con una frase que resonó desde alguna bocina escondida entre los muros.

Quiero jugar contigo, Kilyn. Hasta que te acuerdes de mí.

Y con eso, la música comenzó.

Una melodía extraña, hecha con un órgano desafinado. Infantil. Pegajosa. Tenía algo de feria abandonada, algo de pesadilla de muñeca. Un compás que sonaba mientras Caitlyn volvía a moverse, esta vez más rápido, más tensa, más afilada.

El pasillo por el que entró se cerró de golpe detrás de ella. Un portón de metal cayó con estruendo. Estaba atrapada. Jinx la estaba guiando hacia donde quería.

Pero Caitlyn no retrocedió. Giró su rifle, respiró profundo, y susurró para sí misma:

—Muy bien, maldita. Si quieres jugar... entonces juguemos.

Y se adentró más.

Porque al fondo, en algún rincón de ese infierno pintado, Jinx la esperaba con una sonrisa... y con todas las respuestas que ella aún no sabía que necesitaba.

El sudor le caía por la sien, pero sus manos no temblaban. Ni una. No era miedo. Era instinto. Sabía que venía. Que Jinx estaba cerca. Que el silencio era solo una parte más del juego. El piso crujió a sus espaldas.

Caitlyn giró de inmediato, disparó dos veces, directo a la sombra que se había movido. Pero ya no estaba ahí. Ni sonido, ni figura.

—¿Dónde estás...? —susurró, apretando los dientes.

Una risa sonó justo detrás de ella. No tuvo tiempo de girar.

Jinx cayó desde arriba. Desde una plataforma oculta entre vigas rotas. Como un animal salvaje. Como un proyectil de carne y locura. La embistió por la espalda con una fuerza descomunal y ambas rodaron por el suelo entre metal oxidado y polvo.

Caitlyn intentó girarse, disparar, recuperar el control, pero Jinx era demasiado rápida. Sus piernas delgadas se engancharon a la cadera de la comandante y con un impulso de cadera la volteó, subiendo sobre ella. Hubo un forcejeo, rodaron otra vez. El rifle se deslizó por el suelo a unos metros.

Las dos estaban de pie en segundos. Y se miraron. Cara a cara.

Las trenzas de Jinx flotaban con cada movimiento. Su pecho subía y bajaba. La pintura en su rostro brillaba con luz propia. Tenía cuchillas en ambas manos. Pequeñas. Ligeras. Lo justo para cortar piel sin detenerse.

—Wow... —dijo Jinx, con la voz baja, ronca, cargada de adrenalina y excitación—. Eres más fea de cerca, Kilyn.

Caitlyn no respondió. Se lanzó directo a ella, puños cerrados, ataque frontal. Había perdido el arma, pero no la preparación. Le lanzó un gancho al costado que Jinx esquivó por poco, contraatacando con una cuchilla que rozó el vestido de la sheriff, rasgándolo.

Fea tu maldita madre —la comandante atacó.

¿Quieres hablar de madres? Ohhh, quiere hablar de madres, hablemos de madres. —Jinx se rió—. ¿Me recuerdas dónde está la tuya? ¿Ya es carne a la parrilla o aún está crudita?

Otro puñetazo, otro giro de cuerpo. La comandante logró conectar un golpe en el hombro de la criminal, haciéndola trastabillar. Aprovechó para golpear con la rodilla, directo al abdomen. Jinx gruñó, pero no cayó.

—Auch... vas en serio —jadeó mientras retrocedía, limpiándose la comisura del labio—. Me gusta.

Caitlyn se lanzó de nuevo, más rápida, buscando atraparla con un derribo. La tomó por el torso, empujándola hacia la pared, intentando inmovilizarla con el peso.

Pero Jinx no peleaba como una soldado. Peleaba como algo salvaje.

No bloqueaba: se escurría. No empujaba: se colgaba. Se torcía, se doblaba, se enganchaba. Caitlyn jamás había enfrentado algo así. Alguien que parecía disfrutar cada golpe, cada contacto. Como si el dolor fuera parte del baile.

Jinx logró atrapar una de las muñecas de Caitlyn. Luego la otra. Se impulsó hacia atrás usando la pared y giró el cuerpo con una agilidad felina, lanzando a la comandante contra la estructura metálica más cercana.

Cayó de espaldas, con un gemido. La cabeza golpeó contra un tubo, aturdiéndola por un segundo. Fue suficiente. Jinx cayó encima. La inmovilizó.

Con las rodillas clavadas a los costados de sus caderas, una mano presionando su muñeca contra el suelo. La otra... en la garganta. No apretaba. Pero estaba ahí. Como una advertencia. Como una caricia disfrazada.

—Mira cómo te tengo —susurró Jinx, con voz grave, jadeante, los ojos brillando como si ardieran—. Eres más alta, más fuerte... pero estás bajo mí. ¿Qué te dice eso, Kilyn?

—Mi nombre...—jadeó—. es Caitlyn.

Caitlyn forcejeó. Pero Jinx sabía exactamente cómo mantenerla en esa posición. No era fuerza. Era técnica. Y perversidad.

—Suéltame —espetó, con la voz ronca por la presión en la tráquea.

—¿Y si no quiero? —preguntó Jinx, inclinándose más. Sus rostros estaban a centímetros. Podía oler el perfume caro de Caitlyn mezclado con el humo del incendio. Y Caitlyn, a su vez, olía la pólvora y el dulce ácido que llevaba la criminal—. ¿Y si te quiero así...? Justo como ahora.

La comandante tragó saliva.

Intentó flexionar la pierna, cambiar el centro de gravedad. Pero Jinx lo anticipó, y presionó más fuerte con las caderas. No de forma vulgar. No abiertamente sexual. Pero sí... controladora. Como una caza bien lograda. Como un trofeo.

—¿Qué mierda eres? —logró decir Caitlyn, con los ojos clavados en los de ella.

Soy la falla más hermosa que un experimento tuvo—respondió Jinx sin titubeos, y soltó una risita ahogada.

La mano en la garganta no temblaba. Pero no apretaba. Era una amenaza. Un juego. Como si Jinx quisiera ver cuánto podía tensar la cuerda sin romperla.

—No me conoces en absoluto, puedes ser el mismo diablo y yo misma te llevaré a rastras del pelo hasta el infierno de donde viniste—dijo Caitlyn, con la voz dura.

—Oh, Kilyn... te conozco más de lo que te conoces tú misma. No me llevarías al infierno, arderías en él conmigo.

Silencio. Solo el zumbido de una lámpara a punto de fundirse. Las respiraciones. El calor entre ambas.

Caitlyn.

—¿Qué?

Caitlyn, mi nombre es CaitlynC.a.i.t.l.y.n. —punteó la comandante—. Y se pronuncia "Keitlyn" No "Kilyn"

—Entonces... Keilin.

—"Caitlyn"

Kitlyn.

—"¡Caitlyn!"

—¡Exacto, lo tengo! "Kilyn" —sonrió Jinx burlona.

—¿Por qué me dices así? Es tan estúpido—preguntó finalmente Caitlyn. Jinx ladeó la cabeza.

—Soy creativa y porque no eres "comandante", ni "sheriff", ni "miembro del consejo". No para mí. Eres Kilyn. La niña perfecta. La hija modelo. La que enterró todo... hasta a ella.

Los ojos de Caitlyn parpadearon apenas.

—¿Ella...?

—Tu maldita madre. La fundadora. La que querían convertir en mito. Pero tienes saber cómo soy con los mitos... me gusta quemarlos. Así como tú mamá.

Caitlyn cerró el puño. Jinx bajó la cabeza un poco más, hasta que su frente casi tocó la de ella.

—Ahora dime, Kilyn... ¿quieres seguir reconstruyendo ese templo de mentiras? ¿O vas a escucharme por fin?

El pulso de Caitlyn retumbaba. No por miedo. Por rabia. Por desconcierto. Por algo que no podía nombrar. Algo que se movía dentro y que temía entender.

—No te tengo miedo, si es lo que quieres lograr. —demandó. Jinx sonrió.

—Aún no —susurró—. Y es por eso que estás a tiempo. Deja de buscar, deja de reenconstruir, deja de ser tan curiosa con el incendio de la academia y vuelve a tu oficina llena de vigilantes incompetentes como sueles llamarlos.

Y con eso, la soltó de pronto.

Se levantó con la misma ligereza con la que había caído. Dio dos pasos atrás, dejando a Caitlyn en el suelo, respirando agitadamente. El rostro de la comandante estaba rojo, no por vergüenza, sino por tensión. Por frustración. Por rabia.

Sus trenzas celestes oscilaban con cada paso, cada salto, como serpientes danzantes. Se detenía por fin a unos metros de Caitlyn, pero aún de espaldas.

—¡Detente! —exclamó la comandante, con la voz rasgada pero firme—. ¡Esto no ha terminado! ¡Voy a llevarte conmigo, así sea a rastras!

Jinx se giró lentamente. Sonreía.

—¿No ha terminado? Vaya... y yo que ya te hice reír, pelear, dudar, gritas... ¿qué más quieres de mí, Kilyn? Eres exigente.

—¡Deja de decir mal mi nombre! —exclamó la mayor, perdiendo la paciencia—. Voy a hacer que me lo repitas correctamente con poco aliento aunque sea lo último que haga.

—Shhh... no hagas esas propuestas indecentes—hizo Jinx con un dedo sobre sus labios—. No cuando jugamos. Cuando jugamos... sé más creativa, no me decepciones con acciones apresuradas.

Y entonces lo hizo. Dejó la bomba a sus pies.

Caitlyn retrocedió de inmediato un paso, bajó la mirada. El artefacto estaba allí. Pequeño. Redondo. Una carcasa de metal decorada con estrellas pintadas a mano y un corazón magenta en el centro.

Sus dedos apretaron el gatillo de su arma, aún sin apuntar. La tensión la recorrió entera.

—¿Qué haces? ¡Apagala!—exigió con la voz quebrada.

—Te dejo algo bonito, no me pidas que lo apague—respondió Jinx, encogiéndose de hombros como una niña que deja un regalo en la puerta de su casa—. Un recuerdo. Una marca. Ya sabes... algo que diga: yo estuve aquí.

El pulso de Caitlyn se aceleró. Las luces del artefacto parpadearon. Una, dos, tres veces. Estaba encendida. Era real. Tal vez era el final. Pero... No huyó.

Cerró los ojos, bajó el arma. Si iba a morir, que fuera mirando al rostro de esa sonrisa enferma. El sonido agudo de la activación vibró por el suelo... y entonces explotó.

Pero no hubo fuego. Hubo color.

Una nube inmensa de polvo neón estalló a su alrededor. Rosado, azul celeste, morado intenso, partículas brillantes como lentejuelas flotando entre el humo. Confeti llovió desde el techo. Risas grabadas salieron del dispositivo, distorsionadas, infantiles, como sacadas de un carrusel endemoniado. El sonido de una carcajada aguda se repetía sin cesar.

Caitlyn se cubrió el rostro por instinto. Tosió. Dio un par de pasos atrás, aturdida. Y cuando abrió los ojos... Su cara estaba manchada.

Los restos de pintura la cubrían por completo. Pómulos, frente, labios. Como una burla. Como una burla perfecta a su autoridad, a su figura. Un símbolo de que ella, la sheriff de Piltover, la comandante invencible, había sido pintada como una muñeca.

—¡Hija de puta, te juro que te voy a dejar sin cesos y te venderé al primer mercado negro que encuentre...! —gruñó, quitándose la pintura con rabia, refregándose con el dorso del uniforme. Pero no salía del todo.

Entonces, una carcajada real, esta vez no grabada, retumbó desde arriba.

—Ahi la tienen señores y señoras, la comandante Kiramman de piltover. Que grosera.

Caitlyn alzó la mirada. Allí estaba.

En la cima del edificio en ruinas. Parada sobre una viga metálica torcida, iluminada por la luz de la luna, de espaldas al abismo como si la gravedad no existiera.

Jinx.

Brazo en alto. Una reverencia burlona. Su silueta recortada contra las estrellas. Y luego le hizo un gesto con dos dedos en la frente. Un saludo despectivo. Irónico. Provocador.

—Nos vemos en la próxima, Kilyn... —gritó con una voz juguetona, que se desvaneció con el viento.

Caitlyn dio un paso hacia adelante.

—¡Detente! ¡Vuelve aquí, loca de mierda!

Pero Jinx ya había dado un salto. Una cuerda se tensó, se deslizó. Y desapareció. Como un fantasma. Como un mal recuerdo. Como un sueño que dejaba la cama fría.

El silencio volvió.

La comandante quedó sola, de pie en medio de ruinas, polvo y pintura fluorescente. Apretó los puños. Respiró profundo. El humo seguía ascendiendo desde los cimientos de la vieja academia. Había sido profanada. Otra vez.

Volvió la vista al suelo. Justo donde había estado la bomba. Entre el confeti y el polvo, algo captó su atención. Algo que no encajaba con el caos.

Un origami.

Pequeño. Delicado. Una estrella amarilla. Doblada con precisión casi infantil. La tomó con cautela. El papel tenía textura suave, de buena calidad. La forma era perfecta. Como un trabajo de una niña demasiado paciente. O demasiado rota.

Caitlyn la sostuvo entre los dedos.

No tenía palabras.
No tenía sentido.
No tenía intención.

Pero en su pecho... en ese mismo lugar donde el polvo se había pegado al vestido algo se quedó con ella. No era solo pintura. Era otra cosa. Un mensaje.

Una advertencia.
Una firma.
Un nombre.
Un juego.
Una sombra.

Y entonces lo supo.

Lo supo con una certeza que la atravesó hasta los huesos. Le heló la sangre. No era un hecho nuevo, lo había presentado toda la noche, en cuanto la atacó, en cuanto corrió, en cuanto la encontró y en cuanto perdió.

Una certeza tan clara como sus ojos celestes y tan brillante como los magenta de aquella criminal que le había ganado en su propio campo.

Esa noche no fue un ataque. Fue una invitación. El principio de un ciclo del que no podría escapar nunca más.

Y Caitlyn... Caitlyn no tenía idea de todo lo que le venía encima después de esa noche.

Notes:

Hola mis amores, espero que se encuentren muy bien. Bueno, aquí les dejo, prólogo y capítulo 1, díganme si les gustó y nada, bienvenidos a esta nueva historia. Las actualizaciones cada viernes o sábados en un caso muy muy raro. Los amo!

Chapter 3: Hora del Té

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Capítulo 2

El despacho estaba en silencio, salvo por el zumbido grave de la lámpara y el ocasional crujido de la madera bajo su peso cuando se inclinaba sobre el escritorio

El despacho estaba en silencio, salvo por el zumbido grave de la lámpara y el ocasional crujido de la madera bajo su peso cuando se inclinaba sobre el escritorio. Caitlyn tenía la chaqueta colgada en el respaldo de la silla y las mangas de la camisa dobladas hasta los codos.

La noche había caído sobre Piltover, y las ventanas dejaban entrar apenas un reflejo distorsionado de las luces de la ciudad. En el centro de su escritorio, dispersas como si las hubiera arrojado sin cuidado pero con un orden invisible, estaban las fotografías.

No todas eran relevantes para el caso. Algunas, de hecho, solo ella sabía por qué las guardaba. Entre las imágenes de la explosión en la vieja academia y el humo teñido por luces de neón, había un primer plano de un trozo de cartón chamuscado.

Encima, intacto, un origami en forma de estrella. Papel maltratado en los bordes, doblado con precisión quirúrgica en el centro. Y en un ángulo que captaba la luz de la cámara, una sonrisa pintada a mano con pintura rosa y celeste.

Sus dedos rozaron el borde de la foto, como si con eso pudiera sentir la textura áspera del papel original. La yema del pulgar se movió lentamente, recordando exactamente cómo había recogido aquella pieza de entre los restos.

Suspiró. La caja de archivos estaba abierta junto a ella, el metal de las guías rechinando al moverse. El olor a papel viejo y tinta seca llenaba el aire. Caitlyn sacó un sobre que no tenía clasificación oficial y lo abrió con cuidado. Dentro, doblados en cuatro, estaban los mensajes.

Tres frases, escritas a mano en un estilo que oscilaba entre lo infantil y lo amenazante:

Mírame.
¿Me recuerdas?
No la reconstruyas.

Los leyó uno por uno, despacio, como si fueran pruebas de laboratorio y no simples pedazos de papel. Los colocó alineados sobre el escritorio y apoyó los codos a los lados, acercándose lo suficiente como para oler el leve rastro de pintura y polvo.

—No fue una firma al azar —pensó, y esa certeza se le clavó como una espina de cactus en el dedo índice.

Era la primera vez que Jinx la “invitaba”. Aunque esa palabra era un eufemismo peligroso para lo que realmente pasaba: desafíos públicos, trampas con dedicatoria, y esa forma en que el último escenario  pareció haber sido construido para que ella, Caitlyn, fuera quien la encontrara.

Recordó la última vez que habían estado frente a frente, nada más que hacía 2 noches. La lucha había sido rápida, casi un baile violento. Caitlyn había tenido la ventaja (Ella jura)… hasta que una bomba estalló en su cara. El estallido no dolió tanto como la humillación: pintura rosa y celeste cubriéndole la piel, pegajosa, marcándola como una burla viva.

No había sido un accidente, sino una firma deliberada.

Se había quedado allí, respirando entrecortadamente, mientras el eco de la risa de Jinx se colaba en sus oídos como una canción que no podía sacarse de la cabeza.

Menos mal —y en esto casi sonrió— que ninguno de sus compañeros preguntó nada al verla entrar de nuevo a la comisaría con el rostro manchado de colores chillones. No era algo que estuviera dispuesta a explicar.

El reloj marcaba las 2:17 de la madrugada cuando volvió a sentarse recta. Se frotó las sienes, pero no apartó la vista de la foto del origami. Había algo en la forma de los dobleces, en el cuidado con que había sido hecho, que le resultaba inquietante. Era meticuloso, casi íntimo. Una especie de… conversación silenciosa.

Aunque la persona de dicha conversación fuese solo un fantasma en su mente.

Y, sin embargo, sabía que aquello no era un gesto cualquiera. Era un mensaje. No para Piltover. No para la prensa. Para ella. Desde ahora, siempre para ella.

—Es suficiente —demandó para si misma.

Deslizó los papeles de nuevo en el sobre, escuchando el susurro áspero del papel contra el papel. Cerró la caja de archivos con un golpe seco, el sonido metálico resonando en la habitación. Se quedó mirando su propio reflejo en la pantalla negra del monitor.

El brillo azulado de la ciudad entraba por la ventana y se proyectaba sobre sus ojos, dándole un tono más frío, casi de cristal.

Apretó la mandíbula. Ya no se trataba solo de un caso que resolver. No era una investigación más en su historial. Algo en ella había cambiado desde que comenzó este juego de ida y vuelta. La comandante, la investigadora metódica, estaba cruzando una línea invisible: ya no buscaba a Jinx solo por deber… sino porque lo sentía personal.

Y en algún rincón oscuro de su mente, aceptaba que también era exactamente eso lo que Jinx quería.

Porque nunca sería suficiente. Y gracias a ellos, ahora tenía un consejo que enfrentar.

La tarde del día siguiente la sala del Consejo estaba iluminada por lámparas altas de cristal, el reflejo de sus destellos bailaba en el mármol pulido del suelo.

El aire olía a incienso caro y a papeles recién sellados, ese aroma de burocracia que parecía impregnar cada rincón de la Academia. Las largas mesas, de madera oscura, formaban un semicírculo; en el centro, una alfombra con el emblema de Piltover, impecable, sin una sola mancha.

Caitlyn entró con paso firme, aunque cada músculo de su cuerpo todavía guardaba la tensión de la noche del ataque. Sabía que no había llegado para recibir aplausos.

Los miembros del Consejo la observaron en silencio al entrar. Algunos tenían las manos cruzadas, otros jugueteaban con sus estilográficas de oro. Nadie sonreía. Solo se relacionaba con dos de ellos, Mel Medarda y Jayce Talis, su mejor amigo, de hecho.

Uno de los demás interrumpió su pensamiento.

Comandante Kiramman —dijo con un tono elegante pero afilado—, necesitamos que nos explique exactamente lo que ocurrió la noche del anuncio.

Caitlyn respiró hondo antes de responder.

—Hubo un ataque. Una criminal… desconocida, sumamente peligrosa, irrumpió en el discurso, al terminarlo y explotó la parte donde estábamos ubicados. Logré perseguirla y  confrontarla, pero no pudimos atraparla.

Un murmullo recorrió la mesa. El consejero a su izquierda, un hombre corpulento con lentes redondos, inclinó la cabeza hacia adelante.

—¿No pudo atraparla? —repitió con énfasis, como si saboreara la frase—. Y, sin embargo, se la vio salir de la zona con la cara… cubierta de pintura. Colores neón, chillones… —sonrió con ironía—. Díganos, Comandante, ¿es esa la nueva estrategia de defensa de Piltover? ¿Hacer de lienzo para los criminales?

Las palabras fueron un golpe bajo. Caitlyn apretó la mandíbula y se obligó a no responder con el tono que le quemaba la lengua.

—La pintura era parte del ataque. Fue una táctica de distracción —explicó con la voz controlada, aunque sabía que su orgullo acababa de recibir un golpe bajo.

El rubio joven del Consejo se inclinó hacia atrás, evaluándola como quien examina un objeto de subasta.

—Sea como fuere, Comandante, los resultados son lo que cuentan. Y el resultado es que tenemos bajas y una criminal suelta.

La palabra bajas resonó como un eco frío en la sala. Caitlyn sintió un peso en el pecho; la imagen fugaz de dos agentes caídos anoche se coló en su mente. Recordó sus rostros. Sus voces. El silencio repentino.

—Mis soldados... Murieron dos, eran de mi escuadrón, importantes y...—quiso decir, pero fue interrumpida.

Otra consejera, una mujer con prótesis de oro, perfectamente vestida e impecable, habló con una calma clínica.

—Nuestros soldados… —hizo una pausa, como si la palabra le pareciera un mero término administrativo— son reemplazables. Podemos traer recién graduados de la Academia.

—Exacto —intervino otro, hojeando un documento como si discutiera el precio del café—. Tenemos reservas suficientes. El ciclo de formación es constante.

Las manos de Caitlyn se cerraron con fuerza sobre la carpeta que llevaba. Un “no” casi inaudible se escapó de sus labios, aunque sabía que varios lo habían escuchado.

—¿Ha dicho algo, Comandante? —preguntó el hombre del bigote, con fingida cortesía.

—Dije que no —replicó Caitlyn, alzando la mirada. Su voz, aunque serena, tenía la solidez del acero—. No son reemplazables. Son personas. Y esa noche murieron defendiendo esta ciudad.

El silencio que siguió no fue de respeto, sino de incomodidad. Los consejeros intercambiaron miradas como si ella hubiera dicho algo ingenuo. La mujer habló otra vez, con el tono de quien le explica algo obvio a un niño.

—Comandante, debemos pensar en el bien mayor. Las bajas son inevitables. La estabilidad de Piltover no puede depender de sentimentalismos.

Caitlyn sintió un calor creciente en el pecho, mezcla de furia y de impotencia. En su mente, veía el contraste con crudeza: para ellos, las vidas eran números; para ella, eran historias, familias, recuerdos.

—Tal vez para ustedes sean cifras —dijo despacio, midiendo cada palabra—. Pero yo estuve allí. Vi sus últimos momentos. Escuché sus gritos. Y no pienso aceptar que su sacrificio se reduzca a una línea en un informe.

—Creo que deberíamos tomarnos este tema con calma y... —Jayce intervino. Salo lo interrumpió.

Una risa breve y seca vino de uno del miembro más jóven del Consejo.

—Con todo respeto, comandante, está hablando como si esto fuera personal.

Ella sostuvo su mirada.

Lo es.

Uno de los consejeros que hasta ahora no había dicho nada, golpeó suavemente la mesa con una pluma, marcando el final de la discusión.

—Haremos una revisión de sus protocolos, comandante. Puede retirarse.

Miró a Jaycee quien le dió un asentimiento con la cabeza levemente, haciéndole entender que le ayudaría de alguna forma con lo que pudiese. Ella se lo devolvió.

Caitlyn salió de la sala sin inclinar la cabeza. Cada paso resonaba en el mármol, acompañado por la sensación de que el mundo que protegía estaba podrido en su raíz. En el pasillo, se permitió exhalar el aire que había contenido todo ese tiempo.

Su mente ardía: no solo luchaba contra esa criminal, Jinx, sino contra un sistema entero que trataba la vida humana como un recurso renovable.

Y en ese instante, más que nunca, supo que protegería a quienes realmente importaban para ella… aunque tuviera que hacerlo sola. Así que lo hizo, fue por su nuevo escuadrón.

No le costó mucho llegar, conocía el lugar como la palma de su mano, el salón de entrenamiento estaba silencioso, apenas roto por el eco metálico de los pasos de Caitlyn al cruzarlo.

A esa hora de la mañana, el aire parecía más denso, cargado con el olor de aceite para armas y el leve rastro de sudor de los turnos anteriores. Frente a ella, perfectamente alineados en formación, había cuatro jóvenes reclutas recién integrados al escuadrón.

No eran como los que había visto en años anteriores. Había algo… distinto.

Sus espaldas rectas no denotaban orgullo, sino rigidez absoluta. Sus hombros tensos, los brazos perfectamente pegados al cuerpo, el mentón inclinado con un ángulo casi idéntico en los cuatro. Todos vestían el uniforme nuevo impecable, sin una sola arruga; parecía recién planchado, como si lo hubieran sacado directo de un escaparate para posar.

Pero lo que realmente la incomodó fueron sus miradas.

No eran nerviosas, ni entusiastas, ni siquiera firmes en el sentido habitual. Eran fijas, como ancladas en un punto invisible detrás de ella. Ojos abiertos, sin pestañear demasiado, sin la chispa que Caitlyn había aprendido a reconocer como hambre de justicia o deseo de servir. Esto era… distinto. Frío.

Se detuvo frente a ellos, recorriéndolos con la vista de izquierda a derecha.

—Bienvenidos al escuadrón —dijo con tono medido, buscando romper el hielo sin perder la autoridad—. Hoy no habrá evaluaciones físicas. Hoy quiero escucharlos.

Silencio. El sonido de su propia respiración se le hizo evidente.

Caminó un paso hacia el primero, un muchacho de cabello negro muy corto y piel pálida. No tendría más de veinte años. Sus botas brillaban tanto como las de un desfile.

—Nombre.

Andrés Parado Sequedó —Su voz era firme, sin titubeos, pero también sin matiz.

—Edad.

—Veintiuno.

—Especialidad.

—Tirador.

Caitlyn asintió despacio. Dio un paso lateral hacia la segunda recluta, una joven de cabello rubio recogido en una coleta perfecta, ni un mechón fuera de lugar.

—Nombre.

Rosa Melano.

—Edad.

—Veinte.

—Especialidad.

—Reconocimiento.

Su voz era igual: seca, rápida, sin emoción. Como si cada palabra fuera parte de un guion ya ensayado.

El tercero y el cuarto, ambos hombres, siguieron la misma pauta. Respuestas cortas, tono neutro. Ni uno solo parpadeó más de lo necesario. Caitlyn sintió que aquello se estaba volviendo inquietante, pero decidió continuar.

Se cruzó de brazos, observándolos.

—¿Por qué la Academia? —preguntó, dejando caer la pregunta con suavidad, intentando encontrar algo humano debajo de esa armadura invisible.

El silencio fue breve, pero uniforme.

—Siempre lo soñé. —La frase salió al unísono de los 4, como si alguien la hubiera marcado con metrónomo.

Caitlyn parpadeó, desconcertada. Se aclaró la garganta.

—¿Siempre lo soñaron?

—Sí, comandante. —Otra vez, al mismo tiempo.

La escena le heló la sangre de una forma que no esperaba. No porque fuera siniestra en sí misma, sino porque aquello no parecía espontáneo. Había visto disciplina antes. Había visto a cadetes obsesionados con el reglamento. Pero esto… esto era algo más. Una exactitud incómoda, como si la personalidad hubiera sido sustituida por un molde.

Decidió cambiar de enfoque.

—Andrés, ¿qué es lo que más espera aprender aquí?

—A servir de forma eficiente.

—Rosa, ¿lo mismo?

—Sí, comandante.

Caitlyn mantuvo su rostro neutral, pero internamente sentía que se topaba contra un muro.

—Quiero que sepan algo —dijo, ahora con un tono más humano—. Aquí, para mí, no son simples números. No son reemplazos, ni fichas que se mueven en un tablero. Cada uno de ustedes es parte de un equipo que se cuida mutuamente.

Por primera vez, uno de ellos —el cuarto recluta, un joven de piel morena y mandíbula marcada— pareció parpadear más de la cuenta, como si procesara esas palabras. Pero su voz, cuando habló, volvió al patrón:

—Entendido, comandante.

Caitlyn dio unos pasos hacia atrás, dejando que sus botas resonaran en el suelo como un recordatorio de quién marcaba el ritmo allí.

Mientras los miraba, recordó la reunión con el Consejo días antes. La frialdad de sus comentarios. Reemplázalos por recién graduados”. La forma en que habían reducido vidas enteras a un simple cálculo de recursos. Y ahora, frente a ella, tenía a cuatro jóvenes que parecían estar ya moldeados para encajar en ese mismo concepto: reemplazables, funcionales, eficientes… y vacíos.

Pero no para ella. No podía permitirse verlo así.

Se acercó de nuevo, bajando un poco la voz, casi como quien confía un secreto:

—No olviden quiénes eran antes de llegar aquí.

Los cuatro la miraron, por primera vez de forma sincronizada pero directa, clavando sus ojos en los suyos. Había algo ahí, enterrado muy hondo. Algo que tal vez podría recuperar.

—Descansen —ordenó finalmente.

Ellos giraron sobre los talones con una precisión impecable, marchándose en perfecta sincronía, sin decir palabra. Caitlyn los siguió con la mirada, una sensación extraña pesándole en el pecho: el presentimiento de que, si no intervenía, esos cuatro serían exactamente lo que el Consejo quería… y nada más.

Se quedó sola en el salón, sus manos apretándose suavemente detrás de la espalda, y un no silencioso se le escapó entre los dientes. No iba a permitir que se convirtieran en piezas desechables. No bajo su mando.

El refugio estaba sumido en una penumbra tibia, iluminado por el parpadeo errático de un par de bombillas colgantes

El refugio estaba sumido en una penumbra tibia, iluminado por el parpadeo errático de un par de bombillas colgantes. El silencio solo se rompía por el sonido mecánico y repetitivo de unas tijeras cortando alambres finísimos y el suave roce de papel plegándose una y otra vez.

Zaun siempre se había sentido así, enfermo, incoherente.

Jinx estaba sentada en el suelo, rodeada por una explosión de materiales: pequeñas piezas metálicas, resortes, cápsulas, y un desorden cuidadosamente organizado que solo ella entendía.

Tenía los pies descalzos, las uñas pintadas con restos de esmalte azul descascarado, y un destornillador entre los dientes mientras ajustaba una trampa minúscula, tan pequeña que cabría en la palma de una mano.

Click… click… Mariposita, estaba en la cocina, haciendo chocolate para la madrina, de ti po ti, pata de palo...—murmuraba cada vez que aseguraba una pieza, como si las palabras le dieran peso al mecanismo.

Terminó esa trampa, la dejó alineada junto a otras tres idénticas, y cambió de tarea sin transición: empezó a doblar tiras de papel, sus dedos moviéndose con una precisión casi ritual. Cada pliegue estaba calculado, y pronto, las tiras se transformaban en pequeñas estrellas de origami.

Origami.
Ori...
¿Origami?
¡Origami!

Fue en ese instante que la realidad se distorsionó.

El refugio se desvaneció, y en su lugar apareció un cuarto iluminado por el sol. El olor a polvo y desinfectante caro flotaba en el aire. Frente a ella, una figura alta, con cabello oscuro y trenzado, la miraba con paciencia. Caitlyn.

Pero no era realmente Caitlyn. El rostro estaba… torcido. Los rasgos se movían de forma errática, como si alguien hubiera pintado su cara sobre una tela húmeda y la hubiera estirado. La voz que salió de sus labios no coincidía del todo con su boca.

—Dobla… así… despacito, ¿ves? —le decía, con un tono dulce que se rompía en fragmentos metálicos.

Las manos —delgadas, elegantes— guiaban las suyas, acomodando los pliegues para que el papel se cerrara sobre sí mismo y formara una estrella. Jinx, más pequeña, con sus manos llenas de tinta y polvo, reía suavemente. Pero la risa se cortaba con un eco hueco que la niña no recordaba haber hecho.

—Vamos, inténtalo, Powder —insistía Caitlyn. La pequeña sonreía emocionada, tomando el papel en sus manitas.

Recordar dolió más en ese instante. Un dolor agudo le atravesó la sien izquierda. El recuerdo se quebró como un vidrio y el refugio volvió, sofocante, con sus luces amarillentas.

—No, no, no… —susurró, presionándose la cabeza.

—¡Vuelve, vuelve! —suplicó golpeándose la cabeza con los puños.

Pero no volvió.

Se obligó a concentrarse. Sobre la mesa más cercana, había recortes de periódicos extendidos como una ofrenda a un dios particular. Todos hablaban de la Academia, de reformas en las fuerzas policiales, de nombres y cifras que no interesaban… excepto uno.

"La sheriff de Piltover, Caitlyn Kiramman, encabezó la ceremonia en honor a su madre, fallecida hace ocho años."

La fotografía mostraba a Caitlyn a inicios de ese mismo año, de pie, con un porte impecable, los ojos firmes y un rastro de tristeza apenas disimulado. Jinx pasó el dedo por el borde de la imagen, como si acariciara un vidrio que no podía atravesar.

Encima de esa pila de recortes de noticias de la comandante respecto a la academia, había algo guardado aparte, dentro de una caja de madera oscura. La abrió con cuidado.

Dentro, había un dibujo infantil: trazos torpes, colores fuera de las líneas. Representaba a dos niñas: una, pequeña, de cabello celeste, con una taza de té en las manos; la otra, más alta, de cabello oscuro, inclinada hacia ella con una sonrisa.

Jinx lo sostuvo entre las manos como si fuera lo más frágil del mundo.

—Míranos… —murmuró, y sus labios se curvaron en una sonrisa rota—. Éramos tan inocentes.

La sonrisa se le borró luego de unos segundos.

—Hasta que no volviste, después de todo. Mentirosa.

Se dejó caer de espaldas, el dibujo sobre su pecho, mirando el techo mientras los recuerdos, reales o no, se mezclaban con los planes. Porque Jinx no solo era caos. Era cuidadosa. Meticulosa. Tenía un guion, una puesta en escena para todo.

A un lado, sobre un estante, descansaba un origami en forma de rosa, hecho de papel blanco con detalles verdes. Lo tomó y la giró entre sus dedos. Era su talismán. No porque creyera en la suerte, sino porque había decidido que así sería.

—Tengo un nuevo presente para ti, presento que te gustará más que el celeste chillón en tu cara—susurró, mirando la rosa como si fuera una brújula—. Te veías graciosa. Mucho.

Su mirada volvió a los recortes, a los nombres, a las fechas. Había detalles que nadie fuera de Piltover debería conocer: la edad en que Caitlyn entró a la Academia, la ubicación exacta del cementerio donde descansaba su madre, incluso la forma en que firmaba ciertos documentos.

Jinx lo sabía todo. Y lo recordaba todo muy bien.

Porque en su mente rota, la relación tóxica ya estaba construida, desde hace años. Caitlyn podía no verlo… pero eso no importaba. Ella sí.

Y en el silencio del refugio, entre trampas, estrellas de papel y un talismán plegado, Jinx siguió construyendo su versión torcida de un lazo imposible.

Y cada vez que pensaba estar más cerca, o cuando apenas lograba hacer un solo nudo, de inmediato iba por Caitlyn. Necesitaba hacerle entender, necesitaba detenerla.

Esa noche en Zaun era un animal vivo, con las luces parpadeando como ojos de presa y el humo espeso cubriendo las calles como un aliento tóxico. Jinx estaba allí, moviéndose entre sombras y reflejos rotos de neón, con esa sonrisa torcida que no era alegría, sino algo mucho más frágil y peligroso.

Su respiración era rápida, como si cada paso fuera un compás dentro de una canción que solo ella escuchaba. Y, en efecto, en su cabeza sonaba una melodía, un tarareo que se repetía sin descanso. No era cualquier melodía; era la que había escuchado tantas veces, de niña, cuando Vi intentaba calmarla en las noches frías de los callejones con la caja musical.

Lo único que les dejó su madre.

El problema era que, ahora, su mente había distorsionado aquella imagen. A veces Vi estaba ahí, acariciándole el cabello, y otras, la misma Vi se alejaba entre el humo, riéndose de ella, dejando atrás la pequeña caja de madera vieja que nunca alcanzaba.

—¿Por qué te vas…? —susurró, aunque no había nadie. Luego se detuvo, y con un golpe contra la pared, dejó una mancha de pintura azul brillante que goteó hasta el suelo—. No te puedes ir… no esta vez. Solo quiero encontrarte...

La caja. Siempre la caja. Esa maldita caja de madera, que en la realidad si existía, tenía la caja de música, pero en su cabeza estaba grabada con olor a polvo y a madera vieja, con tanta necesidad que siempre buscaba más, similares.

Esa noche la recreó. La robó de una tienda de antigüedades, pintó en su tapa una carita triste y la dejó justo frente a la entrada trasera de la comisaría de Piltover. No había bombas dentro, solo confeti y una pequeña nota arrugada:

"¿Te acuerdas de cuando era divertido, Kilyn?"

Pero ese no fue su único acto. En un pasaje estrecho, a escasos metros del cuartel, el ladrillo húmedo ahora estaba cubierto con letras grandes, casi desesperadas:

"¿Lo recuerdas?"

La pintura chorreaba como sangre fresca.

No atacaba cualquier lugar. En su lista de objetivos de esa noche estaban sitios que tenían relación con la academia y su reconstrucción. Primero, ferreterías, luego, la pequeña academia que existía desde el incendio de la otra. Aunque no sabía con exactitud su ubicación, siempre estaba tibia, pero nunca caliente. Solo el consejo y la comisaría sabía el lugar, por seguridad desde el "atentado" como lo llamaron, al incendio anterior.

Y eso no era todo, también lugares que Caitlyn frecuentaba. La cafetería donde a veces se sentaba a leer informes. Un puesto de flores que, según rumores, era donde compraba flores a veces cuando tenía una cita con mujeres, algo que Jinx no sabía, se había enterado recientemente, aunque solo eran rumores, pero que dolía saber que existía.

Allí dejó una bomba pequeña, de humo rosado y olor a pólvora dulce. Nada mortal, pero suficiente para que el lugar quedara cerrado días enteros.

Más tarde, en el puerto viejo, Jinx irrumpió entre las construcciones a medio reparar después de su último ataque. Allí estaban los trabajadores, paleando escombros, martillando maderas. Ella no los mató. No era esa la idea. Pero sí hizo que corrieran. Un par de disparos al aire, una granada aturdidora, y después el cielo se llenó de chispas y pintura, como fuegos artificiales deformes.

—No toquen nada —gritó, sin que nadie estuviera cerca para responderle—. No pueden arreglarlo… ¡No pueden! —golpeó un poste de metal hasta que le sangraron los nudillos.

Mientras corría hacia la siguiente calle, algo la frenó. Fue un recuerdo, tan súbito que casi cayó al suelo: Vi, su hermana mayor, dándole un empujón para apartarla de un grupo de vigilantes. El olor a humo. La voz de la pelirroja diciéndole que corriera. Pero en su mente, esa voz no terminaba la frase; se rompía, se volvía un eco que la acusaba.

Jinx se cubrió los oídos, tiró su arma al suelo y gritó, un alarido agudo que resonó en las paredes vacías. Después, se dejó caer contra el asfalto y empezó a reír. Esa risa nerviosa, quebrada, con lágrimas en los ojos. Se golpeó la cabeza con la palma de la mano, una y otra vez, como si quisiera sacarse de allí las imágenes.

Cuando por fin se puso de pie, su plan ya estaba decidido.

En la plaza central, donde un día Caitlyn había inaugurado la reconstrucción. Jinx colocó altavoces robados. Cuando amaneció, toda la zona empezó a resonar con aquella melodía infantil, la misma que Vi le tarareaba cuando era pequeña, pero deformada, distorsionada, como si fuera reproducida por un aparato roto.

La misma de la caja de música. La canción sonaba una y otra vez, acompañada por pequeñas explosiones de pintura azul y rosa alrededor del lugar.

No era casualidad. No era azar. Cada paso, cada acto, era un hilo que la acercaba a Caitlyn. La ciudad lo sabía. El Consejo lo intuía. Y Caitlyn… Caitlyn sentiría el cerco cerrándose a su alrededor.

Porque Jinx no atacaba a Piltover. Jinx la atacaba a ella. Y más tarde, ese mismo día para rematar, no le fue suficiente, tuvo que ir más allá.

Eran las 10:30 pm cuando la puerta del apartamento se cerró con un clic suave, amortiguado por el pasillo alfombrado. Caitlyn apoyó la espalda unos segundos contra la madera, cerrando los ojos.

El día había sido largo, demasiado, y el peso de la tensión le caía ahora con la fuerza de un plomo invisible. El aire estaba denso, cargado con un tenue aroma a lluvia reciente que se colaba desde la calle.

Dejó su sombrero de sheriff sobre la mesa de la entrada, como siempre. Las llaves hicieron un tintineo familiar al caer en el cuenco metálico. Caminó hacia su habitación, tirando de la correa del cinturón policial hasta dejarlo caer en una silla. Se movía con el cansancio mecánico de quien ha repetido la rutina cientos de veces.

Encendió la lámpara de mesa. Una luz ámbar bañó las paredes, revelando los muebles oscuros, el armario cerrado, la cama perfectamente hecha. Sus botas resonaron sobre la madera antes de que se inclinara para dejarlas alineadas junto a la cómoda.

Sacó su teléfono del bolsillo, lo dejó sobre la mesita de noche. Un mensaje pendiente parpadeaba en la pantalla, pero no lo abrió. Desabrochó la chaqueta, la colgó con cuidado. Luego la camisa, que dejó doblada al pie de la cama. Una ráfaga de aire frío acarició su piel y erizó sus brazos.

El baño estaba a unos pasos. Dejó la ropa en el cesto y abrió la llave de la ducha. El agua empezó a correr con un golpeteo constante, llenando el cuarto de vapor. Caitlyn entró, dejando que el calor la envolviera. Cerró los ojos bajo el chorro, exhalando un suspiro largo. Y, sin darse cuenta, empezó a tararear una canción. Su voz, baja, se mezcló con el sonido del agua.

When you wake up next to him in the middle of the night, with your head  in your hands, you're nothing more than his wife —cantó, abriendo la llave para que el agua lo hiciera más dramático.

Fuera, al otro lado de la puerta, alguien escuchaba.

La cerradura de la entrada había cedido sin un solo chirrido minutos antes. Jinx estaba descalza, apoyada contra la pared, inclinando apenas la cabeza para captar cada nota. Sus labios se curvaron en una sonrisa que no tenía nada de inocente. El tarareo la atravesaba como un recuerdo difuso, uno de esos que no sabes si viviste o soñaste.

Se deslizó por el umbral como agua derramada. Cerró la puerta sin cerrar del todo —apenas el clic falso que engaña a los confiados— y dejó que sus ojos se acostumbraran al interior. El departamento olía a lavanda, té negro y aceite para armas: orden y disciplina con una línea dulce que se negaba a desaparecer. Sonrió, ladeando la cabeza.

—Kilyn, Kilyn… tu casa literalmente es tan aburrida como tú, mínimo un adornito, mujer— murmuró apenas, y el murmullo se le pegó a la lengua como un caramelo que no quiere soltarse.

Avanzó descalza, los dedos de los pies tanteando las tablas para no hacerlas quejarse. Tocó primero lo visible del salón: el respaldo del sillón, la curva del brazo de madera, la manta doblada con precisión militar (dos pliegues, el borde mirando hacia el interior, ni un hilo fuera de sitio).

Pasó la yema por la mesa de centro. Casi no había polvo; casi. Dibujó una espiral diminuta con la uña y luego la borró soplando, divertida con su propio crimen microscópico.

La habitación de Caitlyn la llamaba como una cajita musical cerrada. Jinx empujó con la cadera la puerta entornada y se asomó. Entró. El aire estaba más cálido, lleno del latido apagado de la ducha al otro lado: gotas golpeando loza, un repiqueteo constante que ordenaba el tiempo. Todo lo demás parecía congelado en su sitio.

Empezó por la mesita de noche. El teléfono boca abajo, la pantalla aún con el calor de la mano reciente; al lado, una libreta con cinta de tela, el lomo gastado por abrirla siempre a la mitad. Jinx la acarició sin abrirla, como si supiera que dentro vivían mapas, nombres y flechas rojas.

Junto a la libreta, un frasco pequeño con pétalos de lavanda secos y una bala vacía usada como pisapapeles.

—Accesorios — dijo para sí, con el tono del que huele una broma privada.

No se llevó nada. Dejó, en cambio, la bala girada un par de grados, apenas el desajuste que solo una maniática del orden notaría al primer parpadeo.

Miró la foto enmarcada: Caitlyn de niña con su madre. La niña con un vestido azul, los calcetines doblados justo por debajo de la rodilla. La madre, recta, luminosa, esa sonrisa de catálogo.

A Jinx se le endurecieron los hombros. Sus dedos tocaron el cristal. Por un segundo imaginó dejar su huella marcada, un óvalo de grasa rebelde en la mejilla de la madre. Porque la odiaba, pero se contuvo, y en vez de eso apoyó la frente en el marco un instante, cerrando los ojos como quien mide la distancia entre dos épocas.

—Me alegra que hayas muerto esa noche— susurró—. Fue mejor, yo te habría torturado más.

Se movió hacia el escritorio. Había una bandeja con clips alineados por tamaño, un tintero de vidrio, tres plumas de distinta punta y… oh. Un tarrito pequeño con brillo de labios transparente. Lo destapó, lo olió. Azúcar y menta.

—¿Sabrá a lo que huele? —Jinx se rió para adentro, un ruidito eléctrico.

Volvió a cerrarlo con cuidado, apretando la tapa con los dedos meñiques para no dejar marca.

Abrió el primer cajón, despacio, como si no quisiera despertar a algo vivo. Carpetas. Etiquetas claras: Incendio Academia, Vigilancia de perímetro, Robos menudos — zona norte. Entre papeles serios, un rincón de humanidad traicionera: una postal doblada con flores pintadas a mano, firmada por alguien con caligrafía saltarina.

"Cassandra Kiramman"

"Caitlyn. El viaje de recursos para la academia me ha tomado más tiempo del que debía, pero volveré la otra semana a casa para tu primera visita a la academia. Te amo hija, te ví en las noticias de la secundaria, estoy orgullosa de ti, Copito".

Jinx no la tocó. Sus labios formaron la palabra en silencio: "Copito". Un cosquilleo le corrió por el cuero cabelludo, un zumbido detrás del ojo izquierdo. Dejó el cajón como lo había encontrado. Cerró. Pausa. Otra vez ese cosquilleo, más intenso, como si una película vieja intentara proyectarse detrás de su frente y el proyector fallara.

—Afecto maternal... Que envidia. —soltó.

Fue al segundo cajón. Más personal: gomas para el cabello que todavía olían a jabón, un estuche con hilos y una aguja (¿remiendos? claro que sí, la disciplina cose lo que el día rompe. Si, soy súper metafórica, wow, sigamos) Un carrete de cuerda delgada. Tocó la cuerda. La tentación de amarrar, atar, atarse, amarrarla a ella y a sí misma y a la cama y al mundo. Retiró la mano. Siguió.

El armario se abrió como la puerta de una caja fuerte. Dentro, los uniformes estaban ordenados por tonalidad: azules, grises, negros. Un solo abrigo de lana claro, más suave que el resto. Pasó la palma por una percha, luego por otra. Ropa interior al fondo en cajas de tela con tapa: discretas, cuadradas, un mundo que Caitlyn había decidido callar detrás de lino y cartón.

Jinx no era grosera con los secretos que aún no le pertenecían; desvió la vista. Pero no del todo. El olor de esa parte del armario era distinto: piel limpia, almidón, un rastro confiado de perfume caro, y un latido que no era sonido sino memoria.

—Tan jodidamente obsesiva... —rodó los ojos—. Hasta con las tangas que nadie le ve porque todas las mujeres la trauman antes de alcanzar a quitarle la ropa interior.

En el estante de arriba encontró una hilera de cajas numeradas. Sacó una, la más pequeña, y la abrió con el cuidado de una cirujana que ama el riesgo. Dentro, una medalla ridícula de una noche de karaoke —metal caro, cinta morada— que decía "Nota más alta"

Jinx la sostuvo entre dos dedos, miró el brillo miserable y contuvo una carcajada en la garganta, convertida en una sonrisa ancha.

—Así que tienes otros... "Talentos" —se rió bajo. La dejó en su sitio, exactamente en el ángulo original.

Debajo de la cama, la oscuridad olía a madera fría y a historia escondida. Jinx se echó al suelo y miró. Dos cajas plásticas, una con botas viejas de entrenamiento, la otra con… una tetera en miniatura. Sacó la caja. Era una cajita de hojalata con flores pintadas, abollada en una esquina, con una etiqueta gruesa y seria que decía

"Recuerdos — no abrir, NO ABRIR, LEE BIEN, ¿ACASO ESTÁS CIEGO?" en la letra de Caitlyn. Jinx la abrió, por supuesto.

Dentro, un juego de té infantil de porcelana: dos tazas, tres platitos de bordes rizados, una tetera con la tapa pegada con un adhesivo torpe, ella conocía ese juego de té, ella aún tenía una taza. Una servilleta bordada con un hilo azul muy claro, torcido, como si lo hubiera bordado una niña impaciente.

El patrón: pequeñas estrellas. Jinx tocó un platito. El zumbido en su cabeza se convirtió en un golpe. Vio —no vio— el destello de dos niñas sentadas en el suelo, una trenza azul, una risa contenida, la pronunciación lenta de una palabra complicada. La imagen se le partió encima como un cristal. Se incorporó de golpe, llevándose una mano a la sien.

—No... —dijo, hablándole a la grieta del suelo—. No ahora.

El agua de la ducha cambió de ritmo, como si Caitlyn hubiese girado un poco la llave. Jinx respiró hondo hasta apagar el ataque. Tomó el juego de té y se lo empacó. Guardó la cajita, la empujó al fondo de la sombra y se sentó en el borde de la cama para recuperar el pulso.

Su pie golpeó tres veces el suelo, luego cuatro, luego uno —un patrón que nadie más entendería jamás. Solo Caitlyn podía.

Volvió a ponerse de pie. Recorrió con la punta del dedo el borde del espejo de cuerpo entero. Sobre la esquina superior, pegado con cinta de papel, había un listado de entrenamiento con marcas de verificación y, al final, una línea agregada a mano: "llamar a papá". La letra se inclinaba apenas hacia la izquierda; hablaba de prisa, de tareas que se comen el día, de un afecto pospuesto.

Jinx inclinó la cabeza.

—Llamar es otra manera de no estar— dijo, y a su propia sentencia le sonó hueca, así que la desmintió con un chasquido de lengua.

En la repisa de la ventana se asomaban tres macetas con plantas que se negaban a morirse. Una hiedra disciplinada, un romero que olía a cocina decente, y una planta baja con flores blancas abrillantadas por el riego reciente.

Jinx hundió la nariz en la hiedra y se pasó una hoja por la mejilla. La tibieza de la habitación se mezcló con la brisa leve que entraba por una rendija mal sellada. Desde el baño, la melodía volvió, el tarareo sin letra que, sin embargo, la Zaunita reconoció: otra canción de Chappell Roan, colándose como una broma entre tanta seriedad.

She's got a way... SHE'S GOT AWAYYYYYYYYY —La voz de Caitlyn sonaba dolorosa, casi desgarradora. Jinx ladeó la cabeza, sonrió sola.

—Entonces sí te gusta—dijo—. Aunque lo niegues con esa boca en las entrevistas que dice "Solo escucho música clásica"

Se acercó al arma de servicio en la mesita. No la tocó. La miró como se mira a un perro dormido. En cambio, se inclinó sobre el tapete junto a la cama. Era de lana gruesa, tejido a mano, de esos que dejan un mapa en la piel si te detienes lo suficiente. Se agachó más, apoyó la oreja.

Escuchó el latido de la tubería, el leve martilleo del agua, y debajo de todo eso, el ritmo más antiguo: el corazón de Caitlyn golpeando contra la porcelana de la ducha. Un latido sereno, disciplinado, que falseaba por una fracción de segundo cada vez que la voz en su cabeza decía Jinx.

—Me oyes —susurró—. No sabes que me oyes, pero me oyes.

Regresó al escritorio. Encontró una caja pequeña de metal con un cierre deslizante. Dentro, herramientas de limpieza del rifle, un paño, un frasco diminuto de aceite. Jinx destapó el frasco, lo inclinó y dejó que una sola gota se posara en su índice. La frotó con el pulgar, oliéndola.

—El que uso para chispitas es mejor —aseguró rodando los ojos.

Tapó de nuevo y acomodó el paño en el ángulo exacto, porque eso era lo que haría Caitlyn. Le gustaba ese juego: dejar anzuelo tras anzuelo diminuto, cosas que la otra notaría solo si de verdad estaba mirando.

Se acercó otra vez a la foto de la madre. La puso sobre la cama, boca abajo, como si se cansara por un segundo de tener esa mirada fija en el cuarto. Luego, arrepentida —no por la madre, sino por Caitlyn—, la devolvió a su sitio.

Odio no era lo mismo que descuido. Se detuvo un instante más frente a la imagen. Su respiración se convirtió en un hilo fino.

—Lo que nos hiciste... Jamás lo olvidaré, no pudiste borrarlo, nisiquiera de ella, y no voy a descansar hasta que sepa la verdad —le dijo al vidrio, con la voz tan baja que ni el polvo la oyó.

Abrió el tercer cajón del escritorio y encontró lo que buscaba sin saber que lo buscaba: una bolsita de tela con pequeñas estrellas bordadas (el mismo hilo torcido que en la servilleta del juego de té), atada con un cordón. La dejó donde estaba, cerró la bolsita y apoyó la frente en el borde del cajón, un segundo más del que debía.

El zumbido detrás del ojo volvió como una luciérnaga golpeando cristal. Recordó manos sobre manos, la voz de alguien explicando dónde debía nacer un pliegue para que la estrella no se rompiera —esa voz, la de la niña alta de cabello oscuro. No, no era un recuerdo completo. Era un fantasma con manos.

Se enderezó con un gesto brusco, como si sacudiera agua. Se rió sola, sin humor.

—Tu me enseñaste a hacerlas, no deberías estar enojada ahora...

Un objeto vergonzoso más, se prometió, por pura travesura científica. Le bastó un segundo: en el estante más alto del armario, detrás de una caja de documentos con la etiqueta Facturas — archivo, había un bulto blandito. Lo bajó. Un peluche. Un osito blanco con una etiqueta "Copito" con un ojo cosido de nuevo, mal, y una oreja doblada por el tiempo.

Jinx lo apretó contra su pecho, teatral.

—Asi que de aquí viene el apodo...— susurró con ternura cruel—. Que tierno.

Luego lo peinó con los dedos como si fuera un gato dormido y lo devolvió exactamente a su escondite, con la oreja torcida hacia la izquierda, tal como estaba.

La ducha se cerró. El martilleo del agua se convirtió en gotas aisladas. El vapor se hizo más denso por un momento y luego se aligeró, como un suspiro. Era el momento. Jinx caminó hacia la cama, sacó del bolsillo la hoja de papel blanco y la verde, y se sentó con las piernas cruzadas.

Doblar era un rezo. Pliegue al centro, alinear, marcar con la uña, voltear, repetir. El tallo primero, luego los pétalos. Los dedos de Jinx se movieron con una soltura econtraída; no había titubeo en su artesanía. Cuando la rosa estuvo lista, la sostuvo un segundo a contraluz: parecía flotar.

Se levantó y la dejó justo en el punto donde la mirada de Caitlyn caería primero. Sacó un bolígrafo de tinta suave y escribió en un pétalo, sin vacilar:

" Veamonos  en la madrugada, más tarde,  piso  bajo de la academia. Ven sola, no quiero tener que matar a tus soldados perfectos, no te molestes por las tazas de té, yo las llevo"

"Para Copito".

La tinta se bebió el papel. El mensaje quedó allí, pequeño y magnífico como un crimen bien cometido.

Antes de irse, Jinx hizo un último circuito, lento, amoroso en su modo torcido. Pasó el dorso de la mano por el borde de la sábana, alineó con el dedo índice una esquina rebelde de la alfombra, abrió un centímetro la ventana para que quedara un hilo de aire y el cuarto oliera a noche cuando Caitlyn saliera.

Puso la palma abierta sobre la mesita, sin tocar el arma.

Buenas noches, Kilyn —dijo en un tono tan normal que habría sonado doméstico si alguien lo hubiera oído.

Caminó hacia la puerta, se detuvo, volvió dos pasos hasta la foto de la madre. La sostuvo en alto, la miró en silencio, y por primera vez no sintió odio, sino algo más primitivo: la certeza de que esa mujer había estado en el centro de un círculo de fuego del que Caitlyn aún no quería hablarse.

—Yo voy a cuidarla mejor que tu— musitó, y la frase se volvió ácido en su lengua—. Yo me encargo de que recuerde lo que le obligaste a olvidar, como a mí.

El pestillo volvió a ceder sin ruido. Jinx salió, cerró con el mismo clic falso y se escurrió por el pasillo. Atrás quedó el cuarto perfecto con su rosa imposible. Del baño llegó el sonido de la cortina corriéndose, el roce de la toalla, el latido templado de un corazón que aún no sabía que esa noche le habían movido el mundo un centímetro a la izquierda.

Y eso —exactamente eso— era lo que a Jinx le gustaba más: un gesto tan diminuto que solo Caitlyn podía sentirlo, y que la transformaba para siempre.

Para la comandante, todo fue diferente.

El vapor todavía flotaba en el aire cuando Caitlyn salió de la ducha, envuelta en una toalla que le cubría apenas lo necesario. El agua aún corría en hilos desde su cabello oscuro hasta la curva de su espalda, y sus pasos descalzos dejaron huellas húmedas sobre la madera pulida de su habitación.

Sin embargo, al pasar frente a la cama, su mirada se clavó en algo que no debería estar allí. Una pequeña figura de papel, perfectamente doblada, descansaba justo en el centro de la colcha.

Caitlyn se detuvo en seco, sintiendo cómo el aire caliente a su alrededor se volvía frío de golpe. La reconoció de inmediato: una rosa de origami, hecha con una delicadeza que resultaba insultante, ella no la había hecho, no la había dejado ahí.

Y solo una persona le hacía origamis...

Se inclinó lentamente, sin apartar los ojos, como si al mirar hacia otro lado la figura fuera a desaparecer. Sus dedos húmedos rozaron el papel, sintiendo el leve crujir de las fibras. Lo giró, y allí estaba, la nota.

"Veámonos en la madrugada, más tarde,  piso  bajo de la academia. Ven sola, no quiero tener que matar a tus soldados perfectos. No te molestes por las tazas de té, yo las llevo.

Para Copito."

La firma implícita le golpeó con fuerza. Jinx.

La mandíbula de Caitlyn se tensó. Sintió un cosquilleo desagradable en la nuca, como si las paredes mismas de la habitación supieran lo que había ocurrido. Ese apodo —Copito— arañaba un rincón de su memoria que preferiría tener enterrado, su madre. Lo leyó una vez… dos… tres. Y en cada lectura, el pulso se le aceleraba un poco más.

Estuvo aquí.
En su habitación.
Mientras ella no estaba.

El pensamiento le dejó un sabor metálico en la boca.

Dejó la rosa sobre la cama y comenzó a moverse rápido, abriendo cajones, revisando cada rincón como una maniática. El golpe de los cajones al cerrarse resonaba en el silencio de la casa. El corazón le latía tan fuerte que podía sentirlo en las sienes.

No era solo enojo. No, era algo mucho más enfermizo: la certeza de que Jinx había caminado entre sus cosas, respirado el mismo aire, visto lo que nadie más veía.

—¿Dónde…? —murmuró para sí, con los dedos crispados mientras apartaba la ropa de un cajón.

Fue entonces cuando notó que su caja de madera, la que guardaba con llave bajo la cama, estaba corrida de lugar. Se arrodilló, la sacó y abrió la tapa con un movimiento brusco. El interior estaba revuelto.

No había polvo sobre el borde, como si unas manos ajenas lo hubiesen limpiado para no dejar huella. Y ahí lo vio: faltaba el juego de té. Ese delicado juego de porcelana que nunca usaba, que solo conservaba por valor sentimental.

La respiración de Caitlyn se volvió más pesada. Cerró la caja y se incorporó, mirando alrededor como si pudiera ver el eco de la intrusión.

Volvió la vista a la cama. La rosa seguía allí, intacta, burlona.

Se sentó en el borde, con la toalla todavía aferrada a su cuerpo, y tomó la figura otra vez. Releyó cada palabra, más despacio ahora. La frase "ven sola" se le clavó en el pecho como una orden disfrazada de invitación. Y lo peor era que parte de ella quería obedecer.

Su orgullo, sin embargo, se retorcía como un animal herido. No iba a darle ese gusto. Dejó la rosa sobre la mesita de noche y tomó el celular. Marcó un número.

—Quiero un refuerzo reducido —dijo, su voz seca—. Dos personas. No más.

Mientras escuchaba la respuesta al otro lado, miró el mapa adjunto en el mensaje que había llegado junto al origami. El punto marcado en la academia era casi una provocación.

Colgó. Se levantó y comenzó a vestirse, cada prenda puesta con un ritmo frenético, como si la ropa fuera una armadura contra algo que no podía admitir que la afectaba. Pero lo hacía. La afectaba demasiado.

Mientras se abrochaba el cinturón de su chaqueta, sus pensamientos se cruzaban como cables pelados:

—No puede invadir mi espacio… No puede tocar mis cosas… No puede… pretender meterse bajo mis uñas como si nada —Y en el fondo, una voz más baja, más peligrosa—. Pero quiero verla, enfrentarla... Atraparla.

Cuando estuvo lista, tomó la rosa de origami y la guardó en el bolsillo interior. No sabía por qué lo hacía, y no quería preguntárselo.

Decidió que iría. Con dos guardias. No con todo el escuadrón. Su lógica decía que era una pésima idea. Pero su orgullo, su rabia y algo más —algo que no quería nombrar— empujaban en la misma dirección.

Ese algo la traicionaba.

Rato después, el coche patrulla avanzaba en silencio por las calles semivacías. La ciudad dormía, pero el interior del vehículo estaba cargado de una tensión casi física.

Caitlyn iba en el asiento trasero, el mapa improvisado —otra pista que había recibido días atrás— sobre sus rodillas. Lo acariciaba con la yema de los dedos como si buscara sentir el pulso de quien lo había dibujado.

Rosa conducía sin apartar la vista de la carretera, mientras Juan Sequeda Quieto, en el asiento del copiloto, revisaba su arma. Rosa Melano miraba el mapa.

—Sheriff… ¿vamos a necesitar más refuerzos? —preguntó él con cautela.

—No. —La respuesta fue cortante.

—Pero si es Jinx…

—Dije que no. —Sus ojos azules reflejaban el brillo tenue de las farolas—. Esta vez la quiero yo.

Las manos de Caitlyn se cerraron sobre el volante. Notaba la humedad de su propio sudor, a pesar del aire frío que se colaba por la rendija de la ventana. Su respiración estaba más rápida de lo que admitiría.

Era un error. Lo sabía. Todo su entrenamiento gritaba que esto era imprudente. Pero cada vez que pensaba en no ir… la imagen de Jinx en su habitación volvía con más fuerza, sonriendo como si tuviera derecho a estar allí.

Y Caitlyn no podía permitirlo. No podía dejar que creyera que la intimidaba.

El coche dobló una esquina y la silueta oscura de la academia apareció a lo lejos, sus ventanas como ojos vacíos. Caitlyn respiró hondo, sintiendo cómo el pulso le golpeaba en las sienes. En su bolsillo, el origami parecía arder, parecía pesarle.

El motor se apagó con un chasquido metálico y un eco apagado se perdió en la niebla que rodeaba las ruinas. Caitlyn salió primero, con las botas hundiéndose en la grava húmeda.

Los dos vigilantes bajaron detrás de ella, cada uno ajustando el cinturón, intentando ocultar el nerviosismo con movimientos mecánicos. El aire estaba impregnado de un olor a óxido y polvo viejo, y las ventanas rotas del edificio parecían ojos vacíos que los observaban.

—Manténganse juntos —ordenó Caitlyn sin mirarlos, con la voz seca pero cargada de esa tensión eléctrica que antecede a un disparo—. No hay rutas seguras aquí.

—Si, comandante.

Ambos respondieron al mismo tiempo, sincronizados, sin emoción. La frase le cayó pesada. Porque solo minutos antes en el auto habían parecido... Humanos, ahora volvían a esa fachada que Caitlyn odiaba.

No había nada cubierto en ese lugar. Solo ruina. Solo riesgo.

Atravesaron el umbral de un pasillo estrecho, con paredes descascaradas cubiertas por grafitis antiguos. Cada paso levantaba polvo que se pegaba en la garganta como un sabor metálico. El silencio se rompía a ratos por el goteo de agua en algún rincón invisible.

Fue entonces cuando empezó.

Primero, una música suave, distorsionada, infantil… una cajita musical que parecía estar reproduciéndose bajo el agua. Los cadetes se miraron incómodos; Caitlyn levantó una mano para que se detuvieran. Reconocía esa melodía, o al menos, la forma en que la distorsión la hacía… inquietante.

—No bajen la guardia —susurró.

—Si, comandante.

El pasillo se iluminó de golpe con destellos de colores: pequeños trozos de papel y confeti cayendo del techo. La luz jugaba con ellos, tiñéndolos de rojo y azul, como si fueran piezas de un carnaval grotesco. Caitlyn alzó el arma, girando hacia la intersección a su derecha, lo presentió… y la vio.

Jinx, apoyada contra la pared, con la cabeza ladeada y una sonrisa imposible de descifrar.

—Qué bueno que llegaron… ya me aburría. Aunque le dije a su comandante que viniera sola para no tener que hacer esto...

Caitlyn no tuvo tiempo de reaccionar. Jinx se movió a la maldita velocidad de la luz; algo brilló en sus manos y el mundo se volvió ruido. Una explosión de pólvora quemada inundó el aire junto con el olor acre de pintura fresca.

Los vigilantes gritaron, uno dio un paso adelante para cubrirla, pero un segundo después, un golpe seco y un destello rojo terminaron con cualquier movimiento.

El primero cayó con los ojos abiertos, la garganta intentando formar una última orden que jamás salió, porque había sido cortada de un lado a otro, desgarrada. El segundo ni siquiera pudo girar el arma; el impacto lo arrojó contra la pared, dejando un trazo irregular de pintura mezclada con sangre.

—¡No! —Caitlyn dio un paso, pero Jinx ya estaba retrocediendo entre el humo y el confeti teñido de carmesí, con la risa rebotando en las paredes.

—Demasiado lentaaaa… —canturreó antes de desaparecer tras la esquina.

Caitlyn se arrodilló junto al más cercano. Sus guantes se tiñeron de rojo al intentar presionar una herida que ya no respondía. El olor a hierro era tan fuerte que le quemaba la nariz. El joven la miró como si aún esperara una orden que lo salvara, pero sus pupilas ya se estaban apagando.

—Resiste… —susurró, aunque sabía que era inútil.

La otra estaba encorvado contra la pared, con un origami aplastado en la mano. Un cisne, pintado con un azul infantil y ahora empapado de sangre. Caitlyn lo tomó con cuidado, sintiendo cómo el papel húmedo se deshacía entre sus dedos. Lo apretó hasta que crujió, como si en ese gesto pudiera romper también la risa que aún resonaba a lo lejos.

Se puso de pie lentamente, respirando por la nariz para contener el temblor en sus manos. La cajita musical seguía sonando en algún punto del pasillo, una burla persistente, una firma artística de crueldad pura.

—No va a salirte gratis, Jinx… —murmuró, la voz cargada de algo más que rabia: una fijación, un juramento personal que iba más allá del deber.

Sin mirar atrás, dejó a sus ex vigilantes en el suelo, con la certeza de que sus muertes serían parte de algo mucho más grande. Y con cada paso que daba tras ella, el peso en su pecho se mezclaba con la única idea fija que tenía: encontrarla.

Caminó con paso firme, pero su respiración estaba alterada, cargada de una ira fría que no necesitaba alzar la voz para sentirse. Los pasillos derruidos dejaban pasar haces de luz polvorienta, pero al final de aquel recorrido, había una puerta semiabierta, intacta, ajena a la devastación del resto del lugar.

La empujó. El contraste fue un golpe en el pecho.

Dentro no había suciedad ni caos, sino una sala limpia, impecable… como un recuerdo conservado a la fuerza. El suelo brillaba, sin rastro de polvo, y en el centro, sobre una mesita baja, reposaba un juego de té infantil. Lo reconoció de inmediato.

Tazas de porcelana azul pálido con dibujos sencillos aparte de la decoración de estrellas, infantiles: una nubecita sonriendo, un sol de rayos cortos, un pequeño conejo que parecía dibujado a mano.

Su juego de té.

Por un instante, el tiempo se dobló sobre sí mismo. Caitlyn sintió un vértigo extraño, como si estuviera mirando una escena de su propia memoria… pero deformada. La sensación de algo roto en su mente la golpeó como una corriente helada.

Y allí estaba ella.

Jinx, sentada con las piernas cruzadas en una pequeña silla, encorvada ligeramente hacia adelante mientras vertía té imaginario con la parsimonia de quien está en su propia casa.

Llevaba las manos manchadas de algo oscuro, pero no era sangre o si, lol. Sus movimientos eran suaves, casi elegantes, el extremo opuesto de la violencia que la precedía.

Te advertí que vinieras sola —dijo Jinx, sin levantar la vista, con una voz cargada de una calma impostada, como si este fuera un encuentro de cortesía y no una emboscada.

Caitlyn apretó la mandíbula.

—No debiste matarlos… —su tono era grave, pero se quebraba por la rabia—. No así.

Jinx sonrió de lado, girando apenas la taza en sus dedos antes de tomar un sorbo teatral de un líquido inexistente.

—¿Siempre hay nuevos, no? —murmuró, dejando la taza sobre el platillo con un clink perfecto—. Solo toma dos más de los recién graduados.

Las palabras se clavaron en la mente de Caitlyn como cuando fritas tajadas y te chisponea el aceite. No eran solo una provocación: eran las mismas que el Consejo había dicho alguna vez, con ese desprecio burocrático hacia las vidas de los suyos. El eco fue inmediato, corrosivo.

—¡Cállate, me tienes arta! —su grito fue la ruptura de su control. Se lanzó contra ella.

El primer golpe fue directo y cargado de fuerza, un puño buscando la mandíbula de Jinx, pero la criminal se inclinó hacia atrás con una agilidad casi felina, dejando que el aire cortara donde segundos antes estaba su rostro.

Caitlyn giró para seguir el ataque, pero Jinx ya había rodado hacia un lado, apoyando las manos en el suelo y levantándose con una ligereza insultante.

—Ah, ahí está… —dijo Jinx, sonando casi encantada—. Mi divertida y enojona Kilyn.

Caitlyn volvió a cargar, esta vez con una patada, pero Jinx atrapó su pierna con un giro rápido, usando el impulso para voltearla y empujarla contra la mesa. El tintineo de las tazas azules fue agudo, como un recuerdo que se rompía y se mezclaba con el presente.

Jinx no atacaba con fuerza letal. La empujaba, la esquivaba, la volteaba. Su cuerpo parecía hecho de goma, doblándose, arqueándose, moviéndose con una elasticidad que no buscaba destruir, sino provocar.

—¿Por qué? —escupió Caitlyn, levantándose de golpe, jadeante.

Jinx ladeó la cabeza, sus ojos brillando con algo que no era solo burla.

—¿Por qué qué? ¿Por qué me tomo la molestia? ¿Por qué colecciono cositas que no me pertenecen? —Se inclinó hacia adelante, su voz bajando hasta rozar la intimidad—. Porque nadie me lo impide. Quiero que tomemos el té, quiero hablarte, quiero mostrarte y tú nisiquiera intentas unir las piezas.

Caitlyn volvió a atacarla, un derechazo seco. Esta vez Jinx dejó que el golpe casi rozara su mejilla antes de girar la cabeza y dejarlo pasar.

—Vamos, Kilyn. Eres fuerte… pero yo soy más divertida.

Era insoportable. No solo esquivaba, sino que hablaba con una cadencia suave, casi afectuosa, como si en lugar de un combate estuvieran en una conversación privada. Y cada palabra pesaba más que los golpes.

La sala se llenaba con el sonido entrecortado de sus respiraciones, el crujido de los muebles, el choque de botas contra madera, el chasquido seco de las tazas cayendo una a una.

La fuerza de Caitlyn estaba allí, implacable, pero Jinx tenía el dominio del ritmo. Cada vez que Caitlyn creía acorralarla, ella se deslizaba, dejaba que el peso del ataque se volviera contra su enemiga. Y mientras tanto, la sonrisa seguía ahí, pintada como una burla dulce y venenosa.

En medio del forcejeo, Jinx alcanzó a murmurar, como si compartiera un secreto:

—Me gusta cuando te enfadas… te hace parecer que realmente te importa.

Y esa frase, más que cualquier golpe, desarmó un segundo la guardia de Caitlyn. Sin embargo la atrapó y con odio le dijo apretando los dientes:

Voy a borrarte esa maldita risa de la garganta para siempre.

Dio un paso rápido hacia adelante, pero Jinx fue más rápida, girando su cuerpo como un latigazo, esquivando el agarre y obligándola a corregir su equilibrio. El suelo crujió bajo el peso de ambas cuando finalmente chocaron: hombro contra hombro, manos buscando control, piernas tensas tratando de derribar a la otra.

Jinx se coló bajo el brazo de Caitlyn y la empujó hacia atrás, obligando a la comandante a retroceder un par de pasos. La comandante aprovechó ese retroceso para girar, intentando derribarla con una llave, pero la menor bloqueó con su rodilla, sonriendo como si todo fuera parte de un juego privado.

—Mmm… tienes manos frías, Kilyn… —susurró, acercándose lo suficiente como para que Caitlyn sintiera su respiración contra el cuello.

La mujer empujó con fuerza, intentando romper la cercanía, pero Jinx se aprovechó del impulso: en un movimiento brusco, la tomó por el antebrazo, la hizo girar y, con un leve cambio de peso, la inmovilizó contra el suelo. Caitlyn quedó boca arriba, y la peli celeste, sentada a horcajadas sobre su abdomen, sujetaba sus muñecas contra el piso.

—Te falta práctica cuerpo a cuerpo… —murmuró Jinx con una voz casi divertida, inclinándose lo justo para que sus narices quedaran a centímetros—. O quizá solo conmigo…

Los músculos de Caitlyn estaban tensos, pero su mirada no titubeaba.

—Suéltame.

—Ay, qué mandona… —rió Jinx, aunque sus ojos tenían esa chispa que mezclaba burla con algo más oscuro—. Si vamos a jugar, hagámoslo bien.

—Esto no es un juego.

—Claro que lo es… —y entonces, ladeando la cabeza, propuso—: Siéntate conmigo. Tomemos el té. Bajo la guardia, solo quiero que tomemos té.

Caitlyn frunció el ceño, pero la idea prendió como una chispa. Si Jinx bajaba la guardia, aunque fuera un poco, podría atraparla. Y mientras tanto, le sacaría información, solo si era astuta...

—Con una condición.

—La que quieras.

—Preguntas a cambio de respuestas. Tomaré el té contigo si aceptas.

Acepto.

Minutos después, ambas estaban sentadas en el suelo, con unas tazas de porcelana rescatadas de un rincón polvoriento. Caitlyn mantenía la espalda recta, los hombros tensos, y Jinx… Jinx parecía en otro mundo, girando la taza en sus manos pequeñas como si fuera el objeto más fascinante del planeta.

De pronto, empezó a cantar con voz ligera:

Y la iguana tomaba café… tomaba café a la hora del té… —cantó. Caitlyn alzó una ceja—. Vamos, canta conmigo.

—...

—¿Qué? ¿No conoces la canción? —Jinx la miró como si hubiera dicho algo ofensivo—. No puede ser… ¡es la segunda mejor canción infantil del mundo!

—¿Segunda?

—Sí, la primera es la de la cucaracha que no puede caminar. Esa es una obra maestra.

—Oh...

—Eres una decepción para Latinoamérica.

Genial.

Se sentaron en el suelo, frente a frente, el juego de té en medio. Caitlyn apretó la mandíbula, intentando no perder el objetivo.

—Nombre. El real.

Jinx.

—El verdadero.

—...

—No juegues conmigo.

—Oh, pero eso es lo único que sé hacer, sheriff… —susurró con esa sonrisa ladeada. Caitlyn no parpadeó.

—¿Qué eres?

Una falla… —dijo Jinx, bebiendo un sorbo de su té como si fuera obvio.

—¿Una falla de qué?

Silencio. Jinx ladeó la cabeza, observándola como si estuviera decidiendo si darle la respuesta o clavarle la cuchara en la mano.

—La más bella que jamás viste… —respondió al fin, con un deje de orgullo.

—Pregunté de qué.

—...

—¿Por qué atacas la academia?

—Deudas.

—¿Y a mí? —preguntó Caitlyn, inclinándose un poco hacia adelante. Los ojos de Jinx se encendieron con un brillo distinto, casi… peligroso.

—Porque tú eres divertida.

Caitlyn sintió que esa respuesta no tenía nada de broma.

—¿Que te debe la academia?

Otra vez silencio. Esta vez, Jinx solo bajó la mirada y bebió otro sorbo.

—Dejame disfrutar más mi té. No preguntes tanto.

Caitlyn suspiró pesadamente. Era como pelear… pero con palabras.

Y Caitlyn estaba empezando a entender que, para Jinx, ambas eran lo mismo.

Sin embargo, la comandante no había probado el té, quería ser cautelosa. La taza seguía frente a ella, el vapor ya disipado, la superficie inmóvil como un espejo opaco. Jinx, sentada con las piernas cruzadas al otro lado de la mesita improvisada, la observaba con una calma inquietante.

Entre sus dedos, jugaba con la cucharita como si fuera un metrónomo personal, marcando el compás de un juego que solo ella entendía. Caitlyn pensó que no lo había notado, pero, si, lo notó.

—Bébelo —dijo al fin, con una sonrisa apenas curvada.

—No tengo sed.

—No es una invitación, comandante… es la regla. Sin té, no hay respuestas. —Se inclinó hacia adelante, con los codos sobre las rodillas, mirándola como si fuera un experimento interesante—. Y no te gusta quedarte sin respuestas, ¿o sí?

Caitlyn sostuvo su mirada. Quiso decir algo cortante, pero las palabras se ahogaron en su propio orgullo. Con un suspiro controlado, tomó la taza. El aroma era dulce, más de lo que esperaba, casi empalagoso. Dio un sorbo pequeño, sin apartar los ojos de Jinx.

—Bien… —murmuró la criminal, como si acabara de domesticar a un animal salvaje.

Jinx giró la muñeca y miró el reloj que llevaba colgado, un viejo artefacto de cadena con la tapa abollada y pequeños grabados que parecían estrellas. Su sonrisa se ensanchó.

—Nos queda tiempo. Pregunta, Kilyn.

Caitlyn apretó los labios ante el apodo, pero siguió el juego.

—¿Cuántos ataques más planeas hacer?

—Los que sean necesarios. —Jinx arrastró la cucharita por el borde de su taza, produciendo un tintineo suave—. O los que me apetezcan. A veces, es lo mismo.

—¿Y cuándo vas a parar?

—Cuando abandones la idea de reenconstruir la academia.

—¿Me dejarías en paz? —preguntó Caitlyn, bajando un poco el tono, buscando la fisura. Jinx ladeó la cabeza, como si esa fuera la única pregunta que realmente le interesara.

—¿Te gustaría que lo haga?

Caitlyn sintió un nudo en la garganta, pero no dejó que se notara. Bebió otro sorbo para ganar tiempo.

—¿De dónde sacaste mi juego de té? ¿Cómo entraste a mi habitación?

—Ah… fue sencillo —Jinx sonrió, encantada con la pregunta—. Y no es tuyo. Es mío desde el momento en que te lo quité. Ya me lo habías prestado una vez, solo volvimos a jugar.

Caitlyn cerró los puños sobre las rodillas.

—¿Robar recuerdos también es parte de tu “diversión”?

—Solo si son bonitos. Tu y yo teníamos algunos.

—No te conozco.

Eso piensas.

Un silencio denso cayó entre ambas, roto únicamente por el sonido de un segundo sorbo de Caitlyn. Jinx volvió a mirar su reloj, y esta vez, al cerrarlo, un leve “tic” metálico resonó en la sala.

—Se acabó la hora del té —anunció de pronto, poniéndose de pie como si nada. Caitlyn reaccionó al instante, también levantándose.

—No te vas a ir. No he terminado.

Jinx apenas sonrió, caminando hacia un rincón oscuro. Entonces, un tono suave, casi juguetón, comenzó a sonar desde el reloj en su mano. Era un ding delicado, repetitivo, como una campanilla de juguete.

—Oh… —entonó Jinx, mirándola con teatralidad—. Es la hora de la siesta.

Fue entonces cuando Caitlyn lo sintió: una pesadez súbita en los párpados, un calor extraño en el pecho, una lentitud creciente en los músculos. Parpadeó varias veces, intentando despejarse, pero el mundo empezaba a perder nitidez en los bordes.

—¿Qué… hiciste? —logró murmurar, llevándose una mano al costado de la mesa para sostenerse.

—Primera regla, Kilyn… —Jinx se acercó despacio, con esa sonrisa imposible de descifrar—. Eres igual de incompetente que tus vigilantes. Ni siquiera revisaste si el té… era té.

Caitlyn trató de moverse, de alzar el brazo, pero Jinx llegó antes. Le tomó el mentón con suavidad, obligándola a mirarla de frente.

—Así está mejor —susurró, y con el pulgar le acarició la mejilla como si fueran viejas amantes—. Qué linda te ves cuando no tienes control.

Vas… a pagar… por… ugh... hija de...—pero las palabras se arrastraban, ahogadas por el sopor que se cerraba como un abrazo sofocante. Jinx la sostuvo, y Caitlyn sintió el roce de su cabello celeste sobre la piel.

Shhh… No te esfuerces, Kilyn.

La fuerza la abandonó en un instante. Sus rodillas cedieron y cayó hacia atrás, pero Jinx la sostuvo, guiándola suavemente al suelo. La comandante quedó allí, medio recostada, con el ceño fruncido y la mandíbula apretada incluso en la inconsciencia.

—Mira esa cara… hasta dormida, sigues pensando que puedes atraparme. Eres dulce.

Jinx sacó el teléfono de Caitlyn de su cinturón, lo encendió, bloqueado. Se encogió de hombros y abrió la cámara en la parte inferior de la pantalla de bloqueo.

Con una mano, levantó la cabeza de Caitlyn, apoyándola contra su muslo. Se inclinó junto a ella, mirando a la lente, y sonrió: una sonrisa amplia, de triunfo absoluto, con esa luz sádica en los ojos. El obturador sonó.

—Perfecto… Mira que guapas, nuestra primera foto juntas —murmuró, contemplando la imagen: ella, victoriosa, y Caitlyn, rendida.

Colocó el teléfono de la comandante a un lado, dejando que la pantalla mostrara la foto como una burla permanente. Luego, con cuidado, sacó un origami: una estrella amarilla, perfecta y delicada. La puso en la mano de Caitlyn, cerrando sus dedos alrededor de ella como si fuera un regalo íntimo.

Se inclinó hasta que sus labios rozaron la oreja de la comandante.

Dulces sueños, Kilyn.

Se incorporó, guardó el reloj en el bolsillo y comenzó a alejarse, sus pasos lentos resonando entre las paredes de la sala. La luz nocturna de la ventana caía sobre el cuerpo inmóvil de Caitlyn, iluminando la estrella en su mano y el brillo de la pantalla del teléfono, donde la sonrisa de Jinx seguía congelada junto a la imagen de su oponente dormida.

El juego de té quedó usado, en frente. El juego había terminado… por ahora.

Nota de la Autora: Hola mis niños, espero que estén muy bien

Notes:

Hola mis niños, espero que estén muy bien. Aquí les dejo otro cap de esta linda historia. Ayer no pude publicar pero aquí tienen, disculpen el día de retraso, la universidad me tiene muriendo. Los amo mucho y espero que lo disfruten.

Chapter 4: Una nueva Molestia

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Capítulo 3

Caitlyn abrió los ojos con un parpadeo lento, el olor a desinfectante golpeándole la nariz y el sonido monótono de los monitores a su alrededor llenando el cuarto de hospital

Caitlyn abrió los ojos con un parpadeo lento, el olor a desinfectante golpeándole la nariz y el sonido monótono de los monitores a su alrededor llenando el cuarto de hospital.

Su cabeza palpitaba con fuerza, y un hilo de memoria comenzó a filtrarse entre la neblina de su conciencia: el té, las risas, la sustancia que la hizo caer... y el rostro de Jinx, sonriendo, levantando su mentón como si todo fuera un juego macabro.

Una chispa de rabia le recorrió el pecho mientras intentaba incorporarse, pero el peso del cansancio la mantenía anclada a la camilla. Odiaba los hospitales y no muchos criminales la habían mandado allí.

Maldita Loca esquizofrénica... —se quejó.

—¿Cait?

A su lado, Jayce estaba sentado, con la expresión preocupada suavizada por la calidez que siempre le daba. Su mano se extendió instintivamente para tocar el brazo de Caitlyn, un gesto silencioso de apoyo.

—Cait... respira despacio, ya estás segura —murmuró, y ella logró asentir ligeramente, aunque el malestar aún dominaba su cuerpo.

Del otro lado, Mel permanecía erguida, impecable, con los brazos cruzados y una mirada fría pero observadora. La política detrás de su expresión le recordaba que, aunque a Jayce podía confiarle sus emociones, con Mel no había margen para debilidades, sin embargo, le tenía cariño a la comandante.

Antes de que pudiera recuperar completamente la conciencia, la puerta del cuarto se abrió con un golpe seco. El Consejo de Piltover, compuesto por los miembros más estrictos y observadores de la ciudad, entró en bloque.

Sus ojos la escrutaban como si fuera una ficha de juego caída sobre la mesa, incapaz de moverse por sí misma. Las preguntas vinieron al instante, directas, cortantes.

Comandante Kiramman —dijo el primero, con tono de reproche—. Explíquenos cómo la líder de la élite terminó en una camilla del hospital. ¿Acaso no supervisa sus propias operaciones?

Buenos días a ustedes también...

—Buenos días, ¿Y bien?

Caitlyn inspiró profundamente, su mente repasando cada movimiento de la noche anterior. La rabia no disminuía, pero necesitaba claridad para responder.

—Señores, anoche fui citada por una criminal específica —comenzó, su voz firme pero cargada de tensión—. Me pidió que fuese sola. Aun así, llevé a dos vigilantes conmigo para asegurarme de que no hubiera pérdidas humanas innecesarias... y aún así, ambos fueron asesinados.

—Entonces fue para que no muriera usted, más bien.

Exactamente.

El silencio llenó la sala por un instante, y varios miembros del Consejo intercambiaron miradas de desaprobación. Uno de ellos frunció el ceño, sus dedos golpeando la mesa:

—¿Está diciendo que actuó a espaldas del Consejo? ¿Que llevó a su equipo a una emboscada sin autorización? Comandante, esto es una violación grave del protocolo.

—Lo sé —respondió Caitlyn con voz firme—, y no lo niego. Pero si hubiera seguido el protocolo al pie de la letra, si hubiera llevado todo el cuerpo de justicia disponible, el desastre habría sido mayor. Esta era una estrategia. Un juego que debía seguir para poder atraparla.

Uno de los miembros del Consejo, visiblemente irritado, la miró con incredulidad.

—¿Y lo logró, Comandante? ¿Su plan funcionó? Porque parece que todo lo que ha logrado es terminar usted misma herida y dos de sus oficiales muertos.

Caitlyn apretó los dientes, su mirada fija y fría.

—Sí, lo logré —dijo con determinación—. Jinx está identificada, sus patrones están registrados, y mi estrategia asegura que la próxima vez no habrá pérdidas humanas. Pero necesitaba moverme rápido, sin avisar a todos, para no alertarla.

Hubo un murmullo entre los miembros del Consejo, seguido de un reproche más.

—Comandante, Piltover tiene reglas. Usted es la líder, sí, pero la seguridad de la ciudad no puede depender de decisiones individuales tomadas a espaldas del Consejo. La próxima vez que actúe sola... —su voz se endureció— corre el riesgo de ser depuesta de su cargo y reincorporada como sheriff de nuevo.

Jayce se adelantó entonces, levantando las manos en un gesto conciliador.

—Respetables miembros del Consejo —dijo calmadamente—, Caitlyn ha demostrado profesionalismo durante años. Su acción fue arriesgada, sí, pero calculada. Les pido que consideren su estado de salud actual y no establecer una orden así.

—Apoyo al concejal Talis —intervino Mel.

—Un día de descanso no solo es necesario, es prudente para su estado, eso sí lo propongo. —volvió a hablar el moreno.

Un murmullo de desacuerdo recorrió la sala, y algunos miembros levantaron cejas. Mel permaneció en silencio esta vez, evaluando la situación, pero sus ojos mostraban una ligera aprobación hacia Jayce y Caitlyn.

—Uno o dos días, nada más —dijo finalmente un miembro del Consejo—. Pero que quede claro, comandante, esto no puede repetirse. Todo movimiento debe ser informado, todas las decisiones evaluadas en conjunto.

Caitlyn asintió, aunque la tensión no abandonaba sus hombros. La presión de la responsabilidad combinada con el resentimiento de sentirse juzgada por algo que había hecho por estrategia le quemaba.

Jayce le dio un pequeño toque en la mano, un recordatorio silencioso de que no estaba sola, mientras Mel se limitaba a observar, rígida pero con un dejo de respeto en su mirada.

—Gracias —susurró Caitlyn, dejando escapar el aliento que había contenido—. Un día será suficiente.

Jayce sonrió suavemente, inclinándose hacia ella:

—Recupera fuerzas, Cait. El juego no termina aquí, pero no podemos permitir que te pierdas en él sola.

—Estaré bien si dejas de hablarme en metáforas —sonrió ella débilmente.

—Jamás.

Ella cerró los ojos brevemente, sintiendo la calidez de su amigo y la gravedad de la situación. Por fuera, todo seguía siendo profesional y calculado, pero dentro de ella, la rabia y la frustración hervían. Sabía que la ciudad la necesitaba, que el Consejo exigía resultados, y que Jinx... Jinx seguiría moviéndose en las sombras.

Y aunque intentara ignorarlo, una parte de Caitlyn sabía que aquel juego apenas comenzaba, y que cualquier decisión tomada ahora podía marcar la diferencia entre atrapar a la criminal... o perderlo todo.

—¿Señorita Kiramman? —una voz interrumpió sus pensamientos.

El doctor. Caitlyn lo miró y asintió, esperando su evaluación y posteriormente su diagnóstico.

—Doctor, buenos días.

—Permitame revisarla, la veo en mejoría en comparación de anoche —opinó él con seriedad.

Caitlyn permaneció en la cama del hospital, inmóvil, mientras el médico revisaba una vez más sus signos vitales y el ritmo de su recuperación.

El pitido constante de los monitores parecía marcar el tiempo, lento y opresivo. Cada parpadeo era un recordatorio de la noche anterior, del encuentro, del caos, de los cuerpos que no habían logrado sobrevivir.

—Está estable —dijo finalmente el médico, apartando el estetoscopio—. Puedes regresar a casa, pero solo 24 horas de reposo absoluto. Movimientos bruscos o cualquier alteración podrían provocarte mareos o empeorar la contusión en la cabeza.

Caitlyn asintió con un hilo de fuerza, agradecida y frustrada a la vez. Cada fibra de su cuerpo quería levantarse, moverse, buscar respuestas, pero debía cumplir. Jayce se inclinó hacia ella, apoyando su mano sobre la cama.

—Entonces vamos —dijo con suavidad—. Te llevaré a casa, Cait. No hay necesidad de quedarte aquí más tiempo del necesario.

Ella respiró hondo y, con cuidado, agradeció a Mel, quien ya se preparaba para retirarse.

—Gracias, Mel —susurró Caitlyn—. Por todo. Por asegurarse de que estuviera aquí... y por todo lo demás.

—No es nada, Comandante. Cuidese mucho.

—Igualmente.

Mel asintió con su habitual seriedad, inclinándose levemente antes de girar y salir del cuarto. Jayce ayudó a Caitlyn a incorporarse, sus manos firmes pero gentiles sosteniéndola mientras ella se levantaba.

Cada paso hacia el auto fue medido, cada movimiento controlado, obedeciendo al pie de la letra las indicaciones del médico.

La ciudad afuera parecía calmada, pero Caitlyn sentía la tensión en el aire, esa quietud antes de la tormenta que siempre anunciaba problemas. Jayce condujo con tranquilidad, aunque sus ojos no dejaban de escanear las calles, alerta.

—Entonces... —empezó Jayce, rompiendo el silencio—. Esta Jinx... ¿es la misma que atacó la noche reconstrucción de la Academia?

Caitlyn giró el rostro hacia él, con la luz de la ciudad reflejada en sus ojos magenta de determinación.

—Sí —dijo con voz firme—. La misma. La identificamos en las grabaciones, en los informes. Sus patrones, su modo de actuar... todo coincide. No hay duda. Y... Tuve una conversación con ella.

—¿Sobre?

Ella. Parece estar loca, o quizás hambrienta de una venganza que no ha cumplido. Tiene algo en contra de la academia, de mi, de Piltover.

Jayce asintió, pensativo, tocando levemente el volante con sus dedos.

—Es increíble. No solo es impredecible, Cait. Es inteligente, estratégica... y personal. Nadie que actúe así por simple diversión maneja tanto caos encima.

—No es solo un juego para ella —replicó Caitlyn—. Es memoria, odio y... algo más. Algo que no se atreve a decir, y que no quiero admitir que estoy empezando a estar en el centro de todo.

Hubo un silencio cargado, solo roto por el suave rugido del motor y el paso constante de la ciudad que parecía observarlos desde cada ventana iluminada.

—Deberías reforzar la seguridad —propuso Jayce finalmente—. O al menos considerar volver a la mansión Kiramman. Allí tendrías un entorno más controlado, tecnología avanzada, vigilancia constante.

Caitlyn negó lentamente, sin necesidad de palabras. Jayce la miró, entendiendo la carga que pesaba sobre sus hombros.

—La mansión... —murmuró ella—. Huele a ausencia. A mi madre. A un padre que nunca está del todo. Cada rincón me recuerda lo que perdí... y no quiero vivir entre fantasmas cuando ya estoy atrapada en este juego con esa loca.

Jayce asintió, con comprensión reflejada en sus ojos.

—Entonces tu departamento —dijo suavemente— será tu refugio por ahora. Pero Cait... no dudes en llamarme. Estaré pendiente, día y noche. No quiero que pases por esto sola.

Caitlyn le dedicó una pequeña sonrisa, apenas perceptible, mientras él estacionaba frente a su edificio. La calma tensa de la ciudad se filtraba a través del cristal del auto, un recordatorio silencioso de que todo podía estallar nuevamente en cualquier momento.

—Gracias, Jayce —dijo Caitlyn, mientras él la ayudaba a descender del vehículo—. Por todo. Por no juzgarme. Por ayudarme con esos viejos antes.

—Siempre —respondió él, con firmeza y suavidad al mismo tiempo—. Cuídate. Y descansa, aunque sé que descansarás solo lo necesario.

Caitlyn lo observó alejarse mientras subía a su departamento, el eco de sus pasos resonando en la entrada.

Cerró la puerta tras de sí y se apoyó contra ella, respirando profundamente. La ciudad seguía tranquila desde afuera, pero en su interior, la tensión, el miedo y la rabia crecían como un fuego silencioso.

Por un momento, permitió que el cansancio la venciera, sentándose en el borde del sofá. Su mente repasaba cada detalle de la noche anterior: el juego de té, los acertijos de Jinx, la mirada cargada de locura y venganza que había visto en sus ojos.

Sabía que no podía bajar la guardia, que cada instante contaba, y que la criminal que había desafiado todas sus estrategias estaba moviéndose en algún lugar, observándola, jugando con ella.

Y aunque estaba sola, Caitlyn comprendió que no estaba completamente indefensa. Tenía a Jayce, aliados y su propio ingenio. Pero sobre todo, tenía que prepararse para un enfrentamiento inevitable.

Porque Jinx no solo había regresado a su vida... había vuelto a Piltover para recordarle todo lo que la ciudad y el sistema le habían quitado. Aunque ella aún no comprendía el por qué, o de dónde la conocía tanto esa mujer.

Pero si sabía que, cuando ese juego comenzara de nuevo, esta vez no habría margen de error. No podía fallar.

BZZZZBZZZZZZZ (No, no de avispa, de celular vibrando)

El móvil vibró sobre la mesa de la sala de observación de la academia. Caitlyn, todavía con la cabeza palpitante y la memoria de la noche anterior difusa, lo tomó con movimientos automáticos.

Un mensaje de su padre apareció en la pantalla:

"Caitlyn, ¿estás bien? Estoy viniendo de inmediato desde que me enteré"

"Estoy bien, no es necesario que vengas"

"Mantente a salvo, ya casi llego."

Respiró hondo y tecleó con dedos todavía temblorosos:

"Trae galletas al menos. Te espero."

Lo envió y pensó en dejar el móvil a un lado, concentrándose en recobrar la claridad entre el dolor y la incomodidad de haber estado indefensa. Pero entonces, la pantalla se iluminó de nuevo aún en su mano, y lo que apareció la detuvo en seco.

Su cara de deformó en mil expresiones y todas eran de asco.

Era una imagen. Una selfie. Y no era cualquier selfie. Era la foto de anoche, la que ella jamás habría imaginado que alguien podía tomar: Caitlyn, inconsciente, con la cabeza inclinada hacia un lado, el té todavía en sus labios, y junto a ella, la sonrisa burlona de Jinx, levantando su cabeza con esa mezcla de diversión y desafío que solo la criminal podía reflejar.

Un escalofrío le recorrió la espalda. Su respiración se volvió entrecortada mientras sus dedos temblaban sobre la pantalla.

—¿Qué mierda acabo de ver...? —susurró, su voz apenas un hilo mientras la incredulidad la envolvía—. No... esto... esto no puede ser real... ¡¿Cuándo carajos... Cómo?!

Sintió un nudo en el estómago. Asco, rabia, humillación, y hasta un extraño sentido de culpa ajena se mezclaban dentro de ella. Cada detalle de la foto era un insulto directo a su control, a su autoridad, a su orgullo: Jinx la había vencido sin siquiera necesidad de violencia directa, había cruzado todos los límites sin ser detenida.

Caitlyn no podía apartar la mirada. La sonrisa de Jinx, la forma en que sostenía su cabeza vencida, la ironía de ese instante atrapado para siempre... era un anzuelo emocional, un desafío silencioso que la mantenía pegada a la pantalla, inmóvil. Cada respiración se le hacía pesada, y la rabia empezaba a transformarse en algo más profundo: obsesión.

—¡Y SE ATREVÍA A TIRARME DEL CABELLO! —dijo con voz fuerte, cargada de tensión—. ¿Sabe acaso lo mucho que me lo cuido? Pero claro, seguro ella se lava el suyo con jabón de lavar ropa.

Se levantó de golpe, ignorando el dolor de cabeza, y se dirigió a su despacho en la academia. El camino estaba silencioso, pesado, como si cada paso resonara con la determinación que crecía en su interior.

Una vez frente al tablero mural, Caitlyn lo contempló con ojos que ardían de frustración. Mapas, recortes, hilos antiguos... todo el trabajo anterior que había intentado organizar su mundo de información de otros criminales ahora parecía inútil frente a el caos que Jinx representaba, humillandolos.

Sin dudarlo, comenzó a arrancar los papeles con fuerza, tirando mapas y fotografías viejas al suelo, dejando que los hilos se enredaran y cayeran en un desorden catártico. Cada movimiento liberaba una parte de la rabia que la foto había despertado: cada recuerdo del ataque, cada error de cálculo que la había dejado vulnerable, cada segundo de humillación concentrado en esa imagen.

Ella jura que su fotito fué increíble, vamos a ver quién se ríe más la proxima—gruñó, mientras sus manos seguían trabajando con precisión obsesiva—. Voy a organizar todo. Cada movimiento. Cada pista. Cada juego que pienses que puedes ganar, Jinx... lo voy a controlar.

Cuando el tablero quedó vacío, Caitlyn respiró hondo y sacó todos los archivos de la noche anterior: informes, fotografías, datos de seguridad, registros de movimientos de la criminal, incluso rumores sobre sus últimas apariciones en la ciudad.

Poco a poco, comenzó a reconstruir un nuevo tablero, esta vez dedicado exclusivamente a Jinx. Los hilos rojos conectaban lugares de la academia, rutas de escape, posibles escondites, aunque solo pensaba en Zaun. Cada conexión, cada nodo, era una pieza de estrategia; cada hilo, un paso más cerca de recuperar el control que la menor había arrebatado.

Y finalmente, con movimientos cuidadosos pero frenéticos, colocó la foto de la noche anterior en el centro del tablero después de imprimirla, como el nodo central de todo el caso. Todos los hilos rojos se extendían desde esa imagen, como si cada plan, cada vigilancia, cada movimiento estuviera determinado por ese instante: Jinx sonriendo sobre su cabeza caída.

Ahora si vamos a ver quién es la perra de quién—susurró, con los dientes apretados—. Este es el caso. Este eres tú. Y no descansaré hasta que cada truco, cada movimiento, cada sonrisa torcida de tu parte, esté completamente bajo MI control.

El silencio del despacho se volvió pesado, cargado de una tensión que solo Caitlyn podía sentir. La comandante estaba decidida: Jinx no volvería a humillarla, no volvería a jugar con ella sin consecuencias.

La foto seguía allí, fija, como un desafío que no podía ignorar, y Caitlyn, con cada hilo colocado, con cada plan trazado, comprendió que este no era un caso cualquiera. Era una obsesión, un enfrentamiento entre el orden y el caos que definiría todo lo que vendría.

Pero ella no era cualquiera. Si, era mala para las fechas, lesbiana y lamentablemente intolerante a la lactosa. Pero más que eso, era la maldita elite de piltover. Y no se dejaría joder de una loca con bombitas.

TOC TOC TOC

La puerta del apartamento tembló bajo un golpe seco. Caitlyn, todavía con la cabeza roja de la rabia salió del despacho, hacia la puerta principal, respiró hondo antes de abrir.

Del otro lado, su padre estaba allí, con esa presencia firme que siempre la hacía sentir segura y, al mismo tiempo, vulnerable.

—Papá... —Sin pensarlo, se lanzó a sus brazos, un abrazo cargado de alivio y preocupación contenida.

—Caitlyn, mi niña... —su voz tembló apenas mientras la estrechaba—. Me asustaste.

—Lo sé... lo siento, papá —respondió ella, apoyando la cabeza contra su hombro—. No fue nada planeado... todo pasó tan rápido. Desperté en el hospital esta mañana.

Se separaron un poco, y él la miró con intensidad, buscando cada detalle en su rostro: la palidez, los moretones, el hilo de cansancio en sus ojos.

—¿Haz comido bien? —preguntó. Ella asintió.

—Entra. —pidió, haciéndose paso. Su padre entró, despojándose de la chaqueta.

—Explícame exactamente qué pasó —dijo con firmeza, pero sin perder la calma completamente—. No quiero medias verdades.

Caitlyn respiró hondo y comenzó a contarle todo: los primeros mensajes, las notas, la noche de la reconstrucción, cómo Jinx la había citado sola anoche a ese mismo lugar, cómo ella había ido con dos vigilantes confiables, y cómo la criminal los había eliminado a ambos y luego ella terminaba casi inconsciente tras el té con la sustancia.

Cada palabra que salía de su boca era una mezcla de frustración y orgullo; ella no se arrepentía de sus decisiones, pero la rabia por la manipulación de Jinx era obvia, dah.

Su padre frunció el ceño, una mezcla de incredulidad y enojo cruzando su rostro.

—¿Cómo es posible que alguien te ataque en tu propio terreno, Caitlyn? ¿En tu propio campo? ¿Y que estés sola frente a esta criminal? —preguntó, golpeando suavemente su pierna, la tensión evidente en sus hombros—. Esto no es un simple encuentro policial, ¡es tu seguridad!

—Papá, entiendeme —intervino ella, firme—. Lo que hice no fue un error de incompetencia. Si hubiera llevado un equipo completo, los dos o más vigilantes habrían muerto igual y yo también.

—Esto era estrategia. Tenía que seguirla, ver sus movimientos, anticiparme. No se trataba de seguridad pasiva, sino de actuar con cabeza fría —agregó.

—Caitlyn —dijo él, suspirando profundamente—. No te niego que eres capaz, pero esto es excesivo. No entiendo por qué insistes en la academia reconstruida. Sabes que ese lugar no es...

—Papá —respondió ella, con la voz firme y los ojos chispeando de desafío—. Yo soy la comandante de Piltover. Puedo cuidarme. Esa academia no es solo un edificio, es una herramienta. Es el único legado que dejó mamá.

—Si nos limitamos a huir cada vez que alguien me amenaza, o al consejo, o a la academia, nunca podremos proteger a nadie.

Él la miró, intentando calibrar su orgullo y su miedo, el amor por su hija y la preocupación por la niña que alguna vez fue.

—Pero esos mensajes... esas amenazas tan personales, en tu propio apartamento... ¿qué es esto, Caitlyn? ¿Una broma? ¿Quién se atreve a meterse así en tu espacio? —su voz se endureció, y su mirada buscaba la de ella como para no aceptar otra respuesta que no fuera completa honestidad.

—Ella se atreve, y lo seguirá haciendo—dijo Caitlyn, con una calma tensa, casi cortante—. Esto es diferente. Esto no es solo alguien dejando mensajes. Es un ataque deliberado, estratégico.

—Esa criminal que sabe exactamente quién soy y hasta dónde puede llegar. No es una broma. Es Jinx. —agregó.

Su padre se reclinó, cerrando los ojos un instante, exhalando con frustración.

—¿Entonces me estás diciendo que esta criminal puede aparecer en cualquier momento, incluso aquí, en tu apartamento? ¡No puedes permitir eso, hija!—su voz subió un tono, mezclando el miedo con la autoridad paterna—. Necesitas regresar a la mansión o tener vigilancia permanente. ¡No puedes jugar con tu vida de esta manera!

—Papá... —la mirada de Caitlyn se endureció—. No voy a volver a la mansión. Ese lugar huele a ausencia de mamá y a un padre distante que no estuvo cuando debía.

La mirada de su padre le dolió por un instante, bajó la cabeza y se acomodó un mechón de cabello, arrepentida por lo que dijo.

—Lo siento yo...

—No, tienes razón —dijo él. Caitlyn suspiró pesadamente.

—No necesito recordatorios de eso. Y no voy a someterme a guardias permanentes si no las elijo yo misma. Soy la comandante, puedo protegerme, no necesito terceros.

—No se trata de protegerte, Caitlyn...—demandó él, pero sin dejar de mirarla con preocupación—. Se trata de tu vida. ¡De que alguien con menos escrúpulos que tú no pueda jugar contigo como lo hizo anoche!

—Lo entiendo, papá, y agradezco tu preocupación —replicó Caitlyn, con un hilo de voz firme y sereno al mismo tiempo—. Pero puedo manejarlo. Puedo mantenerme segura y seguir trabajando en lo que tengo que hacer.

—La seguridad que me impones no va a garantizar nada. Solo voy a sentir que vivo vigilada, y eso no ayuda. —agregó.

Hubo un silencio tenso. El padre frunció el ceño, pensando en cada palabra, en la obstinación de Caitlyn, en su necesidad de autonomía, y en la urgencia de protegerla sin invadirla.

—Muy bien... —dijo finalmente, su voz más baja, pero con firmeza—. Aceptaré que te quedes en tu apartamento, pero tendrás vigilancia, el menos solo una persona. No estaré tranquilo.

La comandante negó con la cabeza ante la idea.

—Estoy bien.

—No es una negociación.

—Soy una adulta.

—Y soy tu padre, no me importa que tengas 40 años, velo por tu seguridad.

—No tengo 40 años.

—No, por esos pasé yo hace rato, pero era un ejemplo.

Caitlyn suspiró pesadamente, sabía que él solo se preocupaba sin embargo la idea de que alguien la "cuidara" era estúpida, ella podía cuidarse por si misma.

Y claro, una criminal le había ganado 2 veces y la había humillado, dejado inconsciente y en el hospital pero esos son solo detallitos.

Finalmente, después de pensarlo y solo para que su padre dejara de molestarla... asintió, dejando escapar un pequeño suspiro de alivio, aunque su orgullo seguía intacto.

—Eso quizás lo puedo aceptar —dijo, con voz firme, mientras un atisbo de sonrisa cruzaba su rostro—. Solo uno y será bajo mis condiciones.

Su padre exhaló, relajando los hombros por primera vez en minutos, aunque la tensión todavía colgaba en el aire como una amenaza.

—Perfecto entonces yo mismo puedo ayudarte a elegir al miembro del cuerpo de seguridad. Un hombre fuerte y competente que...

—¿Un qué papi disculpe? ¿Hombre? Creo que el cerebro no te está cerebrando. —lo interrumpió ella.

—¿Qué tiene?

—Prefiero comer vidrio a soportar un hombre persiguiendo me 24/7. Esa raza da miedo.

—Caitlyn...

—Solo estoy bromeando. Pero no, será mujer o nada. Tómalo o déjalo. —condicionó. El hombre suspiró pesadamente.

—Entonces está decidido. —Su mirada era grave—. Pero quiero que esto se resuelva rápido, Caitlyn. No podemos dejar cabos sueltos, y menos tú, sola, frente a alguien como... Ella.

—Lo sé —respondió Caitlyn, con determinación y un brillo intenso en los ojos—. Y no se repetirá. Pero recuerda: soy la comandante. Esto es mi territorio, mi vida y mi trabajo, y lo voy a mantener así.

Se miraron unos segundos más, un acuerdo tácito de respeto y cuidado mutuo, antes de que Caitlyn se levantara para ir a la cocina por algo para ofrecerle y su padre se quedara aún sentado en el sofá, respirando hondo, consciente de que su hija seguía siendo obstinada, peligrosa y, al mismo tiempo, más capaz de lo que él podría proteger.

Esa noche la pasó con su padre, y al día siguiente, cuando él insistió en acompañarla ella lo detuvo. Decidió ir sola en busca de su nueva "seguridad" la academia pequeña de vigilantes. Todo le recordaba a casa, aunque ella nunca hizo parte:

El eco de los disparos resonaba en el campo de prácticas de la academia como una sinfonía metálica. El olor a pólvora se mezclaba con el de la tierra húmeda, el crujido de botas marcaba el ritmo de un entrenamiento impecable.

Caitlyn avanzó por el pasillo lateral, todavía con el cuerpo resentido del hospital, pero con la mente fija en cumplir el pacto que había hecho con su padre.

Un par de oficiales de menor rango la acompañaban, explicándole la situación.

—Tenemos los recién graduados y... un grupo nuevo que llegó hoy—dijo uno de ellos, con tono casi orgulloso—. Jóvenes reclutas que ya tenían entrenamiento previo, algunos hasta participaron en torneos de tiro y de combate antes de presentarse aquí.

—¿Nuevos? ¿De dónde vienen?

—Otra parte de Runaterra. Según escuché, entre nosotros... Llegaron con los veteranos, esta mañana volvieron Vi y Loris. Los jóvenes llegaron en el mismo barco.

—¿Vi está de vuelta? —cuestionó la sheriff sonriendo internamente.

—Si comandante.

Vi era literalmente su inspiración, bueno, no a tal punto, pero era importante para ella. Era la única mujer sobreviviente del incendio, junto a su compañero, Loris. Estudiantes y graduados en ese año, un proyecto impecable según le contó su madre, los más fuertes, los mejores del cuerpo de seguridad de piltover. Tan profesionales que no respondían nada que no fuese de manera profesional.

Caitlyn había intentado acercarse luego del incendio, hablar, preguntar, conocer, pero ambos eran... Cerrados, fríos, miradas apagadas y pocas palabras. Así que se conformó con admirarlos.

Viajaban cada año, al parecer para renovar su entrenamiento, era fuera de piltover, pero Caitlyn sabía que al reenconstruir la academia, podrían volver a tener su entrenamiento de alta calidad en casa. Como siempre debió ser, sin esa tragedia.

—Entonces... Si esos chicos vinieron con ellos quiere decir que son importantes. —notó Caitlyn.

—Si, lo son. Pero aún no son oficiales. Están en lo que llamamos... preselección, deben completar el entrenamiento mayor, solo son 2 semanas y...

Caitlyn alzó la vista hacia el campo: una veintena de jóvenes corrían en formación, ejecutaban saltos sobre obstáculos, practicaban disparos rápidos. El impacto visual era fuerte: se notaba la disciplina en sus movimientos, aunque también había cierta crudeza en su forma de ejecutar, como si aún no tuvieran pulida la técnica oficial.

Su mirada se detuvo en una figura en particular. Una chica, delgada pero fibrosa, cabello negro y corto, cejas poblada, pestañas largas y el rostro endurecido por la concentración. Disparaba con una precisión quirúrgica; cada bala atravesaba el centro de las dianas sin titubeo.

Luego, al sonar el silbato del instructor, dejó el fusil a un lado y se lanzó al cuerpo a cuerpo contra un muchacho más alto y corpulento. En segundos lo había derribado con un movimiento seco, implacable. El grupo aplaudió entre risas y murmullos, pero ella simplemente se sacudió las manos, seria, con el pecho agitado.

Caitlyn no pudo evitar murmurar:

—Impecable.

El oficial que la acompañaba notó su interés.

—Ah, sí... esa es Daniela. Una masita. Pero... —hizo una pausa incómoda—, todavía no pasa por los protocolos oficiales. No podemos asignarla.

Caitlyn giró el rostro, frunciendo el ceño.

—¿Perdón?

—Son las normas, comandante. Estos jóvenes aún no son vigilantes oficialmente. Hasta que cumplan con el proceso completo, no podemos...

Ella lo interrumpió con voz seca:

—Yo soy la comandante. Si quiero a una de esas personas, la requiero ahora. No necesito que me recuerden protocolos, tampoco quiero un robot de pocas palabras. La quiero a ella. —demandó. El oficial tragó saliva, bajando la mirada.

—Sí... señora.

Caitlyn no esperó respuesta. Caminó hacia el campo, sus botas resonando fuerte sobre el piso. Los reclutas se quedaron quietos al verla acercarse, algunos se enderezaron instintivamente como si esperaran inspección. Daniela, en cambio, la miró sin mucho interés, todavía sudorosa por el combate, limpiándose el rostro con la manga.

—¿Daniela? —preguntó Caitlyn al llegar frente a ella.

La joven asintió, erguida. Tenía un aire duro, casi intimidante... hasta que habló.

—Holi, puede llamarme Dani, es más lindo—soltó con una sonrisa inesperada, su voz dulce y cálida como un resorte que descolocó a Caitlyn de inmediato. La comandante parpadeó, desconcertada.

—... ¿Dani?

—Sí, Dani, ¿Tiene problemas para escuchar acaso o...?—repitió la muchacha, confundida, como si fuese la cosa más normal del mundo.

Caitlyn suspiró con incredulidad, llevándose dos dedos al puente de la nariz.

—Bien... esto será interesante. Y no, no tengo problemas auditivos.

—¿Interesante bueno o interesante malo? —Daniela arqueó una ceja.

—Ya veremos.

—Me gusta su coleta —la pelinegra se quedó perdida en el nudo con ojos curiosos—. Se ve tan profesional.

—Gracias.

Minutos después, ambas caminaban hacia un lado más tranquilo del patio. Caitlyn habló con firmeza:

—Necesito a alguien para reforzar mi seguridad personal. No es exactamente el trabajo de tus sueños, lo sé. Básicamente quiero que existas en mi apartamento. Comer, dormir, ocupar espacio. No pelear, no meterte en problemas. —explicó. Daniela la miró como si le hablara en otro idioma.

—¿Perdón? ¿Me está ofreciendo... que me pagará por existir?

—Exacto.

—No. —la cortó. Caitlyn se sorprendió por la rapidez de la negativa.

—¿No?

—No vine hasta aquí para ser una planta de decoración con sueldo. Yo quiero pelear, comandante. Quiero estar en las calles, enfrentando criminales, no... no cuidando a alguien que ya sabe defenderse sola. —expresó. El orgullo en las palabras de la chica hizo que Caitlyn la mirara fijamente unos segundos.

—Yo también pensaba así a tu edad. Creía que lo único que valía era la acción. Pero hay batallas que no se libran en las calles. Algunas son más silenciosas... pero igual de importantes. —respondió. Daniela cruzó los brazos.

—No suena muy convincente.

Caitlyn dio un paso más cerca, bajando el tono de voz:

—Te pagaré el doble de lo que ganarías en patrullas regulares. Tendrás tu independencia, recursos, y aprenderás directamente de mí. Y aunque no lo quieras admitir, si aceptas este puesto, estarás más cerca de la acción de lo que imaginas.

Daniela la miró con desconfianza, pero la chispa de curiosidad le brilló en los ojos.

—¿Cerca de la acción, irrumpen criminales en su casa o cómo?

—Créeme —respondió Caitlyn con seriedad—, cuando se trata de criminales invadiendo mi privacidad... la acción nunca tarda en tocar mi puerta, más bien mi ventana. Hay una en especial que me visita recientemente y no es que no pueda defenderme, pero insistieron en alguien para que esté a mi lado cuando ella venga a jugar.

—¿Jugar?

—Si, jugar con té para dormirte, bombas y si tienes suerte, una que otra bala no mortal.

Hubo un silencio denso. Finalmente Daniela sonrió, ladeando la cabeza.

—Está bien, comandante. Pero si me aburro, quiero regresar a patrulla.

—No lo harás. —Caitlyn extendió la mano. Daniela la tomó con un apretón firme.

—Trato hecho.

Esa misma tarde llegaron al apartamento de Caitlyn. El lugar estaba en orden impecable, como siempre. Daniela dejó su mochila en la entrada, mirando todo con ojos curiosos. Parecía un gatito negro explorando, la comandante se posó a su lado, su figura alta en contraste con la más baja.

—Wow... bonito lugar. Aunque un poco... ¿cómo decirlo? Demasiado ordenado. —comentó. Caitlyn frunció el ceño.

—Ese es exactamente el punto.

—Owww tiene plantitas... —notó la pelinegra en la ventana. La comandante rodó los ojos.

Caminaron hacia la sala y Caitlyn, con los brazos cruzados, dictó las reglas:

—Escucha bien, Daniela. No interfieras con mi trabajo, no me molestes mientras esté en mi despacho, no revises mis cosas y no esperes que te entretenga.

Daniela sonrió amplia, divertida.

Dani —la corrigió—. Y suena como típica mamá latina que le dice al chamaco que no toque nada.

—Quizás. "No me molestes y yo no te molesto" —repitió Caitlyn, tajante.

—Está bien —respondió la chica, levantando los pulgares—. Trato hecho, comandante.

Caitlyn suspiró, llevándose la mano a la frente.

Caitlyn, llámame Caitlyn.

Daniela dejó caer su mochila sobre el sofá, se tiró a su lado como si fuera su casa y preguntó alegre:

—Entonces... ¿Tiene más plantitas?

Jinx nunca había estado sola

Jinx nunca había estado sola. No completamente, en realidad.

Recordaba parte de su infancia distorsionada con Vi, pero era feliz en ella. Corriendo por los callejones, la pelirroja cantándole mal por las noches y arropandola del frío, peinando su cabello aunque no supiese hacerlo y dándole de comer cuando las sobras alcanzaban para preparar algo decente.

Hizo hasta lo posible por su hermana mayor, por recuperarla, y había fallado, ella terminó siendo esa falla en su mismo plan.

El recuerdo del incendio aún olía a humo, aunque hubieran pasado ya años. Jinx solía reírse de eso, decía que lo único bueno de Piltover era que ardía bonito cuando lo prendes en llamas. Sin embargo, hubo alguien... Ekko nunca se lo discutió.

Aquella noche, cuando ella escapó tambaleante, tiznada de ceniza y con la mirada perdida, él fue quien la encontró en Zaun. Una niña desmayada y con quemaduras en el suelo frío de la madrugada. Fue más curiosidad que otra cosa.

—¿Hola? Niña... ¿Estás viva? —preguntó frunciendo el ceño.

—¿Los muertos no hablan o si? —respondió la menor apenas, era más el dolor por las quemaduras.

—¿Qué te pasó?

—Incendié una academia.

—Genial, el terrorismo es... Genial. —contestó él sonriendo forzadamente.

Powder levantó la mirada apenas, su cabeza sangrante al igual que su ojo derecho. Las quemaduras graves y su cuerpo apenas respondiendo. Su labio tembló mientras veía al chico distorsionado frente a ella, su cabeza dolía cada vez que trataba de enfocarlo bien.

—Soy Ekko. ¿Tienes nombre? —cuestionó el moreno. La pequeña movió los labios apenas.

Powder, pero ellos me dijeron que Jinx era mi nuevo nombre.

—Powder es más lindo... Bueno, si es que te importa y...

—No me importa —lo cortó ella, tratando de moverse—. Pero... Gracias, también me gusta más Powder.

El chico sonrió de nuevo y no supo cómo, ni cuándo, pero al darse cuenta ya estaba ayudando a aquella niña a ponerse de pie y caminar a su lado, quejándose.

No la acogió como un héroe, ni como un salvador; eran de la misma edad, apenas críos que ya sabían lo que era sobrevivir entre escombros y alimañas. Simplemente compartieron lo poco que tenían y, desde entonces, no dejaron de apoyarse, aunque la forma de hacerlo fuera rara, caótica, a veces incluso hiriente.

Jinx siempre lo fastidiaba. Ekko siempre la aguantaba. Se necesitaban, y lo sabían.

Y ahora, de noche en el taller improvisado de Ekko, con engranajes desperdigados por el suelo y una lámpara parpadeante que parecía estar a punto de morirse, ella estaba sentada en lo alto de una mesa, columpiando las piernas como si fueran metrónomos defectuosos.

—Oye, Negro —lo llamó con esa voz nasal de burla que usaba solo con él—, ya no quedan más duraznos en el refrigerador. Que por cierto, deberías revisarlo, es el mejor guerrero entre todos los refrigeradores, apenas y enfría. Pareces un prodigio que desperdicia talento.

Ekko no levantó la vista de lo que estaba ajustando.

—Y tú pareces un gato callejero con problemas mentales y de rabia, pero aquí estamos, ¿no? —respondió con calma, aunque se le escapó una media sonrisa.

—Gracioso, ¿Te la metió un payaso anoche o fue tu noviecito rubio? —exclamó ella, y le arrojó una tuerca que rebotó contra la pared. Después rió como si fuera el mejor chiste del mundo.

—Al menos tengo a Ezreal, pero tú... ¿Alguna vez dejaras de ser una puberta y aprenderás a besar al menos o ne? —El moreno contestó con una sonrisa ladeada.

Con tu mamá quizás aprenda.

—Que mierda Jinx, que asco.

Ese tipo de interacción era común: insultos disfrazados de bromas, golpes flojos, risas demasiado ruidosas. Era la única manera en la que podían ser ellos mismos.

Después de un rato, Ekko suspiró, se quitó los guantes y la miró de reojo.

—Entonces dime, ¿qué has estado tramando últimamente? No te veo en días... y cuando apareces, hueles a pólvora y problemas.

Ella abrió los ojos exageradamente, como si fingiera inocencia.

—¿Yo? Nada. Solo he estado jugando un poquito.

—Ajá, tú juras que nací ayer. ¿Jugando con qué?

—Con quién, más bien. —sonrió torcida, sus ojos brillando ligeramente —. Con la comandante.

—¿Caitlyn?

—La misma. —respondió. El gesto serio de Ekko apareció al instante.

—Sabes que eso no es un juego, Jinx. Te estás metiendo en terreno peligroso.

Ella se dejó caer de la mesa de un salto, aterrizando frente a él con los ojos brillando como bengalas.

—Peligroso es sinónimo de emocionante, una aventura es más divertida si huele a peligro. Y yo no nací para aburrirme, Negro.

—No le veo sentido.

—Tengo que encontrar a mi hermana. Y a esa preciosa amargada es la única que puede guiarme a ella. Es la única que puede recordar, la única que sabe, ella estuvo ahí.

El chico frunció el ceño, cruzándose de brazos.

—Eso no va a terminar bien. Si sigues presionando a Piltover, va a caer sobre ti como una montaña. Caitlyn no es la mejor persona para obtener información, no de esa forma.

—No límites mi creatividad—agitó la mano, despectiva—. Solo estamos jugando, como cuando eramos niñas. Bueno, con uno que otro cadáver de por medio, nada que ellos no nos hayan quitado primero.

—Hablas como si no te importara morir.

Jinx ladeó la cabeza, su sonrisa torcida se volvió más sincera por un segundo, como una grieta en la máscara.

—¿Y si no me importa?

El silencio se extendió un instante, pero Ekko lo rompió rápido, chasqueando la lengua.

—Pues a mí sí me importa, idiota. No voy a dejar que aparezcas muerta después de los cimientos dónde me tocó sacarte. Te necesito.

—Lo sé yo...

—No, enserio, te necesito, Powder.

Ella lo observó, pestañeó un par de veces... y luego le dio un empujón en el hombro.

—Siempre tan dramático, no nos pongamos sentimentales. Te preocupas demasiado.

—Y tú muy poco —contestó él, devolviéndole el empujón, aunque con menos fuerza.

—Por eso hemos durado tantos años sin arrancarnos la cabeza —se carcajeó ella, casi cayendo hacia atrás. Ekko negó con la cabeza, resignado, aunque sus labios no pudieron evitar curvarse.

—Mira, no voy a intentar detenerte. Sé que quieres recuperar a Vi. Pero escucha: si vas a seguir con esto, quiero que tengas un sitio al que volver. No importa cuán loco sea tu juego... cuando todo explote, vienes aquí, conmigo, con Ezreal ¿Entendido?

Jinx se acercó lo suficiente como para quedar a centímetros de su cara, con una sonrisa peligrosa.

—¿Eso significa que me ofreces refugio en tu lecho homosexual?

—Eso significa que, aunque seas insoportable, alguien tiene que evitar que termines con la cabeza volada en cesos. Así que si.

—¿Saben que son mi Bl favorito verdad?

—Lo hemos notado.

—Aveces me sorprende tu capacidad de aguantarme. Eres el único que lo hace.

—Ezreal también te quiere.

Me quiere pero linchar.

—Bueno... tú eres la única que me hace replantear si debería haberme ido e ignorado a la niña quemada aquella noche —contestó él con ironía, aunque la mirada lo traicionaba: hablaba en serio en su preocupación. Jinx lo señaló con el dedo, aún sonriendo.

—Me habría cuidado por mi misma. He sido valiente desde niña.

—Claro, como cuando un perro elegante de piltover te persiguió hasta la frontera y caiste en una alcantarilla.

—¡Ese perro quería matarme!

—No te quita que seas una niña alcantarilla. El perro no tiene la culpa. —él se encogió de hombros.

—Sé que te preocupaste en el fondo. Me quieres.

—Te tolero, que no es lo mismo.

—Tolerancia, sorprendente viniendo de un pacifista. —Ella rió.

Ekko no la interrumpió; ya estaba acostumbrado. Así eran ellos: entre insultos, sarcasmos y advertencias envueltas en bromas. Amigos, casi hermanos, unidos por la supervivencia y por una humanidad rota que solo el otro sabía reconocer.

No necesitaban más. Sin embargo, no era suficiente. Jinx no estaba bien, lo sabía, pero... A veces era demasiado.

Su obsesión con Caitlyn empeoró, bueno, solo un poco.

Llevaba tres noches en el mismo sitio, encogida sobre una cornisa del distrito superior, con las rodillas al pecho y los dedos manchados de pintura seca que usaba para garabatear caritas sonrientes en la pared mientras vigilaba.

El departamento de Caitlyn era como un teatro privado al que tenía acceso exclusivo. Cada luz que se encendía, cada sombra que se deslizaba detrás de las cortinas, era para ella.

Sabía de memoria la rutina. Caitlyn llegaba tarde, colgaba su abrigo en el mismo perchero, se quedaba unos minutos quieta en el salón, luego se servía un trago antes de sentarse en el sillón junto a la ventana. Jinx lo sabía todo. Hasta cuánto tardaba en ir al baño después de cenar.

—Siempre igual, comandante... tan predecible, tan aburrida... pero interesante —murmuraba, con una sonrisa torcida mientras balanceaba las piernas al borde del abismo.

Aquella noche, sin embargo, el patrón cambió. Una silueta distinta cruzó el salón. Jinx entrecerró los ojos y alzó el catalejo oxidado que cargaba siempre.

Era otra mujer. Más baja que Caitlyn, cabello oscuro, corto, expresión seria pero... Dulce. No se movía como alguien de paso: revisaba, miraba hacia las ventanas, se detenía detrás de la comandante como si midiera el espacio, le hablaba, sonreía. No llevaba uniforme, no parecía soldado, pero había algo en ella... algo que se interponía.

El corazón de Jinx empezó a latir más rápido. Un tambor sordo en los oídos.

—¿Y tú quién mierda eres? —susurró, con una risa nerviosa.

Apoyó el catalejo contra el ojo hasta que le dolió, observando cada mínimo gesto. La mujer hablaba poco, apenas inclinaba la cabeza, pero parecía atenta y sonriente a lo poco que hablaban.

En realidad, nadie estaba sonriendo, pero ella lo veía... Las sonrisas forzadas hasta los ojos, como en esos vídeos de terror analógico. Era la falla en su cabeza jugandole una broma.

La respiración de Jinx se cortó. Sintió un nudo en la garganta, luego un pinchazo detrás de los ojos. Parpadeó, y por un instante ya no vio a una sola mujer, sino tres. Tres figuras idénticas de esa misma mujer, todas al lado de Caitlyn, todas inclinándose demasiado cerca, todas ocupando el espacio que la menor había tenido en su mente.

—No... no, no, no, no, no... —murmuró, apretándose las sienes con ambas manos.

Los flashes llegaron con fuerza. Caitlyn joven tocando sus manos, enseñándole a doblar papel, luego juntas tomando el té como princesas en cuentos imaginados por Jinx, la voz cálida de la joven hablándole. Su piel se erizó y las uñas se hundieron en la carne de su brazo hasta dejar marcas rojas.

—¿Quién es ella? ¿Quién es ella? ¿Quién es ella? —empezó a repetir en un murmullo rápido, como un rezo que le quemaba la lengua.

El mantra la acompañó mientras observaba. El mundo alrededor desapareció: el ruido de Zaun, las luces lejanas, incluso el viento helado. Solo quedaban Caitlyn y la intrusa. De repente se levantó de golpe, tambaleándose sobre la cornisa.

—Está bien, sheriff... si quieres jugar a las casitas con tu amiguita nueva, yo también quiero jugar. Ahora sí vamos a ver quién es más vergas.

Sacó una granada de su bolso, la hizo girar en la mano, la pintó con un marcador hasta dibujar una carita con lengua afuera.

—Dejame ver si ella corre tan rápido cuando las cosas explotan.

Se rió sola, un sonido seco, sin aire. Y entonces, como siempre que las cosas se le salían de las manos, terminó bajando de nuevo para buscar a Ekko y contarle el chisme.

Lo encontró en su escondite, ajustando un engranaje en uno de sus inventos, iluminado por la luz azul de sus cacharros. Ekko levantó la vista al escucharla llegar, y ya solo con verla entendió que venía con tormenta en los ojos.

—Otra vez estuviste arriba, ¿verdad? —dijo, sin siquiera preguntar.

Jinx se dejó caer en un sillón roto, dejando caer las piernas por un costado. Todavía apretaba la granada en la mano como si fuera un juguete.

—No estaba "arriba". Estaba vigilando a Kilyn y me llevé una sopresa, no de las que me gustan.

—¿No estaba?

—Alguien más está ahí con ella, en su departamento, una mujer.

—Jinx... —Ekko suspiró, dejó las herramientas a un lado y se cruzó de brazos—. Caitlyn no está prohibida de tener a quien quiera ahí, tu eres quien no debería subir a espiarla como si fuese tu juguete favorito.

Ella lo miró de golpe, con una sonrisa amplia y los ojos vidriosos.

—Pero ella es mi juguete favorito.

—Ya habíamos hablado de esto. Y sobre esa "mujer" no debería importarte.

—Me importa. —aclaró. Ekko frunció el ceño, tratando de no mostrarse impaciente.

—Probablemente sea seguridad, o alguien del consejo. No significa nada y si significara... No. Es. Tu. Problema.

Jinx golpeó el sillón con la palma, un movimiento brusco.

—¡Claro que es mi problema! Ella se metió en mi tablero, Negro. En mi juego. Y yo soy la que mueve las piezas, no ella.

Hubo un silencio. Ekko la miró, buscando las palabras correctas. La conocía lo suficiente para saber que contradecirla de frente solo la empujaría más.

—Mira —dijo con calma—. Si de verdad viste a alguien, lo único que significa es que están más atentos. Es peligroso. Si te acercas, vas a salir perdiendo.

Jinx empezó a balancearse en el sillón, adelante y atrás, murmurando entre dientes:

—¿Quién es? ¿Quién es ella? ¿Cómo... Cómo...? —comenzó a sobrepensar. Ekko se acercó despacio y se agachó frente a ella, poniéndose a su altura.

—Jinx. Respira. Escúchame. No necesitas saberlo o averiguar nada.

Ella se inclinó hacia él de repente, con la sonrisa torcida y los ojos desencajados, pero en el fondo... Había un poco de dolor, solo un poco.

—Si necesito. Necesito ver qué hace la comandante cuando le rompa su nuevo juguete. —demandó. Ekko cerró los ojos un instante. Sabía que ya no la estaba alcanzando.

—Solo... prométeme que no vas a lastimar a esa mujer y mucho menos vayas sola. No tiene nada que ver contigo o Caitlyn. —pidió. Jinx se echó a reír, tirándose hacia atrás con los brazos abiertos.

—¿Lastimarla? No que va ¿Y quién dijo que estoy sola? Tengo a mis bebés, tengo mis bombas, y tengo esa vocecita en mi cabeza que nunca me deja. Esa... Falla. —Alzó la granada y le pintó otra sonrisa encima, hablándole como si fuera una amiga:

—¿Verdad que no estamos solas? —agregó, como si jugase.

Ekko apretó los labios, impotente. Ella ya estaba lejos, atrapada en su propio circuito. Y lo peor era que, aunque la quisiera detener, sabía que Jinx solo oía lo que quería oír.

 Y lo peor era que, aunque la quisiera detener, sabía que Jinx solo oía lo que quería oír

La lámpara del despacho derramaba un círculo de luz amarillenta sobre el escritorio. Caitlyn repasaba por enésima vez el mapa extendido, dedos largos sosteniendo una pluma con la que dibujaba rutas invisibles en el aire. Alfileres marcaban entradas, callejones, puntos ciegos que nadie más vería.

Estaba idea del un plan, llevaba horas en ello, era perfecto. "Jinx nunca resiste la academia", pensó.

Había patrones en su locura, ritmos que se repetían. Cada vez que alguien osaba tocar esas ruinas, ella aparecía. Caitlyn lo había comprobado con reportes, con grabaciones, con simples rutas en el Bajo Piltover.

—Vendrá —susurró, más para sí que para nadie.

El plan estaba claro: un movimiento en falso en la reconstrucción, un equipo llamativo de trabajadores "descuidado", patrullas escondidas en las sombras y Vi, ahora Vi, preparada en la retaguardia para cerrarle el paso cuando ella, Caitlyn, la empujara hacia la trampa.

Apretó el puente de la nariz y sonrió con esa calma que siempre antecedía a la cacería.

—No puedes resistirte a dañar las reencontruciones. Y cuando vengas, no saldrás.

La puerta se entreabrió, Daniela asomó la cabeza con el cabello aún húmedo de la ducha previa que había tomado.

—¿Sigues ahí clavada, comandante? —preguntó con voz curiosa.

—Revisando los detalles —respondió Caitlyn, sin levantar la vista.

—Es la quinta vez hoy.

—Por eso mismo no habrá errores. —Caitlyn le devolvió una mirada fugaz, seca, pero con un destello de confianza—. Cuando aparezca, quiero que cierres su única salida. La que ella cree que es suya.

Daniela arqueó una media risa.

—¿Realmente es tan peligrosa como para tener un plan más meticuloso?

—Ella es... Caótica, eso la hace difícil.

—El caos no es imposible de ordenar...

Caitlyn no respondió, volvió a la mesa. Cada movimiento estaba previsto. No habría lugar para improvisación... al menos de su lado.

La noche afuera era tranquila, casi demasiado. Daniela volvió a la sala, piernas largas colgando del sillón, hojeando un cuaderno con dibujos que hacía sin mucha atención. Una taza vacía al lado, y el aire de alguien que, aun teniendo fuerza para derribar a media calle, se distraía viendo cómo se colaba la luna por la ventana.

Entonces, un crujido. Leve. Un vidrio vibrando apenas. La pelinegra alzó la vista, parpadeando. El crujido se volvió estallido. La ventana reventó hacia dentro y un torbellino de risas se deslizó rodando por el suelo, quedando de pie de un salto.

—¡Toc, toc! —canturreó Jinx, sacudiéndose el polvo del pelo—. Casi me quedo sin media pierna al entrar, deberían ser más considerados con los ladrones.

Daniela se quedó helada un segundo, cuaderno en mano como si pudiera lanzarlo de defensa.

—¿Quién eres tu...?

—¿Quién, quién, quién? —repitió Jinx como un loro, saltando sobre la mesa y pateando la taza para que volara en mil pedazos—. ¿Caitlyn no te ha hablado de mi? ¿Ha estado muy ocupada riéndose contigo? No creo, soy uno de sus mejores temas de conversación.

—¿Jinx?

—La misma. ¿Entonces te habló de mi?

—Claro, me dijo que te pateara el culo hasta cansarme.

—¿Ah si? Inténtalo a ver si muy vergas.

Daniela entrecerró los ojos. La taza rota en el suelo, el desastre... algo se encendió en ella. Se levantó, baja, enorme, con esa calma de alguien que sabe que si empuja, va a doler.

—No sé por qué la atacas, Jinx —dijo con voz grave, suave pero firme—. Pero tengo la orden de protegerla de ti.

Jinx giró la cabeza, sonriente, ladeando los hombros.

—Lo que me faltaba, una que se creyera defensora. Con todo respeto, me tomaría 5 segundos acabar con tu ego de gente que va al gym 1 mes y el músculo apenas y se les nota.

No hubo respuesta. Daniela frunció el ceño y se lanzó de frente. No esperó más. El choque fue seco: hombro contra estómago, pared contra espalda. Jinx soltó un gruñido y luego una carcajada, doblándose un poco.

—Nena pero cálmate que la pared no tiene la culpa. Uish.

Daniela no contestó, solo apretó con fuerza, intentando inmovilizarla contra el muro.

—Caitlyn tenía razón, eres insoportable—jadeó—. Y pareces sacada de algún circo barato. Con esos pantalones...

¡Ey! ¿Que tienen mis pantalones?—Jinx le mordió el antebrazo como una niña rabiosa. Daniela chilló de sorpresa, soltándola un instante.

—¡¿Qué carajos te crees perro o qué mierda?!

—No, tengo niveles. No me compares con esos demonios asusta niñas.

—¿Le temes a los perros?

Jinx no respondió, rodó hacia un costado y le metió un rodillazo en la costilla. Daniela se dobló, pero contraatacó de inmediato con un manotazo que la estampó contra el sofá. El mueble crujió.

—¡Cuidado, Hulk! —escupió Jinx, riendo—. ¡Me vas a romper las uñas!

Daniela resopló, labios torcidos en una sonrisa leve, entre fastidio y juego.

—¿Siempre eres tan hablona? ¿Comiste loro remojado o algo?

Quizás a tu mamá, pero loro no fué —replicó Jinx, saltando sobre la mesa rota para darle un puntapié en el pecho.

Daniela retrocedió, sintiendo el aire escapársele, pero respondió con un empujón que derribó una lámpara. La bombilla estalló en chispas.

—¡Uy! ¡Ambiente dramático! —burló Jinx, moviéndose alrededor—. ¿Qué sigue, Caitlyn disparandome en pijama?

—Yo que tú, corría si la viera con el rifle—gruñó Daniela, acomodándose otra vez para atacar.

—¿Y perderme la pelea con mi mayor fan? ¡Ni loca! Creeme, hemos tenido peores momentos.

Se lanzaron de nuevo. Daniela la atrapó del torso y la alzó unos centímetros antes de tirarla de espaldas contra la mesa de centro ya rota. El golpe sacó un quejido agudo de Jinx, pero enseguida respondió clavándole las uñas en el cuello.

Daniela la apartó de un manotazo, respirando fuerte, pero aún firme. La sala parecía un campo de batalla: muebles volcados, papeles por el suelo, vidrios en todas partes.

En ese instante, Caitlyn salió del despacho, atraída por el estruendo y los ruidos. Y si, estaba en pijama, aunque sin el rifle. Se quedó en el umbral, observando. Daniela jadeaba, con un hilo de sangre en la frente. Jinx estaba de pie, despeinada, con esa sonrisa torcida que nunca desaparecía.

Entonces, los ojos magenta de Jinx se clavaron en Caitlyn. Y su expresión cambió, como si por fin hubiese encontrado a quien quería ver.

—¿Quién es ella...? —murmuró. Daniela, jadeando, apenas entendió.

—Sinceramente está loca... Comandante, debería...

—Jinx, déjala —ordenó Caitlyn. Pero Jinx repitió, más alto, como un estribillo enloquecido:

—¡¿QUIÉN. ES. ELLA?! —y tiró con más fuerza del pelo de Daniela, como si la respuesta pudiera sacarse a golpes.

Caitlyn no reaccionó de inmediato. Solo observó. El sudor, la desesperación, la furia mezclada con esa fijación enfermiza. Lo vio todo como espectadora.

—¡Te estoy hablando, maldita sea! —se quejó Jinx, lanzando a Daniela contra el suelo y poniéndose de pie, aunque tambaleaba—. ¡¿Quién demonios es esta... Cosa?!

Daniela tosió, recuperando el aire.

—¡Estoy a cargo de su maldita seguridad, ¿Eres o te haces?—escupió, incorporándose otra vez.

—¡Cállate! —le chistó Jinx a Daniela, sin apartar la mirada de Caitlyn, volvió a hablarle a la comandante—. ¿Así que tienes un soldadito ahora?

Caitlyn avanzó un paso, tranquila, bajando apenas el arma. Su voz fue seca, controlada.

—Si es solo mi "soldadito"... entonces, ¿qué te importa tanto? —arqueó una ceja. Jinx la señaló, temblando de rabia, los labios torcidos en una mueca.

—¡Porque está aquí! ¡Contigo! ¡Y no debería! ¡No me deja lastimarte! ¡No me deja jugar! —se quejó. Daniela resopló, sin creer lo que oía.

—He visto enfermos mentales pero sinceramente tú ganaste la competencia, y ni siquiera era una —comentó la pelinegra. Jinx la tiró más del cabello.

Pero la comandante no la escuchaba. La estaba leyendo. Cada palabra de Jinx era un mapa, una grieta, y ella ya sabía cómo usarlo. La obsesión de la Zaunita era tan obvia, y no, no eran celos, esto era... Oscuro, retractil, como si Caitlyn fuese su juguete y de nadie más.

—Suelta a Daniela y puede que considere dejarte en algún calabozo con luz y un tazón de agua. —dijo finalmente. Jinx sonrió, como si eso fuese el chiste más gracioso que jamás escuchó.

—Nah... Hagámoslo más divertido.

Y con eso la peli celeste miró a Daniela y le dió un rodillazo en el estómago que la dobló. Daniela alcanzó a sujetarla por la trenza y la estampó contra la pared.

El golpe hizo que Jinx soltara una carcajada dolorosa. La pintura se cuarteó en torno a su cabeza, pero en lugar de parar, se abalanzó con más fuerza. Sus manos arañaban, sus rodillas golpeaban; no peleaba como una soldado, peleaba como un animal enloquecido.

Daniela intentaba contenerla, pero sus músculos, aunque grandes, no podían competir con el frenesí impredecible.

Y entonces, un sonido hueco: Jinx le rompió un florero en la cabeza. Daniela jadeó antes de mirar a Caitlyn y perder el conocimiento, el cuerpo impactando contra el suelo con un estruendo seco. Un silencio breve se apoderó de la sala.

Jinx, con el pecho agitado, quedó encima, mirándola unos segundos, como si no entendiera que había logrado tumbarla. Después sonrió, los labios manchados de sangre por un corte en su propia boca.

—¿Ese era tu escudo, Kilyn? —giró la cabeza hacia el pasillo, porque Caitlyn ya estaba allí.

No dijo nada. Solo miraba.

Jinx caminó despacio hacia ella, sin quitar esa sonrisa torcida. Su respiración aún era desbordada, su cuerpo temblaba de la adrenalina. Se acercó tanto que la punta de su pistola rozó la tela de la camisa de Caitlyn.

—¿De verdad pensaste que una niña con músculos iba a frenarme? —susurró, inclinándose hasta que casi rozaba su mejilla con los labios—. ¿Ese es tu gran secreto, comandante? ¿Ese es tu muro de contención?

Caitlyn no retrocedió. La miraba con la calma gélida de alguien que ya había leído la jugada antes de que ocurriera.

—No necesito que ella me proteja de ti, Jinx. —Su voz fue baja, afilada como una trampa—. Me basta con ver lo desesperada que estás.

Los ojos de Jinx se abrieron un poco, las pupilas vibrando entre la rabia y la confusión.

—¿Desesperada yo? —rió nerviosa, casi histérica—. ¡Soy yo la que entra cuando quiero, la que te arruina los planes y te deja dormida con té! Tú eres la desesperada... siempre esperando a que aparezca. Hasta la contrataste a ella por miedo a mi.

Caitlyn apenas inclinó la cabeza, estudiándola como se estudia a un animal herido.

—No... No miedo. Mira tu cara ahora... —dio un paso hacia ella, cortando la mínima distancia que quedaba—. ¿Quién parece necesitar más a quién?

El silencio que siguió era incómodo. Jinx tragó saliva, y por un instante se quedó quieta, como atrapada en una tensión que no sabía cómo manejar. Era furia, era deseo de romper, de poseer, de destruir... y algo más, algo que ni ella podía nombrar.

—Eres... una maldita manipuladora —murmuró, los labios rozándole el oído—. Y voy a arrancarte esa sonrisa con mis propias uñas si es necesario.

El destello en los ojos de Caitlyn fue casi imperceptible. En el mismo instante en que Jinx levantó el arma, la comandante se agachó con precisión quirúrgica, agarrando el candelabro metálico que estaba en la mesa rota. Con un giro rápido, lo estampó contra las costillas de la menor.

Lo incrustó con fuerza, con odio, sus ojos se mantuvieron en los de ajenos. El grito fue seco, un jadeo ahogado. Jinx tropezó hacia atrás, tambaleante, la pistola chocando contra el suelo.

—¡HIJA DE PUT...! —pero el dolor le cortó la frase.

Caitlyn no se movió para perseguirla. Solo la sostuvo con la mirada, con el candelabro aún en la mano.

—¿No que muy vergas? —sonrió.

Jinx, tambaleante, recuperó el equilibrio. Sangre le manaba del costado, sus pasos eran torpes, pero aún así sonrió, esa sonrisa torcida y rota que helaba la sangre.

Touché, sheriff... —rió con la voz quebrada—. Pero solo es una herida pequeña, un juego, una... Caricia dulce.

Y sin más, se lanzó hacia la ventana. El cristal se astilló con un estruendo y desapareció en la noche, dejando tras de sí una estela de carcajadas entrecortadas, desbordadas, que se perdían en la escalera del edificio.

Caitlyn no se movió, no la persiguió. ¿Qué extraño? Porque era lo que debía hacer.

La sala quedó en un silencio mortal. Solo se oía el goteo de sangre en el suelo, la respiración agitada de la comandante y el respiro  leve de Daniela inconsciente.

Caitlyn permaneció de pie. Miró el candelabro en su mano, aún manchado. Su pecho subía y bajaba lentamente. La victoria sabía amarga, hueca, pero sus labios dibujaron una sonrisa mínima, fría.

—Son solo horas...—murmuró para sí, mientras sus ojos se alzaban hacia el tablero en su despacho, visible desde la puerta entreabierta.

Mapas, rutas, fotos, horarios. El plan seguía en pie. La trampa ya estaba tendida.

Soltó el candelabro con un ruido seco contra el suelo y echó una última mirada a Daniela, tirada como un muñeco roto. Ya se encargaría de ayudarla. Pero ahora...

Su campo de visión era la red, la foto de ambas, ella inconsciente, Jinx sonriendo. La rabia le creció de nuevo. Sin embargo, tenía algo aún mejor: certeza y seguridad.

Caitlyn ya sabía que Jinx, herida, desesperada y rabiosa como estaba, tarde o temprano volvería. Con rabia, con obsesión, con juegos.

Voy por ti. —demandó. Sonriendo.

Solo hizo eso, sonreír, porque en unas horas, ella sería la que moviera las fichas del juego... A su jodido antojo.

Nota de la Autora: Hola mis niños, aquí les dejo otro capítulo, alimento

Notes:

Hola mis niños, aquí les dejo otro capítulo, alimento. En el próximo ya tendremos a quien tanto está buscando Jinx... Vi, si, la dueña de mis tangas y mis alegrías. Entre otras noticias, la universidad me tiene como su perra, tampoco he estado bien emocionalmente, pero espero salir de ahí. Nos vemos en el siguiente capítulo, los amo mucho. ¡No olviden votar!

Chapter 5: La presa de la Cazadora

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Capítulo 4

La lluvia caía a cántaros sobre Zaun, un aguacero que parecía querer tragarse las calles enteras

La lluvia caía a cántaros sobre Zaun, un aguacero que parecía querer tragarse las calles enteras. Los charcos burbujeaban con la mugre de las tuberías, y los relámpagos iluminaban por instantes las fachadas oxidadas de los edificios.

Jinx llegó tambaleando hasta la entrada de su guarida, empapada, el cabello pegado al rostro como hebras de alambre azul celeste.

Tenía una mano presionada contra el costado derecho, donde el candelabro de Caitlyn había encontrado carne. La sangre se mezclaba con el agua de lluvia, corriendo por su abdomen en un rojo aguado que manchaba sus pantalones cortos y chorreaba hasta sus botas.

Empujó la puerta metálica con el hombro y entró, tropezando. El chirrido resonó en el silencio. La guarida estaba vacía, sin rastro de Ekko ni de nadie más. Solo ella. Solo ella y el eco de la tormenta golpeando contra los techos de lámina.

—Duele... ¿Ekko? —preguntó entrecortada, la voz más rota que nunca—. Mira esto... Caitlyn me lastimó, muy fuerte, justo como me advertiste.

Cerró de un portazo, dejó caer su arma sobre una mesa abarrotada de piezas mecánicas y se dejó caer contra la pared. El cuerpo le temblaba, la respiración era un silbido irregular, y la herida ardía como fuego vivo.

Se arrancó el chaleco chamuscado, la camisa manchada y la tiró a un rincón. Abrió un botiquín destartalado, lo volcó sobre la mesa. Frascos rotos, vendas sucias, agujas oxidadas. Con manos ensangrentadas agarró lo que pudo: gasas, cinta adhesiva, una botella de alcohol.

—Esto va a doler, muñeca —dijo para sí, mirando su reflejo distorsionado en un espejo rajado de la pared—. Pero podemos soportarlo, fuerza leona.

Metió los dedos en la herida, buscando rastros del objeto dentro. La carne se le abrió, la sangre burbujeó y un dolor agudo le arrancó un grito que se convirtió en carcajada.

—¡MALDITA VIDA! ¡AGH HIJA DE PUTA!—se dobló sobre sí misma, pero en vez de parar, volvió a intentarlo.

Los dedos manchados hurgaron torpemente, hasta que sacó un fragmento del objeto ensangrentado. Lo tiró contra el suelo y lo observó rodar, como si fuese un juguete nuevo.

—Ahí estás... Jueputa vaina para joderme tanto —murmuró, llevándose el dedo manchado a los labios y chupando la sangre con gesto lascivo—. Un jugo de remolacha no hará mal, estamos como bajas en hemoglobina por lo que veo.

El alcohol ardió como un demonio cuando lo derramó sobre la herida abierta. La carne burbujeó, el escozor fue insoportable. Jinx gritó con fuerza, golpeando la mesa con el puño, y luego estalló en risas histéricas que rebotaban en las paredes.

—Bueno, a su mamá le ardió más que a mí—canturreó, tambaleándose mientras apretaba una venda contra el costado—. Pero duele... Dios Kilyn duele tanto. Fue un buen movimiento.

Se miró al espejo otra vez, jadeante, con el cabello chorreando gotas azules y la cara pintada de sangre y agua. Y por un instante, la herida en su costado se movió. Se contrajo. Se abrió.

Jinx retrocedió, los ojos abiertos y su boca jadeando.

—Ya no quiero ser tu mejor guerrera—dijo a su propio reflejo, inclinando la cabeza como si hablara con alguien invisible. Pensando en "Dios"

La venda apenas sostenida dejaba escapar hilos de sangre que corrían como labios rojos. Y entonces lo escuchó. Una voz. Susurrante. Burlona. Venía de ahí. (Severa loca, las heridas no hablan)

"Caitlyn..."

Jinx se tapó la boca con ambas manos y soltó un chillido.

—¡No digas su nombre! ¡NO DIGAS SU MALDITO NOMBRE! —se inclinó hacia delante, apretando la venda aún más fuerte, como si quisiera arrancarse la piel—. Ese nombre no es el adecuado. Kilyn es más lindo.

Pero no pudo detenerse. La palabra volvió a escapar de sus labios, como un rezo, como una enfermedad:

Caitlyn... Cait... Keilin... Kitlyn... Caity... Kilyn.

Rió. Lloró. Golpeó el espejo con la frente hasta que las grietas se extendieron como telarañas. Y entre la sangre y el vidrio roto, recordó.

Recordó un dedo. Su propio dedo, de niña, cortado por accidente con una cuchilla oxidada. El dolor, la sangre cayendo sobre el pasto Y Caitlyn. Una Caitlyn de mirada joven, preocupada, que se lo tomó entre las manos delicadas y le dijo que todo estaría bien.

Shhh, no se te van a salir las tripas por ahí, tranquila —le decía.

La menor sonrió en ese entonces y también sonrió ahora, solo que a diferencia de hace años, ahora las lágrimas caían por sus mejillas mientras sonreía, sabía que había perdido aquello, y dolía.

—Mentirosa... —susurró Jinx, encogiéndose en el suelo, con las rodillas al pecho y la venda ya empapada—. Dijiste que estaría bien... que no dolería... ¡Mentiste!

Su risa se volvió un sollozo. Golpeó la pared con la cabeza. Otra vez. Otra vez. Hasta que quedó mareada.

La herida "hablaba". La escuchaba con claridad. Y en cada palabra estaba el rostro de Caitlyn. Sus ojos helados, su rifle apuntando, su voz firme, el disparo.

—Caitlyn, Caitlyn, Caitlyn... —repitió, arrastrando las letras como si fueran miel y veneno a la vez—. ¿Cómo te atreves a tocarme, eh? ¿Cómo te atreves a dejarme así? Yo no te herí nunca antes...

Se levantó de golpe, tambaleándose. Se arrancó la venda manchada y la lanzó contra la pared. La sangre salpicó como pintura. Extendió los brazos, giró sobre sí misma, riendo bajo el sonido de la tormenta que entraba por las grietas del techo.

—Quizás debería hacerlo... Quizás debería herirte, si... Herirte mucho. Demasiado...

Se detuvo, exhausta, respirando con violencia. Sus ojos estaban inyectados en rojo, el sudor mezclado con la lluvia. Se cubrió el costado con una nueva venda mal puesta, se dejó caer en un sillón viejo, rodeada de armas, latas de pintura y juguetes rotos.

Y allí, abrazando un conejo de peluche desgastado como cuando era niña, cerró los ojos.

—Shhh todo estará bien, solo es una pequeña herida—susurró, medio dormida, medio despierta, con la sonrisa torcida—. Pero yo no la hubiese lastimado... Y ella lo hizo. Ahora tendré que lastimarla.

La tormenta rugió afuera. Dentro, solo quedaba la risa entrecortada de una loca herida que no sabía si odiar o amar.

Me obligará a lastimarla...

La luz del amanecer apenas rozaba los ventanales del departamento de Caitlyn, filtrándose en haces fríos que parecían no querer perturbar el silencio que reinaba

La luz del amanecer apenas rozaba los ventanales del departamento de Caitlyn, filtrándose en haces fríos que parecían no querer perturbar el silencio que reinaba. Afuera, Piltover comenzaba a despertar, pero allí dentro el aire seguía pesado, cargado con el eco del caos que había explotado la noche anterior.

Daniela abrió los ojos lentamente. El primer contacto con la claridad le arrancó una mueca de dolor; sus músculos dolían, su cuerpo estaba cubierto de moretones y cortes, cada respiración era áspera.

Tardó unos segundos en reconocer dónde estaba, hasta que la figura erguida junto a la ventana la obligó a regresar de golpe a la realidad.

—¿Comandante?

—Estás despierta —dijo Caitlyn sin girarse, su voz tan calma como un filo bien templado.

Daniela parpadeó, aún aturdida. Cuando intentó incorporarse, un ardor le recorrió las costillas y se dejó caer de nuevo contra las sábanas, gruñendo entre dientes.

—¿Qué sucedió...?

Caitlyn se giró entonces, con ese porte imponente que nunca abandonaba.

—Jinx te golpeó en la cabeza, quedaste inconsciente —respondió la mayor.

—¿Usted está herida?

—No, yo herí a Jinx.

Caminó hasta la mesa de centro y tomó un pequeño botiquín. Lo colocó con suavidad sobre las piernas de la chica.

—Aquí. Termina de limpiar esas heridas. —sugirió.

Daniela bajó la mirada hacia el botiquín. Sus dedos temblaron antes de atreverse a tocarlo. La rabia bullía bajo su piel como una segunda fiebre.

—No sirve de nada —masculló, casi escupiendo las palabras—. No sirvió de nada lo que hice.

Caitlyn arqueó apenas una ceja.

—¿Eso crees?

—Lo sé—Daniela tanteó la cama con su palma, y el movimiento le arrancó un gemido de dolor—. Jinx apareció, y yo... yo... ¡no pude detenerla! ¡No pude hacer el único deber que tenía!

La rabia se mezclaba con la impotencia en cada palabra, y las lágrimas amenazaban con subir, aunque la chica las contuvo con terquedad.

—Lo hiciste.

—No.

Caitlyn guardó silencio unos segundos. Su mirada azul, firme, no se apartaba de ella. Luego se inclinó levemente hacia adelante, apoyando una mano enguantada sobre la mesa.

—Daniela, escucha bien. Jinx no es un enemigo común. No se trata solo de fuerza o de reflejos. Es caos, impredecible, una tormenta que nunca avisa hacia dónde se moverá. Nadie, ni siquiera yo, puede asegurarse de salir ileso enfrentándola.

—Dani...

—Cierto, Dani, lo siento. —se corrigió.

La chica apretó la mandíbula, negando con la cabeza.

—Pero tú sí la enfrentaste —dijo con amargura—. Tú lograste herirla.

Por un instante, la imagen volvió con crudeza: el candelabro que Caitlyn había arrancado de la mesa, el movimiento calculado, y cómo lo clavó en el abdomen de Jinx.

La criminal había gritado, sorprendida, furiosa y dolorida, antes de huir tambaleante entre las sombras de la noche. Caitlyn, con el arma aún en mano, la había visto desaparecer... y no disparó. No corrió tras ella. La dejó ir.

Daniela tragó saliva, y su mirada ardía de preguntas que no se atrevía a pronunciar. Caitlyn percibió ese silencio cargado, y su propio gesto se endureció un poco más.

—Sí —admitió al fin—. La herí. Y aún así se escapó. No gané.

El silencio que siguió fue denso, solo roto por el golpeteo lejano de la lluvia que comenzaba de nuevo en Piltover. Daniela bajó la cabeza, sus dedos aferrando las vendas del botiquín con fuerza.

—Entonces... ¿de qué sirvo yo? —susurró con rabia contenida—. Si ni siquiera pude ayudar en algo. En mi primer día de trabajo, mi primera chamba.

Caitlyn respiró hondo. Se agachó un poco, buscando que la chica la mirara a los ojos.

—Sirves porque no te acobardaste. Porque cuando Jinx te dió pelea, luchaste, tú te quedaste. Porque no dudaste en ponerte frente a mí y arriesgar tu vida para proteger la mía.

Daniela la miró, sorprendida, con el ceño fruncido y los labios temblando.

—Si pero...

—Tus técnicas, tu resistencia... fueron impecables —continuó Caitlyn con firmeza—. Y aunque no lo veas ahora, eso marcó la diferencia.

Las palabras quedaron suspendidas en el aire, atravesando las defensas de la chica. Daniela cerró los ojos un instante, conteniendo las lágrimas, hasta que solo pudo asentir levemente.

Caitlyn se puso de pie de nuevo, enderezándose con esa elegancia rígida que la caracterizaba. Caminó hacia la puerta. Cuando su mano alcanzó el picaporte, se detuvo unos segundos.

No giró de inmediato, como si debatiera internamente si debía o no hablar. Finalmente, se volvió apenas, lo suficiente para dejar que sus ojos azules se encontraran con los de Daniela.

—Gracias —dijo con voz grave, sincera—. Gracias por no dudar en arriesgar tu vida para salvar la mía anoche cuando ella apareció.

—Es mi trabajo.

—Lo sé pero luciste... Humana cuando lo hiciste, eso lo hace diferente, así que gracias—demandó la comandante.

Daniela tragó saliva y solo pudo asentir otra vez, en silencio. Caitlyn sostuvo su mirada un instante más antes de salir, cerrando la puerta tras de sí.

Tenía un lugar a dónde ir, un plan que revisa y un encuentro que planear.

El pasillo estaba desierto. El eco de sus pasos era lo único que la acompañaba hasta su despacho. Cada sonido metálico de sus botas contra el piso le recordaba que había dejado escapar a Jinx, incluso herida, incluso con la oportunidad frente a ella.

Cuando abrió la puerta de su oficina, el silencio se quebró bajo el chasquido de la cerradura. Encendió las lámparas de escritorio una a una, y la sala se iluminó con un resplandor cálido que no lograba suavizar la tensión en su rostro.

El gran tablero dominaba la pared principal. Allí estaba desplegado todo: fotografías de Jinx en distintos ataques, planos de fábricas en Zaun, recortes de periódicos, informes de testigos. Hilos rojos y azules unían cada pieza en un mapa de conexiones que parecía tan enredado como la mente de la criminal.

Caitlyn se acercó despacio, con las manos a la espalda. Sus ojos recorrieron la telaraña de pruebas hasta detenerse en la foto más reciente: La foto de ambas, congelada en un instante, la sonrisa torcida iluminada por el flash de la cámara.

Ella pensó que sería súper épico en su cabeza.

El recuerdo del candelabro hundiéndose en su abdomen le golpeó de nuevo. El grito. La sangre. Y esa mirada final antes de escapar. No era solo odio lo que había en sus ojos. Había algo más, algo que Caitlyn no quería nombrar.

Se inclinó hacia el escritorio, desplegando un mapa detallado de Zaun. Trazó con compás y regla las posibles rutas de huida desde su departamento. Tachó unas, marcó otras, conectó puntos. Todo con el método preciso de quien busca domar el caos con lógica pura.

Pero incluso así, sabía que Jinx no era predecible. No se trataba solo de cálculos, sino de obsesiones.

—Puede ser lista... Pero no más lista.

Caitlyn se apartó un segundo, exhalando despacio. Abrió un cajón y de allí tomó una tarjeta: la ficha de estadía de Vi, intacta, con los sellos oficiales que certificaban su regreso a Piltover. La sostuvo entre los dedos, apretándola con fuerza, como si pesara demasiado.

Su mirada volvió al tablero, a ese caos imposible de contener.

—Todo empieza contigo... y acabará contigo—murmuró, refiriéndose a Jinx, aunque la tarjeta de Vi ardiera como un recordatorio en su mano.

Inspiró profundo. Estaba lista. El siguiente movimiento había dejado de ser una opción: debía comenzar por el vínculo más fuerte, por la pieza que podía abrir todas las demás.

Vi.

La figura de su cadete favorita se plasmó en su mente. Tenía que hablar con ella y eso hizo, claro, primero se tomó su cafecito amargo con galleta de soda mientras veía una serie tailandesa de lesbianas, por favor, es prioridad.

No le tomó mucho llegar en auto, el cuartel principal de Piltover era un edificio sobrio, de piedra gris y ventanales angostos, diseñado más para imponer respeto que para inspirar confianza.

En su interior, los pasillos resonaban con un silencio casi militar, interrumpido solo por el eco distante de botas marchando y órdenes cortas de oficiales. Y uno que otro chisme sobre como la novia de uno de los chicos lo engañó con su hermano.

Caitlyn avanzaba con paso firme, cada sonido metálico de sus tacones resonando en el suelo pulido. En su rostro no había dudas: la decisión estaba tomada.

Su capa azul oscilaba con suavidad detrás de ella mientras descendía por las escaleras hacia la sección más restringida del cuartel. Si, mera regía.

Al llegar, dos guardias armados con fusiles Hextech se cuadraron y abrieron la pesada puerta de acero sin hacer preguntas. El chirrido metálico se mezcló con el golpe seco del mecanismo de seguridad al desbloquearse. Caitlyn entró.

La sala era amplia, iluminada apenas por lámparas de cristal que colgaban en las esquinas, lanzando destellos azulados sobre las paredes desnudas. En el centro, tres figuras aguardaban tras una mesa larga: dos veteranos de la academia —rostros curtidos por batallas pasadas, con el aire de quienes ya han visto demasiado— y, apartada del resto, Vi.

Vi estaba sentada, encorvada ligeramente hacia adelante. Sus brazos, cruzados sobre la mesa, parecían demasiado pesados para moverse. El rostro estaba a la sombra, apenas iluminado de perfil. La cicatriz sobre su ceja derecha se marcaba como un tajo antiguo, endureciendo aún más su expresión. Sus ojos, fríos, no revelaban nada. (Si, que rico)

Caitlyn se detuvo frente a ellos, apoyando ambas manos enguantadas sobre la mesa.

—Gracias por venir —dijo con voz firme—. No perderé tiempo. Lo que discutiremos aquí determinará el fin del caos que ha desgarrado nuestra ciudad.

Los veteranos asintieron con gravedad. Vi, en cambio, permaneció inmóvil, mirándola sin parpadear.

Caitlyn desplegó sobre la mesa un gran plano: la reconstrucción de la Academia de Vigilantes. Los trazos azules brillaban bajo la luz tenue, con anotaciones estratégicas en cada ala del edificio. Empezó a explicar los acontecimientos de los últimos días, la nueva criminal y todo lo que representaba.

—Mi madre, la concejala Cassandra Kiramman, levantó esta academia con la intención de formar guardianes incorruptibles. Y Jinx sabe lo que significa. La odia, atacó en cada discurso, en cada acción. La academia fue siempre un símbolo para ella al parecer: lo que más desea destruir.

Tomó aire y señaló el plano con un compás de metal.

—Por eso, fingiremos que estamos reconstruyéndola. Colocaremos trabajadores, decoraremos la fachada, simularemos actividad constante. Todo será una trampa. Y cuando aparezca... caerá.

Uno de los veteranos frunció el ceño.

—¿Está segura de que vendrá?

Caitlyn lo miró con determinación.

—Vendrá. No puede resistirse a los símbolos, a los recuerdos. Vendrá porque es lo único que le da sentido. Y cuando lo haga... —recorrió con el compás el perímetro del plano—, tendremos hombres ocultos en cada sombra, en los techos, en los muros. Nadie la dejará escapar.

Se incorporó y miró directamente hacia Vi.

—Y entonces, cuando esté debilitada, agotada de enfrentarse a nosotros... tú entrarás. Tú serás la última carta. El golpe final.

La sala quedó en silencio. El veterano a la izquierda carraspeó, pero no dijo nada. Todos esperaban la respuesta de Vi.

Vi alzó la mirada despacio. Sus ojos grises parecían huecos, metálicos. Su voz, cuando habló, fue plana, sin matices, como un engranaje repitiendo un protocolo.

—Entendido. Seré el golpe final. —dijo con voz ronca. (Que rico x2, hasta abrí las piernas)

Caitlyn asintió con firmeza.

—Quiero que lo tengas claro, Vi. No será un enfrentamiento cualquiera. Ella no es un criminal común. Es más rápida, más astuta. Puede volverse humo en cualquier segundo. Necesito que mantengas la calma hasta el final. Solo cuando yo dé la señal, entrarás.

Vi inclinó apenas la cabeza.

—No soy cualquier cadete, ¿O si comandante?

La capitana se permitió una pequeña sonrisa. Sabía que Vi siempre había sido así: concisa, fría, inexpresiva. Parte de lo que admiraba en ella era esa frialdad, esa capacidad de mantener el control cuando otros se dejaban llevar por las emociones.

—No, no lo eres.

Caitlyn continuó, con voz más grave:

—No habrá margen para errores. Tendremos francotiradores en los tejados, listos para contenerla. Patrullas ocultas tras las paredes del ala este, con órdenes de bloquear cada salida. Tú entrarás por el ala oeste, directo al vestíbulo. Ella estará agotada, herida. Ese será el momento.

Vi pestañeó una sola vez.

—No fallaré.

Caitlyn sostuvo su mirada un instante. Para ella, aquella respuesta era suficiente. Confiaba en Vi como había confiado en pocos.

Los veteranos intercambiaron miradas silenciosas, preocupados quizá por lo mecánico de su voz. Pero Caitlyn no lo notó, o no quiso notarlo.

—Muy bien —dijo al fin, enrollando el plano y guardándolo bajo el brazo—. Esto no es solo una misión. Es una promesa. A Piltover. A mi madre. Y a todo lo que representa la academia.

Vi permaneció inmóvil. Su respuesta llegó, cortante como un disparo.

—Le aseguro, la atraparé.

Caitlyn respiró hondo y asintió, convencida.

—Entonces confío en ti, Vi. Serás nuestra pieza clave.

Cerró la carpeta y golpeó suavemente la mesa, dando por terminada la reunión. Los guardias en la entrada se tensaron al verla salir, pero ella caminó con la frente en alto, decidida, sin mirar atrás.

En la sala, Vi permaneció un momento más en silencio, las sombras cubriéndole medio rostro. Sus labios apenas se movieron cuando repitió en voz baja, como un eco metálico:

—Le aseguro... La atraparé.

Había un plan, uno muy bien planeado en realidad, había seguridad y primordialmente: confianza. Nada podía salir mal, al menos de que Jinx tuviese demasiada suerte, y por algo era llamada "La falla"

El día siguiente no tardó en llegar, como crónicas de una trampa anunciada. La tarde había caído lentamente sobre Piltover, tiñendo el horizonte de un naranja sucio que se deslizaba hacia la penumbra. La fachada de la Academia de Vigilantes se erguía cubierta de andamios, bloques, mezcla, etc.

Todo parecía un escenario normal de reconstrucción... pero cada detalle era falso, calculado, dispuesto como una obra teatral cuyo único espectador importaba: Jinx.

Los supuestos obreros martillaban con ritmo monótono. Unos cargaban sacos de cemento, otros arrastraban carretillas con ladrillos. Sin embargo, ninguno de ellos era lo que aparentaba.

Cada movimiento estaba medido: martillazos demasiado regulares, carretillas que nunca se volcaban, conversaciones apagadas. Bajo sus ropas de trabajo ocultaban armas, comunicadores y el pulso tenso de quienes esperaban la orden de un capitán.

En lo alto, desde el balcón sombreado del ala este, Caitlyn observaba la escena con su rifle apoyado contra el hombro. La mira Hextech brillaba suavemente al captar cada detalle: las entradas, las esquinas oscuras, los tejados donde francotiradores aguardaban ocultos, respirando con calma contenida. Desde allí arriba, la comandante parecía una estatua: rígida, vigilante, paciente.

"Falta poco... ¿Dónde estás?" Se preguntó la mayor.

El silencio era denso, como si incluso el viento se contuviera. Caitlyn mantenía los labios apretados. Sabía que el plan podía fallar con una sola chispa mal colocada. Y, sin embargo, también sabía que la chispa estaba por llegar.

Y llegó.

Un silbido agudo rompió la quietud, seguido del crujir de una carcajada. De entre la penumbra del callejón lateral, tambaleándose como un fantasma desquiciado, apareció Jinx.

Llevaba una venda improvisada en el costado, manchada de sangre seca, apretada alrededor del abdomen con correas y tela rasgada. Su caminar era errático, como si en cada paso estuviera a punto de desplomarse... pero sus ojos brillaban con la chispa de siempre. Una chispa que mezclaba dolor y locura.

Llegó por quien lloraban—canturreó, arrastrando la voz como una niña jugando con una muñeca rota—. ¿Pero qué tenemos aquí?

Alzó los brazos, abarcando la fachada iluminada de la academia. La venda tiró de su costado y soltó un jadeo breve, pero eso no detuvo la risa que le brotó como un estallido.

—¿La casita de muñecas de mamá Kiramman? —dijo con teatralidad—. ¿No les quedó clarito la primera vez? ¡Yo no quería que la reconstruyeran!

Algunos de los falsos obreros se tensaron al oírla. Uno dejó caer el martillo, otro giró la cabeza hacia el supervisor que fingía dar órdenes. Caitlyn, desde arriba, ajustó la mira a la silueta de Jinx, pero no disparó. Todavía no.

Jinx se inclinó hacia adelante, con las manos en las rodillas, como si contara un chiste privado. Luego sacó de su cinturón una de sus bombas caseras, pintada con colores chillones, y la lanzó de un manotazo contra un montón de tablones.

La explosión sacudió el aire. Trozos de madera saltaron por todas partes y varios obreros gritaron, corriendo en desbandada hacia los muros. El fuego iluminó las vendas de Jinx, marcando su silueta quebrada y encorvada, pero aún desafiante.

—No aguantan ni una bombita —gritó con los brazos abiertos—. ¿Les gusta? ¿No? De malas. Ahora díganme... ¿Dónde está su querida comandante?

Otra bomba salió rodando por el suelo, explotando cerca de una carretilla. Chispas y humo se elevaron en columnas. Los obreros, siguiendo el plan, huyeron en todas direcciones, fingiendo pánico. Caitlyn sabía que solo estaban tomando posiciones tras las sombras.

Era el momento.

La mayor apretó la mandíbula y gritó con voz firme, su orden resonando en el aire como un disparo:

—¡Ahora!

De inmediato, el ambiente se transformó. Los "obreros" dejaron caer sus disfraces: rifles Hextech emergieron de bajo los abrigos, pistolas se alzaron de los cinturones. Desde los techos, los francotiradores tensaron sus gatillos. Desde las esquinas, guardias ocultos emergieron como si hubieran brotado de la oscuridad misma.

Jinx se quedó de pie en medio del caos, con la venda teñida de rojo por el movimiento brusco de sus explosiones. Observó cómo los supuestos trabajadores la rodeaban, cómo cada sombra revelaba un enemigo oculto. En vez de asustarse, arqueó la espalda y lanzó otra carcajada estridente, una risa rota que resonó entre las vigas de la academia.

—Así que tras de comandante salió actriz—chilló, girando sobre sí misma, con los brazos abiertos como en un espectáculo de circo—. ¡Qué gran función, Capitana! ¡Todos ensayaron perfecto! ¿Cuánto tiempo les tomó practicar sus caritas de pobres obreritos?

Caitlyn la seguía con la mira del rifle, cada músculo tenso, el dedo rozando apenas el gatillo. Pero no disparó aún. Necesitaba que Jinx se moviera, que mostrara hacia dónde correría.

—Oh nono, espera, ¿Debo actuar también? —se rió—. Soy Jinx, autora de sus pesadillas, la criminal que es una piedra en el zapato para la comandante por no decir que en el culo. Eso solo en tus sueños, ¿Verdad, cariño?

—¡Ríndete, Jinx! —gritó Caitlyn desde lo alto, frustrada, su voz firme, cargada de autoridad—. Estás rodeada.

Jinx alzó la cabeza, buscándola con la mirada hasta dar con la figura en las sombras del balcón. Y sonrió. Una sonrisa torcida, temblorosa, pero genuinamente divertida.

—Ahhh, ahí estás... ¡Mi tiradora favorita! —dijo, con un guiño exagerado—. ¿Ya despertó tu soldadito del buen golpe que le dí en la cabeza anoche? Si no para volverla a visitar, darle un regalo, sacarla de tu espacio, me irrita verla ahí.

En respuesta, Caitlyn bajó apenas la mira, apuntando al suelo frente a Jinx, y disparó. El proyectil Hextech impactó contra el pavimento, levantando polvo y chispas azules a centímetros de ella.

—Última advertencia —dijo Caitlyn, la voz más baja, pero con filo.

Jinx observó el humo disiparse frente a sus botas desgastadas. Ladeó la cabeza. Y entonces volvió a reír, tan alto que hasta los francotiradores en los techos se tensaron.

—¡Me encanta cuando haces eso! ¡Pum, pum, pum! ¡¿Pero bombas?! ¡Se más original, tras de incompetente, copiona—agitó un par de granadas como si fueran juguetes de feria—. Hagamos competencia... ¿qué pasa si yo también juego un poquito?

Y lanzó otra bomba hacia los guardias más cercanos.

La trampa había comenzado a cerrarse, y la chispa que todos esperaban acababa de incendiar el escenario. En segundos, todo parecía gallera en pelea un domingo.

El aire de la academia en ruinas se llenó de humo, polvo y gritos. Las primeras explosiones de Jinx habían roto la formación de los guardias, y lo que debía ser un cerco perfecto se convirtió en un caos peligroso.

Con trozos de brazos y piernas volando, en serio, peligroso.

Las granadas caseras estallaban contra los muros, lanzando fragmentos de piedra y madera astillada. Los guardias corrían a cubrirse, disparaban ráfagas sin lograr acertar al blanco. Porque el blanco se movía como una sombra eléctrica, impredecible, imposible de atrapar.

—Les juro que la tortuga va a la luna a sus pasitos, pasa por Saturno y regresa y ustedes aún no logran atraparme. —se burló la peli celeste.

Jinx se tambaleaba, sí, pero cada paso parecía calculado en su locura. Giraba sobre sí misma, lanzaba una bomba con la mano derecha, disparaba su pistola con la izquierda, rodaba por el suelo como si su cuerpo desobedeciera las leyes de la gravedad. La venda en su abdomen se manchaba más y más, dejando un rastro rojo en cada giro.

Uno de los guardias intentó acercarse por la espalda con un bastón eléctrico. La menor, sin siquiera girar la cabeza, soltó un chillido de risa y disparó hacia atrás por encima del hombro. El proyectil le atravesó el cuello y el hombre cayó de rodillas, ahogándose en su propia sangre.

—¡Bingo! —canturreó ella, soplando el humo de su pistola como si estuviera en un carnaval—. ¿Quién sigue? ¡Vamos, formen fila, tengo balas, digo, dulces para todos!

—¡Alto ahí! —un guardia le apuntó detrás de ella. Jinx sonrió, girandose.

—¿Piedra, papel o tijera?... —pregutó sonriendo inocente y luego le disparó a la cabeza—. ¡Pistola!

Caitlyn, desde el balcón, apretaba los dientes. El rifle temblaba entre sus manos, no por falta de control, sino por la rabia contenida.

"Le apuñalé con un maldito candelabro en el abdomen y aún así pelea tan... fácil."

Esa frase resonaba en su cabeza una y otra vez, como un bucle de canción de 1 hora en Youtube.

Con un salto ágil, Caitlyn descendió del balcón hacia la pasarela inferior y luego al suelo. El ruido de sus botas al caer llamó la atención de Jinx, que giró la cabeza con los ojos brillantes, entre el humo y la sangre.

—¡Ya era hora, mi cazadora favorita se digna a bajar al ruedo! —exclamó, extendiendo los brazos—. ¿Ya te aburriste de mirar desde tu torre? Campeadora ¿O querías que te vea sudar de cerca?

Caitlyn respondió avanzando con pasos firmes, cargando el rifle y levantándolo directo al pecho de Jinx.

—No tengo ganas de jugar, no más.

—¿Ayer si tenías ganas entonces? ¿Por eso me apuñalaste? —Jinx ladeó la cabeza, con una mueca divertida.

—No, te apuñalé por idiota.

—Auch, tan seria... Siempre tan seria. ¿De verdad crees que puedes ponerle un punto final a mi historia? Cariño, yo soy los garabatos entre tus líneas perfectas.

—Que metáfora de mierda.

Sin darle tiempo a más, Jinx lanzó una bomba directamente al suelo entre ambas. El estallido las separó en una nube de humo y polvo. Caitlyn retrocedió con el rifle en alto, pero apenas distinguió una sombra que se le abalanzaba.

El golpe vino desde abajo: Jinx se deslizó entre los escombros y se lanzó contra ella, derribándola. Caitlyn rodó hacia un lado, el rifle se le escapó de las manos, y en segundos ambas estaban en un combate cuerpo a cuerpo.

Los puños de la menor caían en golpes erráticos pero veloces. La comandante bloqueaba, esquivaba, sentía los nudillos cortándole la piel. Logró golpearla con un rodillazo en el costado herido.

Jinx soltó un grito mezclado con risa, doblándose apenas.

—Ese amor mujer... Cálmate, soy fan de Lana del rey pero tampoco para vivir Ultraviolence —jadeó entre carcajadas—. ¿Ves lo que haces conmigo? Me haces reír incluso cuando me hieres. Típico.

Caitlyn la empujó contra una columna semidestruida, sujetándola por la muñeca y la garganta. Los ojos de ambas se encontraron: uno, fríos y calculadores; los otros, brillantes de locura y dolor.

—No estoy aquí para tu diversión, mucho menos para tratarte con "cariño" —La voz de Caitlyn era baja, temblorosa por la rabia contenida—. Solo eres una niña rota jugando a ser un monstruo.

Jinx arqueó las cejas, sonrió con los dientes manchados de sangre.

Que metáfora tan mierda.

—Sé más original.

—¿Cómo tú con tu teatrito del carajo y bombitas?no me hagas reir—susurró, antes de morderle la muñeca con violencia.

Caitlyn soltó un gruñido de dolor, retrocediendo, y Jinx aprovechó para golpearla con el mango de su pistola directamente en la sien. La comandante trastabilló, con un hilo de sangre bajándole por la frente.

Jinx giró la pistola en su mano, apuntándole al pecho.

—Se te ve bonito, el rojo sangre te queda bien—susurró, apretando el gatillo vacío. Solo un chasquido seco.

La risa de Jinx estalló como un trueno. Caitlyn aprovechó ese instante y se lanzó contra ella, sujetando el arma y girándola hasta que ambas cayeron al suelo enredadas, forcejeando.

El olor a pólvora y sangre impregnaba el aire. A su alrededor, guardias caían uno tras otro: algunos alcanzados por disparos erráticos, otros derribados por las ondas de las explosiones. El campo de batalla se redujo a ese duelo frenético, íntimo, brutal.

Los brazos de Jinx temblaban por la pérdida de sangre, pero aún así su risa no cedía. Caitlyn lo notaba: cada movimiento era errático, pero detrás había instinto, ferocidad. No era fuerza lo que la mantenía en pie, sino pura voluntad de destruir.

En un momento, Caitlyn logró sujetar la pistola y apuntársela bajo la barbilla. Su respiración era agitada, sus ojos, furiosos.

—¡Ya basta de juegos!

Jinx, con el cañón frío rozando su piel, no retrocedió. Sonrió aún más, con los labios partidos.

—Entonces... dispara. —Su voz era apenas un susurro, cargado de burla—. Pero sabes que no lo harás, ¿verdad? Porque me necesitas para seguir jugando, no quieres dejar de jugar.

El silencio se extendió apenas unos segundos, roto por las explosiones lejanas y los gritos de los guardias. Caitlyn dudó. Solo un instante, pero lo hizo. Y en ese instante, Jinx volvió a reír.

—Siempre tan predecible... Kilyn.

Con un movimiento brusco, le dio un cabezazo que hizo retumbar la frente de Caitlyn. Ambas cayeron de espaldas, respirando agitadas, heridas, pero ninguna dispuesta a detenerse.

El combate continuaba, y la tensión se volvía insoportable. Caitlyn jadeaba, con la frente abierta en sangre. Jinx, a unos metros, tambaleaba, el pecho subiendo y bajando con dificultad, la venda empapada en rojo.

Su sonrisa aún estaba ahí, torcida, rota, como si el dolor fuera combustible.

—¿Ves, Comandante?—rió entrecortada, levantando su pistola temblorosa—. ¡Nada puede detenerme! ¡Ni siquiera tú, ni siquiera un maldito candelabro en las tripas! Deberíamos hablar... Ya sabes, como la otra noche, te puedo dejar otra foto de recuerdo y...

El eco metálico interrumpió su discurso. Un paso pesado, firme. Otro. El sonido de engranajes resonó entre las ruinas, profundo, como un tambor de guerra.

Desde la penumbra del pasillo lateral emergió una figura imponente: Vi, con sus guanteletes mecánicos brillando bajo la luz de las llamas. Sus ojos azules no mostraban calor, ni vacilación, solo una calma helada.

Caitlyn sintió un escalofrío. Sabía lo que significaba ese silencio y sonrió. Justo a tiempo.

Jinx, en cambio, quedó inmóvil. El aire se le escapó de los pulmones como un suspiro roto. Sus labios temblaron antes de formar la palabra que parecía imposible.

—...¿Vi?

El mundo se detuvo. El humo, los gritos de los guardias, incluso el propio dolor. Por un instante, Jinx no fue la criminal más temida de Zaun. Fue solo una niña con el cabello enmarañado, que de pronto había visto a su hermana mayor viva frente a ella.

Sus ojos se humedecieron, y el temblor en sus manos fue más fuerte que el de las bombas que cargaba. Las voces de su cabeza se callaron y su pecho dolió, mucho, demasiado...

—Vi... ¿Eres tu? —la voz se le quebró, una súplica cargada de años de vacío y luego, sonrió—. ¡Eres tú! Sabía que volverías... lo sabía...

Pero Vi no respondió. Avanzó con paso pesado, cada movimiento metálico resonando en el suelo. Sus puños se alzaron, y sin un segundo de duda, descargó el primero contra Jinx.

El impacto la levantó del suelo y la arrojó contra una pared derruida. El golpe hizo eco seco, hueso contra piedra. La menor levantó la cabeza hacia ella procesando que su hermana la había golpeado.

—¡Ugh! —Jinx escupió sangre, llevándose la mano al abdomen—. E... espera... ¡soy yo! ¡Vi, soy yo! No me golpees...

Caitlyn, observando desde un costado, tragó saliva, no entendía y no tenía tiempo para hacerlo. El aire se le heló en los pulmones. Parte de ella quería intervenir, enfrentarse ella misma a Jinx, pero sabía que no podía. Ella misma estaba apenas en pie apenas.

Aprovechó ese momento para arrastrarse hacia los guardias heridos y reorganizarlos.

—¡Levántense! —ordenó, con voz firme aunque rota—. ¡Retiren a los caídos, aseguren el perímetro!

Los hombres obedecieron, mientras Caitlyn cubría su retirada con disparos medidos. No podía distraerse, no podía mirar demasiado tiempo la pelea que parecía ser más que solo un enfrentamiento entre cadete y criminal.

—Vi... ¿Por qué me lastimas? —preguntó la menor confundida.

Vi no contestó. Su mirada era un vacío glacial. Avanzó de nuevo y descargó el segundo golpe, directo al estómago ya herido. Jinx se dobló en dos, tosiendo, la venda en su abdomen desgarrándose más.

—¡No! ¡No me hagas esto! —gritó con voz infantil, entre lágrimas y risas nerviosas—. ¡Soy Powder, soy tu hermana, estoy aquí, estoy justo aquí! ¿Por qué... Por qué no puedes verme...?

El puño de Vi volvió a elevarse, brillando con electricidad, y bajó con fuerza. Jinx apenas alcanzó a levantar su pistola como escudo; el metal crujió y se partió en dos bajo el guantelete. El arma quedó hecha pedazos en el suelo.

Chispitas... —apenas susurró la menor y luego levantó la mirada hacia Vi.

—¡No! ¡No, no, no, no! ¡Tú y yo la construimos juntas!—gimió Jinx, arrastrándose hacia atrás, como una niña castigada—. No debiste romperla, no... No... Yo puedo repararla, yo la reparo, solo... Volvamos a casa, yo la reparo.

Suplicó, llorando, literalmente llorando. Pero Vi no la miraba como hermana. No la miraba como nada. Era un verdugo, un arma sin compasión. En su vista solo veía a una criminal que le habían ordenado eliminar.

Los golpes llovieron de nuevo. Uno en el hombro, dislocándolo con un chasquido. Otro en la pierna, haciendo que Jinx gritara de dolor. Cada impacto era una sentencia. La menof, entre tanto, intentaba levantarse una y otra vez. Con cada golpe de Vi, su voz se quebraba más.

—¡Vi, mírame! ¡Te lo pido! ¡Recuerdame,  cuando me decías que era tu Pow Pow, tu hermanita! ¡Recuerda cómo me cargabas en los hombros, cómo me protegías! ¡No me pegues, Vi, por favor, no me pegues! No... No me pegues más...

El puño de Vi descendió de nuevo, directo contra su rostro. El suelo se resquebrajó bajo el impacto, y Jinx quedó con la mejilla ensangrentada, jadeando, llorando, pero aún sonriendo con desesperación como si la alegría de ver a su hermana viva aún no pudiese procesar el hecho de que la estaba matando a puños.

—Yo... yo lo hice todo por ti... —susurró entre risas histéricas—. Todas las bombas, todo el fuego, todo... para encontrarte... para que supieras que aún estaba aquí... que aún era tu hermana... te busqué durante 8 años.

Vi no reaccionó. Solo levantó sus puños una vez más.

Jinx levantó los brazos débiles, intentando detenerla. Sus manos manchadas de sangre parecían ridículamente pequeñas comparadas con los guanteletes gigantescos. Sus ojos magenta, bañados en lágrimas, suplicaban.

—No me mates... —dijo con voz rota, la risa desaparecida, el llanto crudo y desnudo—. Por favor, Vi... no me mates.

El silencio que siguió fue más pesado que cualquier explosión. Vi permaneció en pie, sobre Jinx, con los puños en alto, lista para descargar el golpe final. Su sombra cubría por completo a su hermana caída.

Y Jinx, por primera vez en años, no parecía un monstruo. Solo una niña perdida, rota, que acababa de encontrar a la única persona que siempre había esperado. Y esta... Ahora la lastima a peor que incluso ella misma.

Para... Por favor, para...

Cada golpe era certero, seco, sin margen de error. Jinx ya no reía. No gritaba. Apenas jadeaba, arrastrándose con movimientos torpes, intentando esquivar lo inevitable. La sangre le manchaba la comisura de los labios y caía gota a gota al suelo, dibujando un rastro irregular.

Vi no se detenía. No dudaba. Sus ojos vacíos solo reconocían un objetivo: la criminal que debía ser eliminada. El aire alrededor de ambas se llenaba de polvo y escombros con cada impacto, como si el mismo lugar se quebrara al ritmo de la pelea.

Jinx tambaleó, levantando su arma, pero sus manos temblaban demasiado. Disparó al azar, balas que apenas rasparon el metal de los guanteletes o se perdieron entre la ruina. Vi avanzó, levantando el brazo y aplastándola contra el suelo con un solo golpe que hundió la piedra bajo su espalda.

—Por favor... Duele...

El aire se escapó de los pulmones de Jinx en un gemido ronco. Su cuerpo se arqueó, buscando oxígeno, y aun así intentó hablar, su voz quebrada y débil.

—Vi... me estás lastimando. Por favor, Caitlyn se fué, ya no tienes que actuar...

El puño bajó de nuevo, esta vez al costado de su rostro, reventando el piso. Jinx alzó los brazos, no para atacar, sino como un gesto de protección infantil, torpe.

—No me recuerdas... ¿verdad? —susurró, entrecortada, llorando—. No pudieron haberlo logrado... Yo... Te salvé.

Vi la tomó del cuello con el guantelete, levantándola apenas unos centímetros del suelo. Jinx pataleó débilmente, el rostro enrojecido, los dedos intentando aferrarse al brazo que la sostenía. Tosió, escupiendo sangre.

—Criminal retenida... Prioridad cumplida —La voz de Vi salió plana, mecánica. No había furia, no había duda, no había nada humano en ella. Jinx gimió de dolor.

La menor, con lágrimas mezclándose con el polvo en sus mejillas, extendió una mano temblorosa y acarició el guantelete como si de alguna manera, al tocarlo, pudiera despertar algo en su hermana.

—No me llames así... No lo soy... No para ti. Para ti soy Pow... —suplicó una vez más.

El guantelete se cerró con más fuerza. Jinx soltó un grito ahogado, la voz rota, apenas un murmullo desgarrado. Su cuerpo se estremecía, perdiendo la poca energía que le quedaba.

Fue entonces cuando Caitlyn regresó. Avanzaba con pasos rápidos, el rifle en alto, aún aturdida por las heridas pero con los ojos fijos en la escena que tenía delante. Se detuvo en seco al verlas.

Jinx colgando del brazo de Vi. Vi con la expresión más inmutable que jamás había visto. Y la súplica desesperada de la menor.

Caitlyn entrecerró los ojos, sin entender.

—¿Qué son ellas? —susurró para sí misma—. ¿Por qué esa debilidad repentina en Jinx?

Era evidente. La criminal que había resistido explosivos, disparos, cuchilladas y persecuciones, ahora estaba rota frente a Vi. No había lógica en ello. Caitlyn negó con la cabeza, apartando cualquier duda.

—No importa lo que sean —murmuró, cargando el rifle—. El objetivo sigue siendo el mismo.

Disparó. La bala golpeó el hombro de Jinx, obligando a Vi a soltarla para que el cuerpo de la menor cayera al suelo como un muñeco roto. Jinx tosió, jadeando, arrastrándose unos centímetros.

Vi giró el rostro hacia Caitlyn. Sus ojos vacíos no mostraron nada, pero dio un paso atrás y luego uno al frente, aceptando la presencia de su compañera.

Caitlyn avanzó con ella, colocándose a su lado.

—No podemos dejarla escapar. Acabemos con esto juntas.

Jinx levantó la cabeza, los ojos nublados. Miró a Caitlyn, luego a Vi, y trató de hablar entre sollozos.

—Por favor... no hagan esto... yo no soy su enemiga...

Caitlyn no respondió. Vi tampoco. La menor trató de ponerse en pie, tambaleando, pero sus piernas no le respondían. Apenas logró sostener su arma.

Vi avanzó la primera. El guantelete se levantó y bajó con fuerza, impactando contra el brazo de Jinx. Un chasquido seco indicó que el hueso se había fracturado. La joven gritó, dejando caer el arma, pero aun así intentó golpearla con la otra mano.

Caitlyn disparó, apuntando a la pierna. La bala atravesó carne, y Jinx cayó de rodillas. Su respiración era un lamento quebrado, un sonido que apenas podía sostenerse en pie. Nisiquiera miró a Caitlyn, no le importó el disparo, solo la quería a ella de vuelta.

—Vi... por favor... —dijo, temblando, apenas audible—. Tú me prometiste... nunca me ibas a dejar sola...

Vi no respondió. La levantó de nuevo, esta vez por el cabello, obligándola a mirarla. Sus ojos azules se encontraron. En los de Jinx había miedo, dolor y súplica. En los de Vi, nada.

—Error de identificación —murmuró Vi, con voz baja, como un diagnóstico—. El vínculo no existe.

Caitlyn observó en silencio. Apretó los labios, con la duda clavándosele en el pecho, pero aun así levantó de nuevo el rifle.

—Nos hemos retrasado ya demasiado. A lo que vinimos.

Y las dos se lanzaron contra Jinx. Una con la precisión fría de una máquina, la otra con la firmeza de una oficial convencida de que nada podía interponerse entre ellas y su deber.

Jinx, llorando, apenas logró alzar las manos en un intento inútil de defensa. Ya no quedaban armas, ni risas, ni locura. Solo la imagen de su hermana golpeándola sin piedad y la certeza de que, tal vez, todo lo que había amado alguna vez ya no existía.

La pelirroja la tomó fuerte de la garganta, Jinx apenas podía respirar, sus manos alrededor del guantelete de metal en su cuello. Cuando la miró a los ojos y no vió nada más aparte de frio y vacío... peleó.

Temblando y jadeante, con la garganta marcada por la presión reciente, logró zafarse del agarre de su hermana. Tropezó hacia atrás, tambaleante, llevándose una mano al cuello enrojecido. Tosía, su respiración era entrecortada, irregular.

—No... no, espera... —balbuceó, apenas con un hilo de voz.

Vi no se detuvo ni un segundo. No titubeó. Avanzó con pasos pesados, el rostro inmóvil, la mirada fija como la de una máquina programada para eliminar a su objetivo. El guantelete izquierdo se levantó y bajó de golpe.

Jinx rodó a un costado, sintiendo el impacto del metal a centímetros de su cabeza, levantando chispas y fragmentos de piedra.

Se puso en pie a medias, tambaleando por el disparo, alzando un arma pequeña, una pistola de repuesto. Trató de disparar, pero sus manos temblaban demasiado; los proyectiles se perdieron en el aire, chocando contra columnas y paredes. Vi no alteró su ritmo: se inclinó hacia adelante y la embistió con un golpe al torso.

El aire se escapó de los pulmones de Jinx en un jadeo ronco. Cayó de espaldas, escupiendo sangre, con la pistola rodando lejos de su alcance. Aun así, intentó arrastrarse.

—Por favor... yo... no quiero pelear contigo...

Caitlyn observaba la escena desde unos metros atrás, rifle en mano del que disparó, conteniendo su respiración. Había visto a Jinx resistir contra explosivos, cuchillas, incluso contra la propia guardia de Piltover. Pero ahora parecía otra persona: un cuerpo frágil, derrumbado frente a la frialdad absoluta de Vi.

—No cedas, Vi —murmuró Caitlyn, como si necesitara reafirmarlo para sí misma.

Vi no necesitaba instrucciones. Su puño mecánico se cerró con un chasquido hidráulico y volvió a lanzarse contra Jinx. La menor intentó alzar un brazo, como quien pide tiempo, como quien suplica misericordia.

El golpe la levantó del suelo y la estampó contra una pared resquebrajada. Su cuerpo se deslizó hacia abajo, inerte por un segundo, pero obligándose a respirar de nuevo.

Vi se acercó, paso tras paso. Jinx extendió la mano hacia ella, los dedos temblando, la mirada empañada por lágrimas y sangre.

—Vi... no puedes... no puedes haberme olvidado...

El guantelete la sujetó del cuello con brutal firmeza. Jinx pataleó débilmente, las manos arañando el metal sin efecto alguno. Caitlyn dio un paso adelante, apuntando con el rifle, pero no disparó. Solo observaba, apretando los labios.

—Vi... soy yo... por favor... —sollozó Jinx, la voz quebrada, rota, apenas audible.

El puño derecho de Vi retrocedió y, con precisión letal, golpeó el costado de la cabeza de Jinx. Un crujido seco llenó el aire. La menor soltó un quejido ahogado, los brazos colgando sin fuerzas. El cuerpo entero se relajó, cediendo al peso de la inconsciencia.

Vi sostuvo un momento más el agarre, asegurándose de que no quedaba resistencia. Luego, con la misma indiferencia con la que un soldado recoge un arma caída, la cargó sobre su hombro. Jinx colgaba inerte, su cabello celeste cayendo en mechones desordenados, manchado de polvo y sangre.

Para Vi, no había emoción en el acto. Solo el cumplimiento de una orden. Avanzó, arrastrando los pies por entre los escombros, como si cargara con un saco de arena o despojos de guerra.

Caitlyn los siguió con la mirada, inmóvil por un instante. La escena debía significar victoria: la criminal más peligrosa de estos días estaba reducida, inconsciente, en sus manos. El deber estaba cumplido. Pero lo que sentía no era triunfo.

Se acercó lentamente, bajando el rifle. Su respiración era pesada, irregular.

Lo logramos... —susurró, más para sí misma que para Vi.

Pero no había júbilo en su voz. Lo que veía era demasiado extraño, demasiado contradictorio. ¿Por qué esa debilidad repentina en Jinx? ¿Por qué aquellas palabras, dichas con tanto dolor? ¿Por qué el silencio absoluto de Vi, como si nunca hubiese existido un vínculo?

Caitlyn negó con la cabeza, tragando en seco. Había tantas preguntas ardiendo en su mente que ni siquiera supo por cuál empezar.

Vi no respondió, ni la miró. Solo continuó caminando, con Jinx colgando de su hombro como un objeto más. Caitlyn apretó el puño alrededor de su rifle y los siguió, en silencio.

La misión estaba cumplida, sí. Pero la sensación que la acompañaba no era victoria, sino una venganza hueca. Y el eco de las palabras de Jinx seguía grabado en su memoria como una herida:

"Por favor, Vi... no pudiste haberme olvidado..."

El calabozo de Piltover estaba sumido en un silencio pesado, casi antinatural

El calabozo de Piltover estaba sumido en un silencio pesado, casi antinatural. Las paredes de piedra rezumaban humedad, y el único sonido era el goteo constante de una cañería vieja que caía sobre un charco ennegrecido. El aire olía a hierro, pólvora y encierro.

Las antorchas instaladas en las esquinas proyectaban sombras alargadas que se deformaban con cada movimiento, como si las figuras mismas observaran la escena.

Al fondo, tras los barrotes reforzados con placas hextech, yacía el cuerpo frágil y desmadejado de Jinx. Inmóvil, pálida bajo la luz mortecina, con la piel marcada por la pólvora y restos de pintura azulada que aún manchaban sus mejillas.

Parecía dormida, pero demasiado quieta, demasiado callada para alguien cuya vida siempre había sido ruido.

—No va a despertar por ahora...

Caitlyn permanecía de pie frente a la celda, erguida, con las manos detrás de la espalda.

Apretaba los guantes de cuero hasta que sus nudillos dolieron, como si aquella presión la ayudara a mantener el rostro firme. La mirada fija en el cuerpo inconsciente, intentando que sus pensamientos no se filtraran en su expresión.

A su lado estaba Vi. La pelirroja, de hombros anchos y uniforme de guardia, respiraba agitada todavía por la persecución que las había llevado hasta allí. Sus guanteletes aún estaban manchados de hollín y sangre seca.

Caitlyn la miró de reojo, tragando la tensión de su propia garganta.

—Vi... —empezó, su voz baja, como si temiera romper el silencio—. Esa mujer. ¿La conocías?

Vi giró apenas la cabeza, su perfil endurecido bajo la luz amarillenta. No dudó ni un segundo.

—No.

Una sola palabra, seca. Categórica. No había espacio para dudas.

—¿Segura? Ella parecía conocerte y... Actuaba vulnerable, como si tú fueses importante. —explicó la comandante.

—No conozco a la criminal.

—No lo entiendo... Ella realmente parecía estar... ¿Sufriendo?

—Si.

Caitlyn la estudió unos segundos más. El tono de Vi era demasiado firme, demasiado precisa, como un portazo que no dejaba asomarse a lo que hubiese detrás.

Pero Caitlyn no insistió. Había algo en la rigidez de los hombros de Vi, en la forma en que evitaba mirar directamente a la prisionera, que gritaba lo contrario. Y aun así, la comandante decidió callar.

—Entiendo... —dijo finalmente, en un murmullo que apenas alcanzó a llenar el aire entre ambas—. Gracias por tus servicios.

—A sus órdenes, comandante.

—Fue un gran trabajo, Vi.

Vi asintió con brusquedad. Se limitó a cuadrar la postura, como si no quisiera prolongar la conversación.

—Tengo que volver a mi cuartel. —La voz de Vi sonó como una sentencia. Dura, cortante.

Caitlyn abrió la boca, quizás para agradecer, quizás para intentar un puente, pero la pelirroja ya había girado sobre sus talones.

—Vi, yo... —empezó, pero la frase se apagó en sus labios.

—Buenas noches, comandante.

Buenas noches.

La otra no le dio tiempo. Se alejó con paso firme, metálico contra las losas, sin mirar atrás ni una sola vez. Caitlyn siguió su figura con la mirada hasta que desapareció en la penumbra del pasillo. Y entonces, el silencio volvió a pesarle sobre los hombros.

Se encontró sola. Sola con ella. Giró despacio hacia la celda.

Jinx seguía allí, tumbada de lado sobre el suelo áspero. Los barrotes proyectaban líneas de sombra sobre su cuerpo delgado, casi infantil en su fragilidad. Su pecho subía y bajaba con un ritmo irregular, señal de que al menos seguía viva.

Caitlyn apretó los labios. Se obligó a mantener la compostura, a endurecer los ojos.

"Asco", se dijo. "Desprecio. Eso es lo que debes sentir."

Repasó mentalmente la lista de crímenes: explosiones, ataques a la academia, sabotajes. Piltover entera la conocía como una amenaza. Un monstruo. Eso era lo que debía grabarse en la mente. Un monstruo.

Pero sus ojos, obstinados, recorrían cada detalle. Las trenzas celestes enredadas y cubiertas de polvo. La muñeca chamuscada de su pantalón, como si aún arrastrara un recuerdo demasiado humano. El pequeño tic en sus dedos, incluso inconsciente, como si todavía escuchara música en su cabeza.

Caitlyn apretó el ceño, como si eso pudiera borrar la contradicción.

Se acercó un paso más a los barrotes, y su reflejo se mezcló con el de la criminal. Se agachó levemente, bajando la mirada hasta estar a la altura del rostro de Jinx. 

—¿Quién eres en realidad? ¿Qué ocultas? ¿Qué tienes que ver con Vi?—susurró.

Las palabras se escaparon antes de que pudiera detenerse. Un secreto murmullo que resonó en la soledad de la celda.

Nadie respondió. Jinx permanecía inconsciente, con el ceño fruncido como si incluso en sueños luchara contra algo que no la dejaba en paz.

Caitlyn tragó saliva. Quiso apartar la vista, pero no lo hizo. Siguió observándola, atrapada en aquella dualidad que la corroía. Desprecio. Fascinación. Miedo. Curiosidad. Todo mezclado en un mismo nudo.

Al fin, dio un paso atrás. Sus botas resonaron contra la piedra y esa vibración la ancló a la realidad.

—No eres más que un error y ahora, por fin te tengo atrapada como una rata—Esta vez lo dijo en voz alta, como si necesitara convencerse a sí misma.

Y aun así, cuando las sombras se movieron en torno a los barrotes, Caitlyn no apartó la mirada. Se quedó allí, firme, observando cada respiración irregular, cada espasmo involuntario. Fingiendo que lo hacía por deber. Fingiendo que su atención era puro protocolo.

Pero en el fondo, lo sabía. Y aunque jamás lo admitiría, lo sabía: aquella celda encerraba algo más que una criminal. Encerraba una verdad que todavía no estaba lista para enfrentar.

Y la comandante, con la mirada fija en Jinx, se dio cuenta de que fingir desprecio era la única forma de protegerse de algo mucho peor. Algo que no quería descubrir, no aún.

Se quedó inmóvil un instante, con los dedos aún apretados. Luego respiró hondo, enderezó la espalda y se obligó a caminar hacia el ascensor que la llevaría hasta las cámaras superiores.

Jinx seguía inconsciente en la celda, envuelta en ese silencio incómodo que parecía más frágil que verdadero. Caitlyn la había observado demasiado rato, intentando convencerse de que todo había terminado, de que por fin la tenían.

Pero no. Algo en su interior gritaba que ese encierro no era un final, sino el inicio de algo peor.

—El consejo lo entenderá...

El ascensor chirrió y subió. El gran salón se miró en el reflejo metálico de la puerta: el rostro endurecido, los mechones sueltos de su cabello desordenados por la pelea, una mancha de hollín todavía en la mejilla. Se obligó a quitarla con un guante, como si pudiera borrar con ese gesto todo lo que había ocurrido.

Cuando las puertas se abrieron, el aire cambió. Más pulcro, más pesado. El salón del consejo estaba iluminado por columnas hextech que bañaban la sala de un azul claro, casi quirúrgico. Una larga mesa ovalada ocupaba el centro, con los consejeros ya reunidos, cada uno en su asiento. El murmullo se extinguió cuando Caitlyn entró.

—Comandante Kiramman. —La voz de uno de los miembros más ancianos retumbó, firme, mientras los demás giraban la vista hacia ella.

—Buenas noches.

Caitlyn avanzó con pasos medidos, controlados, como había ensayado miles de veces en audiencias públicas. Solo que esta vez no hablaba como política ni como hija de Cassandra. Esta vez era la soldado que traía resultados.

Se colocó de pie frente a ellos, dejando su rifle apoyado en el suelo, a un costado.

—Piltover puede dormir tranquila esta noche —dijo con una calma que enmascaraba el cansancio—. El plan funcionó.

Jayce, sentado en la cabecera, frunció el ceño. Otro concejal se le adelantó.

—Explíquese. —pidió. Caitlyn asintió.

—Reconstruimos la Academia como fachada. Sabíamos que una provocación de esa magnitud atraería a Jinx. Y lo hizo. Se infiltró. Atacó. Cayó en la trampa como estaba previsto.

Los murmullos recorrieron la mesa. Caitlyn continuó.

—Yo la contuve hasta el momento acordado. Vi ejecutó la fase final y con ello aseguramos la captura. Ahora mismo, Jinx está en el calabozo principal, bajo custodia, inconsciente y con los protocolos médicos básicos aplicados.

Un silencio pesado siguió a sus palabras. El anciano de antes golpeó la mesa suavemente con los dedos.

—¿Quiere decir que la criminal que jugó con todo el cuerpo de seguridad  está ahora en nuestras celdas?

—Exactamente. —Caitlyn sostuvo la mirada.

El murmullo volvió, más fuerte. Preocupación, duda, incluso temor. Una mujer de cabello recogido habló con severidad.

—Comandante ¿es consciente de lo que significa? Ninguna prisión de Piltover tiene capacidad de retenerla, o al menos eso creemos. Ni siquiera los calabozos de Stillwater por lo que hemos visto de esta... Chica. ¿Qué nos garantiza que no escapará esta vez?

—La seguridad se ha reforzado —respondió Caitlyn de inmediato—. Barreras hextech de última generación, vigilancia doble, turnos reducidos.

El concejal rubio bufó.

—Y aun así... es Jinx. —dijo. Jayce carraspeó.

—No podemos fingir que tenerla encerrada es una victoria total. Sabemos lo que representa. Un riesgo constante.

Caitlyn respiró hondo. Sabía que vendría esta parte.

—Lo sé. Por eso he venido a pedir algo más.

Los ojos de todos se fijaron en ella. Caitlyn sostuvo el aire un segundo antes de soltarlo.

Quiero ser yo quien la vigile.

El silencio fue absoluto.

—¿Qué ha dicho? —preguntó la consejera Medarda, con incredulidad.

—Quiero asumir la vigilancia directa. Personal. Estaré en mi puesto, cumpliré mis tareas como comandante, pero al mismo tiempo quiero tener control absoluto sobre su celda. Nadie más.

El consejo explotó en murmuraciones. Un miembro golpeó la mesa esta vez con fuerza.

—¡Imposible! Sería un desperdicio de recursos. Usted no puede sacrificar su tiempo para vigilar a una sola prisionera. —demandaron. Caitlyn apretó los puños.

—No hablo de sacrificar. Hablo de asegurar. Nadie la conoce como yo. Nadie comprende sus patrones, sus juegos, sus trampas. La he estudiado durante cada ataque que me ha hecho. Sé cómo piensa.

—¿Y qué gana Piltover con eso? —preguntó otra consejera, con gesto escéptico—. Su presencia es necesaria en todos lados, en las investigaciones. No vigilando a una criminal inconsciente.

Un mes. —Caitlyn alzó la voz por primera vez—. Les pido un mes. Si en ese tiempo no demuestro que este método funciona, me retiraré y aceptaré cualquier otra estrategia. Pero si lo logro... podremos mantenerla bajo control sin sacrificar más vidas ni recursos.

El silencio volvió. Pesado, cargado. Los consejeros se miraban entre sí. Ninguno parecía convencido.

Jayce la observaba en silencio, los dedos entrelazados sobre la mesa. Caitlyn buscó sus ojos, tratando de hablar sin palabras. Él frunció el ceño, como si no entendiera. La comandante endureció la mirada, suplicándole en silencio.

Finalmente, Jayce se inclinó hacia adelante.

—Un momento. —Su voz retumbó sobre la sala, callando los murmullos—. Consideren esto: Jinx no es solo una criminal. Es un símbolo. La ciudad vive con miedo a su nombre. Si logramos retenerla bajo un protocolo especial y con una figura pública como la comisaria Kiramman vigilándola, la gente recuperará la confianza. No se trata solo de seguridad física. Es seguridad psicológica.

Los consejeros lo miraron, sorprendidos. Era un argumento improvisado, un giro de última hora. (Si, se lo sacó del culo) Pero sonaba convincente, casi lógico.

—La imagen de Caitlyn al frente de la vigilancia enviará un mensaje claro: Piltover no se rinde. Piltover controla.

Uno de los miembros suspiró, otro se pasó una mano por el cabello rubio, intentando fingir que pensaba.

—Quizá... tenga sentido.

La consejera aparte de Mel Medarda no parecía del todo convencida, pero no replicó. Jayce miró a Caitlyn, y ella inclinó la cabeza apenas, en señal de gratitud.

El acuerdo estaba hecho.

—Un mes —dijo el concejal al final—. Ni un día más.

—Un mes es suficiente. —Caitlyn asintió con firmeza.

De regreso en el calabozo, la comandante sintió que el aire era más denso, más helado. El eco de sus pasos la acompañó hasta la celda.

Jinx seguía en el mismo lugar, pero ahora con vendajes cubriendo los cortes de sus brazos y costillas. La reglamentación exigía atención médica mínima incluso para los criminales más peligrosos. Su respiración era más regular, aunque temblaba de frío, perdida en un sueño febril.

Caitlyn se acercó a los barrotes. Se detuvo a medio metro, observándola.

Una niña rota. Una mente fragmentada. Una bomba de tiempo. Y sin embargo, en ese instante, parecía apenas una sombra, un suspiro frágil en la oscuridad.

La mayor apoyó las manos en el metal helado.

—Solo quiero saber... ¿Qué pasó allá antes...?

Su voz salió apenas audible, más un pensamiento que un reproche.

Jinx se movió apenas, un estremecimiento involuntario, como si respondiera desde lo profundo de sus sueños.

Caitlyn apretó la mandíbula. No tenía respuestas. Solo más preguntas. Y, por primera vez, comprendió que aquel mes no sería suficiente.

Era Jinx y con ella nada nunca sería suficiente.

Nota de la Autora: Hola mis niños! Espero que estén muy bien, aquí les dejo otro capítulo de esta historia que ahora sí empezamos con lo bueno, criminal? Comandante? Una vigilando a la otra? En una celda? Solo las dos? BOFFFFFFF

Notes:

Hola mis niños! Espero que estén muy bien, aquí les dejo otro capítulo de esta historia que ahora sí empezamos con lo bueno, criminal? Comandante? Una vigilando a la otra? En una celda? Solo las dos? BOFFFFFFF. En la app Patreon en mi perfil: "Ginger_Kar" ya está disponible el siguiente capítulo, me gustaría tenerlos por allá también y poder tomar un cafecito para seguir escribiendo y sobreviviendo en la universidad al mismo tiempo.

Notes:

Hola mis amores, bienvenidos a un nuevo Fanfic que les hará gritar, llorar, sufrir, pero como todos, lo amarán. Este fic es una historia completamente diferente a los canons que ya están previstos en Arcane o League of Legends. Aquí lo único que he tomado de aquellos son los personajes y algunas referencias, así que no los relacionen, esto es algo nuevo. Las actualizaciones serán cada viernes y en mi Patreon ("Ginger_kar") pueden leer los capítulos con una semana de anticipación. Ya tengo una historia anterior Caitjinx escrita en mi perfil, Culpables. Si vienen de allá, gracias por seguirme apoyando.

Me ahorraré la presentación extensa, solo sepan que soy una estudiante universitaria en su primer semestre de derecho, amante obsesiva de los gatos, Chappell Roan, el café y, por supuesto, la escritura. Si gustan conocer un poco más a esta pelirroja, estoy en Instagram como: Ginger__kar. Sí, con doble guion.