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Cenizas del mundo mágico

Summary:

Tras la batalla de Hogwarts, la paz que todos esperaban nunca llegó. De la magia teñida de odio, dolor y muerte nacieron criaturas imposibles: sombras con alas y garras, alimentadas por los recuerdos de la guerra.

Solo Harry Potter puede verlas. Solo él las caza.

Para el resto del mundo, esos ataques no son más que accidentes, rumores o simples coincidencias. Harry carga en silencio con una lucha que nadie cree real. Hasta que, una noche, salva a un desconocido de ser devorado.

El problema es que no es un desconocido. Es Draco Malfoy.

Y, contra todo lo que Harry pensaba, Draco también puede ver a los monstruos.

Juntos tendrán que enfrentarse a un enemigo nacido de las cenizas de la guerra y a los sentimientos que nunca pensaron compartir.

Chapter 1: Prólogo

Chapter Text

¿Le temen a la oscuridad?

Muchos lo hacen, aunque rara vez se atreven a confesarlo. La mayoría prefiere callar y fingir que la penumbra no les roba el aliento, que no sienten ese estremecimiento en la espalda cuando una puerta se abre sola en mitad de la noche o cuando las sombras parecen moverse con vida propia.

Se habla de los monstruos que se ocultan bajo la cama. De las figuras que acechan en los armarios cerrados. De los boggarts que se retuercen para mostrar tus peores miedos o las Banshees cuyo grito arranca la esperanza de un solo tajo.

Ésas son las historias con las que crecimos, cuentos de advertencia, leyendas de pasillo que buscaban enseñar prudencia a través del miedo.

Yo no le temo a nada de eso.

Al menos, ya no.

Porque descubrí la verdad: peores monstruos existen.

Y no todos se esconden.

Algunos caminan entre nosotros, dentro de un huésped con piel humana. Los que toleran el sol se camuflan entre la gente en el Callejón Diagon, se infiltran en el aire que se respira, buscan su camino en las pequeñas heridas. Algunos son capaces de tomar una forma humana o de animales y ocultar por un tiempo la sed de sangre hasta cazar a su víctima. Otros no tan inteligentes esperan en los rincones olvidados, hambrientos, respirando lento en la penumbra, aguardando el instante en que alguien, cualquiera, tenga la desgracia de cruzarse en su camino.

El Ministerio no habla de ellos prefiere llamarlos leyendas urbanas, una especie de imaginación colectiva causada por los traumas de la guerra. Palabras vacías que solo quieren tapar la verdad, palabras formuladas para apaciguar a una población que prefiere el autoengaño antes que enfrentar la realidad.

Pero yo sé que mienten.

Lo sé porque los he visto. He sentido su frío arrastrarse sobre mi piel como un veneno helado, he arrancado alas y colmillos, he escuchado las voces filosas abrirse paso dentro de mi mente, confundiendo lo real con lo falso hasta que resulta casi imposible distinguir uno de otro. He visto la sombra que dejan en los ojos de quienes sobreviven, un vacío tan profundo que nada humano podría llenarlo. Yo sé lo que son.

Soy un cazador. No porque lo quisiera, sino porque alguien debe serlo.

La gente cree que la guerra acabó con la muerte de Voldemort hace años. Hogwarts fue reconstruido piedra por piedra. Los nombres de los caídos quedaron grabados en monumentos solemnes. Hubo discursos, brindis, ceremonias, canciones que hablaban de esperanza y renacimiento. El mundo quiso convencerse de que la paz había regresado.

Pero no.

Porque la paz, en realidad, nunca ha sido más que un espejismo. Existe únicamente como un silencio frágil entre una guerra y la siguiente, un respiro breve antes de que lo inevitable vuelva a desatarse. Y aunque todos quisieron creer que habíamos alcanzado el final de la oscuridad, yo podía sentir que lo que se había liberado aquel día en Hogwarts estaba lejos de haber desaparecido y bajo aquella ilusión de paz, algo más había nacido.

Lo que nadie quiere admitir es que la magia derramada en la última batalla nunca desapareció, no terminó con un simple destello de luz ni con el derrumbe de un enemigo. Fue una explosión de magia sin control, demasiado vasta, demasiado intensa, demasiado cargada de odio y dolor para disiparse sin consecuencia. Se filtró en la tierra, en los muros, en la sangre derramada sobre las piedras. Y de esas grietas, de ese exceso imposible de contener, surgió algo nuevo.

Algo que no pertenece a este mundo.

Sombras que susurran en idiomas que nadie entiende. Presencias que acechan en el límite de lo humano. Criaturas que se arrastran fuera del sueño y lo convierten en carne y hueso.

Monstruos.

Al principio fueron apenas rumores, tan fáciles de ignorar como un mal presagio. Un funcionario que juró haber visto garras marcadas en los muros del Atrio del Ministerio. Una bruja que despertaba cada noche con voces rasgándole la mente hasta quedar al borde de la locura. Cuerpos encontrados en calles desiertas, sin memoria, con la mirada fija en algo que nadie más podía ver. Y mientras la gente brindaba por la paz, esas criaturas crecían. Se alimentaban. Aprendían a ocultarse mejor.

Yo lo sabía. Siempre lo supe. Esa punzada en la nuca, esa vibración helada que recorría el aire, ese silencio cargado como antesala de tormenta, todo me recordaba demasiado al vacío oscuro que Voldemort dejó al morir. Sí, yo había ganado la guerra, pero la paz se escapaba entre mis dedos como la arena.

Muchos creen que Voldemort fue el peor enemigo al que el mundo mágico se enfrentó. Creen que derrotarlo significó el fin de todas las pesadillas. Yo, en cambio, sé que fue solo el principio. Porque Voldemort, con toda su crueldad, aún estaba limitado por la carne que lo contenía. Era un hombre, retorcido y ambicioso, pero al final humano.

Voldemort no creó el miedo. Solo lo usó. 

La oscuridad nunca se fue y lo que nació de aquella batalla fue peor que cualquier señor tenebroso.

Estas criaturas no conocen límites, no sienten compasión ni deseo de gloria. 

Porque Voldemort quería dominar al mundo mágico. Ellos, en cambio, solo quieren devorarlo.

Y lo están logrando. 

Chapter 2: 1. Ser un héroe

Chapter Text

HARRY:

La primera voz que se escucha esta noche es la de Sirius, aunque ya lleva años muerto.

No es nuevo. 

En este punto ya no me sorprende, duele igual cada vez, pero ya no es sorpresa. A veces es Sirius, otras Remus, en ocasiones mis padres. Antes me servían de consuelo, dejaba al monstruo vivo lo suficiente para escucharlos, hasta que el corazón se me rompía en pedazos y debía terminar con la criatura. Es como abrir una herida solo para comprobar que todavía puedo sangrar y aún puedo, lo que lo hace aún peor.

La noche huele a azufre. No es humo ni fuego visible, pero está en todas partes, impregnando la lengua, las fosas nasales, la garganta. Es el rastro que ellos dejan, como si el mundo entero ardiera desde dentro. 

Camino despacio, con la varita baja y la espalda tensa, y cuento mis pasos porque contar me mantiene en el presente. Siete losas hasta el contenedor, tres más hasta la grieta del muro. Respiro de esa forma en me enseñó Hermione cuando todo terminó y yo aún despertaba a gritos. Inhalo. Retengo. Exhalo. Retengo. Vuelvo a empezar.

Hogsmeade, era la barrera entre el origen de los monstruos y el resto del mundo. Ahora que no hay barrera, los caminos aquí parecen más oscuros de lo que deberían. La población disminuye, la gente sabe que hay algo mal aunque no puedan verlo.

—Harry —la voz de Sirius me roza el oído nuevamente. 

Giro por instinto, aunque ya sé lo que encontraré: nada. Esa es siempre la primera señal. La segunda llega de inmediato, el frío.

El callejón por el que camino es estrecho y empinado. Los ladrillos lloran humedad. Una farola tiembla y la luz parece no decidirse entre estar viva o morir. La tercera señal es siempre la calma, es extraña, artificial, porque cuando los monstruos están cerca, el aire se siente pesado y si respiro muy hondo, duele.

Me detengo y hago un giro mínimo con la varita, sin pronunciar nada. La luz al final del callejón vacila y se apaga, un viento que apaga una vela que no existe.

Y entonces lo veo.

Se desliza desde las sombras como si la penumbra se hubiera encogido sobre sí misma. Su forma es líquida, ondulante, demasiado inestable para ser sólida. Tiene un contorno humanoide, pero incompleto, hecho a partir de un recuerdo difuso. Y los ojos dos huecos incandescentes, vibrando en tonos apagados que arden sin calor.

Las primeras veces les decía Sombras, como si nombrarlos con algo inofensivo pudiera volverlos menos reales. Ahora los llamo por lo que son. Monstruos. Son residuos de magia que aprendieron a mantenerse unidos del peor modo posible. Carne que olvida que alguna vez fue humana. Muerte que aprendió a querer quedarse.

—Harry...

Cierro los ojos y cuento otra vez. Uno, dos, tres. La voz cambia de timbre a mitad de palabra y me habla con la garganta de mi madre. Tengo la memoria clavada de su voz en un "no".

—Hijo, solo soy yo.

—No —soy yo él que responde, en voz baja, a la nada. No por fe, sino por práctica. Nombrar lo que es mío me lo devuelve.

El murmullo se acelera, ahora es Sirius riéndose como cuando salíamos al patio de Grimmauld Place, y de la risa pasa al ruego. Después, sin transición, a Remus. Me muerdo la mejilla por dentro hasta saborear sangre para anclarme al cuerpo. Abro los ojos. La pared frente a mí respira. No es una metáfora: el ladrillo se infla y se contrae con un sonido húmedo.

Es otro tipo de monstruo, hoy son dos clases, es peligroso, como si se estuvieran volviendo más inteligentes. La sombra de humo me atrae con la voz y el de pared me traga.

Oigo ahora mi nombre con mi propia voz.

—Cállate —escupo, y me río sin humor por lo patético que suena.

Un mago se detiene al principio del callejón, tambaleante. Nos mira. O mejor, mira solo mi parte del cuadro. Yo, con la varita en alto, respirando cansado. Él no ve nada más. Me saluda sin ganas, se rasca la barba, cambia de opinión y se va. A sus ojos soy un mago idiota que practica hechizos contra un muro. 

El humo avanza. Me doy tres latidos para elegir. La magia que entienden los alimenta, ya sean maldiciones, escudos, empujes, todo se ordena, todo tiene estructura, todo puede ser devorado. Lo único que no toleran es lo que no saben nombrar, lo que Voldemort en su maldad no conoció, el amor. Así que sirven hechizos que pueden cambiar de forma al ser lanzados, los que alimentan las emociones. 

Algo parecido al miedo intenta subir, a mi mente vienen las veces que fallé. La cara de Hermione cuando le dije que no volvería a los aurores, que no puedo encerrarme a redactar informes mientras esto exista. Ron, cruzado de brazos, diciéndome que me cree en lo esencial, que me cree a mí, aunque no vea lo que digo que veo. Esa es su forma de quererme.

El primer monstruo abre una grieta donde adivino que va su boca. Sale mi otra vez mi nombre y detrás, un coro de voces que podrían volverme loco si les doy sitio. Me pegan en las costillas por dentro. Me obligo a recordar otra cosa. No un recuerdo feliz luminoso de cuento; la mentira del Patronus es creer que solo funciona con alegría. A mí me funciona con certeza. Con la sensación de que, por una vez, sé qué tengo que hacer.

Enderezo la espalda. Siento el frío hasta en las uñas. Apunto sin adornos.

—Expecto Patronum.

No grito. No hace falta. La luz me nace en el brazo, sale por la varita y el ciervo brota entero, coronado de una claridad que no lastima. El callejón se vuelve día por un segundo. El ciervo embiste y atraviesa el cuerpo del monstruo. Donde toca, la masa pierde coherencia, se deshilacha, se vuelve nada, intenta recomponerse y no puede. El chillido cambia de tono, se rompe. La luz se come la boca, los falsos ojos, las manos que no eran manos.

Al de la pared es más sencillo destruirlo.

La sombra se despega del muro con una pereza que da asco. Es más grande de lo que esperaba. Tiene bordes que se estiran y vuelven, es mas firme que el primero, pero de una forma gelatinosa y puedo distinguir con claridad al menos seis pares de ojos y una boca llena de colmillos. Gime sin abrir la boca, un chillido tan agudo que siento que los huesos de mi oído vibran.

Lanzo un hechizo de defensa por inercia. El destello se apaga contra su piel como si lo hubiera bebido. No magia estructurada, me repito, y aun así, mi primer impulso es disparar. La costumbre de la guerra no se cura. Bombarda sale de mis labios antes de que pueda frenar la palabra, al menos no apunte directo al monstruo.

La pared explota a unos metros de la criatura. La onda me tira hacia atrás y me golpeo la espalda contra un cubo de basura, el dolor me cruza como una chispa. Los ladrillos caen. La masa oscura se arquea, absorbe partículas de polvo que brillan con luz robada, y crece. Se vuelve más sólida, más definida. No tiene piernas, pero se desplaza como si arrastrara un estómago enorme. 

Saco de mi bolsillo un frasco con un líquido inflamable que se rompe mientras lo tiro al monstruo.

— ¡Incendio!

Las llamas rugen, iluminando la oscuridad. El monstruo grita, la piel retorciéndose mientras el fuego lo devora. Intento mantenerlo, pero el hechizo se debilita. Me lanzo entonces a lo muggle, enciendo un pedazo de madera y lo hundo en su torso. El calor me quema la mano, pero no suelto.

El monstruo explota en un chillido metálico, después se disuelve en una nube oscura que deja el aire pesado, irrespirable.

Cuando termina, no hay nada. Ni ceniza. Solo el olor a azufre que se mantiene y ese sentimiento de vacío que dejan ellos cuando desaparecen, la sensación de que me arrancan una capa de piel y me la devuelven mal puesta.

El ciervo aparece junto a mí y baja la cabeza. Si cierro los ojos, podría jurar que su respiración me calienta el dorso de la mano. Le paso los dedos y se me eriza el vello del antebrazo. Siempre me pregunto cuántas veces más podré convocarlo así, con esta claridad. La luz se va atenuando, y con ella, esa certeza que me sostuvo hace un momento. El callejón recupera su oscuridad mediocre, la farola vuelve a parpadear con indecisión, como si me preguntara si lo que vio fue real.

Me arde el hombro donde caí. Me reviso por costumbre, no sangro mucho. La pared frente a mi presenta mas destrucción, mañana alguien le echará la culpa a la humedad o a un hechizo torpe. Alguien pondrá tablones. Incidente menor, apuntará un funcionario somnoliento. 

Espero unos segundos en total silencio. Escucho. Cuando los monstruos mueren, a veces otros acuden al sitio, esperanzas de un banquete que llegó tarde. Hoy no. Solo mis pasos y el goteo de una cañería rota.

Me guardo la varita dentro de la manga y tiro del abrigo. El hombro protesta. Podría aparecerme directo a casa, pero ya aprendí que después de una cacería, si me voy solo al silencio, el silencio me come. La Madriguera es otra cosa. La madera cruje de otra manera allí, el aire huele a pan y alguien siempre pregunta si ya comí. Puedo escuchar a Molly regañarme por los moretones. Puedo hablar con Ron aparte, en el jardín, decirle otro y escuchar su bien con esa duda que no quita la lealtad. Me bastará por hoy.

+++

El aire cambia en cuanto cruzo la barrera del jardín.

Donde antes todo olía a azufre, ahora huele a comida recién hecha y el contraste es tan violento que me mareo. El silencio tenso del callejón se quiebra aquí en un murmullo de voces, cucharas chocando contra ollas, risas que suben y bajan como una canción vieja. La Madriguera nunca se queda quieta, cada rincón vibra y aunque todo es estrecho, desordenado, nada me resulta más seguro. 

Entro por la puerta trasera y me recibe el vapor de una sopa, la mesa está llena.

Molly me ve primero.

— ¡Harry, hijo! —exclama, con ese tono que mezcla regaño y alivio—. Estás helado, por Merlín. Ven aquí.

No espera respuesta, me acomoda la bufanda torcida, me palpa el hombro como si pudiera leer con las manos las heridas que escondo.

—Estoy bien —miento, porque lo hago siempre.

— ¿Bien? —George arquea una ceja desde la mesa, con una sonrisa torcida—, tienes cara de haberte peleado con un dragón.

—No era un dragón —respondo, sin pensar.

El ambiente se tensa un segundo. George me clava la mirada, pero no pregunta. Nadie lo hace.

Ron interviene, cortando el aire como siempre supo hacerlo.

—Anda, siéntate antes de que mamá te obligue a comer de pie.

Se hace a un lado para dejarme sitio. Percy carraspea, deja un libro abierto y lo aparta con gesto ceremonioso, como si cederme un lugar fuera un favor importante.

Me siento. El pan está caliente, la mantequilla se derrite al contacto. Lo muerdo, y el hierro en mi lengua empieza a deshacerse poco a poco.

El señor Weasley me observa desde el extremo.

—Sigues flaco —dice, en tono neutral, pero sus ojos no se apartan de los míos.

—Me las arreglo —respondo, encogiéndome de hombros.

— ¿Te arreglas o te desapareces cada vez que anochece? —pregunta George, más suave de lo que esperaba.

—George… —advierte Molly, con una mirada que podría incendiar calderos.

Él levanta las manos, rendido.

—Lo digo porque me preocupa —murmura, y por un instante la broma se le borra de la cara.

El silencio que sigue pesa más que cualquier pregunta. Entonces Ron carraspea y me da un codazo por debajo de la mesa, si Hermione lo viera, sería un regaño asegurado. 

Molly rompe el momento sirviendo más sopa en mi plato.

—Tienes que cuidarte, Harry. No importa qué andes haciendo allá afuera, si no comes, si no descansa, no podrás hacer nada.

Asiento. No le digo que comer no borra el frío de esas criaturas, ni que descansar es imposible cuando las voces me persiguen incluso en sueños. Pero dejo que el pan me llene la boca y la sopa me caliente la garganta. Por un instante, casi me convenzo de que aquí dentro, con ellos, nada malo existe.

—Ginny escribió hoy. Están de gira con las Harpías, parece que les va bien. —Me comenta Percy.

—Ganaron dos partidos seguidos, eso es más que bien. Si estuviera aquí nos lo estaría restregando en la cara —agrega Ron.

—Y con razón —añade Bill, sonriendo, Fleur a su lado alimenta a su hijo.

Yo no digo nada, pero siento cómo la ausencia de Ginny se hace clara, su silla vacía tiene un poco más de peso que todas las demás.

Me concentro en los rostros alrededor de la mesa. Todos parecen tan vivos, tan despreocupados. Y entonces lo sé,  si hablo, destruiré esta calma. No puedo cargarles con el peso de algo que ni siquiera yo comprendo.

— Harry, cariño, ¿quieres más té? —me pregunta la señora Weasley, llenando mi taza antes de que siquiera responda. Sus ojos me miran con una ternura que debería tranquilizarme, pero en cambio me duele, esa dulzura se teñirá de preocupación.

+++

Me arrodillo frente a la tumba de mis padres. El mármol frío brilla bajo la luz temblorosa de mi varita, y mi respiración parece demasiado ruidosa en medio del silencio sepulcral. Paso los dedos por las letras talladas, como si con solo tocarlas pudiera traerlos de vuelta.

—Estoy cansado —susurro, y la palabra se rompe en mi garganta. No sé si se la digo a mi madre, a mi padre o a mí mismo—. Cansado de pelear, de sobrevivir, de fingir que todo esto tiene sentido.

El silencio me envuelve, como si el cementerio entero se inclinara hacia mí, escuchando una verdad que no me atrevo a decir en voz alta en ningún otro lugar. Aquí, frente a ellos, no tengo que ser el elegido, ni el héroe, ni el que siempre encuentra fuerzas para levantarse. Solo soy Harry. Solo soy un hijo que nunca tuvo la oportunidad de serlo de verdad.

Aprieto la mandíbula y paso el pulgar sobre el nombre de mi madre. La suavidad de la piedra contrasta con la crudeza del vacío en mi pecho.

—No sé cuánto más puedo seguir así —admito, en un hilo de voz que el viento podría borrar en cualquier momento—. No sé si tengo la fuerza que todos esperan que tenga.

Por un instante, cierro los ojos y me dejo engañar, imagino que alguien coloca una mano en mi hombro, que una voz cálida me dice que no estoy solo. Pero cuando abro los ojos, solo encuentro la sombra de mi propia varita temblando sobre la tumba.

Una lágrima me resbala sin permiso. Me la limpio rápido, como si tuviera que esconderla incluso de ellos.

—Solo… 

El aire nocturno se cuela en mis pulmones, helándome por dentro. Y luego cambia, un escalofrío me recorre la espalda antes incluso de escuchar el primer graznido. No es un cuervo común, es más grave, más profundo, como el crujido de huesos al quebrarse. Así que levanto la cabeza y a través de la penumbra distingo ojos rojos, al menos tres pares, observando desde las ramas altas. Entonces uno salta. Cae con un golpe seco en la tierra húmeda y sus alas negras se despliegan con un chasquido que huele a carroña.

Maldigo mi suerte.

Es otro monstruo, una mezcla entre un lobo y un cuervo. 

—Perfecto —murmuro, poniéndome en pie y alzando la varita.

El graznido se multiplica, rebotando en mis oídos hasta confundirme, casi brotando de la tierra, en un eco imposible de localizar. Otro se lanza desde atrás, y apenas logro rodar a un lado. Sus garras rozan mi brazo y siento un ardor inmediato, la herida sangra, pero algo en ella quema distinto, como si nunca fuera a cerrarse.

— ¡Bombarda! —grito, y el hechizo estalla derrumbando los árboles cercanos.

De pronto, el graznido se corta. Un vacío antinatural se extiende en el aire. Los monstruos baten sus alas con violencia, desorientados, chocando entre ellos. Aprovecho el instante e invocando un cuchillo voy directo al que tengo enfrente. El fuego envuelve su pelaje al morir y el olor a carne quemada me revuelve el estómago.

El silencio dura apenas segundos. Otro se abalanza, sus fauces abiertas, sus colmillos brillando. Lo recibo con un golpe directo en el pecho, no mágico, puro instinto, mi puño cerrado. Siento el dolor recorrerme los nudillos, pero la criatura retrocede con un aullido. Un graznido más cercano me eriza la piel. Giro y veo que vienen más. Mis músculos tiemblan, el sudor frío me empapa la frente. Estoy atrapado, pero no pienso caer aquí.

Me aferro a la varita, levantándola una vez más.

Y para mi sorpresa se escucha un grito humano, distante, quebrado, pero inconfundible.

Alguien más está aquí.

— ¡Stupefy! ¡Bombarda! ¡Expulso!

La persona no sabe que la magia los alimenta, que cada palabra bien pronunciada la absorben los monstruos. 

—Maldición.

No tengo claro de donde, pero es una voz que reconozco.

Entonces un reflejo de plata capta mi atención, a un metro, extendiéndose en el suelo, una figura que no debería estar ahí. Cabello rubio revuelto, ropas rasgadas, la tez blanquísima como papel de correspondencia. Su varita está a su lado, su rostro comprimido por el esfuerzo de respirar. Los ojos le tiemblan y lucha físicamente con el monstruo alado.

Da un golpe certero con lo que ahora reconozco es una daga y me doy cuenta que puede verlo, que no es una pelea a ciegas.

Draco Malfoy también puede ver los monstruos. 

La visión me atraviesa el pecho. Me sobresalto, tropiezo con una tumba y doy un paso torpe hacia delante. El monstruo mas cercano aprovecha esa torpeza y se lanza en picada hacia mi rostro.

— ¡Expulso! —ruge mi voz. La tierra húmeda bajo mis pies tiembla, se levanta en un torrente de lodo y piedras que golpea de lleno al monstruo, desviándolo.

Malfoy gira la cabeza hacia mí. Me ha visto.

En un nuevo intento la criatura que me había emboscado vuelve a lanzarse desde las sombras, las alas desplegadas como cuchillas de humo. 

Confringo.

La explosión es justo delante del monstruo y la fuerza generada lo lanza contra un árbol cercano. La corteza estalla en astillas y el graznido se corta con un chasquido seco. 

El último, el que se cernía sobre Malfoy se abalanza hacia mí con un chillido, pero no llega. Malfoy, tambaleante, con la daga aún en su mano, en una ráfaga de luz serpentea y corta. La criatura se parte en dos y se disuelve en humo, como si nunca hubiera existido.

Malfoy cae de nuevo al suelo, jadeando. Yo corro hacia él, con el pulso desbocado.

— ¡Malfoy! —mi voz suena demasiado alta en medio de aquel cementerio vacío.

Me arrodillo a su lado. Sus labios están pálidos, la respiración entrecortada. Tiene la mandíbula apretada como si se negara a ceder un gramo de debilidad. Paso mi mano bajo su hombro y lo obligo a incorporarse apenas, su piel fría como papel; la respiración, cuando llega, es corta, como si cada bocanada le demandase un precio. Sus dedos están manchados, no sé si por sangre o por hollín. 

—Malfoy —repito cuando no responde.

Sus párpados se entreabren con lentitud, y en sus ojos veo ese destello de rabia mezclado con algo más crudo.

—Potter... siempre metiéndote donde no... debes.

La risa que quiero soltar se quiebra en mi pecho porque, a pesar de todo, la atención de Malfoy es lo único que lo mantiene vivo ahora. Me digo que no puedo esperar a que su orgullo se apague, le empujo una mano hasta el hombro y termina de incorporarse lo suficiente como para sentarle apoyado contra una tumba.

Me quedo mirándolo, y por primera vez en años no hay nada de máscara en su rostro. Ni arrogancia, ni superioridad, solo agotamiento y un miedo feroz, casi idéntico al mío.

Mis manos tiemblan cuando le palpo el cuello buscando el pulso. Está débil, pero está. Siento cómo la adrenalina se derrama y me deja vacío, como si alguien hubiera quitado el soporte de bajo mis pies. El ruido en mi cabeza no son ya voces, es un tamborileo sordo que me recuerda que acabo de quemar el resto de mi energía.

Malfoy abre los ojos otra vez, más claros, y me escupe, con esa mezcla de desprecio y gratitud mal disimulada que siempre tuvo.

—No me debiste salvar, Potter —dice, con la voz quebrada, y sus ojos grises, brillantes en la penumbra, me taladran.

Su voz añade algo que me cala hasta los huesos, un susurro que no admite discusión.

—Ahora estamos los dos marcados.

Chapter 3: 2. Un lugar sin órbita

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

DRACO: 

Despertar en un lugar desconocido nunca es buena señal. Despertar en una casa en ruinas, olor a polvo rancio y con Harry Potter mirándome fijamente, eso ya roza la categoría de maldición personal.

El techo —si es que merece tal nombre esa maraña de tablas combadas y astilladas— exhibe una grieta por la que se filtra una luz insolente, que me hiere los ojos pero al menos indica que es de día. A mi izquierda, veo una mesa plagada de utensilios amontonados, objetos que en algún momento tuvieron valor y ahora son chatarra. A mi derecha, un sillón con el tapizado tan gastado que me convenzo de que alguien lo rescató de la basura de algún muggle desesperado. Y al fondo, Potter, varita en mano, vigilante, como si yo representara la mayor amenaza en esta pocilga que amenaza con caer.

La ironía es tan absurda que casi me hace reír. O morir, todavía no decido qué prefiero.

Intento moverme en la cama donde tan amablemente estoy, pero el dolor en el costado me arranca el aire de los pulmones. Recuerdo entonces las garras, las alas negras, ese graznido que no era un graznido y la helada certeza de que iba a morir.

—No te muevas —dice Potter. Su voz es áspera, pero no hostil.

Potter. Impecable en su previsibilidad. El mismo mártir de siempre. No decepciona.

— ¿Estás bien?

—No te emociones Potter —murmuro, la voz áspera, duele un poco—. No planeo agradecerte.

Él me mira y resopla en un gesto tan suyo, tan mundano, tan irritante.

—Bien. Yo tampoco esperaba un gracias —Se inclina hacia la mesa y con ayuda de la magia me tiende un vaso de lo que parece agua—. Toma, te servirá.

Me obligo a enderezarme ignorando el vaso, cada músculo maldice la maniobra, pero logro apoyar la espalda contra un respaldo que parece tan fiable como el resto de la casa. El silencio se instala entre nosotros y cualquiera juraría que es vacío, pero no lo es. Tiene filo, ambos tenemos hechizos de defensa en la punta de la lengua. Todavía resuena el eco de los monstruos, de la tierra removida en el cementerio. Y sus ojos, siempre inquisitivos, llevan las preguntas que no pronuncia. 

— ¿Puedo hacerte unas preguntas?

—Supongo, no es que pueda salir corriendo.

— ¿Qué hacías en el cementerio?

Una pregunta sencilla, como si de verdad esperara una respuesta honesta. 

—Lo obvio, Potter —respondo, con un gesto desdeñoso—. Disfrutando de un paseo nocturno entre tumbas. Muy inspirador, te lo recomiendo.

—No es un lugar para pasear.

—Y esta pocilga no es un lugar para vivir —replico, y me acomodo mejor contra el respaldo—. Pero aquí estamos.

Frunce el ceño. Se le marca una arruga en el entrecejo, lo que lo hace parecer más viejo de lo que es. Lleva esa expresión con la misma naturalidad que la postura encorvada.

— ¿Desde cuándo puedes verlos? 

En su voz hay algo nuevo, algo que reconozco como alivio, como si hubiera estado esperando años a que alguien más compartiera su locura.

—A los monstruos —aclara como si no supiera de lo que habla.

Se que realmente le importa la respuesta y ese es precisamente el problema. La verdad, desnuda, no es un regalo que se le pueda conceder sin que después la exhiba como trofeo de guerra. No, debo mentirle. Mentirle con cuidado, con ese arte que se hereda en mi apellido: decir lo suficiente para saciar su curiosidad, pero nunca tanto como para poner mi garganta en sus manos. Mentirle, porque admitir lo real sería invitarlo a caminar por un terreno que me pertenece, un territorio marcado por sombras que no toleran intrusos. 

—Desde hace un tiempo —digo al fin, con la calma estudiada de quien jamás vacila.

— ¿Sabes qué son? 

—Sé que no son alucinaciones.

—No lo son —confirma con un hilo de voz. Casi suena agradecido.

Potter me sostiene la mirada, como si pudiera arrancar verdades con ese verde abrasador que heredó de su madre. Lo intenta. Lo noto. Y no le servirá de nada.

— ¿A qué te referías con que estamos marcados?

El silencio se alarga. Podría decirle lo que sé, poner nombre a lo que nos ata, pero ¿por qué habría de hacerlo? La ignorancia le sienta bien, casi tanto como esa obstinación suicida que lo caracteriza.

—A las consecuencias —mi respuesta no es del todo una mentira—, que nada sale gratis. Ni la guerra. Ni sobrevivirla.

—Malfoy. 

Me humedezco los labios, el sabor metálico de la sangre aún persiste, recuerdo incómodo de la noche anterior. No puedo darle lo que pide. Potter no entiende lo que significa entregar información, que es lo mismo que entregar poder y yo aprendí a la fuerza lo que cuesta ceder el poder a alguien.

— ¿Tanto tiempo cazándolos y no tienes toda la información sobre ellos?

— ¿Cómo sabes que eso es lo que hago?

— ¿Que eres un cazador? Potter, todos te toman por loco. Se lo contaste al Ministro, lo gritaste en El Profeta.

—Nunca dije que los cazaba.

—Tu complejo de salvador no te permite hacer otra cosa —suelto, con una media sonrisa que lo pincha justo donde duele—. ¿De qué otra manera ibas a jugar a ser útil?

Él me ignora y aprieta los dientes.

—No entiendes. Intenté hablarlo con Hermione, con Ron, con cualquiera, en realidad. Nadie los ve. Piensan que exagero, que invento. Que estoy —su voz se apaga— que estoy roto.

Él me mira fijo. Su pelo, más desordenado que nunca, parece un insulto en movimiento. Los nudillos se le blanquean alrededor de la varita

—Y ahora resulta que tú también los ves —añade, como si aún no lo creyera del todo. 

— ¿Te sorprende que no seas el único con esa maldición? —digo con una calma gélida.

— ¿A qué te referías, Malfoy?

—Que funcionan con mente de colmena —explico despacio, aumenta el dolor en las costillas, pero no se lo diré—. Lo que uno sabe, lo saben todos. Lo que uno toca, lo registra el enjambre. Siempre los encuentras porque ellos te buscan, ahora una bestia nos marcó, entonces el resto ya lo sabe.

Palidece, pero no aparta la mirada. Valiente hasta el último pelo desordenado.

— ¿Quieres decir que vendrán más?

—Quiero decir —replico, forzando una sonrisa—, que nunca fuiste un cazador, Potter. Eres la presa.

Espero verlo temblar, tal vez negar, pero no, se sienta en el viejo sillón reclinable con los brazos cruzados y me mira con esa testarudez que tantos dolores de cabeza me dio en Hogwarts. 

—Entonces supongo que estamos jodidos los dos.

El silencio vuelve, y esta vez me dedico a estudiar su guarida. Montones de libros apilados en el suelo sin ningún orden, como si la palabra biblioteca no existiera en su vocabulario. Una taza olvidada sobre la repisa, con una mancha que parece llevar semanas allí. Mi varita no está a la vista, pero supongo que él la tiene. El lugar huele a ceniza, té barato y soledad. Este es Harry Potter, el gran héroe del mundo mágico. El elegido. Viviendo como un ermitaño en una choza sin estilo ni dignidad.

—Vives como un ermitaño —comento en voz alta, porque sería una lástima desaprovechar la observación.

Él ni se inmuta.

—No es mi casa, seguimos en el pueblo.

— ¿En el pueblo? —repito con desdén, arqueando una ceja, no me disculpo por pensar que era su casa—. ¿Y dónde exactamente? ¿En qué madriguera de ratas me has encerrado?

—No estás encerrado. 

—Entonces puedo irme.

—No, no puedes.

— ¿Me lo vas a impedir tú?

—Si me obligas, sí —responde al fin, lacónico, como si esas cuatro palabras fueran suficientes para ponerme en mi lugar.

—Qué conmovedor —bufé, llevándome una mano al costado dolorido—. El gran Harry Potter soltando amenazas. Ya casi pareces un Slytherin, aunque te falta el estilo.

—No vas a salir de aquí hasta que me digas qué hacías en el cementerio.

—Y yo que pensaba que los Gryffindor eran amantes de la libertad, pero resulta que al elegido también le gusta encerrar a la gente. Qué decepción.

—No estás en condiciones de irte, Malfoy.

—Oh, tranquilo —respondo, inclinando apenas la cabeza, con todo el veneno que puedo destilar en una frase—. No sería la primera vez que me hacen sangrar hasta dejarme inútil. Ya tengo práctica.

Las palabras caen pesadas y por primera vez noto cómo Potter aprieta los labios, incómodo. No esperaba ese golpe bajo. Perfecto.

—Eso... —el gran san Potter sin palabras, lo disfrutó—, fue un accidente Malfoy. 

—Bueno, mi llegada al cementerio también.

Se levanta, su cuerpo tenso, la varita firme en la mano. Lo observo como quien analiza a una criatura acorralada. Tanto heroísmo, tanta compostura, y aún así tan frágil.

—No compares —murmura, con ese tono grave que pretende sonar superior.

—Oh, pero lo haré —susurro con más veneno—. Porque, al final, eres igual que los monstruos que cazas, dejas cicatrices, Potter. Y ni siquiera lo notas.

La furia le cruza el rostro, su máscara de mártir agrietándose. Decido empujar un poco más.

— ¿Qué pasa? ¿Duele? Apúntalo en tu diario de héroe caído: Hoy Malfoy me recordó que no soy perfecto. Qué tragedia.

Potter respira hondo, demasiado rápido y entonces se rompe.

— ¡Cállate, Malfoy! —ruge, la voz resonando contra las paredes estrechas—. ¡No sabes nada! Nada de lo que he hecho, de lo que cargo, de lo que perdí. ¡No tienes ni idea!

La sonrisa me nace sola, cruel, saboreando la grieta en su armadura.

—Gracias, Potter. —Murmuro con frialdad—. Ahora sí pareces humano.

Él me sostiene la mirada apenas un segundo más, los labios apretados y de golpe se gira hacia la puerta. No me dedica otra palabra. Abre y sale, me deja con el eco de su rabia, que se pega a las paredes como humedad. Me hundo un poco más en la cama, no por comodidad, por cálculo, si me muevo demasiado rápido, mi cuerpos protesta con esa punzada precisa que anuncia desmayo y yo no pienso regalarle eso a nadie, ni siquiera a la madera carcomida.

La victoria tiene el sabor corto de un caramelo robado, dulce en la lengua, barato en la conciencia. Lo hice perder la paciencia, lo vi romperse. Debería bastar, quizá lo haga para el Draco de quince años, para mi hoy no basta. Porque cuando el ruido de sus pasos se extingue, queda otra cosa, un zumbido bajo, una marca que he intentado borrar. Ajusto el puño de la camisa, un gesto mínimo, nadie necesita ver más piel de la imprescindible.

Cuando los segundos se convierten en minutos, me empiezo a desesperar, la luz avanza por la grieta del techo como una serpiente pálida. Marca la hora con un descaro insultante. A cada centímetro que se mueve, el polvo se vuelve visible, flota, cae, se posa en la mesa abarrotada. Contar motas sirve para no contar problemas.

Pienso en irme. Lo hago de verdad. No tengo mi varita y la puerta está sellada con magia, la siento desde aquí. Calculo distancias: de la silla a la puerta cinco, seis pasos; del pomo al primer obstáculo, ninguno si lanzo el peso contra el hombro bueno, aunque podría desmayarme antes de llegar. Si salgo ¿A dónde? No a casa, ya no significa refugio. A cualquier sitio con sombra suficiente y gente que mire hacia otro lado. El problema no es salir. El problema es lo que me sigue. Y lo que lo dirige. 

No. No ahora.

+++

El sol ya está alto cuando el hambre, siempre vulgar, decide votar en contra de mi orgullo. El dolor se ha vuelto un animal adormilado, no desaparece, pero gruñe solo si lo provoco. Me incorporo lo justo para no marearme y tanteo el interior de la chaqueta. La daga sigue donde debe, fría contra el forro. Un alivio casi íntimo. Guardar armas, aprendí, es otra forma de rezar.

El crujido de la puerta me avisa antes que el olor. Entra Potter con una bolsa de papel y el aroma indecoroso del pan caliente lo precede.

— ¿Qué es eso? —pregunto, y aunque no tengo energía para bordar la burla, la puntada igual queda en su sitio—. ¿Caridad del héroe? ¿Esperas que entone un himno entre bocado y bocado?

Deja la bolsa en la mesa sin mirarme. Un gesto casi litúrgico, una ofrenda que no quiere cobrar.

—Necesitas comer.

—Qué consuelo —musito—. Al menos alguien aquí tiene una solución para todo.

Abre la bolsa. El vapor se enrosca en el aire y se deshace con prisa. Pan de corteza que promete quebrarse, empanadas de relleno indecente cuyo brillo graso me insulta la dignidad. Odio admitirlo, es tentador.

Potter no me mira, pero me vigila. Hay una diferencia. Yo sé distinguirla.

—No tiene veneno —aclara.

Sé que no. Aun así lo reviso, si lo hubiera, sería burdo, y Potter, con todos sus defectos, no lo es. Pero no confío en nadie, ni siquiera en sus torpezas. Murmuro entre dientes el viejo conjuro doméstico que no necesita varita y que mamá usaba en las cenas diplomáticas, cuando sospechaba que algún plato podía esconder más que especias. La miga se quiebra limpia. Bien.

— ¿También vas a revisar si las migas conspiran? —pregunta, resignado.

—Siempre conspiran —replico, y muerdo.

El pan está bueno. Odio que lo esté. Mi estómago, ingrato, recuerda que existe y exige su tributo. Como despacio, Potter me observa desde enfrente. No come. Esa abstinencia es una declaración en sí misma.

—Ya comí —dice como si yo necesitara su justificación—. Te traje vendas.

—Qué responsable —ladeo la cabeza—. ¿También un bozal, por si decido morder?

—No eres tan interesante.

Le concedo una media sonrisa. Que crea lo que necesite para sostener su papel.

— ¿Qué vas a hacer cuando vengan? —pregunta entonces, y esos ojos verdes se clavan como si fueran una herramienta y yo, el material a moldear—. Si te vas. Si te quedas.

—Lo mismo que tú —respondo, lavando una verdad en otra—. Evitar que me maten.

—Eso no es un plan.

—Es el plan —replico, llevándome otro bocado a la boca—. Todo lo demás son adjetivos.

Potter aprieta la mandíbula. No le gusta mi gramática. Perfecto.

La luz entra por la rendija del techo y me parte la cara en dos. Giro apenas, eligiendo qué mitad mostrar. El dolor me recuerda que la dignidad también se mide en centímetros.

— ¿Vas a quedarte? —pregunta, ya no suena a orden.

— ¿Vas a encerrarme?

—Podría.

—No lo harás —le sostengo la mirada—. No te gusta lo que te convierte esa versión de ti.

Se queda quieto. 

No le digo que el aire ya no es el mismo. Que bajo el murmullo civilizado del mediodía se desliza un frío ajeno, delgado, como un cuchillo sin filo que se arrastra por debajo de la piel del mundo. No se lo digo porque sería admitir que compartimos el mismo peligro. Y compartir es una palabra que nunca me ha sentado bien.

—Come —insiste, más bajo—. Y luego hablamos.

—Ya estamos hablando.

—De verdad.

Le regalo el silencio, que a veces corta más que la ironía. Masticar sirve para pensar qué mentira merece premio hoy. No puedo darle nombres, ni origen, ni la llave de lo que otros abrieron con manos limpias y fines sucios. Aprieto el pan hasta hacerlo crujir entre los dedos.

— ¿Te duele? —pregunta de pronto, señalando mi costado.

—Por momentos. 

Deja sobre la mesa un frasco de vidrio con tapa de estaño. Ungüento. Huele a menta y alcanfor, antiguo en estética, eficaz en resultado. Lo empujo con un dedo, como si evaluara una joya falsa.

—Es de la señora Weasley —dice, aún sin mirarme—. Funciona.

Claro que funciona. Todo lo que hace esa mujer funciona. Para bien. Para culpa. Apoyo el frasco a un lado. No lo abro. Todavía.

—No eres mi carcelero, Potter —digo al cabo—. Y no soy tu rehén. Si me quedo, no es por ti.

—Lo sé.

Su respuesta me toma medio segundo de sorpresa. Lo estudio. Ese cansancio que lo habita es como madera vieja, cruje, pero no se rompe. Peligroso, por persistente.

Me limpio las migas de los dedos con un gesto automático que me delata. La educación, esa vieja máscara, regresa justo cuando la sangre deja de manchar. Ironías.

—Necesito ropa —anuncio.

— ¿Qué? ¿La estética del mendigo no te favorece?

—Es más tu estilo que el mío. 

—Puedo conseguirte algo —dice. Y añade, demasiado rápido—, si no te vas.

— ¿Mi varita también la vas a devolver?

—Depende de tu comportamiento.

—Negociar en ayunas es de mala educación —digo volviendo a la costumbre—. Terminemos la comida. Luego decidimos quién encierra a quién.

El brazo me duele, pero no se lo digo.

Aún no.

Notes:

¿Cómo vamos? ¿Les gusta? ¿Ya hay teorías?