Chapter Text
"Antes del rugido... hubo un latido."
— R.T.
Hay encuentros que no cambian el destino: solo lo revelan.
A veces me preguntan cuándo empezó todo. Algunos dicen que fue con una pelea. Otros, que fue con una traición. Pero la verdad es mucho más simple.
Empezó con un silencio incómodo y una mirada que no supe leer del todo.
Empezó con él.
Yo era apenas un muchacho de veinte años, con el delantal torcido, sirviendo tragos en una ciudad que no perdona. Tenía demasiadas dudas... y la absurda ilusión de que aún podía elegir.
No era parte de nada. O al menos eso creía.
Pero cuando llevas cierta sangre en las venas —y un apellido como el mío—, las decisiones no siempre te pertenecen.
Era el hermano menor de Tetsu Tachibana. El enigmático. El hombre que todos observaban con respeto y recelo. Caminaba por los bordes del poder con una sonrisa medida y los ojos fijos en algo que yo no alcanzaba a comprender.
A su sombra, buscaba una salida que no existía.
Y justo ahí fue cuando lo conocí. A él.
Kazuma Kiryu.
No lo buscaba. Tampoco lo necesitaba.
Y sin embargo, desde ese momento, mi vida cambió.
No fue inmediato. No fue épico. Fue humano.
Lo que vino después no puede encerrarse en un gesto ni en una sola noche. Hubo decisiones difíciles, pérdidas que nos dejaron sin palabras, vínculos que no sabíamos cómo nombrar.
Hubo fuego. Calles húmedas. Promesas que nadie se atrevía a decir en voz alta.
Y en medio de todo eso, un terreno que parecía insignificante: un espacio minúsculo entre edificios, sin letrero ni dueño, al que en los documentos llamaban "el solar vacío".
Suena elegante, ¿verdad?
Pero los que conocíamos Kamurocho por dentro sabíamos lo que era.
El Lote Vacío.
El corazón sin dueño de esta ciudad podrida.
Pero eso aún no ha pasado.
Esta historia no empieza con un final.
Empieza con un muchacho atrapado entre lo que es y lo que le exigen ser.
Con un dragón aún dormido.
Y con un tigre que no sabía que llevaba uno en el pecho.
Si llegaste hasta aquí, quizás también estés buscando respuestas.
Yo lo hice. Y esto fue lo que encontré.
— Ryohei Tachibana
Kamurocho, escrito en invierno de 2005
Notes:
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📝 Disclaimer legal:
Los personajes, nombres, lugares y eventos pertenecientes a la saga Yakuza / Like a Dragon son propiedad de SEGA y Ryu Ga Gotoku Studio. Esta historia es un proyecto sin fines de lucro, creado por fans y para fans, sin intención de infringir los derechos de autor.
El personaje original Ryohei Tachibana y los elementos narrativos vinculados a su historia son creación del autor.Este fanfic es una obra de amor y respeto por el universo de Yakuza.
Chapter 2: "Sombras y Alianzas en Kamurocho
Summary:
Bajo el brillo de los neones de 1988, Kamurocho late con una mezcla peligrosa de promesas y amenazas. Entre calles que nunca duermen y miradas que lo ven todo, un encuentro inesperado altera la rutina de Ryohei y siembra una inquietud que no podrá ignorar. En un mundo donde cada decisión puede cambiarlo todo, las alianzas empiezan a dibujarse… incluso antes de que los jugadores sepan que están en la partida.
Chapter Text
“Sombras y Alianzas en Kamurocho"
Kamurocho, diciembre de 1988. El distrito que nunca dormía, iluminado por el resplandor de los neones en tonos de azul, púrpura y rojo.
Emblema de la prosperidad japonesa en los años 80, Kamurocho era un lugar donde las oportunidades parecían infinitas, pero las sombras ocultaban peligros a cada paso. El dinero fluía como el sake en los clubes nocturnos, y las calles jamás se vaciaban, ni siquiera al borde del amanecer.
En lo alto de uno de esos edificios, un despacho elegante y minimalista acogía a Tetsu Tachibana, quien observaba la ciudad bajo sus pies.
Desde el ventanal, su mirada calculadora recorría las luces parpadeantes del distrito, buscando respuestas ocultas entre los callejones abarrotados.
A su lado, su hermano menor, Ryohei, permanecía en silencio, estudiándolo con igual intensidad.
A sus 25 años, Tetsu ya proyectaba autoridad y determinación. Su hermano, recién cumplidos los 20, apenas comenzaba a trazar su propio camino. Aunque los separaban solo cinco años, las responsabilidades los alejaban como si pertenecieran a generaciones distintas.
Aquel despacho era más que un lugar de trabajo: era su santuario, el reflejo exacto del alma de su dueño. Desde allí, el estratega movía piezas invisibles y trazaba estrategias con la frialdad de quien entiende que sobrevivir en Kamurocho es cuestión de cálculo.
Cada rincón hablaba de control, de elegancia contenida. Los muebles de cuero negro lucían impecables, la lámpara de pie derramaba una luz ámbar que templaba las sombras, y ni una mota de polvo se atrevía a desafiar la organización quirúrgica del espacio.
Allí dentro, el bullicio de Kamurocho parecía pertenecer a otro mundo. Fue en ese mismo lugar donde selló una de las decisiones más arriesgadas de su vida: pactar con la yakuza.
No por ambición, sino por algo más íntimo—proteger a su hermano. Y por una sola apuesta: el control del lote vacío, el verdadero corazón de la ciudad.
Incluso en silencio, el mayor imponía. El traje impecable, la mirada inalterable: no necesitaba hablar para llenar la habitación.
Ryohei lo observaba junto al ventanal en silencio. Lo respetaba, pero no dejaba de estudiarlo. Sabía que el lote vacío dominaba la mente de su hermano, que ese pedazo de tierra codiciado había atraído a todos los carroñeros de la ciudad. Aunque desconocía los detalles, intuía que Tetsu había cruzado un umbral sin retorno.
—Hermano… esto es peligroso. Aliarte con ellos… ¿estás seguro? —lo miró con preocupación—. Sabes que no hay vuelta atrás.
Tetsu encendió un cigarro con calma. Sin despegar sus ojos del ventanal.
—Ryohei, la vida en Kamurocho exige tomar decisiones audaces —dijo con calma—. Esta ciudad está cambiando, con o sin nosotros.
El joven sintió un escalofrío. Su hermano no hablaba de ambición, hablaba de inevitabilidad. Y eso lo inquietaba más.
—¿Y qué pasa si solo te conviertes en su peón? —preguntó el menor, con un dejo de escepticismo—. Esa gente no da nada gratis. Nadie ayuda sin esperar algo a cambio.
Hizo una pausa, midiendo el peso de sus palabras.
—Puede que digan que es por respeto, por honor o por alianzas… pero al final todo es deuda. Siempre te lo van a cobrar, de una forma u otra.
—Sí, él tiene su ambición… pero nosotros también —respondió Tetsu, sin apartar la mirada—. Y en Kamurocho, nadie sobrevive sin arriesgarlo todo.
Su voz era firme, aunque algo en sus ojos —una sombra apenas visible— traicionaba el peso que cargaba.
—No se trata solo de nosotros. Es por lo que hemos vivido… por lo que podría venir después. Este paso es peligroso, sí, pero nadie llega lejos en esta ciudad sin cruzar un campo de minas.
El chico bajó la mirada, atrapado entre dos visiones opuestas: ser otro nombre olvidado en una esquina sucia, o ver el apellido Tachibana resonar con respeto en cada rincón del distrito.
—¿De verdad vas a hacerlo? —preguntó Ryohei, en voz baja pero firme—. Si das este paso, ya no hay vuelta atrás. Y ellos no perdonan a los que dudan.
Tetsu asintió, sin apartar la vista del mar de luces que cubría Kamurocho. Le apoyó una mano en el hombro al menor, firme pero serena.
—En esta ciudad, dudar es un lujo que no podemos darnos. Si no tomamos el lote vacío, alguien más lo hará. Y cuando eso ocurra, para nosotros solo quedará la ruina. Así que sí... asumiré el riesgo.
Las palabras del mayor pesaron sobre el joven como una sentencia. No era una simple estrategia. Era abrir una puerta que, una vez cruzada, no permitiría retorno.
Permanecieron en silencio, mirando la ciudad una última vez. Bajo las luces, Kamurocho brillaba con belleza y amenaza. En su centro, el lote vacío latía como una promesa oscura, imposible de ignorar.
Para Tetsu, ya no había marcha atrás.
El reloj de la pared marcaba las 21:30. Ryohei desvió la mirada hacia él sin mover la cabeza. Su turno comenzaba en media hora, pero su mente seguía atrapada en las palabras de su hermano.
—Hermano… debo irme —murmuró al fin. Parecía querer añadir algo más, pero se tragó las palabras.
El estratega lo observó en silencio, ladeando ligeramente el rostro.
—¿Sigues trabajando ahí? Ya te dije que no tienes que hacerlo. Puedo costear tus estudios. Con esta alianza… el dinero dejará de ser un problema.
El menor negó de inmediato, casi como un reflejo.
—Quiero hacerlo por mi cuenta —respondió, con la voz firme pero tranquila—. Mi meta es entrar a medicina, y sé que no será fácil. Pero si no lo hago por mí mismo… no tendrá sentido.
El silencio volvió a caer entre ellos, cargado de cosas no dichas. Tetsu lo miraba sin juicio, solo con ese gesto suyo de contención calculada. Había orgullo en su mirada, sí, pero también una preocupación sutil, enterrada tras el control.
—Haz lo que tengas que hacer —dijo al fin, suave, casi paternal—. Solo cuídate, ¿De acuerdo?
El chico asintió, sin palabras, y le lanzó una última mirada antes de girarse hacia la puerta.
La oficina de Tetsu quedó atrás, envuelta en luz ámbar y ecos que no terminaban de disiparse. Bajó por el ascensor en silencio, sintiendo aún el peso de la conversación en el pecho. Esa noche importaba. Cada decisión, cada paso, se sentía como un movimiento hacia algo irreversible.
Al salir, Kamurocho lo recibió con su sinfonía habitual: luces brillantes, voces que chocaban unas con otras, el zumbido lejano de una sirena y el estruendo de una risa demasiado alta para ser honesta.
Ese mundo vivía bajo su propia lógica: eléctrica, cruel y despiadadamente viva. El menor Tachibana caminaba entre ella con la vista al frente, el pulso ligeramente acelerado.
Tomó un atajo por la calle Taihei rumbo al bar donde trabajaba. Las luces de neón, cada vez más distantes, se desvanecían entre sombras irregulares que se colaban por los edificios. A medida que se internaba en la zona más sombría del callejón, el silencio no ofrecía alivio: era una advertencia.
Cinco figuras emergieron, cuchillos al aire y sonrisas vacías, rodeándolo como un enjambre hambriento. Eran jóvenes, con cuchillos visibles y sonrisas que olían a problemas. El que parecía el líder dio un paso al frente.
—Hey, chico... ¿no sabes que Kamurocho es peligroso para alguien como tú?
El aspirante a médico no respondió. Ya había visto ese tipo de mirada: vacía, hambrienta.
—¿Te comieron la lengua los ratones? —provocó otro, girando un cuchillo con destreza.
—Déjalo todo y esto acaba rápido —añadió el primero, avanzando un paso.
El joven retrocedió un poco, sin opciones claras de escape. Entonces, pasos firmes rompieron el silencio desde el fondo del callejón.
Una figura apareció entre las sombras. Traje oscuro, camisa blanca ligeramente desabotonada, andar sin prisa. No hacía falta más para notar que no era alguien común.
—¿Qué hacen aquí? —preguntó con voz grave.
El líder se giró, tratando de mantener la postura.
—No es asunto tuyo. Lárgate.
El recién llegado no respondió. Solo se acercó con la calma de quien ya había hecho esto antes.
—¡Atrápenlo! —gritó uno, rompiendo el momento.
Pero fue inútil. El hombre se movía como una sombra afilada. El primero cayó tras un puñetazo certero al estómago. Esquivó un cuchillo, lo desarmó y abatió a su portador con un solo movimiento.
Sus movimientos eran medidos, casi coreografiados. No había furia ni caos, solo una eficiencia letal. En segundos, tres estaban fuera de combate, y los otros dos, arrastrando a su líder, huyeron sin mirar atrás.
El recién llegado pateó el cuchillo a un rincón, sacudiéndose el polvo de las manos como si se hubiese quitado una simple molestia. Luego, se volvió hacia el menor Tachibana.
—Gracias... Yo... ¿por qué hiciste eso? —preguntó con voz temblorosa, aún procesando lo ocurrido.
El otro lo observó un momento. Había en él una distancia insondable.
—Ten más cuidado —fue todo lo que dijo antes de desaparecer calle abajo.
El joven permaneció inmóvil, procesando la escena. Ajustó su bolso y retomó el camino al bar, con la adrenalina aún en la sangre. Kamurocho no perdonaba descuidos. Aquel hombre… no era un héroe. Era una advertencia hecha carne.
Mientras avanzaba bajo el resplandor moribundo de los neones, Ryohei no dejaba de pensar en quien lo había salvado. Había algo en su porte, en su calma peligrosa, que lo marcaba como alguien acostumbrado a la violencia... ¿Yakuza, tal vez? No lo sabía, pero algo en su instinto le decía que ese encuentro no había sido casual.
El reloj marcaba las 22:15 cuando llegó a su destino.
A simple vista, el bar Serena se perdía entre los locales de Kamurocho, pero al cruzar su discreta puerta, el bullicio quedaba atrás. Luz tenue, jazz suave, aroma a licor caro: un santuario suspendido en medio del caos. Nadie lo imaginaría, pero ahí trabajaba él, usando un apellido que no le pertenecía.
Hiratori. Así lo llamaban allí. Un nombre prestado, necesario para ocultar su vínculo con Tetsu Tachibana. En Serena, no era el hermano de nadie. Solo un joven más tratando de juntar dinero para estudiar medicina.
Apenas entró, Reina lo recibió con una mirada que decía más que mil palabras.
—Hiratori-kun, llegas tarde otra vez —dijo, con el tono justo entre autoridad y familiaridad.
—Lo siento, Reina-san —se inclinó con respeto—. Hubo... un pequeño contratiempo en el camino.
Ella arqueó una ceja.
—¿Un contratiempo?
El muchacho se acercó a la barra y bajó la voz.
—Intentaron asaltarme. Eran cinco. Armados. Pero alguien intervino... un tipo con traje. Se movía como si ya hubiera hecho esto mil veces. Los hizo huir sin despeinarse.
Reina lo escuchó sin interrumpir. Su rostro no mostraba sorpresa, pero sus ojos sí, cautela.
—¿Yakuza?
—Tal vez. Tenía esa presencia... firme, fría. Pero no pidió nada. Solo apareció, me salvó y se fue. Fue como si... fuera parte de otra historia.
La mujer guardó silencio por un momento. Luego habló con voz más baja, casi como una advertencia.
—Hiratori-kun, Kamurocho está lleno de excepciones disfrazadas de promesas… hasta que te fallan. Agradece que saliste ileso. Pero no romantices a quien actúa desde las sombras.
El chico asintió, aún con la imagen del desconocido grabada en la mente.
—Lo sé. Solo… no se sintió como los demás.
Ella le dedicó una leve sonrisa.
—Eso no lo hace menos peligroso.
La tensión se disipó con ese comentario final. Reina retomó su papel tras la barra y él, su rutina tras bastidores. Pero en su interior, algo había cambiado. La noche no solo le había salvado la vida; también había sembrado una inquietud que no sabía cómo arrancar.
Antes de girarse hacia el interior, lanzó una última mirada a la puerta y respiró hondo. Serena le ofrecía un respiro, pero Kamurocho nunca dormía. Y él, lo supiera o no, ya había cruzado el umbral hacia algo más grande que su sueño de ser médico.
La noche avanzaba sin sobresaltos. Las luces cálidas del Serena teñían el interior de tonos suaves, aislándolo del bullicio de Kamurocho. Las últimas risas de clientes rezagados se desvanecían mientras el personal iniciaba la rutina de cierre.
Aiko, de cabello oscuro y sonrisa constante, acomodaba los menús en su lugar. Esa noche, sin embargo, su mirada parecía más distante. Yuna, ágil y atenta, limpiaba las mesas cercanas con eficiencia casi automática. Ambas se movían con la sincronía de quienes ya conocían la coreografía silenciosa del cierre.
Tras la barra, Ryohei lavaba los últimos vasos. Aiko encendió el televisor por costumbre. Primero, solo ruido blanco. Luego, una imagen del amanecer sobre Kamurocho. Y, de pronto, el tono grave de una presentadora rompió la calma del local.
—Noticia de última hora —anunció la presentadora, su voz grave dominando el Serena—. Se ha hallado un cadáver en el infame lote vacío. La víctima, identificada como Taichi Kurihara, presenta signos de una golpiza y un disparo en la cabeza. La policía ha acordonado el área.
La pantalla mostró imágenes nocturnas del lugar: edificios en penumbra, luces policiales parpadeando sobre el terreno baldío, y un cuerpo cubierto por una lona blanca entre escombros. Las líneas de tiza aún visibles.
Los flashes de las cámaras inmortalizaban un instante helado. Ni siquiera los uniformes en movimiento lograban romper el frío de la escena.
El ambiente en Serena se crispó. Incluso quienes crecieron entre violencia sintieron que esto era diferente. No era solo un crimen. Era ese lugar.
Aiko dejó caer el trapo que tenía en la mano, llevándose los dedos a los labios. Yuna detuvo su limpieza, clavando la mirada en la pantalla.
—Ese lugar siempre trae problemas… pero esto… —murmuró, apretando el borde de la mesa.
Reina secó un vaso con calma ensayada. Su expresión era otra cosa: atención aguda, lectura profunda.
—No es solo un asesinato. Es una señal. El lote vacío no es tierra común. Esto lo cambia todo.
El joven no apartaba los ojos de la pantalla. Su garganta se cerraba con cada palabra, con cada imagen. Lo conocía bien. Y sabía lo que representaba para su hermano.
—¿Creen que esté relacionado con la yakuza? —preguntó al fin, sin pensarlo demasiado.
Reina lo miró, sin pestañear.
—Tal vez. Pero en Kamurocho, hacer preguntas es más peligroso que no saber.
La presentadora siguió hablando, pero para él todo estaba dicho: aquello no era un cadáver, era un presagio.
Reina dejó el vaso que tenía entre manos y se adelantó hacia el centro de la barra.
—Está bien. Suficiente por hoy. Buen trabajo, todos. Váyanse a descansar… y tengan cuidado al volver a casa.
No sonó como una orden. Sonó como una advertencia. Las palabras no aliviaron la tensión, pero al menos rompieron el silencio que pesaba desde que la noticia apareció en la pantalla.
Aiko y Yuna recogieron sus cosas sin hablar, compartiendo una mirada cargada de algo más que preocupación. Había miedo. Y algo más sutil: la certeza de que nada de eso era una coincidencia.
El aspirante a médico tomó su chaqueta y su bolso, y se detuvo justo en la puerta. Reina le lanzó una mirada que él entendió al instante. Ni reproche, ni consuelo. Solo una especie de complicidad silenciosa. como entendiendo que para él, esa noche apenas comenzaba.
Ya en la calle, la humedad del aire nocturno se sentía más densa que de costumbre. El bullicio habitual del distrito seguía ahí, pero algo se había desplazado bajo la superficie. Algo invisible, pero innegable.
Caminó sin rumbo inmediato, como si necesitara que el cuerpo se moviera para que la mente se calmara. El rostro del hombre del traje volvía una y otra vez a su memoria. Esa mirada. Ese control absoluto en medio del caos.
Y ahora, un cadáver en el lote vacío.
Ryohei no era ingenuo. Sabía leer entre líneas. Había estado demasiado cerca de los márgenes de ese mundo como para creer en casualidades. Lo que ocurrió en ese callejón… lo que había visto en la televisión… todo parecía parte de una misma sombra, creciendo a su alrededor.
Metió las manos en los bolsillos y alzó la vista hacia los carteles de neón que titilaban sobre su cabeza. Kamurocho brillaba como siempre. Pero él ya no la miraba igual.
La madrugada había enfriado aún más el aire, y el distrito parecía contener la respiración. Bajo la luz intermitente de un letrero de ramen cerrado, las sombras parecían más densas de lo habitual. El joven caminaba sin apuro, con las manos en los bolsillos y la mente aún atrapada en lo que había visto y escuchado.
Doblando una esquina, notó un vehículo estacionado junto a una máquina de bebidas. Reconoció el perfil de inmediato. Jun Oda, al volante. Inmóvil. Mirándolo.
El hombre de confianza de su hermano no necesitaba decir nada para dejar claro que lo estaba esperando. Su chaqueta marrón, la camisa floral, el cabello perfectamente peinado hacia atrás… Todo en él tenía ese aire relajado y peligroso que no se enseñaba. Se llevaba en la sangre.
La puerta del copiloto se abrió con un clic seco. Oda alzó el mentón, sin rodeos.
—Sube. Tu hermano no quiere que camines solo a estas horas.
El chico se detuvo, cruzando los brazos con un suspiro leve.
—¿Así que ahora me manda un guardaespaldas con licencia poética?
El conductor esbozó una media sonrisa, sin perder ese tono seco que lo caracterizaba.
—No me mandó a espiarte. Solo quiso que viniera por ti. Aunque si te hace sentir más importante, podemos fingir que eres una carga diplomática.
Ryohei resopló por la nariz, pero no discutió. Se acercó, abrió la puerta y subió sin decir más. Mientras cerraba, el frío quedó afuera, pero no la tensión.
El interior del coche olía a cuero limpio y cigarrillos caros. Silencio. Oda encendió el motor y arrancó sin prisa.
Durante unos minutos, solo el murmullo del motor y las luces lejanas del distrito llenaban el espacio.
Fue el mayor quien rompió el silencio, sin mirar a su pasajero.
—¿Escuchaste lo del Lote Vacío? —preguntó, con la vista fija en la carretera.
El joven asintió con lentitud. La imagen del cadáver bajo la lona, los flashes de las cámaras… seguían vivos en su cabeza.
—Sí… lo vi en televisión. Dijeron que fue un asesinato. ¿Sabes algo más?
Oda frunció el ceño, como sopesando cuánto revelar.
—Oficialmente, eso es todo. Extraoficialmente… se dice que era un empresario ahogado en deudas con Toko Credit. La Yakuza fue a cobrarle. Hizo tratos que no podía sostener y, cuando intentó retroceder… ya era demasiado tarde.
Ryohei bajó la mirada, apoyando los codos sobre las rodillas.
—¿Por qué alguien elegiría ese camino?
El mayor respiró hondo, como si esa pregunta lo hubiera acompañado durante años.
—A veces no se elige. Se cae ahí por necesidad, por orgullo… o por desesperación. Pero una vez dentro, todo gira en torno a deudas, poder o silencio. Y no hay espacio para vacilar.
Hizo una pausa. Luego añadió, más seco:
—Y a veces, lo que parece un castigo… es solo un mensaje. Alguien muere para que el resto obedezca.
El joven lo miró, asimilando lentamente.
—¿Y quién manda ese tipo de mensajes?
—A menudo, alguien joven. Nuevo. Al que quieren endurecer —respondió sin rodeos—. Le dan una tarea sucia, y si no tiembla… lo dejan subir. Si falla, desaparece. Así funciona el filtro.
—¿Y tú? —preguntó el menor en voz baja—. ¿Tú pasaste por eso?
Oda tardó en responder. Cuando lo hizo, su voz fue apenas un murmullo:
—Todos pasamos por algo. Algunos lo superamos. Otros… seguimos atrapados.
El chico sintió un nudo en el estómago. Miró por la ventana: neones que parpadeaban como heridas abiertas en la piel de la ciudad.
—Es como si todo girara en círculos —dijo—. Todos intentando escapar, pero siempre regresando al mismo lugar.
—Sí —asintió el otro—. Pero no todos tienen que quedarse atrapados. Tu hermano lo entendió. Por eso carga con lo que carga. Para que tú no tengas que hacerlo.
Ryohei apretó los dientes. La lógica era simple… y cruel. ¿Por qué Tetsu debía sacrificarse por él? ¿Por qué no podían salir los dos?
—Oda-san… —dijo al fin, girando la cabeza hacia él—. ¿Crees que debería aprender a defenderme? Digo, en serio. Artes marciales, armas… lo que sea.
El hombre levantó una ceja, visiblemente sorprendido, pero no desestimó la idea.
—No está mal. Es bueno saber cómo levantarse cuando te tumban. Pero no confundas fuerza con violencia, chico. La verdadera defensa empieza aquí —dijo, tocándose el pecho con dos dedos—. Con saber quién eres y qué estás dispuesto a perder.
El joven se quedó en silencio, masticando las palabras. Oda no hablaba mucho, pero cuando lo hacía, dejaba marcas.
Kamurocho seguía despierta, pero más contenida. Como si también supiera que algo estaba por cambiar. Cerró los ojos un instante, dejando que el vaivén del vehículo calmara su mente. Sabía que debía prepararse. Pero no solo con golpes. Con certezas.
La ciudad no se lo pondría fácil.
El automóvil se detuvo frente al edificio. El motor se apagó con un suspiro mecánico, y por un instante, el silencio entre ambos pareció más pesado que antes.
Ryohei abrió la puerta, pero antes de bajar, giró hacia el conductor y se inclinó ligeramente.
—Gracias por traerme, Oda-san. Y por lo de antes… necesitaba hablar con alguien.
Oda asintió. Una leve sonrisa le curvó los labios, fugaz pero sincera.
—Cuídate, chico. A veces hay más caminos de los que uno ve. Si alguna vez dudas… recuerda que tu hermano está para ayudarte. Y yo también.
El joven sostuvo la mirada un segundo más, reconfortado por el tono inusualmente cálido del hombre. Bajó, cerró la puerta con suavidad y lo observó mientras el coche se alejaba, tragado por la neblina urbana y el parpadeo lejano de los neones.
La calle volvió a engullirlo. El murmullo de los autos y la humedad del aire contrastaban con la calidez de esas últimas palabras. Mientras cruzaba la entrada del edificio, las frases de Oda seguían repicando como un tambor suave en su pecho.
La noche no ofrecía respuestas, pero al menos le había dejado algo claro: no estaba solo. Aun así, sabía que abrirse paso en el distrito, sin vender el alma por el camino, sería la verdadera pelea.
Y apenas estaba comenzando.
El ascensor lo dejó en uno de los pisos más altos del edificio. Mientras caminaba por el pasillo, las palabras de Oda seguían girando en su cabeza. El cansancio pesaba en los hombros, pero su mente seguía alerta.
Al abrir la puerta del apartamento, lo recibió el silencio. El cielo, al otro lado de los ventanales, comenzaba a clarear con un tono gris azulado. Demasiado amplio. Demasiado limpio. Y más frío de lo que debería. Desde allí, Kamurocho parecía ajena a su propia suciedad, como si la altura lavara las heridas que ocurrían abajo. Pero él sabía que no era así.
Pasó junto a la cocina y se detuvo al ver un plato sobre la mesa. Junto a él, una nota breve:
«Come algo, Ryohei».
Una pequeña sonrisa le curvó los labios. Tetsu no estaba —quizás ya se había ido—, pero su presencia seguía ahí, en los detalles.
Tomó el plato y se retiró a su habitación, más austera que el resto del apartamento. Las paredes estaban forradas de estanterías llenas de libros: medicina, literatura, historia, todo con marcas, papeles sueltos, notas. Sobre el escritorio, los apuntes de sus estudios formaban una pequeña montaña de papel. El desorden tenía su propio sistema.
Se sentó en la cama con el plato en el regazo. Comía sin mirar, mientras su atención vagaba entre papeles, pensamientos y fragmentos de la noche anterior.
El asalto.
El hombre del traje.
El cuerpo abandonado en el lote vacío.
Aquel tipo… no era común. Su precisión, su calma, su forma de observar antes de actuar. No parecía haberlo hecho por impulso, ni por compasión. Era como si hubiera estado ahí por una razón.
Terminó de comer, dejó el plato a un lado y se tumbó, mirando el techo como si ahí estuviera la respuesta. Las imágenes de la noche se mezclaban como piezas de un rompecabezas sin forma.
El sueño llegó tarde, empujado por el agotamiento más que por la calma. Y aún mientras sus párpados caían, algo en su interior seguía despierto.
Horas más tarde, Ryohei despertó. La luz tenue filtrándose entre las cortinas dibujaba líneas suaves sobre el suelo de su habitación. No se sentía del todo descansado. Las palabras de Oda seguían allí, incrustadas en su mente como una astilla:
“La verdadera fuerza está en cómo decides usarla”.
Se levantó sin pensarlo demasiado. Caminó descalzo por el pasillo hasta el dojo que Tetsu había instalado en el apartamento. Un espacio ordenado, austero, casi sagrado. Tatami limpio, armas tradicionales en fila, el silencio casi absoluto.
Nunca se había sentido dueño de ese lugar. Siempre fue de su hermano. Reflejo de su disciplina, de su mundo. Pero algo se había desplazado dentro de él esa mañana. Cruzó el umbral y se sentó en el centro del tatami, dejando que el aire fresco lo envolviera.
Cerró los ojos.
Y entonces, apareció el recuerdo.
Un campo de bambú. El susurro del viento entre los tallos. Él, mucho más joven, respirando con dificultad mientras una voz —firme, paciente— corregía su postura desde atrás.
—La fuerza no está en tus puños. —decía Tetsu—. Está en tu equilibrio. En mantener la calma incluso cuando todo tiembla. Si pierdes el control, ya perdiste.
Sentía el suelo de tierra, el olor de la madera húmeda, las hojas secas bajo los pies. Recordaba cómo le temblaban los brazos, lo torpe que era, y cómo su mentor no se rendía con él.
Abrió los ojos. De vuelta al presente.
Se puso de pie y adoptó la postura que recordaba. Pies firmes. Guardias altas. Lanzó un golpe al aire. Luego otro. El cuerpo no respondía como antes, o quizás nunca lo había hecho bien. Pero no se detuvo.
Cada movimiento era una réplica imperfecta de algo que una vez fue suyo… y que ahora quería recuperar.
Se movió hasta quedar sin aliento. El sudor caía lento por su cuello, pero no había rabia en su respiración agitada. Había claridad.
Todavía sudando, con las palabras de Oda vibrando aún en el pecho, cruzó el pasillo con una energía distinta. No era hambre lo que sentía, sino la necesidad de rutina. Algo que lo anclara.
No buscaba convertirse en alguien fuerte para pelear. Quería estar preparado para no depender siempre de otros. Quería avanzar.
Al salir del dojo, el apartamento lo recibió con su aire tibio. La ciudad ya rugía al otro lado del vidrio. Miró el reloj: casi mediodía. Había perdido la noción del tiempo, pero no se arrepentía. Algo había cambiado.
No mucho. Pero lo suficiente para seguir.
El sonido del agua corriendo llenó el baño, envolviendo al joven en una sensación de alivio. El calor relajaba sus músculos tensos tras la práctica, un recordatorio del esfuerzo y la torpeza con la que había intentado imitar los movimientos. Mientras se enjabonaba, repasaba cada error y pequeño acierto, sintiendo una ligera satisfacción al recordar que, al menos, había dado el primer paso.
Al cruzar hacia la sala principal, se encontró con Ji-Yeon, impecable como siempre. Llevaba el delantal limpio, el cabello recogido y una expresión serena, casi ceremonial. Tenía su misma edad, pero su compostura la hacía parecer mayor.
Aunque llevaba años en Japón, su cortesía coreana seguía intacta, sobre todo al tratar con los hermanos Tachibana.
—Joven Ryohei, el señor Tachibana salió temprano esta mañana. No regresará hasta la noche —informó con su habitual tono formal, haciendo una breve inclinación.
El muchacho se detuvo en seco, suspirando dramáticamente.
—Ji-Yeon, lo hablamos mil veces. Nada de “joven” ni de títulos. Solo Ryohei. Vamos, no es tan difícil.
Ella bajó un poco la mirada, ajustándose el delantal con las manos.
—Eres el hermano de mi jefe. No puedo llamarte así como así —murmuró, aunque el leve rubor en sus mejillas traicionaba su incomodidad.
Él se inclinó hacia ella con una sonrisa traviesa.
—Tenemos la misma edad. Y, seamos honestos, tú mandas más que yo en este apartamento. Así que… ¿trato? Me dices Ryohei, y yo prometo dejar de dejar mis calcetines por donde no van.
La joven lo miró un segundo, entre la risa contenida y la rendición.
—Está bien, Ryohei —dijo por fin, aunque su voz seguía cargada de esa rigidez encantadora—. Pero ni se te ocurra pedirme más tratos, o le cuento a tu hermano que sigues dejando los zapatos en el recibidor.
—¡Eso sería una traición injustificada! —exclamó, levantando las manos—. Entendido. Solo este trato. Por ahora.
Ambos rieron suavemente. El aire del apartamento, usualmente denso, pareció aligerarse unos grados.
—¿Te preparo algo para el almuerzo? —preguntó ella, retomando su tono habitual.
—Sí, algo rápido está bien. Me lo gané. Me estuve matando en el dojo —dijo mientras se alejaba por el pasillo, girando con exageración como si cerrara una escena teatral.
Ji-Yeon negó con la cabeza, sonriendo sin poder evitarlo. Por mucho que intentara mantener el decoro, esos pequeños intercambios con él eran como ventanas abiertas en una casa que a veces se sentía demasiado cerrada.
Tras la ducha, el menor dejó la ropa sucia en el canasto, cumpliendo su promesa. El vapor aún flotaba en el aire cuando se vistió con ropa cómoda, secándose el cabello con una toalla mientras cruzaba hacia la cocina.
Sobre la mesa, lo esperaba un plato humeante de arroz con pollo y verduras, acompañado por una nota breve, escrita con una caligrafía meticulosa:
“Espero que te guste. —Ji-Yeon.”
El joven sonrió. Ella no hablaba mucho, pero tenía una forma silenciosa de cuidar que se hacía sentir. Se sentó y comió con tranquilidad, agradeciendo el sabor casero que contrastaba con la frialdad estructurada del apartamento.
Terminó, lavó el plato y lo dejó escurrir, consciente de que tendría dos noches libres. No había turno en Serena ni llamadas de su hermano. Solo él, sus libros y esa cuenta regresiva invisible que colgaba en la pared de su cuarto.
Subió las escaleras y entró a su habitación. El espacio, modesto y funcional, lo recibió con el silencio habitual. En la pared, un calendario resaltaba entre apuntes y recortes: la fecha del examen de ingreso estaba marcada en rojo, como una advertencia muda.
Se acercó al escritorio junto a la ventana, desbordado de libros, apuntes doblados y notas adhesivas a punto de caerse. A un lado, un portarretratos mostraba a él, Tetsu y una chica de mirada intensa —su hermana— riendo bajo un árbol de mandarinas.
Se quitó los lentes de lectura de su estuche y los colocó sobre el puente de la nariz. Tomó el libro más grueso y lo abrió donde una hoja gastada marcaba la página. Sus ojos comenzaron a recorrer las líneas con la familiaridad del hábito, pero su mente se resistía.
Intentó volver al texto, pero las letras parecían moverse. Resopló, se frotó los ojos y volvió a intentarlo. Esa noche era suya. Aunque el mundo rugiera afuera, allí dentro solo había una batalla: él contra su propio caos.
Respiró hondo, masajeándose las sienes. Tenía que centrarse. El examen se acercaba como una cuenta regresiva tatuada en la piel.
Abrió el libro de endocrinología y, sin pensarlo, comenzó a leer en voz baja.
—“El sistema endócrino está compuesto por glándulas que secretan hormonas directamente al torrente sanguíneo…” —su dedo recorría la línea con esfuerzo—. “…las glándulas adrenales son responsables de la producción de cortisol y catecolaminas…”
Volvió a leer, como si repitiendo en voz alta pudiera engañar al sueño. Luego, se detuvo.
—¿Catecolaminas? ¿Cosas que te estresan? —murmuró, girando el lápiz entre los dedos.
Continuó, tropezando con palabras como hipotálamo, neuromoduladores, glándulas paratiroideas. Parecía un conjuro en latín, no una guía médica. Lo frustraba, pero también lo retaba.
Mientras repetía en voz baja una definición especialmente enredada, escuchó pasos suaves acercarse. Ji-Yeon entró con su plumero en mano, fingiendo no interrumpir. Pero el joven la notó enseguida.
—Ji-Yeon —la llamó, girándose con una sonrisa cómplice—. ¿Tú entiendes lo que estoy leyendo? Porque yo cada vez estoy más convencido de que esto es una lengua muerta.
Ella lo miró con una mezcla de paciencia y risa contenida.
—Yo apenas puedo pronunciar "paratiroideas" sin morderme la lengua —dijo, acercándose un poco para mirar por encima de su hombro—. Pero suena… importante.
Ryohei apoyó el libro en las piernas, cansado pero animado por su presencia.
—¿Y si te digo que “catecolaminas” suena como un postre fino? Algo que servirían en un restaurante elegante… con un nombre que ni siquiera sabes cómo pedir.
Ji-Yeon fingió pensarlo.
—¿Catecolaminas? Suena a algo que cuesta doce mil yenes y viene en un plato blanco enorme con solo una bolita en el centro.
—¡Exacto! —rió él—. “Buenas noches, señor. Su dosis de adrenalina con salsa de dopamina reducida al vinagre balsámico.”
Ambos soltaron una carcajada. El aire del cuarto se volvió más liviano.
—Tienes talento para esto —dijo ella, retomando su plumero mientras lo miraba de reojo—. Deberías escribir un diccionario médico para gente con hambre. Glosario Gastronómico de la Medicina: edición Kamurocho.
—Sí, claro. Capítulo uno: "Hipotálamo al curry y glándulas al vapor" —dijo, bajando la voz como si narrara un menú de lujo.
Ella dejó escapar una risa breve pero sincera. Luego se apoyó en la pared, con las manos cruzadas frente al delantal.
—Si necesitas ayuda para seguir delirando con los términos, estoy disponible. Pero no me culpes si confundes la serotonina con fideos soba.
Él la miró con cariño. Esa dinámica extraña entre ambos lo reconfortaba más de lo que admitía. Se quitó los anteojos de lectura y los dejó sobre la mesa por un momento.
—Gracias, en serio. No sé cómo sería estudiar acá sin ti dando vueltas. Me volvería loco hablando solo con estas... cate cosa esas pesadas.
Ji-Yeon se encogió de hombros, como restándole importancia.
—Me gusta que haya vida en este apartamento. Aunque sea un poco de ruido entre los libros.
Hubo una pausa. Tranquila. Cálida.
Ryohei abrió de nuevo el libro, respiró hondo y retomó el estudio con renovada energía.
—Bien… volvamos. A ver qué postre hormonal me espera ahora.
Desde la puerta, Ji-Yeon solo negó con la cabeza, sonriendo. Lo dejó concentrado, sabiendo que esos momentos, por absurdos que fueran, ayudaban más que cualquier fórmula compleja.
El resto del día transcurrió frente a su escritorio, entre libros marcados y apuntes garabateados con urgencia. Apenas notó cómo la tarde se volvía noche, ni cómo la lluvia empezó a caer sobre Kamurocho con un ritmo hipnótico. Solo cuando el reloj rozó las once y media se permitió estirarse y frotarse los ojos.
El cansancio era real, pero la ansiedad del examen no lo dejaba desconectar del todo.
El sonido de pasos en el pasillo lo sacó del trance. Voces. Escuchó la de su hermano, tranquila, pero con ese tono medido que usaba cuando la situación era seria.
—Por favor, Ji-Yeon-san, deja tres platos para la cena.
¿Tres? Alzó las cejas, intrigado. Era tarde incluso para Tetsu. Dejó el libro abierto y cruzó el pasillo en silencio. Desde la sala escuchó el leve rumor del agua corriendo en el baño. Al llegar, vio al mayor de los Tachibana de pie junto al ventanal, con la mirada puesta en la ciudad iluminada por la lluvia.
—¿Quién se está bañanado? —preguntó, con tono bajo pero directo.
Su hermano no respondió de inmediato.
La puerta del baño se abrió con un leve chasquido. El joven alzó la vista, y entonces lo vio.
Un hombre salió envuelto en una bata gris, el cabello mojado peinado hacia atrás. Caminaba descalzo con la seguridad de alguien que conocía el peso de cada paso. El vapor aún lo rodeaba, como si aún llevara consigo la intensidad de lo que había dejado en la ducha.
El agua descendía por su clavícula […] ocupaba el espacio como si lo reclamara. Por un segundo, Ryohei olvidó cómo se respiraba.
El calor que subió a su rostro fue inmediato. Desvió la mirada con rapidez, fingiendo estar sorprendido, no... impresionado.
—Ryohei —dijo Tetsu, rompiendo el silencio—. Te presento a Kazuma Kiryu.
El nombre retumbó en su mente. Todo encajó de golpe. Lo reconoció incluso antes del nombre. Esa mirada tranquila en medio del caos, la postura recta como una estatua, el modo en que sus pasos no hacían ruido. No podía olvidarlo, ni aunque lo intentara.
Era él. El hombre del callejón. El que lo había salvado.
Tragó saliva e intentó sonar natural mientras hacía una leve reverencia.
—Es un… placer conocerte, Kiryu-san. Y… gracias por lo de anoche.
El recién llegado le devolvió una mirada serena y firme, como si lo midiera sin necesidad de palabras.
—No fue nada —respondió con voz grave y calma contenida.
La forma en que lo dijo… no era distante, pero tampoco familiar. Era simplemente Kiryu, con todo lo que eso implicaba.
El joven intentó no quedarse pegado a la figura que tenía enfrente, pero algo en él —en su silencio, en su postura— lo mantenía anclado.
—Te vi en el callejón —continuó, obligándose a hablar—. Tus movimientos… fueron impresionantes. No supe ni cómo reaccionar.
—Solo hice lo que debía —dijo el yakuza, con una pausa cargada de intención—. Kamurocho no perdona a los que bajan la guardia.
El silencio que siguió fue espeso, casi incómodo. Pero no hostil. Era… expectante.
El mayor de los Tachibana se giró finalmente hacia ellos.
—Ryohei, necesito que te quedes. Esto también te concierne.
No lo esperaba. Esa inclusión tácita lo desconcertó más que la presencia del otro. Aun así, asintió con la cabeza y se acercó al sofá con pasos medidos, sin saber bien si sentarse o mantenerse de pie.
Mientras tomaba asiento, notó cómo Kiryu se acomodaba frente a él con naturalidad, sin perder ni una pizca de su presencia firme. Su mirada volvió a cruzarse con la suya, apenas por un segundo. Pero fue suficiente para que el pulso le diera un salto inexplicable.
No era deseo. Ni miedo. Era una sacudida primitiva, un latido ajeno que lo hacía olvidar su nombre por un segundo. Una tensión silenciosa, una inquietud física que no sabía cómo nombrar.
Apretó las manos sobre sus rodillas, respirando hondo.
Por fuera, serenidad. Por dentro, un temblor desconocido tomaba forma.
Ryohei no dijo nada, pero en su interior, algo se quebró: la certeza de que su hermano siempre elegiría el camino correcto. Por primera vez, sintió miedo… no por la alianza, sino por la sombra que nacía en el corazón de quien más admiraba.
Afuera, las luces de Kamurocho seguían parpadeando como si el mundo aún no notara el movimiento de las piezas. Pero en esa oficina silenciosa, una grieta invisible acababa de abrirse —una de esas que no suenan, pero que cambian para siempre el terreno bajo los pies.
Chapter 3: "Piezas del Tablero"
Summary:
Las fichas comienzan a moverse y las conversaciones, cargadas de intenciones ocultas, revelan que en Kamurocho nada es casualidad. Entre viejas lealtades y nuevos nombres, Ryohei se encuentra en medio de un juego que aún no comprende del todo. Entre amistades que traen momentos de respiro y encuentros que despiertan preguntas, se perfila un tablero donde cada pieza tendrá que decidir de qué lado jugar… o ser barrida del juego.
Chapter Text
“Piezas del Tablero”
El aroma de incienso flotaba en el aire, entrelazándose con la luz cálida que delineaba los contornos del salón principal. Cada mueble —oscuro, elegante y colocado con precisión casi quirúrgica— reflejaba la personalidad de Tetsu: sobriedad controlada, orden implacable.
Desde un rincón, Ryohei observaba en silencio. Aunque el espacio irradiaba lujo, siempre le resultaba ajeno. Frío. Como si cada detalle no hiciera más que enfatizar la barrera invisible que lo separaba de su hermano.
—¿Asumo que no has comido? —preguntó Tetsu, señalando el asiento junto a la mesa. Su tono era cortés, pero sus ojos evaluaban cada movimiento con precisión.
Kiryu no se movió. Su postura firme y su silencio bastaban para imponer respeto. El joven lo reconoció al instante: era el hombre del callejón. Sentía una tensión extraña: respeto, incomodidad… y una inquietud que no se atrevía a nombrar.
—No suelo aceptar comida de extraños —respondió el recién llegado, cortante. Su tono acompañaba perfectamente la firmeza de su presencia.
Tetsu soltó una breve risa, como si la desconfianza confirmara algo que ya sabía.
—No representamos una amenaza, Kiryu-san. Solo quiero hablar. Siéntete como en casa.
El aspirante a médico intervino, su voz más seria de lo esperado.
—Créeme, si estás aquí, es porque mi hermano ya lo tiene todo calculado.
El otro giró ligeramente la cabeza, evaluándolo con una mirada que parecía atravesar más de lo que decía.
—¿Tú también formas parte de esto?
Iba a responder, pero el mayor de los Tachibana se le adelantó.
—Mi hermano se prepara para entrar a la facultad de medicina. Está alejado de todo esto. Solo quiero que tenga un futuro seguro.
El menor bajó la mirada. No corregiría a Tetsu, pero el gesto le pesaba.
—¿Dónde está mi ropa? —preguntó el yakuza, con frialdad renovada.
—Era necesario lavarla. La tendrás pronto —respondió el anfitrión con su habitual compostura.
El silencio que siguió era espeso, pero el más joven lo rompió con un intento de informalidad.
—No está mal cómo te queda esa bata… Aunque apostaría a que no te interesa oír eso.
El recién llegado alzó una ceja. La tensión se aflojó un poco, apenas.
—¿Así que eres Tachibana-san? —dijo finalmente.
—Así es —respondió Tetsu, inclinando la cabeza con esa sonrisa medida que lo caracterizaba—. Y veo que ya conociste a mi hermano, Ryohei.
La mirada de Kiryu se posó en él con intensidad. El estudiante tragó saliva. Revivió el callejón, el cuchillo, los pasos firmes.
—Fue solo una coincidencia —añadió el visitante, quitándole peso al asunto.
—¿Coincidencia? —el joven cruzó los brazos—. No soy de los que necesitan un héroe, pero admito que me salvaste de un buen problema. Gracias de nuevo.
El otro asintió, manteniendo su distancia emocional.
El mayor de los hermanos tomó el control del ambiente con sutileza.
—Tranquilo. Ambos somos civiles. Dirijo una inmobiliaria, y mi hermano solo quiere estudiar medicina.
—Tetsu, no es necesario repetir eso —murmuró el menor, con molestia.
Kiryu lo ignoró, volviendo a fijar los ojos en su interlocutor.
—¿Y qué quiere de mí un tipo de inmobiliaria?
—Hablar sobre negocios. Y proteger intereses comunes.
El recién llegado lo estudió, pero su mirada volvió al menor de los presentes, como si no terminara de encajar su presencia.
—¿Intereses comunes?
Tetsu se acercó a la mesa. Con la mano derecha —una prótesis metálica que se movía con precisión inquietante— tomó los cubiertos y comenzó a cortar la comida.
—¿Seguro que no tienes hambre? —preguntó, el sonido del metal raspando el plato llenando el silencio.
El joven notó cómo el visitante posaba la mirada sobre la prótesis. La incomodidad le tocó los hombros.
—Perdió su mano hace años —explicó en voz baja—. En invierno, el frío se lo recuerda.
Kiryu no reaccionó. El mayor sonrió con melancolía.
—Lo curioso es que a veces aún la siento. Como si aún latiera. Los analgésicos ya no ayudan. Me acostumbré al dolor. Aunque mi hermano insiste en que debería cuidarme más.
—Solo digo que no estaría mal que me hicieras caso una vez —replicó el menor, alzando una ceja—. Pero claro, ¿qué sabría yo, el aspirante a médico, sobre dolor crónico?
Por primera vez, Kiryu dejó entrever un leve destello de curiosidad. Su voz, sin embargo, seguía siendo una cuchilla.
—No recuerdo haber preguntado por tu mano.
Tetsu soltó una risa breve, casi imperceptible.
—No lo hiciste. Pero los detalles a veces lo dicen todo. ¿Conoces el término “pseudantio”?
El visitante frunció el ceño.
—¿Pseudan-qué?
El mayor lanzó una mirada a su hermano, que se enderezó como si estuviera en clase.
—Es botánico —explicó—. Describe un conjunto de flores tan agrupadas que parecen una sola. Como un girasol, por ejemplo.
Kiryu parpadeó, desconcertado por el giro.
—¿Y qué tiene eso que ver conmigo?
—Todo —dijo el anfitrión, apoyando los codos sobre la mesa—. Estás íntimamente ligado a una de esas flores. Al girasol. Al orfanato.
Por primera vez, el rostro del visitante cambió. No se quebró, pero algo en su expresión se volvió más humano. Vulnerable.
—¿Quién eres? —preguntó en voz baja, sin suavizar el filo en su tono.
Tetsu no respondió. Siguió cortando la comida, como si la pregunta no lo inquietara.
—¿Quién demonios eres en realidad? —insistió el recién llegado.
—Solo un hombre con buena memoria —replicó el mayor, sin levantar la mirada—. Kazama-san. Yumi Sawamura. Tú y Nishikiyama. Todos criados como hermanos en Girasol.
El estudiante lo miró de reojo. Siempre lo había sorprendido la precisión quirúrgica con la que su hermano desarmaba a las personas.
—¿Cómo sabes eso? —murmuró casi sin querer.
El yakuza apretó la mandíbula, su mirada endureciéndose.
—No necesito que nadie escarbe en mi pasado.
—No escarbo. Solo observo —dijo el mayor de los Tachibana, imperturbable—. Tú y Nishikiyama siguieron los pasos de Kazama-san. Se unieron a la yakuza.
El menor tragó saliva.
—¿Entonces él es…?
Su hermano asintió apenas.
—Kiryu-san pertenece a ese mundo. Pero ahora lo acusan de asesinato. Y eso amenaza la posición de Kazama-san.
El visitante golpeó la mesa con la palma abierta. El ruido seco partió el aire.
—¡Ya basta! Entiendo que tienes buena información. Lo que no entiendo es qué quieres.
Tetsu no se alteró.
—Lo mismo que todo agente inmobiliario en Kamurocho: el lote vacío.
Kiryu bufó.
—Otra vez ese terreno...
Ryohei intervino, sin poder contenerse.
—¿Por qué todos están tan obsesionados con eso? Solo es tierra vacía.
El otro lo miró con una mezcla de paciencia y resignación.
—Nada en Kamurocho es “solo tierra”. Todo tiene dueño. Y precio.
—Exacto —asintió Tetsu—. Ese terreno es la llave para controlar el distrito. Si los lugartenientes de Dojima lo obtienen, Kazama será expulsado. Pero si yo lo consigo…
Hizo una pausa. El silencio lo completó por él.
—…puedo protegerlo.
El visitante entrecerró los ojos.
—¿Y por qué debería confiar en ti?
—Porque yo te ofrezco lo que nadie más puede —dijo el anfitrión con calma—. Medios, contactos, recursos. Y la oportunidad de limpiar el nombre de Shintaro Kazama.
La sala se llenó de un silencio denso. El joven yakuza bajó ligeramente la cabeza, pensativo. Sus manos, apoyadas sobre la mesa, se cerraron levemente en puños.
—Demasiado bueno para ser verdad —murmuró, cruzando los brazos—. En este distrito, nadie da nada sin esperar algo a cambio.
Tetsu asintió, como si hubiera anticipado esa respuesta.
—Kamurocho no regala nada, es cierto —admitió—. Pero mi propuesta no es caridad. Es un intercambio que podría salvar más de una vida.
Kiryu lo miró sin pestañear. Luego lanzó una breve mirada a Ryohei, quien dudó antes de hablar.
—Si esto puede ayudar a Kazama-san y limpiar tu nombre… ¿por qué no al menos escuchas los detalles? —dijo, con una mezcla de nerviosismo y convicción—. No te pedimos confianza. Solo que consideres tus opciones.
El visitante desvió los ojos hacia Tetsu.
—¿Por qué tanto interés en mí?
El mayor sonrió con una sombra de amargura.
—Porque proteger a Kazama-san no es solo estrategia. Es equilibrio. Si los Dojima toman el control absoluto, Kamurocho se hunde en algo peor que violencia: en caos sin reglas.
El hombre de la bata guardó silencio un momento, meditando. Finalmente suspiró.
—Y si acepto, ¿me convierto en tu peón?
—No busco peones —respondió el mayor de los Tachibana, dejando los cubiertos sobre la mesa con precisión quirúrgica—. Necesito socios. Gente que no se doblegue.
Ryohei lo observó de reojo, sabiendo que esa palabra —"socios"— en boca de su hermano nunca era tan simple.
—No espero una respuesta hoy —añadió el anfitrión, poniéndose de pie—. Pero recuerda esto: El distrito te traga con o sin tu permiso. Mejor tener aliados... que enemigos.
Sacó una tarjeta y se la tendió al yakuza, que la tomó sin prisa, dándole solo un vistazo antes de guardarla.
—Lo pensaré —murmuró el visitante, con la misma neutralidad con la que enfrentaba a sus enemigos.
Cuando Tetsu se alejó por el pasillo, Ryohei se acercó lentamente.
—Sé que es raro todo esto —dijo con una sonrisa tímida—, pero… Hay pocos en Kamurocho que se detendrían a ayudar sin esperar nada a cambio.
Kiryu lo miró brevemente. Su voz fue seca, pero no hostil.
—Cuídate, chico. Kamurocho no es para ingenuos.
El estudiante soltó una risa breve, casi resignada.
—Créeme, ya lo estoy aprendiendo.
La habitación volvió a sumirse en un silencio espeso. El otro aún sostenía la tarjeta, pero su mirada estaba lejos de ella. Ryohei lo notó: su cuerpo decía una cosa, pero su mente parecía atrapada en otro sitio.
La luz tenue del salón resaltaba el contraste entre los tres hombres: Kiryu, firme y en guardia; Tetsu, inmóvil junto al ventanal, su silueta dibujada por los reflejos de la ciudad; y el menor, aún buscándose entre sus sombras.
Fue entonces cuando Ji-Yeon apareció en escena, silenciosa como siempre, con un conjunto de ropa cuidadosamente doblado.
—Aquí tiene su ropa, Kiryu-san —dijo con respeto, dejando las prendas sobre una silla.
El visitante asintió con un leve gesto y se esfumó tras la puerta del baño. El silencio regresó, interrumpido apenas por el eco del agua y el andar firme de Kiryu, ya vestido. Su paso mantenía la misma determinación de siempre.
Sin decir palabra, cruzó la sala. La puerta principal se cerró tras él con un clic suave, dejando tras de sí una brisa tenue… y la sensación de que algo importante acababa de comenzar.
Ryohei se acercó con pasos medidos. El eco de la conversación con el recién llegado aún palpitaba en su mente. Sabía que interrumpir a su hermano en medio de una reflexión no era ideal, pero había preguntas que no podía callar.
—Hermano… —dijo en voz baja—. Todo esto… invitarlo, ofrecerle ayuda. Es demasiado. No sé cuánto estás dispuesto a arriesgar.
El otro no se volvió. Seguía mirando hacia Kamurocho, sus luces parpadeando como un tablero infinito. Una sonrisa leve curvó sus labios, aunque no alcanzó sus ojos.
—Aquí, no arriesgarse es el verdadero riesgo —murmuró—. Kiryu-san no es una simple pieza. Es el tipo de jugador que puede cambiar el tablero.
El menor frunció el ceño, dejando que esa metáfora se asentara antes de replicar.
—¿Pero por qué él? No parece alguien que quiera jugar este juego. Ni fácil de manejar.
El hermano mayor suspiró, finalmente girándose. Su mirada, por primera vez, mostraba una sombra de cansancio.
—Porque si Dojima gana este distrito, no quedará nada por salvar. Y Kiryu-san… tiene la fuerza para detenerlos. No por poder. Por convicción.
Ryohei se cruzó de brazos, bajando la mirada.
—A veces siento que Kamurocho te importa más que yo.
Las palabras hicieron mella. Tetsu dio un paso hacia él, posando una mano firme sobre su hombro.
—Todo esto… lo hago por ti. Puede que no lo entiendas ahora. Pero no es por este distrito. Es para que algún día puedas vivir fuera de él.
El estudiante tragó saliva, visiblemente conmovido, pero aún reacio.
—Solo espero que no te pierdas en el intento.
El mayor lo miró con gravedad.
—A veces, no se trata de evitar cruzar una línea. Se trata de decidir cómo… y con quién la cruzas.
El silencio se instaló unos segundos. El más joven lo observó con mezcla de admiración y miedo. Los detalles no le pasaban desapercibidos: el leve temblor en la prótesis, la fatiga en su mirada.
—Tetsu… antes de irme, prométeme algo. Pase lo que pase, no te dejes consumir por esto. Si cruzas esa línea… asegúrate de saber volver. Por nosotros.
El otro vaciló. Luego asintió, sin palabras.
—Es tarde —dijo finalmente—. Deberías dormir.
—No trabajo mañana. Puedo quedarme un rato más —respondió el menor, con una media sonrisa desafiante.
El mayor esbozó una leve sonrisa también, aunque la preocupación seguía en su rostro.
—Entonces, aprovéchala. Las noches libres son un lujo escaso.
Ryohei sintió un escalofrío, pero no respondió. Dio media vuelta hacia su habitación, pero antes de irse, lanzó una última mirada por encima del hombro.
—Dejé tus medicamentos en tu velador. Tómalos. Y no inventes excusas.
—Buenas noches, Ryohei.
—Buenas noches, Tetsu.
Cerró la puerta con un leve clic y se dejó caer sobre la cama sin encender la luz. La oscuridad lo abrazó con un silencio espeso, solo quebrado por el murmullo distante de la ciudad. Miró al techo sin buscar nada, como si intentar entender el caos dentro de él fuese suficiente para calmarlo.
—¿Una pieza clave…? —murmuró, repitiendo las palabras de su hermano como si pudieran darle alguna certeza.
La escena con Kiryu volvía a su mente una y otra vez. Había algo en aquel hombre que no encajaba con el molde de criminal que todos temían. Era como si llevara dentro una historia aún más pesada que la de quienes lo acusaban. Y eso… le inquietaba.
Del otro lado de la puerta, Tetsu seguía frente al ventanal, inmóvil. Las luces de Kamurocho proyectaban destellos sobre su rostro como si quisieran arrancarle un secreto. Pero él no parpadeaba. Parecía mirar algo que solo existía en su memoria.
El menor soltó un largo suspiro y se giró en la cama, dejando que el cansancio comenzara a ganarle la batalla. Mañana saldría con Kenji, su única noche libre de verdad esa semana. Quizás necesitaba eso: una noche sin estrategias, sin planes ocultos, sin piezas en movimiento.
Se cambió con lentitud, como si el peso de cada prenda aumentara con sus pensamientos. Al meterse bajo las sábanas, la habitación —cálida y silenciosa como siempre— se volvió su último refugio ante un mundo que ya no entendía del todo.
Cerró los ojos. Aún sin quererlo, pensó en Kiryu, en el temblor casi imperceptible de la prótesis de su hermano, en la forma en que el distrito parecía envolverlo todo como una promesa… o una amenaza.
Y mientras el sueño lo vencía, supo que algo había cambiado esa noche. Aunque no pudiera nombrarlo, ya lo sentía bajo la piel.
El amanecer se coló entre las cortinas como una promesa silenciosa, bañando la habitación con una luz suave y dorada. Aún enredado entre las sábanas, Ryohei se giró con un gruñido leve, aferrándose a los últimos segundos de sueño. Pero ya era tarde: la ciudad comenzaba a despertar, y con ella, la rutina volvía a exigir su lugar.
El timbre sonó con insistencia, rompiendo la calma como una alarma inoportuna. Cerró los ojos con resignación.
En la puerta, Kenji Shirakawa esperaba con su clásico chándal azul marino, el cabello recogido en una coleta baja y una sonrisa demasiado amplia para esa hora. En una mano giraba un balón de baloncesto; en la otra, un bolso deportivo repleto hasta el cierre.
A su paso, Ji-Yeon le abrió la puerta con un bostezo discreto y un gesto de familiaridad.
—Ah, Shirakawa-san —murmuró la joven encargada, ocultando el cansancio tras su formalidad habitual.
El visitante se inclinó con una reverencia dramática.
—¡Saludos, noble doncella del castillo Tachibana! He venido a rescatar al joven maestro Ryo de su estado de coma inducido por catecolaminas y neurociencia.
Ji-Yeon enarcó una ceja, pero sonrió antes de desaparecer hacia la cocina. Desde el pasillo, arrastrando los pies y con el cabello como si hubiera peleado con una tormenta, apareció el menor Tachibana.
—¿En serio, Kenji? —gruñó—. ¿Tan temprano?
—¿Temprano? ¡Esto es mediodía para los guerreros de la medicina! —proclamó el otro, girando el balón sobre un dedo—. Además, ¿cómo esperas sobrevivir a un examen si no puedes con una mañana conmigo?
Ryohei se frotó los ojos, pero una sonrisa terminó asomando.
—Vale, vale… ¿qué plan brillante tienes ahora?
El visitante levantó un dedo como si revelara el secreto de la vida.
—Primero: canchas de baloncesto. Segundo: centro de bateo. Tercero: karaoke. Porque entre neurotransmisores y glándulas adrenales, necesitas algo de dopamina real.
—¿Y el material de apoyo que íbamos a comprar para el examen?
—¡Eso también! Pero después de que tu sistema simpático despierte un poco. Te conviene, médico en formación. Dicen que el ejercicio mejora la memoria.
El joven suspiró, aunque ya se resignaba a seguirle el ritmo.
—Está bien… pero si me canso antes del karaoke, será tu culpa.
—¿Karaoke? —repitió el otro con picardía—. Ese es solo el precalentamiento. Hoy vamos a Sotembori.
—¿Qué? —Ryohei entrecerró los ojos—. ¿Por qué?
Kenji adoptó una pose teatral.
—Porque Kyomi Mizuno trabaja en el Cabaret Grand.
Su amigo parpadeó.
—¿Kyomi… nuestra Kyomi? ¿La que casi se duerme en cada clase de química? ¿Ahora trabaja en el Cabaret Grand?
El de la coleta alzó ambas cejas con aire solemne.
—La misma. Transformada. Elegante. Y con tacones que podrían matar a alguien si se lo propone.
Ryohei se llevó la mano a la frente.
—¿Y tú crees que nos van a dejar entrar? Ese lugar cuesta más que todo lo que tengo ahorrado… sumando monedas sueltas.
—¡Ah! Pero ahí está el truco. En esta vida hay dos tipos de personas: los que ven puertas cerradas… y los que se cuelan por la ventana.
—Y yo soy el que termina lavando platos si algo sale mal —murmuró el estudiante, ya sonriendo.
—¡Ese es el espíritu! —exclamó su amigo, dándole una palmada en la espalda—. Y si fallamos, siempre puedes hablarles de neurotransmisores hasta que nos echen. O nos den beca.
El aspirante a médico se rió por fin, dejando atrás el cansancio.
—No sé por qué, pero siempre terminas convenciéndome.
—Porque sabes que la vida necesita algo más que libros. Y porque… bueno, soy encantador —Kenji guiñó un ojo.
—Sí, claro —bufó el otro—. Vamos, antes de que me arrepienta.
Ambos se dirigieron a la salida, listos para sumergirse en un día que prometía risas, desastres y, quizás, un poco de alivio.
Minutos después, los dos salieron del apartamento, listos para enfrentar la mañana con actitud de sábado rebelde. Ryohei, con un chándal gris oscuro y un bolso deportivo colgado al hombro, llevaba lo justo: toalla, ropa de cambio y una botella de agua que probablemente olvidaría en algún rincón.
A su lado, el compañero giraba el balón de baloncesto con una mano, marcando el ritmo del paso con su entusiasmo habitual, mientras el menor de los Tachibana caminaba a su lado con más calma, aún sacudiéndose los restos del sueño.
El aire matinal arrastraba el aroma de pan recién horneado desde una panadería cercana. Las calles de Kamurocho empezaban a agitarse: voces de comerciantes abriendo tiendas, motocicletas zumbando a lo lejos, el ladrido ocasional de un perro… todo vibraba con esa energía caótica pero familiar del barrio.
—Entonces, Ryo —empezó Kenji, con una sonrisa que parecía imposible a esas horas—, ¿ya decidiste qué canción vamos a masacrar esta vez en el karaoke?
El otro lo miró con el ceño fruncido y el cabello aún medio desordenado.
—No sé… “Machine Gun Kiss” o “Judgement”, supongo. Aunque después de la última vez, creo que incluso un gato atrapado en una lavadora suena mejor que nosotros.
—¡Hey! —Kenji puso una mano sobre su pecho, fingiendo indignación—. Nada como un buen “Judgement” para destrozar corazones... y tímpanos. Aunque podríamos probar “Baka Mitai”. Así rompemos emocionalmente al público. Lloran de emoción… o de dolor.
Ambos rieron, sabiendo que el karaoke era más comedia que música para ellos.
Al doblar una esquina, Ryohei se frenó en seco. Un dojo pequeño pero estridente lo sorprendió con carteles que gritaban: “¡Conviértete en un maestro del combate en treinta días!”. Los colores chillones y las poses marciales ridículas no lograban disimular el aire de farsa que los envolvía.
—¿Qué pasa, Ryo? —preguntó el amigo, notando cómo su compañero observaba el lugar con inusual atención—. ¿Pensando en convertirte en el nuevo Bruce Lee de Kamurocho?
—No sé… quizás algo de ejercicio no me haría mal —respondió el joven, cruzándose de brazos—. Me vendría bien despejar la cabeza. Y nunca está de más saber cómo defenderse por si acaso.
Kenji lo miró de reojo y soltó una carcajada.
—¿Despejar la cabeza? ¿O practicar cómo romperla? A ver si con eso aprendes sobre huesos más rápido. Igual podrías ir al examen con yeso y decir: “aprendizaje experiencial”.
El otro resopló, sin ocultar del todo la sonrisa.
—Al menos sabría cómo arreglarme si me rompo algo. Y tú no deberías reírte tanto… ¿quién fue el que se cayó del escenario del karaoke por intentar un solo de guitarra imaginaria?
El de la coleta alzó ambas manos, dramático.
—¡Fue una expresión artística incomprendida! Aunque admito que ese parlante no debía estar tan cerca del borde…
El dojo quedó atrás, pero la semilla ya estaba plantada. Mientras retomaban el camino, Ryohei no podía dejar de pensar en lo útil que sería aprender a defenderse. No por pelear… sino por estar preparado. Por primera vez en mucho tiempo, la idea de moverse por algo que no fuera solo estudio le parecía tentadora.
—Quizás lo intente después del examen. Nunca se sabe —murmuró, más para sí que para su amigo.
Kenji giró para caminar de espaldas, con su eterna sonrisa traviesa.
—Entonces solo queda una cosa clara, joven discípulo… si terminas entrenando ahí, juro que iré a verte con una toalla y un cartel que diga “¡Vamos, Doctor Puño de Acero!”.
—Te mato si haces eso —respondió entre risas, dándole un empujón que apenas desvió al otro.
—Acepto tu amenaza como motivación. Ahora, vamos a encestar ese balón. Y después… karaoke. Porque si vas a entrar al dojo, necesitas afinar tus gritos de batalla.
Ryohei negó con la cabeza mientras sonreía, y ambos siguieron su camino entre el bullicio creciente de la ciudad. Aunque el día apenas comenzaba, ya podía sentir que algo dentro de él empezaba a cambiar, lentamente, pero con dirección.
Al llegar a las canchas de baloncesto, el entusiasta no dio tiempo a su compañero ni de acomodarse. Con un pase rápido que rozó su pecho, lo obligó a reaccionar. El aspirante a médico atrapó el balón de milagro, aunque su aterrizaje fue menos que elegante: tropezó hacia atrás y casi cae sentado sobre el pavimento.
—¿Qué pasó, Ryo? ¿Te dormiste a mitad de camino? —se burló su amigo, girando el balón sobre un dedo con su sonrisa habitual.
Ryohei, todavía recuperando el equilibrio, lo fulminó con la mirada.
—Estoy perfectamente bien. Eso fue... parte de mi calentamiento —replicó, empezando a botar el balón con torpeza.
—¿Calentamiento? ¿Eso fue calentamiento o estabas haciendo una pose de yoga? —rió el otro.
El partido improvisado comenzó. Kenji, ágil y lleno de energía, se movía como pez en el agua. Su contrincante, en cambio, parecía haber olvidado las reglas básicas del deporte. Sus tiros eran erráticos, sus pases imprecisos, y tras unos minutos, ya jadeaba como si llevara horas corriendo.
—¡Vamos, Ryo! ¿Dónde quedó ese chico que nos humilló a todos en educación física con sus lanzamientos perfectos en secundaria? ¿Te acuerdas del torneo contra la clase de segundo B?
El aludido sonrió entre dientes mientras recuperaba el aliento.
—Claro que me acuerdo… también recuerdo que tú metiste el balón en tu propio aro.
El de la coleta abrió los ojos exageradamente.
—¡Eso fue una estrategia de distracción! ¡Los confundí para que creyeran que éramos inofensivos!
Ambos rieron. La nostalgia de los años escolares le daba un aire cálido a la competencia. A pesar de sus bromas, Kenji regulaba su juego, permitiendo que su amigo se sintiera parte de la acción.
—Oye, ¿te acuerdas del profe Shinozuka? El que siempre decía que el deporte era más importante que las matemáticas. Nos hacía correr diez vueltas por llegar tarde.
—¡Cómo olvidarlo! —respondió Ryohei—. Ese tipo parecía salido de un manga de deportes. Recuerdo que me hizo correr una vez solo porque llevé una toalla de otro color.
—¡La legendaria toalla roja! —Kenji estalló en carcajadas—. Juraba que estabas rebelándote contra el sistema.
Tras varios tiros fallidos, una pausa fue inevitable. Su compañero parecía no inmutarse por el ejercicio, mientras el estudiante bebía agua como si estuviera cruzando un desierto.
Fue entonces cuando notó algo extraño. Un hombre de traje oscuro y camisa blanca caminaba hacia una cabina telefónica cercana. Cargaba una carpeta bajo el brazo y, aunque su andar era relajado, su porte era firme y meticuloso. Cerró la puerta de la cabina tras de sí, levantó el auricular y comenzó a hablar.
Ryohei no alcanzaba a oír lo que decía, pero el tamborileo de sus dedos sobre la carpeta y su mirada fugaz hacia él provocaron un escalofrío. El contacto visual fue breve, pero cargado de intención. Una sensación difícil de explicar se instaló en su pecho.
—¿Qué miras, Ryo? —preguntó Kenji mientras lanzaba el balón al aire y lo atrapaba con una mano.
—Nada —respondió el joven, apartando la mirada—. Pensaba en cómo evitar hacer el ridículo en karaoke.
El otro rió a carcajadas.
—¡Ah, no te preocupes! Nadie espera que cantes bien… solo que cantes con pasión.
El hombre salió de la cabina, se ajustó el traje con precisión y entró a un Poppo cercano. Por un segundo, antes de cruzar la puerta, pareció detenerse. ¿Fue casualidad o intencional?
—Ryo, ¿te digo algo? —dijo el de la coleta mientras botaba el balón—. Si el básquet fuera como el karaoke, tal vez tendrías chance. Aunque, pensándolo bien, también desafinas en eso.
Ryohei aprovechó la distracción, le arrebató el balón y corrió a la canasta. Saltó, lanzó y… encestó. El silencio duró apenas un instante.
—¡Milagro de los dioses del deporte! —gritó Kenji—. ¡Lo hiciste!
—¿Ves? Técnica, no suerte —dijo su amigo, jadeando y fingiendo orgullo.
Mientras se reían, notó que el hombre del traje estaba sentado en las gradas, observándolo de nuevo. Esta vez, cuando sus miradas se cruzaron, el sujeto se puso de pie y se acercó lentamente.
—Buen tiro —dijo con voz grave—. Aunque si fuera béisbol, eso habría sido un home run.
Kenji intervino con su estilo habitual.
—Pura suerte, créame. Este tipo no encesta dos veces seguidas ni en sueños.
El extraño sonrió levemente. Luego sacó un folleto doblado en tres partes del bolsillo interior de su saco y lo tendió al joven.
—Podrías considerar esto. Tal vez te sirva más de lo que crees.
Ryohei tomó el folleto sin saber muy bien por qué. La portada decía: “Dojo Hanzo – Fortaleza en Cuerpo y Mente”.
Cuando alzó la vista, el hombre ya se alejaba, sus pasos firmes perdiéndose entre los edificios.
—¿Quién era ese? ¿Tu nuevo reclutador? —bromeó el amigo.
—No lo sé… pero no parecía un tipo cualquiera —respondió el otro, aún mirando el folleto.
Kenji se encogió de hombros y volvió a lanzar el balón al aire.
—Bah, seguro solo vio tu tiro y pensó que eras una estrella oculta. Ahora prepárate, sensei. Te voy a enseñar cómo se hace un triple.
A pesar de la risa que siguió, el joven no dejaba de pensar en el hombre y en ese extraño gesto. Algo le decía que ese encuentro había sido más que una simple coincidencia.
Tras más de una hora corriendo detrás del balón, tropezando con sus propios pies y siendo víctima del constante bombardeo de bromas, el menor terminó desplomado sobre una banca, con la camiseta pegada a la espalda y la respiración entrecortada.
—¿Y decías que necesitabas despejarte? —bufó Kenji, dándole una botella de agua mientras giraba el balón sobre el dedo con la otra mano—. Estás tan despejado que podrías flotar.
Ryohei tomó el agua y bebió con avidez, luego miró a su amigo con expresión derrotada.
—Nunca más digo que quiero “hacer algo distinto”. Esta fue una emboscada —gruñó, secándose el sudor con la toalla.
—¿Emboscada? Por favor —refunfuñó mientras se incorporaba—. Te llevo al karaoke y te quejas de mis gritos. Al centro comercial, del gasto. A jugar básquet… terminas en el suelo como un saco de papas. Esta vez es distinto, lo juro. Es la última idea. Y va en serio.
—¿Vas a obligarme a correr una maratón ahora? —ironizó su amigo.
—Casi. Pero esta vez, se trata de coordinación… precisión… reflejos. ¡Vamos al centro de bateo!
—¿De verdad quieres que me rompa algo hoy? —replicó Ryohei, pero ya se estaba levantando, más resignado que convencido.
—¡Eso es espíritu deportivo! —Kenji levantó su puño en el aire—. Además, acuérdate: nada ayuda más a la concentración que golpear cosas con fuerza.
Minutos después, ya estaban en camino. Las calles de Kamurocho seguían bullendo con vida, pero el paso de ambos se había vuelto más relajado. El compañero contaba anécdotas de cuando fueron a un viaje escolar a Kyoto y Ryohei quedó atrapado en un baño automatizado porque no entendía cómo funcionaba la puerta deslizante.
—¡Estuve como veinte minutos encerrado! —gritó entre risas—. ¡Y tú solo riéndote desde afuera, sin hacer nada para ayudarme!
El otro levantó los hombros, fingiendo inocencia.
—¡Vamos! ¿Y perderme el mejor show del viaje? Solo me faltó pedirle una cámara a algún turista para inmortalizar ese momento.
El menor de los Tachibana fingió lanzarle la botella de agua, pero terminó riendo. Esa ligereza le servía más de lo que estaba dispuesto a admitir.
Fue en esa mezcla de carcajadas y recuerdos donde, casi sin darse cuenta, llegaron al centro de bateo. El ambiente era muy distinto al de las canchas: más cerrado, cargado con el eco seco de los bates chocando contra las pelotas, y el zumbido mecánico de las máquinas lanzadoras que no se detenían nunca.
Kenji tomó una ficha del mostrador, la agitó frente a él como si fuera un boleto dorado.
—Hora de que el prodigio del básquet demuestre su talento con el bate —bromeó, guiándolo hacia una cabina libre.
Ryohei lo fulminó con la mirada, pero tomó el bate y se colocó frente a la máquina.
—¿Alguna vez has jugado béisbol? —preguntó, ajustando sus pies.
—¿Importa? Vas a hacer historia igual: el primer estudiante de medicina en ser diagnosticado con reflejos lentos en tiempo real.
El primer lanzamiento pasó sin que siquiera parpadeara. El segundo rebotó en la malla con un pitido burlón. Kenji se sujetaba la risa con una mano en la boca.
—¡Mira que elegancia! ¡Eso es estilo minimalista! No tocas la bola para no romper la simetría —gritó.
En el cuarto intento, logró conectar de lleno. La pelota salió disparada y golpeó con fuerza la pared del fondo. Ambos quedaron en silencio por un instante, hasta que Kenji rompió en aplausos teatrales.
—¡Home run de milagro! ¡El doctor milagros ataca de nuevo!
—Quizá me equivoqué de vocación —bromeó Ryohei, dejando el bate a un lado.
—Por si acaso, no renuncies a la medicina aún. Esto pudo ser una alineación cósmica —dijo su amigo, guiñándole un ojo.
Mientras salían del centro de bateo, el joven echó una mirada por encima del hombro. Tal vez fue paranoia, o simple intuición, pero no pudo evitar recordar la figura elegante del hombre del traje oscuro.
Aunque no lo veía por ningún lado, su recuerdo se mantuvo, silencioso pero presente, como si hubiese dejado una huella en el día que, hasta entonces, había sido solo diversión.
Lo que ninguno de los dos notó fue que, junto a las máquinas expendedoras cerca de la salida del recinto, un sujeto observaba la escena con aparente indiferencia. Vestido con un traje impecable, sostenía una lata de café helado que acababa de comprar.
Bebía con calma, pero sus ojos seguían a los jóvenes con precisión. Terminó la bebida, aplastó la lata con un gesto seco y la arrojó a un basurero rebosante en la esquina.
Sin apuro, caminó en dirección contraria, desapareciendo entre los peatones hasta detenerse frente a una cabina telefónica. Entró, marcó un número de memoria y aguardó en silencio, el auricular sostenido con firmeza entre sus dedos.
—Soy Murakado —dijo con voz baja y controlada cuando respondieron al otro lado—. Confirmado. Es el hermano menor de Tetsu Tachibana.
Del otro lado, solo hubo un leve murmullo. El hombre cerró los ojos un segundo antes de hablar de nuevo.
—¿Crees que Kiryu ya lo conoce? Si es así… hay que moverse con cuidado. Aún no sabemos si ha elegido bando.
Un silencio denso se formó antes de que la respuesta llegara, esta vez más clara, con un tono autoritario que delataba su procedencia: la voz de un lugarteniente de la familia Dojima, cargada de rencor.
—Sigue observándolos. Y si Kiryu se acerca demasiado, haz lo necesario para mantenerlo a raya. Ese bastardo me hizo perder el meñique frente al patriarca. No lo olvidaré. Y no pienso perdonarlo.
Murakado apretó la mandíbula al escuchar aquellas palabras, pero su tono no cambió al responder.
—Entendido. Volveré a la oficina con el informe. Por ahora… me quedaré cerca.
Colgó sin decir más. Su expresión era imperturbable, pero en su mirada se reflejaba algo más profundo: una calma peligrosa, la de alguien que no daba pasos sin saber exactamente dónde pisaba.
Sus ojos recorrieron nuevamente la dirección por donde se habían ido los muchachos, y por un instante pareció debatirse entre avanzar o retirarse. Finalmente, giró sobre sus talones y desapareció en la multitud.
Más tarde, ya entrada la noche, el menor de los Tachibana y su amigo llegaron a uno de los bares karaoke escondidos entre las callejuelas de Kamurocho. El letrero neón parpadeaba a medias y el pasillo de entrada olía a cigarrillo barato y perfume de hostess, pero era parte del encanto. No necesitaban lujo, solo una cabina y la excusa para seguir riéndose.
La sala privada que les asignaron estaba tenuemente iluminada, con luces de colores girando lentamente en el techo. Una pantalla parpadeaba con una lista interminable de canciones en japonés, inglés mal traducido y alguna balada ochentera de moda.
En la mesa baja, los micrófonos descansaban junto al control remoto envuelto en plástico transparente, como si protegerlo del sudor de otros cantantes fuera una medida higiénica suficiente.
Kenji fue el primero en tomar el micrófono, con la solemnidad de quien va a dar un discurso. La pista que eligió era ridículamente rápida para su nivel, pero eso no lo detuvo.
—¡Este es mi momento de gloria, joven discípulo! —gritó con dramatismo, arrancando con una interpretación estrepitosa de "Judgement", que más parecía una amenaza que una canción.
Ryohei, entre carcajadas, se cubría la cara con una almohada del sofá.
—¿Cómo logras que cada nota suene como un accidente de tránsito? —bromeó, todavía recuperándose de la risa.
—¡Respeta el arte! —replicó su compañero, sin dejar de moverse al ritmo—. Esto es entrega emocional. Pura pasión.
Luego le tocó al joven. Dudó un segundo frente al control, hasta que sus dedos eligieron “Baka Mitai”. Apenas empezó a sonar la melodía, algo cambió. Su voz, serena y melancólica, llenó la cabina con una emoción inesperada. Kenji lo observó en silencio, sorprendido. No solo afinaba, sino que cantaba como quien guarda demasiado dentro.
Su amigo lo observó por un segundo más de lo necesario, como si buscara algo en el rostro de su amigo que no se atrevía a preguntar. Ryohei, distraído, solo alcanzó a atarse los cordones. A veces, las palabras no hacían falta entre ellos; pero otras veces, el silencio decía demasiado.
Al terminar, bajó el micrófono con una sonrisa tímida.
—¿Y bien? —preguntó, como si no supiera el efecto que había causado.
—¡Te odio! ¡Pero a la vez te quiero! —exclamó el otro, señalándolo con el control—. Me haces quedar como si yo hubiera sido elegido por sorteo para cantar.
—Es que compenso tu entusiasmo con un poco de dignidad vocal —bromeó el menor Tachibana, dejándose caer en el sofá.
Ambos rieron, con la confianza de años compartidos. El karaoke, más que una competencia, era una tregua emocional. Un lugar donde las palabras difíciles podían esconderse detrás de una canción.
Cuando salieron, el cielo de Kamurocho estaba teñido de rojo neón, como si la ciudad no supiera dormir. Kenji estiró los brazos con dramatismo.
—Y ahora, joven doctor frustrado… es hora de conquistar Sotenbori.
—¿Estás seguro de que no quieres revisar tu dignidad antes de cruzar el puente? —preguntó Ryohei, acomodándose el chándal.
—Mi dignidad no entra en la maleta —respondió su amigo, ya caminando—. Pero tú lleva esa voz guardada. Nunca se sabe si Kyomi va a querer escuchar una serenata.
Estaba a punto de responder con una broma, pero frunció el ceño al olfatear disimuladamente su camiseta.
—... ¿Tú también hueles a karaoke y cancha de básquet? —preguntó, bajando el tono.
El otro se detuvo en seco y olfateó su propia ropa antes de abrir los ojos como si hubiera descubierto un crimen.
—¡Demonios, sí! —dijo, alejándose teatralmente de sí mismo—. Esto no es sudor, es un crimen contra la higiene personal.
—No podemos ir así a Sotenbori, nos van a deportar a Nishinari —rió el estudiante, asintiendo con una risa nasal.
Kenji le guiñó un ojo mientras sacaba una pequeña llave del bolsillo.
—Relájate, lo tengo todo calculado. Vamos a mi apartamento, nos cambiamos, y de ahí directo al Grand. Toallas limpias, desodorante, colonia… soy un anfitrión cinco estrellas.
Ryohei alzó una ceja con picardía.
—¿Invitarme a tu apartamento sin una cita formal? Qué atrevido, Shirakawa.
—Solo si prometes no cantar “Baka Mitai” mientras te cambias, o me veré obligado a enamorarme —replicó el otro, rodando los ojos y echándose a reír.
Ambos rompieron en carcajadas mientras retomaban el camino bajo las luces parpadeantes de Kamurocho. La noche apenas comenzaba, y aunque aún no lo sabían, Sotenbori los esperaba con algo más que luces brillantes y canciones nostálgicas.
Chapter 4: "Luces y Sombras en el Cabaret Grand"
Summary:
En un distrito donde las luces nunca se apagan y la fiesta parece eterna, Ryohei Tachibana y su mejor amigo, Kenji Shirakawa, llegan al emblemático Cabaret Grand para celebrar una noche especial. Pero bajo el brillo de los focos y el sonido de las copas, el pasado se presenta con rostro conocido... y viejas emociones afloran.
Lo que parecía una velada tranquila se desborda cuando alguien cruza los límites, encendiendo la tensión en el corazón del local. Y es entonces cuando una presencia imponente hace su entrada: el director del Grand, el temido y carismático señor de la noche, impone orden con estilo inconfundible.
Entre recuerdos, advertencias y miradas que dicen más de lo que ocultan, una nueva pieza entra en juego. Y el tablero... ya no será el mismo.
Chapter Text
“Luces y Sombras en el Cabaret Grand”
El aire nocturno de Kamurocho era espeso, cargado del humo de yakitori callejero y del zumbido eléctrico de los neones. Caminaban entre la gente con el cuerpo todavía agitado por las carcajadas del karaoke, mezclando risas y empujones con la naturalidad de dos amigos que sabían leerse incluso en silencio.
—Dime la verdad —soltó Kenji, girando el cuello como si estirara los músculos—. ¿Estás seguro de que esa voz tuya no fue playback? Porque si lo fue… te quedó tan bien que deberías considerar una carrera como idol.
—¿Playback? Por favor —replicó Ryohei, quitándose la chaqueta con gesto teatral—. Lo que escuchaste fue pura emoción contenida. Suficiente para enamorar a medio bar… y provocar trauma en la otra mitad.
—¡Trauma dice! Yo estoy seguro de que hiciste llorar a la señora que cantaba en la cabina de al lado. Aunque no sé si fue de emoción o porque pensó que estaban degollando un gato.
—Bueno, algo removí en su interior. Tal vez algún recuerdo doloroso. O su sentido del oído.
Ambos soltaron una carcajada mientras doblaban una esquina. Pasaron junto a un puesto donde un anciano vendía dulces tradicionales, Kenji se detuvo, con la mirada clavada en los daifuku como si evocaran un recuerdo.
—¿Quieres uno? Podría ser tu recompensa por no desafinar como yo esperaba —dijo, señalando los dulces.
—Gracias, pero prefiero no llegar a tu casa con las manos pegajosas. Aunque pensándolo bien… sería un gran mensaje —respondió su amigo, mirándolo con fingida coquetería—: “Hola, traigo sudor, saliva de karaoke… y anko en los dedos.”
El otro se atragantó de la risa y lo empujó por el hombro.
—¡No seas cerdo! Ya es raro que vengas de noche… ¡y encima suenas como actor de novela barata!
—Entonces que escuche bien. —El joven le guiñó un ojo—. Porque si hay velas encendidas y una canción lenta sonando, me voy a tomar libertades.
—¡Ni velas, ni música! ¡Y olvídate de las libertades! —exclamó el anfitrión, aunque su sonrisa lo delataba.
—Relájate, solo me aseguraré de que tu champú esté bueno. No quiero salir oliendo a detergente de cocina.
—¡Usas lo que haya! Estás en mi casa, no en un spa, diva de los escenarios.
Rieron mientras se acercaban a la entrada del edificio, intercambiando bromas con la complicidad habitual. Ryohei pateó una piedrecita. Luego se estiró los hombros con un suspiro casi imperceptible.
—Hablando en serio… gracias por hoy, Kenji. Hacía tiempo que no me reía así.
El otro lo miró de reojo, con una sonrisa más genuina.
—Ya sabes, mis servicios no son baratos. Pero para ti… mitad de precio.
Ambos subieron los escalones, aún bromeando, sin notar que desde la penumbra de la esquina opuesta, una silueta seguía sus movimientos con atención quirúrgica.
El hombre de antes, Murakado, de pie junto a una máquina expendedora, fingía leer las etiquetas mientras su mirada se clavaba en los dos amigos. Esperó pacientemente a que desaparecieran por la puerta del edificio antes de dar un lento sorbo a su café enlatado.
La vigilancia no había terminado.
📍
Al llegar al apartamento de Kenji, el joven Tachibana se detuvo en el umbral con una ceja levantada, examinando el lugar con mirada crítica.
—¿Esto es tu apartamento? ¿O entramos por error a un modelo en exhibición?
—¿Ves ese rincón lleno de calcetines desparejados? Ese es el alma del lugar —respondió el dueño del hogar, señalando con orgullo el cesto en conflicto con la estética ordenada del resto del cuarto—. A veces, incluso parezco adulto funcional.
—¿Caballero de media jornada? —bromeó Ryohei, soltando su bolso—. Esto está tan limpio que solo hay dos opciones: tienes una cita… o querías...
El otro se atragantó con una carcajada nerviosa.
—¡Ni termines la frase, Ryo! Esto no es nada raro, ¿ok? ¡Solo pensé que vendría bien estar limpios antes de arruinar la noche en Sotembori!
El aludido cruzó los brazos con una sonrisa pícara.
—Ajá… entonces no me digas que también encendiste incienso y escondiste tus pósters de idols.
—¡¿Tú quieres dormir en la calle, acaso?! —exclamó Kenji, aunque su rubor lo traicionaba.
—Relájate. Sabes que no eres mi tipo. Pero aprecio el gesto —replicó el aspirante a médico, tomando la toalla que le lanzaban.
—Métete al baño antes de que me arrepienta de ser amable —gruñó su amigo, dándole un empujón hacia el pasillo.
Ryohei se detuvo en el marco de la puerta del baño, girándose una vez más con una expresión traviesa.
—¿Y si nos bañamos juntos, como cuando éramos niños? Piénsalo: agua caliente, buena charla… nostalgia en su máxima expresión.
El otro lo miró como si acabara de sugerir un crimen.
—¡Ni en tus delirios, Ryo! ¡Tienes dos minutos antes de que cambie de opinión y te eche con ropa y todo!
Ryohei estalló en carcajadas mientras cerraba la puerta. El vapor pronto envolvió el baño, y con él, la tensión de un día tan caótico como revelador.
Mientras el agua corría por su espalda, no pudo evitar sonreír. La confianza con Kenji era un bálsamo raro en su vida. Una amistad en la que podía hablar sin filtros, reírse de todo, incluso de sí mismo, y dejar atrás por un momento el mundo que lo empujaba a ser siempre algo más. Con su viejo amigo, podía simplemente ser.
Y eso, pensó mientras cerraba los ojos bajo el agua caliente, era más valioso que cualquier descanso.
Después de asearse por separado, ambos salieron del baño con el rostro fresco y una energía renovada. El vapor de la ducha aún flotaba en el aire, disipándose lentamente como si anunciara el inicio de algo importante. Ryohei se secaba el cabello con una toalla, mientras Kenji, como si ensayara para una obra de teatro, se acercó al armario con un aire ceremonioso.
—Prepárate para este despliegue de elegancia —anunció, abriendo las puertas con un gesto teatral.
Dos trajes colgaban impecables, perfectamente ordenados como si llevaran esperando todo el día ese momento. El anfitrión tomó el primero —negro, con finas líneas verticales— y lo colocó con cuidado sobre una silla, junto a una camisa blanca de cuello firme y una corbata gris oscuro.
—Clásico con personalidad. Perfecto para mí —dijo, con una sonrisa satisfecha.
Luego señaló el segundo, con una mirada que combinaba orgullo y complicidad.
—Y este… es para ti.
El atuendo del menor de los Tachibana era azul marino, de corte moderno pero sobrio. La camisa celeste clara contrastaba con su tono de piel y acentuaba el color de sus ojos. En lugar de corbata, un pañuelo de bolsillo azul intenso aportaba un toque de estilo relajado pero sofisticado.
Ryohei levantó una ceja, conteniendo una sonrisa mientras pasaba los dedos por la tela.
—¿Un pañuelo? ¿En serio? ¿Desde cuándo soy un protagonista de novela francesa?
—Desde que aceptaste salir conmigo a un cabaret —replicó Kenji sin perder el ritmo—. Además, mírate. Este color fue hecho para ti. Yo solo descubrí la verdad antes que tú.
—¿Y qué sigue? ¿Perfume importado? ¿Botones de oro?
—No te burles. Tengo colonia, pero solo una rociada. La idea es conquistar Osaka, no ahuyentarla —dijo mientras se secaba el cabello.
Las bromas continuaron entre risas mientras ambos se vestían. El anfitrión se miraba al espejo como si estuviera por pisar una pasarela, ajustando con esmero la corbata y alisando cada pliegue. Ryohei, por su parte, se tomaba su tiempo con el pañuelo, tratando de hacerlo lucir casual sin que pareciera descuidado.
—¿Qué tal? —preguntó Kenji, girando con una pose que bien podría haber salido de una revista de moda.
El médico lo miró de arriba abajo con fingida solemnidad.
—Si el plan es impresionar al portero del Cabaret Grand, creo que vas armado hasta los dientes.
—Obvio. Pero tú… tú vas a robarte las miradas. Con ese traje, hasta el más guapo de Osaka se pondría celoso.
—Si soy el centro de atención, será por tener el aguante de pasar toda la noche contigo —replicó su amigo, acomodándose el dobladillo de la chaqueta.
Kenji soltó una carcajada y se acercó al espejo, peinando su cabello hacia atrás con una precisión casi obsesiva.
—Admítelo, sin mí estarías saliendo en chándal y bufanda de colegio. Yo elevo tu nivel, hermano.
—Claro. Y mañana me prestas tu desodorante y me haces la cama también.
—Solo si prometes no arruinar la reputación de ambos esta noche.
Ambos estallaron en risas. Cuando terminaron de arreglarse, se miraron mutuamente en el espejo. Por un instante, la atmósfera cambió: no solo era una salida, era una noche que marcaría un punto de quiebre, aunque aún no lo sabían.
Ryohei le dio una palmada en el hombro a su mejor amigo.
—Listos para conquistar Sotembori… o morir en el intento.
Kenji sonrió.
—Yo prefiero lo primero. Pero si morimos, al menos que sea con estilo.
Con eso, salieron del apartamento, la noche esperándolos como un escenario iluminado solo para ellos.
El tren se detuvo con un leve suspiro metálico. Apenas se abrieron las puertas, una ráfaga de aire tibio, cargado de aromas y sonidos, los envolvió como una bienvenida personalizada. Sotembori no era solo una ciudad: era un espectáculo.
Luces de neón se reflejaban en el río, vibrando al ritmo de la vida nocturna. Puestos callejeros chisporroteaban con yakitori, takoyaki y dulce de poroto rojo. El bullicio era distinto al de Kamurocho: menos agresivo, más teatral.
—Definitivamente… Osaka juega en otra liga —murmuró el menor de los Tachibana, deteniéndose por un instante mientras el reflejo de los carteles brillaba sobre sus pupilas.
Su amigo, caminando unos pasos adelante, se giró con una sonrisa tan amplia como segura.
—Y eso que aún no llegamos al plato fuerte. Vamos, elegante misterioso, que esta noche no se va a escribir sola.
Avanzaron entre risas por las calles coloridas de Sotembori, sorteando turistas, estudiantes ruidosos, músicos callejeros y una pareja de salarymen ya medio ebrios. La ciudad parecía latir. Cuando doblaron una esquina, el resplandor dorado del Cabaret Grand se impuso ante ellos como un templo del exceso.
La fachada era majestuosa, exagerada, como si el edificio se empeñara en demostrar que allí se vivía algo más que una simple noche. Luces rojas y doradas se combinaban con cristales tallados, y una alfombra carmesí subía por las escaleras como una lengua de fuego.
Ryohei se detuvo un segundo. Tragó saliva.
—Esto… no se parece en nada a lo que imaginé —admitió, alisando instintivamente su chaqueta.
—Bienvenido al infierno con moños de terciopelo —susurró su acompañante, dándole una palmada en el hombro—. Y recuerda, actúa como si vinieras aquí todos los fines de semana.
El joven de traje azul bufó, pero no disimuló la sonrisa mientras se acercaban a la entrada. El portero —alto, inexpresivo, impecable— les hizo una leve reverencia. Al cruzar las puertas, la música suave los envolvió como un velo.
Candelabros de cristal colgaban sobre mesas circulares iluminadas con velas tenues. Cortinas de terciopelo rojo separaban secciones privadas, y el suelo, pulido hasta brillar, reflejaba los pasos de los camareros como si caminaran sobre agua. El aire olía a perfume caro, alcohol importado… y algo más. Glamour.
—Este lugar tiene más brillo que el altar de una boda —murmuró el joven aspirante, observando cada rincón mientras avanzaban detrás de una anfitriona vestida de negro.
—Shh. No digas eso muy alto, o nos terminan casando esta noche —respondió Kenji, ajustando su corbata.
La anfitriona los condujo con pasos gráciles hasta una mesa junto al escenario. Les dedicó una reverencia precisa.
—Esta es una de nuestras mejores mesas. Enseguida una de nuestras chicas los acompañará. ¿Desean algo de beber?
—Whisky para mí —dijo el de traje negro, tomando asiento sin perder su sonrisa.
Ryohei, más contenido, se sentó en silencio, pero antes de que la anfitriona se alejara, la llamó con una cortesía que bordeaba la elegancia.
—Disculpe… ¿sería posible solicitar una anfitriona específica?
La mujer se detuvo, sorprendida, pero no perdió la compostura.
—Dependerá de quién sea —respondió, en tono amable.
—Kyomi —dijo el chico sin titubear.
La anfitriona mantuvo una pausa apenas perceptible. Sus ojos parecieron analizarlo por un instante, como si midiera el pasado detrás de ese nombre.
—Un momento, por favor.
Se alejó con la gracia de una bailarina, dejando un leve eco de perfume a gardenia.
Kenji se giró inmediatamente hacia su amigo, inclinándose sobre la mesa como si intentara no perder ninguna sílaba.
—¿Y si no nos reconoce? ¿O peor aún, si sí lo hace y nos echa a patadas?
—Prefiero que nos eche con una bofetada a que no se acuerde de nosotros —respondió el menor Tachibana, jugueteando con el borde del vaso vacío frente a él—. Pero tengo el presentimiento de que sí lo hará.
Ambos se acomodaron en sus asientos, intentando parecer tranquilos mientras la tensión se instalaba entre los candelabros.
La banda al fondo comenzaba una nueva melodía, suave, con acordes de piano y saxofón. El murmullo del salón era como una coreografía de voces y risas, y sin embargo, para Ryohei, todo parecía ralentizarse. Por primera vez en mucho tiempo, sintió algo parecido al vértigo.
Kenji dio un golpecito con los dedos sobre la mesa.
—Ryo, hermano… pase lo que pase esta noche, gracias por venir.
El aludido levantó la vista y asintió, sin palabras. Porque lo entendía. No se trataba solo de nostalgia, ni de glamour. Se trataba de cerrar un ciclo… o abrir uno nuevo.
De pronto, unos pasos firmes se acercaron desde detrás de la cortina roja.
Una figura femenina emergió con elegancia medida. Su vestido aguamarina se movía como un río al andar, capturando la luz del salón con cada curva sutil. El cabello oscuro, recogido en una coleta alta, dejaba caer ondas suaves sobre sus hombros, enmarcando un rostro que aún conservaba la chispa juvenil de los días de secundaria… aunque ahora, con un aura mucho más sofisticada.
Sus ojos claros, vivos como siempre, recorrieron la mesa con atención hasta detenerse en los dos jóvenes. Por un segundo, pareció dudar. Y luego sonrió.
—No me lo puedo creer… —dijo Kyomi, con un tono entre sorpresa y ternura—. ¿Son ustedes o estoy alucinando por el cansancio?
Ryohei se levantó ligeramente y le hizo un gesto cordial.
—No estás alucinando. Somos reales… aunque admito que parecemos sacados de un anuncio de colonia cara.
Kenji se puso de pie también, sonrojado y nervioso como en sus años de instituto.
—Hola, Kyomi… —dijo, rascándose la nuca.
Ella dejó escapar una risa suave mientras se acercaba a la mesa, su expresión iluminada por la emoción.
—Vaya… cuánto tiempo ha pasado. Están irreconocibles. Bueno, casi —añadió con picardía, dirigiendo una mirada significativa a su ex compañero de curso.
—Yo no cambié tanto —replicó Ryohei, volviendo a sentarse—. Él sí. Ahora hasta plancha la ropa. Increíble, ¿no?
—¡Ryo! —protestó Kenji, visiblemente avergonzado.
La joven anfitriona rió con naturalidad y se acomodó entre ellos, tomando asiento justo al centro de la mesa. Desde allí, cruzó las piernas con elegancia y apoyó suavemente los codos sobre la superficie, girando un poco el cuerpo hacia el escenario sin perder de vista a sus amigos.
Su posición la colocaba justo entre ambos, creando un triángulo perfecto de complicidad, como si el tiempo no hubiera pasado desde sus días de escuela.
—Siempre igual ustedes dos. Me hacen sentir como si el tiempo no hubiera pasado… aunque, honestamente, ahora parecen adultos de verdad. Me alegra verlos así.
—Cuando supo que trabajabas aquí, este loco dijo que teníamos que venir sí o sí —añadió el joven, lanzándole una mirada burlona al que estaba a su lado—. Incluso limpió su apartamento. Eso ya te dice algo.
—¡Eso no tiene nada que ver! —se defendió Kenji—. Solo quería… bueno, saber si seguías bien. Eso es todo.
Kyomi se cruzó de brazos, fingiendo dudar.
—Hmm… no sé si creerte. Pero te lo perdono por el esfuerzo. Aunque les advierto: hoy los pondré a prueba.
—¿A prueba? —preguntó Ryohei, curioso.
—Quiero ver si son los mismos que me hacían reír en la secundaria… o si ahora solo hablan de medicina y bibliotecas.
El aludido alzó su copa vacía.
—¿Nos pruebas con una botella? Porque en eso sí hemos mejorado.
La anfitriona sonrió y alzó una mano, llamando al camarero con gesto seguro.
—Como es tu cumpleaños atrasado, Ryo, la primera botella corre por mi cuenta. Pero solo esta. El resto… bueno, que lo pague el médico o el aspirante a magnate.
Kenji abrió la boca con fingida indignación.
—¡Oye! ¿Y mi presencia carismática no cuenta como moneda de cambio?
—Tal vez para robar corazones, pero no para pagar champán —replicó ella con una carcajada.
El camarero sirvió la bebida con precisión. Copas alzadas, burbujas ascendiendo, promesas silenciosas flotando entre el cristal.
—Brindemos —dijo Kyomi—. Por el reencuentro, las memorias compartidas… y por ti, Ryo, que sigues siendo un terremoto elegante.
—¡Salud! —repitieron los tres, chocando suavemente las copas.
El champán, frío y burbujeante, bajó con facilidad. El calor del alcohol se mezcló con la calidez del momento.
—Está bueno… —comentó Ryohei, mirando la etiqueta con desconfianza—. ¿Seguro que esto no nos va a arruinar el bolsillo?
—Es el más barato del Grand. Solo cuesta cien mil yenes —respondió Kyomi, encogiéndose de hombros.
Kenji se atragantó en silencio. Su amigo lo miró con pánico disimulado.
—Ah… bueno… qué generosa —balbuceó, soltando una risa nerviosa.
Kyomi apoyó un codo sobre la mesa y tomó su copa con un gesto fluido, tan natural como refinado.
—Majima-san insiste en que si un cliente entra aquí, tiene que vivir una noche inolvidable. Elegimos cada licor como si fuera una obra de arte.
—¿Majima-san? ¿Él está aquí? —preguntó el acompañante de Ryohei.
—Es el dueño, claro. Siempre anda cerca, aunque no lo vean. Y si algún cliente se pasa de listo… créanme, no vuelve a intentarlo. Pero conmigo, siempre ha sido generoso. Él sabe que quiero ser actriz, y me ha dado más consejos de los que podría pedir.
El menor Tachibana asintió con respeto.
—Entonces, estás donde debías estar.
—Lo intento —respondió ella, sin vanidad, pero con convicción—. Y ahora ustedes también. Después de todo, los dos solían sentarse conmigo en el descanso para repasar guiones de teatro escolar… y ahora están aquí, bebiendo champán.
Kenji se rió.
—Bueno, tú eras la estrella. Nosotros solo ayudábamos a cargar las cajas.
—Sí… pero ustedes eran mi escenario favorito —dijo la chica, más bajo, con sinceridad.
Meseros cruzaban con bandejas de licores carísimos, risas discretas llenaban el aire, y el Grand parecía latir al ritmo de su propia leyenda.
En medio de todo ese mundo ajeno, Ryohei se sintió extrañamente en casa. Quizá era la calidez del reencuentro, el ritmo de la música o el modo en que Kyomi reía como si el tiempo no hubiera pasado. Dudó un segundo, con la copa aún en la mano. El calor del champán anterior persistía en su garganta, como si algo dentro de él le susurrara que la noche merecía una segunda ronda.
Entonces alzó la mano y pidió otra botella del mismo champán.
No todos los días se recuperan recuerdos perdidos en un brindis.
El joven de la coleta lo miró con una mezcla de sorpresa y diversión, su sonrisa reflejando orgullo y entusiasmo.
—¿Y eso que querías irte temprano? —comentó en tono burlón—. Nunca pensé que te animarías a invitar.
El aludido le lanzó una mirada de fingida exasperación, aunque sus labios no pudieron evitar curvarse en una sonrisa.
—Cállate… Solo por esta vez usaré el dinero de mi hermano. La verdad, la estoy pasando tan bien que no quiero que la noche termine.
Los tres rieron mientras el mesero regresaba con lo solicitado. Ryohei, sirviendo las copas, comentó que debían pedir algo de comida si no querían acabar demasiado ebrios, especialmente Kenji, a quien describió —con toda la naturalidad del mundo— como “un bulto con patas” cuando bebía más de la cuenta.
—Pues espero que tengas fuerza hoy, porque no pienso contenerme —respondió el otro con una risa despreocupada, alzando su copa como si ya estuviera celebrando.
La atmósfera del Cabaret Grand seguía vibrando en su máximo esplendor. Las hostess se movían como piezas de un engranaje perfectamente aceitado: risas suaves, miradas estratégicas, frases ensayadas. La música en vivo agregaba una elegancia envolvente, mientras los meseros desfilaban con bandejas repletas de licor más fino. Algunos clientes, ya ebrios de poder o alcohol, lanzaban billetes al aire con un entusiasmo que rozaba la vulgaridad.
Kyomi, aunque acostumbrada al espectáculo, miraba con cierto recelo. No era su estilo competir por billetes lanzados al azar, y mucho menos hacerlo frente a sus antiguos compañeros. Su presencia la hacía sentirse más observada, más expuesta... pero también más protegida.
El aspirante a médico notó su expresión, apenas un matiz sutil en su sonrisa, y también desvió la mirada hacia la pista. La extravagancia de algunos clientes le parecía excesiva, fuera de lugar. Pero su atención fue capturada por algo más inquietante.
Un hombre de unos cincuenta años cruzó la entrada del local con paso seguro. Su traje gris estaba perfectamente planchado, su camisa blanca inmaculada, y la corbata mostaza parecía gritar a propósito entre tanto rojo y dorado. Lo acompañaba un joven de mirada despierta y voz educada, probablemente un anfitrión.
—Wow… —exclamó el cliente al mirar a su alrededor—. Este lugar es increíble. Ni siquiera en Tokio he visto algo como esto.
—Es el club más exclusivo de la región —respondió el acompañante con una sonrisa ensayada—. Un viaje a Sotenbori sin pasar por el Grand es como un takoyaki sin pulpo, ¿me entiende?
Ambos subieron por las escaleras al nivel superior. El anfitrión le explicaba detalles sobre el servicio mientras esquivaban la mirada de algunas chicas que buscaban captarlos.
—Y dime… ¿este sitio es seguro? —preguntó el hombre, bajando un poco la voz—. No me digas que no has notado ciertas presencias. Ya sabes… los de siempre.
—No se preocupe. Aquí, todos saben quién es el verdadero señor de la noche. Mientras respete las reglas, usted está más que seguro —respondió el muchacho con acento de Kansai, sin dejar de sonreír.
El menor Tachibana alcanzó a escuchar la mención de la Alianza Omi, y aunque intentó seguir conversando con sus amigos, una parte de él se tensó. Sabía lo justo sobre la rivalidad entre la Omi y el clan Tojo como para que esas palabras le parecieran una advertencia sutil.
Mientras tanto, en su mesa, la conversación continuaba entre risas y recuerdos de juventud.
—Entonces, le lancé un pase que cualquiera podía atrapar… ¡pero este idiota tropezó solo! —relató Kenji, haciendo gestos dramáticos con las manos—. Fue como ver a un cervatillo recién nacido intentando caminar.
—Tal vez no sea bueno en deportes, pero te dejé humillado en karaoke —replicó el otro, bebiendo con calma.
—¿En serio? —preguntó Kyomi, entre risas—. ¿Y tú, Ryo, piensas entrar a un dojo? Con ese historial, creo que necesitas primero aprender a no tropezarte con tus propios pies.
—¡Oh, vamos! No empecemos todos contra mí —protestó el aludido, aunque su sonrisa lo delataba—. Además, el estilo de combate del karaoke no lo domina cualquiera.
Kenji alzó su copa con un gesto burlón.
—Brindemos por eso. El primer artista marcial cuya arma es una canción de amor mal entonada.
Rieron los tres, ajenos por un momento a las tensiones ocultas entre las luces y los murmullos del cabaret. Pero, sin saberlo, la noche se acercaba a un giro inesperado, y lo que parecía una velada de reencuentros y bromas amistosas, estaba a punto de mezclarse con la peligrosa red que tejía lentamente su entorno.
La conversación continuaba animada hasta que, de pronto, la música se interrumpió con un chirrido eléctrico. Un silencio incómodo cayó sobre el cabaret, como si el aire se congelara. Entonces, un grito cortó la atmósfera como una navaja.
—¡Hey! ¡Ya basta! —protestó una hostess, luchando por zafarse del abrazo de un cliente ebrio.
—¡Otra vez no...! —murmuró Kyomi, frunciendo el ceño—. Es el tercero esta semana.
—Me estoy dejando una fortuna aquí, preciosa —balbuceó el sujeto, con la voz pastosa y los ojos vidriosos—. Déjame tocar un poco. Te está gustando, ¿verdad?
—¡Por supuesto que no, imbécil! —gritó la chica, forcejeando.
Un mesero se acercó con la elegancia contenida que requería la situación.
—Señor, este club tiene una política clara: no se permite el contacto físico con las anfitrionas —dijo con firmeza y sin perder la compostura.
Pero el hombre no escuchaba. El alcohol lo empujaba a la arrogancia.
—¿Política? ¡Pff! ¡Me están vaciando la cartera! —bramó, antes de empujar al empleado con violencia. Este cayó al suelo, desatando un murmullo de alarma generalizado.
El ambiente se tensó al instante. Algunas anfitrionas se alejaron discretamente, los clientes se giraron hacia la escena con expresiones de incomodidad, y la música seguía ausente, como si el mismo cabaret contuviera el aliento.
Kenji bajó su copa lentamente, su expresión cambiando.
—Esto se va a descontrolar…
—¿Ahora te preocupa? —respondió su amiga, sin alterarse—. Te dije que aquí el jefe se encarga personalmente de los problemas.
—¿Crees que aparezca? —preguntó el de traje azul, tensando la mandíbula.
Kyomi sonrió con calma y asintió hacia el nivel superior.
—No lo creo… estoy segura. Ya viene.
Desde lo alto de las escaleras, una figura emergió entre sombras doradas y luz roja. No caminaba, descendía como un demonio elegante al compás del silencio, mientras todos los ojos se giraban hacia él.
El aire cambió. Como si las luces hubieran bajado solas, o el tiempo se hubiera detenido solo para verlo.
Goro Majima bajaba los escalones con paso firme y cadencioso. Vestía un traje negro de satén que absorbía la luz, una camisa blanca inmaculada y un corbatín a juego. Su parche en el ojo izquierdo brillaba tenuemente bajo la luz del candelabro, y su cabello peinado hacia atrás le daba un aire de precisión letal.
Sus zapatos resonaban sobre los escalones como golpes de tambor: elegantes, pero con la amenaza de la guerra latente.
Una host murmuró:
—El jefe…
Y todos lo supieron. Majima había llegado.
Los clientes se apartaron sin necesidad de palabras. El cabaret entero parecía inclinarse ante su presencia, como si el mismísimo Sotenbori contuviera el aliento. El hombre ebrio, aún con la mano sobre la hostess, apenas alcanzó a girar la cabeza cuando el recién llegado se detuvo a unos pasos de distancia.
—¡Ahí está…! —murmuró la joven, con una mezcla de orgullo y respeto—. Goro Majima. Nuestro jefe.
Ryohei no podía apartar la vista. Aquella figura tenía algo más allá del poder físico; era magnética, peligrosa y fascinante.
—Ese tipo… —dijo en voz baja—. Tiene presencia de verdad.
Kenji asintió, boquiabierto.
—Nunca había visto a nadie como él…
—¿Tú crees? —preguntó Kyomi con una sonrisa ladeada, como si hubiera estado esperando esa reacción.
El joven de traje azul tragó saliva, su pulso acelerado por la intensidad del momento.
—Sí… se nota. Él no necesita alzar la voz para hacerse respetar.
El jefe del Grand, aún sin hablar, observó al cliente con una sonrisa torcida, esa sonrisa que mezclaba locura y elegancia, como un filo de navaja envuelto en terciopelo. El caos estaba por estallar, pero de forma tan impecable… que sería inolvidable.
La tensión era tan densa que parecía cortar el aire. La confrontación entre el hombre ebrio y el mesero había trastocado la armonía del cabaret, y ahora todo el lugar guardaba silencio, conteniendo el aliento. El cliente, todavía rojo por la ira y el alcohol, tambaleaba mientras lanzaba miradas desafiantes, primero al camarero... y luego a la figura que se interponía ahora entre él y su presa.
—¿Qué demonios...? ¿Un guardia o algo así? —balbuceó, confundido por la presencia del jefe.
El anfitrión no respondió de inmediato. Se limitó a observarlo, con una calma tan absoluta que rozaba lo aterrador. Su expresión era la de alguien que conoce perfectamente las consecuencias de cada palabra, cada gesto.
—Un error común —dijo al fin, con voz suave, casi como si hablara de una lección repetida demasiadas veces.
—¿Ah, sí? ¿Y tú quién demonios eres? —insistió el sujeto, más incómodo que desafiante.
—Oh, mis disculpas... —el hombre hizo una pausa deliberada, casi teatral—. Soy el director de este cabaret. Goro Majima.
El cliente entrecerró los ojos con desdén.
—¿Así que tú eres el director? —preguntó con sorna, evaluándolo con una mezcla de burla e incredulidad—. ¿Este lugar es tan desesperado que tiene a un yakuza a cargo?
El anfitrión inclinó la cabeza apenas unos grados, manteniendo una sonrisa educada, casi paternal.
—Lamento que mi apariencia le dé esa impresión, señor. No soy más que un civil dedicado a brindar el mejor servicio posible.
Su tono era tranquilo, respetuoso. Pero había una tensión subyacente en cada sílaba. Como si las palabras se apoyaran sobre una navaja.
—Ahora bien… —continuó, sus ojos tornándose más fríos—. Le pido que evite cualquier comportamiento que incomode a nuestras chicas o al resto de los clientes.
—¿Y si no lo hago? —espetó el hombre, dando un paso al frente—. ¿Qué vas a hacer, director?
Desde su mesa, el trío observaba en un silencio tenso. El cabaret entero parecía suspendido, las miradas clavadas en Majima. Incluso la banda había dejado de tocar.
—¿O esa estúpida cara tuya forma parte del espectáculo? —bramó el hombre, elevando la voz hasta romper el aire.
Majima no parpadeó. No se inmutó.
—El cliente… siempre tiene la razón—dijo por fin, con un tono que no era servil, sino desafiante en su propio lenguaje.
Una risa amarga brotó del provocador. Miró alrededor, tomó una botella medio llena de una mesa cercana y la alzó con una sonrisa torcida.
—Entonces toma esto, “Señor” del Cabaret” … —Y sin más, vertió el licor sobre la cabeza del anfitrión.
El líquido cayó en una cascada, empapando su cabello, su rostro, su impecable traje negro. Goteó por su cuello, chorreó por sus mangas, manchó sus zapatos. Pero el jefe… no se movió. No se sacudió. No dijo una palabra.
Su figura permanecía inmóvil, el rostro completamente sereno, como si la provocación no existiera. Pero sus ojos. Sus ojos hablaban.
Desde la mesa, Kenji se incorporó medio segundo, tenso.
—¿Es en serio...? ¡Ese imbécil le echó encima una botella entera! —gruñó, apretando los dientes.
—Tranquilo —dijo su amigo, su voz baja, afilada—. No lo provoques más. Esta ya no es nuestra pelea.
—No es solo contra Majima-san —añadió la anfitriona, con una frialdad contenida—. Este hombre no vino a beber. Vino a medir hasta dónde puede estirar la cuerda… y a quién arrastra consigo cuando se rompa.
El de coleta frunció el ceño.
—¿Qué quieres decir?
—Míralos —susurró Kyomi, señalando con la mirada a los demás clientes.
Algunos reían nerviosos. Otros cuchicheaban, tensos. Algunos miraban con morbo, esperando el escándalo.
—Este hombre está tentando los límites. Sabe que si Majima reacciona mal, todos pierden… y él gana.
—Está jugando con fuego —murmuró Ryohei—. Y lo peor es que sabe exactamente dónde prender la chispa.
Su acompañante se recostó en su asiento y cruzó los brazos, conteniendo un comentario.
—Ese tipo no quiere pelea… Quiere espectáculo.
El silencio volvió a reinar. Majima se llevó una mano al rostro, quitándose lentamente las gotas de licor que descendían por su barbilla. Luego se acomodó el traje con precisión, como si solo se hubiera ensuciado con lluvia.
Y entonces, el anfitrión dio un paso al frente.
El agresor, aún con la botella en la mano, retrocedió instintivamente, como si algo en el aire —algo invisible pero innegable— hubiera cambiado. Pero pronto recuperó su arrogancia, esbozando una sonrisa torcida mientras contemplaba su “obra”.
El jefe del cabaret estaba completamente empapado. El licor resbalaba por su rostro, goteaba desde su mentón y empapaba su traje con lentitud ceremonial. Y sin embargo… seguía erguido. Inmóvil. Como una figura esculpida en mármol.
El ambiente se volvió opresivo. Incluso los murmullos habían desaparecido.
—¿Y bien? —espetó el otro, alzando la voz—. ¿Te gusta la benevolencia de tu señor?
Majima ladeó apenas la cabeza. Su sonrisa era leve. Su mirada, más afilada que un bisturí.
—Es muy amable de su parte, señor —respondió finalmente, con voz suave, casi agradecida—. Siempre dije que esta marca era fantástica… y, mire usted, soñar con bañarme en ella parecía exagerado.
Se limpió el rostro con el dorso de la mano, sin perder el tono socarrón.
—Gracias por cumplir uno de mis más absurdos deseos. De veras. Estoy emocionado.
Desde la mesa, Kenji soltó una risita nerviosa.
—¿“Bañarse en licor”? Este tipo está loco… —murmuró, boquiabierto—. Pero elegante. Muy jodidamente elegante.
—No está loco —susurró Kyomi, sin apartar la vista—. Está en control. Como siempre.
El menor Tachibana asintió apenas, apoyando el brazo en la mesa.
—Pero el otro no lo está. Mira sus manos.
El cliente apretaba la botella como si fuera una extensión de su rabia. El comentario burlón, la pasividad, la ausencia total de miedo… todo eso le estaba carcomiendo el ego.
—¿¡Te crees muy gracioso, verdad!? —gritó, temblando de furia—. ¡Tienes agallas!
Y en ese mismo instante, alzó la botella y cargó contra Majima.
—¡Eh! ¡Oye! —saltó Kenji en su asiento, sobresaltado.
Pero el anfitrión ya se movía.
Sin apuro, sin aspavientos. Dio un paso lateral, con la ligereza de una hoja flotando en el viento. El golpe pasó de largo, rasgando el aire donde su cabeza había estado segundos antes.
El cabaret contuvo la respiración.
El agresor, frustrado, lanzó un segundo ataque. Luego otro. Y otro más. Cada vez más torpe. Más rabioso. Como un toro ciego en un salón de espejos.
El jefe del Grand danzaba a su alrededor. Apenas inclinando el cuerpo. Un giro aquí, una media vuelta allá. Todo con la calma de alguien que había coreografiado esto hace días.
El otro aspirante silbó con admiración.
—¿Practica esto en su tiempo libre o qué?
—No necesita practicarlo —dijo Kyomi, con una media sonrisa—. Este es su ritmo natural.
—Está bailando con un idiota —comentó el menor Tachibana, cruzando los brazos—. Y lo está haciendo parecer arte.
El cliente, jadeando, dio un último intento: un golpe frontal, desesperado.
Majima lo esquivó con un giro elegante, y al pasar por detrás del agresor, extendió una mano con precisión quirúrgica. Le presionó un punto exacto en la espalda baja.
No fue violento. Fue humillante.
El hombre cayó de rodillas. Su respiración agitada. La botella rodó por el suelo. Y el silencio volvió a llenar el lugar.
El anfitrión alisó su chaqueta con firmeza. Se acercó al micrófono del escenario, lo tomó entre los dedos como si arrancara una flor… y habló con una sonrisa afilada.
—Señores clientes… el Cabaret Grand agradece su visita. Pero recordamos que nuestras damas no están en el menú. Si desean pagar por espectáculo, yo me encargo.
La sala estalló en aplausos. Algunos de tensión liberada. Otros de puro espectáculo.
Ryohei se apoyó en el respaldo, exhalando despacio.
—Ahora entiendo por qué le llaman "El Señor de la Noche".
—Y eso fue sin ensuciarse las manos —añadió su amigo, aún con los ojos abiertos.
Kyomi alzó su copa, con una sonrisa orgullosa.
—Goro Majima. Nadie más podría manejar un cabaret así.
El de traje azul no apartaba los ojos del anfitrión. Aunque su rostro reflejaba tranquilidad, un leve suspiro escapó de sus labios. Confiaba en él, pero no dejaba de preguntarse hasta dónde llegaría esta escena antes de que el director del Grand decidiera actuar.
Majima dio un paso al frente, sacudiendo el silencio como si fuera polvo en el aire.
—Mi buen señor… —empezó con su tono habitual, cortés y afilado—. ¿Debo repetirle mi petición anterior o ya ha tenido suficiente diversión por esta noche?
El hombre, aún tambaleante por el alcohol, lo miró con desdén.
—¿¡Entonces qué es lo que harás, eh?! —espetó, frustrado por no poder quebrar la compostura del anfitrión—. ¡¿O crees que solo porque tienes esa cara de matón todos van a obedecerte!?
El anfitrión ladeó ligeramente la cabeza, y su sonrisa se amplió apenas, como si aquello fuera justo lo que esperaba.
—Si eso es lo que desea… —dijo con una calma casi musical, antes de girarse hacia la banda del escenario y levantar una mano—. ¡Denle con buen ritmo!
El acento de Kansai resonó en todo el cabaret justo antes de que la música estallara. Las trompetas, las percusiones, el piano: una melodía animada, casi festiva, se apoderó del lugar. El contraste era tan absurdo como desconcertante.
—¿Qué demonios está pasando ahora? —murmuró Ryohei, acercándose a su amigo.
—No tengo idea —respondió este, con una sonrisa incrédula—, pero juro que esto va a ser memorable.
Majima seguía inmóvil, la música elevando la tensión mientras su voz retomaba el centro del escenario.
—Mi señor —repitió, como si estuviera presentando una ópera—, si tanto insiste en que me pase de los límites…
Una pausa. La música marcó un cambio de compás.
—Yo, Majima… seré su compañero de baile.
Kenji silbó entre dientes.
—Esto es glorioso. Solo falta que saquen un foco desde el techo y lo iluminen como en un musical.
Kyomi soltó una risita, sin poder evitarlo.
—Lo más ridículo que he visto… pero también lo más brillante.
El menor Tachibana tamborileó los dedos sobre la mesa, sin dejar de observar.
—Esto puede terminar muy mal —murmuró.
La banda subió el ritmo, envolviendo el salón en una cadencia que parecía dictar el destino mismo.
Majima dio un par de pasos más. La tensión alcanzó su punto más alto… y entonces, se detuvo.
—Sin embargo —dijo, bajando la voz hasta convertirla en un susurro con filo—, no levantaré mis manos. Ni usaré la fuerza contra usted.
Su mirada se clavó como una daga en el hombre, que, por primera vez, retrocedió un paso.
El anfitrión sonrió, con esa mezcla de cortesía e ironía que solo él sabía usar.
—Después de todo… el cliente siempre tiene la razón ¿no?
Las palabras resonaron con una calma tan afilada que cortó el aire del cabaret. La música continuaba, como si acompañara de forma irónica el duelo de voluntades. Todos los presentes contenían el aliento. El ambiente entero era una cuerda tensa a punto de romperse.
El provocador temblaba de furia, incapaz de soportar la humillación.
—¡¿Aún con esa mierda?! —gritó, su rostro encendido—. ¡Maldito listillo!
Pero Majima no se inmutó. La misma sonrisa tranquila permanecía en su rostro, casi desafiante. Su serenidad, lejos de apaciguar, alimentaba el fuego del hombre.
—Muy bien… ¡es hora del espectáculo! —declaró, justo cuando la música subió de ritmo.
El agresor se lanzó con torpeza, la botella en alto. Majima se deslizó a un lado con la gracia de un bailarín, esquivando cada golpe como si supiera de antemano dónde caería.
—Esto es increíble… —murmuró Kenji desde su asiento—. Parece que está bailando con él.
—No solo eso —añadió su amigo—. Lo está ridiculizando sin siquiera tocarlo.
Con un gesto preciso, el anfitrión atrapó el brazo del agresor y lo giró, haciendo que soltara la botella. Esta cayó al suelo con un seco “clac”. Majima retrocedió un paso, intacto, su postura impecable.
—Eso fue tan limpio que parece que lo ensayó —comentó Kenji, riendo por lo bajo.
Kyomi cruzó los brazos, relajada.
—Eso es Majima-san… siempre elegante incluso cuando te destruye.
El aspirante a médico seguía absorto.
—Está claro que no va a dejar que ese tipo se salga con la suya…
El otro jadeaba, vencido por su propio cansancio. Pero el orgullo herido no lo dejaba ceder. Vio la botella caída, se agachó, y sus ojos se clavaron en un picahielo sobre la mesa más cercana.
Una chispa peligrosa cruzó su mirada.
—Esto está yendo demasiado lejos… —murmuró Ryohei.
—¿Va a usar eso? —soltó Kenji, alarmado.
La anfitriona no despegaba los ojos del hombre, aunque su voz se mantuvo serena.
—Majima-san lo tiene medido… Pero sí, esto ya pasó el punto de no retorno.
La chica que había sido acosada retrocedió, horrorizada, mientras el atacante tomaba el picahielo.
—¡Cuidado! —gritó un mesero, al darse cuenta.
El agresor levantó el arma improvisada y cargó.
—¡Déjenme en paz! —vociferó, con una voz que mezclaba desesperación y rabia.
Pero Majima ni se movió. Esperó… y en el instante justo, giró sobre sí mismo. Un simple desvío, una torsión mínima, y el hombre fue proyectado al suelo.
El picahielo voló de sus manos.
El silencio cayó como una losa.
El anfitrión recogió el objeto con calma.
—Por su propia seguridad, me quedaré con esto —dijo, sin elevar la voz. Ni una gota de esfuerzo en su gesto, solo control absoluto.
Aplausos estallaron. Clientes, hostess, meseros… todos rompieron el silencio con una ovación que sacudió las paredes del Grand.
Majima se inclinó apenas, elegante como un actor al final de su obra.
—Se los dije… —murmuró Kyomi, orgullosa.
—Sí, sí, claro… como si no estuvieras nerviosa —bromeó Kenji, hasta que el codo de la joven se hundió en su costado.
—¡Ay! ¡Era una broma!
El otro joven seguía en silencio, su mirada fija en Majima. No solo admiraba la escena: la analizaba. Algo en su interior había cambiado.
"¿Cómo puede alguien tener tanto control? ¿Ser tan certero, tan frío sin ser cruel?"
Al ver el semblante de su compañero, frunció ligeramente el ceño.
—¿Ryo? ¿Estás bien?
El menor Tachibana parpadeó, como si regresara de un viaje.
—Sí… solo estaba pensando.
Kyomi sonrió con picardía.
—Déjalo, Kenji. Seguro está soñando con ser tan cool como Majima-san.
—¡Cállate! —replicó el aludido, poniéndose rojo mientras desviaba la mirada, provocando las risas de sus amigos.
En el centro del cabaret, Majima se giró hacia el público y alzó una mano. El gesto fue suficiente para silenciar los aplausos.
—Su atención, por favor… —dijo con su voz grave y firme. En un instante, el bullicio desapareció.
—Como acaban de presenciar, este caballero ha violado varias normas de nuestro establecimiento, incomodando tanto a nuestros clientes como a nuestro personal.
Una pausa tensa. Los presentes lo observaban en silencio. El hombre, sujetado por dos meseros, bajó la cabeza, humillado.
—Sería razonable entregarlo a las autoridades —continuó el director del Grand, con una calma quirúrgica—. Resolveríamos el problema de inmediato, ¿no creen?
Un murmullo se extendió por el salón.
—Pero… —añadió, levantando un dedo—. En lugar de recurrir a medidas drásticas, les propongo algo diferente.
El agresor levantó la vista, desconcertado.
—¿Qué… qué quieres decir? —balbuceó, aún jadeante.
Majima lo miró directo a los ojos, sonriendo con una cortesía tan afilada como un bisturí.
—Como jefe de ventas de la Industria Farmacéutica de Sotenbori, imagino que comprende la importancia de una buena imagen pública, ¿no?
Mientras hablaba, Majima deslizó entre los dedos una tarjeta de presentación reluciente, mostrándola con una sonrisa ladeada. El nombre del hombre y su cargo estaban impresos con tinta dorada, perfectamente visibles.
El sujeto palideció al instante.
—¿Cuándo me sacaste eso...? —balbuceó, llevándose instintivamente la mano al bolsillo del abrigo.
—Digamos que tengo buen ojo… —replicó el anfitrión, sin perder el tono amable—. Le pediré un pequeño favor, como gesto de buena voluntad para reparar el daño.
—¿Favor?
—Nada tan violento como su actitud de hoy. Simplemente… invite esta ronda. Mejor aún: la noche completa. Bebidas, cuentas, todo a su cargo.
Un zumbido de asombro recorrió el local. Las hostess se miraron entre sí; los clientes sonrieron, expectantes. El sujeto tragó saliva.
—¿Eso bastará para compensar lo que hice?
—No hay mejor disculpa que una que todos puedan brindar —dijo Majima—. Y quién sabe… quizás logre convertir esta noche en un recuerdo agradable para todos.
El implicado suspiró, derrotado.
—Está bien… ¡que sea como dices! Invito todo lo de esta noche.
El anfitrión asintió, inclinándose apenas con respeto.
—Se lo agradezco, señor.
Y entonces, se volvió hacia el público.
—¡Ya lo escucharon, damas y caballeros! Esta noche, ¡las bebidas corren por cuenta de nuestro distinguido invitado!
La reacción fue inmediata: vítores, aplausos, silbidos. El Grand estalló en una euforia celebratoria. Las luces parecieron brillar más intensamente, como si el cabaret mismo agradeciera el giro inesperado.
—¡Esto es un golpe maestro! —exclamó Kenji, riendo mientras levantaba su copa.
—Majima-san siempre tiene un plan —añadió Kyomi, con una sonrisa brillante.
Ryohei, en cambio, no reía. Observaba la escena como si estuviera viendo algo más profundo que una victoria. Como si hubiera presenciado una clase maestra.
Su copa permanecía a medio alzar.
"¿Cómo puede alguien convertir un desastre en algo admirable… sin violencia, sin arrogancia?"
—Si pudiera tener una fracción de su aplomo… —susurró, apenas audible.
Su mejor amigo lo oyó y le dio una palmada en la espalda.
—Tranquilo, amigo. Quizás algún día. Pero hoy, mereces brindar como si ya lo tuvieras.
El joven finalmente sonrió. Alzó su copa y la hizo chocar suavemente con las de sus amigos.
El Grand volvió a ser un torbellino de luces, risas y brindis. Pero en la mente del futuro médico, algo había despertado. Una semilla. Un deseo.
Y mientras el espectáculo continuaba, él no pudo evitar pensar que la verdadera noche… apenas comenzaba.
Chapter 5: "El Rugido de lo Inevitable"
Summary:
En medio de una noche que prometía descanso, un llamado urgente arrastra a Ryohei a tomar decisiones rápidas con consecuencias duraderas. Con el corazón latiendo como tambor de guerra, el trayecto hacia Kamurocho se convierte en más que una simple vuelta al origen: es un descenso a lo desconocido.
Entre calles familiares y heridas que aún arden, una inesperada confrontación transforma el propio apartamento en campo de batalla. Mientras la tensión se apodera de cada rincón, secretos enterrados comienzan a agitarse bajo la superficie… como si algo —o alguien— estuviera a punto de rugir.
¿Hasta qué punto puede contenerse lo inevitable?
Chapter Text
“El Rugido de lo Inevitable”
Los vítores estallaron como una ola contra las paredes doradas del Cabaret Grand.
El tintineo de copas, el perfume del licor y el humo de los cigarros tejían una sinfonía decadente bajo las luces tenues. Aquellos reflejos cálidos se deslizaban sobre las mesas de madera pulida, mientras la banda retomaba una melodía animada que devolvía al lugar su habitual atmósfera de lujo vibrante.
El conflicto anterior parecía solo una nota dramática dentro de un espectáculo bien ensayado.
Majima se irguió sobre el escenario improvisado con su habitual elegancia desbordante, la camisa aún manchada de licor, pero su porte intacto. Alzó una mano y su voz retumbó con natural autoridad.
—¡Muchísimas gracias a todos! Estoy profundamente conmovido por la generosidad de esta noche, de todo corazón —anunció con una sonrisa ladina, mientras el aplauso continuaba—. Y si son tan amables… ¡un fuerte aplauso para el coraje de este noble caballero!
Extendió el brazo con un gesto casi teatral hacia el hombre derrotado, que apenas lograba mantener la cabeza en alto. El público lo ovacionó entre risas, y con una leve reverencia final, Majima cerró la escena con su carisma intacto.
—Ahora sí, sigan disfrutando de la velada.
El espectáculo había vuelto a su cauce.
Los tres amigos regresaron a sus asientos en medio del bullicio renovado. El cabaret vibraba con energía contagiosa, como si nada hubiera pasado. Pero ellos sabían que algo había cambiado.
Kyomi, aún con el corazón acelerado pero la sonrisa intacta, alzó la mano para llamar a un mesero.
—Tráiganos el licor más caro que tengan, por favor —ordenó con una chispa de triunfo en los ojos—. Esta noche merece ser recordada.
—¡¿Así tan rápido aprovechas la situación?! —rió Kenji, dejándose caer en el asiento—. Aunque… si es gratis, tráeme algo que solo miraría en una vitrina blindada.
—Tonto —replicó la chica, burlona—. ¿Cuántas veces en la vida un idiota millonario paga la cuenta y el jefe se luce como protagonista de cine?
—Touché… —admitió el joven bromista con una risa nasal, entrecerrando los ojos como si procesara el momento—. Supongo que nunca sabes cuándo te topas con una noche legendaria.
Ryohei, sin unirse del todo a las bromas, mantenía la mirada fija en Majima. Lo seguía con la vista mientras volvía a caminar entre mesas, charlando con naturalidad, ajeno al impacto causado.
—Insisto ¿Cómo lo hace…? —susurró, más para sí que para sus amigos.
Kenji alzó una ceja al ver su expresión ausente y le dio un empujón suave en el hombro.
—¿Ryo? ¿Todo bien? ¿Sigues impactado por el “baile del picahielo”?
El joven parpadeó, volviendo en sí. Asintió, y su voz salió con un dejo de admiración.
—Sí… es solo que… Majima-san manejó todo como si lo hubiera ensayado. Sin perder la calma. Ni un gesto de más. Hasta cuando lo empaparon, ni parpadeó.
—Y lo hizo todo con música de fondo —añadió su mejor amigo, como si narrara un anime—. Te juro que por un momento pensé que iba a cantar algo de karaoke.
Su amiga de antaño sonrió con suavidad.
—Eso fue más que talento. Fue arte escénico. Sabe cómo imponer sin ensuciarse. Una coreografía emocional perfecta… frente a un cabaret entero.
El menor de los Tachibana bajó la mirada hacia su copa vacía.
—Quiero llegar a ser así —murmuró—. No solo fuerte… sino alguien que domina el caos con claridad.
Sus amigos solo intercambiaron una mirada, sorprendidos por la honestidad en su tono. No dijeron nada, pero el respeto en sus expresiones era evidente.
En ese momento, el mesero volvió con una botella de cristal tallado. Su contenido ámbar brillaba con promesas de decadencia y sofisticación.
—Aquí tienen, señorita. Nuestro licor más exclusivo —anunció con una reverencia.
Kyomi giró el tapón con una elegancia casi ensayada y sirvió las copas con pulso firme.
—Brindemos —propuso, alzando la suya—. Por las noches que nos cambian. Por las lecciones inesperadas. Y por Majima-san, el hombre que convirtió un desastre en un espectáculo.
Kenji levantó la suya de inmediato.
—¡Salud! Por el mejor show gratis que he visto en mi vida.
Ryohei sostuvo la copa por un segundo más, dudando. Recordó cómo esa noche había empezado con bromas y risas, y cómo ahora todo tenía un peso distinto. Entonces, alzó la copa, lento.
—Por el control… y por lo que aún nos falta aprender.
Las copas chocaron suavemente. En medio del humo, las luces tenues y la música que seguía flotando como un hechizo, los tres amigos bebieron en silencio. Y mientras el Cabaret Grand volvía a su danza habitual, una certeza crecía silenciosa en su pecho: esa noche había cambiado algo en él.
El cristal tintineó, los tres bebieron, dejando que el sabor complejo del licor más exclusivo del Grand se deslizara como fuego suave por sus gargantas. El de traje azul apenas probó el licor. Se quedó con la copa entre los dedos, los ojos clavados en Majima, que seguía desplazándose entre las mesas con su usual dominio.
—Ahí viene… —susurró Kyomi, inclinándose apenas hacia sus amigos—. Majima-san.
Ambos giraron al unísono, justo cuando la figura inconfundible del “Señor de la Noche” se acercaba con paso seguro. Su silueta aún empapada por el licor, lejos de restarle dignidad, lo hacía parecer un actor saliendo del clímax de una obra impecable. Sonreía, pero sus ojos no dejaban de observar.
—Kyomi-chan —dijo, con su tono inconfundible, mezcla de amabilidad y amenaza sutil—. ¿Disfrutando del show?
—Muchísimo. El cabaret nunca ha brillado tanto —respondió ella con una sonrisa que mezclaba respeto y afecto.
El hombre del parche en el ojo asintió, su mirada ya saltando hacia los otros dos rostros.
—Y ustedes, caballeros. ¿Lo están pasando bien?
—Sí, señor. Muchas gracias —respondió Ryohei con una reverencia breve, imitada por Kenji.
La hostess aprovechó la pausa para intervenir, en tono ágil.
—Permítame presentarlos. Ellos son amigos de mis años de secundaria. Él es Kenji Shirakawa, y él —dijo con una leve sonrisa— es Ryo Tachibana.
—¿Tachibana? —repitió Majima, arqueando una ceja. Su voz bajó una octava, su tono volviéndose más contemplativo.
El aludido se aclaró la garganta, algo incómodo.
—En realidad, mi nombre completo es Ryohei Tachibana. Ryo es solo un apodo.
—Hmm… —el dueño del Grand cruzó los brazos, pensativo—. Tachibana, Tachibana… ese apellido suena a historia. ¿Debería preocuparme?
El joven abrió la boca, sin embargo, su amiga lo interrumpió con una sonrisa diplomática.
—Ellos van a estudiar medicina, Majima-san. Así que nada de problemas. Solo buenas intenciones… y sueños grandes.
Majima rió entre dientes. Luego, sus ojos volvieron a fijarse en Ryohei.
—¿Medicina, eh? Interesante —musitó—. Pero te diré algo muchacho, Ryo suena mejor. Es corto, tiene fuerza. Aunque… —añadió con una media sonrisa—, si me das permiso, yo te voy a llamar Ryo-chan.
El joven parpadeó, sorprendido por la familiaridad del apodo.
—¿…chan?
—Claro —respondió el hombre, con ese brillo en la mirada que nunca deja saber si está bromeando o leyendo tu alma—. Suena más cercano. Más adecuado para alguien que esconde algo interesante.
Ryohei parpadeó, sorprendido por la familiaridad del apodo. Por un instante, no supo si debía reír o incomodarse… pero algo en el tono de Majima lo desarmaba.
—No me molesta, señor —respondió rápidamente, sin saber bien si sonreír o tensarse.
Kenji se inclinó hacia él, sin perder la oportunidad.
—Ryo-chan, ¿eh? Eso sí que es un upgrade —murmuró, conteniendo una carcajada.
Kyomi lo calló con un codazo certero.
—¡Kenji!
El del parche en el ojo no reaccionó a la interrupción. Seguía observando al menor de los Tachibana. Entonces, su voz cambió. Más seria.
—Tú… tú no eres como los demás, ¿verdad?
El aludido frunció el ceño, confundido.
—¿A qué se refiere?
Majima inclinó la cabeza, como si escudriñara algo detrás de sus ojos.
—Tienes mirada de bestia dormida —dijo sin rodeos, bajando un poco más la voz—. Como si algo fuerte estuviera ahí dentro, listo para despertar.
El comentario cayó como una piedra en el centro de la mesa. Ryohei sintió el estómago tensarse, como si Majima hubiese rozado una herida invisible.
—No estoy seguro de entender…
—No tienes que entender ahora —interrumpió Majima suavemente, su tono casi paternal—. Pero cuando lo entiendas… ese momento lo va a cambiar todo.
Y luego, con absoluta calma, el hombre se giró.
—Si necesitan algo más, pidan lo que quieran. Esta noche es suya.
Se alejó con el mismo ritmo despreocupado con el que había llegado.
La muchacha bajó la mirada, pensativa. Mientras Kenji se quedó mirando a su mejor amigo, ahora completamente serio.
—¿Estás bien? —preguntó.
Él no respondió de inmediato. Miraba su reflejo en la copa aún a medio llenar.
—No lo sé —murmuró finalmente—. Pero algo me dice que ese hombre vio en mí algo que ni yo mismo entiendo.
Permaneció inmóvil, con la mirada fija en la nada. Las palabras de Majima resonaban en su mente como un eco persistente: ¿Un animal salvaje dormido? Había algo en aquella metáfora que le removía las entrañas, como si Majima hubiera alcanzado una parte de él que aún no había aprendido a nombrar.
—¿Soy realmente eso? —pensó, mientras un escalofrío recorría su espalda—. ¿Qué hay dentro de mí que aún no se ha despertado?
Por primera vez en mucho tiempo, sintió un impulso extraño, una energía latente que se agitaba lentamente, como si algo dentro de él comenzara a moverse. Algo antiguo. Algo real. Un instinto reprimido, una fuerza que no sabía si debía temer o abrazar.
El sonido agudo del beeper en su bolsillo lo sacó bruscamente de ese trance. Con un leve sobresalto, lo sacó y miró la pantalla. El mensaje era corto, pero claro.
Sus amigos solo lo observaron, notando el cambio en su expresión.
—¿Todo bien? —preguntó Kenji, inclinándose un poco.
—No estoy seguro—respondió el aludido, sin despegar los ojos del aparato.
La inquietud se reflejaba en su rostro, ahora mezclados con la urgencia por el mensaje. Finalmente, se puso de pie.
—Tengo que irme.
—¿Qué pasó? ¿Tu hermano descubrió que saliste sin permiso? —bromeó su mejor amigo, intentando aligerar el ambiente con una sonrisa.
—Muy gracioso —respondió el otro, aunque su rostro se endureció—. Pero parece que es algo serio.
Le mostró el aparato. En la pantalla, el número 0911 parpadeaba.
—Es una señal de emergencia. Algo está pasando en el apartamento.
Kenji frunció el ceño, sorprendido, pero asintió de inmediato.
—¿Quieres que te acompañe? Puedo ir contigo, si no te molesta.
—No es necesario. ¿Puedes regresar a Kamurocho por tu cuenta?
—Claro. Cuenta conmigo —respondió con seriedad, dejando atrás cualquier intento de broma. Su mirada decía más que sus palabras.
La chica intervino, preocupada:
—Si no se puede ni parar por la borrachera, puede quedarse conmigo en mi apartamento. Vivo cerca —dijo, mirando a Kenji con una media sonrisa, antes de volverse hacia Ryohei—. Solo ten cuidado, ¿sí? Mejor toma un taxi.
El joven asintió. Le dedicó a ambos una mirada breve, agradecida, y tras un gesto rápido con la cabeza, se giró hacia la salida. El cabaret seguía envuelto en música y risas, pero para él, la noche se había congelado.
Mientras caminaba hacia la puerta, sus pensamientos eran un torbellino: las palabras de Majima, el instinto que se había despertado, los secretos familiares… y ahora, esta llamada de emergencia. Todo se entrelazaba como un nudo que apretaba su pecho, cada vez más fuerte.
—¿Ryo estará bien? —preguntó la hostess, sin apartar la mirada de la puerta por donde acababa de salir.
—Claro que sí —respondió su amigo, aunque su voz sonó menos segura de lo que pretendía. Se acomodó en su asiento, cruzando los brazos—. Es más fuerte de lo que aparenta. Pero sí… no puedo evitar preocuparme.
Las luces de neón de Sotenbori teñían las veredas de colores irreales mientras el menor de los Tachibana avanzaba con paso urgente. Sentía el pecho apretado, como si cada respiración se volviera un esfuerzo. ¿Qué habrá pasado? El mensaje en el beeper pesaba más que el aire frío que lo rodeaba.
Al cruzar uno de los puentes sobre el río, el murmullo del agua mezclado con el eco lejano de la vida nocturna intensificaba su ansiedad. Fue entonces cuando vio una cabina telefónica al otro lado de la calle, solitaria y bañada por una luz amarillenta que parpadeaba como una advertencia.
No lo dudó. Corrió hacia ella, abrió la puerta y se encerró, sintiendo el cambio brusco entre el calor de su cuerpo y el vidrio empañado por la humedad nocturna.
Sus dedos, temblorosos pero precisos, buscaron una moneda y marcaron el número de casa. Cada tono de llamada era un golpe seco que le martillaba el oído. Hasta que una voz respondió.
—Residencia Tachibana, buenas noches —dijo una mujer con tono formal, aunque cargado de tensión.
—¿Ji-Yeon? Soy yo —respondió Ryohei al instante—. ¿Qué ocurre?
El silencio que siguió fue breve pero denso. Luego, la voz de Ji-Yeon volvió, temblorosa.
—Ryohei… menos mal que llamaste. Esto es un desastre.
Se irguió, cada fibra de su cuerpo alerta.
—¿Qué está pasando?
—Un hombre irrumpió en el apartamento. Oda-san lo interceptó. Están peleando… en el salón principal.
El joven apretó el auricular con fuerza.
—¿Un ladrón?
—No lo sé —susurró ella—. Solo oí gritos, golpes… Me encerré en la cocina cuando lo vi entrar. No me atrevo a salir.
—¿Y mi hermano? ¿Dónde está Tetsu?
—No ha vuelto… —respondió Ji-Yeon, apenas conteniendo el pánico—. Por favor, ven rápido. No sé cuánto más podrá resistir Oda-san.
Ryohei cerró los ojos por un segundo. Su mente giraba como un motor a punto de reventar.
—Escúchame bien —dijo con firmeza—. Quédate donde estás. Cierra la puerta con llave. No la abras por nada ni para nadie.
—Entendido… pero por favor, date prisa —rogó ella antes de colgar.
—Espero que el tren se demore poco en esta ocasión.
Bajó lentamente el auricular. El zumbido de la línea vacía le pareció ensordecedor.
Salió de la cabina a toda prisa. Las calles seguían vivas, pero para él todo era un borrón de luces y sombras. Cada paso que daba parecía arrastrar consigo una sensación de urgencia que le quemaba el pecho. Sus pensamientos se atropellaban: Oda enfrentándose solo, Ji-Yeon encerrada, Tetsu desaparecido...
Corrió directo a la estación de Shin-Osaka, casi empujando a quienes se interponían.
Compró el primer boleto disponible para el Hikari sin siquiera mirar el reloj. El tren tardaría más de tres horas, pero a él le pareció una eternidad.
Sentado junto a la ventana, con las luces de las ciudades fugaces cruzando el cristal, apretaba los puños sobre las rodillas. Cada minuto era un castigo.
Al llegar a la estación de Tokio, apenas tocó el andén, salió corriendo nuevamente. Las piernas le dolían, pero no se detuvo. Afuera, un taxi apareció a lo lejos. Levantó la mano con fuerza.
—¡A Kamurocho! —dijo al subir, cerrando la puerta de un golpe. Hizo una pausa—. Por favor, lo más rápido que pueda.
El conductor, un hombre de rostro cansado y sombrero calado hasta las cejas, giró apenas la cabeza.
—Haré lo posible, joven. Pero el tráfico no perdona.
—No es el tráfico lo que me preocupa —murmuró Ryohei, más para sí mismo.
El vehículo arrancó. La ciudad comenzaba a desaparecer detrás del vidrio, pero él apenas lo notaba. La música tenue del estéreo sonaba lejana, incongruente con el torbellino en su interior.
Sus manos, apretadas sobre sus piernas, seguían temblorosas.
"¿Oda estará bien?"
"¿Dónde se habrá metido Tetsu?"
Cada imagen que su mente generaba era peor que la anterior.
Cuando al fin las luces de Kamurocho comenzaron a perfilarse en la distancia, Ryohei ya tenía el corazón a mil. Sacó el dinero exacto y lo dejó sobre el asiento delantero.
—Aquí está bien. Gracias.
—Buena suerte, joven —respondió el taxista. Pero el chico ya había desaparecido entre la lluvia y el asfalto, corriendo como si cada segundo contara.
Las calles de Kamurocho brillaban bajo el reflejo de neones, promesas de una noche eterna que no se detenía por nadie. Corría por ellas como un intruso en un mundo que seguía girando ajeno al caos que hervía dentro de él.
Chocó con un par de transeúntes.
—¡Oye, fíjate! —protestó uno.
—Perdón —murmuró sin detenerse, sin mirar atrás.
Su respiración era irregular, jadeos marcados por la urgencia. Dobló la última esquina que conducía a su edificio… y se detuvo en seco.
Tetsu Tachibana estaba allí.
De pie sobre la acera, bajo la luz mortecina de un letrero parpadeante, parecía una estatua. Sostenía un cigarro entre los dedos. El humo ascendía lento, como si flotara a otro ritmo, ajeno al bullicio de la ciudad. Su rostro, sereno pero impenetrable, estaba alzado, los ojos clavados en el último piso del edificio.
Su corazón retumbaba contra el pecho. La imagen de su hermano allí, tan inmóvil, tan ajeno al pánico que lo había arrastrado hasta ese punto, lo descolocó.
—Tetsu… —musitó, con la voz rasgada por el esfuerzo.
Su hermano no respondió de inmediato. Retiró el cigarro de los labios y exhaló, como si con el humo también liberara pensamientos. Solo entonces habló, sin apartar la vista del edificio.
—Llegaste justo a tiempo.
—¿Qué está pasando? —preguntó Ryohei, todavía sin aliento—. Llamé a casa. Ji-Yeon me dijo que alguien entró al apartamento. Que Oda-san está peleando con él. Que todo era un caos.
Tetsu bajó lentamente la mirada hacia él. Sus ojos, tranquilos y distantes, lo escudriñaban con una mezcla de paciencia y algo más difícil de nombrar.
—¿Por eso corres así, como si el mundo se acabara?
El hermano menor sacó el beeper con brusquedad y se lo mostró.
—¿Qué se supone que significa esto, entonces? ¡0911! ¡Una emergencia! ¡¿Y tú aquí, fumando como si nada?!
El hermano mayor lo observó unos segundos más, sin alterar su tono.
—Está todo bajo control.
La frase cayó como una piedra en el pecho del hermano menor. Dio un paso adelante.
—¿Qué estás diciendo? ¿Cómo que todo está bajo control? —gritó, sintiendo que cada palabra salía más con el miedo que con la rabia—. ¿Por qué Ji-Yeon está encerrada? ¿Por qué Oda-san está peleando?
El mayor apagó el cigarro contra un poste de luz. La brasa murió con un leve chasquido. Luego guardó el beeper, que acababa de sonar, y asintió para sí mismo.
—No es un ladrón —dijo con voz firme—. Y esta no es una simple pelea.
La atmósfera se tornó insoportable alrededor de ellos.
—¿Entonces qué es? —preguntó el joven, la rabia apenas contenida—. ¿Quién es él?
Tetsu miró de nuevo al edificio, sus ojos duros como el acero.
—Alguien del pasado. Y parte de lo que debes enfrentar si vas a seguir en este camino.
—¿Qué camino? —insistió el muchacho, frustrado—. ¿De qué hablas?
El hermano mayor se giró por completo, sus pasos resonando sobre el concreto húmedo.
—Ven conmigo. Es hora de que entiendas qué significa ser un Tachibana.
Y sin esperar respuesta, cruzó la entrada del edificio.
Ryohei lo observó alejarse, el pulso aún acelerado, las preguntas acumulándose como una tormenta detrás de sus ojos.
Pero algo en la voz de Tetsu, en su calma imperturbable frente al caos, lo hizo moverse. Dio un paso. Luego otro. Y lo siguió.
La puerta se cerró detrás de ellos. Y con ella, comenzó otra clase de noche.
El menor se quedó inmóvil por un instante, un torbellino de emociones girando en su pecho. Pero algo en la voz de su hermano, en su forma de decir "es hora", le impidió dudar. Con el corazón retumbando en las costillas, lo siguió.
Subieron en silencio.
El elevador ascendía con una lentitud exasperante, como si el tiempo se estirara a propósito. Intentó hablar. Lo intentó más de una vez. Pero cada vez que alzaba la mirada, el rostro de Tetsu, imperturbable, lo detenía. El silencio entre ellos no era incómodo. Era algo más denso. Algo que parecía estar a punto de romperse.
Al llegar al piso, el hermano mayor sacó una llave con movimientos medidos, como si cada gesto formara parte de un ritual. Insertó el metal en la cerradura, giró. La puerta se abrió sin un sonido.
Entró un paso detrás. Y se detuvo.
Lo que vio al otro lado lo dejó sin aliento.
En el centro del salón, iluminado por una luz tenue que caía desde la lámpara del techo, un hombre de presencia colosal permanecía inmóvil. Su postura era firme, el pecho erguido, los puños aún cerrados. La silueta proyectaba una sombra que parecía crecer con el silencio.
No necesitó más de unos segundos para reconocerlo.
Kazuma Kiryu.
A sus pies, Oda yacía sobre el tatami, consciente pero visiblemente herido. Intentaba incorporarse, aunque sus movimientos eran lentos, pesados, como si su cuerpo ya no respondiera con la misma fuerza de antes.
—¡Oda-san! —exclamó Ryohei, corriendo hacia él. Se arrodilló a su lado con rapidez, ofreciéndole apoyo.
—Tranquilo… chico —musitó el herido con una sonrisa cansada, apoyando el antebrazo en el hombro del joven—. No te preocupes. Solo… necesitaba ver de qué estaba hecho.
—¿Qué? —lo miró, confundido—. ¿Qué estás diciendo? ¿Fue… una prueba?
El herido asintió levemente. Su respiración era trabajosa, pero sus ojos brillaban con un extraño orgullo.
—Este tipo… no pelea. Es como si midiera almas. Lo sabía desde que entró. Solo quería confirmarlo.
Alzó la vista hacia el ex yakuza. Su presencia era abrumadora, pero su expresión no transmitía amenaza. Sereno, sí. Intenso. Pero no agresivo. Observaba la escena como si evaluara algo que aún nadie más podía ver.
La tensión se le acumuló en el pecho. Giró rápidamente hacia el mayor, que cerraba la puerta con calma.
—Hermano… —su voz temblaba entre rabia y confusión—. ¿Tú sabías de esto? ¿De todo esto? ¿Planeaste que Oda-san peleara con él?
Mientras ayudaba a su mentor a sentarse en uno de los sillones, alzó la voz, la frustración por fin desbordándose.
—¡¿Qué demonios está pasando aquí?! ¡Quiero respuestas, Tetsu! —gritó, fuera de sí.
Pero el hermano mayor no respondió. Solo lo observó con una serenidad perturbadora. Caminó lentamente hasta colocarse frente a Kiryu.
Los dos hombres se miraron sin decir una palabra.
Una mirada larga. Profunda. Como si ambos entendieran cosas que nadie más en la habitación podía comprender.
El ex miembro del clan Tojo relajó los hombros. Sus puños se abrieron lentamente. Ya no estaba en guardia.
Entonces Oda rompió el silencio.
—Ryohei… —su voz era un susurro rasposo, pero cargado de peso—. No tienes idea de lo que está por venir.
La frase le cayó como un cubo de agua helada. Miró al hombre frente a él, luego a su mentor herido… y finalmente a Tetsu, que parecía tan tranquilo como antes.
Entonces, su hermano habló. Pero sus palabras no iban dirigidas a él.
—Ha llegado el momento.
Nada más. Ninguna explicación. Solo esa frase. Y sin embargo, la habitación pareció contener la respiración. Como si esas cuatro palabras hubieran activado un mecanismo invisible, una cuenta regresiva hacia algo que cambiaría todo.
Tragó saliva. El mundo, por primera vez, le parecía demasiado grande. Demasiado oscuro. Y lleno de cosas que no sabía si estaba listo para enfrentar.
El ambiente se volvió espeso, como si la habitación respirara junto a ellos. Kiryu, más relajado ahora, desvió la mirada hacia el joven. Sus ojos, oscuros y profundos, no eran hostiles, pero sí incisivos. Lo observaban con la precisión de quien mide algo que aún no se ha revelado.
Y Ryohei sintió que lo estaban viendo por dentro.
Entonces, el hermano mayor habló. Su voz fue firme, pero más baja, como si las palabras estuvieran pensadas solo para él.
—Hasta ahora solo has visto una esquina de esta verdad. Es momento de que entiendas por qué estamos aquí.
Apretó los dientes. Sentía un nudo en la garganta que le dificultaba respirar.
—¿Entender qué…? —murmuró, con tono quebrado—. ¿Esto es otro de tus planes? ¿Tiene que ver con él? —Señaló a Kiryu con la cabeza, sin ocultar su frustración—. ¿Todo esto es por el Lote Vacío?
Antes de que Tetsu respondiera, Oda soltó una débil risa, ronca, cargada de ironía.
—Juegos… —murmuró desde el sillón, la voz tensa por el dolor—. Si supieras, chico… si supieras dónde estás parado.
Las palabras cayeron como piedras.
El mayor no desvió la mirada.
—Lo que viene ya no gira solo alrededor del Lote. Ni de Kiryu-san. Esto es más grande. —Bajó el tono—. Y tus decisiones… ahora cuentan.
Silencio.
La respiración del muchacho se volvía más pesada. El cuerpo quieto, pero la mente al borde del colapso. Algo en la calma contenida de su hermano lo convencía de que no se trataba de una advertencia. Era un punto de quiebre.
Las luces de Kamurocho titilaban como brasas vivas al otro lado del cristal, indiferentes al peso que colgaba en la sala. Con la espalda recta y el rostro parcialmente iluminado, Tetsu permaneció en silencio, como si aguardara el momento justo para revelar algo.
—Ryohei —dijo, sin girarse—. ¿Puedes traer el botiquín? Creo que Oda lo necesita.
Asintió, sorprendido por el cambio de tono, y salió de la habitación. Al volver, se arrodilló junto a su mentor, limpiando con cuidado sus heridas. El silencio era denso, como si nadie quisiera romperlo antes de tiempo.
Entonces Kiryu habló, cortando la tensión como una navaja.
—Tachibana. Ya basta de rodeos. ¿Qué buscas realmente?
El joven levantó la vista. Su voz salió antes de poder contenerla.
—Yo también quiero saber… ¿qué papel jugamos nosotros en todo esto?
Tetsu respiró hondo, se giró lentamente y enfrentó a ambos. Su tono era bajo, pero cada palabra pesaba.
—Antes de responder, quiero que entiendan una cosa.
Se volvió hacia la ventana y alzó la mano, señalando la ciudad.
—Kamurocho no es solo un distrito. Es un laberinto con dientes. Una red tejida con ambición, donde los sueños entran… pero casi ninguno sale.
El ex yakuza frunció el ceño.
—¿Y tú piensas cambiar eso?
El hermano mayor no respondió enseguida. Presionó la palma contra el vidrio. Un instante después, las luces de varias calles comenzaron a apagarse en secuencia, como si una sombra caminara sobre Kamurocho. Un murmullo de desconcierto subió desde la ciudad como una respiración contenida.
—¿Qué demonios…? —susurró Ryohei, retrocediendo un paso.
Kiryu tensó los puños.
—¿Cómo estás haciendo esto?
Tetsu bajó lentamente la mano, sin apartar la mirada de ellos.
—Esto es solo una muestra de lo que se puede lograr cuando se desafían las reglas. Kamurocho es una maquinaria podrida… y estoy dispuesto a detenerla, aunque tenga que quemar sus cimientos.
El joven sintió que su garganta se cerraba.
—Hermano… eso suena a guerra.
El mayor no respondió. Con un simple gesto, deslizó la mano hacia el otro lado del cristal. Las luces comenzaron a encenderse nuevamente, una a una, como si el corazón de la ciudad volviera a latir por su orden.
—El dinero es poder… —dijo finalmente—. Y ese poder es lo que mantiene con vida a Kamurocho. Pero cuando alguien empieza a cerrar el flujo… la ciudad comienza a asfixiarse.
Un escalofrío recorrió la espalda de ambos muchachos. Las palabras de Tetsu eran precisas, quirúrgicas. Pero la frialdad que las envolvía era aún más inquietante.
—Estás hablando de estrangular al Clan Tojo desde dentro —sentenció Kiryu.
Fue Ryohei quien respondió primero, adelantándose medio paso.
—Eso es exactamente lo que planea. Y no va a detenerse hasta ver cuántos pueden sobrevivir sin aire.
Tetsu giró apenas hacia él, como si acabara de ver el entendimiento despertar en su hermano.
—Por fin lo ves —murmuró con serenidad—. El caos no es un obstáculo. Es una herramienta.
Luego inclinó ligeramente la cabeza, como evaluando si era el momento de revelar más.
—Aún no tengo el control total —admitió, cruzando los brazos—. Pero si consigo el Lote Vacío... podré reescribir el destino de Kamurocho.
Ryohei frunció el ceño, sintiendo la presión en el pecho aumentar.
—¿Reescribir? No estás hablando solo de tierra… estás hablando de enfrentarte a toda una organización.
El mayor lo miró con calma.
—Lo sé. Y, aun así, estoy dispuesto a hacerlo. Porque esto no es solo por el Clan. Es por nosotros. Por lo que somos… y por lo que estamos dispuestos a dejar atrás.
El más joven apretó los puños. Su respiración era agitada.
—Entonces dime… ¿qué soy yo en todo esto? ¿Un hermano? ¿O una pieza más en tu tablero?
Tetsu lo observó un momento, pero antes de que pudiera responder, Kiryu intervino con una cuchillada verbal.
—¿Quién demonios eres realmente, Tachibana? ¿Qué poder crees tener para desafiar al Clan Tojo?
El mayor sostuvo su mirada, tranquilo.
—Los Dojima no es un bloque sólido, Kiryu-san. Está fragmentado… y en esas grietas florece el cambio.
El hermano menor lo miró, cada vez más inquieto.
—No me digas que tienes un aliado dentro…
Tetsu desvió la mirada hacia la ciudad. El resplandor de los neones bailaba en sus pupilas.
—No se trata de confianza —dijo al fin—. Se trata de utilidad. Y sí… hay alguien dentro de la familia Dojima que nos respalda. Es por él que vine a ti, Kiryu-san.
El silencio cayó con peso. Ryohei dio un paso adelante.
—¿Y estás seguro de que no te traicionará?
Tetsu fue claro.
—No lo hará, por algo me pidió hacer esto.
Se volvió hacia el ex yakuza.
—Y tú también tienes un rol en esto… aunque aún no lo sepas.
Kiryu no respondió de inmediato. Su cuerpo entero estaba tenso.
—¿Quién es? ¿Quién es tu aliado?
La pausa mordió el ambiente. Entonces, el hermano mayor dejó caer la respuesta con precisión quirúrgica:
—Shintaro Kazama. El capitán de la familia Dojima.
El impacto fue inmediato.
—¿Kazama-san? —susurró Kiryu, atónito.
El menor también se quedó inmóvil, el vendaje aún en sus manos. El nombre había caído como un rayo en la habitación.
—¿Qué significa eso…? —murmuró, mirando a su hermano—. ¿No estaba en prisión?
Tetsu dio un paso hacia la ventana, sin apartar la vista del horizonte.
—Kiryu-san —dijo sin girarse—. ¿No fue Kuze quien intentó que espiaras a Kazama?
El ex yakuza frunció el ceño. El recuerdo aún dolía.
—¿Es cierto? —presionó el menor, buscando una conexión.
Tetsu giró lentamente hacia ellos.
—Lo que querían era arrancarle un secreto. Algo que solo él posee: información sobre el Lote Vacío.
Kiryu permanecía en silencio, masticando cada palabra.
—Entonces… ¿sabe quién lo posee? —preguntó Ryohei, con voz baja, casi incrédula.
—Conoce la identidad de quien puede conducirnos hasta el dueño —afirmó su hermano—. Y proteger ese secreto es lo que mantiene con vida a más de uno en este distrito.
La tensión se volvió casi insoportable. Fue Kiryu quien la cortó con la pregunta que todos contenían:
—Esa persona… ¿eres tú?
Tetsu sostuvo su mirada por un momento, luego sonrió apenas, pero no respondió de inmediato. En lugar de confirmar, dejó que sus palabras cargaran una ambigüedad calculada.
—Lo sé, Kiryu-san —dijo con una calma que heló la habitación—. Y créeme… esa persona no debería ser arrastrada a este mundo.
Kiryu entrecerró los ojos, desconcertado.
El joven, hasta ese momento en silencio, levantó la vista lentamente. Algo en el tono de su hermano lo inquietó.
—¿Entonces… sabes dónde está? —preguntó, tenso.
Tetsu lo miró por unos segundos más de lo necesario. Había en sus ojos una mezcla de dolor, decisión… y una verdad no dicha.
—Sí —respondió al fin. Su voz era suave, pero cada palabra pesaba toneladas—. Pero esa información destruiría a quien la lleva. No todos están preparados para cargar con ella.
Ryohei bajó la mirada. Un escalofrío recorrió su espalda. No entendía por qué, pero sentía que su hermano le hablaba directamente, aunque no lo dijera con claridad.
Tetsu se acercó unos pasos. Su tono se volvió más protector, casi fraternal:
—Fue buena idea ocultar nuestra relación en tu trabajo. Cuantos menos sepan de ti, mejor. Hay fuerzas allá afuera que no dudarían en usarte.
El menor frunció el ceño, con un atisbo de confusión.
—¿Usarme… por qué?
Pero el mayor ya había girado hacia Kiryu, como si la conversación con su hermano hubiese concluido en su mente.
—Aliarnos contigo no es solo estrategia. Fue un deseo de Kazama-san antes de su encierro —dijo, recuperando ese tono calculado que usaba al revelar piezas clave de su ajedrez.
—¿Kazama te pidió eso? —repitió Kiryu, visiblemente perturbado.
Tetsu asintió.
—Hace seis meses me pidió que te buscara. Que te reclutara. Sabía que te usarían para obtener información… y también que debía proteger al verdadero dueño del Lote Vacío. Incluso si esa persona aún no lo sabe.
El silencio volvió a caer, más denso que antes. Fue Ryohei quien lo rompió, apenas en un susurro:
—¿Y tú, Tetsu? ¿Quién te protege a ti?
El mayor lo miró un instante. No respondió. Solo bajó la mirada, con una sombra fugaz cruzándole los ojos.
Kiryu notó el gesto. Por primera vez, algo en su pecho vibró distinto. No era desconfianza. Era… cercanía.
Los ojos de Tetsu se detuvieron en su hermano menor apenas una fracción de segundo. Nadie lo notó. Nadie… excepto Oda, que lo miró de reojo, comprendiendo algo que no se atrevió a poner en palabras. Su mente viajaba a un recuerdo no muy lejano.
Tetsu avanzaba por los pasillos de las oficinas de la familia Kazama como si caminara entre los huesos de una bestia dormida. Cada paso que daba resonaba con la gravedad de quien no solo carga con secretos, sino con decisiones que ya no tienen vuelta atrás. La penumbra era densa, como un presagio contenido entre las paredes.
Los hombres de seguridad no dijeron palabra. No se necesitaban saludos cuando el que cruza la puerta ya viene con la noche sobre los hombros.
El despacho lo recibió como se recibe a un cómplice. Shintaro Kazama estaba allí, inmóvil, detrás de su escritorio. La luz tenue de la lámpara dejaba el resto de la habitación sumida en sombra, como si el mundo se detuviera justo allí.
—Tachibana. Siéntate.
El hombre obedeció. No preguntó por qué lo había llamado. El silencio entre ellos pesaba más que cualquier formalidad.
—Pronto seré procesado —dijo Kazama, sin rodeos—. Ya sabes cómo funciona esto. Una celda, un juicio, otro movimiento de los viejos para mantener las piezas bailando.
Tetsu asintió una sola vez, sin emoción.
—Hay cosas que deben continuar incluso sin mí. Por eso estás aquí.
Kazama abrió un cajón y sacó un expediente negro. No se lo entregó aún. Primero, lo miró con una seriedad que iba más allá del clan, más allá del deber.
—Quiero que reclutes a alguien. Kazuma Kiryu.
Tetsu entornó los ojos. El nombre no era ajeno, pero tampoco lo esperaba.
—¿El chico de Girasol?
—Ese mismo. Creció conmigo, pero hay quienes ya lo están utilizando. Si no lo sacamos del tablero, alguien lo va a empujar directo a la trampa… y con él, todo lo que protegemos.
El patriarca se inclinó ligeramente hacia adelante.
—Hay algo más.
Su invitado no respondió, pero la tensión se sintió como un aliento contenido.
—Sé que tu hermano trabaja cerca. En el Serena. No lleva tu apellido en ese lugar, pero no escapa a mis ojos.
Un músculo se contrajo en la mandíbula de Tetsu. Apenas.
—Pensé que nadie lo sabría —dijo en voz baja.
—Lo sabía desde el principio —replicó Kazama—. Y por eso lo protegí en silencio. Si alguien descubre quién es… quién eres… dejarán de ver peones y empezarán a buscar la sangre que une los hilos.
El patriarca por fin deslizó la carpeta sobre el escritorio. El sonido del cartón rozando la madera fue lo único que rompió el silencio.
—Léelo.
Tetsu tomó la carpeta con una mezcla de cautela y resignación. Sus dedos recorrieron las páginas, deteniéndose en un punto que lo dejó helado. La línea de su mirada se quebró. No dijo nada. No podía.
—Así que ya lo viste —murmuró Kazama.
El de la protesis no levantó la vista. Sus ojos seguían fijos en el nombre, en lo imposible. Como si acabara de ver un rostro que llevaba años olvidado.
—Ahora entiendes por qué eras tú o nadie.
El expediente se cerró con un leve crujido. Tetsu lo sostuvo en las manos como si llevara dentro una bomba aún sin detonar.
—Él no lo sabe —dijo finalmente, su voz casi un susurro.
—No debe saberlo —respondió Kazama—. Todavía no.
Tetsu levantó la cabeza. Algo en sus ojos había cambiado. Más allá del deber. Más allá del plan. Algo que ni el propio Kazama pudo leer del todo.
—Lo protegeré. Aunque nunca me lo agradezca. Aunque me odie por ello.
Kazama asintió. Y durante un breve instante, solo el reloj de pared se atrevió a marcar el paso del tiempo.
—Kazuma y él… se cruzarán —dijo entonces el patriarca, como quien lanza una piedra al fondo de un pozo—. Cuando eso ocurra, no intervengas. Sea cual sea el resultado, el camino será suyo.
Tetsu no preguntó a qué se refería. Ya no era necesario.
Se puso de pie, el expediente bajo el brazo, el peso de lo que sabía hundido en el pecho. Al salir, el pasillo le pareció más largo que antes. Como si el mundo lo despidiera sabiendo que, tras esa conversación, ningún regreso sería igual.
Tetsu parpadeó.
El pasado se desvaneció como humo entre los dedos, arrastrado por la voz de Ryohei que aún vibraba en la habitación. Sus ojos, que segundos antes estaban fijos en algún lugar lejano, regresaron al presente con una intensidad que solo el silencio podía igualar.
Frente a él, el joven lo miraba como quien despierta en medio de una pesadilla sin saber si ya ha salido de ella.
—Entonces… ¿fuiste a verlo en prisión? —susurró Ryohei, con un hilo de voz que rozaba la incredulidad.
El hermano mayor asintió, sin apuro, midiendo el peso de cada palabra.
—Varias veces, aunque no fue fácil —respondió con calma—. Kazama-san sabía que Kuze se fijaría en ti, Kiryu-san. También sabía que, tarde o temprano, tú no seguirías en la familia.
El ex yakuza bajó la mirada un segundo, como si intentara contener el vértigo que le trepaba por dentro.
—Eso es imposible… —murmuró, cerrando los puños—. ¡Es imposible que alguien pueda predecir todo esto!
—Estoy de acuerdo. ¿Cómo pudo adelantarse a cada movimiento, incluso estando en prisión?
Tetsu no respondió de inmediato. Una sombra de sonrisa cruzó su rostro. No era burla, sino reconocimiento.
—Él no juega al azar —dijo al fin—. Ve más allá. Donde otros ven piezas… él ve desenlaces.
Se giró hacia la ventana. En las luces de Kamurocho, buscaba el próximo movimiento. Los neones parpadeaban a lo lejos, proyectando un resplandor cansado sobre su rostro.
—No creo que lo haya previsto todo. Pero sabía lo suficiente como para confiarte a mí… y confiar en que harías lo necesario cuando llegara el momento.
El silencio cayó como una losa. Ryohei tragó saliva. Las palabras pesaban más que cualquier revelación concreta.
—Todo esto… —insistió el menor, más firme, aunque con la misma incertidumbre en la mirada—. ¿Lo sabías desde el principio?
Tetsu lo miró con una expresión que oscilaba entre la dureza y el cuidado.
—No todo —admitió—. Pero lo suficiente como para entender que nada de lo que vivimos es casualidad. Y que hay verdades que deben revelarse en su debido tiempo. Aunque cueste.
Kiryu observó a los dos hermanos. Entre ellos había algo que no terminaba de comprender. Un lazo tenso, sí… pero también una corriente silenciosa, como si fueran parte del mismo río, aún sin saberlo.
—Esto es una locura… —murmuró, con el ceño fruncido—. Cada vez entiendo menos, pero siento que no puedo mirar a otro lado.
El de la prótesis lo observó con detenimiento. No como un líder juzgando a un subordinado, sino como alguien que intenta medir el alcance de una decisión antes de nombrarla.
—Kazama-san apostó por ti, Kiryu-san. No porque fueras el más fuerte… sino porque aún no sabes quién eres realmente. Y eso te convierte en la pieza más valiosa.
El joven giró ligeramente el rostro hacia él. Algo en esas palabras le rozó la piel. Algo que no podía nombrar… pero que lo inquietó.
—¿Y si no estamos listos? —preguntó, apenas por encima de un susurro.
—Entonces no importará. El tablero seguirá girando —dijo Tetsu, volviendo a mirar por la ventana—. La pregunta no es si pueden ganar… sino si están dispuestos a perder todo lo demás en el camino.
Kiryu bajó la mirada, cerró los ojos por un instante… y luego los alzó con una resolución naciente.
—No sé si estoy listo —dijo—. Pero no quiero quedarme en la oscuridad.
Tetsu asintió con discreción, como quien entiende el peso del silencio. La ciudad seguía viva allá afuera. El destino ya se escribía… y ellos acababan de marcar el primer paso.
Chapter 6: "Fragmentos de una Verdad
Summary:
En medio de una ciudad que nunca duerme, alianzas inesperadas comienzan a gestarse bajo las sombras del pasado. Entre conversaciones intensas, reflexiones personales y nuevas revelaciones, se abre una puerta hacia los verdaderos orígenes de los conflictos que marcarán el destino de todos los involucrados.
La figura del misterioso Tetsu Tachibana toma protagonismo, y una promesa silenciosa comienza a unirlo con Kazuma Kiryu. A su vez, viejas piezas del tablero yakuza reaparecen en el horizonte: los nombres de los temidos lugartenientes se murmuran nuevamente, como presagios de lo que está por venir.
En este capítulo, la calma tensa se quiebra poco a poco, revelando que la verdad, incluso fragmentada, tiene un peso imposible de ignorar.
Chapter Text
“Fragmentos de una Verdad”
El botiquín temblaba en manos del joven médico, no por su peso, sino por el impacto de la verdad recién revelada. Su mirada oscilaba entre su hermano y Kiryu, tratando de hallar un atisbo de certeza entre tantas preguntas sin respuesta. Fue el ex yakuza quien, al fin, rompió el silencio.
—Tachibana-san… —habló, su voz teñida de duda, pero con un respeto palpable—. ¿Cómo sé que tú eres realmente el hombre en quien Kazama-san confió?
Tetsu no respondió al instante. Con calma, deslizó la mano en el bolsillo y sacó un reloj de plata. La luz del lugar titiló sobre su tapa metálica cuando lo tendió hacia el joven ex yakuza, dejando que el objeto hablara por él.
—Esto debería bastar como prueba —dijo Tetsu, su tono tranquilo pero cargado de intención.
Kiryu lo tomó con extremo cuidado, como si un mal gesto pudiera romperlo. Al abrir la tapa, leyó la inscripción en su interior: “Para Kazama-san, de Yumi”. Su rostro mudó de incredulidad a un asombro reverente, incapaz de apartar la vista.
—¿Este reloj…? —murmuró, con la voz apenas audible.
El estratega permaneció impasible, observándolo con paciencia.
—Kazama me entregó este reloj, con la certeza de que llegaría el momento de pasarlo a la persona indicada —dijo, sin desviar la mirada—. Es un símbolo del lazo que los une… y de las decisiones que solo tú puedes tomar.
Su hermano menor, incapaz de quedarse callado, dio un paso hacia adelante. Sus ojos se clavaron en el reloj, su curiosidad evidente.
—¿Kazama-san te lo dio a ti? —preguntó, su tono lleno de incredulidad y cierto grado de desafío—. ¿Por qué no entregárselo él mismo?
La pregunta quebró el aire por un instante, pero el mayor permaneció imperturbable.
—El momento no había llegado. Me pidió resguardarlo hasta que fuera el indicado. Y ahora lo es.
El ex yakuza contemplaba el reloj, sus dedos rozando la inscripción como si buscara respuestas en ella.
—Kazama-san… siempre ha estado varios pasos por delante de todos nosotros, ¿no? —dijo finalmente el ex yakuza, su tono cargado de emociones encontradas—. Aún ahora, siento que no entiendo del todo quién es él.
Ryohei frunció el ceño, sus ojos volviendo hacia su hermano.
—¿Y si todo esto es solo otro plan que ni siquiera entendemos? —espetó—. ¿Cuánto de lo que hacemos es elección nuestra… y cuánto es de Kazama-san?
El mayor giró ligeramente hacia su hermano menor, y aunque su expresión seguía tranquila, había un tinte de severidad en su mirada.
—No se trata de comprenderlo todo —replicó—. Se trata de confiar en que sus actos tienen un propósito.
Bajó la voz, tornándola más grave, como hablándole solo a su hermano.
—Kazama no da un paso sin calcular las consecuencias. Lo que queda es decidir si vamos a seguir el camino que él eligió para nosotros.
El joven bajó la mirada, sus labios apretados. Era evidente que las palabras de Tetsu lo dejaban en conflicto, pero no replicó.
Kiryu alzó la cabeza, como si hubiera llegado a una conclusión interna. Sus ojos se posaron en el hermano mayor, llenos de determinación.
—No sé si alguna vez lo entendí del todo… pero si confió en ti, debió tener sus motivos —susurró Kiryu, bajando la mirada hacia el reloj, como si aún pudiera hallar respuestas ocultas entre engranajes y memorias—. Estoy dispuesto a seguir adelante, incluso si eso significa arriesgar mi vida.
El silencio que siguió fue denso de emociones. Tetsu permitió que sus brazos cayeran a los costados, relajándose ligeramente.
—Esa es la clase de determinación que Kazama-san vio en ti. —Respondió, con una leve inclinación de cabeza—. Será un honor contar contigo en lo que está por venir.
El murmullo lejano de los autos en Kamurocho atravesó el silencio de la habitación como un eco de la ciudad que nunca dormía. En aquel rincón apartado del caos, tres hombres se preparaban para lo inevitable, como piezas dispuestas en un tablero aún incompleto.
Ryohei observó el intercambio en silencio, pero sus pensamientos eran evidentes en la mirada que dirigía a su hermano. Aunque no dijo nada, la sombra de la duda aún rondaba en su mente. Finalmente, sus ojos se desviaron hacia Oda, quien permanecía en una esquina, con sus heridas apenas atendidas.
—Si vamos a seguir adelante —dijo el aspirante a médico, rompiendo el silencio con un tono más fuerte del esperado—, será mejor que cuidemos nuestras fuerzas. No podremos cargar con secretos y dudas cuando la situación se complique aún más.
Tetsu lo observó, una leve sonrisa cruzando su rostro, como si aprobara la actitud de su hermano.
—Tienes razón, hermano —dijo con calma, pero con una autoridad que no dejó espacio a réplicas—. Esto apenas comienza, y necesitaremos estar unidos para lo que viene.
La calma que siguió estaba cargada de preparación, de decisiones tomadas y alianzas forjadas. Kamurocho seguía brillando a través de la ventana, como un espectador silencioso de una historia que acababa de dar su primer giro decisivo.
—En ese caso, llevaré a Oda-san a descansar —dijo Ryohei, su tono tranquilo pero cargado de intención.
Sin esperar respuesta, se acercó a Oda, quien intentó incorporarse con dificultad. El joven lo sostuvo con cuidado, apoyándolo mientras lo guiaba hacia una de las habitaciones, sintiendo cómo las preguntas sin respuesta seguían acumulándose en su mente.
Mientras atravesaban el salón, las luces tenues y las sombras proyectadas por los muebles parecían acentuar el peso de lo ocurrido momentos atrás.
—No necesitas preocuparte tanto por mí, chico —dijo Oda con una sonrisa débil. Pero la debilidad en su voz traicionaba la verdad: estaba agotado, tanto física como emocionalmente.
—Mejor guarda silencio, Oda-san. Después de todo lo que pasó, creo que tengo derecho a preocuparme —respondió su acompañante con un tono firme, aunque su mirada revelaba una mezcla de preocupación y cansancio.
Lo acomodó con cuidado sobre la cama de una habitación adyacente. Una vez que comprobó que estaba estable, arrastró una silla hasta quedar a su lado y lo miró con detenimiento antes de hablar:
—Necesito respuestas, Oda-san. Todo esto… mi hermano, Kazama, Kiryu… Me he visto arrastrado a algo que jamás busqué.
Oda soltó un suspiro pesado, dejando que su cabeza se hundiera en la almohada. Durante un momento, sus ojos se quedaron fijos en el techo, como si estuviera evaluando qué tan honesto podía permitirse ser.
—No voy a mentirte, chico. Tachibana siempre intentó mantenerte fuera de este mundo.
—¿De qué sirve eso ahora? —respondió el joven, frunciendo el ceño mientras apoyaba los codos en sus rodillas—. Estoy aquí, y cuanto más veo, menos entiendo. ¿Por qué tanto secretismo? ¿Por qué no hablarme directamente?
La seriedad en el rostro del herido aumentó. Se giró ligeramente hacia él, y su mirada cansada encontró la del muchacho.
—Porque este mundo… —comenzó, su voz grave—… este mundo no perdona la inocencia. Tetsu quería protegerte, Ryohei. Y si soy honesto, creo que hasta cierto punto aún intenta hacerlo, aunque eso ya no sea posible.
—¿Protegerme de qué? —preguntó, su tono lleno de frustración— ¿Por qué mi hermano no confía en mí lo suficiente como para decirme la verdad?
Oda lo observó en silencio por un instante, dejando que sus palabras calaran hondo antes de responder.
—No es que no confíe en ti. —Hizo una pausa, eligiendo sus palabras con cuidado—. Es porque si supieras todo lo que Tetsu ha hecho… todo lo que ha sacrificado por ti… te darías cuenta de que esto no se trata solo del Lote Vacío.
El aspirante a médico frunció el ceño aún más, sus manos entrelazadas apretándose hasta que los nudillos se le blanquearon.
—Entonces dime, ¿de qué se trata realmente? ¿Qué hay detrás de todo esto que todos parecen evitar decirme?
El subordinado dejó escapar una risa seca, carente de alegría, antes de cerrar los ojos brevemente.
—Eso… es algo que solo tu hermano puede explicarte. Y cuando lo haga, necesitarás estar preparado. Porque lo que está en juego es mucho más grande de lo que imaginas.
El ambiente volvió a llenar la habitación, denso e incómodo. Ryohei se recargó contra el respaldo de la silla, pasándose una mano por el cabello mientras intentaba procesar las palabras de Oda. Sabía que había verdades ocultas, piezas del rompecabezas que nadie quería mostrarle todavía. Pero también sabía que no podría quedarse esperando más.
—Siempre es así… —murmuró el joven, más para sí mismo que para el herido—. Todos piensan que saben lo que es mejor para mí. Que no necesito saber, que debo quedarme al margen. Pero ya no soy un niño. Si hay algo que debo enfrentar, lo haré.
El subordinado de Tachibana abrió los ojos y lo observó con una mezcla de admiración y cansancio.
—Esa determinación… la he visto antes, en tu hermano. Pero, chico… no dejes que esa fuerza se convierta en obstinación. No importa lo que encuentres al final de este camino, recuerda que no necesitas cargar con todo solo.
Ryohei asintió levemente, aunque sus ojos aún reflejaban una mezcla de frustración y resolución.
—Entendido, Oda-san. Pero no puedo quedarme quieto esperando respuestas que quizá nunca lleguen.
El veterano lo observó mientras comenzaba a enderezarse ligeramente, con un esfuerzo evidente.
—Bien… Si vas a seguir adelante, primero asegúrate de que estés listo. Nadie espera que enfrentes todo solo, Ryohei. Incluso los hombres más fuertes necesitan aliados.
El joven soltó un suspiro, pero se levantó de la silla para inspeccionar las heridas de Oda con mayor detenimiento. Tomó vendas y un poco de desinfectante del botiquín cercano, y se dedicó a limpiar las lesiones en silencio.
—No tienes que hacer esto, en serio, estoy bien… —murmuró Oda con una sonrisa cansada.
—Calla y coopera, que no quiero verte en peor estado por tu terquedad —corrigiendo el tono sin perder afecto.
Sus manos, firmes pese al temblor leve, trabajaban con una precisión nacida de la necesidad. Cada vendaje, cada presión, era un acto de silenciosa resistencia contra la vulnerabilidad que lo rodeaba.
El subordinado soltó una leve carcajada que pronto se convirtió en un quejido de dolor.
—Vaya, pareces más a tu hermano de lo que crees.
Ryohei no respondió de inmediato, pero una pequeña sonrisa se dibujó en sus labios mientras seguía trabajando. Una vez que terminó, se levantó y dejó las vendas a un lado, observando a Oda mientras este cerraba los ojos, finalmente rendido al agotamiento.
Antes de salir de la habitación, el chico lo observó por un instante más. Aunque sus dudas seguían presentes, algo había cambiado dentro de él.
Las palabras de Oda y los secretos que aún no comprendía habían encendido algo en su interior: Una determinación clara: encontrar su camino en medio de la tormenta.
Al salir de la habitación, sus pasos eran más firmes, cada uno resonando como un eco de la decisión que acababa de tomar. Se dirigió a la cocina, sabiendo que aún quedaba trabajo por hacer y que el personal probablemente seguía alterado por el altercado en el salón.
No había respuestas inmediatas, pero estaba seguro de una cosa: no se detendría hasta encontrarlas.
Abrió la puerta lentamente, encontrando a Ji-Yeon sosteniendo una taza de té con manos temblorosas mientras intentaba calmarse. El joven se acercó con cuidado, adoptando un tono tranquilizador.
—Todo está bajo control —le dijo, su voz firme pero amable—. Fue un malentendido, eso es todo. La persona que entró ya se marchó, gracias a Oda-san. Sé que el salón está un poco desordenado, pero no te preocupes. Mañana, con más calma, lo arreglaremos. Por ahora, por favor, descansa.
La chica asintió lentamente, dejando escapar un suspiro de alivio.
—Gracias, Ryohei. Tu hermano tiene mucha suerte de tenerte aquí. —Sus palabras, teñidas de gratitud, resonaron en el aire mientras se dirigía a su habitación, dejando la cocina en silencio.
El menor Tachibana se quedó unos segundos más, mirando el espacio vacío donde momentos antes Ji-Yeon había estado. Con el peso de lo que estaba por venir apretándole el pecho, avanzó hacia el fregadero. Abrió el grifo, dejando correr el agua fría antes de llenar un vaso.
Se lo llevó a los labios y lo bebió al seco, sintiendo cómo el frío refrescaba su garganta y, en parte, aliviaba la tensión acumulada. Luego, inclinó la cabeza hacia adelante y dejó que un poco de agua corriera por su rostro, el frío haciéndolo respirar profundamente.
Se secó con la manga y exhaló con fuerza, como si intentara expulsar de su cuerpo la incertidumbre que lo embargaba. Cerró el grifo, tomó un último vistazo a la cocina y salió, caminando hacia el salón principal.
Allí lo halló, solo frente al ventanal orientado al norte. La noche se deslizaba sobre Kamurocho como una manta espesa. Las luces de neón parpadeaban tercamente, negándose a apagarse.
—¿Y Kiryu-san? —preguntó el menor, con un tono grave mientras se acercaba, sus pasos resonando en el suelo de madera con una calma que no ocultaba su determinación.
Tetsu no se giró de inmediato, manteniendo los ojos fijos en el horizonte.
—Ya se marchó. Mañana comenzará a trabajar con nosotros. —Hizo una breve pausa antes de añadir—: ¿Cómo está Oda?
—Está bien. Ahora duerme en el cuarto de invitados. —Ryohei lo observó con atención, sus ojos azabache llenos de una intensidad que no estaba allí antes—. Si Kiryu-san ya se fue, entonces tú y yo tenemos una conversación pendiente.
La voz del joven, aunque calmada, tenía un filo que cortaba el aire, lo que obligó a Tetsu a girarse lentamente. Su rostro permaneció impasible, pero sus ojos delataron una leve sorpresa. Algo en su hermano había cambiado. Esa chispa, esa fuerza que apenas se insinuaba en el pasado, ahora brillaba con claridad, como si algo dentro de él hubiera despertado.
—Ryohei… ¿No podemos hablar mañana? Es tarde, y ambos estamos cansados. —La voz de Tetsu era apacible, aunque cargada de una intención clara de desviar la conversación mientras comenzaba a caminar hacia su habitación.
Pero su hermano extendió una mano y lo detuvo en seco, un gesto que no solo fue firme, sino casi desafiante.
—No… —La interrupción llegó con un peso que detuvo al mayor en su lugar. La mirada de Ryohei era un ancla, cargada de una resolución implacable que parecía atravesarlo—. Te lo dije: tenemos una conversación pendiente, y será ahora, no mañana.
El hermano mayor alzó la vista hacia él, midiendo cuidadosamente la nueva fuerza en su hermano. Por un instante, la sorpresa dejó paso a un destello de orgullo mezclado con una inquietud apenas perceptible.
—Responderás a mis preguntas sin rodeos. Quiero la verdad, toda, Tetsu. —La voz de Ryohei resonaba firme, cada palabra un martillo golpeando con precisión.
El aludido guardó silencio por unos segundos que parecieron extenderse como una eternidad. En los ojos del joven, vio algo que no había visto antes: una ferocidad contenida, un fuego alimentado por años de preguntas y silencios.
Aquello que siempre había intentado proteger estaba ahora frente a él, exigiendo respuestas con las garras afiladas de un tigre recién despertado.
Finalmente, Tetsu dejó escapar un suspiro y una sonrisa que oscilaba entre orgullo y resignación.
—Quién lo diría… —murmuró, con una nostalgia que suavizó sus facciones—. Mi hermano menor, el que buscaba refugio en China… ahora está aquí, exigiendo respuestas con tanta convicción.
Se detuvo un instante, acercándose un paso más, con la mirada escudriñando el rostro decidido del joven.
—Xiǎo Hǔ…
Pronunció el nombre con una suavidad casi reverente, como si evocara un eco del pasado que ahora se manifestaba ante él.
—Sí, ese nombre siempre fue perfecto para ti en esos años. Siempre supe que había algo especial en ti. Ahora lo veo con claridad: el tigre ha despertado… Y eso me enorgullece.
El hermano mayor apoyó con firmeza una mano sobre su hombro.
—Hay cosas que no pude contarte. No estabas preparado… y yo tampoco.
Por primera vez, su voz tembló. Las palabras parecían obligarlo a escarbar en cicatrices aún abiertas.
—Está bien… —Su voz bajó ligeramente, adquiriendo un tono más solemne—. Si esto calma el espíritu que se está agitando en ti, hablaremos. Pero no aquí.
Sin añadir más, el mayor giró con un movimiento decidido, sus pasos resonando con un propósito renovado mientras se dirigía hacia la puerta.
—Sígueme.
El menor lo observó por un instante, sintiendo cómo el peso de sus propias decisiones se asentaba en sus hombros. La determinación en su mirada no vaciló mientras comenzaba a seguir a su hermano.
Sin más palabras, el hermano mayor comenzó a caminar con pasos firmes, el eco de sus zapatos resonando en el pasillo silencioso. El menor lo siguió con la mente invadida por preguntas, mientras una determinación ardiente lo empujaba hacia las respuestas que necesitaba.
La figura de Tetsu, avanzando frente a él, parecía más imponente de lo habitual, como si cada movimiento lo guiara hacia algo que trascendía una simple conversación. Cada pisada acercaba el momento en que las máscaras caerían.
Cuando llegaron, Tetsu abrió la puerta del despacho. El espacio irradiaba autoridad, con una estantería cargada de libros y documentos que ocupaba gran parte de la pared derecha. Un escritorio de madera oscura, pulido con precisión, dominaba el centro de la habitación.
Las ventanas ofrecían una vista impresionante de Kamurocho, con sus luces de neón parpadeando al ritmo frenético de una ciudad que nunca descansaba.
—Adelante —indicó el mayor mientras cerraba la puerta tras ellos. Avanzó hacia el escritorio y tomó asiento con una calma deliberada, señalando con un gesto que Ryohei hiciera lo mismo frente a él—. Esto debe quedar entre nosotros.
El joven no se sentó de inmediato. Caminó hasta la ventana y se detuvo allí, contemplando las luces que teñían la ciudad con sus reflejos brillantes. Su propia imagen en el cristal le devolvía una expresión decidida, aunque en su interior las emociones se arremolinaban con fuerza: confusión, intriga y una creciente resolución que se negaba a ser sofocada.
El aire pareció cargarse de tensión mientras sus labios permanecían cerrados. Luego, habló. Su voz era firme, pero cargada de un peso emocional que delataba la importancia de sus palabras.
—Siempre me has protegido, Tetsu. Incluso cuando no entendía lo que estaba pasando a mi alrededor.
Hizo una breve pausa. Bajó ligeramente la mirada, como si ordenara sus pensamientos antes de continuar.
—Pero eso ya quedó atrás.
Levantó los ojos con determinación.
—Estoy aquí porque quiero saber la verdad.
Otra pausa. Su voz se suavizó, sin perder la firmeza.
—Necesito entender por qué Kiryu-san está involucrado… qué significa realmente el Lote Vacío…
Inspiró hondo antes de decir lo último.
—…y cuál es mi lugar en todo esto.
Tetsu lo observó desde su asiento, dejando que las palabras del joven resonaran en la habitación. Durante unos segundos, no respondió, inclinándose ligeramente hacia adelante. En su mirada se mezclaban el orgullo por la determinación de su hermano y una cautela que no podía ocultar.
—Lo sabrás. Pero debo advertirte algo: una vez que escuches lo que tengo que decir, no habrá vuelta atrás.
El tono de Tetsu era grave, solemne, como si ya pudiera sentir el peso de la verdad que estaba a punto de compartir.
Ryohei se giró al fin, enfrentándolo directamente. Su mirada era intensa, con una determinación férrea que parecía haber despertado en ese instante. Había algo nuevo en sus ojos, algo que sugería que el tigre del que su hermano hablaba estaba listo para liberarse.
—No estaría aquí si no estuviera listo —respondió con firmeza, su postura tan sólida como sus palabras.
El hermano mayor asintió lentamente, como si evaluara la convicción de Ryohei. La atmósfera en la habitación se tornó densa, como si todo esperara la verdad que estaba a punto de ser revelada.
—Sabes que Kamurocho es conocido como una de las capitales de la vida nocturna… —comenzó Tetsu, con una voz serena, pero cargada de intención.
Sus ojos se mantuvieron fijos en los de Ryohei, que permanecía de pie, alerta.
—Lo que pocos saben —continuó— es que el gobierno planea transformar por completo este distrito.
Ryohei frunció el ceño, procesando cada palabra con rapidez.
—Leí algo al respecto. ¿Un proyecto de reurbanización? ¿Te contactaron directamente, considerando tu posición en Tachibana Real Estate?
Tetsu negó con firmeza.
—No exactamente —dijo, cada palabra pesando más que la anterior—. Pero es una oportunidad que no podemos ignorar. Al menos, para el negocio.
Midió cada palabra antes de revelarla, como si calculase cuánto decir y cuánto callar.
—El problema… es que una gran parte de Kamurocho sigue bajo control de los Dojima.
Ryohei alzó una ceja, su mente ya encadenando posibilidades.
—¿Pero no todo, cierto?
Una leve sonrisa cruzó el rostro de Tetsu, sin suavizar su expresión.
—Eres rápido. Pero no hace falta ser un genio para verlo.
Sin decir más, se levantó de su silla y caminó hacia la estantería. Tras unos segundos, retiró una carpeta gruesa. Volvió a sentarse y la deslizó sobre el escritorio hacia su hermano menor con un gesto decidido.
Ryohei, intrigado, finalmente se sentó.
La carpeta, pesada tanto en contenido como en significado, parecía contener respuestas que llevaban años esquivándolo. La observó por un momento, como si supiera que nada volvería a ser igual después de abrirla.
Cuando al fin levantó la tapa, se encontró con una pila de documentos. Hojas repletas de cifras, nombres de propiedades, y transacciones turbias que pintaban un mapa oculto del distrito.
Entre los registros, destacaban propiedades adquiridas por la familia Dojima y otras en manos de Tachibana Real Estate. Pero algo más, al fondo de la carpeta, captó su atención.
Un nombre en negrita le gritaba desde la página.
Su respiración se ralentizó mientras hojeaba el contenido, línea por línea, como si cada dato colocara un peso más sobre su pecho. El silencio se hizo profundo, como si incluso el aire esperara su reacción.
—Sohei Dojima y sus hombres están revendiendo terrenos al gobierno y a privados a precios inflados —dijo Tetsu finalmente, rompiendo la tensión con voz firme, sin prisa—. Pero hay una propiedad… que no pueden controlar a su antojo.
Ryohei detuvo la lectura. Sus ojos se clavaron en el nombre impreso como si acabara de encontrar una verdad oculta entre sombras. Su voz salió baja, casi reverente:
—El Solar Vacío…
El peso de esas palabras se quedó suspendido en el aire.
—También conocido como el Lote Vacío.
Volvió a mirar los papeles. Sus dedos hojeaban con más ansiedad, como si esperaran una revelación que calmara el vértigo que empezaba a crecerle en el pecho. Pero cada hoja solo traía más preguntas.
—Exacto —confirmó su hermano, con un tono grave que parecía absorber la luz de la habitación.
Inspiró profundamente antes de continuar, midiendo bien sus palabras.
—Ese sitio… al no estar en sus manos, se ha convertido en un obstáculo crítico.
Ryohei lo miró en silencio, atento.
—Si no logran asegurarlo —añadió Tetsu, más serio aún—, no solo verán comprometidos sus planes. También podrían perder toda la influencia y el dinero que ya han volcado en esta ciudad.
El joven dejó de pasar páginas y alzó la vista, con la mirada cargada de preguntas no formuladas.
—Entiendo que quieran ese lote por dinero y poder, pero… —su voz bajó un tono, sin perder firmeza—. ¿Qué tiene que ver Shintaro Kazama en todo esto?
Tetsu cruzó los brazos, inclinándose hacia adelante. El gesto llevaba el peso de quien sabe que está por decir algo que cambiará todo.
—Sohei Dojima impuso una condición a sus lugartenientes —comenzó, su voz afilada como cuchilla—: quien consiga el terreno… será ascendido a capitán de la familia.
Guardó silencio un segundo. Luego añadió, más bajo:
—Desplazando a Kazama-san de su posición.
Ryohei parpadeó, incrédulo. Cerró la carpeta con cuidado. Sus dedos permanecieron sobre la tapa, como si se aferrara a ella para no perder el equilibrio de sus ideas.
—Pero… Kazama-san ya tiene su propia familia. ¿No es así?
—Así es, hermano —afirmó Tetsu con gravedad—. Tiene su clan. Pero también es capitán dentro de la familia Dojima. Un yakuza puede liderar su grupo… y aun así estar obligado a servir a la familia de origen.
La mente de Ryohei giraba con fuerza. Cada pieza empezaba a encajar, aunque el rompecabezas dolía.
—Entiendo esa jerarquía… —dijo con lentitud—. Pero entonces, ¿por qué Kiryu-san?
Tetsu bajó la voz, como si supiera que esa pregunta era inevitable.
—Porque Kazuma Kiryu… es el principal sospechoso del asesinato en el lote.
Ryohei lo miró en silencio, sin pestañear.
—Estuvo con la víctima el mismo día del crimen —añadió—. Y aunque no hay pruebas concluyentes… todos los ojos están sobre él.
El aspirante a médico alzó la mirada, su mente ya procesando el siguiente paso.
—En la familia Dojima, Kiryu-san, al ser un novato, se encarga de trabajos menores… —comenzó el mayor, manteniendo el tono pausado que lo caracterizaba—. Entre ellos, cobrar deudas a los clientes que solicitan servicios.
Hizo una breve pausa, como si midiera el impacto de cada palabra.
—No es raro que utilice la fuerza si es necesario para garantizar el pago.
Su voz seguía serena, pero cada frase era precisa. Como un bisturí cortando tejido sano para exponer la verdad.
—Según los informes, golpeó a ese hombre. Y recuperó el dinero. Eso es un hecho.
El joven frunció el ceño, analizando cada palabra como si fueran piezas de un rompecabezas.
—¿Se encargaba? ¿Ya no lo hace? ¿O tal vez…?
—Por ahora, pidió su expulsión a la familia.
Ryohei entrecerró los ojos, con los engranajes de su mente girando cada vez más rápido.
—Déjame adivinar… —interrumpió, su tono cargado de lógica y suspicacia—. En la escena del crimen encontraron la billetera de la víctima vacía, ¿no es así?
Inclinó ligeramente la cabeza, esperando la confirmación de su hermano.
—Tiene sentido que lo acusen: golpeó al tipo, tomó el dinero y, según dicen, lo mató. Pero hay algo que no encaja…
—¿Algo que no encaja?
Aquellas palabras las dijo más para sí mismo que para su hermano. Ryohei desvió la mirada por un segundo, escarbando en su memoria como quien busca un eslabón perdido en una cadena de caos.
—¿Tú, con tus contactos... lograste acceder al informe de autopsia? —preguntó sin rodeos, con una voz más firme de lo esperado.
—Fue difícil, pero los tengo.
—Déjame verlos —exigió el menor, con tono analítico.
Tetsu le entregó otra carpeta, sin pronunciar palabra, observando con atención cómo el menor hojeaba las páginas. La pausa que siguió no fue de sorpresa, sino de cálculo.
—La hora exacta de la muerte... —murmuró, bajando ligeramente el tono—. A esa hora estaba en el callejón de Taihei, camino al trabajo...
El mayor bajó la vista hacia el documento, deteniéndose justo donde el dedo de su hermano marcaba la línea clave.
—¿Fue ahí el asalto?
—Sí. Y también el momento en que él me salvó. —Su voz, aunque contenida, no dudó—. Si usamos esa declaración, tal vez podamos liberarlo de toda sospecha.
Una leve sonrisa se dibujó en el rostro del otro, complacido por la rapidez con que conectaba los hechos.
—Esa es, precisamente, la narrativa que están usando en su contra. Tu testimonio ayudaría... pero no basta.
—¿Por qué?
—Una declaración civil no tiene el peso suficiente para probar su inocencia. Podríamos haber solicitado la del presidente de Toko Credit, pero hay un inconveniente.
—¿Cuál?
—También está muerto. Kiryu-san quería hablar con él, creyendo que había sido su culpa...
—¿Lo encontró sin vida en su oficina? —preguntó, intentando hilar los detalles.
—No. Llegaron a hablar. Pero lo encontraron muerto horas después.
El silencio volvió un instante, denso pero necesario.
—Entonces lo que yo diga no tendría validez —concluyó Ryohei, más que preguntó.
—Exacto. Por eso Kiryu-san fue directamente a la sede de la familia y exigió su expulsión —explicó el mayor, con esa calma quirúrgica tan suya—. Pero su plan no resultó como esperaba.
—Ahora es un civil, ¿no? —frunció el ceño—. ¿A qué te refieres?
—Lo es. Pero al ser el protegido de Kazama-san, están cargando sobre él el peso del “error” de su discípulo. Y con ello, la caída de ambos.
Ryohei tamborileó los dedos sobre la carpeta. El silencio se apoderó de la habitación mientras procesaba la información. Finalmente, alzó la mirada. Sus ojos, fijos en su hermano, reflejaban una mezcla de sospecha y claridad.
—Sabemos que no fue él... —dijo con tono sereno, aunque cada palabra parecía escarbar más profundo—. Entonces, ¿quién se beneficia al incriminarlo?
Sonaba más a deducción que a pregunta. Como si hablara consigo mismo, desarmando un rompecabezas con piezas cada vez más oscuras.
—Uno de los lugartenientes —respondió Tetsu, sin rodeos—. Le ofreció espiar a Kazama-san a cambio de que lo exoneraran.
—¿Quién?
En lugar de contestar, el mayor abrió el cajón de su escritorio. Sus movimientos eran medidos, casi rituales. Sacó una carpeta negra y extrajo tres fotografías que dejó boca abajo sobre la mesa.
—Aquí están los que más tienen que ganar con este crimen.
Ryohei deslizó la mano hacia la primera imagen. La giró con cuidado.
Aparecía un hombre de mirada dura y cicatrices profundas que hablaban de años vividos al filo del abismo. La forma en que se sostenía, con el mentón en alto y los hombros tensos, desprendía arrogancia y amenaza.
—Este tipo… —murmuró, sin apartar los ojos de la foto.
—Daisaku Kuze —confirmó el otro, atento a su reacción—. Fue quien le propuso a Kiryu-san traicionar a Kazama.
—Se ve intimidante.
—Y lo es. Es la encarnación de la fuerza bruta. Para él, la lealtad se gana a golpes, y el respeto se impone con miedo. No cree en la evolución del clan, solo en las cicatrices como medallas.
El joven asintió sin palabras, reconociendo el patrón en el rostro de Kuze. Había visto ese tipo de expresión antes… en los callejones, en los ojos de quienes creen que la fuerza los justifica todo.
Desvió la mirada y tomó la segunda fotografía. Esta vez no esperó indicaciones. La giró con decisión.
La imagen mostraba a un hombre de sonrisa despreocupada, traje llamativo, rodeado de mujeres en un club nocturno. Un contraste total con la intimidación cruda del anterior.
—¿Y este? —preguntó, arqueando una ceja, entre curioso y desconcertado.
—Hiroki Awano —respondió Tetsu, dejando escapar un leve suspiro—. Es más… sutil. No necesita alzar la voz para que se cumplan sus órdenes.
Guardó silencio un instante, lo justo para escoger bien las palabras.
—Mientras Kuze golpea, él destruye desde las sombras. Maneja dinero, influencias y favores. Nunca actúa solo. Su poder está tejido en una red invisible, pero cuando mueve una ficha… el tablero entero cambia.
Ryohei dejó la fotografía sobre la mesa. Su mente giraba en círculos, buscando conexiones, patrones ocultos, pero sus ojos se posaron en la tercera imagen, aún boca abajo. Algo en su instinto le advirtió que esa era la más importante. Y la más peligrosa.
—¿Y el tercero? —preguntó sin apartar la mirada de su hermano.
Tetsu se tensó. El cambio fue sutil, pero palpable. Sus dedos se entrelazaron con más fuerza sobre el escritorio, como si algo en su interior también se preparara para revelarse.
No respondió de inmediato. Solo empujó lentamente la última foto hacia él.
—Es el peor de todos.
El menor la tomó con cierta vacilación. La volteó con cuidado, como si estuviera desenterrando algo que debía permanecer oculto.
La imagen mostraba a un hombre joven, con ojos gélidos y expresión inmutable. No había excentricidad, ni violencia visible. Solo una serenidad artificial que resultaba más inquietante que cualquier amenaza directa.
Su porte era impecable. Su rostro, uno que podría perderse entre la multitud. Pero esa aura… esa calma que no encajaba con su edad… congelaba el aire a su alrededor.
—Keiji Shibusawa —murmuró el mayor, con una mezcla de respeto y cautela—. No solo juega el mismo juego que los otros... lo redefine. Cada decisión es un cálculo. Cada palabra, una estrategia. No subestimes su silencio. Es lo que lo hace más letal.
Ryohei apoyó la fotografía y cruzó los brazos, sin apartar la mirada de su hermano.
—¿Por qué me cuentas esto ahora? —preguntó, su tono cargado de tensión, aunque su mente ya comenzaba a hacer conexiones entre los tres hombres y el crimen.
El mayor lo miró directamente, sus ojos firmes pero cargados de inquietud.
—Porque, te guste o no, ya estás involucrado. Desde que Kiryu-san apareció en escena, todo cambió. Estos hombres aún no saben quién eres, pero cuando lo descubran, no se detendrán.
El joven se recargó en su silla, tratando de procesar las palabras de Tetsu. Había anticipado problemas, pero no algo de esta magnitud. Tres nombres, tres hombres que parecían titanes operando en un tablero que él ni siquiera sabía que existía.
Su hermano dejó escapar un largo suspiro antes de mirar por la ventana hacia las luces de Kamurocho.
—El Lote Vacío no es solo un terreno. Es la llave para controlar esta ciudad. Quien lo posea, dicta las reglas. Por eso, están dispuestos a destruir a cualquiera que se interponga.
Ryohei frunció el ceño, no convencido.
—¿Todo esto por un terreno? —replicó, incrédulo—. ¿Un proyecto inmobiliario?
Tetsu negó con la cabeza, una sombra de cansancio en su rostro.
—Lamentablemente si. Dinero, influencia… poder. Si los tres buscan ese terreno, no es solo por la tierra en sí, sino por lo que representa. Y el control de la ciudad.
—¿Y por qué no simplemente lo compran? —insistió Ryohei, tratando de entender la magnitud de lo que escuchaba.
—Porque uno de los dueños no quiere vender. Y lo peor: ha desaparecido.
—¿Desapareció?
—Si, nadie sabe dónde está. Mientras no aparezca, ese terreno es un obstáculo. Por eso esos tres están en guerra. El primero que lo encuentre y lo convenza —o lo obligue— será el que gane.
El menor frunció el ceño, procesando la información con rapidez.
—¿Y por qué nos afecta a nosotros?
Tetsu lo miró, su expresión endurecida por la verdad que estaba a punto de revelar.
—Porque hay más de un dueño del lote —dijo finalmente, su voz pesada—. Y estamos más cerca de ese terreno de lo que crees.
El silencio se hizo más pesado. Ryohei abrió la boca para hablar, pero las palabras no salieron. Aunque no tenía la imagen completa, algo dentro de él sabía que su vida acababa de enredarse en algo mucho más grande de lo que podía imaginar.
—Créeme, Ryohei —añadió el mayor, con un tono bajo y firme—, cuanto menos sepas ahora, mejor para ambos.
El joven no respondió, pero una maraña de dudas y sospechas comenzaba a formarse en su mente. Sabía que estaba entrando en un juego peligroso, y que ya no había vuelta atrás.
Se tomó un momento antes de continuar, dejando que las palabras de su hermano resonaran en su mente. Cada frase parecía abrir un nuevo abismo de preguntas y dudas, como si cada respuesta solo trajera consigo más incógnitas.
El ambiente a su alrededor se había vuelto más denso, y Ryohei sentía cómo cada palabra lo arrastraba más hacia un punto del que no podía escapar.
—Si uno de los dueños está desaparecido, ¿qué pasa con el otro? —preguntó finalmente, su voz cargada de una duda sutil, pero con una determinación que mostraba que ya no podía dar marcha atrás.
Quería, necesitaba, saber más.
Tetsu tardó un instante en responder, su mirada oscura y calculadora mientras parecía evaluar cada palabra antes de soltarla.
—Nadie lo sabe… —respondió con tono grave y cauteloso—. Lo único que sabemos es su nombre, pero nuestras teorías apuntan a que no están relacionados con la persona desaparecida.
Su hermano solo frunció el ceño, incapaz de comprender completamente la respuesta. Algo en la explicación de Tetsu le parecía incompleto, como si una pieza vital faltara en el rompecabezas.
—No lo entiendo... ¿A qué te refieres? —preguntó, su voz más baja, cargada de inquietud.
El mayor de los Tachibana soltó un largo suspiro y lo miró con una seriedad que no admitía réplica.
—Porque creemos que esa persona fue puesta como dueño por error… o por alguna otra razón —comenzó, sus palabras suaves, pero cargadas de una intensidad palpable—. Sé su nombre, pero es mejor que no lo sepas. Si sabes más, podrías poner en peligro a esa persona. Menos involucrados, más seguridad.
El aire se volvió denso. Ryohei sintió el hormigueo en su piel, pero no insistió. Algo en su interior le decía que era tarde para presionar, aunque las dudas crecían como sombras en su mente.
Desvió la mirada con frustración antes de clavar los ojos en su hermano, percibiendo los pequeños gestos que lo delataban: la rigidez de sus hombros, las arrugas tensas en su frente, la mirada fija en las fotografías del escritorio. Más que calculador, Tetsu parecía estar lidiando con un miedo silencioso.
Y lo entendía. En Kamurocho, donde la lealtad se pagaba con sangre, era solo cuestión de tiempo antes de que su vínculo saliera a la luz.
El joven se encogió ligeramente de hombros, cruzando los brazos con una mueca de escepticismo.
—¿Qué pasa, Tetsu? —preguntó, mezclando preocupación y desconfianza.
El mayor desvió la mirada hacia la ventana, donde las luces titilaban como pulsaciones de un corazón herido.
—Ryohei… —su voz bajó, casi un susurro—. Quiero que mantengas tu identidad oculta hasta que todo esto termine.
El menor frunció nuevamente el ceño. Algo en el tono de su hermano no era solo precaución: era miedo.
—¿Es por esos hombres? —señaló las fotografías en el escritorio—. ¿Crees que vendrán por mí?
Tetsu se inclinó hacia atrás en su silla, dejando escapar el peso que cargaba.
—Ellos no dudarían en usar cualquier debilidad para hacerme caer —admitió, con la voz apenas audible—. Y tú… eres mi punto más vulnerable. Si algo te pasara… —se pasó la mano por el cabello—. No sé qué haría.
El aspirante a médico lo observó en silencio. Durante años había visto a Tetsu como un pilar inamovible, pero ahora percibía las grietas en su armadura. Un susurro interno le decía que, aunque intentaran ocultarlo, el lazo con Tachibana Real Estate no podría mantenerse secreto por mucho tiempo.
—Tetsu, no soy un niño —dijo al fin, su tono firme—. Entiendo que quieras protegerme, pero no puedes cargar esto solo. Déjame ayudarte.
Su hermano cerró los ojos un momento. Al abrirlos, había en ellos una mezcla de resignación y orgullo.
—Está bien, Ryohei —accedió con una voz más suave—. Pero prométeme algo: si las cosas se ponen feas, no intentes ser un héroe.
—Lo prometo. Pero tampoco me quedaré al margen. No soy solo tu debilidad; también puedo ser tu fuerza.
Por primera vez en mucho tiempo, Tetsu sonrió sinceramente, aunque la preocupación persistía en su mirada.
—Gracias, Ryohei —murmuró, observándolo mientras se levantaba.
El hermano menor se colocó de pie. En el umbral, se detuvo un instante.
—Lo que sí, hermano… Es probable que los lugartenientes de los Dojima ya sepan quién soy —advirtió, con un tono firme pero inquietante.
Tetsu lo miró un momento, pensativo, y asintió con gravedad.
—Lo tengo presente. Pero no harán nada... aún. Por ahora, mantener las apariencias les resulta más útil. Solo mantente alerta.
La puerta se cerró con un leve clic. El mayor dejó caer los hombros, arrastrado por recuerdos enterrados.
La imagen de un pasado volvió a su mente.
El sonido seco de una puerta al cerrarse hizo que Ryohei levantara la vista de su libro de medicina. Tetsu irrumpió tambaleante, pálido y sudoroso, su respiración agitada como si cargara un peso invisible.
Dejó el libro y corrió a sostenerlo antes de que cayera.
—¡Tetsu! —exclamó, ayudándolo hasta el sofá, ignorando las débiles protestas de su hermano.
—Nada... solo un mal día —susurró el mayor, aunque su cuerpo tembloroso decía lo contrario.
El joven no le creyó. Lo instaló en el sofá y fue en busca del botiquín.
Cuando regresó, encontró a su hermano encorvado, luchando por mantener la compostura. Había una fragilidad en Tetsu que rara vez mostraba.
—Tienes fiebre otra vez —diagnosticó, tocándole la frente—. ¿Cuántas veces te he dicho que no ignores los síntomas?
Tetsu cerró los ojos, agotado.
—No puedo detenerme… Hay demasiado en juego.
—Sí, claro, y por eso casi te desmayas en la entrada —respondió Ryohei con calma, aunque sus manos se movían con rapidez y precisión.
Sacó una jeringa del botiquín y la llenó con el medicamento adecuado.
—Esto te va a ayudar con el dolor y la fiebre. No te muevas.
El hermano mayor solo abrió un ojo, tratando de bromear, aunque su tono era débil.
—¿Cuándo te volviste tan mandón?
—Desde que decidiste actuar como si fueras invencible —replicó el hermano menor, con un tono más seco de lo habitual.
Mientras administraba la inyección, su firmeza no dejó espacio para que Tetsu replicara.
El medicamento empezaba a hacer efecto, Ryohei se sentó frente a su hermano, cruzando los brazos. La quietud en la habitación fue interrumpida por sus palabras, duras pero necesarias.
—A veces me pregunto si realmente quieres vivir —dijo finalmente, su tono cortante—. Porque haces todo lo posible por demostrar lo contrario.
El aludido lo miró, su expresión ahora seria, como si las palabras de su hermano lo hubieran golpeado con más fuerza de la que esperaba.
—Vivo por ti. Todo esto… es por ti.
—Entonces deja que te cuide —respondió, su tono ahora más suave—. Te he dicho muchas veces que no puedes cargar con todo solo. Déjame ayudarte.
Por primera vez en mucho tiempo, Tetsu no respondió con sarcasmo ni evasivas. Simplemente asintió, permitiendo que su hermano menor tomara el control, al menos por esa noche.
Horas más tarde, el joven lo llevó a su habitación, recostándolo en la cama, por fin su cuerpo estaba relajado, aunque las huellas de la fatiga seguían marcando su rostro. Ryohei lo observó en silencio desde una silla cercana, asegurándose de que estuviera estable antes de retirarse.
—Es suficiente por hoy —ordenó, apagando la lámpara de la habitación. Su voz era tranquila, pero firme—. Descansa. Mañana será otro día.
El mayor asintió levemente, sin despegar la mirada del techo, como si intentara evadir los pensamientos que lo abrumaban.
—Ryohei… ¿Puedes quedarte conmigo esta noche? Por favor.
El menor, sorprendido por la petición, lo miró unos segundos antes de asentir. Se acercó a la amplia cama de aquel hombre que siempre intentaba mostrarse imponente ante él.
Se quitó la chaqueta mientras Tetsu se movía apenas para hacerle espacio. Pronto, ambos estaban ya recostados.
—¿Así está bien?
La habitación se llenó de esa calma cómoda que solo existe entre hermanos. Ryohei, aún con el pulso acelerado por la preocupación, se acomodó lo suficiente para que su cercanía fuera un recordatorio silencioso de que, aunque el mundo pesara, no estaba solo.
—Gracias, asi está perfecto… —murmuró Tetsu, dejándose vencer finalmente por el sueño, sintiéndose, al menos por esa noche, protegido.
El clic de la puerta al cerrarse lo devolvió al presente. El hermano mayor, sentado en su escritorio, dejó caer los hombros mientras el recuerdo de aquella noche seguía vívido en su mente. Había visto destellos de la fortaleza de Ryohei antes, pero entonces los había desestimado, atribuyéndolos a la terquedad propia de la juventud.
Ahora entendía cuán profundo era el carácter de su hermano y hasta dónde estaba dispuesto a llegar por él.
—Jamás me di cuenta… —murmuró, su voz apenas un susurro perdido en la penumbra—. De cuándo pasaste de ser un niño a un hombre.
Sus pensamientos seguían orbitando alrededor de ese momento, como si la respuesta a lo que venía estuviera encerrada allí.
Dejó escapar un suspiro pesado.
Finalmente, se incorporó de su escritorio y caminó hacia su habitación. A medida que avanzaba por el pasillo, el eco de sus pasos amplificaba la tensión del día. Cuando se recostó, su cuerpo cedió al cansancio, pero su mente seguía atrapada en los desafíos que el amanecer traería.
Aunque la noche había terminado, una pequeña chispa de esperanza permanecía en su interior. Quizá, esta vez, no tendría que enfrentarlo todo en soledad.
La luz matinal se filtraba a través de las cortinas, proyectando sombras suaves en la habitación. El joven ya estaba despierto, moviéndose con calma, pero con determinación. La noche anterior seguía fresca en su memoria, pero no dejó que eso lo distrajera. Había aprendido que la preparación era clave, y hoy no sería la excepción.
Se colocó una camiseta sencilla y pantalones deportivos, ajustando los cordones de sus zapatillas con movimientos automáticos. El zumbido bajo de la ciudad apenas lo distraía mientras preparaba su bolso. Guardó una toalla, una botella de agua y un cambio de ropa.
El bolso deportivo, desgastado pero funcional, descansaba junto a la puerta. Ryohei ajustó las correas con cuidado, repasando mentalmente lo que debía hacer. Antes de girar el pomo, el teléfono resonó en la sala, llenando el espacio con su timbre metálico y cortante.
Frunció el ceño y caminó hacia el aparato con pasos decididos. Al descolgar, un suspiro antecedió su respuesta.
—¿Diga?
—Soy yo… —la voz familiar de Kenji rompió la calma matutina.
—Kenji —respondió el aspirante a médico, relajando ligeramente el tono—. Qué sorpresa. ¿Otra vez buscando excusas para no estudiar?
—Mira quién lo dice, el hombre más ocupado de Kamurocho —bromeó su amigo con su usual sarcasmo, dejando escapar una ligera risa—. Oye, hablando de "ocupado", ¿qué pasó contigo anoche? Te esfumaste del Cabaret Grand como un ninja.
Ryohei suspiró, esta vez con algo de dramatismo.
—Trabajo de último minuto con mi hermano. Ya sabes cómo es, siempre surge algo que necesita mi atención.
Kenji soltó una carcajada.
—Ah, claro. Porque tú nunca escapas por motivos más interesantes, ¿verdad? Seguro tu hermano es un cliente muy exigente.
—Ya quisieras —respondió el menor Tachibana con una leve carcajada—. Pero no, en serio. Me avisaron que hubo un caos en la oficina cuando estábamos en el karaoke. Un cliente tuvo una discusión acalorada por unos cobros que, según él, no correspondían y, para rematar, terminó borracho en la puerta del apartamento. Se puso violento y Oda-san tuvo que intervenir. Ya te imaginas cómo terminó eso.
—¿Qué tan "acalorada" fue la discusión? —preguntó Kenji, con tono curioso y burlón—. ¿Oda-san parecía haber peleado con un oso?
Ryohei se permitió una sonrisa mientras apoyaba el codo sobre la mesa.
—Digamos que el cliente no estaba en su mejor momento. Por suerte, se resolvió antes de que escalara más. Oda-san aguantó bien y luego se fue a descansar. Se quedó a dormir acá con nosotros.
—Claro, porque ahora tú eres el mediador experto de Tachibana Real Estate —ironizó su amigo—. ¿Qué hiciste? ¿Ofrecerle un descuento en su próximo terreno?
—Más bien limpié el desastre —dijo el joven con calma—. Aunque no fue tan complicado. El tipo se fue rápido.
—Qué conveniente —replicó el otro chico, aún con un deje de sospecha—. ¿Y qué pasa con tu "trabajo inesperado"? ¿Tu hermano no puede manejarse sin ti?
—No es eso. Es solo que a veces… —Ryohei hizo una pausa, consciente del rumbo de la conversación—. Bueno, da igual. ¿Dónde estabas tú?
Kenji soltó una risa que hizo que Ryohei frunciera el ceño, anticipando algo sospechoso.
—Ah, ¿yo? Me fui con Kyomi después de que te largaste.
El aspirante a médico dejó caer la cabeza hacia atrás y suspiró profundamente.
—¿En serio? Claro, tenía que ser. Y mientras tanto, yo aquí solo, lidiando con problemas.
—Oh, ¿te sientes abandonado? —Kenji alargó las palabras con malicia evidente—. Si Oda-san lo "resolvió", seguro encontraste una forma muy creativa de agradecerle, ¿no?
—No empieces —replicó su amigo, aunque una leve sonrisa traicionó su intento de mantenerse serio—. Tú no estás en posición de hablar, ¿o acaso Kyomi ya tiene todas tus prioridades bien claras?
—¿Kyomi? Bueno, ella tiene… ciertas ventajas competitivas —contestó el otro con una risa descarada.
—Ventajas, claro… —bufó el menor Tachibana, dejando escapar un comentario sarcástico—. No te preocupes, no me pongo celoso. Pero si mañana apareces todo adolorido, no vengas llorando a mí.
—¿Adolorido? —su mejor amigo fingió indignación—. ¿Quién te crees que soy, un principiante?
—Bueno, considerando lo mal que lidiaste con tu última "sesión intensiva"… —dejó caer la frase con una sonrisa burlona—. No es que te tenga mucha fe.
Kenji soltó una carcajada, intentando recuperar la ventaja.
—Hablas como si fueras un experto. ¿O es que también tienes tus propios métodos… "intensivos"? Seguro que Oda podría confirmar más de una cosa.
El joven arqueó una ceja, aunque no pudo evitar reír.
—¿Confirmar? Claro que sí. Te sorprenderías de lo "generoso" que puedo ser, sobre todo cuando quiero quitarme a alguien de encima rápido.
Su amigo soltó una carcajada estruendosa.
—¿Eso fue una confesión, Tachibana? Porque ahora sí tengo razones para preocuparme por tu pobre hermano.
—Deberías preocuparte más por ti mismo, Shirakawa —remató, con un tono casual cargado de burla—. A este paso, Kyomi tendrá que llamarme para recogerte cuando ya no puedas caminar.
El chico al otro lado de la linea no pudo contener otra carcajada.
—Por favor, Ryo. Si alguien va a necesitar ayuda después de una noche así, seguro que no seré yo.
Ryohei solo negó con la cabeza, riendo para sus adentros.
—Claro, claro… Luego no digas que no te avisé cuando te vea caminando como abuelo.
Decidió cambiar de tema antes de que la conversación se alargara más.
—Volviendo a lo que realmente pasó anoche. Mi hermano está trabajando en unos contratos importantes y necesita ayuda con la logística. Parece que quedé enlistado como su asistente "voluntario". Entre eso, estudiar para el examen y trabajar en el Serena, no me queda mucho tiempo libre.
—Vaya, entonces, ¿ya no te veremos hasta el examen? —Kenji fingió indignación—. Voy a extrañar tus intentos de actuar como el responsable del grupo.
—Oh, por favor —respondió su amigo, acompañando sus palabras con una risa suave—. No me extrañarás tanto. Además, alguien tiene que asegurarse de que pases el examen, y ese alguien soy yo.
—¡Qué considerado! —exclamó el otro entre risas—. Pero oye, ¿qué pasa si fracaso porque mi mejor amigo se convirtió en esclavo corporativo?
Ryohei soltó una carcajada breve.
—Siempre puedes culpar a la vida nocturna de Kamurocho por distraerte —comentó, dejando que el doble sentido quedara en el aire—. Mientras tanto, yo me sacrificaré lidiando con contratos y cerrando negocios aburridos.
Kenji soltó una carcajada al otro lado de la línea, pero no perdió la oportunidad de contraatacar.
—"Negocios aburridos", dice. Seguro lo mencionas para que no me dé celos de tu emocionante vida de burócrata seductor.
—No quiero herir tus sentimientos. —respondió el menor Tachibana con una ironía tan afilada como su sonrisa—. Aunque, siendo sincero, no se compara con tus maratones nocturnos… y no precisamente en la pista de atletismo.
Kenji dejó escapar un suspiro exagerado, como si pretendiera ocultar un ataque de risa.
—Ah, claro, porque tú siempre consigues exactamente la compañía que quieres, ¿no? Seguro hasta tienes que rechazar ofertas por "overbooking".
—Anoche, casualmente, me interesaba más saber qué hacías tú con Kyomi… —dejó caer el comentario con falsa inocencia, aunque su tono estaba cargado de intención—. ¿Qué tal estuvo tu "noche de pasión"?
Su amigo casi se atraganta con su propia risa, un tanto incómodo.
—¡¿Qué?! No fue nada de eso, idiota. Solo la acompañé a casa, como un caballero. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque me dejaste plantado, cariño. Yo tenía grandes planes contigo, ¿sabes? —Ryohei arrastró las palabras con un tono casi sensual—. Sobre todo después de imaginar lo limpio y cómodo que debe estar tu apartamento ahora. Pero claro, Kyomi tenía prioridad.
Kenji rió entre dientes, aunque su tono traicionaba algo de vergüenza.
—¡No digas esas cosas, imbécil! La gente podría malinterpretar.
—¿Malinterpretar? —repitió Ryohei, fingiendo desconcierto antes de sonreír pícaramente—. Vamos, cariño, no te pongas así. Sabes que siempre serás mi "favorito".
—¡Favorito, mis narices! —estalló Kenji entre risas, claramente más avergonzado que molesto—. ¿Tienes que ser tan dramático?
—Lo que pasa es que me tienes mal acostumbrado —lanzó el comentario con descaro—. Pero tranquilo, Kyomi no tiene por qué enterarse de nuestra "relación secreta".
—¡Cállate, Ryo! —rió su amigo, rindiéndose al juego—. Tus bromas de mal gusto me van a meter en problemas.
—Admite que te encanta toda la atención que te doy —remató el aspirante a médico, con una sonrisa que seguramente su mejor amigo podía sentir desde el otro lado de la línea—. Pero bueno, volviendo al tema serio: ¿vas a pasar ese examen de una vez o tendré que seguir molestándote hasta que lo hagas?
El otro logró recuperar el aliento entre risas.
—Está bien, está bien. Pero si me gano el premio al estudiante del año, más vale que me invites a cenar. Y no estoy bromeando.
—Hecho. Pero solo si apruebas. ¿Trato?
—Trato. Aunque no prometo dejar de fastidiarte hasta entonces.
—Lo estoy contando —dijo Ryohei antes de mirar por la ventana, donde las luces de Kamurocho seguían brillando bajo el cielo gris de la mañana—. Ahora déjame volver al trabajo antes de que Tetsu venga a darme la lata.
—Como digas, Tachibana-san. Nos vemos en los libros… o en el Serena. Ah, y por cierto…
—¿Qué?
—Todavía recuerdo cómo ocultaste tu apellido allá, "Hiratori-san" —añadió Kenji con una última risa burlona antes de colgar.
—Idiota… —murmuró Ryohei, negando con la cabeza mientras sonreía.
Colgó el auricular con calma, pero permaneció en silencio unos segundos, mirando por la ventana. Su expresión se suavizó, aunque una sombra de melancolía cruzó sus ojos.
—Lo siento… No puedo arriesgarme a que te involucres. Esto no es algo en lo que debas estar.
Suspiró, su sonrisa transformándose en algo más tenue, más privado.
—Además, así tendrás más tiempo para Kyomi… Como si no me hubiera dado cuenta.
—¿Quién va a tener más tiempo con Kyomi? —La voz de Tetsu lo sacó de su ensimismamiento. Al voltear, encontró a su hermano apoyado en el marco de la puerta, con una expresión relajada y serena, algo inusual en él.
—Ah, hermano… No quería despertarte —respondió Ryohei, incómodo, mientras pasaba una mano por su nuca.
Tetsu no respondió de inmediato. En cambio, su mirada se posó en el bolso que colgaba de los hombros de su hermano menor y en la ropa deportiva que llevaba puesta. Una ligera sonrisa cruzó su rostro, mezcla de curiosidad y aprobación.
—¿Piensas hacer ejercicio o algo más serio? —preguntó, con un tono que dejaba entrever que ya tenía una idea de lo que ocurría.
El joven vaciló un instante, buscando las palabras correctas. Había tomado la decisión de entrenar, pero no estaba seguro de cómo explicarlo sin parecer imprudente.
Si esas personas realmente iban a perseguirlo por su vínculo con Tetsu o por lo que sabía del lote vacío, entonces necesitaba estar preparado.
No podía permitirse ser una carga.
—Pues… verás… —empezó, tratando de armar una excusa convincente, pero su hermano mayor lo interrumpió antes de que pudiera continuar.
—Ya veo. Nuestra conversación de anoche te dio algo en qué pensar, ¿no es así? —cruzó los brazos, su tono despreocupado, pero su mirada revelaba algo más profundo—. No es una mala decisión, pero espero que lo hagas por las razones correctas… no solo por miedo.
Ryohei lo observó, sorprendido por la percepción de su hermano, pero antes de que pudiera responder, otra voz se unió a la conversación.
—Parece que tienes claro lo que quieres hacer, chico —dijo Oda mientras salía de la habitación de invitados. Aunque su paso aún era algo lento, su semblante mostraba que ya se estaba recuperando de la pelea de la noche anterior—. Déjame adivinar: ¿tienes pensado entrenar artes marciales?
El joven se quedó en silencio por un momento, asimilando las palabras de Oda y la mirada inquisitiva de Tetsu. Finalmente, se encogió de hombros y dejó escapar un leve suspiro.
—Algo así —admitió. Su voz era tranquila, pero cargada de una determinación que no pasó desapercibida para ninguno de los presentes.
El mayor intercambió una mirada rápida con su subordinado antes de volver a fijarse en su hermano. Una leve sonrisa se dibujó en su rostro mientras asentía, aunque sus ojos reflejaban algo más profundo: una mezcla de orgullo y preocupación.
—Entonces, más te vale darlo todo. Pero recuerda, hazlo por ti, no por mí.
Oda soltó una pequeña risa, rompiendo la tensión que flotaba en el aire.
—Vamos, Tachibana. Se le nota en la cara que lo hace tanto por él como por ti. Déjalo que lo haga por las razones que quiera y punto. Ya no es el niño al que sobreprotegías.
Su tono despreocupado aligeró la atmósfera mientras sacudía una mano en el aire. Luego agregó con una sonrisa.
—Bien, tengo que capacitar al chico nuevo. ¿Me permiten usar su baño antes de salir?
Ambos asintieron sin decir palabra. Sin embargo, antes de que el humor pudiera asentarse, Ryohei rompió el breve alivio con una confesión cargada de determinación.
—Está bien… será mejor que me vaya —dijo mientras se daba la vuelta hacia la puerta. Su mano se posó en el pomo, pero se detuvo antes de abrirla
—Hermano… tengo pensado pasar todo el día fuera. Después de… bueno, entrenar, iré al Serena. —Hizo una pausa, apretando ligeramente el pomo, como si con ese gesto reforzara su resolución—. Tendré cuidado, sobre todo con lo que hablamos.
Sin añadir más, abrió la puerta y salió, cerrándola tras de sí con suavidad.
Tetsu lo observó alejarse en silencio. En su mirada se entrelazaban orgullo y una preocupación inevitable, conscientes de que Ryohei estaba dando un paso propio hacia un futuro incierto. Sabía que su hermano aún no estaba listo para toda la verdad, pero verlo actuar por decisión propia le daba una chispa de alivio.
Oda, que también lo había seguido con la mirada, se acercó y apoyó una mano en su hombro, su expresión más seria de lo habitual.
—Supongo que le contaste todo, ¿verdad?
El hombre dejó escapar un suspiro, pero su mirada se mantuvo seria.
—Solo lo importante… Aún no está listo para lo que se avecina.
Su compañero arqueó una ceja, su tono cargado de ligera incredulidad.
—Pero lo viste. Quiere ayudarte y planea hacerse fuerte, tanto por él como por ti. ¿Eso no es suficiente para contarle lo más importante de todo esto?
El mayor giró su rostro hacia su amigo, su mirada firme como una roca.
—Oda-san… —dijo con voz grave y pausada—. Ryohei aún no puede saber eso. Pero con la información que le di, ya tiene suficiente para avanzar. —Hizo una breve pausa, su expresión endureciéndose aún más—. ¿Cómo crees que reaccionará cuando sepa que…?
Antes de que pudiera terminar, el otro levantó una mano, interrumpiéndolo.
—Tienes razón —respondió con un suspiro, aunque su tono reflejaba más resignación que convicción.
Retiró su mano del hombro de Tetsu y dio un paso atrás.
—Pero no olvides que no puedes protegerlo de todo, Tachibana.
Tetsu no respondió, pero su mirada se perdió por un instante en la dirección en la que Ryohei había desaparecido. En lo más profundo de su ser, sabía que la verdad era un arma de doble filo, y que cada decisión tomada lo acercaba al momento inevitable en el que tendría que confiarle a su hermano el peso completo de la realidad.
Chapter 7: "Secretos Expuestos"
Summary:
En Kamurocho, la verdad no permanece enterrada por mucho tiempo…
Cuando la identidad de Ryohei sale finalmente a la luz, se desata una tensión que arrastra recuerdos, culpas y antiguas heridas. La noche se tiñe de confrontaciones intensas, tanto verbales como emocionales, en especial frente a una figura que no conoce piedad: Awano.Entre revelaciones que sacuden los cimientos del pasado, y un nuevo juego de poder que comienza a configurarse, este capítulo marca un antes y un después en el camino del joven protagonista.
Nada volverá a ser como antes.
Chapter Text
“Secretos Expuestos”
El cielo despejado anunciaba una nueva jornada en Kamurocho. Las calles comenzaban a llenarse de actividad; los locales diurnos levantaban sus persianas mientras las tiendas nocturnas cerraban, preparándose para descansar tras largas horas de trabajo.
El sol, demasiado alto para esa hora, lo golpeó de lleno al salir, como si el día insistiera en obligarlo a abrir los ojos al presente. Ryohei entornó los ojos y soltó un suspiro, levantando una mano para protegerse del resplandor. Había decidido que, después de algún tiempo postergándolo, hoy sería el día en que finalmente iría a inscribirse al dojo y comenzaría su entrenamiento.
Sin embargo, justo cuando ajustaba la correa del bolso al hombro, se detuvo en seco, su expresión endureciéndose.
—Ah, mierda… —murmuró, recordando de golpe un favor que su jefa le había pedido antes de concederle esas preciadas noches libres.
Le había prometido cubrir unas horas durante el día para atender a unos clientes importantes.
Soltó un gruñido resignado y regresó al apartamento, dejando el bolso a un lado mientras buscaba algo más adecuado para trabajar. Cambió su ropa por una camisa celeste de corte sencillo, cómoda pero apropiada para un entorno laboral, dejando la corbata y la chaqueta descartadas.
A fin de cuentas, no planeaba quedarse más tiempo del necesario. Metió la ropa de entrenamiento de nuevo en la mochila.
—Tendré que pasar por el dojo después del trabajo —pensó, ajustando el cierre.
Ya en la calle, tomó rumbo hacia el Serena con paso ágil, procurando no llegar tarde. A pesar del cambio inesperado de planes, no podía evitar cierta emoción ante la idea de inscribirse más tarde. Era algo que llevaba tiempo considerando, pero nunca encontraba el momento oportuno para dar el paso.
—¿Qué tal será? —murmuró para sí, mientras esquivaba a un repartidor que pasaba corriendo—. Espero que no sean demasiado estrictos con los novatos.
El bullicio matutino del distrito le daba a Kamurocho un aire diferente al habitual. Los negocios abrían, los repartidores iban y venían, y los autos llenaban las avenidas con el constante rugir de motores.
Mientras avanzaba, no pudo evitar una sonrisa apenas perceptible.
—Primero el trabajo… después el dojo —se dijo con determinación, ajustándose el bolso al hombro.
Aunque el día había comenzado distinto a lo planeado, no pensaba perder la oportunidad de iniciar ese entrenamiento que tanto había postergado.
Dobló la esquina hacia la calle Tenkaichi, donde se alzaba el Serena, un refugio discreto entre el bullicio constante de Kamurocho. Cruzó la galería y presionó el botón del ascensor, subiendo hasta el segundo piso. Una vez allí, se detuvo frente a la puerta, acomodando el bolso antes de abrirla con un suspiro.
Para su alivio, el lugar estaba tranquilo; Reina limpiaba la barra con movimientos metódicos y no se escuchaban más voces en el local. Se inclinó ligeramente para saludar.
—Creo que llegué a tiempo, ¿no? —dijo con una sonrisa, acercándose a la barra y dejando su bolso en un rincón donde no estorbara.
La encargada levantó la mirada y le dedicó una sonrisa.
—Esta vez sí, llegaste puntual. Gracias por venir tan temprano. —Su tono era cálido, aunque su mirada se desvió con curiosidad hacia el bolso del joven—. ¿Ese bolso es nuevo?
El joven dejó escapar una risa nerviosa mientras se acomodaba en el taburete frente a la barra.
—Para serte sincero, Reina-san… casi lo olvido. —Se rascó la nuca con cierta vergüenza—. Me estaba preparando para algo completamente distinto esta mañana.
—¿Ah, sí? —ella arqueó una ceja mientras seguía limpiando—. ¿Y se puede saber qué era tan importante como para casi dejarme plantada?
—Pensaba inscribirme a un dojo. —Apoyó un brazo en la barra, con una sonrisa entre traviesa y arrepentida—. Llevo tiempo diciéndome que lo haría, pero siempre surge algo. Hoy, por fin, decidí que ya era hora… pero olvidé por completo que te había prometido cubrir esta mañana.
La mujer dejó el trapo en la barra y lo miró con interés.
—¿Un dojo? Vaya, eso no lo esperaba de ti. ¿Es por deporte o hay algo más detrás?
—Supongo que un poco de ambas cosas. —Se encogió de hombros—. Es más, por disciplina y para despejarme. Últimamente siento que me vendría bien descargar algo de energía de manera más… productiva.
—Bueno, no suena nada mal. —Reina sonrió, aunque su tono tenía un matiz de picardía—. Aunque, conociéndote, no puedo evitar preguntarme si no estás buscando impresionar a alguien.
El joven dejó escapar una risa breve, acompañada de un ligero gesto de negación con la mano.
—¿Impresionar? Para nada. Si fuera por eso, mejor aprendería a bailar o algo así.
—Hmm, bailar definitivamente te vendría bien. —Ella bromeó, riendo con suavidad—. Aunque tampoco te vendría mal esforzarte más en algo… ya sabes, menos práctico y más romántico.
—¿Romántico? Lo mío no es tan complicado como crees. —Respondió con una sonrisa, desviando ligeramente la mirada con incomodidad.
—Bueno, gracias por no dejarme colgada. Después de esto, mañana puedes correr al dojo si todavía tienes ganas.
—Gracias por entender, Reina-san. —El chico sonrió con algo más de confianza—. Prometo compensarte con un café cuando termine este turno.
—Hecho. Pero que sea uno de los buenos. —Ella se volvió hacia la cafetera, empezando a preparar algo para sí misma—. Y suerte con tu inscripción. Sólo no llegues al dojo agotado por trabajar aquí.
—Descuida, aún me queda energía de sobra.
Ambos compartieron una sonrisa antes de que el día en el Serena comenzara en forma, con Reina a cargo de los preparativos y Ryohei listo para cumplir su promesa.
Las horas transcurrieron con la calma propia de las mañanas en el local. La suave melodía de un saxofón resonaba desde el tocadiscos en la esquina, llenando el bar con una atmósfera relajante y algo nostálgica. Entre el tintineo de vasos y el eco lejano de las calles, Reina repasaba la barra con su dedicación habitual, lanzando de vez en cuando una mirada al joven.
Él trabajaba concentrado, limpiando mesas, atendia a los clientes y organizando el lugar sin quejarse.
A pesar de ser una mañana tranquila, lo hacía con la misma precisión que si el bar estuviera lleno. La mujer sabía que podía confiar en él, incluso cuando el turno anterior parecía distraído con otros planes.
El sonido repentino de la campanilla de la puerta interrumpió el ambiente. Reina levantó la vista de inmediato, al igual que su ayudante, quienes miraron al nuevo visitante.
En el marco de la puerta, con una expresión confiada y su característica chaqueta oscura combinada con una camisa desabotonada, se encontraba Akira Nishikiyama.
Su cabello, perfectamente peinado pero suelto, brillaba bajo la luz tenue del bar. Sus pasos resonaron con un aire despreocupado al entrar. Nishiki, como siempre, irradiaba esa mezcla de carisma y elegancia que lo hacía destacar incluso en un lugar tan discreto como el Serena.
Mientras se acercaba a la barra con su andar relajado, Reina dejó a un lado el trapo con naturalidad. El saxofón seguía envolviendo el ambiente con su melodía melancólica, pero la presencia del recién llegado alteró sutilmente el aire, como si trajera consigo otra energía.
—Vaya, si no es nuestro cliente estrella —dijo el bartender con una media sonrisa mientras terminaba de ajustar un vaso en la mesa más cercana.
—¿Estrella? No exageres, hombre —replicó el recién llegado, dejándose caer en un taburete junto a la barra—. Aunque si me tratas así, quizás empiece a creerlo. Anda, Ryohei, sírveme lo de siempre.
—A la orden —respondió, acercándose a la barra mientras tomaba un vaso limpio y una botella de licor.
Conocía ese pedido de memoria; Nishiki era cliente habitual del Serena desde mucho antes de que él comenzara a trabajar allí, pero se habían llevado bien casi desde el primer cruce de palabras, sin importar que uno fuera un aspirante a médico y el otro yakuza.
—Por cierto, te veo más animado de lo usual. ¿Todo bien? —Preguntó el bartender mientras vertía el liquido ambar en el vaso.
—Claro, todo va viento en popa. Aunque… —giró hacia él con una sonrisa un tanto burlona—, antes de hablar de mí, dime, ¿cómo vas con tus exámenes de ingreso?
—Mejor de lo que esperaba. Aunque siempre hay algo que podría mejorar.
—Eso suena bien. Porque te advierto, cuando tenga mi propia familia, te contrataré como médico de cabecera. ¿Qué dices? —bromeó Nishiki, levantando el vaso que acababa de recibir.
—¿Médico de cabecera, dice? Solo si me pagas bien.
—Claro que te pagaré y muy bien, siempre que no te olvides de quién te apoyaba en tus días de bartender.
Ambos rieron suavemente, y Reina, que había estado escuchando mientras organizaba unas botellas detrás de la barra, negó con la cabeza con una sonrisa.
—Si Nishikiyama-kun confía en ti tanto como para ponerte al cuidado de su familia, diría que vas por buen camino.
—Eso, o tengo demasiada fe en él —añadió el yakuza con una risa ligera, aunque el brillo en sus ojos delataba su sincera confianza en el chico.
El ambiente distendido se mantuvo por unos instantes mientras el recién llegado probaba su licor. Tras un sorbo, esbozó una sonrisa de aprobación y, con tono casual, mencionó que su hermano de juramento —de quien ya había hablado en visitas anteriores— había dejado la familia y conseguido un nuevo trabajo.
Antes de continuar, volvió a llevar el vaso a los labios, disfrutando del contenido con calma.
—Esto sigue siendo increíble. Siempre digo que tienes una mano especial para servir este trago.
—Es solo el licor, no te emociones tanto —replicó el bartender con su característico sarcasmo—. Pero mencionaste que tu amigo empezó a trabajar. ¿Qué tiene de malo eso?
—Nada, en realidad. Pero lo acompañé a comprarse un traje para su primer día, y déjame decirte… —hizo una pausa, llevándose el vaso de nuevo a los labios mientras alzaba una ceja con un gesto cargado de humor—. Tiene un estilo, digamos, único.
—¿Único? —preguntó Reina, cruzándose de brazos mientras lo miraba con interés—. ¿Tan malo es?
—No malo, solo… llamativo. Aunque a él parece no importarle en absoluto.
Ryohei soltó una risa suave, apoyándose en la barra mientras limpiaba una copa con calma.
—Déjame adivinar: algo que hace que se note a kilómetros de distancia, ¿no?
—Exacto. Algo así como "mírame, estoy listo para pisar fuerte en Kamurocho" —añadió, riendo entre dientes mientras agitaba el vaso para pedir un poco más.
La mujer negó con la cabeza con una sonrisa y volvió a sus tareas, mientras el menor Tachibana rellenaba el vaso del cliente.
—Bueno, al menos tiene confianza en lo que hace. Aunque conociéndote, seguro le hiciste algún comentario que todavía está procesando —dijo con una sonrisa burlona.
—¿Yo? Jamás haría algo así —respondió con fingida inocencia, aunque la curva de su sonrisa lo delataba.
El yakuza giró ligeramente en su asiento, apoyando el codo en la barra mientras observaba a Reina y a su amigo.
—Por cierto, le he hablado de este lugar. Siempre me dice que no tiene tiempo para bares, pero un día de estos lo traeré.
—¿Ah, sí? —dijo Ryohei, alzando una ceja mientras secaba otro vaso—. Con lo que me has contado de él, suena interesante.
Se sirvió un poco de licor en un vaso limpio, dejando la botella a un lado con cuidado.
—Aunque, por cómo lo describes, me da la impresión de que se tomaría las cosas demasiado en serio.
—Oh, créeme, cuando está relajado puede ser un buen tipo. Solo que últimamente… bueno, ha tenido que lidiar con cosas pesadas. Pero ya verás, tiene su encanto.
Reina dejó escapar una ligera risa.
—Si lo recomiendas, debe ser alguien digno de conocer. Aunque conociéndote, seguro lo estás metiendo en problemas, ¿no?
Nishiki alzó su vaso con una sonrisa despreocupada antes de responder:
—¿Yo? Jamás haría algo así. Bueno, al menos no a propósito.
El saxofón mantenía su melodía suave y envolvente, sirviendo de telón de fondo para la calidez que se respiraba en el Serena.
Las risas se mezclaban con el tintineo de los vasos, mientras las tareas fluían con naturalidad. De pronto, el sonido de la campanilla interrumpió brevemente la armonía.
Los tres giraron la cabeza al unísono, y Nishiki esbozó una ligera sonrisa al reconocer al recién llegado. El joven tras la barra también alzó la vista: Kiryu acababa de entrar, vistiendo un impecable traje blanco de dos piezas que destacaba bajo la tenue iluminación del bar. La camisa roja, desabotonada en el cuello, añadía un toque audaz a su estilo habitual, rompiendo con la sobriedad que solía caracterizarlo.
Reina, que aún no lo conocía, no perdió tiempo en ejercer su papel. Con una sonrisa cortés, dejó el trapo de limpieza a un lado y se acercó.
—Bienvenido… —saludó con amabilidad, en un tono directo y profesional.
Kiryu la observó con detenimiento, sorprendido por su porte.
Había algo en su elegancia contenida, en la firmeza con la que se mantenía tras la barra, en el peinado recogido y la vestimenta sobria que lo hizo titubear un instante.
No era una reacción romántica, sino una mezcla de respeto y ligera incomodidad ante una presencia tan imponente.
Desde la barra, los otros dos no pasaron por alto aquel momento. Ryohei, con el vaso aún en la mano y una sonrisa que intentaba parecer despreocupada, se inclinó hacia su acompañante, hablando lo suficientemente bajo para que solo él pudiera escucharlo.
—¿Él es del que hablabas? —preguntó con tono casual, aunque el leve endurecimiento en su mandíbula y el brillo contenido en su mirada delataban algo más profundo.
Lo había reconocido… y esperaba, con una tensión silenciosa, no ser reconocido a cambio.
—Sí, él es Kiryu —respondió sin darle demasiada importancia, apurando lo que quedaba en su vaso y haciendo un gesto para pedir otro.
El joven bartender dejó escapar un silbido breve mientras destapaba la botella y servía con precisión, intentando recobrar la compostura.
—Vaya, qué pequeño es este mundo —comentó con tono ligero, deslizándole el vaso lleno a su cliente habitual.
Pero su mirada seguía fija, vigilante, como si estuviera preparado para cualquier señal que pudiera obligarlo a intervenir.
Nishiki entrecerró los ojos, notando algo en el aire, y clavó una mirada inquisitiva en su amigo.
—Espera un momento… Me da la sensación de que ya conoces a Kiryu, ¿no? —preguntó, inclinando la cabeza con expresión de falsa seriedad—. ¿De dónde se conocen?
Ryohei mantuvo la compostura, pero su sonrisa se tornó más medida. Secó una copa con deliberada calma antes de responder:
—Digamos que… las coincidencias existen —dijo, encogiéndose de hombros, sin dar pie a más detalles.
La evasiva solo avivó la curiosidad de Nishiki.
—Ya, claro —bufó el otro, tomando su vaso con una sonrisa divertida—. Por cierto, ¿qué opinas de su estilo? Entre nosotros, ¿se viste para pelear o para vender contratos de seguros?
—Diría que para lo segundo. Pero con ese rojo chillón… capaz que espanta hasta a los clientes.
Mientras tanto, Kiryu saludó con cierta timidez, sorprendido por la presencia firme y profesional de la encargada, quien lo observó con una sonrisa tranquila desde su lugar.
—¿Es la primera vez que vienes por aquí? —preguntó con tono cordial, manteniendo ese aire de firmeza y control que la caracterizaba.
—S-Sí… —respondió, algo incómodo.
—Pues siéntete libre de tomar asiento donde gustes —le indicó amablemente, señalando con un gesto el bar que estaba a su disposición.
—Gracias, solo estoy esperando a alguien… —añadió mientras comenzaba a dar sus primeros pasos hacia la barra. Sin embargo, una voz familiar rompió la tensión que llevaba a cuestas.
—Hombre, relájate un poco…
Kiryu alzó la vista hacia el origen de la voz, encontrándose con Nishiki, quien alzó su vaso en un gesto de bienvenida. A su lado, Ryohei dejaba una botella sobre la barra, con la habitual calma que lo caracterizaba.
—Nishiki… —murmuró Kiryu, sorprendido al ver a su hermano de juramento—. ¿Qué haces aquí?
—¿Y qué crees? ¿No puedo venir a relajarme y tomar un trago? —respondió con su tono despreocupado, apoyando un codo en la barra—. Este lugar es mi favorito de todo Kamurocho.
Bebió el último sorbo de su vaso y señaló al bartender.
—Además, este chico de aquí tiene un talento especial para servir licor.
El joven, sin levantar la mirada, ya acomodaba un par de vasos sobre la superficie pulida.
—Ya te dije que no es mérito mío —replicó con sarcasmo—. Es la marca del licor.
—Ah, claro —rió Nishiki con una sonrisa burlona—. Pero insisto, tienes la mano para esto. ¿No es así, Reina?
La mujer alzó una ceja, cruzando los brazos con una mezcla de curiosidad y sorpresa.
—Vaya, Nishikiyama-kun… ¿es amigo tuyo? No me digas que… ¿es el famoso Kiryu-san del que nos contaste?
El recién llegado frunció ligeramente el ceño, algo desconcertado.
—¿Famoso? —preguntó, mirando a Nishiki con una mezcla de incredulidad y cautela.
—No exageres, Reina —se defendió el yakuza, tomando un sorbo de su bebida—. No es como si estuviera repartiendo historias de él por todo Kamurocho. Aunque… no voy a negar que es todo un personaje.
Ryohei, que acababa de dejar el último vaso en la estantería, giró la cabeza al oír el nombre. La conversación de la noche anterior aún pesaba en su mente: la alianza con su hermano y la promesa de limpiar su nombre.
Dejó la barra y se acercó al recién llegado.
—No esperaba verte tan pronto, Kiryu-san —dijo, extendiendo la mano con una media sonrisa—. Parece que Kamurocho es más pequeño de lo que creía.
—Sí… demasiado pequeño —respondió Kiryu, estrechándole la mano con gesto neutro. Su voz era tranquila, pero sus ojos reflejaban una tensión contenida—. ¿Qué haces aquí?
—Pues verás…
Antes de que pudiera continuar, Reina, que no se había perdido el intercambio, intervino con curiosidad.
—¿También conoces a Hiratori-kun? —preguntó, sin disimular el matiz de sorpresa mientras se movía detrás de la barra.
Ryohei fue más rápido en responder, con esa calma pragmática que lo caracterizaba.
—¿Recuerdas cuando te conté que casi me asaltan hace unos días? —dijo, volviéndose hacia ella—. Pues fue él quien me salvó. Me tomé la molestia de averiguar quién era para agradecerle.
Reina asintió, recordando la conversación. Una sonrisa cruzó su rostro.
—Vaya coincidencia…
Dicho eso, regresó a sus quehaceres, dándoles espacio.
Ryohei miró nuevamente al recién llegado, bajando el tono de voz.
—A todo esto, ¿por qué estás aquí en realidad?
Kiryu también moderó su tono, lo suficiente para que solo él lo oyera.
—Oda me citó acá, después de una reunión con un cliente. Al parecer, vamos a celebrar algo.
—¿Algo importante?
—Un desalojo —respondió con seriedad—. Hoy logramos sacar a un okupa del edificio Sugita.
Se quedó pensativo un instante más.
—El tipo se amparaba en las leyes civiles para alargar el proceso. Tenía el respaldo indirecto de la Yakuza, así que fue todo un problema legal. Lo sacamos sin gastar ni un yen —dejó escapar una media sonrisa seca—, pero los yakuzas acabaron recibiendo una paliza.
Ryohei parpadeó, visiblemente sorprendido.
—No estaba al tanto de ese caso… —admitió, con los brazos cruzados—. Ya sabes que no me meto en los asuntos de la inmobiliaria. Prefiero mantener las manos limpias de esos tratos.
Lo dijo con un tono relajado, pero sus ojos se estrecharon con una chispa de ironía mientras añadía:
—Aunque, conociendo a Oda-san… tenía que mandarte a ti. Si necesitaba a alguien que repartiera golpes con estilo, sabía exactamente a quién recurrir.
Kiryu desvió la mirada un instante, incómodo pero sin perder la compostura. Sus labios se curvaron apenas, conteniendo una sonrisa que no sabía si era resignación o complicidad.
—¿Trabajas aquí? —preguntó entonces, como para desviar el foco de la conversación.
Ryohei se encogió de hombros y asintió.
—Como puedes ver. Turno nocturno, bartender ocasional y oído atento —respondió con una sonrisa ambigua—. Aunque esta noche, parece que me tocó recibir más que servir.
Mientras hablaba, Ryohei empezó a atar cabos: la petición de Reina para cambiar su horario, la mención de clientes importantes… y ahora, la llegada inesperada de Kiryu.
Soltó un leve suspiro, resignado.
—Así que ustedes eran los “clientes importantes” que mencionó Reina-san —musitó, con una ceja en alto—. Solo te pido una cosa: mi vínculo con la inmobiliaria debe mantenerse en secreto. Aquí, soy solo Ryohei Hiratori.
Kiryu asintió con un gesto breve, comprendiendo la importancia de esas palabras, justo cuando Nishiki intervino con tono burlón, observándolos de reojo.
—¿Qué tanto cuchichean ustedes dos? —preguntó, girando en su taburete—. Anda, Kiryu, ven a beber algo mientras esperamos a tu famoso acompañante.
El bartender esbozó una sonrisa leve, casi filosa.
—Tú siempre tan curioso. Mejor disfruta tu trago y deja las teorías para después.
—¡Bah! Sirve dos vasos más, y si quieres, te unes —replicó Nishiki, alzando su copa vacía con confianza.
Ryohei sonrió de lado y retomó su lugar tras la barra, ajustándose el delantal con una pequeña sacudida de hombros.
—Adelante, Kiryu-san. El primer vaso corre por mi cuenta —dijo, ya con la botella en mano, mientras el hielo tintineaba en los vasos como preludio de la velada.
El recién llegado, finalmente relajándose un poco ante la atmósfera amigable, asintió y tomó asiento junto a Nishiki, mientras el saxofón continuaba llenando el Serena con su melodía envolvente.
Los minutos transcurrieron entre bromas y tragos servidos con precisión. Nishikiyama, con ese entusiasmo casi contagioso que lo caracterizaba, comenzó a tararear una vieja melodía de rock japonés mientras golpeaba suavemente la barra con los nudillos.
—¿Saben qué? Esta noche me dan ganas de ir al karaoke —anunció, alzando su vaso antes de dar un trago—. Hace rato que no canto Judgement como se debe… con público.
Kiryu resopló por la nariz, como quien ya sabía lo que se venía.
—¿Otra vez esa canción? —comentó con fingida resignación—. La última vez me dejaste sordo de un oído, y la dueña de ese bar casi nos echa del local.
—¡Eso fue un éxito! Y tú eras mi animador designado, no te hagas el loco —retrucó Nishiki con una sonrisa ancha, señalándolo con el dedo.
Ryohei, que secaba vasos con ritmo meticuloso, intervino desde la barra sin perder su compostura.
—Paso. Ya canté anoche con un amigo… y terminó llorando —soltó con tono socarrón, como si hablara de un crimen del que no se arrepentía—. No quiero repetir esa escena dos noches seguidas.
—¿Tanto poder tienes con tu voz, eh? —bromeó Reina desde el fondo.
—Solo cuando canto baladas tristes. La verdad, prefiero que alguien más haga el drama hoy.
—Entonces decidido —dijo Nishiki, incorporándose con energía—. ¡Yo abriré con Judgement! Y ustedes dos no se escapan, quiero verlos animando.
Mientras Nishiki caminaba hacia el rincón donde estaba la máquina de karaoke, la conversación retomó un tono más íntimo. Se habló de Yumi, de cómo probablemente trabajaría allí pronto junto a Reina cuando terminara sus estudios, y de lo extraño que era pensar que, por un instante, ese pequeño grupo parecía una familia improvisada en medio del caos que era Kamurocho.
Entonces, la música estalló en el ambiente.
Nishiki cantaba con entusiasmo desbordante, entregado por completo a su interpretación. Kiryu, Ryohei, Reina y algunos clientes del local aplaudían con energía, vitoreando al improvisado cantante como si fuera una estrella de rock en plena gira.
Cuando terminó, se dirigió a la barra con una sonrisa orgullosa, todavía recuperando el aliento.
—¿Qué tal? —preguntó, pasándose una mano por el cabello ligeramente sudado.
—Nada mal —respondió Ryohei con una media sonrisa—. A ver si un día nos aventuramos en un dueto.
—Voy a tomar eso como un cumplido.
Los minutos pasaron entre tragos, bromas y conversaciones distendidas, hasta que Kiryu consultó su reloj con una mueca de preocupación.
—Oda se ha tardado…
—No suele llegar tarde —añadió el bartender, cruzado de brazos—. Y tampoco ha llamado.
—Hablas como si lo conocieras de toda la vida —comentó el yakuza, alzando una ceja con suspicacia.
—Eh… no, simplemente es un cliente habitual. Igual que tú —respondió el joven, restándole importancia con un gesto de la mano.
En ese momento, la puerta del Serena se abrió con un leve chirrido. Todos giraron hacia la entrada.
Un hombre apareció en el umbral. Avanzaba tambaleante, su rostro hinchado por los golpes, la ropa manchada de sangre. Apenas logró dar unos pasos antes de desplomarse como un saco de carne sobre el suelo de madera pulida.
El silencio se apoderó del lugar.
La canción que aún titilaba en la pantalla quedó ignorada, suspendida en una especie de limbo mientras la atmósfera se transformaba por completo. La diversión se esfumó, desplazada por una tensión gélida. El juego había terminado. La realidad, brutal como siempre, acababa de cruzar la puerta.
—¡Oda! —gritó Kiryu, poniéndose de pie de inmediato, con el rostro desencajado.
Pero fue Ryohei quien reaccionó primero.
Soltó el vaso que tenía entre manos, lo dejó en la barra sin mirar y se lanzó hacia el herido, ya entrando en su modo clínico, con el pulso firme y el corazón acelerado.
—¡Oda-san! —dijo el bartender, agachándose rápidamente y sosteniéndolo entre sus brazos—. ¿Qué te pasó? ¡Resiste!
Mirando hacia Reina, que permanecía paralizada por la impresión, alzó la voz con determinación.
—¡Reina-san! Necesito el botiquín que está en la bodega. ¡Rápido!
La mujer parpadeó y, finalmente, salió corriendo a buscarlo, mientras el joven enfocaba toda su atención en el herido. Este abrió los ojos con dificultad, su mirada turbia encontrando la de quien lo sostenía.
—¿Ryo… hei? —susurró débilmente.
—Soy yo —respondió con calma, tratando de mantener la compostura a pesar del miedo que lo atravesaba—. ¿Qué fue lo que pasó? ¿Quién te hizo esto?
Oda respiró con dificultad, cada palabra escapando entrecortada y dolorosa.
—Tienes que… huir… ellos… ya saben de… ti.
Las palabras seguían resonando en la mente de Ryohei, un eco que lo paralizaba mientras intentaba asimilar la gravedad de la situación. El ambiente, ya tenso por el estado crítico del herido, se volvió aún más opresivo cuando el sonido de pasos firmes y coordinados rompió el silencio del bar.
La puerta del Serena se abrió nuevamente, y un grupo de cinco hombres vestidos de negro ingresó con una actitud imponente. Sus movimientos eran calculados, y sus expresiones de absoluta seriedad dejaban claro que no habían venido a beber.
Ryohei y Kiryu se pusieron alerta al instante, sus ojos siguiendo cada movimiento de los recién llegados. Uno de los hombres se inclinó levemente, como si pidiera permiso para algo que aún no estaba claro. Y luego entró él.
El último en cruzar la puerta no solo llenó la habitación: la drenó de aire, de color, de cordura. Donde él pisaba, hasta el saxofón parecía callar. Con su andar relajado pero cargado de autoridad, Hiroki Awano, uno de los lugartenientes más notorios de la familia Dojima, hizo su entrada.
Su porte impecable y la despreocupada sonrisa en su rostro contrastaban con la tensión palpable que había dejado en el aire.
—¡Ey! Tienes buen aspecto —dijo con una voz desenfadada, como si el ambiente no estuviera cargado de hostilidad.
—Awano… —murmuró Kiryu, incrédulo, poniéndose automáticamente en guardia al reconocer al hombre que tenía frente a él.
El nombre cayó como una piedra en el subconsciente del bartender, provocando un escalofrío que recorrió todo su cuerpo. Hiroki Awano… el nombre que su hermano había mencionado la noche anterior con una mezcla de cautela y desdén. Uno de los hombres más peligrosos del clan Tojo estaba ahora en el Serena.
—Hiroki… Awano… —repitió el aspirante a médico en un susurro casi inaudible, mientras sostenía aún a Oda entre sus brazos, incapaz de apartar la vista del hombre que ahora dominaba la escena.
Nishiki, que hasta ese momento había permanecido en silencio, se levantó de su asiento, claramente incómodo con la situación.
—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó, su tono firme pero teñido de nerviosismo.
Awano alzó una ceja, su sonrisa ampliándose al notar la reacción de Nishiki. Su voz resonó en el bar con un tono que era tan cortés como intimidante.
—Siéntate, Nishikiyama —ordenó, con una calma cargada de autoridad.
El peso de esas palabras hizo que el joven yakuza obedeciera, aunque su incomodidad era evidente. La tensión en la sala se hacía más espesa con cada segundo que pasaba. El lugarteniente, con su habitual aire de superioridad, desvió su atención hacia el ex yakuza, observándolo como si evaluara su reacción.
—¿Te suenan estos hombres, Kiryu? —preguntó, con tono casual, casi burlón, como si disfrutara del ambiente que había creado.
Kiryu entrecerró los ojos, su postura claramente en alerta. Uno de los hombres dio un paso al frente, con una sonrisa irónica que desentonaba con la gravedad de la situación.
—No te hemos agradecido apropiadamente por lo de hace unas horas, Kiryu-san —dijo con voz cargada de sarcasmo.
La expresión del ex miembro de la familia Dojima se endureció al instante. Recordaba el incidente con unos okupas de esa misma noche, y ahora, al conectar las piezas, su mirada se volvió más fría.
—Así que son ustedes los que hirieron a Oda —dijo con voz grave, como una afirmación más que una pregunta.
La atmósfera en el bar se volvió aún más opresiva. Kiryu se mantenía firme, listo para cualquier movimiento, mientras el grupo de hombres de negro intercambiaba miradas confiadas. Awano permanecía relajado, como si fuera el dueño del lugar, disfrutando del espectáculo que había orquestado.
El menor Tachibana apenas podía contenerse. La ira ardía en su mirada, y su postura rígida revelaba la lucha interna por no actuar impulsivamente. Sus manos temblaban, no de miedo, sino del coraje sofocado por la impotencia de tener a los culpables frente a sus ojos.
Sin embargo, un débil murmullo lo sacó de sus pensamientos.
—Ryohei… no lo hagas… —murmuró Oda, con la voz quebrada, mientras levantaba ligeramente una mano temblorosa hacia él—. No puedes… no estás listo para esto.
El joven lo miró sorprendido, sus labios apretados en una línea tensa mientras trataba de calmarse.
La debilidad en las palabras de su amigo era un recordatorio de lo que enfrentaban. Aunque la ira aún lo quemaba por dentro, esas palabras hicieron que su pecho se apretara con una mezcla de impotencia y frustración.
Bajó la mirada al hombre herido en sus brazos, cerrando los ojos por un segundo para intentar contener la tormenta que amenazaba con desbordarse.
El ambiente en el bar era irrespirable. La suave melodía del saxofón parecía una burla frente a la tensión creciente. Awano mantenía su sonrisa altiva, esa que solo un hombre que disfrutaba con la intimidación podía exhibir. Su porte imponente llenaba la habitación, mientras sus hombres observaban a los presentes como depredadores acechando a sus presas.
El lugarteniente dio un paso adelante, sacando una tarjeta de presentación que sostuvo con desprecio entre sus dedos.
—Esto no hubiera pasado si tú no te hubieras metido en nuestros planes —dijo, dirigiéndose a Kiryu con tono mordaz mientras dejaba caer la tarjeta en la barra con teatralidad—. Tachibana Real Estate lleva un tiempo fastidiándonos a nosotros y al Clan Tojo desde las sombras. Y nada más dejar la familia, ¿tienes los huevos de unirte a ellos? ¿O acaso te falta sentido de gratitud hacia quienes te dieron todo?
Kiryu no respondió, pero su mirada se endureció al ver la tarjeta. El nombre de su nuevo lugar de trabajo brillaba como un recordatorio de la decisión que había tomado.
Uno de los hombres de negro, con una venda en la mano y una ausencia evidente en su meñique, dio un paso al frente y habló en tono servil.
—Jefe, déjenos encargarnos de esto.
Awano soltó una carcajada seca y señaló al subordinado con la cabeza.
—Él es Okabe, uno de mis hombres. El asunto de los okupas era su responsabilidad. ¿Y mira cómo terminó? —señaló la venda que cubría su mano mutilada—. El pobre bastardo tuvo que cargar con las consecuencias de tu inoportuna intromisión.
Desde la barra, Nishiki susurró apenas audible, pero lo suficiente para que Kiryu lo oyera:
—¿Qué has hecho ahora?
El lugarteniente giró la cabeza con rapidez, su mirada cayendo como un cuchillo sobre el yakuza más joven.
—Los lacayos no deben entrometerse.
Sin previo aviso, agarró a Nishiki por la cabeza y, con gran fuerza, la azotó contra la barra. El impacto resonó en el bar, y el joven cayó hacia atrás, con un hilo de sangre comenzando a correr desde su frente.
—¡Nishiki! —gritó Kiryu, avanzando un paso, pero los hombres de Awano se interpusieron, bloqueándole el camino.
El agresor se inclinó sobre el herido, colocando una mano firme sobre su rostro y presionando con una fuerza que le dificultaba respirar.
—Escucha, estoy teniendo una agradable charla con este civil de acá, así que mantén tu maldita boca cerrada —dijo con una calma escalofriante, mientras el otro luchaba por recuperar el aliento—. Las perras sumisas como tú deberían aprender a callarse. ¿¡Entendido!?
El sonido de los jadeos del joven herido resonó en los oídos de Ryohei, quien aún lo observaba desde el suelo, con Oda recostado en sus brazos. La tensión dentro de él crecía, transformándose en una mezcla explosiva de desesperación.
Con cuidado, recostó al hombre en un rincón del bar, asegurándose de que estuviera lo más estable posible. Luego, con pasos decididos y una mirada llena de determinación, se dirigió hacia Awano.
—¡Ya basta! —rugió, su voz resonando con una firmeza inusual, mientras sus ojos ardían. Sus puños se cerraron con fuerza, temblando levemente.
El lugarteniente levantó la vista hacia él, dejando que Nishiki cayera al suelo con un golpe seco. El joven yakuza trataba de recuperar el aliento, mientras Reina se apresuraba hacia él con una expresión de puro pánico.
La sonrisa de Awano se ensanchó al ver la osadía del aspirante a médico.
—Vaya, vaya… —dijo con tono burlón, avanzando lentamente hacia él, cada paso cargado de amenaza—. Así que tú eres el hermano del dueño de Tachibana Real Estate.
Las palabras cayeron como una bomba. El aire en el bar se volvió pesado. Kiryu se quedó inmóvil, procesando lo que acababa de escuchar, mientras Ryohei abrió los ojos impactado. La sorpresa se reflejó un breve instante en su rostro antes de que la furia lo reemplazara.
—Eres interesante… —continuó Awano, su tono impregnado de veneno—. ¿Me pregunto si también eres jefe de este imbécil de acá?
Sin previo aviso, alzó una mano y lo agarró del cuello, levantándolo del suelo con una fuerza sobrehumana.
—¿Crees que puedes desafiarme? —gruñó, apretando con fuerza mientras la respiración del joven comenzaba a dificultarse.
Kiryu dio un paso al frente, pero los hombres de Awano se interpusieron rápidamente, bloqueando su camino. El lugarteniente disfrutaba del espectáculo, saboreando cada segundo como si fuera una broma de mal gusto. A pesar del dolor y la presión en su garganta, Ryohei lo miró con una expresión desafiante, negándose a ceder. mediar.
—Ni él ni Nishiki tienen nada que ver con esto —intervino el ex yakuza, tratando de mantener la calma en su tono, aunque la tensión era evidente—. El bartender solo trabaja aquí. Déjalo fuera de esto.
Awano soltó una carcajada áspera, llena de burla, mientras lo soltaba. El joven dio un par de pasos hacia atrás, tambaleándose. Kiryu lo atrapó justo a tiempo, ayudándolo a mantenerse de pie.
—¡No me hagas reír, Kiryu! —dijo el hombre con una sonrisa retorcida, señalándolo con un dedo acusador—. Como si no supiera que este imbécil es en realidad… Ryohei Tachibana.
El nombre resonó en el aire como un trueno, congelando incluso la melodía constante del saxofón. Todos en el Serena quedaron inmóviles, como si el peso de aquella revelación hubiera hundido la atmósfera en un abismo. El ex miembro del Clan Dojima miró a su compañero, su rostro reflejando una mezcla de sorpresa y comprensión, mientras el aludido, aún tambaleante, bajaba la cabeza por un instante.
Pero lo que irradiaba no era vergüenza, sino una furia y un orgullo herido que comenzaban a aflorar con fuerza.
Reina, con las manos temblorosas sobre los hombros de Nishiki, lo observaba con los ojos muy abiertos, su rostro atrapado entre la incredulidad y la preocupación. La escena ante ella era tan intensa que parecía robarle el aliento, mientras intentaba asimilar lo que acababa de suceder.
El lugarteniente mantenía una sonrisa triunfal, como un depredador disfrutando del control absoluto sobre su presa. La atmosfera era casi asfixiante, y cada segundo era un vaso al borde del borde, colmado de una tensión que no admitía un sorbo más. El conflicto, lejos de terminar, apenas estaba comenzando.
El Serena pareció contener la respiración colectiva, como si los muros mismos resistieran estallar., atrapado bajo el peso de la presencia dominante de Awano.
Una curva en sus labios tan pulida como falsa, una mueca de quien sabe que tiene el control, irradiaba un control absoluto que hacía imposible ignorarlo. Ryohei, aún junto a Oda y Kiryu, respiraba con dificultad, luchando por mantener el equilibrio en su mente.
—¡Oiga, jefe! —gruñó Okabe, alzando un cuchillo para añadir un toque de amenaza a sus palabras—. ¿Podemos terminar con ellos de una maldita vez? Solo ver la cara de este imbécil y del tal Tachibana me revuelve el estómago.
El hombre de traje oscuro giró la cabeza hacia su subordinado, con ese aire burlón que lo hacía parecer aún más peligroso.
—Claro, pero sin problemas para los demás clientes. —Dirigió un gesto desdeñoso hacia Reina y Nishiki antes de volver a fijar la vista en el joven—. Sácalo afuera. Quiero que esto termine rápido.
Su sonrisa se ensanchó con malicia.
—Mientras tanto, aprovecharé para beber con Nishikiyama y su guapa acompañante… y, por supuesto, ajustar cuentas con este chico.
Kiryu avanzó un paso al frente, su postura firme y desafiante, mientras sus ojos se mantenían fijos en Okabe.
—Vamos, Kiryu —dijo el subordinado, señalándolo con el cuchillo, un brillo cruel en su mirada—. Tú y yo afuera.
El aspirante a médico, sintiendo la situación escaparse de sus manos, se adelantó rápidamente, colocando una mano en el hombro del ex yakuza.
—Kiryu-san… permíteme acompañarte —dijo, su voz cargada de determinación, aunque sus manos temblaban visiblemente.
El otro lo miró, sus ojos duros pero con un destello de agradecimiento.
—No —respondió con calma y firmeza—. Esto me corresponde a mí. Tú quédate aquí, cuida de Oda y gana tiempo.
Inclinándose hacia él, susurró en un tono apenas audible:
—Confío en ti. No dejaré que esto dure demasiado.
El bartender asintió con frustración contenida mientras lo veía dirigirse hacia la puerta, seguido de Okabe y los demás hombres del clan.
Con la tensión acumulándose en la sala, el joven se agachó junto a Oda y comenzó a ayudarlo a incorporarse hacia una mesa.
—Esto no… —jadeó el herido, su voz débil y ronca—. Esto no es tu lucha. No seas imprudente.
—No voy a quedarme de brazos cruzados mientras esto sucede… pero no haré ninguna estupidez. Tú solo respira, Oda-san —respondió con tono firme, ajustando su cuerpo para que estuviera lo más cómodo posible.
Desde la barra, Reina observaba con inquietud, sus manos aún temblorosas sobre los hombros del joven de la familia Dojima, quien trataba de reponerse del golpe recibido. La tensión era notoria, y cada movimiento del visitante indeseado parecía dictar el ritmo de lo que estaba por venir.
—¿Qué tal si nos divertimos un poco nosotros cuatro? —dijo Awano, rompiendo el silencio con un tono cargado de cinismo—. ¿No, Nishikiyama?
La salida de Kiryu y los hombres del clan no disipó la tensión en el Serena. Al contrario, el eco de la puerta al cerrarse pareció intensificar la opresión en el aire, dejando un silencio que pesaba como una amenaza latente.
Ryohei observó la escena con preocupación e indignación, mientras ayudaba a Oda a recostarse con cuidado en una de las bancas del bar. Cada movimiento suyo, aunque medido, reflejaba la urgencia de alguien que sabía que el peligro no había pasado.
Reina, desde detrás de la barra, se acercó al herido, quien mantenía la cabeza gacha. Su frente mostraba rastros de sangre seca, pero el leve temblor en sus manos traicionaba el nerviosismo que su postura intentaba disimular. El menor Tachibana, por su parte, ajustó la posición de Oda, procurando que estuviera lo más estable posible a pesar de las heridas.
—Gracias... Ryohei —murmuró Oda, con voz débil pero clara, mientras su mirada, a pesar del dolor, seguía alerta.
El joven permaneció en silencio por un momento, su mirada oscilando entre el herido y la imponente figura del lugarteniente, quien dominaba el centro del Serena con una presencia que parecía absorber todo el aire del lugar. La sonrisa arrogante del hombre no era solo un gesto, sino una declaración de dominio, como un depredador que observa con paciencia a su presa.
Finalmente, Ryohei enderezó la espalda y se colocó detrás de la barra, sus pasos deliberadamente tranquilos, aunque sus manos temblaban ligeramente. A pesar de ello, su rostro permanecía estoico, sus ojos clavados en Awano con una mezcla de desafío y determinación.
—Vamos, chico, ¿por qué esa mirada? ¿No éramos amigos? —dijo el visitante, su tono, con esa falsa cortesía que ocultaba el veneno habitual entre sus dedos.
El sarcasmo no pasó desapercibido. El bartender dejó escapar una leve risa, carente de humor.
—No me interesan las amistades con tipos como usted. —respondió, su voz firme aunque su tensión era evidente.
El otro arqueó una ceja, claramente entretenido con el desafío que mostraba el joven. Su mirada se desvió momentáneamente hacia Reina, que atendía las heridas del yakuza herido con un trapo húmedo, antes de regresar al joven tras la barra.
—Ah, pero eres amigo de Kiryu y Nishikiyama, ¿no? —continuó Awano, su tono cargado de burla—. ¿No es eso un poco hipócrita? Al final, todos son yakuzas, ¿o no?
Las palabras golpearon como una bofetada. Ryohei apretó los dientes, sintiendo cómo el peso de su relación con ese mundo volvía a perseguirlo. Sin embargo, no dejó que su expresión lo delatara. En cambio, se inclinó ligeramente hacia adelante y habló con tono controlado.
—Tal vez lo sean —replicó, apoyándose en la barra mientras sus ojos no se apartaban del otro—, pero al menos tienen algo que usted nunca tendrá.
El lugarteniente entrecerró los ojos, claramente intrigado. Dejó la copa sobre la barra con un golpe leve antes de cruzarse de brazos, su sonrisa transformándose en una línea fina de desdén.
—¿Ah, sí? —preguntó, inclinándose ligeramente hacia adelante—. ¿Y qué sería eso, Tachibana?
El apellido se escuchó en el Serena como un trueno. La encargada levantó la cabeza con una mezcla de sorpresa y preocupación, mientras Nishiki fruncía el ceño y Oda, con dificultad, alzó la mirada hacia el menor de los Tachibana.
Pero este no mostró reacción alguna. Su rostro permaneció impasible, aunque sus manos apretaban el borde de la barra como si quisiera anclarse en el momento.
—Algo que no vale la pena explicar —respondió con tono seco—. Pero no se preocupe, Awano-san. Puede seguir adivinando.
El lugarteniente soltó una carcajada baja, seca y carente de humor. Dio un paso hacia la barra, inclinándose más cerca del joven, mientras tamborileaba los dedos sobre la madera pulida.
—Tienes agallas, lo admito. Pero está claro que no entiendes en qué clase de juego te has metido. —Continuó el golpeteo de dedos, con un ritmo lento y calculado—. Así que te lo pondré fácil: entrega a tu hermano, Tetsu Tachibana. Ese genio detrás de todo este caos.
Hizo una pausa, inclinándose ligeramente hacia adelante, sus ojos clavándose en él.
—Porque si no lo haces, los que pagarán el precio serán Kenji Shirakawa y Kyomi Mizuno. ¿Te suenan? La tranquilidad de sus vidas está en tus manos, Tachibana. Piensa bien si estás dispuesto a arrastrarlos contigo.
La tensión se hizo palpable. El vaso en las manos del bartender tembló ligeramente antes de que lo dejara en la barra. Sin embargo, cuando habló, su tono mantenía ese filo sarcástico que lo había acompañado toda la conversación.
—Vaya, Awano-san, ¿también anotó mi grupo sanguíneo en su lista? Parece que le he fascinado más de lo que esperaba. Aunque, para ser sincero, dudo que mi vida sea tan emocionante como para justificar tanto esfuerzo.
El hombre ladeó la cabeza, claramente disfrutando del desafío en las palabras del menor Tachibana, aunque sus ojos comenzaban a reflejar un brillo más oscuro, una mezcla de irritación y diversión maliciosa.
—¿Sarcasmo? Eso no te llevará muy lejos. —El tamborileo continuó con una sonrisa torcida, cargada de veneno—. Siempre me he preguntado qué tipo de "hombre" eres. Con ese apellido, pero esos modales tan… delicados, resulta casi cómico.
Se inclinó hacia adelante, su tono bajando como si compartiera un secreto cruel.
—Quizás tu talento no está en los negocios ni en las peleas, sino en algo más… adecuado para un "adorno" como tú. ¿Me equivoco?
El comentario insinuante cayó como una piedra en el ambiente. Nishiki se tensó desde su lugar, frunciendo el ceño, mientras Reina, tras la barra, contenía el aliento. Pero el joven, aunque sus manos temblaban ligeramente, no dejó que su expresión se rompiera. Mantuvo la mirada fija en Awano, una chispa de rabia velada encendía su mirada.
—¿Eso es lo mejor que tiene? —replicó, con una sonrisa sarcástica que no alcanzaba sus ojos—. Pensé que los lugartenientes de la familia Dojima eran más creativos. Si está buscando insultarme, le sugiero que intente algo más original.
El mafioso soltó una risa seca, pero la irritación en su mirada era evidente. Sus dedos cesaron el golpeteo y se apoyó en la barra, inclinándose hasta quedar a pocos centímetros del rostro de Ryohei.
—¿Original? —murmuró con voz baja y teñida de malicia—. No es tan complicado. Convéncelo. Haz que él entregue a Tetsu Tachibana. Después de todo, ¿qué es peor? ¿Perder a tu hermano o ver caer a quienes ahora llamas tus amigos? Ese ex yakuza, Nishikiyama... Tal vez incluso esa encantadora Reina. ¿Crees que podrías cargar con esa culpa?
El bartender se mantuvo inmóvil, sus ojos fijos en Awano. La mención de Kiryu y Nishiki lo golpeó como un puñal, pero no dejó que sus emociones traicionaran su semblante. En cambio, permitió que su sonrisa sarcástica se ensanchara, una máscara que ocultaba el torbellino en su interior.
—Interesante estrategia, Awano-san. Usar amenazas contra alguien que no puede cumplirlas por sí mismo. ¿Tanto le cuesta encontrar hombres que no dependan del miedo para actuar? —Su tono era afilado, una daga disfrazada de calma—. O tal vez simplemente no tiene las agallas.
Awano se quedó en silencio por un momento, su mirada fija en él como si lo evaluara, como un depredador analizando a su presa. Luego, dejó escapar un suspiro teatral, enderezándose mientras sacudía la cabeza con una sonrisa despectiva.
—Eres gracioso, Tachibana. Un poco ingenuo, pero se nota que te esfuerzas. —Desvió la mirada hacia Nishiki, que lo observaba con clara desconfianza desde su asiento—. ¿Y tú, Nishikiyama? ¿Qué opinas?
El aludido apretó los dientes, claramente molesto, pero no respondió. Awano dejó escapar una risa burlona antes de volver su atención al joven tras la barra.
—Supongo que tendrás tiempo para pensar en esto, doctorcito. Pero no lo pienses demasiado. El reloj está corriendo, y mi paciencia no es infinita.
Dejó que sus palabras se asentaran en el ambiente, observando con una sonrisa cargada de malicia cómo el menor de los Tachibana mantenía la compostura. Su postura parecía firme, pero las pequeñas tensiones en sus manos y el ligero temblor en sus dedos traicionaban el control que luchaba por mantener.
—¿Qué pasa, chico? ¿Te estás quedando sin respuestas? —preguntó el lugarteniente, tamborileando los dedos contra la madera—. Es curioso, sabes. Uno pensaría que alguien con tus aspiraciones a médico tendría más cuidado con las personas que le importan.
El joven no respondió de inmediato. En cambio, tomó un vaso limpio, lo colocó frente a sí y apoyó las yemas sobre el cristal, marcando círculos que parecían hipnotizarlo, su mirada fija en el líquido que aún quedaba en la botella sobre la barra.
—No sé a qué se refiere, Awano-san —respondió con un tono calculadamente neutral, aunque su mandíbula se tensó visiblemente.
El mafioso soltó una risa baja, cargada de desprecio, mientras inclinaba la cabeza con una lentitud deliberada.
—Reflexiona, Tachibana. Tu hermano o tus amigos, alguien debe pagar el precio de tus elecciones. Y créeme, cuando llegue el momento, ya no serás quien decida.
Sus dedos se cerraron con más fuerza sobre el vaso, buscando firmeza en un mundo que temblaba, pero no lo soltó. Sus ojos se levantaron lentamente para encontrarse con los del otro, llenos de una determinación que ardía bajo la piel, silenciosa pero feroz.
—Responderé a lo que me dice con una pregunta. ¿Es todo lo que tiene, Awano-san? —respondió con una leve sonrisa sarcástica—. Pensé que los lugartenientes de Dojima tendrían algo más que repetir las mismas amenazas. Aunque, viendo su estilo, supongo que ya es pedir demasiado.
Awano lo miró en silencio por un instante, su sonrisa ensanchándose como si disfrutara del descaro del muchacho.
—¿Creativo? —repitió, ladeando la cabeza con una sonrisa burlona—. No necesito creatividad para hacerte entender, chico. Pero tengo una propuesta mejor: convence a tu hermano de que se reúna conmigo, como los "hombres de negocios" que dicen ser.
Se inclinó hacia adelante, su tono más bajo y afilado.
—Haz que Kiryu sea quien lo organice. Claro, si crees que puedes manejarlo. Pero no me hagas perder el tiempo, porque cuando decida actuar, los golpes caerán rápido, y no habrá avisos.
Nishiki, que hasta ese momento había permanecido sentado en silencio, se puso de pie de golpe, mirando al visitante con una mezcla de furia y confusión.
—¿Por qué no dejas de jugar con nosotros? —soltó, apretando los puños—. Si tienes algo que decirnos, dilo de una vez.
Awano lo miró con desprecio, dejando escapar un suspiro exagerado antes de dirigirle una sonrisa cargada de burla.
—¿Tú también, Nishikiyama? Pensé que al menos tendrías más cerebro que este doctorcito frustrado.
Volvió a mirar a Ryohei, ignorando deliberadamente la protesta de Nishiki.
—Escúchame bien. Tu suerte no va a durar para siempre. Puedes esconderte detrás de tu sarcasmo y esos aires de valentía, pero todos sabemos que no estás preparado para enfrentar a alguien como yo.
El joven respiró hondo, cerrando los ojos por un breve instante antes de abrirlos con renovada calma. Su mano se apoyó en la barra, firme, mientras se inclinaba ligeramente hacia adelante.
—Tal vez no estoy listo, Awano-san. Pero tampoco soy tan ingenuo como para dejar que alguien como usted dicte mis decisiones. —Su tono se volvió más afilado, casi clínico—. Aunque debería preocuparse más por usted mismo. Porque las personas con un ego tan inflado como el suyo suelen caer más rápido de lo que esperan.
El otro alzó una ceja, sorprendido por la respuesta, aunque no dejó que esa impresión se reflejara por completo en su rostro. Ladeó la cabeza con lentitud, su sonrisa desvaneciéndose ligeramente.
—Interesante, Tachibana. Muy interesante. Pero recuerda esto: no importa cuánto creas saber o qué tan valiente te sientas ahora. Cuando llegue el momento, ese apellido que llevas no será suficiente para salvarte.
Con esas palabras, el lugarteniente se apartó de la barra y comenzó a caminar hacia la salida trasera del bar. Cuando extendió la mano hacia el pomo de la puerta, su sonrisa de superioridad aún intacta, la voz del menor Tachibana lo detuvo en seco.
—Con todo respeto, Awano-san, ¿no le cansa repetir siempre lo mismo? Palabras diferentes, misma amenaza. ¿Es parte de su estilo o simplemente le falta imaginación? Supongo que esperaba más de alguien en su posición.
El lugarteniente giró lentamente sobre sus talones, su expresión ya no era la de alguien entretenido. Sus ojos se clavaron en el joven tras la barra, quien permanecía firme. Este último inclinó ligeramente la cabeza, su mirada cargada de una mezcla de desafío e ironía.
—Dígame algo, Awano-san —comenzó el menor Tachibana, avanzando con calma, pero con una chispa irónica en la mirada—. ¿Siempre se siente tan tenso o es solo hoy?
Nishiki levantó la vista, sorprendido por el cambio de tono. Reina, desde la barra, dejó de limpiar la herida en la frente del yakuza y lo observó con creciente inquietud.
—Esa rigidez en su postura, ese temblor en las manos… ¿hipertensión?... No soy médico aún, pero el estrés crónico no parece favorecerle.
Awano entrecerró los ojos, cruzándose de brazos.
—Tal vez lo que necesita no es una reunión con mi hermano —continuó el joven, inclinando ligeramente la cabeza con teatralidad—, sino unas vacaciones.
Nishiki dejó escapar una breve exhalación, mitad risa nerviosa, mitad incredulidad. Reina apretó la toalla entre las manos.
—¿Ha considerado vacaciones, Awano-san? Algo tropical, tal vez… aunque claro, alguien como usted no sabría soltar las riendas ni en el Caribe.
El ambiente se tensó aún más, como si cada palabra hubiera apretado un nudo invisible en la sala. El joven yakuza levantó la cabeza, sorprendido por la audacia del comentario, mientras La encargada entrecerraba los ojos, visiblemente preocupada. Oda, desde su rincón, observó con atención, un destello de algo cercano al orgullo cruzando su rostro.
—Es igual a Tetsu… —murmuró el herido, casi para sí mismo. A pesar de las lesiones que todavía lo mantenían debilitado, sus labios esbozaron una leve sonrisa al reconocer en Ryohei la misma mezcla de valentía y cálculo que había definido a su hermano mayor.
Awano no respondió de inmediato. Sus ojos se estrecharon mientras sus labios se curvaban en un gesto tenso, apenas curvado, como si se estuviera conteniendo de morder. Dio un paso hacia adelante, acercándose nuevamente a la barra.
—Chico, ¿te crees muy listo? Porque no sé si tu audacia es valentía o simple estupidez —dijo con un tono bajo, su voz como un cuchillo que rasgaba el aire—. Me diviertes, pero te daré un consejo: si sigues jugando a desafiarme, no serás tú quien pague, sino quienes estén más cerca de ti. Y créeme, no será algo que tu hermano pueda arreglar.
El aspirante a médico mantuvo su mirada fija, sin retroceder ni un centímetro. Su sonrisa era apenas perceptible, pero su determinación era palpable.
—Tendré cuidado, Awano-san. Aunque debería preocuparse más por su salud que por mi lengua. Ya debería saberlo: hasta el árbol más grande cae si está podrido por dentro.
El ambiente que siguió fue denso, como si el aire mismo hubiera decidido contener la respiración. Awano lo observó por unos segundos más, antes de dar media vuelta con un movimiento brusco. Sin otra palabra, abrió la puerta y salió del Serena, dejando tras de sí una atmósfera pesada y cargada de tensión.
Oda, aún recostado, dejó escapar un leve suspiro, entre el alivio y la admiración.
— Por un momento, fue como ver a Tetsu de nuevo… ese descaro intacto, esa forma temeraria de plantarse frente al infierno y aún sonreír.
El menor Tachibana no respondió. Permaneció tras la barra, sus manos ahora firmemente apoyadas en la superficie de madera. Solo cuando la puerta se cerró tras el lugarteniente, permitió que sus hombros se relajaran un poco. Pero en sus ojos seguía ardiendo una chispa de determinación.
—¿Estás bien? —preguntó Reina con suavidad, su voz apenas un murmullo que rompía el pesado silencio del Serena.
Asintió, aunque su mirada seguía fija en la puerta por donde el hombre había salido. Sus labios se curvaron en una leve sonrisa que no alcanzó sus ojos, mientras exhalaba lentamente.
—Estoy bien —respondió, aunque el leve temblor en sus manos contaba otra historia.
Reina observó sus dedos y dio un paso más cerca, preocupada, pero antes de que pudiera decir algo más, Ryohei soltó un susurro, como si hablara más para sí mismo que para ella.
—Ese hombre… es un maldito demonio —murmuró—. No importa cuánto lo intente, es como si todo lo que dijera rebotara en él. Pero… no puedo permitirme ceder.
Permaneció inmóvil tras la salida de Awano, como si el eco de sus palabras aún resonara en el Serena, llenando los espacios vacíos con una sombra opresiva.
Finalmente, inhaló profundamente y se dirigió al lavamanos del bar. El sonido del agua fluyendo rompió el silencio, un contraste bienvenido al peso que había dejado el lugarteniente. Mientras el agua helada corría entre sus dedos, se miró al espejo, su reflejo mostrando ojos que ocultaban una mezcla de cansancio y resolución. "¿Así es como se siente ser un Tachibana?", pensó, antes de secarse las manos y regresar al centro de la sala.
Oda estaba recostado en una mesa, con Reina a su lado, mientras Nishiki permanecía en un rincón, aún sumido en sus pensamientos.
—Oda-san… —dijo con voz baja, esforzándose por mantener la calma mientras se inclinaba hacia él.
El herido levantó la mirada, ofreciendo una sonrisa cansada, marcada por el agotamiento.
—Ryohei… —murmuró, su tono entrecortado y débil—. No tienes que demostrarle nada a tipos como él. No vale la pena.
El joven asintió levemente, ayudándolo a recostarse con cuidado en la silla. Aunque sus manos aún temblaban ligeramente, sus movimientos eran precisos y firmes, como si aferrarse al cuidado médico le permitiera recuperar algo de control.
Sus ojos se desviaron hacia la puerta por un instante, mientras sus pensamientos seguían atrapados en las palabras del hombre de la Familia Dojima.
—Literalmente no logré nada… Mi hermano tenía razón: Awano puede destrozarte con solo hablar —apretó la mandíbula, intentando procesar la intensidad del enfrentamiento.
Oda dejó escapar un suspiro débil y una sonrisa irónica asomó en sus labios.
—Eres impulsivo, pero tienes agallas. Eso no te lo puedo negar. Por un momento, vi a Tetsu en ti… esa misma chispa de desafío.
El herido dejó escapar un quejido bajo al mover el brazo, pero se mantuvo firme, con una mueca que era más resignación que debilidad.
—Pero cuidado, chico. La ironía es un escudo útil, lo sé, pero no siempre detiene las balas. No olvides cuándo soltarla y cuándo de verdad protegerte.
El bartender detuvo un instante sus manos, como si esas palabras le hubieran tocado una fibra más profunda de lo que estaba dispuesto a admitir. Bajó la mirada, dejando que el silencio hablara por él, y solo después de un largo segundo logró forzar una sonrisa breve, sin convicción.
Respiró hondo y se giró hacia la encargada, que estaba cerca de él, observándolo con una mezcla de preocupación y una admiración cuidadosamente contenida.
—Reina-san, necesito el botiquín. Está en la bodega. Tráelo, por favor.
Ella asintió rápidamente y desapareció por unos segundos, regresando con el estuche en mano. Ryohei lo tomó con un agradecimiento apenas audible, abriéndolo con movimientos prácticos mientras el herido lo miraba, ahora con una mezcla de burla y respeto.
—¿Sabías lo que estabas haciendo ahí? —murmuró Oda, observándolo con atención mientras contenía una mueca de dolor al sentir el alcohol sobre la herida—. Desafiar así a Awano es como encender una cerilla en un barril de pólvora. Podría haberte matado al instante. Pero, diablos, chico… lo hiciste retroceder. Eso no lo consigue cualquiera.
El menor Tachibana soltó una leve risa, seca, sin rastro de humor. Mientras aplicaba el vendaje con firmeza, evitó mirar a los ojos del herido.
—No sé si fue hacerlo retroceder o solo entretenerlo un rato —respondió, con un tono más áspero del que pretendía—. Supongo que la ironía siempre ha sido mi forma de no romperme. Pero esta vez… sentí que no bastaba.
Guardó silencio unos segundos antes de continuar, su voz bajando apenas un tono.
—Probablemente me metí en más problemas de los que puedo manejar. Cuando Kiryu-san regrese, tendremos que hablar seriamente.
Mientras tanto, la encargada se acercó a Nishiki, quien estaba sentado en una esquina con la herida aún visible en la frente. Al notar la gravedad de la lesión, el menor Tachibana se dirigió a ella con un tono práctico, aunque sereno.
—Reina-san, encárgate de Nishiki. Su cabeza es dura como una roca, así que solo necesita limpieza para evitar una infección.
Ella sonrió débilmente y comenzó a atender la herida del joven yakuza, quien permaneció en silencio durante unos segundos antes de soltar un resoplido bajo.
—Con todo lo que pasó, y tú sigues actuando como si todo estuviera bajo control… —murmuró, con incredulidad en la voz. Su mirada se volvió más intensa mientras añadía—: Pero Awano mencionó que eres hermano de Tetsu Tachibana. ¿Es eso cierto?
El aspirante a médico levantó la vista brevemente, esbozando una sonrisa irónica mientras continuaba tratando las heridas de su paciente.
—Pensaba esperar a Kiryu-san para decirlo, pero ya no tiene sentido seguir ocultándolo. —Tomó aire profundamente, enfrentando la mirada del interlocutor—. Mi verdadero nombre es Ryohei Tachibana. Soy hermano de Tetsu Tachibana.
El aire en el Serena pareció congelarse. Reina, que estaba limpiando la frente de Nishiki, detuvo sus manos, visiblemente impactada. El joven de la familia Dojima se incorporó de golpe, ignorando el dolor en su cuello, con incredulidad marcada en el rostro.
—¿Qué acabas de decir? —preguntó, con los ojos entrecerrados, buscando confirmar lo que había escuchado.
Retrocedió un paso sin querer, como si las palabras hubiesen tenido peso físico. Apretó los dientes, dudando entre la rabia y el desconcierto.
Ryohei apretó los labios, desviando la mirada hacia las heridas de Oda, mientras una mezcla de culpa y determinación cruzaba por su rostro.
—Lo siento. Mi intención al llegar aquí hace seis meses era mantenerme al margen de todo lo relacionado con mi hermano. Solo quería trabajar, ganar dinero y costear mis estudios. Si les hubiera dicho quién era, habrían asumido que no necesitaba este trabajo… que Tetsu me lo daba todo. Pero no es así.
Su voz se quebró levemente, pero no se detuvo.
—Cambiar mi apellido fue mi forma de alejarme de Tachibana Real Estate y de los negocios de mi hermano. No quería que pensaran que estaba aquí para manipularlos o usar este lugar en las estrategias de Tetsu. Solo quería mi propia vida… lejos de todo eso.
El herido, que había permanecido en silencio hasta ese momento, habló con voz ronca pero firme.
—El chico dice la verdad. Nunca usó el nombre de Tachibana para nada, ni siquiera para protegerse. —Sus palabras resonaron en el ambiente, cargadas de un peso difícil de ignorar.
Ryohei terminó de curar al paciente, cerró el botiquín y se incorporó, enfrentando a los presentes con una expresión seria y serena.
—Si quieres despedirme, Reina-san, lo entenderé. Te mentí desde el principio y, por mi apellido, te involucré en algo que no te corresponde. Quizás lo mejor sea que renuncie. Así, los Dojima se centrarán en mí y no en el bar.
La mujer permaneció en silencio unos segundos, con una mezcla de exasperación y ternura en el rostro. Finalmente, se acercó y colocó una mano firme sobre su hombro. Su expresión, aunque severa, tenía un destello de calidez.
—¿Despedirte? ¿Renunciar? —repitió, como si la idea fuera absurda—. No seas tonto. Sí, estoy molesta por la mentira, pero no voy a despedirte. Y tampoco voy a dejar que te vayas. Eres uno de mis mejores empleados.
Él la miró incrédulo, casi sin atreverse a creerlo.
—¿De verdad?
Ella le sostuvo la mirada con firmeza, aunque una leve sonrisa se dibujaba en sus labios.
—Claro que sí. Eso sí, no vuelvas a ocultarme algo así.
El bartender dejó escapar un suspiro de alivio. Por primera vez en toda la noche, la tensión en sus hombros comenzó a disiparse, aunque su voz volvió a endurecerse levemente.
—Gracias, Reina-san… pero los Dojima saben quién soy. Esto podría ser peligroso para todos ustedes.
Ella permaneció callada unos instantes, dejando que las palabras calaran en la atmósfera. Sus ojos se suavizaron al observar al joven, que había bajado la mirada como si cargara con el peso del Serena entero sobre sus hombros.
Finalmente, avanzó y colocó una mano en su brazo, no como reproche, sino como un recordatorio de que no estaba solo. Su expresión era una mezcla de cansancio y afecto, pero cuando habló, su voz tenía filo protector.
—Ryohei, no voy a dejar que cargues con todo esto solo. —Sus palabras eran firmes, pero había una calidez que cortaba la tensión—. Aquí cuidamos de los nuestros, ¿entiendes? No te atrevas a pensar en irte.
Él bajó la cabeza, una mezcla de gratitud y preocupación reflejada en los ojos. Se inclinó en señal de agradecimiento; algunas lágrimas rodaron por su mejilla antes de que se las limpiara rápidamente con la manga de la camisa.
Al reincorporarse, esbozó una leve sonrisa, aunque el peso de la discusión con Awano aún se sentía en su cuerpo.
Notando la emoción en su rostro, Reina se acercó con una mirada cómplice. Se inclinó ligeramente hacia él y, con tono bajo pero cargado de calidez, susurró en su oído:
—Si decides irte, dime, ¿quién me escuchará quejarme de lo difícil que es encontrar hombres guapos por aquí? Porque créeme, Ryohei, no pienso hablar de eso con Nishikiyama-kun.
El comentario hizo que levantara la vista, una risa breve escapó de sus labios entre lágrimas, mientras veía la sonrisa traviesa de ella. Por un instante, el peso que cargaba pareció aligerarse. Ella no solo lo aceptaba, sino que le ofrecía una especie de refugio en su humor y cercanía.
—Gracias de nuevo, Reina-san —murmuró, su voz más firme esta vez, mientras una chispa de alivio cruzaba su rostro.
El joven yakuza permanecía sentado, con los puños firmemente apretados sobre sus rodillas, su mirada oscilando entre Ryohei y la puerta. Las palabras de Awano seguían golpeando su mente como un eco persistente, mientras el resentimiento y la confusión se reflejaban en cada línea de su rostro.
El hombre que había ganado su confianza en estos meses ahora parecía un extraño.
"¿Fue todo esto una fachada? ¿Otra mentira cuidadosamente construida?" pensó, mientras sus nudillos se tornaban blancos por la presión de sus manos. Cada fragmento de la conversación con Awano alimentaba una maraña de pensamientos que no lograba desenredar. Lo único claro para él era que, a partir de ahora, nada volvería a ser igual.
La revelación no solo los había expuesto, sino que insinuaba algo más profundo y oscuro que Nishiki aún no alcanzaba a comprender. Pero lo que sí sabía con certeza era que tanto él como Kiryu y Reina habían sido arrastrados al centro de un conflicto peligroso.
Esa idea alimentaba una furia contenida que se esforzaba por mantener bajo control, consciente de que su rabia no resolvería lo que estaba por venir.
Chapter 8: "Pacto en la Oscuridad"
Summary:
En medio del caos y la incertidumbre que azotan Kamurocho, nuevos lazos se forjan entre quienes, hasta hace poco, caminaban rutas separadas. La oscuridad de la noche es testigo de un pacto que cambiará el rumbo de la historia: promesas silenciosas, heridas aún abiertas y una alianza inesperada que comienza a tomar forma.
Mientras las sombras del pasado se hacen más densas, una verdad se abre paso… y con ella, la posibilidad de luchar no solo por justicia, sino por redención.
Chapter Text
“Pacto en la oscuridad”
Finalmente, tras asegurarse de que las heridas de Oda estaban estabilizadas, Ryohei se dirigió al lavamanos del pequeño baño del bar.
Abrió el grifo y dejó correr el agua mientras se quitaba los guantes, arrojándolos al basurero. Sumergió las manos temblorosas bajo el chorro frío, intentando desprenderse no solo del olor metálico, sino también de la tensión que aún se aferraba a su piel.
Alzó la vista hacia el espejo. Su reflejo, marcado por el cansancio y una férrea determinación, lo observaba con una mezcla de reproche y duda.
Cerró los ojos un momento, dejando que el murmullo del agua lo ayudara a ordenar sus pensamientos. Luego, se mojó el rostro con ambas manos, dejando que el frío renovara su concentración.
“¿Realmente fue buena idea enfrentar a Awano?” pensó mientras se secaba con una toalla. “¿O solo fue un intento desesperado de ganar tiempo, como me pidió Kiryu-san?”
Suspiró hondo y regresó a la barra. Allí, Nishiki seguía sentado con postura rígida, los puños apretados sobre las rodillas. Su mirada, fija en la puerta, revelaba un conflicto entre el resentimiento y la confusión.
El aspirante a médico se dejó caer en un taburete, apoyando los codos y ocultando el rostro entre las manos. Aunque intentaba mantenerse sereno, las emociones seguían latiendo con fuerza bajo la superficie.
Reina, que había estado observando en silencio, caminó hacia Nishiki con intención de acercarse. Pero al notar su expresión endurecida y la mirada perdida, se detuvo. Comprendió que era mejor dejarlo solo… por ahora.
Con un gesto sutil, cambió de dirección y se aproximó al herido, que intentaba acomodarse en su asiento, aún visiblemente adolorido.
Un denso silencio llenaba el Serena, roto solo por los pasos de la mujer y el leve tamborileo de los dedos del bartender sobre la barra. Cada rostro cargaba sus propios demonios, mientras el ambiente se espesaba de incertidumbre. Como una tormenta que nadie se atrevía a desatar.
—Oda-san... —susurró Reina, su voz suave mientras tocaba con delicadeza los vendajes en su rostro—. ¿Las vendas están bien? No quiero que se aflojen.
El herido soltó una leve risa, que enseguida se convirtió en una mueca de incomodidad.
—Oye, mamá... gracias por preocuparte, pero no es necesario tocarme tanto la cara —bromeó, entre gratitud y un toque de incomodidad—. Gracias a Ryohei, estoy bien... más o menos.
Ella lo miró con ternura y luego volvió la vista hacia la barra. El menor de los Tachibana seguía allí, tamborileando con aire ausente. Sus ojos reflejaban preocupación, aunque permanecía en silencio. Algo más se ocultaba tras su aparente estoicismo.
El chirrido de la puerta interrumpió la tensión. Todas las miradas se volvieron hacia la entrada.
Kiryu estaba allí, firme como siempre, aunque algo en sus ojos delataba el peso de lo que acababa de enfrentar.
Su mirada se cruzó con la de Ryohei. No fue necesario decir nada. Bastó ese instante para que el entendimiento fluyera entre ambos.
—Volviste... —murmuró el joven, con alivio en la voz—. ¿Todo bien? ¿Estás herido?
El recién llegado negó con un leve movimiento de cabeza, escudriñando el rostro de su compañero. No tenía heridas visibles, pero el agotamiento se le notaba en cada gesto, en la forma en que evitaba sostener la mirada.
—Estoy bien —respondió con calma, aunque su tono se volvió más agudo al añadir—. Aunque veo que tú no tanto.
—¿Yo? Supongo que no —interrumpió antes de que continuara—. Pero cumplí lo que me pediste. Gané el tiempo que necesitabas.
Intentó esbozar una sonrisa, aunque el cansancio apenas le permitió más que un gesto.
—Al menos esa charla me sirvió para leerlo... y hacerme una idea de cómo serán los otros dos.
Kiryu asintió. Su expresión se suavizó por un instante, como si quisiera añadir algo, pero las palabras no llegaban. Entre ambos flotaba una conexión densa: gratitud, cansancio, algo más... aún sin nombrar.
El silencio se quebró cuando la voz de Nishiki emergió desde la esquina del bar, baja, cargada de frustración y culpa.
—Kiryu… —llamó, haciendo que su hermano de juramento se volviera hacia él—. Lo siento. No hice nada allá afuera, ni aquí dentro. No te ayudé con Okabe, ni con Awano.
—No tienes nada que disculpar. Si alguien debe hacerlo, soy yo —replicó Kiryu con tono firme, pero sincero—. Te arrastré a esto sin que tuvieras por qué estarlo. Lo lamento.
El joven yakuza chasqueó la lengua, desviando la vista al suelo. Las disculpas golpeaban directo a su orgullo, acentuando su impotencia. Había sido testigo mudo mientras los demás enfrentaban el peligro.
—Está bien... pero dime. ¿Qué piensas hacer ahora? —preguntó, intentando mantener la voz firme, aunque un temblor traicionó su vulnerabilidad.
Kiryu no respondió de inmediato. Su mirada se dirigió hacia Ryohei, que al percibirla, dejó de tamborilear y se acercó.
—Creo que sé lo que te pidió Awano… —intervino el bartender, con seriedad que tensó aún más el ambiente.
Oda, aún adolorido, soltó un suspiro mientras se incorporaba con esfuerzo.
—Te pidió que entregues al jefe, ¿verdad? —dijo con voz ronca, afilada.
El joven asintió lentamente, pero antes de que pudiera decir más, Nishiki golpeó el respaldo de una silla.
—Lo dejó claro cuando discutió con él —gruñó—. La familia Dojima lo quiere con desesperación.
El aire se volvió más denso. Ryohei cerró los ojos un instante antes de hablar.
—No solo quiere que lo entregue. Me pidió que organizara una reunión con mi hermano. Una trampa disfrazada de “negocios”.
El hombre de mirada penetrante, hasta entonces callado, asintió con resignación.
—A mí también me lo insinuó —admitió—. Dice que es una solución… pero sabemos bien que busca una oportunidad para eliminarlo.
La tensión en el Serena era casi física. Nishiki, con el rostro endurecido, avanzó un paso, impulsado por la rabia.
—¡Awano nos puso contra la pared! —gritó, la voz quebrándose—. Quiere que tú o yo convenzamos a Kiryu para que organice esa maldita reunión. ¡Es la única salida que nos dejó! Si no hacemos nada, vamos a morir todos.
Oda, rígido a pesar del dolor, frunció el ceño.
—¿De verdad crees que el jefe entregará su cabeza como ofrenda? Está haciendo todo lo posible por limpiar el nombre de Kiryu. Pensar siquiera en rendirse es absurdo.
—¡Oda, no tienes idea de lo que estás diciendo! —exclamó Nishiki, girando hacia él, fuera de sí.
El herido lo enfrentó con una mezcla de ironía y desprecio.
—¿Perdón? —replicó, cruzando los brazos—. ¿Crees que esto es un maldito tablero de shogi? Hablas de sacrificios como si fueran piezas intercambiables.
—¡Detente, Nishiki! —intervino Ryohei, alzando la voz con firmeza. Su mirada, cargada de cansancio e indignación, se clavó en ambos.
—¿Cómo quieres que me detenga? —replicó el otro, temblando de impotencia—. Si no entregamos a Tachibana, ¿sabes quién será el siguiente? ¡Kiryu! ¡Mi hermano!
Ryohei no respondió enseguida. Una punzada aguda le atravesó el pecho.
Si Kenji estuviera en su lugar... o Kyomi... ¿me comportaría como él?
Ya conocía la respuesta. Lo supo en aquella huida por el puerto chino, cuando Tetsu cargó con todo el peso del mundo para protegerlo.
Le sostuvo la mirada con intensidad.
—¿Y crees que sacrificar a mi hermano resolverá algo? —dijo, firme, aunque las manos le temblaban—. No pienso entregarlo. Tampoco permitiré que Kiryu sea quien pague por todo esto.
—¿Y cómo diablos piensas hacer eso? —espetó Nishiki, avanzando un paso, el sarcasmo en su voz como filo expuesto. —¿Con más sarcasmos baratos? Ni siquiera pudiste frenar a Awano.
Su mirada era cortante.
—Y aún tienes que enfrentarte a tipos como Kuze o Shibusawa. Ellos no jugarán contigo; te destrozarán en cuanto cruces la línea.
—Buscaré la forma —respondió el aspirante, firme—. Ni mi hermano ni Kiryu-san serán sacrificados. Si tienes una mejor idea, dilo de una vez. Si no, deja de escupir culpas y enfrenta la realidad.
El joven de cabello oscuro soltó una risa amarga; la frustración le torcía el rostro.
—Tú y ese imbécil de ahí —espetó, señalando a Oda con desprecio—. Ambos son unos desgraciados. Han metido a mi hermano en este maldito juego sin importarles las consecuencias.
—Al menos yo sí lo enfrenté —replicó el menor Tachibana, sin alzar la voz—. No me quedé callado como un cobarde mientras los demás ponían el cuerpo.
Nishiki lo miró, mezcla de sorpresa y furia. Dio un paso más, mandíbula apretada, ojos encendidos.
—¿Qué dijiste?
—Lo que oíste. Te llenas la boca hablando de proteger a tu hermano de juramento, pero hasta ahora solo has repartido culpas desde un rincón.
—¡Tú no sabes lo que significa cargar con eso! —gritó—. ¡No sabes lo que darías por alguien que es tu familia!
—¿Y tú crees que yo no? —retrucó, acercándose sin miedo—. Habría muerto por Tetsu sin pensarlo. Sigo aquí porque él me enseñó a no bajar la cabeza ante tipos como Awano.
—¡No me vengas con discursos de moralidad! —rugió, fuera de sí—. ¡Tú ni siquiera sabes quién eres! ¡Eres un fraude, un cobarde con nombre falso que juega a ser fuerte!
Avanzó otro paso, alzando el brazo, a punto de lanzarse. Pero antes de que Ryohei pudiera reaccionar, Kiryu se interpuso con voz autoritaria.
—¡Cálmate, Nishiki! Oda está herido, y gritarle no va a solucionar nada —dijo, firme pero sereno—. Sabía que tarde o temprano tendría que enfrentarme a ellos, aunque no esperaba que fuera tan pronto.
El aludido chasqueó la lengua con fastidio, bajó el puño y se apartó con brusquedad. Oda, hasta entonces en silencio, soltó un suspiro cansado antes de intervenir.
—El chico tiene razón. El jefe siempre quiso ese lote, incluso antes de esta guerra. Y no se detendrá. Sabe que controlarlo podría cambiarlo todo.
El Serena cayó en un silencio denso, aunque las miradas seguían cargadas de tensión. Nishiki se cruzó de brazos, el ceño fruncido, la postura rígida.
—Subestimaron a Awano —dijo, mirando directo al joven—. Sobre todo tú. Él no es como los demás. Es mucho más peligroso.
—Me di cuenta perfectamente —asintió Ryohei—. Y aún estoy aprendiendo a lidiar con eso.
El herido desvió la vista hacia el teléfono en la pared.
—De todas formas, necesito contactar al jefe. ¿Puedo usarlo?
El aludido asintió sin decir palabra. Nishiki, aún con gesto endurecido, no intervino más. La sombra de Awano seguía sobre ellos: una amenaza latente.
Esa misma noche, en una oficina de la familia Dojima, el ambiente era igual de denso. La atmósfera, sin embargo, no era de tensión emocional sino de poder contenido.
Muebles de madera oscura, lámparas de cristal y un silencio sepulcral apenas roto por el zumbido constante del ventilador del techo.
Awano, recostado en un sillón de cuero, cruzaba las piernas mientras tamborileaba los dedos contra el reposabrazos con deliberada calma. Frente a él, Itsuki Murakado, uno de sus subordinados, permanecía de pie, con el expediente en mano y la expresión serena.
—Así que este es el famoso informe que Kuze tanto quería —comentó el lugarteniente, hojeándolo con desgano.
Murakado inclinó levemente la cabeza, el tono medido y profesional.
—Sí. Todo está ahí: antecedentes, vínculos… y, por supuesto, su relación con Tachibana Real Estate.
El hombre soltó una risa breve y burlona. Cerró el documento con un golpe seco y lo dejó sobre la mesa. Luego, con parsimonia, sacó un cigarrillo y lo encendió.
—¿Relación con Tachibana? —repitió, exhalando el humo—. Vamos, Murakado. ¿De verdad crees que ese mocoso puede ser un problema? Apenas logró sostenerse frente a mí. Su sarcasmo es una broma. Está hecho polvo. Patético.
El otro no respondió de inmediato, aunque sus ojos se endurecieron.
—Subestimarlo sería un error, Awano-san. Puede ser impulsivo, sí, pero no le faltan recursos. Su vínculo con su hermano lo hace peligroso, incluso si no lo aparenta.
El lugarteniente rió seco, inclinándose hacia adelante con una sonrisa venenosa.
—¿Recursos? Ese maricón está más preocupado de esconder lo que es que de entender en qué juego se metió.
Otra carcajada. Cruel. Sucia.
—Todo ese numerito de sarcasmo, la cara de tipo frío... es solo un disfraz barato. Lo huelo. Se le nota.
Murakado no replicó. Mantuvo la mirada baja, el rostro neutro… pero tenso.
—Seguro hasta se le doblan las piernas si un hombre de verdad le sostiene la mirada. Debería estar sirviendo copas en un puticlub, no jugando a ser empresario.
El subordinado apretó los labios. Apenas una chispa brilló en su mirada. Pero su voz, imperturbable.
—No lo respeto, pero no es inútil. Tiene determinación. Aunque aún no la sepa controlar. Es más peligroso de lo que aparenta.
Awano aplastó el cigarrillo en un cenicero, su sonrisa borrándose. Se puso de pie, caminó hacia la ventana. Miró Kamurocho como si pudiera moldearla con un gesto.
—No me hables de peligro, Murakado. Los problemas se resuelven antes de que crezcan. No quiero que ese niño se sienta cómodo. Hazle entender que no pertenece a este nivel. Si se pone valiente…
Se giró, mirada de hielo.
—…que lo pague con sangre.
—Entendido. Me encargaré —dijo Murakado, tomando el expediente.
Al salir al pasillo, sus pasos resonaron con eco mientras una tormenta de pensamientos se agolpaba en su mente.
“Awano es un imbécil prepotente. Cree que su lugar está asegurado, pero no ve más allá de su ego. Esa manía de subestimar a quien no encaja en su molde terminará costándole caro. Y cuando ocurra, yo estaré ahí para recoger lo que deje caer.”
Pasó junto a una secretaria que bajó la mirada al verlo. Apenas inclinó el mentón en gesto forzado y siguió hacia la salida trasera del edificio.
“Ryohei Tachibana no será mi obstáculo. Será mi llave.”
Una leve sonrisa se dibujó en sus labios mientras ajustaba el expediente bajo el brazo. Giró por la escalera de servicio y bajó con paso firme, contenido.
Al llegar al primer piso, se detuvo frente a una ventana con vista parcial a Kamurocho. Sus ojos, duros como acero, escudriñaron las luces de la ciudad como si pudiera leer su futuro entre los edificios.
“Ese chico no tiene idea de lo que le espera.”
Sin más, siguió su camino, como si cada paso ya estuviera trazado mucho antes de que los demás supieran que el juego había comenzado.
De vuelta en el Serena, Oda tomó el teléfono y marcó el número de Tetsu. Su voz grave, cargada de urgencia y pragmatismo, parecía cortar el aire. Hablaba rápido, relatando lo ocurrido y aconsejando que el jefe permaneciera en su escondite.
Cada frase era como una herida abierta para el joven yakuza, que escuchaba desde su lugar con la mandíbula tensa y los puños cerrados. Cuando Oda insinuó que ya no era seguro confiar en Kiryu, el aludido apretó los dientes con tal fuerza que casi pareció que iban a romperse.
Al terminar, el herido miró a Ryohei y le extendió el auricular. Este lo tomó sin dudar y lo llevó a su oído.
—Sí, soy yo... —dijo, con un tono bajo, contenido, mientras una voz apenas audible respondía del otro lado—. Es exactamente como dice Oda-san. Lo enfrenté, aunque sabía lo que me dijiste anoche.
Pausó, apretando los labios mientras escuchaba las recriminaciones. Su mirada se desvió al suelo, pero no por culpa, sino por algo más profundo: una mezcla de orgullo herido y determinación.
—Lo sé. No fue prudente, pero alguien tenía que hacerlo. —Su voz se volvió más firme—. Tú me enseñaste a nunca retroceder, ni siquiera ante tipos como él.
La conversación se prolongó un par de minutos. Asentía de tanto en tanto, pero su expresión se tornaba cada vez más sombría. Finalmente, suspiró y colgó. Guardó silencio antes de alzar la mirada.
—Ni Oda-san ni yo sabemos dónde está ahora —dijo con claridad, aunque el peso en su rostro era evidente.
Oda, intentando aliviar la tensión, sonrió apenas con ironía.
—Exacto. Si no sabemos nada, no hay nada que puedan sacarnos. —Lanzó una mirada de reojo a Nishiki—. No te lo tomes personal, chico. A veces, el silencio también es un arma.
Pero el comentario solo avivó la rabia en el joven de cabello oscuro. Respiraba con pesadez, los ojos fijos en ambos hombres. Sus hombros se tensaron.
Antes de que hablara, Kiryu le apoyó una mano firme en el hombro.
—Cálmate —dijo, sereno pero firme. Aunque hablaba con su amigo, sus ojos se desviaron hacia Ryohei, comprendiendo también el alcance de lo que enfrentaban.
El menor Tachibana sostuvo su mirada. El peso del momento era casi físico. Cuando bajó la cabeza, no fue por derrota, sino por reconocimiento silencioso. Compartían la misma carga.
—Lamento haberte involucrado en esto, Reina —dijo Kiryu, inclinando ligeramente la cabeza—. Estoy seguro de que todo esto te ha causado miedo.
Ella lo miró, cruzada de brazos. Su expresión combinaba preocupación y temple.
—¿Preocupándote por mí? Olvídalo. Eso ya no importa. Lo que quiero saber es… ¿qué harás ahora?
No respondió de inmediato. Se giró lentamente hacia la puerta. Su postura era tensa, pero decidida. Dio un paso, y el sonido sobre el suelo bastó para que Nishiki alzara la voz.
—¡Kiryu, detente! —gritó—. ¿Qué demonios vas a hacer?
El aludido apenas giró la cabeza.
—Esto estaba previsto desde que dejé la familia Dojima, Nishiki —dijo con calma, en contraste con la tensión del ambiente—. No puedo quedarme esperando. Debo actuar. Atraparé al culpable, limpiaré mi nombre y saldré de esto. Cueste lo que cueste.
El otro avanzó, temblando de rabia.
—¿Eres idiota? —espetó—. ¿De verdad crees que puedes hacer algo tan descabellado? ¡No estás solo en esto, maldita sea!
Kiryu lo miró con una mezcla de tristeza y determinación.
—No sé si puedo… pero no tengo otra opción.
Salió del Serena, dejando atrás un silencio denso.
Ryohei dio un paso hacia la puerta, dispuesto a seguirlo, pero Oda lo detuvo con una mano sobre el hombro.
—Espera, chico —dijo con voz baja, seria—. Déjalo ir. Si lo sigues ahora, solo empeorarás las cosas. Nishiki ya está al límite. Lo último que necesitamos es otro enfrentamiento aquí.
Miró al joven, que permanecía inmóvil, los puños cerrados.
—Yo hablaré con mamá para que te dé unos días libres… pero ahora, ve a despejarte.
El menor apretó los labios, dudando. Su mirada buscó la de Oda. Este le devolvió una expresión firme, casi autoritaria. Finalmente, asintió y dio un paso atrás.
—Está bien —murmuró.
Sin decir más, fue hasta la barra, tomó su chaqueta y su bolso, y salió por la puerta trasera del Serena, dejando atrás la tensión acumulada.
Oda lo siguió con la mirada hasta que desapareció. Luego suspiró y giró hacia Nishiki, cuya rigidez no había disminuido.
—Esos dos… siempre metiéndose en lo más complicado —murmuró para sí, antes de llamar a Reina con un gesto.
El aire frío lo recibió al abrir la puerta trasera. El golpe helado le provocó un escalofrío, pero no disipó la presión en el pecho.
Avanzó por el callejón. Sus ojos se ajustaron a la penumbra, y pronto distinguió la figura inconfundible de Kiryu. Caminaba con paso firme, espalda recta, como si el peso del mundo no lo tocara. Pero Ryohei sabía que era una fachada.
Inspiró hondo. La necesidad de hablar se volvió urgente. Apretó los puños, sintiendo que no podía dejarlo avanzar solo hacia lo que se avecinaba.
—¡Kiryu-san! —llamó al fin, su voz rompiendo la noche con una mezcla de urgencia y resolución.
Dio un par de pasos hacia él, y Kiryu, al escucharlo, se detuvo, girando lentamente.
—¿Qué pasa? —preguntó, cortante, con expresión seria. Aunque sus ojos reflejaban algo más que simple irritación.
Ryohei avanzó un poco más, deteniéndose a unos metros.
—Tenemos que hablar. No me importa lo que estés planeando —dijo con firmeza—. Esto es importante, y no voy a dejarte ir sin que me escuches.
El ex yakuza suspiró, entrecerrando los ojos mientras desviaba la vista hacia la oscuridad del callejón.
—No tengo tiempo para esto. Tú lo sabes.
Su tono seco intentaba cerrar la conversación antes de que comenzara de verdad.
—Lo lamento, pero tendrás que hacer tiempo —insistió, alzando la voz—. Ambos estamos metidos en esto, y no pienso quedarme de brazos cruzados mientras cargas con todo.
Kiryu apretó los labios, bajando la mirada como si buscara las palabras justas.
—Debo protegerte, Ryohei —dijo al fin, con voz cargada de un peso que no podía ocultar.
Hizo una pausa, y cuando volvió a hablar, fue en un susurro:
—No solo porque eres el hermano de Tachibana, sino porque...
La frase quedó inconclusa. No necesitaba terminarla.
Ryohei lo observó en silencio. Sabía exactamente a qué se refería.
—Protegerme no significa alejarme de esto.
El comentario removió algo en el fondo del otro. Bajó aún más la vista, cargando con un recuerdo que prefería mantener enterrado.
—Sé que no soy fuerte como tú —continuó el más joven—. No soy un peleador, lo admito. Pero puedo ayudarte a mi manera.
—¿Y cómo planeas hacer eso? —replicó Kiryu, arqueando una ceja.
Una sonrisa cargada de ironía asomó en los labios de Ryohei.
—Si tú eres el guerrero que va al frente, yo seré tu healer. Los héroes necesitan a alguien que los mantenga en pie, ¿no? Y no me digas que puedes hacerlo todo solo, porque incluso los mejores caen sin apoyo.
El otro dejó escapar un suspiro y bajó la cabeza. Cuando volvió a mirarlo, esbozaba una sonrisa leve.
—¿Un healer, huh? —murmuró con un destello de humor—. Supongo que necesitarás tus “suministros”.
—Exacto. Pero para eso necesito que me acompañes. Necesito un bolso nuevo, y creo que es hora de visitar una farmacia. Hay una Poppo cerca.
Hizo una pausa; su tono se volvió más sarcástico.
—Aunque, claro, si prefieres que me abastezca solo y termine olvidando algo… es tu decisión.
Kiryu negó con la cabeza, entre la resignación y la aceptación.
—No puedo creer que esté considerando esto. Pero está bien. Vamos.
—Sabía que entrarías en razón. Andando, que los héroes no deberían salir a pelear sin su soporte.
Caminaron juntos, dejando atrás las sombras del callejón y adentrándose en la ciudad que nunca duerme. El silencio se volvió más cómodo a medida que sus pasos resonaban sobre la vereda, envueltos por el frío nocturno.
—¿Tienes algún plan en mente? —preguntó Ryohei, con tono inquisitivo—. ¿O solo vas a lanzarte a repartir palizas sin pensar, como buen héroe clásico?
—No siempre resuelvo las cosas a golpes —respondió el otro, con un dejo de ironía—. Aunque admito que es lo que muchos creen.
—Por eso me necesitas —replicó, encogiéndose de hombros—. Si te lanzas al caos sin alguien que te cubra la espalda, terminarás más como mártir que como héroe.
Kiryu se detuvo un instante y lo miró de reojo.
—¿Esto te lo pidió Tachibana?
El joven bajó la mirada antes de responder.
—En parte, sí… —admitió—. No quise decirlo en el bar, pero por teléfono me pidió que no me separara de ti. Aún no sé por qué… pero tampoco quiero ser una carga.
—Por eso pensaste en ser mi soporte.
—Exacto —asintió con una sonrisa sincera, aunque más contenida—. Supongo que prefiero ser útil a sentir que estorbo. Si eso significa quedarme a tu lado, lo haré a mi manera.
—¿Y podrás cubrirme con todo el trabajo que tienes y los exámenes? ¿O planeas fallar en ambas cosas?
Rió con suavidad, negando con la cabeza.
—Ya arreglé eso. Oda-san habló con Reina y me dieron algunos días libres. Además, enfrentar a un lugarteniente de los Dojima suena como práctica decente para manejar el estrés académico, ¿no crees?
—De acuerdo, healer. Vamos al Lote Vacío.
Hizo una pausa y corrigió con intención:
—Perdón... vamos juntos al Lote Vacío.
Asintió. Pero algo se agitó en su interior.
“¿Cuándo fue la última vez que alguien me dijo que íbamos juntos a algún lugar... sin condiciones?”
Durante años, acompañar significaba cargar con alguien. Protegerlo desde la sombra.
Pero esa noche, incluso entre el peligro, Kiryu había dicho “juntos” con naturalidad.
No era una orden.
No era una obligación.
Era un gesto. Uno que dolía por lo inusual.
Cerró los ojos un instante, grabando ese momento.
Luego alzó la mano y le dio una palmada ligera en el brazo, sonriendo con ironía protectora.
—Ahora sí estás aprendiendo a trabajar en equipo, héroe. Vas a ser un excelente tanque.
La risa leve que recibió como respuesta bastó para romper la tensión.
Ambos retomaron el paso, sus siluetas desdibujándose en la noche de Kamurocho, mientras la ciudad seguía girando sin pausa.
La sombra del peligro los acechaba, sí. Pero también lo hacía el vínculo que empezaban a forjar.
Por primera vez en mucho tiempo, Ryohei Tachibana sintió que no estaba solo.
Su lucha ya no era individual.
Ahora, juntos, enfrentaban lo que venía.
Ya en las calles iluminadas del distrito, el silencio regresó, pero era distinto.
Kiryu caminaba tranquilo, con paso firme. Su acompañante, en cambio, mantenía la mirada baja, atrapado en sus pensamientos.
Finalmente, habló con tono introspectivo.
—Nishiki está furioso conmigo…
El otro no se detuvo, pero giró apenas el rostro para escucharlo mejor.
—No es solo contigo. Está frustrado con todo esto. Y no lo culpo.
Ryohei se detuvo un momento para ajustar la correa de su bolso improvisado.
—Si Kenji o Kyomi estuvieran en tu lugar, yo estaría igual o peor que él —admitió con una sonrisa cansada—. Probablemente perdería los estribos también. Es difícil no reaccionar así cuando alguien que te importa está metido en algo tan peligroso.
Kiryu lo miró con una comprensión silenciosa. No hacían falta palabras. Entendía más de lo que decía.
—Es complicado para todos —murmuró—. Pero mientras estemos en esto, no podemos darnos el lujo de perder el control.
El otro asintió con más firmeza.
—Por eso quiero asegurarme de algo antes de seguir.
—¿A qué te refieres?
Señaló con la cabeza una cabina telefónica al otro lado de la calle.
—Necesito hacer unas llamadas. Quiero contactar a mis amigos. Si Awano mencionó sus nombres, no puedo ignorarlo. Necesito saber si están bien.
—Haz lo que tengas que hacer —asintió Kiryu—. Pero no te demores mucho. Tenemos que seguir adelante.
Ryohei cruzó la calle y entró a la cabina telefónica, cerrando la puerta con cuidado. Sacó unas monedas e insertó el monto justo antes de marcar el número de Kenji.
Cada tono se le hizo eterno, tensando su pecho. Al pasar al buzón, dejó escapar un suspiro. Rápido, sacó su beeper, marcó el "Código de Siempre" y dejó un mensaje breve, cargado de urgencia:
—Kenji, soy yo. Código de Siempre. Responde este mensaje. No llames a casa, ¿entendido? —dijo con firmeza antes de cortar.
Guardó el aparato, respiró hondo y marcó el número de Kyomi. Esta vez, la respuesta fue inmediata. Su voz al otro lado le trajo alivio.
—¿Estás bien? —preguntó de inmediato.
Ella aseguró que estaba a salvo en su apartamento de Sotenbori y que seguiría alerta tras su advertencia. Al colgar, salió de la cabina con el ceño menos tenso, aunque la inquietud seguía latente.
Kiryu, apoyado en una pared cercana, lo recibió con los brazos cruzados.
—¿Todo bien?
—Kenji no contestó, pero le dejé mensaje. Kyomi está bien, por ahora. Le pedí que se mantuviera alerta.
El otro asintió, reanudando la marcha. Pero antes de avanzar mucho, una figura imponente apareció al final de la calle. Sus pasos resonaban como tambores, anunciando peligro. Mr. Shakedown se acercaba.
Con un fajo de billetes en mano y mirada desafiante, se plantó frente a ellos.
—¡Ustedes dos! —gruñó, señalándolos—. Entréguenme su dinero o prepárense para una paliza.
—Otra vez este idiota...—murmuró Kiryu, frunciendo el ceño.
—¿Lo conoces?
—Un estafador. Anda por Kamurocho golpeando gente y dejándola en la ruina.
Ryohei entrecerró los ojos, escaneando al sujeto de pies a cabeza.
—¿Esto es real? No sé si estamos ante un matón o un jefe final mal programado.
Kiryu cerró los puños. Sabía lo que se venía.
—Quédate atrás. Esto no te involucra.
—¿En serio? ¿Vas directo contra un tanque con piernas? Espera.
Sin frenar su paso, Kiryu giró apenas el rostro.
—Míralo. Su postura, la forma en que respira. Tiene un patrón. Si lo sigues de frente, te tritura. Pero si me escuchas, quizá salimos de esta con los huesos enteros.
El otro suspiró.
—¿Patrón?
—Carga su peso en la pierna derecha antes de atacar. Eso hace sus golpes lentos pero pesados. Esquiva hacia la izquierda y podrás contraatacar.
—Y si retrocede dos pasos, está preparando algo fuerte. Créeme.
Le sostuvo la mirada con media sonrisa.
—Vamos, héroe. Deja que tu healer te guíe.
Kiryu negó con la cabeza, pero sonrió leve.
—Está bien, healer. Más te vale que funcione.
Avanzó con calma. Mr. Shakedown soltó una carcajada gutural.
—Adelante, chico. Intenta sorprenderme.
El primer golpe de Kiryu apenas lo tambaleó. Shakedown respondió con fuerza, pero el estilo Rush le permitió esquivar con agilidad.
—¡Eso es! —gritó Ryohei desde el callejón—. ¡Mueve esos pies como si bailaras!
Tras varios intercambios, el gigante retrocedió dos pasos.
—¡Atrás, Kiryu-san! ¡Va a lanzar algo grande!
El suelo tembló con el impacto. El ex yakuza saltó hacia atrás y cambió a estilo Brawler, atacando con patadas giratorias que confundieron al oponente. Luego, al ver que intentaba atraparlo, pasó al estilo Beast, levantó un contenedor y lo estrelló contra el torso enemigo.
—¡Ahora! —indicó el joven—. ¡Al costado derecho!
Kiryu no dudó. El combo final derribó al coloso, que cayó de rodillas antes de desplomarse.
Pero el último golpe le pasó factura. Un dolor agudo le recorrió el costado. Se encorvó un segundo. Ryohei contuvo el impulso de correr hacia él.
Su respiración se hizo pesada. Un dedo sangraba.
El derrotado soltó un gruñido y dejó caer un fajo de billetes.
—Maldita sea... —masculló—. Eres más fuerte de lo que pensaba.
Kiryu recogió el dinero en silencio. Su compañero se le acercó, mitad aliviado, mitad divertido.
—¿Ves? Te dije que necesitarías a tu healer. Si seguimos ganando así, tal vez logre pagar mi carrera sin endeudarme.
El otro le lanzó una mirada de soslayo, con una sonrisita.
—¿Siempre eres así de irónico?
—Solo con quienes confío. Así que considérate afortunado, Kiryu-san.
Él negó con la cabeza, pero sonrió.
—Con esto, podemos abastecernos. Vamos por ese bolso nuevo.
Caminaron entre las luces de Kamurocho. A cada paso, el lazo entre ambos se afianzaba.
No iba a ser fácil lo que venía, pero ya no estaban solos.
Una cuadra más adelante, llegaron a una farmacia de fachada modesta. Al entrar, el aroma a desinfectante los envolvió. Estanterías impecables ofrecían gasas, vendas, stamina, taurina y lo esencial.
Kiryu esperó a un lado, mientras el aspirante recorría los pasillos con paso firme, seleccionando cada artículo con precisión.
—Veo que sabes lo que haces —comentó Kiryu con una leve sonrisa irónica, rompiendo el silencio.
El otro alzó una ceja, devolviéndole una mirada burlona antes de esbozar una sonrisa.
—Vaya, parece que ya estás aprendiendo a hablar mi idioma —respondió, añadiendo otro paquete de gasas a la cesta—. Si vamos a sobrevivir, necesitamos lo mejor. Además, con lo que ganaste del grandulón, estamos bien cubiertos por ahora.
El hombre de traje blanco observó con atención. Notaba cómo su compañero evaluaba cada artículo antes de colocarlo con precisión quirúrgica en la cesta. Su mirada se desvió hacia una estantería cercana, donde un bolso grande y robusto destacaba entre los demás. Lo tomó sin dudar y se lo mostró con una leve sonrisa.
—Creo que este te servirá —dijo, extendiéndoselo.
El menor de los Tachibana lo inspeccionó con detenimiento antes de asentir, satisfecho.
—No está nada mal. Definitivamente mejor que el que tengo —respondió, aprobando con una sonrisa—. Buen ojo. Quizás tengas futuro como comprador personal.
Kiryu soltó una breve risa, relajando su semblante.
—Solo falta que te pongas a entrenar para ayudar en el frente —comentó con tono levemente provocador.
El más joven se cruzó de brazos, devolviéndole una mirada mezcla de determinación y sarcasmo.
—Llevaba tiempo considerando eso, pero nunca lo llevé a cabo en serio… hasta ahora —admitió mientras se colgaba el bolso al hombro—. Mañana mismo buscaré un dojo.
Hubo una pausa mientras se acercaban a la caja.
—No puedo seguir siendo el tipo que solo da instrucciones desde el fondo. Quiero estar listo para lo que venga. —Sonrió con ironía—. Aunque, siendo realista, me tomará años siquiera acercarme a tu nivel.
Kiryu rió mientras ambos se dirigían al mostrador. Mientras pagaban, Ryohei comentó con un tono más reflexivo:
—Creo que esta es la primera vez que me siento realmente útil en algo tan… fuera de lo normal.
Aunque no lo decía, recordaba los años en que no pudo ayudar a nadie. Hoy, aunque fuera con gasas y palabras, se sentía parte de algo real.
—No puedo evitar pensar que necesitaré más que palabras y vendas para seguir tu ritmo.
Kiryu lo miró de reojo mientras guardaba el cambio.
—¿Estás pensando en eso del entrenamiento? —preguntó, mostrando interés.
El joven se encogió de hombros mientras organizaba los productos en el nuevo bolso.
—Si quiero ser más que tu “healer”, necesitaré algo más de resistencia… y quizá aprender un par de golpes básicos —sonrió levemente—. No prometo nada tan espectacular como tus movimientos, pero unas clases de defensa personal no me vendrían mal.
El ex yakuza soltó un leve suspiro, pero su expresión denotaba aprobación.
—Es un buen comienzo. Pero no subestimes lo que ya haces. Sin un buen soporte, ni el mejor luchador dura demasiado.
Ryohei alzó la vista, algo sorprendido por el comentario.
—Tomaré eso como un cumplido —respondió con una sonrisa ladeada.
Kiryu negó con la cabeza, mirándolo con seriedad relajada.
—No me malinterpretes. Solo digo que, si vas a entrenar, asegúrate de no quemarte antes de empezar. Esto no es un sprint, es una maratón.
—Entendido —dijo el menor, ajustándose el bolso—. Además, no quiero quedarme atrás mientras tú haces todo el trabajo sucio. No vine aquí solo para sobrevivir.
El otro asintió antes de girarse hacia la salida.
—Es hora de seguir moviéndonos.
Al salir, las luces de neón y el bullicio de Kamurocho los envolvieron como un río de energía constante. Con el nuevo bolso cargado de suministros, Ryohei lo ajustó al hombro mientras avanzaban por las calles iluminadas.
Cada paso era un recordatorio del peso que cargaban, aunque algo en el aire había cambiado. Una energía distinta. Un lazo que se fortalecía con cada obstáculo superado.
Mientras cruzaban la calle, Ryohei sacó dos latas de taurina del bolso. Le ofreció una con una ligera sonrisa.
—Debes estar agotado después de la pelea con ese gigante. Toma, bebamos esto mientras vamos al Lote Vacío.
Abrió la suya y bebió un sorbo. Sus ojos se volvieron más serios.
Kiryu aceptó la lata, asintiendo. La abrió y tomó un trago, dejando que el líquido le refrescara la garganta.
—Gracias. Lo necesitaba.
Sus palabras eran escuetas, pero su mirada revelaba una mezcla de concentración y agotamiento.
Avanzaron por las calles cada vez más tranquilas. El aspirante a médico lo miró de reojo, notando su expresión ausente. Finalmente, la pregunta que rondaba en su cabeza escapó.
—Kiryu-san, ¿qué esperas encontrar allí?
Su tono era lo bastante bajo para evitar atención indeseada.
El ex yakuza mantuvo la vista al frente. Su expresión se endureció.
—Alguna evidencia que me desvincule del asesinato. Lo que sea que pruebe que yo no tuve nada que ver.
Ryohei se detuvo, cruzándose de brazos mientras su mente trabajaba a toda velocidad.
—Si buscan incriminarte, eso significa que alguien lo planeó con cuidado —dijo con seriedad inusual—. No quiero sonar paranoico, pero esto lleva la marca de alguien que sabe manipular. Los lugartenientes tienen tanto acceso como motivos. Y lo peor es que también tienen los recursos para ejecutar algo así.
Kiryu frunció el ceño. Había barajado varias posibilidades, pero escuchar esa conclusión tan directa lo hizo detenerse a pensar.
—Tiene sentido... —murmuró, girando ligeramente la cabeza—. Pero si eso es cierto, entonces no solo estoy enfrentándome a la policía… sino a algo mucho más grande.
Ryohei asintió, más pragmático.
—Exacto. Si esto fue planeado, el lote estará vigilado. No solo por la policía. Quien lo orquestó también estará cubriendo sus huellas. Ir directo sería un error.
Hizo una pausa y lo miró con seriedad.
—Mi hermano fue claro. El camino directo no solo es riesgoso por los oficiales. Los Dojima también tienen ojos en esa zona. Están esperando que tú —o yo— nos acerquemos. Ir por ahí sería caminar hacia una trampa.
Kiryu dejó escapar un suspiro. Su mirada permanecía fija, como si visualizara el terreno a lo lejos. Finalmente, giró hacia él, los ojos cargados de determinación.
—Tachibana siempre piensa en todo —murmuró, antes de asentir—. Muy bien. Confiaré en tu plan. Pero más vale que funcione. No tenemos margen para errores.
Ryohei sonrió de lado, orgulloso.
—Eso suena bien, Kiryu-san. Después de todo, es más fácil para mí “curarte” si no terminamos metidos en otro lío antes de llegar —bromeó, ajustándose el bolso.
Continuaron avanzando, la tensión como un manto que envolvía cada paso. A medida que las luces del distrito quedaban atrás, sus rostros se endurecían. La determinación era palpable.
El ambiente se volvió más pesado conforme se acercaban. La vibrante energía de Kamurocho se desvanecía en las calles adyacentes, donde el aire se volvía denso.
Luces rojas y azules de patrullas iluminaban la zona, reflejándose en las ventanas de edificios cercanos. Las voces de los oficiales y el crujido de las radios rompían el silencio.
Se detuvieron bajo la sombra de un callejón. El terreno estaba acordonado, patrullado por policías con una vigilancia que hablaba de la gravedad del caso. Aunque habían pasado días, ese lugar seguía siendo el epicentro.
Kiryu permanecía firme, pero su ceño fruncido revelaba lo incómodo que se sentía. A su lado, Ryohei observaba con concentración. Lo habían anticipado… pero verlo en persona lo hacía más real.
Fue entonces cuando el ex yakuza rompió el silencio con una observación cargada de gravedad.
—Han pasado días y esto sigue igual de vigilado —murmuró, cruzándose de brazos mientras evaluaba el perímetro.
El healer, aún con la vista fija en la escena, asintió en silencio antes de responder. Su tono, aunque tranquilo, cargaba una tensión latente.
—Es lógico. Con el asesinato que ocurrió aquí, la policía no soltará esta área tan fácil —dijo con serenidad analítica—. Mi hermano tenía razón. No podemos esperar que esté despejado. Si queremos buscar algo, tendrá que ser sin que nos vean.
El ex yakuza frunció el ceño. Su cuerpo permanecía rígido mientras escaneaba el lugar.
—¿Crees que encontremos algo útil? Algo que demuestre que no tuve nada que ver.
—Si realmente alguien te inculpó, debió dejar algún rastro. Pero con tanta gente revisando… si no lo hallaron, o no saben qué buscar o prefieren ignorarlo.
Kiryu lo miró. Su compañero procesaba cada detalle con una concentración inusual.
—Entonces... ¿cómo lo hacemos?
—Primero, necesitamos un camino alternativo. Habrá que movernos rápido y con cuidado. No podemos fallar.
El movimiento constante de los oficiales no dejaba margen para un plan sencillo. Ryohei notó la inquietud en su rostro y, tras pensarlo, dio un paso adelante.
—Escucha... yo los distraeré —dijo con determinación, sin dar pie a objeciones.
Kiryu giró la cabeza, su mirada estrechándose con duda.
—¿Distraerlos? ¿Y qué planeas hacer?
—Nada que no pueda manejar —se encogió de hombros, lanzando una ojeada a los policías—. Puedo llamar su atención lo justo para que tú entres por el costado.
Hubo un breve silencio. Los ojos del más alto lo escrutaban con intensidad. Finalmente, suspiró.
—Esto no era parte del plan. Puede ser peligroso.
—Ya lo es desde que llegamos —replicó con una media sonrisa—. Déjame hacer esto. Confía en mí. Tú enfócate en encontrar la verdad.
El otro asintió, con reticencia.
—Está bien. Pero ten cuidado. No podemos permitirnos errores.
—No te preocupes. Solo asegúrate de no tardar. —Lo miró con seriedad, casi como una promesa—. Nos vemos en el Matsuya de Taihei Boulevard. Es discreto. Llegaré sin problemas.
—Entendido. No tardes demasiado.
Con determinación, Ryohei se acercó a los oficiales fingiendo una actitud relajada. Su compañero, mientras tanto, se escabullía por un callejón, rumbo a la entrada secundaria que Tetsu había mencionado.
Antes de acercarse, evaluó el entorno. Divisó a un oficial apartado, de postura relajada. Ajustó su bolso al hombro y se aproximó con expresión confundida.
—Disculpe, oficial —dijo con un japonés claro, apenas matizado por un leve acento foráneo—. Perdón si molesto, pero… estoy algo perdido.
El policía, de mediana edad, lo observó con ceño fruncido.
—¿Qué busca? Esta zona está restringida. No debería estar aquí.
Ryohei levantó las manos, inclinando la cabeza en gesto de disculpa.
—Lo siento mucho. Soy de Hong Kong, estoy de visita. Me dijeron que por aquí había buenas vistas… pero creo que me desvié.
El agente lo escaneó de pies a cabeza, buscando señales de mentira. El otro sintió un nudo en el estómago, pero mantuvo su expresión.
—¿Hay algún lugar cerca donde consiga un mapa o indicaciones? No quiero causar problemas, solo quiero regresar a la estación —añadió rápido, antes de que el oficial pudiera intervenir.
Por el rabillo del ojo, notó cómo Kiryu desaparecía entre las sombras del callejón. “Vamos, Kiryu-san… muévete rápido”.
El hombre suspiró, visiblemente irritado.
—Siga por esa calle, doble a la derecha. Verá un puesto de información cerca de Nakamichi Alley. Ahí lo ayudarán. Váyase antes de meterse en problemas.
—¡Muchas gracias! —respondió, con una reverencia nerviosa—. Perdón por la molestia.
Mientras se alejaba en la dirección contraria al lote, sintió la tensión clavarse en su pecho. No podía saber si Kiryu había logrado entrar, pero cada segundo que mantenía al oficial distraído era una victoria.
A la vuelta de una esquina, fingió buscar algo en el bolso. Inspiró hondo. El temblor en sus manos no cedía.
—Esto recién comienza. Ahora todo depende de él.
Con una última ojeada, se internó en las calles laterales, alejándose del perímetro. Sabía que la maniobra había funcionado. Si Kiryu encontraba algo ahí dentro, todo habría valido la pena.
El camino al Matsuya no fue menos tenso. Avanzaba rápido, pero con cautela. Sabía que los hombres de Dojima estaban al acecho. Y no tardaron en aparecer.
Al llegar a un cruce, escuchó voces. Se ocultó tras un poste.
—¿Todavía no lo encuentran? ¡Un tipo como Kiryu no puede desaparecer tan fácil! —gruñó uno, golpeando el suelo con un bate.
—¿Y el hermano de Tachibana? —dijo otro, con tono más ansioso—. Awano dijo que si lo vemos, no escatimemos. También está en la lista.
—Con ese será diferente —añadió el primero, malicioso—. A ese imbécil de Kiryu quiero destrozarlo antes de entregarlo. Nadie abandona Dojima y respira tranquilo.
Ryohei apretó los puños. Confirmaban lo que ya intuía: eran objetivos. No había margen para fallos.
Esperó. Cuando se alejaron por el callejón, se escabulló por un pasaje lateral, cruzando varios recovecos hasta quedar frente al dojo que había visitado el día anterior con Kenji. Esta vez, el lugar parecía más oscuro. Más denso.
Frente a la entrada, emergió una figura conocida: el hombre que lo había observado en las canchas de baloncesto, cuando acertó ese tiro de suerte.
Lo recordaba. Apenas habían intercambiado palabras, pero la autoridad en su porte y la mirada calculadora lo dejaron marcado.
Vestía un hakama tradicional con chaqueta ligera. Lo reconoció al instante.
—¿Te conozco? —susurró Ryohei, casi sin darse cuenta.
—Eres el chico de ayer, ¿verdad? —respondió el otro con voz firme, aunque tranquila—. Te vi con tu amigo en las canchas. Tienes algo interesante en tu forma de moverte. Cierto potencial.
Un escalofrío recorrió la espalda del menor. Aun así, respondió con calma fingida.
—Solo estábamos matando el tiempo. Nada serio.
El hombre rió suavemente, ajustando su cinturón con gestos deliberados.
—A veces, de eso surgen cosas interesantes. Este dojo está abierto para quienes desean mejorar… especialmente en tiempos complicados.
Pausó. Lo observó más a fondo.
—Si algún día decides intentarlo, pasa por aquí. Podrías sorprenderte de lo que eres capaz.
Asintió lentamente, sin comprometerse.
—Lo pensaré.
—Hazlo —dijo el hombre, girándose hacia el interior del dojo. Su figura se desvaneció entre sombras—. Kamurocho siempre tiene espacio para quienes saben adaptarse.
Ryohei se quedó unos segundos inmóvil, digiriendo sus palabras. Había algo en ese hombre que no cuadraba, algo más allá de las artes marciales. Pero no era el momento de analizarlo.
Ajustó el bolso al hombro y siguió su camino. Cuando divisó la fachada del restaurante, soltó el aire que llevaba reteniendo.
El dojo, los yakuzas, aquel hombre... todo parecía parte de una red invisible que lo rodeaba. Y el juego apenas comenzaba.
Chapter 9: "La Confianza Del Healer"
Summary:
Cuando el pasado y el presente colisionan en los rincones más oscuros de Kamurocho, confiar puede ser tan arriesgado como necesario. En este capítulo, Ryohei se enfrenta a las consecuencias invisibles de abrir su mundo a los demás. Mientras su vínculo con Kiryu se profundiza de formas inesperadas, también descubrirá que no todos están dispuestos a aceptar su manera de sanar… o de amar.
Este fragmento de la historia explora la fragilidad de la confianza, la fortaleza frente al prejuicio, y la decisión de seguir caminando, incluso cuando la oscuridad intenta envolverlo todo.
Chapter Text
“La Confianza del Healer”
El Matsuya estaba relativamente tranquilo para la hora, con apenas un par de clientes repartidos entre las mesas. El suave murmullo de una conversación lejana se mezclaba con el ruido metálico de los utensilios.
Ryohei se dejó caer en una mesa del fondo, eligiendo el lugar más apartado, con la espalda contra la pared. Solo entonces permitió que sus hombros se relajaran, soltando un suspiro profundo que parecía contener toda la tensión acumulada del trayecto.
Había esquivado policías, evitado a los hombres de la familia Dojima y cargaba con el peso de lo que estaba en juego. Todo seguía rondando su mente como un eco persistente.
Con movimientos automáticos, sacó su beeper y revisó la pantalla, buscando ansiosamente una respuesta.
Nada.
El vacío que devolvía el aparato solo aumentaba la opresión en su pecho. El "Código de Siempre" seguía sin contestarse, y la preocupación por Kenji era como una espina clavada que no podía ignorar. Su mente se llenó de escenarios posibles —ninguno alentador— mientras tamborileaba los dedos contra la mesa en un intento inútil por calmarse.
Miró alrededor, tratando de distraerse con los detalles: los carteles del menú en la pared, el leve tintineo de las puertas de la cocina. Pero nada lograba arrancarlo de sus pensamientos.
Volvió a fijarse en el beeper, como si mirarlo otra vez pudiera, de algún modo, forzar una respuesta.
Kiryu debía llegar pronto. Aunque sabía que no podía hacer nada por Kenji en ese momento, la espera solo agudizaba el peso de la incertidumbre. Con un último suspiro, apoyó los codos sobre la mesa y se frotó las sienes. La calma del Matsuya era apenas un respiro; la tormenta seguía lejos de disiparse.
El sonido de la puerta abriéndose llamó su atención.
Alzó la vista justo a tiempo para ver a Kiryu entrar, recortado contra las luces de neón de Kamurocho que se filtraban desde la calle. Caminaba con su paso firme de siempre, escaneando el local hasta que sus ojos dieron con él. Sin decir nada, se acercó y se dejó caer frente a él, soltando un leve suspiro al apoyar los antebrazos en la mesa.
—Lo logré —murmuró con gravedad—. Pero hay hombres de Dojima por todos lados. Están buscándonos… a los dos.
Ryohei inclinó la cabeza, compartiendo el mismo cansancio, aunque en su mirada aún brillaba una chispa de determinación.
—Lo sé. Me crucé con un par en el camino —respondió en tono bajo—. Logré evitarlos, pero están más activos de lo que imaginaba. Tienen la orden de rastrearnos.
Kiryu entrecerró los ojos mientras tamborileaba los dedos sobre la mesa.
—Eso significa que no solo vigilan el Lote. Probablemente estén siguiendo cada movimiento en Kamurocho.
—No solo te quieren a ti. Me mencionaron directamente. También van tras mi hermano… y usarme como carnada no sería algo que les quitara el sueño.
El ex yakuza lo observó en silencio, antes de soltar una revelación inesperada:
—Hablando de Tachibana… era él quien estaba esperando en el Lote.
Ryohei se irguió de golpe, con los ojos abiertos como platos.
—¿Mi hermano estaba ahí? Sabiendo que lo buscan… y aún así se expone. A veces es un idiota que no mide las consecuencias.
Masculló:
—Todo por ese maldito pedazo de tierra. Le dicen "solar vacío" en los papeles, como si quisieran disfrazarlo de algo elegante. Pero eso no es un solar… es el Lote Vacío. El corazón sin dueño de esta ciudad podrida.
Kiryu esbozó una leve sonrisa.
—Ya veo que ambos se parecen… en algo.
—¿Qué insinúas? —replicó con ironía, aunque enseguida retomó el foco—. ¿Qué te dijo? ¿Encontró algo?
—Preguntó por ti primero —dijo, bajando la voz—. Le comenté que me estás ayudando como médico, aunque aún no entras a la universidad.
—¿Alguna pista de dónde se esconde?
Kiryu dudó un segundo.
—No lo dijo. Pero cree que podrías deducir su paradero.
Frunció el ceño y luego sonrió apenas.
—Claro… porque entre los dos, el que juega al ajedrez siempre fui yo —murmuró—. Aunque tengo una corazonada de dónde podría estar. Si acierto, no va a gustarme.
—También cree que Kuze no fue quien me tendió la trampa del asesinato.
—Eso lo cree él. Mi teoría es que Kuze te está inculpando… No descartaría que haya matado tanto a ese tipo como al de Toko Credit.
—¿Tienes esa sospecha?
—Sin pruebas concluyentes es difícil decir si fue él o alguno de los otros dos lugartenientes. Supongo que la policía vació el Lote con todas las pistas… por eso Tetsu te esperó directamente en el lugar.
Kiryu asintió, pensativo.
—¿Dijo algo más?
—Sí. Que por ahora estamos dentro de un margen tolerable. Según él, tenemos algo de ventaja… mínima, pero real.
Ryohei soltó un suspiro.
—Típico. Siempre encuentra un margen, incluso en el caos. ¿Algo más?
—Encontró a los dueños del Lote Vacío.
Se tensó de inmediato.
—¿En serio? ¿Qué dijo?
—Solo que son dos personas. No dio nombres. Pero eso lo motivó a estar ahí, pese al riesgo.
Ryohei se recargó en el respaldo y cruzó los brazos.
—Dos dueños… Eso complica todo. Si uno coopera con los Dojima, esto podría ser una trampa aún más elaborada de lo que imaginábamos.
El aire se volvió más denso. Ambos permanecieron en silencio.
—Debemos tener más cuidado que nunca. Esto ya no es solo un juego de supervivencia, Kiryu-san. Si uno de los dueños está con los Dojima, tenemos que adelantarnos a sus movimientos.
Kiryu se mantuvo callado, mientras su compañero tamborileaba con los dedos, absorto en sus pensamientos.
—Si uno coopera, eso les da ventaja estratégica. Pueden controlar el terreno sin usar la fuerza. Pero hay algo que no cuadra.
—¿Qué cosa?
—Tetsu me lo dijo una vez, de pasada… algo sobre las leyes de propiedad. Si un terreno tiene varios dueños, todos deben estar de acuerdo para vender. Si uno se opone, la venta no procede.
Kiryu asintió lentamente.
—Entonces, ¿por qué ir tras ustedes?
—Porque necesitan más que un acuerdo legal. Quieren presión, control… y miedo —dijo, bajando la voz—. Si no pueden convencerlos, van a quebrarlos. O eliminarlos.
El gesto del ex yakuza se endureció.
—Eso explicaría por qué Tachibana se arriesgaría tanto. Está intentando adelantarse a cualquier movimiento de los Dojima.
Ryohei asintió, su expresión cargada de determinación, aunque su tono mantuvo un leve dejo de frustración.
—Y yo, idiota que soy, no le presté atención cuando mencionó esas leyes. Pensé que solo era otra de sus charlas que no entendería… hasta ahora.
Apretó los puños levemente y luego relajó los hombros, dejando escapar un suspiro.
—Pero es bueno saberlo. Podemos descartar que solo con uno de los dueños los Dojima puedan tomar el control. Eso nos da un margen, aunque sea pequeño.
Kiryu dejó escapar un leve suspiro, inclinándose hacia adelante.
—Entonces, si no pueden obtener el control legal, ¿crees que estén buscando algo más en el Lote?
—Es posible. Algo que les permita mantener la ventaja o hacer que los dueños pierdan su posición… como documentos falsificados, pruebas incriminatorias, cualquier cosa —se encogió de hombros—. Es una teoría, pero con esa familia, cualquier cosa es posible.
Kiryu asintió nuevamente, su mirada fija en Ryohei. No solo veía una mente analítica, sino también a un compañero que estaba creciendo en medio de la tormenta.
—Aun así… —hizo una pausa, recordando su conversación con Tetsu—. Tu hermano cree que al tener contacto con esa persona, los Dojima estarán suplicando de rodillas que les cedan el terreno.
—Eso es otro asunto a considerar, pero… —Ryohei se detuvo. Su mirada adoptó un matiz más agudo, como si las piezas de un rompecabezas empezaran a encajar en su mente—. Si mi hermano dijo eso, es porque conoce la identidad de ambos dueños, ¿no?
El silencio que recibió no fue casual. Aunque el rostro de su compañero permanecía inmutable, la tensión en su mandíbula traicionaba el esfuerzo por contener algo. El joven aspirante entrecerró los ojos, intentando leer lo que no se había dicho.
—Qué curioso… sueles ser directo. Pero ahora parece que estás guardándote algo. —comentó sin reproche, con una serenidad inquisitiva.
El otro desvió la vista, exhalando con lentitud.
—A veces, callar es la mejor manera de proteger lo que importa.
La pausa que siguió fue densa, aunque no incómoda. Ryohei no insistió, pero ya comenzaba a unir cabos en silencio.
—Lo entiendo. No voy a presionar. Apenas estamos empezando a llevarnos bien, y no quiero echar a perder eso por una sospecha. —añadió con una sonrisa leve que suavizó el momento—. ¿Dijo algo más?
Kiryu asintió con un leve gesto, cruzando los brazos mientras dirigía la mirada hacia la ventana.
—Se comunicará pronto. Hasta entonces… supongo que deberías quedarte en mi apartamento.
La propuesta lo tomó por sorpresa. Ryohei arqueó una ceja, esbozando una sonrisa ladeada.
—¿Seguro que eso no será un problema?
—¿Por qué lo sería?
Una risa baja se escapó de sus labios mientras se frotaba la nuca.
—Solo digo que… quizás no soy lo que esperas.
El ex yakuza giró la cabeza apenas, manteniéndose imperturbable.
—¿En qué sentido?
—En que… soy gay. Prefiero decirlo desde ya. No por drama ni por advertencia, simplemente para evitar malentendidos.
El silencio volvió, aunque con una carga distinta. Kiryu lo contempló un momento, asimilando sus palabras con serenidad. Al cabo de unos segundos, respondió con firmeza, aunque su tono fue reflexivo.
—He visto muchas cosas… tipos que me han coqueteado, travestis que me han parado en la calle sin filtro. Pero tú… no pareces uno de ellos.
El aludido alzó una ceja, más intrigado que molesto, esbozando una sonrisa paciente.
—¿Y cómo se supone que debería parecer?
El otro desvió la mirada por un instante, como si midiera sus palabras.
—No lo dije en mal tono. Solo que... pensé que todos los que son así eran más femeninos. O se vestían diferente.
—Algunos sí, y está perfecto. Pero no todos entramos en ese molde. —contestó con tranquilidad—. Hay quienes disfrutan su masculinidad y, aun así, aman a otros hombres. El deseo no siempre responde a los estereotipos.
Kiryu asintió brevemente, sin necesidad de más explicaciones. Comprendía, incluso si no conocía del todo.
—Gracias por decírmelo. Y por no molestarte con mi ignorancia.
—No hay molestia. Siempre has sido directo, y eso se agradece. Si quiero tu confianza, tengo que ser claro también.
—Pues lo lograste. —dijo con una media sonrisa.
Ryohei soltó una risa breve.
—Y para que conste: no eres mi tipo. Aunque… aquella vez que te vi en bata no estuvo nada mal. Con eso me conformo.
Kiryu resopló suavemente, sacudiendo la cabeza.
—Solo asegúrate de no intentar nada raro mientras duermo.
—Lo prometo. Mis manos están ocupadas con vendas, pomadas… y con mis ronquidos. Que, para que lo sepas, no existen.
Ambos rieron con discreción. La tensión se disipó por completo, y la confianza dio un paso firme hacia adelante. Dos hombres distintos, compartiendo verdades bajo un entendimiento nuevo y sin prejuicios.
Después de comer en el Matsuya, salieron al aire fresco de Kamurocho. Aunque la ciudad seguía latiendo con su habitual energía, la pausa brindada por la comida había suavizado, al menos por un momento, el pulso agitado de la noche.
Mientras Ryohei acomodaba el bolso al hombro, el más alto escaneó la calle con una mirada instintiva, atento a cualquier señal fuera de lugar antes de acercarse a la zona de taxis.
—Al menos tenemos el estómago lleno antes de enfrentar lo que venga —comentó con tono relajado, aunque firme.
—Porque enfrentarse a yakuzas, policías y quién sabe qué más con hambre sería una tortura —replicó su acompañante, manteniendo un aire ligero, pero sin bajar la guardia.
Un cambio sutil en el ambiente bastó para que Kiryu se detuviera. Frunció levemente el ceño al notar a un grupo de sujetos que se aproximaban desde la esquina, moviéndose con una confianza que no buscaba pasar desapercibida. No necesitaba verles los pines en las solapas: reconocía la actitud.
—No te gires —advirtió en voz baja—. Tenemos compañía.
El aspirante a médico lo entendió al instante. Bajó el paso, simulando ajustar sus cordones, mientras sus sentidos se aguzaban.
—¿Dojima? —susurró sin levantar la vista.
—Sí. Uno de ellos no deja de observarnos.
Las pisadas se volvieron más marcadas al acortar la distancia. Uno de los hombres, con una sonrisa torcida y un cigarro colgando del labio, se detuvo apenas para escupir junto a sus pies.
—Vaya, vaya… si no es Kiryu. ¿Dando vueltas con tu novio después de clase de ballet?
Las risas estallaron, cortantes y vulgares.
—Mírenlo. El niñito de Kazama ahora se pasea con un maricón elegante —añadió otro, señalando con el mentón al de chaqueta oscura—. ¿Qué pasa, Kiryu? ¿Te gustan más suaves ahora?
El silencio cayó de golpe.
El antiguo yakuza giró la cabeza con una lentitud glacial. La tensión en sus hombros era apenas perceptible, pero letal. Su voz fue baja, casi contenida.
—Repite eso.
El matón, confiado por la ventaja numérica, sonrió.
—¿La parte del maricón? ¿O la de que te gusta empuñar otra clase de espada?
No hubo más palabras.
Se lanzó con precisión quirúrgica.
El primer golpe quebró la mandíbula del tipo del cigarro, estrellándolo contra un poste metálico con un sonido seco que hizo enmudecer brevemente al resto.
El segundo cayó tras un gancho al estómago y un codazo brutal a la tráquea.
El tercero apenas alcanzó a sacar una navaja cuando una patada ascendente lo estampó contra la pared.
El cuarto retrocedió con torpeza… y tropezó con uno de sus compañeros inconscientes.
—¡Hijo de puta…! —balbuceó el último en pie, sacando un tubo retráctil de su chaqueta.
Ryohei dio un paso atrás con calma, sin perder de vista el arma improvisada.
—Deberíamos irnos —murmuró, la voz baja pero firme—. No vale la pena seguir.
—No todavía —respondió su compañero sin apartar la mirada del agresor—. Nadie te llama maricón delante de mí y se va caminando.
El tipo blandió el tubo con torpeza, intentando lucir más seguro de lo que estaba.
—¡¿Y qué?! ¡¿Ahora eres el guardaespaldas de tu novio?! ¡Un disque hombre con pinta de princesa! ¡No me jodas!
No respondió.
Corrió.
El tubo descendió… y falló.
Un rodillazo en el abdomen lo dobló en dos. Luego, un puñetazo al rostro le giró la cabeza con tal fuerza que cayó de espaldas, soltando un gruñido ahogado mientras el metal rodaba por el suelo.
Con los puños aún tensos, lo observó sin piedad.
—¿Sigues hablando? —espetó con voz baja, como si buscara otra excusa para seguir.
—Basta —intervino Ryohei, acercándose con paso medido—. Ya está, Kiryu-san. Dijeron lo que tenían que decir… y lo pagaron.
El otro respiró hondo. Se incorporó lentamente, girándose hacia él.
—Nadie debería tener que escuchar eso.
—Y no lo haré si tú estás cerca —admitió el médico, cruzando los brazos—. Pero no quiero que termines en problemas por mi culpa.
Un suspiro nasal fue su única respuesta antes de mirar a los cuerpos desparramados por el callejón.
—Lo importante es que entiendan que no voy a permitirlo. Ni ahora, ni nunca.
Uno de los caídos gimió algo ininteligible.
Kiryu se acercó, lo alzó por la pechera apenas unos centímetros y lo miró directamente.
—Si vuelven a acercarse a él… o llamarlo así, no voy a contenerme.
Lo soltó.
Se limpió los nudillos con la manga, sin perder la compostura, y regresó junto a Ryohei.
—Vámonos. Ya se me quitó el hambre.
—Técnicamente ya habíamos comido. Pero entiendo lo que quieres decir.
—Solo camina —murmuró.
Y lo hizo.
Ambos salieron del callejón, dejando atrás los insultos pisoteados, los huesos rotos… y una promesa silenciosa.
Una que se pronunció con puños, no con palabras.
Kamurocho continuaba su danza nocturna, indiferente. Pero en ese cruce fugaz, algo había cambiado entre ellos.
Caminar al lado de alguien como Kazuma Kiryu no era poca cosa. Y esa noche, para Ryohei Tachibana, significaba más de lo que podía admitir en voz alta.
Mientras avanzaban en silencio tras el enfrentamiento, su pulso comenzaba a estabilizarse, pero la sensación seguía vibrando bajo la piel. Nadie lo había defendido así antes. No con excusas. No con lástima. Sino con acción directa y una violencia tan precisa como protectora.
No sabía si era por orgullo, gratitud… o ese calor extraño que le recorrió el pecho cuando escuchó: “Nadie te llama maricón delante de mí”.
No era una confesión. No era un discurso. Pero era más que suficiente.
Y tal vez, sin saberlo, Kiryu le había recordado que aún existía un tipo de lealtad que no pedía permiso para manifestarse. No dijo nada. No era necesario. Solo siguió caminando, con una expresión serena y una certeza creciendo dentro de sí:
La alianza que estaban forjando… ya no era solo una estrategia. Era un vínculo real. Frágil, sí. Pero auténtico.
—Oye, Ryohei... —lo llamó Kiryu, interrumpiendo el hilo de sus pensamientos—. ¿Cómo lograste distraer a esos policías?
—Digamos que puse en práctica mi doble nacionalidad.
—¿Doble nacionalidad?
—Tengo ascendencia china. Me hice pasar por un turista de Hong Kong, acento forzado incluido. Les dije que estaba perdido buscando un mapa para volver a la estación.
—Hmm… eso explica el tiempo que gané para entrar. Eres más persuasivo de lo que aparentas.
—¿Qué te puedo decir? Es parte del encanto —bromeó, acomodando el bolso al hombro—. No lo uso seguido, pero uno tiene que cubrir a su equipo, ¿no?
—Definitivamente. Solo no te acostumbres a engañar policías.
—Solo por causas nobles, héroe —replicó con un guiño, antes de señalar un taxi cercano—. Vámonos antes de que aparezca otro idiota con ganas de hablar de espadas.
Avanzaron hacia el vehículo, dejando atrás la escena, las luces y los ecos de Kamurocho. La tensión comenzaba a disiparse, pero algo en el ambiente seguía vibrando, como una resonancia silenciosa de lo que había ocurrido.
—Kiryu-san… —dijo de pronto, deteniéndose un segundo antes de abrir la puerta del taxi—. Gracias. Por lo de antes.
El otro se giró apenas, mirándolo de reojo.
—No tenías por qué hacerlo —añadió Ryohei, bajando un poco la voz—. Ya he lidiado con ese tipo de cosas antes. Pero esta vez… no estuve solo. Y eso significó más de lo que imaginas.
Kiryu no respondió de inmediato. Solo lo sostuvo con la mirada, seria, firme… y en silencio, como si entendiera exactamente lo que esas palabras cargaban.
—Mientras camines a mi lado, nadie te va a faltar el respeto —dijo finalmente, sin dramatismo, pero con convicción.
Y sin añadir más, subió al taxi.
Ryohei lo siguió con una pequeña sonrisa, sin necesidad de más palabras.
Esa noche, no solo se habían defendido mutuamente. Se habían elegido, aunque aún no lo dijeran en voz alta. Ya no eran solo aliados circunstanciales.
La confianza, como las buenas cicatrices, comenzaba a formarse bajo la piel.
El taxi los dejó frente al modesto edificio donde vivía Kiryu. La subida por las escaleras transcurrió en silencio; ambos digerían aún el peso del día.
Al ingresar al departamento, Ryohei se detuvo unos segundos a observar el entorno.
Era un espacio sencillo, casi austero. Una cama bien tendida, una mesa pequeña con dos sillas, y nada más. Para alguien acostumbrado a vincular el mundo yakuza con excesos y ostentación, esa modestia resultaba refrescante.
—Nada de lujos, como ves —comentó el dueño del lugar al dejar sus cosas junto a la entrada. Se dirigió al armario sin mirar atrás—. Pero sirve para pasar la noche.
—Me gusta —respondió el joven con sinceridad, barriendo el lugar con la mirada—. Es práctico. Justo como debería ser.
Del armario, Kiryu sacó un futón y comenzó a extenderlo junto a su cama. Sus movimientos eran metódicos, casi automáticos. Lo que captó la atención de Ryohei, sin embargo, no fue la rutina… sino el momento en que el otro, sin previo aviso, se quitó la camisa.
Bajo la tenue luz del cuarto, la silueta de un dragón a medio terminar emergió en su espalda: líneas firmes, poderosas, pero aún carentes del color que les diera vida. Luego se cambió los pantalones por unos cortos, sin darle importancia a su desnudez parcial, y al girarse, lanzó su habitual instrucción directa:
—Será mejor que te quites la ropa. Dormir con lo puesto no es cómodo. Y estás en tu casa. Relájate.
Ryohei parpadeó, más sorprendido por la naturalidad del comentario que por la escena en sí. Una risa suave se le escapó mientras alzaba ambas manos en gesto teatral.
—Vaya, Kiryu-san… ni siquiera hemos compartido una copa y ya me estás pidiendo que me quite la ropa.
Se cruzó de brazos, arqueando una ceja con tono burlón.
—¿Siempre eres así de directo con tus invitados, o soy una excepción?
Kiryu lo observó unos segundos, inexpresivo.
—Solo digo lo lógico. Dormir con ropa no es cómodo.
La respuesta fue seca, sin rastro de incomodidad, como si ignorara a propósito el tono irónico del otro.
—Claro, claro. Todo muy lógico —asintió Ryohei con falsa solemnidad mientras comenzaba a desabotonarse la camisa—. Pero si hablamos de lógica, ¿debería preocuparme que estés tan cómodo pidiéndome esto?
Se detuvo un momento, inclinando la cabeza con expresión socarrona.
—No me vayas a salir ahora con que necesitas un masaje para relajar los músculos. Después del día que tuvimos, no me sorprendería.
El suspiro que recibió como respuesta fue tan contenido como el leve rodar de ojos que lo acompañó.
—Solo cámbiate y duerme —murmuró Kiryu, pero una curva leve en sus labios traicionó lo que no decía en voz alta: le divertían esas provocaciones.
Ryohei terminó de quitarse la camisa, dejándola sobre una silla cercana mientras lanzaba una última broma:
—Está bien, está bien. No te emociones, héroe. Soy tu compañero de equipo, no tu terapeuta.
Se acomodó en el futón con una sonrisa divertida, estirando los brazos por encima de la cabeza con un suspiro relajado.
Kiryu no respondió de inmediato. Se levantó y fue hacia el pequeño refrigerador en la esquina. Abrió la puerta, sacó un par de latas de cerveza y luego, tras una breve pausa, también tomó su cajetilla de cigarrillos y un encendedor del estante superior.
—¿Fumas? —preguntó sin rodeos, mostrando el paquete sin mirarlo.
—Nah. Nunca he fumado. —respondió Ryohei, girando la cabeza para verlo mejor—. Pero acepto la cerveza.
Kiryu lanzó una de las latas en su dirección. El médico la atrapó con reflejos precisos y la sostuvo un momento antes de abrirla.
—Gracias. —murmuró con tono más bajo, casi casual… pero que llevaba un trasfondo más sincero del que quería admitir en voz alta.
—De nada. —replicó el otro, encendiendo un cigarro con movimientos pausados antes de recostarse en la cama.
El sonido de las latas abriéndose rompió el breve silencio. El gas liberado pareció señalar el inicio de una tregua tácita. El ambiente ya no era tenso ni incómodo, sino íntimo a su manera: dos hombres marcados por sus propias guerras, compartiendo una noche en calma.
Ambos bebieron en silencio, cada uno en su espacio, unidos por la burbuja compartida que parecía haberse formado sin esfuerzo.
Y entonces, con la mirada fija en el techo, Kiryu habló.
—Oye, Ryohei…
—¿Pasa algo? ¿Debería revisarte por alguna herida que se me escapó? —preguntó con media sonrisa, girando levemente la cabeza hacia él.
—No, no es eso. —Kiryu dudó un segundo, bajando la vista hacia la lata en su mano antes de continuar—. Aún le doy vueltas a lo que pasó afuera del Matsuya.
—¿Cuando esos idiotas de los Dojima me llamaron…? —intervino él, dejando la frase abierta.
—Sí. —asintió Kiryu, apoyando la cerveza sobre el suelo mientras apagaba su cigarro—. Cuando dijeron eso… algo se me revolvió por dentro.
Ryohei se lo quedó mirando. No con recelo, sino con una mezcla de ironía y comprensión. Una sonrisa ladeada se formó en sus labios, más cansada que sarcástica.
—Si vas a preguntarme algo, hazlo sin rodeos. —dijo con tono claro, pero cercano—. No me ofende que tengas dudas. Solo no te guardes nada por miedo a ofenderme. Prefiero una conversación honesta a quedarme imaginando qué piensas.
Kiryu sostuvo su mirada en silencio por un momento.
—No pienso mal de ti. En absoluto. —afirmó al fin, con una seriedad serena—. Pero me dio rabia. No solo por lo que dijeron, sino por cómo lo dijeron. Como si tuvieras que pedir perdón por ser quien eres.
—Eso pasa más seguido de lo que crees. —respondió su compañero, encogiéndose de hombros—. Lo tengo asumido. No es que me resbale, pero ya no me sorprende.
—A mí sí. —Kiryu bajó la voz, como si sus palabras fueran para él mismo más que para el otro—. No quiero que nadie te mire así estando conmigo.
El silencio se instaló unos segundos, no incómodo, sino cargado de algo nuevo. Ryohei bajó la vista hacia su lata y la giró entre las manos, pensativo.
—Gracias. —dijo al fin, sin adornos—. No estoy acostumbrado a que alguien me defienda así… menos con los puños.
El ex yakuza no respondió, pero la expresión en su rostro fue respuesta suficiente.
—Y no, nunca he tenido pareja. —añadió, como si anticipara la siguiente pregunta—. Algunas aventuras, claro. Pero algo serio… no.
Se recostó de lado, acomodando un brazo bajo su cabeza.
—La verdad, no es fácil aquí. En Japón todavía se espera que sigas cierto molde: casarte, tener hijos, guardar las apariencias. Si te sales de ese guion, aunque no te lo digan, te vuelves un problema. Un “tema delicado”.
—¿Y por eso lo escondes? —preguntó Kiryu, sin juicio.
—Por eso lo cuido. —corrigió, con tono firme pero sin dureza—. No es miedo, es sentido común. Pero contigo… siento que no tengo que esconder nada. Y eso, créeme, no es común.
Kiryu lo observó un momento, luego asintió.
—Lo entiendo. No sé cómo es vivir con eso… pero te respeto. Mucho.
Ryohei sonrió, esta vez de forma más genuina.
—A veces, con solo eso basta.
Ambos callaron. Afuera, Kamurocho seguía rugiendo bajo la ventana, pero dentro del apartamento, el ruido quedaba lejano.
—Eso significa mucho —intervino Kiryu con firmeza, su voz cálida y tranquilizadora—. Y por eso quiero proteger ese secreto. Pero… ¿alguien más lo sabe?
Ryohei permaneció pensativo unos segundos. Bebió un sorbo largo de cerveza, bajó la lata con calma y respondió:
—Mis amigos cercanos lo descubrieron en la escuela. No fue algo que planeara. Supongo que algunos lo notan sin que uno diga nada.
Hizo una pausa y continuó, con un tono más bajo:
—Le conté a Tetsu… cuando perdió su mano por protegerme. Fue una noche horrible, pero no podía seguir ocultándole algo tan importante después de eso. Y Oda-san… bueno, él lo dedujo solo. Y mamá Reina… nunca lo dijo en voz alta, pero lo sabía. Lo notaba en su forma de cuidarme, de no juzgarme.
—Comprendo… y ahora yo —murmuró Kiryu sin solemnidad, aunque con respeto.
El aspirante a médico dejó la lata vacía a un lado del futón y soltó una risa suave, cargada de ironía.
—Mucho hablar de mí y mi gran "desviación" —dijo, usando el término con tono burlón, lo que provocó un leve ceño fruncido en su anfitrión—. Tu cara lo dice todo, héroe. Tranquilo, estoy acostumbrado a decirla antes de que otros la usen con veneno. Quita poder.
Kiryu negó con la cabeza, exhalando por la nariz.
—Ahora es tu turno —añadió Ryohei con una sonrisa más ligera—. Ya que estamos sincerándonos… ¿hay alguna chica que te guste?
El silencio se alargó. Kiryu observó el techo unos segundos, hasta que su mirada se suavizó, casi nostálgica. Se giró un poco hacia él.
—Sí —admitió—. Se llama Yumi. Crecimos juntos en el orfanato Girasol. Ahora está terminando la escuela. Se graduará pronto. Siempre ha sido alguien especial para mí.
—La chica que mencionaron en el bar —dijo el otro, asintiendo como si confirmara una sospecha—. Lo noté en tu expresión cuando Nishiki habló de que podría trabajar en Serena. No era celos, era preocupación. De la sincera.
—Quiero protegerla —afirmó Kiryu, directo—. Ha tenido una vida difícil, como nosotros. Si no estoy cerca, quiero que esté con gente en la que confíe.
—Si decides que trabaje contigo, te prometo que la cuidaré como si fuera mi propia hermana —aseguró Ryohei, sin pizca de broma en el tono—. Y si alguna vez se mete en problemas, puede contar conmigo. Incluso si tú no estás.
—Gracias. No muchos dirían eso tan convencidos.
Su compañero se acomodó mejor, entrecerrando los ojos con una sonrisa traviesa.
—Y no te preocupes, cuando todo esto pase, tenemos pendiente una cita en un cabaret con Nishiki. Quiero ver qué cara pone cuando le diga que soy gay.
Kiryu arqueó una ceja.
—¿Aún no lo sabe?
—No. Y no porque no confíe en él. Solo… nunca encontré el momento adecuado —se encogió de hombros—. Supongo que una parte de mí tiene miedo. Nishiki es como un hermano para ti, ¿cierto?
—Sí. Como Tachibana. Pero incluso así… uno nunca sabe cómo va a reaccionar alguien cuando el tema se vuelve personal.Especialmente con esto.
Su voz bajó un poco.
—En este país aún hay muchas máscaras. Puedes pasar años fingiendo ser alguien más, solo para encajar. Y cuando te quitas la máscara… algunos se alejan.
Kiryu asintió, el ceño levemente fruncido.
—No debería ser así.
—No. Pero lo es —susurró Ryohei—. A veces me pregunto si podría ser diferente. Si en otra vida… en otro lugar… habría sido más fácil.
Kiryu lo miró en silencio. Luego dijo con calma:
—Quizás no podamos cambiar todo, pero sí podemos elegir cómo vivimos. Y con quién compartimos lo que somos. Y si algún día encuentras a alguien… un hombre, una pareja, lo que sea… me lo presentas. Quiero saber que está a tu altura.
Lo miró, sin ironía ni juicio.
Ryohei quedó un momento callado, sorprendido, pero con una ternura nueva en la mirada.
—Dalo por hecho. Aunque por ahora, no tengo prisa.
La quietud se instaló de nuevo. Esta vez no era incómoda, sino íntima. La ciudad seguía vibrando tras los muros, pero en esa habitación, el mundo parecía suspendido.
Kiryu apagó la luz principal. La penumbra los envolvió.
—Buenas noches, Kiryu-san —susurró Ryohei.
—Buenas noches, Ryohei.
La tenue luz del sol comenzaba a filtrarse por las rendijas del barrio, tiñendo las calles de tonos suaves.
Dentro del apartamento, el menor Tachibana se preparaba en silencio. Vestía ropa deportiva, la misma que había dejado lista la noche anterior. Frente al espejo, se ató los cordones con calma, aunque su reflejo no ocultaba las dudas que le daban vueltas por dentro.
Sobre la mesa, su viejo beeper vibraba débilmente. Lo tomó sin pensarlo y revisó los mensajes, buscando el habitual “Código de Siempre” que usaba con Kenji en situaciones críticas.
Pero no estaba.
En su lugar, una secuencia distinta apareció: 88108. Inconfundible.
Uno de los códigos antiguos de Tetsu Tachibana. De los tiempos en que usaban claves para mantenerse con vida.
“Reunión urgente en Little Asia. Ven solo.”
Ryohei frunció el ceño. Si Tetsu recurría a eso, no era un capricho. Era algo serio.
Guardó el dispositivo, tomó su chaqueta y salió.
En el pasillo, ya vestido con su traje blanco, Kiryu lo esperaba. Su semblante era el de siempre: firme, alerta.
—¿Listo para tu entrenamiento? —preguntó, cruzando los brazos con su tono habitual.
—Sí… aunque surgió algo más —dijo, mostrando el beeper—. Tetsu me citó. Usó un código que no usaba desde hace años. Tengo que ir solo.
El rostro de Kiryu se tensó apenas.
—¿Estás seguro?
—Te lo agradezco, en serio. Pero es mejor que vayamos por separado. Si nos ven juntos, podría levantar sospechas. Tú encárgate de los Dojima. Yo veré qué tiene que decir mi hermano.
El otro asintió, entendiendo al instante.
—Si todo se complica, nos reunimos en la Calle Tenkaichi. Frente al Serena. Es fácil perderse ahí.
—Entendido —afirmó Ryohei, levantando una mano en señal de promesa—. Solo necesito respuestas.
Caminaron juntos unas cuadras, el silencio cómplice acompañando sus pasos. Al llegar a una intersección, se detuvieron. Kiryu lo miró con respeto. Ryohei, en cambio, soltó una broma.
—Cuídate, héroe —dijo con una sonrisa ladeada.
—Tú también, healer.
Se estrecharon la mano. Fue más que un gesto. Fue un pacto silencioso.
Ryohei se alejó entre las calles que ya comenzaban a despertar. El bolso al hombro, la mirada decidida.
Su destino: el dojo.
Desde la sombra de un edificio, alguien lo observaba. La silueta de Murakado se delineaba con la luz del amanecer apenas tocando su rostro.
Una sonrisa leve, apenas perceptible, se dibujó en sus labios. Todo estaba saliendo exactamente como lo había planeado.
Chapter 10: "Entre Hermanos y Enemigos"
Summary:
En un punto donde el pasado y el presente finalmente se encuentran, las piezas del destino comienzan a encajar.
Entre recuerdos de entrenamiento y promesas incumplidas, Ryohei enfrenta las consecuencias de lo que alguna vez quiso olvidar. Las lecciones de su maestro vuelven a resonar mientras nuevas amenazas emergen desde las sombras, desafiando su fuerza y su fe.En medio del caos, una figura del pasado irrumpe para reescribir el juego. Y lo que parecía una historia sellada, revela un eco que aún resuena bajo el suelo de Kamurocho.
⚖️ Un capítulo que combina legado, confrontación y redención… donde los lazos más antiguos pueden transformarse en los más peligrosos.
Chapter Text
“Entre Hermanos y Enemigos”
El aire frío de la mañana golpeaba suavemente el rostro de Ryohei mientras se detenía frente al dojo.
El bolso al hombro parecía pesar más de lo que contenía, cargado no solo de suministros, sino también de las preocupaciones que lo habían acompañado hasta allí. Sus ojos se fijaron en el letrero que marcaba la entrada, una mezcla de nerviosismo y determinación brillando en la mirada.
Había superado las tensiones acumuladas de los días anteriores para llegar hasta este punto, pero ahora, al borde de cruzar el umbral, una nueva duda lo asaltaba:
¿Qué apellido usar?
Hiratori, el nombre que lo había protegido durante meses, permitiéndole moverse en las calles sin llamar la atención. O Tachibana, su verdadero apellido, uno cargado de historia, peso y notoriedad. Un apellido que podía abrir puertas… pero también levantar sospechas.
Sus dedos tamborilearon con inquietud sobre la correa del bolso mientras desviaba la vista hacia el cartel colgado sobre la entrada. Los recuerdos de la noche anterior, marcando números desde una cabina telefónica, regresaron como un eco. Cada intento por localizar a Kenji había terminado en silencio. El “Código de Siempre” no se activaba en su beeper, y esa ausencia de respuesta lo inquietaba más que cualquier palabra.
Soltó el aire con fuerza, tratando de estabilizar el torbellino que lo habitaba. Observó nuevamente la entrada. Ese dojo no era solo un espacio de entrenamiento físico, sino también una oportunidad para recuperar el control. Si iba a enfrentar lo que se avecinaba, primero debía fortalecerse.
—Primero el entrenamiento, luego todo lo demás —murmuró, como si con repetirlo lograra ordenar sus pensamientos.
Ajustó la correa al hombro y avanzó. El sonido del tatami bajo sus pies y el tenue aroma del incienso lo envolvieron con una silenciosa bienvenida. Sin embargo, algo al interior de la sala captó su atención de inmediato.
En el centro, erguido con una postura serena, se encontraba el hombre que había visto la noche anterior cerca del dojo, cuando evitaba a los hombres de Dojima. Su presencia destacaba al instante: irradiaba autoridad con naturalidad, y una sonrisa apenas perceptible jugaba en sus labios, otorgándole un aire enigmático.
“¿Será uno de los instructores?” pensó el recién llegado, intrigado. Aquella figura imponía sin necesidad de levantar la voz.
El ambiente del dojo, con el sutil incienso flotando en el aire y el crujido apagado del tatami, contrastaba con la leve tensión que lo acompañaba desde que despertó.
Dio unos pasos más y, desde una puerta lateral, emergió un hombre mayor de complexión robusta. Su rostro, amable pero severo, hablaba de experiencia. Llevaba un dogi impecable con un cinturón negro ceñido con firmeza.
—Bienvenido. Soy Hanzo, el dueño de este dojo —anunció el director, inclinando levemente la cabeza con respeto—. Veo que has decidido dar el paso. Siempre es un buen día para empezar algo nuevo.
El muchacho respondió a la reverencia, sintiendo cómo su determinación se afianzaba en la calma que transmitía aquel veterano.
Hanzo hizo un gesto con la mano, señalando al hombre que lo había estado observando desde el centro del tatami.
—Él es Itsuki Murakado, uno de nuestros maestros más respetados… y mi mano derecha.
El instructor se aproximó con pasos firmes. Su mirada, fija y analítica, se posó en el recién llegado.
—Un gusto verte por aquí —dijo con una sonrisa neutral que, lejos de tranquilizar, dejaba una inquietud flotando en el ambiente.
El dueño del dojo extendió un formulario hacia el visitante, indicando con la mirada una pequeña mesa cercana.
—Necesitamos que rellenes esto antes de comenzar —indicó con tono tranquilo, pero sin perder firmeza.
Ryohei tomó el papel. Dudó un instante. Luego, con una decisión que pesaba más de lo que dejaba entrever, escribió “Hiratori” como apellido. Aunque la idea de usar su verdadero nombre había cruzado su mente, mantener un perfil bajo seguía siendo lo más prudente.
Entregó el formulario. El director lo leyó detenidamente antes de asentir con una leve sonrisa.
—Perfecto. Ahora te llevaremos a los vestidores. Allí encontrarás todo lo que necesitas para comenzar.
Fue Murakado quien lo guió hacia una puerta lateral. Una vez dentro, señaló una taquilla con un dogi azul doblado con meticulosa precisión. Encima descansaba un cinturón blanco.
—Este será tu uniforme de entrenamiento —explicó con voz baja, aunque atenta—. Hoy haremos una evaluación para conocer tu nivel y así ajustar tu programa. Prepárate.
Ryohei asintió en silencio. Tomó el uniforme con ambas manos, sintiendo el peso simbólico de esa tela. Ajustó por última vez el bolso al hombro antes de guardarlo en la taquilla. Respiró hondo. Estaba listo.
En otra parte de la ciudad, el rugido distante de motocicletas y el bullicio constante de Kamurocho envolvían a Kazuma Kiryu mientras caminaba. Sin embargo, su mente estaba lejos de la vorágine que lo rodeaba.
Cada paso lo hundía más en un recuerdo que no podía desechar.
El rostro de Tetsu Tachibana apareció en su mente, tan claro como aquella noche en que sellaron su alianza.
La puerta del salón se cerraba tras Oda y Ryohei, dejando al magnate y al ex yakuza a solas, cara a cara, bajo el peso de las palabras que aún no podían decirse en voz alta.
La atmósfera era opresiva. Cada silencio parecía una sentencia suspendida. Tetsu respiró hondo antes de hablar.
—Kiryu-san…
Su voz era firme, pero teñida de una urgencia contenida.
—Nuestra alianza está sellada, pero hay algo más que necesito pedirte. Algo que, si aceptas, me dará la tranquilidad necesaria para enfrentar lo que viene.
Kiryu asintió con un leve gesto. Su mirada, atenta y serena, se posó sobre el líder de Tachibana Real Estate.
—Dilo.
El magnatge dio un paso al frente. Su tono, bajo pero contundente, se aseguró de que cada palabra quedara grabada.
—Quiero que cuides de mi hermano.
Hizo una pausa. Bajó la vista solo por un segundo antes de volver a encontrar los ojos de Kiryu.
—Ryohei no sabe nada de peleas. Pero su mente… es su mayor arma. Nunca quise que se viera envuelto en todo esto, pero el destino lo arrastró sin preguntar.
Kiryu permaneció en silencio, aunque sus ojos reflejaban una comprensión que solo alguien como él podía ofrecer.
—¿Por qué me estás diciendo esto ahora? —preguntó finalmente, con tono grave.
Tetsu tardó en responder. Sus labios se entreabrieron, pero la frase que vino no era la que Kiryu esperaba.
—Porque hay algo que él aún no sabe… y tú sí debes saberlo.
El hombre sostuvo la mirada un segundo más, con una intensidad que no requería más explicaciones.
El recuerdo se quebró de golpe cuando Kiryu se detuvo frente a un café modesto.
La conversación seguía resonando en su interior. Especialmente ahora, tras lo que había charlado con el aspirante a médico la noche anterior. Entre bromas y comentarios, el joven dejaba entrever cosas que quizás no eran casuales.
¿Habrá atado los cabos? se preguntó.
Las palabras de Ryohei parecían tener un trasfondo más profundo del que quería admitir. El vínculo entre ambos había crecido rápido, demasiado quizás. Y eso lo inquietaba tanto como lo reconfortaba.
Si su compañero descubría la verdad demasiado pronto, las cosas podrían torcerse antes de que Kiryu pudiera protegerlo.
Suspiró con fuerza, acomodándose la chaqueta.
La promesa hecha a Tetsu no era solo un asunto de lealtad. Ahora también era una cuestión de confianza personal con alguien que, poco a poco, se había ganado un lugar junto a él.
Con el temple renovado, cruzó la puerta del café.
Si quería protegerlo, debía adelantarse a todo lo que pudiera amenazarlo. Incluso a las verdades que aún dormían en su memoria.
En el dojo, Ryohei ajustó el cinturón blanco de su dogi. La tela rígida rozaba su abdomen, recordándole su condición de principiante. Frente a él, el tatami se extendía como un terreno nuevo, incierto.
A unos metros, el director del dojo y su mano derecha lo observaban con atención.
—Quiero ver cómo te desenvuelves —indicó Hanzo, cruzando los brazos—. Esto no es solo para medir tu fuerza, sino para entender cómo enfrentas una situación de combate.
El muchacho asintió. Sus manos estaban tensas.
Murakado, siempre con esa sonrisa ambigua, dio un paso al frente.
—Relájate. No esperamos que seas un experto, pero sí que uses la cabeza —comentó, con tono que era tanto consejo como desafío.
El veterano señaló a un joven fornido que hacía estiramientos a unos metros del tatami.
—Kato, tú serás su oponente. No lo tomes demasiado en serio, pero lo suficiente para probar sus reflejos —indicó el maestro, señalando con la barbilla al joven robusto.
—¿Este novato? —masculló el aludido con desdén, esbozando una sonrisa burlona—. Ni siquiera parece saber cómo pararse correctamente en un tatami.
Ryohei no respondió. Inspiró hondo y ajustó su postura con concentración. Conocía la teoría, pero jamás había puesto su cuerpo a prueba en un combate real. Este sería su bautismo de fuego.
—Cuando estés listo —ordenó Hanzo, cruzando los brazos.
El primer ataque fue directo: Kato lanzó un puño al pecho del principiante. Este logró esquivarlo torpemente hacia un lado, tropezando en el intento. Contraatacó con un barrido de pierna, pero el movimiento careció de firmeza; apenas rozó al adversario.
—Interesante… aunque impreciso —murmuró Murakado, con mirada afilada, observando con atención quirúrgica.
Sin perder el ritmo, Kato encadenó una serie de ataques que obligaron al novato a retroceder. Sus reflejos eran lentos y su cuerpo, torpe. Pero sus ojos analizaban cada paso, cada desplazamiento, como si desmontara al oponente mentalmente.
En un intento apresurado, empujó el hombro del contrincante, pero este, con más experiencia, encontró la apertura perfecta para asestar un golpe seco al abdomen. El impacto lo dejó sin aire. Cayó al tatami con un jadeo, sintiendo el ardor en las palmas al amortiguar la caída.
—Suficiente —dictó el veterano, alzando una mano para detener el enfrentamiento.
El atacante se apartó, aún con aire desafiante, aunque ya sin el mismo desprecio.
—Tiene mucho que aprender… pero tiene potencial —admitió, antes de girarse sobre sus talones.
Murakado se acercó al joven derribado, ofreciéndole una mano firme.
—Tus movimientos son analíticos, pero les falta instinto. Está claro que alguien te enseñó las bases, pero jamás has peleado en un entorno real —comentó, escrutando su postura—. Hay algo peculiar… noto influencias de taekwondo, muay thai… incluso ciertos trazos de artes chinas. Es como si absorbieras estilos, pero aún no los hubieras interiorizado.
El muchacho parpadeó, sorprendido por la precisión del análisis.
—¿chinos? —preguntó, con una mezcla de desconcierto y certeza. Sabía que su sangre mixta podía dejar rastros incluso en su forma de moverse.
Hanzo asintió con una leve sonrisa.
—Tienes teoría, pero te falta cuerpo. No te preocupes… eso puede entrenarse —concluyó, antes de girarse hacia su colega—. Murakado-sensei, encárgate de su instrucción básica. Empieza por postura y piernas. Las manos pueden esperar.
El instructor se acercó, siempre con esa expresión enigmática que parecía ocultar más de lo que decía.
—Si te comprometes, no habrá atajos —advirtió con tono calmo—. Pero si entrenas con disciplina, podrías llegar a ser un verdadero problema para rivales como Kato.
Ryohei asintió. Aún agitado, pero con la mirada firme.
—Estoy listo.
Guiado por el instructor, fue conducido a la sección de principiantes. El grupo, algo disperso, se reordenó al ver a Murakado ocupar el centro del dojo. Su postura era impecable; su presencia, imponente.
—Bienvenidos —comenzó con una voz que dominaba sin necesidad de elevar el tono—. Hoy comienza su camino. Aquí no solo aprenderán a pelear. Aprenderán disciplina, resistencia… y si tienen suerte, algo de verdadera fortaleza.
Mientras caminaba entre las filas, su mirada escudriñaba a cada alumno como si pudiera leer sus intenciones. Al llegar al final, donde Ryohei se ubicaba, se detuvo con una sonrisa que no alcanzó a sus ojos.
—Los novatos siempre empiezan igual: torpes, inseguros, como si sus cuerpos fueran ajenos —comentó con un dejo de ironía.
Algunas risas tímidas se escaparon. Al joven le calaron como escozor en carne viva.
—No se preocupen. Aquí, el progreso no es opcional. Es obligatorio.
Se volvió al grupo con un leve giro.
—Ahora, posiciones básicas. Si no pueden sostener una postura, no tienen derecho a llamarse luchadores. Prepárense.
Los estudiantes adoptaron las indicaciones con movimientos rígidos. El menor de los Tachibana imitó lo mejor que pudo, pero su peso mal distribuido y los pies desalineados delataban su inexperiencia.
—Hiratori —llamó el maestro, su voz cortando el aire como una cuchilla—. Ven aquí.
La tensión se elevó. El aludido avanzó al centro, sintiendo las miradas clavarse como dagas.
—Sí, sensei.
—¿Qué es esto? —le espetó el instructor, señalando su postura—. ¿Imitas a una grulla herida o realmente crees que así se enfrenta a un enemigo?
Las risas nerviosas no se hicieron esperar. Ryohei apretó la mandíbula.
—Lo siento, sensei. Lo haré mejor.
—No lo intentes. Hazlo.
Con un movimiento seco, el experto corrigió su postura: ajustó su pie derecho, alineó hombros y brazos con precisión quirúrgica.
—Ahí. ¿Ves? No es tan difícil. Claro… implica esfuerzo. Algo a lo que no todos parecen estar acostumbrados.
Más risas. Pero él no se movió. Aunque sus músculos temblaban, mantuvo la posición.
—Sostén esa postura tres minutos. Y que sirva de ejemplo: quien no pueda hacerlo, estará aquí mañana.
Los demás ajustaron sus posturas de inmediato. El sensei caminó nuevamente entre ellos, corrigiendo con frases cortantes:
—Demasiado flojo. Eso no es defensa, es una invitación. ¿Tus brazos o fideos mojados? Vamos, refuercen las bases.
Mientras tanto, Ryohei resistía. Las piernas le ardían. El sudor caía libre por su rostro. Pero no se permitió ceder. Sabía que lo observaban. Sabía que lo evaluaban.
Al cumplirse el tiempo, una palmada seca marcó el final.
—Bien. Hiratori, vuelve a tu lugar. Y recuerden: nadie se vuelve fuerte siendo blando consigo mismo.
Regresó con el cuerpo dolido, pero la voluntad intacta. El maestro le dirigió una mirada más larga, esta vez cargada de una leve aprobación.
—Recuerden mis palabras —añadió, retomando su tono severo—. El mundo no tiene piedad con los débiles. Aquí tampoco.
Al finalizar la sesión, mientras los demás se dispersaban, el instructor se acercó al aspirante a médico. Su voz, serena como siempre, traía ahora una leve sonrisa que decía más de lo que parecía.
—Interesante… —murmuró—. Tus manos carecen de precisión. Pero tus piernas… ahí está tu verdadera fuerza.
El joven se incorporó y lo miró, sorprendido.
—¿Mis piernas?
Murakado asintió con seguridad.
—Exacto. Tus patadas tienen más control y potencia que tus golpes. No digo que tus manos no sirvan, pero está claro que tus piernas son tu ventaja natural.
El tono era casi amistoso, aunque en su mirada se insinuaba una dureza sutil.
—Con un entrenamiento adecuado, podrías convertirlas en un arma formidable. Aunque, claro, eso dependerá de cuánto estés dispuesto a esforzarte.
Ryohei parpadeó, intentando descifrar si se trataba de un cumplido o una advertencia. Antes de que pudiera responder, Murakado continuó, esta vez con un matiz más firme en la voz.
—Pocos principiantes muestran algo tan definido desde el principio. Pero la verdad, Hiratori, es que aún estás lejos de la excelencia.
Dio un paso atrás y cruzó los brazos, evaluándolo con una mirada fría y calculadora.
—Tus piernas tienen potencial, pero están desperdiciadas. Si no haces algo al respecto, no serán más que una herramienta mediocre.
El comentario golpeó más que cualquier ejercicio del día. Pero antes de que la incomodidad se convirtiera en duda, Murakado esbozó una sonrisa leve. No alcanzaba los ojos, pero tenía intención.
—No te lo tomes personal. Lo que busco aquí es la excelencia. Y eso significa presionarte más allá de tus límites.
Hizo una pausa, dejando que el peso de sus palabras calara hondo.
—Diseñaré un plan de entrenamiento muy, pero muy exigente. Será duro… pero si sigues mis instrucciones, notarás mejoras en poco tiempo.
La promesa quedó suspendida en el aire, tan tensa como tentadora. Luego, bajó el tono, como si compartiera una confidencia.
—Confía en el proceso. Cada paso, incluso los errores, te llevará a ser mejor. Pero la pregunta es: ¿serás capaz de soportarlo?
Ryohei asintió lentamente. No encontró palabras; solo dejó que el gesto hablara por él.
El maestro no esperó más. Se dio media vuelta y caminó hacia los otros estudiantes. Lo hacía con esa mezcla desconcertante de exigencia y motivación que desarmaba sin previo aviso… y luego te empujaba directo al borde.
Tras la clase, Murakado se alejó del grupo con paso mesurado, sin mirar atrás.
Subió las escaleras interiores del dojo y entró en su oficina privada: un espacio amplio, meticulosamente ordenado.
Las paredes estaban decoradas con medallas y trofeos que hablaban de décadas de victorias. Había fotos en blanco y negro, otras a color, capturando momentos congelados en el tiempo: podios, saludos ceremoniales, llaves de sumisión ejecutadas con precisión quirúrgica.
En una de las imágenes, Murakado posaba con el cinturón negro al cuello, flanqueado por campeones internacionales. Un pasado ilustre. Impecable. Irrefutable.
En una esquina, colgaban herramientas de entrenamiento: palos de madera, guantes acolchados, cuerdas, mancuernas. El aire tenía el leve olor de sudor antiguo y cuero curtido.
El escritorio, de madera oscura y reluciente, estaba perfectamente alineado. Encima, entre papeles, un portarretratos de vidrio destacaba con sutileza. La imagen mostraba a Murakado sonriendo con una mujer de cabello largo y expresión cálida, abrazados junto a un lago en plena floración primaveral. La escena desentonaba con el aura severa del lugar. Era un resquicio humano. Intencional. Casi teatral.
Se sentó con calma, descruzó los dedos y marcó un número desde el teléfono fijo.
—Ya vino —dijo tras una breve espera, sin preámbulo—. Ryohei Tachibana apareció tal como lo planeamos.
Silencio. Al otro lado, solo una respiración contenida.
—Sí, lo estoy observando. Tiene potencial, pero no tiene ni idea de dónde se metió.
Apoyó el codo en el escritorio y bajó la voz, como si los trofeos pudieran delatarlo.
—Voy a romperlo. Física y mentalmente. Hasta que no tenga más opción que firmar los papeles del traspaso. Y si no funciona… lo haremos desaparecer, como acordamos con el patriarca Dojima.
La respuesta tardó apenas unos segundos, pero sonó cargada de aprobación.
—Vas por buen camino —dijo una voz grave, distorsionada por la mala conexión—. Si mantienes ese ritmo, tu ascenso a lugarteniente será cuestión de tiempo.
Murakado sonrió, apenas.
—Lo será.
—Y si sigues mostrándote útil, hay quienes ya discuten tu nombre en las reuniones directivas de la familia Shibusawa. Podrías formar parte del círculo interno.
El brillo en sus ojos se intensificó. Ambición pura. Fría. Perfectamente disfrazada.
—Uno por uno —susurró—. No dejaré a ninguno de los otros en pie. Esa silla será mía.
Colgó sin despedirse.
Volvió a mirar la foto con la mujer abrazada a él, como si esa imagen fuera una brújula o un ancla. Luego, giró la silla lentamente hacia la ventana. Desde allí, podía ver el dojo en calma, como si nada oscuro ocurriera sobre esos tatamis.
Pero la guerra ya había comenzado.
En el vestidor, mientras recogía su equipo, Ryohei sacó el beeper con manos tensas.
La pantalla seguía vacía.
Cerró los ojos un instante. Lo apretó con fuerza entre los dedos, como si pudiera forzar una respuesta que no llegaba. El silencio de ese aparato era más hiriente que cualquier golpe recibido en el tatami.
Un par de estudiantes cruzaron detrás de él, aún comentando entre risas nerviosas el entrenamiento.
—¿Viste al nuevo? Aguantó la postura de Murakado tres minutos.
—Y no se cayó. Ni siquiera tembló tanto… más que yo, al menos.
—Murakado-sensei le puso el ojo. Si sigue así, lo va a destrozar o convertir en algo serio.
No respondió. Guardó el beeper, se sacó la camiseta empapada y fue directo a las duchas.
El agua tibia resbaló por su espalda. Sintió alivio en los músculos, pero el nudo en el pecho no cedía. El entrenamiento lo había desgastado físicamente, pero lo que más pesaba era la falta de señales del otro lado.
Al salir, se vistió con ropa habitual, se colgó el bolso al hombro y abandonó el dojo. El aire de la tarde lo recibió con un corte seco en el rostro.
Antes de ir a Little Asia, decidió hacer una última llamada.
Caminó hacia una cabina telefónica. Las luces de neón bailaban sobre el cristal húmedo. El zumbido eléctrico de Kamurocho le resultaba casi insultante.
Marcó el número. Esperó.
Nada.
Colgó. Volvió a intentarlo, esta vez a la biblioteca municipal, lugar que solía compartir con Kenji en días más tranquilos.
Una voz monótona contestó.
—¿Kenji? No, no ha venido en varios días.
Agradeció con un murmullo y colgó. Apoyó la frente contra el vidrio empañado, cerrando los ojos.
Otro intento fallido.
Otro día sin respuesta.
Suspiró y se alejó de la cabina. Apretó el bolso contra el hombro y tomó una ruta discreta. A esas alturas, cada decisión debía ser medida.
Callejones estrechos, pasajes húmedos, pasos medidos. Evitaba las miradas, los autos negros, las miradas largas. Todo podía ser una trampa.
Finalmente, el callejón de entrada a Little Asia se abrió ante él.
El mundo cambió.
Aromas a especias, vapor de los puestos, voces en mandarín llenando el aire con naturalidad. Una burbuja aparte de Kamurocho.
Allí, el pasado todavía respiraba.
Caminó entre luces cálidas y faroles colgantes. La gente lo miraba, pero nadie lo detenía. A pesar del frío, el barrio latía con vida propia. En algún rincón, un anciano daba instrucciones a un grupo de niños que practicaban con bastones cortos. En otro, una mujer regañaba a su nieto en cantonés. Ryohei inhaló hondo. Ese aire era suyo, le gustara o no.
Justo cuando doblaba por un pasaje estrecho, una voz grave lo detuvo.
—Xiǎo Hǔ.
El corazón se le aceleró.
Giró. Desde las sombras emergía una figura conocida.
—Chen-san…
Se inclinó ligeramente, reconociendo al anciano. Imponente incluso con los años encima. Los ojos del viejo Chen conservaban esa mirada que parecía ver más allá de lo físico.
—Es raro verte por aquí —dijo en mandarín fluido, cruzando los brazos—. Pensé que habías dejado atrás tus raíces.
Ryohei contestó en el mismo idioma, sin pensarlo.
—Estoy buscando a mi hermano. Lì Huá me pidió que viniera, pero no sé dónde encontrarlo.
El nombre provocó un leve fruncimiento en el rostro del anciano. No era sorpresa. Tetsu nunca dejaba rastros innecesarios.
—Si te pidió venir, debe tener sus razones. —Le hizo una seña con la mano—. Ven conmigo.
Caminaron en silencio entre pasadizos cada vez más estrechos. El anciano hablaba bajo, siempre atento al entorno.
—Sigues igual que cuando eras niño, Xiǎo Hǔ. Inquieto. Pero aquí eso es peligroso. Este lugar escucha. Y recuerda.
No respondió. Pero el uso de ese nombre… de su nombre verdadero, removió algo profundo. Podía haberlo ocultado en Kamurocho, pero aquí… su pasado caminaba a su lado.
Chen se detuvo frente a una puerta camuflada tras un puesto de dumplings.
Tocó tres veces, en un ritmo breve.
Un chirrido metálico respondió.
Le indicó que pasara.
Dentro, la atmósfera cambió por completo.
Una oficina pequeña, con luz baja, documentos amontonados en estanterías, mapas colgados con tachuelas y una ventana por donde se colaban los sonidos de Little Asia. De espaldas, observando el exterior, un hombre esperaba.
Tetsu Tachibana.
—Lì Huá —anunció Chen con respeto, antes de girarse a Ryohei—. Aquí termina mi trabajo. Lo demás es entre ustedes.
Salió sin más. Cerró la puerta tras de sí.
Ryohei se quedó unos segundos en el umbral. Tetsu aún no se giraba.
—Llegaste —dijo al fin, con tono neutro, pero cargado de algo más—. Le pedí a Chen-san que te trajera si te veía.
Ryohei bajó la capucha. Tenía la ropa húmeda, el cabello pegado por el sudor, pero sus ojos estaban fijos. Más decididos que días atrás.
—Tal como me pediste… estoy aquí.
Tetsu se giró del todo. Lo miró por primera vez. La pausa se extendió. Lo estaba evaluando. Pero había algo en esa mirada que no era crítica… era reconocimiento.
—Has cambiado —murmuró.
No era una frase vacía. Lo decía alguien que sabía lo que costaba sobrevivir.
—Me alegra verte bien.
Aunque su tono serio no lograba ocultar del todo el alivio en sus ojos.
—Pero… después de la locura que hiciste en el bar, ¿cómo se te ocurre enfrentarte a Awano después de lo que te advertí?
Ryohei esbozó una leve sonrisa, cargada de cansancio… y también de algo más: una pizca de desafío. Bajó la mirada un momento, dejando que las palabras se asentaran antes de responder.
—Sabía que me lo reprocharías. Ya me lo dejaste claro por teléfono.
Levantó la vista, y esta vez su tono se endureció ligeramente, ganando firmeza.
—Pero no tenía otra opción. Necesitaba ganar tiempo.
El silencio que siguió fue casi palpable. Lleno de lo que ambos querían decir, pero aún no se atrevían.
Tetsu cerró los ojos brevemente y dejó escapar un suspiro, pesado, como si intentara liberar parte de la tensión acumulada.
—No estoy aquí para recriminarte —dijo al fin, en un tono más bajo, pero cargado de seriedad—. Pero fuiste imprudente, eso no lo puedo negar.
Abrió los ojos y los clavó en los de su hermano, con una mezcla de preocupación… y algo que parecía orgullo contenido.
—Oda me comentó lo que pasó. Dice que te defendiste bastante bien. Y, aunque no quiera admitirlo, parece que tenemos más en común de lo que pensaba.
El leve orgullo en su voz no pasó desapercibido.
Ryohei alzó una ceja, esbozando una pequeña sonrisa sarcástica.
—¿Eso fue un cumplido? —preguntó, intentando aliviar la tensión con su habitual toque de ironía.
El mayor dejó escapar una sonrisa leve, casi imperceptible, pero suficiente para que su hermano supiera que, aunque los problemas no habían desaparecido, al menos estaban enfrentándolos juntos.
—Hermano… supongo que no me pediste venir solo para eso, ¿verdad?
Cruzó los brazos, observándolo con detenimiento.
—Kiryu-san me dijo que hablaste con él anoche.
La mención de Kiryu pareció endurecer ligeramente su expresión. Se giró hacia la ventana, contemplando el bullicio de Little Asia antes de hablar.
—Hablé con él, sí —admitió. Su voz era ahora más seria, casi distante—. Pero hay cosas que necesitaba decirte a ti directamente. Cosas que ni Kiryu-san ni nadie más debería escuchar.
Ryohei sintió cómo un escalofrío le recorría la espalda ante la gravedad de sus palabras. Dio un paso más hacia él, con la mirada fija en su figura. La tensión en la sala aumentaba.
—¿Qué cosas?
Su voz era baja, pero cargada de expectación.
Tetsu se volvió lentamente. Sus ojos reflejaban una mezcla de preocupación y resolución.
—La situación con el Lote Vacío es más complicada de lo que pensábamos. Y hay algo sobre ti que necesitas saber… algo que podría cambiarlo todo.
El aire pareció volverse más denso. Aunque el joven no dijo nada, su respiración se aceleró ligeramente. Cada palabra llevaba un peso nuevo, una carga que no estaba seguro de querer asumir.
—¿Sobre mí?
Intentó mantener la postura firme, aunque la duda ya se asomaba en su mirada.
—¿Tiene que ver con el vínculo Tachibana? Awano y los otros de la familia Dojima ya saben sobre mí. El plan de ocultar mi identidad falló… y eso también podría afectar a los que están cerca.
Tetsu permaneció en silencio por un momento, evaluando sus palabras.
—No solo a ti, Ryohei. La exposición afecta a todos los que te rodean.
Lo miró directamente.
—Oda también me comentó que conocen a Kenji y a Kyomi-chan. Kenji no ha dado señales desde que hablaste con él, ¿no es así? Algunos de mis empleados de la inmobiliaria están buscando pistas sobre su paradero, pero hasta ahora… nada.
Ryohei sintió un nudo cerrarse en su estómago. Apretó los puños. El recuerdo de su última conversación con Kenji le rondaba la mente como una sombra inquietante.
—¿Crees que pudo haberle pasado algo? Que quizás él esté…
Tragó saliva. Fue incapaz de terminar la frase.
Tetsu frunció el ceño. Su tono se volvió algo más cortante, aunque con una intención claramente tranquilizadora.
—Dudo que esté muerto —dijo, cruzándose de brazos mientras sostenía la mirada—. Sería demasiado arriesgado. Si el mejor amigo del hermano del presidente de Tachibana Real Estate desapareciera o fuera asesinado, levantaría sospechas de inmediato. Los Dojima no son tan imprudentes como para atraer ese tipo de atención.
El hermano menor dejó escapar un suspiro entrecortado, pero la incertidumbre seguía royéndolo por dentro. Su mente empezó a hilvanar posibilidades. Cada una más inquietante que la anterior.
—¿Y si, después de nuestra llamada, decidió marcharse?
Su voz era baja, impregnada de ansiedad.
—A veces mencionaba que quería pasar unas semanas con sus padres. Tal vez pensó que era mejor alejarse antes de quedar atrapado en algo más grande.
Tetsu asintió lentamente, evaluando esa posibilidad.
—Es plausible. Kenji siempre fue más prudente que tú, aunque no siempre lo pareciera. Si percibió un peligro real, lo lógico sería buscar refugio lejos de todo esto. Sus padres podrían haberle ofrecido esa alternativa.
—Pero…
Ryohei negó con la cabeza. La frustración se marcaba en cada palabra.
—¿Por qué no me dijo nada? ¿Por qué no dejó siquiera un mensaje, una señal? Si estuviera bien, habría usado nuestro código.
Sacó el beeper. Lo sostuvo en la mano, con la pantalla aún vacía. Parecía una acusación muda dirigida al vacío.
El hermano mayor lo observó fijamente. Su tono adoptó una mezcla de severidad y comprensión.
—Quizás pensó que sería más seguro para ti no saberlo. Si está huyendo o escondiéndose, lo último que querría es que los Dojima lo rastreen a través de ti.
Ryohei cerró los ojos un momento. Luchaba contra la tormenta de emociones que se acumulaba en su pecho. La idea de que su mejor amigo hubiera tomado una decisión tan drástica sin incluirlo le dolía… pero entendía las razones.
—Lo único que sé es que no puedo quedarme de brazos cruzados —dijo al fin, abriendo los ojos con una renovada determinación—. Si está allá afuera, lo encontraré.
Tetsu dio un paso hacia él. Apoyó una mano firme sobre su hombro.
—Lo encontraremos, Ryohei. Pero no permitas que esto te haga bajar la guardia. Hay demasiadas piezas moviéndose en este tablero, y no podemos perder el enfoque.
Asintió en silencio, aunque la preocupación seguía dibujada en su rostro.
La sala volvió a sumirse en un mutismo denso. Más allá de las ventanas, las luces parpadeantes de Little Asia parecían pulsar al ritmo de sus pensamientos. Cada destello era un recordatorio: el peligro estaba ahí afuera, acechando. Su posición era frágil, y los enemigos, invisibles.
Pasaron varios minutos.
Finalmente, Tetsu rompió el silencio. Su voz era firme, aunque más baja, como si pronunciar cada palabra le exigiera un esfuerzo consciente.
—Te pedí que vinieras solo porque hay algo que necesitas saber… algo que Kiryu-san ya conoce. Por eso le pedí que te protegiera.
Sus palabras cayeron como plomo. Inmediatamente pusieron al menor en alerta.
El recuerdo de su conversación con Kiryu en el Matsuya regresó como un golpe seco: las frases medidas, los gestos contenidos… ahora todo cobraba otro significado.
—Sabía que estaba ocultando algo, pero no quise presionarlo —admitió, frunciendo ligeramente el ceño mientras procesaba lo que acababa de escuchar.
El mayor lo observó un instante antes de asentir, despacio.
—Hiciste bien. Él entiende lo que está en juego, y aunque te lo oculte, lo hace por una buena razón.
Guardó una breve pausa.
—Sé que están formando un equipo, y eso me tranquiliza. Ustedes dos… se protegerán mutuamente. Tú serás su soporte. Él, el luchador.
—Yo lo llamaría mejor el Héroe y el Healer —bromeó Ryohei con una sonrisa ligera, intentando aliviar la tensión que se había instalado en la habitación—. Pero dejando el mal chiste de lado… ¿qué es exactamente lo que están ocultando?
Tetsu sostuvo la mirada en él por unos segundos. Parecía evaluar cada gesto, anticipar su reacción.
Luego, se giró hacia el escritorio. Allí, un sobre marrón reposaba, gastado en los bordes y marcado por el paso del tiempo. Lo tomó con lentitud, casi con solemnidad, y se lo extendió.
Ryohei lo aceptó con manos tensas. El crujir del papel al abrirse resonó en el silencio como un presagio. Sus dedos temblaban levemente, y sus ojos comenzaron a recorrer las páginas con ansiedad contenida, como si temiera confirmar lo que ya intuía.
—Hace seis meses, cuando todo esto comenzó, dediqué todos mis recursos a rastrear al dueño del Lote Vacío —explicó el hermano mayor con voz controlada. Cada palabra parecía encajar en una estructura que llevaba tiempo construyendo—. La idea era sencilla: ofrecerle una buena suma de dinero por el terreno antes de que la familia Dojima hiciera su jugada.
El menor hojeaba los documentos, pero las palabras parecían diluirse ante sus ojos. Era como si su mente, consciente del peso de la verdad, intentara protegerlo del golpe inevitable.
El mayor siguió hablando. Su tono se mantenía firme, pero cada frase llevaba una leve sombra de compasión.
—Descubrí que el dueño original, Genzo Makimura, falleció. No fue un asesinato; murió por causas naturales.
Hizo una pausa, breve pero necesaria.
—Sin embargo, su hija murió antes que él… y las circunstancias de su muerte son más turbias.
Ryohei alzó la vista. Sus ojos se encontraron con los de su hermano, y su expresión mostraba la tensión interna que ya no podía ocultar.
—Entiendo que, al morir el dueño, el terreno pasaría a su hija, pero… —dijo con voz baja, impregnada de una inquietud que apenas podía contener—. ¿Ella tenía hijos? ¿Qué pasó con el terreno?
Tetsu dejó escapar un suspiro lento. Cada palabra parecía arrastrar años de silencio.
—Fue heredado —respondió, y su voz bajó un poco más, como si intentara amortiguar el golpe—. Genzo no pudo dejárselo a su hija directamente, pero antes de morir, lo dejó a sus nietos. Dos, para ser exactos.
El silencio se volvió casi sofocante.
La respiración del menor se volvió irregular. Sus pulmones luchaban por tomar aire mientras sus manos temblaban al pasar las páginas.
Y entonces los vio.
Allí estaban. Claros. Inapelables.
"Makoto Makimura"… y justo debajo, "Ryohei Tachibana".
Las letras parecían pesar más que el papel que las contenía. Su propio nombre, compartiendo espacio con una figura apenas presente en las sombras de su memoria, lo golpeó como un puñetazo directo al pecho.
El aire pareció estancarse en sus pulmones. Cada letra grabada en ese documento ardía como una verdad imposible de ignorar.
Sus dedos se relajaron sin querer. El papel cayó al suelo con un sonido leve, pero en esa habitación silenciosa sonó como un trueno.
Dio un paso atrás. Se tambaleó ligeramente. Su rostro era un reflejo de incredulidad y confusión.
—Esto tiene que ser una broma… y muy mala, por cierto —murmuró, con una risa nerviosa que se extinguió casi de inmediato.
Levantó la mirada, buscando en el rostro de su hermano mayor algún resquicio que le permitiera dudar.
—Vamos… dime que esto es un mal chiste —insistió, señalando los documentos caídos—. Porque, sinceramente, hermano, si intentabas sorprenderme, lo has conseguido. Pero…
Su voz se quebró. Buscaba desesperadamente una señal, un parpadeo, una mueca, algo.
—Dime que no es cierto.
La mirada del mayor era una pared de acero. Seria. Inquebrantable.
La ironía del menor se desplomó. No había castillo de palabras que pudiera sostenerse frente a esa verdad.
—Es cierto, Ryohei —afirmó con serenidad, aunque su voz traía un peso que perforaba toda negación—. Tú eres uno de los herederos.
Ryohei dio otro paso atrás. Sacudió la cabeza con fuerza, como si eso pudiera borrar lo que acababa de oír.
—No… no, eso no tiene sentido —murmuró, la risa nerviosa regresando brevemente antes de desvanecerse otra vez—. Tiene que haber un error. ¡Esto no puede ser real!
Su mirada oscilaba entre los papeles y su hermano mayor, buscando cualquier indicio que refutara la afirmación.
—Ni siquiera sabía que esa persona existía hasta ahora. ¿¡Cómo demonios voy a ser heredero de algo así!?
El mayor mantuvo la compostura, aunque las líneas de tensión en su rostro delataban el esfuerzo que hacía por mantenerse firme.
Se acercó a una silla cercana y la arrastró frente a él con un gesto pausado.
—Siéntate, hermano —le pidió, con tono más suave, aunque firme—. Sé que es mucho para asimilar, pero necesitas procesarlo antes de sacar conclusiones.
El menor vaciló, pero al final se dejó caer como si el peso de la revelación lo empujara.
Sus ojos volvieron a los papeles en el suelo. Las palabras ardían en su mente. Cerró los párpados con fuerza, intentando frenar el torbellino que se desataba en su interior.
—No puedo ser uno de los dueños, hermano… —susurró al fin, su voz apagada y cargada de frustración—. Nunca quise esto. Ni siquiera entiendo por qué mi nombre está ahí. Es como si todo esto fuera una broma cruel.
El mayor se inclinó ligeramente. Colocó una mano firme sobre su hombro.
—No es una broma. Es la realidad. Y aunque no la entiendas del todo ahora, es importante que estés preparado para lo que viene.
Su voz era serena, pero la intensidad detrás de cada palabra se sentía como una advertencia.
—Porque los Dojima lo saben. Y eso te pone en el centro de algo mucho más grande de lo que crees.
Ryohei cerró los ojos con fuerza. Tensó los músculos, como si su cuerpo intentara resistirse al peso de la verdad.
Hasta que explotó.
—Entonces dime… ¿¡por qué mi nombre está en esos malditos documentos!? —gritó, su voz quebrada entre indignación y desesperación—. ¡Te lo repito, Tetsu! ¿¡Qué mierda es todo esto!?
Lo miró con furia, con desesperación.
—Y quiero saberlo. Todo. Con lujo de detalles.
Tetsu observó la rabia de su hermano, pero no retrocedió. En cambio, dio un paso hacia él, inclinándose ligeramente, como si la proximidad pudiera amortiguar la fuerza de lo que iba a decir.
Colocó una mano firme pero reconfortante sobre el hombro del menor. El gesto intentaba transmitir empatía, a pesar de la crudeza de la verdad.
Ryohei, aún sentado, respiraba con dificultad. Su mirada seguía fija en los papeles dispersos, como si esperara que las palabras impresas en ellos cambiaran de repente.
Finalmente, con un movimiento brusco, apartó la vista y se clavó en su hermano mayor. Su rostro era un torbellino de emociones: incredulidad, rabia… y un miedo que apenas lograba disimular.
El mayor tomó aire. Su voz era baja, pero cargada de gravedad.
—No quería que te involucraras, al menos no directamente —empezó, eligiendo cuidadosamente cada palabra—. Al principio pensé que tu nombre en esos documentos era un error. Una estrategia para confundir, una forma de obstaculizar la compra del terreno. Pero seguí investigando… y la verdad salió a la luz.
Hizo una breve pausa, sin apartar la mirada de su hermano.
—Genzo Makimura era nuestro abuelo. Esta herencia es completamente legal.
Ryohei sacudió la cabeza, negando con fuerza. Era como si intentara desprenderse de esas palabras.
—No… no puede ser… —susurró, la voz rota—. Esto no tiene sentido. No sabía nada de esto. ¡Ni siquiera sabía quién era Genzo Makimura! ¿Cómo… cómo es posible que mi nombre esté ahí?
—Porque no quisimos que lo supieras —respondió su hermano, con un tono más suave, aunque firme—. Queríamos protegerte. Pero ahora no hay forma de ocultarlo más. Tú y Makoto son los únicos herederos… y eso los pone en peligro. Por eso necesitabas saberlo, aunque no estés listo para aceptarlo.
El menor se llevó las manos a la cabeza. Intentaba ordenar el caos que lo devoraba desde dentro.
Respiró hondo, pero el aire le sabía a poco.
—Makoto… —murmuró por fin, apenas audible—. ¿Ella también? ¿Cómo… cómo encaja en todo esto?
Tetsu exhaló lentamente. El peso de la conversación marcaba cada línea de su rostro.
—Sí, Ryohei. Ella es tu hermana melliza. Y aunque creímos que había muerto…
Titubeó. Luego, lo dijo sin rodeos:
—…la verdad es que está viva. Pero no sabemos dónde. Y eso lo complica todo aún más.
El aliento de Ryohei se detuvo. Sus ojos buscaron en el rostro de su hermano mayor algo, cualquier cosa, que desmintiera aquella revelación.
Dejó escapar un jadeo bajo, como si el aire hubiera perdido su camino. Se llevó una mano a la frente, cubriendo parte de sus ojos. Intentaba procesar lo imposible.
—Esto suena como un mal guion… —murmuró, la voz quebrada—. Nos dijeron que estaba muerta. Me hiciste creer eso. Que la habíamos dejado atrás en China…
Tetsu soltó un suspiro profundo. Sus ojos reflejaban arrepentimiento, pero también el peso de decisiones tomadas en silencio durante años.
Con calma, se agachó para recoger los documentos caídos. Los alisó con cuidado, como si cada hoja cargara un pedazo de su propia historia, y los dejó sobre la mesa.
—Eso pensé yo también —admitió con honestidad—. Pero me equivoqué. Genzo les dejó el terreno a ambos. Creo que lo hizo para protegerlo de personas ambiciosas.
—Como los yakuzas. Sí, ya lo has dicho suficientes veces —replicó Ryohei con tono ácido, la frustración apenas contenida.
Sin decir más, tomó una botella de agua de su bolso. Bebió un largo trago, dejando que el líquido calmara el nudo en la garganta.
Al bajarla, suspiró. Apoyó los codos sobre las rodillas y fijó la vista en el suelo, intentando calmar la tormenta que rugía dentro de él.
—Esto es una locura… —dijo al fin, la voz cargada de incredulidad—. Si lo que dices es cierto, y ella está viva… ¿sabrá de nosotros? ¿Sabrá que tiene hermanos con vida?
Levantó la mirada, la angustia ahora transformada en alarma.
—¡Está en el mismo peligro que yo, y nosotros no estamos haciendo nada!
Tetsu negó lentamente con la cabeza. Su semblante reflejaba preocupación y un agotamiento difícil de disimular.
—No lo sé. La última vez que supe de ella fue antes de que dejáramos China. Desde entonces, he intentado encontrarla, pero no ha sido fácil. Las pistas son escasas… y los recursos, limitados.
El joven cerró los ojos un instante y soltó un largo suspiro. Su respiración comenzó a calmarse poco a poco. Cuando volvió a abrirlos, algo había cambiado: la incertidumbre daba paso a una chispa de determinación.
—¿Y la familia Dojima? —preguntó con un tono más firme—. Si descubren esto… ¿qué los detendrá de eliminarnos para quedarse con el control?
Guardó silencio un instante.
—No hablo solo de ellos. Si este terreno es tan importante, no me sorprendería que otras familias también nos persiguieran. A ella y a mí.
El mayor apretó los labios. Su expresión se endureció, aunque mantuvo la mirada fija en su hermano menor.
—Por eso no quería que te enteraras —confesó, con firmeza, aunque con pesar—. Lo mantuve en secreto para que vivieras tu propia vida. Para que forjaras tu camino lejos de todo esto.
Hizo una pausa. Sus palabras caían como piedras.
—Cuando me dijiste que querías ser médico, hice todo lo posible para alejarte del mundo en el que estoy atrapado. Incluso desvié información cuando me enteré de esto, para que no te buscaran como copropietario. Quería protegerte… aunque significara cargar con todo yo solo.
Ryohei apretó los puños. Sus dedos temblaban ligeramente antes de cerrarse con fuerza.
Levantó la cabeza. Sus ojos se encontraron con los de su hermano, cargados de una resolución nueva. Una que hervía bajo el dolor.
—Dime qué debo hacer —exigió. Su voz era clara, pero tenía un leve temblor que revelaba tanto miedo como determinación—. ¿Cómo la protegemos?
Dio un paso más hacia él, su tono firme.
—Haré lo que sea necesario, hermano. Esta vez, no cargarás con todo tú solo.
El mayor inclinó ligeramente la cabeza. Fue un gesto silencioso, pero cargado de significado.
Sus ojos mostraban una mezcla de orgullo… y preocupación.
—Primero, mantente cerca de Kiryu-san —respondió, con calma—. Confío en que él sabrá cuidarte si las cosas se complican.
Guardó silencio por un instante, y luego añadió:
—Yo seguiré buscandola. Te lo prometo: no pararé hasta encontrarla.
El menor se levantó lentamente de la silla. Ajustó la correa de su bolso. No se dirigió de inmediato a la puerta. En lugar de eso, se giró hacia su hermano mayor.
Sus ojos, cargados de emociones que apenas contenía, se encontraron con los de su hermano.
—Hermano…
Murmuró la palabra antes de dar un paso al frente y abrazarlo con fuerza.
El gesto fue inesperado, pero cargado de todo lo que las palabras no podían expresar. Tetsu, sorprendido apenas un instante, correspondió el abrazo. Y por fin, la tensión en sus hombros se disipó, aunque solo un poco.
—Gracias… por protegerme todo este tiempo. Pero no olvides que también soy un Tachibana —dijo el menor, con voz firme.
Se separó apenas, pero sus manos aún reposaban sobre los hombros de Tetsu..
—Esta batalla no es solo tuya. La pelearemos juntos. Como los hermanos que somos.
El hermano mayor lo miró con una mezcla de orgullo y resignación. Sabía, con certeza, que ya no podía cargar con todo en soledad.
—De acuerdo —respondió, con una leve exhalación—. Pero prométeme que serás cuidadoso. Esta guerra no da segundas oportunidades.
Ryohei asintió. En sus labios se dibujó una sombra de sonrisa. Apenas una chispa de ironía, la misma que siempre lo había acompañado.
—Vendré con toda la información que consiga. No pienso quedarme atrás, ni dejar que tú cargues solo con esto. Recuerda, somos Tachibana… y los Tachibana no se rinden.
Tetsu lo observó mientras su hermano ajustaba el bolso al hombro y se dirigía hacia la puerta. Justo antes de salir, Ryohei se giró una última vez, con una mirada que decidida y con gratitud.
—Haz lo que tengas que hacer, Tetsu. Pero esta vez… no voy a fallar. Ya no soy el chico que necesitaba protección.
Al salir de la oficina, Ryohei avanzó por las estrechas calles de Little Asia con los hombros tensos y la mirada fija en el camino. Los murmullos lejanos y las luces parpadeantes parecían más densos, como si el barrio compartiera la carga que ahora llevaba consigo.
A unas cuadras, Murakado lo observaba desde la penumbra de un callejón, con una sonrisa apenas perceptible que traicionaba la calma en su rostro.
Desde las sombras, el yakuza siguió cada paso con detenimiento. La postura erguida de Ryohei escondía una vulnerabilidad sutil. Una sonrisa ladeada se dibujó en su rostro. Los hilos que había comenzado a tejer se tensaban con precisión quirúrgica.
Cada paso del joven lo acercaba más a su control, justo como había previsto. Ya no solo procesaba revelaciones; comenzaba a buscar dirección… y Murakado planeaba ofrecérsela.
“Perfecto”, pensó, dejando que la satisfacción de su estrategia bien ejecutada llenara su mente.
Si jugaba bien sus cartas, no solo tendría al muchacho bajo su influencia, sino que lo convertiría en la pieza clave para superar a los lugartenientes y posicionarse donde realmente quería estar.
—Es cuestión de tiempo —murmuró, antes de desaparecer entre las sombras.
Mientras caminaba, el peso de la revelación seguía presente. Pero algo más empezaba a tomar forma: una resolución.
Kenji. Makoto. Este maldito Lote… No dejaré que nadie más decida por nosotros.
Las luces de Kamurocho lo guiaban de regreso. Sin embargo, cada paso parecía más cargado que el anterior.
Al llegar al edificio, subió las escaleras en silencio. El pasillo lo recibió como un refugio momentáneo. Abrió la puerta del apartamento y, al cruzar el umbral, respiró hondo. El entorno familiar lo reconfortó, aunque solo fuera por un instante.
Kiryu estaba allí, sentado a la mesa con un cigarrillo entre los dedos. No encendido. Solo sostenido, como si también él procesara pensamientos complejos.
Ryohei cerró la puerta con un clic suave, aislando el bullicio de Kamurocho. La luz tenue de la ventana bañaba la habitación. El ex yakuza se inclinó hacia adelante desde la cama y dejó el cigarro junto al cenicero, con cenizas sumadas a la colección de una noche larga.
Sus miradas se encontraron.
No hubo necesidad de palabras. El peso se entendía solo. Pero las preguntas sin pronunciar flotaban en el ambiente.
Kiryu habló primero. Su voz grave y tranquila llenó el silencio con naturalidad.
—Por tu cara, parece que tu hermano ya te confirmó todo…
Ryohei dejó caer el bolso al suelo con un golpe seco. Cruzó los brazos y desvió la mirada al piso. Respiró profundamente antes de responder.
—Sí. Soy uno de los dueños del lote —admitió con incredulidad, alzando finalmente los ojos—. Creía que podía ser un error. Por eso nunca me lo dijo… hasta ahora.
Kiryu asintió con lentitud. Su rostro seguía sereno, pero en su mirada había una comprensión que iba más allá de las palabras.
—Lamento no habértelo dicho antes —dijo al fin, inclinando apenas la cabeza—. Tachibana me pidió que lo mantuviera en secreto. Quería confirmar sus sospechas antes de decírtelo.
El silencio volvió por un instante. Kiryu se levantó de la cama y caminó hasta el pequeño refrigerador. El zumbido del motor llenó brevemente el ambiente mientras sacaba dos botellas de sake.
Volvió a la mesa y le ofreció una a Ryohei.
—No puedo ofrecerte muchas respuestas ahora… pero esto ayuda a calmar la mente un rato —dijo, destapando la suya con calma.
Ryohei aceptó la botella con una sonrisa irónica, aunque genuinamente agradecida.
—¿Así es como enfrentas las malas noticias, Kiryu-san? ¿Sake y silencio?
Kiryu dejó escapar una leve risa. Breve. Real.
—No arreglará nada… pero sirve para recordarte que, pase lo que pase, no estás solo.
El joven Tachibana inclinó la cabeza, pensativo. Luego dio un paso hacia la mesa y alzó su botella.
—Por los secretos que salen a la luz… y los aliados que los hacen menos pesados.
Bebió un sorbo. Kiryu lo imitó, asintiendo con complicidad.
Aunque el peso persistía, en ese instante ambos compartieron algo más valioso: entendimiento.
Ryohei apoyó un hombro contra la pared y bajó la botella.
—No tienes que disculparte. Sé que mi hermano te pidió que lo mantuvieras en secreto. Solo que… cuesta asimilarlo.
Kiryu lo observó con calma, bebiendo otro sorbo antes de responder.
—Es normal. No todos los días te enteras de algo que cambia tu vida. Pero… lo estás manejando mejor que muchos.
El comentario no era halago. Era respeto.
Ryohei soltó una risa leve. Un intento de alivio.
—No sé si “manejarlo” sea la palabra… Creo que estoy sobreviviendo al impacto.
El silencio regresó, pero ya no pesaba. Era una pausa cómoda entre aliados.
—Independiente de todo esto —dijo Kiryu—, tu hermano confía en mí para protegerte. Y eso pienso hacer.
Ryohei dejó la botella sobre la mesa y se cruzó de brazos, arqueando una ceja.
—Eso haremos. Nos protegeremos mutuamente.
Una sonrisa desafiante asomó.
—Recuerda, héroe: soy tu healer. No voy a quedarme al margen. Ya empecé mi entrenamiento… y no voy a dejar que esto me supere.
Kiryu sonrió, apenas, pero con sinceridad. Asintió con lentitud, como reconociendo algo que ya intuía.
—Entonces ya tomaste una decisión.
Ryohei se acercó a la ventana, apoyando las manos en el marco. La ciudad se desplegaba ante él como una maraña de luces y peligros.
—Sí. Mi hermano buscará a la otra dueña —afirmó, girándose hacia Kiryu—. Mientras tanto, nosotros seguiremos nuestro propio camino. ¿Puedo contar contigo héroe?
Kiryu tomó las botellas vacías y las dejó a un lado. Caminó hacia él y extendió la mano.
El apretón que siguió no fue un gesto cualquiera. Fue un pacto silencioso.
—Estamos juntos en esto, healer. —Kiryu sostuvo su mirada unos segundos más—. Aunque no siempre diga mucho… puedes contar conmigo.esto, healer.
Ryohei rió. Por primera vez en horas, su expresión se relajó.
—Eso quería escuchar. Gracias.
Se separó apenas y añadió, con una sonrisa traviesa:
—Y como tu healer, tengo que asegurarme de que no tengas heridas visibles en ese cuerpo que tanto presumes. No aceptaré un no como respuesta.
Kiryu soltó una carcajada breve, genuina, mientras negaba con la cabeza.
—No tienes remedio.
—Es parte del paquete —replicó, encogiéndose de hombros con una chispa de humor en la mirada.
Las luces de Kamurocho seguían titilando allá afuera, como faros de caos e incertidumbre. Pero en ese apartamento, por un momento, la confianza era el único refugio verdadero.
Chapter 11: "Entre Persecusiones y Sombras"
Summary:
Los engranajes del pasado comienzan a girar con fuerza cuando nuevos enemigos salen de las sombras, dejando cicatrices tanto físicas como emocionales. Mientras el viento sopla en contra, Ryohei se ve obligado a enfrentar los ecos de una historia que nunca lo dejó marchar del todo. Entre huidas, descubrimientos y alianzas inesperadas, se revelan secretos que ponen en jaque no solo su integridad, sino la de todos quienes lo rodean. El precio de la verdad se eleva, y no todos están preparados para pagarlo.
Chapter Text
“Entre Persecuciones y Sombras”
Las luces de Kamurocho iluminaban la ciudad con su característico resplandor, reflejándose en los edificios como un velo que intentaba ocultar las sombras que acechaban en los rincones más oscuros.
Cada parpadeo de los anuncios de neón parecía burlarse de quienes, como Ryohei, no podían escapar de las luchas que se libraban dentro de ellos mismos.
Para él, esas luces no eran un símbolo de vida o energía, sino un recordatorio constante de que el tiempo avanzaba implacable, indiferente a su sufrimiento.
Su rutina diaria comenzaba a sentirse como un ciclo interminable: dojo, reuniones en Little Asia y llamadas sin respuesta a un número que parecía haberse convertido en un eco vacío de su ansiedad.
Las horas de entrenamiento eran agotadoras. Ejercicios repetitivos que empujaban su cuerpo al límite y combates desequilibrados que terminaban más a menudo con su espalda en el suelo que con una victoria.
—Vamos, Hiratori. ¿O te vas a quedar en el suelo toda la tarde? —soltó uno de los estudiantes, con una risa burlona mientras estiraba el cuello.
Se reincorporó sin responder, tragándose el orgullo con el mismo sabor amargo de siempre.
Las lecciones de Murakado, afiladas como cuchillas, eran más una prueba de resistencia psicológica que un entrenamiento. Parecían diseñadas para moldearlo bajo una presión constante.
En Little Asia, las reuniones con su hermano Tetsu Tachibana tampoco ofrecían respiro.
Aunque las palabras de este siempre eran firmes y llenas de propósito, no podía ignorar la sombra de agotamiento en sus ojos.
—Hermano... —interrumpió, preocupado—. ¿Has estado durmiendo?
—¿Empezaste con tu lado médico, verdad?
—Claro que sí. Ahora no estoy detrás tuyo viendo si tomas la medicación, pero igual me doy cuenta.
Había algo en la postura de su hermano, en la manera en que respiraba con esfuerzo, que insinuaba una batalla interna que Ryohei conocía bien.
—Estoy siguiendo el tratamiento, ¿contento?
Aquello lo inquietaba más de lo que estaba dispuesto a admitir, pero no encontraba el momento adecuado para insistir.
Por la noche, las llamadas infructuosas a Kenji eran el último clavo en el ataúd de cada día.
El sonido monótono de la línea sin respuesta resonaba en su mente incluso después de colgar, un eco persistente que lo seguía hasta el amanecer.
Durante los entrenamientos, las palabras de Murakado eran filosas. Apuntaban a sus debilidades con precisión quirúrgica.
No se limitaban a señalar errores: eran un recordatorio constante de que, para él, Ryohei era poco más que un novato torpe.
Una herramienta aún sin moldear. Sin embargo, no eran los comentarios lo que más dolía, sino el tono: una mezcla de desprecio y expectativa que lo mantenía atrapado entre la desesperación y el deseo de demostrar su valía.
Los días transcurrían con la monotonía de un reloj roto. Las lecciones se volvían más intensas, al igual que su tendencia a dividir al grupo. Cada entrenamiento parecía diseñado para recalcar la diferencia entre los avanzados, como Kato, y los nuevos.
Kato, con su técnica impecable y confianza natural, se convirtió en el blanco constante de los elogios de Murakado.
—¡Eso es lo que quiero ver, Kato! —exclamó durante una práctica, mientras Kato derribaba a un compañero con un movimiento limpio y letal—. Este es el estándar al que todos deberían aspirar. Hiratori, observa bien. Tienes mucho que aprender.
Obligado a mirar desde la esquina, sintió las palabras como un peso sobre los hombros. No importaba cuánto se esforzara; parecía que nunca estaría a la altura. Cada elogio a Kato era un recordatorio de su propia mediocridad. Cada crítica, una sentencia.
—Ahora tú, contra Kato —ordenó Murakado, cruzándose de brazos con una sonrisa que no prometía nada bueno.
El combate fue un espectáculo humillante.
Desde el primer instante, Kato dominó completamente. Se movía con la precisión de quien sabía que tenía la ventaja. Cada intento de ataque era interceptado y anulado con una facilidad insultante. Los golpes dolían, pero más lo hacía cada caída, una grieta más en su frágil confianza.
Yacía en el tatami, jadeando, el orgullo hecho pedazos.
—Quédate en el suelo, novato —murmuró Kato apenas audible—. A veces es el único lugar que te corresponde.
No respondió. No porque estuviera de acuerdo, sino porque no tenía fuerzas.
—¿Eso es todo? —el maestro, mirándolo desde arriba—. Si piensas que así ganarás respeto, estás más perdido de lo que pensaba.
El silencio en el dojo era espeso. Nadie se movía. Algunos lo miraban con lástima; otros desviaban la vista. Murakado no solo enseñaba a pelear. Sembraba discordia, dividía al grupo con favoritismos y humillaciones calculadas, mientras mantenía el control absoluto.
Ryohei intentaba mantener la compostura, pero cada día era una batalla.
Por las noches, caminaba hasta las cabinas telefónicas con la esperanza de escuchar una voz al otro lado. Siempre era el mismo resultado.
—Kenji... contesta, por favor —susurró al auricular, sabiendo que la línea seguiría muda.
La ansiedad lo devoraba en el frío de Kamurocho, donde el viento le cortaba el rostro con una indiferencia que dolía menos que las miradas en el dojo.
Esa noche, tras otra derrota humillante, volvió al apartamento de Kiryu con los músculos doloridos y el ánimo por el suelo. Pero incluso entonces se obligó a ser útil. Mientras atendía las heridas de su compañero, encontró una paz momentánea. Una tregua.
La rutina de limpiar y vendar cortes se había vuelto casi terapéutica. Le devolvía algo de control en medio del caos.
A la mañana siguiente, el dojo vibraba con el sonido seco de sus patadas contra el saco. Cada golpe era una descarga de frustración. Sudaba, jadeaba, pero no se detenía. Golpe tras golpe, hasta que el saco oscilaba violentamente.
Desde una esquina, Murakado lo observaba. Finalmente, se acercó con andar tranquilo.
—Hiratori —llamó, deteniéndose a unos pasos, los brazos cruzados—. Tus piernas son tu mejor arma, eso ya lo sabíamos. Pero hoy veo algo más: fuerza, equilibrio... y una frustración que puede volverse un arma de doble filo si no la controlas.
Ryohei se detuvo. Respiraba con dificultad, el pecho en llamas.
—Lo estás haciendo mejor, pero no lo suficiente —continuó el instructor—. No te confundas; aún estás muy lejos de ser útil en algo.
Hizo una pausa. La sonrisa irónica no abandonó su rostro.
—Pero no te preocupes. Para eso estoy aquí. Ya tengo tu nuevo plan de entrenamiento. Se lo entregué a Hanzo para que lo revise. Si tu condición mejora, lo aplicarás en unos días.
Las piernas, que un momento antes se sentían firmes, le temblaron de nuevo. Murakado le dio una palmada en el hombro antes de alejarse.
—Recuerda. El mundo no tiene piedad para los débiles. Ni yo tampoco.
—¿Entonces por qué me sigue entrenando? —preguntó entre dientes, sin pensar.
Murakado no se detuvo, pero su respuesta cortó el aire como una hoja.
—Porque todavía no te rindes. Y eso, en este mundo, ya es raro.
El grupo observó en silencio cómo se alejaba, dejando tras de sí una atmósfera cargada de tensión.
Algunos lo compadecían. Otros lo envidiaban, como si la atención del instructor fuera un premio y no una carga.
El dojo no era solo un lugar de entrenamiento. Era un campo de batalla donde la fuerza no se medía solo en golpes, sino en la capacidad de soportar las palabras de Murakado.
Y para Ryohei, cada día era una lucha no solo contra los demás... sino contra sí mismo.
El tiempo transcurría mientras Ryohei aguardaba el prometido entrenamiento especial de Murakado.
Frente al saco de golpeo, descargaba su frustración con una intensidad casi obsesiva.
Cada impacto resonaba en el dojo como un eco de su ansiedad contenida. El sudor le resbalaba por la frente, empapando el dogi y goteando al suelo en pequeñas marcas que seguían el ritmo de sus movimientos.
Sus golpes, aunque rápidos y certeros, estaban cargados de una tensión que no lograba disipar. Cada contacto parecía un intento desesperado de encontrar algo: una liberación, una respuesta, o al menos una señal de que su esfuerzo no era en vano.
A unos metros, un grupo de alumnos avanzados conversaba con desdén. Como siempre, Kato acaparaba la atención, irradiando una seguridad que rozaba lo insolente. Dos compañeros reían entre murmullos, lanzando miradas esporádicas hacia el novato.
—¿No es gracioso? —soltó Kato con media sonrisa, señalando sutilmente a Ryohei—. Murakado-sensei siempre ha sido duro, pero con los nuevos como él está... ¿cómo decirlo? Más blandito últimamente.
Uno de los oyentes soltó una risita por lo bajo.
—Bueno, ya sabes... desde que es padre soltero y tiene que cuidar a un bebé —comentó con sorna—. Supongo que las noches sin dormir lo están volviendo suave.
Ryohei oyó cada palabra, aunque no se detuvo. Sus puños golpeaban con más fuerza, como si intentara apagar las carcajadas que llenaban el aire. Los músculos ardían, pero no podía ceder. No después de todo lo que había aguantado.
Kato siguió hablando, sin molestarse en bajar la voz.
—Claro que sigue siendo exigente con nosotros —añadió, con un brillo burlón en los ojos—, pero está claro que a los novatos se les permite más. Antes, alguien como Hiratori no habría durado ni una semana. Y ahora mírenlo… jadeando como un perro exhausto.
Las risas cesaron en seco.
Una sombra se alzó detrás del grupo.
Murakado.
Había estado observando en silencio, pero ahora caminaba hacia ellos con su andar calmo y controlado. Cada paso, apenas audible sobre el tatami, pesaba como una sentencia. La sonrisa de Kato desapareció al instante.
—¿Más fácil, dices? —interrumpió el maestro. Su voz era firme, sin necesidad de alzarla.
Su mirada se clavó en Kato. El silencio que siguió fue más punzante que cualquier reprimenda.
El aludido se irguió con torpeza, buscando recuperar la compostura.
—Sensei… yo solo…
Murakado levantó una mano, cortándolo sin esfuerzo.
—Es cierto que ser padre me quita horas de sueño. Un bebé no entiende de horarios ni de responsabilidades. Pero si eso te hace pensar que he bajado mis estándares, estás cometiendo un error que no puedo tolerar.
Su mirada se deslizó brevemente hacia Ryohei, que había detenido sus golpes y respiraba con dificultad, observando desde su lugar. Luego volvió a enfocarse en Kato.
—Sigo siendo tan exigente como siempre —continuó, acercándose otro paso—. Pero quizás la razón por la que te sientes tan confiado es porque no te estoy presionando lo suficiente. Tal vez deba revisar cómo manejo a mis estudiantes avanzados.
Kato tragó saliva. Bajó la vista.
—No era mi intención faltarle el respeto, sensei… —balbuceó, pero su interlocutor ya había girado el rostro hacia otro lado.
—Hiratori. Ven aquí.
Ryohei obedeció al instante. Sus piernas temblaban levemente cuando se acercó, con el rostro empapado en sudor. Murakado lo evaluó con la mirada. Una media sonrisa —apenas perceptible— cruzó fugazmente su rostro.
—Estás progresando —dijo al fin, con su tono habitual, seco y medido—. Tus golpes tienen más potencia. Pero fuerza sin precisión es como un bisturí sin filo: no sirve para nada.
Hizo una pausa antes de añadir:
—A partir de mañana, corregiremos eso.
Ryohei asintió en silencio.
El maestro se volvió hacia el resto del grupo.
—¿Lo ven? Esto es lo que espero. Esfuerzo. Dedicación. No importa si eres nuevo o veterano. Si no estás dispuesto a mejorar cada día, no perteneces aquí.
Las palabras flotaron en el aire. Murakado se alejó, dejando al grupo sumido en un incómodo silencio. Kato frunció los labios, molesto por la humillación, pero no se atrevió a replicar.
De regreso al saco, Ryohei reanudó sus golpes. Esta vez, sus movimientos eran más controlados, menos impulsivos.
Aunque el mensaje de Murakado no era fácil de digerir, había algo en él que lo empujaba a continuar. No por buscar aprobación… sino porque sabía que no podía permitirse caer de nuevo.
Desde el fondo del dojo, el maestro lo observaba.
Su expresión, calculadora. Cada palabra que había pronunciado había sido precisa, medida. No se trataba solo de disciplina: era estrategia. Recordarles que, bajo su mando, no había espacio para la debilidad.
Al día siguiente, Ryohei llegó temprano al dojo, preparado para otra jornada extenuante.
El eco de sus pasos resonaba en el tatami vacío. Buscó a su instructor, pero no lo encontró. Frunció el ceño y se acercó a Hanzo, que lo observaba desde una esquina con los brazos cruzados.
—¿Dónde está Murakado-sensei? —preguntó, sin ocultar su desconcierto.
Hanzo suspiró, relajando ligeramente la postura.
—Tuvo que irse. Algo urgente.
Su tono era calmo, pero había una tensión contenida en su mirada.
—Su hijo está enfermo. Necesitaba atención inmediata. No podía quedarse.
Una punzada extraña atravesó el pecho de Ryohei. La imagen del maestro inflexible se tambaleaba por primera vez, revelando algo más humano: un hombre enfrentando su propia fragilidad.
—No lo sabía… —murmuró, bajando la vista. Y, a pesar de todo, no pudo evitar sentir una chispa de empatía.
Hanzo asintió, como si pudiera leerle el pensamiento.
—Incluso alguien como él tiene responsabilidades fuera de estas paredes. Pero eso no significa que tu entrenamiento se detenga.
Ryohei levantó la cabeza. Sus ojos buscaron alguna pista en el rostro tranquilo del dueño del dojo.
—¿Y qué vamos a hacer hoy? —preguntó, entre la curiosidad y el recelo.
Una ligera sonrisa asomó en los labios de Hanzo. La clase de expresión que solo aparece cuando todo ya está decidido.
—El dojo es solo el inicio. Aquí trabajamos técnica y control, sí… pero allá afuera —señaló la ventana, donde Kamurocho se alzaba como una selva de concreto—. Ahí es donde se libra la verdadera batalla.
El estudiante lo miró con escepticismo.
—Necesitas aprender a usar cada rincón a tu favor: muros, barandillas, escaleras. Vamos a empezar un nuevo tipo de entrenamiento. Parkour. Adaptabilidad. Movimiento. Si dominas eso, tus piernas dejarán de ser solo una herramienta de ataque… y se convertirán en tu mejor defensa.
El joven alzó una ceja, cruzando los brazos.
—¿Parkour? —repitió, entre incrédulo y divertido—. ¿Ese no es el código para “lanzarse al vacío y rezar por no romperse nada”?
Hanzo soltó una breve risa, sacudiendo la cabeza.
—Llámalo como quieras. Pero en la calle, no eliges el terreno. Kamurocho no es un tatami; es caos puro. Y si aprendes a moverte dentro de él, estarás un paso más cerca de sobrevivir.
La burla inicial de Ryohei se fue desvaneciendo. Sabía que tenía razón. Esa ciudad no ofrecía segundas oportunidades.
—Está bien —dijo al fin, con una leve inclinación de cabeza—. Pero si termino colgado de un balcón, lo voy a considerar parte del entrenamiento.
El hombre sonrió, satisfecho con la respuesta, y dio un paso hacia el centro del dojo mientras señalaba la salida.
—Eso quería escuchar. Ahora ponte en marcha, Hiratori. Hoy, el dojo es Kamurocho. Y recuerda: el entorno es tu arma.
El entrenamiento que siguió fue un torbellino de movimientos frenéticos y exigencias que empujaron a Ryohei fuera de su zona de confort.
Hanzo lo llevó por callejones estrechos, le hizo saltar entre muros, escalar barandillas oxidadas y atravesar escaleras desvencijadas como si fueran parte de un circuito militar. Cada tropiezo era corregido con indicaciones breves y precisas; cada acierto, recompensado con un simple asentimiento. Y, aun así, eso bastaba para mantenerlo motivado.
Al finalizar la sesión, ambos regresaron al dojo.
Ryohei se dejó caer sobre el tatami, incapaz de moverse. El cuerpo empapado en sudor, la respiración entrecortada y los músculos en llamas le recordaban cada obstáculo superado. A pesar del agotamiento, algo había cambiado. Por primera vez, el caos de Kamurocho no le parecía hostil... sino lleno de posibilidades.
Más tarde, tras arrastrar los pies hasta las duchas, dejó que el agua caliente recorriera su cuerpo adolorido.
El vapor llenó el pequeño recinto, envolviéndolo en un alivio momentáneo. Mientras se enjabonaba, repasaba mentalmente cada salto fallido, cada raspón en las barandillas y las constantes instrucciones de Hanzo: "usa el entorno", "fluye con el caos", "cada muro es una oportunidad".
El dojo, con su orden casi sagrado, parecía ya un mundo lejano.
Al salir del vestuario, aún con el cabello húmedo, se enfundó en su ropa habitual: chaqueta ligera, pantalones cómodos.
Se dejó caer en un banco junto a su bolso, recostando la cabeza unos segundos contra la fría pared de azulejos. La ducha había sido un alivio temporal. El cansancio volvía a instalarse en cada fibra de su cuerpo.
Mientras revisaba el contenido del bolso, asegurándose de tener todo listo para ir a Little Asia, las palabras de Hanzo resonaron con nueva claridad:
"El entorno es tu arma."
No era solo una lección de combate.
En una ciudad impredecible como Kamurocho, donde cualquier esquina podía volverse un campo de batalla, todo podía convertirse en ventaja... o en amenaza.
Al meter la mano en el bolso, un roce inesperado lo sacó de sus pensamientos.
Entre sus pertenencias habituales, algo destacaba: un sobre de papel grueso, sin sello ni remitente.
Su respiración se detuvo.
"¿Cuándo lo pusieron ahí? ¿Quién lo dejó?"
Con el estómago encogido, sacó el sobre con cautela, sosteniéndolo como si pudiera explotar en cualquier momento. Examinó su superficie: lisa, sin marcas visibles, sin remitente, sin pistas.
Durante unos segundos dudó si abrirlo allí o esperar a estar en un lugar más seguro.
"El entorno es tu arma"... pero en ese instante, sentía que el entorno también podía volverse en su contra.
Con dedos tensos, rasgó el borde.
Dentro, un boleto de tren con destino a Sotenbori se deslizó entre sus manos. Lo acompañaba una nota manuscrita, con una caligrafía firme que parecía susurrarle al oído:
"Un reflejo de lo que no se ve,
escondido en lo alto donde los peces ya no nadan.
Cuando lo encuentres, él te encontrará a ti."
El frío de la tinta pareció filtrarse por su piel. Un escalofrío le recorrió la espalda mientras releía la nota una y otra vez.
"¿Esto es por Kenji? ¿Alguien sabe dónde está? ¿Es una trampa? ¿Un mensaje de ayuda? ¿Quién me está jugando con esto? ¿Algún miembro de los Dojima? ¿El Clan Tojo?"
El mundo pareció ralentizarse.
Guardó el boleto y la nota en el sobre con movimientos torpes, cerrando el bolso con más fuerza de la necesaria. El temblor en sus manos era leve, pero constante.
"Esto no puede ser una coincidencia."
Una punzada de culpa lo atravesó.
"¿Y si he estado perdiendo el tiempo mientras él me necesitaba?"
Sacudió la cabeza con fuerza, tratando de frenar el torrente de hipótesis.
Se levantó de golpe, ajustándose el bolso al hombro. Sus pasos resonaron con firmeza contra el suelo, aunque por dentro seguía tambaleándose.
—Little Asia primero. Necesito hablar con Tetsu. Esto no puede esperar.
Cada zancada lo alejaba del vestuario, pero la incertidumbre lo seguía como una sombra persistente. Las piezas del rompecabezas no dejaban de multiplicarse. Y la presión lo empujaba hacia adelante como un impulso inevitable.
No podía detenerse. No ahora.
Desde la penumbra de un callejón cercano, Murakado lo observaba en silencio.
Sus ojos seguían cada movimiento del joven con una precisión casi depredadora. Había algo en la forma en que ajustaba el bolso, en su paso firme pero contenido, que confirmaba lo que ya intuía.
Todo avanzaba según lo planeado.
Un leve destello de satisfacción cruzó su rostro. Entrelazó los dedos a la espalda, su mirada fija.
Sabía que la incertidumbre y el miedo eran armas poderosas. Y Ryohei, por más decidido que se mostrara, ya cargaba con ambas.
"Adelante, Tachibana. Busca tus respuestas..." pensó, con una sonrisa apenas perceptible. "Pero no importa qué tan lejos llegues, siempre regresarás al punto que yo decida."
Las calles de Kamurocho lo recibieron con un aire más frío que el habitual.
Ryohei ajustó la correa del bolso mientras caminaba, aún dividido entre el misterio del sobre y las enseñanzas de Hanzo. El entorno volvía a mostrarse como un tablero cambiante, lleno de amenazas y oportunidades.
Su objetivo era claro: llegar a Little Asia sin problemas.
Pero Kamurocho rara vez se mantenía tranquila.
Al girar en un callejón angosto para tomar un atajo, un grupo de hombres apareció al fondo. Trajes oscuros. Miradas afiladas. Actitud hostil.
No había duda: yakuzas de la familia Dojima.
El más corpulento lo señaló con un gesto brusco.
—¡Tachibana! —rugió, haciendo que los otros se volvieran hacia él—. ¿Creíste que podías pasearte por aquí sin que nos diéramos cuenta?
Se detuvo en seco. El pulso se le aceleró.
No tenía experiencia para una pelea directa… pero tampoco podía darse la vuelta y parecer débil.
Rápidamente, sus ojos analizaron el entorno: cajas apiladas, un contenedor semiabierto, un tubo metálico oxidado en la esquina. Cada elemento contaba.
"Hanzo tenía razón... el entorno es el campo de batalla."
—¿Pasearme? —dijo con una sonrisa tensa, alzando las manos—. ¿No creen que me están confundiendo con otro?
El líder soltó una carcajada seca. Los demás comenzaron a avanzar.
—No juegues con nosotros —gruñó—. Sabemos quién eres y lo que significas para Tachibana Real Estate.
Sacó una navaja. La hoja brilló bajo la luz de una farola.
—Será rápido… si cooperas.
Ryohei respiró hondo. Mantuvo la calma en el rostro, aunque su mente giraba a toda velocidad.
Dio un paso atrás, fingiendo temor. Sus ojos fijos en las cajas.
—¿Rápido? —repitió, arqueando una ceja—. Claro... tan rápido como un caracol en una carrera.
Los hombres fruncieron el ceño, desconcertados por su respuesta, lo que le dio el tiempo justo para mover una de las cajas con un empujón del pie.
El contenido —una pila de latas vacías— cayó al suelo con un estruendo metálico que sacudió el callejón. Aprovechando la distracción, Ryohei se deslizó hacia el contenedor y lo empujó con todas sus fuerzas, bloqueando el paso del líder.
—¡¿Qué demonios?! —gritó uno, tropezando con el metal esparcido.
Sin perder un segundo, Ryohei atrapó el tubo metálico y lo lanzó hacia el yakuza que intentaba rodearlo. El impacto en el costado hizo retroceder al agresor. Sus movimientos no eran perfectos, pero su rapidez y creatividad le daban una ventaja inesperada.
—¡Atrápenlo, idiotas! —bramó el cabecilla mientras trataba de saltar el contenedor con torpeza.
El joven no dudó. Corrió hacia una escalera de emergencia adosada a la pared, recordando las palabras de su maestro.
Subió con agilidad, alcanzando la azotea del edificio. Desde allí, lanzó un ladrillo hacia abajo, obligando a sus perseguidores a retroceder una vez más.
—¡Oigan! ¿Quieren oír algo divertido? —gritó desde lo alto, jadeando, pero con una sonrisa burlona en el rostro—. Ahora entiendo por qué Kiryu-san disfruta aplastando idiotas como ustedes. ¡Es un reto mantenerse despierto con tan poco que ofrecer!
Los hombres alzaron la vista. Sus rostros ardían de frustración.
Uno, en su desesperación por subir, resbaló con unas cajas y cayó de espaldas, provocando un estrepitoso estruendo. Su compañero intentó ayudarlo... y también terminó en el suelo. La escena arrancó una risa contenida de Ryohei.
Giró sobre sus talones y echó a correr por los techos.
Las tiendas estaban lo suficientemente cerca como para permitirle saltar entre ellas. Aunque sus movimientos eran torpes, lograba avanzar gracias a una mezcla de instinto, agilidad y terquedad. Sin embargo, la siguiente brecha era mayor.
Sin tiempo para dudar, tomó impulso y saltó.
El vacío lo rodeó un segundo. Luego, sus manos se aferraron al borde de un tejado. El impacto estremeció sus brazos. Soltó un quejido, pero no cedió. Con el corazón a mil por hora, empujó con las piernas y se encaramó jadeando, con los músculos al rojo vivo.
El miedo lo impulsaba a seguir, pero también percibía una mejora leve en su coordinación. No era perfecto, pero cada salto enseñaba algo.
Tras varios minutos de zigzaguear entre azoteas y callejones, se detuvo tras una chimenea baja para recuperar el aliento. Se apoyó contra el muro, comprobando que nadie lo seguía. La respiración era pesada y las manos aún temblaban, pero una sonrisa emergió en sus labios.
Había escapado.
Y más importante aún: lo había hecho usando lo que había aprendido. No con fuerza bruta, sino con astucia y adaptabilidad.
Ajustó el bolso y, al ver despejado el camino, retomó la marcha hacia Little Asia. El incidente no solo había sido una amenaza, sino también una lección. En Kamurocho, la astucia valía tanto como los puños.
Al llegar al callejón principal de Little Asia, se detuvo bajo las linternas rojas que colgaban sobre los pasajes estrechos.
Su respiración seguía agitada. El sudor goteaba por su frente, mezclándose con el aire fresco de la tarde. Miró a ambos lados, asegurándose de que ningún yakuza lo había seguido.
Los aromas a especias y el murmullo constante de conversaciones en mandarín lo envolvieron. Era un hogar. Su refugio.
Avanzó hacia la pequeña oficina donde Tetsu se ocultaba. Cada paso resonaba en los estrechos corredores, mientras el bullicio se desdibujaba tras él.
Empujó la puerta sin titubear.
Entró aún con el pulso acelerado, intentando disimular el cansancio que lo recorría. Su hermano, inclinado sobre un mapa extendido, alzó la vista de inmediato. Su expresión pasó de curiosidad a preocupación.
—¿Qué te pasó? —preguntó, dejando el mapa—. Estás jadeando como si hubieras corrido una maratón.
Ryohei soltó el bolso al suelo y se apoyó contra el marco de la puerta.
—Me crucé con un par de “genios” de la familia Dojima —respondió entre respiros, limpiándose la frente con la manga—. Por suerte, no eran los más brillantes. Logré distraerlos con mi encanto y un par de techos.
Tetsu arqueó una ceja, cruzándose de brazos.
—¿Saltaste techos? —repitió, con incredulidad y una pizca de asombro—. ¿Desde cuándo eres tan... atlético?
—Digamos que mi sensei tiene métodos poco ortodoxos para enseñar "adaptabilidad" —replicó con una sonrisa irónica—. Aunque, para ser sincero, si esos tipos me alcanzaban, ahora estarías escribiendo mi epitafio.
El hermano mayor suspiró, apoyando las manos sobre la mesa.
—Deberías tener más cuidado. Los Dojima no juegan limpio, y menos si saben que estás vinculado a Tachibana Real Estate —dijo con firmeza—. No quiero verte en medio de esta guerra más de lo necesario.
Ryohei ladeó la cabeza, la sonrisa aún en su rostro.
—No te preocupes, hermano. No voy a quedarme quieto mientras ellos nos pisan los talones —dijo, más firme ahora—. También soy un Tachibana. Esta batalla no la peleas solo. Te lo dije el otro día, estamos en esto juntos.
Tetsu lo observó en silencio.
Sus ojos no veían al joven inexperto de antes. Había algo en esa mirada —una chispa que ahora brillaba como un fuego afilado— que le recordaba el nombre que usaban en su otra vida.
Xiao Hu.
El tigre.
Ya no dormía. Había despertado… y estaba listo para cazar.
—Descansa un poco antes de hablar —dijo finalmente, con voz grave, dejándose caer en la silla junto al escritorio—. Te necesito en buena forma para lo que viene.
El chico soltó el aire con más calma y se dejó caer sobre otra silla.
Abrió el bolso, sacó una botella de Stamina que aún estaba fresca gracias a un pequeño cooler, y bebió de un largo trago. El líquido le aliviaba la garganta, devolviéndole algo de energía.
Luego sacó vendas, gasas y alcohol. Sus manos estaban raspadas por aferrarse al borde del techo durante la huida. Limpió las heridas con movimientos precisos, casi automáticos, y las vendó con la práctica de quien ya ha curado demasiadas veces.
Tetsu lo observaba en silencio, sin interrumpir.
—¿Siempre haces esto como si fuera lo más normal del mundo? —preguntó finalmente, entre asombro y resignación.
Ryohei sonrió, alzando las manos vendadas como si mostrara un trofeo invisible.
—Por supuesto. Es parte del glamuroso paquete de ser un healer en proceso. ¿Qué harías sin mí?
Su hermano mayor negó con la cabeza, aunque una sonrisa se le escapó.
—Eres un caso perdido, Ryohei.
—Y tú me amas por eso. Admítelo.
Tetsu soltó una carcajada breve, volviendo su atención al mapa.
Ryohei cerró los ojos por un instante. Dejó que la relativa tranquilidad de la oficina lo envolviera. El caos de Kamurocho quedaba fuera, aunque no por mucho.
Las piezas seguían moviéndose en su mente. El boleto. La nota. El ataque. El acertijo sin resolver.
Y entonces, habló. Su voz era baja… pero cargada de tensión.
—Hermano… —empezó, inclinándose ligeramente hacia adelante—. Creo que Kenji está metido en algo muy serio.
El mayor de los Tachibana, que revisaba un mapa desplegado sobre la mesa, alzó la mirada de inmediato. Su expresión cambió de concentración a alerta, reflejando una mezcla de preocupación y atención plena.
—¿Qué te hace pensar eso? —preguntó, dejando a un lado los papeles para enfocarse por completo en su hermano.
Ryohei se acomodó en la silla, pasando las manos vendadas por el rostro como si intentara ordenar sus ideas.
—Hablé con sus padres hace unos días. Están igual de preocupados. No han tenido noticias suyas. Kenji siempre fue precavido. Incluso cuando se alejaba por un tiempo, dejaba alguna pista… una llamada, una nota, algo. Ahora… es como si se lo hubiera tragado la tierra.
Su voz se quebró un instante, pero respiró hondo antes de continuar.
—Y hay algo más. Esto apareció en mi bolso. —Sacó el sobre algo arrugado y lo colocó sobre la mesa con cuidado.
Tetsu frunció el ceño. Se inclinó hacia adelante con gesto cauteloso mientras examinaba el objeto.
—¿Un sobre? ¿Qué hay dentro? —preguntó, tomándolo como si pudiera pesar más de lo que aparentaba.
—Un boleto de tren a Sotenbori… y una nota —respondió el menor, su tono teñido de inquietud mientras lo observaba abrir el papel—. No hay remitente. El boleto es válido, pero el mensaje que lo acompaña… suena más a advertencia que a invitación.
El hermano mayor desplegó la nota con dedos firmes. Sus ojos recorrieron las líneas manuscritas mientras su expresión se tensaba. Ryohei contenía el aliento, expectante.
—"Un reflejo de lo que no se ve, escondido en lo alto donde los peces ya no nadan. Cuando lo encuentres, él te encontrará a ti." —leyó Tetsu en voz alta. Su tono, grave. Su mirada, severa—. Esto no deja lugar a dudas. Alguien quiere que vayas a Sotenbori.
Ryohei apretó los puños. La frustración y la incertidumbre se dibujaban claramente en su rostro.
—No puedo quedarme aquí sin hacer nada —dijo con voz tensa—. Si existe la mínima posibilidad de que Kenji esté allá, tengo que ir.
Apretó la mandíbula.
—Aunque sea una trampa.
Tetsu lo miró en silencio, evaluándolo. Sus ojos buscaban señales de vacilación en el menor. Finalmente, suspiró y cruzó los brazos, como si intentara contener su propia preocupación.
—Lo entiendo, pero no podemos permitirnos actuar impulsivamente —respondió con firmeza—. Eso es justo lo que podrían estar esperando: separarte, aislarte. Si caes, perderemos más que el rastro de Kenji.
Ryohei desvió la vista hacia el sobre. Las palabras del acertijo giraban en su mente como un eco. Aunque aún no descifraba su significado, algo dentro de él le gritaba que el tiempo corría en contra.
—Lo sé —murmuró, su voz más baja—. Pero no puedo dejar de pensar que esto no es solo un anzuelo. Siento que alguien está moviendo piezas… y Kenji está atrapado en medio de todo.
El mayor frunció el ceño, asintiendo lentamente.
—Por eso mismo hay que ser inteligentes —afirmó—. Necesitamos un plan. Uno que no nos deje expuestos a su juego.
El menor de los Tachibana cerró los ojos por un instante. Respiró profundo y al abrirlos, su mirada estaba más clara. Determinada.
—Entonces ayúdame a planearlo —dijo con voz firme—. Pero no me pidas que me quede quieto. No voy a abandonar a Kenji.
Tetsu lo contempló unos segundos, antes de asentir lentamente.
—Te ayudaré. Usaremos a la gente que conocemos en Osaka. Ya que este acertijo… nos ofrece una pista, pero también puede ser una trampa. Es un arma de doble filo.
Ryohei frunció el entrecejo, intentando descifrar la advertencia.
—¿A qué te refieres?
El mayor respiró hondo, como si ordenara mentalmente todo lo que estaba a punto de revelar.
—Mientras investigaba, llegó información que podría estar conectada con esto —dijo finalmente, haciendo una breve pausa—. Alguien en Sotenbori está registrado bajo el nombre de Makoto Makimura.
El más joven entrecerró los ojos.
—¿Makoto…? ¿Crees que sea nuestra Makoto? —preguntó con cautela.
—Eso no está claro todavía —admitió el mayor.
Se movió con lentitud por la oficina, caminando hacia la ventana mientras sus pensamientos parecían tomar forma entre las sombras que caían sobre Little Asia.
—Según mis fuentes —continuó, apoyando una mano en el marco—, se trata de un hombre que administra una clínica de masajes y acupuntura.
Guardó silencio unos segundos, observando la calle como si buscara confirmar algo en el reflejo del vidrio.
—Pero algo no cuadra. Ese nombre, ese lugar… huele a fachada.
Volvió la mirada hacia su hermano menor, su rostro marcado por la seriedad.
—Alguien la está protegiendo. Y si tengo razón... Kenji podría haberse cruzado con esa red.
Ryohei apretó los labios, hilando mentalmente las conexiones.
—¿Crees que fue llevado a Sotenbori porque descubrió algo? —su tono se volvió más firme—. Si es así, no podemos perder tiempo. Debemos confirmar si ese Makoto está vinculado a ella… y si Kenji está implicado, traerlo de vuelta.
Tetsu asintió, viendo la convicción arder en los ojos de su hermano.
—Exacto. Pero no iremos sin prepararnos. Si ambos están en peligro, enfrentaremos mucho más que a los Dojima. Esto ya excede los límites de lo que imaginábamos.
El menor permaneció inmóvil, procesando cada palabra.
Todo apuntaba a una verdad inevitable: estaban entrando en un terreno desconocido.
—Hay algo más —añadió el mayor, su voz más baja, como si pesara cada palabra—. Según los rumores, Makoto no está sola. Alguien más la protege… alguien que conoce demasiado bien los movimientos de las familias yakuza en Sotenbori.
El menor parpadeó, procesando la nueva información. Su mente se llenó de preguntas.
—¿Un aliado? —dijo finalmente, sin saber si eso era un alivio o una amenaza.
—Eso parece —asintió Tetsu—. No sabemos quién es, pero los rumores afirman que esta persona ha estado moviendo hilos para mantenerla fuera del radar. Aunque no podrá hacerlo por mucho tiempo. Si las cosas se complican… ella podría volverse un blanco muy fácil.
Ryohei apretó los puños. La posibilidad de que Makoto tuviera un protector le ofrecía algo de consuelo, pero también añadía una nueva capa de incertidumbre. ¿Quién era ese desconocido? ¿Podía confiar en él?
—¿Qué tan confiable es esa información? —preguntó, con un dejo de ansiedad que no logró disimular.
—Es un rumor —reconoció el hermano mayor—. Pero si es cierto, significa que alguien más también sabe lo valiosa que es. Y eso incluye a gente mucho más peligrosa que los Dojima.
—¿La Alianza Omi?
El silencio se instaló en la oficina como una sombra.
Ryohei alzó la vista, encontrándose con la mirada de su hermano. En sus ojos ya no quedaba espacio para la duda.
—Si tantas personas están tras ella, no podemos esperar. Tenemos que encontrarla antes que ellos. Y si ese supuesto aliado está de nuestro lado… bien. Pero si no lo está, no dudaremos.
Tetsu lo sostuvo con la mirada.
Y en ella, vio lo que temía y admiraba a partes iguales.
—Tienes razón —dijo finalmente, con un tono que contenía tanto orgullo como advertencia—. Pero cada paso que demos a partir de ahora deberá ser milimétrico. Porque si caemos… ellos no dejarán a nadie en pie.
Ambos hermanos se miraron en silencio, conscientes de que estaban entrando en un terreno desconocido y peligroso.
Pero también sabían que ya no había marcha atrás.
Ryohei inspiró profundamente, dejando que las palabras de su hermano mayor calaran en su mente. Aunque el camino por delante se presentaba incierto y plagado de riesgos, tenía claro que no pensaba dar un paso atrás.
Antes de que pudiera responder, la puerta de la oficina se abrió de golpe.
Oda irrumpió en la sala, con el rostro marcado por una urgencia que electrizó el ambiente.
—¡Kiryu está en problemas! —exclamó, la voz firme pero cargada de tensión—. Los Dojima lo están rodeando. Está luchando… pero no creo que pueda con todos ellos.
Ryohei reaccionó al instante.
Se puso de pie con rapidez, sus manos buscando el bolso por costumbre. Pero Oda lo detuvo con una mano en el hombro.
—¡Espera, Ryohei! —dijo con tono autoritario—. No es algo que debas tomar a la ligera. Es probable que Kuze esté involucrado. Si actúas sin pensar, tanto tú como Kiryu estarán en peligro. Especialmente si descubren quién eres.
El menor de los Tachibana lo miró fijamente.
Sus ojos reflejaban una intensidad contenida mientras se obligaba a respirar profundo y calmarse. Cerró los ojos por un momento, intentando silenciar el impulso, y dejó que su mente lógica tomara el control.
—Kiryu-san seguramente buscará llegar a los alrededores del Serena —dijo al abrir los ojos, alternando la mirada entre Oda y su hermano mayor—. La calle Tenkaichi fue siempre su punto de repliegue.
Hizo una breve pausa, reuniendo sus pensamientos.
—Cuando formamos el equipo, él mismo sugirió que, si ocurría algo grave, nos dirigiéramos a ese lugar. Es estratégico. Conoce cada rincón y siempre encuentra una forma de escapar.
Oda asintió lentamente, procesando su razonamiento.
—Tiene sentido —admitió—, pero no lo logrará solo. Hay demasiados hombres tras él.
Ryohei avanzó hacia la mesa.
Apoyó ambas manos sobre la superficie mientras su mente se activaba, organizando las piezas con rapidez.
—Debemos adelantarnos a los acontecimientos —dijo con decisión—. Oda-san, encárgate de distraerlos. Mantenlos ocupados el mayor tiempo posible, para que él tenga margen de maniobra.
Alzó la vista hacia su hermano.
—Tetsu, necesitamos una ruta de escape. Si logro alcanzarlo, podré guiarlo por los callejones hasta aquí.
El mayor lo observó en silencio, midiendo la resolución que ardía en sus ojos. Finalmente, asintió.
—Entiendo el plan —dijo, aunque su mirada delataba preocupación—. Pero necesitaremos una salida rápida desde la calle Tenkaichi.
Se giró hacia Oda, con expresión resuelta.
—Prepárate. Consigue un vehículo. Cuando Ryohei lo encuentre, tendrán que salir de inmediato. Si los rodean con refuerzos, no habrá margen de error. Y si es necesario… conduciré yo mismo.
—Jefe, sabes que no puedes manejar debido a...
—No es momento de preocuparme por mi salud ni por la prótesis —interrumpió con voz firme.
Se dirigió al menor de los tres.
—Prefiero arriesgarme antes que ver a Kiryu o a ti atrapados. Deberías dejar ese bolso aquí. Te ralentiza.
Ryohei asintió.
Sin titubear, dejó el bolso sobre el escritorio de Tetsu.
—Tienes razón. No puedo cargar con peso extra si quiero llegar a tiempo —dijo, su tono tenso, aunque contenido—. Me encargaré de atraer la atención de los Dojima. Mi vínculo con el Lote Vacío bastará para ser una buena carnada.
Elevó ligeramente el mentón.
—Pero mi prioridad sigue siendo llegar al Serena. Confío en ustedes para coordinar desde aquí. Prepárense… puede que no volvamos ilesos.
Tetsu sostuvo la mirada sin inmutarse, aunque la preocupación brillaba en el fondo de sus ojos.
—Ten cuidado —respondió con seriedad. Su voz era firme, pero lo que no mencionó pesaba más que lo que dijo.
Oda permaneció en silencio, con los brazos cruzados, mientras Ryohei ajustaba su chaqueta y tomaba una última respiración profunda.
Justo antes de que cruzara la puerta, Tetsu volvió a alzar la voz.
—Confío en ti. No lo olvides.
Ryohei salió corriendo de la oficina.
Sus pasos resonaron con fuerza en el pasillo antes de perderse entre los sonidos del distrito. Oda, que seguía con los brazos cruzados, soltó una breve risa y negó con la cabeza.
—No hay duda de que son hermanos —comentó, lanzando una mirada cómplice al mayor—. Esa mezcla de terquedad y estrategia los mete en problemas… y los saca también.
Tetsu no respondió de inmediato.
Su atención estaba fija en el bolso abandonado sobre el escritorio. Su mirada, endurecida, no escondía el orgullo que comenzaba a crecer detrás de la tensión.
—Prepárate —ordenó de pronto, con voz seca y precisa—. Necesito el auto listo y un equipo con uno de los camiones de la inmobiliaria.
Se giró hacia Oda, su tono más severo que antes.
—Si Ryohei logra despejar el camino, nosotros nos encargaremos de que tengan adónde llegar. Mientras tanto, debo hablar con Chen-san.
El subordinado asintió sin decir más y salió con rapidez.
El hermano mayor quedó solo por unos segundos, rodeado por una calma tensa. Cerró los ojos brevemente antes de regresar al mapa, donde ahora trazaba rutas no solo de escape, sino de guerra.
Fuera de Little Asia, Ryohei ajustó la capucha de su chaqueta.
Bajó la cabeza, intentando fundirse con las sombras de Kamurocho. El objetivo estaba claro, pero era peligroso: convertirse en la carnada para que el ex yakuza pudiera escapar.
Sabía que ambos eran objetivos prioritarios. Kiryu, por su supuesta traición al clan. Él, por ser copropietario del Lote Vacío.
Aunque carecía de experiencia real en combate, confiaba en que su presencia bastaría para alterar el equilibrio.
Mientras avanzaba por las callejuelas, se aferró a las enseñanzas de Hanzo.
"Si funcionó una vez, funcionará de nuevo."
Trazó mentalmente su plan: atraer la atención de los Dojima, desaparecer entre los muros y, si no quedaba otra salida, usar la fuerza. Sus piernas eran su mayor arma. Aún no perfectas, pero suficientes.
"Tus piernas son un arma poderosa, Hiratori... pero te falta precisión."
Las palabras del maestro resonaron como un eco entre los edificios. No estaba en un entorno controlado. Esto era la calle. Esto era guerra.
En una esquina cercana, dos hombres con trajes oscuros captaron su atención.
Uno de ellos lo observó con intensidad, entrecerrando los ojos. Murmuró algo al otro, y ambos comenzaron a acercarse.
La adrenalina se disparó.
Ryohei giró con rapidez y aceleró el paso. Los ecos de sus perseguidores no tardaron en seguirlo. Lo habían reconocido. No había marcha atrás.
Aumentó la velocidad, esquivando a los peatones como si se tratara de un circuito. Al doblar una esquina, divisó un callejón estrecho lleno de obstáculos: cubos de basura, cajas, estructuras oxidadas.
—Perfecto —murmuró, bajando la cabeza.
Se ocultó detrás de unos barriles y, al divisar un tubo metálico, lo tomó con firmeza.
Los pasos se acercaban.
—¿Dónde está ese mocoso? —gruñó uno, frustrado—. Lo vi entrar aquí. No pudo desaparecer.
—¿Estás seguro de que era Tachibana? —preguntó su compañero, mirando a su alrededor.
—¡Claro que sí! Coincide con la descripción.
Antes de que pudieran reaccionar, Ryohei emergió de las sombras.
Con un golpe certero, el tubo impactó en la cabeza de uno de los hombres, que cayó inconsciente de inmediato. El otro intentó sacar un arma, pero no tuvo oportunidad.
Ryohei pateó una repisa cercana, provocando una lluvia de latas y cajas que cayeron sobre él. El segundo yakuza quedó atrapado entre los escombros, sin posibilidad de moverse.
Sin perder tiempo, el joven retrocedió por el mismo callejón y retomó la carrera. Su respiración estaba agitada, pero su mente analizaba cada detalle.
"¿Será la adrenalina?" pensó, recordando lo que había leído sobre el cortisol, el ritmo cardíaco, la respuesta del cuerpo bajo estrés.
"No es momento de pensar en eso."
Sacudió la cabeza, forzándose a mantener el enfoque. Reguló la respiración. Ajustó el paso. Y siguió corriendo, sabiendo que cada segundo ganado podía ser la diferencia entre vida y muerte.
En su camino, se vio obligado a recurrir a nuevas distracciones.
En una intersección, volcó un carrito de frutas, haciendo que las manzanas y los naranjos rodaran por el suelo, bloqueando el paso de un grupo de yakuzas de bajo rango. Eran los típicos perros rastreros que se guiaban por descripciones vagas. Sabía que perderían tiempo investigando.
Una pequeña ventaja.
Pero también era consciente de que los peces gordos, los lugartenientes, no caerían en trucos tan simples.
Por eso, en otra esquina, empujó una pila de cajas y bloqueó un callejón angosto, cerrando otra ruta de persecución. Cada paso estaba calculado. Usaba el entorno como una extensión de sí mismo, tal como le habían enseñado, aunque también sabía que los más experimentados pronto se adaptarían.
Tras correr varias cuadras, esquivando enemigos y distrayendo su atención, llegó a una zona más concurrida. Alejado, por ahora, de la amenaza directa.
Intentó mezclarse entre la multitud mientras ajustaba nuevamente la capucha. Su respiración seguía agitada y el sonido de su corazón le retumbaba en los oídos, pero se dio cuenta de algo: estaba resistiendo mejor. El entrenamiento había comenzado a dar frutos.
Justo cuando intentaba estabilizarse, una frase captada al vuelo lo paralizó.
—¿Escuchaste sobre el incendio en el sector residencial? —comentó uno de los transeúntes, con un tono cargado de alarma—. Empezó hace apenas unos minutos...
Ryohei se detuvo de golpe.
Su cuerpo se tensó. La sangre le heló las venas.
¿Incendio? ¿En qué edificio?
Imágenes horribles invadieron su mente. Una idea oscura lo atravesó como un rayo:
“¿Y si Kiryu-san está atrapado?”
Se acercó a las personas que hablaban, sin ocultar su urgencia.
—Disculpen —interrumpió, la voz más firme de lo esperado, aunque traicionada por un leve temblor—. ¿Saben en qué sector de apartamentos está el incendio?
Una mujer, visiblemente angustiada, señaló hacia el horizonte.
—Por allí... entre esos edificios —dijo, extendiendo el brazo—. ¿Ves el humo? Ya deben estar allí los bomberos.
El joven encapuchado alzó la vista.
Un hilo gris se elevaba en el cielo, justo sobre la zona donde se encontraba el apartamento de Kiryu. El estómago se le encogió. El aire se volvió más denso, casi irrespirable.
—Gracias… —susurró, apenas inclinando la cabeza antes de echar a correr.
Cada paso era un latido más cerca del abismo.
La culpa y la desesperación se entrelazaban como cuchillas en su interior.
Al ver que la distancia era aún considerable, miró en todas direcciones hasta encontrar un taxi.
—Al sector residencial. ¡Rápido, por favor! —ordenó al conductor, con voz urgente.
El vehículo arrancó, pero el tiempo parecía dilatarse con cada semáforo. Ryohei apretaba los puños, luchando contra el impulso de gritar.
Cuando finalmente llegó, el nudo en su estómago se convirtió en una piedra. El edificio estaba en llamas.
Las ventanas del departamento de Kiryu eran el foco. Una columna de humo negro subía al cielo. Bomberos trabajaban sin descanso para controlar el fuego. Residentes, algunos con quemaduras leves, arrojaban cubos de agua o ayudaban con mangueras improvisadas. Otros se alejaban cubriéndose el rostro con toallas húmedas, los ojos vidriosos.
Paramédicos atendían a los heridos, rodeados de caos.
Saltó del taxi y corrió hacia la entrada, pero una barrera policial lo detuvo.
—¡No puedes pasar! —le gritó un oficial, extendiendo un brazo—. La zona es peligrosa.
—¡Es el apartamento de un amigo! ¡Por favor, díganme qué pasó! —exclamó, jadeando. Su voz temblaba entre desesperación y rabia.
El oficial lo miró con firmeza, aunque algo en su rostro denotaba empatía.
—Parece que fue intencional —dijo con gravedad, volviendo la vista hacia las llamas—. Los vecinos dicen que el dueño y otro hombre salieron temprano. El lugar estaba vacío cuando empezó.
Ryohei apretó los dientes.
Actuando por instinto, forzó un acento mezclado de mandarín y japonés. El mismo que había usado días antes para confundir a los policías cerca del Lote.
—Yo salí con él esta mañana —dijo con convicción—. Soy visitante. Llevo unos días quedándome ahí. No soy de este país.
El agente lo evaluó por un momento.
—¿Dejaron algo encendido? ¿Algún aparato o vela?
—No —respondió sin dudar, la voz grave.
El alivio lo golpeó de inmediato, pero no fue suficiente. No cuando aún no sabía con certeza si Kiryu estaba bien.
—Necesitaremos que preste declaración cuando esto termine. Quédese cerca —ordenó el oficial antes de marcharse.
Ryohei retrocedió un paso.
Sus ojos fijos en las llamas. Los puños le temblaban. Una mezcla de impotencia, rabia y miedo le recorría el cuerpo.
Cerró los ojos con fuerza. Respiró hondo. Tenía que calmarse. Kiryu era fuerte. Si seguía el plan, se dirigiría al Serena.
Se aferró a esa posibilidad. Giró sobre sus talones y tomó otro taxi rumbo a la calle principal.
Al llegar a los alrededores del bar, bajó del vehículo sin perder tiempo.
Caminó hacia el Serena con la esperanza de encontrarlo allí. Mantuvo la cabeza gacha, alerta, consciente de que podrían seguirlo. Sus pasos eran firmes, pero medidos. Cada sombra lo ponía en guardia.
De pronto, una figura emergió de un callejón.
Murakado.
Su aire tranquilo de siempre, pero esta vez llevaba una bolsa de farmacia en la mano. El logotipo impreso brillaba bajo la luz de un letrero parpadeante.
Ryohei se tensó.
Instintivamente, se detuvo.
—Murakado-sensei —murmuró, aflojando apenas la postura.
El maestro lo saludó con una inclinación ligera de cabeza.
—Hiratori, qué coincidencia encontrarte por aquí —dijo con su tono sereno y cortante—. ¿Todo bien? Te veo... tenso. ¿Puedo ayudarte en algo?
El joven dudó.
Apretó la mandíbula, tratando de mantener la compostura. Sus ojos se desviaron un segundo hacia la bolsa. Reconoció el empaque de medicamentos.
Su hijo…
Un pensamiento más humano, pero no podía bajar la guardia. Nunca con él.
—No es nada —respondió, buscando cerrar rápido el encuentro—. Solo ha sido un día... complicado.
Hizo una leve inclinación de respeto.
—Disculpe, sensei. Debo seguir.
Intentó avanzar, pero Murakado dio un paso al frente.
Lo detuvo con un gesto. Calmo, pero con una firmeza inconfundible. Su sonrisa, apenas dibujada, se mantenía inmóvil.
—He escuchado rumores, Hiratori… —murmuró, en voz baja—. Rumores sobre llamas que consumen más que edificios.
Hizo una pausa.
Movió la bolsa de farmacia, como si cambiara de tema.
—Curioso, ¿no crees? A veces el fuego no solo destruye. También revela lo que otros intentan ocultar.
Ryohei se detuvo en seco.
Sintió una presión en el pecho, como si una mano invisible lo apretara desde dentro.
La insinuación era clara. Demasiado directa como para fingir que no entendía.
Giró lentamente hacia su maestro, con la mirada endurecida.
—¿A qué se refiere, sensei? —preguntó, con la voz baja, tratando de conservar la calma.
Sus manos comenzaban a cerrarse en puños.
Murakado dejó escapar una leve risa, encogiéndose de hombros con aparente despreocupación. Guardó la bolsa tras su espalda, como si la conversación fuera un simple pasatiempo.
—Solo reflexionaba en voz alta… —dijo, con un tono ligero, aunque sus ojos brillaban con malicia—. ¿Sabías que a veces las cartas o los mensajes que llegan a los bolsillos equivocados pueden causar problemas inesperados?
Se detuvo, dejando la frase en el aire como un veneno lento, mientras observaba la reacción de Ryohei.
—Es curioso cómo un pequeño error puede cambiar tanto las cosas.
Un escalofrío recorrió la espalda del chico. No eran simples provocaciones. Eran pistas. Indirectas disfrazadas con elocuencia. Pensó en el sobre con el pasaje a Sotenbori, en la nota con el acertijo. ¿Fue realmente un accidente? ¿O parte de algo más grande?
El Sensei dio un paso atrás, acomodando la bolsa de farmacia como si fuera el gesto más natural del mundo. La sonrisa en su rostro no era de cortesía. Era una máscara. Una que escondía algo oscuro.
—Tómalo como un consejo, Hiratori —añadió, antes de girarse y desaparecer entre las sombras del callejón—. En un mundo como este, no todo es lo que parece... y tampoco todos son quienes dicen ser.
Ryohei se quedó inmóvil, con la mente zumbando como un enjambre de preguntas. El eco de esas palabras retumbaba en su pecho. No tenía pruebas, pero su instinto no lo engañaba: Murakado sabía más. Mucho más. Quizá incluso sobre Kenji.
Tragó saliva, forzándose a respirar profundo. Sacudió la cabeza, tratando de disipar la niebla que se formaba en sus pensamientos. No podía perder el enfoque. Tenía que encontrar a Kiryu. Y tenía que hacerlo rápido.
Aceleró el paso. Las calles familiares de Kamurocho lo guiaban con cada esquina, cada cartel iluminado. Ya estaba cerca de la calle Tenkaichi. Del Serena.
Cuando llegó al edificio, no se detuvo a dudar. Cruzó el hall, presionó el botón del ascensor. Subía solo unos pocos pisos, pero el tiempo pareció ralentizarse. La ansiedad era una sombra que no se despegaba de su espalda.
Ding.
Las puertas se abrieron al tercer piso. Caminó con decisión hasta la entrada del bar. Estaba cerrado al público, como una bestia dormida en la penumbra. El letrero apagado. Las luces tenues en el interior.
Empujó la puerta con cautela.
Dentro, Reina alzó la mirada desde detrás de la barra. Su expresión cambió en un instante, pasando de neutral a tensa al ver el estado del chico. Ropa arrugada, vendas en las manos, sudor marcando su frente. No hacía falta preguntar: algo grave había ocurrido.
—Ryohei… —susurró, saliendo de la barra para acercarse—. ¿Qué te ha pasado?
Él soltó el aire lentamente y se dejó caer en una de las sillas. Cada músculo gritaba.
—Nada que no pueda controlar… supongo —respondió, con una sonrisa agotada. Levantó las manos para mostrar las vendas—. Entrenamiento. Mis maestros tienen métodos bastante... prácticos.
La mujer arqueó una ceja. Cruzó los brazos. Lo estudió en silencio.
—Entrenamiento, ¿eh? —repitió, sin creer una palabra—. Te conozco, Ryohei. ¿Qué está pasando de verdad?
Él desvió la mirada, bajándola hacia la barra.
—La situación se ha complicado —admitió, más serio—. Tengo que proteger a alguien. Y no puedo permitirme fallar.
Reina lo observó un momento. Su rostro se suavizó, pero no perdió esa tensión firme de quien sabe que el peligro está cerca.
—Sigues siendo el mismo, pero hay algo en ti que cambió —dijo, con voz más baja mientras tomaba una botella de agua y se la dejaba al frente—. No sé si es tu mirada, tu postura... pero pareces alguien que ya eligió su camino. Solo cuida esas manos, ¿sí? Las necesitas para sanar, no para destruir.
Él esbozó una sonrisa tenue. Bebió con ansiedad, como si el agua pudiera borrar el sabor metálico del miedo que aún cargaba.
—¿Has visto a Kiryu-san? ¿Desde lo que pasó con Awano?
—No —dijo Reina, sacudiendo la cabeza lentamente—. A él, pero a Nishikiyama.kun si. Conociéndolos bien, debe estar intentando proteger a alguien. Como tú.
Ryohei bajó la botella. Su respiración se hizo más lenta.
—Si llega aquí… dile que lo estoy buscando —pidió, poniéndose de pie—. Que esté alerta. No quiero que lo tomen por sorpresa.
Reina lo miró con atención. Cuando estuvo a punto de abrir la puerta, lo detuvo con un gesto.
—Espera.
Se acercó a él. Le puso una mano en el hombro. Su mirada tenía esa mezcla única de calidez y firmeza.
—Oda me contó algunas cosas. Sobre ti. Sobre tu hermano. Y sobre por qué estás aquí. Mira, esta noche cerraré el bar. No hay clientes. Quédate aquí. Descansa. Yo saldré a buscar a Kiryu. Si aparece antes, al menos sabrá que estás a salvo.
Ryohei dudó.
—¿Estás segura? No quiero que te metas en esto.
Reina sonrió.
—Ya estoy metida. Todos lo estamos. No te hagas el mártir. —Lo empujó suavemente hacia una mesa cerca de la bodega—. Quédate ahí. Si escuchas algo raro, escóndete en la bodega. La puerta quedará con llave, pero desde dentro puedes abrirla.
Él asintió. No era su primera opción. Pero era lo más sensato. Se dejó caer en la silla. Cerró los ojos. Solo un instante. Solo para recuperar el control.
Reina, ya en la puerta, se detuvo antes de salir. Lo miró una última vez.
—Ten cuidado, Reina-san —murmuró él, sin levantar la cabeza.
Ella asintió, con una sonrisa breve, y salió al silencio de Kamurocho.
Ryohei quedó solo en el Serena. La tenue iluminación dibujaba sombras largas sobre las mesas vacías. El bar, cerrado, parecía un refugio. Pero también una trampa. Cerró los ojos, apoyó los brazos vendados sobre la mesa y respiró hondo. Fuera, la ciudad ardía con sus propios demonios. Dentro, los suyos se acumulaban en silencio, cada uno con el rostro de alguien que aún debía proteger.
Chapter 12: "El Peso de Proteger"
Summary:
Tras un breve respiro en medio de tanta persecución, Ryohei recibe una llamada inesperada desde el bar Serena. Alguien importante necesita ayuda… y el tiempo corre en su contra.
Mientras se reencuentra con Kiryu y revela lo ocurrido durante su separación, la amenaza de un nuevo ataque por parte de los Dojima se cierne sobre ellos. El peligro se presenta con pasos firmes y silenciosos, poniendo a prueba no solo su estrategia, sino su voluntad de proteger.
Todo depende de movimientos precisos… y de una luz de esperanza tras el volante de un sedán.
¿Quién está al otro lado del teléfono?
¿Qué buscan realmente los tenientes de Dojima?
¿Y hasta dónde llegará Ryohei para proteger lo que ama?
Chapter Text
“El Peso de Proteger”
El Serena estaba sumido en una calma inquietante, una que pesaba como un velo en el ambiente.
El suave tintineo de las botellas, provocado por algún movimiento imperceptible, y el zumbido apenas audible de las luces sobre la barra eran los únicos sonidos que rompían el silencio, acompañando a Ryohei en su soledad.
Sentado en una de las sillas, con la espalda ligeramente encorvada, observaba el espacio vacío frente a él. La puerta cerrada reforzaba la sensación de aislamiento, mientras el murmullo distante del bullicio de Kamurocho apenas lograba filtrarse por las paredes del bar.
Con una mano apoyada sobre la botella de agua que Reina le había dejado, la levantó lentamente y dio un sorbo. El frío del líquido recorrió su garganta, pero no logró calmar la tormenta que rugía en su mente.
Su mirada vagaba por el lugar, inquieta, buscando respuestas en un silencio que solo aumentaba la tensión a su alrededor.
«Espero que Reina-san pueda encontrar a Kiryu-san», pensó, dejando la botella sobre la barra mientras comenzaba a caminar de un lado a otro.
«Tampoco quiero que se vea en peligro por mi culpa».
Otra preocupación cruzó fugazmente su mente, pero enseguida las palabras de Murakado volvieron a resonar con fuerza:
—¿Sabías que a veces las cartas o los mensajes que llegan a los bolsillos equivocados pueden causar problemas inesperados? Es curioso cómo un pequeño error puede cambiar tanto las cosas.
Persistentes. Desconcertantes.
¿A qué se refería exactamente? ¿Sabía algo sobre el sobre que había recibido esa tarde?
Había visto a Murakado minutos antes de llegar al bar, caminando con una bolsa de medicamentos. Según Hanzo, su hijo estaba enfermo, lo que explicaba su ausencia en el dojo. Pero entonces… ¿cómo podía estar relacionado con el mensaje? ¿Fue solo una coincidencia… o todo estaba fríamente calculado?
De pronto, el teléfono del bar sonó, cortando el silencio en seco.
El timbre resonó como una alarma. Ryohei se detuvo al instante, con el pulso acelerado. La tensión se acumulaba con cada segundo.
¿Sería Reina? ¿O una noticia aún más sombría?
Cruzó el bar rápidamente y tomó el auricular con la mano temblorosa. La respiración se le aceleró mientras la línea conectaba. Un estremecimiento recorrió su espalda.
—¿Diga?
Su voz sonó más tensa de lo que habría querido.
Una voz familiar emergió del otro lado, entrecortada y urgente.
—¿Ryo? ¡Ryo, eres tú!
Era Kenji. La carga emocional en su voz se mezclaba entre alivio y desesperación.
—¿Kenji...? —exhaló el joven con fuerza—. Menos mal que lograste llamar. ¿Dónde estás?
Hubo un largo silencio.
Luego, la respuesta llegó distorsionada, como si quien hablaba apenas pudiera mantenerse consciente.
—No lo sé… Está todo oscuro, amigo. Al parecer es una especie de bodega… u oficina.
La voz temblaba. Ryohei alcanzó a oír un suspiro de cansancio, seguido por un ruido lejano. Algo o alguien se movía cerca. La tensión se disparó.
—¿Puedes moverte? ¿Hay alguna salida?
Cada palabra era una cuerda tensa a punto de romperse. Su mente corría en mil direcciones.
—No estoy seguro… El lugar parece…
Kenji hizo una pausa. Luego, un susurro casi imperceptible:
—La puerta está cerrada. Hay algo raro aquí, Ryo. Y… creo que alguien está esperando. Dicen que "el Sensei" mencionó que… que el dueño del Solar debe venir por mí…
El corazón del médico se detuvo un instante.
—¿Qué dices? —apretó el teléfono—. ¿El dueño del Solar?
«¿Qué significa eso? ¿Por qué él...?».
Kenji respiraba con dificultad. Al fondo, algo crujió, como si un objeto cayera al suelo. El silencio que siguió fue denso, casi sólido.
—Ryo… escucha… Te… te dije que...
Un golpe seco atravesó la línea. Luego, un grito ahogado. Y nada más.
La línea quedó en silencio.
Ryohei se quedó helado. El auricular resbaló de su mano y golpeó la mesa con un sonido sordo. Apretó los puños. Ira. Miedo. Impotencia.
«El dueño del Solar debe venir por mí…»
Esa frase no dejaba de retumbarle en la cabeza.
Observó el teléfono caído sobre la mesa, inmóvil, como si esperara que volviera a sonar. Un escalofrío recorrió su espalda mientras su mente comenzaba a atar cabos. El Lote vacío. El terreno que, sin haberlo pedido, ahora parecía cargar con un destino.
«¿Eso significa que... soy yo?».
Las preguntas se acumulaban: ¿quién lo secuestró?, ¿por qué lo mencionaba Kenji?, ¿estaban involucrados los Dojima?, ¿el Clan Tojo?
Y luego, "el Sensei". Ese nombre lo incomodaba. No sabía a quién se refería, pero todo apuntaba a que debía actuar. Él mismo debía ir.
Tenía que hablar con su hermano. Pero antes, encontrar a Kiryu. Luego, dirigirse a Little Asia.
El tiempo se le escapaba entre los dedos.
Un golpeteo suave en la puerta principal del bar interrumpió el flujo de pensamientos. La madera crujió al abrirse.
Ryohei levantó la vista. Todo su cuerpo se tensó.
Allí estaba Reina.
Su rostro mostraba preocupación, pero también alivio.
—Ryohei... —dijo con la voz grave—. Kiryu-san… lo encontré.
La puerta trasera se abrió con violencia. Kiryu entró tambaleándose.
Estaba de pie, pero visiblemente herido. Un corte le surcaba la ceja, la ropa empapada, el rostro pálido.
Avanzó con dificultad, aunque su cuerpo seguía firme por pura voluntad.
—Solo estaré por poco tiempo… hasta que tu hermano se comunique con nosotros —murmuró el hombre, con voz áspera.
Reina dio un paso adelante.
—Pueden quedarse ambos si lo necesitan. La bodega es grande y tengo futones listos.
—No creo que sea necesario —intervino el aspirante a médico, acercándose mientras su amigo se dejaba caer en una de las mesas—. Hablé con mi hermano. Me encargaré de llevarlo a un sitio seguro.
Ryohei se inclinó sobre él, examinándolo.
Notó la forma en que se sentaba con dificultad. El corte en la ceja no parecía profundo, pero requería atención. Lo palpó con cuidado.
Luego se volvió hacia la mujer.
—Reina-san, necesito ver bien esa herida. No parece grave, pero hay que limpiarla. ¿Puedes traer el botiquín?
Ella asintió y se fue a la trastienda.
—Una mujer me dijo que podía esconderme por las alcantarillas —murmuró Kiryu—. Y claro… ahí estaba Kuze, esperándome con una motocicleta. Intentó atropellarme.
Su comentario lo escuchaba en silencio, conteniendo un comentario sarcástico. Le costaba no hacer una broma. Kiryu, el tipo más duro que conocía, atrapado por una mujer...
Pero no era el momento.
Reina volvió con el botiquín. Ryohei lo tomó y comenzó a limpiar la herida con movimientos firmes pero cuidadosos.
—Lo enfrenté… lo vencí a duras penas y logré escapar —continuó el herido—. Pero terminé en una discoteca.
El comentario lo hizo fruncir el ceño.
—Solo a ti se te ocurre salir de una alcantarilla y acabar en una discoteca, empapado y con la cara rota —soltó, sin poder evitarlo.
Reina esbozó una leve sonrisa. Kiryu no respondió, pero sus ojos brillaron apenas, como si en medio de todo el caos, una chispa de complicidad aún sobreviviera entre los tres.
—¿Cuántas veces lo has enfrentado en una semana? ¿Cuatro? Si no recuerdo mal.
Ryohei dejó escapar una risa corta, sin desviar la atención de las heridas de su amigo.
—No me sorprendería que vuelva por otra paliza. Parece que le gusta, ¿no? Pero… ¿en una discoteca? Qué suerte… o será coincidencia. Quién sabe.
Kiryu asintió en silencio. Un leve gesto de dolor cruzó su rostro cuando la gasa empapada en alcohol tocó su ceja.
Luego, desvió la mirada hacia Reina, con una expresión cargada de preocupación.
—Reina… ¿Sabes qué le ha pasado a Nishiki?
—Por lo que creo, debe estar en las oficinas de la familia Kazama —respondió ella, sin pensarlo demasiado—. Lo vi entrar hace un rato. Aunque… parecía algo alterado.
—Ya veo. Supongo que eso está bien.
El healer frunció el ceño, desconcertado por la pregunta dirigida a la chica. Aun así, no interrumpió su labor y continuó limpiando con precisión la herida.
—Menos mal que esto no requiere mayor intervención —comentó, esbozando una ligera sonrisa irónica—. No tengo equipo… y aún no se suturar.
Alzó la vista apenas, antes de rematar con humor.
—Aunque con lo que aprendí… no estaría mal empezar a practicar contigo.
Kiryu soltó un suspiro y, pese a todo, sonrió. Sabía que ese humor irónico era parte del intento de Ryohei por aliviar la tensión. Le agradecía el gesto, aunque no lo dijera.
Sin embargo, sus pensamientos pronto volvieron a nublarse. Su mirada se perdió en el vacío.
—Kiryu-san —interrumpió Reina, con suavidad—. Afuera… me dijiste que cortaste el vínculo con Nishikiyama-kun. Lo hiciste para mantenerlo a salvo, ¿verdad?
El comentario caló hondo.
El joven Tachibana alzó la vista, en silencio. La frase de la muchacha lo golpeó como un ladrillo. ¿Cortó el vínculo con Nishiki? ¿Así, sin más?
No lo comprendía. O no quería comprenderlo. Su mente se inundó de conjeturas, su pecho se llenó de frustración. Antes de que pudiera decir algo, la voz de Kiryu lo interrumpió, grave.
—Ahora mismo… —comenzó, buscando las palabras con cuidado—. La familia Dojima nos está persiguiendo. A mí… y a Ryohei.
Hizo una breve pausa. Bajó la mirada.
—Es mejor que Nishiki no tenga ninguna conexión con nosotros.
Ryohei apretó la gasa con más fuerza de la necesaria, limpiando una herida en la mejilla de su compañero. Sabía que esas palabras eran verdad. Kiryu siempre había sido así. Protector. Discreto.
Y él lo entendía.
El pedido de su hermano. El vínculo maldito con el Lote. El secuestro de Kenji. La amenaza latente hacia la otra dueña. Todo ese caos parecía una pesadilla… una película que no quería protagonizar, pero de la que ya no podía escapar.
No tenía más opción que seguir adelante.
—Lo entiendo —murmuró Reina, con una leve tristeza en la voz—. Están hechos de la misma madera. Siempre cuidándose el uno al otro… incluso más que nosotros.
Ryohei no respondió. Solo terminó en silencio de curar las heridas visibles. El sonido del alcohol mojando la gasa se mezclaba con los susurros lejanos de Kamurocho. Alzó la vista, más serio.
—Cuando trabajaba aquí y venía a beber —comentó de pronto, con voz nostálgica—, siempre contaba anécdotas de ustedes dos. Sin saber quién eras, Kiryu-san.
Una sonrisa le curvó la boca. Dejó escapar una leve risa, como una burbuja de alivio en medio de la presión.
—Siempre lo hacía con tanta energía. Con exageración. Con esa sonrisa de idiota feliz.
Reina sonrió también, cruzando brevemente miradas con él.
—Se notaba que su conexión era única, por lo que contaba. Nunca he tenido un amigo tan cercano… tan íntimo. Me da algo de envidia.
Kiryu bajó la vista. Las palabras de ambos le pesaban más de lo que quería admitir. Su voz salió baja, casi un susurro cargado de culpa.
—Aun así… no quiero involucrarlo en más problemas de los que ya tiene por mi culpa.
Sus dedos se apretaron levemente sobre la mesa.
—Recuerdo lo que sucedió antes. Nishiki… intentó matarme para protegerme. Para liberarme. Ya es suficiente. No quiero terminar hiriendo a mi hermano.
El silencio que siguió fue espeso, pero no duró demasiado. Reina suspiró y cambió de tono, más serio.
—La policía también ha estado preguntando por ti.
Kiryu la miró con inquietud.
—Un detective vino al bar hace unos días —continuó—. Justo después del incidente con Awano. Preguntaba si te conocía… o si conocía a alguien cercano a ti.
El silencio volvió. Esta vez más denso. Más definitivo.
Kiryu los observó a ambos. Su mirada firme. Como quien ya aceptó su destino.
—Supongo que mi tiempo se acabó.
—¿Tu tiempo? —repitió la joven, sorprendida—. ¿A qué te refieres?
El ex yakuza levantó la vista. Su rostro era una máscara de tensión.
—Me están incriminando por el asesinato ocurrido en el Lote vacío… hace unos días.
Ryohei no necesitó pensarlo.
—Mi hermano movió sus hilos para retrasar la investigación de la policía y sus sospechas —dijo, cortando la tensión—. Es probable que ese tiempo ya haya terminado.
La chica los miró a ambos. Se cruzó de brazos, evaluando cada palabra.
—Dijiste “incriminado” … entonces, tú…
—No lo hice —la interrumpió el hombre de traje, con firmeza en la voz—. Claramente, todo esto es una trampa.
—Una trampa muy bien orquestada… —añadió el aspirante a médico, endureciendo el tono—. Los culpables tienen sus motivos, y tenemos a los sospechosos.
Volvió a mirar a su compañero.
—Por eso Oda te pidió que me dieras algunos días libres. Para ayudar en esta investigación.
Un nuevo sonido cortó el momento.
El ascensor se detuvo. Luego, golpes suaves en la puerta. Murmullos apagados. El cuerpo de Reina se tensó al instante.
Sus ojos se clavaron en la entrada. El bar estaba cerrado. Si alguien tocaba… no era por casualidad.
—Rápido. Escóndanse en la bodega. ¡Ahora!
Su voz sonó firme, decidida. Ya estaba analizando el entorno, buscando la mejor manera de distraer a los intrusos.
Los hombres no dudaron. Ryohei y Kiryu se desplazaron rápido hacia la bodega, siguiendo las instrucciones sin cuestionarlas.
Ella se quedó en el bar.
Sus ojos en la puerta. Su cuerpo firme. Su mente calculando. Estaba lista para lo que fuera.
La puerta se abrió con brusquedad.
Tres hombres de negro irrumpieron en el local. Sus pasos pesados resonaron sobre la madera. Uno de ellos se adelantó. Reina dio un paso, pero no logró reaccionar a tiempo.
El primero la empujó con fuerza.
El segundo levantó la mano y la golpeó con la palma abierta. El impacto fue brutal. El cuerpo de la joven cayó al suelo con violencia.
Quedó allí, aturdida. Respirando con dificultad. Consciente, pero herida.
—¿Crees que puedes engañar a la familia Dojima, preciosa? —espetó el que la había golpeado, mirándola con desdén—. ¡Kiryu! ¡Tachibana! ¡Salgan de ahí!
Su voz retumbaba.
—Llevamos vigilando este sitio todo este tiempo, maldita sea. Dejen de esconderse y sean hombres, par de…
No alcanzó a terminar la frase.
Kiryu y Ryohei salieron al mismo tiempo desde la bodega.
Sus miradas eran fuego. Y la provocación, de golpe, dejó de tener efecto.
Reina, aún en el suelo, levantó la mirada con odio. Su rostro reflejaba la furia que sentía. Mientras tanto, Kiryu y Ryohei avanzaban con pasos firmes, sus siluetas llenando el espacio con una presencia poderosa y amenazante.
La tensión crecía con cada movimiento, como si sus cuerpos respondieran a una coreografía de venganza contenida. Estaban listos. Cada gesto era una advertencia.
—¡Kiryu-san! ¡Ryo-chan! ¡Huyan! —gritó la joven, con voz urgente desde el suelo.
—En una situación crítica… y me llamas Ryo-chan —murmuró él, sin borrar del todo una sonrisa—. Ese tipo le levantó la mano a una mujer… y espera que lo deje ir caminando.
El hombre que los enfrentaba soltó una risa cargada de desdén.
—Los más buscados de Kamurocho finalmente se hacen presentes —se burló—. ¡Salgan todos y acabemos con esto de una maldita vez!
En ese instante, la puerta principal se abrió de golpe. Otro grupo de hombres vestidos de negro irrumpió por ambas entradas del bar, rodeándolos por completo. La amenaza era inminente. El ambiente se electrificó, como si el más leve movimiento fuera a encender la chispa del caos.
Ryohei se tensó. Por un momento, el miedo se dibujó en su rostro... pero lo desplazó con rapidez. Su mirada se volvió aguda, analítica.
Observó con precisión las posturas, las armas visibles, los puntos ciegos. Algunos empuñaban pistolas a la altura de la cintura. Otros se posicionaban cerca de las salidas. Uno, más alto y con la expresión endurecida, parecía ser el líder.
El joven Tachibana absorbía cada dato como un estratega.
—Kiryu-san... —susurró, mirando de reojo a su compañero. Pero no hizo falta hablar más. Sus miradas se cruzaron y bastó un segundo para entenderse.
Kiryu asintió.
Su atención se desvió hacia Reina, que seguía en el piso con la mejilla marcada por el golpe.
—Lo siento… —dijo el ex yakuza, con voz grave—. No debimos haberte arrastrado a esto.
Ella levantó el rostro, aún con los ojos encendidos.
—¡Ya no tienes ningún lugar en el mundo...! —vociferó el líder de los atacantes, señalándolos—. ¡Acaben con ellos, ahora!
La tensión se volvió densa como humo.
Los pasos de los hombres resonaron al unísono, cerrando el círculo. Entonces, uno de ellos se abalanzó hacia Kiryu, con la furia reflejada en el rostro.
Pero él estaba listo.
Giró sobre sus talones, bloqueó el golpe y empujó con fuerza. El atacante salió disparado contra una mesa, rompiendo botellas a su paso. El impacto resonó por todo el local.
Ryohei aprovechó el caos. Corrió hacia Reina, la tomó del brazo y la ayudó a levantarse. Intentó arrastrarla hacia un rincón más seguro.
Pero antes de que pudieran avanzar, un corpulento hombre se cruzó en su camino y empujó con violencia al aspirante.
El grandote levantó el brazo para golpearlo, pero Ryohei solo levantó una ceja, irónico.
—¿En serio…? —dijo, al ver una botella rota en el suelo.
La tomó sin pensarlo y la estrelló contra el rostro del atacante. El sonido del vidrio quebrándose fue seguido por un grito seco. El hombre cayó al suelo, sin sentido.
—¿Te creías muy fuerte, verdad? —musitó, agachándose junto al cuerpo—. Siento arruinarte el rostro.
No había tiempo para celebraciones.
Otro de los sujetos se abalanzó con una silla en mano. Ryohei, sabiendo que necesitaba tiempo para que Reina se pusiera a salvo, lanzó una mirada rápida a Kiryu.
Él comprendió al instante.
Se giró, esquivó el golpe con la silla y contraatacó con una patada certera a la pierna del hombre, haciéndolo perder el equilibrio.
Antes de que el atacante pudiera reaccionar, el ex yakuza lo sujetó por la camiseta y lo estrelló contra una mesa cercana.
—Esto no es un juego, ¿me entiendes? —le murmuró al oído antes de dejarlo caer como un muñeco.
Ryohei no pudo evitar soltar una carcajada, mitad nerviosa, mitad provocadora.
—No sabía que el gran Kiryu tenía tanta paciencia para tratar con idiotas —comentó, aún con la botella rota en mano, alerta.
El último de los atacantes retrocedió un paso, dudando. Pero Kiryu no le dio opción. Se lanzó sobre él con una serie de golpes precisos, lo desarmó con facilidad y lo dejó inconsciente en cuestión de segundos.
El cuerpo del hombre cayó pesadamente al suelo.
Ryohei escaneó el bar, respirando con fuerza. No quedaban más amenazas.
Caminó hacia Reina, que se encontraba ahora a salvo en una esquina del local.
—Creo que ya podemos respirar tranquilos… por ahora —dijo, mirando al ex yakuza con una sonrisa ladeada.
Kiryu se acercó. Sacudió ligeramente la cabeza. Una leve sonrisa se asomó en sus labios, pero sus ojos seguían tensos. La pelea había terminado, pero no la guerra.
—Lamentamos el daño al local, Reina —dijo con voz ronca, aún recuperando el aliento. Luego miró a su compañero—. Si nos quedamos aquí, vendrán más.
—Tienes razón —asintió el joven Tachibana, recuperando su tono serio—. Conozco un lugar seguro.
Ambos comenzaron a moverse hacia la puerta. Pero la voz de la joven los detuvo.
—¡Esperen!
Se acercó, todavía con la mano en la mejilla adolorida.
—Mejor llamo a la policía. Es probable que te arresten, Kiryu-san… pero al menos seguirás con vida.
Ryohei se giró lentamente. Su expresión se ensombreció.
—Es una mala idea, Reina-san…
—Si la yakuza ha llegado tan lejos, la policía no los detendrá —agregó Kiryu, sin rodeos—. No van a descansar hasta vernos muertos. Te sigo, Ryohei.
—Entonces… ¿no hay otra forma de conseguir ayuda?
Ambos hombres negaron con la cabeza, al mismo tiempo. Un gesto silencioso, pesado. Como si las palabras sobraran. Se giraron hacia Reina. Ella los observaba sin decir nada, sus ojos temblorosos de preocupación.
El silencio los envolvió.
Finalmente, fue Kiryu quien rompió la quietud, con un tono bajo y solemne.
—Reina… ¿puedo pedirte un último favor?
Se acercó con paso lento. Cada movimiento parecía más pesado que el anterior, como si caminara hacia una despedida inevitable.
Cuando estuvo frente a ella, metió la mano al bolsillo. Sacó un pequeño objeto metálico. Ryohei lo reconoció de inmediato. Era el reloj. El que Tetsu le había entregado días atrás. El de Kazama.
Kiryu lo sostuvo con ambas manos, como si llevara entre los dedos el corazón de un recuerdo.
—¿Puedes entregárselo a Nishiki?
Su compañero contuvo el aliento. Entendió al instante lo que significaba. Aquel reloj… en manos de Reina… era una despedida. Un vínculo simbólico. La última chispa de conexión entre hermanos. El último favor antes de desaparecer.
Y por primera vez en mucho tiempo, Ryohei vio miedo en los ojos de Kiryu.
Una sombra fugaz. Pero real.
—Cuando se lo entregues… —continuó Kiryu, la voz temblando levemente— dile que no vengue mi muerte en caso de que lo peor ocurra. Pase lo que pase…
Se detuvo un segundo. Tragó saliva. Hablar de eso parecía morderlo desde adentro.
—…Si se enfrenta a la familia —añadió finalmente—, acabará en la misma situación que nosotros.
Reina sostuvo el reloj con cuidado. Sus manos temblaban, como si cargaran algo más frágil que el cristal. Ryohei observó a su compañero con atención: detrás de la mirada decidida de Kiryu, asomaba un temor callado.
Ella los siguió con la mirada mientras avanzaban hacia la puerta. Su rostro, inundado de tristeza, parecía entender que quizá era la última vez que los vería.
—¡Kiryu-san! ¡Ryo-chan! —alcanzó a decir, con la voz quebrada, mezcla de desesperación y esperanza.
Pero ninguno se detuvo.
Sus pasos firmes resonaron en el bar vacío hasta desaparecer tras la puerta, dejando a Reina inmóvil, con el reloj aún en las manos. El silencio la envolvió por completo, y un leve temblor cruzó su cuerpo.
Sentía que, junto con ellos, se iba una parte de ella… una chispa de esperanza que ahora dependía de un destino incierto.
Ambos salieron por la puerta trasera. Pero su tranquilidad se evaporó al instante.
Desde las escaleras que descendían al callejón, podían ver a un grupo de hombres de negro aguardando abajo. La insignia de la familia Dojima no dejaba lugar a dudas.
Kiryu y Ryohei se detuvieron de golpe. Sus cuerpos tensos. Las miradas se cruzaron. No hizo falta hablar.
Ambos sabían que la única salida… era a través del combate.
—Quédate aquí —murmuró el ex yakuza, apenas audible—. Yo me encargo.
Ryohei alzó las cejas, dudando.
—Si encuentras una ruta segura, tómala. Te alcanzaré —añadió Kiryu, sin apartar la vista del enemigo.
El menor de los Tachibana apretó los labios. Su instinto gritaba que quedarse al margen no era opción… pero asintió.
Kiryu comenzó a bajar las escaleras.
Abajo, los hombres los esperaban con sonrisas sobradas. Uno de ellos, claramente al mando, alzó la voz con desprecio:
—Ya no pueden escapar… Kiryu. Tachibana.
Kiryu lo observó, con calma. Una sonrisa irónica se dibujó en su rostro.
—Claro… —respondió con frialdad—. Pero al menos no me sentiré culpable por llevarlos conmigo al infierno.
Sus pasos retumbaban sobre los escalones, cada uno más firme que el anterior.
Ryohei, desde lo alto, mantenía la mirada alerta. Observaba cada rincón del callejón: cajas, contenedores, escombros. Todo podía volverse arma o refugio. El tiempo no jugaba a su favor.
El líder de los yakuza alternó la vista entre ambos.
—¿De verdad creen que tienen una oportunidad? —dijo, confiado—. Nuestros refuerzos ya vienen. Los únicos que irán al infierno… son ustedes.
Antes de que Kiryu pudiera responder, una voz rugió desde la retaguardia:
—¡Acaben con ellos! ¡Maten a los dos!
El grito encendió la chispa. Varios hombres se lanzaron sobre Kiryu.
Él no vaciló.
Esquivó el primer ataque, tomó el brazo del oponente y lo estampó contra la pared. Un segundo se le vino encima: lo detuvo con un puño al estómago y un codazo a la nuca. Cayó como saco vacío.
Ryohei, desde lo alto, notó que dos hombres venían hacia él. Iban a cortarle la salida.
—¿De verdad van a intentarlo conmigo? —ironizó, aunque su cuerpo ya estaba listo.
Agarró una caja metálica y la lanzó contra el primero, que retrocedió al recibir el impacto en el pecho. Aprovechó el momento: saltó los escalones y giró en el aire, conectando una patada directa al rostro del segundo.
El primero volvió a la carga, esta vez con un tubo. Ryohei esquivó el golpe, tomó un trozo de madera del suelo y lo usó para desviar el siguiente ataque. Luego, golpeó las piernas del agresor y lo hizo caer de espaldas.
—¿Eso es todo lo que tienen? —se burló, lanzando el palo hacia otro que intentaba acercarse.
Uno de los hombres intentó sorprenderlo por detrás. No lo vio venir… pero Kiryu sí.
El ex yakuza reaccionó como un rayo. Le dio un puñetazo en el costado al atacante y lo remató con una patada directa al rostro.
—Eso fue justo a tiempo… —comentó Ryohei, jadeando—. Me pediste que no hablara. Pero te iba a gritar igual.
—Y yo te dije que seguiría tus instrucciones sin palabras —respondió Kiryu, bloqueando otro golpe.
Con un giro de hombro, arrojó a su oponente contra el suelo.
Ahora ambos peleaban sincronizados. Como si hubieran entrenado juntos toda la vida.
Cada golpe de Kiryu encontraba cobertura por parte de Ryohei. Cada distracción era aprovechada por el otro. Usaban el entorno: tapas de contenedor, botellas, fragmentos de madera. Los secuaces de los Dojima se desplomaban uno a uno… pero más seguían llegando.
—¿Ves alguna salida? —preguntó Kiryu, mientras arrojaba al último enemigo contra una pila de basura.
Su compañero jadeaba, con el pecho agitado.
—¡Por ahí! —gritó, señalando hacia la calle principal.
Sin pensarlo dos veces, ambos corrieron hacia la salida.
Los gritos de los heridos quedaban atrás, mezclándose con el rugido lejano de la ciudad. Pero al salir del callejón, una nueva amenaza los esperaba.
La vista que se desplegó ante ellos era desalentadora.
Un nuevo grupo de hombres de negro los aguardaba en formación. La luz de los neones teñía sus rostros con sombras irregulares. Y entre ellos, figuras que no necesitaban presentación.
Awano, con su sonrisa de depredador. Kuze, cuya mirada era puro juicio. Y, detrás de ellos… Nishikiyama.
Su rostro… era un enigma.
El silencio era sofocante. Solo se oían los murmullos lejanos de la ciudad, algún motor, una máquina expendedora soltando una lata.
Todo Kamurocho parecía contener el aliento.
—Hermano… —susurró Nishiki, apenas audible.
Sus ojos, sin embargo, hablaban mucho más.
Awano avanzó un paso. Clavó la mirada en Ryohei, con burla y desprecio.
El joven lo sostuvo con frialdad. Recordaba perfectamente la última discusión con él. Pero no mostró miedo. Al contrario, su sarcasmo habitual emergió, tan afilado como siempre.
—Awano-san —saludó, casi con cortesía—. Veo que ignoró mi advertencia… ¿Tan terco es?
Se encogió de hombros.
—No me sorprendería que termine muerto por su propia imprudencia algún día.
Awano rió. Una carcajada seca, sin humor.
Sus ojos centelleaban, pero no pareció afectado.
—Je… Par de idiotas hijos de puta —escupió, sin dignarse a responder el sarcasmo—. Sabían que todo esto iba a terminar así.
Se detuvo un segundo. Su sonrisa se ensanchó.
—Pero déjenme decirles algo…
Su tono se volvió más oscuro.
—El tiempo para las amenazas… ya terminó.
—Awano… —murmuró Kiryu, con voz grave. Una advertencia muda se colaba entre las sílabas.
—Ya me di cuenta de que nuestra conversación en la discoteca no sirvió de nada.
El lugarteniente giró apenas, su postura erguida y confiada. La sonrisa burlona seguía intacta.
—Podemos tomarnos todo el tiempo del mundo para hacerte hablar de otra forma, Kiryu —añadió, con tono venenoso—. Ya sabes… para que nos digas dónde está Tachibana.
Kuze, que hasta entonces había permanecido en silencio, dejó escapar un resoplido. Sus ojos se clavaron en el ex yakuza con furia contenida. Su mandíbula apretadas y el leve temblor en sus manos delataban su frustración.
—Hermano, quédate con todo el crédito si quieres —gruñó entre dientes, mirando de reojo a Awano—. Incluso puedes torturar al mocoso que lo acompaña. Pero déjame a mí el privilegio de matarlo.
Ryohei los observaba en silencio.
Sus ojos pasaban de uno al otro, midiendo expresiones, analizando gestos, buscando grietas en la fachada de poder. Notó que Kuze cojeaba levemente y sus movimientos eran más torpes. Claramente, el enfrentamiento en las alcantarillas lo había dejado afectado.
Y no dejó pasar la oportunidad.
—¿Seguro que puedes matarlo, Kuze-san? —intervino con una sonrisa apenas perceptible—. Digo, después de lo que me contaron… parece que lo único que podrías matar es el tiempo. Y ni siquiera eso lo haces bien.
El rostro de Kuze se tensó. El color subió a su cara como lava. Pero Awano soltó una carcajada seca, divertida ante la provocación.
La atmósfera se volvió aún más densa.
—Ya decía yo que Kuze-san era un masoquista… —añadió el menor de los Tachibana, con tono venenoso—. Siempre buscando a Kiryu-san para recibir otra paliza.
—¿¡Qué has dicho!? —rugió el lugarteniente, dando un paso hacia adelante, con el rostro encendido de ira.
Ryohei se inclinó sutilmente hacia Kiryu y murmuró:
—Lo imaginé. La paliza que le diste le afectó más de lo que pensaba.
Sus ojos no se apartaban del enemigo.
—Cojea, y sus manos tiemblan. Aún está adolorido. Es imposible que alguien esté al cien por ciento después de eso, por muy duro que sea.
Kiryu asintió levemente. Sus ojos analizaban la escena con serenidad. Tenía claro que podía vencer a Kuze otra vez… pero no debía confiarse. Awano era astuto. Y los hombres de la familia Dojima los rodeaban como lobos.
—Oye, Kiryu… —interrumpió Awano, cruzándose de brazos—. ¿Dónde crees que esté Tachibana después de todo lo que has hecho por él, eh?
El tono burlón lo envolvía como una sombra.
—Estoy seguro de que tu amiguito ahí atrás debe saberlo. ¿Tanta confianza le tienes… que ni siquiera te lo dice?
La sonrisa del mafioso se ensanchó.
—Admítelo… te abandonó. A ti. Y a su propio hermano.
Sus palabras eran cuchillas afiladas.
—¿Qué tan estúpido te sientes ahora, sabiendo que apostaste todo por alguien que no está aquí?
Kiryu mantuvo el rostro sereno, aunque sus ojos se endurecieron. Awano, frustrado por no obtener reacción, decidió ir más lejos.
—Además… Kazama tampoco moverá un dedo por ti. Se quedará sentado… viéndote morir.
Hizo una pausa, luego remató con veneno.
—Menudo trato tan patético, ¿no crees? La gente en esta época no tiene corazón.
Un largo silencio llenó el espacio. Solo el murmullo lejano de Kamurocho se filtraba entre edificios.
Kiryu desvió la mirada hacia Ryohei por un instante, luego volvió a clavarla en Awano.
—Tachibana obtendrá el Lote Vacío —declaró, con la calma de quien ya tomó una decisión—. Puedes torturarme si quieres. Pero jamás… te diré dónde está.
Awano dejó escapar una risa grave, apenas audible. Dio un paso hacia adelante. Ya no era burla, era amenaza.
—Entonces, tal vez podría usar a tu amiguito que está a tu lado.
Giró levemente hacia Ryohei.
—Un Tachibana por otro Tachibana, ¿no? O quizás… ¿la vida de su amiguito Shirakawa?
El rostro de Ryohei se endureció.
Entendió al instante que hablaban de Kenji. Awano no sólo sabía de su existencia, lo estaba usando como palanca emocional.
El joven respiró hondo. Se mantuvo aparentemente relajado, con las manos en los bolsillos. Pero sus ojos… eran una tormenta.
—¿Decirte dónde está mi hermano? No me haga reír, Awano-san… —respondió con frialdad.
Su mirada era firme, desafiante.
—Usted no conoce nada de nosotros. Y menos… de lo que somos capaces cuando amenazan a quienes amamos.
Awano rió, bajito. Luego ladeó la cabeza, divertido con la rabia que lograba provocar.
—¿No temes por la vida de tu amiguito, Tachibana? —preguntó, con un tono que pretendía ser casual—. Te lo advertí hace unos días. Tu imprudencia lo puso en esta situación. Ahora está, cómo decirlo… ¿pendiendo de un hilo?
Ryohei lo observó sin parpadear.
Afuera estaba estallando una guerra. Pero dentro de él… ya estaba rugiendo.
—Sí. Lo tengo claro —dijo al fin, su voz controlada—. Pero ese hilo es más fuerte de lo que imagina.
Dejó salir el aire por la nariz, con un leve temblor de mandíbula.
—No sé dónde está mi hermano. Y aunque lo supiera… usted sería el último en enterarse.Pero a mi mejor amigo… lo recuperaré. Y créame, Awano-san: si alguien se atreve a tocarlo, no habrá rincón en Kamurocho que los salve de mí.
Por primera vez, la sonrisa de Awano desapareció. La burla se transformó en una tensión contenida.
—Esa actitud de prepotentes los va a matar —murmuró, como una amenaza formal.
Kuze dio un paso al frente, chocando el puño contra la palma.
—Déjamelos a mí, hermano —gruñó, con los ojos fijos en Kiryu—. Les cerraré esa bocaza a golpes. Lo juro.
Giró el cuello con un chasquido.
—Esta vez sí voy a divertirme contigo, Kiryu… Y después de ti, el siguiente será ese "rarito" amigo tuyo.
Ryohei soltó una risa sarcástica. Inclinó levemente la cabeza, casi como si agradeciera el insulto.
—¿Rarito? Bueno… al menos no soy el que vuelve una y otra vez a por más palizas. ¿No se cansas de tanto perder?
Kiryu dio un paso al frente. Colocó una mano firme en el hombro de Ryohei. Su mirada era fuego contenido.
—Basta de hablar —dijo con calma peligrosa—. Si vas a intentarlo, Kuze… aquí estoy.
La tensión era tan densa que parecía cortar el aire.
Los sonidos de la ciudad se desvanecieron. Todo se concentró en ese espacio. En esos segundos.
Kuze avanzó. Los músculos tensos, los ojos llenos de rabia.
—Esta vez… no te escaparás, Kiryu… —espetó, lanzando el primer golpe, directo.
Pero Kiryu ya había cambiado de postura.
Giro rápido. Paso lateral. Un nuevo estilo se manifestaba: Rush.
Su cuerpo era más ágil, más veloz. El golpe falló. Kiryu respondió con una serie de impactos precisos a las costillas de Kuze, y luego retrocedió.
Desde el lateral, Ryohei lo observaba con atención quirúrgica.
"Es como un jefe en tres fases", pensó, como si estuviera en una recreativa con Kenji.
Kuze cargaba con fuerza bruta… pero sus movimientos eran predecibles. Giraba el torso antes de lanzar puñetazos. Pisaba fuerte con la pierna derecha antes de atacar.
Ryohei lo estaba leyendo como si fuera un algoritmo. Y esta vez, no pensaba dejar que ganara.
—Esos golpes son lentos… demasiado lentos —murmuró Ryohei para sí mismo, cruzando los brazos mientras observaba desde la distancia.
El lugarteniente, frustrado por los movimientos veloces de Kiryu, cambió de táctica. Lanzó un puñetazo directo al suelo, levantando escombros con la intención de desestabilizarlo. Kiryu trastabilló, y Kuze aprovechó la apertura. Se abalanzó con un rodillazo al abdomen que lo hizo retroceder.
El ex yakuza apretó los dientes. Su mirada cambió.
Sin perder tiempo, modificó su postura. Pasó a un estilo más fluido y contundente: Brawler.
Giró sobre su eje, esquivando un nuevo ataque. Luego, conectó una patada giratoria directamente al rostro de su adversario, que tambaleó por el impacto.
—¡Eso es, Kiryu-san! ¡Hazlo girar como un trompo! —gritó Ryohei, su tono irónico contrastando con la brutalidad de la escena.
Kuze gruñó. Sacudió el golpe con rabia y volvió a la carga, lanzando una ráfaga de puñetazos feroces. Kiryu, sin dudarlo, adaptó su estilo nuevamente. Agarró una silla cercana, la alzó con fuerza y golpeó el torso de Kuze con tal potencia que lo hizo retroceder varios pasos.
—¡No me subestimes! —bramó el lugarteniente, lanzándose con furia descontrolada.
Kiryu bloqueó el impacto con el antebrazo. Luego, bajó la postura. Su compañero lo notó de inmediato: ya no estaba usando fuerza bruta ni velocidad. Era algo distinto. Más refinado. Más letal.
—¿Ese es un nuevo estilo? —susurró el médico, fascinado.
Kiryu esquivó un último intento de Kuze, giró y lanzó un gancho ascendente al mentón.
El mafioso quedó aturdido. En ese momento, el ex yakuza lo levantó con un golpe desde el abdomen y, sin darle espacio para reaccionar, lo estampó contra el suelo con un impacto que sacudió todo a su alrededor.
El lugarteniente yacía jadeando, el cuerpo temblando. Quiso incorporarse, pero sus músculos ya no le respondían.
Kiryu se irguió lentamente. Aún respiraba con fuerza, pero su mirada era serena. Sabía que había ganado.
Su compañero se acercó, sacudiendo la cabeza con una mezcla de admiración y sarcasmo.
—Bien hecho. Aunque estuve a punto de buscar un control para ayudarte desde aquí.
El otro esbozó una leve sonrisa, pero no apartó los ojos de su oponente, aún alerta por si intentaba levantarse.
Y Kuze lo hizo. Una vez más.
Se lanzó con todo lo que le quedaba, respirando como una bestia herida. Pero antes de conectar, Kiryu reaccionó. Avanzó con precisión, interceptó el puño del enemigo y lo atrapó en el aire.
—Esto no ha terminado… —gruñó Kuze, la voz cargada de resentimiento mientras forcejeaba.
Ambos hombres tensaban sus cuerpos al límite. Kiryu apretaba con firmeza, ganando terreno poco a poco. La resistencia de su oponente comenzaba a ceder.
Pero ni él ni Ryohei vieron venir al otro hombre.
Un subordinado de Dojima, armado con un tubo metálico, se acercó por detrás. Levantó el arma y descargó un golpe brutal contra el lateral de la cabeza de Kiryu.
El impacto fue seco. Demoledor.
El joven soltó a Kuze y cayó de rodillas, aturdido.
—¡Dame eso, imbécil! —bramó el lugarteniente al atacante, su rostro deformado por la furia.
No toleraba que otro interviniera en su pelea.
Pero no llegó a castigar al intruso.
Un golpe resonó, sordo, contundente. El hombre con el tubo cayó al suelo, inconsciente.
Kuze giró la cabeza y vio a Ryohei. De pie. Con un bloque de metal en las manos. Su respiración era agitada, pero sus ojos… eran los de un depredador.
—¿Quién sigue? —dijo el médico, dejando caer el bloque con un golpe seco sobre el pavimento.
El silencio se apoderó del lugar.
Kuze apretó los puños, su cuerpo temblando de ira. Pero algo en la mirada de Ryohei lo hizo dudar. Esa determinación… no era la de un simple chico.
Kiryu, aún tocándose la nuca, miró de reojo a su compañero. Vio esos ojos afilados, esa voluntad incansable.
En ese momento, supo que formaban un verdadero equipo.
Entonces, un nuevo sonido irrumpió: el rugido de un motor.
Neumáticos derrapando. Chirridos metálicos contra el pavimento. Un coche se aproximaba a toda velocidad, zigzagueando entre los obstáculos. El estruendo era ensordecedor, como una tormenta mecánica a punto de explotar.
—¿¡Quién demonios es!? —gritó Kuze, volviéndose hacia el ruido. Su rostro mostraba rabia… y desconcierto.
—¡Voy a pintar la acera con tus sesos, imbécil…!
No terminó la frase.
El vehículo embistió con brutalidad. El cuerpo del lugarteniente salió disparado varios metros, estrellándose contra el pavimento como un muñeco.
El caos se desató.
Los gritos resonaron por todo el callejón. El coche derrapó con violencia, trazando un semicírculo y dejando tras de sí una estela de destrucción. El motor bufaba como una bestia enloquecida.
El sonido de los neumáticos desgarrando el suelo se prolongó por unos segundos más, hasta que el auto se detuvo bruscamente.
Silencio.
Solo el goteo del radiador caliente rompía la tensión.
Kiryu, aún aturdido, alzó la mirada. A su lado, Ryohei tenía los puños apretados. Sus ojos fijos en el coche, con la respiración contenida.
Y entonces lo reconoció.
—No puede ser… —susurró el joven, boquiabierto.
Corrió hacia Kiryu para ayudarlo a ponerse en pie.
—¿Pero qué…? —murmuró el ex yakuza, aún confuso, mientras aceptaba el apoyo de su compañero.
La puerta del copiloto se abrió de golpe.
Y allí estaba él.
Tetsu Tachibana.
Su expresión endurecida. Los ojos afilados, escaneando cada amenaza sin moverse del asiento. Su sola presencia imponía una autoridad absoluta.
—Kiryu-san… Ryohei. Suban, rápido —ordenó con voz firme.
—¡Hermano! —exclamó Ryohei, un alivio palpable en su tono.
Ayudó a Kiryu a entrar al vehículo. Él mismo se acomodó en la parte trasera, sin dejar de mirar alrededor.
—Lamento la espera… —dijo Tetsu, arrancando el auto con decisión—. Pero conducir nunca ha sido mi fuerte.
—Eso ahora no importa… —respondió el hermano menor, exhalando con fuerza. Su tono mezclaba alivio y tensión mientras seguía atento a las calles—. Pisa el acelerador y olvídate de lo demás.
Tetsu asintió, sus manos firmemente sujetas al volante.
—Entonces agárrense con fuerza —advirtió, pisando el acelerador a fondo.
El bramido del motor cortó el silencio de la noche mientras el vehículo zigzagueaba por las calles, rozando barreras que soltaban chispas al contacto. Aunque la carrocería ya estaba maltratada, el coche avanzaba con furia, derrapando en cada curva para mantener el control.
—¡No los dejen escapar! ¡Deténganlos como sea!
Desde el suelo, Kuze gritaba a sus hombres con voz rasposa.
Algunos corrieron a bloquear el paso, pero Tetsu no dudó. Aceleró sin frenar, arrollando a los que se interpusieron. El crujir de huesos y metal resonó con violencia mientras los hombres de Dojima caían, incapaces de detener la embestida.
—¡Bien hecho, hermano! —gritó Ryohei desde atrás, entre el sarcasmo y la adrenalina.
Awano, furioso, desenfundó su arma. Sin pensarlo, comenzó a disparar. Las detonaciones rebotaban entre los muros de Kamurocho. Algunas balas golpearon la carrocería, abollándola, pero el vehículo no se detuvo.
Al girar una curva cerrada, el coche impactó contra una barrera. El golpe sacudió a los ocupantes, pero Tetsu logró mantener el volante firme.
—¡Más rápido! —gritó Kiryu, mirando el retrovisor.
Detrás, Awano vaciaba el cargador.
Tetsu giró bruscamente. Maniobraba como podía, forzando al límite el vehículo. Pero al doblar la siguiente esquina, el vehículo volvió a impactar contra otra barrera de contención. El estruendo retumbó por dentro.
—¡¿Estás bien?! —preguntó Ryohei, aferrado al asiento.
—Sí… pero este coche no aguanta otra igual —gruñó su hermano mayor, con los dientes apretados mientras retomaba el control.
Atrás, el lugarteniente seguía disparando hasta que su pistola hizo clic. Vacía. Enfurecido, lanzó el arma al suelo con un rugido.
—Mierda…
Los ojos clavados en el vehículo que se alejaba, tragado por la ciudad.
El coche seguía su marcha. Aunque humeaba y rechinaba en cada curva, no se detenía. Los dejaban atrás.
Dentro, el silencio era casi absoluto. Solo el rugido forzado del motor llenaba el espacio, interrumpido por el ocasional jadeo de los tres hombres. Nadie dijo nada. Sabían que ese escape apenas era el primer paso.
La guerra apenas comenzaba.
Desde la penumbra de un edificio cercano, alguien observaba todo a través de un ventanal.
La oficina estaba en sombras, apenas iluminada por la luz anaranjada de los neones. En el fondo, un escritorio de madera, una alfombra persa, una botella medio vacía y un cenicero lleno. Sobre una mesa lateral, una sola foto enmarcada.
Itsuki Murakado exhaló humo con lentitud. Sus ojos seguían el coche en fuga, apenas visible entre las luces de Kamurocho.
—Ese hijo de puta volvió a escaparse… —murmuró, aplastando el cigarro en el cenicero sin apartar la mirada del cristal—. Ni siquiera durante su entrenamiento logré quebrarlo…
Se giró. Caminó hacia la fotografía. La tomó con ambas manos.
Una mujer de sonrisa serena, embarazada, posaba mientras él besaba su vientre con devoción. Su rostro se suavizó.
—Mi querida Aoi… —susurró, acariciando el marco con dedos temblorosos—. Habría dejado la yakuza por ti. Todo... lo habría dejado todo si eso significaba criar juntos a nuestro hijo.
El silencio volvió a envolver la sala.
De pronto, dejó la foto boca abajo sobre el escritorio con un golpe seco.
—Pero ya no estás en este mundo… —la voz se le quebró apenas—. Ese parto maldito… ese niño… te arrancó de mi lado antes de oír su primer llanto.
Contuvo el temblor en la mandíbula. Sus ojos brillaban, pero no dejó caer una lágrima.
—Los médicos dijeron que era un embarazo de alto riesgo… pero tú insististe. Querías tenerlo. Y yo… fui tan idiota que te seguí el juego.
La voz cambió. Se volvió más áspera, cargada de rabia antigua.
—Y al final… él vivió. Y tú no.
Golpeó el marco con furia.
—Ahora no tengo nada que perder.
Se irguió. Sus ojos eran los de un verdugo. Cruzó el despacho con pasos firmes, sin mirar a nadie. Al llegar a una puerta metálica, la abrió de golpe.
—Si ni siquiera haciendo sufrir fisicamente a Ryohei Tachibana logré que soltara ese maldito Solar… —musitó—. Tal vez su punto débil me sea más útil que él.
La habitación estaba en penumbra. En el centro, colgado de las muñecas por cadenas oxidadas, estaba Kenji Shirakawa. Su cuerpo temblaba. El sudor se mezclaba con sangre seca. La respiración era apenas un susurro.
—P-por favor… —balbuceó entre sollozos—. Déjame ir… no sé nada de ese lote… te lo juro…
Murakado se acercó, con las manos en los bolsillos. Su mirada brillaba con una calma enferma. Se inclinó a su altura, sin apartar los ojos.
—¿Nada? —repitió en voz baja, casi dulce—. ¿Y aun así te arrastraste con él por toda la ciudad, cubriéndole la espalda como buen amigo?
Kenji jadeó. Sus ojos buscaban en la oscuridad algo, lo que fuera. Una salida.
—Sólo… solo es mi mejor amigo… no sé de qué hablas. ¿A qué te refieres?
Murakado rió por lo bajo. Una carcajada seca, hueca.
—¿No lo sabías? Qué conmovedor.
Dio un paso atrás, cruzando los brazos.
—Tu mejor amigo… y nunca te contó que es copropietario del lugar más codiciado de Kamurocho.
Kenji parpadeó, confuso.
—Intenté conseguir ese sitio por las buenas. Incluso le enseñé artes marciales. Dejé pistas en su bolso para que te encontrara…
Su voz bajó de tono.
—¿Y qué hizo? Se fue con ese imbécil de Kazuma Kiryu a la primera oportunidad.
Se acercó de nuevo. Esta vez, le habló al oído, con veneno gélido:
—¿Ves? No le importas. Solo quiere lo suyo. Típico de los Tachibana… usan a todos como piezas.
Kenji negó con la cabeza. Le costaba respirar.
—N-no… él no me dejaría…
Murakado enarcó una ceja. Se enderezó y murmuró:
—¿No? ¿Entonces por qué sigues aquí? Colgado… como un pedazo de carne… mientras él huye con su nuevo mejor amigo.
El chico rompió en sollozos. Su voz era un hilo roto.
—¡No quiero morir!
El mafioso le apoyó una mano en la cabeza. Lo miró con una frialdad que rozaba lo paternal.
—Tranquilo, muchacho. No tengo intención de matarte.
Retrocedió. Fue hacia la puerta.
—Pero sí tengo intención de que me seas útil.
Cerró con un golpe seco. Y entonces, el silencio… se rompió con el primer grito.
Chapter 13: "Hermanos de Sangre y Dolor"
Summary:
Tras sobrevivir al reciente ataque, Ryohei y Kiryu intentan tomar aliento… pero la calma apenas dura. Un giro inesperado deja al descubierto la fragilidad de quienes los rodean y obliga a actuar con urgencia. Mientras el presente arde en tensión, el pasado comienza a sangrar recuerdos.
A través de una mirada al niño que fue y al hermano que lo formó, Ryohei comienza a revelar su verdadero origen. Las cicatrices de la discriminación, el duelo y el renacer de una identidad se entrelazan con la crudeza del presente, dejando claro que el peso de la sangre… a veces también se hereda con dolor.
¿Hasta dónde llega la lealtad cuando se forja entre la pérdida y la esperanza?
Chapter Text
“Hermanos de Sangre y Dolor”
La oscuridad lo devoraba todo.
El hedor a sangre seca, sudor y óxido era lo único que le recordaba que seguía con vida. Sus muñecas estaban al borde del desgarro, colgando de unas cadenas que chirriaban cada tanto con el movimiento imperceptible de su cuerpo exhausto. El tiempo se había vuelto un concepto inútil. No sabía si habían pasado horas… o días.
Y sin embargo, lo que más pesaba no era el dolor físico, ni la náusea constante… sino esa voz.
"Tu mejor amigo... nunca te contó que es copropietario del lugar más codiciado de la ciudad."
Kenji cerró los ojos con fuerza, como si pudiera acallar las palabras que se le habían incrustado como astillas en el alma.
"No le importas. Solo quiere lo suyo."
—No es verdad… —susurró, apenas un hilo de voz.
Pero la sombra de la duda ya lo envolvía.
"¿Y por qué estás aquí, colgado como un pedazo de carne… mientras él huye con su nuevo mejor amigo?"
Un sollozo escapó de su garganta, más por impotencia que por dolor. Ryohei… ¿realmente sabía que él estaba aquí? ¿Lo estaría buscando? ¿O lo había dejado atrás… como todos?
Un ruido metálico retumbó en la sala, haciéndolo estremecer.
No entraba nadie. Solo el eco.
La mente del joven, desbordada por la fiebre, empezó a repetir fragmentos del pasado mezclados con la voz de su captor. Murakado no necesitaba seguir torturándolo. El daño ya estaba hecho.
Y, aun así, en lo más profundo, una chispa se resistía a apagarse. Un susurro distinto. Una memoria cálida, enterrada entre la culpa.
“Confía en mí, Kenji… pase lo que pase.”
Sus labios partidos esbozaron una sonrisa ínfima.
—Hermano… no tardes…
El automóvil se deslizaba a toda velocidad por las calles de Kamurocho, con los neumáticos rugiendo en cada curva como si la ciudad intentara tragárselos.
Tetsu sujetaba el volante con los dedos tensos. Su mandíbula apretada reflejaba una concentración absoluta. La prótesis en su brazo añadía rigidez a sus movimientos, aunque no comprometía su destreza. Cada maniobra esquivaba peatones y coches como si fueran piezas móviles en un tablero que cambiaba de forma cada segundo.
Desde el asiento trasero, Ryohei escudriñaba la ventana. Su mirada, intensa, buscaba cualquier rastro de los hombres de Dojima.
Pero Kamurocho, bulliciosa y despiadada, no revelaba amenaza alguna. Solo el rugido lejano de otros motores y el murmullo constante de la vida nocturna acompañaban su retirada.
Exhaló lentamente. Intentó soltar la presión que sentía en los hombros, aunque su cuerpo seguía en tensión, como un resorte a punto de soltarse.
A medida que avanzaban, las luces de neón se diluían entre sombras. Dejaban atrás la vibrante ciudad y se adentraban en la soledad de calles menos transitadas. Cada kilómetro ganado los alejaba del peligro, pero la paranoia no abandonaba su mente.
El joven echó una última mirada por la ventana trasera antes de incorporarse.
—No veo a nadie siguiéndonos, hermano… —comentó, sin apartar la vista del retrovisor—. Quizás podrías bajar un poco la velocidad.
Tetsu no respondió de inmediato. Sus ojos seguían fijos en el camino, los nudillos blancos por la fuerza que ejercía sobre el volante.
—No todavía… —replicó al fin—. Si bajamos la guardia ahora, podríamos lamentarlo después.
El silencio llenó el interior del auto.
Ambos jóvenes observaban al conductor, que mantenía el control con esfuerzo visible, pero sin perder el temple. Las luces de Kamurocho ya quedaban muy atrás. Ahora, solo la carretera desierta se extendía frente a ellos.
Minutos después, llegaron a un terreno apartado, rodeado de vegetación y ajeno al bullicio urbano. Un refugio improvisado para recuperar el aliento tras una noche que aún no terminaba.
Kiryu fue el primero en bajar. Tambaleó apenas al incorporarse, llevándose una mano a la cabeza.
Ryohei no dudó en acercarse.
—Déjame echar un vistazo… —murmuró, revisando con cuidado la zona donde había recibido el golpe—. Fue bastante contundente.
El suspiro que soltó el ex yakuza al sentir el toque del aspirante fue más de resignación que de dolor. Los dedos de Ryohei se movían con precisión y suavidad, en un contraste marcado con la brutalidad de la pelea que acababan de dejar atrás.
—Tienes buena puntería… —gruñó Kiryu, conteniendo una mueca cuando su compañero aplicó presión sobre la herida—. A ese tipo lo mandaste directo a la lona.
Una risa breve escapó de los labios del joven.
—¿Qué puedo decir? Anatomía aplicada a la calle. Un golpe en el punto correcto y… buenas noches.
Se incorporó ligeramente, explicando con un tono casi académico:
—Un buen impacto en la sien y es como apagar un interruptor. Un segundo estás en pie, y al siguiente… en el suelo, sin recordar nada.
Desde el asiento del conductor, Tetsu los observaba. Una sonrisa sutil se formó en su rostro. A pesar del caos, era evidente que ambos hombres se complementaban de forma natural. El vínculo estaba creciendo.
—Bien… —Ryohei se enderezó, dando por terminada la inspección—. No tienes heridas externas. En cuanto lleguemos al refugio, usaré mi botiquín especial.
—¿El bolso que siempre llevas? —inquirió Kiryu, aún algo mareado.
—El mismo que tú elegiste, ¿recuerdas?
Ambos rieron levemente. Un instante de alivio entre tanto agotamiento.
Tetsu salió del vehículo con movimientos lentos. El cansancio se notaba en cada gesto, pero no abandonó la sonrisa al verlos juntos.
Los tres se apoyaron junto al auto. El aire nocturno les brindó un breve respiro. Fue en ese momento cuando el empresario rompió el silencio, con la voz baja y entrecortada.
—La presión de los hombres de Dojima ha destrozado nuestra red de información estos días… —Llevó una mano al pecho, intentando disimular una punzada de molestia—. Incluso con lo que logramos reunir, coordinar esto y dar órdenes a Oda-san ha sido casi imposible.
Su hermano lo observó en silencio. El agotamiento era evidente.
—Al menos el plan funcionó —respondió al fin, cruzando los brazos—. Pero sigo sin entender por qué te arriesgaste tanto.
El mayor suspiró antes de responder.
—Porque no había otra opción… —apoyó la espalda contra el auto y cerró los ojos por un segundo—. Y porque no iba a dejarlos solos en esto.
Forzó una sonrisa, que pronto se convirtió en una breve carcajada.
—Eso sí… mi conducción fue un desastre.
El comentario arrancó sonrisas entre los tres. A pesar de la tensión, el vínculo empezaba a forjarse en el calor de la batalla compartida.
Kiryu fue el primero en bromear:
—Me sorprende que haya algo que no puedas hacer. Aunque sea una sola cosa.
Ryohei alzó una ceja, sin perder su tono sarcástico.
—Si supieras… al menos tiene licencia de conducir.
El hermano mayor fingió indignación, aunque su tono seguía cansado.
—Por lo menos sé distinguir el acelerador del freno. Esto ha sido lo más que he manejado en años. Normalmente es Oda quien conduce.
—Lo importante es que llegaste en el momento justo —respondió Kiryu con sinceridad—. Si no fuera por ti, estaríamos muertos.
Ryohei asintió, apoyándose de nuevo en el auto.
—Eso es verdad… lo hiciste increíble, hermano.
Una pausa los envolvió. La noche se sentía menos pesada. La cercanía entre ellos, más sólida.
De pronto, Kiryu bajó la mirada. Su voz se tornó grave, con un tinte de melancolía que contrastaba con el ambiente relajado.
—He cometido errores…
Su compañero lo observó en silencio.
—Pensé que podía con todo. Que bastaba con ser fuerte… pero siempre hay alguien que termina pagando el precio.
—Kiryu-san… —susurró Ryohei, dando un paso hacia él.
El ex yakuza sacudió la cabeza con frustración.
—Siempre creí que podía hacerlo solo. Que, si me volvía lo suficientemente fuerte, podría proteger a todos. Pero estaba equivocado. —Su voz se quebró un poco—. Reina, Kazama-san, Nishiki… ustedes. No importa cuánto lo intente, siempre termino arrastrando a otros conmigo.
Ryohei frunció el ceño, pero no con desaprobación. Había algo más en su mirada… algo que Kiryu aún no alcanzaba a ver.
—Y lo seguiremos haciendo —respondió con firmeza.
Kiryu levantó la vista, sorprendido.
—Pero es un círculo vicioso… y ahora estoy pagando por mi ceguera. Me siento como un completo idiota.
El aspirante a médico soltó una risa irónica.
—Créeme, idiota no eres.
Kiryu alzó las cejas, desconcertado.
—¿A qué te refieres?
No hubo respuesta inmediata. Tetsu, que había permanecido en silencio, intervino con serenidad.
—Si estuviera en tu lugar, no me culparía tanto. —Su mirada se perdió un momento en el horizonte—. Aunque… tampoco puedo negar que arrastré a quienes más valoro a este desastre.
Ryohei bajó la cabeza, pensativo. Luego habló con voz pausada.
—Yo lo veo diferente. Si algo he aprendido, es que no podemos con todo. Por más fuertes que seamos, también fallamos. Confiar en las personas correctas es lo que nos permite resistir.
El hermano mayor asintió, pero sus ojos reflejaban una mezcla de resignación y dolor.
—Al principio pensé lo mismo… pero el mundo en el que crecí no me dio esa opción. Si no usaba y manipulaba a las personas a mi alrededor, no habría sobrevivido. Y si no sobrevivía, tampoco habría podido darle a Ryohei la vida que se merece. Por eso hice lo que hice, aunque no siempre fue lo correcto.
El silencio se hizo denso entre los tres. No era incómodo, sino profundo, lleno de lo no dicho.
Un entendimiento tácito flotaba en el ambiente: cada uno había cruzado sus propias líneas por quienes amaban.
Tetsu volvió a romper la quietud, su voz ahora cargada de melancolía.
—Donde yo crecí, la gente no valía por lo que era, sino por lo que podía ofrecer. Dinero, información, fuerza… todo tenía un precio.
Exhaló, con la mirada perdida en algún punto lejano
—Pero hay personas que no se moldean con ese código. Tú eres una de ellas, Kiryu-san.
Kiryu lo observó de reojo. Había cautela en su expresión, pero también una curiosidad que no podía contener.
—Eso quiere decir… ¿la única razón por la que viniste a rescatarnos fue para usarnos? ¿A mí, o a tu hermano?
Tetsu soltó una risa seca, casi amarga.
—En términos simples, sí…
Su tono tenía una gravedad que decía más que sus palabras.
—Pero no como lo piensas, Kiryu-san —intervino Ryohei, alzando la voz con una defensa espontánea.
Su hermano negó con la cabeza, deteniéndolo con una mano suave.
—No tienes que defenderme. Lamentablemente, él tiene razón. No lo niegues.
Su voz era tranquila, pero el deje de resignación era evidente.
—Desde fuera, todo lo que he hecho puede parecer por conveniencia.
El ex yakuza frunció el ceño.
—¿Por qué nos dices esto ahora?
Tetsu suspiró. Su cuerpo, y especialmente su postura, dejaban ver un agotamiento que iba más allá de lo físico.
—He pasado mi vida utilizando a quienes me rodean para acumular fortuna o poder. Haciendo lo que fuera necesario para mantenernos a flote. Mis habilidades, para bien o mal, me han servido para eso.
Hizo una breve pausa, bajando un poco la voz
—Pero a diferencia de ti, Kiryu… o de mi hermano, no tengo amigos que arriesguen sus vidas por mí.
La frase quedó suspendida un instante.
—No tengo a nadie que me proteja desinteresadamente.
El hermano menor lo observó sorprendido, una tristeza contenida pintándose en su rostro.
—Hermano… tú…
Tetsu desvió la mirada, esquivando los ojos de Ryohei. Sonrió con amargura.
—Tú te describes a ti mismo como un idiota, Kiryu-san. Bueno… supongo que yo también aspiro a ser un idiota como tú.
El aspirante a médico los observó en silencio. Sus ojos bajaron hacia el suelo y, tras un largo suspiro, alzó la voz con un tono cargado de honestidad.
—Supongo que los tres compartimos algo en común… somos unos idiotas.
El peso de sus palabras flotó unos segundos antes de disiparse. Levantó ligeramente el rostro, aunque su mirada seguía distante.
—Tal vez Awano no estaba tan equivocado como quisiera creer…
Su voz arrastraba una amargura sutil, pero tangible.
—Mi arrogancia… y esa ironía que tanto uso para defenderme, han puesto en peligro a las personas que más estimo.
El recuerdo de Kenji atravesó su mente. Su mejor amigo seguía atrapado en una situación que aún no lograban resolver. Sus puños se cerraron con fuerza, reflejo de la impotencia que lo consumía.
—Y ahora él… —murmuró apenas, como si nombrarlo le doliera más que callarlo.
El silencio no era vacío, sino un puente de emociones compartidas. Los tres entendían lo que significaba arrastrar culpas que no se olvidan.
Kiryu alzó la vista, sus ojos clavándose en Tetsu.
—Tachibana…
El aludido desvió la mirada hacia su hermano, consciente de cuánto lo había arrastrado sin querer a esta guerra. Luego desvió la mirada hacia Kiryu, evocando lo que Ryohei le había contado sobre el vínculo entre ambos.
Finalmente, dejó escapar una sonrisa melancólica.
—He notado algo en ustedes dos…
Su voz era suave, pero cargada de significado. Sus ojos se desplazaron de uno a otro.
—Quienes se arriesgan a protegerte, Kiryu, lo hacen porque saben que no actúas por interés. Y cuando confías, lo haces de forma imprudente, hasta el final… sin importar el costo.
Inspiró hondo antes de continuar.
—He visto eso reflejado entre ustedes.
Ryohei, algo desconcertado, arqueó una ceja.
—¿En nosotros?
Su hermano asintió, con un leve destello cálido en la mirada.
—Confían el uno en el otro sin necesidad de palabras. Esa clase de personas son raras, especialmente hoy.
Su voz titubeó apenas, pero retomó la compostura.
—Admito que aún no siento que sería capaz de arriesgar mi vida por ti, Kiryu-san… ni siquiera por Ryohei. Pero algo está cambiando.
Guardó silencio un segundo, de pronto, su tono se volvió casi un susurro.
—Ahora creo que puedo confiar en ambos. Tal vez, incluso… poner mi vida en sus manos.
El menor se acercó sin pensarlo más. Lo abrazó con fuerza, como si pudiera sostenerlo emocionalmente solo con sus brazos.
—Hermano…
Tetsu, sorprendido, exhaló con suavidad.
—Lo siento, lo siento de verdad.
—No tienes que disculparte conmigo, hermano.
—Sí tengo… especialmente contigo. Aunque quizá debí decirlo con un par de copas encima.
Kiryu, que había permanecido callado, esbozó una sonrisa.
—La primera ronda corre por mi cuenta.
Ryohei se separó un poco y bromeó, sin perder la ironía de su voz.
—Y la segunda la pago yo.
Aquel breve intercambio no borró el cansancio ni el dolor acumulado, pero les ofreció algo parecido a un respiro. Una tregua emocional.
No duró mucho.
Tetsu, quien hasta entonces había mantenido la compostura, dejó entrever un gesto de incomodidad. Su rostro se tensó mientras hablaba con voz entrecortada.
—Supongo que esas copas tendrán que esperar…
Su respiración comenzaba a agitarse. Señaló hacia el automóvil.
—Tendremos que dejarlo aquí.
Ambos jóvenes se miraron de inmediato. Algo no estaba bien.
De pronto, se oyó el rugido de un motor en la distancia. Una furgoneta se aproximaba lentamente, sus luces delanteras iluminando el terreno con un resplandor cegador.
—¿Y ese vehículo? —inquirió Kiryu, su cuerpo poniéndose en tensión al instante.
Ryohei también se puso en guardia, llevando una mano al bolsillo interior. Estaba listo para usar cualquier cosa como defensa si era necesario.
Tetsu, sin embargo, no mostró miedo. Pese al agotamiento, su voz se mantuvo serena.
—Tranquilos…
Habló más débil, pero con seguridad.
—No es del enemigo.
Los otros dos hombres mantuvieron la vigilancia. La tensión aún no se disipaba.
Fue Kiryu quien entrecerró los ojos y logró reconocer al conductor conforme el vehículo se acercaba.
—¿Oda?
Su tono era de sorpresa genuina.
El menor, al ver el rostro conocido tras el volante, aflojó los hombros un poco. Pero no bajó completamente la guardia.
—¿Esto era parte de tu plan? —inquirió el joven, con una mezcla de alivio y desconfianza en la voz.
El hermano mayor asintió lentamente, su sonrisa tenue apenas disimulando el agotamiento.
—Incluso en un lugar como Kamurocho… —tomó aire con dificultad, el pecho alzándose con un esfuerzo que ya no podía ocultar—… aún hay rincones donde la sombra de Dojima no llega.
Un escalofrío recorrió la espalda de Ryohei. Algo en la cadencia de su tono le encendía todas las alarmas. Observó los espasmos sutiles en sus dedos, la respiración agitada que ya no podía ocultar.
—Oye, Tetsu… —empezó a decir, pero no alcanzó a terminar.
Su hermano se tambaleó. El temblor en sus piernas precedió al colapso.
El corazón del menor se detuvo por un instante. El cuerpo frente a él se desplomaba como una marioneta sin hilos. El vacío helado que le invadió el pecho fue seguido por un grito que retumbó más en su alma que en sus oídos.
—¡Hermano!
Cayó de rodillas, las manos trabajando por instinto, buscando pulso, revisando respiración, cazando señales de vida.
Kiryu también reaccionó, sujetando al mayor desde el otro lado.
—¿Está bien? ¿Qué le pasa? —inquirió, sin ocultar su preocupación.
Los pasos apresurados rompieron la escena: los subordinados de Tachibana Real Estate descendían del camión, liderados por Oda. Al ver a su jefe tambalearse, corrieron a socorrerlo.
—¡Sujétenlo con cuidado! —ordenó Ryohei, ya en modo clínico—. Que no incline la cabeza hacia atrás. Le cuesta respirar, pero no podemos moverlo de forma brusca.
Sin cuestionar, los hombres obedecieron. En cuestión de segundos, colocaban al enfermo en una camilla improvisada y lo subían con precisión al vehículo.
—¡Oda-san! —llamó sin apartar los ojos de su paciente—. Necesito que conduzcas con suavidad. Un movimiento brusco podría empeorar su estado.
El conductor asintió con seriedad.
—Entendido. Suban, yo me encargo.
Kiryu ayudó a acomodar al magnate en la parte trasera del transporte, haciendo todo lo posible por brindarle estabilidad. Ryohei, aún junto a él, monitoreaba los signos vitales, su rostro más concentrado que nunca, aunque en el fondo hervía de angustia.
El motor rugió, alejándose del auto abandonado y del peligro inmediato. Pero la tensión no disminuía. El joven no despegaba los ojos del rostro sudoroso y pálido de si hermano, ni de sus labios entreabiertos, que apenas dejaban escapar algún quejido.
Con manos firmes pero tensas, palpó el abdomen, el cuello, los costados. La rigidez, la hinchazón, los latidos irregulares… todo apuntaba a una misma conclusión.
“La insuficiencia renal…” pensó. “¿Olvidó su medicación? ¿No se dializó hoy?”
Apretó la mandíbula, frustrado ante lo evidente.
El camión frenó de golpe al llegar a Little Asia. El aroma a especias y comida callejera impregnaba el aire, pero nadie parecía notarlo. En cuanto se detuvieron, un grupo de residentes se aproximó con rapidez y coordinación. Sabían lo que hacían.
—Xiǎo Hǔ… —dijo un anciano, con voz urgente pero serena.
—¿Todo está listo? —preguntó el joven, respondiendo en mandarín, con el ceño fruncido.
—Sí, llamamos al especialista. Ya lo están esperando. Lo llevaremos al lugar de siempre.
Asintió sin perder tiempo y sostuvo el extremo de la camilla. A su lado, el pasillo estrecho se iluminaba con faroles cálidos. Detrás, Kiryu y Oda observaban el movimiento en completo silencio.
—¿Xiǎo Hǔ? —musitó el ex yakuza, confundido.
—El nombre original de Ryohei —explicó el subordinado, sin despegar los ojos del pasillo—. El que usaba en China, cuando todavía era uno de los nuestros.
—¿Y por qué aún lo llaman así aquí? —insistió el otro, sintiendo el peso emocional de aquel apodo.
Oda guardó silencio por un momento, antes de responder con un tono que reflejaba tanto respeto como preocupación.
—Aquí todos lo conocen por ese nombre. Es una forma de respeto hacia él. Aunque... —Oda hizo una pausa, como si eligiera las palabras con sumo cuidado— a él no le ha gustado demasiado. Probablemente porque le recuerda un pasado que preferiría enterrar.
Las farolas rojizas arrojaban sombras temblorosas sobre los angostos pasillos de Little Asia. El aire olía a jengibre, carne especiada y tabaco dulce. Era un mundo distinto al de Kamurocho, uno con sus propias reglas.
Un santuario, aunque solo para quienes sabían moverse con cautela.
Desde el camión, el ex yakuza observaba los callejones estrechos y escuchaba los murmullos de los residentes. No había agresividad, pero sí una vigilancia tensa. Estaban siendo tolerados, no recibidos.
El menor de los Tachibana seguía al grupo con pasos urgentes, sus ojos atentos a cada señal de empeoramiento en su hermano. Los breves intercambios en mandarín y el ritmo apurado de las pisadas lo sumían en una inquietud creciente. No bastaba con conocer el terreno; lo que le angustiaba era el tiempo, que parecía escurrirse entre los dedos.
—Hermano… aguanta un poco más —susurró con determinación, perdiéndose tras la columna de hombres que transportaban la camilla improvisada.
Al final de un pasadizo flanqueado por paneles de bambú y carteles en chino tradicional, se abrió una puerta hacia una antigua bodega reacondicionada.
El lugar parecía un hospital de campaña oculto bajo capas de clandestinidad: cortinas limpias separaban las camillas, un generador zumbaba en una esquina y varias bandejas quirúrgicas brillaban bajo luces fluorescentes.
No era un hospital legal, pero sí uno funcional. Preciso. Respetado.
Tetsu fue depositado con cuidado sobre una camilla. Ryohei, con manos firmes, le retiró la chaqueta y dejó al descubierto el brazo izquierdo donde resaltaba la fístula arteriovenosa, señal inequívoca de un tratamiento renal prolongado.
Una máquina de diálisis esperaba encendida en una esquina, como si la escena hubiera sido prevista con antelación.
Un hombre de mediana edad con bata clara entró sin prisa, sus ojos serenos y su andar sin apuro. No necesitaba presentaciones.
—Xiǎo Hǔ… ¿qué ocurrió exactamente? —preguntó con voz neutra en japonés fluido.
El joven tragó saliva. Había aprendido a hablar con precisión clínica, pero dudó.
—Mi hermano me encontró en el trabajo. Tuvimos que movernos con rapidez… y entonces… —vaciló. La verdad era demasiado peligrosa para ser dicha.
—No necesitas edulcorarlo —interrumpió el doctor, sin perder la calma—. Conozco las circunstancias de tu familia. Háblame con claridad.
Asintiendo, Ryohei describió cada síntoma, cada espasmo, cada palidez detectada. El profesional lo escuchó sin interrumpir, mientras examinaba al paciente.
—¿Y tu impresión? —inquirió al joven, con tono inquisitivo.
—La persecución debió agotarlo… pero temo algo más grave. La hinchazón en las extremidades, la rigidez abdominal, la respiración irregular… son signos de un desequilibrio sistémico.
—Una sospecha fundada. —El médico giró hacia el paciente, quien comenzaba a abrir los ojos con dificultad—. Tachibana-san, ¿te dializaste hoy?
—Día por medio… sí. Pero… —Tetsu murmuró, entrecortado— la medicación… no la tomé.
El joven tensó la mandíbula. Su cuerpo entero se crispó.
—¿Por qué harías eso? —preguntó en un susurro que contenía más pena que reproche.
Su hermano evitó la mirada. El médico, sin detenerse, preparó la conexión a la fístula.
—Por tus niveles actuales, no hay señal de diálisis hoy. Y sin medicación, estás comprometiendo tus funciones vitales. Iniciaremos de inmediato. No hay margen para errores.
Una aguja penetró el acceso vascular con suavidad quirúrgica. En segundos, la sangre comenzó a fluir por los tubos hacia el dializador, pasando por filtros que la liberarían de toxinas antes de devolverla al cuerpo. Una danza silenciosa de máquinas luchando contra la muerte.
—Hermano… ¿no dejé instrucciones claras con Chen-san? —la voz del joven se quebró por primera vez—. ¿Cómo pudiste olvidarlo?
—No olvidé. Elegí. No tengo tiempo para detalles cuando estamos jugándonos todo.
—¿Y si caes aquí? ¿Si me dejas solo en medio de esta guerra?
El médico, sin detener el proceso, intervino.
—Déjalo por ahora. Él comprende. —Giró hacia el joven—. Pero tú… ¿has hecho tus chequeos hepáticos y renales?
La pregunta lo desarmó.
—Hace… seis meses —confesó, con la vista baja.
—No más demoras. —La respuesta fue seca, sin dejar espacio para excusas.
La sangre seguía su ciclo mecánico mientras Ryohei permanecía en silencio. No solo por su hermano. También por el temor de que ese destino lo alcanzara. Que el peso de proteger no solo fuera emocional… sino también genético.
El zumbido de la máquina llenaba la sala. En ese momento, la puerta se abrió.
Kiryu y Oda entraron sin palabras. La expresión del joven de traje blanco era dura como el acero.
—Cualquier cosa… —dijo el médico, haciéndose a un lado—. Por mínima que sea, estaré en la oficina.
Y se marchó, dejando en la sala solo a los hermanos y a los testigos del destino.
Ryohei aún sostenía la mano derecha de su hermano con una delicadeza casi ritual.
Esperó a que el médico cerrara la puerta tras de sí, y entonces, con movimientos suaves, depositó la mano de Tetsu sobre la sábana. El cuerpo del mayor comenzaba a relajarse, adentrándose en un reposo inducido por el agotamiento.
La atmósfera era densa; cada respiración se sentía pesada, como si la habitación entera compartiera un mismo pulmón agotado.
—¿Tachibana se pondrá bien? —preguntó Kiryu, mirando al joven con inquietud.
—Va a estarlo… —respondió el aspirante a médico tras un breve silencio—. Es fuerte, siempre lo ha sido… Por ahora, se está estabilizando.
Aunque sus palabras intentaban transmitir calma, había un tono quebradizo en su voz. Una grieta que ni siquiera intentó ocultar.
Junto a Kiryu, Oda observaba con atención. Percibió la ansiedad en los ojos del joven y, tras una pausa cargada de significado, desvió la vista hacia el hombre tendido en la camilla, aún conectado al dializador.
Por un instante, sus facciones se suavizaron, revelando una complicidad que solo los años y las heridas compartidas podían forjar. Pero ese gesto desapareció tan rápido como llegó, y su voz se volvió grave, casi seca.
—Esto debe quedar entre nosotros —dijo, dirigiéndose a Kiryu sin apartar la mirada—. Los riñones del jefe llevan fallando. Ni siquiera los empleados de la inmobiliaria lo saben.
—¿Está enfermo desde hace tanto…? —preguntó el ex yakuza, mirando con atención a Tetsu, cuyo rostro lucía algo más sereno, como si la tormenta interna comenzara a ceder.
El joven de cabello oscuro asintió lentamente. Sus ojos, sin embargo, se hundieron en un punto más lejano. Un rincón del pasado que aún dolía.
—Hace dos años, cuando perdió la mano... sangró más de lo que pensé que un cuerpo podía soportar. —Su voz bajó de tono, casi al límite del murmullo—. Pero sobrevivió.
El silencio volvió a colarse en la habitación.
Ryohei desvió la mirada, como si esas palabras hubieran revivido una herida antigua. Aunque ya no sostenía con firmeza la mano de su hermano, sus dedos aún la tocaban, aferrándose más al recuerdo que a la carne.
Japón, Osaka, 1978.
Tenía diez años la primera vez que pisó suelo japonés.
No recordaba el nombre del puerto, pero sí el olor a sal y metal, el murmullo constante de las grúas y el frío que se filtraba por el abrigo barato que su hermano le había prestado. Sus zapatos, demasiado grandes, chirriaban a cada paso.
En su pasaporte falso, el nombre Ryohei Tachibana resultaba un disfraz incómodo y extranjero.
A su lado, Li Hua —el mayor desde su infancia— firmó como Tetsu Tachibana, con la mirada dura como una promesa silenciosa.
—Ahora somos esto —dijo Tetsu con voz firme, sin mirar atrás—. En este país, esos son nuestros nombres.
El niño tragó saliva, confundido:
—¿Ya no soy Xiǎo Hǔ?
El protector se detuvo en seco en medio del muelle y lo miró por primera vez desde que pisaron Japón.
—Siempre serás Xiǎo Hǔ para mí. Pero aquí… eres Ryohei. Un chico japonés, nacido en Osaka. Esa es nuestra historia.
El menor asintió, pero la palabra "Ryohei" le sonó más como una orden que como un nombre propio.
—¿Y mamá? —añadió con voz trémula—. ¿No vendrá a buscarnos?
El silencio duró tanto como el humo que se elevaba desde los barcos. El hermano mayor bajó la mirada.
—Mamá ya no está. Lo sabes.
La verdad cayó sobre él como un golpe seco.
—¿Y Xiao Qiao? —insistió con esperanza.
El rostro del mayor se tensó.
—No vuelvas a decir su nombre aquí. Nunca. ¿Me oíste?
El niño tragó la vergüenza y contuvo las lágrimas:
—Lo siento...
Miró a su sombra, sintiendo una distancia nueva, tangible.
Una ráfaga fría recorrió el muelle. El menor frotó sus manos buscando calor físico y emocional. Estaban en un país donde aún no encajaban, con identidades prestadas y cicatrices latentes.
—Necesitamos encontrar refugio por esta noche —dijo Tetsu con voz grave—. Fingiremos ser japoneses, solo por unas horas.
El niño asintió. Sabía bien, por lo vivido en China, que los mestizos eran marginados: ni aquí ni allí eran totalmente aceptados. Su madre —huérfana de guerra en Manchuria— les había transmitido ese dolor: ser de dos mundos sin pertenecer a ninguno
Ambos recorrieron callejones industriales hasta dar con una pensión oculta tras un cartel de comida que solo encendía luces de noche. El dueño, creyéndolos japoneses sin recursos, les ofreció dos futones sobre un tatami.
El menor dejó caer el abrigo; sus ojos quedaron fijos en el techo, preguntándose si todavía era Xiǎo Hǔ o solo una sombra en un documento falso.
—Mañana intentaremos de nuevo —susurró el protector, apagando la lámpara; solo una tenue luz roja quedó encendida—. Solo un paso más.
El silencio se adentró en la habitación. Solo se escuchaba la madera crujiente y el viento contra el vidrio.
Anocheció en Osaka.
En silencio, cargaban los nombres que ya no podían decir.
Meses después, ambos recordaban con nostalgia aquel barrio escondido entre callejones oscuros, sostenido por contrabando y una comunidad de inmigrantes que vivía a medias entre identidades. Fue allí donde los hermanos Tachibana habían recalado al llegar a Japón.
El menor sostenía un cuaderno ajado bajo la tenue luz de una lámpara colgante. Cada noche repetía con voz vacilante:
—Watashi wa Tachibana Ryohei desu…
Mientras tanto, su hermano mayor trazaba hiragana con paciencia, corrigiendo cada error con la misma firmeza con la que le enseñaba a sobrevivir.
—Tenemos que aprender —dijo en voz baja—. Para sobrevivir aquí, debemos hablar este idioma mejor que ellos.
—Sí, pero es difícil… —murmuró el pequeño, borrando otra palabra mal escrita—. Siento que nunca voy a aprender.
El mayor no respondió de inmediato. Se acercó, tomó su mano con suavidad y le mostró los trazos con precisión. Hiragana, katakana, lo esencial. El alfabeto era una puerta cerrada, pero él le enseñaba la llave.
Semanas más tarde, Tetsu empezó a trabajar. Primero cargando cajas, luego repartiendo mensajes, y finalmente en actividades más turbias: estafas menores, atracos discretos. Llegaba a casa con algunos moretones, pero también con yen suficiente para cubrir una pequeña pensión y gastos básicos.
Una noche volvió con cortes superficiales en los brazos y bolsas en ambas manos: una con comida, la otra con un sobre sellado.
El menor se acercó de inmediato, preocupado pero preparado. Tenía el botiquín a mano, como siempre. No sabía qué hacía exactamente su hermano en el día, pero se había acostumbrado a curarle las magulladuras en silencio.
—Lo conseguí, hermano… —dijo el mayor, tendiéndole el sobre con una media sonrisa—. Tu residencia definitiva. Legalmente… ya eres japonés.
El pequeño ladeó la cabeza, con los ojos negros fijos en los documentos.
—¿japonés? ¿Y tú, hermano?
—Veré los míos después. Lo importante ahora es esto —respondió, girándose para mirarlo a los ojos—. Vas a empezar quinto año en la primaria, en Sotenbori. Ya te inscribí como Ryohei Tachibana.
—Pero aún no domino el idioma… ¿crees que podré encajar?
—Claro que sí —respondió con convicción—. Te has esforzado tanto… Dominas el japonés mejor que yo, incluso mejor que el que… nos enseñó mamá.
Aquel documento fue un portal: gracias a él, el menor pudo inscribirse en una escuela pública y recibir una identificación oficial. Un sueño tangible, aunque aún hablaba con acento, aunque aún se sintiera un disfraz. Era el primer paso.
La máquina de diálisis emitía un zumbido grave y constante, como una respiración mecánica que llenaba la sala. Sus tubos, tensos y pulsantes, transportaban un líquido oscuro que burbujeaba levemente, como si la vida misma estuviera contenida en ese vaivén de sangre filtrada.
Tetsu dormía. O parecía dormir.
La máquina aún rugía suave, succionando vida y devolviendo tiempo, mientras el líquido en los tubos oscilaba en tonos oscuros. La única lámpara de techo parpadeaba a ratos, proyectando sombras largas sobre el cuerpo del hombre en la camilla.
Ryohei estaba sentado junto a él. Tenía el rostro iluminado por la tenue luz de una lámpara portátil y el peso de los recuerdos apretándole el pecho.
Oda y Kiryu permanecían de pie, viendo la escena con profundo pesar.
—Los primeros meses en Osaka fueron muy duros —dijo el menor, casi sin pensar, como si hablara consigo mismo—. Más para un niño que llegó de polizón cuando su hermano mayor decidió venirse solo a este país.
—¿Polizón? —repitió el ex yakuza, girando apenas el rostro.
Una sonrisa ladeada, nostálgica, cruzó la cara de Ryohei.
—Cuando me enteré de sus planes, lo seguí sin que nadie lo supiera. Fue más fácil esconderme entre maletas que explicarle a mamá por qué no pensaba quedarme.
—La madre de ellos fue huérfana de guerra —intervino Oda, con voz apagada, sin abrir los ojos—. China los aplastó a todos después de la ocupación. Fue adoptada por una familia en una granja y ahí conoció al hijo de ellos y tuvo a Tachibana.
—Y cinco años después… mi hermana y yo.
—¿Hermana?
—Soy el menor. Mi hermana nació primero… como mellizos… creo que con diez o quince minutos de diferencia.
—Entiendo —asintió Kiryu con el ceño levemente fruncido—. Y supongo que en la escuela también fue difícil.
—Ni que lo digas… malditos mocosos.
Sotenbori, abril de 1979.
El uniforme estaba impecable. La corbata, ligeramente torcida. El corazón, latiendo con fuerza bajo la camisa. Aquel pasillo blanco se extendía como un túnel sin salida. Cada paso que daba lo acercaba a un mundo que aún no sentía suyo.
La profesora lo recibió con un gesto amable, sin dejar de escribir en la pizarra con una caligrafía tan pulida como lejana. El aula se volvió un océano de miradas curiosas.
—Hoy tenemos un nuevo estudiante que acaba de llegar a Sotenbori —anunció—. Adelante.
El niño caminó despacio, midiendo cada respiración. Se detuvo frente a todos y, con una reverencia rápida, alzó la voz como quien lanza una cuerda hacia la orilla.
—M-me llamo Ryohei Tachibana… Es un placer… c-conocerlos.
Las primeras risas fueron apenas murmullos. El acento arrastrado, los kanjis pronunciados con duda, los ojos “demasiado raros”, como decía un niño en voz baja. La maestra no corrigió. Tampoco preguntó.
—Mi papá dice que los chinos roban —dijo una niña a su compañera, sin mirar al frente.
—El mío dice que tienen los ojos como sapos —agregó otro entre risas.
Durante semanas, Ryohei se esforzó. Anotaba con pulcritud, memorizaba frases, corregía su caligrafía hasta que sus dedos dolían. Pero entre clases, los empujones en los pasillos, los susurros venenosos y las risas sofocadas eran constantes. A veces le escondían los zapatos del casillero. Otras, tiraban su cuaderno al barro.
Un mediodía, al salir del baño, un grupo lo esperaba.
—¿Sabes leer esto, chino tonto? —preguntó uno, mostrándole un cartel escrito al revés.
Ryohei no respondió.
Una bolsa de basura voló por los aires y le estalló en el rostro. El contenido se esparció en su uniforme: cáscaras, restos de sopa agria, una colilla de cigarro.
—¡Vuélvete a tu país, bicho raro! —gritó el más grande, mientras los otros reían.
El golpe fue seco. La humillación, insoportable. Pero lo que más dolió no fue la basura ni las palabras. Fue ver que nadie hizo nada. Ni los otros niños. Ni los profesores.
Esa tarde llegó a casa con la rodilla abierta y la dignidad hecha trizas. El mayor lo esperaba en la habitación de la pensión, sentado junto al pequeño fogón donde calentaba agua.
—¿Qué te pasó ahora? —preguntó sin necesidad de respuesta.
Lo lavó en silencio. Le quitó los zapatos, le limpió la herida, le planchó el uniforme como pudo. Y cuando el menor se sentó en el futón con los ojos bajos, fue él quien lo rodeó con los brazos.
—¿Por qué tenemos que ser como ellos? —murmuró entre dientes, temblando—. ¿Por qué no podemos ser nosotros?
Tetsu no respondió. Solo lo sostuvo con fuerza. Aquel abrazo, apretado y silencioso, valía más que mil discursos.
La siguiente semana, cuando volvió a la escuela con el uniforme planchado y el cuaderno limpio, el mismo grupo de niños lo esperaba al final del pasillo. Ya no le decían “Tachibana”. Le llamaban cosas peores.
—Oye, bicho raro. ¿Sabes que hueles como tu país?
—Seguro se baña con sopa de murciélago —soltó otro, entre carcajadas.
Uno de ellos le lanzó una bolsa de basura que se deshizo sobre sus zapatos. El líquido agrio empapó los calcetines, y el hedor le subió por la garganta como un puño.
Ryohei apretó los dientes. No quería llorar. No otra vez.
—Déjenlo en paz —dijo una voz al final del pasillo.
El niño que habló no tenía la cara de un bravucón. Tenía el uniforme limpio, una bufanda azul anudada con esmero y gafas redondas que no ocultaban su expresión decidida. Caminó hacia ellos con pasos cortos y seguros.
—Mi papá dice que los cobardes solo atacan en grupo. ¿Van a demostrarle que tiene razón?
Los otros chicos dudaron. El líder frunció el ceño, pero retrocedió al ver que un profesor se asomaba al fondo.
—Bah, da igual. Dejen que el rarito limpie su sopa.
El grupo se dispersó. Ryohei se quedó en silencio, paralizado, con los puños apretados y el rostro encendido de vergüenza. El niño nuevo se agachó frente a él, sacó un pañuelo con dibujos de dinosaurios y limpió la basura de sus zapatos con cuidado.
—Soy Kenji Shirakawa —dijo con voz clara, sin una pizca de duda—. Mi papá es médico. Trabaja en la clínica de la esquina con farol rojo. Venimos de Tokio, pero nos mudamos hace poco.
—…Soy Ryohei —murmuró el otro, sin saber si dar la mano o no. Intentó pronunciar el nombre con el acento más neutro posible, suavizando las "r", ocultando su forma natural de hablar.
Pero Kenji ladeó la cabeza.
—No tienes que hablar así. Mi mamá dice que no se debe esconder lo que uno es. Y mi papá dice que no hay forma correcta de sonar japonés. Que los buenos niños se notan por cómo tratan a otros, no por cómo suenan.
Ryohei lo miró, confundido. Había esperado muchas cosas ese día. Eso no.
—¿Estás seguro…?
—Claro. Además, me gusta cómo suena tu nombre, pero es un poco largo. Así que te llamaré Ryo. ¿Está bien?
—¿Ryo?
—Sí. Ryo es corto, suena rápido. Como un rayo. Como alguien que corre más que los demás. Así me lo imagino.
La explicación era la lógica pura de un niño de once años. Pero a Ryohei le pareció el apodo más bonito que había escuchado en su vida.
Tardó en asentir. Pero esa noche, al practicar japonés con su hermano, sonrió por primera vez en semanas. Y cuando pronunció su nombre frente al espejo, lo hizo con firmeza.
—Boku wa… Ryo da.
Por primera vez, no le tembló la voz.
Pasaron los años. Secundaria… y luego la preparatoria.
Kenji seguía a su lado, inseparable. A su mundo se sumó Kyomi Mizuno, una chica transferida desde Hokkaido, parlanchina, curiosa y con una risa capaz de llenar pasillos enteros. Los tres formaban un pequeño triángulo extraño pero invencible, unidos por libros, tareas y secretos.
Una tarde, al salir del colegio, se sentaron en un puesto de comida tradicional junto a la estación, donde el vapor del takoyaki llenaba el aire con promesas de felicidad grasosa.
—Mañana iremos de excursión a Kamurocho —anunció Kenji, ya con un palillo en mano y una bolita humeante camino a su boca—. El profesor dijo que nos darán la tarde libre para explorar.
—¿Qué crees que encontremos ahí? —preguntó Kyomi, apoyando la cabeza en una mano mientras sopleteaba el suyo.
—No lo sé… pero de seguro será emocionante, ¿no creen? —respondió Ryohei justo antes de meterse un takoyaki entero sin medir el calor. Hizo una mueca instantánea, agitando las manos como si eso pudiera enfriar su lengua abrasada.
—¡Pero Ryo, llevas ocho años comiendo esto y aún te quemas! —se burló Kenji, dándole un golpe amistoso en la espalda.
—F-falta de costumbre… —balbuceó él, aún mascando con esfuerzo.
La chica rió con fuerza, cubriéndose la boca con la servilleta.
—¿Y qué harán cuando se gradúen? —preguntó de pronto—. Yo quiero irme a Tokio a estudiar actuación… aunque mi mamá quiere que sea profesora.
—Yo estudiaré medicina —dijo el mejor amigo, encogiéndose de hombros como si fuera obvio—. Mi papá quiere que tome su lugar en la clínica, y bueno… la verdad es que me gusta ayudar.
—¿Y tú, Ryo? —preguntó Kyomi, dándole un codazo suave.
Él se quedó en silencio un instante, mirando el cielo entre cables y postes.
—No lo sé aún. A veces siento que... solo estoy sobreviviendo.
Ambos lo miraron en silencio, pero no con lástima. Con ese respeto tranquilo que solo se da entre amigos que han visto las heridas del otro sin necesidad de abrirlas.
Kamurocho, al día siguiente.
El sol bajaba entre los edificios apretados cuando les dieron libertad para recorrer el barrio.
Caminaban por Taihei Boulevard, mirando vitrinas y carteles de neón apagados a esa hora, cuando un ruido seco los hizo detenerse. Un anciano estaba desplomado en el suelo, entre los botes de basura tras un local cerrado.
—¡Oye! —exclamó Kyomi corriendo hacia él—. ¡Está herido!
Kenji se arrodilló enseguida y le tomó el pulso con manos torpes, pero decididas.
—Está consciente, pero tiene un corte en la pierna… algo lo arañó mal. Ryo, tráeme agua de esa tienda. ¡Rápido!
Pero el anciano murmuró algo. No era japonés. Era chino.
Ryohei se agachó junto a él, con el rostro tenso. Reconocía esa lengua. Era suya también. Aunque la enterrara en lo profundo, aún estaba ahí.
—Está diciendo que le duele mucho la pierna —tradujo de inmediato, mientras sacaba un pañuelo limpio del bolsillo—. No hay fractura, pero está sangrando. Tenemos que detenerlo ya.
Su amigo asintió sin dudar. Rasgaron entre los dos la manga de su camisa para improvisar una venda, mientras Kyomi corría a buscar ayuda a una tienda cercana.
El anciano gemía con cada respiración, pero no los apartó. Cuando al fin pudo abrir los ojos, miró directamente al joven y volvió a hablarle en chino, con voz baja pero firme:
—¿Eres chino?
Ryohei dudó apenas un segundo.
—Solo la mitad —respondió en el mismo idioma—. Pero suficiente para entenderlo.
El anciano lo observó con atención, aferrándose a su muñeca con una mano temblorosa.
—¿Cómo te llamas?
—Ryohei —dijo el joven, con suavidad, en japonés.
El anciano frunció el ceño. Había algo en sus ojos que atravesaba cualquier mentira.
—Pregunté tu nombre real. Tu nombre verdadero.
Ryohei bajó la mirada. El silencio lo envolvió como un manto. Y entonces, apenas audible, dijo en chino:
—Xiǎo Hǔ.
El anciano asintió, y por primera vez en todo ese rato… sonrió. Una sonrisa leve, arrugada, pero sincera.
—Bien. No lo olvides. Recuerda quién eres. Pequeño Tigre.
Poco después, dos hombres del restaurante cercano llegaron con una camilla improvisada. El anciano fue subido con cuidado. Pero antes de que se lo llevaran, volvió a sujetar la mano del muchacho y le habló una vez más, en su lengua compartida:
—Tienes unas manos hechas para salvar vidas… Úsalas bien.
—¿Qué dijo? —preguntó Kenji, aún agitado.
Ryohei bajó la mirada hacia sus propias manos. Estaban manchadas con la sangre del viejo… pero no temblaban.
—Que estas manos pueden salvar. Y que debería usarlas para eso.
Ese día no solo conocieron Kamurocho. Ese día conocieron a Chen. Aunque no sabían todavía que volverían a encontrarse con él años más tarde… cuando ya no fueran solo tres estudiantes.
Y Ryohei, por primera vez en su vida, sintió que quizás… su camino no era solo resistir. Sino sanar.
El pitido rítmico de la máquina de diálisis se mezclaba con el zumbido tenue del ventilador de techo. En esa habitación improvisada —con paredes descascaradas y un olor tenue a alcohol antiséptico y polvo—, el silencio seguía siendo más pesado que el aire.
El joven aspirante a médico suspiró, mirando a su hermano que seguía conectado a los tubos, pálido pero estable. Con suavidad, volvió a tomar su mano derecha, aquella donde la prótesis metálica reemplazaba la carne que una vez fue suya.
—Desde entonces… pude vivir una vida tranquila en este país. Aunque no todo fue color de rosa —murmuró, su voz más tenue que la luz de la lámpara portátil.
Oda y Kiryu lo escuchaban sin interrumpir. La historia era un puño en la boca del estómago. Una que ninguno de los presentes se atrevía a cortar.
—Cuando cumplí los dieciocho… me di cuenta de que me gustaban los hombres —añadió con una sonrisa amarga—. Ya no era solo el “chino”, o el “mestizo”. Ahora tenía otro motivo más para que el mundo quisiera señalarme con el dedo.
El ex yakuza bajó la mirada. No había juicio en su expresión. Solo comprensión. Y un respeto silencioso.
—¿Y cómo fue que Tachibana terminó así? —preguntó al cabo de unos segundos.
La respuesta llegó de la única otra voz en la sala que conocía todos los bordes de aquella cicatriz.
—Hace dos años —comenzó Oda, su tono duro como vidrio resquebrajado—, la Alianza Ōmi secuestró a Ryohei para presionar a Tachibana. Fue el inicio de todo esto.
Ryohei asintió con los ojos clavados en su hermano.
—Había pasado poco desde mi cumpleaños. Me había graduado de la preparatoria. Fui a celebrarlo con Kenji y Kyomi… Después de dejarla en su casa, nos despedimos y cada uno tomó su rumbo. Pero esa noche, todo cambió.
Osaka, Japón – 1986
A sus dieciocho años, Ryohei ya había dejado atrás los pupitres del instituto y las burlas infantiles. Vivía con Tetsu en un apartamento digno, con muebles de segunda mano, pero limpios, y una estufa que funcionaba la mayoría de los días. Sabía que su hermano trabajaba en algo importante, aunque los detalles siempre eran difusos.
Para ese momento, Ryohei ya conocía a Jun Oda, otro chino que su hermano consideraba familia. A veces discutían, otras se reían en clave, como si compartieran heridas imposibles de traducir.
El menor de los Tachibana viajaba con frecuencia a Kamurocho.
El tren bala entre Osaka y Tokio se había vuelto un sendero de ida y vuelta, casi secreto. Iba a visitar al anciano Chen, el mismo al que había ayudado años atrás. Little Asia lo recibió con susurros y té caliente, aunque él nunca se acostumbró del todo a que lo llamaran Xiǎo Hǔ.
Pequeño tigre. Le molestaba… pero terminó aceptándolo.
Esa noche, sin embargo, no había trenes ni té. Solo preocupación.
Ryohei había cenado solo —un bol de arroz tibio y cerdo agridulce recalentado— cuando escuchó pasos torpes en el pasillo. La puerta del departamento se abrió con brusquedad.
Tetsu entró primero. Sujetaba del brazo a un joven que apenas podía sostenerse en pie. Ambos estaban manchados. No de lodo. De sangre.
—Ryohei —murmuró Tetsu, sin perder tiempo en explicaciones—. Agua caliente. Y vendas.
El menor no preguntó. Corrió hacia la cocina y regresó con lo necesario.
En el suelo, sobre una manta desdoblada, el joven sangrante jadeaba con la camisa abierta. Tenía una herida profunda en el costado y la sonrisa torcida de alguien que se negaba a caer.
—Qué recibimiento —bromeó el hermano menor con voz ronca, soltando una tos seca.
—¿Es tu hermano? —preguntó, girando apenas el rostro hacia Ryohei.
—Oda-san. Calla —gruñó Tetsu, presionando la herida—. Te estás desangrando.
—Dije que no te metieras en ese trabajo —espetó Ryohei entre dientes, mientras empapaba la toalla y la aplicaba con firmeza.
Las manos le temblaban apenas, pero sabían qué hacer. Chen lo había entrenado con crudeza y precisión. Las heridas ya no lo asustaban… pero ver a su hermano ensangrentado, sí.
—¿Qué le hicieron? —preguntó con la voz tensa.
—Cosas que no necesitas saber.
—Pero yo soy el que lo está curando —insistió sin alzar la voz.
Tetsu apretó la mandíbula, pero no respondió. Fue Oda quien rompió el silencio con una risa rasposa.
—Tiene razón. Me gusta este mocoso.
—No le digas mocoso —dijo Tetsu con cansancio, aunque un leve gesto de orgullo cruzó su rostro.
Esa noche, Oda durmió junto al tatami. Ryohei no pegó ojo.
Lo observó entre el humo del incienso, sintiendo que el mundo había dado un giro. Ya no se trataba solo de ayudar ancianos en las calles de Kamurocho. Ahora… las heridas tenían nombres. Rostros. Y consecuencias.
Y aunque no lo sabía aún, esa sería la última noche antes del evento que lo marcaría para siempre.
Sotenbori, 1986
Aquella noche de diciembre, el frío era notorio, calando hasta los huesos.
Los faroles colgaban como luciérnagas eléctricas sobre el canal, reflejándose en el agua oscura que serpenteaba por el corazón del distrito. Las luces de neón iluminaban los carteles de los teatros, restaurantes de fugu y bares de karaoke que aún mantenían su bullicio pese a la hora.
Las vendedoras ambulantes comenzaban a recoger sus puestos, y el olor a caldo caliente y castañas asadas se mezclaba con el humo de los cigarrillos y el eco de las risas.
Habían dejado a Kyomi en su casa y, tras beber algo de té con su madre, caminaban por las calles rumbo a sus respectivos hogares.
—Ese chico del parque no dejaba de mirarte… —comentó Kenji con una sonrisa—. ¿Qué era ese pañuelo que llevaba mostrando en el bolsillo trasero?
—No quieres saber eso, amigo mío… —respondió el otro chico, irónico—. Digamos que… si te enteras, te traumas de por vida y ningún psiquiatra curaría eso.
El joven de la bufanda azul comprendió alzando las manos en señal de rendición.
—Ya entendí, ya entendí… —dijo, deteniéndose de golpe—. Oh, sí. Esta noche hay una maratón de Black Jack. ¿No te interesa que la veamos en mi casa? Mi papá siempre pregunta por ti.
Ryohei se quedó pensativo un momento.
—Mi hermano dijo que no llegaría esta noche. Si pasamos a casa a dejarle un mensaje en la mesa y luego vamos a ver esos episodios… —hizo una pausa con una mueca irónica—. Pero tú invitas la comida.
Caminaron unos metros más por la vereda que bordeaba el canal, riendo bajo el vapor que salía de sus bocas. Sin embargo, al doblar por una calle lateral, el ambiente cambió.
Dos hombres vestidos de negro se acercaron desde la sombra de un callejón. Ambos llevaban abrigos largos y en sus solapas resaltaban los pines metálicos de la Alianza Ōmi, brillando como advertencias bajo la luz del poste.
—¿Tachibana Ryohei? —preguntó uno, su voz grave como una amenaza.
Ryohei y Kenji se detuvieron.
—¿Quién lo pregunta? —respondió el aludido, frunciendo el ceño.
El otro hombre dio un paso adelante, mostrándose más grande de lo que parecía.
—Te estamos llamando, hermanito del señor Tachibana. No hagas esto difícil.
Kenji intentó intervenir.
—¡Oigan, esperen! ¿Quiénes son ustedes?
Pero no hubo tiempo para respuestas. Uno de los hombres empujó a Kenji de un puñetazo directo al estómago, y el otro sujetó a Ryohei con fuerza por ambos brazos.
—¡Ryo! —gritó Kenji, cayendo al suelo.
Logró reincorporarse tambaleando y corrió hacia la cabina telefónica más cercana, a unos metros de la esquina. Las monedas chocaron dentro con un sonido agudo. Marcó tembloroso, jadeando.
—Vamos… vamos… contesta…
Del otro lado, la voz de Tetsu se escuchó apenas.
—¿Hola?
—¡Secuestraron a Ryo! —soltó Kenji, con la voz quebrada—. ¡Dos hombres con pines de la Ōmi! ¡Se lo llevaron, Tachibana-san! ¡Se lo llevaron!
—¿Tú estás bien? —preguntó la voz de Tetsu, grave pero contenida.
—S-sí… solo me golpearon… —jadeó Kenji, una mano en el estómago mientras intentaba mantenerse erguido dentro de la cabina—. Pero se lo llevaron. No sé dónde.
Del otro lado, se hizo un silencio espeso. Apenas se oía el crujido de la línea telefónica.
—Creo saber adónde lo llevaron —dijo por fin el interlocutor, su tono bajo, medido—. Tú no te preocupes. Me encargaré de esto.
—Pero… ¿y si…?
—Kenji-kun, escúchame bien —interrumpió Tetsu, más firme que nunca—. Regresa a tu casa. No le digas a tus padres lo que pasó. Si preguntan, diles que se separaron como siempre en la calle antes de tomar caminos distintos. Que seguro Ryohei ya está en casa.
—No creo que me crean… —musitó, con la garganta apretada.
—Haz lo posible. Quédate tranquilo. Llamaremos a tu casa cuando Ryohei esté a salvo.
Y colgó.
El concreto crujía bajo los pasos apresurados de los hombres.
Afuera, el murmullo nocturno de Sotenbori se escuchaba lejano, como si otro mundo respirara mientras la muerte acechaba en este. En el interior del viejo edificio —alguna vez un club nocturno clausurado—, el aire olía a humedad, sudor, pólvora y miedo.
Ryohei abrió los ojos de golpe. Le dolía la cabeza, tenía las manos atadas a una tubería oxidada, los labios secos y una capucha de saco basto cubriéndole el rostro. Solo veía oscuridad. Pero oía.
—¿Crees que Tachibana vendrá por este crío? —decía una voz ronca, más cerca de lo que desearía.
—Claro que sí. Es su hermano. Esa rata china va a venir arrastrándose. Y cuando lo haga, lo quebramos también.
Intentó moverse. Apenas un quejido escapó de su garganta, pero bastó para que una bota le aplastara el estómago.
—Cállate. Ya sabrás para qué sirves.
Tosió, escupiendo saliva. El metal del suelo estaba frío bajo su mejilla. Y entonces, el infierno estalló.
Un disparo seco. Otro. Luego otro más. Un grito. Un cuerpo cayendo. Y una puerta reventando de una patada.
—¡¿Dónde tienen a mi hermano, hijos de puta?! —rugió una voz que congeló el aire.
Tetsu Tachibana irrumpió como una tormenta.
Vestía de negro, el abrigo largo ondeando tras él como sombra viva. Su pistola semiautomática humeaba. A su lado, Oda gritaba instrucciones, flanqueado por los hombres de su célula clandestina. En sus rostros no había dudas: venían a matar.
—¡En el fondo, jefe! ¡Está en el cuarto del generador! —gritó uno de ellos, cubriéndose con una mesa volcada.
—¡Muévanse! —ordenó Tetsu, disparando a quemarropa a un yakuza con una navaja. El impacto lo levantó del suelo antes de desplomarse sin un gemido.
Oda pateó una puerta, derribando a otro de un culatazo. Dentro, Ryohei se incorporaba como podía, los ojos anegados, jadeando bajo la capucha.
—¡Oda-san! ¿Mi hermano está acá? —gritó al reconocer su voz.
—Tranquilo, chico… —respondió mientras le quitaba la capucha—. Está aquí. Vámonos.
Un secuaz se agachó a desatarlo. Cuando Ryohei se puso en pie, sus piernas temblaban, pero su mirada ardía. Salieron al pasillo, y entonces lo vio.
La masacre.
Había sangre por todas partes. Las luces parpadeaban, cubriendo la escena de un rojo intermitente como si el infierno mismo latiera en ese corredor.
Varios cuerpos yacían en el suelo. Todos llevaban pins de la Alianza Omi. Uno de ellos era el grandote que lo había tomado como rehén: estaba de espaldas, la garganta cortada, el cuchillo aún en la mano.
Ryohei se quedó helado. Le temblaban los dedos. No podía dejar de mirar los cadáveres, las balas incrustadas en las paredes, la sangre que goteaba desde una lámpara rota.
—No mires, chico —dijo uno de los hombres, empujándolo con suavidad hacia la salida—. Ya pasó.
Pero justo cuando Oda se volvía para cubrir la retirada, un grito lo alertó.
—¡Atrás, idiota!
Un yakuza embistió con una katana corta, buscando atravesar su pecho. No alcanzó. Tetsu se interpuso. Fue solo un segundo. Un destello de acero. Un tajo. Un alarido. La katana segó carne y hueso.
El brazo derecho de Tetsu cayó al suelo con un golpe húmedo.
—¡Jefe! —rugió Oda, disparando al atacante. El cuerpo del yakuza se desplomó, dejando un charco espeso.
Tetsu cayó de rodillas. Su abrigo se empapaba rápidamente. El muñón sangraba a borbotones. Su rostro estaba pálido, pero sus ojos, encendidos.
Su hermano se congeló. Sintió un frío que no venía del aire, sino del alma.
—¡Tetsu! —corrió hasta él—. ¡No! ¡No, no, no!
Se quitó el cinturón con manos temblorosas, lo apretó sobre el codo como torniquete improvisado. La sangre manchaba sus manos, el suelo, la ropa.
—Tranquilo… Xiǎo Hǔ… —murmuró Tetsu, con la cabeza inclinada hacia atrás—. Estoy bien… estoy…
—¡Cállate! ¡No hables! ¡No… no te mueras! —le suplicaba Ryohei, con lágrimas desbordadas, la voz quebrada—. ¡Por favor, por favor…!
Oda cayó de rodillas al lado opuesto, con una toalla rasgada que presionó sin vacilar.
—¡Hay que llevarlo ya! ¡YA!
—Estoy orgulloso de ti… —susurró Tetsu, sonriendo con los labios rotos—. Hiciste… lo que yo no pude… te protegiste.
—¡No digas eso! ¡No digas esas mierdas ahora! ¡Te vas a salvar! —lloró el joven, sacudiéndolo suavemente—. ¡No me dejes!
Los ojos de Tetsu se cerraron, no por la muerte, sino por el agotamiento brutal. Oda lo levantó del suelo con ayuda de sus hombres. Otros rodearon a Ryohei, que no soltaba su mano, aún manchada de sangre.
El edificio olía a pólvora, muerte y venganza. Afuera, la ciudad seguía viva, indiferente. Pero para Ryohei, algo dentro de él acababa de morir.
Y algo nuevo… acababa de despertar.
Horas más tarde. Hospital clandestino – sala de cirugías
El lugar olía a desinfectante barato y sudor. Las lámparas halógenas colgaban como soles estériles, bañando de un blanco crudo los quirófanos improvisados entre cortinas corroídas. La luz vibraba levemente, lanzando sombras que danzaban sobre las paredes marcadas por humedad y viejas salpicaduras secas.
Desde una cabina telefónica en la calle, Ryohei había logrado contactar a Kenji. Le explicó que estaba fuera de peligro, pero omitió detalles. Le habló de Tetsu, de la herida, de la sangre. Su amigo quiso ir, pero no se lo permitió. No podía arrastrarlo a aquel mundo.
Ahora, frente a él, el médico que los había atendido se limpiaba el sudor del cuello con un pañuelo gris.
—Logramos estabilizarlo… —comenzó, con voz baja—. Cerramos la herida, pero perdió mucha sangre.
Hizo una pausa tensa, como si le pesara cada palabra.
—Sus riñones están comprometidos. El daño es serio.
Jun Oda, apostado junto a una silla metálica, apretó los puños sobre las rodillas.
—Todo esto es culpa mía…
El doctor no respondió al comentario, solo dejó escapar un suspiro antes de continuar:
—Va a necesitar un largo proceso de recuperación. Instalaremos una prótesis metálica, pero… —bajó la mirada— lo más probable es que necesite diálisis cada dos días. Por el resto de su vida.
Ryohei tragó saliva. Su voz salió baja, casi como un niño pidiendo permiso.
—¿Puedo verlo?
—Aún está bajo los efectos de la anestesia que usamos para la cirugía —explicó el hombre—. Pero puedes pasar. Solo… intenta no hacer ruido.
Con gesto firme, Oda le apoyó la mano en el hombro.
—Ve. Ahora más que nunca… él necesita verte.
El muchacho asintió, pero antes de dar un paso, detuvo su avance.
—Antes de entrar… quiero que me digas la verdad. ¿Ustedes trabajan para la yakuza?
El silencio se sintió denso. Ni el pitido del monitor logró disiparlo.
—No somos parte de la yakuza —respondió, sin alterar el tono—. Pero tampoco somos ajenos a ese mundo.
Hizo una pausa, después sonrió con algo de tristeza.
—Deberías hablar con el jefe. Contarte todo. Y tú también… deberías contarle lo tuyo, ¿no crees?
Ryohei frunció el ceño, confundido.
—¿"Lo mío"?
—Sí, sabemos de qué se trata. Y créeme, está a salvo conmigo. Nadie va a hacerte daño por eso.
Cruzó la cortina con pasos silenciosos.
La habitación olía a suero y electricidad. Tetsu reposaba en la camilla, envuelto en sábanas grises. Su brazo izquierdo estaba cubierto de tubos, conectados a la máquina de diálisis que gorgoteaba con un ritmo hipnótico, casi maternal. El derecho… no estaba.
Ryohei se acercó. El monitor marcaba sus latidos con insistencia. Uno, dos, tres.
De pronto, los párpados del herido se entreabrieron. La mirada era pesada, pero viva.
—Ry… o…hei… ¿estás bien?
La voz era un susurro roto, pero bastó para que el menor contuviera el aliento.
—Sí… unos golpes nada más, pero… —apretó los dientes— dime la verdad. ¿Trabajas para la yakuza?
El silencio no fue inmediato, sino progresivo. Tetsu giró lentamente la cabeza hacia la pared, como si allí encontrara consuelo.
—No importa en qué mundo me mueva, ni lo que haya hecho —murmuró, sin mirarlo—. Lo único que importa es…
—No. —La interrupción fue seca—. No me digas que no importa. Mataste a esos hombres. ¿Quién sabe cuántos más?
La culpa flotó como un vapor invisible entre los dos. El mayor no respondió enseguida.
—Mis manos están manchadas… lo sé. Pero si tuviera que volver a matar para protegerte, lo haría. Sin dudarlo.
Los ojos de Ryohei se empañaron. Respiró hondo, obligándose a no parpadear.
—Entonces deja esta vida. Por favor…
Tetsu cerró los ojos unos segundos, negando con la cabeza.
—No es tan fácil. Hay deudas, compromisos. Se necesita dinero, y rápido…
—Encontraremos otro camino. —Su tono cambió, ganando fuerza—. Ya tomé mi decisión.
Se acercó un poco más.
—Voy a ser médico. Me encargaré de ti, de tus tratamientos, de tus heridas. No pienso permitir que me dejes. No así.
El rostro de su hermano mayor se relajó. Una sombra de ternura lo cruzó.
—¿Médico, eh…? —La idea parecía absurda y maravillosa al mismo tiempo—. Está bien. Nos iremos de Sotembori. Conozco a alguien en Kamurocho… un anciano que podría acogernos. Si me acepta.
—Chen-san —respondió el menor con un atisbo de sonrisa—. Ya hablaré con él. Y nos iremos con Oda y los demás si hace falta, pero jura que vas a dejar ese mundo atrás.
Una pausa se instaló. Larga, silenciosa. Luego, con la voz más baja, casi en un hilo, Ryohei añadió:
—Además… hay algo más que debo contarte.
Tetsu ladeó el rostro para mirarlo.
—Es difícil, pero… tiene que ver conmigo. Con lo que soy. Yo… soy gay.
Al decirlo, una imagen fugaz cruzó su mente: la primera vez que sintió ese miedo, en una ducha escolar, cuando evitó mirar a alguien por temor a delatarse. El agua cayendo como cuchillas, y él, fingiendo normalidad entre murmullos que no entendían de matices.
Sus palabras quedaron flotando en la habitación como una hoja a punto de caer. Temblaban, pero no retrocedieron.
Su hermano lo miró. Sus pupilas brillaron con algo que no era ni sorpresa ni rechazo.
—Ya lo sabía —dijo, con una sonrisa apenas esbozada—. Siempre lo supe. Y nada va a cambiar eso. Te amo, hermanito. Igual que cuando te escondiste en ese barco, llorando de frío… creyendo que eras una carga.
—Hermano…
El silencio volvió, pero ahora era distinto. Ya no dolía. Solo acompañaba.
Ryohei bajó la mirada hacia la máquina. El zumbido constante de la diálisis era un recordatorio de la fragilidad de la vida. De la deuda que aún cargaba.
Con cuidado, soltó los dedos de su hermano y los dejó descansar sobre la sábana limpia.
—Desde ese día… sus riñones nunca volvieron a funcionar del todo.
Kiryu, de pie junto a él, frunció el ceño. Lo había escuchado todo, en silencio.
—Nunca habría imaginado que un hombre como él… vivió algo así.
El menor no respondió. Se inclinó, volvió a tomar aquella mano maltrecha con la suya. Tetsu, aunque dormido, apretó con fuerza.
Oda, hasta entonces en segundo plano, dio un paso al frente. Su voz rompió la quietud con la solemnidad de quien carga también con la memoria.
—Perdió demasiada sangre. Necesitaba una transfusión urgente… pero es de tipo negativos. Solo uno de nosotros podía ayudarle.
Kiryu lo miró, sorprendido.
—¿Negativo?
—O negativo, Kiryu-san —afirmó Ryohei—. Yo.
El murmullo de las máquinas continuó, indiferente. Aferradas a la vida que aún no se rendía.
Kiryu asintió, mirando por un momento a Ryohei y después desviar la vista hacia el subordinado, tenía preguntas que necesitaba respuesta sobre el estado de salud de Tetsu.
—¿Así que Tachibana debe dializarse? —preguntó, con una voz grave, cargada de inquietud.
Su compañero asintió en silencio. El gesto fue lento, casi resignado.
—Día por medio… de lo contrario, morirá.
No añadió nada más por unos segundos. Aquel hecho, pronunciado en voz alta, parecía dolerle cada vez que lo repetía. Como si fuera una herida que no cerraba.
Se irguió apenas, apoyando ambas manos en los bordes de la cama.
—Por eso también tomé la decisión de estudiar medicina —añadió, sin titubear—. No quiero volver a temblar sin saber qué hacer.
Su mirada se posó en la prótesis de metal que emergía del cuerpo de su hermano, como un recordatorio constante de aquella noche.
—Mis manos temblaban… no supe si estaba haciendo lo correcto. No quiero volver a sentirme así… impotente, cuando alguien sangra frente a mí.
Con cuidado, volvió a tomar la mano de Tetsu. La máquina seguía emitiendo su murmullo monótono, como un reloj que marcaba el precio del tiempo.
—No quiero que los días se me escapen entre los dedos… como aquella noche. No quiero perder a nadie más… como casi lo perdí a él.
Nadie respondió. Solo el zumbido constante acompañó sus palabras, como un eco sordo de todo lo que había permanecido callado durante años.
Tras un instante, Kiryu no pudo evitar alzar la voz con una duda que lo rondaba.
—¿Y en ese estado… se atreve a enfrentarse a la yakuza?
—Si el jefe estuviera en perfectas condiciones, ganaría con una sola mano —intervino Oda, con una mezcla de orgullo y resignación—. Con ambos riñones funcionando, ni siquiera habría necesitado a la inmobiliaria ni a nosotros tres para resolver esto.
Ryohei bajó la cabeza, suspirando hondo. Recordó aquella conversación que tuvo con Tetsu tiempo atrás, una opción desesperada que estuvo dispuesto a ofrecer. Su voz se volvió más apagada al compartirlo:
—Le propuse donarle uno de mis riñones. Pero él se negó, sin pensarlo dos veces.
Alzó la mirada hacia Kiryu, intentando explicar algo que aún pesaba.
—Me dijo que, si lo hacía, me llevaría con él en cada diálisis. Que si yo me debilitaba por su culpa… sería como perdernos a los dos.
Sus palabras se suspendieron en el aire. La amarga ironía no necesitaba ser explicada.
La luz parpadeante de la máquina volvió a marcar su presencia, como si recordara a todos en esa sala que el tiempo no se detenía. Que el precio de proteger a alguien podía ser invisible, pero no menos real.
Kiryu miró en silencio a su compañero, que aún sujetaba la mano de su hermano con una firmeza inquebrantable. Un pensamiento fugaz lo cruzó: si Nishiki o Kazama hubiesen necesitado un trasplante, él también habría ofrecido su cuerpo sin dudar.
Pero sabía que ambos habrían reaccionado igual que Tetsu. Negándose.
Exhaló suavemente, fijo su vista en Oda, buscando en su semblante una respuesta más concreta.
—¿Y ahora qué hacemos?
—Esperar a que el jefe despierte —respondió el mayor, con el ceño levemente fruncido—. No te preocupes. Los Dojima no tiene ojos en este sitio. Se llama Little Asia. ¿Has oído hablar de él?
Kiryu ladeó la cabeza, intrigado.
—¿Little Asia?
—Es el lugar al que iba después de entrenar… antes de dormir en tu apartamento —intervino Ryohei, recordando sus rutinas recientes con una media sonrisa.
—Es pequeño, pero ideal para inmigrantes asiáticos —añadió Oda—. Está lejos del alcance de los Dojima. Además… no todos aquí tenemos raíces puramente japonesas.
Kiryu no se sorprendió. Ya lo había intuido. En una ocasión, Su compañero había usado su linaje mixto para zafarse de problemas con la policía, permitiéndoles investigar sin levantar sospechas.
Oda esbozó una sonrisa algo burlona.
—Tampoco es un secreto a voces. La única razón por la que Tachibana Real Estate ha resistido fuera del Clan Tojo… es este lugar. Little Asia es casi sagrado. Todas las tiendas pagan protección, y así, nuestro pequeño barrio sobrevive.
Ryohei asintió, su tono fue más reflexivo que esperanzado.
—Mientras sus habitantes se mantengan dentro, la yakuza no se atreverá a tocarlo… ¿cierto?
—Exactamente. Es un trato justo —confirmó Oda, con un dejo de solemnidad.
Kiryu aceptó la explicación, aunque las dudas persistían.
—Entiendo… pero si nos descubren aquí, ¿ese trato no se rompe? Los Dojima arrasaría con todo.
—Sí… pero pagamos un precio extra. Un soborno más alto para compensar el riesgo —dijo Oda con serenidad.
De pronto, la puerta se abrió sin previo aviso. Un hombre desconocido entró en la habitación.
El ex yakuza se tensó, llevándose una mano al cinturón por instinto, pero Ryohei colocó una mano tranquilizadora en su hombro.
—¿Quién es él? —inquirió con desconfianza.
—Un subordinado del anciano del que hablamos —respondió Oda con calma, mientras el recién llegado se posicionaba al frente.
El sujeto los evaluó con una mirada rápida. Después, se inclinó levemente ante Ryohei.
Con un acento marcado, pronunció con seriedad:
—El viejo Chen quiere verte. Y lleva al japonés contigo.
Oda asintió, respondiendo en el mismo tono. El hombre se retiró sin más.
Ryohei bajó la vista hacia su hermano.
—Vayan ustedes dos. Me quedaré hasta que despierte.
—¿Algún problema? —preguntó Kiryu, frunciendo el ceño.
—Solo quieren hablar contigo —aclaró Oda—. ¿Estás seguro de quedarte, chico?
—Sí —respondió con firmeza—. Cuando despierte, lo llevaré. Intervendremos si es necesario. Pero recuerden que a Chen-san no le gusta recibir visitas imprevistas…
Las callejuelas de Little Asia se sentían más angostas esa noche, como si las paredes se cerraran lentamente sobre sí mismas. Las luces de los negocios apenas lograban romper la penumbra. Había vida, sí, pero con un murmullo diferente, como si todos contuvieran el aliento.
Las miradas se dirigían una y otra vez hacia la entrada del hospital clandestino, donde los forasteros se refugiaban. Nadie se atrevía a acercarse, pero todos sabían que algo se cocía ahí dentro.
Oda caminaba con paso firme, pero Ryohei notaba que sus hombros estaban más tensos de lo habitual. No era solo la visita a Chen.
Había historia. Heridas abiertas que nunca se cerraron del todo.
—Debo admitir… —murmuró Oda, con media sonrisa— no parece que vaya a ser una fiesta.
Ryohei soltó una risa baja, casi involuntaria. Luego adoptó un tono serio, como imitando la autoridad de su hermano.
—Seguramente estará en uno de los restaurantes chinos.
Kiryu asintió en silencio.
Antes de salir, el exyakuza se giró una vez más para mirar a Tetsu. El hombre dormía profundamente, con el rostro más relajado, el cuerpo aún conectado a la máquina. Luego, posó la mirada en Ryohei.
El joven sostenía la mano de su hermano con fuerza serena. Sus ojos no eran tristes, pero tampoco en paz. Mostraban una determinación silenciosa.
Lo comprendió. No hacía falta decir nada más. Salió junto a Oda, hacia una conversación que —como tantas en Kamurocho— prometía cambiarlo todo.
Chapter 14: "Sobrevivir la noche, enfrentar el destino"
Summary:
Una noche sin techo, entre lonas y cicatrices invisibles.
Ryohei y Kiryu se ocultan entre los vagabundos de Kamurocho tras un conflicto generacional que deja marcas emocionales. Lo que parece una pausa en la guerra por el Lote Vacío, se transforma en una velada de introspección, camaradería y decisiones que marcarán el rumbo del mañana. En la oscuridad, los lazos se refuerzan más allá del honor y los títulos.
Pero en este mundo, ni siquiera la noche ofrece descanso verdadero. Un nuevo encuentro, una conversación inesperada y una reunión inminente reavivan el fuego del conflicto.
¿Estarán preparados para lo que viene?
Chapter Text
“Sobrevivir la noche, Enfrentar el destino”
La puerta se cerró con el clic habitual, dejando a Ryohei a solas con su hermano, cuyo rostro lucía más sereno.
Dormía profundamente, ajeno al zumbido constante de la diálisis.
Con cautela, arrastró una silla hasta la cama y se sentó. Sujetó la mano metálica de Tetsu con fuerza, como si pudiera transferirle algo de su energía. El murmullo regular de la máquina marcaba el paso del tiempo, acompasado al latido silencioso de su ansiedad.
Pasaron minutos antes de que el médico regresara. Con movimientos seguros, desconectó el aparato para que el paciente pudiera descansar sin esa vibración invasiva que parecía impregnar las paredes.
Tetsu abrió los ojos lentamente, parpadeando para enfocar. Lo primero que vio fue el rostro de su hermano, aún aferrado a su mano. Aquel apretón, más elocuente que cualquier palabra, condensaba un afecto pocas veces expresado tan abiertamente.
—Ryohei… —murmuró con voz débil, aunque cargada de ternura—. ¿Dónde están Oda-san y Kiryu-san?
—Estuvieron aquí hace un rato. —Sonrió, aliviado de oírlo hablar—. Fueron a hablar con Chen-san. Él los citó.
Ese breve intercambio bastó para reafirmar lo que ambos sabían desde siempre: el lazo entre ellos era inquebrantable. Sin embargo, al intentar incorporarse, la expresión de Tetsu se tornó más severa. Ryohei lo ayudó enseguida, conteniendo el impulso de obligarlo a quedarse quieto.
—No deberías forzarte —le advirtió mientras acariciaba con cuidado el brazo, cubierto ahora por vendajes limpios—. Acabas de salir de diálisis y estás débil.
Tetsu asintió con una leve sonrisa, reconociendo la verdad en las palabras de su hermano. Pero esa serenidad duró poco. Su rostro adoptó un matiz sombrío, como si recordara algo desagradable.
—Tengo un mal presentimiento sobre esa reunión —murmuró—. Creo que deberíamos intervenir.
—¿Intervenir? ¿Por qué? —Ryohei frunció el ceño, inquieto por el tono en que lo dijo.
El mayor no respondió de inmediato. Con ayuda de su hermano, logró sentarse al borde de la cama. Luego señaló sus ropas dobladas sobre una silla.
Ryohei obedeció en silencio, mientras inspeccionaba el brazo donde estaba la fístula. A través del vendaje no se detectaban filtraciones ni signos de sangrado. Aliviado, empezó a ayudarlo a vestirse: primero la camisa, abotonándola con paciencia; luego la corbata, el pantalón y la chaqueta.
Cada prenda colocada con respeto, como si el acto fuera parte de un ritual entre hermanos.
—No tenías que hacer todo eso —murmuró Tetsu, casi con pudor.
—¿Cómo que no? —replicó Ryohei, arqueando una ceja—. Soy tu hermano. Y si tengo que vestirte y darte de comer en la boca, también lo haré.
El mayor exhaló un suspiro largo. Acomodado al borde de la cama, lo miró con una mezcla de ternura y preocupación, como si quisiera decirle algo que todavía no se atrevía.
—Tengo la sospecha de que Chen-san no permitirá que Kiryu pase la noche aquí —dijo finalmente, con un suspiro más largo que los anteriores—. Puede que sea por el hecho de que es japonés. O por algo más antiguo… algo que aún duele.
—¿A qué te refieres? —preguntó el menor cruzándose de brazos, con una ceja arqueada.
—Hubo un incidente… antes de que nosotros llegáramos de China. Un suceso que obligó a muchos a refugiarse en este rincón del distrito, formando su propio enclave. —Su voz se volvió más áspera—. Los responsables fueron Sohei Dojima… y también Shintaro Kazama.
—¿A qué evento? ¿Qué ocurrió?
—No quiero entrar en detalles, pero... muchos de los nuestros murieron. Mujeres, niños… y la herida sigue abierta, aunque pasen los años.
Un silencio espeso cubrió el cuarto.
—¿Entonces crees que Chen-san no lo dejará quedarse solo por eso? ¿Por ser japonés? Si es así… yo tampoco debería estar aquí.
Tetsu esbozó una sonrisa leve, aunque la fatiga aún pesaba en su rostro.
—Eres mi hermano. Y para Chen, aunque tengas papeles japoneses, sigues siendo chino. Eso basta para que te acepte como uno de los suyos.
—Lo entiendo, pero… —Ryohei desvió la mirada, buscando las palabras justas—. Si le explicamos la situación… que Kiryu-san no pertenecía a la yakuza en ese entonces, quizás le permita quedarse. Puedo hablar con él. Suelo lograr que me escuche.
Siguió un silencio denso, interrumpido por el gesto de Tetsu al extender su mano. Su hermano lo sostuvo con firmeza, ayudándolo a incorporarse. Sus miradas se cruzaron: una mezcla de resolución y ternura vibraba en los ojos del mayor.
—Eso es lo que quiero intentar… aunque no podemos descartar que nos lo niegue —admitió, sin rodeos.
El menor frunció el ceño, intuyendo que había algo más detrás de esa cautela.
—¿Y si, aun así, se niega?
Tetsu tardó un segundo en responder, como si evaluara el peso de lo que estaba por decir.
—Tengo un plan… pero voy a necesitar tu ayuda. Aunque puede que te exponga más de lo que me gustaría.
—Te escucho —respondió Ryohei sin dudar.
El hermano mayor esbozó una media sonrisa y se giró con esfuerzo hacia él.
—Toma tu bolso, Ryohei… Quiero que no te separes de Kiryu-san. Al menos por esta noche.
No dudó ni un segundo.
Cruzó la habitación, tomó su bolso médico y lo colgó al hombro con gesto decidido.
Luego volvió junto a Tetsu, rodeándolo con el brazo sin necesidad de palabras. Lo sostuvo con firmeza, ajustando el paso para acompañarlo. Aunque el mayor lucía más repuesto tras la diálisis y el breve descanso, Ryohei no podía evitar esa postura protectora, casi instintiva, que nacía desde el corazón y hablaba por él.
—Vamos… —murmuró, guiándolo con cuidado hacia la puerta.
Pero Tetsu se detuvo un momento, mirándolo con seriedad.
—Antes de ir… necesito que te mantengas tranquilo. Pase lo que pase con Chen-san, prométeme que no perderás la calma.
Ryohei alzó una ceja, pero no respondió de inmediato. Sabía a qué se refería. Chen podía ser hiriente, especialmente con quienes no consideraba parte de los suyos. Y Tetsu conocía demasiado bien el temperamento impulsivo de su hermano.
—Te conozco —añadió con un suspiro—. Sé cómo eres… y también sé que, si te dejas llevar, puedes terminar diciendo cosas de las que luego te arrepientas.
El menor lo miró por unos segundos antes de desviar la vista hacia la salida. Sus labios se apretaron en una línea tensa.
—Trataré de controlarme… pero no puedo prometer nada.
Tetsu esbozó una pequeña sonrisa, más agotada que divertida, y asintió con lentitud.
—Con eso me basta.
El sonido de sus pasos resonaba suavemente en los pasillos de Little Asia, donde el bullicio de la vida nocturna se entrelazaba con la calidez de un refugio oculto entre las sombras de Kamurocho.
El aire estaba impregnado del aroma a especias orientales y comida recién hecha, creando un contraste desconcertante: la familiaridad acogedora del barrio frente a la tensión latente que los aguardaba tras la siguiente puerta.
Desde el otro lado, la voz de Chen emergía con firmeza, teñida de memorias que aún dolían. Hablaba de un pasado que se negaba a olvidar: el incidente que marcó a su comunidad y que involucró a Sohei Dojima y Shintaro Kazama.
Oda intentaba intervenir, señalando que Kiryu no tuvo participación alguna, que era apenas un niño cuando aquello ocurrió, pero el anciano se mantenía inflexible.
No era cuestión de nacionalidad, sino del vínculo —por lejano que fuese— con los culpables de una masacre que aún sangraba en su memoria.
—Kiryu-san no puede quedarse aquí —dictaminó Chen con voz firme—. Lo buscan los Dojima… y la policía.
Del otro lado de la puerta, Ryohei apretó los puños con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos.
—Tienes que calmarte… —lo detuvo su hermano, sujetándolo por el hombro. —Sabíamos que esto podría pasar.
—Perdóname, pero no puedo quedarme callado.
Sin pensarlo, empujó la hoja con un golpe seco, irrumpiendo en la sala con pasos duros. Tetsu lo siguió de cerca, en silencio.
—¿Así que eso es todo, Chen-san? —espetó el joven, controlando a duras penas el temblor en su voz—. No voy a fingir que me sorprende… pero creí que aquí las cosas eran distintas.
Su mirada era dura, afilada. Cada palabra cargaba decepción más que rabia.
—Si Kazuma Kiryu no es bienvenido, entonces yo tampoco lo soy.
El anciano ni se inmutó. Pero en su expresión apareció un destello de algo más profundo: reconocimiento. Había visto crecer a Ryohei. En más de un sentido, había sido como un abuelo para él.
—Xiǎo Hǔ… —murmuró con lentitud—. Tu situación y la suya no son comparables.
—Para mí, sí lo son —cortó Ryohei, clavando los ojos en los del anciano—. Ya decidiste. No necesito oír más excusas.
El silencio se volvió espeso. Chen lo sostuvo con la mirada, pero no respondió. El joven sintió una punzada incómoda en el pecho. Ese lugar, que una vez había sentido como hogar, ahora le parecía ajeno.
Los demás observaban en silencio. Nadie se atrevía a intervenir. Sabían que aquello era más que una discusión sobre Kiryu. Era una herida vieja abriéndose.
Tetsu, aún débil tras la diálisis, dio un paso al frente. Su voz fue grave, firme:
—Ya basta. —Su tono no admitía réplica—. No puede haber diálogo sin respeto, Oda-san. Y Ryohei, eso también va para ti.
El aludido frunció el ceño, listo para replicar, pero la mano de su hermano se posó nuevamente sobre su hombro. El gesto fue suave, pero claro: basta.
Ambos intercambiaron una mirada sorprendida. Tetsu avanzó con lentitud hasta situarse frente a Chen. Hizo una reverencia breve, digna.
—Chen-san… lamento las molestias —dijo con calma—. Como sabes, tu decisión es ley aquí. Y como invitados, debemos respetarla.
—Pero no es justo —interrumpió Ryohei, dando un paso al frente—. Castigar a alguien por un crimen que ni siquiera presenció… ¿ni una noche? ¿Eso también está en tus principios?
Kiryu lo observó, percibiendo la rabia acumulada. Oda mantuvo la vista baja, en señal de respeto.
—Es suficiente —intervino Kiryu al fin, su voz baja pero cortante—. El anciano ya decidió. Buscaré otro sitio.
Antes de que pudiera moverse, Ryohei alzó la voz:
—No pienso dejarte solo. Si tú te vas, yo me voy contigo.
Chen observó al joven con una expresión impasible. Había afecto en su mirada, pero también el peso de décadas de decisiones difíciles. Volvió la vista hacia Kiryu, midiendo el peligro latente.
Finalmente, habló con un tono más suave:
—¿No quieres una taza de té?
La risa de Ryohei fue seca, sin rastro de humor.
—¿Té? —repitió, incrédulo—. Le niegas refugio y luego ofreces hospitalidad como si no pasara nada. Viejo cínico…
—Ryohei —murmuró Kiryu, posando una mano firme en su hombro. —No es necesario, en serio.
—Pero…
El contacto fue suficiente para apagar el incendio. Su compañero bajó la mirada, respirando hondo.
—No te preocupes —añadió Kiryu, dirigiéndose al anciano con una leve inclinación de cabeza—. Le agradezco su oferta. Y lamento las molestias.
El anciano no respondió de inmediato. Solo lo observó en silencio, y luego desvió la mirada hacia Ryohei. No había dureza en sus ojos, ni reproche. Solo la melancólica resignación de quien entiende que el muchacho al que una vez cuidó ya no necesita su aprobación.
Mientras los demás se alistaban para marcharse, Chen musitó en voz baja, apenas audible, como si hablara solo:
—El Tigre sacó las garras para proteger a los suyos… Estoy orgulloso de ti, chico.
Desde el ventanal de su oficina, Itsuki Murakado observaba cómo Kamurocho se envolvía en su habitual manto de neón.
Las luces parpadeaban como una promesa corrupta, mientras los callejones rezumaban secretos.
Bajo su escritorio, dentro de un tarro de basura, yacía el portarretratos trizado, el cristal astillado como el recuerdo que contenía: una imagen de él besando el vientre de su mujer embarazada. Ella, tiempo atrás, había terminado igual que el marco roto: descartada, olvidada, muerta entre la basura como si nunca hubiese existido.
Aquella escena lo visitaba cada noche, pero no con dolor. Con propósito.
El timbre del teléfono interrumpió el silencio con precisión quirúrgica. El hombre no se sobresaltó. Respondió como quien ya sabe el contenido de la llamada.
—¿Diga? ¿Shibusawa-san?
Hubo una pausa al otro lado de la línea, y luego una voz conocida, seca como una amenaza velada.
—En Sotembori encontraron un cadáver. Una mujer con las mismas ropas que la chica… Quiero que confirmes si es ella.
Murakado ladeó apenas la cabeza, como quien oye la confirmación de una hipótesis bien formulada.
—Tenía entendido que Homare Nishitani debía traerla viva —comentó con voz neutra, como si se tratara de una estadística.
—Correcto. Pero si se confirma que el cuerpo pertenece a Makoto Makimura, entonces todo el Solar Vacío pasará a manos de Ryohei Tachibana. No podemos permitirlo. Confirma. Y si Nishitani falló…
La voz se hundió en un silencio ominoso antes de concluir:
—Elimínalo.
Murakado cerró los ojos un instante.
—Entendido.
—Una cosa más. Yo también iré. Nos veremos en el lugar de siempre.
El clic de la línea al cortarse fue más pesado que de costumbre. El yakuza dejó el auricular en su sitio con una calma inquietante. Se tomó unos segundos, sacó un cigarrillo, lo encendió y dio una calada profunda.
—Así que al final… Nishitani jugó sus cartas. —El humo escapó por entre sus labios como un suspiro satisfecho—. No esperaba menos de un perro rabioso con modales de cortesano.
Se levantó despacio. Su abrigo largo colgaba de la percha como un manto de sombras. Se lo puso con la ceremonia de un verdugo y caminó hacia la puerta. Pero antes de salir, se detuvo y presionó un botón junto al intercomunicador.
—Asegúrate de que el prisionero reciba alimento, solo lo justo. No quiero que muera antes de tiempo.
Hubo un silencio breve al otro lado.
—¿Instrucciones adicionales, Murakado-san?
—Que lo mantengan despierto. Sin hablar. Sin visitas. Quiero que esté debilitado… pero consciente. El plato principal aún no ha llegado —añadió, con una sonrisa invisible en la voz.
Luego, apagó el cigarro con lentitud, como quien saborea el último acto de una ejecución postergada.
—Hora de ir al dojo. Debo informar a Hanzo de mi renuncia. Diré que mi hijo… ese bastardo que mató a Aoi… está enfermo. Qué irónico. Siempre funciona.
Y con paso medido, casi elegante, abandonó el despacho. Detrás de él, la ciudad seguía palpitando, ignorante de que un nuevo acto de su tragedia estaba por comenzar.
El aire estaba cargado de tensión, como si las últimas palabras dichas en la sala de Chen aún flotaran en el ambiente. Mientras recorrían los estrechos pasillos de Little Asia, envueltos en el murmullo tenue de las cocinas, Tetsu rompió el silencio con un suspiro.
—Lo siento, Kiryu-san… —murmuró con el ceño fruncido—. Subestimé cuánto le pesa aún a Chen-san el miedo hacia los Dojima. No creí que, después de tantos años, ese incidente siguiera tan vivo en él.
El aludido no respondió de inmediato. Recordaba que Kazama le había mencionado algo sobre lo ocurrido, aunque sin muchos detalles.
—Dijo que la familia Dojima arrasó este lugar durante su expansión… No explicó demasiado, pero me dejó claro que fue una masacre.
Oda, con los brazos cruzados, asintió en silencio antes de añadir:
—Todo eso pasó mucho antes de que nosotros llegáramos a Kamurocho. Supongo que el viejo nunca lo superó del todo.
Hasta entonces callado, Ryohei apretó los puños al costado de su cuerpo.
—Puedo entender su resentimiento… pero Kiryu-san no tiene nada que ver con eso —dijo, lanzándole una mirada decidida—. No es justo que cargue con errores ajenos. Lo mejor será irnos antes de que esto escale más de lo necesario.
El antiguo yakuza sostuvo la mirada del médico un instante y asintió.
—De acuerdo. Nos vamos. Avísennos si pasa algo.
Tetsu levantó una mano, deteniéndolos antes de que dieran un paso más.
—Puedo recomendarles un lugar donde pasar la noche. No es tan seguro como este, pero servirá por ahora: el parque del Oeste.
Kiryu frunció el ceño.
—¿El parque?
Ryohei también alzó una ceja, desconfiando.
—¿Hablas del refugio de vagabundos?
—Exacto. Es el último lugar donde alguien pensaría buscar a miembros del clan Dojima… o a quienes están en su mira. Al menos por esta noche, podrían esconderse entre ellos.
Su hermano menor lo pensó un momento.
—No es mala idea. Dudo que nuestro departamento esté a salvo —luego recordó—. Le dijiste a Ji-Yeon que se fuera, ¿cierto?
—Sí, el edificio está rodeado. Esperan que regresen.
Kiryu se llevó una mano a la nuca y murmuró con fastidio:
—No pensé que terminaría durmiendo en la calle… y con este clima.
—No es por presumir —bromeó Ryohei—, pero me preparé para esto.
—¿Ah, sí? ¿A qué te refieres?
—Ya lo verás. Vamos.
Antes de salir, el ex yakuza giró la cabeza hacia Tetsu.
—Podrías venir tú también.
El líder del grupo rió entre dientes.
—Si los tres nos movemos juntos, llamaremos la atención. Además, tengo pendientes que resolver antes de mañana.
El joven entrecerró los ojos.
—¿Preparativos?
—Nada que les preocupe ahora. Solo cuídense. Sigan actuando como el equipo que han sido hasta ahora. Y manténganse lejos del radar. ¿Entendido?
Kiryu sostuvo su mirada, luego asintió.
—Entendido.
Y sin más palabras, él y Ryohei se adentraron en la noche fría de Kamurocho, con las luces de neón brillando sobre sus espaldas como si el mundo no estuviera a punto de quebrarse.
El amanecer en Kamurocho se deslizaba con la misma indiferencia de siempre, ajeno al desgaste de quienes habían pasado la noche en vela.
Las luces de neón, aún titilantes como los últimos impulsos de un cuerpo extenuado, empezaban a apagarse. Un resplandor anaranjado se abría paso en el horizonte, y el asfalto húmedo, tocado por la brisa nocturna, reflejaba los vestigios de una oscuridad que se resistía a morir.
La ciudad no dormía. Ellos, en cambio, lo necesitaban.
Los músculos tensos por el cansancio, los pasos cada vez más pesados… Horas sin tregua comenzaban a cobrar factura, mientras la adrenalina se agotaba lentamente, dejando solo el peso sordo del cuerpo que pide descanso.
Aunque el distrito seguía siendo un hervidero de excesos y sombras, ellos solo cargaban la inercia de una noche demasiado larga.
Tras dejar atrás Little Asia, caminaron en silencio hacia el Parque del Oeste, buscando un refugio donde el brazo de sus enemigos no pudiera alcanzarlos.
Ryohei de los dos mantenía la vista al frente, el bolso al hombro, el ceño cargado de tensión. La ira aún le ardía en el pecho, pero lo que más lo inquietaba era el eco amargo de lo hablado con Chen.
—No tenías por qué hacerlo —dijo Kiryu, lanzándole una mirada de costado sin detener el paso.
—¿Y qué querías? ¿Dejarte ahí tirado como si nada? —resopló su compañero—. Eso no va conmigo.
Los callejones aún vibraban con murmullos, luces de clubes, ebrios sin rumbo y chicas con brillo en los labios. Una ciudad que nunca dormía, incluso cuando sus habitantes más sinceros solo deseaban cerrar los ojos.
Ryohei se detuvo.
—Ese viejo merecía escucharlo. No iba a quedarme de brazos cruzados —frunció los labios con rabia contenida—. No soy así. Mejor dejemos el tema.
El otro se detuvo también, mirándolo con la serenidad que a veces usaba como escudo.
—Chen-san hizo lo que debía para proteger a los suyos. Para él, Little Asia es su responsabilidad… como Tachibana lo es para ti.
No hubo juicio en sus palabras, solo una verdad incómoda que se asentó como plomo.
El joven bajó la mirada, tragándose lo que quería discutir. Reanudó el paso en silencio, pero por dentro, el torbellino no cesaba. Sabía que sus palabras habían sido crueles, nacidas del impulso.
Y, aun así, al escucharlo a él… comprendía. Chen no lo había traicionado. Solo protegía lo que amaba. Igual que él, igual que Kazama, igual que todos.
Avanzaron sin hablar.
El eco de sus pisadas marcaba el compás. A medida que se alejaban del centro, los ruidos de Kamurocho comenzaban a difuminarse. El bullicio de los bares, el parpadeo de las marquesinas, los gritos de quienes vivían para la noche… todo quedaba atrás.
El aire era más denso. El olor, distinto. Tierra húmeda. Árboles viejos. Un silencio más vivo que el del asfalto.
Habían llegado al Parque del Oeste.
A diferencia del resto de la ciudad, este lugar parecía suspendido en otro tiempo. Las sombras de los árboles se extendían bajo la tenue luz de los faroles, ocultando caminos de concreto agrietado. Más adelante, un lago artificial devolvía el reflejo pálido de la luna, y el agua ondulaba con una calma falsa, como si también estuviera guardando secretos.
No estaban solos.
A lo lejos, dispersos en grupos pequeños o acurrucados en rincones oscuros, los olvidados de Kamurocho se resguardaban bajo techos improvisados de cartón y mantas agujereadas. Sus miradas, apagadas por la costumbre, se alzaban por unos segundos antes de hundirse otra vez en la monotonía de la supervivencia.
Algunas hogueras chisporroteaban dentro de latas oxidadas, ofreciendo apenas un soplo de calor contra la humedad nocturna. Otros simplemente yacían envueltos en telas delgadas, ajenos a una ciudad que ya no los veía.
—Así que este es el Parque del Oeste… —murmuró el del bolso, escaneando el entorno con ojos curiosos—. Para serte honesto, ni siquiera sabía que existía.
—Yo tampoco —respondió el otro, con la misma cautela de quien analiza un campo enemigo—. Será mejor que encontremos dónde refugiarnos. No quiero que nos tomen por sorpresa al amanecer.
—Vamos por allá, ese rincón parece tranquilo.
Avanzaron por los senderos de concreto, procurando no llamar la atención. A la distancia, una silueta emergió de una carpa deshilachada, sacudiéndose la suciedad del abrigo.
Kiryu lo reconoció al instante: uno de los hombres que, tiempo atrás, le había vendido información sobre Tachibana Real Estate a cambio de unas botellas baratas.
El vagabundo también lo identificó, aunque esta vez, el traje que llevaba era distinto.
—Vaya, vaya… si no es el chico que paga bien por una buena charla. —La sonrisa del vagabundo se ensanchó, marcada por la ironía.
Luego, sus ojos se deslizaron hacia el acompañante, escudriñándolo con curiosidad.
—Tu cara se me hace conocida.
Ryohei no se inmutó. Apenas un destello de tensión cruzó su mirada antes de recuperar la compostura.
—¿Nos conocemos?
—No que yo recuerde —respondió el del bolso, encogiéndose de hombros—. Solo soy amigo del grandulón acá a mi lado.
Una risa ronca brotó de su garganta. Se notaba que disfrutaba tantear el terreno.
—Y bien, ¿qué los trae por aquí?
Kiryu sabía que, si alguno de esos vagabundos asociaba a Ryohei con Tachibana Real Estate, podrían terminar vendidos al mejor postor. Lo observó con la calma que solía vestir como armadura, manteniéndose erguido.
—Perdí mi casa. Literalmente estoy como ustedes.
—¿En serio? ¿Y tu amigo? —insistió, ladeando la cabeza—. ¿También quedó en la calle?
—Éramos vecinos —intervino Ryohei, con voz neutra pero convincente—. El edificio se incendió… Solo alcanzamos a salir con lo puesto. Lo poco que tengo fue lo que logré sacar en un bolso.
La excusa, dicha con naturalidad y sin adornos, surtió efecto. El hombre relajó los hombros y se cruzó de brazos, esbozando una sonrisa ladeada.
—Bueno, bienvenidos al club. Solo les falta la ropa hecha mierda y oler a whisky barato.
Entre bromas de “bienvenida” y algún que otro comentario sobre su repentino cambio de estatus social, el exyakuza preguntó si conocía algún sitio donde pudieran pasar la noche. No pedía lujos. Algo sencillo, con tal de no congelarse, bastaba.
El hombre los observó con detenimiento, como si evaluara cuán desesperados estaban en realidad. Finalmente, se encogió de hombros.
—Pueden quedarse conmigo —dijo con una sonrisa despreocupada. Luego, añadió con tono burlón—: Pero nada de cosas raras ni mariconerías, ¿eh?
El comentario cayó como piedra en agua estancada.
Ryohei se tensó al instante.
No fue una reacción explosiva, pero sí evidente: la mandíbula apretada, los dedos crispados sobre la correa del bolso. Un gesto instintivo, automático. Kiryu lo notó de inmediato.
No hizo falta que dijera nada.
Su silencio fue suficiente. No hubo reproche explícito, solo una pausa densa, cargada de significado. Su rostro permaneció impasible, la mirada fija en el vagabundo con esa calma que no necesitaba levantar la voz para hacerse entender.
Y surtió efecto.
—Bah, era broma. No te lo tomes a mal, chico —se apresuró a decir el otro, alzando las manos en un gesto conciliador—. Mi casa es su casa. Es esa de lona azul.
Caminaron hacia la improvisada vivienda.
El suelo del parque se sentía blando bajo sus pasos, humedecido por el rocío de la mañana. Ryohei levantó la solapa con una mano y entró primero, seguido de su compañero y del anfitrión, que los observaba con ese brillo burlón de quien se divierte midiendo a los demás.
El interior era justo lo que habían imaginado: estrecho, con un piso cubierto por cartones superpuestos sobre periódicos arrugados que intentaban frenar el frío de la tierra.
Un par de mantas finas estaban arrumbadas en un rincón, junto a una bolsa de tela que probablemente guardaba todas las pertenencias del dueño. El aire tenía ese olor rancio a alcohol viejo y tabaco apagado, pero no era peor que muchos callejones en Kamurocho.
El joven dejó el bolso en el suelo. Lo abrió sin decir nada y sacó una manta gruesa que dobló con soltura antes de lanzársela a su compañero.
—Mira nada más… —ironizó Kiryu al atraparla al vuelo—. Y pensar que tú jurabas estar “preparado” para esto.
—Tsk, detalles —respondió el otro, con una sonrisa ladeada, antes de dejarse caer sobre el suelo con un suspiro pesado.
El vagabundo los miraba con curiosidad, rascándose la barba mientras esbozaba una sonrisa torcida.
—No son tan principiantes, después de todo. ¿Quién diría que hasta traían equipo?
—No lo llamaría “equipo”, pero algo es algo —replicó Ryohei, encogiéndose de hombros—. Aunque si no te molesta compartir, mejor. Kiryu-san no es precisamente pequeño… y no quiero despertarme hecho un cubo de hielo.
El comentario provocó un chasquido de lengua por parte del aludido.
No era molestia real, sino esa mezcla suya de fastidio contenido y resignación bien entrenada. Como si ya se hubiera acostumbrado a ese tipo de humor.
Las horas se estiraban con pereza, mientras la luz del día se filtraba por los bordes de la lona y el murmullo de la ciudad despertaba más allá del parque. El hambre comenzaba a rondarlos; no habían probado bocado desde que salieron de Little Asia en busca de refugio.
—Voy por comida —anunció el ex yakuza, incorporándose y sacudiéndose el polvo de la ropa.
Su compañero arqueó una ceja.
—¿Queda dinero?
Kiryu sacó unos billetes doblados del bolsillo y se los mostró.
—Guardé algo antes de que todo se fuera al demonio.
—Excelente…
El vagabundo, que los escuchaba, parpadeó incrédulo.
—¿Me dicen que tienen dinero y, aun así, pasan la noche aquí conmigo en esta carpa… en vez de buscarse un hotel barato?
—Eh… circunstancias —replicó Ryohei, estirando los brazos antes de levantarse—. Voy contigo.
El hombre los miró un segundo y soltó una carcajada ronca.
—Demonios, me caen bien.
Salieron de la improvisada vivienda y caminaron hasta una tienda cercana. Compraron botellas de agua, pan, fideos instantáneos y algo de alcohol barato. El aspirante a médico tomó una botella extra y la alzó frente a su compañero con una sonrisa ladeada.
—Para nuestro querido anfitrión. ¿Qué dices? No todos los días se tiene visita de lujo.
Kiryu resopló, pero no objetó.
Al regresar, el vagabundo silbó al ver la botella.
—Ah, ahora sí me están convenciendo. Si piensan quedarse más noches, sigan así de generosos.
—No abuses —respondió el alto, dejándose caer en el suelo y abriendo un paquete de fideos.
El otro dejó la botella sobre el regazo del hombre.
—Solo estamos pagando la estadía. Nada personal.
Su anfitrión rió entre dientes, destapó con destreza y dio un largo trago antes de soltar un suspiro satisfecho.
—Muchachos, déjenme decirles algo… Puede que estén jodidos, pero al menos lo hacen con estilo.
Los fugitivos se miraron de reojo; Kiryu soltó un suspiro resignado, su compañero, una sonrisa burlona.
—Sí, bueno… es parte del encanto.
La tarde se deslizó entre risas y bromas. El vagabundo, cada vez más cómodo con ellos, lanzaba miradas furtivas al joven, como intentando recordar de dónde lo conocía. Nunca hizo la pregunta. Tampoco ellos repararon en lo rápido que la noche cubrió la ciudad.
El cansancio seguía pesando, pero por primera vez en mucho tiempo, habían encontrado un respiro.
Finalmente, se dejaron caer sobre la enorme manta, usando algunos apósitos enrollados como improvisadas almohadas. Se acomodaron espalda con espalda, sin añadir una palabra más.
El vagabundo ya dormía profundamente, roncando con un sonido sordo y constante, pero eso no era lo que mantenía a los otros dos despiertos. Era la tensión latente en sus pensamientos, esa vigilancia instintiva de quienes saben que no pueden bajar la guardia.
Especialmente Ryohei.
El eco de la discusión con Chen seguía clavado en su cabeza, junto con la conversación que había tenido con Kiryu antes de llegar al parque.
La quietud nocturna se prolongó hasta que el exyakuza, aún de espaldas, rompió el silencio con su voz grave y serena.
—¿No puedes dormir?
El aludido suspiró y se incorporó apenas, dejando que su mirada vagara por el techo de lona, donde un par de agujeros dejaban entrever fragmentos del cielo de Kamurocho.
—No… pero voy a decir que es por culpa del viejo y sus ronquidos. —El comentario estaba teñido de ironía, aunque sus ojos carecían de diversión.
Ni siquiera él se creyó su propia excusa.
—¿A quién engaño? No es por eso.
El sonido de los insectos rompía la quietud, pero la tensión seguía colgando entre ambos como un peso invisible.
—Supongo que… —hizo una pausa, como si admitirlo costara— tendré que disculparme con Chen-san cuando vuelva a Little Asia.
Kiryu no respondió de inmediato, aunque escuchaba con atención.
—Le dije cosas horribles… —tragó saliva, sintiendo un nudo en la garganta—. Y lo peor es que… tenías razón. Solo estaba protegiendo a la comunidad.
El otro percibió el temblor contenido en su voz.
—Mi hermano me pidió que me calmara y, aun así, me dejé llevar. Quizá porque… —inspiró hondo— me siento culpable por otra cosa.
Kiryu giró apenas la cabeza.
—¿Culpable?
Una risa breve, sin humor, se escapó de sus labios.
—Por mi culpa perdiste tu apartamento. —La voz sonó más baja, como si confesara algo que había intentado negar todo el día—. Supongo que por eso me aferré tanto a defenderte con Chen-san.
Hubo otra pausa; las cigarras llenaban el silencio.
—Me sentí responsable y… bueno, terminé siguiéndote hasta aquí. ¿Ves que también soy un idiota?
La frase debería haber sonado deprimente, pero el tono sarcástico le dio un matiz de humor autoindulgente.
El otro soltó un bufido, y en lugar de regañarlo, una leve sonrisa apareció en su rostro.
—Eso ya lo sabía.
—¿Eh? ¿Qué quieres decir?
Se acomodó mejor antes de responder.
—Aunque no estuvieras involucrado, lo de mi apartamento habría pasado igual. —Hizo una breve pausa—. Todo esto es una trampa para perjudicar a Kazama-san.
—Lo sé… pero aun así…
—No es tu culpa —lo interrumpió con firmeza—. Además, tuve la oportunidad de negarme cuando Tachibana me propuso la alianza, pero acepté. Y no me arrepiento.
—Si hubieras aceptado la propuesta de Kuze de darle información… estarías durmiendo en tu cama y no aquí, a la intemperie.
—¿Y? ¿Eso es malo?
No respondió de inmediato. En la penumbra de la carpa, su expresión cambió apenas, como si aquellas palabras hubieran significado más de lo que esperaba.
—Ya dije que no me arrepiento. No pondré en peligro a quien considero mi padre… y creo que tú tampoco lo harías con Chen-san o Tachibana, ¿verdad?
La voz de Kiryu sonaba profunda, sincera.
—Así que, cuando todo esto termine, discúlpate con el anciano. Estoy seguro de que no te guarda rencor.
Ryohei cerró los ojos con una sonrisa cansada.
—Gracias, Kiryu. Prometo compensarte de alguna manera.
El tono sonaba casual, pero no ocultaba el peso de la gratitud. Sin embargo, hubo algo más que hizo que su compañero abriera los ojos de nuevo: lo había llamado simplemente “Kiryu”. Sin honoríficos, sin distancia formal.
Parpadeó, sorprendido. No era algo que le incomodara, aunque sí lo tomó desprevenido.
Siempre lo había llamado a Ryohei por su nombre de pila, más por costumbre que por cercanía, al compartir apellido con Tachibana. Y, aun así, cada vez que lo decía, sentía que el nombre quedaba incompleto.
Tal vez porque, en el fondo, todavía existía una brecha entre ellos, una que ninguno se atrevía a reconocer en voz alta.
Antes de que pudiera perderse en esa idea, la voz del otro lo devolvió al presente.
—A todo esto… —murmuró con un deje de burla— no te molesta si te llamo solo Kiryu, ¿verdad? Si quieres, puedes llamarme Ryo…
Kiryu, aún mirando el techo de lona, cerró los ojos con una leve sonrisa.
—Haz lo que quieras.
La noche avanzaba con una calma engañosa dentro de la carpa de lona. Por primera vez en días, ambos habían caído en un sueño profundo, sus cuerpos cediendo al agotamiento acumulado.
El viejo seguía roncando con una sinfonía disonante, pero ni siquiera eso perturbó el descanso de los dos hombres. Cada minuto dormido era un respiro en medio de la tormenta.
Se habían acomodado espalda con espalda, más por inercia que por necesidad, compartiendo el calor en la fría madrugada. La tranquilidad, sin embargo, no duró.
Un grito desgarró la noche.
—¡Piérdete, pedazo de mierda! ¡Tu olor me da asco!
Ambos se incorporaron de inmediato. Los músculos del ex yakuza se tensaron al instante, su instinto poniéndolo en guardia. Ryohei parpadeó con pesadez, aún atrapado en la niebla del sueño, pero la agresividad de las voces lo despejó al momento.
—¿Qué demonios…? —murmuró, frotándose los ojos antes de levantarse.
Kiryu ya estaba en movimiento.
—Espera aquí —ordenó, bajo pero firme.
—Pero… ¿y si son…?
Ignoró la pregunta y se inclinó sobre el vagabundo, sacudiéndolo del hombro con cuidado.
—Oye… despierta.
El anciano gruñó entre dientes, sobresaltado. Tardó unos segundos en reaccionar, pero cuando lo hizo, su rostro palideció al reconocer las voces.
—Mierda… —susurró, endureciendo la expresión.
Ryohei frunció el ceño.
—¿La Familia Dojima?
Negó de inmediato, y esa reacción resultó casi peor que un sí.
—No… son esos malditos… ¡Los cazadores de indigentes!
El par de jóvenes intercambió una mirada rápida. El nombre no les sonaba, pero la furia en la voz del anciano hablaba por sí sola.
Entre las sombras surgió un grupo de delincuentes. Caminaban con lentitud calculada, chaquetas de cuero baratas y pantalones raídos, pero lo que realmente imponía era la actitud: arrogante, despiadada, hambrienta de violencia.
—Pero miren lo que tenemos aquí… —el que parecía ser el líder sonrió con desprecio mientras sus secuaces se alineaban a su lado.
Uno de ellos inclinó la cabeza, evaluando al de traje blanco.
—Mira eso. Para ser un vagabundo, está bien vestido.
—No solo él —otro señaló al otro con gesto burlón—. Este imbécil parece salido de una tienda de diseñadores.
—¿Seguro que no son turistas perdidos? —rió uno más.
El anciano dio un paso atrás, tropezó y cayó de rodillas. El líder lo agarró del cuello de la camisa, levantándolo con una sola mano.
La sonrisa se borró de su rostro, sustituida por puro desprecio.
—D-Detente… —balbuceó la víctima, forcejeando.
—¿A quién vienes a dar órdenes, viejo asqueroso? —el sujeto lo zarandeó con fuerza—. Si vas a rogar, hazlo bien. Di “detente por favor”.
Antes de que pudiera continuar, un puño se estrelló contra su mandíbula como un martillo, lanzándolo de espaldas.
El bate de metal rodó por el suelo hasta detenerse a los pies de Ryohei, que lo observó en silencio mientras Kiryu bajaba el brazo, su mirada afilada perforando a los demás como cuchillas. Nadie se movió.
—¿Q-Qué… quién demonios es este tipo? —balbuceó el líder, incorporándose con dificultad.
El aspirante a médico ladeó la cabeza, dejando escapar una sonrisa envenenada.
—Solo veo a un grupo de pendejos jugando a ser adultos. Me dan lástima.
—Son menores —murmuró el ex yakuza al evaluarlos.
El cabecilla escupió sangre y soltó una carcajada ronca.
—Así es, y lo mejor de todo… siendo menores, si los matamos aquí, no nos harían nada.
Kiryu dio un paso al frente.
—¿Crees que la cárcel es lo peor que les puede pasar? —su voz grave y gélida cayó como una sentencia.
La intensidad de su mirada hizo retroceder a más de uno.
—Supongo que estos idiotas necesitan aprender —Ryohei tomó el bate y lo giró entre sus manos, un destello de emoción cruzándole los ojos—. Podría enseñarles uno o dos modales. ¿Qué dices?
—Que sea una lección que no olviden.
—Eso quería oír.
Los Cazadores de indigentes apenas tuvieron tiempo de procesar lo que sucedía.
Kiryu fue un borrón de movimientos.
Antes de que el primer golpe pudiera siquiera aterrizar, atrapó el brazo de uno de los matones y lo estrelló de cara contra el suelo con un impacto seco.
Un segundo atacante intentó sorprenderlo por la espalda, pero se giró con la precisión de un depredador, su pierna extendiéndose en una patada que le vació el aire de los pulmones. El tipo se dobló como un papel, vomitando bilis antes de desplomarse.
A un par de pasos, Ryohei sostenía el bate con ambas manos.
Sus músculos estaban tensos, no por la experiencia de un peleador, sino por la concentración de quien está leyendo un mapa invisible. Sus ojos iban del entorno a los cuerpos de sus oponentes: pies abiertos demasiado, hombros girados, rodillas con carga desigual… detalles que había aprendido a detectar estudiando anatomía en libros viejos y apuntes médicos.
No podía permitirse un error. Si fallaba, no tenía la fuerza para recuperar la ventaja.
El primero que se le acercó venía con el torso inclinado hacia delante y la guardia baja. Esperó medio segundo, notando cómo el rival respiraba por la boca. Golpeó justo en el costado, apuntando al punto donde el diafragma se contrae. El matón se dobló sobre sí mismo, buscando aire.
No se detuvo. Movió el bate hacia abajo con un ángulo medido, golpeando la cara interna de la rodilla. No hubo un crujido evidente, pero sí un grito seco y un derrumbe inmediato.
El siguiente rival dudó antes de atacarlo, dando un paso lateral. Ese instante bastó para que Ryohei detectara el peso mal repartido en sus pies: una pierna más adelantada, cuello expuesto al girar la cabeza.
Se movió rápido —no con la fluidez de un experto, sino con la urgencia de quien sabe dónde presionar— y giró el bate para rozar el lateral del cuello, aplicando fuerza controlada sobre un nervio específico.
—Cinco… seis… —murmuró, sintiendo cómo el pulso del hombre se aceleraba antes de que perdiera la fuerza en las piernas.
El matón parpadeó una vez, y se desplomó.
Lo dejó en el suelo con cuidado, pendiente de su respiración más que de celebrar la victoria.
—Reflejo vagal. —susurró para sí—. Va a despertarse… y a maldecirme cada vez que orine esta semana.
Sus manos temblaban un poco, no por miedo, sino por la descarga de adrenalina y la certeza de que un cálculo mal hecho podría haberlo dejado fuera de combate.
Mientras tanto, el último de los Cazadores cargó contra el ex yakuza con un tubo de metal.
El silbido del arma en el aire duró un instante: Kiryu lo atrapó en pleno vuelo y, sin titubear, lo devolvió con una brutalidad seca. El impacto resonó como un trueno apagado, y el atacante se desplomó de espaldas, su cabeza golpeando el suelo con un golpe hueco.
El silencio que siguió fue absoluto.
Los pocos que quedaban en pie se miraron, pálidos, y huyeron sin mirar atrás.
Kiryu exhaló despacio, ajustando el saco como si acabara de salir de una reunión, no de una pelea.
Ryohei, en cambio, soltó el bate sobre uno de los inconscientes; la punta golpeó suavemente su cabeza, un gesto más simbólico que amenazante.
—Espero que les sirva de algo. —dijo en voz baja, aunque por dentro sabía que, si volvía a pelear, todavía tendría mucho que aprender.
El líder, aún consciente, pero en el suelo, intentó moverse. Su mandíbula hinchada y la sangre en el labio le recordaban el precio de su arrogancia.
A su alrededor, los cuerpos de sus compañeros se retorcían con dificultad, algunos reincorporándose entre jadeos de dolor.
El chico que Ryohei había dormido con la presión en el cuello empezó a recobrar el sentido. Parpadeó varias veces, la mente todavía nublada. El pánico lo golpeó de lleno cuando sintió algo tibio escurriéndose por su pierna.
Bajó la mirada… y lo vio.
Una mancha oscura y húmeda se expandía en sus pantalones. Sangre. Orina. La última humillación escrita en su propia piel.
El escalofrío que recorrió su espalda no fue solo por el frío nocturno. Fue el reconocimiento de que nunca olvidaría esa noche.
Nadie dijo nada. Nadie tenía que hacerlo.
La derrota ya estaba escrita en cada hematoma, en cada hueso magullado… y en ese charco silencioso que se extendía bajo su cuerpo.
El líder los observó con terror palpable, arrastrándose hacia atrás como si eso pudiera alejarlo de la pesadilla que acababa de vivir.
Ryohei se colocó al lado de Kiryu, que permanecía con los brazos cruzados. Su sombra se proyectaba sobre el matón derrotado, y desde el suelo, este lo veía como un titán a punto de aplastarlo: un juicio viviente que no necesitaba palabras.
—A-Auch… —murmuró, escupiendo sangre mientras trataba de recomponerse. Sus manos temblaban—. ¿Pero qué demonios? ¿De qué están hechos ustedes?
Kiryu no respondió. Se inclinó con calma y lo agarró del cuello de la chaqueta, alzándolo con una facilidad alarmante. El estómago del líder se encogió, su cuerpo paralizado por una mezcla de dolor y pánico.
—O-Oye, ¡detente! —balbuceó, intentando sonar amenazante, pero la debilidad en su voz lo traicionó—. ¿Crees que puedes salirte con la tuya?!
El ex yakuza lo sostuvo un segundo más, los ojos clavados en él, más fríos que la misma noche. El chico tragó saliva: su instinto de supervivencia ya le había dado la respuesta… no tenía oportunidad.
—No es a mí ni a mi amigo a quienes debes disculparte —dijo finalmente, soltándolo con un empujón.
El tipo cayó de rodillas con un jadeo ahogado. Ryohei, que había observado en silencio, sonrió con ese aire irónico tan suyo.
Luego levantó el bate de metal y se lo tendió al vagabundo que les había dado refugio. El hombre lo sujetó con fuerza, sintiendo el frío del metal contra la piel áspera. Por primera vez en mucho tiempo, la balanza del poder había cambiado.
Se acercó lentamente al chico aterrorizado, inclinando la cabeza con una mueca de desdén.
—¿Esto es tuyo? —preguntó con voz pausada, girando el bate entre las manos—. Querías partirme la cabeza con él… así que, me da a entender que te pertenece.
El líder se arrastró de espaldas, temblando, sin atreverse a parpadear.
—A-aléjate de mí… bicho raro… —gimió, en un intento patético de sonar desafiante.
Ryohei soltó una risa corta, casi divertida.
—Sabía que diría eso.
El vagabundo levantó un dedo a los labios.
—Shhh… Hay gente intentando dormir. Mejor no hagas ruido.
Alzó el bate, y el líder chilló: un sonido agudo, patético, más animal que humano. Antes de que el golpe descendiera, se desplomó inconsciente.
El olor a orina y sangre volvió a impregnar el aire. Hubo un silencio breve.
Ryohei asintió con media sonrisa.
—Sí… definitivamente aprendió la lección. A la mala.
Con el incidente de los Cazadores de indigentes resuelto y los agresores huyendo humillados, jurando no volver al parque, los tres hombres regresaron a la carpa de lona.
A pesar del cansancio, la tensión se había disipado, dejando en su lugar una extraña sensación de alivio.
Por primera vez en toda la noche, no había peligro acechando.
Ryohei abrió su bolso y sacó algunos insumos médicos que había guardado. No eran heridas graves, solo golpes que necesitaban limpieza para evitar infecciones.
Se acomodó junto al vagabundo y comenzó a aplicar desinfectante con movimientos precisos, metódicos. Más habituado a sanar que a golpear, su mano se movía con la seguridad de quien ha repetido el procedimiento cientos de veces.
El anciano hizo una mueca por la quemazón del alcohol, pero su expresión pronto se suavizó al mirar al hombre que permanecía observando en silencio.
—Si no fuera por ustedes, ya estaría muerto —comentó con una sonrisa agradecida, soltando un suspiro—. Esos malnacidos llevan tiempo atacando a mis amigos… pero después de la paliza que les dieron, dudo que vuelvan a molestarnos.
—Eso espero… ahora no te muevas, que limpio ese golpe.
Kiryu no respondió de inmediato; solo asintió, confiando en que las palabras del hombre se cumplieran.
El aspirante a médico terminó la curación y volvió a guardar los insumos, pero el anciano seguía observándolos con un brillo inquisitivo en los ojos.
—Por cierto… —dijo, entornando la mirada como si conectara piezas en su cabeza—. No sé sus nombres. ¿Cómo se llaman?
El ex yakuza sostuvo su mirada sin dudar.
—Kiryu.
A su lado, el otro desvió la vista y aferró con más fuerza la correa del bolso.
—Yo… soy Ryohei. Ryohei Tachibana.
Hubo un breve silencio. No fue sorpresa lo que cruzó el rostro del vagabundo, sino comprensión. Había escuchado esos nombres antes: en los susurros de la calle, en las advertencias de los hombres de Dojima que merodeaban el distrito, en las conversaciones apagadas entre quienes vivían al margen.
El anciano exhaló, evaluando a los dos hombres frente a él. No había miedo en su mirada, solo reconocimiento.
—No se preocupen… —murmuró con calma—. Aquí las deudas de honor se pagan. No pienso entregarlos ni venderlos a los Dojima.
Ryohei lo miró sorprendido. El viejo sonrió y se inclinó levemente hacia él.
—Mucho menos al hermano menor de Tetsu Tachibana.
El aludido tardó un segundo en reaccionar. No lo negó, pero tampoco lo confirmó. El anciano se acomodó en su rincón de la carpa con gesto relajado.
—Nosotros aquí nos tomamos las deudas de honor muy en serio. Y esta noche… me salvaron la vida.
Kiryu esbozó una leve sonrisa.
—Es bueno escuchar eso.
Por primera vez en mucho tiempo, no sentían la amenaza del peligro inmediato.
No había techo lujoso ni refugio cómodo, pero esa noche, en esa carpa, podían cerrar los ojos sin miedo. Y así, el sueño finalmente los reclamó.
El amanecer en el Parque del Oeste trajo una luz tímida, filtrándose por los agujeros de la lona en haces dorados que iluminaban el suelo de tierra y cartón.
El frío de la madrugada aún persistía, aunque la brisa matutina comenzaba a templarlo, arrastrando el aroma fresco de la hierba húmeda y el débil vestigio del humo de fogatas apagadas.
A lo lejos, los primeros sonidos de la ciudad despertaban, mezclándose con el crujir de pasos sobre la grava y el murmullo de quienes se desperezaban tras otra noche más en el olvido de Kamurocho. El rumor de los trenes y el bullicio de los mercados empezaban a reclamar el día.
Dentro de la improvisada tienda, los dos hombres se incorporaron lentamente, espantando el letargo con estiramientos perezosos. El descanso, aunque precario, había bastado para devolverles algo de energía.
—Buenos días… —murmuró Ryohei, todavía somnoliento—. ¿Qué hora es?
—Ni idea —respondió su compañero con calma—. Pero más vale que nos movamos.
—Puede que lo de anoche llame la atención de los Dojima… —dijo mientras terminaba de reincorporarse—. Será mejor dar una vuelta por los alrededores.
Al salir de la carpa, el aire fresco les golpeó el rostro. La sensación era revitalizante, aunque también les recordó un detalle inevitable: olían como si hubieran dormido en un basurero… porque, en cierto modo, así había sido.
El hombre que les había dado cobijo se acercó desde la entrada del parque. Había salido minutos antes para asegurarse de que no hubiera peligro.
—Vienen a buscarlos —informó con tono tranquilo, señalando hacia el acceso—. Son de la inmobiliaria.
Intercambiaron una mirada rápida. Al menos no era la familia Dojima.
—Debe de ser mi hermano… o quizá Oda-san —aventuró el más joven.
—Entonces no los hagamos esperar —añadió el ex yakuza, adelantándose.
Antes de marcharse, Ryohei sacó un paquete de comida de su bolso y lo tendió al anciano.
—Quédate con esto. Procura comerlo antes de que se eche a perder.
El hombre parpadeó, sorprendido, antes de esbozar una sonrisa.
—Gracias, chico. Solo te pediré una cosa más… la próxima vez, tráeme una buena botella de licor.
El joven soltó una breve carcajada.
—Hecho.
Con el compromiso sellado, ambos cruzaron el parque. La calma del momento no les hizo bajar la guardia. Aunque el auto que los esperaba en la entrada fuera aliado, Kamurocho nunca dormía… y mucho menos sus enemigos.
Al llegar a la entrada, la figura inconfundible de Oda los esperaba, apoyado con aire casual contra el auto. El cigarro colgaba de sus labios y su porte relajado transmitía una seguridad que no necesitaba palabras.
—¿Durmieron bien? —preguntó con ironía, exhalando una nube de humo—. Últimamente las noches han estado frías.
Ryohei sonrió por lo bajo, sintiendo el veneno escondido en la cortesía.
—Después de dormir sobre cartón y bajo una lona… no hace falta que lo preguntes.
El hombre del traje blanco soltó una risa breve.
—No pasamos frío —añadió con honestidad—. Ryohei trajo una manta y tuvimos techo, aunque fuera improvisado.
El mayor asintió apenas, sin alterar la expresión seria, pero su postura revelaba cierto alivio. Nunca lo admitiría, pero se notaba que había pensado en ellos.
Tras una última calada, apagó el cigarro contra el asfalto.
—El jefe los espera en otro sitio. Pero antes… —pausó para evaluarlos de pies a cabeza—. Necesitan arreglarse. Y bastante.
El viaje en coche transcurrió en silencio, con las luces de Kamurocho proyectándose en los cristales. La aparente calma no borraba el cansancio en sus rostros. La noche en el parque había sido un respiro, pero la realidad seguía ahí.
Frente a un edificio sin letreros ni adornos, el subordinado los guió al interior. Una sala discreta los esperaba con lo esencial: toallas, jabón, champú… y sobre la mesa, un traje azul marino con camisa celeste para el menor de los Tachibana.
—Báñense y prepárense —ordenó, dirigiendo una mirada prolongada al ex yakuza—. Donde vamos, no pueden entrar con esa pinta.
Kiryu frunció levemente el ceño. Su traje podía estar arrugado y polvoriento, pero no tanto.
—No está tan mal…
El comentario se perdió en el aire. Oda ya encendía otro cigarro, como si la discusión fuera irrelevante.
—Haré que limpien tu ropa cuando termines —añadió con tono seco.
El ex miembro del clan suspiró, aceptando la derrota.
Fue Ryohei quien rompió la seriedad con una media sonrisa.
—Dime, Oda-san… ¿quién se baña primero?
Kiryu lo miró de reojo, adivinando sus intenciones.
—Porque, si quieres, podemos entrar juntos y ahorrar tiempo.
El aludido parpadeó. Era una broma, claro… pero incómoda, más con el mayor presente.
—Por dios… —gruñó Oda, pasándose una mano por la cara antes de soltar el humo—. Métanse de una vez.
Kiryu dejó su saco con cuidado sobre la silla.
—Yo primero —sentenció, yendo hacia el baño.
—Cobarde… —murmuró Ryohei, saboreando la provocación.
El portazo fue más fuerte de lo necesario, pero no por enfado: era una forma de cerrar la conversación.
Oda los observó con el agotamiento de quien no cobra lo suficiente para estas escenas.
—Nunca debí preguntar si durmieron bien.
—Demasiado tarde para arrepentirte, Oda-san —respondió el joven, encogiéndose de hombros.
La mirada que recibió de vuelta dijo mucho más que cualquier palabra.
El murmullo constante del agua contra la cerámica llenaba el pequeño baño. Kiryu se dejó envolver por el calor, permitiendo que el vapor disipara el cansancio acumulado y suavizara la tensión que llevaba días cargando.
Cerró los ojos, dejando que el agua le golpeara el rostro, y apoyó la frente contra los azulejos húmedos. No recordaba la última vez que pudo relajarse así, sin tener que calcular la distancia a la salida o prepararse para un ataque.
Pero, inevitablemente, la voz de Ryohei se coló en sus pensamientos:
"Podemos entrar juntos para ahorrar tiempo."
En su momento le había incomodado.
Ahora, bajo la ducha, le arrancó un bufido breve, entre incredulidad y diversión. Sabía que era una broma, y que el chico no lanzaba ese tipo de comentarios con cualquiera. Era su forma de medir la confianza, de tantear el terreno… y él, sin saber exactamente por qué, se lo permitía.
Pensó en el “Puedes llamarme Ryo” de la noche anterior. No era solo un nombre. Llevaba un peso que todavía no terminaba de entender y que, por alguna razón, no quería banalizar con un uso apresurado.
Sacudió la cabeza para apartar esas ideas.
Cerró la llave, secándose con movimientos firmes antes de enfundarse en su traje blanco recién limpio.
Mientras él ajustaba las mangas y el cuello, el menor de los Tachibana ocupaba su lugar. Ryohei dejó que el agua caliente golpeara sus hombros, relajando los músculos endurecidos por la noche en el Parque del Oeste.
—Definitivamente, esto le gana a dormir sobre cartones —murmuró con un suspiro satisfecho.
Desde el otro lado de la puerta, Kiryu respondió con ironía:
—No digas que no te gustó la experiencia.
Hubo un segundo de silencio, seguido de una risa breve.
—No estuvo tan mal… pero la próxima vez, un futón de segunda mano no me vendría mal.
Su compañero negó con la cabeza, sonriendo a pesar suyo.
Afuera, Oda esperaba con los brazos cruzados y un cigarro encendido, exhalando el humo con la paciencia justa para no mandar a los dos al demonio.
Cuando el joven salió del baño, el cambio era notable. El traje azul marino y la camisa celeste lo transformaban: ya no parecía el mismo tipo que horas antes blandía un bate con torpeza en medio de un parque. Cabello limpio, porte más erguido… casi podría pasar por un ejecutivo o el segundo al mando de la inmobiliaria.
Kiryu lo recorrió con la mirada, esbozando una sonrisa apenas perceptible.
—Tachibana Real Estate tiene buen gusto.
—¿Ves? Por eso dormí tranquilo anoche —replicó Ryohei, estirando los brazos como para probar que el traje no le quedaba ajustado.
El subordinado se acercó, escaneándolos a ambos con ojo crítico antes de asentir.
—Bien. Ya parecen personas decentes otra vez.
—Si eso es un cumplido, me siento halagado. —replicó el menor, con media sonrisa.
—No te acostumbres —bufó el mayor, apagando el cigarro.
Los guió hasta el auto, donde la luz de la mañana bañaba Kamurocho en un ritmo caótico y familiar. Kiryu se acomodó en el asiento trasero junto al chico, que no perdió la oportunidad de mirarse en el reflejo de la ventanilla con evidente satisfacción.
—No me veía así de bien desde hace tiempo.
El comentario provocó una risa baja en Kiryu… y casi, sin pensarlo, dejó escapar un “Ryo”. La palabra quedó suspendida en su mente. No la dijo, pero pesó más de lo que esperaba.
—¿Decías algo? —preguntó Ryohei, ladeando la cabeza con una sonrisa divertida.
—Nada —respondió el otro, desviando la mirada hacia el paisaje urbano.
El coche avanzó, dejando atrás el bullicio del distrito. Poco a poco, el murmullo de la ciudad se apagaba, y en su lugar crecía un silencio denso mientras se adentraban en calles menos transitadas.
Chapter 15: "Mil Millones y Un Favor
Summary:
Tras el caos, llega el momento de tomar decisiones difíciles… y formar alianzas inesperadas.
Ryohei y Kiryu se enfrentan a un dilema que marcará un antes y un después: negociar directamente con la cúpula del Clan Tojo. En una sede rodeada de tensión, las palabras valen tanto como las balas, y un pacto arriesgado podría ser la única esperanza de salvar algo mucho más grande que el dinero.
Mientras tanto, las figuras del Tigre y el Dragón vuelven a entrelazarse, como símbolos de caminos que se cruzan, fuerzas que se equilibran y heridas que aún sangran. Las sombras del pasado iluminan nuevas verdades, y antiguos nombres regresan a escena con más peso que nunca.
¿Un favor puede costar mil millones? ¿O la vida misma?
Chapter Text
“Mil Millones y Un Favor.”
El motor del sedán ronroneaba con un ritmo constante, como un metrónomo marcando la cadencia del viaje. Cada vibración del chasis se transmitía por el suelo, subiendo por las suelas hasta las piernas de sus ocupantes.
Por la ventanilla, la ciudad quedaba atrás.
Las luces de neón se convertían en destellos aislados, como brasas que se enfrían en la distancia. Los rótulos brillantes de Kamurocho se disolvían en un mar de tonos grises, y las calles bulliciosas daban paso a avenidas más anchas, menos transitadas, donde el eco del motor parecía ocupar todo el espacio.
Los edificios altos se desvanecían en el retrovisor, reemplazados por fachadas modestas y escaparates apagados. El asfalto, aún húmedo por el rocío matutino, reflejaba el cielo pálido de un amanecer que avanzaba sin pedir permiso.
En el interior, la atmósfera era extraña: tranquila… pero cargada. Como si cada uno midiera sus pensamientos antes de pronunciarlos. El leve chasquido del encendedor de Oda y el aroma tenue del tabaco recién encendido rompieron la monotonía.
—Parece que nadie nos sigue —comentó el conductor, su voz plana, casi como si hablara consigo mismo.
Ryohei, con el codo apoyado en el marco de la ventanilla, dejó que la brisa fría le despeinara el flequillo mientras lanzaba una mirada rápida al espejo retrovisor.
—Parece que no… —murmuró, sin ver ningún vehículo sospechoso.
Kiryu abrió los ojos, que había mantenido cerrados durante buena parte del trayecto. Se incorporó un poco en el asiento y, con un tono que mezclaba alivio y cautela, comentó:
—Se agradece un poco de calma después de pasar la noche bajo una lona. —Su mirada se dirigió al mayor—. ¿Encontraron otro escondite?
La pregunta quedó suspendida unos segundos, absorbida por el zumbido del motor y el golpeteo suave de los neumáticos sobre el asfalto. Oda no respondió de inmediato; sus dedos tamborileaban sobre el volante, un tic imperceptible para quien no lo conociera.
—No —dijo al fin, sin apartar la vista de la carretera—. Mientras los Dojima sigan vigilando Kamurocho, no hay ningún lugar seguro para ustedes.
El de traje azul frunció el ceño apenas, girándose en su asiento con gesto inquisitivo.
—¿Entonces? —preguntó, su voz cargada de expectativa—. ¿A dónde vamos?
El conductor exhaló con calma, sin que su expresión se alterara.
—Sabes que tu hermano es proactivo, chico. Está moviendo sus piezas para que puedan moverse con más libertad.
—¿Qué? ¿Qué está planeando?
La sorpresa en su tono era genuina. No dudaba de Tetsu, pero la forma en que Oda lo decía sonaba demasiado calculada, como si los engranajes llevasen tiempo girando sin que él lo notara.
El mayor no respondió enseguida. Una curva apenas perceptible en su sonrisa bastaba para dejar claro que sabía más de lo que estaba dispuesto a contar.
—No te preocupes… —dijo con esa seguridad que podía ser tanto tranquilizadora como inquietante—. Lo sabrán cuando lleguemos.
La conversación quedó en suspenso.
En el horizonte comenzó a alzarse una silueta monumental. Primero fueron líneas oscuras recortándose contra el cielo, luego destellos en los ventanales tintados, y finalmente, la figura entera de un edificio imponente proyectándose sobre la ciudad que lo rodeaba.
Ryohei entornó los ojos, mientras Kiryu se incorporaba ligeramente en su asiento. Oda no apartó la vista del camino; su sonrisa seguía ahí, intacta, como si la estructura misma fuera parte de un plan que solo él conocía.
El reloj de pulsera del aspirante a médico marcaba las 14:16 cuando el auto se detuvo frente a la mole arquitectónica. Desde el interior del vehículo, su magnitud imponía. Fachadas de hormigón gris, ventanales opacos, y un trazado sobrio que irradiaba autoridad.
La entrada, flanqueada por dos puertas colosales, estaba custodiada por hombres de traje negro cuya mera postura bastaba para disuadir a cualquiera.
Ryohei descendió primero. Ajustó la manga del traje y levantó la mirada, recorriendo con atención cada línea de la edificación: las columnas robustas, las pasarelas elevadas que conectaban distintos cuerpos del complejo, y la forma en que la estructura parecía cerrarse sobre sí misma, como una fortaleza.
Kiryu se unió a él, en silencio. Su mirada se clavó en la gran pared de piedra que dominaba la entrada. Allí, grabado en oro y reluciendo bajo el sol, se desplegaba el emblema del Clan Tojo el cual destilaba poder y respeto.
La comprensión cayó sobre él como un peso físico.
—Esto es… —susurró, casi para sí mismo.
A su lado, su compañero inhaló hondo, sintiendo el mismo vértigo que trae la certeza.
—El Cuartel General del Clan Tojo.
Las palabras quedaron suspendidas, pesadas, imposibles de ignorar.
Oda, fiel a su calma habitual, cerró la puerta del coche con un golpe seco y avanzó unos pasos antes de girarse hacia ellos. Una ligera curva en los labios fue su única muestra de expresión.
—Tachibana está adentro, negociando con el presidente del Clan.
El término se clavó en la mente de Ryohei, reverberando con una inquietud que no pudo disimular.
—¿Negociando por nuestras vidas? —preguntó, su voz más fría de lo normal—. ¿Las de Kiryu y la mía?
El mayor no dudó. Asintió con la misma tranquilidad con la que había anunciado su destino.
Avanzaron. La vista de Oda permanecía fija al frente, pero su tono se volvió más grave, más firme.
—Él está apostando alto. Si quiere frenar a los Dojima, necesita sentarse con alguien que los supere.
Kiryu se detuvo, y Ryohei lo imitó. Escuchar en voz alta aquello que ya sospechaban volvió todo más real. Cada paso en ese lugar era un riesgo… y lo sabían.
—Espera… —la voz grave del ex yakuza se endureció—. ¿Te das cuenta de que ellos quierem acabar con Tachibana Real Estate?
Ryohei afiló la mirada.
—Tú, mi hermano, Kiryu y yo… —prosiguió con tono escéptico—. Si seguimos, estaremos en sus manos. ¿Lo sabes, verdad?
Oda no frenó. Sus pasos firmes resonaban contra el suelo de piedra, llevándolos sin pausa hacia la entrada principal. Solo cuando estuvo a pocos metros de cruzar, se giró para enfrentarlos. La expresión imperturbable, la mirada de acero de quien ya conoce el final del juego.
—¿Creen que Tachibana no sabe ese riesgo? —preguntó, sin esperar respuesta—. Siempre dice que hay espacio para negociar.
Ambos jóvenes cruzaron una mirada silenciosa. No necesitaban palabras para confirmar que sentían lo mismo: desconfianza, expectación y un peligro inevitable. El mayor, en cambio, solo asintió y siguió avanzando, como si el destino que los esperaba adentro fuera un simple trámite.
Las puertas gigantes se abrieron.
El interior superaba cualquier expectativa. Pasillos interminables, suelos de madera pulida que reflejaban la luz tenue de lámparas tradicionales. El brillo vacilante proyectaba sombras alargadas, dando la inquietante impresión de que el lugar los observaba.
Cada rincón respiraba poder e historia, como si las paredes hubieran sido testigos de conspiraciones, traiciones y pactos que moldearon el submundo de Kamurocho.
Aunque la madera amortiguaba sus pasos, la presencia opresiva de quienes los rodeaban hacía que cada movimiento pesara como una sentencia.
Las miradas sobre ellos no eran curiosas: medían, evaluaban, calculaban. Cada hombre con el emblema del Clan Tojo en la solapa parecía sopesar su valor en la balanza de una negociación invisible.
Oda rompió el silencio con un tono demasiado relajado para el contexto.
—Cualquier acuerdo comercial conlleva riesgos.
La naturalidad de sus palabras resultaba más inquietante al resonar en ese espacio.
—Ahora, Kiryu trabajan para los Tachibana, tanto para el jefe como para ti Ryohei.
El menor chasqueó la lengua con irritación.
—Oye… él no—
Oda no lo dejó terminar. Se detuvo en seco y los miró por encima del hombro.
—Ryohei… Kiryu… ¿Confían en el jefe?
Los dos se observaron de reojo. No hacía falta pensarlo. Asintieron.
Una media sonrisa cruzó el rostro de Oda.
—Entonces cállense… y vean cómo trabaja.
El aire parecía más denso.
Los pasos se volvieron pesados, como si la propia gravedad les recordara que entraban en la boca del lobo. Una negociación con el presidente del Clan Tojo podía significar una salida… o una condena.
El retumbar de las puertas cerrándose detrás de ellos no fue solo un sonido: fue un veredicto. Cada eco en los pasillos recordaba que habían cruzado un umbral del que quizá no saldrían.
Sin otra opción, siguieron a Oda por los corredores interminables, guiados hacia el lugar donde su destino sería decidido. La incertidumbre los envolvía.
Y en ese mundo de sombras y pactos, el próximo movimiento decidiría si saldrían caminando de allí… o si nunca volverían a ver la luz del sol.
El pasillo se estrechaba conforme avanzaban, la luz cálida de las lámparas de pared proyectando sombras alargadas que parecían seguirlos.
Frente a ellos se alzaba una puerta monumental, de madera oscura y vetas profundas, reforzada con herrajes de latón pulido. Dos guardias, trajeados y con el emblema del Clan Tojo en la solapa, custodiaban la entrada con una quietud casi intimidante.
Oda se detuvo a un par de pasos.
—Como les dije… Tachibana está adentro. —Su voz sonaba igual de serena que siempre, aunque en sus ojos había un destello de urgencia.
Kiryu lo miró de reojo.
—¿Vas a entrar con nosotros?
El mayor negó levemente, antes de dar media vuelta.
—Entrarán primero. Yo tengo un asunto pendiente por orden del jefe. —Ya comenzaba a alejarse cuando añadió, sin volverse—. No se preocupen, está todo bajo control.
—Oye, espera… —alcanzó a decir Ryohei, pero Oda ya se perdía en el pasillo.
Los dos quedaron frente a la puerta, el silencio cayendo pesado entre ellos.
Kiryu ladeó la cabeza.
—Ya estamos aquí… ¿listo?
Su compañero soltó una breve carcajada sin humor.
—No tengo ni la más puta idea de qué planean… Vamos, que pase lo que tenga que pasar.
Los guardias intercambiaron una mirada breve y, sin una palabra, cada uno empujó una de las hojas. El crujido profundo de las bisagras resonó en el aire, como si la madera misma reconociera la importancia de lo que estaba por suceder.
Dentro, una sala amplia se abría ante ellos. Una mesa larga, de madera lacada, se extendía en el centro, flanqueada por sillas perfectamente alineadas.
En la más cercana a la entrada, Tetsu Tachibana los esperaba, impecable como siempre. Al otro extremo, presidiendo el espacio, estaba Takashi Nihara, el segundo presidente interino del Clan Tojo.
—Ryohei… Kiryu-san. —La voz de Tachibana, firme pero cordial, los invitó a acercarse.
Ambos avanzaron, el menor situándose a su izquierda y Kiryu a la derecha, como si aquella disposición hubiera sido ensayada.
—Kiryu-san, ya debe saberlo —prosiguió el jefe de la inmobiliaria—, él es Nihara-san, máxima autoridad actual de la organización yakuza japonesa.
Los ojos de Nihara, oscuros y penetrantes, se posaron en Kiryu primero.
—Así que tú eres Kiryu… —dijo, estudiándolo con calma—. Tienes la misma mirada de Kazama.
Luego giró la atención hacia el joven de traje azul.
—Y tú debes ser el hermano menor de Tachibana… se nota el parecido.
El comentario dejó un breve silencio flotando sobre la mesa.
Finalmente, Nihara extendió una mano hacia los asientos vacíos.
—Tomen asiento donde gusten.
Ambos jóvenes se miraron de reojo. La respuesta estaba clara antes de pronunciarla.
—No, señor… —dijo Kiryu con voz firme—. Estaré de pie.
—¿Y tú, jovencito? —preguntó Nihara, sin apartar la vista de Ryohei.
—Se lo agradezco, señor, pero también prefiero quedarme de pie.
Una leve sonrisa cruzó el rostro del presidente interino.
—Como quieran. ¿Empezamos?
El aire en la sala se volvió más denso cuando Tetsu tomó la palabra, su voz medida rompiendo el silencio con la calma de quien había ensayado cada sílaba.
—Como le comenté en un inicio, señor… —dijo, sin apartar la mirada de Nihara—, mi objetivo es que mi compañía y el Clan Tojo coexistan en paz dentro de Kamurocho.
El presidente interino dejó escapar un leve asentimiento, como si concediera el gesto por simple cortesía.
—Siempre damos la bienvenida a todo aquel que quiera hacer negocios en esta ciudad. —Su voz, grave y pausada, llenó la sala.
Hizo una breve pausa antes de añadir.
—Es uno de los motivos por los que Kamurocho ha crecido tanto, tan rápido. Sin embargo… —entrecerró los ojos—, quienes no temen el emblema del Tojo son una excepción. Y los movimientos que ha hecho su empresa, Tachibana, parecen ignorar esa regla.
El empresario no pestañeó.
—Comprendo perfectamente lo que representa el Clan Tojo… y lo que puede significar enfrentarse a él. Uno de mis motivos hoy es presentar nuestros respetos de forma material.
Ryohei, a su izquierda, sintió un cosquilleo incómodo en la nuca. ¿Presentar respetos de forma material? ¿A qué demonios se refiere…? ¿Qué está planeando?
Nihara ladeó la cabeza.
—¿Así que han venido con regalos?
—Así es, señor —respondió Tetsu con la misma serenidad—. Y, si es posible, espero que pueda considerar mi humilde petición… presidente interino.
Nihara se recostó en su asiento, cruzando una pierna sobre la otra.
—Adelante. Te escucho.
El silencio se volvió un muro invisible. La tensión flotaba entre los presentes como una cuerda a punto de romperse.
—Por favor… —dijo Tachibana, su tono firme, casi solemne—, emita una orden como presidente del Clan para que la Familia Dojima deje de perseguir a Kazuma Kiryu y a Ryohei Tachibana.
El peso de las palabras cayó sobre la sala como una piedra en un estanque. Ambos jóvenes se miraron, asombrados, sin necesidad de decir nada.
Tachibana continuó sin apartar la mirada de Nihara.
—Puede que haya recibido noticias de que la Familia Dojima pretende asesinarlos a ambos.
El presidente interino arqueó una ceja, evaluando cada palabra.
—Sohei Dojima no es un tonto. Si ha puesto a su gente tras esos muchachos… debe de tener sus motivos.
—No es así —replicó Tetsu, sin titubeos—. Ellos solo buscan llegar hasta mí. Ryohei es mi hermano… y es pieza fundamental para obtener el Lote Vacío. Y Kiryu-san… aceptó trabajar conmigo de forma voluntaria.
Nihara apoyó los codos en la mesa, sus dedos entrelazados bajo el mentón.
—El famoso Lote Vacío, como le dicen en las calles… —repitió Nihara, su tono medido, casi degustando las palabras—. Ya lo entiendo. Dojima no puede permitir que un forastero se quede con ese terreno.
El silencio volvió a asentarse, pesado como el aire antes de una tormenta.
—Las ganancias que ese proyecto darían al Clan Tojo son abismales —añadió tras una breve pausa—. No veo razones para ayudarte con esa petición.
Ryohei sintió el impulso de abrir la boca… de lanzar una réplica mordaz.
Pero se contuvo. En un lugar como ese, una palabra equivocada podía costarle la vida. Mantuvo el ceño fruncido, tragándose las palabras, mientras su hermano permanecía inmutable, como si la respuesta de Nihara hubiera sido parte del guion.
—Si me permite cambiar de tema un momento… —dijo Tetsu, con una calma calculada—. Estoy en lo correcto al suponer que la Familia Dojima es su mayor sustento económico, ¿verdad?
La pregunta quedó flotando en el aire. Nihara lo observó sin cambiar de expresión.
—Si mi intuición es correcta —prosiguió—, no hay nadie en todo el Clan Tojo que tenga el mismo poder que ellos… incluyéndolo a usted, señor presidente.
El hermano menor sintió un nudo en el estómago. Reconocía ese movimiento: su hermano tanteaba el terreno, pero lo hacía lanzando un ataque directo.
—Dojima entrega una gran cantidad de recursos al clan —respondió Nihara, sin alterarse—. Es un subordinado leal y competente.
—Y también —añadió Tachibana, con un leve énfasis en cada sílaba—, el posible sucesor a la presidencia del Clan Tojo hoy en día. No me sorprendería verlo convertirse en el tercer presidente, en un futuro cercano.
—¿Y qué con eso? —inquirió el presidente, apenas inclinándose hacia adelante.
—Si la Familia Dojima obtiene el Lote Vacío —replicó Tetsu—, acumulará aún más poder y riqueza. Eso supondría el ascenso de un autócrata dentro del clan.
Kiryu y Ryohei intercambiaron una mirada breve, pero se mantuvieron estoicos.
—Ese tipo de hombres rara vez recuerdan pagar deferencias a los que aún están por encima de ellos —prosiguió Tetsu, sin bajar la voz—. Dicho de forma sencilla… los largos años de ascenso a la cima podrían llevarlo a usted a una jubilación forzosa… e impotente.
—¿Perdón? —La voz de Nihara se endureció apenas.
—Tachibana… —murmuró Kiryu, casi en un suspiro.
—Estás jugando con fuego, hermano… —susurró Ryohei entre dientes—. ¿Qué demonios haces?
Tachibana no los miró.
—Nihara-san… no permita que Sohei Dojima ni su familia obtengan el Lote Vacío. Si un oficial, por mínimo que sea su rango, adquiere ese poder… el Clan Tojo entero sufrirá un cambio drástico.
El presidente interino mantuvo el rostro impasible.
—El proyecto de revitalización de Kamurocho que está desarrollando Dojima es un gran negocio. Eso traería ingresos enormes para el Clan Tojo. Nada más.
Tetsu dejó asomar un destello irónico, casi recordando el tono habitual de su hermano menor.
—Cualquiera cegado por preocupaciones tan a corto plazo… no debería dirigir una organización tan grande, presidente interino.
“Eso sí que es algo que yo diría” pensó Ryohei, reprimiendo una sonrisa.
—Ten más cuidado al escoger tus palabras, muchacho… —advirtió el anciano.
El silencio se extendió, espeso y abrazador, como si el aire mismo hubiera decidido detenerse. Ninguno de los presentes se movió.
Kiryu mantenía los brazos a sus costados, su postura firme, pero con la mandíbula apretada. No era ajeno a negociaciones tensas, pero lo que acababa de presenciar…
Ver a Tachibana acorralar verbalmente a Nihara con esa calma calculada… le había dejado claro que aquí no se trataba solo de respeto o protocolo. Era una partida de ajedrez, y su jefe estaba moviendo piezas peligrosamente cerca del rey enemigo.
A su izquierda, Su compañero no podía ocultar del todo la inquietud. Su pie marcaba un ritmo leve, casi imperceptible, contra el suelo pulido.
No era impaciencia, era nerviosismo contenido. Sabía que Tetsu tenía un plan —su hermano siempre lo tenía—, pero no dejaba de pensar que aquella línea de conversación había estado a un paso de convertirse en una sentencia de muerte para los tres.
Nihara, por su parte, permanecía inmóvil, con el mentón ligeramente alzado.
No se le escapaba nada; sus ojos, oscuros e implacables, iban y venían entre Tachibana, Kiryu y Ryohei, midiendo cada gesto, cada respiración, como un depredador evaluando si la presa merecía el esfuerzo.
La tensión en la sala se volvió casi física. Las lámparas de luz cálida proyectaban sombras largas sobre la mesa, y el tic-tac de un reloj antiguo en alguna parte del despacho marcaba cada segundo con la exactitud cruel de una cuenta regresiva.
La pausa se prolongó lo suficiente como para que los latidos de cada uno parecieran resonar en la sala. Entonces, sin previo aviso, un golpe seco retumbó contra la puerta.
Todos giraron la cabeza hacia la entrada.
Tachibana, imperturbable, dejó que una sonrisa leve se dibujara en sus labios.
No era la sonrisa de alguien sorprendido… sino la de quien había estado esperando exactamente ese momento.
—Parece que el regalo que le prometí ha llegado justo a tiempo.
—Que pase.
Las puertas dobles cedieron con un lento arrastre, sus goznes de hierro emitiendo un quejido bajo que pareció retumbar en todo el despacho. Los dos guardias que custodiaban el interior se movieron con precisión mecánica, apartándose sin cruzar miradas.
Oda apareció en el umbral. Sus pasos eran medidos, casi ceremoniales, el eco de sus zapatos sobre la madera acentuaba el silencio.
En su mano derecha colgaba un maletín negro, pesado, que oscilaba apenas con su andar. Ni una palabra, ni un cambio de expresión. Solo la fría formalidad de alguien que sabía exactamente qué papel debía interpretar.
Kiryu lo siguió con la mirada, sus ojos entrecerrados como intentando adivinar el contenido.
Ryohei, en cambio, sintió un nudo seco en la garganta: una mezcla de presentimiento y alerta.
Oda llegó hasta la mesa principal. Depositó el maletín frente a Nihara con un golpe seco, pero controlado, y lo abrió con un clic metálico que pareció cortar el aire.
Dentro, fajos impecablemente apilados de yenes relucían bajo la luz tenue. El aroma metálico del papel recién contado impregnó el ambiente, tan palpable como el propio silencio.
El subordinado de Tachibana inclinó levemente la cabeza hacia el presidente interino antes de moverse para situarse junto a Ryohei, adoptando una postura firme y vigilante.
—¿Qué es todo esto? —susurró el joven, apenas moviendo los labios.
—Solo calla —murmuró Oda, sin apartar la vista del dinero—. Escucha lo que tiene que decir el jefe.
Tachibana, sentado, se inclinó levemente hacia adelante.
—Quinientos millones de yenes —pronunció con calma milimétrica—. Por favor, acéptelos… por la vida de Kiryu-san y la de mi hermano.
Kiryu giró la cabeza, incrédulo.
—¿Quinientos millones?
Ryohei, con el ceño fruncido, bajó la voz.
—¿Nos está vendiendo?
—Shhh… —repitió el que estaba a su lado, cortante.
—Esto es por adelantado —prosiguió Tetsu—. Otros quinientos millones cuando los Dojima cesen su persecución… y un treinta por ciento de todos nuestros beneficios en Kamurocho, directos al Tojo.
Hizo una breve pausa, dejando que sus palabras calaran.
—Sin embargo —añadió, endureciendo el tono—, necesito algo más.
Nihara levantó apenas una ceja.
—¿Algo más?
—Para llegar hasta mí a través de mi hermano, alguien más se vio involucrado. Ahora está desaparecido. Sospechamos que algún oficial de la Familia Dojima lo retiene.
Los hombros de Ryohei se tensaron. Sabía el nombre antes de escucharlo.
—Kenji Shirakawa. Veinte años. Si está bajo su custodia, pedimos su ubicación o entrega inmediata.
Nihara entrelazó los dedos sobre la mesa, estudiando a Tachibana.
—Todo esto por un yakuza y dos civiles… Pagar mil millones. ¿Vale tanto?
Tetsu sonrió apenas, dirigiendo una fugaz mirada a su hermano.
—Es una suma que puedo recuperar con facilidad. Pero la vida de un amigo… y de mi familia… eso no.
—Hermano… —murmuró el menor, sin poder ocultar la emoción.
—En lo inmediato —continuó Tetsu—, controlamos el cincuenta por ciento del Solar Vacío. Necesitamos la ayuda de Kiryu-san para el otro cincuenta.
El presidente desvió la mirada hacia Ryohei.
—Ya entiendo… Él es uno de los dueños.
—Mi hermano fue arrastrado a esto sin querer —dijo Tetsu—. No puedo permitir que le pase nada.
—Los tienes en alta estima.
—Podría rechazar mi oferta y entregarnos a Dojima… —el empresario dejó que el silencio hiciera su trabajo—. Pero así no ganaría mucho. Ni ahora… ni en el futuro.
Los ojos de Nihara se entornaron, calibrando cada matiz.
—Si pudiéramos contar con su ayuda —remató—, quizá Dojima siga siendo ese “leal subordinado” que usted describe.
Ryohei sonrió con orgullo, viendo cómo su hermano manejaba la conversación como un tablero de shōgi. Oda captó ese gesto.
—En mi opinión —añadió Tetsu, con filo irónico—, Sohei Dojima encaja mejor en ese rol que cualquiera de los líderes.
Una risa grave escapó del presidente interino.
—Tu reputación te precede, Tachibana. Sabes doblar a un yakuza y mover dinero. Normal que Dojima no dé abasto.
—Es usted muy amable.
Nihara giró entonces la mirada hacia Ryohei. La fijeza de sus ojos era un peso que caía sobre el joven como una mano invisible en la nuca.
—Has visto cómo se maneja tu hermano. Supongo que estás orgulloso, ¿no?
—Siempre lo he estado, señor.
Nihara asintió lentamente.
—Quiero hacerte otra pregunta. Responde o guarda silencio, tú eliges.
Una pausa calculada.
—Si tu hermano pudiera venderte para salvar su vida… y lo hiciera… ¿lo odiarías?
Kiryu le lanzó una rápida mirada de advertencia, pero Ryohei respiró hondo. No apartó la vista.
—Sé que mi hermano jamás haría eso. Y si lo hiciera… sería para proteger a otros.
Esbozó una sonrisa breve, pero cargada de firmeza.
—No lo odiaría. Nunca.
El anciano sostuvo su mirada unos segundos, luego asintió con una mueca casi imperceptible.
—El lazo familiar es evidente…
Se giró hacia un guardia.
—Informa a Dojima: Kazuma Kiryu pasa a formar parte de la sede central del Tojo. Y Ryohei Tachibana gozará de la protección vitalicia del Clan… según lo dispuesto por la presidencia actual.
Su tono no admitía réplica.
—Por último, entreguen de inmediato la ubicación de Kenji Shirakawa.
—¿Eh? —escapó de los labios de Ryohei, sin poder disimular la sorpresa.
—A partir de ahora —sentenció el presidente con voz firme—, nadie les pone una mano encima.
El peso de la orden se asentó en el aire como un golpe invisible. El guardia más cercano se inclinó en señal de respeto antes de girarse y marcharse con pasos rápidos.
—Agradecemos sinceramente su tiempo, señor presidente —dijo Tachibana al incorporarse con calma.
Los cuatro hombres realizaron una reverencia breve pero formal, dispuestos a retirarse. El roce de la ropa y el eco de los zapatos sobre el suelo pulido fueron los únicos sonidos… hasta que la voz grave de Nihara volvió a escucharse.
—Kiryu…
El llamado hizo que todos se detuvieran. El ex yakuza giró hacia él, expectante.
—Kazama tuvo tu edad una vez —comentó el líder del Tojo, con una mirada que atravesaba la distancia—. ¿Sabes exactamente qué clase de yakuza era?
Hubo un instante de silencio antes de la respuesta.
—No específicamente.
—Si tuviera que definirlo en una palabra… era incomparable. También fuerte y valiente —hizo una breve pausa—. Hasta yo admiraba lo intrépido que era. Redefinió lo que significaba ser un hombre.
Sus dedos tamborilearon suavemente sobre la mesa.
—Si pudiera retroceder el tiempo y comprarlo por mil millones de yenes… lo haría sin pestañear.
El comentario quedó flotando como una sombra espesa.
—¿Acaso tú también vales esos mil millones? —preguntó con una sonrisa enigmática—. Estoy deseando verlo con mis propios ojos.
El aludido inclinó la cabeza en una reverencia más, gesto que imitaron los demás. Luego, abrió la puerta y encabezó la salida.
El contraste fue inmediato: la galería que daba a la planta baja estaba abarrotada de hombres de negro. Algunos empuñaban bates, otros cuchillos… y más de uno lucía armas de fuego.
—Supongo que el dinero no nos compró el derecho de salir caminando —murmuró el de traje blanco, sin apartar la vista del grupo.
—Imaginaba una situación así si la negociación fallaba —replicó su socio con serenidad—, pero no si resultaba.
—¿Y ahora qué? —preguntó Ryohei, apretando los puños.
—Parece que quieren hacerlo interesante —comentó Tetsu, con un matiz irónico.
—¡Solo significa que nos apuñalan por la espalda! —protestó Oda.
—No es eso… —respondió Kiryu, con la vista fija en la planta baja.
—Si no es así, ¿entonces qué? —insistió el subordinado.
Fue el de traje azul quien intervino, con una media sonrisa.
—Aunque mi hermano resolvió la parte comercial… todavía queda un asunto de protocolo, ¿no?
El empresario asintió con un leve gesto.
—Solo tenemos que superar este desafío. Cumplirán con su parte del trato.
—Esa es la idea —corroboró el ex miembro del clan.
—Aun así, estamos en clara desventaja… —observó el joven, calculando el número de enemigos.
—Si te refieres a que no has peleado en tu vida, no lo llamaría desventaja —replicó su hermano sin mirarlo.
—Pero…
—Mira el entorno.
Ryohei castaño obedeció. Sus ojos recorrieron la planta baja, analizando posturas, distancias y aperturas. Detectó a dos hombres mal posicionados cerca de una columna, a uno con el agarre flojo en su arma, y a otro distraído conversando.
—Claro… —susurró—. Kiryu…
—No tienes que decirlo. Ya me diste las indicaciones.
Oda los observó, incrédulo.
—¿Superar este desafío? Espera… ¡Esto es una locura! Estamos en pleno cuartel general del Tojo. ¿Y qué es eso de que ya le diste indicaciones?
El aludido esbozó una sonrisa fría.
—Locura o no, así funciona la yakuza.
Luego se volvió hacia él.
—Quédate con los Tachibana.
El fumador apretó la mandíbula.
—Mierda… De acuerdo. Yo los protejo.
Kiryu se aferró a la baranda y, de un salto, descendió a la planta baja. Aterrizó con la soltura de un depredador, adoptando posición de combate en el mismo instante en que tocó el suelo.
Ryohei señaló un punto libre en la galería.
—Nosotros vamos por ahí.
El otro asintió.
—¡Vamos allá!
La planta baja era un hervidero de hostilidad.
Los miembros del Clan Tojo cerraban el paso en todas direcciones, cadenas y tubos en mano. La luz tenue de los faroles japoneses proyectaba sombras distorsionadas sobre el tatami y la madera pulida.
Kiryu no esperó a que se acercaran. Avanzó directo al centro de la sala, esquivando un primer golpe con el estilo ágil del Rush, encadenando un combo de puños rápidos que mandó a su oponente contra una columna.
Giró sobre sí mismo, cambiando al Brawler, y atrapó el brazo de un segundo atacante para lanzarlo por encima del hombro, estampándolo contra el suelo con un estruendo sordo.
Otro rival cargó desde la izquierda. Esta vez, el atacante optó por el Beast: bloqueó el ataque, levantó una mesa baja de madera maciza y la estrelló contra el torso del yakuza, rompiéndola en astillas.
—¿Este es todo su recibimiento? —bufó, ajustando la postura.
Mientras tanto, en un ala lateral, Tetsu, Oda y Ryohei bajaban las escaleras a toda prisa. El pasillo los recibió con otra oleada de enemigos, armados con cuchillos, bates y tubos metálicos, bloqueando casi toda la vía de escape.
—¡Son demasiados! —advirtió Oda, ajustando la postura y flexionando las rodillas. Sus ojos escanearon a cada adversario como si midiera ángulos y distancias.
—¡Abran paso! —gruñó, lanzándose primero.
Su puño derecho impactó con tal fuerza que uno salió despedido contra la pared, dejándola marcada con una mancha oscura. Sin esperar a que el resto reaccionara, giró sobre sí mismo y descargó un codazo seco al rostro del segundo, arrebatándole el tubo antes de que pudiera usarlo.
Tachibana mayor no se quedó atrás; un giro preciso y una patada alta derribaron a otro, dejándolo inconsciente antes de que pudiera levantarse.
Ryohei, por su parte, improvisó: tomó una pequeña escultura de bronce de una repisa y la estampó contra la cabeza de un adversario. Cuando este cayó, aprovechó para arrebatarle un bate metálico.
—Si consigo repetir lo que hice anoche en el parque, tal vez salgamos vivos —dijo el menor, sujetando el arma con firmeza mientras retrocedía para cubrir la retaguardia.
—¿El qué? —preguntó Tetsu, apartando a otro con una patada baja que lo envió contra el pasamanos.
—Si salimos con vida, te lo cuento. ¡Muévete!
Oda tomó la delantera, bloqueando un cuchillazo con el tubo que había arrebatado, y con un rápido giro lo estrelló contra la sien del portador. Avanzaban esquivando ataques y contrarrestando con golpes precisos. El empresario respiraba con dificultad, pero no aflojaba el paso.
De pronto, una figura familiar irrumpió desde el otro extremo del pasillo.
—¡Kiryu-san! —exclamó Tachibana, con evidente alivio.
—Estoy bien… y por lo que veo, ustedes también —respondió el recién llegado, sacudiéndose el polvo de los nudillos.
—Sí, Oda-san nos abrió camino —asintió Tetsu.
—Bueno… supongo que ya no saldremos por la puerta principal —resopló el fumador, visiblemente agotado—. Estos hijos de perra han enviado hasta el último de sus hombres a eliminarnos.
—¿Y eso te sorprende? —replicó su jefe, sin dejar de vigilar el pasillo—. Sabíamos el riesgo.
—Sí, pero… —Oda se mordió la lengua, evitando discutir más.
—Hablen por ustedes… yo debí quedarme en el auto —ironizó Ryohei, girando el bate con destreza.
—Oda-san —dijo Tetsu con tono firme—, hemos salido de tormentas peores, juntos, incontables veces. Y ahora tenemos la fuerza de Kiryu-san y la astucia de mi hermano. Saldremos de esta.
El luchador asintió una sola vez.
—Entonces vamos a terminarlo.
—Supongo que olvidé ese detalle… —bufó Oda—. Bien, no dejaré que el novato y el chico sean los únicos que hagan su parte.
—Por esa puerta podremos salir al exterior —indicó el ex yakuza.
—Pues andando —cerró Ryohei, adelantándose con el bate en alto, listo para la próxima emboscada.
En cuanto pisaron el otro lado, las sombras se deslizaron desde las paredes como si hubieran estado esperando.
Kiryu reaccionó sin un segundo de duda: su cuerpo se convirtió en un mosaico de estilos, cada transición tan rápida que los ojos apenas podían seguirla, hasta rematar con aquel cuarto movimiento que Ryohei recordaba vívidamente… la noche en que Kuze cayó frente al Serena.
—Es lo mismo que vi cuando peleaste con Kuze fuera del Serena.
—Ese día estaba inspirado… sigamos.
La refriega se reanudó.
El aspirante a médico calculaba cada golpe con precisión quirúrgica: impactos secos que no derramaban sangre, pero dejaban inconsciente a quien se cruzara en su camino. Un instante de distracción bastó para que un enemigo le cerrara el brazo alrededor del cuello desde atrás.
La fuerza de su adversario causaba que la tráquea se apretara cortando la circulación de aire.
—¡Ryohei! —advirtió Tetsu, con el ceño fruncido.
—Mierda… —gruñó, intentando zafarse—. Bajé la guardia.
—Jejeje… se acabó tu camino —susurró el yakuza, seguro de su presa.
Una rendija de espacio fue todo lo que necesitó. El codazo de Ryohei le arrancó el aire de los pulmones al hombre con un sonido hueco, seco, que quedó suspendido en el pasillo como un eco de hueso contra hueso.
El agarre se aflojó de golpe; Ryohei se escurrió fuera de su alcance, Oda en el acto sincronizó su andar con el joven y ambos lanzaron una patada que lo lanzó contra el lago artificial, estrellándolo primero contra un pilar de concreto que se agrietó con el impacto.
—Vaya… y yo que pensaba que el hermano menor de Tetsu Tachibana solo curaba huesos, no los rompía —ironizó Oda, con media sonrisa.
—Servicio completo, Oda-san. Hay que diversificar la clientela —replicó el menor, con idéntica mordacidad.
Avanzaron sin detenerse, con Ryohei marcando los ángulos muertos para que el resto descargara sus golpes.
En otro frente, Kiryu estampó la cabeza de un rival contra la puerta de madera; el estruendo resonó como un tambor de guerra. Apenas tuvo tiempo de apartarse cuando un hombre irrumpió con una katana.
—Oda-san… —el menor apuntó con el bate hacia el brillo del acero—. Dásela.
El veterano no dudó: desarmó al portador con un giro y lanzó la hoja al ex yakuza. Kiryu la atrapó al vuelo, girándola entre las manos antes de abrirse paso con precisión letal. El filo silbaba en cada movimiento, derribando obstáculos humanos con cortes limpios y fluidos.
Se abrieron paso entre cuerpos inmóviles que alfombraban el suelo. Tetsu, jadeante, trastabilló un segundo; su hermano lo sostuvo antes de que cayera.
—Hermano…
—¿Se encuentran bien? —preguntó el portador de la espada, sin aminorar el paso.
—Estoy bien… —respondió el mayor, forzando el aliento—. Ryohei, ¿heridas?
—Nada serio… La salida está cerca.
—Pues apresurémonos —añadió Oda, ajustándose la chaqueta.
El umbral principal apareció frente a ellos… pero una última barrera de hombres del Tojo bloqueaba la libertad.
—Esto no se acaba… —gruñó Ryohei, barrido de sudor—. ¿Cuántos malditos demonios crían aquí dentro?
—Más de lo crees, eso es seguro—contestó Kiryu, lanzándose otra vez al combate.
Esta vez no hubo pausas ni cambios de guardia: fusionó la fuerza bruta del Brawler, la velocidad del Rush y la potencia del Beast en una corriente devastadora, imposible de contener.
Ryohei se filtraba por cualquier resquicio, el bate ya manchado, trazando arcos implacables que derribaban a cualquiera que se acercara demasiado. Oda actuaba como una muralla viva, bloqueando embestidas y devolviendo golpes que abrían pasillos en la marea humana.
En un instante crítico, un yakuza se coló por un costado, buscando la guardia baja del ex yakuza. Ryohei lo interceptó en ángulo, Tetsu bloqueó con el hombro y Oda remató con un puñetazo al estómago que lo estampó contra una columna.
—Bien hecho, healer —ironizó Kiryu, sin apartar la vista.
—Aprendí del héroe —respondió el menor, apenas esbozando una sonrisa.
Al desplomarse el último enemigo, un silencio denso se abatió sobre ellos, pesado como plomo fundido. El único sonido era el golpeteo irregular de su propia respiración.
Decenas de cuerpos alfombraban el suelo; los cuatro seguían en pie, respirando con dificultad.
—¿Todos enteros? —preguntó Oda, repasando a cada uno con la mirada.
—No hay que detenerse… andando —ordenó Tachibana mayor.
Atravesaron el umbral hacia el exterior. Antes de marcharse, Kiryu y Ryohei se giraron: en lo alto de las escaleras, Nihara los observaba.
—Kazuma Kiryu… Ryohei Tachibana… —murmuró, casi para sí—. Puedo ver algo en ustedes… una fuerza que sobrepasa los límites.
Inspiró hondo, como si la idea hubiera llegado desde muy lejos.
—Ya veo por qué Kazama está interesado… Presiento que algún día… —Nihara dejó que su voz bajara un tono, como si compartiera un secreto— se convertirán en monstruos legendarios.
El Tigre… —sus ojos se clavaron en Ryohei— y el Dragón… —la mirada se deslizó hacia Kiryu, como un filo invisible.
El reflejo de las luces de neón en Sotenbori se filtraba a través de los ventanales de una habitación lujosa en uno de los hoteles más caros del distrito.
Alfombra espesa, mobiliario de caoba pulida y un discreto aroma a incienso costoso impregnaban el aire. La ciudad, más allá del cristal, bullía con vida nocturna, pero allí dentro reinaba un silencio casi ceremonioso.
Itsuki Murakado emergió del baño con el vapor aún pegado a la piel. Vestía solo una bata de algodón, ajustada en la cintura, mientras una toalla recorría lentamente su cabello oscuro. Los músculos trabajados de años como instructor de dojo se tensaban con cada movimiento.
El teléfono de la habitación irrumpió con un timbre seco. Alargó la mano y levantó el auricular.
—¿Diga?
Un silencio respondió al otro lado.
—Perfecto… pásenme la llamada. —Breve pausa— ¿Shibusawa-san?
—¿A quién se le ocurrió la idea del secuestro? ¿Fue Kuze o Awano?
—Sí… órdenes de Awano, supongo.
La voz del lugarteniente llegó grave y directa:
—Al parecer, el presidente Nihara ordenó la liberación inmediata o la entrega de la ubicación del chico… vivo.
El subordinado frunció el ceño.
—¿Qué? ¿Órdenes directas?
—Así es —continuó el lugarteniente—. Tachibana ha comprado la protección de Kiryu y su hermano por mil millones de yenes… y un treinta por ciento de las ganancias de Tachibana Real Estate para el Clan Tojo, a cambio de liberar a Shirakawa.
Un chasquido de lengua cortó la línea.
—Además —añadió su superior con voz grave—, Ryohei Tachibana ha sido declarado protegido vitalicio del Clan Tojo. Es una disposición presidencial… y no podemos tocarlo.
Se hizo un silencio incómodo, pesado.
—Sé que tienes retenido a ese chico —prosiguió el lugarteniente—. Libéralo o entrega su ubicación… o pedirán tu cabeza. Es una orden.
Un clic metálico zanjó la conversación.
El subordinado mantuvo el auricular unos segundos más, como si el eco de la voz siguiera resonando. Luego colgó y caminó hacia la cama, donde su traje negro descansaba perfectamente doblado. De un bolsillo interior extrajo un cigarro.
Lo encendió, y la brasa iluminó por un instante la dureza de su mirada.
—Si no es el estúpido del menor… es el entrometido del mayor… —exhaló el humo con lentitud—. Y ahora le consiguen inmunidad diplomática sin siquiera ser yakuza…
Aplastó el cigarro en un cenicero de cristal, gesto firme, casi irritado.
—Al demonio con eso de “protección vitalicia”… —murmuró mientras tomaba la camisa del perchero y la observaba un instante—. Shirakawa es la pieza que necesito para mis planes… si quieren jugar, jugaremos.
La bata cayó sin ruido, revelando una espalda que parecía viva: un tigre de trazos feroces, las garras abiertas, atrapado en el instante antes de destrozar a su presa. Un contraste brutal con la figura de Ryohei, casi un espejo de su obsesión.
El muelle de la bahía de Tokio se extendía ante ellos, iluminado por un atardecer anaranjado.
El mar, en la distancia, murmuraba con oleajes pausados, mientras el aire salado les llenaba los pulmones, cargado con el aroma del pescado fresco y otros olores menos agradables de los puestos pesqueros. Las gaviotas revoloteaban sobre las embarcaciones, sus chillidos secos quebraban el silencio como un recordatorio de que la vida seguía su curso.
En el asiento del conductor, Oda trataba de recuperar el aliento tras la huida. A unos pasos, Kiryu se mantenía junto a los hermanos Tachibana, atento a cualquier señal en el horizonte.
—Eso estuvo cerca… —dijo Ryohei con un suspiro, girando hacia su hermano—. ¿De verdad te encuentras bien?
—Sí —respondió Tetsu con calma—. El viaje hasta aquí me ayudó a recomponerme. —Al fijarse, notó un rasguño bajo el mentón de su hermano—. Eso te va a dejar una marca.
El más joven se llevó la mano al rostro con indiferencia.
—¿Ah, sí? La escondo fácil con la barba. No me preocupa.
Ambos rieron suavemente, como liberando la tensión que aún los atenazaba. Kiryu se acercó en silencio, los observó un instante y luego habló.
—Gracias por protegernos en el escape, Kiryu —dijo el menor.
—Tus indicaciones me sirvieron —replicó él con serenidad.
El mayor, mirando el horizonte teñido de rojo, murmuró apenas audible:
—Así que de eso se trata un vínculo inquebrantable… Indicaciones sin decir palabras…
—¿Decías algo? —preguntó Ryohei, arqueando una ceja.
Kiryu no respondió. En su lugar, cambió el rumbo de la conversación:
—¿Cuánto tiempo vamos a quedarnos aquí?
Tetsu mantuvo los ojos en el mar, como si respondiera tanto a la pregunta como a sí mismo.
—Este es mi primer descanso en mucho tiempo. Un hombre tiene que bajar el ritmo de vez en cuando, ¿no?
Se volvió hacia los dos jóvenes y esbozó una sonrisa cansada.
—Después de todo, soy un hombre frágil… y más de una vez dependo del cuidado de mi hermano, aunque lo niegue.
El de la chaqueta blanca dejó escapar una risa breve.
—Je. Si pudiste repartir esas patadas entre tanto yakuza, no diría que estés tan frágil.
El empresario desvió la mirada, serio otra vez.
—Solo estaba desesperado… —pausó, buscando los ojos de Ryohei—. Tenía algo que proteger.
El silencio se instaló entre los tres, cómodo, como si el rumor del agua completara la charla. Kiryu fue quien lo rompió:
—Dime una cosa.
—¿Sí? —preguntó su jefe.
El joven endureció la voz tras una pausa:
—¿Por qué pagar tanto por alguien como yo? Entiendo lo de tu hermano… pero además de eso, deberle un favor al Tojo…
Tetsu guardó silencio, atento. Kiryu continuó, midiendo las palabras:
—Dijiste que tenías dinero de sobra, que podías recuperar ese monto en poco tiempo… —bajó la voz—. También que contabas con poder e influencias para plantarte ante el Clan. Y que por eso querías el Lote.
Los hermanos intercambiaron una mirada, sin interrumpirlo.
—Entonces, ¿por qué? —insistió Kiryu—. No lo harías sin una razón. Y si la hay… ¿por qué arriesgar el cuello en ese terreno?
Su voz adquirió un filo que no había mostrado antes.
—¿Hay otro motivo? ¿Incluye eso que Ryohei sea copropietario?
El mayor respondió tras una breve vacilación:
—Lo de mi hermano y su relación con el Lote Vacío… en parte es un secreto profesional. —La pausa pesó en el aire—. ¿Podemos dejarlo así por ahora?
El menor arqueó una ceja.
—¿No crees que deberías contarle la razón?
Kiryu frunció el ceño.
—¿Un secreto profesional que no puedes contarme? ¿Ni siquiera a un empleado?
Ryohei bajó la cabeza, incómodo.
—Te lo diría, pero… —las palabras se apagaron en su boca.
El otro joven soltó un bufido entre dientes.
—Vamos. La gente que contratas tiene que ganarse el sueldo. Haces que hasta seguir vivo sea complicado.
La tensión se fue aflojando, dando paso a un silencio más cómodo.
—Precisamente, por eso, necesito personas como tú… —comentó Tetsu con voz firme—. Y es por lo que Kazama-san te trajo hasta mí.
Kiryu alzó la cabeza, esbozando una ligera sonrisa.
—Así que era por eso… Estamos cada vez más cerca de obtener el Lote Vacío. Dime, ¿cuál será nuestro próximo movimiento? ¿Qué tengo que hacer ahora?
Ryohei se inclinó un poco hacia adelante.
—Yo también me lo pregunto… necesitamos saber qué hacer. Y si debemos esperar a que nos entreguen a Kenji.
—En lo que respecta a Kenji-kun, tendremos novedades muy pronto —explicó el mayor—. Y con suerte, la información que tengo estará relacionada con todo esto.
El menor lo miró sorprendido.
—¿En serio?
Tetsu asintió con calma.
—En cuanto a la otra dueña… anoche, por fin pude localizarla. Está en el distrito del placer de Osaka.
—Sotenbori… —murmuró Ryohei.
—Exacto. Aunque me temo que no podemos movernos todavía. Una subsidiaria en Sotenbori ya la está persiguiendo.
Los puños del más joven se cerraron con fuerza. Conocía la identidad de esa mujer: su propia hermana… y la de Tetsu. El peligro se cernía directamente sobre su familia.
—Entonces, esos rumores que me dijiste eran ciertos… —susurró, más para sí mismo que para los otros.
Kiryu intervino, frunciendo el ceño.
—Entonces, ¿hay más gente que sabe quién es esa persona?
—Si tuviera que apostar… —replicó el mayor— diría que son los de la Familia Shibusawa.
El silencio se tensó.
—…Shibusawa —repitió el de la chaqueta blanca, con un deje de gravedad.
El recuerdo golpeó a Ryohei: las palabras de su hermano, advirtiendo sobre lo peligroso que podía llegar a ser aquel lugarteniente.
—El verdadero problema —continuó Tetsu— es que… más allá de Shibusawa y sus hombres, la Alianza Omi también ha empezado a moverse.
Los ojos del menor se abrieron incrédulos.
—¿Qué? ¿La Alianza Omi?
Kiryu estrechó la mirada.
—¿Ellos también irán tras el terreno? Eso quiere decir que…
—Podrían venir por mí… otra vez —concluyó Ryohei, con un hilo de voz.
—Así es —confirmó el mayor—. Aunque aún no puedo calcular la magnitud de sus acciones.
Una breve pausa acentuó el peso de sus palabras.
—Ahora mismo —añadió, con seriedad—, para nosotros Sotenbori es mucho más peligroso que Kamurocho.
El silencio raspó el aire.
—Por el momento, cualquier acción tendrá que esperar hasta que tengamos una idea más clara del asunto.
Kiryu lo observó con dureza.
—Esas palabras no son muy propias de ti, Tachibana.
—¿Eh?
—Es como dijo Oda una vez: “Cualquier trato comercial conlleva de forma implícita ciertos riesgos”. ¿No fuiste tú el que se lo enseñó?
El mayor titubeó. Aquella frase, que alguna vez había repetido a su subordinado, ahora lo dejaba sin réplica.
—Y con tu estado de salud, no puedes alejarte de Little Asia demasiado tiempo… —añadió tras una pausa—. Yo ya me cansé de estar corriendo de aquí para allá, escondiéndome de los problemas. Tampoco soy de los que se sientan a esperar.
Ryohei lo secundó con firmeza:
—Kiryu tiene razón… No podemos quedarnos de brazos cruzados si esa persona corre aún más peligro que nosotros.
El ex yakuza dio un paso adelante.
—Por eso pienso ir a Sotenbori. Lo quieras o no…
Un silencio profundo se adueñó del muelle. Por primera vez, Tetsu no encontró palabras para refutar.
—En ese caso… —dijo el menor, con la decisión marcada en el rostro—, también iré.
—No deberías… —ordenó Kiryu, con el ceño fruncido—. Tú, como copropietario, corres el mismo peligro que ella. Es como entrar en una ratonera con el queso puesto.
—¿Me estás comparando con un ratón? —replicó Ryohei con decisión—. Ni lo pienses. Conozco mejor Sotenbori de lo que crees; viví años ahí, ¿recuerdas?
Se giró hacia su hermano.
—Si quieres, puedo ir antes y preparar el terreno para que no te preocupes. Haré unas llamadas y me quedaré en casa de Kyomi.
—Pero… —alcanzó a decir Tetsu.
El menor lo interrumpió con firmeza:
—Dejaré todo listo para que Kiryu venga y podamos traer a la dueña a Kamurocho. De paso, investigaré si Kenji está retenido ahí, siguiendo las pistas del acertijo y el boleto de tren que me dieron. Mientras más rápido resolvamos esto, mejor para todos.
Oda dio un paso adelante.
—Ya lo escuchaste… yo también iré. —Clavó la mirada en los tres hombres y añadió—: Lo siento, jefe, pero estoy con ellos en esta ocasión.
—Oda-san… —musitó el mayor.
—La situación en Sotenbori está demasiado turbia —explicó el subordinado—. Debemos actuar y terminar esto rápido. Si se apropian de ambas partes del terreno, todo será en vano. Solo tenemos que jugar nuestras cartas con cuidado.
Ryohei dejó escapar una carcajada sarcástica.
—Hasta que piensas con la cabeza y no con los puños, Oda-san.
—¡Oye! —protestó el hombre fornido—. Soy la mano derecha del jefe, ¿lo recuerdas?
—Más pareces cualquier cosa menos mano derecha… —rió el menor, cargando las palabras de ironía.
El mayor observó a los tres, en silencio, como evaluando su resolución. Finalmente habló:
—Ryohei… me gustaría que te quedaras. Pero te conozco, sé que irás de todas formas.
—¿Se te olvidó que me metí en ese barco a los diez años? —contestó el menor con una media sonrisa—. Puedo escabullirme en la ciudad.
Tetsu volvió la vista hacia el otro joven.
—Viajar a Sotenbori y asumir ese riesgo… ¿estás seguro, Kiryu-san?
—Sí —respondió, con determinación.
El mayor sonrió, esta vez con la misma ironía que caracterizaba a su hermano.
—Te advierto que esto no es una orden de la inmobiliaria. Así que, si te ocurre algo, no esperes indemnización compensatoria.
—¡Oye! Eso fue un golpe bajo —saltó Ryohei.
Kiryu devolvió la sonrisa con calma.
—Pagaste mil millones por nosotros… Creo que es más que suficiente compensación, jefe.
El menor abrió los ojos fingiendo sorpresa.
—¿Le devolvió el golpe de ironía?
—Supongo que aprendí de un maestro… —replicó el ex yakuza, lanzándole una mirada cómplice.
—¿Qué te puedo decir? —rió su compañero—. Supongo que es parte del encanto.
Las carcajadas, por fin sinceras, quebraron la tensión. Tetsu las acompañó, más relajado que en toda la jornada.
—Entonces —concluyó—, es hora de prepararnos e irnos.
Los cuatro hombres subieron al automóvil.
Ryohei y Kiryu ocuparon el asiento trasero, mientras Tetsu se instalaba como copiloto y Oda retomaba el volante.
El motor rugió suavemente, y el vehículo se internó en las calles iluminadas de Tokio. La carretera los llevó de vuelta a Kamurocho, hasta detenerse frente al edificio Sugita, donde la noche los esperaba, cargada de luces y sombras, y la siguiente jugada empezaría a tomar forma.
Chapter 16: "El Costo de la Lealtad"
Summary:
Entre perdones sinceros y títulos que pesan más de lo que aparentan, Ryohei emprende un viaje hacia Sotenbori con una misión clara: encontrar a Makoto Makimura y convencerla de regresar a Kamurocho para concretar el traspaso del terreno.
Sin embargo, el reencuentro no será fácil. Una conversación con uno de sus salvadores revela la verdad detrás del tormento de su hermana, y obliga a Ryohei a mirar de frente un pasado que intentó enterrar.
Lágrimas, promesas y decisiones que no admiten marcha atrás marcarán el destino de quien alguna vez juró no volver a perder a quienes ama.
¿Qué hará ahora el actual vicepresidente de Tachibana Real Estate? ¿Está listo para enfrentar las consecuencias de mirar hacia atrás?
Chapter Text
“El Costo de la Lealtad”
La noche había caído sobre Kamurocho con un frío que calaba hasta los huesos.
Los neones titilaban sobre las avenidas mojadas, mientras el humo de los puestos callejeros se mezclaba con el vaho que escapaba de las bocas apresuradas. El vehículo se detuvo frente al edificio Sugita. Kiryu descendió con calma, ajustando el cuello de su chaqueta blanca antes de cerrar la puerta tras de sí.
—Será mejor que te prepares bien, Kiryu-san —aconsejó el mayor de los Tachibana, con voz grave pero serena—. Te esperamos en el restaurante chino de Little Asia para afinar los detalles.
El subordinado observó con ojo atento los
alrededores.
—Veo que los hombres de Dojima se han retirado. Está todo despejado.
—Entonces Nihara cumplió su parte del trato —murmuró Ryohei, sin apartar la mirada de la avenida.
—Al menos podemos transitar tranquilos —dijo Kiryu con calma—. Iré a mi oficina por el dinero necesario y los alcanzaré allí.
Dicho esto, empujó la puerta del edificio Sugita y desapareció en su interior. El silencio en el auto se prolongó unos segundos, hasta que el menor de los Tachibana arqueó una ceja.
—¿Tiene su propia oficina?
—¿No te lo comentó? —replicó Tetsu, arqueando una ceja.
—Para nada.
—Es un encargo para un cliente antiguo —explicó el hermano mayor con calma—. Lo recomendé yo mismo. Ahora trabaja en bienes raíces, y esa experiencia nos está resultando útil.
El motor rugió, y el vehículo se puso en marcha rumbo a Little Asia, perdiéndose entre el flujo incesante de luces y sombras que dominaban Kamurocho.
El trayecto transcurrió entre calles estrechas y bulliciosas. Se detuvieron en un semáforo, la luz roja tiñendo los rostros con un resplandor tenue. Ryohei permanecía con la mirada fija en la nada, sumido en sus pensamientos.
—¿Aún te sorprende que tenga ese negocio? —preguntó Tetsu desde el asiento del copiloto, sin apartar la vista del frente.
El comentario lo hizo sobresaltarse.
—¿Eh? —parpadeó, como regresando de golpe—. Ehh… sí, quiero decir… no, para nada.
Oda lo miró por el retrovisor con media sonrisa.
—Creo que el chico está pensando en otra cosa.
El menor desvió la mirada.
—Es sobre Chen-san… —dijo al fin, tras una pausa larga—. Quiero hablar con él a solas, aclarar las cosas. ¿Les parece bien?
Tetsu lo observó en silencio, comprendiendo al instante a qué se refería.
—Por supuesto. Tómate el tiempo que necesites y dejen todo en claro.
—Gracias.
El semáforo cambió a verde y el coche retomó la marcha.
Poco después, los callejones estrechos de Little Asia se abrieron paso frente a ellos. El aroma de especias, fideos fritos y té recién servido se mezclaba con el humo de los braseros que los puestos mantenían encendidos contra el frío.
Entre farolillos rojos y carteles escritos en kanji, la vida seguía su curso en aquella pequeña franja de mundo atrapada en Kamurocho.
El vehículo se detuvo frente al restaurante chino. El grupo descendió y, al entrar, la calidez del local los envolvió junto con el aroma de jengibre y salsa de soya.
Chen los esperaba en la entrada, con los brazos cruzados.
—Veo que sobrevivieron a la sede del Tojo… —comentó con su voz rasposa.
—Salió como lo planeamos —respondió Tetsu con firmeza. Luego miró a su hermano, que tenía los puños cerrados y el gesto cargado de nervios—. Adelante… habla con él.
Ryohei respiró hondo y se adelantó con paso lento.
—Chen-san… ¿podemos hablar? En privado, eso sí.
El anciano lo observó en silencio unos segundos, antes de suavizar el ceño.
—Claro, Xiǎo Hǔ —dijo con calma—. Sígueme a mi oficina.
La oficina de Chen estaba en la planta superior del restaurante, apartada del bullicio de las mesas. Una habitación pequeña, con estanterías repletas de libros en mandarín, un escritorio antiguo marcado por el uso, y una tetera que desprendía un vapor tenue con olor a jazmín.
El anciano cerró la puerta, dejando atrás el murmullo del comedor. Avanzó hasta el escritorio con paso medido y señaló la silla frente a él antes de sentarse.
Ryohei obedeció, pero apenas se sentó, se removió con incomodidad, incapaz de sostener la mirada de Chen por mucho tiempo.
La pausa se alargó, cargada de un peso denso, mientras ambos aguardaban a que el otro rompiera el hielo.
El viejo encendió un incienso con parsimonia, dejando que la fragancia llenara el aire con calma. Sus ojos, sin embargo, permanecían fijos en el joven, atentos, buscando leerle hasta el último pensamiento.
—¿Entonces? —dijo al fin, con ese tono grave que lo había hecho temer y respetar a partes iguales—. ¿Qué es lo que tanto querías decirme?
El nombre golpeó algo dentro de Ryohei. Recordó la última discusión, cuando lo había tratado de “viejo cínico”, ardiendo de rabia porque Chen no quiso que Kiryu se quedara en Little Asia. Había sido injusto. Orgulloso. Y ahora, frente a esa mirada que lo atravesaba como si pudiera leerle el alma, la culpa le pesaba en el pecho.
El silencio volvió a instalarse, solo interrumpido por el crujir de la madera cuando Chen acomodó la espalda en el sillón.
Ryohei tragó saliva. Tenía la certeza de que cualquier palabra sería torpe, insuficiente para remendar lo ocurrido. Y aun así, sabía que debía intentarlo, porque callar habría sido peor.
—Chen-san… —murmuró al inicio, con un hilo de voz que titubeaba entre la duda y la determinación.
Sus dedos se entrelazaron con fuerza sobre las rodillas, y esta vez no apartó la vista.
—Chen-san… —repitió, esta vez más firme, aunque la voz se le quebró en la última sílaba.
El anciano lo observaba fijo, con una paciencia que podía desarmar a cualquiera.
—Aquella vez… cuando discutimos por Kiryu —continuó con la voz apretada—. Te llamé “viejo cínico”. Te grité como si fueras un enemigo… pero nunca lo fuiste.
Bajó la mirada, y sus puños temblaban sobre las rodillas, como si intentara contener el peso de su propia culpa.
—En realidad siempre… siempre te vi como parte de mi familia. Como alguien que cuidaba de mí, aunque lo hiciera a su manera.
Una lágrima se escapó antes de que pudiera contenerla.
—Y aunque nunca lo dije… para mí… para mí siempre fuiste mi abuelo.
Levantó el rostro, húmedo, con los ojos encendidos por la emoción.
—¿Abuelo? —repitió Chen, sorprendido. La palabra parecía pesarle, como si quisiera saborearla.
Ryohei asintió, con un sollozo apenas audible.
—Sí… mi abuelo. Puede que no llevemos la misma sangre, pero siempre lo sentí así. Siempre pensé en ti como mi abuelito… y lo sigo pensando.
El viejo guardó silencio un largo instante, como si esas palabras hubieran abierto algo que mantenía cerrado hacía mucho. Sus ojos se humedecieron, brillando bajo la tenue luz de la lámpara. Luego se inclinó hacia adelante y colocó una mano temblorosa sobre el hombro del joven.
—Escucha… —murmuró con voz quebrada—. Para mí, siempre fuiste un nieto. Y no cualquiera… —esbozó una sonrisa entre lágrimas—, el favorito. Solo… no se lo digas al resto.
Ambos rieron, pero aquella risa se quebraba en medio del llanto, volviendo la escena más humana y sincera.
Entonces, sin pensarlo más, Ryohei se levantó de golpe y lo abrazó con fuerza, igual que un niño aferrándose al calor de la única figura que nunca quiso perder. El anciano, aunque al principio sorprendido, cerró sus brazos alrededor de él, hundiendo el rostro en su hombro.
El silencio volvió a reinar en la oficina, sin peso ni incomodidad. Era un silencio cálido, lleno de ternura y aceptación: un lazo finalmente pronunciado en voz alta.
—Siempre te llamaré Xiǎo Hǔ —susurró Chen, con un orgullo que le desbordaba el pecho—. Pero ya no eres un cachorro. Ahora eres un tigre adulto, que protege a su manada… incluso a ese chico, Kiryu-san.
Las lágrimas rodaban libremente por el rostro de ambos. No hacían falta más palabras. Ese abrazo fuerte y sincero lo decía todo: el perdón, la reconciliación y la promesa de que, pese a todo, seguirían siendo abuelo y nieto hasta el último día.
—Quiero seguir siendo tu cachorro… siempre —musitó Ryohei, con voz temblorosa pero decidida.
El anciano sonrió entre lágrimas, cerrando los ojos.
—Entonces yo seguiré siendo tu abuelito. Hasta que el último aliento me lo permita.
El silencio en la oficina se volvió cálido, casi sagrado. Afuera, Tetsu y Oda aguardaban. Desde la puerta apenas cerrada alcanzaban a escuchar murmullos apagados, sollozos interrumpidos, y comprendían que algo demasiado íntimo sucedía allí dentro.
No se atrevieron a interrumpir.
Pasaron los minutos, y cuando por fin la emoción se fue calmando, Chen y Ryohei se separaron, aún con los ojos enrojecidos. El joven secó sus lágrimas con el dorso de la mano y respiró hondo.
—Debo ir a Sotenbori —dijo con firmeza, como si las palabras le devolvieran la entereza—. Encontraron a la otra dueña… a mi hermana.
Chen lo miró con gravedad, pero no lo detuvo. Sabía que había cosas que un hombre debía enfrentar por sí mismo.
—Antes de partir… —añadió el joven, girando hacia el escritorio— necesito usar el teléfono.
El anciano asintió en silencio, ofreciéndole su apoyo sin más palabras.
Ryohei salió de la oficina a paso rápido, recorriendo los pasillos estrechos de Little Asia hasta dar con su bolso. Rebuscó en él con torpeza, sacando una libreta de tapas gastadas donde tenía algunos números importantes.
Regresó al despacho de Chen, se sentó en el escritorio y tomó el auricular con manos aún húmedas por el temblor de la emoción.
Marcó con rapidez, casi con ansiedad. La línea dio un par de tonos antes de que una voz anciana respondiera al otro lado.
—¿Diga?
—¿Hanzo-sensei? —preguntó Ryohei, apretando el teléfono contra su oído.
—¿Hiratori? —el tono del maestro se iluminó con un deje de sorpresa—. Oh, me alegra oírte. Como no fuiste al entrenamiento en estos dos días pensé que habías decidido dejarlo.
—No… no dejaría el dojo —respondió el joven, con un hilo de voz. Hizo una pausa, como si las palabras pesaran más de lo normal—. Perdone que lo llame a esta hora, pero necesitaba hablar con usted.
—Te escucho.
—Debo ausentarme unos días, viajar fuera de la ciudad. Solo quería justificar mi ausencia hasta que mi situación familiar se estabilice.
—¿Algo familiar? —preguntó Hanzo, con un dejo de duda en su tono.
—Sí… —Ryohei bajó la voz, atrapado entre lo que decía y lo que callaba—. Solo quería asegurarme de que no piense que me alejaré para siempre. Volveré en unos días. Y también… quería pedirle que avisara a Murakado-sensei que…
—No será necesario —interrumpió el anciano, seco, como si prefiriera adelantarse a lo que intuía.
El silencio de Ryohei se quebró en un murmullo.
—¿Qué?
—Murakado renunció ayer. Dijo que su hijo empeoró y que necesita dedicarle todo el tiempo posible. Al parecer es algo congénito y no quiere que nadie más lo cuide… —hubo una pausa breve, como si el anciano dudara antes de continuar—. Así lo explicó él.
El joven bajó la cabeza. El golpe de la noticia le recorrió el pecho como un peso difícil de tragar.
—Vaya… —musitó, con tristeza sincera—. Es una lástima. Supongo que tendrá que buscar a otro maestro.
—Por ahora yo me encargaré de los novatos y los avanzados —contestó Hanzo, soltando un suspiro que llevaba tanto cansancio como una sombra de sospecha—. No te preocupes por eso. Tú céntrate en resolver lo tuyo, Hiratori. Cuando vuelvas, retomaremos lo del parkour y el entorno.
Ryohei apretó con fuerza el auricular, como si necesitara aferrarse a esa normalidad que se le escapaba de entre los dedos.
—Gracias, sensei… nos veremos.
Colgó la llamada; el golpe seco del auricular quedó flotando en la quietud del despacho.
Por un instante quedó inmóvil, con la libreta abierta frente a él y la mirada perdida, consciente de que Hanzo había notado algo en sus palabras… aunque, fiel a su costumbre, prefirió guardarse sus dudas.
La quietud de la oficina lo acompañó unos segundos. Con el corazón aún inquieto, hojeó la libreta hasta dar con otro número marcado en tinta azul.
Respiró hondo y marcó. La línea sonó un par de veces antes de que una voz conocida respondiera:
—¿Diga?
—¿Kyomi? Soy yo, Ryo.
—¿Ryo? —la sorpresa se tornó enseguida en alivio y una sonrisa palpable al otro lado del auricular—. ¡Vaya! ¿Qué haces llamándome a estas horas? Pensé que estabas hasta el cuello con los estudios.
Él tragó saliva, tratando de sonar firme.
—Necesito pedirte un favor. Tengo que ir de urgencia a Sotenbori y ya es tarde. Quería saber si… podrías darme alojamiento esta noche.
Ella guardó silencio apenas un segundo.
—Claro que sí, justo hoy tengo la noche libre en el trabajo. —Su voz se suavizó con una calidez cómplice—. Además, sabes que mi casa siempre será tu refugio.
Ryohei suspiró con un deje de alivio.
—Gracias, Kyomi. No sabes lo mucho que significa para mí.
—Bah, exagerado. —Rió con ligereza—. Mis padres no vuelven hasta Navidad, así que tengo un cuarto extra. Y si te da flojera… hasta podrías dormir conmigo. Total, sé perfectamente que no pasaría nada.
La broma lo tomó desprevenido. El se rió entre dientes, un poco nervioso.
—Sigues siendo igual de directa…
—¿Y tú igual de serio? —replicó ella con picardía—. En serio, no te preocupes. Puedes quedarte tranquilo aquí.
El joven dejó escapar una sonrisa cansada, que se notaba hasta en su voz.
—Cuando llegue te lo explicaré todo, no te preocupes.
—De acuerdo, esperaré a que me lo digas en persona. —aseguró ella, con la ternura de quien lo conocía desde hace años. —Te esperaré con la cena lista.
—Me vendrá bien… —murmuró él, con un hilo de gratitud—. Salgo de inmediato.
—Entonces aquí estaré —cerró Kyomi, con calidez—. Con comida caliente y un techo, como siempre.
El clic al colgar dejó la oficina en un silencio profundo, roto únicamente por el murmullo lejano de la vida nocturna de Little Asia.
La puerta se abrió suavemente y Chen asomó la cabeza.
—¿Terminaste tus llamadas? —preguntó, con una mezcla de curiosidad y ternura.
—Sí, abuelo —asintió Ryohei, sonriendo—. Gracias por dejarme usar el teléfono.
El anciano avanzó con paso lento y dejó una pequeña mochila sobre el escritorio.
—Todo por mi nieto… —respondió con calidez, antes de añadir con su habitual tono práctico—. Un pijama y ropa de cambio. No dormirás con ese traje formal, ¿verdad?
El joven soltó una carcajada, sacudiendo la cabeza.
—Siempre preparado. Tú me enseñaste eso.
Ambos salieron al pasillo y caminaron hasta el restaurante, donde Tetsu y Oda los esperaban en una mesa. El ambiente estaba impregnado de especias y té recién hecho; la penumbra de las lámparas de papel jugaba con las sombras en las paredes.
—¿Todo listo? —preguntó Tetsu, sin rodeos.
—Hablé con mi maestro del dojo para justificar unos días fuera —explicó Ryohei—. Y Kyomi me dará alojamiento esta noche.
—Perfecto. —El mayor le tendió un papel doblado—. Aquí están las indicaciones.
Ryohei lo desplegó con cautela, repasando cada línea mientras escuchaba con atención.
—Al amanecer —continuó Tetsu— deberás dirigirte al paradero de taxis que está junto al Cabaret Grand.
Ryohei alzó la vista, arqueando una ceja.
—Por lo que leo debo tomar un taxi… ¿pero a dónde?
Oda, que se había servido té, dejó la taza con un golpe seco.
—Al Consorcio Nikkyo.
El joven parpadeó incrédulo.
—¿Consorcio Nikkyo? ¿Por qué ahí?
—Porque Makoto Makimura está resguardada en ese sitio —intervino su hermano, con la voz grave.
Las palabras lo golpearon de lleno.
—¿Makoto está ahí? P-pero… ¿cómo?
Tetsu se puso de pie, cortando cualquier desvío.
—Larga historia, y no tenemos tiempo ahora. Allá te darán los detalles.
De su chaqueta sacó una billetera y un fajo de tarjetas de presentación que dejó frente a él.
—A partir de ahora serás vicepresidente de Tachibana Real Estate —anunció su hermano con naturalidad—. Solo como título protocolar, nada real.
—¿Me estás tomando el pelo? —rezongó el menor.
—Ni con tu apellido te dejarían pasar sin un cargo de peso —intervino Oda—. Esto es pura formalidad, nada más.
—Exacto —añadió Tetsu—. Sera-san, presidente de Nikkyo, te recibirá y te dirá los detalles. Preséntate bien, por eso Chen-san te dejó ropa de cambio en la mochila.
Ryohei tomó las tarjetas y las agitó con ironía.
—No sé si esto es un premio o un castigo… —bromeó, aunque la sonrisa torcida en su rostro revelaba que, pese a todo, le divertía la absurda seriedad del asunto.
Guardó la billetera y las tarjetas en la mochila con un suspiro contenido.
—De todos modos, lo tengo claro.
Se puso de pie, listo para marcharse.
—Hay un vehículo esperándote afuera —explicó Tetsu, ajustándose las mangas de la chaqueta—. Te llevará directo a la casa de Kyomi-chan, sin desvíos. Apenas llegues, quiero que llames a Chen para continuar con el plan. ¿De acuerdo?
—Hecho —respondió el menor, echándose la mochila al hombro con decisión—. Nos vemos pronto.
El vehículo aguardaba bajo el farol de la entrada, con el motor encendido. Ryohei subió al asiento trasero con la mochila de Chen en las piernas. El chofer, un hombre de semblante pétreo, lo saludó con una leve inclinación y arrancó sin preguntar nada más.
La ciudad quedó atrás poco a poco, los neones de Kamurocho desvaneciéndose hasta dar paso a la autopista rumbo a Sotembori. El ronroneo constante del motor llenaba la cabina, acompañado del golpeteo del viento contra las ventanillas.
Ryohei jugueteaba con las tarjetas de presentación entre los dedos, observándolas como si fueran un objeto extraño.
—Vicepresidente interino de Tachibana Real Estate… —murmuró, con ironía amarga, como si recitara un cargo prestado.
Enderezó la espalda, levantando el mentón con solemnidad exagerada, e hizo un ademán torpe, ensayando la entrega de la tarjeta.
El chofer lo miró por el retrovisor, arqueando apenas una ceja.
—¿Qué? —El chico se encogió de hombros, ruborizado—. Ensayo, ¿ok? Es cosa seria.
El silencio del conductor le arrancó una risita nerviosa.
—Ni siquiera sé si debería hacer una reverencia de noventa grados o de cuarenta y cinco… O quizás solo entregar la tarjeta y rezar para que no me corran a patadas.
Se quedó mirando la tarjeta unos segundos más. Entonces recordó las palabras de Chen, que resonaron con fuerza en su pecho.
—Xiǎo Hǔ, ahora eres un tigre adulto…
Cerró la mano con decisión alrededor de la tarjeta, dejando escapar un susurro cargado de emoción:
—Entonces, abuelo… lo haré bien. Aunque tenga que parecer un idiota ensayando títulos en medio de la carretera.
El coche continuó su viaje bajo el cielo nocturno, perdiéndose en dirección a Osaka.
La carretera iluminada de la ciudad se extendía frente al vehículo, cruzando los puentes sobre el canal de Sotenbori antes de desviarse hacia una zona más tranquila, de casas alineadas con jardines discretos. La vida nocturna quedaba atrás: el bullicio de neones, las risas ebrias y los letreros parpadeantes se apagaban poco a poco, reemplazados por faroles cálidos que marcaban la ruta residencial.
El coche se detuvo suavemente frente a una vivienda de dos pisos. En la entrada, Kyomi esperaba con los brazos cruzados, moviendo la mano en un gesto breve al reconocer el auto.
Ryohei bajó con la mochila colgada al hombro, agradeció al conductor con una leve reverencia y cerró la puerta tras de sí.
—Muchas gracias por traerme hasta aquí —dijo con formalidad.
El chofer inclinó la cabeza y respondió con naturalidad:
—No tiene por qué agradecer. Nos vemos, vicepresidente.
El motor rugió de nuevo y el vehículo se alejó.
Kyomi parpadeó, incrédula.
—… ¿Perdón? —arqueó una ceja, mirándolo de arriba abajo—. ¿Vicepresidente? ¿Desde cuándo?
Ryohei suspiró, llevándose la mano a la frente.
—Larga historia… y tengo hambre.
Ella lo miró unos segundos más, hasta que una sonrisa pícara se le escapó.
—Vaya, Ryo, desapareces unos días y vuelves con ascensos corporativos.
—Ja, ja, muy graciosa… —refunfuñó él, empujando suavemente su hombro.
—Anda, entra. Tengo la noche libre y hasta calenté cena.
La risa compartida se apagó al cruzar el umbral de la casa, dejando atrás el frío de la noche.
Apenas dentro, el aspirante a médico pidió usar el teléfono.
Desde el pasillo marcó con calma, aguardando a que la línea conectara. Cuando la voz de Chen sonó al otro lado, se limitó a informarle que había llegado bien a Osaka, cumpliendo así la promesa hecha en Little Asia. El anciano, satisfecho, lo despidió con un simple “descansa, Xiǎo Hǔ”.
Colgó con una sonrisa serena y, ahora sí, respiró más aliviado.
El calor del hogar lo envolvió al dirigirse hacia el comedor, donde el aroma del arroz recién hecho y la sopa miso impregnaban el ambiente. Sobre la mesa, su amiga había dispuesto dos bandejas con esmero, esperándolo ya en la puerta con una sonrisa cansada.
—Anda, siéntate. Te estaba esperando —dijo la joven, acomodándose frente a él mientras servía té con un gesto casi automático.
El muchacho tomó los palillos sin hacerse rogar. Entre bocados, comenzó a ponerla al día. Su voz era calma, aunque el torrente de hechos resultaba denso: la persecución, los tratos con el clan, el secuestro de Kenji, la revelación de la otra propietaria y el plan inmediato de viajar a Sotenbori.
La anfitriona lo escuchó con atención, sin interrumpir salvo con algún gesto: el ceño fruncido, la mano que se llevaba al cuello cuando la tensión crecía, un suspiro aliviado cuando el relato esquivaba la tragedia.
—Ahora entiendo por qué me llamaste el otro día —dijo al fin, bajando la mirada hacia su cuenco—. No era solo preocupación… sabías que estábamos en medio de todo esto.
El menor de los Tachibana dejó los palillos a un lado.
—Los llamé a ambos tras la “conversación” con ese tipo en el bar. Me preocupé porque podían usarlos para presionarme.
El cubierto en la mano de ella tembló apenas.
—¿Crees que Kenji esté bien? Dijiste que lo secuestraron los Dojima… por ese terreno.
—Mi hermano negoció su liberación. A cambio, el Tojo tendrá un treinta por ciento de las ganancias de la inmobiliaria. Es cuestión de tiempo para que nos den su ubicación.
La muchacha apretó los labios y asintió, aunque el gesto fue más amargo que conforme.
—De todas maneras… tú, copropietario del famoso Lote Vacío… —murmuró con una sonrisa que apenas contenía incredulidad.
—Me enteré hace unos días, y todavía me cuesta creerlo. Pero necesito resolver lo de Kenji y lo de ese lugar.
—¿Y lo de las pistas en Sotenbori? —preguntó ella con cautela.
El muchacho asintió, mostrando el sobre con el boleto arrugado. —Encontré esto en mi bolso. Es un acertijo y un pasaje de tren.
—Un día encontré esto en mi bolso.
Le mostró el papel y el boleto de tren arrugado. Sus ojos recorrieron el acertijo, las cejas arqueándose con cada línea.
—Sí… da señales claras de que podría ser aquí. Pero… —lo devolvió lentamente, frunciendo el ceño— ¿y si es una trampa?
Ryohei respiró hondo.
—Si lo es, entonces tendré que asumirlo. No puedo quedarme quieto mientras mi hermano está en peligro.
Ella dejó escapar un suspiro largo, evitando mirar el boleto.
—…Ya veo.
El silencio se extendió, solo roto por el tic tac del reloj de pared, hasta que la muchacha forzó una sonrisa ligera.
—Por suerte tengo la noche libre en el trabajo. Majima-san me pidió que alternara entre el Grand y el Sunshine, así que nunca paso sola por las calles.
Hizo una pausa, bebiendo agua antes de continuar.
—Yuki-chan y las demás también son muy amables… con eso, al menos, la yakuza no me anda buscando por estar en contacto contigo.
El joven la miró con gratitud, aunque en su expresión persistía una sombra de preocupación.
—Eso me tranquiliza… aunque no del todo —confesó.
Kyomi inclinó la cabeza, esbozando una media sonrisa que ocultaba más miedo del que dejaba ver.
—Y hablando de cosas extrañas… ¿qué fue eso de “vicepresidente”? —preguntó de pronto, arqueando una ceja.
Ryohei se removió en su asiento.
—N-no es nada importante…
—Ryo… —su tono sonaba a reproche familiar—. Te conozco demasiado bien para no darme cuenta cuando ocultas algo.
El muchacho suspiró, rindiéndose.
—Está bien… mi hermano me dio ese título temporal, solo para estos días en Osaka.
La muchacha lo observó, confundida.
—¿Cómo así?
—Mañana debo dejar preparado todo para trasladar a la otra propietaria a Kamurocho —explicó con seriedad—. Hay que protegerla antes de que alguien de la Omi decida atacarla.
Kyomi entrelazó los dedos, pensativa.
—¿La Alianza Omi…? ¿Por qué la buscan con tanto empeño?
—No puedo darte todos los detalles —admitió él—, pero si llegan a controlar ambas partes del terreno, la situación se volverá insostenible.
El silencio se extendió un segundo. Ella lo miró, con una mezcla de resignación y ternura.
—De acuerdo, no voy a presionarte más. Sé que prefieres callar para protegerme… eso hace un gran amigo como tú. —Su voz se quebró apenas—. Pero por favor, trae a Kenji de vuelta.
El comentario encendió una chispa en el joven. La miró con atención, ladeando la cabeza.
—Vaya… veo que te gusta, ¿verdad?
—¡¿Qué?! —Kyomi casi saltó en la silla, ruborizada.
Ryohei rió, negando con la cabeza.
—Soy gay, no ciego. Sé que ambos se gustan. Prometo traerlo de vuelta, pero me prometes que vas a dar el paso cuando regrese.
La joven bajó la mirada, incapaz de sostenerla.
—Ryo… a veces eres imposible.
—Y tú me quieres justamente por eso —replicó con una sonrisa cómplice.
Ella terminó por reír, aunque las lágrimas le humedecían los ojos. Entre bromas y silencios, la confesión quedó flotando en el aire, más real de lo que a ella le hubiera gustado admitir.
Más tarde, cuando la cena quedó en silencio y los platos descansaban en el lavaplatos, Ryohei se retiró al cuarto que le habían preparado. La habitación era sencilla, con una cama baja y una ventana que dejaba entrar la luz mortecina de un farol de la calle.
Se dejó caer sobre el futón, con la mochila aún a un lado. Cerró los ojos un momento, y lo primero que acudió a su memoria fue la súplica de Kyomi: “Trae a Kenji de vuelta”. Apretó los labios. Sabía que detrás de esas palabras había algo más fuerte que la amistad.
—Kenji… —susurró—. Más te vale estar vivo, o tendré que enfrentarme a media ciudad por ti.
Hundió el rostro entre las manos, dejando que el cansancio lo dominara al fin.
Promesas, planes y afectos se arremolinaban en su mente, pero lo único claro era lo que debía hacer: proteger a su hermano, salvar a su amigo y darle a Kyomi la oportunidad que ella no se atrevía a tomar sola.
El frío de Osaka se filtraba por las rendijas, trayendo consigo el murmullo distante de la ciudad. El joven terminó por caer en un sueño inquieto.
El amanecer encontró al joven listo para partir hacia Sotenbori.
Vestía de manera impecable con la camisa celeste y el pantalón oscuro que Chen le había dejado en la mochila. Guardó la billetera y las tarjetas de presentación en el bolsillo interior de la chaqueta, como si se aferrara a ellas para convencerse de su papel.
Se despidió de Kyomi con una mirada cargada de promesas que ninguno de los dos se atrevió a decir en voz alta. Después, se encaminó a pie hacia el punto acordado: el paradero de taxis cercano al Grand, en pleno corazón del distrito.
Uno de los conductores lo reconoció apenas lo vio. Se aproximó con cierta cautela.
—¿Ryohei Tachibana?
Él asintió, sin bajar la guardia.
—El jefe me ordenó llevarte al Consorcio Nikkyo. Cuando estés listo, partimos.
—De acuerdo —respondió con firmeza—. Vamos entonces.
El hombre vaciló antes de añadir:
—Una cosa más… Tachibana dejó instrucciones: primero llevarte, y después dejarte cerca del videoclub, para que esperes a tus compañeros.
—¿El que está al sur de Shofukucho? —preguntó con cautela.
—Exacto. —El taxista inclinó la cabeza—. Pero la calle está acordonada desde hace unos días.
Ryohei arqueó una ceja.
—¿Acordonada? ¿Por qué?
El hombre apretó los labios.
—Hubo una explosión. Un coche bomba frente a la clínica de acupuntura Hogushi Kaikan. El dueño, Wen Hai Lee-san, murió en el acto.
El joven se quedó helado.
—¿Wen Hai Lee…?
—Eso dicen. Algunos aseguran que fue un ajuste de cuentas. Otros, que sabía demasiado y alguien de la yakuza decidió quitarlo del camino.
Ryohei se recargó contra el asiento, intentando procesar.
—Vaya… entonces Kyomi tuvo libre esa noche por eso.
El chofer lo observó por el retrovisor.
—En el Sunshine y en el Grand corren rumores. Majima-san anda furioso, dicen que la ciudad ya no es segura ni para los suyos. Si pudieron matar a Lee, cualquiera podría ser el siguiente.
El silencio se extendió unos segundos dentro del taxi. El muchacho cerró los puños sobre su pantalón.
—No es justo… —susurró. Luego levantó la mirada, renovando su determinación—. Bien, vayamos al Consorcio.
El motor rugió, y el vehículo se puso en marcha.
—¿Listo para irnos, señor vicepresidente?
Ryohei soltó un bufido, mitad fastidio, mitad ironía.
—No me llames así…
Pero en su interior sabía que, aunque el título fuera temporal, no podía permitirse mostrarse como nada menos.
El taxi se internó en las avenidas que salían de Sotenbori. Tras los cristales, Osaka despertaba con el bullicio de los comercios, el pregón de los vendedores y el aroma mezclado de okonomiyaki y ramen callejero. Era un ritmo distinto al de Kamurocho, pero igual de incesante.
El conductor rompió el silencio.
—Señor, ¿sabe exactamente lo que debe hacer ahí dentro?
Ryohei parpadeó, apartando sus dudas.
—Dejar todo listo para llevarnos a una persona a Kamurocho.
—Eso es. —El hombre no apartó la vista del camino—. El presidente del Consorcio Nikkyo, Masaru Sera, lo estará esperando. Ya fue informado de que el vicepresidente de Tachibana Real Estate se presentará para formalizar los preparativos.
El joven abrió los ojos con sorpresa.
—¿Masaru Sera?
El taxista sonrió levemente.
—Supongo que tu hermano no te dio muchos detalles. Por eso me dejó explicarte lo esencial durante el trayecto.
Ryohei suspiró.
—Todo pasó demasiado rápido. Apenas hubo tiempo de procesarlo.
—Lo entiendo. —El conductor bajó el tono, casi en confidencia—. Tu hermano me llamó anoche y me contó la situación. Por algo fue mi jefe, antes de que a ti te rescatáramos de los Omi.
El joven lo miró de reojo, intrigado.
—¿Usted… fue parte de la banda de mi hermano?
—Así es. —El hombre soltó una risa nostálgica—. Estuve allí cuando lo salvamos entre todos. Éramos tantos que quizá ni me viste. Cuando la banda se disolvió, encontré este trabajo. Ahora vivo tranquilo, mantengo a mi familia… todo gracias a que tu hermano me recomendó con mi jefe actual.
Ryohei bajó la mirada, avergonzado.
—Ya veo… Lamento no recordar tu rostro.
—Detalles. —El taxista lo observó con calidez—. Yo sí recuerdo el tuyo. Has cambiado… te ves más maduro que hace dos años.
Sonrió con complicidad, y luego cambió de tema:
—Será mejor que te ponga al tanto de Nikkyo y de Sera-san.
El hombre acomodó las manos en el volante.
—El Consorcio Nikkyo no es cualquier subsidiaria del Tojo.
—¿Subsidiaria del Tojo? —repitió el joven, incrédulo.
—Oficialmente operan en las sombras. Se encargan de los “otros trabajos”: operaciones delicadas, ajustes que el clan no puede mostrar a la luz.
Ryohei se tensó.
—¿Y ellos… están de nuestro lado?
—Más de lo que piensas. —El chofer lo miró por el retrovisor—. Sera-san nunca compartió la ambición de Dojima. Se inclinó hacia Kazama-san, y ahora con tu hermano pasa lo mismo. Nikkyo se encargará de que la otra propietaria no caiga en manos equivocadas.
El muchacho exhaló con fuerza, apoyándose en el respaldo.
—Entonces… si Makoto está bajo su protección… ¿mi papel es asegurar la otra parte?
—Exacto. Tu hermano y Kazama ven en Sera a alguien capaz de negociar en nombre del clan, pero también de proteger. Si el Solar llegara a fragmentarse, el Tojo se resquebrajaría por dentro.
Ryohei frunció el ceño, uniendo piezas en silencio.
—Dos herederos… y yo soy la ficha que completa el rompecabezas.
El taxista rió con suavidad.
—Eso pensó tu hermano. Por eso te dio ese título temporal, para que al menos en Osaka tengas voz frente a Sera y los suyos.
El joven rozó con los dedos las tarjetas guardadas en el bolsillo de la chaqueta. Ese título seguía pesándole como un disfraz ajeno, difícil de creer incluso viéndolo escrito.
El hombre lo miró con afecto.
—Nadie espera cargar con algo así, Xiǎo Hǔ. Te vi crecer en esta ciudad. Vi cómo tu hermano te dio la residencia legal para que fueras alguien… y ahora, mírate, metido en todo esto.
El menor de los Tachibana sostuvo su mirada.
—Puede que sea peligroso… pero es algo que debo concretar.
El conductor sonrió.
—Cuando te veía llegar de la escuela, pensaba: “Este chico será alguien importante”. Y mírate ahora… todo un hombre de negocios.
El joven bufó con ironía.
—Solo soy alguien que quiere ser médico, no un empresario.
—Y lo serás. —El chofer viró hacia una avenida ancha, donde rascacielos comenzaban a imponerse en el horizonte—. Doctor Ryohei Tachibana… suena mejor, ¿no crees?
El muchacho sonrió apenas, pero en sus ojos ardía la misma determinación que lo había traído hasta allí.
—El Consorcio está cerca —concluyó el conductor—. Muy pronto descubrirás qué papel esperan de ti en todo esto.
El taxi se deslizó por una avenida más angosta, donde los neones de Sotenbori se apagaban poco a poco, sustituidos por faroles de papel que colgaban como lunas rojas. El humo de los woks se mezclaba con el perfume del sésamo tostado; voces en mandarín ofrecían especias, sedas y remedios, dibujando un zumbido grave, contenido.
El conductor frenó frente a una fachada de madera oscura. Dos porteros de traje se mantuvieron inmóviles, como estatuas. Sobre el dintel, la discreción sustituía al lujo ostentoso: la Posada Benten, un ryōtei tradicional que el Consorcio Nikkyo usaba como base en Osaka.
—Te esperaré aquí —dijo el chofer, sin girarse del todo—. Cuando termines, volveremos a Sotenbori.
—Gracias.
Inspiró hondo; el aire sabía a incienso. Ajustó la chaqueta y cruzó el umbral. Las puertas cedieron con un crujido breve.
Dentro, dos guardias lo recorrieron con la mirada, de arriba abajo, sin prisa. El mostrador lacado devolvía, como un espejo oscuro, la luz amarilla de los faroles. Pasos amortiguados sobre tatami. El visitante dejó una tarjeta con gesto firme.
—Ryohei Tachibana. Tengo una cita con el presidente Sera.
El recepcionista examinó el cartón, leyó, y alzó la vista con una inclinación exacta.
—Señor vicepresidente, lo esperábamos. Por aquí.
El pasillo respiraba silencio.
Las paredes, con biombos pintados de tinta y oro, dejaban entrever jardines interiores que no hacían ruido. Un último giro, y la estancia se abrió: tatami impecable, lámparas bajas, porcelanas azules, una mesa mínima con dos cojines enfrentados. Todo invitaba a hablar en voz baja.
—Tome asiento, Tachibana-san. Avisaré al presidente.
El chico obedeció. Contó tres respiraciones. Luego cinco. El mundo de fuera parecía otro país.
La puerta lateral se deslizó sin estruendo.
Entró un hombre de barba perfilada y cabello peinado hacia atrás, traje gris que no pretendía deslumbrar, pero imponía. Se acercó con pasos medidos y un saludo leve, más cortés que cálido.
—Gracias por venir. Soy Masaru Sera, presidente del Consorcio Nikkyo.
Ryohei respondió con otra tarjeta, sin temblor en los dedos.
—Ryohei Tachibana, de Tachibana Real Estate.
Sera leyó, guardó el cartón en el bolsillo interior y, con un gesto al asistente que aguardaba detrás del biombo, indicó:
—Té para ambos. Por favor
La bandeja llegó con la precisión de un gesto ensayado. El aroma de las hojas abiertas se mezcló con el incienso. Sera tomó asiento frente a su invitado, la espalda recta, el rostro sereno.
—Pruébalo —dijo, sin urgencia—. Aquí las conversaciones siempre empiezan despacio.
El muchacho llevó la taza a los labios. El calor le deshizo el nudo de la garganta. No hubo más palabras durante unos segundos. Solo el murmullo de un jardín al otro lado del papel de arroz.
Sera dejó la taza a un lado con calma.
—Hablemos con sinceridad, Ryohei.
El muchacho levantó la cabeza, expectante.
—Tu hermano me adelantó que vendrías primero. Al principio lo cuestioné.
—¿Por qué? —la voz de Ryohei tembló apenas.
—Porque eres el otro propietario —replicó el presidente, directo—. Igual que Makoto Makimura, eres un blanco demasiado visible. Tu presencia aquí es un riesgo.
La tensión llenó la sala; ni siquiera el murmullo del jardín lograba disiparla. Sera se inclinó hacia adelante, bajando el tono.
—Pero comprendí algo. El plan no puede completarse sin ti. La única forma de sellar esta disputa es que ambos… tú y tu hermana… firmen el traspaso del terreno al Consorcio Nikkyo.
Sintió que la respiración se le cortaba de golpe.
—¿Qué?
—Es la única manera de quitarle a Dojima su carta más fuerte. —Sera sostuvo su mirada con firmeza. —Con el Lote bajo nuestro nombre, blindaremos al Tojo desde dentro. Sin divisiones. Sin que ese terreno se convierta en un detonante de guerra civil.
Bajó un poco el tono, como compartiendo una estrategia:
—Si el Tojo se quiebra, la Omi entrará como buitres. No puedo permitirlo. Kazama tampoco. Por eso necesitamos a tu hermana y a ti: porque el futuro del clan también se decide en esa firma.
Ryohei se dejó caer contra el respaldo, mudo ante lo que acababa de escuchar.
—Entonces… ¿por eso estoy aquí? ¿Para escuchar esta oferta?
—Exacto. —La voz de Sera era grave, casi solemne—. No hablamos solo de dinero ni de poder. Te ofrezco protección, recursos… y la certeza de que Makoto estará a salvo. Lo que ustedes necesiten, Nikkyo lo pondrá sobre la mesa.
El joven bajó la vista. La desconfianza y la necesidad chocaban en su interior.
—Quiero creer en usted… pero temo que todo esto sea solo otro juego de poder.
El presidente no sonrió, aunque en su mirada brilló un matiz de respeto.
—Por eso estás aquí. Para escucharlo de mí mismo.
La habitación se estrechó de golpe, demasiado pequeña para todo lo que pesaba en el aire.
Ryohei bajó la vista hacia el tatami, dudando un instante antes de alzarla de nuevo.
—Y Kenji… —murmuró, con la voz apretada—. Mi mejor amigo fue secuestrado. Nihara prometió darnos su ubicación a cambio del trato con mi hermano.
Sera asintió lentamente.
—Estoy al tanto. Esa negociación ya se selló. Y no pienso dejar ese cabo suelto.
Cruzó los brazos y añadió con frialdad:
— Cuando esta reunión acabe, y esperes a tus compañeros en Sotenbori… —Sera bajó la voz, casi confidencial— busca a un hombre. La pista es sencilla: “se creía muerto”.
El chico parpadeó, incrédulo, incapaz de asimilar lo que acababa de escuchar.
—¿Se creía muerto?
—Lo reconocerás. Él tendrá la información de Kenji —concluyó Sera—. Y si Nihara cumple lo prometido, tu amigo volverá a salvo.
Un frío seco le atravesó el pecho, como si las palabras hubiesen helado la sala.
La encrucijada estaba frente a él: el destino de su hermana, la vida de Kenji y la frágil unidad del clan. Se quedó inmóvil, con los dedos crispados sobre las rodillas, consciente de que en ese tatami pesaba mucho más que su voz.
El presidente entrelazó los dedos sobre la mesa baja. Su voz descendió hasta rozar el susurro.
—Antes de que hablemos del siguiente punto… hay algo que debes comprender.
El murmullo del jardín quedó lejos, apagado tras el papel de arroz.
—Supongo que te enteraste del incidente del coche bomba frente al Hogushi Kaikan, ¿no es así?
Ryohei frunció el ceño, sorprendido.
—El taxista que me trajo aquí me lo comentó… —respondió con seriedad—. Me dijo que la calle estaba acordonada por la policía y que tendríamos que desviarnos.
Sera asintió despacio.
—Debes saber que aquel atentado no fue un accidente. Fue premeditado… y está vinculado a tu hermana.
El menor de los Tachibana sintió un nudo en el estómago.
—¿Qué quiere decir?
La mirada del presidente se endureció.
—Wen Hai Lee… el acupunturista conocido como God Hands. Fue él quien salvó a tu hermana hace dos años y, desde entonces, la mantuvo bajo su protección.
Un silencio pesado cayó entre ambos.
—Tomó su nombre como escudo —continuó Sera—. La empleó en su clínica como asistente, ocultando así su verdadera identidad. Para cualquiera, “Makoto Makimura” era él.
Ryohei abrió los ojos, incrédulo.
—¿Lee-san… protegió a mi hermana? ¿De los yakuzas que la perseguían?
—No solo de ellos, Ryohei. —La voz de Sera se volvió más grave, como si cada palabra pesara más que la anterior—. Lee también buscaba al responsable de algo mucho peor… de quien la vendió a la mafia coreana.
El corazón del joven dio un salto.
—¿¡La mafia coreana!? —su voz se quebró—. ¿¡Qué fue lo que pasó exactamente!?
El presidente inhaló lentamente, como si midiera qué tanto decir.
—No manejo todos los detalles. Lo que sé es que ella vino siguiendo pistas sobre ustedes, sobre ti y tu hermano, cuando llegó a Sotenbori…
Hizo una pausa, sus dedos apretándose apenas entre sí.
—Y en medio de esa búsqueda, alguien la traicionó. Un hombre, con un tatuaje de murciélago en el brazo, la entregó como si fuera mercancía.
Ryohei sintió un vacío en el estómago, pero dejó que el silencio hablara.
—Ese símbolo… —murmuró el mayor, casi para sí—. Ryohei, juraría haber visto algo parecido en tu interior. Aunque supongo que solo será imaginación.
El joven tragó saliva y desvió la mirada.
—Un murciélago es un diseño común… podría tenerlo cualquiera. —Inspiró hondo, intentando recomponerse—. ¿Y qué ocurrió después?
—Dos años más tarde —retomó Sera—, Lee la encontró. La sacó de aquel infierno. La protegió, sí… pero el daño ya estaba hecho.
La palabra “daño” se hundió en el pecho del menor de los Tachibana como un golpe.
—¿Q-qué clase de daño? —preguntó, con la garganta seca.
Sera bajó la mirada un instante, su voz descendiendo a un susurro.
—Ella ya no puede ver. Makoto perdió la vista. No por una sola herida, sino por lo que soportó. Fue demasiado para cualquiera.
El aire abandonó los pulmones de Ryohei.
—¿Makoto…? —murmuró, casi sin voz—. ¿Está ciega?
Los puños del joven se apretaron hasta que los nudillos se tornaron blancos. La voz le salió quebrada, como si las palabras fueran fragmentos de vidrio.
—Durante años nos dijeron… a Tetsu y a mí… que ella había muerto en un ataque a nuestra aldea en China. Fue apenas días después de que llegamos a Japón… —las lágrimas subieron a sus ojos, demasiado pesadas para contenerlas—. Y ahora… todo este tiempo…
La respiración se le cortó. Bajó la cabeza y las primeras gotas resbalaron sobre el tatami.
Sera lo observó en silencio, dejando que la marea se desbordara. Luego, con un gesto sobrio, se levantó y caminó hasta situarse a su lado.
El presidente del Consorcio Nikkyo no hablaba como un político en ese instante, ni como un aliado estratégico. Su mano se posó firme en el hombro del muchacho.
—Sé lo que significa perder y recuperar a alguien en estas circunstancias —dijo, con voz grave, contenida—. No te juzgaré si necesitas llorar.
El menor de los Tachibana cerró los ojos y el llanto finalmente lo venció. Lágrimas de culpa por no haber estado. Lágrimas de rabia por lo que su hermana había sufrido. Lágrimas de impotencia, porque ni todo lo que había aprendido en la vida lo preparaba para esa revelación.
El peso de los años se acumuló en un instante.
Sera permaneció junto a él, sosteniendo su hombro con una firmeza que no necesitaba palabras. No era consuelo blando, sino un recordatorio de que en esa habitación no estaba solo.
El murmullo del jardín volvió a escucharse, como un eco lejano, pero dentro de la sala el silencio era absoluto, roto únicamente por la respiración entrecortada de Ryohei.
Cuando las lágrimas comenzaron a menguar, Sera apretó suavemente el hombro del joven, como sellando la escena en un gesto de respeto.
—Tu hermana está viva, Ryohei —dijo, bajo, casi solemne—. Y mientras esté bajo nuestra protección… seguirá estándolo.
El muchacho asintió, aún con la voz entrecortada.
—G-gracias… Sera-san. —Se secó las lágrimas con la manga, intentando esbozar una sonrisa irónica—. Qué vergüenza… llorar frente a alguien como usted.
El presidente arqueó una ceja, y la rigidez de su porte se suavizó apenas.
—No me veas como alguien con un título. Aquí, en esta sala, somos solo dos hombres hablando. —Esbozó una media sonrisa—. Y no soy tan viejo como para que me pongas en un pedestal.
La risa escapó de Ryohei, breve, pero sincera.
—No… en realidad no lo parece. —Lo miró de reojo, aún con el rostro húmedo—. No se lo tome a mal, pero se ve bastante bien para su edad.
Sera soltó un resoplido corto, más divertido que molesto.
—¿Atractivo, eh? Esa no me la esperaba.
El comentario quebró la tensión y ambos terminaron riendo. El eco de la risa disipó la pesadez que había llenado la sala instantes antes. Ryohei se secó el resto de lágrimas con el dorso de la mano y enderezó la espalda. La determinación regresó a su mirada.
—Está bien… volvamos al tema.
La mirada de Sera se endureció, como si aquel gesto hubiera sellado un vínculo silencioso entre ambos.
—Me contó que Lee-san la protegió todo este tiempo... pero… ¿qué ocurrió realmente con la bomba?
El presidente se incorporó apenas, retomando su postura solemne frente al joven.
—Wen Hai Lee hizo una alianza insospechada… con Goro Majima.
El nombre detonó en la mente de Ryohei.
—¿Majima-san? —murmuró, incrédulo—. ¿El gerente del Grand… y ahora también del Sunshine?
Sera asintió con firmeza.
—Fue enviado a matarla. Pero terminó protegiéndola.
El chico soltó una risa seca, mezcla de ironía y asombro.
—Una vez le dije a mi hermano que esto parecía un guion mal escrito… pero esto ya sobrepasa toda lógica.
—Supuse que te impresionaría. —Sera sostuvo el silencio unos segundos más, midiendo el peso de cada palabra—. En este mundo las lealtades se compran… y se rompen. Majima rompió la suya.
El tono de la sala cambió con un clic sordo cuando Sera dejó la taza a un lado.
—Aquella noche de la explosión, yo mismo me involucré. Fui encubierto. El escenario era una trampa.
Ryohei contuvo la respiración.
—¿Qué hizo?
—Neutralicé a Sagawa de la Omi. —Su voz se mantuvo fría, distante—. Un disparo certero desde la sombra. Solo así pude abrir camino.
El joven sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
—Después dejé inconsciente a Majima y me traje a Makimura aquí, a Camellia Grove.
El menor de los Tachibana lo miró fijamente, con los ojos aún incrédulos.
—Si el jefe de Majima era Sagawa… ¿eso significa que él estaba con la Omi?
Sera negó con un leve movimiento.
—No exactamente. Majima no era un hombre de la Omi. —Sera sostuvo su mirada—. Se le prometió volver al Clan Tojo si cumplía con el trabajo.
Ryohei apretó los labios.
—Entonces… ¿seguía siendo del Tojo?
—Así es. —La voz de Sera bajó un grado, cortante—. Majima había pertenecido a la familia de Futoshi Shimano.
El joven cerró los ojos un instante, como si ese nombre lo devolviera a un eco lejano de Kamurocho.
—Shimano… ¿el mismo patriarca aliado de Dojima?
—Correcto. —El presidente inclinó apenas la cabeza—. Sagawa usó ese vínculo para presionarlo. Una cadena de favores podrida: si eliminaba a Makoto, tendría su pase de regreso al clan.
Ryohei negó en silencio, mordiéndose la lengua.
—Pero Majima rompió esa cadena. Y esa decisión lo cambió todo.
El aire en la sala se volvió más denso, como si el tatami mismo cargara con aquella verdad peligrosa. Ryohei bajó la mirada, asimilando.
—Entiendo… una última cosa. ¿Qué haremos ahora?
Sera se inclinó hacia atrás, con una sombra de sonrisa en los labios.
—Tengo la sospecha de que Majima vendrá a buscarla. Quiero ponerlo a prueba yo mismo, saber si podemos confiar en él.
Ryohei abrió los labios, preocupado.
—¿Y si vienen armados?
—Estoy preparado. —Sera se señaló el pecho con calma—. Llevo un chaleco antibalas bajo el traje. No pienso morir aquí, si es lo que temes.
El chico dejó escapar un suspiro, apenas un hilo de aire.
—¿P-puedo verla?
Sera asintió.
—Ahora está descansando. Le conté por qué la buscaban… y sobre la muerte de Lee. Sabe que su hermano menor, el otro heredero, la espera en Kamurocho. Y que aliados de Nikkyo la escoltarán.
Ryohei apretó las manos sobre sus rodillas.
—Entonces… ¿ella no sabe que vine personalmente?
—No todavía. —Sera se puso de pie, su sombra alargándose sobre el tatami—. Mantengamos la fachada: tú y tus compañeros como representantes de la inmobiliaria.
El presidente le tendió la mano, solemne.
—¿Listo para ver a tu hermana después de diez años?
Ryohei alzó la mirada. En sus ojos aún brillaban lágrimas, pero ahora ardían con decisión.
Se puso de pie lentamente, como si cada músculo comprendiera el peso del momento.
El tatami crujió bajo sus pasos. Había atravesado miedos, secretos y pactos en esa misma jornada, pero nada se comparaba con lo que aguardaba detrás de aquella puerta.
Diez años de ausencia estaban a punto de quebrarse. El miedo le mordía las entrañas, pero en su pecho ardía también una llama nueva, mezcla de esperanza y rabia contenida.
“No importa lo que vea cuando la puerta se abra” —pensó—. “Seguiré siendo su hermano. Y esta vez… no volveré a fallarle. Aunque me cueste la vida.”
Chapter 17: "El Humo de las Palabras"
Summary:
Después de una década de separación, Ryohei por fin se reencuentra con su hermana melliza. Entre la nostalgia y el dolor, se promete llevarla a ver a su hermano mayor, Tetsu Tachibana, sin importar lo que cueste.
Pero Sotenbori no se lo pondrá fácil.
Las lealtades que lo han sostenido comienzan a tambalearse cuando una figura que todos creían muerta reaparece desde las sombras. No viene solo a dar respuestas, sino a sembrar dudas. ¿Qué secreto puede tener tanto poder como para desviar a Ryohei de su otra misión urgente: traer de vuelta a Kenji Shirakawa?
En esta maraña de humo, palabras y traiciones, Ryohei descubrirá que no todas las heridas vienen con sangre. Y que, a veces, un solo paso —firme, brutal, necesario— puede marcar la diferencia entre la justicia... y la caída.
Porque incluso desarmado, un solo pie puede aplastar a quienes subestiman la voluntad de un tigre.
Chapter Text
“El Humo de las Palabras”
El pasillo de Camellia Grove estaba en penumbras, iluminado apenas por faroles de papel que respiraban como brasas amarillas. El silencio no era absoluto: se oía el rumor apagado de las conversaciones en las salas contiguas, risas veladas tras puertas correderas y el lejano tintinear de copas.
Ryohei caminaba tras Sera con el corazón encogido.
Cada paso sobre el tatami parecía más pesado que el anterior, como si el aire mismo le advirtiera que la verdad que estaba a punto de enfrentar podía quebrarlo por dentro.
Se detuvieron frente a una puerta de madera oscura. El presidente giró apenas la cabeza, mirándolo con seriedad.
—Ella está durmiendo aquí. —Colocó la mano sobre el marco—. Como sabes, aún desconoce que su hermano menor está aquí. Por ahora, preséntate como vicepresidente de Tachibana Real Estate.
Ryohei bajó la mirada, dudando.
—¿No cree que sería mejor decirle la verdad? Que vine por ella.
El hombre negó con calma.
—No es para ocultarlo, sino por seguridad.
El joven se quedó pensativo, mordiéndose el labio inferior.
—Supongo que tiene razón… pero si Dojima decide mover ficha, podría atacarnos a espaldas del Tojo.
El presidente suspiró, cruzando los brazos.
—Lo veo factible. Ellos ya saben que ustedes dos son los propietarios. —Lo observó con firmeza—. Le contaremos lo que hablamos antes, sin más. ¿Listo, Ryohei?
El muchacho asintió. Con un gesto, Sera deslizó la puerta.
La sala era simple, de tatami fresco y aroma a incienso. Sobre una cama baja, cubierta con sábanas blancas, descansaba Makoto Makimura. Sus párpados se movieron apenas con el ruido de la puerta y, lentamente, abrió los ojos.
—¿Quién está ahí? —preguntó en voz baja.
El líder de Nikkyo dio un paso adelante.
—Soy yo, Makimura-san. Sera, del Consorcio Nikkyo.
Ella inclinó levemente el rostro.
—¿Sera-san? —escuchó otros pasos y ladeó la cabeza—. ¿Viene con alguien más?
El joven se detuvo en seco, con el corazón encogido. La mirada de Makoto vagaba en la nada.
—Es verdad… —susurró, apenas audible—. Ella no puede vernos.
—Es por el trauma de aquellos dos años —explicó Sera con gravedad. Luego elevó la voz hacia ella—: Makimura-san, lo acompaña conmigo el vicepresidente de Tachibana Real Estate. Será quien la escolte hasta Kamurocho.
Ella se incorporó despacio, sentándose en el borde de la cama. Su voz era suave, pero firme.
—Soy Makoto Makimura. Es un placer conocerlo, señor. —Se inclinó, aún sentada.
El visitante devolvió la cortesía, agachándose también.
—Soy Ryohei… Ryohei Tachibana.
Ella alzó la cabeza y aspiró apenas, como si captara algo en el aire.
—Disculpe mi intromisión, ¿podría acercarse un poco? Como ve, no puedo ver nada… mis manos son mis ojos.
Ryohei dudó un segundo, pero terminó inclinándose hasta su altura.
—¿Así está bien?
Makoto extendió las manos y recorrió su rostro con una delicadeza inesperada. Sus dedos se detuvieron en la línea de la mandíbula, luego en la frente.
—Vaya… no quiero sonar descortés, pero transmite confianza. —Sonrió levemente—. Y hay algo más… tiene un olor agradable.
Ryohei se rascó la nuca, incómodo.
—¿Eh? ¿Será mi loción?
Makoto negó suavemente.
—No… es algo distinto. Un aroma que me resulta familiar, aunque no sepa por qué.
Dejó caer las manos y respiró hondo.
—Entonces, ¿partimos ahora, Tachibana-san?
Antes de que su compañero pudiera responder, el presidente intervino.
—Todavía no. Ryohei y yo tenemos asuntos pendientes antes de que partan a Kamurocho.
El muchacho apretó los labios y bajó la mirada, luego habló con voz firme.
—Tu hermano… Xiǎo Hǔ, me pidió llevarte con él y con tu hermano mayor. Me aseguraré de que eso sea posible.
Ella se estremeció, sus manos temblando un instante.
—¿Conoce a Xiǎo Hǔ? ¿Él… sigue vivo?
—Somos amigos —respondió con calma, aunque por dentro se desgarraba—. Pero como también corre peligro, lo mantenemos a salvo en Kamurocho. Por ahora debemos esperar a mis compañeros, y luego iremos todos allá.
Un suspiro emocionado escapó de sus labios.
—Así que está vivo… entonces Li Hua también…
El hombre se inclinó y tomó algo que reposaba sobre una mesa baja. Lo colocó en sus manos: un bastón plegable de madera oscura.
—Makimura-san, me tomé el atrevimiento de modificar su bastón. Podría necesitarlo.
Ella recorrió la superficie con los dedos, confundida.
—¿Modificarlo? ¿A qué se refiere?
Sera asintió a Ryohei.
—Ábrelo.
El joven lo tomó, lo extendió y giró la parte superior. La empuñadura se separó con un clic, revelando una hoja delgada y reluciente.
—Aquí está… —dijo, cerrándolo de nuevo con cuidado—. Pero… ¿por qué?
—Por seguridad —explicó el presidente, sin rodeos—. Si alguien intenta someterla y ustedes no logran defenderla, podrá usarlo.
La joven se tensó, los dedos apretando el borde del colchón.
—N-no… yo nunca he usado un arma.
El joven la miró, conmovido por la fragilidad en su voz.
—Makoto-san… no está sola. Nadie volverá a hacerle daño.
El silencio que siguió no fue pesado, sino esperanzador. Afuera, el jardín de Camellia Grove susurraba con el viento nocturno, como si guardara ese pacto invisible entre hermanos que aún no podían reconocerse como tales.
Makoto apretó los puños sobre las sábanas.
—El terreno que mi abuelo nos dejó a mi hermano y a mí… solo ha traído muerte. Lee-san… y ese hombre.
Ryohei entendió de inmediato a quién se refería. El rostro de Goro Majima apareció en su mente.
—Sobre ese hombre… él… —comenzó, pero una mano firme en su hombro lo detuvo.
Sera, con un gesto sutil, negó con la cabeza. El joven comprendió que no debía revelar más.
La chica inclinó el rostro, la voz cargada de resignación.
—Yo no quiero ese terreno. Estoy dispuesta a cederlo a quien sea… siempre que Xiǎo Hǔ también lo acepte.
El joven se agachó hasta quedar a su altura, tomando con suavidad sus manos.
—¿Le cuento algo, Makoto-san? —preguntó con una sonrisa tenue.
Ella levantó la mirada, expectante.
—Él me dijo que tampoco quiere ese lugar. No busca el Lote Vacío. Sueña con ser médico —explicó, dejando que cada palabra tuviera su propio peso.
Makoto se sobresaltó.
—¿Médico?
—Sí. Se está preparando para rendir sus exámenes de ingreso el mes que viene. Pero también está preocupado por lo que ha ocurrido… por usted, por quienes han estado cerca y se han visto arrastrados a este conflicto.
Guardó una breve pausa, y en el fondo de su mente apareció la sombra de Kenji, aún en peligro. Inspiró hondo antes de concluir:
—Por eso le pido que confíe en nosotros. Tachibana Real Estate no es solo una empresa. Queremos que esto termine, que esté junto a sus hermanos y que al fin puedan vivir tranquilos. Y aquellos que no lo lograron… al menos descansar en paz.
Makoto apretó con fuerza las manos que sostenía.
—Tachibana-san… sus manos son suaves. Eso me da esperanza de confiar en usted.
Él sonrió, dejando que la calidez le suavizara el gesto.
—Entonces, para empezar esa confianza, puedes llamarme Ryohei. O Ryo, si lo prefieres.
Una risa leve escapó de los labios de ella.
—¿Ryo-chan?
El muchacho no pudo evitar reírse también.
—Me encantaría. —Se incorporó con decisión, el porte más firme—. Iré a afinar los detalles con mi equipo. Trazaremos una ruta segura y vendremos por usted en cuanto todo esté listo.
Sera dio un paso adelante, cruzando los brazos.
—Yo también moveré mis piezas. Cuando llegue el momento, los llamaré al sitio acordado.
—Excelente. —Ryohei volvió a girarse hacia la joven—. ¿Puedo llamarte simplemente Makoto?
Ella asintió con un gesto suave.
—Descansa. —La voz del muchacho fue un hilo de promesa—. Pronto vendremos por ti. ¿De acuerdo?
Makoto inclinó la cabeza, y por primera vez en mucho tiempo, una sonrisa auténtica cruzó su rostro.
Cuando Ryohei y Sera salieron de la sala, la muchacha volvió a recostarse, serena al fin. El pasillo de la Posada Benten los recibió con el aroma tenue del incienso. Esta vez, la mirada del joven era afilada, cargada de determinación.
Sera lo observó de reojo.
—Te noto distinto. Parece que verla hizo lo que debía.
Ryohei asintió, deteniéndose un instante.
—Tarde o temprano tenía que enfrentarme a esto, Sera-san. —Su voz se endureció—. Y agradezco que haya sido ahora.
El presidente arqueó una ceja.
—¿Ya tienes algo en mente?
—Sí. —El joven apretó los puños, los nudillos tensos—. Avisaré a mis compañeros: usaremos un vehículo hasta Kioto y de allí tomaremos el tren directo. Será más fácil pasar desapercibidos.
Su mirada se endureció aún más.
—Cuando todo esto acabe, me encargaré de que mi hermana reciba el tratamiento que necesita. Haré lo que sea para que vuelva a ver.
Sera meditó un instante antes de responder.
—He oído hablar de esa ceguera. Con el tiempo y la terapia adecuada, puede mejorar… aunque será un camino duro.
—Mi hermano moverá sus contactos, yo haré lo mismo. —Los ojos de Ryohei brillaron con rabia contenida—. Y también encontraré al responsable de dejarla así.
Sera bajó la voz, probando su temple.
—¿Piensas vengarte de esa persona?
El silencio se extendió un segundo, interrumpido solo por sus pasos sobre el tatami.
—No sé si “venganza” sea la palabra. —El muchacho entrecerró los ojos—. Pero alguien me enseñó que en este mundo todo se paga. Nadie se va sin saldar sus deudas. El karma siempre encuentra la forma.
Sera sostuvo su mirada, y por primera vez, en sus labios apareció algo parecido a una sonrisa.
Al cruzar las puertas de la Posada Benten, el chofer ya los esperaba junto al taxi. El aire nocturno de Osaka los envolvió.
—Hora de volver a Sotenbori —dijo Sera con firmeza.
El asiento trasero se cerró con un golpe sordo.
El joven se acomodó contra el respaldo, la decisión tatuada en sus facciones. Cuando el motor del taxi rugió en la penumbra, supo que la promesa de proteger a Makoto lo había encadenado a un destino del que no había retorno.
El trayecto de regreso a Sotenbori fue silencioso.
A mitad del camino, el conductor se desvió por una calle lateral: la arteria principal estaba acordonada. Frente al Hogushi Kaikan, un coche calcinado aún humeaba bajo la luz intermitente de los faroles policiales. Murmullos corrían entre los curiosos: palabras como bomba, yakuza y atentado se entrelazaban en el día húmedo de Osaka.
Ryohei clavó la vista en el humo, el estómago encogido. Cerró los ojos apenas un instante y se obligó a apartar la mirada. Había cosas que ya no podía cambiar, solo asumir.
El taxi lo dejó a unas cuadras del videoclub. Al abrir la puerta, el olor familiar a cintas viejas y cigarrillos se coló en su nariz. El dueño levantó la cabeza desde el mostrador y, al reconocerlo, abrió los ojos con una mezcla de sorpresa y nostalgia.
—Pero si es… —se le escapó la sonrisa—. ¿Cuánto tiempo ha pasado? En dos años ya pareces un hombre de la alta sociedad, Ryohei…
El aspirante a médico respondió con una mueca discreta, mirando de un lado a otro.
—No es para tanto. —Su voz bajó un tono—. ¿Llegaron Oda y Kiryu?
El hombre señaló con la cabeza hacia un pasillo escondido.
—Oda está en la oficina de atrás. Te llevo.
El pasadizo olía a polvo y humedad, apenas iluminado por un par de lámparas colgadas. El dueño abrió una puerta lateral que revelaba una oficina sencilla: tatami gastado, un par de sillas bajas y un teléfono solitario sobre la mesa.
Allí estaba Oda, con la chaqueta colgada en el respaldo y un cigarrillo consumiéndose en el cenicero. Al verlo entrar, arqueó una ceja y esbozó media sonrisa.
—Chico, ¿cómo estuvo la reunión con Sera?
El recién llegado dejó escapar un suspiro, acercándose a la mesa.
—Todo quedó listo. Solo debemos esperar su llamada e ir a buscarla. —Sus ojos recorrieron la habitación vacía—. ¿Y Kiryu?
El veterano apagó el cigarrillo contra el cristal del cenicero.
—Anda conociendo la ciudad. Yo me adelanté. Tenía que hablar con unos viejos miembros de la banda, así que quedamos de encontrarnos aquí. Ya le dije dónde.
—Entiendo. —El menor se acomodó en la otra silla—. Tengo una idea para el traslado.
La atención de Oda se agudizó.
—Te escucho.
Ryohei le explicó su plan con calma: viajar primero en vehículo hasta Kioto y, desde allí, tomar el tren directo a Tokio. En medio de una estación concurrida, los Dojima no se arriesgarían a un escándalo abierto. Incluso la policía sería un muro indirecto.
—¿Y bien? —preguntó al terminar—. ¿Estás de acuerdo?
El más veterano se quedó pensativo, cruzando los brazos. Su mirada se endureció, aunque en el fondo parecía aprobarlo.
—Es similar a lo que dijo el jefe anoche, en el restaurante de Chen-san. Me gusta. Es simple… pero no olvides que en la carretera pueden emboscarnos.
El menor ladeó la cabeza, pensativo.
—Tienes razón.
Oda abrió el cajón de la mesa y lo empujó hacia él. Dentro había una pistola y un par de cargadores envueltos en tela.
—Por eso me junté con los viejos. No es un arsenal, pero servirá si nos atacan. No pienso dejar que los Dojima se salgan con la suya.
El corazón de Ryohei dio un vuelco, consciente de la lealtad que cargaba ese gesto. Tomó aire y asintió.
—Excelente…
El mayor se inclinó sobre la mesa, con gesto práctico.
—Entonces, Sera llamará aquí, ¿no? Yo esperaré la llamada. Mejor sal a tomar aire, despeja la cabeza. Y si Kiryu llega antes que tú, que sepa dónde estás.
La tensión en los hombros del chico cedió un poco. Se levantó, agradecido.
—Buena idea. Sí… necesito aire fresco.
La puerta de la oficina del videoclub se cerró tras él con un golpe suave. El eco quedó flotando en el pasillo como un presagio, persiguiéndolo hasta la calle.
El aire húmedo de Sotenbori le golpeó el rostro.
Se apoyó contra el vehículo estacionado frente al local, buscando calmar el peso que aún le quemaba en el pecho. El recuerdo de la reunión con Sera regresó como un vendaval: las verdades sobre Makoto, el infierno que había atravesado, la promesa de llevarla a salvo a Kamurocho… y la pista enigmática sobre Kenji.
Sacó un trozo de papel del bolsillo. Lo desplegó bajo la luz del día.
—“Se creía muerto” … —susurró, con la mirada fija en esas palabras torcidas—. ¿Quién será?
Los dedos se crisparon sobre el papel.
—¿De verdad estará en Osaka? Si es así… debo hallarlo antes de que Sera-san nos llame.
Un murmullo de pasos interrumpió sus pensamientos. A lo lejos, distinguió una silueta de traje blanco avanzando entre la multitud. El porte imponente y el andar firme eran inconfundibles: Kazuma Kiryu.
Ryohei alzó una mano en señal de saludo. Su compañero respondió con un leve gesto, acercándose. Pero algo torció la escena: una tercera figura, escondida en la sombra, los observaba desde la otra acera. Apenas notó que Kiryu lo había detectado, se dio media vuelta, apurando el paso.
El ex yakuza frunció el ceño y se lanzó tras él.
—¿Pasa algo? —preguntó Ryohei, siguiendo sus movimientos.
Kiryu alcanzó al sospechoso con zancadas largas y lo sujetó del hombro con fuerza contenida.
—Si vas a jugar a las miraditas para luego desviar la vista —dijo con tono grave, casi intimidante—, que sepas que me da curiosidad.
El hombre tartamudeó, con el rostro oculto bajo la visera de un jockey oscuro.
—Ah… l-lo siento.
Ryohei se aproximó, con cautela.
—Kiryu, ¿qué ocurre?
El fugitivo intentó zafarse, pero fue girado de golpe hacia ellos.
—¿Nos conocemos? —preguntó Kiryu, entornando los ojos.
El joven Tachibana lo observó detenidamente. Su rostro le resultaba inquietantemente familiar.
—Su cara… se me hace conocida.
El de traje blanco apretó los labios.
—Tú eres… —el recuerdo le golpeó de lleno—. El presidente de Toko Credit.
Ryohei se congeló.
—¿Qué? Pero si ese hombre estaba muerto…
Kiryu asintió, igual de impresionado.
—¿No fue Kuze quien acabó contigo?
El sospechoso bufó, resignado.
—De todos los lugares posibles… tenía que toparme contigo aquí. —Su mirada se deslizó hacia Ryohei—. Solo me dijeron que este chico estaría en Sotenbori.
La tensión creció. Kiryu lo rodeó despacio, con la mirada clavada en cada gesto.
—¿Qué está pasando aquí?
El hombre tragó saliva.
—Dicen que Dios aprieta, pero no ahorca… Cuando Kuze descubrió que me estabas buscando, yo ya me daba por muerto.
Ambos jóvenes se miraron un instante, procesando las piezas.
—Tuve que salir de Kamurocho —continuó el hombre, la voz temblando—. Fingir mi muerte era la única esperanza.
Kiryu lo encaró con dureza.
—Así que eso hiciste… fingiste tu propia muerte.
Ryohei dio un paso adelante, los ojos afilados.
—Pero no lo lograste solo. ¿Quién te ayudó? ¿Y a cambio de qué?
El ex yakuza añadió, con un dejo de rabia contenida:
—No fue gratis. Diste información para salvar tu pellejo… —se inclinó hacia él, la sombra cubriendo su rostro—. Habla. ¿A quién vendiste a Kuze para sobrevivir?
El sobreviviente arqueó los labios en una mueca venenosa.
—¿Crees que voy a largar la verdad tan fácil? Solo me ordenaron entregar un mensaje… a él. —Su dedo tembló señalando al heredero.
El joven clavó los ojos en él, incrédulo.
—¿A mí?
—Tu hermano exigió al Tojo la ubicación de alguien… —el tipo bajó la voz—. Piensa un poco.
El corazón de Ryohei se encogió. La pista encajaba: “Se creía muerto”.
—Tienes la ubicación de Kenji… ¡Habla ahora!
Kiryu lo detuvo con un gesto firme.
—Tranquilo, Ryohei. —Lo sujetó por los hombros, bajando el tono—. Ahora todo encaja.
Entonces, sin previo aviso, Kazuma lo alzó con un movimiento seco y lo estampó contra un cúmulo de bolsas de basura. El cuerpo golpeó con un estruendo apagado, hundiéndose en el plástico.
Ni el bullicio de Sotenbori se atrevió a irrumpir; la noche contuvo el aliento. El de traje blanco se agachó a su altura, la mirada dura como el acero.
—Me culparon de un asesinato que no cometí… por tu culpa. —Su voz era baja, pero tan cortante que el desconocido se estremeció—. Y encima guardas información sobre alguien que buscamos. ¿Crees que puedes enterrar eso como si fuera un recuerdo viejo de Kamurocho?
El sobreviviente forcejeó entre las bolsas, sudando frío.
—L-lo siento… n-no quise…
Entonces otra figura se inclinó sobre él. La mirada del menor de los Tachibana destilaba veneno.
—Habla ya. —La voz le salió afilada, sin compasión—. O dejamos que la policía se encargue de ti.
El hombre abrió los ojos, confundido.
—¿Eh?
El joven sonrió apenas, sin calidez alguna.
—Piénsalo: “El presidente de Toko Credit, asesinado en su oficina, resucita milagrosamente en Sotenbori”. —Se inclinó más, hasta casi rozar su rostro—. ¿Te imaginas el escándalo en los periódicos?
El sudor corrió por la frente del desconocido.
—N-no… no pueden…
—Claro que sí. —Ryohei apretó sus palabras como un bisturí—. Podríamos entregarte, confirmar tu identidad y dejar que te expriman hasta la última gota de información. Y de paso, Kiryu quedaría libre de culpa.
Giró la cabeza hacia su compañero, con un gesto calculado.
—¿No sería más fácil hacerlo así?
Kiryu comprendió de inmediato el veneno en el comentario, jugando el rol de cómplice.
—Me gusta esa idea. —Apretó el hombro del sujeto con fuerza—. Mejor que hables, ¿para quién trabajas ahora?
—O para quiénes —añadió Ryohei, enderezándose, pero con la mirada aún clavada como un cuchillo—. Y hazlo rápido. El tiempo se nos acaba.
El hombre gimió de dolor, todavía atrapado entre bolsas aplastadas.
—N-no hay muchos hombres al nivel de Kuze… ¿no creen?
El menor de los Tachibana chasqueó la lengua con desprecio.
—Deja de divagar, rata.
Kiryu apretó los dientes, inclinándose más sobre él.
—Se me agotó la paciencia. —Su voz fue un gruñido contenido—. Si sigues jugando, te arrastro a la policía y juro que no saldrás hasta que escupan cada secreto que escondes.
La amenaza quebró su resistencia. El hombre se tensó, tragando saliva como si fuera vidrio.
—Es… Shibusawa-san… y… el Sensei.
El silencio cayó como un cuchillo. Un claxon lejano interrumpió la tensión, pero ni siquiera logró suavizar la pesadez que se instaló entre los tres.
—¿Shibusawa… y el Sensei? —repitió el joven Tachibana, enderezándose con expresión pensativa—. Ese nombre volvió a aparecer. Kenji lo mencionó cuando llamó al Serena…
Se inclinó de nuevo, esta vez con la calma venenosa de quien huele la verdad.
—¿Quién es ese “Sensei”?
El desconocido negó con la cabeza, casi suplicante.
El mensajero seguía sentado entre las bolsas aplastadas. El de Toko Credit no apartó la mirada, todavía jadeante. Se llevó una mano al costado y habló con voz quebrada.
—No conozco su nombre… solo sé que me dio la orden de entregarte la ubicación, en base al acertijo que recibiste.
Ryohei se inclinó un poco hacia él.
—Entonces habla.
—Kenji Shirakawa está retenido en un edificio del distrito hotelero de Kamurocho… —tragó saliva—. El que sabe la ubicación exacta es alguien que conoces muy bien…
Las palabras resonaron como piezas cayendo en su sitio. La clave volvió a su memoria:
"Un reflejo de lo que no se ve,
escondido en lo alto donde los peces ya no nadan.
Cuando lo encuentres, él te encontrará a ti."
Y la voz de Sera regresó como un eco: “Se creía muerto.”
—Ahora todo tiene sentido —murmuró el joven, helado.
Kiryu frunció el ceño.
—Una cosa más… ¿qué mierda haces en Sotenbori?
El hombre esbozó una mueca cansada.
—¿No es obvio? Kuze no tiene poder aquí. Este es territorio de los Omi, no puede tocarme.
Ryohei lo observó con frialdad.
—Y además de mensajero… el acertijo también hablaba de ti. La última línea lo deja claro: “Cuando lo encuentres, él te encontrará a ti.”
El tipo lo miró con ironía amarga.
—La verdad… solo esperaba toparme con Ryohei Tachibana. —Ladeó el rostro hacia Kiryu—. Nunca imaginé encontrarte a ti también, chico.
El ex yakuza cerró los puños.
—Así que corriste a llorarle a Shibusawa para que te sacara de allí.
—Soy un cabo suelto para Kuze. Shibusawa y el Sensei me mantienen vivo porque les conviene. Nada más.
La atmosfera se tensó, inquietante, apenas roto por el tráfico lejano.
—Hasta fabricaron un cadáver para que Kuze creyera que había muerto —prosiguió—. Yo solo cumplí con mi papel… con advertencias claras y su protección a cambio.
Kiryu lo miró con dureza.
—Sabes bien que esa protección tiene fecha de caducidad.
Ryohei asintió.
—El día que sospechen de ti, te desecharán como basura.
—Al fin y al cabo, siguen siendo yakuza —añadió Kiryu, cortante.
El hombre soltó una carcajada amarga.
—Y ustedes, ¿no hacen lo mismo? ¿Qué creen que es su lealtad a Kazama o a Tachibana? La misma moneda, solo que con distinto sello.
Ambos jóvenes fruncieron el ceño.
—Eso me lo dijo Kuze —siguió, con malicia—. Kazama fue un asesino frío como el hielo, y Tetsu Tachibana sabía ensuciarse las manos para lograr lo que quería.
Kiryu lo tomó del cuello de la chaqueta, la rabia contenida en su mirada.
—¿Qué has dicho?
—Que en el bajo mundo no hay bien ni mal. —El sujeto suspiró, casi divertido—. Shibusawa o ese Sensei… hoy pueden parecer ángeles, mañana demonios. Yo sé mi papel: uso a la yakuza como herramientas, y la recompensa vale el riesgo.
Ryohei bajó la mirada, la sombra endureciendo sus facciones.
—¿Aun sabiendo que ese riesgo puede costarte la vida?
El presidente de Toko Credit sonrió con sorna.
—Ustedes también lo saben. Sus vidas son el principal daño colateral de este juego.
No alcanzó a terminar la frase.
Un pie le cayó en el pecho con la fuerza de un martillo.
—¡Gh—! —gimió, tratando de apartarlo—. ¿Qué demonios…? Es como si tuvieras plomo en los zapatos… no puedo levantarme.
La presión aumentó. Sus músculos se tensaron como cables de acero. Toda su fuerza nacía de allí, un instinto natural que el otro jamás podría entender.
—Vuelve a repetirlo… —la voz le salió filosa—. Y usaré más fuerza.
Kiryu, sorprendido, le apoyó una mano en el hombro, como conteniéndolo.
—Supongo que ya sabes en qué lío estás metido.
El hombre forcejeó bajo la presión, la cara desencajada por el esfuerzo.
—Sí… capearé el temporal con ellos. Y cuando todo se calme… volveré entre las cenizas a prestar dinero en Kamurocho.
El pie se retiró de golpe y el aire regresó a sus pulmones en un jadeo. Se llevó una mano al pecho, todavía temblando.
El sujeto no apartó la mirada, todavía jadeante.
—Esa ciudad es un paraíso donde el dinero manda… —una sonrisa torcida se dibujó en sus labios—. Y las luces pueden hacerte bailar toda la noche.
Kiryu lo observó con dureza.
—¿De verdad crees que te saldrás con la tuya? ¿No ves que llevas un blanco en la espalda?
El sobreviviente soltó una risa amarga.
—Si supieran que tengo un protegido… uno que prestará dinero en nombre de la Paz Mundial. Será la cara visible de todo esto. —Se encogió de hombros—. Nadie sospechará que el muerto soy yo.
Un silencio áspero se extendió entre ellos.
—¿Prestar dinero por la “Paz Mundial”? —Kiryu frunció el ceño—. ¿Qué demonios estás diciendo?
—Está delirando otra vez —murmuró Ryohei, cruzado de brazos.
—Bastante ridículo, si me preguntas —añadió el de traje blanco.
El fugitivo bajó la cabeza, riéndose entre dientes.
—Sí… es ridículo.
Kiryu se inclinó y le tendió la mano para ayudarlo a ponerse de pie. El otro aceptó, apoyándose con esfuerzo en su agarre.
—Pero hay que darle una oportunidad a esa paz —dijo, tosiendo—. Peace Finance.
Kiryu soltó un suspiro cansado.
—En parte, me alegra haberte encontrado aquí. No creo que volvamos a vernos… pero si algún día sucede, mide tus palabras cuando hables de Kazama-san o de Tachibana.
El hombre intentó responder, pero un grito ahogado le cortó la frase: Kiryu le apretó el hombro con brutalidad, arrancándole un estremecimiento de dolor.
—¡Ay, ay, ay…!
Ryohei se inclinó un poco, con voz filosa.
—Mejor aprende a cerrar la boca cuando te convenga.
—Ya lo sé, ya lo sé… —farfulló el sujeto, apartándose—. Uno con piernas de plomo y otro con fuerza descomunal… mejor manténganse lejos de mí.
Se liberó con un empujón torpe y reculó unos pasos. Ambos jóvenes se miraron entre sí, compartiendo una sonrisa seca.
—Espero que… a ambos les vaya bien, en serio. —Los miró a los ojos, uno tras otro—. Kiryu-san. Tachibana-san.
Kiryu arqueó una ceja.
—Es la primera vez que me llamas por mi apellido.
—Tienes demasiada confianza hoy en día… —suspiró el sobreviviente. Luego giró hacia Ryohei—. Y con un compañero como él, ya no puedo seguir llamándolos “chicos”.
Con esas palabras, se dio media vuelta y empezó a alejarse entre las luces de Sotenbori. Antes de perderse en la multitud, se detuvo y los miró por encima del hombro.
—Oh, casi lo olvido… si algún día necesitan un préstamo, recuerden este nombre: Peace Finance.
Y sin esperar respuesta, desapareció en el gentío, dejando ese eco colgado en el aire como si fuera una promesa o una amenaza.
El joven apretó la mandíbula.
—¿Está bien dejarlo ir así? Tiene información que podría limpiar tu nombre.
Kiryu encendió un cigarro y dio la primera calada. El humo se disolvió en la brisa nocturna.
—Solo fue una pérdida de tiempo… Necesito un respiro.
Su compañero exhaló, resignado.
—Si tú lo dices… —suspiró—. Vamos, nos esperan adentro.
Cuando el eco de los pasos del fugitivo se perdió entre los neones de Sotenbori, Ryohei permaneció inmóvil, la respiración pesada.
Todavía sentía en la planta del pie la resistencia del pecho ajeno… la presión que había ejercido con naturalidad, como si aquella fuerza no proviniera solo de músculos entrenados hace poco, sino de una oscuridad latente que aguardaba dentro de él.
No necesitaba las manos: sus piernas eran armas. Y lo supo con la misma certeza con la que reconocía que ese lado sombrío podía devorarlo si lo dejaba crecer.
El eco de las palabras del hombre volvió a martillar en su mente:
Kenji Shirakawa… un edificio del distrito hotelero de Kamurocho… y quien sabe la ubicación exacta es alguien muy cercano.
La frase se clavó como un aguijón. Si la pista era cierta, el rescate no dependía solo de seguir un acertijo: significaba enfrentar la traición o el secreto de alguien dentro de su propio círculo.
Las luces de Sotenbori parpadeaban como un carnaval envenenado.
Y en ese resplandor, Ryohei comprendió que la pista sobre Kenji no solo lo acercaba a su amigo perdido: también lo empujaba hacia una verdad incómoda, más cercana de lo que podía imaginar. La verdadera prueba apenas comenzaba.
En un descampado a las afueras de Sotenbori, la tarde vibraba con motores encendidos y murmullos ásperos.
Camionetas negras se alineaban bajo la luz temblorosa de los faroles portátiles; hombres armados revisaban cargadores, y un helicóptero aguardaba en silencio, con las hélices aún quietas, como una bestia dormida. El aire olía a gasolina, sudor y pólvora contenida.
—Murakado-san, todo está listo. —informó uno de sus hombres, inclinando la cabeza—. Incluso un helicóptero para interceptar el vehículo cuando vayan por la carretera.
Murakado exhaló lento, encendiendo un cigarro con la calma de quien ya saborea la cacería.
—Excelente… así me gusta. Eficiencia.
El subordinado dudó un instante antes de continuar:
—Hay un reporte desde Camellia Grove. Un informante asegura que Ryohei Tachibana se presentó como vicepresidente de Tachibana Real Estate.
El mafioso arqueó una ceja, dejando escapar una carcajada grave.
—¿Vicepresidente? ¿Ese mocoso? —chasqueó la lengua, divertido—. Qué ironía… el bastardo se cree alguien ahora.
—¿Alguna indicación?
—Mantengan la vigilancia. Avísenles a los hombres cercanos al lugar que no pierdan de vista cuando salgan con la chica. Quiero que estén listos para cerrarle todas las salidas.
—Entendido.
El hombre se retiró entre ecos metálicos de armas ajustándose. El yakuza aspiró profundo y soltó el humo hacia la oscuridad. Una mueca torcida le cruzó el rostro.
—Vicepresidente… casi me provoca risa.
A pocos metros, en la penumbra de un auto estacionado, Keiji Shibusawa lo escrutaba con la paciencia gélida de un depredador. Permaneció inmóvil unos segundos, envuelto en sombras, hasta que abrió la puerta con parsimonia.
El chirrido metálico quebró el murmullo constante de motores.
Descendió del vehículo y avanzó con calma; cada pisada sobre la grava resonaba como un recordatorio del peso de la jerarquía. Se detuvo a pocos metros, observando el humo del cigarro de Murakado deshaciéndose en el aire.
—Tu informe sobre Tachibana me interesa.
Dejó que la frase flotara un instante.
—¿Vicepresidente de su inmobiliaria, eh? No me sorprende. Es probable que ese título se lo haya ganado por el vínculo con su hermano… o porque alguien quiere legitimar su lugar como sucesor.
El subordinado bajó apenas la cabeza, un gesto que pretendía respeto. Pero en la curva torcida de su sonrisa se filtraba otra cosa: desdén.
—Con el debido respeto, Shibusawa-san… ¿sucesor? —rió suavemente, con una ironía que rozaba la burla—. Ese mocoso solo se cree importante porque heredó la mitad de un maldito lote vacío.
Dejó escapar una carcajada seca y chasqueó la lengua.
—Ese pedazo de tierra lo convirtió en propietario… y ahora todos lo miran como si tuviera un destino escrito.
Hizo una pausa, expulsando el humo por la nariz en un gesto áspero.
—Pero lo que más me irrita es ese título. “Vicepresidente”. Como si alguien quisiera darle la corona que yo perdí hace años junto con mi linaje.
Murakado clavó la mirada en el horizonte de la tarde, con un brillo de furia contenida.
—No lo soporto. Voy a arrancarle esa ilusión de las manos.
El silencio se espesó. Una ráfaga de viento agitó los papeles tirados en la grava y levantó polvo en espirales.
—Yo mismo maté a mis padres… —añadió, con un destello cruel en los ojos—. Y llevé sus cabezas al patriarca Dojima como ofrenda de lealtad.
La mueca que acompañó sus palabras era tan fría como el acero.
—Así funciona este mundo. Cortas tu pasado, lo entregas en bandeja… y compras tu futuro con sangre.
Shibusawa no se inmutó, aunque en sus ojos apareció un destello gélido.
—Y, sin embargo, aquí estás. —Su voz fue como una cuchilla lenta—. Aferrado a humillar a un simple “vicepresidente”. Tu obsesión con los Tachibana te rebaja más de lo que lo hiere a él.
Murakado apretó la mandíbula, pero mantuvo la cabeza baja, fingiendo obediencia. El lugarteniente dio un paso hacia adelante. Se inclinó apenas, lo suficiente para que su sombra se proyectara sobre él como un peso insoportable bajo la luz inclinada del sol.
—Ese respeto tuyo hacia mí es tan falso que apesta. —Cada palabra fue medida, quirúrgica—. Puedes fanfarronear con tu “linaje perdido”, pero en este clan no eres más que otro perro con correa.
Se permitió una pausa, para que cada sílaba lo atravesara como un cuchillo.
—Y yo soy quien decide hasta dónde ladras… y hasta dónde muerdes.
Murakado tiró la colilla y la aplastó con desgano. Alzó la vista con un rictus de desprecio, aunque el gesto titubeó un segundo antes de recomponerse. Shibusawa lo sostuvo bajo su mirada, saboreando la grieta en aquella fachada fingida.
—Eso es lo que diferencia a un hombre con título… de un hombre con poder. —Su voz descendió como un peso de plomo—. Y tú, Murakado, nunca serás más que lo segundo a medias.
El subordinado tragó saliva y guardó silencio. Por un instante, el rugido de motores y el golpeteo del viento fueron lo único que llenó el espacio. El lugarteniente entrecerró los ojos. No con reproche, sino con cálculo frío. Esa furia desmedida era peligrosa, pero útil, siempre que supiera mantener la correa tensa.
—Será mejor que te prepares. —murmuró en voz baja—. El juego apenas comienza.
Las hélices del helicóptero empezaron a girar, levantando polvo y rugidos metálicos que devoraron la tarde.
De regreso en el videoclub, Ryohei emergió del incidente ocurrido a menos de una cuadra, con los recuerdos aún palpitando bajo la piel. Entró por la puerta principal, cruzando el pasillo rumbo a la oficina, sin esperar encontrar a nadie en el camino…
Pero entonces lo vio: una figura recostada en una de las mesas con televisor, de esas que los clientes usaban para ver videos a escondidas. Estaba sentado en una vieja silla plegable, hojeando una revista con demasiada calma.
El gesto resultaba tan fuera de lugar como el silencio que impregnaba aquella tarde cargada de polvo y tensión.
La portada era ambigua, casi un truco visual: podía confundirse con una edición hetero al estilo Playboy, o tratarse de un ejemplar de Barazoku o Adon, reconocibles solo para ciertos ojos entrenados.
Ryohei arqueó una ceja, mordaz:
—¿La edición 65? Muy buen material, ¿eh?
La sorpresa lo delató: Oda bajó la revista y su expresión perdió frescura por un instante.
—N-no es lo que parece.
—Claro… —replicó el aspirante a médico, avanzando con tono irónico—. Y yo recién nací esta mañana.
El mayor carraspeó, cerró la revista con torpeza y trató de recomponerse.
—¿Kiryu llegó?
—Sí… está afuera fumando. Pero… —el menor vaciló, todavía sacudido por lo vivido— pasaron cosas.
La voz de su compañero se volvió más grave:
—¿Tiene relación con nuestra misión… o con los Dojima?
—No exactamente. —el Tachibana apoyó un hombro en la pared—. Digamos que alguien a quien dábamos por muerto decidió volver.
Los ojos del oyente se estrecharon; su interés parecía más táctico que emocional.
Le explicó lo esencial: el encuentro con el presidente de Toko Credit, la huida y esa frase enigmática que apuntaba a alguien cercano como clave para dar con Kenji.
—Y después se desvaneció entre la multitud… —remató—. Alguien que conozco sabe en qué hotel lo tienen retenido.
Se dejó caer en la silla libre frente a la mesa, observando la reacción del otro.
—¿Será alguien de la banda… o de la inmobiliaria?
El silencio se prolongó más de lo debido. El mayor se frotó la nuca, respiró hondo, como si la pregunta pesara demasiado.
—Quién sabe… —murmuró, desviando la vista hacia la revista cerrada—. Pero no coincide con lo que Tachibana había acordado con Nihara-san.
—¿Entonces… o es una pista legítima, o todo esto fue un juego para hacernos perder el tiempo? —replicó el joven con tensión contenida—. Debimos haberlo entregado a la policía y presionarlo hasta sacarle la información.
—Tiene sentido, por el tema del asesinato en el Lote y la inocencia de Kiryu.
—Hay algo más… —añadió con cierta extrañeza—. Quizás por el estrés del momento, pero… cuando Kiryu lo arrojó contra las bolsas de basura, yo lo pisé. Con fuerza. En el pecho.
El silencio le devolvió la memoria: la presión bajo su zapato, la resistencia ajena.
—No sabría explicarlo, pero alcanzó a soltar que tenía plomo en el zapato. —esbozó una sonrisa irónica, más cansada que divertida—. Supongo que la rabia de que hablara mal de mi hermano me hizo perder la cabeza.
El mayor lo observó en silencio, encendió un cigarro con calma deliberada. El humo se elevó en espirales antes de que hablara.
—No es malo perder el control de vez en cuando… siempre que recuerdes por qué lo hiciste. —Su voz era grave, casi paternal—. La ira desnuda las verdaderas heridas. Y eso, chico, puede ser un arma… o un grillete.
De fondo, los televisores escupían gemidos mal sincronizados, un eco grotesco que contrastaba con la tensión del pasillo. Algunos clientes pasaban de largo, bajando la cabeza para no cruzar miradas.
—Ese hombre dijo lo que dijo porque sabía dónde apretar. —Oda lo miró fijo, los ojos encendidos por un brillo serio—. Y si alguien le enseñó qué heridas tocar, significa que ya están hurgando en tu historia.
El comentario lo golpeó como un peso. Cerró los ojos un instante, recordando la presión de su zapato contra aquel pecho y la rabia al escuchar a su hermano insultado.
—¿Y qué hago entonces? —preguntó con un deje de furia contenida—. ¿Morderme la lengua?
El mayor soltó una risa seca y lo señaló con el cigarro.
—No. Tienes un filo agudo en las palabras, pero no olvides lo que hiciste hoy. Ese pie en su pecho no fue solo rabia: tienes fuerza en las piernas, una que no muchos saben usar.
Dio otra calada, dejando que la pausa flotara en el aire.
—Si aprendes a combinar eso con tu lengua, vas a desarmar a más de uno sin necesidad de disparar un tiro.
El menor lo miró serio, midiendo cada palabra.
—¿Recuerdas la discusión con Awano? No lo tocaste. No podías ganar… pero tus palabras le arrancaron tiempo. Y eso fue suficiente.
La voz de Oda se endureció.
—Ese filo lo heredaste de tu hermano. Y no es solo para los callejones o para los yakuzas.
Se inclinó un poco hacia él, bajando el tono.
—Algún día, si de verdad llegas a ser médico, vas a necesitar esa lengua para exponer tus trabajos en la universidad.
El humo del cigarro se alzó entre ambos.
—También para convencer colegas. Para dar indicaciones en cualquier hospital de Japón.
Hizo una breve pausa, la mirada clavada en el muchacho.
—Y créeme… ahí también se pelea con palabras.
Ryohei ladeó la cabeza y soltó una media sonrisa.
—Perfecto. Entonces ya tengo futuro asegurado: cirugías gratis y sarcasmo ilimitado.
El mayor arqueó una ceja, echando el humo hacia un lado.
—Con ese combo, muchacho, hasta podrías fundar tu propio hospital. Eso sí… quebraría en dos semanas.
Ambos soltaron una risa breve, la tensión disolviéndose como el humo en el pasillo. Finalmente, Oda apagó el cigarro en una lata vacía y se incorporó.
—Vamos. Sera puede llamar en cualquier momento. Y si lo hace, más te vale que nos encuentre listos.
Avanzaron hacia la oficina. El murmullo de los televisores quedó atrás, sustituido por el zumbido del teléfono fijo que aún no había sonado. El ambiente olía a tabaco viejo y a polvo acumulado, típico de un local que sobrevivía a punta de alquileres de cabinas.
Al entrar, encontraron a Kiryu sentado frente al dueño del videoclub. Alcanzaron a oír las últimas frases del hombre, que hablaba con entusiasmo sobre la antigua banda de Tachibana, recordando anécdotas con la familiaridad de quien nunca terminó de soltar el pasado.
Oda arqueó una ceja, cortando el aire con ironía.
—Oye… ¿tu tienda se atiende sola? Tienes un cliente esperando afuera.
Ryohei no perdió la ocasión de añadir, con sorna:
—Y solo viene en calzoncillos.
El encargado abrió los ojos como platos.
—¿¡En serio!? Oh, lo siento, lo atenderé enseguida.
Se marchó apresurado, dejándolos solos en la habitación. El ex yakuza se levantó de la silla, con un gesto cansado.
—¿Te estuvo dando la lata mucho tiempo? —preguntó Oda, encendiendo un cigarro con la calma de siempre.
—La verdad es que sí. —Kiryu soltó un resoplido—. Pero me estaba contando algunas de sus “aventuras”.
—A mí ni me mires. —El menor de los Tachibana se apoyó en el marco de la puerta—. Seguro eran historias de la banda de mi hermano.
El mayor bufó, soltando humo.
—O quizás aquella vez que mojé mis pantalones por el jefe… de seguro lo narró al pie de la letra. —Suspiró con un deje de vergüenza.
Ryohei alzó una ceja, divertido.
—Ni yo conozco esa historia. Tienes que contármela.
—Olvídalo… —cortó Oda, girando hacia el escritorio.
Kiryu lo observó unos segundos y cambió de tema.
—Pensé que te tardarías más en volver.
—También lo pensé. —esbozó una sonrisa ladeada—. Pero llegué antes de lo previsto… digamos que me topé con un chisme bastante interesante.
El comentario hizo que Ryohei inclinara la cabeza.
—¿Qué ocurrió?
El humo se elevó despacio, marcando la pausa.
—Se comenta que encontraron el cadáver de Makoto Makimura flotando en el río hace unos días.
—¿Qué? —Kiryu tensó el gesto de inmediato.
—No supe de eso… —añadió el joven, cruzando los brazos—. Pero no hay que preocuparse. Hablé con ella horas atrás, en la reunión con Sera.
Oda lo escuchó sin pestañear.
—Con tantos cuerpos apareciendo, no me sorprende que los Omi… o los hombres de Shibusawa, quizá ambos, estén buscando tanto a Makimura como a ti, Ryohei.
El aludido apretó la mandíbula antes de responder:
—Es probable…
—No saquemos conjeturas apresuradas. —El mayor se acercó al escritorio y apoyó la mano en el teléfono inmóvil—. Yo me quedaré esperando la llamada. ¿Por qué no salen a recorrer la ciudad un rato?
Kiryu lo miró, desconcertado.
—¿Eh?
—Debería quedarme también… —dudó Ryohei—. Los Omi saben de mí desde el incidente de hace dos años.
El mayor negó con calma, soltando humo por la nariz.
—No creo que te busquen si te mueves cerca. Podrían ir a comer algo. —Hizo una pausa, midiendo las palabras—. Además, no hace falta que tres hombres estemos aquí clavados, esperando una simple llamada… ¿no creen?
Kiryu intercambió una mirada con el más joven y terminó asintiendo.
—En eso tienes razón.
—Sí, pero… —Ryohei aún titubeaba.
La sonrisa de Oda se dibujó despacio, ambigua como siempre.
—Anda. Aprovechen los dos. El chico conoce bien la ciudad, podría mostrarte algunos buenos lugares.
Sacó del bolsillo un pequeño localizador y lo dejó sobre la mesa.
—Estén atentos a sus localizadores, nada más. Así podrán regresar en cuanto Sera llame.
El humo flotaba en la oficina, espesando el ambiente. Desde la ventana mal cerrada se colaba un hilo de luz grisácea que apenas iluminaba los montones de cintas apiladas.
Mientras Kiryu abría la puerta para salir, Ryohei se volvió hacia el mayor, con media sonrisa cargada de ironía.
—Ya está bien… me voy para que disfrutes tu Barazoku en paz.
Oda arqueó una ceja.
—No es ese tipo de revistas, mocoso.
Ambos sonrieron, y el más joven siguió a Kiryu hacia el pasillo. La oficina quedó envuelta en el humo y el silencio, con Oda de pie frente al teléfono. Moviendo las piezas, una vez más.

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ChriSniper on Chapter 3 Sun 14 Sep 2025 04:17PM UTC
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