Actions

Work Header

Western Sky

Summary:

Antes de encontrarse, cada uno era una onda solitaria, vibrando en su propia frecuencia fundamental, un tono único en el vasto espectro del mundo, buscando inconscientemente una resonancia. Al conocerse, sus vibraciones se acercaron, y ocurrió el milagro de la sintonía. Sus frecuencias se alinearon, no para anularse, sino para reforzarse mutuamente. Sus pensamientos, sus risas, sus miradas… Todo se convirtió en un armónico que multiplica el sonido original.
Satoru comprendió que hallar a Suguru no era una búsqueda, sino la trampa en la que ya estaba encerrado... incluso antes de dar el primer paso.

Notes:

Hola gente, volví.
Lamento la tardanza pero estuve muy ocupada 😞
Ahora sí. Aquí viene el primer capítulo capitulo editado y, para recompensar la tardanza, ¡subiré dos capítulos el mismo día!
Gracias a quien haya esperado y a quien le guste este fic.
(Junté algunos capítulos para aumentar el número de palabras en el archivo, así que... espero les gusten las mejoras ^^)
Este fic contiene personajes de la obra de Gege Akutami "Jujutsu Kaisen"
Aún puede tener faltas de ortografía, errores de puntuación y quizás redacción (ya que es mi primer fanfic), agradecería su paciencia y respeto.

Chapter 1: Brújula

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

…Aquellos sitios donde mis intenciones

Sean menos que las estrellas en el cielo oeste…

Septiembre de 2018.

Las plantas de sus pies tocaban el frío suelo de madera antigua, causándole un cosquilleo desde los talones hasta la piel sensible que cubría sus omóplatos.

La luz tenue y grisácea del exterior que se filtraba a través de algunas puertas a su alrededor, iluminaba el comienzo de un largo e interminable pasillo que se encontraba frente a él. No recordaba cómo había llegado a esa machiya de techos bajos y vigas oscuras, pero su estructura le resultaba vagamente familiar, como un recuerdo heredado de algún viaje a Kioto

La figura de un hombre dándole la espalda a mitad del pasillo y el sonido lejano de una guitarra acústica eran los únicos acompañantes de Satoru en ese gran espacio vacío. No había muebles o decoraciones que adornaran el lugar, sólo puertas corredizas shōji que se perdían en la penumbra.

Los acordes de Re Séptima Mayor, La mayor, Si menor y algunos otros cinco que no pudo identificar del todo a causa del efecto de reverberación que tenía la pieza musical; añadían un toque de melancolía tierna al cosquilleo helado que sentía en su cuerpo.

“¿Quién es él?”

—¿Qué hacemos aquí?—le preguntó al desconocido mientras acortaba la poca distancia que los separaba.

No podía distinguir los rasgos del sujeto, al menos no con claridad. Lo único que podía examinar de arriba abajo era su vestimenta ligera color blanca que contrastaba con el fondo negro del pasillo y el tono oscuro de la madera.

Al principio, el chico desconocido permanecía de pie totalmente inmóvil como si se tratara de un maniquí, pero un par de segundos después dio un paso firme sobre la madera. La tabla bajo su pie emitió un estruendoso crujido, resonando en la intensidad vacía como si la nota más grave del piano (Do0) hubiese sido presionada con toda la intención de perturbar el silencio.

—El sueño terminó, debes irte —Escuchó decir al hombre segundos antes de que la alarma de su teléfono móvil lo despertara de golpe.

“Mierda”

Sus ojos se abrieron lentamente de par en par, tratando de acostumbrar su vista al entorno. La terrible jaqueca que sintió al intentarse levantar de la cama, le recordaba lo mucho que se excedió la noche anterior. Definitivamente había sido mala idea mezclar el estrés escolar con todos los distintos tipos de alcohol que quedaban al servicio de todos los estudiantes que habían acudido al lugar.

2:43 a.m.

El joven llegó a casa tambaleándose con el aliento a una mezcla enfermiza del whisky más barato que alguien podía comprar y el olor a sudor que empapaba los bordes de su camisa totalmente blanca. La noche con su novio Zenin Naoya y sus amigos había sido excesiva y demasiado problemática. No podía recordar casi nada después de haber bebido una cantidad absurda  de alcohol, a excepción del molesto ardor en su pecho que sentía  después de haber discutido él, otra vez. Su último recuerdo fue, irónicamente, el más ridículo y divertido: en la entrada, mientras Haibara Yu intentaba torpemente quitarle los zapatos a Satoru, cayó sentado sobre su trasero con un golpe seco sobre la superficie del genkan. Después de eso ni siquiera recuerda cómo llegó hasta su habitación.

7:25 a.m.

La tela de algodón grueso rozaba delicadamente la piel desnuda de sus brazos y pies cada vez que su cuerpo se retorcía sobre el colchón. La franela cálida volvía más complicada la sencilla tarea de levantarse, tomar un baño y alistarse para la escuela. Sin embargo, antes de que quedara completamente atrapado entre las cobijas con el terrible confort apoderándose completamente de su cuerpo, se deslizó perezosamente hasta el borde del colchón y se incorporó sobre ambas piernas. Arrastró ambos pies hacia la puerta del balcón de su habitación con suma pesadez y cansancio, luego echó un vistazo hacía el exterior.

“¿Qué estaba soñando?”

El último recuerdo palpable de su sueño causó una oleada de incertidumbre y confusión sobre su mente, la textura del suelo debajo de sus pies revivió el anhelo e inquietante sentimiento de nostalgia que vibraba en su cuerpo al escuchar ese susurro frágil y delgado como el hilo de una seda a punto de romperse.

La voz gruesa, ronca y enfadada de su padre, interrumpió ese pequeño y extraño espacio de añoranza donde la vulnerabilidad lo había abrazado sin pedirle permiso.

—¡Satoru apresúrate o llegarás tarde a la escuela!

—Meh, da igual —murmuró frotándose ambos ojos con el dorso de su mano. Luego, miró el pequeño reloj que descansaba sobre el escritorio blanco que adornaba su habitación, rápidamente se dio cuenta que se le estaba haciendo tarde para ir a la universidad.

Comenzó a correr de un lado a otro dando un golpeteos rítmicos sobre el suelo de su habitación en un tempo de aproximadamente 160bpm y un compás de 4/4

La urgencia de llegar a tiempo a la estación Yamanote, lidiar con la fricción de tantos cuerpos dentro del andén y esquivar oficinistas o estudiantes que utilizaban el tren cada día para transportarse, le provocaba estrés cada maldita mañana. Odiaba el contacto físico con gente desconocida pero irónicamente, le divertía invadir el espacio de todas las personas que apreciaba.

7:45 a.m.

Luego de tomar un rápido y refrescante baño, distraerse brevemente con el moretón que había notado en su espinilla al ponerse los calcetines, vestirse torpemente con las primeras prendas que se asomaban de su armario y chocar accidentalmente contra el escritorio frente a su cama. Descendió por las escaleras con la misma velocidad que había salido de su habitación y de un salto llegó hasta el pequeño armario de madera clara que se encontraba junto a su puerta.

“Carajo, carajo, carajo”

Terminando de ponerse un par de Vans Old Skool, abrió la puerta de un jalón y cuando estuvo a punto de dar el primer paso sobre el empedrado, sintió la mano pesada y brusca de su padre tomándolo por el hombro.

—¿Qué demonios sucede contigo Satoru?—preguntó él, mirándolo de pies a cabeza, estudiando su apariencia—. Estás comenzando a ser demasiado irresponsable.


|| 7 de diciembre de 1997, nacimiento de Gojo Satoru.

Gojo Limitless Sound” nació de la mano junto al pequeño hijo de los Gojo, no solo como una empresa, sino como el estandarte de un legado para impulsar jóvenes promesas a cumplir sus sueños. Sus padres fundaron ese gran imperio con la visión ambiciosa de que fuera la única disquera capaz de ver más allá de las fronteras del talento, un nombre que resonara con poder, exclusividad y prestigio. La etiqueta se convirtió rápidamente en un gigante del medio, un monopolio del sonido sin límites que prometía y entregaba estrellas.

Sin embargo, con el éxito de la disquera llegó una sombra. Para Satoru, crecer en ese ambiente significó que su identidad estaba ligada al apellido y al éxito de sus progenitores y desde que tuvo la edad de sostener un instrumento, su “educación integral” incluía sesiones privadas con los músicos más aclamados de la discográfica, esto era un sutil pero firme recordatorio insoportable que el heredero de Gojo Limitless Sound debía ser tan ilimitado y casi perfecto en el arte, así como lo era su marca.

Cada vez que el joven Satoru mostraba una nueva habilidad en el piano, la guitarra o el violín, el murmullo de la industria no era de admiración hacia su propio esfuerzo, sino de elogio y respeto a sus padres.

“Mira qué bien lo está haciendo Gojo-san; han criado a un hijo tan talentoso” 

El enfoque de sus éxitos siempre se desviaba de él, de su trabajo; Satoru era solo el producto de su genio. Era el más talentoso del mundo, por supuesto, pero solo porque se esperaba que lo fuera.


Después de escuchar el insoportable sermón sobre su descuidada forma de ser y lo poco considerado que era con los esfuerzos que hacia su padre por él, Satoru salió de casa a toda velocidad. Corrió desenfrenadamente por las calles de Shinjuku, escuchando el tráfico ensordecedor y el movimiento constante de gente caminando a su alrededor, probablemente con la misma prisa que sentía él en un intento desesperado por llegar a tiempo a su destino.

Como era de esperarse, la estación de trenes se desbordaba en un mar de distintos colores aburridos y expresiones serias. Por un lado, podía observar oficinistas con trajes oscuros uniformemente lisos, camisas y faldas ridículamente claras e impecables, y zapatos de vestir igualmente oscuros que hacían juego con sus cinturones.

Por otro lado, veía una variedad de estudiantes con uniformes escolares, yendo y viniendo entre risas suaves, murmullos y el chirrido del calzado por la rigidez de sus suelas.

Satoru no acostumbraba usar colores demasiado llamativos, de hecho su closet estaba repleto de camisas negras o blancas con distintos estampados; algunos lucían divertidos por los colores saturados que llamaban la atención, mientras que otros tenían patrones más sencillos con colores acromáticos. 

Pero algo que detestaba demasiado, era la formalidad o rectitud con la que se obligaba al trabajador promedio a vestir apropiadamente. Sentía tanta lastima por toda esa gente que se veía arrastrada a ser un conservador más del montón.


Satoru se deslizó en el espacio justo entre las puertas encontrando el lugar perfecto junto al cristal para la corta travesía. Aunque el trayecto fuera breve, con solo cuatro minutos y tal vez algunos segundos; para él cualquier trayecto, por minúsculo que fuera, siempre tenía espacio para por lo menos escuchar una o dos canciones de su repertorio musical favorito.

En el preciso instante que el tren dio un pequeño tirón y comenzó su marcha, sus dedos ya habían tecleado el botón de reproducir, convirtiendo al mundo en una cápsula privada. A través de sus auriculares blancos con cable, el resto del mundo desapareció, reemplazando el sonido ronco de algunos carraspeos, el clic sutil y repetitivo de alguien tecleando un mensaje en su móvil, los suspiros breves y agotados que se escapaban de los viajeros más cargados y el suave zumbido del aire acondicionado.

Sus grandes ojos azules, miraban el exterior con suma concentración, convirtiéndose en una figura serena en medio del caos de Tokio, eso a pesar de haber escuchado el parloteo molesto de su padre minutos antes. Su cuerpo inmerso en el flujo rítmico de las notas, ignoraba los apretones momentáneos que sentía contra las agarraderas de la cabina. Sólo la música podía mantenerlo a salvo del ruido del mundo y sus molestos complejos.


Al llegar a su destino, el tren se detuvo con un ligero frenazo sobre las vías. Una voz metálica y aguda, seguida de una melodía característica anunciaba la llegada a la estación Shibuya. El andén de Shibuya tenía un flujo más apresurado y caótico.

Y con un suspiro de resignación por tener que enfrentar la realidad nuevamente, Satoru guardó el teléfono en el bolsillo izquierdo de su pantalón de mezclilla azul.

Ahora tenía que enfrentar el cruce peatonal más famoso del mundo, pero afortunadamente ya tenía la mente más despejada, el tono de las guitarras, el pulso sobre la batería y el bajo eléctrico, le habían regalado un breve pero vital interludio.

Atravesando el cruce, Satoru se topó de frente con Utahime Iori, una compañera y quizá… ¿amiga? de la universidad. Su relación era bastante extraña: se hablaban con insultos y bromas que para cualquiera serían una falta de respeto, pero para ellos, era su manera de decir “somos buenos amigos”.

—Hey, ¿por qué llevas tanta prisa? ¿acaso te volviste a quedar dormido, pequeño tonto? —preguntó ella, acercándose con una sonrisa burlona.

—Lo siento, ahora no puedo —contestó él sin detener su marcha —. Necesito llegar a tiempo. Pero más tarde, si quieres, hablamos sobre lo feo que se te ve ese corte de cabello.

Utahime, molesta, le pegó un puñetazo en el brazo, mientras caminaban rumbo al instituto. 

—Te dije que no bebieras tanto.

—Si, lo sé. Me volví a quedar dormido… o bueno, puse mal la hora del despertador.

—Ajá, claro —dijo ella con tono sarcástico—. Por cierto… ¿qué demonios le pasa a tu novio? Ayer se comportó como un imbécil. Cinco minutos más y le rompía la nariz.

Satoru guardó silencio sintiéndose avergonzado durante unos segundos antes de responder:

—Ayer discutimos otra vez.

—Oh, Satoru… —Utahime puso los ojos en blanco y suspiró.

El chico se pasó una mano por todo su cabello blanco, tan blanco como la nieve. 

–Lo sé Iori. Pero en serio… se está esforzando. Nos estamos esforzando. 

Utahime lo observó con detenimiento. En esos ojos azules no había tranquilidad, ni siquiera luz. Sólo reflejaban cansancio.

—Está bien, Satoru… pero sabes que eso no está bien.

Él asintió, sin decir más, y ambos continuaron caminando por la acera.


Naoya y Satoru llevaban apenas unos cuantos meses saliendo, pero nada había sido fácil. Las últimas semanas discutían por absolutamente todo.

“Pasas demasiado tiempo con tus amigos” “¿Quién demonios era ese tipo que te sonrió?” 

Reclamos así eran parte de la rutina. Cada palabra, cada reproche, se colaba como una nota disonante en la vida de Satoru. Él trataba de ignorarlo, pero poco a poco, su confianza se iba apagando.

Al principio había intentado involucrarlo con sus amigos, mostrarle sus pasatiempos y compartirle todo lo que amaba —como haría cualquiera en una relación, ¿no es así?—. Pero Naoya, en tono burlón, lo llamó “infantil” y “demasiado femenino”.

Desde entonces, Satoru empezó a callar partes de sí mismo. No sabía por qué, pero la opinión de Naoya pesaba más de lo que debería. Quizás porque, en el fondo, estaba acostumbrado a disculparse incluso cuando no había hecho nada malo.

Había crecido así: tolerando el ruido antes que el silencio.


Mientras caminaban hacía la universidad, Utahime rebuscaba desesperadamente su identificación en la mochila. Entre movimientos torpes y un fuerte suspiro soltó una fuerte maldición:

—¡Mierda!

Gojo soltó una risa breve.

—¿Otra vez olvidaste tu ID?

—Sí —respondió ella con tono resignado—. Y justo cuando Yaga ha estado revisando todo.

Satoru sacó una credencial extra de su cartera y la dejó flotando entre sus dedos.

—Y el irresponsable soy yo… —bromeó.

Utahime se la arrebató con un “¡Cállate!” antes de guardarla.

—No la pierdas, ¿sí? Si la encuentra alguien más, tendremos problemas.

—Sí, sí…—tarareó, cerrando la mochila.


Al llegar al campus, una brisa leve acarició sus rostros.

El lugar parecía respirar música. La Universidad de Música Unmei no Oto, “el sonido del destino”, se alzaba con tres grandes edificios conectados entre sí por los pasillos elevados llamados Unmei no Kakehashi, “los puentes del destino”.

Cada edificio llevaba el nombre de una esencia musical: Ritmo Melodía y Armonía.

Las áreas verdes conocidas como Rakuen, eran el alma del campus. Ahí entre mesitas de madera, flores y viento, los estudiantes decían que la música fluía sola, como si el aire mismo compusiera canciones que aún no habían sido creadas.

—¿Sabes? —comentó Utahime mientras caminaban bajo los Kakehashi—. Siempre he pensado que este lugar parece una partitura gigante.

—Entonces yo soy la nota más brillante —respondió Satoru con una sonrisa orgullosa.

—Más bien la más desafinada.

Ambos rieron y por un momento, la tensión de la mañana se disolvió.

Cruzando los portones de Unmei no Oto, Utahime logró entrar sin problema. Satoru la siguió mientras el reloj digital en la pared marcaba que faltaban exactamente tres minutos para la primera clase.

—¡Satoru, tu credencial! —gritó ella al verlo alejarse entre la multitud.

—¡Nos vemos más tarde! —respondió sin mirar atrás.

Utahime puso los ojos en blanco y siguió hacia el edificio que llevaba por nombre Ritmo.

Al pasar junto a una jardinera en Rakuen, sacó un pequeño espejo de su mochila y acomodó los mechones sueltos de su media coleta.

De pronto, una sombra se interpuso frente a ella. Un joven alto, de cabello negro atado en un moño, expansiones en las orejas y un aro color negro en el hélix.

—¡Ugh, Geto! ¿Qué carajos? —exclamó al verlo aparecer de la nada—. ¿Por qué siempre llegas así de repente?

Utahime había dejado caer la credencial de Satoru al suelo. El joven sonrió y recogió el plástico del suelo. 

—Veamos… —leyó el nombre en voz alta—. No sabía que ahora te llamabas Gojo Satoru.

—¡Dámela! —exclamó ella, intentando arrebatársela.

Él alzó la mano, sonriendo como un niño que acaba de hacer un travesura.

—Te la devuelvo cuando me pagues los fideos que te compré el otro día.

—Por Dios, tanto drama por un par de yenes…

—Un par de yenes que no me has pagado en una semana.

Ella suspiró, sacó doscientos yenes de su cartera y extendió una mano con el dinero.

—Toma, ahora devuélveme eso.

Él tomó el dinero, pero no soltó la credencial. Utahime intentó golpearlo, y el esquivó el puño justo a tiempo antes de salir corriendo.

—¡Geto, idiota! —gritó ella, corriendo detrás. —¡Devuélveme la maldita credencial!


Mientras tanto, en el edificio llamado Melodía, Satoru asistía a Teoría Musical con el profesor Masamichi Yaga.

Sostenía una partitura de Tartini —o algo así—, entre las manos, analizando las modulaciones, mientras Tsukumo Yuki, anotaba observaciones a su lado.

Su concentración se vio interrumpida por el zumbido de su teléfono.

|Zenin Naoya: ¿Podemos hablar más tarde?

Satoru levantó la mirada. Al fondo del aula. Naoya estaba recostado en su asiento, jugando con un bolígrafo, y le sonrió apenas.

|Satoru: Claro (:

Bloqueó su teléfono y volvió a su trabajo.

La clase pasó tan rápido como una corriente de notas. Al sonar el timbre, comenzó a guardar sus cosas.

—Mi moto necesita mantenimiento —dijo Yuki al levantarse.

—Hazlo antes de que te deje tirada, otra vez. —respondió él con una sonrisa distraída.

Ambos salieron del aula, caminando por los pasillos del edificio. Pero antes de llegar al auditorio, Naoya los alcanzó.

Le pasó un brazo por los hombros, con esa estúpida familiaridad que pesaba más de lo que reconfortaba.

—¿Qué tal? Necesito hablar contigo en privado.

Yuki frunció el ceño, mirando a Satoru antes de alejarse.

—Te alcanzo luego —le dijo él.

Naoya lo miró fijamente.

—Sobre lo de ayer… —carraspeó—, lo siento. Me excedí un poco.

“Un poco”

El silencio se coló entre ellos, roto solo por el murmullo del viento con las ramas de los árboles meciéndose.

—¿Entonces… estamos bien? —preguntó Naoya.

Satoru bajó la mirada.

—Siempre decimos eso, pero no siento que mejore nada.

—Por favor, te prometo que no volverá a pasar. 

Satoru lo observó, sin saber qué responder. En el fondo, sabía que volvería a pasar. Pero también sabía lo que era que alguien se fuera sin mirar atrás. Y él desde niño, había aprendido a aceptar el dolor antes que la soledad. Estuvo solo la mayor parte del tiempo cuando era niño, pero aferrarse —o conformarse—, a algo que no le está ayudando, tampoco debía ser una buena opción.

11:45 p.m.

Satoru reía junto a Nanami Kento, Shoko Ieiri, Yu Haibara y Utahime. Yu intentaba cantar en inglés con pésima pronunciación:

“I just can’t get you out of my head, boy your lovin’ is all I think about…”

Nanami se cubrió la cara, resignado, mientras Shoko mezclaba tragos con Utahime al otro extremo de la mesa.

—¡Brindemos! —gritó Shoko, alzando su vaso. Todos la siguieron entre risas.

Al otro extremo del local, Naoya discutía con alguien. Satoru entrecerró los ojos confundido. En segundos, la conversación subió de tono. Un empujón, una pelea.

“Boom”

Satoru corrió, separó a ambos y arrastró a Naoya fuera del establecimiento.

—¿Qué demonios fue eso? —reclamó.

Naoya no respondió. Encendió un cigarro, exhalando con fastidio.

—Baja la voz, Satoru.

—Por supuesto. —suspiró cruzándose de brazos.

—Si te molesta tanto, lárgate. Nadie pidió tu ayuda.

—¿En serio? —se burló—. Te metes en problemas estúpidos y luego esperas que todos se hagan los ciegos.

—Si soy tan problemático, vete con tus amigos. Con ellos sí puedes reírte como te dé la gana.

Satoru apretó los puños.

—¿Qué mierda dices, Naoya?

—Deja de hacerme quedar como un tonto.

—¿Por qué mis amigos siempre son tu excusa?

Naoya exhaló humo.

—Porque me molestan. Pasas demasiado tiempo con ellos.

—Qué irónico. —respondió—, cuando tú bebes con los tuyos cada fin de semana.

—Entonces déjalos. Que solo seamos tú y yo.

Satoru lo miró incrédulo.

—¿Escuchas lo que dices? Eso no es amor, es control.

Naoya sólo rió con sarcasmo.

—Jódete, Gojo.

Satoru dio media vuelta y regresó al interior del bar, con la rabia desbordándose por los ojos. Esa noche, bebió hasta perder el control. Sus amigos intentaron detenerlo, pero no hubo forma.

Finalmente, Nanami y Yu lo llevaron a casa en silencio, asegurándose de que sus padres no se enteraran.

10:05 a.m.

—¿Entonces? —preguntó Naoya—. ¿Qué dices?

Satoru entrelazó los dedos sobre su regazo.

—Está bien… pero una vez más, y se acabó.

Naoya tensó los hombros, dudando entre protestar o rendirse.

—Bien… sí, está bien.

Le tomó una mano y Satoru se la dejó sostener, aunque por dentro, sintió el mismo peso que deja una nota sostenida demasiado tiempo: baja, suave, casi imperceptible… pero imposible de ignorar.


...y menos que las excepciones que hago para querer abrazarte a uno de esos cuerpos celestes…

Una semana después…

7:25 a.m. 

El sonido era lo primero.

Un murmullo que parecía venir de lejos, esta vez, las voces de su alrededor se escuchaban como notas sostenidas bajo el agua. La luz ahora parecía tenue y dorada, derramándose sobre el tatami y las paredes de madera.

Satoru estaba ahí otra vez. El aire olía a incienso y humedad. A su alrededor había gente moviéndose sin rumbo, rostros borrosos, conversaciones ahogadas entre risas y algunos pasos que hacían crujir la madera.

El ruido era espeso, como si flotara dentro de un instrumento gigantesco que resonaba con cada exhalación de su pecho.

Comenzó a caminar lentamente, y con cada paso el sonido se alejaba, reemplazado por un silencio casi rítmico. Un pasillo se despegó frente a él, rodeado por las mismas puertas corredizas que había soñado la primera vez.

Cada puerta tenía un brillo propio, y cada vez que pasaba frente a una, sentía una vibración bajo sus pies, como si el suelo marcara el pulso de un compás invisible.

“Una.. dos… tres puertas”

Cada una con su propio ritmo, cada una, un latido.

Al final del pasillo lo esperaba alguien.

Un chico de pie, apoyado contra la pared. Cabello oscuro recogido en una coleta floja que dejaba escapar algunos mechones, piel clara, hombros anchos y una postura relajada que contrastaba con la solemnidad del lugar.

Llevaba una camisa negra ligeramente abierta en el cuello, los puños arremangados hasta los antebrazos, y un pantalón gris que apenas rozaba el suelo —sus pies seguían estando descalzos como la primera vez—. La tela de su ropa parecía moverse con el aire, suave como una nota larga tocada en un violonchelo.

El chico levantó la mirada, y por un instante, Satoru sintió que el tiempo se detenía entre un compás y otro. Ahora, no había ruido, solo el eco de su propia respiración.

El desconocido, extendió una mano hacía él. Sus dedos eran largos, la piel tibia, con una textura áspera en las yemas, como quien toca cuerdas o escribe mucho a mano. Satoru dudó apenas un segundo antes de tomarla y el contacto lo estremeció de alguna manera.

No fue solo el calor, fue como si esa mano hiciera latir su corazón a 157bpm, causándole cierto nerviosismo que contrastaba con el sentimiento de anhelo con el que solía despertar cada mañana.

El joven lo guío hacia delante, por el pasillo, mientras las puertas a los costados se mantenían cerradas. Sus pasos marcaban un pulso sobre el suelo, como un metrónomo que contaba los segundos de ese sueño que no quería terminar.

Intentó escuchar su voz, pero lo que salía de sus labios era un idioma desconocido, acordes que parecían palabras, pero no lo eran.

“Quizá un recuerdo”

La última puerta se abrió al fondo, derramando una luz blanca que se filtró hasta ellos, nublándole la vista y la razón. Y justo cuando el chico giró el rostro hacía él, cuando por fin creyó entender algo, una vibración lo arrancó del suelo.

“La puta alarma”

El sonido del despertador irrumpió nuevamente con el estruendoso ruido de siempre. Satoru abrió los ojos de golpe, respirando rápido. El techo tapizado de estrellas luminiscentes se estiró sobre él, y su cuerpo aún seguía anclado en el sueño. Tenía el pecho apretado, como si el aire no quisiera entrar del todo. Ese peso que no era miedo, ni tristeza… era otra cosa. Un eco, quizá.

Llevó una mano a su corazón; los latidos no eran regulares. Eran tres, una pausa, dos, otra pausa… un compás desordenado que parecía buscar el ritmo perdido del sueño.

Por un momento, pensó escuchar un zumbido tenue, una melodía imposible de ubicar. Solo después entendería que era Find Me, la misma canción que más tarde lo acompañaría sin que supiera por qué.

10:00 p.m.

El ruido amortiguado del aula, lo envolvía como si siguiera sumergido bajo el agua. Las voces de sus compañeros sonaban distantes, filtradas a través de un muro invisible. Incluso, apenas escuchaba lo que decía Yuki a lado.

La chica, con una libreta en una mano y un lápiz en la otra, le dio un pequeño codazo.

—¿Hola? ¿Estás en otra dimensión o qué? —preguntó.

Satoru parpadeó, como si volviera a la superficie.

—Sí, lo siento... —dijo, frotándose el cuello—. Sólo estoy cansado.

Yuki lo miró con esa mezcla de ironía y preocupación que solo ella sabía equilibrar.

—¿Cansado o distraído? Desde hace días tienes una cara de “me persigue una maldición”.

Él soltó una risa baja, sin energía, sin mucha gracia.

—Tal vez un recuerdo… o algo así. He estado soñando cosas raras.

—¿Raras como pesadillas o raras como “no quiero que este sueño termine”?

Satoru giró el lápiz entre los dedos, pensativo.

—No sé. Cada vez que despierto siento… —hizo una pausa intentado buscar palabras— …como si hubiera dejado algo a medias.

—¿Qué cosa?

—Una canción, tal vez. —Desvió la mirada hacia la ventana—. Cómo cuando una canción se corta justo antes del estribillo.

Yuki alzó una ceja, sonriendo.

—Eso te pasa por dormirte escuchando música.

El sonrió también, pero no respondió. Porque sabía que no se trataba de eso.

Sabía que, al cerrar los ojos, aún podía sentir el tacto cálido de una mano desconocida y el pulso de un compás marcando el camino hacia ninguna parte.


El timbre sonó y el aula se vacío en cuestión de minutos. Satoru guardó sus cosas con una lentitud mecánica y con el sueño todavía adherido a sus dedos.

Al salir al pasillo, el bullicio habitual de la universidad le pareció un fondo musical desordenado: risas, pasos, puertas que se cerraban, todo en distintos tonos y tiempos.

Sacó sus auriculares del bolsillo de su sudadera, se colocó uno en el oído derecho y abrió la lista de reproducción. Deslizó el pulgar hasta Find Me y la reprodujo desde el principio.

Treinta y tres segundos después, el bajo entró con un golpe seco y sus pies comenzaron a seguirlo de manera inconsciente. El ritmo del bombo coincidía con el golpeteo de su corazón. El sonido le aclaró la mente y al mismo tiempo lo arrastró hacia una sensación conocida: el compás que había sentido bajo los pies dentro del sueño.

Giró a la derecha, tomando el pasillo que conducía al lado este del campus, donde la luz del sol golpeaba con más fuerza las ventanas. Siempre había pensado que el este tenía algo de promesa. En cambio, el lado oeste, quedaba detrás… el lugar al que uno mira cuando ya no puede volver.

Y él, sin saber por qué, sintió que caminaba hacia adelante y hacia atrás al mismo tiempo.

El aire del otoño era fresco, y con cada respiración el olor del pasto recién regado se mezclaba con el perfume de detergente que aún llevaba en la ropa. El campus hervía de movimiento donde grupos de estudiantes se escuchaban riéndose, mochilas chocando y el crujido de las mesas donde descansaban algunos alumnos, formaban una melodía caótica que de algún modo encajaba con la suya.

El sueño, la música, el compás… todo era parte de la misma partitura.

Al llegar al patio principal, el bajo se apagó en sus auriculares justo cuando una mano lo detuvo del brazo.

—¿Te vas sin mí? —preguntó una voz familiar.

“Naoya”

El ritmo interno se calló de inmediato, Satoru se quitó el auricular y lo dejó colgando sobre su pecho.

—Dame un momento, tengo que ir al salón de Iori. Te alcanzo en la cafetería, ¿sí?

Naoya lo miró unos segundos, luego asintió con esa sonrisa que nunca supo si era cariño o advertencia.

—Nos vemos allá —dijo, antes de alejarse hacia el oeste del campus.

Cuando se fue, Satoru volvió a poner la música. El ritmo regresó, pero más débil, como si el compás se hubiera tras tocado por un segundo.

Cruzó el campus y pudo observar la luz del sol reflejándose en las ventanas de los edificios.

Entre la multitud, divisó una figura conocida. Era Utahime levantando una mano y, a su lado, un chico alto de cabello oscuro, sudadera color crema y joggers negros.

Algo en la forma en la que el viento movía su coleta hizo que el corazón de Satoru repitiera aquel compás del sueño.

No lo sabía aún, pero el futuro acababa de empezar a sonar.

—¿Qué no te dije que me devolvieras mi identificación? —fue lo primero que dijo Satoru al verla.

Utahime levantó una ceja y sonrió de lado.

—¿Y que no te dije que me pagaras el taiyaki que te comiste sin permiso? —respondió, sacando la credencial de su bolso y agitándola frente a su cara.

A su lado, el chico de coleta observaba la escena con calma, y con las manos metidas en los bolsillos de su sudadera color crema. Tenía una presencia que no encajaba del todo en el bullicio del campus, su mirada era profunda y serena. Pero había algo incómodo en la forma en que se miraban, no era hostilidad, sino una extraña familiaridad.

El aire entre ellos se sintió denso, vibrante, casi como el instante antes de que una orquesta empiece a tocar.

Satoru tomó la credencial y se giro para marcharse, sin decir más.

Utahime rompió el silencio.

—Nos vemos luego, tonto.

Satoru levantó la mano a modo de despedida y siguió su camino, sin darse cuenta que el sujeto lo estaba observando mientras se alejaba.


La cafetería estaba llena.

El murmullo de las conversaciones se mezclaba con el tintinear de las bandejas y el aroma a café.

Satoru encontró a Naoya esperándolo en una mesa al centro de la cafetería. El chico sonreía, pero esa sonrisa le pesó más de lo habitual.

—¿Tienes planes para más tarde? —preguntó Naoya, mientras jugaba con el borde de la lata que había comprado.

—Hmmm… creo que no. Bueno, tengo que terminar unas partituras con Tsukumo, pero no me tomará mucho.

—Entonces podríamos ir a mi casa después —susurró, inclinándose hacía él—. Hace mucho no pasamos tiempo a solas.

Satoru sintió el estómago tensarse. Sabía lo que eso significaba y aunque una parte de él quería negarse, otra la que temía el conflicto, simplemente asentía.

—Quizá —dijo, evitando su mirada.

—¿Quizá? —Naoya arqueó una ceja, ese gesto tan suyo que mezclaba burla y molestia. Era verdaderamente irritante.

Pero, antes de que Satoru pudiera responder, una voz interrumpió.

—Satoru, necesito un préstamo —dijo Shoko, apareciendo de la nada con su bandeja en mano.

Naoya apretó la mandíbula.

—¿Acaso no te diste cuenta que estamos hablando? —reclamó.

Shoko lo ignoró y continuó hablando con Satoru.

—Olvidé mi cartera. Te prometo que te pago después.

Satoru soltó una risa leve y le tendió un billete.

—Está bien, pero sólo porque me caes bien.

Ella sonrió con entusiasmo.

—Gracias, Satoru —Al girarse, notó la credencial asomándose del bolsillo de su sudadera—. Veo que por fin te la devolvieron.

—Si, después de una semana —respondió él.

A través del ventanal, vio pasar a Utahime y al chico de antes.

Los dos reían, caminando uno al lado del otro. Los ojos oscuros del chico se encontraron con la mirada de Satoru, nuevamente.

Sólo un segundo bastó para que Satoru sintiera esa extraña presión en el pecho.

—¿Satoru? —La voz de Naoya lo trajo de vuelta.

Él apartó la vista de la ventana y respondió:

—Lo siento, me distraje un segundo.

Naoya frunció el ceño.

—Últimamente estás más distraído. ¿Qué pasa?

Satoru bajó la vista con sus dedos tamborileando sin ritmo sobre la mesa.

Sabía que no podía decirle la verdad, eso sólo empeoraría las cosas, pero algo dentro de él comenzaba a cansarse de los reproches, de la culpa, de la sensación de caminar con un compás que nunca encajaba.

—Solo estoy cansado —respondió en tono bajo.

Naoya no respondió. Tomó su mano sobre la mesa, apretándola con fuerza. Demasiada.

Satoru sonrió con un gesto automático, pero por dentro deseaba arrebatarle la mano e irse de ahí.

3:59 p.m.

La casa de los Gojo tenía un olor particular, una mezcla de madera vieja, papel y el aroma dulce del incienso que su madre encendía cada tarde.

Era el tipo de lugar que parecía guardar silencio incluso cuando había ruido. Cada pasillo lleno de fotografías, partituras, recuerdos cuidadosamente acomodados. Allí, el mundo siempre parecía quieto.

Satoru se dejó caer sobre la cama con la ropa del día, dejando el teléfono a un lado.

La pantalla aún mostraba un mensaje de Naoya.

|Zenin Naoya: Avísame cuando llegues.

Nada más. Sin corazones, sin bromas. Frio y correcto, como un recordatorio de lo que estaba pasando.

Suspiró, frotándose el pecho otra vez. La misma sensación, esa maldita presión leve que no dolía pero no se iba.

Cerró los ojos y dejó que el silencio del cuarto lo envolviera.

Encendió el altavoz y buscó una canción vieja en su lista. Molly’s Chambers.

El sonido de la guitarra llenó el aire rebotando en las paredes. Era la primera canción que había escuchado de Kings of Leon, hacía años, por accidente. Desde entonces, la asociaba con esa parte de sí mismo que no necesitaba explicaciones y que nadie entendía.

Por alguna razón, recordó lo fácil que había sido enamorarse de Naoya al principio. No fue una gran historia; fue simple y hasta cierto punto un poco absurda si lo pensaba bien.

Alguien que lo miró sin miedo cuando él aún no entendía del todo quien era. Satoru nunca tuvo que decirlo, solo dejó que las cosas pasaran. Entonces Naoya se acercó, él cedió y por un tiempo creyó que eso era amor, porque… no tenía ninguna experiencia en ese sentido. Un tiempo experimentó salir con otras chicas pero no tardó en darse cuenta que no era lo suyo.

Al principio, Naoya era divertido, impredecible, lleno de atenciones —como si de un sueño ridículo se tratara—. Era el primero en escribirle y el último en soltarle la mano. En ese entonces, Satoru pensó que había encontrado a alguien que lo veía como era, sin máscaras ni excusas. Pero los meses comenzaron a cambiar de tono, los mensajes se volvieron exigencias y las caricias se sentían filosas sobre su piel.

Naoya empezó a marcar territorio con palabras suaves y miradas que pesaban más que los silencios. Nadie podía culparlo de creer en alguien que fue el primero en mostrar interés.

“Solo tu y yo”

Y aunque Satoru sabía que algo en eso estaba mal, se convencía de que el amor también dolía a veces —o al menos eso creía él—. El amor podía doler pero ahora comenzaba a creer que no era precisamente de esa manera.

Ahora, acostado en la penumbra, el sonido de las guitarras le hacía cosquillas en el pecho, como si sintiera los dedos del músico sobre las cuerdas. La música subía y bajaba como una respiración que no lograba sincronizar con la suya.

Pensó en el sueño, en la mano que había tomado la suya sin permiso. En la calma que le había dado, en lo distinto que sentía eso de todo lo demás.

Giró sobre la cama, mirando el techo, como si pudiera hallar respuestas en esos pequeños pedazos de plástico adheridos a la pared, que brillaban sobre él cada vez que caía la noche.


Después de pasar un par de horas divagando entre un pensamiento y otro. Los últimos rayos del sol se filtraban por la puerta corrediza del balcón de su habitación, marcando algunas líneas doradas sobre el suelo. Estas le recordaban la luz que iluminaba las puertas del pasillo en su sueño, las mismas que marcaban el compás.

Satoru cerró los ojos y por un momento, creyó escuchar una voz, tal vez sólo era el eco de la canción susurrando algo que no logró entender.

Sólo tres palabras cortas y repetidas. Y con ellas, el ritmo volvió a su pecho. 

“Un compás lento”

Uno que, sin saberlo aún, lo llevaría directo a él.

 

Notes:

Espero les haya gustado! Ahora estaré escribiendo como loca, siempre y cuando no me ocupe pero me pondré al corriente.
Si alguien tiene una pregunta sobre lo que se mencione aquí, puede dejarla en los comentarios.
Gracias nuevamente por esperar y me disculpo de nuevo por tardar 😭 (estoy trabajando mucho en este fic)

Chapter 2: Preludio de destino

Notes:

Sin, notas por el momento. Solo disfruten :D

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

Dos días después…

|Shoko Ieiri: Ven al salón en cinco minutos.

|Satoru: ¿Para qué?

|Shoko Ieiri: Solo ven.

|Satoru: ???

|Shoko Ieiri: Te compraré algo si vienes. 9_9

El campus estaba envuelto en el bullicio de los estudiantes. Por un lado podía escucharse conversaciones, risas y pasos apresurados. Por el otro, habían algunos acordes lejanos saliendo de los instrumentos y llegando a los oídos de cualquier persona que se detuviera a prestarle atención al ruido de su alrededor.

Satoru cruzaba el patio principal rumbo al edificio de nombre Ritmo tarareando una melodía que se le había quedado atrapada entre los pensamientos.

Pero como si un balón estallara contra el vidrio de su mente, los fragmentos de su sueño comenzaron a caerle encima con una lluvia de imágenes borrosas, una casa que no recordaba haber pisado y una voz sin sonido.

“No tiene sentido…”

Cada noche era el mismo ciclo.

Puertas que se abrirían al ritmo de un compás invisible, una mano que lo guiaba, un rostro que no podía distinguir. Y despertar antes de poder ver el rostro del sujeto.

¿Era un recuerdo? ¿O solo una invención de su subconsciente?

Por alguna razón, la arquitectura del lugar le resultaba familiar.

"¿Kioto? Si, ​​por supuesto, debe ser Kioto"

Durante la preparatoria, había acompañado muchas veces a sus padres en sus viajes de trabajo allá.

Siempre decía que no le gustaba porque se aburría demasiado, pero en el fondo, había algo en esa ciudad que lo serenaba: el olor a madera vieja, la luz filtrándose entre las hojas y la calma antes de cada atardecer.

Satoru era alguien que encontraba felicidad en lo mínimo, como si bastara un rayo de sol para recordarle que seguía vivo. Quizás aquel sueño era un eco de algo que su mente había guardado…

“Pero entonces, ¿quién demonios era él?”


Una vibración lo devolvió a la realidad.

El zumbido familiar de su teléfono cortó —sin mucho esfuerzo—el hilo que unía sus pensamientos.

|Zenin Naoya: No iré hoy, me siento fatal. Creo que comí demasiado en casa de tus padres, pero te veo luego. Te quiero.

Satoru exhaló.

No sabía si sentirme culpable por el alivio que sentía al leerlo. Era como si, por fin, pudiera sacar la cabeza del agua después de estar demasiado tiempo sin aire. Teniendo que aguantar la respiración porque no quieres morirte ahogado.

Lo respondo más tarde, pensó, deslizando el teléfono en su bolsillo.

El viento soplaba delicadamente entre los árboles que rodeaban los pasillos de Unmei no Oto , arrastrando el sonido de hojas secas y murmullos. Subió las escaleras arrastrando los pies, sin prisa, dejando que el ruido de sus pasos marcara el ritmo de la canción que seguía sonando dentro de su cabeza.

Al llegar al aula donde estaban Shoko y Utahime, se asomó por la ventana lateral.

Sus ojos recorrieron el salón distraído… hasta que se cruzaron con un par de ojos oscuros al fondo. Tan oscuros y profundos como lo era el cielo de noche.

Era una mirada que lo seguía con una calma extraña.

“¿Por qué siempre hace eso?”

—Gojo, almorcemos todos juntos hoy —dijo Shoko apareciendo en la puerta con una paleta atrapada entre sus labios—. No olvides invitar también a Tsukumo.

—Está bien.

La respuesta rápida la tomó por sorpresa. Satoru pasó la mayor parte del tiempo con Naoya pero esta vez era diferente. Esta vez tuvo suerte.

—¿Espera, dijiste que sí?

Satoru se encogió de hombros.

—Estoy libre, así que… ¿por qué no?

Shoko suena apenas, y luego, con ese tono que no era imposible —o no prendía ocultar—, agregó:

— ¿Qué pasó con la pequeña sanguijuela?

—Se enfermó —respondió él, sin ganas.

Ella tocó el marco de la puerta con las uñas pintadas de color negro brillante, marcando un ritmo corto, casi burlón.

—No sé cómo puedes seguir saliendo con esa basura. Hay tantos hombres en el mundo y tú escogiste al imbécil más grande.

Satoru no respondió porque la sensación incómoda volvió a recorrerle la espalda: esa mirada seguía ahí .

Giró ligeramente la cabeza y lo vio otra vez… el chico de cabello negro, con expansiones brillando en cada oreja.

No lo miraba con descaro o algo parecido, sino con una curiosidad silenciosa, como si intentara leer una nota entre líneas.

“¿Realmente me mira… o solo me lo imagino?”

Utahime apareció detrás de Shoko, tomándola por los hombros, cortando su atención de la mirada del chico.

—Oye, idiota, ¿ya sabes a qué hora son los ensayos con Kusakabe ?

Satoru suspiró.

—Si prestaras más atención, no tendrías que preguntarlo.

—A las tres de la tarde —añadió Shoko, sin levantar la vista.

El teléfono volvió a vibrar y Satoru lo revisó con resignación.

|Zenin Naoya: ¿?

|Satoru: Descansa e hidrátate. También te quiero.

—Tu novio es tan molesto —comentó Utahime, estirándose para mirar la pantalla.

Satoru la apartó suavemente.

—Qué entrometida eres.

—Por Dios, sabes que tengo razón.

Él sonrió sin humor.

“Puede ser”

—Oye —intervino Shoko—, ¿podemos invitar a otro amigo?

—¿Y ese amigo es…?

- Geto Suguru . —Lo señaló con discreción—. El de cabello negro y expansiones, segunda fila.

Satoru siguió la dirección de su dedo.

El chico estaba inclinado sobre una hoja, concentrado, con los dedos largos sosteniendo el papel con suavidad.

—Ah… él.

—Buen tipo —dijo Shoko con naturalidad—. Y buen músico.

Y muy observador , pensó Satoru sin decirlo.

—Está bien, invítalo si quieres —respondió, ajustando su mochila—. Tengo clase de Etnomusicología , así que las veo luego.

Utahime le sacó la lengua y regresó a su asiento.

Satoru giró sobre sus talones y empezó a alejarse, pero no pudo evitarlo… volvió a mirar al chico. Y esta vez, el chico también lo miró.

Sus ojos se encontraron solo unos segundos.

Tiempo suficiente para que algo en su pecho volviera a sincronizarse con aquel compás invisible.

“Geto Suguru”

11:35 a.m.

Tsukumo y Satoru caminaban hacia la cafetería hablando sobre la leyenda de Amaterasu. A él siempre le había fascinado la idea de que usaran música para atraer a una diosa escondida.

—La música siempre está ahí, ¿no crees? —dijo Satoru, con una sonrisa apenas visible—. En todo, hasta el sol puede caer en su trampa.

Yuki levantó una ceja.

— Entonces crees que todos tenemos una melodía capaz de hacernos salir de la oscuridad?

—Quizá sí —respondió él, analizando su respuesta—. O quizás solo depende de quién toque la canción correcta.

Al cruzar la puerta corrediza de la cafetería, un murmullo cálido los envolvió. El lugar olía a fideos, camarones fritos y café.

Se sentaron en una mesa blanca con sillas azul cielo; Yuki se dejó caer sin cuidado, echando su largo cabello rubio hacia atrás, mientras Satoru sacaba su teléfono y revisaba Instagram unos minutos.

La puerta se abrió otra vez. Nanami y Haibara entraron y se unieron a ellos, el primero se sentó junto a Satoru, que no tardó en empezar a fastidiarlo con bromas sobre su novia. Haibara, por su parte, estaba absorta en su teléfono, probablemente en medio de otro Battle Royale .

Entre risas y pequeñas provocaciones, Satoru miró hacía la entrada justo cuando Shoko y Utahime aparecían, riendo con guitarras a la espalda. Pero detrás de ellas, un paso más lento, venía un chico nuevo. Un total desconocido para Nanami y Haibara, pero un pequeño misterio que Satoru quería empezar a resolver.

—¡Hola, Suguru! —dijo Yuki con entusiasmo, haciendo un gesto para que se acercara.

El chico suena con suavidad. Su presencia tenía algo agradable, como si el ruido del comedor bajara un poco solo porque él había entrado.

Shoko hizo las presentaciones con la destreza de siempre.

—Chicos, él es Geto Suguru. Geto, ellos son Nanami, Haibara y Gojo.

Los tres saludaron. Nanami y Haibara hicieron una leve reverencia; Satoru, sin levantarse, inclinó la cabeza con una sonrisa cortés.

Utahime resopló.

—Bien, bien. Sí ya se presenta, ¿podemos ordenar? Tengo hambre.


Mientras todos esperaban en la fila, Satoru se inclinó hacia Yuki y murmuró:

—¿Ustedes ya se conocían?

—Algo así —contestó ella, mirando al frente—. El año pasado mi moto murió a dos calles de aquí. Él iba pasando y me ayudó a empujarla hasta el taller.

—Ah… entonces es un buen tipo.

—Supongo que sí —dijo ella sonriendo—. Aunque lo primero que hizo fue regalarme por no revisar el aceite.

Satoru sonrió.


Pocos minutos después, la mesa se llenó de tazones de ramen, gyozas y camarones tempura. El aroma hizo gruñir el estómago de Satoru, que no dudó en robar un camarón del plato de Shoko.

Ella le devolvió el golpe con el codo.

—Tú y tu maldita costumbre de probar del plato ajeno.

—Quería probarlo por ti, Ieriri —respondió él, con una sonrisa amplia—. Podría haberte dolido el estómago, si no pasaba el control de calidad.

Nanami sospechó y negoció con la cabeza. El resto siguió comiendo en paz.

Al terminar, salieron juntos al patio, dónde una mesa de madera ofrecía algo de sombra. Shoko y Utahime se sentaron una al lado de la otra, mientras Geto se acomodó sobre la mesa, cruzando una pierna sobre la otra. Y de su funda sacó una guitarra acústica negra con una calcomanía de dragón blanco cerca de la roseta.

Satoru, Nanami y Haibara hablaban de Your name , riendo al recordar cómo Satoru había derramado todas las palomitas la primera vez que la vieron. Pero su atención se quebró en cuanto escuchó los acordes suaves que brotaban del instrumento.

Suguru afinaba con calma, girando las clavijas y probando cuerdas hasta lograr el tono que buscaba. Sus manos se movían con naturalidad, seguras, y Satoru se dio cuenta de un detalle curioso.

Era zurdo.

El chico probó un círculo de acordes, y sin previo aviso, comenzó a cantar en un idioma que Satoru no reconoció del todo. ¿ Coreano ? Talvez.

Las palabras eran suaves, pero la melodía se sentía viva, llena de una calma que parecía querer contagiar a quien la escuchaba.

Lo hace bien , pensó Satoru. No toca para poseer la canción, sino para dejar que ella sea capaz de él .

Utahime lo miró con una sonrisa traviesa y le dio una patada suave en la espinilla.

—Lo hace bien, ¿no?

Satoru asintió, un poco distraído.

—Si… toca bastante bien.

Ella soltó una risita.

—Tal vez deberías hablar con él

—Hmm… quizá después.

Pero Utahime, por supuesto, no lo dejó pasar tan fácilmente. Apenas Suguru terminó de tocar ella dijo en voz alta:

—¡Oye, Geto! ¿Sabías que a Gojo te encanta Kings of Leon ? Es un nerd, sabe todo sobre ellos.

—¡¿Qué carajos, Utahime?! —exclamó Satoru.

Suguru lo miró con una sonrisa amable que dejaba ver un hoyuelo cerca de la comisura de sus labios.

—¿En serio? ¿Cuál es tu álbum favorito?

Muros , creo. Me gusta la trilogía, tiene algo especial.

Suguru admite.

Encuéntrame , es genial, ¿no? El bajo y la guitarra encajan perfecto.

—Sí —respondió Satoru, sonriendo—. Es de mis favoritos.

—Buena elección —dijo Suguru, recostándose sobre la guitarra con naturalidad.

Utahime cruzó los brazos con un aire triunfal.

De lejos, Nanami y Yuki seguían discutiendo sobre si la música moderna tenía alma o solo ritmo.

— ¿Y tú canción favorita del momento? —preguntó Haibara.

Suguru se quedó pensativo unos segundos.

—Supongo que la que toqué hace un momento.

—¿Sabes coreano? —preguntó a Satoru con curiosidad, inclinando un poco la cabeza.

El chico soltó una pequeña risa.

—No, en realidad. La descubrí por accidente, viendo una película coreana ambientada en 1930. Estaba ayudando a mis hermanas con una tarea de historia… aunque la película no era muy apropiada para ellas.

—¿Cómo se llama? —preguntó Utahime.

—La Doncella . La letra menciona algo sobre el color azul, símbolo del yin , de la eternidad, de lo que no muere. Es curioso cómo la música puede hacerte sentir eso a veces aunque no entiendas ni una palabra.

Shoko chasqueó la lengua.

—Eres un nerd. Por cierto, Geto… ¿cómo va lo de tu novia?

El teléfono de Satoru vibró justo entonces. Sacó el móvil del bolsillo y lo leyó rápido.

|Zenin Naoya: ¿Qué estás haciendo? (:

|Satoru: Estoy con mis amigos, hablando de proyectos. ¿Cómo te sientes?

|Zenin Naoya: Mejor, pero estaría aún mejor si vinieras a verme.

Satoru guardó el teléfono sin responder, y al fondo, las voces del grupo seguían entre risas y conversaciones cruzadas; Shoko le lanzó una envoltura al brazo.

—Amigo, deja el celular y convive.

—Sí, lo siento —dijo Satoru, sonriendo sin mucha fuerza.

Por un instante, volvió a mirar a Suguru, que guardaba la guitarra en silencio. El chico no lo miraba, pero algo en su presencia —esa calma, esa luz— lo hacía sentir como si escuchara la melodía de Amaterasu en alguna parte del pecho.

Una nota que lo llamaba, aunque aún no se atrevía a seguirla.

9:45 p.m.

La noche cayó sobre el campus como un telón lento.

Las luces de los faros parpadean con el viento, lanzando destellos suaves sobre el suelo de su habitación. Satoru caminaba de un lado a otro lentamente ordenando su habitación, con los auriculares colgando de su cuello, mientras el rumor de las hojas acompañaba sus pensamientos. El aire que entraba de su balcón, olía a asfalto, a otoño, a música recién apagada.

Aún podía escuchar la voz de Geto Suguru flotando en su memoria. No recordaba la letra de la canción, pero sí el tono, la calma, esa manera de hacer que cada nota pareciera tener propósito. La melodía se había quedado en lugar entre el pecho y la garganta, como si una parte de él quisiera tararearlo y otra prefiriera no hacerlo, por miedo a romper algo sagrado.

La música puede sacar a la luz lo que no podemos entender o lo que intentamos esconder

Quizás por eso el sueño seguía repitiéndose, tal vez su propia cueva estaba cerrada, esperando que alguien tocara la melodía correcta para hacerlo salir.

10:15 p.m.

Después de terminar de organizar los papeles que cubrían su escritorio como una repisa de notas sobre acústica . Encendió la lámpara del escritorio. La luz cálida, el polvo flotando en el aire como partículas suspendidas en un rayo dorado.

Dejó el móvil sobre la mesa. Naoya no había vuelto a escribir, y él no tenía fuerzas para hacerlo tampoco, entonces, se recostó sobre la cama, cruzando los brazos detrás de la cabeza.

El sonido del aire acondicionado marcaba un compás regular. Uno, dos, tres…pausa . Uno, dos… Casi como los latidos de su pecho.

Dejó que la mente divagara. Primero, la imagen de Shoko riendose. Después, las manos de Suguru sobre las cuerdas, el brillo de la guitarra, el eco de esa voz desconocida. Y, finalmente, el azul .

El color estaba en todas partes últimamente. En el reflejo del teléfono, en el cielo que oscurecía, en los sueños que no entendía.

Azul como el yin, como la eternidad que había mencionado Suguru. Azul como la nota que no terminó de apagarse.

Se dio vuelta sobre la cama. Afuera, el viento rozaba las persianas, y por un segundo creyó escuchar aquella canción nuevamente, como si alguien tocara desde el otro lado de la pared. El mismo compás, las mismas pausas.

“La canción se había anclado al corazón”

Cerró los ojos y dejó que la respiración se ajustara al ritmo.

Por primera vez en mucho tiempo, no pensó en Naoya, solo en la voz que había hecho llamar al mundo; que había hecho su corazón bombear con más fluidez la sangre que corre por sus venas.

Y en el pensamiento fugaz, imposible de atrapar, pero imposible de negar, de que… Tal vez esa voz, esa calma, era una forma en que la música le pedía que saliera de su cueva.

Esa noche, el sueño volvió. Pero esta vez no había puertas. Sólo luz.


El cuarto se quedó sumido en la penumbra y en el silencio.

Sólo la luz de la luna entraba por el balcón, derramándose sobre el suelo. La luz de la calle se había apagado sin razón.

En la mesita de noche, el teléfono vibró una vez, insistente, luego se quedó quieto.

El mensaje de Naoya apareció en la pantalla.

|Zenin Naoya: ¿Por qué no contestas?

Satoru no lo vio.

Dormía profundamente, con el brazo extendido fuera de las sábanas, la respiración iba y venía al compás del viento.

A través del vidrio, la luna se reflejaba sobre el marco metálico de su guitarra, creando un brillo azul pálido que titilaba al compás de su respiración.

Era casi imperceptible, pero estaba allí, como si respondiera a un ritmo que solo el universo conocía.

Y en algún otro lugar de Tokio, una pared distinta, en algún edificio, brillaba con la misma luz. Detrás de ella, Suguru, afinaba su guitarra, buscando una nota que no recordaba haber aprendido. Cuando la encontró, sonó apenas, sin saber por qué.

El aire del otoño se llevó ese acorde hacia la noche. Y en el sueño de Satoru, la puerta volvió a abrirse.


||13 de febrero de 2011. Kioto, Japón.

Los padres de Suguru se separaron diez días después de su octavo cumpleaños.

Desde entonces, sus hermanas y él se convirtieron en pelotas de ping-pong, rebotando entre dos mundos que nunca encontraron su punto medio.

Su madre se mudó a Osaka. Su padre quedó en Kioto.

Ella eligió —o más bien aceptó— la vida que sus abuelos habían planeado para ella desde antes de que Suguru naciera. Una existencia estable, segura y predecible. Una empresa, un escritorio, una vejez sin sorpresas. No podía culparla. Debía ser difícil no querer traicionar las expectativas de los suyos. Quizás era como cargar una piedra en la espalda, sabiendo que si las sueltas, alguien te señalará con culpa.

Por otro lado, su padre, eligió pelear. No porque quisiera arrastrarlos a su lado, sino porque no soportaría verlos vivir una historia escrita por otros.

“No voy a vivir una vida que no planeé solo por complacer a tus padres” , le gritó aquella última noche. “Y no voy a dejar que los niños vivan lo mismo”.

Tenía razón, por supuesto. A nadie le gustaría vivir obligado a cumplir las expectativas de alguien más. Pero la razón no sirve de mucho cuando el amor se fractura.

Su madre se fue y su padre comenzó a beber.

No por debilidad, sino por frustración. Su whisky era un refugio tibio donde podía fingir que el mundo no lo había derrotado, donde podía fingir que no tenía roto el corazón.

Desde entonces, Suguru odiaba el alcohol. Su olor le revolvía el estómago y su sabor le sabía a derrota y fracaso.


Septiembre, 2018.

Un gorrión volaba paralelo al tren en el que Suguru viajaba de regreso a Kioto.

Sus alas se movían con un ritmo constante, como si compitiera con el sonido de las ruedas sobre los rieles. El paisaje, salpicado de verdes y amarillos, pasaba como una melodía suave detrás del cristal.

Habían pasado dos semanas desde que planeó este viaje exprés para ver a su padre y a sus hermanas, Mimiko y Nanako . Y, por supuesto, a Manami , su novia.

La había conocido en el último año de preparatoria. Al principio solo hablaban por casualidad; luego, sin darse cuenta, empezaron a hacerlo todos los días.

A veces una conversación diaria no significaba nada. A veces lo es todo.

Cuando se mudó a Tokio para estudiar música, la distancia no rompió el lazo, lo tensó, pero lo mantuvo vivo.

Hablar con ella era como escuchar una canción conocida, algo que podía calmar el ruido de fondo de su mente. Aún así, la distancia, como una nota sostenida, empezaba a temblar.


Tres horas después, el tren se detuvo con un suspiro metálico.

Suguru bajó con el equipaje en una mano y el cabello atado flojamente en un moño, moviéndose al ritmo pausado de quién ya conoce el camino.

En la salida, un auto gris Oxford lo esperaba.

Su padre levantó la mano desde el asiento del conductor y en la parte de atrás, sus hermanas ya desbordaban alegría.

—¡Suguru! —gritó Nanako, saliendo del coche antes de que esté se detuviera del todo. Mimiko la siguió, ambas corriendo hacia él como dos acordes que se encuentran después de mucho silencio.

Lo abrazaron con fuerza, riendo entre quejas y sollozos.

—Te extrañamos muchísimo —murmuró Mimiko, con la barbilla apoyada en su pecho.

—Lo siento —dijo él, sonriendo mientras les acariciaba el cabello—. Prometo que no volverá a pasar.

Papá los observa desde el asiento, sonriendo por primera vez en semanas.

—Suban, comienzo a tener hambre —bromeó.

El auto se perdió entre las calles angostas de Kioto, con las luces de los templos encendiéndose poco a poco. Durante el trayecto, su padre lo miró de reojo.

—¿Cómo va todo?

—Un poco estresado. —Suguru soltó su cabello, dejándolo caer sobre los hombros.— La universidad planea un proyecto con otra escuela y los ensayos me están matando.

—Pero te gusta.

—Sí —respondió sin dudar—. Me encanta.

El auto giró hacia una calle cubierta por árboles. En el parabrisas, el cielo parecía un pentagrama, y ​​las hojas, notas que caían sin orden pero con armonía.


Cada vez que visitaba a Kioto, Suguru preparaba a Zaru Soba para todos. Era casi un ritual.

El vapor que subía de los fideos fríos, el sonido del agua corriendo en el fregadero, el golpe del cuchillo contra la tabla… todo era música doméstica, sencilla y cotidiana.

Le encantaba verlos comer juntos. Esa escena lo hacía sentir parte de algo, aunque supiera que, en Tokio, lo esperaba un apartamento silencioso y unos tíos demasiado ocupados para notarlo.

Vivir lejos de casa nunca fue el problema. Era no pertenecer a lo que realmente le pesaba.


Cuando decidió dedicarse a la música, su padre fue el primero en apoyarlo.

Su madre, en cambio, no lo entendió. “La música no te va a dar de comer, Suguru” , dijo.

Él no respondió. Sólo pensó que prefería morirse de hambre antes que morirse de rutina.

La discusión terminó en silencio. Su madre no volvió a tocar el tema, pero su desaprobación quedó flotando como un eco que no se apaga.

Sus tíos, por su parte, se mostraron amables hasta que supieron la verdad. Entonces llegaron las críticas, las comparaciones y las frases cargadas de veneno. “¿Cuánto durará esa etapa?” “¿Cuándo conseguirás un trabajo real?”

Cada palabra era una espina. Cada conversación, una herida.

Pero él ya había decidido que su vida no iba a sonar como la de ellos. Aunque temblara y aunque doliera.

Porque, al final del día, lo único que necesitaba para seguir era que su padre creyera en él, dos hermanas que lo esperaran con sonrisas, y una canción que aún no había terminado de escribir.

No soy una molestia , pensó, mirando a sus hermanas reírse por algo sin importancia. Sólo soy una nota que aún está buscando su acorde.

7:45 p.m.

El aroma a salsa de soja y hojuelas de bonito aún flotaba en el aire.

Nanako y Mimiko reconocían los platos de la mesa con una eficiencia casi coreográfica: una lavaba, la otra secaba, y el sonido del agua y los platos chocando entre sí parecía parte de una canción doméstica.

Después, los cuatro se reunieron en la sala marrón frente al televisor.

La película apenas había comenzado cuando las pequeñas se quedaron dormidas, recostadas una sobre la otra. Suguru las observará un momento, con esa ternura silenciosa que sólo los hermanos mayores entienden, y luego las despertó suavemente.

—Vamos, chicas, ya es hora de dormir.

Ellas asintieron con los ojos entrecerrados, subiendo las escaleras arrastrando los pies.


La noche era tranquila.

El único sonido provenía del teléfono vibrando sobre la mesa.

Un día antes, Suguru había intercambiado números con Satoru. Habían descubierto que compartían gustos musicales parecidos y, desde entonces, la conversación no se detuvo. Recomendaciones, álbumes, anécdotas sobre bandas y debates sobre letras. Dos mentes sonoras encontrando armonía en la distancia.

|Gojo Satoru: Te voy a mandar una canción de Muse.

|Suguru: ¿Bromeas? Es de mis bandas favoritas.

|Gojo Satoru: Qué buen gusto. 👍

|Suguru: Puedo decir lo mismo.

|Gojo Satoru: Lo sé, soy grandioso.

|Suguru: Pero no tan modesto. Jajajaja.

La pantalla iluminó sus ojos oscuros; una sonrisa leve se marca en su rostro.

Qué tipo más... peculiar , pensó, antes de dejar el teléfono a un lado.

29 de septiembre, 11:30 am

El viento soplaba con fuerza inusual para ser otoño.

Suguru esperaba recargado contra una pared, con la camisa negra desabrochada en los bordes y el cabello suelto cayendo sobre su cuello.

Entonces Manami apareció cruzando el portón marrón claro. Vestía un vestido color crema con un moño azul en el cuello, el viento jugaba con los pliegues de la tela.

Suguru sonrió.

Dos semanas sin verla y el tiempo parecía haber sido detenido solo para permitirle ese momento.

—Te ves muy linda —dijo, rodeándola con un brazo y depositando un beso leve en su sien.

—Gracias —respondió ella, con un rubor suave en las mejillas—. Tú también te ves muy apuesto. ¿Has hecho más ejercicio?

Él rio.

—Un poco, tal vez.

Se acercaron con naturalidad, con esa familiaridad que solo dan los años compartidos.

Los labios se buscaron, primero con timidez, luego con el ritmo pausado de quienes se conocen demasiado bien.

El beso fue breve, hambriento, tibio.

Cuando él la atrajo un poco más contra su cuerpo, ella susurró contra sus labios:

—Oye… aquí no.

Suguru soltó una pequeña risa, bajando la mirada.

—Sí, tienes razón. Lo siento.

—Tranquilo —dijo ella, sonriendo también—. Es solo que estamos en público.

La tensión se disolvió en una risa compartida, como una nota suspendida que se desvanece lentamente.

7 de Septiembre.

La habitación estaba sumergida en penumbra.

La luz filtrada desde la ventana caía sobre los cuerpos entrelazados, dibujando líneas suaves sobre la piel. Las sábanas rozando sus pieles y los jadeos cargados de deseo, rompían el silencio de la habitación.

Más que urgencia, había una extraña búsqueda. La necesidad de entender hasta dónde podía llegar la confianza.

Suguru, con la voz temblorosa, susurró:

—¿Puedo…?

Ella ascendió con un leve gesto, y por un instante, el mundo pareció detenerse. Los dedos de Suguru rodearon su cuello con suavidad, ejerciendo una leve presión, no para lastimar, solo para alimentar el calor que crecía en sus cuerpos conforme pasaba el tiempo.

Pero el silencio posterior pesó más que el momento mismo. Manami rozó su antebrazo y él se detuvo al instante, con el aire escapando entre ambos.

—Lo siento, no debí… —dijo él, con la voz apagada.

—No, cariño —respondió ella, acariciándole el rostro— Todo está bien. Solo…creo que no es lo mío, ¿sí?

Él era incapaz de mirarla a los ojos. El resto de la noche fue silencio, una pausa prolongada. Aún después, durante días, Suguru cargó con la culpa como una melodía desafinada que no lograba olvidar. Manami insistió una y otra vez: “No te preocupes, no hiciste nada malo”.

Y aunque la amaba y sabía que estaba siendo honesta, algo en su interior se había desacomodado.


30 de septiembre, 7:25 p.m.

El resto del fin de semana se volvió una canción alegre: Habitación de Suguru, Nintendo encendida, dulces desparramados por el suelo, risas que retumbaban en el pasillo. Mimiko perdía todas las partidas, pero su risa hacía que valiera la pena.

Sin embargo, la despedida llegó demasiado pronto.

La madre de Suguru viajó desde Osaka para recoger a ambas chicas y volver a la rutina aburrida de siempre.

Suguru abrazó a sus hermanas con fuerza, intentando grabar sus voces en su memoria.

Su madre, en cambio, seguía siendo una nota discordante.

—Suguru, cariño, ya casi no recordaba tu rostro —dijo, con un sarcasmo que intentaba sonar afecto.

—He estado ocupado.

—Existen los teléfonos, ¿sabes?

—Te llamaré cuando tenga tiempo.

Sus hermanas pusieron los ojos en blanco ante la actitud de su madre.

—Ya queremos irnos —dijo Mimiko.

—Nos vemos luego, hermano —añadió Nanako, regalándole una cálida sonrisa.

Su madre se dio la vuelta sin despedirse. Él no se sorprendió.

Todo estaba bien. O al menos, eso quiero creer.

De regreso al tren rumbo a Tokio, el paisaje parecía el mismo que días atrás, pero algo dentro de Suguru se sentía distinto.

Sacó sus auriculares, buscando perderse en la música como lo hacía siempre, pero el nombre de Gojo cruzó su mente.

“Mierda, olvidé responderle”

|Suguru: Hola, perdón por no contestar antes, salí de Tokio y estuve ocupado. ¿Cómo te va?

Dejó el teléfono sobre su muslo y cerró los ojos, dejando que el traqueteo del tren lo meciera.

Quince minutos después, la pantalla volvió a iluminarse.

|Gojo Satoru: No te preocupes (: estoy bien, salí a caminar un rato. ¿Y tú?

|Suguru: Agotado, pero bien. Voy de regreso a Tokio.

|Gojo Satoru: Ya veo… escucha Just Like Heaven de The Cure. Es perfecto para los viajes en tren.

Suguru frunció el ceño con una sonrisa. Buscó la canción en su lista, la reprodujo y se recargó contra el cristal.

El ritmo empezó a ser suave, las guitarras flotando en espiral. Sus pies siguieron la batería de forma inconsciente, la mano izquierda marcando el compás sobre su muslo. La voz de Robert Smith llenó el vagón como una brisa.

El gorrión del viaje de ida volaba ahora en dirección contraria. Y entre la música y el reflejo de su propio rostro en el vidrio, Suguru pensó que quizás, en algún punto del mismo cielo, otra persona también escuchaba la misma canción.

1 de octubre, 7:50 a.m.

El tren se detuvo con un silbido agudo, como el último acorde de una canción que no quería terminar. Tokio había amanecido.

Un tapiz de ruidos metálicos y humanos, todos luchando por ser escuchados. No había gritos o voces muy altas, solo una baja marea de conversaciones ahogadas, parecía que todos susurraban o hablaban muy cerca del oído de Suguru. Creando una ligera neblina de charlas que no entendía, una capa de sonido humano sin palabras claras.

La voz femenina, clara y monótona, anunciaba su destino. Shibuya.

Suguru se levantaba todos los días para llegar a tiempo a la escuela. Tomaba el tren en la estación Ebisu con dirección a Shibuya .

Y esta vez por alguna extraña razón se le hizo tarde. Por primera vez en tres años, vivió el insoportable infierno que se desataba en las horas más transitadas de la línea Yamanote .

Aunque podía disfrutar la música en sus auriculares y sincronizar el golpeteo rítmico y metálico de las ruedas sobre las uniones de las vías, creando una percusión constante que aceleraba y disminuía con la velocidad.

Ese día sintió que nada estaba a su favor.


Afuera, el viento olía a pan recién hecho y a hojas húmedas. El otoño había comenzado a instalarse como todos los años.

El cielo estaba pintado de un azul que apenas despertaba, cruzado por las primeras luces que se asomaban entre los edificios.

Suguru caminó por el andén con los auriculares puestos con la esperanza de rescatar lo mejor de su trayecto a la escuela. Todavía escuchaba Just Like Heaven después de haber pasado varios minutos escuchándola mientras se preparaba la cena, tomaba un baño o se preparaba para ir a dormir.

La melodía se sentía diferente ahora que había registrado su existencia. No sonaba como una simple recomendación, sino como una conversación muda entre él y alguien más, una forma de decir “ aquí estoy ” sin usar palabras.

El campus de Unmei no Oto despertaba con su propio pulso.

Las hojas secas crujían bajo los zapatos de los estudiantes, las risas, saludos y el sonido distante de una guitarra eléctrica proveniente del edificio llamado Ritmo creaban una sinfonía accidental, un caos perfectamente orquestado.

Los pasillos Unmei no Kakehashi se colgaban entre los edificios como arterias vivas. Y cuando el sol se filtraba por ellos, parecía que las mismas sombras vibraban como cuerdas de un instrumento.

Suguru avanzó con un paso tranquilo, el estuche negro de su guitarra colgando a la espalda, tratando de convencerlo de que estaba haciendo lo correcto con su vida a pesar de que el resto del mundo apuntara en su contra.

En la distancia, un grupo de estudiantes practicaba escalas de piano abiertas al viento, y más allá, alguien ensayaba una melodía de saxofón. Todo parecía armonizar. Todo menos él.

Desde que había regresado de Kioto, algo en su pecho se sentía distinto. Quizás era cansancio por las prácticas de los ensayos. Quizás el eco de una culpa que aún no terminaba de apagar.

En el extremo del edificio llamado Armonía la puerta de cristal se abrió con un golpe leve.

Satoru estaba riéndose de algo que había dicho Shoko, con la mochila colgando floja de un hombro.

El sol atravesó las ventanas, iluminando su cabello blanco y sus gafas oscuras.

“Hoy lleva gafas”

Suguru lo vio a la distancia durante un par de segundos. No se saludaron, no cruzaron palabra, pero algo en el aire cambió de ritmo.

El mundo siguió como si nada, pero dentro de Suguru, una cuerda invisible acababa de tensarse sin siquiera darse cuenta.

5:00 p.m.

Esa tarde, en su habitación, mientras afinaba la guitarra, Suguru notó algo curioso.

Al tocar el primer acorde, el sonido le recordó al compás de los pasos de Satoru sobre el suelo del pasillo. Intentó descartarlo, pero…

“Falló”

Tocó de nuevo pero el eco se sintió igual.

Sonrió, apenas, con incredulidad. Quizás se lo estaba imaginando.

“Quizá no”

Ridículo, murmuró, pero no dejó de tocar.

La música llenó el cuarto, colándose por la ventana, perdiéndose entre el ruido de las calles, donde el flujo de gente era constante pero más tranquilo a comparación de la mañana.

Y en algún lugar de Shinjuku , Satoru levantó la cabeza sin saber por qué, como si el aire hubiera susurrado su nombre.

3 de octubre, 6:45 p.m.

Dentro del auditorio, las voces y los instrumentos se entrelazaban en una marea de sonido.

Satoru, desde la penumbra de la noche, observaba a través de la puerta el ensayo final de Nanami, Suguru y Yuki.

La melodía se alargaba como el último hilo de un kintsugi , reparando lo que se había quebrado con una línea dorada de sonido.

Él ya había terminado sus prácticas de piano y, por primera vez en todo el día, se le permitió simplemente mirar. Había pasado tanto tiempo en el mismo banco y la misma pieza que ya no sabía distinguir la música del cansancio.

Cuando el último acorde se disipó, el silencio lo envolvió, pesado pero amable, como si el aire le diera permiso de respirar.

6:55 p.m.

Satoru aún tenía que recuperar su plumilla. Entonces, decidió esperar apoyado contra la pared, revisando distraídamente su teléfono.

Los mensajes sin responder, los hilos de conversación con Naoya, las disculpas que nunca bastaban y los comentarios posesivos disfrazados de afecto. Convertían su cabeza en una galería llena de ruido; cuadros colgados de forma torpe, colores que chocaban entre sí.

Suguru apareció poco después, con el cabello suelto, la mochila cruzada y el gesto sereno.

—Pensé que te habías ido —dijo acercándose.

—Te estaba esperando. No me devolviste la púa.

—Ah, es cierto. —Rebuscó entre el caos de su mochila, sonriendo de lado.

Mientras caminaban hacia uno de los edificios, hasta que al doblar la esquina, Satoru chocó con Naoya.

Él estaba allí, esperándolo como un tiempo perdido al que no le gustaba esperarse.

—Ah, aquí estás. Te he estado esperando —dijo Naoya con esa voz que siempre venía cargada de reproche. — ¿Terminaste?

—Si. Estaba esperando a Geto.

Naoya miró a Suguru de arriba abajo, un gesto casi automático de desdén; Suguru lo ignoró con naturalidad, concentrado en la búsqueda de la púa.

Desde que Satoru y Suguru empezaron a hablar entre clases, Naoya se volvió más tenso cada vez que aparecía el nombre de Geto. No era sorpresa después de todo. Pero ahora la frialdad calaba de otra forma, como una desafinación que se prolonga.

Para Satoru, fue otra punzada. Había intentado reconciliar su mundo con el de Naoya, pero cada intento era como afinar una cuerda que inevitablemente se rompía.

—Deja de comportarte así —susurró Satoru.

—¿De qué hablas?

—No finjas que no entiendes de lo que te estoy hablando.

Al oír su “pequeña” discusión, Suguru se apartó discretamente maldiciendo internamente el momento de presenciar una discusión.

—¿Sabes? Creo que olvidé algo en el auditorio —dijo, inventando una salida.

—¿Quieres que te espere? —preguntó Satoru.

—No. No te preocupes.

Antes de irse, Suguru le sonrió. Era una sonrisa breve, pero bastó para templar el aire unos segundos.

Luego, se fue.

Naoya aprovechó ese espacio para rodear a Satoru por los hombros, pero él se retiró de inmediato.

—¡Suéltame! —dijo con voz enfadada.

—¿Qué es lo que te molesta tanto?

Satoru soltó una risa incrédula.

—¡Deja de hacer eso! Te lo advertí…

Naoya colocó un dedo sobre sus labios.

—Estás hablando demasiado alto.

El gesto fue la gota que derramó el vaso.

Satoru retrocedió, dio media vuelta y lo dejó hablando solo.

El aire de octubre olía a metal y hojas húmedas. El campus entero vibraba con ensayos ajenos; sin embargo, para él, todo sonaba apagado, como si hubiera entrado en una cámara de ecos.


Llegando a casa, tiró la mochila sobre la silla y se dejó caer en la cama.

El techo lleno de estrellas fluorescentes le devolvió una mirada fría y muda. El ruido dentro de su cabeza seguía ahí… un tambor sin compás, una marea que no sabía retirarse.

Sacó el teléfono instintivamente y tecleó un mensaje sin pensarlo demasiado:

|Satoru: Me disculpo por la actitud de Zenin. No sé qué demonios le pasa.

Dejó el móvil a un costado y respiró. Quería silencio, pero no ese silencio... el otro silencio, el que tiene forma y luz.

La pantalla se iluminó.

|Geto Suguru: No te preocupes, no es tu culpa (:

|Geto Suguru: ¿Todo bien?

Las palabras llegaron como gotas intentando llenar una presa que llevaba meses secándose, y por primera vez en días, el ruido interior se calmó apenas.

|Satoru: Sí, solo que su actitud me molesta.

|Geto Suguru: Tal vez no le agrado.

|Geto Suguru: Pero puedo vivir tranquilo con eso.

Satoru sonrió, sintiéndose un poco cansado.

|Satoru: Jajajajaja.

|Geto Suguru: ¿Por qué te ríes?

|Satoru: Se nota que eres de esos tipos.

|Geto Suguru: Esos “tipos”. Aquí es donde me hago el indignado y me niego a devolverte tu plumilla.

|Satoru: Si no lo haces, estás muerto. Es mi plumilla favorita.

|Geto Suguru: Inténtalo.

Siguieron escribiendo hasta que el cansancio se volvió tibio.

Las conversaciones se volvieron un puente sin nombre entre ambos. Pasaron la noche entre risas y silencios, y cuando Satoru por fin se durmió, creyó escuchar —muy lejos, en un rincón de su mente— el roce de un shamisen afinando. Cómo si el mundo se estuviera preparando para empezar otra canción.

“Pero…”

La noche siguiente, Satoru no volvió a soñar con el pasillo, ni con las puertas que latían como compases, ni con la mano que lo guiaba hacia la luz. El sueño se interrumpió sin drama, sin sonido. Sólo un corte, limpio y preciso.

A la mañana siguiente despertó con una sensación extraña en el pecho, como si algo en algún lugar, hubiera dejado de llamarlo. Pero no sentí alivio.

Sólo el eco de un nombre que no recordaba.

Notes:

Mentí, si habrá notas jajajaja
Antes de continuar con los próximos capítulos, me gustaría agradecerle a Fer (mi hermana), a MJ (mi amiga) y a Baldur (un buen maestro, músico y amigo) por ayudarme a mejorar esta historia e impulsarme a añadirle más detalles a la trama.
Todos los créditos sobre composiciones futuras dentro de la obra son para Baldur :D (sí, habrá canciones creadas desde cero)
Otra cosa... He notado que la plataforma le cambia algunas palabras a la historia al momento de pegar el texto 😭 así que si hay cosas que no entienden por el cambio de palabras, me gustaría que lo preguntaran. (Esto me ha pasado desde la primera vez que publiqué la historia, pero no he encontrado la manera de arreglarlo)

Chapter 3: Par de cosas

Notes:

Hola! Pido disculpas por desaparecer, se me ha complicado un poco el trabajo y no había tenido tiempo de escribir pero aquí está el siguiente capítulo.
Reescribir todo lo que llevaba se ha vuelto complicado pero estoy haciendo mi mayor esfuerzo!
Si hay algún error, lo corregiré enseguida, disfruten!
Por cierto, voy a dejar una playlist que ya había hecho la primera vez:
https://open.spotify.com/playlist/51vruNE4sEgybylb5CrY1O?si=EG59qiUrSUupCgYIGpUApw&pt=0d3055b7df04dbc026f82fbd3f75aa45

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

16 de octubre, 1:58 pm

El viento jugaba con las hojas caídas como si afinara el aire, las sombras de las hojas bailaban sobre el suelo al compás de una melodía de un violonchelo que sonaba a lo lejos en algún sitio del campus.

En una de las mesas vacías del campus, Suguru estaba sentado, pasando los dedos por las cuerdas de su guitarra, dejando que cada nota muerta cayera como una gota sobre el silencio.

Frente a él, Satoru hablaba sobre un viejo álbum de Masayoshi Takanaka que su padre escuchaba cuando él era niño.

El resto del grupo —Nanami, Haibara, Utahime y Shoko— debatía sobre la fiesta de Halloween que algunos compañeros habían organizado.

El sol del mediodía hacía que el campus oliera a madera tibia, pasto recién cortado ya pan dulce que horneaban en la cafetería.

— ¿Van a ir a la fiesta? —preguntó Utahime, deslizando el pulgar por su teléfono, su voz flotaba perezosa entre la brisa de otoño.

Todos confirmaron, menos Satoru y Suguru.

—¿No irán? —cuestionó Shoko, alzando una ceja.

Suguru negó con la cabeza mientras Satoru, como un niño, lanzaba un dulce al aire e intentaba atraparlo con la boca.

—Hice planes con Manami —dijo Suguru sin dejar de sonreír.

—¿Te irás a Kioto?

—No, ella viene de visita.

Satoru le dio un leve codazo, como si compartieran un chiste secreto.

—Abre la boca.

Suguru lo miró con confusión pero obedeció, y el dulce de fresa entró perfectamente. El grupo se estalló en risas, salvo Utahime, que frunció el ceño.

—Y tú por qué no irás, Gojo? —preguntó Nanami.

—No tengo muchas ganas —respondió él, mirando los restos de azúcar que se había quedado entre los dedos.

—No creo ni una palabra —bromeó Shoko.

—Solo quiero estar en casa —dijo, con una sonrisa cansada.

Después volvió a tocar el brazo de Suguru para repetir su “gran hazaña”, pero Utahime intervino antes de que el dulce volara.

-¡Alto! ¿Desde cuándo se llevan tan bien ustedes dos?

Las miradas del grupo se concentraron en ellos.

—Desde ayer —respondió Satoru con tono burlón.

Suguru dejó la guitarra a un lado e intentó arrebatarle la bolsa de dulces medio vacía. Satoru esquivó sus manos, riendo, pero Suguru lo sujetó de las muñecas. La escena parecía una coreografía torpe, casi infantil, y por un momento todo fue ligero. Risas, movimiento, piel, los rayos de sol cayendo en algunas partes del suelo.

Hasta que una sombra cayó sobre ellos, cortando la tranquilidad que ahora parecía tan frágil, como un hilo cortado por unas tijeras. Una mano se posó sobre el hombro de Satoru y su sonrisa se apagó.

“Mierda”

El silencio duró cinco segundos, pero pareció una eternidad.

Las manos de Suguru todavía rodeaban las muñecas de Satoru. El leve carraspeo de Shoko rompió la tensión y Suguru se apartó despacio, su mirada bajó, y el aire cambió de temperatura. Algo demasiado incómodo .

—¿Podemos hablar un momento? —preguntó Naoya, con voz serena, tan controlado que cortaba como una fina navaja.

Satoru sintió un escalofrío recorriéndole la espalda. Era el mismo frío que siente al sumergir las manos en agua demasiado helada. O como haber metido en problemas y esperar la respuesta típica de su padre que sabe que lo lastimará.

—Está bien.

—Lo siento, chicos —dijo Naoya, en un tono falsamente amable—. Se los robaré unos minutos.

Utahime y Shoko se miraron, confundidas por aquella arrepentida cortesía. Satoru se puso de pie sacudiendo el azúcar que había caído sobre sus pantalones.

Si iba a discutir, al menos tenía que asegurarse de que nadie lo viera sangrar.

Detrás de la cafetería el aire olía a café viejo, camarones fritos y carne de cerdo, mezclada con el aroma de los árboles, tierra y el aromatizante de sus prendas. Las cigarras habían callado. El lugar tenía la paz tensa de un ikebana ; bonito, pero a punto de romperse en un mal movimiento.

—¿Qué sucede? —preguntó Satoru, con las manos en los bolsillos traseros.

Naoya susspiró y sacó algo de su mochila: un envoltorio blanco y dentro había m ochis .

—Quería disculparme —dijo, ofreciendo el paquete—. Sé que esto no arregla nada, pero los vi y pensé en ti.

"¿Un soborno?"

Satoru frunció el ceño.

Las disculpas de Naoya solían venir envueltas en palabras vacías, pero aquella vez había un intento de gesto, un color distinto en el trazo. Una nota diferente en medio de un montón de círculos de acordes.

—No quiero perderte —añadió Naoya, acercándose.

Su mano se posó en la mejilla de Satoru con la delicadeza de quien no quiere tocar, sólo dejar huella.

—Naoya… —susurró Satoru, dudando entre quedarse o retroceder.

—No estoy intentando comprar tu perdón. Solo… quiero mostrarte que me importas.

El tono de su voz parecía sincero, pero había algo en sus ojos que no terminaba de encajar, como una pintura sin perspectiva. Y aún así, por un instante, Satoru lo creyó. Quizás porque necesitaba creer en algo.

—Está bien —dijo finalmente, tras una larga pausa—. Pero mi postura sigue siendo la misma. Una vez más… y se acabó.

Naoya acepta.

Por primera vez en mucho tiempo, sonriendo sin arrogancia, sin máscara. Solo un instante real.

Satoru bajó la mirada al envoltorio de m ochi entre sus manos. El papel blanco reflejaba un rayo de sol que se colaba entre las ramas. Parecía una promesa pequeña, frágil, escrita con tinta que la lluvia podría borrar en cualquier momento.

Y mientras Naoya hablaba, Satoru sintió que algo dentro de él, algo muy leve, casi imperceptible, seguía vibrando, como una cuerda que no había terminado de callar y vibrar.

Quizás no era el final. O quizás sí, pero aún no sabía en qué tono debía tocarlo.


Satoru regresó al patio unos minutos después. El aire del mediodía le parecía más pesado de lo habitual; cada paso era una nota que caía fuera del compás. El envoltorio blanco con mochi seguía en su mano, arrugado, como si le costara decidir si guardarlo o tirarlo.

El grupo seguía riendo, ajeno a todo. Utahime estaba tomándole fotos a Shoko, que posaba con expresión de fastidio mientras sostenía las gafas de Satoru en una mano. Nanami y Haibara discutieron sobre cuál sería la mejor canción para cerrar la fiesta de Halloween. La guitarra de Suguru descansaba sobre sus piernas con las cuerdas reflejando fragmentos de luz dorada.

Habían pasado casi dos semanas desde que Satoru dejó de hablar con Naoya —como si su relación hubiera quedado flotando en el limbo—. Quizás no había estado del todo relajado, pero volver a hablar con él se sintió… extraño, pero nada reconfortante.

Satoru volvió a sentarse en silencio, pensando que nada había ocurrido.

—¿Ya terminaron de planear sus tonterías? —preguntó con una sonrisa ligera

—Casi —respondió Utahime sin levantar la vista del teléfono—. Y no te vas a bibliotecar de venir.

—Sí, sí… —murmuró él.

El ruido del campus continuaba alrededor. Risas, pasos, el canto distante de un pájaro en los tejados.

Suguru sin decir nada, observó a Satoru desde el rabillo del ojo. No preguntó pero notó los pequeños gestos de Satoru, cómo movía los dedos golpeando el envoltorio como si marcara un ritmo que nadie más oía. Cómo los hombros tensos no encajaban con su sonrisa.

El viento sopló, levantando algunas hojas sobre la mesa. Una de ellas cayó justo entre ambos, seca, con las venas aún visibles, parecida a una huella de tinta sobre un papel traslúcido.

Satoru la miró un instante antes de apartarla con la yema de los dedos.

—¿Qué? —preguntó, notando la mirada de Suguru.

—Nada —dijo él, girando la cabeza con media sonrisa—. Pensé que te gustaba más comer dulces que estar callado.

Satoru soltó una risa breve.

—Hoy no sé cuál prefiero.

Esa respuesta quedó suspendida en el aire, como una nota que no se apaga del todo, incluso después de que deja de tocar el instrumento.

El sol, alto sobre los edificios de la universidad, proyectó sus sombras largas y precisas. Y aunque la tarde siguió su curso con risas, ensayos y charlas, el equilibrio había cambiado… el ritmo entre ellos dos se había desplazado apenas un milímetro, lo suficiente para que todo sonara distinto.

26 de octubre, 4:45 pm

El reloj de Satoru marcaba la hora de salida después del último ensayo.

La luz del sol era un rayo de otoño tardío. Bañaba algunos rincones del campus. Aunque no era la brillante claridad del mediodía, sí era un resplandor color ámbar y ocre, filtrándose a través de las altas ventanas. El aire ya picaba con una frescura nítida, típica de la temporada, y las hojas de los ginkgos cercanos lucían su distintivo amarillo dorado.

El ambiente era una frenética sinfonía de movimiento. El campus, generalmente impregnado de armonías tranquilas, era ahora una marea de estudiantes con el tiempo justo. Se podia sentir el evento inminente en el aire.

El ambiente acústico era una mezcla disonante pero emocionante. Desde el auditorio, se filtraba la melodía de un violín o el arpegio rápido de una funda que no cerraba. Al pasar por otro pasillo, se escuchaba un atisbo de un estudiante tocando algo de jazz o el fragmento de un tambor marcando el pulso de otro compás, todos apurados, ensayando por última vez.

En el patio se podía observar a otro grupo de estudiantes que llevaban consigo voluminosos estuches de violonchelo o contrabajo, trípodes de partituras, shamisen o flautas de madera envueltas con cuidado. Algunos otros jóvenes y profesores arrastraban cajas llenas de cables o carritos con amplificadores.

En la entrada principal, con el reflejo de la luz dorada que se asomaba por todos lados. Se podrían ver carteles pulcros anunciando el tan esperado evento del 31 de octubre .


Satoru esperaba junto a una fuente cerca de la entrada, con las manos entrecerradas en los bolsillos de su abrigo negro. A unos metros, Naoya hablaba por teléfono con la voz baja y seca, como si discutiera con su propio reflejo. Y por el rabillo de sus ojos, apareció Suguru con el cabello recogido a la altura del cuello, la funda de su guitarra colgando en diagonal y con una sudadera gigante que usaba regularmente.

Su presencia era tan silenciosa como una canción que uno reconoce desde lejos sin saber por qué. Satoru lo saludó con un gesto leve, casi distraído.

—Hey —murmuró Suguru con una sonrisa que dejaba mostrar sus dos hoyuelos característicos. Quizás era lo primero que alguien notaba de él cuando lo veían sonreír .

—¿Listo para el miércoles? —preguntó Satoru.

—Supongo —contestó Suguru encogiéndose de hombros—. Aunque no sé si tengan listo el auditorio para cuando lleguemos allá.

Satoru rió con la tensión igual a la de una cuerda que se niega a romperse. Naoya colgó y se acercó, apoyando una mano en el hombro del chico.

—¿Nos vamos ya? —preguntó con una voz amable, demasiado amable para ser suya.

Suguru observó el gesto de Naoya. Su pulgar apretando un poco más de lo necesario. El aire se volvió espeso, y aunque nadie lo dijo, Suguru y Naoya lo sintieron, ese tipo de silencio que existe justo antes de que se rompa algo importante.


Naoya había cumplido su promesa hasta ahora. Quizás se dio cuenta de que estaba siendo demasiado arrogante y demasiado posesivo con Satoru. Después de todo las cosas siempre tienen oportunidad de mejorar.

“Sí... pero…”

31 de octubre, 4:44 pm

Las furgonetas se detuvieron en la entrada principal de Unmei no Oto . Los paneles de vidrio reflejaban un cielo despejado que se apagaba lentamente.

Ambos vehículos con el motor encendido en la zona de estacionamiento reservada de la escuela, esperaban a los estudiantes para llevarlos a la Universidad de Artes Escénicas . Ahí se celebraría el evento por el que habían dedicado incontables horas de preparación.

El ambiente tenía algo sagrado. El murmullo de los preparativos, el roce de los zapatos sobre el suelo, el sonido de puertas cerrándose.

Shoko, Utahime, Nanami y Yuki abordarán primero. Suguru, Haibara y Satoru caminaron juntos hacia el segundo vehículo.


Durante el trayecto, Satoru le devolvió un par de discos a Suguru, y sus dedos se rozaron brevemente al hacerlo. Un contacto tan simple que no debía significar nada… pero sonó como un acorde dentro de Satoru, y quedó suspendido durante varios segundos.

—Oí que hiciste aviones con tu novia, ¿a dónde irán? —preguntó con curiosidad.

—En realidad… no podrá venir —respondió Suguru mirando hacia sus manos—. Le surgió algo en el trabajo, tal vez nos veamos otro día.

—Ah, entiendo —Satoru apoyó la cabeza contra el cristal—. Las relaciones a distancia deben ser complicadas.

—Lo hijo. Pero te acostumbras —contestó Suguru en tono bajo, casi inaudible.


El vehículo avanzaba entre avenidas donde el otoño vestía las calles. El vidrio temblaba al ritmo del motor y las vibraciones hacían que las cuerdas de la guitarra de Suguru, resonaban apenas dentro de la funda, como un instrumento respirando.

Satoru, con el mentón apoyado en la mano, hablaba de música. El tema derivó en recomendaciones, y fue entonces cuando Suguru recordó que Satoru le había recomendado una canción que se había adherido a su mente los últimos días.

—Últimamente no puedo dejar de escuchar Love Me Like There's No Tomorrow

—Sabía que te gustaría —dijo Satoru, girando un poco la cabeza.

—Me gustaría tocarla en piano, algún día —suspiró—. Por lo pronto me conformé con escucharla una y otra vez.

5:00 p.m.

El auditorio vibraba con los aplausos del público. Las luces cruzaban el escenario como espadas luminosas. El aire en el escenario olía a cedro recién pulido, una fragancia limpia y balsámica que luchaba por dominar el aroma polvoriento y dulce de la madera vieja. Los trajes negros y camisas blancas de los músicos parecían pétalos flotando sobre un lago oscuro.

Satoru, escondido entre bastidores, buscaba a Naoya entre los asientos. Su corazón latía como si tocara el bombo de una batería con demasiada constancia.

“Nada”

No encontré ni siquiera una silueta familiar.

Suguru se acercó despacio.

—¿Lo ves? —susurró.

—No —exhaló—. Pero prometió venir.

—Tal vez se retrasó —dijo Suguru, sin convicción.


La voz del anfitrión resonó una vez más, enunciando la tercera llamada, con el eco muriendo entre las cortinas.

Suguru se deslizó en su asiento, enderezando el pliegue visible de su traje mientras se aclaraba la garganta. Satoru, le dio la espalda al escenario para regresar a bastidores. Se detuvo un instante, giró la cabeza y le dedicó una palmada brusca al hombro de Suguru.

—Suerte —dijo Satoru.

Suguru le regaló una sonrisa a medio camino, pero genuina, que hundió levemente su hoyuelo. El gesto bastó como agradecimiento.

La luz de la sala se atenuó y con un crujido sordo, casi dramático, el pesado telón se elevó.

7:15 p.m.

Habían pasado dos horas y quince minutos desde que comenzó el evento. El reloj no marcaba el retraso evidente de Naoya, más bien evidenciaba la distancia-luz que existía entre su promesa y la realidad. Era como si el preludio de una presentación se hubiera alargado hasta convertirse en el Réquiem más largo y abrumador de la historia. Cada minuto era como cada nota de bajo sostenida que Nanami podía tocar en su contrabajo, si Satoru se lo pidiera. Tan tensa e hiriente …Y en ese lapso de ciento treinta y cinco minutos, la única melodía que resonó para Satoru, fue el silencio donde la voz de Naoya debería haber estado.

Satoru ignoraba todos y cada uno de los aplausos que podía hacer eco a su alrededor.


“Lo que faltaba…”

Los padres de Satoru estaban entre el público, sentados en primera fila como si fueran los dueños del escenario. De cierto modo, lo eran. Gojo Limitless Sound —la disquera más poderosa del país— llevaba su apellido, y con él, el peso de una herencia que no admitía errores.

Cuando su padre lo interceptó en el pasillo, Satoru sintió que el aire se volvía denso. Sentía que podía asfixiarse.

—Recuerda lo que te dije en casa —dijo él, ajustando el cuello de su traje beige—. Tienes que hacerlo perfecto.

Satoru cerró los puños dentro de los bolsillos.

—¿Y si no quiero hacerlo?

Su padre frunció el ceño, sorprendido por la insolencia. Pero antes de que la tensión escalara, una voz interrumpió el duelo.

—Lamento la interrupción, pero es tu turno, Gojo —murmuró Suguru acercándose.

Satoru se liberó del agarre de su padre y se alejó con un suspiro.

—¿No vas a presentar a tu amigo? —dijo su padre, molesto.

Suguru se inclinó cortésmente.

—Geto Suguru, un placer conocerlo.

—Muy educado —respondió sonriendo apenas.

—Papá, ¿podemos hacer esto después? —interrumpió Satoru, tomando a Suguru del brazo y guiándolo hacia el escenario

El joven técnico le hizo una seña desde la esquina. Era su turno .

Rápidamente, Satoru se sentó frente a un piano Kawai G10 , sus dedos flotando sobre las brillantes telas reflejaban la piel de sus ásperos dedos. El reflejo de las luces le recordó las palabras de su padre como una maldición persiguiéndolo en todo momento.

Eres ridículamente hermoso , susurró al instrumento.

—Lo harás bien —interrumpió Suguru desde las sombras.

Satoru alzó la vista y sonoro pero sus ojos estaban llenos de decepción y una intensidad abrumadora.

Cuando el telón se alzó, la vista de Satoru se dirigió al público actuando desde su máscara; llena de orgullo y autoestima.

Naoya prometió estar con él. Prometió no dejarlo solo y nuevamente mintió .

Cuando cayó la primera nota, el mundo desapareció. Sólo existía Satoru fundiendo suavemente los dedos sobre las teclas.

Los graves de Bibo no Aozora de Ryuichi Sakamoto , retumbaban suaves como pasos en un pasillo lejano y los agudos flotaban frágiles, casi quebrándose, sostenidos apenas por el pedal. Aunque solo se tratara de una pieza instrumental, todo lo que Satoru llevaba consigo había sido revelado a los oídos de todos, como un secreto demasiado íntimo que lo dejaba completamente expuesto y desnudo .

El cuerpo de Geto se estremeció por dentro siendo testigo de la confesión tan dolorosa, viendo el interior de Satoru ardiendo con esa herida. Sabía que no podía dejarlo sólo. No quiere dejarlo solo .

Cada tecla era una grieta más del alma de Satoru.


Cuando la última nota cayó, el silencio fue tan absoluto que dolía. Luego llegaron los aplausos, violentos, ensordecedores. Pero Satoru no los oía.

Se inclinó con una sonrisa ensayada, se incorporó, y al bajar del escenario, la sonrisa se deshizo como un pedazo de algodón de azúcar sumergido en el agua.

—Lo hiciste increíble —murmuró Suguru. Satoru lo miró con los ojos empañados.

La presencia de Satoru permanecía inmóvil. Tenía la mirada perdida en algún nudo de la madera. Divagaba en el hecho de haber sido elevado hasta el cielo con la promesa de enseñarle a volar… para después dejarlo caer al abismo y darme cuenta de que nunca iba a poder planear entre las nubes.

—Satoru… ¿estás bien? —preguntó Suguru cargando la cabeza. Mirándolo con compasión.

-Si. Lo siento… —suspiró—. Le llamaré por última vez.

Sacó el teléfono de su bolsillo izquierdo. Ningún mensaje. Ninguna llamada.

Marcó el número de Naoya, pero una voz desconocida contestó.

—¿Quién eres? —preguntó Satoru.

—Soy Toji… —Una pausa, ruidos, gritos al fondo—. Mierda, dame un momento.

Satoru cerró los ojos. El corazón le tocó las costillas con furia.

Si Toji contestó el teléfono, eso significaba algo seguro: Naoya había estado bebiendo y se había metido en problemas. Toji, su primo, siempre tuvo que ir a salvarle el trasero.

—Naoya se metió en problemas otra vez. Está ebrio.

—Ponlo al teléfono.

Un silencio breve, y luego, una voz pastosa.

“Que se joda…”

—Satoru…

—Se acabó, Naoya. Jódete —interrumpió—. Estoy harto de ti.

Y, antes de que Naoya tuviera oportunidad de responder, Satoru cortó la llamada. Satoru presionó el móvil con tanta fuerza que le dolieron los dedos.

Suguru lo observaba de lejos desde algunos metros, pero en cuanto vio la expresión molesta del chico, se acercó despacio.

—Satoru, sé que estás molesto… pero me gustaría poder ayudarte en algo. Lo que mar.

Satoru se dejó caer contra un pilar, cubriéndose el rostro con ambas manos. Quería llorar pero no enfrente de él .

"Aquí no. Frente a él no..."

—No quiero estar aquí. Quiero irme.

Suguru extiende su mano.

—Entonces… vámonos.

9:00 p.m.

Saliendo del evento, Satoru envió un mensaje a sus padres diciendo que los vería más tarde en casa. Necesitaba espacio. La presentación había sido excelente, lo sabía perfecto; sin embargo, no quería enfrentar a su padre de todos modos.

Las siguientes dos horas transcurrieron rápido, un borrón ruidoso lleno de luces neón. Los estómagos de ambos estaban doloridos por tanto reír, Satoru era pésimo intentando sacar un peluche de tiburón de las máquinas de garra, y, curiosamente, Suguru perdió en todos los juegos de lucha contra él. La competencia y la tontería compartida hicieron un excelente trabajo al disipar su resentimiento.

Durante un instante, el mundo fue simple otra vez.

Luego de haber gastado la mayor parte de su dinero en juegos y comida chatarra, ambos separaron sus caminos en la estación Shibuya. Satoru tomó el tren hacia Shinjuku y Suguru hacía Ebisu.

“5 estrellas cada vez que vienes”

10:00 p.m.

Esa noche, Suguru se durmió con el teléfono en la mano, esperando un mensaje de

Manami que no llegó. Sólo las notificaciones de Satoru brillaban en la pantalla.

|Gojo Satoru: Gracias por lo de hoy. Por cierto… ya que usaste mi nombre de pila a ntes, supongo que puedo llamarte por el tuyo también.

|Gojo Satoru: ¿Te parece bien, Suguru?

Suguru...

En algún rincón de Tokio, dos melodías distantes empezaban a sincronizar su ritmo.

“Sin embargo…”

Las nubes parecían arrastrarse sobre los techos de la ciudad como pinceladas de tinta aguada. Era de noche y aún así el cielo se podía ver demasiado nublado.

En la casa, el aroma del café recién hecho llenaba el aire con una calidez engañosa.

—Llegas tarde, Satoru —dijo su padre sin levantar la vista del teléfono. La voz del padre de Satoru sonó firme y filosa.

Satoru dejó su mochila sobre una silla y se sirvió agua fresca en silencio. El tintineo de la jarra golpeando el vaso fue la única respuesta por varios segundos.

—Tenía algunos pendientes que resolver —respondió finalmente.

—¿Más importante que venir a casa?

—Solo fue un momento, relájate —dijo Satoru, alzando apenas la vista.

El silencio que siguió tuvo el peso de un gong . Su padre doblo una pequeña hoja que descansaba sobre su rodilla con una calma medida.

—Deja de huir de mí y de tus responsabilidades.

—No estoy huyendo —contestó Satoru, intentando controlar la voz—. Solo quería algo de paz.

—¿Sabes cuántos jóvenes darían por tener las oportunidades que se te ofrecen? Tu apellido es una puerta abierta. Y tú quieres cerrarla porque no soportas la luz.

Satoru apretó los labios.

Para su padre, cada miembro de la familia era un instrumento en una orquesta interminable. Nadie tocaba su propia melodía.

—No quiero que mi vida sea algo hecho o escrito por alguien más —murmuró Satoru.

—Entonces trabaja en algo que valga la pena —respondió su padre poniéndose de pie y dejando la taza sobre el mármol con un golpe seco.

El sonido reverberó por toda la cocina, como un sonido suspendido que no terminó de morir. Y luego, silencio .


"...un estallido Fortissimo cósmico que reescribió todas sus órbitas. El eco estruendoso resonando a través de un amplificador que cambiaría nuestras vidas..."

3:00 a.m.

Suguru despertó sobresaltado por el peso del teléfono cayendo al suelo.

Eran las tres de la mañana y Manami seguía siendo una nota en suspenso, una melodía inconclusa que se negaba a ser resultado. Pero, al recoger el móvil, los mensajes de Satoru seguían ahí, una nueva línea melódica en su partitura mental.

“¿Te parece bien, Suguru?”

La pregunta resonó en su mente con la claridad de una cuerda de violín recién afinada. Era un tono diferente a una disonancia que había sido el drama con Naoya y diferente a la monotonía de esperar a Manami últimamente. Era una armonía inesperada.

Y hasta ese momento, su interacción había sido una serie de improvisaciones casuales en el campus. Ahora, Satoru estaba proponiendo una clave al ofrecer su nombre. No solo le había dado permiso para la familiaridad, sino que había colocado un sostén en su relación, elevándola a un semitono de lo amistoso a algo más definido , más resonante .

Con una sonrisa perezosa que nadie vio, Suguru bloqueó su teléfono. Todo el asunto de usar el nombre de pila, no se trataba de algo insignificante; Se trataba de aceptar la invitación a un dúo para el que no conocía la melodía, pero estaba dispuesto a empezar a tocar. Estaba dispuesto a involucrarse.

1 de noviembre, 7:43 a.m.

El cielo de noviembre se abriría como una hoja de papel empapada con tinta azul pálida. Las ramas de los árboles secos se mecían apenas con el viento, sus sombras largas dibujando un pentagrama sobre el suelo de piedra clara. El aire olia a tiza, tierra húmeda y hojas secas.

Satoru avanzaba despacio entre la multitud, con sus típicas gafas oscuras cubriéndole los ojos y las manos hundidas en los bolsillos de su abrigo beige. Su cabello blanco brillaba bajo la luz, demasiado pulcro para el desastre que intentaba ocultar. No había dormido.

A veces el insomnio era una forma espantosa de sangrar sin que nadie lo notara.

Pasó junto a un grupo de estudiantes que reían y chocaban latas de café frío, y por un momento pensó en lo fácil que era pertenecer al ruido. Pero el silencio dolía y pesaba como una piedra.

Unos pasos detrás, la voz que menos quería oír quebró la rutina.

—¡Satoru! Espera, tenemos que hablar.

El eco de su voz se clavó en la espalda de Satoru como el irritante chirrido de un tenedor rascando alguna superficie de metal. Satoru ni siquiera se detuvo. Caminó recto, con la mirada fija en la entrada del edificio principal, buscando no reconocer la voz. Pero Naoya aceleró el paso, alcanzándolo en unos segundos.

—Satoru, te estoy hablando. —Su mano se cerró en torno a su brazo.

El contacto fue breve y violento. Satoru giró bruscamente, soltándose. El sonido del golpe de piel contra piel resonó entre ambos, seco como un compás roto.

—No hay nada que hablar, Zenin —su voz sonó baja, demasiado firme.

Naoya parpadeó un par de veces, sin esperar esa frialdad. Llevaba el cabello arreglado como siempre, la camisa impecable, el mismo perfume caro de menta y tabaco que antes le resultaba embriagante. Ahora, en cambio, le provocaba arcadas.

—Podemos arreglarlo, sólo fue un error —dijo él, apretando los labios.

Satoru soltó una risa breve, incrédula, una cuerda desafinada que vibró entre ambos.

—Un error tras error —repitió con asco— Te emborrachas, te metes en problemas y luego haces como si nada hubiera pasado. Como si fuera algo mínimo. ¿Es un error o una costumbre estúpida?

—Ya basta —gruñó Naoya bajando la voz—. Estás exagerando.

Satoru levantó lentamente la cabeza, las lentes reflejando el tono grisáceo del cielo.

No necesitaba mostrarle la mirada fulminante que había detrás para herirlo; bastaba el tono insoportable de su voz.

—Claro. Estoy exagerando. Porque para ti nada tiene consecuencias, ¿cierto?

—Deja de hablar así.

—Así ¿cómo? ¿Con coherencia?

Naoya cerró los puños. Su mandíbula se tensó y las venas del cuello se marcaron como si fuera a salir de su piel. Cada palabra de Satoru era una cuerda más que se rompía en esa guitarra vieja que era su orgullo.

—Eres ridículo, Satoru —dijo al fin, intentando estirar esa sonrisa arrogante que Satoru odiaba tanto— Te haces la víctima cuando todos sabemos que tampoco eres un santo.

Satoru frunció el ceño avanzando un paso.

La gente pasaba a su alrededor sin prestarles atención. Era como si el mundo entero los hubiera encapsulado en una burbuja muda, una escena congelada entre risas y pasos ajenos.

—¿Qué tratas de insinuar?

—Tú sabes bien a qué me refiero —Naoya alzó una ceja con arrogancia—. Tus amigos, esos tipos que no te quitan los ojos de encima, ¿no te parece curioso?

Satoru soltó una breve carcajada, seca, vacía.

—Qué patético.

—No te hagas el inocente, Satoru —Naoya bajó la voz aún más, inclinándose hacia él— ¿Qué tanto hablas con ese tal Geto últimamente?

El nombre salió como veneno entre sus dientes. ¿Cuál era su problema? Sólo eran amigos.

Satoru lo miró, finalmente bajándose las gafas. Sus ojos, dos reflejos pálidos de un cielo sin nubes, estaban vacíos. No había furia, sólo cansancio. Estaba harto.

—Así que eso es —murmuró—. Estás celoso.

Naoya río. Fue como una risa forzada, como una cuerda de violín a nada de reventarse.

—Tampoco eres tan especial, Gojo.

—Entonces déjame en paz ¿por qué intentaste detenerme?

—Quiero demostrarte que estás equivocado.

Satoru dio un paso atrás, clavando las uñas en la palma de su mano.

—El que siempre se ha equivocado eres tú. Cada vez que me hablas como si fuera algo que te perteneciera. Algo como que cualquier otro tenía prohibido mirar siquiera.

El silencio volvió a caer entre los dos. A unos metros, el sonido de una campana marcó el inicio de las clases.

Naoya apretó los dientes.

—Claro que no.

—¿Ah no?

—No sabes lo que dices.

—Oh, claro que lo sé —Satoru alzó la voz apenas—. Lo sé desde hace meses sólo que no quería aceptarlo.

El viento le revolvió el cabello y por un momento el mundo se sintió inmóvil, como una fotografía sin color. Naoya dio un paso más, intentando recuperar el control de todo, de la misma forma enferma con la que solía dominar cada conversación.

—Baja la maldita voz —ordenó—. Ya te dije que odio cuando haces eso.

Satoru estaba sonriente, con los labios apretados. No era una sonrisa amable. Era la satisfacción de defenderse por todo lo que había callado.

—Y yo detesto que me digas qué hacer y qué no hacer.

Naoya tragó saliva. Las cosas no le estaban saliendo como esperaba.

—Satoru, escúchame. Sé que no soy perfecto pero—

-No. No lo eres —interrumpió sin dudarlo—. Y yo tampoco, pero la diferencia es que al menos yo no trato de disfrazar mi egoísmo con algo más.

Por un instante, ambos quedaron callados.

Un estudiante pasó entre ellos, riendo al teléfono, y ese sonido rompió la quietud.

Naoya apartó la mirada con los hombros tensos.

Cuando volví a mirarlo, ya no era una súplica —Alguna vez lo fue?—. Era una furia contenida.

—Sabes qué es lo peor, Satoru? —dijo al fin, con la voz baja pero afilada— Que te gusta hacer el papel de víctima. Que te gusta que te tengan lástima.

Satoru lo observó con calma. Completamente estoico. Como si esa frase hubiera pasado a través de él sin tocarlo.

—Qué curioso. Eso mismo pienso de ti.

Y entonces todo se quebró. El último hilo invisible que los mantenía unidos se desintegró entre ellos. No hubo gritos. No hubo lágrimas. Sólo el silencio corto de quién ya no tiene nada más que decir.

—Te guste o no escucharlo… —murmuró Satoru, volviéndose para irse—. Se acabó.

Las palabras quedaron suspendidas en el aire, lentas, densas, como si el viento se negara a llevárselas.

Durante un segundo, el ruido del campus desapareció. Ni pasos, ni risas, ni el sonido de algún instrumento siendo tocado en algún espacio. Sólo el crujido lejano de una hoja que se desprendía del árbol más cercano, girando en espiral antes de posarse entre los dos.

Cayó justo a medio camino. Como si incluso la naturaleza entendiera que ya no existía un punto de encuentro posible. Como si fuera la frontera que ahora los separa para siempre de manera irrevocable.

Naoya permaneció inmóvil, con los labios entreabiertos y la respiración agitada.

Quiso decir algo, tal vez una última frase para recuperar el control, pero la voz no le salió. La hoja siguió su curso y fue aplastada por el paso de un estudiante distraído que cruzó corriendo. La hoja tampoco se rompió pero el hechizo finalmente sí se rompió.

El mundo volvió a moverse y Satoru, sin mirar atrás, dio un paso. Luego otro.

Naoya lo siguió con la mirada mientras su figura se desdibujada entre los cuerpos que iban entrando al edificio. Una parte de él quería ir tras él, gritar su nombre, obligarlo a quedarse… pero no lo hizo.

No porque no quisiera, sino porque por primera vez entendió que ya no podía hacer nada, que lo había perdido incluso antes de que Satoru pronunciara esas palabras.


El sonido de sus propios pasos lo acompañó hasta el interior del edificio. El pasillo olía a madera pulida y desinfectante de lavanda. La luz entraba por los ventanales, manchando el piso de reflejos dorados.

Satoru caminaba sin prisa, como si el cuerpo se moviera en automático y la mente se hubiera quedado atrás.

Sacó el teléfono del bolsillo. La pantalla estaba negra, cubierta de huellas y polvo. Por un momento, pensó en borrar el número de Naoya, pero no lo hizo.

No porque quisiera conservarlo, sino porque ya no le importaba. La indiferencia era una forma extraña de paz.

A lo lejos, un estudiante dejó caer una botella de agua; el golpe plástico rebotó contra el suelo y rodó hasta los pies de Satoru.

El sonido lo arrancó de sus pensamientos y lo trajo a tierra firme.

La reconoció y se la desarrolló con una sonrisa breve.

—Gracias —dijo ella.

—No hay de qué —respondió él.

Y siguió caminando.

La puerta del aula estaba entreabierta. Dentro, alguien practicaba una melodía aleatoriamente en el piano, tropezando con las notas como si buscara la forma de entender algo que se resiste a ser comprendido. Satoru se apoyó en el marco, escuchando unos segundos. Le recordé lo mucho que amaba la música a pesar de todo, incluso cuando dolía. O tal vez precisamente por eso .

Cerró los ojos un instante y sintió cómo la brisa que se colaba por la ventana acariciaba su cuello y levantaba apenas el borde de su abrigo. Una nueva hoja cruzó el aire y se coló por una rendija abierta y cayó sobre el suelo de madera.

El ciclo seguía. Como todo.

Más tarde, ya sentado frente al ventanal del salón vacío, sacó nuevamente su teléfono. No había mensajes de Naoya y tampoco esperaba ninguno.

Deslizó el dedo por la pantalla hasta que el nombre de Suguru apareció en la parte superior de la lista. La conversación de la noche anterior seguía abierta, su último mensaje seguía ahí, esperándolo.

|Geto Suguru: ¿Llegaste bien?

|Geto Suguru: Mañana podemos compartir el almuerzo. (:

Satoru lo leyó una vez. Dos, tres veces. Y, por primera vez en días, el peso en su pecho se aflojó. Por el momento.

Tecleó despacio, con los dedos temblando.

|Satoru: Te veo ahí (:

Presionó “enviar”. Dejó el teléfono sobre la mesa, al lado de su bolígrafo favorito. Y, entonces, exhaló.

Notes:

Yo solo quiero darle un abrazo a Satoru): jajajaj
1. Recuerden Love me like there's no tomorrow, es importante para la trama.
2. El "5 estrellas cada vez que vienes" me inspiré en 5 STAR de CL... Dios que emoción >u<

Chapter 4: Resonancia

Notes:

¡Hola! Primero... Espero se encuentren muy bien.
Yo la verdad estoy un poco paranoica jajaja porque la semana antepasada hubo una balacera cerca de mi casa y dos de mis familiares estuvieron ahí. Afortunadamente no pasó nada y se encuentran bien, pero la inseguridad está horrible y he andado alerta todo el tiempo.
La verdad fue complicado terminar de editar y revisar el capítulo.
Si hay algún error... de antemano me disculpo.
|*Recordatorio*|
|La página cambia las palabras una vez que se sube el capítulo, no sé por qué 😭 así que si hay un error en una palabra también puede ser a causa de ese bug.|
Ahora sí, espero que disfruten el capítulo.

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

1 de noviembre, 7:30 pm

La habitación estaba sumida en penumbra.

Las luces del exterior se filtraban por la puerta del balcón, proyectando líneas frías sobre el suelo de madera oscura. De fondo, Pink Floyd murmuraba desde un viejo altavoz:

“¿Hay alguien ahí fuera…?”

Satoru estaba recostado boca arriba, los brazos extendidos, la cabeza a un paso del borde del balcón.

Si levantaba apenas el mentón, podía ver el cielo como si estuviera de cabeza… una ilusión extraña, como si el mundo se hubiera volteado con él dentro. Tal vez así se sintió su vida últimamente. Invertida, sin norte, suspendida de una calma artificial .

El aire olía a madera y polvo viejo.

Había pasado el día distrayéndose con risas ajenas, finciendo normalidad. Pero al regresar a casa, la soledad lo había esperado con paciencia detrás de la puerta, y le golpeó el pecho con la fuerza de una ola fría contra una gran piedra.

—Tengo que hacer algo —murmuró.

Se incorporó lentamente. El cuerpo se sentía pesado, como si cargara con un invierno sobre los hombros.

Tomó su chaqueta negra del respaldo de la silla, extrajo unos yenes de un cajón y los deslizó dentro de su bolsillo. Frente al pequeño espejo de mano, acomodó cada mechón blanco con delicadeza casi ritual en un intento de restaurar el orden, de dominar el caos .

Salió de la habitación.

Las escaleras crujieron bajo sus pies descalzos.

Un par de cosas más, las zapatillas, la puerta. Y el silencio familiar del vecindario lo recibió como un viejo amigo del que nunca quiso saber demasiado.

El aire estaba tibio.

A la vuelta de la esquina, el resplandor verde del 7-Eleven brillaba como un faro mediocre.

Entró sin pensarlo demasiado, las puertas automáticas se abrieron con un zumbido que sonó más como un suspiro. El refrigerador exhaló su aliento helado cuando lo abrió y sacó tres latas de cerveza.

Detestaba la cerveza, pero necesitaba algo que quemara por dentro. Pagó, salió y caminó sin rumbo, mientras el gas frío de la primera lata bajaba por su garganta y le adormecía la lengua.

Uno, dos, tres, cuatro tragos .

El sabor era amargo como su propio orgullo.

—Soy un imbécil —susurró, viendo su reflejo distorsionado en la lata vacía.

La segunda lata cayó rápido en su garganta.

Las calles parecían doblarse bajo sus pies, los neones se estiraban como pinceladas líquidas.

El aire le pesaba, pero siguió avanzando.

Las palabras de Naoya, los gritos, las disculpas vacías, giraban en su cabeza como una aguja atascada en un disco rayado.

—Naoya es un estúpido… y yo lo soy más.

La tercera lata fue su error final.

El estómago se le revolvió, escupió el trago a medio camino y el líquido bajó por su cuello, manchándole la camisa blanca. El frío del metal le quemó los dedos.

—Mierda…

Dejó caer la lata al suelo. El sonido del aluminio rodando rebotó en las paredes del callejón y el cuerpo ya no le respondía del todo. Cada paso era una nota desafinada o un acorde roto.

A lo lejos, el pequeño letrero de una panadería se encendió. Entró tambaleándose y el aroma a pan dulce recién hecho le provocó náuseas.

Detrás del mostrador, una chica de cabello castaño recogido lo miró con los ojos muy abiertos. Y Satoru parpadeó varias veces.

—¿Yume? —susurró confundido— ¿Es Yume?

Un segundo después, el mundo giró y cayó de rodillas, el sonido seco del golpe retumbó en el piso de mosaico. Luego, todo fue una serie de destellos. La chica del mostrador, su voz preocupada, su brazo sosteniéndolo, la sensación del suelo frío bajo su mejilla.

—Gojo, ¿qué haces? ¿Por qué estás tan ebrio? E-espera voy a llamar a Nanami, ¿está bien?

¿Nanami?

Mientras la chica hablaba por teléfono, la mente de Satoru se sumergió tanto en sus pensamientos que comenzó a ser agobiante sentirse mareado. Al principio la borrachera pudo ser una “buena” idea para silenciar el dolor de Naoya. Pero ahora postrado en el suelo, frío y con un dolor intenso en las rodillas, el alcohol ya no era un bálsamo. Era un catalizador que eliminaba las defensas. Su mente se sintió como un espacio vasto y aterrador donde no había muros que lo mantuvieran a salvo. Ese vacío no era libertad, era el peso total de todo lo que había dejado pasar. Era el ruido blanco de su propia humillación y el recuerdo de todo lo que había soportado. Era ahora el único sonido audible en su universo.


Quince minutos más tarde, el tintineo de la puerta de la panadería, anunció la llegada de Nanami, jadeando por la prisa. El reloj sobre el mostrador marcaba las 9:35 p.m.

Satoru seguía tendido de lado, dormido con la respiración entrecortada. Nanami se inclinó y le tocó la mejilla.

—Hey Gojo, despierta.

Los párpados del joven se abrieron apenas, como si la luz le doliera.

—Tienes que levantarte. Te llevaré a casa.

Con un poco de esfuerzo y mucha paciencia, lo ayudó a ponerse de pie.

Satoru se dejó guiar como si flotara y el aire nocturno le golpeó el rostro al salir.


El trayecto en el auto fue silencioso. Sólo el ruido de los semáforos cambiando y el murmullo de la radio.

Satoru miraba por la ventana, viendo su reflejo mezclado con las luces de la ciudad. En sus ojos también podían apreciarse pequeños destellos, como si tuviera una diminuta vía láctea en la pupila.

Parecía otra persona, más pequeña, más joven, más perdida.

Cuando llegaron, Nanami lo ayudó a llegar hasta la puerta.

Miyabi, la madre de Satoru, abrió la puerta y la expresión serena que le caracterizaba, se le deshizo al verlo.

Y, en menos de cinco minutos, Nanami lo llevó hasta su habitación. Nanami explicó todo con calma, luego se marchó, dejando un aire de preocupación suspendido en el ambiente.

El silencio volvió.

Su padre, inevitablemente, entró y el sermón fue largo, afilado como un hilo tensado. Satoru no dijo una sola palabra; se limitó a mirar hacia el balcón, las luces del exterior parpadeaban sobre la puerta corrediza.

Cuando la puerta se cerró de golpe, todo lo que quedó fue un zumbido en los oídos y un peso en el pecho.

—Soy un idiota —dijo en voz baja.

El celular vibró débilmente en su mano. La pantalla iluminó su rostro cansado.

Dos mensajes. El primero bastante simple y fácil de ignorar. El segundo, una foto de un disco de UVERworld apoyado sobre un mostrador.

“Suguru”

La memoria trajo consigo aquella conversación inconclusa.

Satoru tragó saliva. Todavía olía a cerveza.

El dedo tembló sobre el ícono de llamada y antes de que Satoru se arrepintiera de haberlo llamado.

Uno, dos, tres timbres.

—¿Hola? —la voz de Suguru sonó tranquila, demasiado suave, como el ronroneo de un gato.

Por un momento no supo qué decir. El silencio entre ambos fue breve, como una respiración compartida.

—Acabo de ver la foto… ¿cómo lo encontraste?

Suguru soltó una risa baja, explicando su pequeña aventura en la tienda de segunda mano. El pequeño sonido de su risa era una melodía dulce, íntima y satisfactoria. Un susurro alegre que te envuelve llenando de calidez un instante que dolía con la intensidad de un golpe en el pecho.

Mientras hablaba, Satoru se deslizó lentamente desde la silla hasta el suelo, reclinando la cabeza contra el asiento. El suelo frío lo sostuvo como un viejo amigo.

—Espero no haberte despertado.

—No estaba durmiendo —respondió Suguru—. No tengo sueño últimamente.

—Ya veo.

El ruido de una llave al fondo, un suspiro.

—¿Tú tampoco puedes dormir? —preguntó Suguru.

—No. Estoy un poco ebrio… Nanami me trajo a casa.

Voz apagada.

Silencio.

—¿Estás bien?

—Si. Sólo me golpee un poco las rodillas.

Nuevamente silencio. El tipo de silencio que no incomoda, sino que acompaña.

—¿Quieres hablar de eso? —preguntó Suguru al fin.

—Tal vez no ahora pero lo haré después. Por cierto… lamento no acompañarte.

—No tienes que disculparte, Satoru.

El tono de Suguru era como una calma tan humana. Tanto que dolía.


Después, cambiaron de tema y como de costumbre, hablaron sobre música. Sobre el nuevo álbum de The Neighborhood, de cómo cada pista parecía una cicatriz de terciopelo.

Las palabras de Satoru se fueron deshaciendo, lentas y arrastradas. El sueño comenzó a pesarle en las pestañas.

—¿Satoru?

Sin respuesta.

Sólo un murmullo lejano, un balbuceo sin sentido. Se quedó dormido.

Suguru sonrió sin darse cuenta, dejó el altavoz sobre el escritorio y se quedó escuchando el sonido suave de la respiración del chico al otro lado de la línea.

Un silencio cálido, lleno de vida, tan distinto al vacío que solía acompañarlo en su departamento. Por primera vez en mucho tiempo, ambos durmieron con la sensación de no estar del todo solos en este mundo.

7 de Noviembre, 8:40 a.m.

La luz de la mañana se filtraba por los ventanales en líneas luminosas, como si el sol también se arrastrara con sueño.

Satoru estaba sentado en la última fila, la cabeza sostenida entre sus manos con los codos clavados sobre el pupitre. Su piel aún tenía ese matiz pálido de quien ha dormido mal y bebido peor, y bajo sus lentes oscuros, los ojos ardían como carbones.

El murmullo de los estudiantes era una orquesta desafinada con las risas rebotando en las paredes cubiertas de paneles de espuma acústica.

El profesor golpeó suavemente la mesa con una baqueta de percusión, el sonido seco se expandió como una pequeña onda invisible que chocó contra el techo.

—Buenos días a todos. Hoy, hablaremos sobre la reverberación —dijo el hombre con voz calmada—. Esa ligera cola sonora que queda después de un aplauso, el eco domesticado que nos dice lo viva o muerta que está una habitación.

Satoru levantó apenas la vista. Sabía perfectamente de qué hablaba. Era una de las clases que más le gustaba, nunca tuvo que forzar la mente para entender en su totalidad los principios físicos de la acústica. Era excelente calculando la frecuencia de resonancia de una sala. Su cerebro trabajaba muy rápido.

Y si quería, podía hablarte durante horas sobre cómo el aire se comporta como un cuerpo invisible que vibra, cómo el sonido viaja, se refleja y llega a su fin.

Su lápiz tembló sobre su cuaderno, dibujando algunas líneas que rapidamente se convirtieron en un pentagrama improvisado. Entre líneas, escribió tres palabras que se desvanecían una tras otra. Ruido. Silencio. Eco.

Nanami lo observaba desde la fila siguiente, con esa expresión mezclada de compasión y fastidio que sólo los amigos de toda la vida pueden sostener. Yuki murmuró algo al compañero que tenía en frente, y este último apenas asintió, como si los dos no entendieran del todo sobre lo que el profesor estaba hablando.

El profesor pidió que hicieran una práctica.

Medir el tiempo de reverberación con un sonómetro y un aplauso.

Satoru se levantó lentamente, palmeó las manos y escuchó el sonido morir en el aire.

—Corto —dijo en tono seco.

El maestro lo miró por un momento con el ceño fruncido.

—Exacto. ¿Cómo lo supiste?

—Lo escuché.

El profesor sonrió.

—Señor Gojo. Tiene un oído bastante entrenado.

Pero Satoru no sonrió. Por dentro solo pensaba en el zumbido que le dejaba la vida. Ese tipo de eco que no se puede apagar ni midiendo en decibelios.


8 de Noviembre, 12:00 p.m.

Las sombras danzantes de un árbol se proyectaban en las paredes claras de la habitación de Suguru. El sol traspasando a través de las hojas que se movían al ritmo del viento.

Sentado en la cama con guitarra en mano, Suguru intentaba componer. Sus dedos se movían con suma precisión, pero el sonido no lo convencía del todo. Cada acorde nacía bien pero moría torcido. El problema definitivamente no era técnico, era emocional… La melodía no encontraba letra, y la letra no encontraba razón.

¿De qué sirve tocar bien si no puedo componer nada?, pensó, dejando caer la púa sobre el suelo.

El chico exhaló hondo y se dejó caer de espaldas sobre la cama. Miró el techo, dónde una grieta seguía el trayecto de una línea eléctrica como una cicatriz sobre la piel.

Los días buenos amaba ser músico. Los días malos, se sentía un impostor, un fracaso.

Se levantó, dejó la guitarra apoyada contra la cabecera de la cama y caminó descalzo por el suelo frío del apartamento. El tacto del suelo lo devolvió a la tierra. La vida era más soportable cuando la piel recordaba que todavía estaba viva.

Se hundió en el sofá con las piernas sobre el reposabrazos, y encendió su teléfono. Entre correos sin leer y avisos de la universidad, apareció una notificación nueva.

Shoko.

|Ieiri Shoko: Los chicos planean ir al arcade y después comer por ahí, ¿quieres ir?

Suguru arqueó una ceja. Estuvo a punto de responder no hasta que otro mensaje apareció.

|Ieiri Shoko: Antes de que digas que no. No tienes que pagar, Haibara invita. :p

|Suguru: Me convenciste.

|Ieiri Shoko: Eres un tacaño.

|Ieiri Shoko: Nos vemos a las 2 en Shibuya.

Suguru sonrió. Esa chica sabía leerlo demasiado bien.

Se levantó y buscó ropa limpia, una camiseta negra y jeans baggy. Algo sencillo.

En el espejo del baño se vio más ancho de hombros. Quizás el ejercicio comenzaba a dar resultados.

Guardó los auriculares, cerró la puerta y salió rumbo a la estación.

1:59 p.m.

El tren se detuvo con un silbido largo.

El murmullo del andén se mezclaba con el eco de los anuncios automáticos y el olor metálico de las vías. Suguru avanzó entre la multitud por todo el andén, con los auriculares colgando del cuello, cuando un empujón leve por la espalda lo sacó del flujo de gente.

Al girar se encontró con ese peinado ligeramente desordenado y un par de lentes redondos que reflejaban la luz como espejo de obsidiana.

—Te vas caer si miras el teléfono mientras caminas —dijo Satoru, con esa sonrisa medio insolente que sólo él podía sostener sin ser antipático.

—Cierra la boca —respondió Suguru, sonriendo también.

Caminaron uno junto al otro entre los anuncios de la estación. Los pasos de ambos se confundían con los de cientos de desconocidos, pero a pesar del ruido, había un ritmo común entre ellos, como si compartieran un metrónomo invisible.

Afuera, el aire olía a asfalto caliente.

El grupo ya los esperaba. Kento, Yuki, Utahime, y Yu apoyados cerca de un poste; Shoko cruzaba la calle justo en ese momento, esquivando ciclistas con la misma calma que un gato cruzando una barda.

—Llegan justos —dijo Nanami, mirando el reloj.

—Pareces mi padre —respondió Satoru, dándole un golpecito en el hombro.

Utahime se inclinó para quitar un mechón rebelde del rostro de Shoko, y luego clavó la mirada entre Satoru y Suguru.

—¿Vienen juntos?

—Nos cruzamos en la estación —respondió Geto con naturalidad.

Utahime y Shoko se miraron entre sí, cómplices de un mismo secreto.

—Últimamente pasan mucho tiempo juntos, ¿no? —susurró Shoko.

Satoru arqueó una ceja.

—Creo que leen demasiados mangas de ese tipo, ¿no creen?

Ambas se echaron a reír, mientras Yuki chasqueaba la lengua.

—Si ya terminaron de hacer conclusiones, vámonos al arcade.

El grupo avanzó entre las calles de Shibuya, envueltas en sonido de los establecimientos y el murmullo constante de la ciudad.

Satoru y Suguru retomaron la conversación que habían dejado pendiente sobre el álbum de The Neighborhood.

—Mi favorita fue Compass… aunque Nervous también tiene lo suyo —comentó Satoru, con una sonrisa que contrastaba con el rostro apagado que tenía hasta hace unos días.

—Buena elección —respondió Suguru, con tono neutro pero los ojos completamente atentos en Satoru.

Detrás de ellos, Utahime y Shoko cuchicheaban otra vez.

Cuando Satoru volteó, ambas desviaron la mirada con una sincronía que sólo la culpa puede lograr. Como atrapar a un niño después de hacer una travesura.

—¿De qué hablan? —preguntó.

—Nada que te importe, Gojo —respondió Utahime, sin dejar de sonreír.


Las siguientes cuatro horas se disolvieron entre luces de colores, risas y el tintinear de las monedas cayendo en las máquinas. Satoru perdió la cuenta de las veces que trató de atrapar —sí, otra vez— un tiburón. Haibara se burlaba de su mala puntería, y él respondía que no era suerte, sino física aplicada.

Cada derrota era una carcajada más, y cada carcajada, una grieta más en la muralla invisible que había construido alrededor de sí mismo.

Cuando el cansancio empezó a pesarles en los hombros, Nanami propuso comer algo.

—Nada de alcohol —ordenó.

Satoru negó con la cabeza.

—Está bien, no quiero saber del alcohol en un largo tiempo.

—Si, sí… —dijo Shoko con sarcasmo.


Más tarde, el izakaya los recibió con un olor a soya y fideos.

Tomaron asiento en un gabinete de madera; Nanami, Yu, Shoko y Utahime ocuparon el lado amplio, mientras que Satoru quedó al extremo, junto a la pared. Suguru se sentó entre él y Yuki, que lo apretó un poco más de lo necesario hacia el centro —no había mucho espacio al parecer—.

Sus rodillas se rozaron con las de Satoru apenas un instante, pero lo suficiente para que ambos se enderezaran casi al mismo tiempo.

Yuki los observó de reojo, pero no dijo nada. Recordó la conversación que había tenido minutos antes con Shoko afuera del restaurante.


—Hagamos que se sienten juntos, pero sin dejarles mucho espacio.

—¿Para qué?

—Esos tontos tienen algo. Estoy segura.

—Pero, Suguru tiene novia.

—Sí, pero… últimamente se incomoda demasiado cuando hablamos de ella.


Dentro del restaurante, los platos comenzaron a llegar deleitando a todos con su aroma.

A mitad de la cena, Shoko se inclinó hacia Suguru.

—¿Qué tal va todo con Manami?

El silencio respondió primero. Suguru dejó los palillos sobre la mesa. Completamente incómodo.

—Bien… pasaremos juntos las vacaciones de invierno —dijo finalmente, justo cuando Satoru intentaba robarle una pequeña porción de carne del plato.

—Por cierto, ¿a dónde fueron el 31 de octubre? —preguntó Shoko.

El ligero tintineo de los hielos en el vaso de Suguru, se detuvo en seco cuando sus dedos se tensaron alrededor del cristal. Un reflejo minúsculo, casi imperceptible, saltó en su mandíbula.

—No pudo venir, tuvo un asunto familiar —contestó, esta vez sin levantar la vista. Con un tono más bajo de lo necesario y con un intento fallido de pasar desapercibido. Realmente deseaba no tener que hablar de Manami.

Las palabras salieron bien formadas, pero no parecían creerse a sí mismas; eran una cáscara vacía y frágil, que en un mal movimiento, podría fracturarse dejando un pequeño y molesto desastre.

Por el rabillo del ojo podía ver y sentir la mirada tranquila pero evaluadora de Shoko. La verdad definitivamente pesaba más que el hielo que se sumergía dentro de su vaso; era un peso desagradable que se asentaba en el fondo de su estómago.

Shoko no insistió y los demás entendieron inmediatamente que no era algo de lo que Suguru quería hablar. Al menos no ahora.

“Quizás otro día”

Suguru tomó un largo sorbo, casi ansioso, pero el líquido frío no hizo que se sintiera mejor. Todo el ambiente, desde la luz hasta el murmullo de los demás comensales a su alrededor, le resultaba insoportable. Estaba irritado, pero… ¿Cuál era el motivo exactamente?


Cuando salieron del izakaya, el cielo ya se había teñido de una profunda oscuridad. El aire se sentía fresco, cargado de una ligera humedad, humo de cigarrillo y el olor dulce y grasiento de los puestos de comida rápida.

El grupo se fue dispersando entre las calles brillantes de Shibuya. Satoru y Suguru tomaron la misma dirección, caminando uno al lado de otro bajo una lluvia de luces neón.

Los colores se clavaban en las pupilas de Suguru. Cada grito, cada risa, cada golpe de bajo desde los clubes cercanos no eran música, sino una avalancha de ruido que intentaba ignorar a toda costa. Se sentía como un elemento pesado y denso que contaminaba la convivencia con el mundo.

El bullicio nocturno no era solo un murmullo insignificante; era una presión sonora que rozaba el umbral del dolor físico. El sonido no moría. Rebotaba en los enormes cristales de distintos edificios, y volvía a él como un eco tardío. La reverberación de las sirenas, las risas metálicas y la música estridente hacía que el espacio se sintiera claustrofóbicamente desagradable.

“Pero, había algo bueno dentro de todo el caos…”

El cabello blanco de Satoru reflejaba todos los colores del cartel que parpadeaba frente a ellos. Luces rojas, violetas y azules.

Dentro de este incómodo pesar. A Suguru le pareció curioso cómo un solo color podía transformarse tantas veces en segundos.

“Satoru era así. Cambiante, impredecible, pero inevitablemente luminoso”

Curiosamente esa era la luz que nunca le causaba irritación en los ojos.

Una calle antes de llegar a la estación, ambos se detuvieron frente a un nuevo local.

Un letrero rojo neón con la palabra 運命 (Unmei, destino) colgaba sobre la entrada. A través del cristal, se veía un interior cálido, decorado con madera y tonos suaves. Sobre el vidrio, en las letras blancas, se leía una frase:

«すべての道はローマに通ず。» (todos los caminos conducen a Roma.)

—¿Roma?, ¿Unmei? —murmuró Satoru— ¿Está mal escrito?

Suguru señaló hacia adentro, donde un letrero flotante decía ローマ (Roma).

—No. Tal vez así se llama la cafetería —respondió.

—¡Ah, qué ingeniosos! —rió Satoru—. Un buen juego mental.

De su chaqueta sacó una pequeña cámara Nikon y el obturador destelló con el primer click.

Suguru lo miró extrañado pero no cuestionó nada.

—¿Me dejas tomarte una foto?

—¿A mí?

—Por supuesto, hombre. Sólo estamos tú y yo.

Suguru suspiró. Nunca le han gustado las fotos pero tal vez… sólo tal vez podría hacer una excepción.

—No soy bueno posando.

—No tienes que serlo —respondió Satoru, acomodándole suavemente los hombros—. Sólo quédate ahí.

Click.

La primera foto lo mostraba de espaldas, girando apenas el rostro hacia la derecha, el cabello atado en media coleta dejando ver las perforaciones de su oreja.

Click.

En la segunda, su sonrisa se dibujaba tímida, los hoyuelos marcándose como pequeñas notas graves en una melodía lenta.

Satoru revisó la pantalla y asintió satisfecho.

—Cuando las tenga listas, te las enviaré.

—Lo espero —dijo Suguru, con una sonrisa que no buscaba esconderse.

Caminaron unos metros más.

El silencio entre ellos no era incómodo; era un silencio lleno, como el de un teatro justo antes del primer acto. Antes del primer acorde.

Y entonces, desde algún lugar alto, una hojita seca con forma extraña cayó suavemente entre ambos. Suguru la tomó sin pensar y la guardó en el bolsillo de su saco negro.

Satoru lo miró de reojo. No dijo nada, pero su sonrisa se mostraba más sincera y más serena.


14 de Noviembre, 10:00 a.m.

El profesor Yoshinobu hablaba sobre la resonancia, sobre cómo cada cuerpo vibra con una frecuencia natural que, al ser alcanzada, despierta algo que antes estaba dormido.

Para la mayoría era una lección más sobre ondas y frecuencias armónicas.

—Cuando dos sonidos coinciden en frecuencia —explicó el docente mientras dibujaba en la pizarra líneas que se cruzaban—, ocurre la resonancia. Es el punto exacto en que el caos se convierte en música.

El lápiz de Satoru giraba entre sus dedos, trazando sobre la hoja algunos patrones, bocetos de ondas y notas que parecían respirar. El sonido, pensaba, era una forma de ordenar la soledad. Cada vibración tenía peso, dirección, temperatura… incluso aroma.

El eco de su propio nombre, por ejemplo, siempre le sonaba frío, metálico, como el tañido de una cuerda recién afinada.

—La acústica no solo es ciencia —continuó el profesor—, es el arte de entender cómo el espacio reacciona al sonido. Cada sala, cada esquina tiene su propia voz.

Satoru levantó la mirada y observó las paredes del aula como si estas pudieran responderle. El techo inclinado amplificaba los murmullos, y las butacas de madera devolvían un eco suave que envolvía cada palabra.

“Todo sonido busca una superficie donde morir con elegancia.”

Una frase más poética que técnica.

Demasiado cursi, pensó, entre el cálculo y el verso.

Sus compañeros, distraídos, hablaban en voz baja sobre el almuerzo; mientras tanto, él se preguntaba cómo traducir esa teoría en música. ¿Cómo suena una frecuencia que se alinea con el alma?

—Gojo —interrumpió el profesor—, ¿Puede decirme qué diferencia hay entre el tono fundamental y el primer armónico?

Satoru alzó la vista.

—El tono fundamental es la base —respondió con calma—. El primer armónico viene después… como una sombra que suena, ¿no?

El profesor soltó una leve risa antes de asentir.

—Algo poético, pero correcto.

Una sonrisa satisfecha se dibujó en los labios de Satoru. Era bueno, lo sabía. Pero más que eso, amaba la sensación de entender algo que los demás solo repetían.

Cuando terminó la clase, los estudiantes se dispersaron como un enjambre. Satoru permaneció un momento más sentado, observando cómo la vibración de las voces se desvanecía lentamente en el aire.

Cada silencio tenía textura, este en particular, se sentía como terciopelo.

Guardó sus cosas con la lentitud de quién no lleva prisa porque se acabe el día. Ya no se sentía así.

Sabía que, en el fondo, su mente estaba lejos de la acústica. Entre los ecos de una voz que no podía quitarse de la cabeza y una fotografía que había visto esa mañana, donde las luces de neón rojizas rozaban el rostro de alguien que no debería importarle tanto.

El timbre marcó el fin de la clase, sí, pero no del pensamiento que seguía orbitando en su mente. A fin de cuentas, la resonancia también ocurría entre las personas.

En algún otro lugar del campus, algunas horas antes…

7:20 a.m.

Mientras el profesor explicaba ese ligero desfase que el cerebro interpreta como profundidad o dirección, Satoru trazaba mentalmente una espiral sobre su cuaderno. Cada tanto levantaba la vista, pero su mente estaba muy lejos del aula, a 3 minutos y 12 segundos de distancia. Navegando entre ideas que sonaban más como melodías que como fórmulas.

El lápiz resbaló hasta la esquina del papel, y entre un cálculo y otro escribió distraído una frase que no tenía nada que ver con la clase.

“But today just love me like there's no tomorrow”

Suspiró.

El recuerdo lo alcanzó como una nota sostenida que se niega a callarse. La voz de Suguru hablando de Freddie Mercury le vino a la mente —esa conversación casual que, sin querer, se había quedado flotando entre ambos, como si esa canción se hubiera convertido en un código compartido que ninguno había querido descifrar del todo.

Satoru seguía garabateando sobre el papel hasta que su teléfono vibró encima del pupitre. Una notificación de Instagram.


|getothecat publicó una foto.


El pulso de su dedo se detuvo un segundo antes de abrirla.

La imagen lo recibió con el tono rojizo en el rostro de Suguru, medio cubierto por sombras, iluminado apenas por el reflejo de un letrero. El texto debajo decía: “Am I in the way?

Satoru se quedó mirándola por un largo rato, sin saber exactamente por qué. El encuadre era perfecto, la luz impecable… pero lo que más le perturbaba era la expresión de Suguru.

No fingía.

Sólo estaba ahí, siendo él y aun así parecía imposible no mirarlo.

Su dedo tocó dos veces la pantalla. Un corazón rojo apareció bajo la imagen.

—Luce bien —murmuró sin darse cuenta, como si se lo dijera a sí mismo. El sonido de un lápiz cayendo lo trajo de vuelta a la realidad.

7:25 a.m.

El reloj de pared marcaba —lo que Suguru creía— una sentencia. No pudo dormir bien la noche anterior, por lo que se sentía irritado y demasiado cansado. El día no podía ser peor, al menos eso creyó, pero sí lo fue.

Suguru permanecía sentado en el borde de su asiento, con el cabello cayendo como una cortina oscura en cada lado de su rostro. Frente a él, un bolígrafo gastado con la tinta a punto de terminarse. El silencio en el aula era tan denso que parecía tener peso.

El muchacho cerró los ojos y trató de imaginar una melodía para su proyecto de composición. No quería imaginar una melodía cualquiera, sino la melodía. Esa que llevaba semanas intentando escribir, pero que siempre se le disuelve entre los dedos como arena húmeda.

El metrónomo de su corazón no encontraba ritmo, ningún tipo de inspiración. Su guitarra apoyada contra su pierna, parecía una estatua muda esperando volver a vivir.

—Vamos, piensa —susurró para sí mismo—. Sólo una progresión, un verso… algo. Lo que sea.

Nada.

El sonido que emergió de la guitarra fue torpe, como si también estuviera cansada de insistir. Volvió a soltar un suspiro, largo y cargado de una frustración que le oprimía el pecho.

Quizás no sirvo para esto.

Esa frase, tan pequeña pero tan cruel, se le repetía en la cabeza una y otra vez.

Se dejó vencer sobre la silla, hundiéndose inútilmente en la madera del pupitre. El aula olía a polvo y madera de una guitarra vieja, a soledad recién desempacada.

La única luz que entraba se filtraba en los ventanales con total libertad y permiso.

Desde esa distancia, el ruido de la ciudad parecía un océano lejano que no terminaba de alcanzar su orilla.

Sacó su teléfono, buscando distraerse. Deslizó el dedo sobre la pantalla y se detuvo en una publicación que le robó el aliento.

Una flor blanca, de pétalos tan delgados que casi parecían pestañas.

Por un instante, pensó en él . En los ojos claros, de esa manera tan absurda que tiene de hablar incluso cuando no dice nada. El pensamiento fue tan arrepentido que apartó el teléfono, casi como si lo hubiera pensado algo indebido.

—No.

Aún así, la imagen se le quedó pegada en la cabeza, brillando débilmente.

Intentó componer nuevamente, pero cada acorde que salía de su guitarra sonaba hueco. El sonido rebotaba en las paredes del aula, transformándose en eco.

Dejó el instrumento por milésima vez y se recargó en la silla, mirando hacia el techo.

Las grietas formaban dibujos que parecían pentagramas torcidos, líneas que contaban historias de humedad y tiempo. Las siguieron con la mirada hasta que una idea, le atravesó el pecho. Quizás la música no siempre nace del amor, sino del cansancio. De esa parte del alma que se resiste a morir, incluso cuando todo se vuelve ruido.

El móvil vibró sobre su muslo. Era una notificación de Instagram.


|A @purplevelvet le gusta tu publicación.


Suguru se quedó mirando la pantalla, sonriendo sin querer.

La foto era una de las que Satoru le tomó aquella noche en Shibuya , iluminada por las luces de neón. A veces olvidaba lo bien que aquel chico sabía mirar.

Casi podía escuchar su voz burlona detrás de la cámara, dando órdenes de que no admitieran un no por respuesta.

"Sólo mira hacia la cámara y no pienses. Sí, justo así. Perfecto."

Aquella noche, el mundo había sido más fácil.

Abrio el chat. Dudó unos segundos antes de escribir.

|Suguru : ¿Sigues en clase?

Esperó. Ninguna respuesta .

Suspiré, resignado, apoyando el teléfono sobre su pecho.

Mientras el día se disolvía detrás de la ventana, el chico cerró los ojos y pensó —sin querer admitirlo— que tal vez esa era la resonancia de la que hablaban en las clases un día antes. Esa vibración invisible que ocurre cuando dos almas coinciden en la misma frecuencia, aunque estén lejos.

Dos "amigos" que se entienden.

Notes:

Quiero decir muchas cosas pero diré las más importantes:
1.Satoru es un nerd. Le gusta la acústica y se pone un poco cursi respecto a esa asignatura. Me gusta cuando está escrito así.
2.La verdad ya estaba dudosa de dejar esta parte de la historia pero sinceramente no pude evitar emocionarme con cada detalle. :3
3.Preparen los puños para el siguiente capítulo porque se va a poner intensito. 🫢