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Language:
Español
Stats:
Published:
2025-11-16
Completed:
2025-11-24
Words:
7,475
Chapters:
2/2
Comments:
8
Kudos:
73
Bookmarks:
7
Hits:
810

Positivo

Summary:

Solamente lewis embarazado, disfruten chicas.

Chapter Text

Ser Lewis Hamilton significaba muchas cosas: leyenda, ícono. Significaba tener un control  sobre cada aspecto de su vida: su cuerpo, su mente, su imagen y, sobre todo, sus impulsos más primitivos. Ese control era su armadura, hasta que Franco Colapinto entró en su radar y comenzó a agrietarla con la delicadeza de quien desata un nudo.

La atracción fue instantánea, una semilla que germinó lenta y firmemente. Al principio, Lewis lo vio como a cualquier otro novato: talentoso, prometedor, un Alfa más en el ecosistema. Pero pronto, las peculiaridades de Franco comenzaron a destacar como destellos de luz en un bosque oscuro.

Era su dulzura lo que lo desarmaba. En un paddock donde los Alfas competían con ferocidad, desplegando sus aromas y su orgullo, Franco era calma. Su sonrisa no era una provocación, sino un gesto genuino y un poco tímido. Saludaba a todos con el mismo respeto, desde el jefe de equipo hasta los mecánicos. Lewis lo observaba, fascinado, cómo Franco se agachaba para hablar con los hijos de los ingenieros o cómo su preocupación tras un error en la pista parecía nacer de la decepción consigo mismo, no de la rabia.

Esa dulzura no era debilidad. Era una fortaleza serena que Lewis nunca antes había encontrado en un Alfa. Lo volvía único. Y para alguien como Lewis, que lo había visto y tenido todo, la singularidad era el afrodisíaco más potente.

Cada encuentro se convirtió en una tortura exquisita.

"Buen trabajo hoy, Lewis", le decía Franco con esa voz tranquila que resonaba en lo más profundo de su ser, después de una sesión de entrenamiento.

Lewis solo asentía, con la garganta seca, sintiendo cómo el simple elogio, carente de toda arrogancia, hacía que su pulso se acelerara. Su instinto Omega, normalmente domado y orgulloso, se revolvía dentro de él, susurrándole cosas que se negaba a aceptar. "Él es diferente. Él te cuidaría. Él te entendería."

Lo observaba en las conferencias de prensa, cómo jugueteaba nerviosamente con su botella de agua, cómo sus orejas se enrojecían ligeramente cuando una pregunta lo ponía en aprietos. Esa timidez, esa vulnerabilidad expuesta, le resultaba irresistiblemente atractiva. Mientras otros Alfas buscaban dominar la habitación con su presencia, Franco simplemente habitaba el espacio, sin pedir permiso ni disculpas. Y sin quererlo, lo dominaba todo, empezando por la atención y la cada vez más frágil compostura de Lewis.

La tensión se volvió una presencia tangible. Lewis se descubría buscando su aroma limpio de aire fresco, con ese subtono dulce y terroso que era puramente de Franco. Un aroma que no invadía, sino que invitaba. Era una locura. Él, que había esquivado los avances de los Alfas más arrogantes, se sentía débil por las miradas respetuosas y las sonrisas tímidas de un chico que parecía no ser consciente del efecto que tenía sobre el.

La noche del after-party en Monza, Lewis lo sabía. Estaba al borde del precipicio. Su celo latente, siempre bajo un estricto control con supresores, parecía quemar bajo su piel con más fuerza que nunca, alimentado por la proximidad de Franco. Lo veía reír con sus compañeros, tan joven, tan lleno de luz, y sentía un deseo voraz y posesivo que lo aterraba y lo excitaba al mismo tiempo.

Antes de que sus pies lo llevaran hacia él, antes de que sus labios pronunciaran cualquier palabra, sus pensamientos eran un torbellino de admiración y lujuria reprimida. Se sentía como un adolescente, nervioso y expuesto. Cada fibra de su ser, entrenada durante años para proyectar una impenetrable fortaleza Omega, gritaba por ceder. Por dejarse querer por la rara combinación de fuerza serena y timidez adorable Y en ese momento, rodeado de la música y las risas, Lewis tomó la decisión más peligrosa de su vida. Su armadura de control se rompió por completo, y solo quedó la verdad cruda y simple: estaba fascinado, perdidamente atraído, y ya no podía, ni quería, seguir luchando contra ello. Esa noche, se rendiría a la tentación única que era Franco Colapinto.

Para Franco, Lewis Hamilton no era solo un colega. Era una leyenda viviente. El póster pegado en la pared de su habitación de adolescente. La personificación de todo lo que aspiraba a ser. Por eso, cuando el propio Lewis Hamilton comenzó a lanzarle miradas que traspasaban la admiración profesional, Franco estuvo seguro de que lo estaba malinterpretando.

Tenía que ser un error. Una proyección de sus propios deseos imposibles.

La primera vez que Lewis se acercó con una sonrisa que no era la típica de compañero de trabajo, Franco pensó: Es solo amabilidad. Es un tipo educado.

Cuando Lewis, deliberadamente, rozó su mano al pasarle una botella de agua, Franco sintió un escalofrío eléctrico y se dijo a sí mismo: Fue un accidente. No le des vueltas.

Pero esa noche en Monza, en el after-party, ya no hubo espacio para el autoengaño.

Lewis se acercó, moviéndose con la elegancia felina que lo caracterizaba, y su aroma, normalmente contenido, era ahora una embriagadora mezcla dulce que hacía que a Franco le costara pensar con claridad.

"Estuviste increíble hoy, Fran", murmuró Lewis, su voz un susurro sedoso que solo Franco podía oír.

Franco sintió que las orejas le ardían.Tragó saliva, nervioso.

"G-gracias, Lewis. Eso... viniendo de vos...", balbuceó, sintiéndose como el fanático que era, no como un hombre que debería estar a la altura.

Lewis sonrió, una sonrisa lenta y cargada de intención que Franco solo había visto en sus fantasías más secretas. "¿Te gusta cómo manejo las curvas, Franco?"

La pregunta era una bomba de doble sentido que dejó a Franco sin aliento. Sus ojos se abrieron como platos. No puede estar pasando. Esto es un sueño. Me voy a despertar en cualquier momento.

"Yo... yo siempre he admirado tu estilo", consiguió decir, su voz un hilo de voz. Era la verdad, pero decirla en ese contexto se sentía como una confesión.

Cuando Lewis se inclinó aún más cerca, Franco pudo ver cada pestaña, cada detalle de su rostro. Solo existían Lewis, su perfume y el latido frenético de su propio corazón.

"¿Y admiras otras cosas de mí?", susurró Lewis, su aliento caliente rozando la piel de Franco.

Esa fue la gota que colmó el vaso. Toda resistencia, toda incredulidad, se esfumó. La admiración de toda una vida, la atracción que había reprimido por imposible, se convirtió en una marea que lo arrastró. Asintió. El asombro lo había dejado mudo.

Dejó que Lewis lo guiara, que tomara su mano temblorosa y lo llevara fuera hacia la suite privada. Cada paso era un sueño. Lewis Hamilton me está llevando a su habitación. A mí. La idea era tan loca que su mente apenas podía procesarla.

Una vez allí, bajo la luz tenue, Franco se dejó hacer. Cuando Lewis lo besó, fue suave pero con una autoridad que hizo que las rodillas de Franco flaquearan. Respondió al beso con la devoción de quien está viviendo su fantasía más preciada. Sus manos, que podían sujetar un F1 a 300 km/h, temblaban al tocar la cintura de Lewis.

"Lewis, yo... no puedo creer que…esté pasando", confesó entre jadeos, rompiendo el beso por un segundo.

Una sonrisa tierna apareció en el rostro de Lewis. "Shhh. Relajate, Fran. Solo déjate sentir."

Y Franco lo hizo. Se entregó por completo. Dejó que el Omega mayor, su ídolo, tomara el control absoluto. Cada caricia, cada susurro, cada mirada de Lewis era un regalo que aceptaba con un asombro. No era el Alfa que la sociedad esperaba. Era un joven, abrumado y extasiado, que se dejaba llevar por la corriente de un deseo que nunca pensó sería correspondido. Esa noche, Franco Colapinto.Se rindió a un sueño, y permitió que su leyenda lo marcara para siempre.

Franco, con las mejillas sonrojadas, apenas se atrevía a sostener la mirada de su ídolo. "Tengo miedo de lastimarte", murmuró Franco, sus dedos temblorosos acariciando su piel tatuada.

Una sonrisa lenta y segura se dibujó en los labios de Lewis. Esa inseguridad, esa pureza en un Alfa, lo volvía loco. Era el contraste perfecto: la ferocidad latente bajo una capa de dulzura nerviosa.

"¿Crees que no puedo manejarte?, susurró Lewis, cerrando la distancia hasta quedar a centímetros de su rostro. Su perfume Omega, deliberadamente intensificado envolvió a Franco como una seda.

Franco tragó saliva, sus pupilas dilatadas. "No es eso... es que...sos….".

"Pero esta noche solo soy tu Omega", declaró Lewis, tomando el control al guiar la mano temblorosa de Franco hacia su cintura.

Cada titubeo del joven Alfa alimentaba el fuego en Lewis. Cuando sus labios por fin se encontraron, fue Lewis quien dirigió el beso, profundo y exigente. Franco solo podía seguir el ritmo, jadeando entre cada encuentro de lenguas, sus manos grandes e inseguras acariciando la espalda de Lewis como si temiera romperlo.

"P-perdón", murmuró Franco cuando sus dientes chocaron por el temblor de su mandíbula.

"Calla", ordenó Lewis suavemente, mordiendo su oreja y sintiendo cómo el cuerpo del Alfa se estremecía. "Dejame mostrarte cómo lo hacemos".

Al deslizar la chaqueta de Franco por sus hombros, Lewis descubrió que bajo esa fachada tímida latía un cuerpo esculpido y tenso, esperando ser explorado. Cada vez que Franco gemía y trataba de esconder su rostro, Lewis lo obligaba a mirarlo, disfrutando cómo la vergüenza se mezclaba con el deseo en sus ojos oscuros.

"Tenia ganas de ver esa cicatriz en persona", susurró Lewis, empujándolo suavemente sobre la cama y colocándose sobre él. Desde esta posición, podía ver toda la adoración y el temor en el rostro de Franco.

La unión fue tan intensa como esperaba. Franco, aunque físicamente más fuerte, se entregó por completo al ritmo que Lewis imponía. Sus manos se aferraban a las sábanas, sus susurros eran una mezcla de disculpas y alabanzas.

"Lewis.....", suplicó Franco.

Con una seguridad que nacía de años de dominio sobre cada aspecto de su vida, Lewis cerró la distancia y capturó los labios de Franco en un beso que no fue una pregunta, sino una afirmación. No fue suave, fue urgente. Un derrumbe de todas las barreras que había mantenido en alto.

Esa contradicción la fuerza contenida y la timidez palpable era lo que volvía loco a Lewis. Le hizo romper el beso, jadeando.La piel del joven estaba caliente, su pecho, definido y fuerte, se elevaba con respiraciones agitadas. Lewis recorrió ese territorio virgen con las yemas de los dedos, sintiendo los músculos contraerse bajo su tacto. Un gruñido bajo, de pura aprobación surgió de Franco, pero sus ojos permanecían fijos en Lewis, llenos de asombro.

Lewis lo hizo sentir. Con cada caricia, cada mordisco suave en el cuello, cada trazo de lengua sobre su piel, estaba reescribiendo su propio código de placer. No era el encuentro calculado y político al que estaba acostumbrado. Esto era crudo, real, y lo estaba desgarrando por dentro.

Cuando al fin no hubo más telas que los separaran, cuando Lewis guió la cadera de Franco y lo recibió dentro de sí. Un gemido escapó de los labios de Lewis. No era un sonido que reconociera como propio. Era demasiado expuesto.

Franco, abrumado, quedó inmóvil por un segundo."¿Estás... bien?"susurró, su voz cargada de una preocupación que hizo que el corazón de Lewis se estremeciera.

Como respuesta, Lewis apreto las piernas alrededor de su cintura y se impulsó hacia arriba, tomando un control absoluto del ritmo. "No... te detengas", jadeó.

Y entonces comenzó la danza. Una danza donde Lewis, el Omega, llevaba la batuta, guiando a un Franco cada vez más perdido en la sensación. Con cada embestida, cada fricción en el punto exacto de su ser, Lewis sentía cómo se desmoronaba una capa más de su armadura.

Los sonidos que salían de su boca ya no los podía contener. Eran quejidos largos y temblorosos, suspiros quebrados que pronunciaban el nombre de Franco.

"Nunca...", jadeó Lewis, enterrando los dedos en la espalda sudorosa del joven, "¡Nunca me había sentido así!"

Era la verdad más pura que había pronunciado en años. No se trataba solo del placer físico, que era abrumador. Se trataba de la conexión, de la forma en que la dulzura y la fuerza de Franco se fundían con su propia fogosidad, creando algo completamente nuevo y adictivo. Se sentía... visto. No como el ícono Lewis Hamilton, sino como el hombre que había detrás. Y ese hombre estaba gritando su éxtasis en la intimidad de una habitación de hotel, deshecho en los brazos de un chico que lo miraba como si hubiera visto un fantasma.

Cuando el clímax los alcanzó, fue una explosión silenciosa y a la vez ensordecedora. El grito de Lewis se ahogó contra el cuello de Franco, un sonido desgarrado y profundo que recorrió todo su cuerpo como un calambre eléctrico. Franco, por su parte, lo siguió con un gemido entrecortado, un susurro de su nombre que sonaba a plegaria cumplida.

Después, en el silencio cargado de sus respiraciones entrecortadas, con el cuerpo de Franco aún sobre él, pesado y satisfactorio, Lewis mantuvo los ojos cerrados. Sabía, con una certeza que le estremecía el alma, que nada volvería a ser igual. Esa noche. Habían abierto una puerta a una posibilidad que siempre había anhelado, pero nunca se había atrevido a nombrar.

La mañana siguiente fue un torbellino de culpa y confusión para Lewis. La luz del día filtrándose por las persianas iluminó la escena: Franco dormía profundamente, una, aferrado a la almohada de Lewis como un koala. Su aroma impregnaba la habitación, un recordatorio visceral de la noche anterior.

Lewis, acostumbrado al control, se sintió vulnerable, expuesto. Había gritado, había suplicado, había perdido por completo los estribos con un novato. El peso de su propia conciencia chocó con la cruda realidad de su deseo. Así que, en un acto poco característico de cobardía, se vistió en silencio y se escabulló de la habitación, dejando solo una nota ambigua que decía: "Tenemos que hablar. Llamaré."

 

 

 

Un mes después la noticia del embarazo cayó sobre Lewis como un muro de ladrillos. Dos líneas rosadas. La primera oleada fue de puro y simple pánico. Luego llegó la avalancha silenciosa de los pensamientos, un torbellino de miedo, culpa y una chispa de algo que se atrevía a parecerse a la esperanza.

Su mente se enfocó inmediatamente en Franco. Tiene 22 años. El número resonaba como un tambor en su cabeza. Su carrera acaba de empezar. Debería estar cometiendo errores, saliendo con chicos y chicas sin preocupaciones, no cambiando pañales a las 3 a.m.

Se vio a sí mismo, no como un compañero, sino como un obstáculo. Soy una ancla. Le estoy robando su juventud, su ligereza. Lo estoy atando a una responsabilidad monumental antes de que tenga la oportunidad de respirar. La imagen de Franco, con su sonrisa tímida y su devoción sincera, lo llenaba de una ternura dolorosa. No es justo para él. Se está perdiendo todo por ... por nuestro descuido.

Luego, su mente giró hacia sí mismo. Esto no debería estar pasando. Los años de supresores, la edad que los médicos siempre mencionaban con una ceja levantada... todo eso hacía de esto una posibilidad remota, casi una fantasía. Es un milagro.Pero la palabra "milagro" venía cargada de peso. ¿Y si es mi única oportunidad? La pregunta surgió desde un lugar profundo y primordial que no conocía. He logrado todo en la pista. ¿Pero y esto? ¿Una familia?

El reloj biológico, que siempre había ignorado, de repente sonaba con fuerza ensordecedora. Si digo que no ahora, ¿volverá a pasar? ¿Me arrepentiré por el resto de mi vida?

Durante días, fue una batalla interna. Por un lado, el miedo: el miedo a arruinar la vida de Franco, el miedo a no ser un buen padre, el miedo a lo que esto significaría para su propio cuerpo y su carrera. Era una ruta segura, conocida. La ruta de decir "no es el momento".Pero por otro lado, estaba esa chispa. La chispa que se encendía cuando recordaba la noche con Franco, no solo la pasión, sino la conexión genuina, la forma en que ese chico lo miraba como si fuera la respuesta a una pregunta que ni siquiera había formulado

Finalmente llego a una conclusión.Tenerlo no le roba su futuro a Franco. Le da uno diferente Franco no era un niño. Era un hombre que había tomado sus propias decisiones, que había demostrado una madurez y una lealtad que desafiaban su edad. Subestimar su capacidad para elegir es insultarlo. Subestimarlo por ser joven era tan condescendiente como aquellos que alguna vez lo subestimaron a él.

Este 'milagro' vino con él. No es una coincidencia.Tal vez no era un accidente, sino un regalo. Una oportunidad, contra todo pronóstico, de tener algo real, algo que el dinero y la fama nunca podrían comprar.

La culpa no desapareció por completo, pero se transformó. Ya no era una razón para decir no, sino un recordatorio para ser mejor, para asegurarse de que Franco nunca sintiera que su juventud había sido un sacrificio, sino una elección valiente.

Cuando se reunió con Franco en la cafetería, la decisión estaba tomada. No era una decisión tomada desde la facilidad, sino desde la valentía. Desde el reconocimiento de que, a veces, lo más aterrador y lo más hermoso vienen envueltos en el mismo paquete

 

 

 

La llamada nunca llegó. Al menos, no en la primera semana, ni en la segunda.

Mientras tanto, Franco interpretó el silencio de Lewis exactamente como temía: como un rechazo. "Claro", pensaba, abatido, mientras entrenaba con una ferocidad inusual. Fue un error para él. Una noche de locura. Soy solo un chico, no estoy a su altura.Respetó ese supuesto distanciamiento, dándole espacio, aunque cada día sin noticias le partía el corazón un poco más.

Hasta que, finalmente, su teléfono vibró. En la pantalla brillaba el nombre: Lewis Hamilton.

Con el corazón a mil por hora, Franco contestó, tratando de que su voz no delatara su nerviosismo. "¿H-Hola?"

"Franco, ¿podemos vernos? Hay algo... importante de lo que hablar." La voz de Lewis sonaba tensa, seriosa.

Acordaron un lugar discreto. Cuando Franco llegó, encontró a Lewis pálido, jugueteando con una taza de té. Se veía... diferente.

"Franco, lo primero es disculparme por huir así", comenzó Lewis, evitando su mirada. "Fue... inmaduro."

"Está bien, lo entiendo", murmuró Franco, resignado, preparándose para el "esto fue un error" que se merecía.

"No, no lo entiendes", Lewis suspiró, y finalmente lo miró. "Franco, esa noche... fue increíble. Para mí, fue... único."

Franco sintió un destello de esperanza. "¿En serio?"

"Sí. Y por eso lo que voy a decirte es aún más complicado." Lewis tomó aire. "Franco, estoy embarazado."

El silencio que siguió fue absoluto. Franco parpadeó, una, dos veces. Su cerebro, que había estado procesando un discurso de rechazo, simplemente no pudo asimilar la nueva información.

"¿...Perdón?" fue lo único que pudo decir.

"Estoy esperando un bebé. y es tuyo", aclaró Lewis, su voz más suave.

La mente de Franco hizo un cortocircuito. Lewis Hamilton. Su ídolo. La leyenda. Estaba embarazado. De él. La noticia tan abrumadoramente fuera de cualquier escala de realidad que él manejaba, que su cuerpo decidió tomar un atajo.

Sus ojos se pusieron en blanco. Una sonrisa tonta y completamente inconsciente se dibujó en sus labios.

"¡Genial!" exclamó, con un tono de voz alegre y desconectado.Y luego, sin más, sus piernas se aflojaron. Se desplomó hacia adelante, desmayado, con la cabeza aterrizando suavemente sobre la mesa con un suave 'tonk', justo al lado de la taza de té de Lewis.

Lewis, que esperaba cualquier reacción excepto esta, se quedó mirando el cuerpo inconsciente del joven durante un buen segundo. La sorpresa inicial dio paso a un suspiro de exasperada ternura. 

Lewis, conteniendo una mezcla de preocupación y un absurdo impulso de reír, se arrodilló junto a Franco. "Franco, despierta." Le acarició la mejilla y le sacudió suavemente el hombro.Unos segundos eternos después, los ojos de Franco se abrieron, desenfocados y llenos de confusión. Parpadeó varias veces, mirando el rostro de Lewis que estaba ahora a su nivel. El recuerdo, junto con la abrumadora noticia, regresó como una ola.

"¡Dios mío, Lewis! Perdon, yo...", balbuceó, incorporándose con torpeza mientras el camarero, aliviado, le ofrecía un vaso de agua. Su rostro estaba color escarlata. "Me desmayé. Perdón, es que... es que..."

"Está bien. Fue... una noticia grande", dijo Lewis, con un gesto rápido y haciendo una seña al camarero de que todo estaba bajo control. Una vez a solas, la atmósfera se volvió más seria.

"¿Estás bien?", preguntó Lewis, su voz ahora suave.

Franco asintió, bebiendo un sorbo de agua para ganar tiempo. La vergüenza comenzaba a ceder lugar a la realidad. Lewis estaba embarazado. De él.

"Lewis...", comenzó Franco, poniendo el vaso sobre la mesa con manos que aún temblaban ligeramente. "Es... ¿estás seguro? ¿De que es mío, quiero decir?" Instantáneamente se arrepintió. "No, perdón, eso sonó horrible, yo solo..."

Lewis puso su mano sobre la de Franco, calmándolo. "Sí, Franco. Estoy seguro. No ha habido... nadie más." La afirmación era simple y directa. "Y con mi edad y los supresores que tomo desde hace años... esto no debería haber pasado." Hizo una pausa, mirando sus manos entrelazadas. "Es, para ser honesto, casi un milagro."

La palabra "milagro" resonó en el aire silencioso de la cafetería. Franco la absorbía, mirando el perfil serio de Lewis.

"Entonces... ¿qué queres hacer?", preguntó Franco, su voz apenas un susurro. Su corazón latía con fuerza, preparándose para cualquier respuesta. Estaba listo para respetar su decisión, sin importar cuál fuera.

Lewis guardó silencio un momento más, observando la mezcla de miedo y absoluta sinceridad en los ojos del joven. Finalmente, suspiró, una sonrisa pequeña y asomando a sus labios.

"Quiero tenerlo", dijo con una calma que no sentía del todo. "Como dije, es un milagro. Después de una carrera donde pensé que lo había logrado todo... esto es algo nuevo. Algo real. Y lejos de asustarme... me hace sentir una esperanza que no sentía desde hace mucho."

La tensión se rompió en el rostro de Franco. Un alivio abrumador lo inundó,  un alivio que no sabia que tenía,seguido de una oleada de determinación tan feroz que lo sorprendió a él mismo. Apretó la mano de Lewis con fuerza.

"Entonces yo también quiero. Lewis, yo...", tragó saliva, buscando las palabras correctas. "No soy el más experimentado, ni el más rico. Pero te lo juro, voy a estar ahí. Me voy a hacer responsable. En todo lo que necesites." Su mirada era intensa, honesta, sin rastro de la timidez que lo caracterizaba. "No vas a pasar por esto solo. Prometido."

Cuatro semanas después el instinto de anidación golpeó a Lewis como un camión. Una tarde, la necesidad primaria y urgente de preparar el espacio para el bebé se apoderó de su mente. Necesitaba un nido. Un lugar seguro y cálido sobre todo, que oliera a Franco.

El problema era que Franco, siendo un chico práctico y sin pretensiones, tenía una colección de ropa que consistía principalmente en: algunos pares de jeans, camisetas de algodón, remeras del equipo y, si había suerte, un par de buzos cómodos. Lewis, rebuscando en el armario de Franco, solo pudo reunir un triste montoncito de tres camisetas, una remera con olor a motor y unas medias.

No era suficiente. Ni por asomo.

¿Cómo iba a construir un nido digno con eso? 

Así que, con la determinación que lo había llevado a ganar siete campeonatos mundiales, Lewis tomó su teléfono. No fue a una tienda cualquiera. Fue directamente a las páginas web de las marcas de lujo más exclusivas.

La lógica era simple: si Franco no tenía suficiente ropa, él se la compraría. Toda.

Tres días después, Franco llegó a casa después de un día de entrenamiento en el simulador. Abrió la puerta de su dormitorio ,que ahora era prácticamente el de ellos, y se detuvo, parpadeando.

La habitación estaba irreconocible. La cama, una enorme estructura de diseño, había desaparecido bajo una montaña absurdamente ordenada de ropa. Pilas perfectas de suéteres en todos los tonos de gris y beige. Camisas de lino italianas dobladas con una precisión militar. Jeans de diseño alineados. Buzos de seda, pijamas de algodón, incluso una pila dedicada exclusivamente a... ¿calzones de lujo?

En el centro de ese Everest textil, como un rey en su trono, estaba Lewis, con una sonrisa de satisfacción extrema y un poco demente, acurrucado en un hueco que había dejado entre la ropa. Llevaba puesto un suéter que le quedaba enorme.

"Lewis... ¿qué... es esto?", preguntó Franco, con la voz entrecortada por la incredulidad. 

"¡Es para el nido!", anunció Lewis, orgulloso, acariciando un suéter como si fuera un tesoro. "Tu ropa, Fran. Ahora tenemos suficiente.”

Franco se acercó con cautela, como si la montaña de ropa pudiera derrumbarse en cualquier momento. Agarro la etiqueta de un suéter. El precio le hizo dar un pequeño salto.

"Lewis... esto cuesta más que el mi sueldo actual", dijo, atónito.

"Los detalles no importan. Lo importante es que nuestro bebé va a tener el nido más suave y con mejor aroma", declaró Lewis, con total seriedad. "He calculado que con 400 conjuntos tenemos para rotar y mantener el aroma constante."

Franco no pudo evitarlo. Una risa burbujeante escapó de su garganta. Se sentó en el borde del cama y montaña, sacudiendo la cabeza. "¿Cuatrocientos? 

"¡Es mejor prevenir que lamentar!", argumentó Lewis. "Y además... ahora vos también  siempre vas a estar impecable."

Franco miró a su alrededor, a la fortaleza absurda y decadente que Lewis había construido.Se dejó caer de espaldas sobre la pila de suéteres, hundiéndose en una nube de suavidad y lujo.

"Está bien", dijo mientras un suéter le cayó sobre la cara. "Es el nido más extravagante del mundo. Pero es nuestro." Se saco el suéter de la cara y miró a Lewis con complicidad. "Aunque la próxima vez, capaz con tres remeras y un par de jeans hubiera sido suficiente,"

Lewis se acostó a su lado, enterrándose en la ropa nueva. "No es nada, no representa un gasto para mi", murmuró, ya medio dormido por el esfuerzo. "Nunca es suficiente cuando se trata de vos franco"

Chapter Text

La puerta del suite del hotel se cerró. Lewis soltó un suspiro profundo, una mezcla de agotamiento y alivio. Cada músculo de su cuerpo parecía gritar, especialmente la espalda baja, que cargaba con el peso extra.

Franco, que lo había seguido en silencio, no necesitó que le pidieran nada. Era como si un radar interno lo guiara. Dejó su mochila en una silla y se acercó a Lewis, que estaba de pie en medio de la habitación con los ojos cerrados, tratando de soltar la tensión del día.

"Vení", murmuró Franco, su voz suave en la penumbra.

Con manos expertas que no delataban sus años, Franco comenzó a trabajar. Sus dedos encontraron los nudos en los hombros de Lewis, presionando con una firmeza perfecta. Lewis dejó escapar un quejido bajo, de puro alivio, mientras dejaba que la cabeza se le cayera hacia adelante.

"Eso... justo ahí", susurró Lewis, sintiendo cómo la tensión comenzaba a ceder bajo el tacto de Franco.

Pero no se detuvo ahí. Franco, con una naturalidad que conmovía a Lewis, se arrodilló detrás de él. Sus dedos no se limitaron a los hombros; bajaron por su espalda, encontrando cada punto de presión a lo largo de la columna vertebral, aliviando el peso. Era un masaje meticuloso, dedicado, sin prisa.

Despues, vino el gesto que siempre partía a Lewis por la mitad. Franco alzó las manos y, con una delicadeza infinita, comenzó a desatar las complejas trenzas que Lewis llevaba puestas durante todo el día. No era un movimiento brusco o torpe. Lo hacía con una paciencia y un cuidado exquisitos, desenredando cada mechón, liberando su cuero cabelludo de la tensión constante.

Lewis cerró los ojos, entregándose por completo a la sensación. El sonido de su propia respiración, el crujido sutil de las trenzas al soltarse, el calor reconfortante de las manos de Franco en su cuero cabelludo... algo que los desconectaba a ambos del mundo de la competencia y los llevaba a un espacio solo suyo.

"Me tenes muy malacostumbrado", murmuró Lewis, sin abrir los ojos, una sonrisa cansada en sus labios.

Franco terminó de soltar la última trenza y pasó sus dedos suavemente por el pelo ahora suelto y ondulado de Lewis. "Es el plan maestro", respondió en un tono juguetón, sus propias preocupaciones del día parecían disolverse en este acto de cuidado. "Que te acostumbres tanto a esto que no puedas vivir sin mí."

Lewis giró lentamente para enfrentarlo. En la luz tenue de la habitación, el rostro de Franco era una mezcla de ternura y cansancio. Sin su armadura de piloto, parecía aún más joven, pero su mirada contenía una profundidad que iba más allá de sus años.

"Demasiado tarde para eso", susurró Lewis, llevando la mano a la mejilla de Franco. "Ya no puedo."

Dos meses despues 

El ruido era ensordecedor. Lluvia de confeti, champagne volando, el himno sonando para él. Lewis Hamilton, en su último respiro profesional antes de la paternidad, estaba en el podio. Segundo lugar. No era una victoria, pero después de una temporada complicada, sentía como si fuera el campeonato mundial. Sonreía, saludaba, con la adrenalina todavia bombeando en sus venias.

La carrera había sido un caos. Una salida accidentada, un safety car… y en medio del frenesí, un roce. Un toque ligero con otro coche al intentar un adelanto. Lo había sentido, por supuesto, pero en la burbuja de la carrera, era solo otro dato más. El auto respondía bien, siguió adelante. Ni siquiera había mirado el espejo retrovisor para ver a quién había tocado. Su mente ya estaba en la bandera a cuadros.

Pero ahora, bajando del podio, con la euforia empezando a ceder, algo faltaba. Alguien. Donde siempre estaba Franco, con su sonrisa tímida pero con los ojos brillando de orgullo, solo había un espacio vacío.

"¿Dónde está Franco?", le preguntó a un ingeniero, con una punzada de preocupación.

El ingeniero pareció incómodo. "Eh… creo que fue a la enfermería, Lewis. Pero no es nada grave."

La enfermería. Las palabras resonaron como un golpe sordo en su estómago. Dejó el trofeo en manos de su manager y se abrió paso entre la multitud, su sonrisa del podio completamente borrada.

Mientras tanto, en la enfermería del circuito, Franco, pálido y con el brazo izquierdo inmovilizado en un cabestrillo provisional, negociaba con el médico.

"Por favor, doc, solo deme unos analgésicos y me voy. No puede ser tan grave."

"Joven tiene una fractura limpia en el cúbito. Necesita una yeso proper…"

"¡Shhh! No tan alto", susurró Franco, mirando hacia la puerta con nerviosismo. "Es que… Lewis acaba de sacar su primer podio del año. No quiero arruinárselo."

En ese preciso momento, la puerta se abrió de golpe. Ahí estaba Lewis, todavía con el mono de carreras desceñido y la marca del casco en la cara, respirando agitado. Sus ojos fueron directos al cabestrillo y a la expresión culpable de Franco.

El silencio fue pesado. Lewis miró el brazo de Franco, luego miró hacia el podio invisible en la distancia, y luego otra vez a Franco. Las piezas encajaron en su mente con un click. El roce. El coche que se fue hacia la grava. Era él. Era el auto de Franco.

"Fui yo", dijo Lewis, su voz era un hilo de voz. Toda la euforia del podio se evaporó, reemplazada por un frío horror. "Dios mío, Franco… te rompí el brazo."

Franco intentó una sonrisa torpe. "¡Ey, tranquilo! Fue un accidente. Un roce de esos que pasan. Además, ¡sacaste podio! ¡Estuve viendo! Fue increíble, esa overtake en la curva 4…"

"¡¿Y vos estabas aca, con el brazo roto, viéndome en la tele?!", la voz de Lewis se quebró, mezclando incredulidad y culpa. Se acercó y tocó con extrema delicadeza el cabestrillo, como si fuera de cristal. "Perdon, lo siento mucho… Arruiné tu día. Arruiné tu brazo."

"Lewis, para." Franco, con su brazo bueno, agarró la mano de Lewis que temblaba ligeramente. "Mi día no está arruinado. Estoy orgulloso de vos. ¿Sabes lo que le dije al médico? Que no podía poner el yeso todavía porque tenía que ayudarte a cargar el trofeo."

Lewis lo miró, desconcertado. "¿Estás bromeando?"

"Un poco", admitió Franco con una sonrisa. "Pero el punto es que estoy bien. Es un hueso. Se sana. En seis semanas voy a estar como nuevo, listo para cambiar pañales con ambas manos. Tu podio, en cambio, es para siempre. O, bueno, hasta el próximo año."

Lewis seguía mirándolo, la culpa aún grabada en su rostro. Franco suspiró, fingiendo exasperación.

"Mira, si no te calmás, voy a tener que abrazarte con este solo brazo y te advierto que no es muy comodo."

Eso finalmente arrancó una sonrisa temblorosa a Lewis. Se dejó caer en la silla junto a la camilla y enterró su cara en el hombro sano de Franco.

Franco, apoyando la mejilla en el pelo de Lewis. "Yo soy tu fan número uno, incluso cuando me mandas a la enfermería. Ahora, ¿vamos a casa a celebrar tu podio? Prometo no dejar que cargues nada pesado."

Lewis asintió, sintiendo cómo el nudo de culpa en su pecho se aflojaba.El viaje a casa fue silencioso, pero no incómodo. Lewis conducía con una precaución exagerada, como si trasladara cristalería fina, lanzando miradas furtivas a Franco cada treinta segundos.

"¿Te duele?", preguntó por quinta vez, mientras se acercaban a su edificio.

"Solo cuando respiro muy fuerte... es broma, Lewis", dijo Franco rápidamente al ver la expresión de pánico en el rostro de su pareja. "El analgésico todavía hace efecto. Estoy bien."

Al llegar a su departamento, la escena era casi cómica. Lewis, cargando su trofeo del podio en una mano y sosteniendo a Franco con la otra, como si el joven fuera a desintegrarse sin su apoyo.

"En serio, puedo caminar solo", rió Franco, pero permitió que lo guiaran hacia el sofá como a un inválido.

Una vez instalado, Lewis desapareció en la cocina y regresó con una montaña de almohadas , una manta, el control remoto, una botella de agua y los analgésicos recetados, todo dispuesto meticulosamente en la mesa auxiliar.

"¿Necesitas algo más? ¿Una almohada más? ¿Que suba la calefacción? ¿Que baje la calefacción?", preguntó Lewis, de pie frente al sofá, con una energía nerviosa que Franco no le había visto antes.

Franco lo miró con ternura y un poco de exasperación. "Lewis. Séntate. Por favor."

Lewis obedeció, hundiéndose en el sofá a su lado, pero su cuerpo seguía tenso.

"Sabes", comenzó Franco, jugueteando con el borde del cabestrillo con su mano buena, "esto no cambia nada. Todavía puedo hacerte el té. Todavía puedo... bueno, con una mano será más lento, pero puedo intentar desatarte las trenzas." Hizo una pausa y sonrió. "Y todavía puedo abrazarte, aunque sea un abrazo lateral."

Lewis no dijo nada. Solo miró el yeso blanco e inmaculado que inmovilizaba el brazo de Franco, un recordatorio tangible de su error en la pista.

"Todo ese discurso de 'hacerme responsable'", murmuró Lewis, finalmente, mirando sus propias manos. "Y hoy fui el responsable de... de esto."

Franco suspiró. Con su mano buena, tomó la de Lewis. "¿Sabes qué significa 'hacerse responsable' de verdad? No significa ser perfecto. No significa no cometer errores. Significa estar ahí después, incluso cuando las cosas se complican." Apretó su mano. "Hoy tuviste un error en la pista, sí. Pero ahora estás aca. Eso es hacerse responsable"

Esas palabras, dichas con la sencillez característica de Franco, finalmente calaron en Lewis. Levantó la vista y por primera vez desde la enfermería, miró realmente a Franco.

"Ese podio...", comenzó Lewis, con la voz ronca.

"Es nuestro", terminó Franco con firmeza. "Tiene una pequeña abolladura por mi parte, pero es nuestro. Y cuando este yeso salga, vamos a tallar en él 'Aquí yace el cúbito de Franco, sacrificado por la gloria'."

Una risa, genuina escapó por fin de Lewis. Se inclinó y apoyó su frente contra el hombro sano de Franco, sintiendo el alivio lavarlo por completo.

"Te quiero mucho, franco" Susurró Lewis.

"Lo sé", respondió Franco, acariciándole el pelo con su mano buena. "Y yo a vos. Ahora, por favor, contame cómo se sintió esa última vuelta. Quiero todos los detalles."

 

Tres meses despues

Milán, fuera de temporada, debería haber sido un paraíso. Diseño, gastronomía, tranquilidad. Pero para Lewis, era nostalgia. Había viajado para unas reuniones de trabajo con uno de sus patrocinadores de moda, un compromiso de esos que su imagen pública exigía. Era solo cuestión de días, pero cada hora pesaba como plomo.

La suite del hotel era amplia, luminosa y estaba vacía. Terriblemente vacía. Desde la ventana, el Duomo se alzaba imponente, pero a Lewis le parecía un monumento a su propia soledad. Extrañaba el desorden silencioso de Franco, su olor a jabón neutro y aire fresco invadiendo el espacio. Extrañaba el roce de sus pies descalzos en el piso de madera por las mañanas, el sonido de su respiración tranquila mientras dormía.

La tercera noche, la añoranza se volvió un nudo en el pecho. Estaba recostado en la cama, mirando el techo, sintiendo los movimientos inquietos del bebé como un eco de su propia intranquilidad. No lo pensó dos veces. Tomó el teléfono y marcó.

La llamada sonó solo una vez antes de ser contestada.

"¿Lewis? ¿Estás bien?", la voz de Franco sonaba alerta, con un deje de preocupación. Siempre su primera pregunta.

Lewis cerró los ojos. "Sí. No. No sé." Un suspiro tembloroso escapó de sus labios. "Este lugar es enorme y está... silencioso. Demasiado silencioso."

Hubo una pausa del otro lado. Lewis podía casi escuchar los engranajes girando en la mente de Franco.

"¿A qué hora empiezan tus reuniones mañana?", preguntó Franco, su voz ahora tenía un tono práctico, decidido.

"¿Qué? A las diez, pero..."
"Bien. No cierres con llave."

La línea se cortó. Lewis miró su teléfono, desconcertado. ¿Acababa de decirle que no cerrara con llave? ¿Desde Mónaco? Era una locura.

Pero cuatro horas después, el suave clic de la puerta de la suite lo sacó de un sueño ligero. Se incorporó de golpe en la cama. ahi, en el marco de la puerta, con una mochila al hombro, el pelo revuelto por el viento y una sonrisa tímida pero triunfal, estaba Franco.

"¿Cómo...?"
"El último vuelo. Y un mototaxi muy rápido", explicó Franco, dejando caer la mochila al suelo. Su aroma, familiar y reconfortante, comenzó a llenar la habitación, desplazando de un golpe la opresiva elegancia del lugar.

Lewis no dijo nada. Se levantó y cruzó la habitación en tres pasos, arrojándose en sus brazos con una fuerza que hizo que Franco diera un pequeño paso atrás para mantener el equilibrio. Enterró su rostro en el cuello del joven, inhalando profundamente.

"Estas loco", murmuró contra su piel, pero su voz estaba cargada de alivio."vos estabas solo", respondió Franco, como si fuera la explicación más simple del mundo. Sus manos recorrieron la espalda de Lewis, firmes y seguras. "Y yo tampoco podía dormir."

Esa noche Franco envolvió a Lewis en sus brazos, una pierna sobre las suyas, creando un refugio de calor y contacto. Lewis, por primera vez en días, sintió que su cuerpo y su mente se relajaban por completo. El silencio ya no era vacío; estaba lleno del ritmo calmado del corazón de Franco contra su espalda.

En la malaña lewis encontro a franco tomando mates y comiendo esa monstruosidad que llamaba alfajor 

Lewis Hamilton tenía una relación muy seria con su cuerpo. Era un templo, una máquina de alta precisión. Y como tal, no se llenaba de combustible con cualquier cosa.Los alfajores, en su diccionario nutricional, estaban archivados como prohibido. Una bomba de azúcar y grasas trans. Una calamidad empalagosa. Se lo había dejado muy claro a Franco desde el principio.

"Mi cuerpo es mi herramienta de trabajo, Fran. No puedo permitirme calorías vacías", le dijo una vez, con un tono que invitaba a cero discusiones.

Franco, respetuoso, asintió y guardó sus queridos alfajores.

O eso creía Lewis.

Porque entonces llegó El Antojo. No era un simple antojo. Era una obsesión que se apoderaba de él a las 3:17 AM, un deseo visceral que hacía que soñara con dulce de leche y masas quebradizas. Se despertaba con la boca hecha agua, imaginando el crunch del chocolate.

La batalla interna era épica.

Esa mañana Lewis se mantenía firme. Pero el fantasma del alfajor lo acechaba y cuando vio que Franco se comía uno. No uno cualquiera, sino su marca favorita, la que había investigado en secreto. El aroma a cacao y leche caramelizada lo atravesó como un dardo envenenado.

Franco, al ver su mirada fija y ligeramente psicótica, se congeló con el alfajor a medio camino de su boca. "¿Qué pasa?"

"Nada", dijo Lewis, con la voz extrañamente ronca. "Disfruta tu...desayuno." Dio media vuelta y salió, respirando como un toro.

Pero no aguantó. No pudo.

Diez minutos después, Franco encontró a Lewis rodeado de cinco envoltorios vacíos de alfajores, con la cara y las manos manchadas de chocolate y dulce de leche, y una expresión que mezclaba el éxtasis absoluto con la culpa más profunda.

Se quedaron mirándose. El silencio era tan espeso como el dulce de leche.

Lewis tragó saliva, intentando recuperar un ápice de dignidad. "Fue... el bebé" se excuso, limpiándose la barbilla con el dorso de la mano.

Franco se mordió el labio para no reír. Cruzó los brazos. "Ah, ¿sí? “Lewis miró los envoltorios, luego sus manos pegajosas, y finalmente a Franco. Su orgullo se desinfló como un globo. "Son... tan buenos", admitió en un susurro derrotado.

Franco no pudo contenerlo más. Soltó una carcajada y se sentó en el suelo frente a él. "¡Lo sabía! ¡Lo sabía que caerías! Son irresistibles." Le pasó una servilleta y un vaso de agua. "¿Y? ¿Valió la pena la traición a tus macros nutricionales?"

Lewis, con la boca todavía dulce y el alma en paz, asintió con fervor. "Cada caloría vacía valió la pena."

"Bien", dijo Franco, sonriendo. "Porque pedí una caja de cincuenta. Para 'emergencias'."

El ultimo dia encontraron una pequeña cafetería que olía a café recién tostado y, de manera intrigante, a algo más... familiar.

Al entrar, el letrero decía: "Dolce Argentina". Detrás de la barra, una mujer de mediana edad con una sonrisa cálida y un delantal con la bandera argentina los recibió.

"¡Buenas tardes! ¿De dónde son?", preguntó con un acento que a Franco le sonó a casa.

"Argentina, de Pilar", respondió Franco, orgulloso, mientras ayudaba a Lewis a sentarse en una de las mesitas de madera.

"¡Ah, un compatriota! ¡Bienvenido! Y usted..", dijo la mujer, mirando a Lewis con una chispa de reconocimiento en los ojos, pero demasiada profesionalidad como para mencionarlo.

"Británico", sonrió Lewis, cómodo en el anonimato relativo del lugar.

Mientras Franco pedía un cortado, Lewis no pudo resistirse. Su mirada se clavó en una vitrina llena de facturas, medialunas y, por supuesto, alfajores de todas las variedades imaginables.

"Y para usted?", preguntó la dueña, siguiendo su mirada.

"Eh... un café con leche, por favor. Y... ¿uno de esos?", señaló un alfajor gigante cubierto de coco rallado.

La mujer sonrió, complacida. "Un hombre con buen gusto."

Lewis devoró el alfajor con la misma devoción secreta que había mostrado antes. No uno, sino dos. Franco lo observaba, divertido, sin decir una palabra. Cuando Lewis pidió un tercero, la muer se acercó a la mesa con una bandeja y una sonrisa picara.

"Miren", le dijo a Lewis en un tono confidencial, lleno de sabiduría. "En mi país, tenemos un dicho. No falla." Hizo una pausa dramática. 'Si no puede parar de comer cosas dulces... ¡es una nena la que viene en camino!'"

Lewis se quedó paralizado. Sus ojos, muy abiertos, se encontraron con los de Franco, que también parecía sorprendido.

"¿... Perdón?", fue lo único que Lewis pudo articular, bajando la mirada hacia su propio vientre, ahora mas prominente.

Ella asintió con convicción, limpiando la mesa con un trapo. "Sí, señor. Es una vieja creencia de las abuelas. Los antojos dulces, niña. Los antojos salados o ácidos, varón. Y a usted, por lo que veo, lo que le gusta es lo dulce." Guiñó un ojo. 

Cuando se alejó, un silencio se instaló en la mesa. Lewis miró los restos del alfajor en su plato, despues miró a Franco.

"Es... una superstición sin base científica alguna", declaró Lewis, tratando de sonar escéptico, pero su voz temblaba ligeramente.

"Totalmente", asintió Franco, demasiado rápido. Pero una sonrisa enorme e incontrolable comenzaba a estirarle los labios. "Una tontería. Una simple... creencia popular."

Lewis lo miró. "Ya estás pensando en nombres de mujer, ¿verdad?"

"¿Yo? No. Para nada", mintió Franco, fallando estrepitosamente. Sus ojos brillaban con una emoción nueva. 

"¡Lo sabía!", exclamó Lewis, pero su propio escepticismo se estaba resquebrajando. Una niña. 

"Una nena", susurró Franco, como si probara la palabra.

"Es solo un dicho, Franco", repitió Lewis, pero esta vez, su voz sonaba suave, soñadora.