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Capítulo 08: Magia entre espinas
El sol se filtraba por los ventanales altos de la biblioteca, tiñendo las columnas de luz con un ámbar polvoriento. Allí dentro reinaba una calma extraña… o al menos todo lo que Rin Boreas Greyrat podía llamar “calma” desde que había despertado en este mundo ajeno.
En el tercer piso, sentada con la espalda recta y un pesado tomo de teoría mágica sobre las rodillas, Rin obligaba sus ojos a recorrer las líneas con paciencia fingida. Pero su mente, en realidad, no estaba ahí.
Magia de conversión interelemental… qué primitivo.
Un suspiro suave escapó de sus labios. El idioma era distinto, los símbolos arcanos demasiado simples frente a los intrincados círculos de invocación que ella podía dibujar incluso con los ojos cerrados. Las teorías eran lógicas, sí, pero tan infantiles que apenas despertaban su interés.
¿Y acaso no era ese el punto?
Cerró el libro con un leve clap, casi con pesar. Ya lo había leído dos veces. No sacaría nada nuevo de él.
El silencio la envolvió mientras miraba el polvo flotando en la luz del atardecer.
—No tiene sentido… —murmuró, apenas audible—. Absolutamente ninguno.
Había pasado casi una década desde que llegó aquí… o desde que fue arrojada. Nunca estuvo segura. Sus primeros recuerdos eran fragmentos borrosos: despertar en una cuna, los balbuceos de sirvientes extraños, la figura amable de una mujer que la llamaba “hija”… una palabra que solo más tarde pudo traducir.
Aquel detalle la perturbó al inicio. La única persona que la había llamado así fue su madre. Su madre muerta. Una punzada le atravesó el pecho al recordarla: Aoi Tohsaka.
Desde entonces, no le quedó otra opción más que adaptarse. Esa fue su manera de sobrevivir.
Conservaba en la memoria cada día con precisión quirúrgica: cómo aprendió el idioma en tiempo récord, cómo imitó a sus nuevos padres, cómo sostuvo su verdadera identidad dentro de un cuerpo que no le pertenecía. Y cómo lloró solo una vez, cuando comprendió que aquello no era un sueño. Solo una vez.
Lo recordaba con nitidez:
Primer año: Es un sueño.
Segundo año: Es un sueño muy largo.
Tercer año: Este sueño me hace perder la noción del tiempo.
Cuarto año: ¿Dónde estoy?
Quinto año: No tengo a dónde ir.
Sexto año: No sé qué hacer…
Séptimo año: Tsk!… no lloraré como una damisela en apuros.
Octavo año: Mi hermana menor me volvería loca.
Noveno año: Quizás esta vida no es tan mala.
No entendía qué había pasado. No de forma lógica. Solo podía teorizar, pero nada estaba confirmado.
La Espada Kaleidoscopio…
Recordaba haber tenido acceso a esa arma. Con ella había tocado, aunque fuera un instante, las múltiples realidades, absorbiendo maná de ellas para enfrentar a Sakura.
Recordaba, también, cómo había sido herida de muerte. Por eso creía que el arma, en un último intento por preservarla, había hecho algo imposible: lanzarla a otra vida. Un acto que rozaba la magia verdadera. Y, considerando la naturaleza del arma, no era improbable.
Se levantó del sillón de terciopelo granate y caminó hasta la baranda del piso superior. Desde allí contempló la inmensidad de la biblioteca.
—Basura… —escapó de sus labios en un murmullo.
No era mentira. La información podía ser útil para cualquiera que fuera a heredar el poder de una familia, pero ella lo había comprendido hacía tiempo: su destino, en el mejor de los casos, era gobernar la ciudad de Roa, donde su padre tenía el mando.
Los estantes estaban llenos de libros de política, filosofía, historia, archivos de lugares, finanzas. Textos que entendía, pero que poco le servían.
El atraso de este mundo era evidente.
La magia, en especial, parecía sacada de un anime infantil. Ella conocía sistemas infinitamente más complejos, con fundamentos que dejaban en ridículo a los rudimentarios conjuros de este lugar.
El problema era uno: el sistema de su mundo no se aplicaba aquí. Intentó practicar hechicería como solía hacerlo, pero las reglas eran distintas. Jugó con lo poco que recordaba, adaptando, improvisando, y logró desarrollar su habilidad hasta cierto nivel.
Pero era frustrante. No podía volver a ser tan fuerte como había sido. No mientras no descifrara cómo funcionaba la magia de este mundo.
Sabía que, una vez comprendido, todo lo que conocía podría replicarse y mejorarse. El problema era que este sistema parecía demasiado… simple. Y eso la confundía.
¿De verdad era tan básico?
¿O simplemente… nadie lo había llevado más allá?
Estiró la mano y observó cómo, por un instante, sus venas brillaban.
—No hay circuitos… eso ya lo entendí —murmuró para sí misma.
El maná estaba en todas partes. Flotaba en el aire, corría en el agua, impregnaba cada rincón de ese mundo. Todos lo usaban. Todos lo sentían. Muy distinto de su realidad anterior, donde el maná era escaso, limitado, casi esquivo.
—¿Será por eso que allá desarrollamos los circuitos mágicos? —reflexionó—. ¿Como una forma de adaptación evolutiva? ¿Una manera en que el cuerpo aprendió a sintetizar lo poco que había?
Deslizó un dedo por la ilustración rúnica abierta ante ella, aunque su mente estaba muy lejos del papel.
—Si es así… entonces los espíritus heroicos, como Saber, que existían en planos superiores, tampoco habrían necesitado circuitos. Sus cuerpos eran espirituales. El maná del mundo los atravesaba de forma directa… ¿o no?
Guardó silencio unos segundos, frunciendo el ceño.
—No… Saber sí tenía circuitos. Lo sentí cuando la enfrenté. Archer… Tsk! Ese idiota no me sirve de ejemplo. Aunque mediocre como mago, también tenía los suyos. ¿Qué significa entonces? ¿Que incluso en mundos abundantes en maná los circuitos siguen siendo posibles? ¿O que los Servants se creaban con el molde de nuestra realidad, donde los circuitos eran imprescindibles?
Se inclinó hacia atrás en el asiento, cruzándose de brazos.
—Aquí, en cambio, no hay nada de eso. La gente canaliza el maná directo del ambiente, como si sus cuerpos fueran simples receptáculos, pero aún así, producían de alguna forma maná. No hay estructuras internas complejas. Una magia más visceral, más natural… pero también más primitiva.
Su mirada se endureció.
—Si pudiera abrir el cuerpo de un hechicero de este mundo… examinarlo como en los antiguos rituales de anatomía mágica… quizá hallaría algún sustituto de los circuitos. O tal vez… la abundancia del maná hizo innecesaria su existencia.
Suspiró. Así pasaban sus días: teorías sin maestro, sin guía. Y sospechaba que, aun con un maestro, no lograría mucho más.
Descartó los pensamientos de teoría mágica, y como siempre, terminó en el mismo lugar: los recuerdos.
Sakura. Su dulce hermana. ¿La habría salvado? ¿Su alma descansaba al fin… o también fue arrastrada por la tormenta? Rin deseaba con desesperación que no. Que estuviera en paz.
Shirou. El idiota empeñado en ser héroe. El chico incapaz de rendirse. ¿Sobrevivió? ¿O el Santo Grial lo consumió? Probablemente, como siempre, se sacrificó por alguien más.
Archer… Rin apretó los dientes. Su sombra, su futuro, su error. ¿Era real o solo un espejismo de lo que Shirou podría llegar a ser? Parte de ella deseaba borrarlo de su memoria. Otra parte… no podía dejarlo ir.
Se levantó y caminó entre las estanterías antiguas, rozando con los dedos las cubiertas gastadas que olían a polvo y encierro.
¿Y si ya estaba muerta?
¿Y si este mundo era su castigo?
¿O redención?
Aceptaba que no era un sueño, que todo era real. Pero seguía doliendo la soledad. Antes también estaba sola, sí, pero le bastaba con ver de lejos a Sakura o Shirou, con discutir con Kirei, incluso con soportar al sarcástico Archer durante aquella semana. Aquí, en cambio, el silencio era absoluto.
No. Ella era una Tohsaka. Aunque llevara otro apellido, aunque este cuerpo fuera nuevo, su alma seguía siendo la misma.
Al pasar junto a un ventanal, sus ojos se posaron en el jardín central del feudo. Allí estaba Eris, riendo a carcajadas mientras blandía una espada de entrenamiento, como si el mundo nunca hubiera conocido la tragedia.
Rin se preguntó dónde estaba Ghislaine. Raro era ver a Eris sin ella, pero no comentó nada.
—Demasiado ruido… —murmuró.
Con Ghislaine al menos el bullicio se atenuaba.
Le costaba admitirlo, pero apreciaba a su nueva hermana. Eris era un torbellino de energía: grosera, impulsiva, agresiva… y sin embargo, honesta. Como un cachorro que aún no sabía controlar su propio cuerpo. Rin la quería, indudablemente. Pero a veces también quería ahorcarla.
La vida en el feudo Boreas tenía ese efecto. Todos parecían locos, o al menos obsesionados con las orejas y las colas peludas.
Eris era su única compañía. Los demás hermanos habían sido enviados lejos, piezas en alianzas políticas y juegos familiares. Solo ellas dos quedaban como herederas visibles. La presión recaía con fuerza sobre Rin: era la mayor, la responsable, la que debía dar ejemplo.
Y no estaban equivocados.
Aunque, en el fondo, a Rin poco le importaba gobernar una ciudad. Soñaba con algo más. Esperaba el día en que Eris creciera lo suficiente… y entonces, quizás, huir juntas del feudo.
¿Extremista? Sí.
¿Realista? También.
Eris era impulsiva y destructiva; solo era cuestión de tiempo para que sus padres la comprometieran con alguien y su hermana se negara rotundamente. Por eso Rin esperaba ese día: sería el momento perfecto para huir. Eris no pondría objeciones y, con ella a su lado, podría recorrer el mundo. La pelirroja sería el músculo y ella el cerebro. Casi le recordaba a su vieja alianza con Shirou.
Aunque no lo demostraba, Rin lo observaba todo. Estudiaba a todos. Medía cada palabra que decía, cada gesto, cada mirada. En el fondo, seguía siendo una maga, atrapada en un mundo con sistemas distintos, pero donde la esencia de la magia aún obedecía las mismas leyes.
Suspiró. Volvió al sillón y tomó otro libro. Todavía tenía tiempo, tiempo de sobra para pensar, estudiar y fingir que su vida no se había detenido en el instante en que el Grial explotó.
Pero justo cuando iba a sumergirse en la lectura, un trueno de voz resonó desde el fondo del pasillo:
—¡¡RIIIIIIIIIN!!
El corazón se le detuvo un segundo. No por miedo, sino por pura resignación. Solo había una persona en este mundo con una voz tan estrepitosa y sin pizca de decencia.
—¿Qué quiere ahora el abuelo? —murmuró.
Sauros Boreas Greyrat se acercaba, y por su tono… traía noticias.
Los pasos retumbaban como truenos mal contenidos. Rin aún no lo veía, pero el sonido era inconfundible: zancadas anchas, torpes, impetuosas. La biblioteca temblaba.
Cerró el libro lentamente, marcando la página con una cinta roja. No por delicadeza, sino por pura resignación.
—Adiós a mi paz —susurró con ironía, justo cuando las puertas dobles se abrieron de golpe como si el viento de la guerra irrumpiera en la sala.
—¡Rin! ¡Querida nieta! —rugió Sauros, su imponente figura llenando el marco como un titán atrapado en un mundo demasiado pequeño.
Llevaba la capa arrugada, la barba desordenada y esa eterna expresión de entusiasmo beligerante que lo hacía parecer menos un noble y más un general en busca de batalla. Rin no se movió de su asiento.
—Abuelo, estamos en una biblioteca. Algunos creemos en el concepto de silencio.
Sauros rió como si su nieta acabara de contar el mejor chiste del día. Caminó hacia ella como una tormenta con botas de cuero, ignorando los suspiros de los sirvientes que temían que tumbara estantes por accidente.
—¡Hoy es un gran día! —anunció levantando los brazos, como si esperara aplausos—. ¡He conseguido un nuevo tutor para Eris! ¡Uno verdaderamente excepcional!
Rin arqueó una ceja y se compadeció del pobre insensato que aceptara el trabajo. Eris era el motivo principal de que no hubiera podido conseguir un maestro de magia: varios habían llegado, pero huyeron espantados por su hermana endiablada. Obviamente, los prejuicios de la familia tampoco ayudaban.
—¿Otro? ¿No fue suficiente con el último, que duró tres días antes de salir huyendo por la ventana?
—¡Bah! ¡Ese hombre era débil! Este nuevo es diferente. ¡Un genio! ¡Un prodigio! Apenas un niño de siete años, pero con el conocimiento de un sabio.
Rin parpadeó.
—¿Un niño? —se burló, apenas conteniendo la risa.
—¡Sí! ¡Un joven Greyrat! Se rumorea que domina todas las escuelas mágicas, incluso sin necesidad de cánticos. ¡Sin cánticos, Rin!
Eso llamó su atención de inmediato. La única persona que había visto hacer semejante despliegue fue Caster durante la guerra. Que un niño lo lograra le parecía un mal chiste.
—¿Sin cánticos, dices? —murmuró entrecerrando los ojos.
—¡Así es! Y no solo eso: Philip y Hilda están convencidos de que este chico puede convertir a Eris en una dama y a ti en una verdadera maga de combate. ¡Imagínalo! ¡Mis dos nietas, hechiceras refinadas, orgullo de la familia Boreas!
Rin lo miró fijamente un largo segundo. Luego se levantó con esa elegancia que había perfeccionado para tales situaciones.
—No necesito que un niño me enseñe a ser refinada, abuelo. Tampoco necesito un maestro. Pero… —bajó la voz— si ese chico de verdad lanza magia sin cánticos, no me importaría observarlo.
Sauros la miró un instante antes de soltar otra carcajada y darle una palmada en el hombro que casi la derriba.
—¡Así se habla! ¡Eres una Boreas! ¡Una verdadera Greyrat!
—Y tú eres un problema —gruñó Rin, frotándose el hombro con disimulo—. ¿Dónde está ahora ese supuesto genio?
—¡Está por llegar! Hoy mismo. Prepara tus mejores preguntas. Y, por favor, trata de no asustarlo como al último maestro.
Rin suspiró. El último maestro era un incompetente; tuvo que intimidarlo para que se marchara.
—¿Y cómo se llama este sabio infante? —preguntó con sarcasmo.
—Rudeus. Rudeus Greyrat.
Rin arqueó otra ceja. Greyrat. Otro más. Qué conveniente. Sabía que había cuatro ramas de la familia Greyrat, nombradas según los dioses del viento de cada punto cardinal.
Bóreas, dios del viento del Norte.
Zéfiro, dios del viento del Oeste.
Notos, dios del viento del Sur.
Euro, dios del viento del Este.
Este nuevo mundo tenía muchas semejanzas con el suyo, o al menos ciertos guiños familiares. En Asura, las familias nobles parecían una combinación extraña entre el nombre de un animal y un color en inglés. Y se repetían como patrones antiguos, como ecos de algo que ya conocía.
—¿Alguna relación con la rama directa?
—¡Por supuesto! Es hijo de Paul, el espadachín. ¿Lo recuerdas?
Rin hizo una mueca leve.
—Vagamente —mentí.
Lo recordaba bien: cuando tenía apenas tres años, había visto a un hombre postrarse ante su padre, rogándole que le diera empleo. Su padre parecía reacio a ayudarlo, pero al final un brillo en sus ojos lo convenció.
—¡Ja! Pues su hijo es diferente. Dicen que heredó la cabeza de su madre y el talento de su padre. ¡Una joya!
—Una joya de siete años. ¿Qué podría salir mal? —me burlé suavemente.
Sauros, como siempre, no captó el sarcasmo. Estaba demasiado emocionado, rebosante de esa energía caótica que lo hacía parecer una estampida con patas.
Rin lo observó marcharse con su risa tronando por los pasillos, agitando la capa como si participara en una ópera heroica. Cuando el ruido se desvaneció, volvió a sentarse. Cruzó las piernas con calma y recogió el libro otra vez, aunque ya no tenía intención de leer.
Un niño llamado Rudeus Greyrat.
Magia sin cánticos.
—Supongo que no tengo nada mejor que hacer —murmuró, mirando por la ventana hacia el jardín, donde Eris seguía golpeando un árbol con su espada de madera, como si aquel pobre tronco hubiera cometido un crimen contra la humanidad.
Después de todo, si iba a estar atrapada en este mundo sin explicación, sin propósito y sin regreso… al menos podía asegurarse de no aburrirse.
Y quizás, solo quizás, ese niño tuviera algo que enseñarle. O algo que revelar. No pasaron más de dos horas desde que Sauros interrumpiera su lectura cuando lo vio.
Estaba en el vestíbulo principal, flanqueado por su abuelo; que lo presentaba como si anunciara la llegada de un héroe legendario, y por Philip, más sobrio, pero con el mismo aire expectante.
Él… era más pequeño de lo que había imaginado.
Bueno, pensó Rin, tiene siete años. No sé por qué esperaba que la genialidad viniera con al menos metro y medio de altura.
Ella era mayor por casi tres años. Era normal que la diferencia se notara. Tenía el cabello castaño claro y unos ojos enormes, demasiado grandes para su rostro, aunque no vacíos. Había inteligencia en ellos. Tal vez los genes Greyrat estaban presentes con claridad, porque tenía un aire similar a su padre.
Era una gran diferencia con Eris, una calca de su madre con su cabello y ojos rojos. Ella, en cambio, con su cabello negro y sus ojos verdes, no se parecía a ninguno de sus padres. Su abuelo solía decirle que era idéntica a su primera esposa, y supuso que gracias a eso no hubo tanto escándalo por su apariencia.
Dejó sus pensamientos a un lado y volvió a la escena.
Eris, por supuesto, ya intentaba golpearlo con un bastón de práctica.
—Oh, ¿es él el genio? —preguntó Rin con voz suave y expresión aburrida—. Me lo imaginaba con más… no sé… presencia.
Rudeus la miró, su rostro tensándose un instante antes de recuperar la compostura.
—Y yo me imaginaba que la hermana mayor de mi alumna tendría modales.
Rin lo observó con atención. Luego soltó una breve risa, peligrosa en su sutileza: no era burla, no era alegría. Era interés.
—Touché —dijo al fin—. Aunque no soy tu alumna.
—No aún —replicó Rudeus.
Sauros estalló en carcajadas.
—¡Eso es! ¡Me gusta este chico! ¡Tiene agallas!
—Y lengua afilada —añadió Philip. Rin notó que no sonaba molesto, sino intrigado.
El niño la miraba con algo más que respeto: la observaba como si intentara descifrarla. Ella sabía jugar a ese juego mejor que nadie.
—Supongo que debería darte una oportunidad, Rudeus —dijo Rin finalmente—. Pero no me convencen los cuentos. ¿Lanzas magia sin cánticos?
Él asintió con una leve reverencia.
—Lo hago.
—¿Y puedes explicar cómo?
—Claro —respondió con calma—. La clave está en formar el círculo mágico directamente en la mente y visualizar el resultado, sin necesidad de pronunciar la construcción verbal.
Rin ladeó la cabeza, interesada.
—Eso no responde al cómo, solo al qué. ¿Qué pasa con la estabilidad? ¿No pierdes precisión al eliminar la guía sonora del encantamiento? Y ni hablar de lo inestable que puede resultar.
Rudeus sonrió.
—La pierdes al principio. Pero con suficiente práctica puedes compensarlo con mayor concentración y anclaje visual. Es como escribir sin tinta: si sabes el contenido, no necesitas verlo para recordarlo.
Rin parpadeó. No porque no entendiera, sino porque no esperaba una explicación tan clara. Concisa, sin alardes.
Cruzó los brazos y avanzó hacia el centro de la sala.
—Demuestra lo que sabes.
—¿Qué tipo de hechizo quieres ver?
—Si puedes lanzar hechicería sin cánticos, significa que puedes moldear y romper sus limitaciones. Demuéstralo.
Rudeus se tensó apenas un instante; Rin lo notó en su postura. Un pestañeo demasiado rápido, un ligero enderezarse de la espalda.
—¿Demasiado para ti? —preguntó ella, con fingida inocencia.
—No —replicó él—. Solo… extraño. Nadie que no sepa de magia podría deducir eso.
—Yo no soy nadie. Entiende eso.
Rudeus alzó la mano. Una piedra comenzó a materializarse, creciendo en su palma. Primero informe, luego esférica, después cúbica, hasta adoptar la forma de una estrella de bordes nítidos.
Rin la tomó con cuidado, examinándola bajo la luz.
—No presenta defectos. Parece como si nunca hubiera sido alterada —observó.
—Al inicio sí los tiene. Pero las fracturas se corrigen nutriendo el hechizo con más maná explicó Rudeus, con una leve sonrisa.
—Ineficiente —dictaminó Rin.
—Pero funcional —contraatacó él.
—Si lo haces tú, tal vez. Pero desconoces tu límite mágico. ¿Cómo esperas que otros puedan replicarlo? La magia debe ser funcional y eficiente. Apoyarse solo en ventajas circunstanciales puede llevar lejos, pero si piensas transmitir tus conocimientos, eso solo engendrará ineptitud.
Soltó la estrella en su propia mano, con una expresión seria. Rudeus retrocedió un paso, sorprendido de escuchar esas palabras en boca de una niña de nueve años. El silencio pesó un momento.
Eris observaba sin entender, confundida y molesta. Sauros, por una vez, callaba. Philip sonreía con satisfacción discreta.
Rin se acercó a la ventana.
—Estás demasiado lleno de ti mismo —dijo sin mirarlo—. Deja de ser un idiota.
Rudeus avanzó un paso.
—¿Eso es un halago?
—No. Solo quiero que no contagies tu estupidez a mi hermana.
Se sostuvieron la mirada. Dos niños con demasiadas cosas rotas por dentro, demasiado grandes para sus pequeños cuerpos.
Finalmente Rin regresó a su asiento.
—No eres un tonto, Greyrat. Pero no esperes que te aplauda cada vez que conjures una chispa.
—¿Y qué esperas entonces?
—Sorpréndeme —dijo ella—. Eso es lo único que alguien puede hacer por mí en este lugar. Supongo que ya conociste a Eris.
—De hecho interrumpiste las presentaciones —intervino Philip.
Rin entrecerró los ojos, pero guardó silencio. Dio un paso atrás y dejó que la escena continuara. Al fin y al cabo, el niño frente a ella no sería su maestro, sino el de su hermana.
Eris avanzó con el ceño fruncido y los brazos cruzados. Era más alta que Rudeus; normal, teniendo casi dos años más.
—Mucho gusto, lady Eris. Soy Rudeus… —no terminó.
¡PLAF!
La cachetada de Eris lo interrumpió. Rin suspiró, pero abrió los ojos cuando vio lo siguiente:
¡PLAF!
Rudeus devolvió el golpe. El salón entero quedó en silencio.
—No debes abusar de tu… —intentó reprender, pero no alcanzó a terminar.
Eris le lanzó un puñetazo con toda su fuerza, y el caos estalló. Rin observó cómo su hermana descargaba una tormenta de golpes contra el niño, hasta que decidió intervenir. Sujetó a Eris por el cuello de la camisa y la arrastró fuera de la refriega.
—Vienes conmigo —ordenó Rin.
—¡SUÉLTAME! ¡LE VOY A DAR UNA PALIZA! —rugió Eris, forcejeando.
Rin gruñó, pero no aflojó el agarre. La niña era violenta, sí, pero curiosamente nunca intentó golpearla a ella.
—Estará contigo mañana al amanecer para entrenar —concedió Rin.
Rudeus, con el rostro enrojecido, se frotaba las mejillas con un temor apenas disimulado.
—¡NI HABLAR! ¡TE MATARÉ, NIÑO! —gritó Eris a todo pulmón.
• • • • • • • • • • • • • • • • • •
Varios días después
—¿Un secuestro?
Rin alzó una ceja, sin molestarse en disimular su incredulidad. Estaba en el despacho del feudo, sentada en uno de los sillones acolchados junto a la chimenea. Frente a ella, su abuelo, el patriarca Sauros Boreas Greyrat, se inclinaba hacia adelante con la emoción traviesa de un niño a punto de cometer una imprudencia.
—¡Sí! ¡Un entrenamiento real! ¡Un acto heroico! ¡Una lección de valor y estrategia para mi nieta!
—…Es una estupidez —sentencié sin ninguna clase de filtro.
Philip, de pie junto a la ventana, dejó escapar un suspiro cansado.
—Sabíamos que dirías eso —murmuró.
—Y no les parece relevante que siempre tenga razón en estos temas —repliqué, sin apartar la mirada de Sauros—. Para empezar, por creer que esta idea tiene siquiera algo de sentido.
Hilda, mi madre, permanecía en silencio. Sus dedos tensos sobre el mantel del escritorio revelaban lo que no decía: desaprobación. Pero en esta casa, las decisiones pasaban por la voz más fuerte. Y esa siempre era la de Sauros; la mayoría de las veces Philip lo apoyaba, ya fuera por convicción o simple resignación.
Desde hacía un tiempo yo había empezado a involucrarme en esas decisiones, al menos en las que afectaban directamente a Eris o a mí. De mis hermanos mayores no podía ocuparme: la política familiar me lo impedía. Al inicio me dolió, sentí que les fallaba como había fallado a Sakura. Pero esa tristeza no duró mucho; aún tenía a Eris, y debía protegerla.
—No será un secuestro real —insistió el anciano, ya más a la defensiva que explicando—. Tendremos a hombres armados que fingirán ser bandidos. La idea es que Eris sea raptada, y Rudeus tendrá que protegerla, ayudarla, traerla de regreso. ¡Una prueba de fuego! ¡Para ambos!
Rin ladeó la cabeza.
—¿Y qué pasa si algo sale mal?
—No saldrá —replicó Sauros, como si sus palabras fueran decreto divino.
Lo miré largo rato.
“Idiota”
Pero en este mundo, los idiotas tenían voz… y ejércitos. Suspiré, me levanté y caminé hacia la estantería más cercana. Mis dedos recorrieron el lomo de un tomo de táctica militar.
—Haré un mapa —dije al fin.
Todos se volvieron hacia mí.
—Si van a llevar a cabo esta tontería —continué—, al menos lo harán con rutas de escape bien definidas, vigilancia en puntos clave y lugares de reunión en caso de emergencia.
—¿Estás… de acuerdo entonces? —preguntó Hilda, con un hilo de esperanza.
Giré el rostro, sin emoción.
—Estoy de acuerdo en evitar una tragedia. Nadie hará cambiar de opinión al abuelo; lo único que puedo hacer es reducir los daños.
Y me retiré sin decir más.
• • • • • • • • • • • • • • • • • •
Dos días después
La casa se había vuelto un enjambre silencioso. Los sirvientes corrían sin palabras. Esa noche las lámparas no se encendieron; solo había velas tenues, como si ocultarse de la oscuridad hiciera que la amenaza fuera menos real.
Eris y Rudeus habían partido. El plan estaba en marcha. Y yo… no podía ignorar la punzada que me atravesaba el estómago.
Desde mi cuarto en la torre este, observaba el camino hacia las colinas. Lo seguí con la mirada durante horas, mientras mi mente imaginaba escenarios: emboscadas reales, errores de cálculo, actores demasiado inmersos en su papel… o simplemente el caos natural del mundo.
Giré la cabeza al escuchar pasos. Era mi madre. Su rostro estaba pálido.
—No han llegado al punto de retorno —dijo, con el pánico contenido en su voz.
—¿Cuánto retraso?
—Más de una hora.
No respondí. Crucé la habitación hasta mi armario, tomé una capa y deslicé una daga bajo ella.
—¿Qué haces? —preguntó Hilda, alarmada.
—Buscar señales. No pienso quedarme sentada mientras los adultos hacen conjeturas vacías.
Philip apareció en el pasillo segundos después.
—Rin, no saldrás. Ya enviamos mensajeros. Lo más probable es que solo se hayan desviado del plan.
Rin lo miró.
—Y si no fue así.
Nadie respondió.
El tiempo pasó.
Tres horas.
Luego cuatro.
Ya no había dudas. El plan había fallado. Lo que debía ser un entrenamiento… se había convertido en un desastre.
Sauros se negaba a aceptar la realidad. Gritaba a los guardias, exigía explicaciones, hablaba de «actores traidores», de «espías nobles». Rin, en cambio, se encerró en su estudio, reorganizando el mapa por décima vez. Buscaba patrones. Indicios. Rutas alternas. Algo. Cualquier cosa.
Pasó un día entero sin dormir y sin noticias de su hermana ni del aprendiz de maestro. Ni un solo rastro. Al segundo día, casi entrada la noche del tercero, una explosión la sacó de su obsesión.
Se asomó por la ventana. Un hechizo de fuego iluminaba el cielo: una bengala mágica en forma de llamarada.
—Chico listo… —susurró al fin, con calma inesperada.
El viento silbó cortado por un movimiento fugaz: Ghislaine corría a toda velocidad hacia la señal.
Menos de una hora después, casi a medianoche, el portón principal del feudo se abrió de golpe.
Un guardia gritó.
Eris había regresado.
Con Rudeus a su lado.
Y estaban… vivos.
Rin salió al instante, aún con el abrigo mal puesto. Los vio acercarse. Ambos cubiertos de polvo. Eris con un rasguño en la mejilla y la ropa destrozada. Rudeus, manchado de sangre seca, aunque sus pasos parecían firmes a pesar del cansancio.
Hilda corrió a abrazar a Eris. Philip puso una mano firme en el hombro de Rudeus, que apenas lograba mantenerse en pie.
Rin… no se movió. Solo observó. Analizó.
Eris temblaba, no de miedo, sino de pura adrenalina.
Y Rudeus… tenía la mirada perdida.
—¿Qué pasó? —preguntó Rin, más suave de lo habitual.
Rudeus la miró un instante. Luego bajó los ojos.
—Los actores murieron —dijo con voz vacía—. No eran actores. Eran bandidos de verdad.
Silencio.
Eris apretó los dientes.
—Rudeus me salvó. Me protegió todo el camino. Me enseñó a pelear. ¡No huimos!
Rin asintió una vez. No dijo nada más. Solo les abrió paso.
—Vayan a descansar. El desastre ya terminó.
• • • • • • • • • • • • • • • • • •
Un día después
El aire en el feudo Boreas se sentía espeso, cargado con esa tensión invisible que sigue a una tormenta. No hubo tragedia completa, pero tampoco victoria.
Las criadas evitaban hablar en voz alta. Los guardias caminaban más despacio. Y Rin, sentada junto a una ventana alta en la galería este, veía todo desde la distancia. Un libro descansaba abierto sobre sus piernas, pero no había pasado de la misma página en media hora.
No están igual. Ninguno de los dos.
Eris no había salido de su habitación. La niña que antes rugía por un desayuno mal servido, o rompía muebles por una broma, ahora guardaba un silencio inquietante.
Rudeus, en cambio, sí se dejaba ver. Pero caminaba como si cargara algo invisible a la espalda. Un peso que nadie más podía ver ni compartir.
Rin lo reconocía.
La primera batalla real cambia a las personas.
Dejó el libro a un lado y se levantó.
—¿Dónde está? —preguntó a una de las doncellas.
La mujer titubeó, pero Rin ya había cruzado la puerta antes de recibir respuesta.
La habitación de Eris estaba en el ala oeste. Antes solía estar llena de gritos, ropa tirada, muebles caídos. Hoy… solo había silencio. Y un tenue olor a té frío.
Rin golpeó la puerta con suavidad.
—¿Puedo pasar?
Nada.
Giró la perilla y entró.
Eris estaba sentada en el suelo, cerca de la ventana, con las piernas abrazadas. El cabello desordenado, los ojos rojos: había llorado, pero ya no le quedaban lágrimas.
—Tienes suerte de estar viva —dijo Rin, con tono neutro.
Eris no respondió.
—¿Fue muy horrible?
Silencio. Solo el crujido de la madera bajo los pasos de Rin.
—Rudeus hizo su parte. Eso es evidente.
Eris alzó la cabeza apenas.
—Yo… también hice algo.
No fue afirmación. Fue súplica. Una necesidad de justificarse.
Rin se acercó y se sentó frente a ella, cruzando las piernas con calma medida.
—¿Qué hiciste?
Eris dudó. Sus manos temblaron ligeramente.
—Golpeé a uno de ellos. Lo derribé. Usé una espada… solo una vez. Me enseñó él.
—¿Y lo hiciste bien?
—No lo sé.
—¿Sobreviviste?
Eris asintió.
Rin bajó la mirada y tomó una bocanada de aire.
—Entonces fue suficiente.
Eris la miró con ojos húmedos. Ya no era la niña que se creía invencible. No en ese momento. Era solo una pequeña que acababa de ver el mundo real, sin filtros ni juegos.
—¿Alguna vez… has tenido miedo, Rin?
Una pausa. Larga.
—Todos los días —respondió ella con calma.
Desde que supo de la Guerra del Santo Grial había temido por su vida, y cuando trabajó con Shirou, comenzó a temer porque un día no pudiera mantenerlo vivo.
—¿Y cómo lo ocultas?
Rin sonrió, pero fue un gesto vacío, más de costumbre que de emoción.
—A veces solo me refugio leyendo, discutiendo o fingiendo que todo es parte de un plan perfectamente elaborado.
—¿Entonces tú también… finges? —susurró Eris.
—Más de lo que crees.
El silencio volvió. Pero esta vez fue más cálido.
—Sabes, actuar como una inútil no es lo tuyo. Levántate y sigue entrenando. Estar triste no es excusa suficiente para encerrarte aquí —dijo Rin.
Eris se quedó callada algunos segundos, pero luego se puso de pie.
—Es verdad —gruñó.
—Bien. Pasaste de una inútil patética a una con ganas. Ahora báñate y ve a entrenar con Ghislaine —ordenó Rin.
—¡Eso haré! —gritó Eris.
—No te encierres mucho tiempo. Si dejas que el miedo eche raíces… será más difícil arrancarlo después.
Eris asintió sin responder.
Antes de salir, Rin la miró una última vez. Aún se veía pequeña, frágil. Pero en sus ojos había algo nuevo.
Determinación.
Quizá incluso… crecimiento.
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RUDEUS
📖
Rudeus estaba en la biblioteca, hojeando libros con más desesperación que concentración.
—No tienes que entender todo ahora —dijo Rin, sentándose frente a él sin pedir permiso.
Él levantó la vista, sorprendido de verla ahí.
—¿Lo dices tú? —respondió, forzando una sonrisa—. ¿La chica que lee como si el mundo tuviera fecha de expiración?
Rin apoyó el codo sobre la mesa.
—El mundo tiene fecha de expiración. Solo que no sé cuál es. Por eso leo.
Ambos se miraron un momento. Fue una conversación sin palabras. Un cruce de entendimiento silencioso entre dos mentes demasiado viejas para su edad.
—Eris… está cambiando —dijo él al fin.
—Sí. Y tú también —señaló Rin.
—No sé si para bien.
—Nadie lo sabe. Pero están vivos. Y eso ya es algo.
Rudeus bajó la mirada. Cerró el libro.
—Gracias.
Rin no dijo nada. Se levantó, caminó hasta la estantería y dejó caer un tomo que él no había notado.
—Magia de barreras. Tal vez deberías repasar esto antes de la siguiente catástrofe.
Él la miró, parpadeando.
—¿Estás preocupada por mí?
—Estoy preocupada por los libros que podrías destruir si lanzas un hechizo mal. Eres hábil, pero torpe y con una visión de la magia con muchos sesgos. Conoces la teoría, pero aún no comprendes el sistema por completo. Yo estoy perdida en muchas cosas, pero tú eres un idiota con entendimiento. Ambos tenemos nuestros campos fuertes —explicó Rin.
Rudeus se quedó callado y solo pudo quedarse pensando en lo que ella dijo.
—Eres muy brusca con las personas… Con esa personalidad, dudo que alguien se atreva a cortejarte —gruñó con suavidad.
—No necesito uno —dijo Rin con firmeza.
Pero, contra su voluntad, la imagen de cierto idiota pelirrojo cruzó su mente.
Y la irritó aún más que las palabras de Rudeus.
—Si cada vez que pierdes o te sientes débil vas a actuar así, dedícate a otra cosa o vete de aquí de una vez. Estás viviendo con nobles. Claro, no somos muy importantes comparados con otros de nuestro nivel, pero quién sabe si los ataques contra Eris o contra mí seguirán. Podríamos morir hoy o mañana…
—No dejaré que suceda eso —dijo Rudeus con seriedad.
—¿Ya me tomaste cariño? —se burló Rin con una ligera sonrisa.
—Tu familia me está ayudando. Si dejara que murieran, no tendría cara para pedirles lo que quiero —dijo Rudeus.
—Quieres ir a la universidad mágica…
—¿Cómo es que sabes eso? —preguntó sorprendido.
—Mi padre me lo dijo. Además, yo también quiero ir ahí. ¿En serio creíste que él no me comentaría tus planes? —replicó Rin con frialdad—. En fin, ya lo sabes: si te da miedo ser herido o perder, lárgate. No necesito a un niño miedoso como maestro de Eris.
Rudeus apretó los puños ante sus duras palabras, pero Rin no se detuvo.
—Oí de mi padre que tu hermano sería enviado aquí primero…
—Yo puedo hacer más que él —respondió Rudeus con el ceño fruncido.
—¿Toqué una fibra sensible? —Rin sonrió apenas—. Tu hermano es espadachín, ¿no? Algo así escuché de Ghislaine. Según ella, muy talentoso. Hubiera sido el compañero perfecto para Eris. Pero te escogieron a ti por algo…
—Porque perdí —gruñó Rudeus.
Lo sabía. Si Shirou no fuera tan fuerte, él estaría en Roa en ese momento. Pero su hermano había demostrado ser mejor y obtuvo su libertad. A él le quedó la oportunidad por suerte, y no podía darse el lujo de desperdiciarla.
—Entiende esto, perdedor. Eres débil, eso es evidente. Pareces listo, pero no creas que eso te hace especial. Si todos los chicos listos pudieran desarrollarse, habría tiranos repartidos por el mundo. Tu hermano es mejor, ¿y qué? Si no buscas ser más de lo que ya eres, no sirves en este lugar —sentenció Rin sin piedad.
Rudeus no respondió. Solo podía pensar en lo ocurrido y en cómo pudo haberlo hecho mejor.
—Conocí a un perdedor —añadió Rin, con voz seria—. Y me demostró que incluso el mago más inútil puede llegar a ser capaz de luchar. Si no te he echado de aquí es porque él me enseñó que, si se da la oportunidad a un perdedor, este puede dar frutos. No me decepciones.
Rudeus la observó en silencio, viendo cómo ella se alejaba sin mirar atrás. Las crueles palabras de Rin le dolieron, pero apretó los puños con fuerza. Había entendido algo.
Antes de desaparecer del todo, Rin alzó la voz:
—Además… ¿no dijiste que querías ser mi maestro? Aún tienes cosas que aprender antes de enseñarme algo. Deja de comportarte como una niñita y compórtate como un mago.
¡Ya no soy ese perdedor! Perdí, ¿y qué? Puedo levantarme las veces que sean necesarias —pensó Rudeus con rabia contenida.
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Durante la cena
La mesa de los Boreas nunca era silenciosa. Era una mezcla entre banquete y torneo de voces: Philip hablaba con tono grave pero constante, Hilda corregía detalles que a nadie parecían importarle, y Sauros… bueno, Sauros no hablaba. Gritaba. Todo lo que decía sonaba como si arengara a un ejército antes de la batalla, aunque solo estuvieran comiendo sopa.
Rin se sentaba, como siempre, con la espalda recta, la mirada gélida y el tenedor sostenido con elegancia. Un espectador más del caos que la rodeaba.
A su lado, Eris devoraba el pan con la delicadeza de un jabalí hambriento. Enfrente, Rudeus comía más despacio, cuidando los modales, aunque sin dejar de mirar de reojo a Eris cada tanto, como si aún no terminara de creer que seguía con vida.
Y Rin… los observaba. Como siempre.
Hasta que escuchó algo que no esperaba.
—Paul siempre ha sido un alma libre desde jóvenes. Me sorprende que buscara un trabajo estable —comentó Philip.
—¡PAUL ES UN MOCOSO PROBLEMÁTICO! —rugió Sauros.
—Mi hermano es igual —intervino Rudeus, alzando la voz sobre el estrépito de cubiertos—. Parece que quiere vagar por el mundo y buscar algunas cosas…
—Si es hijo de tu padre, probablemente sean mujeres —dijo Philip, restándole importancia.
Philip volvió a su conversación con Hilda. Sauros seguía gritando sobre caballos. Eris pidió más carne. Nadie notó nada. Solo Rudeus la observó un segundo más. Luego siguió comiendo.
—Shirou es muy mojigato, no parece la clase de hombre que va detrás de mujeres —dijo Rudeus.
Rin, que comía con nobleza, dejó caer su tenedor. El ruido cortó la discusión y todos miraron a la niña.
—¿Estás bien, Rin? —preguntó Philip con algo de preocupación.
—S-sí… solo casi me atoro comiendo rápido —mintió Rin.
Nadie le creyó, pero tampoco insistieron más en el tema. Para la chica, en ese momento, su mente era un caos.
«¿Acaba de decir Shirou?»
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RIN
✝︎
Recuerdo las comidas de Shirou.
Puedo afirmar sin exagerar que es el mejor cocinero que ha existido en dos mundos. Tal vez solo superado por Archer… aunque esa comparación nunca servía de mucho, porque ni uno ni el otro admitirían que eran el mismo individuo. Esa contradicción los definía. Uno, con la convicción pura del idealismo. El otro, amargado por ese mismo ideal.
Shirou era esa clase de persona: alguien capaz de arriesgarlo todo por proteger incluso a quienes no lo merecían. Para él, «el fin justifica los medios» era una idea inaceptable. Mientras que para el otro —el que se convirtió en una sombra, el esclavo de la humanidad— esa misma frase era todo lo que le quedaba. El uno vivía por su ideal. El otro, por la consecuencia de haberlo seguido hasta el final.
Y sin embargo… a ambos los amé.
Uno me demostró que aún existía luz en mi hermana. El otro, que incluso cuando todo se quebraba, el vínculo entre nosotros persistía.
Mi historia con Shirou fue corta. Demasiado. Se quebró justo cuando quise aferrarme a ella. Y lo peor es que fui yo quien tomó la decisión de purgar a Sakura. Aunque al final, ni siquiera eso pude hacer. No fui capaz. ¿Cómo matar a alguien que es tu hermana? ¿Cómo destruir algo que ayudaste a deformar?
Asesinar a un monstruo no es difícil.
Pero matar al que se convirtió en uno por tus errores…
No. Eso no lo soportaría.
Mi mente gira con todos esos recuerdos:
Lo bueno de Shirou.
Lo malo.
Lo que me gustaba.
Lo que detestaba.
Lo que… lo que amaba.
Suspiré. Caminé entre los corredores del feudo hasta doblar hacia el jardín interior.
Allí estaba, como siempre, Rudeus. En silencio. Concentrado. Movía cinco esferas de agua en trayectorias imposibles, dibujando vectores en el aire con la fluidez de quien respiraba magia. Era frustrante. Molesto. Brillante.
Y aún más molesto… que no lo presumiera.
Me quedé observándolo en silencio. Era evidente que todo ese talento le nacía del estudio, no del instinto. Pero había algo más. Algo que no sabía explicar. Algo que no cuadraba. Cada vez que lo veía sentía que había una barrera, una máscara. No por malicia, sino por reserva.
¿Qué ocultaba? ¿Qué lo hacía actuar así?
Odiaba no entender algo.
No lo anuncié. Solo me acerqué.
Me quedé a un par de pasos detrás de él y murmuré:
—Estás esforzándote más de lo normal. Parece que tu formación sin cánticos tiene falencias.
—Primero debo poder lanzar el hechizo con el cántico completo. Luego de eso… puedo intentarlo en silencio —respondió, sin molestarse en girar.
—Me lo imaginaba. Pero si sigues dibujando los movimientos así, no lo lograrás nunca —repetí, con tono seco—. Se supone que eres el maestro de Eris. Deja de fallar tanto.
—Tú conoces mucho de magia. ¿Por qué no eres su maestra tú? —preguntó él.
—Porque no tengo paciencia para enseñar —respondí—. Además, si decidiera hacerlo, te despedirían. Estoy generando trabajo, ¿lo ves? Si tú le enseñas magia a Eris, te ganarás su simpatía, y luego la de esta familia. Así que, a largo plazo, es probable que nos apoyes si lo necesitamos.
Hice una pausa y sonreí apenas.
—Considera mi inacción como una inversión.
—Eres maquiavélica —dijo él con un suspiro.
—Cuando conozcas a los verdaderos nobles… te darás cuenta de que mi familia es un jardín de flores comparado con el pantano que hay allá fuera.
Nos callamos.
Yo lo observé trabajar. Él volvió a su círculo. Cinco esferas. Cinco trayectorias. Lo hacía bien. Mejor de lo que admitiría en voz alta.
—Manipulas cinco esferas de agua con distintos vectores. ¿Cómo haces para que no se interfieran entre sí?
—Divido el proceso en secuencias mentales separadas. Luego distribuyo el maná como si fueran canales distintos. Como una red de irrigación.
Asentí.
—¿Y si uno de esos canales falla?
—Reabsorbo el maná antes del colapso y lo redistribuyo. Así no pierdo estabilidad.
—¿Y cómo evitas la interferencia mutua?
Rudeus dejó de mover las esferas por un momento. Me miró de lado.
—¿De verdad estás interesada… o solo estás probándome?
Sostuve su mirada con frialdad.
—¿Importa?
—Un poco —respondió. Tranquilo.
Ese chico…
Cuanto más lo miraba, más dudaba. No era un niño común. Ninguno lo es a esa edad, claro, ella rompía el esquema. Pero esto era distinto. Era como si todo él estuviera construido con partes que no encajaban. Su madurez, su control, su lenguaje… no eran naturales.
Tenía que saberlo.
—¿Tienes muchos hermanos? —pregunté, fingiendo indiferencia.
Pareció dudar. Luego asintió.
—Un hermano mellizo. De mi misma edad. Y dos hermanas pequeñas. Norm y Aisha.
—Y ese hermano tuyo… se llama Shirou, ¿verdad?
—Así se llama.
Sentí algo en el pecho.
No dije nada más. Podía hacer muchas preguntas. Tenía mil formas de probarlo. Pero si no era el Shirou… si solo era una coincidencia más de este mundo torcido…
No podía arriesgarme aún.
Respiré hondo.
—¿De qué parte de Japón eres?
Y en ese momento, lo vi.
El temblor. La sorpresa. El paso hacia atrás. Su mandíbula se tensó como si estuviera atrapada entre palabras que no sabía si debía decir.
Lo confirmé sin necesidad de respuesta.
—Tu rostro entonces… lo delata —murmuré. Para mí. Como si el aire mismo fuera testigo.
—Te equivocas, me tomó por sorpresa el nombre.
—No soy una idiota, no me engañarás —interrumpí, tajante, con la mirada fija en él.
Mi voz fue firme, seca, sin espacio para que intentara desviar la conversación. No necesitaba confirmación para saber que estaba tocando la herida correcta.
—No quiero hablar de ese tema —murmuró Rudeus, con los labios tensos y el cuerpo claramente incómodo.
El silencio que siguió fue más ruidoso que cualquier protesta. Él evitaba mirarme, pero sabía que si lo dejaba ir ahora, me pasaría los próximos días maldiciéndome por haber callado.
—Bueno, qué puedo decirte… yo sí quiero hablar. —Incliné levemente la cabeza, escrutando sus gestos—. Y por tu rostro parece que entiendes a lo que me refiero. El Shirou Greyrat que dices que es tu hermano… ¿se llama Emiya Shirou?
Mi pregunta no fue casual. No fue una sospecha. Fue una sentencia.
Rudeus se quedó quieto. El rostro endurecido por una mueca que parecía debatirse entre la evasión y el agotamiento. Al final, suspiró. No con resignación, sino como quien suelta una carga que ha estado cargando sin entender del todo por qué.
—Era obvio que él tenía algo que ver —dijo, con una sinceridad apagada—. ¿Lo conoces, supongo?
—Lo hago. Y por lo que veo, es la misma persona que creo. —sonreí, no por alegría, sino por una mezcla de ironía y alivio frustrado—. ¿Dónde está? Tengo asuntos pendientes con ese idiota.
—No lo sé…
Me detuve. Lo miré. Fruncí el ceño.
—¿Cómo que no lo sabes?
Su cuerpo hablaba más que él. El movimiento de sus manos, la mirada errática, todo apuntaba a que no quería mentirme… pero tampoco podía darme la respuesta que necesitaba.
—Antes de venir aquí, peleamos por decidir quién vendría… Supongo que sabes el resto.
—Ghislaine lo elogió y tú perdiste. El perdedor vino aquí —dije con amargura.
—Se podría decir que sí. Pero Shirou no se quedó en Buena —agregó Rudeus, esta vez con más firmeza—. Él… quería irse. Y puedo asegurarte que lo hizo.
Mi mente se congeló por un momento.
Shirou había estado cerca. Tan cerca que, de haber abierto los ojos un poco antes, tal vez lo habría visto caminar entre la multitud del feudo, o haberlo cruzado en algún cruce polvoriento entre ciudades. Pero no. Me rendí demasiado pronto. Me convencí demasiado rápido de que estaba sola.
Apreté los puños. El aire a mi alrededor pareció hacerse más pesado. No por rabia. Sino por culpa.
—Entiendo… —dije al fin, sin mirarlo, con la voz apagada.
—¿Sabes dónde podría haber ido? —pregunté, aunque la respuesta ya la intuía.
—No lo hago —respondió él, algo más relajado al ver que bajaba la guardia—. Quedé inconsciente, y cuando desperté ya estaba en el carruaje que me trajo con Ghislaine. Lo único que me permitió entender qué ocurría fue una carta que mi padre me dejó… pero fue escrita antes de la pelea.
Asentí lentamente. Las piezas encajaban, y no me gustaban. Shirou había tomado su propio rumbo. Había estado tan cerca. Y se había ido sin mirar atrás.
No podía culparlo.
Tal vez también él se sentía perdido.
—Gracias por responder, Rudeus —murmuré, sin molestia, sin dureza. Solo con un vacío que no esperaba sentir.
Me giré, dispuesta a irme. Pero entonces…
—¿Qué relación tienes con mi hermano? —preguntó Rudeus, con una mezcla de curiosidad e inseguridad—. Sé que ambos vienen de Japón, pero… él nunca mencionó a ninguna chica. Créeme, lo recordaría.
Me detuve.
¿Qué relación teníamos?
¿Aliados?
¿Compañeros?
¿Sobrevivientes?
Compartimos algo más que un objetivo. Pero también sabíamos que, si las circunstancias lo hubieran exigido, uno habría tenido que matar al otro. Y, aun así, eso nunca ocurrió.
A veces pienso que fue por pura suerte. O tal vez, porque los dos sabíamos que no podíamos permitirnos ese dolor.
Recordé nuestras conversaciones escasas, nuestros saludos neutros.
«Buenos días, Tohsaka-san»
«Buenos días, Emiya-kun»
Ambos fingiendo una normalidad que no existía. Y, sin embargo, cuando todo se derrumbó a mi alrededor, solo él se quedó.
—Él… tiene una extraña relación con mi hermana —dije finalmente.
—¿¡Con Eris!? —chilló Rudeus, tan alto que casi me reí.
—No. Con mi verdadera hermana. Matou Sakura.
Vi cómo su expresión cambiaba. Del susto al desconcierto. La mención de otro nombre lo dejó perplejo.
—Mi verdadero nombre es Tohsaka Rin. Asistí a la secundaria junto a Emiya Shirou. Él y mi hermana… estaban juntos, aunque ni ellos parecían notarlo —expliqué con calma.
Rudeus se quedó en silencio, asimilando.
No parecía sorprendido por la reencarnación… pero sí por la complejidad de nuestra historia. Su mirada se ensombreció. Probablemente comprendió que Shirou cargaba mucho más de lo que él había notado.
—¿Nunca te dijo si buscaba a alguien? ¿Un lugar? ¿Algún objetivo? —pregunté, tratando de sostener algo de esperanza.
—Dijo que… quería evitar algunas cosas. Y se fue. Nunca profundicé más. Yo no hablo de mi pasado, así que… no tenía el derecho de obligarlo a contarme el suyo.
Volvió el silencio. Esta vez más incómodo.
—Ocultas algo —señalé, cruzando los brazos.
El gesto que hizo al hablar, la forma en que evitó mi mirada al final. Había algo más. Algo que no decía. Lo vi morderse la lengua, literal y figuradamente.
—No lo hago —replicó, pero su voz sonaba hueca. Se giró, como si eso bastara para cerrar la conversación.
Suspiré. Era tan evidente.
—Está bien. Lo descubriré tarde o temprano —advertí, con una media sonrisa—. Aunque te aconsejo hablar ahora. Los métodos a los que podría recurrir… no siempre respetan la ética.
Lo observé temblar levemente.
Ah. Aún me temía.
Bien.
Que sepa con quién trata.
Pero al mismo tiempo… parte de mí deseaba que confiara.
No por información.
Sino porque, por primera vez en este mundo, sentía que ya no estaba tan sola.
Y él también parecía sentirse igual.
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RUDEUS
📖
Querida familia:
Espero que todos se encuentren bien. ¿Cómo están Norm y Aisha? Me hubiera encantado verlas crecer un poco más, pero supongo que así es la vida: hay momentos en que uno debe alejarse para seguir avanzando.Madre, espero que estés descansando adecuadamente y que no estés sobrecargándote con las tareas de casa. Lilia, por favor cuida también de ella como siempre lo haces, y de las pequeñas. Padre… me pregunto si sigues vigilando todo con ese aire de «gran general de familia», o si ya has vuelto a presumir que tus hijos salieron tan listos por tus genes.
En cuanto a mí, estoy bien. Actualmente me encuentro trabajando como tutor mágico en el feudo Boreas, en la ciudad de Roa, aunque es probable que ya lo sepan. Las condiciones son bastante buenas y, aunque mi alumna es algo difícil de tratar, he aceptado el reto de guiarla. No es precisamente sencilla, pero confío en que podré ayudarla a crecer.
Me han tratado bien, dentro de lo que cabe. Aunque, como era de esperarse en este tipo de casas nobles, todo está teñido por intereses, obligaciones y muchas reglas no escritas. Trato de mantenerme al margen de eso. Solo hago mi trabajo y observo.
Hay algo que quiero contarles, algo curioso, incluso extraño. Aquí conocí a una chica. No es una confesión amorosa, no se preocupen. Su nombre es Rin, y tiene algo… diferente. Habla con un nivel de conocimiento muy alto, especialmente sobre magia, pero lo que me sorprendió fue la forma en que se refirió a alguien.
Rin es bastante lista, creo que es mucho mejor que yo en conocimiento mágico, solo la supero en la práctica, pero no estoy seguro de ello. Aunque parece interesada en aprender a usar una espada, es bastante quejumbrosa y no quiere aprender de nadie, así que ha rechazado a Ghislaine; pero cuando oyó de mi hermano se interesó en él. Supongo que sus expectativas son altas tomando en cuenta mi dominio en la magia; supongo que espera lo mismo de su dominio de la esgrima.
Perdónenme por escribir sin previo aviso. Sé que acordamos mantenernos alejados por un tiempo, que lo correcto era enfocarnos en nuestras tareas y dejar de lado las distracciones. Pero este detalle me pareció importante.
Así que si ven a Shirou, díganle que se dé una vuelta por Roa. Puede que esté interesado en conocer a Rin y quizás hacerla pisar un poco de tierra. Es bastante quejumbrosa si yo mismo lo digo.
Eso es todo, por ahora.
P.D.: Por favor, díganles a las niñas que su hermano mayor les guarda un gran abrazo. Y no dejen que padre lea esto en voz alta, seguro arruina el tono.
Con cariño,
Rudeus Greyrat
Terminé de escribir la carta con más lentitud de la necesaria. No por falta de ideas, sino porque no quería que acabara. Había algo reconfortante en poder plasmar mis pensamientos sabiendo que, aunque estén lejos, todavía hay personas allá afuera que me importan y a quienes les importa saber de mí.
Me quedé mirando la hoja doblada. La tinta aún estaba fresca, y mi letra era más ordenada de lo que esperaba. Quizá por los nervios. O por la carga emocional. O por lo extraño que era escribir sobre Rin sin saber si debía hacerlo o no.
¿Quién eres realmente, Rin?
¿De verdad conociste a mi hermano? ¿Por qué estás aquí? ¿Y qué clase de relación tenías con él…?
Las preguntas se amontonaban una tras otra, y por un segundo, estuve a punto de arrepentirme de haber enviado la carta.
—¡Rudeus! —gritó una voz aguda, golpeando la puerta sin tocarla realmente.
—¿Eh?
Ni siquiera tuve tiempo de guardar el sobre. La puerta se abrió de golpe, y Eris entró como una ráfaga, manos en la cintura, ceño fruncido como si la hubieran convocado para arrestarme por crimen de guerra.
—¡Tenemos cosas que hacer!
—¿Ah…? —parpadeé un par de veces, aun procesando la brusquedad de su entrada—. ¿Qué cosas?
—¡No me digas que lo olvidaste! —espetó, como si yo hubiera insultado a su bisabuela en público.
Me quedé mirándola en blanco. ¿La práctica? ¿Una reunión familiar? ¿Le prometí enseñarle una técnica nueva?
Eris bufó.
—¡El cumpleaños de Rin! ¡Es en tres días!
Me quedé en silencio un instante. Luego abrí los ojos con sorpresa.
—¿Rin cumple años…? ¿Diez?
Eris asintió con fuerza, cruzándose de brazos como si estuviera decepcionada por mi ignorancia.
—Obvio. ¿Qué clase de maestro no sabe el cumpleaños de su… de su…?
—¿La hermana de su alumna?
—¡Eso! —gritó ella, apuntándome—. ¡Y Rin es importante! ¡Así que hay que prepararle algo especial!
La miré de nuevo. Su rostro tenía esa mezcla de determinación y orgullo que solía aparecer cuando se tomaba algo demasiado en serio. Pero también… había un matiz más. Quizás era admiración. Quizás cariño. Después de todo, Eris siempre decía que Rin era la única que la entendía de verdad.
—¿Y qué tienes en mente? —pregunté con cautela, ya resignado.
Eris chasqueó la lengua y giró sobre sus talones.
—¡Eso es lo que vamos a decidir ahora! Así que ven conmigo, inútil.
Suspiré. Era inútil resistirse cuando se ponía así. Guardé la carta con cuidado dentro del libro de teoría mágica que tenía a la mano y me puse de pie.
Mientras la seguía por el pasillo, me vino un último pensamiento a la cabeza.
“Cumple diez años, ¿eh?”
Diez años… Eso la hace exactamente tres años mayor que yo, y uno más que Eris. Rin Boreas Greyrat o quizás… Rin Tohsaka.
Una maga que lo observa todo como si ya lo hubiera vivido. Que habla con una mezcla de sabiduría y resignación. Que carga con un peso que no le pertenece del todo. Y que, por alguna razón, se cruzó en mi camino justo cuando pensé que ya no sabría nada más de mi hermano menor.
Sonreí para mí mismo.
“Quizá este cumpleaños sea importante por más de una razón.”
Y aceleré el paso para alcanzar a Eris, que ya me estaba gritando por caminar tan lento.
—¡Vamos a la cocina primero! —ordenó Eris sin mirarme, caminando a grandes zancadas por el pasillo de piedra.
Yo solo asentí, con las manos en los bolsillos y la carta aun rondando en mi cabeza. La seguí sin decir nada, más por instinto que por decisión. Eris en modo “misión” era como un torbellino: lo mejor que uno podía hacer era no quedar atrapado debajo.
Pasamos por el corredor principal del ala oeste, cruzamos dos arcos tallados con las insignias de la familia Boreas y llegamos a las cocinas. El lugar estaba tan caliente como siempre, con el aroma a pan recién horneado flotando en el aire y el golpeteo rítmico de los cuchillos contra las tablas.
Una de las cocineras levantó la mirada cuando nos vio entrar.
—¡Oh, señorita Eris! —saludó la cocinera, haciendo una leve reverencia—. ¿Y el joven Greyrat?
—¡Venimos a hablar del cumpleaños de Rin! —anunció Eris con energía, como si anunciara una campaña militar.
—¿La joven Rin? —la mujer sonrió con calidez—. Qué bonito detalle. Aunque… no creo que le entusiasmé una fiesta…
—¿Por qué lo dices? —pregunté, dando un paso más al frente.
La mujer se encogió de hombros, limpiándose las manos en el delantal.
—La señorita Rin es una niña buena, muy educada… pero siempre ha sido distante. Nunca ha querido que le celebren nada. De hecho, creo que la última vez que le preparamos una torta… no bajó al comedor.
Eris hizo una mueca.
—¡Eso fue porque papá la obligó a usar ese vestido horrible! ¡Yo también me hubiera escondido!
La cocinera soltó una risita, pero yo me quedé con aquella primera palabra en mente: «distante».
Salimos de las cocinas sin haber conseguido mucho más que ideas vagas sobre dulces, pero al menos Eris parecía satisfecha. Caminamos por los pasillos mientras ella hablaba sola sobre posibles decoraciones y, en ese recorrido, pasamos por la biblioteca.
—¡Espera! —le dije, deteniéndome—. ¿Y si le regalamos un libro?
Eris se detuvo en seco.
—¿Un libro? ¿Como los que tiene ya cien veces?
—¿Tiene muchos?
—¡Obvio! Los reorganiza cada mes. Mamá dice que lo hace para relajarse —Eris hizo una pausa—. Es raro, ¿no?
No respondí. Pero ya dentro de la biblioteca, mientras buscaba alguna sección interesante, uno de los ayudantes —un chico joven de lentes— nos miró curioso.
—¿Buscan algo?
—Algo para regalarle a Rin —respondí, antes de que Eris gritara de nuevo.
—Ah… —el chico asintió, bajando la mirada hacia los estantes—. La señorita Rin ya ha leído casi todo esto. Muchas veces. Incluso nos ha corregido errores de traducción en los libros de magia teórica…
—¿Ella puede hacer eso? —pregunté, levantando una ceja.
—Sí… aunque nunca quiso enseñar lo que sabe. Ni siquiera cuando se lo pedí directamente. Me dijo que… no tenía sentido mostrar a otros lo que solo uno puede entender por completo.
Eris chasqueó la lengua.
—Siempre dice cosas así. Aunque igual es muy buena… solo que le cuesta mostrarlo.
Asentí en silencio.
Buena, pero distante. Inteligente, pero reservada. Ayuda, pero no se deja ayudar. No era una idiota, al menos no la mayor parte del tiempo. No era arrogancia. Era… una muralla.
Rin había construido una muralla tan alta que hasta los miembros de su propia casa solo podían admirarla desde fuera. Incluso Eris, que la quería tanto, parecía no saber bien cómo llegar a ella.
Caminamos después hacia los jardines. Una de las sirvientas estaba regando las flores cuando nos cruzó.
—¿Rin? Es una niña preciosa… muy respetuosa. Siempre nos saluda. Pero nunca habla de más. Cuando era más pequeña, la veías en los pasillos con un libro en la mano. Ni siquiera jugaba con los otros niños.
—¡Juega conmigo! —respondió Eris como si tuviera que defenderla—. ¡Y me ayuda con los deberes! ¡Y me dice que me peine…!
—Claro que sí, señorita —respondió la sirvienta, aunque sonrió con ternura.
Eris infló las mejillas, pero no protestó.
Seguimos avanzando. Las flores danzaban con el viento. El cielo estaba despejado. Y yo… sentía que algo no encajaba del todo.
“Una niña reencarnada en una casa noble. Con una mente estructurada, sabiduría avanzada y un corazón que parecía tratar de querer a todos, pero con un vacío que busca ser llenado.”
—¿Sabes? —murmuré mientras seguíamos caminando—. A pesar de todo, Rin se parece mucho a alguien que yo conocí.
—¿Quién?
—Mi hermano menor —comenté con calma.
—¿Tu hermano? —repitió Eris con curiosidad.
—Es verdad, solo has escuchado su nombre… Shirou es mi hermano menor. Nacimos el mismo día, somos lo que llamarían mellizos —expliqué con calma, dejándole procesar la idea—. Es un espadachín bastante noble, creo que tiene un deseo de justicia muy alto. Aunque busca tratar bien a todos, siempre terminaba sin saber cómo interactuar con el mundo. Supongo que yo también soy algo parecido.
Eris se quedó callada, mirándome fijamente.
—Hablas mucho. ¿Es fuerte? —preguntó, con un dejo de curiosidad.
—Bastante. Es un Santo en el Estilo del Dios del Agua y Avanzado en las otras dos escuelas —respondí con un leve orgullo.
Eris abrió los ojos sorprendida al oír eso.
—¿Y tiene tu edad? —dijo, sin ocultar la sorpresa.
—Sí. Tenemos siete años —afirmé.
Eris se quedó pensando en lo que le había contado. Nuestro día aún no acababa, pero noté cómo mi alumna parecía meditar aquellas palabras. Era obvio que no le estaba sentando bien saber que había alguien mucho más hábil que ella.
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RIN
✝︎
La luz del sol entraba en líneas finas por las rendijas de las cortinas pesadas de mi habitación. No era intensa, pero sí constante. Una invitación cortés —aunque persistente— a abandonar la cama.
Me tomó un segundo ubicarme: el dosel bordado con el escudo Boreas, los muebles sólidos y antiguos, el perfume tenue de madera pulida y libros viejos. Todo me decía que seguía en este mundo… que el despertar no traía retorno.
Suspiré.
No era nostalgia; era agotamiento emocional. Esa sensación leve pero insistente de saber que despertaste en el lugar correcto… pero no en el que deseas. Me incorporé despacio. Mis músculos no dolían, pero el cuerpo sentía el peso del día anterior, y del anterior… y de todos los que se habían ido acumulando desde que abrí los ojos en esta vida distinta, con una edad distinta y, aparentemente, con un destino ajeno.
Me acerqué a la ventana. El vidrio estaba fresco contra mis dedos. Desde ahí, el patio del ala oeste se abría como un escenario bien cuidado: el césped recién cortado, las columnas de piedra blanca, y ese aire noble que los Boreas creían que los hacía parecer más refinados de lo que eran.
Y ahí estaban: Ghislaine, Rudeus y Eris.
La bestia mujer, porque no hay otra forma de describir a Ghislaine, ejecutaba una serie de movimientos con la espada que incluso desde mi altura se veían letales. Eris la imitaba con entusiasmo. Torpe, pero con convicción. Y Rudeus… Rudeus no tenía espada. Estaba un poco más apartado, controlando el flujo de agua de varios hechizos que flotaban en el aire como esferas coreografiadas. La concentración en su rostro no era fingida. El sudor que le caía por la mejilla tampoco.
Habían pasado, como mucho, un par de meses desde que su primo lejano llegó a la mansión. Parecía poco tiempo, pero habían ocurrido demasiadas cosas: el chico había logrado que Eris pareciera más interesada en estudiar.
Y yo… yo lo había observado en silencio. Probándolo.
No porque desconfiara de él, sino porque cada vez que lo escuchaba hablar, cada vez que lo veía pensar, era imposible no notar que no era un niño común. Desde que descubrí su condición de reencarnado, mis dudas encontraron explicación.
Bajé la mirada.
No debía pensar tanto en eso.
Me vestí con calma, como cada mañana. Uniforme pulcro, trenza recogida, libro en mano. El ritual. Si no podía controlar el mundo a mi alrededor, al menos podía controlar mi forma de caminar dentro de él.
Tomé el libro de invocación mágica que había estado revisando la noche anterior. No porque creyera que podría realizar uno de esos rituales, sino porque deseaba entender por qué el lenguaje mágico de este mundo prescindía del sistema de alineación, o por qué el concepto de “anclaje” en la formación de círculos mágicos era más flexible que en la Tierra.
Abrí la puerta con intención de dirigirme a la biblioteca, pero apenas crucé el umbral, lo supe.
Demasiado tarde.
Un estruendo. Un rugido. Un vendaval de energía descontrolada.
—¡¡¡Riiiiiiiiiiiiiiiiin, mi adorada nietaaaaaaa!!! —retumbó la voz que no necesitaba puertas para entrar, ni permiso para ser oída en cualquier rincón del continente.
…Sauros Boreas.
Contuve el suspiro y me enderecé como un soldado antes de una emboscada.
Y justo entonces lo vi: bajando por el pasillo con pasos atronadores, su capa ondeando como una bandera en medio de una tormenta, la barba peinada con esmero, el pecho descubierto —porque, aparentemente, las camisas eran opcionales para él—, y una sonrisa tan ruidosa como su presencia.
—¡Te ves radiante, como una flor lista para florecer bajo el sol de Boreas! —gritó, como si estuviéramos a treinta metros y no a tres.
—Buenos días, abuelo —respondí con calma.
—¡Hoy es un día glorioso! ¡Mi sangre se calienta solo de pensarlo!
—¿Tiene algo que ver con los preparativos del festival? —pregunté, aunque sabía la respuesta.
—¡No! ¡Mejor aún! ¡Es tu cumpleaños, Rin! ¡Y no dejaré que esta fecha pase sin celebrarse como Boreas manda! ¡Con honor, música, combate, carne y gritos de guerra!
—Preferiría algo más tranquilo, si se puede —comenté sin perder la compostura—. Tuve suficiente caos en mi cumpleaños número cinco.
—¡Bah! ¡Tranquilo es para funerales! ¡Y tú estás más viva que nunca, mi nieta mayor favorita!
—Soy tu única nieta mayor. Y tienes dos nietas —dije con sequedad.
—¡Y por eso eres la favorita! —rió, sin importarle la lógica de la frase.
La energía de Sauros era inagotable, como si la gravedad no le afectara. Era un ciclón de testosterona y orgullo familiar. Y aunque su forma de actuar podía provocar dolor de cabeza a cualquiera con sensibilidad, yo sabía que era sincero. Ruidoso, sí, pero sincero.
—Además… —bajó la voz, lo que significaba que ahora hablaba solo un poco más fuerte que una tormenta—, escuché que el chico nuevo te ha sacado sonrisas.
Lo miré en silencio.
—¿Qué chico?
—¡Ese Rudeus! ¡Eris habla de él sin parar! ¡Y tú, que antes solo hablabas de libros y diagramas mágicos, ahora a veces preguntas por cosas como “¿cuánto tiempo tarda un hechizo?” y otras tonterías de jovencitas!
—Es investigación mágica —respondí de inmediato—. Y no estoy interesada en ese Rudeus. Él es… solo alguien interesante de observar.
—¡Interesante de observar, dice! —Sauros me guiñó un ojo como si acabara de oír un secreto travieso.
—Voy a la biblioteca —dije con el tono más autoritario que pude sin ser grosera.
—¡Perfecto! ¡La biblioteca también necesita el aroma de las futuras reinas del norte!
Y dicho eso, se marchó. Con el mismo estruendo con el que llegó. El eco de sus pasos retumbaba en las paredes como una risa persistente del universo que se burlaba de mi deseo de paz.
Suspiré. Profundo. Largo.
Luego caminé.
Tenía un libro que terminar y un misterio en forma de niño prodigio que no podía sacarme de la cabeza.
Y, si Sauros decía la verdad… también un cumpleaños por evitar.
El cumpleaños de Rin Boreas Greyrat
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Tiempo Después
Resoplé al caminar hacia el salón de eventos. Mi cumpleaños era, inevitablemente, un evento político. No había forma de evitarlo. Llevaba un vestido rojo, cómodo y elegante, porque yo misma lo había escogido. Rechacé sin dudar el vestido beige que me entregó el abuelo en cuanto lo vi.
—¡¡¡FELIZ CUMPLEAÑOS, RIN!!!
Confeti. Globos. Telas colgando desde los arcos del pasillo. Y, en medio de todo, Sauros Boreas, con su capa carmesí, el pecho descubierto —como siempre— y una ridícula corona de flores gigantes en la cabeza.
—¡Hoy celebramos la gloria del nacimiento de mi nieta más brillante! ¡La joya del feudo Boreas! ¡La estratega silenciosa! ¡La maga de mirada filosa! ¡RIIIIIINNNN!
Rin se llevó la mano al rostro.
—Abuelo… ¿cuántas veces tengo que decirte que no hagas esto?
—¡Cincuenta más! ¡Pero cada año te regalo un nuevo grito! —exclamó Sauros, feliz de ignorarla por completo.
Entonces lo notó.
Rudeus estaba al fondo, organizando los regalos con ayuda de un par de criadas. Eris, de pie junto a él, parecía emocionada, aunque lo disimulaba cruzando los brazos. Cuando Rin se acercó a la mesa de obsequios, Eris la interceptó con una mueca.
—No te creas especial. Solo es una fiesta.
—Gracias, hermanita. Me derrites el corazón —respondió Rin, seca como siempre.
A pesar de todo, sonrió.
Las horas transcurrieron rápido. La comida fue deliciosa, cortesía del chef personal del feudo y, si no se equivocaba, también había un par de recetas adaptadas por Rudeus (¿eso era una croqueta japonesa?).
Era una fiesta de gala, y más de una vez estuve tentada a probar cierto hechizo que había desarrollado recientemente. Decenas de muchachos de mi edad —o mayores— me invitaron a bailar. No tenía problemas con eventos sociales, pero lo que me molestaba eran las intenciones ocultas. Era obvio que más de uno esperaba llevarme a una habitación privada y dejar que la “naturaleza” siguiera su curso. No era idiota: no acepté ni una sola bebida de desconocidos. Sabía cómo jugaban los nobles. Y por eso, no podía bajar la guardia.
El evento más importante fue el baile. Había rechazado a todos, y en busca de ayuda recurrí a mi padre. La escena, a ojos de los invitados, resultaba tierna.
—Deberías al menos aceptar bailar con alguno de ellos —comentó Philip con calma.
—Paso. Prefiero darle ese honor a mi padre —sonreí con sorna.
—Si no supiera cómo piensas, te creería.
Philip me dio un giro, y juntos nos deslizamos bajo la atenta mirada de todos.
—Creo que Rudeus podría ser una buena opción —añadió él, en voz baja.
—Ya tiene a Eris. Lo último que quiero es que ella me miré mal —bromeé.
Nos separamos un instante, dando pasos alrededor, aunque sin soltarnos por completo. La música nos volvió a reunir en un giro elegante.
—¿No te molesta eso? —preguntó curioso.
—Es su vida. Además, puede que sea pasajero —respondí con ligereza.
Ese fue el único baile que acepté aquella noche. El resto lo dediqué a la aburrida rutina de despedir a los invitados y agradecerles por su presencia.
Ya era medianoche cuando solo quedábamos seis en el salón: Ghislaine, Philip, Hilda, Eris, Rudeus y yo. Me ayudaban a revisar los regalos recibidos.
—Otro libro —bufó Eris, decepcionada.
—Se supone que yo debería abrir esos regalos —comenté tranquila.
—Es aburrido. Estoy separando lo que se ve interesante —replicó Eris, descartando varios objetos sin cuidado.
La verdad, me divertía verla abrirlos. No me importaba demasiado la fiesta, pero no podía negar que disfrutaba de la compañía de ese pequeño grupo.
—El resto parecen ser bebidas o adornos —observó Philip con calma.
—¡Bah! Basura… —resopló Eris.
—Agradezco que los invitados ya se hayan ido —suspiró Rudeus.
—¿Esto es todo? —pregunté, aunque ya intuía que no.
Entonces todos me miraron con una sonrisa cómplice, y sacaron sus propios obsequios.
—El regalo de tu padre demorará un poco, creo que está recogiéndolo ahora mismo —dijo Philip, divertido.
Asentí, sorprendida. Me parecía extraño que el abuelo no lo tuviera todo preparado con antelación. Pero incluso él podía dejar algo para último minuto.
—Deseo ser el primero en darte algo hoy, así que toma —Philip me extendió un objeto, con cariño.
Lo miré con atención. No estaba envuelto, pero el título me dejó sin aliento: Grimorio: Magia de Barrera.
—No miento al decir que fue difícil conseguirlo, pero aquí lo tienes. Estoy seguro de que ya te aburriste de quitarle el polvo a los libros de nuestra biblioteca —dijo con una sonrisa afectuosa.
Lo tomé con ambas manos. Mi sorpresa era legítima. En este mundo, la magia era limitada. La mayoría de libros eran comerciales y apenas alcanzaban el rango principiante o, con suerte, intermedio. Para ir más allá se necesitaban grimorios avanzados, inaccesibles al público y resguardados por magos o reinos enteros.
Poseer uno de ellos era casi injusto: un manual diseñado no para enseñar lo común, sino para romper y superar la barrera de la normalidad mágica.
Y ahora, yo tenía uno en mis manos.
—Gracias, padre —asentí con una sonrisa—. Prometo levantar una barrera de gran nivel para nuestro hogar.
Las barreras en este mundo diferían mucho de lo que yo conocía. El idioma era solo una de las diferencias; había muchas más variables ocultas detrás de su estructura. Había leído una guía básica y con ella logré colocar protecciones pequeñas, pero eran inestables e ineficaces en comparación con las que había dominado en Fuyuki. Sin embargo, con aquel libro en mis manos, podía crear algo similar… o incluso superior.
—Es bueno escuchar eso —respondió Philip, con un gesto de aprobación.
El siguiente en acercarse fue mi madre. Su rostro permanecía serio, como siempre desde que le arrebataron a su último hijo. Aunque todavía tenía a sus dos hijas con ella, el resto de sus hijos no estaban a su lado. Comprendía bien el peso de su sufrimiento.
—Ya casi empieza el invierno. Esto debería serte útil. Está encantado para ajustarse al clima. No comprendí del todo la mecánica detrás, pero si canalizas correctamente el elemento mágico, mantendrá tu temperatura estable —explicó Hilda, entregándome un abrigo rojo.
Lo recibí entre mis manos y me costó no pensar en él.
Archer…
—Lo cuidaré, madre —prometí, sonriendo con suavidad.
Hilda asintió en silencio y retrocedió unos pasos. Entonces fue Rudeus quien avanzó. Aquello me sorprendió, pero esperé con calma.
Me extendió una libreta. Al principio pensé que era para mis apuntes, pero cortó mi línea de pensamientos de inmediato:
—He escrito todo lo que sé. Dijiste que no querías aprender de mí directamente, así que supuse que preferirías leerlo. Aquí están todos mis avances en magia. Espero que te sea útil —dijo con serenidad.
Asentí, hojeando el cuaderno. Estaba repleto, sin una sola página en blanco.
—Espero no encontrar errores —bromeé, arqueando una ceja.
—Espero que seas capaz de comprenderlo todo. Puede resultar confuso si no eres tan hábil —retrucó Rudeus, con una media sonrisa.
No añadió más y retrocedió, cediendo el lugar a Eris. Su regalo era imposible de ignorar: el más vistoso de todos.
—Este es un bastón mágico, Crimson Dragon’s Blood —anunció con orgullo.
El báculo era de longitud media, forjado con una madera que no logré identificar. Su tono plateado recordaba al metal bruñido. El cuerpo estaba formado por raíces delgadas trenzadas, que parecían serpentear hacia la cúspide, donde reposaba una gema carmesí que palpitaba con luz propia. Estaba encapsulada por púas nacidas de las mismas raíces, semejando una corona espinada que protegía un corazón ardiente.
—¿Cómo lo conseguiste? —pregunté, intrigada.
—Es un secreto… —replicó Eris con una sonrisa traviesa.
Entrecerré los ojos, pero no insistí. Le sacaría la verdad tarde o temprano. Solo esperaba que no se lo hubiera arrebatado a alguien.
—Pero no es solo un bastón, mira —añadió, esta vez con entusiasmo.
Lo sostuvo con ambas manos y, con un giro de muñeca, el báculo se dividió en dos. La parte inferior se deslizó, revelando una espada oculta dentro.
—Hermoso, ¿verdad? —dijo Eris, inflada de orgullo.
—De hecho, lo es… —admití, impresionada.
Era un arma práctica. Nadie sospecharía que ocultaba una hoja en su interior. Una herramienta perfecta para un combate cercano, siempre que supiera manejarla.
—Gracias, Eris —dije con sinceridad, rodeándola con un abrazo fuerte.
El momento, sin embargo, fue interrumpido por un estruendoso grito.
—¡RIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIN! —vociferó Sauros a todo pulmón.
Pocos segundos después apareció, cargando un cofre adornado con detalles dorados. Todos lo observamos expectantes.
—Esto es tuyo, mi querida nieta —anunció con una amplia sonrisa.
Al abrirlo, mis ojos se abrieron de par en par. No fue por gusto, sino por reconocimiento inmediato. Dentro del cofre reposaba una joya en forma de corazón rojo, engarzada en un collar.
Sabía exactamente qué era.
El legado de mi padre, Tokiomi Tohsaka.
El mismo collar que había utilizado para revivir a Shirou la primera noche de la Guerra.
—Esto… ¿Dónde lo encontraste? —pregunté, atónita.
—¡Ja, ja, ja! Sabía que te encantaría. Se lo compré a un anciano. Vendía todo tipo de baratijas, pero lo único valioso era esto. No dudé en llevármelo.
Tomé el collar y lo analicé de inmediato. Rudeus fue el único que comprendió lo que hacía; me observaba con curiosidad, pero no le devolví la mirada.
No había duda: era el mismo. Mi collar.
La fiesta llegó a su fin. Los sirvientes limpiaban con discreción. Sauros roncaba, dormido en una silla. Yo me quedé contemplando la luna, mientras mi mente repasaba todo lo que había sucedido.
Diez años…
La palabra escapó de mis labios como una plegaria.
Diez años en este mundo.
Diez años lejos de casa.
Diez años de una segunda oportunidad.
Y ahora, había un nuevo propósito.
Shirou estaba en algún lugar. Y lo encontraría.
—Gracias por celebrarlo —susurré, con la certeza de que nadie me escuchaba.
Pero, por primera vez en mucho tiempo, mi corazón se sentía más alegre que de costumbre.
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Un mes Después
—…si usas la resonancia como canalizador secundario, puedes mantener el hechizo activo más tiempo sin gastar maná extra —explicaba Rin—. Claro, siempre que controles el flujo con precisión.
—Eso explica lo que me fallaba en el reforzamiento… —murmuró Rudeus, pensativo.
—¡Rudeus! —gritó una voz aguda.
Ambos levantaron la cabeza. Eris venía hacia ellos con pasos firmes y expresión furiosa.
—Ah… hola, Eris —saludó Rudeus, incómodo.
—¡¿Qué haces?! —soltó ella, señalando a Rin.
—Estábamos… estudiando —respondió Rin con calma, sin molestarse en ocultar el desdén en su mirada.
—¡Desde hace horas! ¡No entrenaste conmigo hoy! ¡Y aquí estás, hablando con mi hermana como si fueran mejores amigos!
Rudeus abrió la boca, pero no halló respuesta.
Rin arqueó una ceja.
—¿Estás celosa, Eris?
—¡¿Qué?! ¡Claro que no! —gritó, enrojecida—. ¡Solo digo que Rudeus es mi maestro y tú no tienes por qué acapararlo!
—Oh, disculpa —Rin cerró el libro con elegancia—. No sabía que eras su dueña.
—¡No soy su dueña! ¡Pero él tampoco es tu juguete para analizarlo como a un libro de magia!
—¿Analizarlo? —repitió Rudeus, aún más confundido.
Rin no respondió. Se puso de pie, erguida.
—Si tanto te preocupa, ven y estudia con nosotros. Aunque no sé si podrás seguir el ritmo…
—¡No quiero estudiar! ¡Quiero entrenar!
—Claro. Golpes primero, razonamientos después. Como siempre.
Eris dio un paso hacia adelante, furiosa, pero Rudeus se interpuso.
—¡Ya basta, las dos!
Rin retrocedió medio paso. Eris gruñó.
—¡No me grites!
—No estoy gritando, estoy… —Rudeus suspiró—. Solo digo que no tiene sentido pelear. Rin me ayuda con la teoría. Tú con el cuerpo. Ambas son importantes.
Eris cruzó los brazos, mirando a Rin con recelo.
—¡Hmph! Solo recuerda que yo estuve aquí primero.
Rudeus se frotó la frente. Sentía que lo habían convertido en un campo de batalla.
Eris bufó y se fue dando zancadas.
Rin la observó irse. Cuando estuvo fuera de vista, suspiró.
—Qué energía…
—Sí —dijo Rudeus—. Pero no la odies. Se preocupa por ti. Y… también por mí.
—Ya lo noté —dijo Rin, sentándose de nuevo—. Pero si cree que voy a alejarme solo porque gruñe… está muy equivocada.
Rudeus tragó saliva. Sentía que el futuro iba a complicarse mucho más.
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Esa noche
El aire era fresco y silencioso, roto solo por el crujir de la madera o el aullido lejano de algún animal nocturno.
En la habitación que compartían, Eris dormía desparramada, brazos y piernas abiertas como tras una pelea. Su cabello rojo cubría parte de su rostro, y su respiración era ruidosa pero estable.
Rin, en cambio, permanecía sentada en el borde de la cama, con una manta sobre los hombros y un libro cerrado en el regazo. No podía dormir. No por insomnio, sino porque presentía lo inevitable.
—Sé que no duermes —dijo sin girarse.
—Tsk… —Eris se volteó lentamente, quedando boca arriba—. ¿Cómo lo supiste?
—Llevas veinte minutos gruñendo como un gato atrapado.
Eris apretó la mandíbula.
—¿Por qué hablas tanto con Rudeus?
Rin cerró los ojos un instante. Lo esperaba.
—Porque es inteligente. Curioso. Tiene una forma interesante de ver la magia. Y… porque hablar con él me ayuda a ordenar mis pensamientos.
—¿Y por qué no hablas conmigo?
—¿Quieres discutir sobre el equilibrio entre el maná externo y la voluntad de conjuración? —preguntó Rin con una ceja alzada.
—¡No sé qué es eso! —gritó Eris, incorporándose de golpe—. ¡Pero igual podrías hablarme!
Rin suspiró. Dejó el libro a un lado y se acostó en el futón, mirando el techo de madera.
—Eris… no intento quitarte nada.
—No lo parece.
—Tú y Rudeus entrenan juntos. Se gritan, se pegan, se entienden de una manera que yo no. Yo no funciono así. Él y yo hablamos de otras cosas. Pero eso no te hace menos.
Eris frunció los labios. Luego murmuró:
—Pero él te mira diferente. A veces.
—¿Y tú? ¿No lo miras diferente también?
Eris se sonrojó y hundió la cara en la almohada.
—¡Eso no importa!
Rin sonrió suavemente, por primera vez en la noche.
—No tienes que competir conmigo, Eris. Eres ruidosa, impaciente y molesta. Pero también valiente y honesta. Y él lo sabe.
—¿Y tú no… no lo quieres?
El silencio se extendió unos segundos. Rin no respondió enseguida. Miró el techo, dejando que sus pensamientos giraran como estrellas perdidas en un cielo sin luna.
—No —dijo al fin, en voz baja—. Me recuerda algo que no estoy lista para revivir. Y aunque es amable… hay otras cosas que ocupan mi mente.
Eris se giró hacia ella.
—Entonces… ¿quién te gusta?
Rin parpadeó, sorprendida.
—Nadie —contestó con calma.
—¿Y antes?
Rin la miró, y su expresión se suavizó, volviéndose lejana.
—Había alguien. Torpe, testarudo y tonto. Pero siempre ponía a los demás primero… incluso cuando se destruía en el intento.
Eris guardó silencio.
—¿Y… dónde está?
Rin cerró los ojos.
—No lo sé. Pero si sigue vivo, lo encontraré.
—Entonces… no es Rudeus.
—No —respondió Rin con una leve sonrisa—. Es un idiota, pero no el idiota que busco.
El silencio llenó la habitación. Afuera, los grillos cantaban, y la brisa movía suavemente las cortinas.
—Entonces —dijo Eris, acomodándose la manta—, ¿puedo seguir pegándole con confianza?
—Siempre que no lo mates —replicó Rin, girándose de espaldas—. Pero si lo haces sangrar demasiado, limpiarás.
—¡No pienso limpiar nada!
—Ya lo sospechaba.
—Entonces… no es Rudeus —repitió Eris, más tranquila.
—No —confirmó Rin con paciencia.
—Bien… —murmuró la pelirroja, cerrando los ojos.
Pero el silencio duró poco.
—Ahora que lo pienso… —dijo Eris, mirando el techo.
—¿Qué?
—Te vi muy interesada cuando Rudeus mencionó a su hermano. Shirou, ¿no?
Rin frunció el ceño, aunque no respondió.
—¿Qué edad tiene ese tal Shirou? —insistió Eris, sonriendo de forma socarrona—. ¿Cinco? ¿Seis?
—Eso no es gracioso —murmuró Rin.
—¡Vamos! —rió Eris—. Te pusiste blanca cuando lo mencionó. Soltaste el tenedor. Y después estuviste todo el día suspirando.
—No estaba suspirando —replicó Rin, seria.
—¿No estarás interesada en un niño, verdad? Porque eso sí sería raro, Nee-san.
Rin respiró hondo. Cerró los ojos y los abrió lentamente.
—Escucha bien, Eris. No me gusta ningún niño. Mucho menos uno de cinco años. Además, el hermano de Rudeus tiene su edad.
—¿Entonces por qué actuaste así?
Rin se incorporó, con la manta sobre los hombros. La luna dibujaba sombras largas en su rostro.
—Porque conocí a alguien con ese nombre. Y si ese niño es quien creo… significa que no estoy tan sola en este mundo como pensaba.
Eris parpadeó, confundida.
—¿Qué? ¿Cómo que lo conociste?
—Es una historia larga y complicada. Ni yo la entiendo del todo, así que no puedo contártela aún.
Eris frunció el ceño.
—Entonces… ¿no estás enamorada de un niño?
—¡Por el amor de…! —Rin se cubrió el rostro con ambas manos—. ¡No, Eris! ¿Por qué estamos teniendo esta conversación?
—Porque me asustas —dijo con total seriedad—. Primero Rudeus, ahora su hermano… ya no sé en quién confiar.
Rin soltó una risa seca, cansada.
—Eres una tonta. Una adorable, ruidosa, violenta tonta.
Eris no se ofendió. Se cruzó de brazos y gruñó.
—Bueno… está bien. Pero si vas a hablar con el hermano de Rudeus, será con supervisión.
—¿Supervisión?
—¡Sí! Yo iré contigo. No quiero que termines secuestrando niños perdidos por ahí.
—No sé si estás celosa, paranoica… o simplemente loca.
—¿Por qué no las tres?
Rin no pudo evitar reír. Esta vez de verdad.
—Gracias, Eris —susurró, mirándola con ternura—. Eres un caos… pero sigues siendo mi hermana.
Eris se giró, dándole la espalda.
—¡Hmph! Solo cumplo mi deber como la más adorable de la familia.
—Sí, claro.
Y con eso, la noche siguió avanzando. Más silenciosa. Más tranquila. Afuera, la luna brillaba sobre las tejas del feudo Boreas.
Dentro, dos hermanas —distintas como el fuego y el hielo— encontraban en su rareza compartida un refugio común.
Una promesa muda: pase lo que pase, se tendrían la una a la otra.
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Por la mañana
El sol comenzaba a hundirse tras los muros del feudo Boreas, tiñendo el cielo de un rojo suave que se deslizaba como una cortina sobre los jardines. Las sombras se alargaban entre los setos, y el aire fresco anunciaba la llegada de la noche.
Rudeus estaba solo, sentado en un banco de piedra, hojeando con lentitud un grimorio de hechizos intermedios. No lograba concentrarse; leía las mismas líneas una y otra vez, sin asimilarlas del todo.
—Ah, aquí estás —dijo una voz serena.
Alzó la vista. Rin Boreas Greyrat se acercaba con paso seguro, las manos entrelazadas delante del cuerpo. Llevaba un vestido sencillo, elegante, sin adornos innecesarios. Su expresión era neutra, pero en sus ojos brillaba una determinación extraña.
—¿Rin? —preguntó Rudeus, cerrando el libro—. ¿Sucede algo?
—Recibimos una carta —dijo ella, sin rodeos—. De tu familia.
Rudeus se quedó inmóvil.
—¿Mi familia?
Rin asintió. Sacó un sobre claro, sellado con un símbolo que él conocía demasiado bien: el escudo de los Greyrat. Al verlo, sintió cómo el pecho se le apretaba.
—Llegó esta mañana con un emisario mágico. Mis padres decidieron que debía entregártela personalmente.
Le extendió el sobre.
Rudeus lo tomó con cuidado, como si fuera algo frágil.
—Gracias.
—Hay otra carta dentro —añadió Rin—. Una más pequeña. De tu antigua maestra.
Los ojos de Rudeus se abrieron un poco más.
—¿Roxy?
Rin asintió con discreción.
—Al parecer, ella envió primero la misiva a tu familia, y ellos decidieron mandar todas juntas.
Rudeus no supo qué decir. Miró las cartas en sus manos como si fueran un tesoro perdido.
Y justo entonces, una voz irrumpió en el aire como un cuchillo:
—¡Rudeus!
Eris apareció por el camino lateral, con pasos pesados y mirada intensa. Se acercó a grandes zancadas, cruzando los brazos con fuerza.
—¿Qué hace ella contigo? —espetó, sin siquiera saludar.
Rudeus parpadeó.
—Me entregó una carta. De mi familia. Y de Roxy.
—¿Una carta? —repitió Eris, frunciendo el ceño mientras lanzaba una mirada fulminante a Rin.
—¿Quieres leerla tú primero, por si acaso trae una declaración secreta de amor? —preguntó Rin con voz suave, cargada de sarcasmo.
Eris se sonrojó de inmediato.
—¡No digas cosas raras!
—Entonces deja de imaginar cosas raras —replicó Rin con calma.
Volvió la mirada a Rudeus.
—Léela con tranquilidad. Puede que en esas líneas encuentres algo que te ayude a seguir adelante.
Rudeus asintió.
—Gracias, Rin.
Ella inclinó ligeramente la cabeza, con la misma elegancia de siempre.
—Hasta la cena.
Y se retiró sin mirar atrás.
Rudeus se quedó con las cartas en las manos. Eris se sentó a su lado, todavía con el ceño fruncido.
—No me gusta cuando hace eso…
—¿El qué?
—Actuar como si supiera más que todos —gruñó ella.
Rudeus no respondió. Seguía observando el sobre, con los dedos temblorosos. Sabía que en esas palabras escritas con cariño —en esas líneas trazadas con preocupación y afecto— tal vez hallaría lo que llevaba tiempo buscando: un ancla.
La carta de su familia.
Y una nota de Roxy.
Su pasado lo llamaba.
Y, por primera vez en mucho tiempo, sintió que no estaba tan solo.
Para nuestro querido Rudeus:
Han pasado muchos meses desde que partiste al feudo Boreas, y aunque sabemos que estás creciendo, aprendiendo y volviéndote más fuerte… te extrañamos muchísimo. La casa se siente más vacía sin ti.
De Zenith:
Querido Rudy. Espero que estés comiendo bien y no descuides tus horas de sueño. Estoy orgullosa de ti, de lo mucho que has avanzado. A veces me siento tentada de ir hasta allá solo para abrazarte y asegurarme de que estés abrigado por las noches.
Lilia y yo mantenemos todo en orden. Aisha ya camina, y Norm no para de hacer travesuras. Ambas son dos niñas bastante normales, nada parecido a ti y tu hermano, según Lilia ustedes fueron una anomalía que no se repetirá, pero ya me acostumbré a esta vida.
Con cariño mamá.
De Paul:
¡Rudeus! Espero que estés entrenando duro y no te estés confiando solo por tener talento natural. Recuerda que el mundo allá fuera no se rige por teorías o libros: se rige por fuerza, agallas y corazón.
Tienes lo primero y lo segundo. El tercero… bueno, seguro lo estás desarrollando.
El pueblo está más tranquilo últimamente. Tu madre no me ha lanzado ninguna cacerola en semanas, así que eso es una victoria.No te preocupes por nosotros y más te vale no volver pronto, después de todo si lo haces no podrás ir a la Universidad Mágica de Ranoa. Sé responsable y toma bien tus decisiones, evite meterte con alguna de las hijas de Philip, no le creas nada de lo que te diga, es un buen tipo, pero eso no quita esté planeando algo.
Te quiere Paul.
De Lilia:
Señorito Rudeus, Me complace saber, por el mensajero del feudo, que está progresando bien en su labor como tutor. Estoy orgullosa de sus logros, y de la disciplina que ha demostrado.
Aisha repite su nombre cada vez que la baño, y Norm se emociona cuando escucha su nombre. Son muy pequeños para entender lo que significa que su hermano esté lejos… pero le echan de menos.No se preocupe por las cosas en casa, todo está tranquilo. Sus hermanas estás creciendo con normalidad y la familia aunque los extraña saben que se está esforzando bastante. Así que no se rinda.
Con cariño Lilia.
Rudeus si estás leyendo esto ya han pasado al menos una semana para que llegue a tus manos, te queremos un montón. Pero si sabes algo de Shirou, comunícalo, no hemos sabido nada de él desde que se fueron.
Con amor, tu familia.
Para Rudeus Greyrat:
Hola, Rudeus.
Lamento haber tardado tanto en escribir. He estado bastante ocupada desde que llegué a Shironé. El viaje fue largo, como ya te imaginarás, y casi me como a un caballo de la desesperación durante una tormenta de arena. (No fue tan grave. Pero sí me desmayé de hambre una vez. Por favor, no lo repitas).
Actualmente estoy trabajando como tutora de magia para la familia real. Nunca pensé que terminaría enseñando a un noble de alto rango, pero supongo que nuestras vidas nunca siguen un camino recto, ¿no?
La ciudad de Shironé es mucho más refinada de lo que esperaba. Aquí tienen una biblioteca arcana de primer nivel, y eso me ha permitido profundizar un poco en ciertos hechizos que antes solo había visto en libros teóricos. Estoy segura de que tú también lo disfrutarías… si pudieras dejar de hablar cinco minutos seguidos para leer en silencio. A veces olvido que aprendiste tan rápido y tan bien, a pesar de tu carácter.
Por cierto, he escuchado rumores. Y sí, sé que tú los generas.
Dicen que eres un pequeño prodigio en el feudo Boreas. Que enseñas magia. Que dominas la lengua mágica y humana con la misma facilidad con la que otros respiran. Que te enfrentas a bandidos y monstruos como si fueras un adulto… Quiero pensar que es cierto, pero que no estás dejando de dormir por estudiar o entrenar como loco. Aunque siendo tú, probablemente ya eres un Rey del Agua. Quizás hasta has alcanzado el rango de Rey en Fuego también… o más, conozco tus habilidades, pero no me cabe duda de que aun así me sorprenderás.
Me alegra verte avanzar, aunque a la distancia. Siempre supe que te convertirías en alguien increíble.
Pero… debo confesarte algo.
Aquí encontré a una alumna que, sinceramente, me ha sorprendido. Su talento mágico es más estable que el tuyo cuando empezaste (sí, incluso tú tenías explosiones fallidas, aunque no lo admitas). Tiene una forma de comprender los conceptos mágicos que es casi… inquietante. Como si ya supiera lo que le estoy enseñando. Y lo más extraño es que a veces habla como una adulta.
Su nombre es Illyasviel Emiya.
No, no me mires así (sé que lo estás haciendo con esa ceja alzada). No te estoy reemplazando.
Tú fuiste mi primer gran alumno, y eso no se olvida. Pero ella… es algo especial.Tal vez algún día se conozcan. Tal vez no. Pero si llega a pasar, no seas presumido ni compitas por algo sin sentido. Aunque, conociéndote, seguro lo harás.
Espero que esta carta te encuentre sano, fuerte y con la cabeza sobre los hombros.
Te escribe con respeto y una pizca de cariño (muy mínima, no te emociones).
PD: No dejes de practicar lo que te enseñé. Y si por algún milagro del destino vuelves a verme, quiero que me demuestres lo que has aprendido sin destruir media ciudad en el intento.
Roxy Migurdia
Rudeus caminaba con la carta arrugada entre los dedos, los ojos abiertos como platos, el ceño fruncido y los labios temblorosos, como si acabara de enterarse de una traición indescriptible. Al llegar al salón de descanso, encontró a Rin leyendo tranquilamente.
—¡Me reemplazó! —soltó de golpe, con la voz quebrada—. ¡Mi maestra… me reemplazó!
Rin alzó una ceja, sin apartar la vista del libro.
—¿Y eso es lo peor que te ha pasado en la vida? Felicidades. Vas bien.
—¡No te burles! —Rudeus se dejó caer a su lado, hundiéndose en el asiento con los hombros caídos—. ¡Yo era su alumno estrella! ¡Dijo que era un genio, un prodigio, un niño inigualable! Y ahora…
Levantó la carta abierta como si fuera una prueba irrefutable de traición.
—Tú misma dijiste que entrenó a más de uno, ¿no? No eras su único alumno —observó Rin con pereza.
—¡Sí! Pero yo era el único que podía aplicar lo que enseñaba.
Rin asintió despacio, concediéndole un punto.
—Y ahora resulta que encontró a alguien mejor. ¡Mejor que yo! Y encima con nombre de noble presumida: Illyasviel Emiya. ¡Hasta parece inventado para molestarme!
Con calma, Rin cerró el libro y lo dejó a un lado. Se cruzó de brazos y lo miró con una mezcla de ironía y ligera compasión.
—Déjame ver si entiendo… Ella te enseñó a leer, a controlar la magia, a no volar la casa, a comprender el lenguaje mágico… y ¿ahora haces un drama porque descubrió a otra persona con talento?
—¡¡Exacto!! —exclamó Rudeus, sin captar el sarcasmo—. ¡Es que yo era especial! ¡Su primer alumno! ¡Su único alumno! ¡Yo le decía Maestra Roxy con respeto! ¡Le construí un altar! ¡La dibujé en mis cuadernos!
—¿…Altar? —repitió Rin, entrecerrando los ojos.
—¡Eso no importa! —gruñó Rudeus, agitando la carta—. ¡Lo que importa es que me reemplazó! Como si yo fuera un simple experimento mágico fallido. Como si yo…
De pronto se detuvo. Rin lo observaba en silencio, atenta.
—¿Acabas de decir… Illyasviel Emiya?
Rudeus asintió, aún molesto, aunque ahora con un matiz de duda.
—Sí. ¿La conoces?
Rin desvió la mirada, como si procesara algo demasiado profundo. Por un instante, la seguridad habitual en su rostro se quebró y una sombra de nostalgia lo tiñó.
—Digamos que me suena —respondió al fin, con voz más baja—. Más de lo que debería.
Rudeus parpadeó, confundido, pero no insistió. El berrinche todavía lo dominaba.
—De todos modos… no puedo creerlo. Aparece una niña con nombre de princesa y ¡pum!, ya no soy el favorito. Seguro es toda elegante, refinada y educada. Bah.
—Rudeus —Rin suspiró, apoyando un codo en la rodilla y la barbilla en la palma—, ¿quieres que te diga lo que en realidad está pasando?
—¿Qué?
—Estás celoso.
—¡No lo estoy! —replicó al instante—. Solo estoy… emocionalmente perturbado por esta traición pedagógica.
—Eso es la definición de estar celoso.
—¡No! ¡Esto es distinto! Es… es…
—Rudeus.
—¿Sí?
—¿Qué tal si simplemente le escribes una carta y le demuestras cuánto has mejorado? Enséñale que aún puedes ser su mejor alumno, y ya.
Rudeus abrió la boca… y luego la cerró.
—Eso… no es una mala idea.
—Lo sé. Por eso se me ocurrió a mí y no a ti.
El viento agitó suavemente las hojas del árbol. Rudeus soltó un suspiro largo, todavía dolido.
—¿Crees que Roxy me recuerde?
—Si logras no actuar como un idiota durante media página de carta, es posible.
Él la miró con ojos entrecerrados.
—Tienes un talento especial para consolar y ofender al mismo tiempo.
—Y tú para quejarte como un anciano de ochenta años atrapado en el cuerpo de un niño. Así que estamos a mano.
El silencio volvió por un instante. Luego Rudeus sacó un cuaderno y empezó a escribir.
—¿Le vas a contar a tu novia Eris que estás tan afectado por otra mujer? —preguntó Rin, sin levantar la vista.
—¡Ella no es mi novia!
—Ajá. Seguro.
Rudeus resopló y siguió escribiendo. Rin sonrió apenas y retomó su libro.
“Así que no solo Shirou está aquí… tú también, Illya”, pensó en silencio. “Si estás en este mundo… ¿quién más habrá sido arrastrado hasta aquí?”
Fin Capítulo 08