Chapter 1: Oscuridad y luz
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Oscuridad.
Cualquiera pensaría que, tras morir, lo que sigue es la profunda e infinita oscuridad, y, de hecho, lo fue. Sin embargo, la paz y el silencio que dicha oscuridad le brindó a Satoru duró solo un momento, antes de serle cruelmente arrebatada.
La muerte llegó sin elegancia, sin gloria y de forma inesperada. Claro, Gojo sabía que moriría, y sabía que, de hecho, moriría joven, como todos sus compañeros. Era parte del ciclo natural de un hechicero; vives poco y mueres solo. Una lección que intentó transmitir a sus alumnos desde el inicio. Los actos heróicos desmedidos no tienen sentido si al final mueres por nada. El mensaje era claro: no se dejen llevar por impulsos, sean inteligentes y manténganse tan a salvo como puedan, porque, al final, no habrá quien los salve ustedes.
Pero el propio Satoru Gojo fue siempre incapaz de aplicar este mismo consejo en sí mismo. Su mayor debilidad siempre fue su corazón. Muy en el fondo, lo sabía: no habría nadie que lo salve a él, así como no hubo nadie que salvara a sus amigos. Sin embargo, él quería que hubiese alguien para sus alumnos. Por eso era el más fuerte. Ansiaba que esos chicos lo alcanzaran, que lo sobrepasaran, para que pudiesen cuidar de sí mismos y, aún así, en el proceso, Gojo daría la vida por cada uno de ellos.
¿De qué servía ser el más fuerte si no era capaz de protegerlos?
Mientras él estuviese ahí, ellos no morirían sin razón. No estarían solos. No caminarían sobre el mismo sendero de cadáveres que él recorrió.
¿En qué momento todo salió mal?
No mentirá; hubiera deseado quedarse un poco más, solo lo suficiente para volver a ver el rostro de Megumi sin las marcas malditas de Sukuna. Ver a Yuji sonreír tras una difícil victoria. Ver a Nobara despertar.
Pero el rey de las maldiciones fue más fuerte que el portador de los Seis Ojos y manipulador del Infinito. El corte al mundo atravesó su barrera ilimitada y cortó su carne sin piedad. No hubo forma de evitarlo. Su cuerpo, esa prisión que parecía indestructible, fue dividido en dos como si estuviera hecho de papel mojado. Gojo tuvo una vista panorámica y agitada del cielo y las nubes mientras caía de espaldas hasta azotar contra el suelo.
Primero no sintió nada, solo el impacto. Un golpe seco, profundo y sumamente prolijo. Fue como si el tiempo se hubiese detenido por una fracción de segundo antes de desmoronarse.
Después vino el dolor.
Dolor real. Intenso.
Un dolor tan... humano.
El gran heredero del Clan Gojo, quien alguna vez fue llamado un dios, y quien alguna vez se llamó a sí mismo Dios, casi había olvidado lo que era el dolor físico. Con la Técnica Maldita Inversa activada todo el tiempo, al igual que la Técnica Maldita Ilimitada, era bastante difícil que algo llegase a herirlo de forma tan irremediable.
Pero esto era, en efecto, irremediable.
Se sintió como fuego líquido derramado dentro de sus órganos. No estaba del todo seguro, pero Satoru apostaría qué sintió su espina dorsal quebrarse antes de dejar de sentir por completo sus piernas. El calor de su sangre manando fue lo siguiente; tibia, espesa y pegajosa. Sintió su ropa humedecerse. Sintió su fuerza escapar y, aunque todo esto ocurrió en cuestión de un segundo, en su mente fue eterno.
No podía moverse. El suelo no fue duro, fue frío. Era como si el mundo lo abrazara con dientes afilados.
Satoru intentó respirar una, dos veces. Cada aliento fue un suplicio. Sus pulmones, o lo que quedaba de ellos, estaban colapsados por completo. La sangre en su garganta era muchísimo más espesa que el aire y salió por su boca, lo ahogó.
Entonces, frente a él, surgieron rostros conocidos. Yuji. Megumi. Nobara. Yuta. Maki. Panda. Inumaki.
¿Lo lograrán...?
Sí... con Sukuna herido y debilitado, lo harán. Ellos pueden terminar esto.
Ellos pueden salvar a Megumi.
Pueden salvar el mundo.
Sus alumnos son fuertes.
¿Cierto?
La incertidumbre. Aceptar que no sabría el destino de sus chicos lo golpeó más fuerte que la muerte misma. Lo desconocido dolía. Lo absoluto dolía.
Porque él debió ganar.
Él no debió perder esta batalla.
Pero lo hizo. Perdió.
"Sukuna fue más fuerte", ese amargo pensamiento resonaba en el fondo de su débil conciencia que se desvanecía vertiginosamente.
Sus párpados pesaban. Ya no sentía nada. Manchas oscuras empezaban a consumir su visión del cielo hasta que todo fue más negro que azul. Era como si su alma resbalara por el borde de su cuerpo, como si le fuera arrancada. En realidad, esa era una sensación familiar... La muerte. La sintió años atrás, cuando perdió contra Toji Fushiguro. De nuevo, estaba muriendo. Pero, esta vez, no había ritual inverso que pudiese unir sus huesos, pegar sus músculos y regenerar la piel.
Este era definitivamente su final.
Y la fecha... 24 de diciembre.
Gojo eligió esta fecha para velarlo a él.
Qué ironía más cruel.
Al final, deberían velarlos juntos.
Morirían con un año exacto de diferencia, el mismo día.
No podía afirmarlo, pero Gojo creyó que sus labios se curvaron en una suave sonrisa.
"Si existe algo más allá de esto... podré verlo de nuevo, ¿no?" pensó fugazmente, con un suspiro que ya no movió el aire.
Suguru Geto.
Como un cálido susurro de consuelo, el rostro apacible de su mejor amigo apareció delante de él.
Una imagen bastante bella de ver al morir.
Entonces, la oscuridad lo envolvió por completo.
Solo existió la paz. La quietud. La nada.
Pero esta falsa tranquilidad solo le duró un momento antes de esfumarse, como un parpadeo.
De repente, luz.
Un estallido de brillante, repentina y cruel luz blanca. Demasiado blanca. Era equivalente a mil soles explotando al mismo tiempo justo en su puta cara. Sus ojos dolían y el calor era insoportable.
¿Estaba entrando al Cielo?
Luego, ruido. Todo y nada a la vez. Como si el mundo rugiera desde sus cimientos y, a la par, se sumiera en silencio ensordecedor. Pasos agitados, puertas abriéndose, voces distorsionadas. Gritos, quizá. ¿Alguien llamaba su nombre? Era difícil decirlo. Satoru pensó en miles de radios encendidas al mismo tiempo; no entendía nada y la cantidad de información a su alrededor lo desorientaba, lo aturdía.
Entonces, lo sintió.
Dolor.
Su cabeza iba a estallar.
Él no era ajeno a las migrañas, pero hacía años que no tenía una tan intensa como esta. Su cerebro se encontraba hecho papilla. Su cuerpo estaba en llamas y su piel, contradictoriamente, se sentía helada. Era una especie de frío que nacía en su pecho y se extendía por sus huesos. No paraba de temblar. Su visión era borrosa y pasaba de blanco a negro, de luz a oscuridad. Estaba mareado. Enfermo. Asqueado.
Y, además, tenía una extraña sensación en su vientre. Muy distinta al corte ensangrentado que Sukuna le hizo. Seguía siendo dolor pero era diferente. Era bizarro. Como si sus entrañas se retorcieran sobre sí mismas de forma inhumana e incómoda. Caliente.
¿Qué mierda era esto? ¿Alguien hurgaba dentro de sus intestinos?
No era capaz de concentrarse en nada en específico.
Todo dolía.
Se sentía mal.
Se sentía incorrecto.
Esto no era el cielo después de la muerte.
Era el infierno.
Definitivamente estaba siendo castigado.
Su lengua sabía a hierro y estaba seguro de que una cantidad obscena de saliva se deslizaba por la comisura de su boca, babeando como un animal. En realidad, todo su cuerpo estaba empapado y viscoso.
Una parte de él gritaba que debía moverse, levantarse, pelear. Pero otra —la más grande— le exigía descanso. Satoru permaneció petrificado ante las sensaciones desconocidas que lo invadían. Sensaciones demasiado vívidas y reales para ser producto de su imaginación.
Lo más raro de todo, es que su alma parecía estar fuera de ritmo, como si no encajara del todo en su propio cuerpo. Como si algo en él se hubiera roto más allá de lo tangible. Y sus seis ojos, vueltos locos, intentaban hallar el error dentro de él, a la vez que buscaban respuestas en el mundo a su alrededor; familiar pero totalmente extraño.
Se trataba de una tortura sensorial sumamente cruel, siendo honestos.
Lo único que Gojo sabía es que estaba sufriendo.
Por eso, cuando la oscuridad lo arrastró de nuevo, casi suspiró de alivio.
Le encantaría decir que ese fue el final del suplicio, sin embargo, brindarle un merecido descanso estaba claramente fuera de los planes que el mundo tenía para el gran Satoru Gojo.
Después de esa ocasión, Satoru se deslizó entre la consciencia y la inconsciencia. Perdió la cuenta de cuántas veces "despertó", pero cada una fue horrenda. Calor, humedad, dolor. Durante ese tiempo, juraría qué escuchó a alguien llamarlo con preocupación. O quizá fueron distintas personas. No lo recuerda.
También pudo distinguir un toque fantasmal en su frente, reconfortante y frío. Supuso que fue ese par de manos las que le colocaron una venda en los ojos; olía a esterilizante, impedía el feo paso de la luz blanca y ejercía la presión adecuada para aliviar un poco su migraña.
Conforme el calor fue bajando y las terribles punzadas que invadían su cuerpo disminuyeron, Satoru pudo empezar a percibir cosas que no había logrado notar antes. Por ejemplo, el fuerte olor a lavanda que lo rodeaba todo el tiempo. En ciertos momentos, el aroma era más intenso y, en otros, más sutil, pero siempre estaba ahí. Dulce, fresco, relajante. Le gustaba. Como una suave caricia, un pequeño placer sensorial en medio de toda la sobrecarga que experimentaba. Era casi medicinal. Un amable remedio.
Gojo no lo supo, pero estuvo así durante dos semanas enteras.
En ese período de tiempo, se mantuvo mayormente inconsciente, de vez en cuando se movía y balbuceaba, delirante y febril, sólo para después volver a desmayarse.
El día número quince, Gojo Satoru por fin abrió ese par de ojos azules, resucitando de entre los muertos.
Aún con la venda que cubría su visión, el portador de los Seis Ojos fue capaz de reconocer la habitación en la que se encontraba a la perfección.
Entre sus desmayos, lo había notado, sin embargo, ahora que por fin estaba totalmente despierto, era capaz de afirmarlo: estaba en la enfermería del Colegio Técnico de Magia de Tokio. A juzgar por la tenue luz que se filtraba por las cortinas, debía de estar amaneciendo.
Sin embargo, la energía y el mundo que lo rodeaba... se sentían más jóvenes. Como si estuviera de vuelta en el pasado. Era difícil de explicar, pero lo percibía.
Gojo pensó que se trataba de un sueño más. Solía recordar sus momentos como estudiante cuando dormía, por lo que, ver el pasado después de la muerte, no le parecía descabellado.
Pero había algo sumamente extraño. Cuando Satoru soñaba, él solía saber que se trataba de simples recuerdos. No es como que fuese consciente de ello todo el tiempo, pero lo sabía. Entonces, ¿por qué todo parecía tan... real? ¿Sería porque, al morir, el sentido entre lo falso y lo cierto se perdía?
Él murió. Estaba indudablemente muerto. Por ello, no entendía por qué todos sus sentidos le indicaban lo contrario.
La sábana debajo de él, el colchón delgado e incómodo, el aire que rozaba sus poros, la intravenosa conectada a su brazo izquierdo y el pitido constante del monitor cardíaco que marcaba los latidos de un corazón que no debería de estar latiendo. Incluso el ambiente a su alrededor... Todo parecía demasiado real.
Su ser no dejaba de gritarle que algo estaba muy mal.
No se trataba de un sueño.
¿Cómo era posible?
Su garganta ardía y sus labios estaban secos. Como no tenía fuerzas para levantarse, intentó mover los dedos de sus manos y pies, los cuales se sorprendió muchísimo de sentir. Pensó que los había perdido tras el golpe final de Sukuna. Le costó mucho trabajo, pero consiguió moverlos. Después, pudo controlar los brazos y flexionar suavemente las piernas.
Tenía calambres, como si hubiese permanecido recostado por muchos días, pero nada tan extremo como las sensaciones que tuvo anteriormente.
Siguió estirando sus músculos, uno a uno, por un rato, aún recostado. No hizo ningún sonido y mantuvo su energía maldita oculta. No entendía la situación y no planeaba arriesgarse a revelar su estado de consciencia actual. Hasta donde sabía, podría encontrarse encerrado en algún otro objeto maldito o ser objetivo de alguna técnica maldita desconocida. Aunque sus Seis Ojos le decían que no se trataba de ninguna de esas opciones, Gojo ya no sabía si podía confiar realmente en su visión.
Después de todo, no fue capaz de detectar nada anormal en el supuesto Suguru Geto que se le presentó en Shibuya antes de ser encerrado en ese cubo. Fue una corazonada —y el hecho de que fue el mismo Satoru quien le quitó la vida a su mejor amigo— lo que le reveló la verdad.
Al pasar unos minutos, Gojo pudo sentarse sobre la cama. Estaba totalmente solo en la habitación. Conteniendo la respiración y con cada fibra de su ser tensa, se quitó la venda de los ojos. Agradeció que las cortinas estuviesen cerradas, porque aún así sintió la luz del amanecer que se filtraba clavarse con dureza en sus retinas.
Vio líneas. Capas. Interferencias. Como si la realidad misma se hubiera partido en fragmentos transparentes, ligeramente desfasados, hasta que, poco a poco, la imagen distorsionada y la original empezaron a fusionarse en una sola toma.
Las paredes, los muebles, la cama, todo estaba... bien. Todo estaba donde debía estar. Reconocía el techo, las ventanas, la puerta corrediza. Incluso el zumbido tenue del aire acondicionado que siempre estaba un poco más frío de lo necesario.
Todo era normal.
Excepto que no lo era.
Sus seis sentidos, afinados para captar la energía maldita más sutil, vibraban con ansiedad.
No era solo el residuo de energía que quedaba sobre su cuerpo; una mezcla desordenada de su propia Técnica Maldita Inversa y de algo más áspero, más antiguo, como las uñas de un muerto que conocía bien arrastrándose sobre su piel. Era otra cosa. Como si el universo tuviese alguna especie de fuga. Había rastros de energía maldita en el aire, sí. Eso era normal en ese lugar. Pero también flotaba algo que no sabía cómo procesar.
Era una especie de rastro que no era maldito ni inofensivo. No era energía, pero su presencia lo afectaba como si lo fuera. Era denso, pero sutil. No tenía una forma exacta, tampoco se movía como el humo ni como el aura. Sin embargo, se aferraba al ambiente como si lo reclamara, como si perteneciera originalmente ahí.
Satoru lo describiría como si el aire mismo hubiese adquirido un nuevo peso. Como si su fórmula se hubiese reescrito. Algo totalmente anormal que, por extraño que pareciera, se sentía natural.
A diferencia de la energía maldita, Gojo no podía verlo. Solo tenía la certeza de que estaba ahí. Podía sentirlo. Pero, sobre todo, podía olerlo.
No era como una fragancia o perfume propiamente dicho, pues aunque sí emanaba ciertos aromas, la sensación olfativa iba más allá de eso, se parecía a... una emoción. Un tirón involuntario en su pecho, algo desconocido y molesto, pero, a la vez, algo con lo que su cuerpo era compatible. Estaba acostumbrado a percibirlo... E interpretarlo.
Como un instinto animal arraigado a su estructura genética.
Básicamente, era imposible describirlo con palabras. Estaba seguro de que nunca había sentido algo así. Era nuevo y conocido a la vez.
"Un Jamais Vu", ofreció su cabeza.
— ¿Qué...?— su voz salió como un susurro ronco e irreconocible. Era como si hubiese respirado arena. Tosió un par de veces. Mierda, necesitaba un vaso de agua.
Sus ojos recorrieron de arriba a abajo la habitación, buscando anomalías, amenazas, peligro, pero todo lucía perfecto.
Sería absurdo que Sukuna le hubiese lanzado algún hechizo ilusorio en el último instante. Sobre todo porque Gojo sintió el momento exacto en el que murió. No había dudas. Entonces, ¿por qué de repente estaba... Vivo?
¿Por fin terminó de enloquecer?
Miró sus piernas, quitándose la sábana blanca de encima. Tenía puesta una fea bata azul bebé. Y claro que le sorprendió ver que aún conservaba sus extremidades, pero lo que más le llamó la atención fue el volumen de las mismas. "Qué delgadas" fue lo primero que se le vino a la mente. Ahí faltaban años de músculo y entrenamiento. ¿Habría estado inconsciente tanto tiempo que se le atrofió el cuerpo?
No, espera. En todo caso, ¿cómo le pegaron la mitad inferior del cuerpo...?
Con rapidez, se subió la bata para mirar su abdomen, esperando ver una cicatriz enorme que lo atravesaba horizontalmente de un extremo a otro, pero no encontró nada más que los electrodos pegados a su pecho. Su piel blanca no poseía ninguna marca y, al igual que sus piernas, su torso era inusualmente más flaco.
Se pasó una mano por el rostro y luego se sujetó el cabello con fuerza, casi eufórico. Quizá al borde de un colapso mental.
Una risa hueca y enferma salió de su garganta.
"Okay, okay, okay, tranquilízate, Satoru. Tiene que haber una explicación lógica para esto" repitió una y otra vez en su mente, sintiendo como su cuerpo entero empezaba a temblar y sudor frío le bajaba por la espalda.
En ese preciso momento, la puerta de la enfermería se abrió y un par de ojos marrones que Gojo conocía muy bien lo miraron como si estuviesen presenciando la escena más inaudita e inimaginable. Satoru también observó a la chica frente a él con asombro, congelado.
Imposible.
"Esto es... Imposible", pensó.
¿Por qué ella...?
—¡Maldito imbécil! —exclamó Shoko, la voz quebrada y los puños apretados a los costados. Lucía furiosa, como si pudiese lanzarse sobre Gojo para asesinarlo con sus propias manos en cualquier momento, sin embargo, no se acercó ni un paso hacia él, como si temiese hacerlo —. ¿¡Tienes idea de lo que hiciste!?
Chapter 2: ¿Matemáticas y… feromonas?
Summary:
Gojo despierta e intenta entender qué carajos está pasando.
Cuando cree que ya está tomando el ritmo, descubre que todo es más complicado de lo que ya parecía.
Pobrecito.
Notes:
¡Hola! Actualizo rápido porque ya tengo los primeros capítulos jeje
A la gente que está leyendo esto, gracias.
Espero que les guste tanto como a mí escribirlo.
Disfruto poner a Gojo en aprietos.
Chapter Text
Gojo la miró perplejo. Su mente trabajando a mil por hora, sin saber cómo reaccionar a algo que no entendía. A algo que no tenía ningún maldito sentido.
Esta mujer, no. Esta chica delante de él, no era Shoko Ieri.
No. No lo era. Imposible.
Entonces, ¿por qué no solo los ojos de Satoru, sino también su alma , le decían que era la de verdad?
"Porque ella es Ieri Shoko", no había duda.
Olía a cigarrillos de menta y... Fresa. Llevaba puesto el uniforme de una hechicera estudiante, su cabello era corto, y se veía como si tuviera descisiete años de nuevo. Pero el pequeño lunar en su rostro seguía ahí; su mirada marrón, menos cansada pero igual de intensa y honesta seguía ahí; su energía maldita era exactamente la misma, menos fuerte, más joven, pero seguía ahí.
El par de ojos azules se fijaron en la frente de la chica, lentamente, buscando esas horribles costuras. Pero no había nada.
¿Qué era, entonces?
Satoru pudo notar que Shoko lo miraba fijamente, con rabia mal contenida y algo más... Ella estaba preocupada y aliviada. Una tímida lágrima amenazaba con desbordarse de entre sus pestañas, pero no llegaba a caer, demasiado orgullosa como para llorar delante de alguien.
Gojo no pudo evitar notar la facilidad con la que comprendió el malestar de la castaña. Casi como si pudiera sentirlo él mismo. Similar a una resonancia magnética.
Era fascinantemente espeluznante.
Esta persona era una versión adolescente de Shoko, pero, ¿cómo? Si no se trataba de ninguna técnica o truco, si Satoru estaba tan vivo como la chica delante suya, quien claramente estaba viva y era real... ¿Se trataba de un algún tipo de fallo en el espacio tiempo?
Nunca había oído que algo así ocurriera fuera de las teorías. Agujeros de gusano, rotación de Kerr, dilación temporal, un túnel cuántico... su mente era un torbellino de ideas, ninguna probable, mientras sus mirada permanecía fija en Ieri.
"Es real. Es ella... y a la vez no es ella" gritaba su mente. ¿Qué demonios era esa esencia dulce y tranquilizante que provenía de Shoko?
—¿Gojo...? — Shoko notó el inusual silencio de Satoru. Ese par de ojos azules brillantes la incomodaban; su amigo parecía un gato observando atentamente una posible presa, o una posible amenaza, como si el hechicero no pudiera distinguir entre una y la otra —. ¿Qué te pasa? ¿Te duele algo?
Solo entonces, la castaña se acercó a él. Con pasos rápidos, acortó la distancia hasta quedar a un lado de la cama. Tenerla tan cerca solo hacía todo aún más obvio: es jodidamente verdadera.
—Sho...Shoko — el albino intentó llamar su nombre. Su voz fue baja y ronca, suave, como si temiera romper un hechizo. Tosió el sentir un agudo dolor en su garganta deshidratada.
La chica entendió al instante y se giró hacia una mesita que estaba al fondo, sobre ella, una jarra de agua y un par de vasos de cristal. Muy pronto estuvo de vuelta con un vaso lleno de agua tibia qué le ofreció a Satoru con una expresión neutra, aún algo molesta, pero mucho más controlada. Como si la condición de Gojo la estuviera preocupando más con cada segundo que pasaba.
Satoru miró el vaso y sus manos le respondieron con lentitud, sintió el leve tirón de la intravenosa. Sostuvo el recipiente y, después de ver fijamente el contenido traslúcido, no pudo evitar mirar a Shoko nuevamente.
Su cabeza intentaba atar más que cabos sueltos; estaba armando un maldito rascacielos con trocitos de plastilina.
La hechicera arrugó las cejas y rompió el incómodo silencio:
—¿Qué tanto me ves? —preguntó, tratando de sonar firme, pero había un dejo de angustia detrás—. Bébela.
El albino obedeció. Sus manos temblaron un instante antes de llevarse el vaso a la boca. De repente, recordó lo sediento que estaba. Tomó otro trago, y otro, y otro. Shoko volvió a llenarle el vaso un par de veces más y él siguió tomando.
Si se trataba de veneno, no le importaba. Quizá ser envenenado sería más fácil que seguir presenciando todo este acto bizarro. Quería pensar eso.
Pero en el fondo Gojo sabía que no había nada inusual, ni en la bebida, ni en la persona que se la ofreció.
—Hey, ve más despacio... — advirtió la castaña, mientras terminaba de escribir algo en su teléfono celular. Y, vaya, qué viejo era ese modelo. De esos que aún se plegaban y tenían teclas en vez de una amplia pantalla táctil.
Después de saciarse, el peliblanco se limpió los labios con el dorso de la mano.
—Gracias —soltó, intentando emular algo parecido a una sonrisa, pero debió resultar tan desastrosa como la sintió porque la hechicera hizo un gesto extraño antes de suspirar y sentarse en la cama, a los pies del albino.
Satoru no pasó por alto el aroma que llegó a su nariz. Fresa, de nuevo, pero esta vez con un tinte agrio, ácido.
—Gojo, ¿recuerdas algo de lo que pasó antes de que... ? —Shoko dudó un segundo, como si no encontrara cómo continuar con esa pregunta, por lo que decidió corregirla rápidamente —. ¿Qué es lo último que recuerdas antes de perder la consciencia?
Oh...
Aún con la mente destrozada, Satoru era consciente de que debía ser cauteloso. Desconocía el tiempo en el que se encontraba, la energía extraña que impregnaba el aire, rodeando a Shoko y al mismo Gojo, todo.
La chica delante de él, por más que fuese una versión de su antigua compañera de preparatoria, no era la misma que él realmente conocía, y Satoru era, objetivamente hablando, un impostor ocupando el lugar de un Gojo Satoru diferente.
Si esta teoría era cierta, ¿a dónde había ido el dueño de este cuerpo? El Satoru original debía de tener 17 años, al igual que esta Shoko. ¿Qué le ocurrió a esta edad que pudo haberlo dejado conectado a un suero y a un monitor cardíaco?
¿Enfermó? ¿Por eso había experimentado tantos desmayos y malestar...?
O quizá una misión que salió mal.
Mentir sobre esto le traería más problemas que soluciones.
—... No recuerdo nada —admitió con sencillez.
Shoko abrió los ojos con sorpresa, la preocupación cada vez más notoria en su rostro y... en el aire. Como vibraciones qué recorrían el espacio entre ambos e informaban a Satoru sobre el estado emocional de la hechicera. Similar a un sexto sentido. O más bien, un séptimo, para Gojo.
—¡¿Nada?! —Ieri pareció quedarse sin palabras un momento antes de sacar un cigarrillo de su bolsillo y llevárselo a los labios, sin encenderlo. Un movimiento automático. Satoru la vió rascarse la cabeza mientras continuaba hablando entre dientes: —Puede que la falta de oxígeno te haya dañado el cerebro, Gojo, y no estoy bromeando. Tu corazón se detuvo por diez jodidos minutos, había sangre por todos lados. Yaga dijo que había que llevarte a la morgue. Tú... moriste. Todos lo vimos.
Aunque Shoko se mostraba clínica al respecto y aparentaba un tono tranquilo, era obvio que dar esta noticia la consternaba. El cigarrillo en sus labios se movía de un lado a otro y mantenía su mirada lejos de él, en un punto aleatorio de la habitación. Como si ella misma no pudiese dar forma a sus pensamientos.
Cualquiera estaría confundido si su amigo muriera y después volviera a respirar, como ella decía.
Gojo parpadeó. Su cabeza empezaba a dolerle de nuevo y su corazón se agitó, acelerando levemente el sonido de la máquina que lo monitoreaba. Como si este cuerpo joven tuviera memoria sobre lo acontecido.
Una misión que salió mal, entonces.
Satoru tenía solo un par de esas.
Y la única donde pudo haber muerto a esta edad, con el sol de verano brillante y caluroso filtrándose entre las cortinas, lo que explicaría la exageradamente baja temperatura que marcaba el aire acondicionado, era...
—Amanai... —murmuró en voz baja, tanteando el terreno—. ¿Ella está...?
Shoko lo miró en silencio y asintió lentamente con la cabeza. El estómago de Satoru se encogió. No sabía si estaba emocionado por haber acertado en su primer intento o si quería vomitar.
Entonces, ¿viajó al pasado?
¿En serio?
¿Cómo?
¿Alguien lo trajo aquí?
¿Quién?
¿Por qué ?
—Toji Fushiguro, el Cazador de Hechiceros —Ieri escupió su nombre como si fuese un insulto, sacando el cigarrillo de su boca—. Él estuvo detrás de la recompensa por la chica y lo planeó todo para atacarlos. Esperó a que bajaras la guardia. Después de pelear contigo, fue tras Amanai... y la mató.
Escuchar ese nombre casi le provoca una mueca de desagrado. Satoru lo conocía muy bien, y se sabía esa historia al derecho y al revés. Apretó fuertemente los puños y tuvo un pensamiento fugaz: ¿Esto es una especie de evento kármiko? ¿Un castigo divino? Alguien quería que reviva sus errores, sus pesadillas.
Con un suspiro largo, Shoko continuó.
—Geto está bien, lo dieron de alta la semana pasada, en cambio tú... Llevas dos semanas aquí — dijo, como si supiera de antemano que Satoru preguntaría por Suguru —. ¿Recuerdas tu enfrentamiento con Fushiguro?
Satoru mordió con fuerza su lengua, manteniendo una expresión neutra mientras se encogía de hombros y negaba con la cabeza, asimilando todo tan rápido como podía.
Si esto era cierto... Si él en serio volvió en el tiempo, ¿por qué volvió a este momento? ¿Por qué no pudo ser antes? ¿Y por qué, aunque la misión fue un fracaso y Amanai terminó siendo cruelmente asesinada, la versión que Shoko le contaba no era del todo correcta?
Había un error notorio: él no murió. O al menos no lo hizo por tanto tiempo. La Técnica Maldita Inversa reanimó su corazón tan pronto como este dejó de latir. Nadie llegó a su rescate, tampoco hubo tiempo de internarlo en la enfermería. Él fue tras Fushiguro en cuanto despertó.
Parecía que su batalla con Toji resultó bastante peor de lo que él recordaba.
Eso quería decir que, a pesar de que los eventos fueran muy similares a los de su línea temporal, podrían no ser exactamente los mismo que Satoru conocía.
Más que un simple viaje temporal... ¿Un viaje dimensional?
Si Gojo hubiese hecho algo para cambiar el resultado de esa misión, entendería que las consecuencias desembocaran en una alteración dimensional. Pero él no hizo nada. No pudo hacer nada todavía. Los acontecimientos originales de este mundo eran naturalmente distintos a los de su mundo .
Si es que eso tenía algún sentido.
Supuso que eso explicaría la presencia de esta energía extraña y fragante que despedía Shoko y, seguramente, él mismo, y el resto de los hechiceros.
"Estoy en otra dimensión...". El solo pensamiento era absurdo. Difícil de digerir.
—¿Gojo? ¿Seguro que no te duele nada?
La mano de Ieri apareció frente al campo de visión de Satoru, chasqueando sus dedos con fuerza, buscando recuperar la atención perdida.
—Gojo, Usaste la Técnica de Maldición Inversa cuando... tu corazón volvió a latir. La mayor parte de tus heridas se curaron al instante y yo curé el resto, pero, como entraste en calor al instante, fue un poco difícil mantenerte quieto porque ningún alfa podía entrar a la habitación... y no quisimos usar sedantes fuertes debido a lo delicado que era tu estado —. La castaña dijo todo eso con una expresión grave en su rostro, como si sus palabras tuvieran mucho sentido—. ¿Hay algo que te duela o te incomode? Puede que no lo hayamos visto.
El gran Satoru Gojo empezó a dudar de su capacidad mental para hablar su propio idioma conforme la explicación de Shoko se alargaba. Era eso o Shoko aprendió a hablar una lengua extraña sin avisarle. ¿Calor? ¿Alfa?
¿Por qué de repente hablaban de física y matemáticas? Shoko odiaba la física y las matemáticas.
Sintió que una gota gruesa de sudor se deslizaba por su frente y soltó una risa hueca.
—¿Ja? Eso...
Shoko lo observó con sospecha. Gojo definitivamente estaba actuando raro.
—¿Dejaste los supresores? —. Esa pregunta sonaba más bien a una acusación, pero Saturo fue incapaz de descifrar el significado.
—¿Los qué? —enarcó las cejas.
La hechicera frunció el ceño más profundamente.
—Los supresores, Gojo, no te hagas el bruto —. Bien, ella sonaba realmente enfadada ahora. Satoru acabó con su paciencia sin saber cómo lo hizo —. Te los di porque prometiste moderarte, pero no creas que no me di cuenta de que los has estado robando. No soy tonta. Su uso prolongado y desmedido trae muchos síntomas adversos, imbécil, te lo advertí. Y si cortas la dosis de golpe, ¡provocas irregularidades en tu ciclo de celo! Hiciste todo lo que no se debe hacer. Pudiste haber muerto por eso y a ti te importa un carajo...
Satoru sintió que el mundo giraba de nuevo a su alrededor. No entendía lo que esta mujer loca le estaba diciendo o por qué lo estaba regañando. Mantuvo una sonrisa de disculpa en sus labios aunque por dentro sentía una mezcla de horror y confusión absoluta.
Sin duda este era otro mundo que tenía sus propias reglas y acontecimientos.
Pero, ¿por qué parecía que Ieri se refería a las personas como si fueran perros y gatos? ¿Ciclo de... Celo ? Quizá se refería a algo completamente diferente de lo que Gojo pensaba.
Pero admitir que no tenía ni idea de lo que ella decía lo metería en problemas.
¿Qué le aseguraba que revelar la verdad de su origen no rompería la matrix o algo así?
Probablemente pensarían qué estaba loco, que el daño cerebral fue grave, como mencionó Shoko.
¿Cómo explicas que eres otra persona de otra dimensión de otra época que poseyó el cuerpo de su versión muerta de esta dimensión porque moriste en tu batalla con el rey de las maldiciones, quien se supone que no ha despertado aún, pero que probablemente lo hará en unos años —ya se estaba desviando— y que no sabes cómo ni por qué llegaste ahí?
No. Definitivamente lo encerrarían en el psiquiatra.
A menos que lograse demostrar que, en efecto, conoce el futuro.
Pero, ¿qué futuro?
El Satoru Gojo de este mundo murió once años antes que él. No se convirtió en el hechicero más fuerte, no mató a Fushiguro Toji, no detuvo a miles de maldiciones de categoría especial ni se convirtió en profesor... Tampoco mató a Geto.
¿Qué tanto cambiaría la historia de este mundo sin su Gojo?
La parte más racional y egoísta de él le decía que, claramente, sería un caos. Muchos eventos seguramente resultaron diferentes, para peor.
Pero una pequeña voz al fondo de su cabeza le susurraba que tal vez, solo tal vez, las cosas serían mejores.
Su nacimiento alteró el mundo de la hechicería, haciendo que las maldiciones nacientes incrementaran su fuerza para equilibrar el universo. Entonces, bajo esa lógica, ¿su muerte prematura podría revertir el efecto?
No. Era solo una teoría. Suposiciones. Sentido hipotético.
Pero el monitor cardíaco empezó a sonar cada vez más descontrolado. Shoko lo miró preocupada.
Sea como sea, Gojo definitivamente ya había alterado este mundo al llegar aquí. No debería estar aquí.
¿Cómo volvería a...?
¿A dónde?
¿Había forma de regresar? Y aún si la hubiera, ¿a qué cuerpo iba a regresar? ¿Qué quedaba de él a estas alturas?
Pero, Megumi, Yuji, Nobara.
Si existiera aunque sea una mínima posibilidad de volver... Quizá ellos no tendrían que leer las cartas que les dejó. Quizá Saturu podría decírselos él mismo.
—Gojo-
Shoko fue interrumpida por la puerta que se abrió con un fuerte golpe, dejando ver dos rostros muy familiares. Ambos en una versión más joven de la última imagen que Satoru tuvo de ellos.
—Satoru Gojo, nos informaron que despertaste —saludó Yaga, dando un paso hacia adentro, decidido, hasta que su expresión se contrajo y se detuvo en seco, alternando su mirada entre Ieri y Gojo.
Yaga no había cambiado tanto con los años, aunque, sin duda, se veía mucho menos cansado ahora. Y, claro... seguía vivo.
Detrás del profesor, la figura alta y robusta de un adolescente pelinegro se asomó para clavar su par de ojos morados y ansiosos sobre Satoru. La preocupación tiñendo sus afiliadas facciones.
Gojo sintió que se le apretaba el pecho y se le cortaba la respiración.
Suguru.
Suguru Geto de diecisiete años, con el cabello negro recogido en un moño y esos feos pantalones anchos de su uniforme. Lucía justo como Satoru lo soñaba cada día.
Pero este era real.
Sin maléficas costuras en la cabeza.
Suguru arrugó la nariz antes de cubrirla con la mano y fruncir el ceño, como si fuese a vomitar.
En su defensa, Satoru también podría vomitar ahora.
—¿Pero qué...? —lo escuchó maldecir.
—Ieri, ¿qué le ocurre? Dijiste que su celo... —Yaga se escuchaba alterado.
—¡Ya terminó! Estaba bien hace un momento, pero él... ¡Imbécil, controla tus feromonas! ¿Qué te pasa? ¿Quieres matarnos? ¡Ugh!
Un par de manos empezaron a sacudirlo de un lado a otro, pero Satoru no era capaz de distinguir quién lo sujetaba. Su cuerpo se sentía extraño. Con la llegada de Yaga y Geto, pudo sentir más de esa nueva energía que no podía descifrar. Pudo sentir la preocupación, ansiedad y confusión de otros.
Y podía sentir la suya propia, más allá de un proceso intrínseco, la sinapsis de su cerebro, no, más allá de eso. Esa energía extraña se desprendió de su cuerpo como una avalancha y él no pudo frenarlo.
Claramente el estado mental y emocional del usuario influía directamente en el comportamiento e intensidad de dicha energía. "Feromonas", las llamó Shoko.
Como verdaderos animales.
Aunque había mantenido una fachada natural y relajada en el exterior, estas feromonas parecían hablar por él de una forma mucho más honesta de lo que Gojo deseaba ser.
—¡Satoru...! — La voz de Suguru era grave. Como una advertencia.
—¿Qué ocurre, muchacho? —Yaga dió un paso adelante.
Eso fue lo último que Gojo escuchó antes de desmayarse frente a la mirada horrorizada de sus compañeros y su profesor.
Sí. Se provocó a sí mismo algo similar a un desmayo, pero no pueden culparlo.
Chapter 3: Maldición, mierda, carajo, ¿ya dijo carajo?
Summary:
Después de fingir un nuevo desmayo, Satoru empieza a recopilar información. Se escabulle por la noche a la zona prohibida de la biblioteca y descubre las similitudes que esta dimensión tiene con la suya. Sin embargo, también encuentra diferencias significativas, como, por ejemplo, qué son las feromonas y el género secundario, así como todas sus implicaciones, y que él es un omega.
Alguien lo atrapa en el acto.
Notes:
Gracias por los comentarios, me animan bastante!
Espero que les guste el capítulo
Chapter Text
La caída fue voluntaria.
Satoru cerró el flujo de energía maldita a regiones específicas de su cerebro, justo en el punto exacto entre consciencia y automatismo, como quien apaga una lámpara en medio del incendio. Bastante parecido a lo que ocurre cuando te privas de oxígeno el tiempo suficiente, pero mucho más rápido y eficiente. No lo había hecho antes, no exactamente así, pero le pareció una idea con bases firmes que él podría ejecutar fácilmente. Y lo hizo.
La oscuridad lo envolvió por un par de minutos apenas.
Cuando volvió en sí, se mantuvo en silencio, boca arriba, notando que la intravenosa ya había sido retirada de su brazo. No abrió los ojos. Fingió seguir inconsciente, controlando su ritmo cardíaco, su respiración y su flujo de energía para hacer su pequeño acto creíble.
Una voz familiar habló a su lado.
—Frecuencia estable. Sigue dormido... —la voz de Shoko tenía el cansancio de quien ha velado por días—. Lo mejor es dejarlo descansar. Despertará por su cuenta. Estas dos semanas fueron complicadas; su fiebre no bajaba y parecía tener mucho dolor. Además, sobrevivió a heridas graves...
—¿Cómo? —Yaga preguntó con seriedad. Cómo era posible que su alumno siguiera vivo después de lo que vieron.
—Profesor, si usted no lo sabe, yo menos.
—¿Te dijo algo mientras estuvo despierto?
—No habló mucho, fue raro . Estaba demasiado callado —explicó la chica —. Me dijo que no recordaba nada de su pelea con Fushiguro.
La conversación se extendió un poco más; Shoko informando a Yaga sobre su breve interacción. Creyeron que, debido al agotamiento extremo, la gravedad de sus heridas y la noticia de la muerte de Amanai, Satoru podría estar experimentando un profundo cansancio, por lo que lo dejarían reposar hasta mañana para hacerle una valoración. La hechicera también creía que su amigo podría tener amnesia, señalando dos posibles causas: debido a un traumatismo craneal o debido a un shock emocional.
Vaya, o Toji lo golpeó muy fuerte o Toji lo asustó mucho al casi matarlo.
De haber podido, Satoru hubiese puesto los ojos en blanco.
"Ay, por favor " pensó.
Definitivamente este cuerpo... su cuerpo se había sobreexigido durante la misión, pero no a tal grado. Aunque tenía diecisiete años, seguía siendo increíblemente fuerte. ¿Traumatismo? ¿Un shock emocional? ¡Ja! Si supieran.
Yaga y Shoko salieron de la habitación aún platicando; Yaga le dijo a su alumna que debía descansar, a lo que ella respondió que ya podía hacerlo. Gojo notó cómo el ligero aroma a fresas de Shoko se alejaba, acompañado de un olor parecido a la leña quemada, al humo. Esas últimas debían ser las feromonas de Yaga.
Esto era tan raro, pero Satoru empezaba a comprenderlo. No pasó por alto la facilidad con la que su cuerpo se adaptaba a la información, claramente acostumbrado a esta mecánica.
Era perturbador. Un recordatorio de que él no pertenecía aquí y que este cuerpo no le pertenecía a él.
El monitor seguía pitando con regularidad. Gojo contaba los segundos para poder levantarse sin que alguien se diera cuenta, pero de repente escuchó pasos ligeros y rápidos llegar por el pasillo. La puerta corrediza se abrió.
—¡Con permiso! —exclamó una voz jovial y dulce. Satoru la conocía, aunque no la había escuchado hacía muchos años.
Haibara.
Claro, estaba vivo...
—Oye, baja un poco la voz. Nos dijeron que no lo despertemos — recordó Nanami. No era un regaño. Kento Nanami nunca regañaba a Yu Haibara.
El rubio también seguía vivo, por supuesto.
Nanami. Un adolescente con voz de adulto. Su energía maldita era fuerte y controlada, como una hoja afilada desde muy joven. Las feromonas que desprendía eran muy suaves, llenas de presencia, pero para nada invasivas. Olía a pino, a madera recién cortada. Sería tranquilizante si no fuera tan clínicamente distante.
—¡Oops! —rió Haibara, colocando algo en la mesa lejana, al lado del agua. Era un pequeño ramo de flores —. No sé qué tipo de flores le gustan, así que compré una de cada una, ¡todas son lindas!
La calidez en su voz era la misma que Satoru recordaba, tan positiva como siempre. A diferencia de Nanami, Haibara no desprendía esa energía extraña. No había feromonas a su alrededor, solo un aroma limpio, casi neutro, a tela seca bajo la luz del mediodía.
Así que había hechiceros que no poseían feromonas...
—Dudo mucho que a este sujeto le guste un tipo de flor en particular. Estará contento con cualquier cosa que le suba el ego —señaló Nanami, tan amable y sensible como siempre.
Haibara soltó una carcajada que agitó el corazón de Satoru con una punzada dolorosa. Era un sentimiento cruel, pero a la vez no quería dejar de escuchar a sus antiguos compañeros reír y bromear, como en los viejos tiempos.
Después de un rato de conversación, Haibara mencionó algo que atrapó la atención del albino "dormido":
—Me encontré a Geto ayer. No quiso comer conmigo. Tampoco ha dicho nada desde que lo dieron de alta... Lo conozco. Está mal. Después de lo de Riko Amanai y con Gojo internado... No lo sé, Kento, me preocupa.
Hubo un largo silencio, entonces Haibara, con una voz más baja, añadió:
—Este tipo de cosas rompen a la gente. Sé que Geto es fuerte, pero creo que se está obligando a estar bien.
Gojo apretó apenas la mandíbula. En su mundo, después de fracasar en esa misión, él se encargó de la mayoría de los trabajos solo, mejorando sus rituales y volviéndose cada vez más fuerte. Dejó de encontrarse a Suguru por los pasillos y, cuando lo hacía, lo veía cada vez más y más cansado. Si Satoru le preguntaba al respecto, el pelinegro sólo sonreía amablemente y soltaba un "Estoy bien, no es nada". Este tipo de situaciones se repitieron a lo largo de los meses hasta que le asignaron una misión a Suguru, en un pueblo... Donde asesinó a todos los no hechiceros y se dió a la fuga.
¿Ocurriría lo mismo aquí?
La sola idea era demasiado inquietante.
Nanami murmuró suavemente, sopesando las palabras de su compañero con cuidado antes de responder.
—Estoy seguro de que Geto necesita algo de espacio, él es ese tipo de persona. Sin embargo, intentaré hablar con él, ¿te parece?
"Oh... Así que Nanamin sí tiene un lado tierno". Satoru se burló en su interior.
—¿Y Gojo? Shoko dijo que recién se enteró de todo y que podría estar en shock...
—Él estará bien por su cuenta—. Nanami declaró al instante, sin emoción, como si enunciara una ley natural.
"¿Ves? Super tierno".
Cuando Haibara y Nanami salieron de la enfermería, Satoru concluyó que sería imposible escabullirse durante el día. No sabía cuántas visitas más podría tener, por lo que esperar hasta el anochecer le pareció lo más prudente.
Y lo más aburrido.
Ahí recostado, con los ojos cerrados y su respiración acompasada, el gran Satoru >Gojo cayó dormido de verdad.
Despertó cuando la puerta volvió a abrirse. Ya era de noche.
Antes de reconocer la energía maldita del visitante, Satoru reconoció sus feromonas. Leña quemada.
Yaga entró sin hablar y se paró a un lado de su cama. No dijo nada. Sólo observó, como quien revisa un mapa de batalla para repasar posiciones y tácticas. Gojo se quedó totalmente quieto, expectante. ¿Podría su profesor favorito atraparlo en medio de su farsa? Estuvo así un rato, hasta que, sin previo aviso, Yaga salió de la enfermería, encontrándose de cara con alguien.
—Oh, Geto, ¿descansaste? —le escuchó preguntar.
—Dormí un rato —contestó Suguru.
—Cuida tu salud. Aún no hay misiones asignadas. Quiero que todos estén en condiciones antes de reanudar actividades —la voz del mayor fue firme, pero había una capa de preocupación detrás.
—Lo haré, lo haré. Solo quería...
Después de un breve silencio, Yaga siguió su camino por el pasillo y Geto entró a la habitación. Sus pasos eran suaves, casi vacilantes.
El lugar se llenó de inmediato con su presencia.
Sus feromonas eran inconfundibles: lavanda. Pura lavanda. No la de un perfume barato, sino la natural, suave, envolvente, amarga en los bordes. Era exactamente el mismo aroma tranquilizante que percibió al llegar aquí, mientras luchaba entre el calor infernal y la inconsciencia.
Gojo sintió un vuelco en el estómago.
Por un momento, todo su cuerpo reaccionó..
"No. Él no es mi Suguru", pensó, resistiendo las ganas de levantarse de esa estúpida cama y...
¿Y qué?
Una mano cálida rozó su frente con delicadeza. De haber podido, Gojo habría abierto sus ojos y la boca, sorprendido. Los dedos de Suguru se detuvieron en la línea de su ceja, acariciando apenas el nacimiento del cabello. Fue un gesto tan sutil que, de no haber estado despierto, Gojo no hubiese notado.
El tacto de su piel era caliente. Reconfortante. Hasta ese momento, no tenía idea de lo mucho que extrañaba su toque.
—Satoru... —su voz era un susurro ronco, apenas audible—. Despierta ya, idiota. Me... Nos estás preocupando.
Gojo se quedó inmóvil. Cada músculo congelado..
¿Cómo puede sonar tan igual a su Suguru...?
Apretó los dientes por dentro, pero no se movió. No podía.
Esta preocupación, estas palabras, no eran para él, sino para el Satoru Gojo que esta gente había conocido. El que había muerto. Debía recordarlo.
La mano en su frente se retiró y Satoru tuvo que ocultar el estremecimiento de su cuerpo. Suguru se quedó un rato más, en silencio. Luego salió sin decir nada.
Y Gojo, al fin solo, abrió los ojos.
El monitor seguía marcando su ritmo cardíaco, sereno y constante, pero su mente iba a mil por hora.
Tenía que moverse. Ya.
Apagó el monitor y se puso de pie, estirando sus brazos y piernas con un par de movimientos atléticos, probando la flexibilidad de estos.
—Ugh, un rato más y echaba raíz —se quejó, sintiendo un dolor sordo y bastante molesto en su cadera, sin embargo, la migraña y la fiebre habían desaparecido. Perfecto.
Sin querer pensar más en lo que acababa de escuchar de las nuevas versiones jóvenes de sus amigos muertos, recorrió la habitación en busca de algo mejor que la horrible bata azul que llevaba puesta y que apenas le cubría hasta los muslos. Encontró su viejo celular sobre la mesa, tenía la pantalla rota. Eso era nuevo.
Siguió buscando con la mirada hasta que dió con un perchero en la esquina: una bolsa de papel con el logo de la escuela. La abrió. Era un uniforme negro y completo.
—Al menos conservo el buen gusto —murmuró, notando que éste era idéntico a su uniforme original y quitándose la fea bata.
Ya totalmente vestido, Satoru guardó su celular en el bolsillo de sus pantalones ajustados y se deslizó por la ventana con la gracia de un felino. Se sentía más liviano que de costumbre, ventajas de la juventud. No hizo ningún ruido y nadie se dió cuenta de que la enfermería quedó vacía.
La luna estaba en su punto más alto, en un cielo sin estrellas, la noche era fresca y las luces interiores de los edificios estaban apagadas. La oscuridad no era un problema, el hechicero podía ver perfectamente, aunque notaba una clara diferencia en su desgaste de energía maldita; le costaba un poco más de lo que debía usar sus Seis Ojos. Tendría que encontrar sus lentes de sol después.
Satoru caminó por los corredores del colegio como un ladrón que conocía cada centímetro del lugar. Todo era idéntico, mucho más preciso que en sus sueños.
Llegó a la biblioteca sin ningún contratiempo y, claro, entró a la sección prohibida como si fuera su propia habitación. Solo tuvo que forzar las diez cerraduras y mecanismos internos con su energía maldita hasta que la puerta escondida se abrió.
En la sección prohibida se encontraban aquellos libros y documentos a los que un estudiante no tendría acceso. En sus tiempos de preparatoria, Satoru había burlado la seguridad un par de veces, sin embargo, al convertirse en profesor, le dieron una bonita llave, la cual nunca usó.
—Veamos... ¿Dónde estaba? —sin perder tiempo, el peliblanco empezó a rebuscar en las estanterías. No era un fan del estudio, pero había revisado registros de diversas técnicas y rituales ancestrales en sus momentos de ocio —. ¿Este? No. ¿O era este? Nah. ¡Aquí! Uhmmm, creo que no.
Poco a poco, tapizó el suelo de libros inservibles, arrojándolos conforme eran descartados.
No durmió en toda la noche.
Lo primero que hizo fue confirmar la fecha.
11 de Agosto de 2006.
Después, revisó el informe de la última misión asignada. El momento en que llegó a este mundo.
Todo estaba en orden, justo como recordaba. Suguru Geto y Satoru Gojo debían proteger y luego eliminar a Riko Amanai, el Recipiente de Plasma Estelar, para asegurar su fusión con el señor Tengen. Fracasaron. Riko Amanai murió a manos de Toji Fushiguro. Suguru Geto resultó gravemente herido y fue hallado inconsciente, se recuperó satisfactoriamente. En cuanto a Satoru Gojo... Permanece en recuperación hasta nuevo aviso.
No mencionaron su muerte clínica y posterior resurrección, junto con la explosión de energía maldita que ocurrió y el control aparentemente perfecto de la Técnica Maldita Inversa que Satoru demostró. El profesor Yaga parecía decidido a ocultar esa información de los altos mandos.
Satoru sonrió ladinamente y continuó con las técnicas y rituales malditos que podrían explicar un viaje dimensional. Buscó por horas, pero no hubo resultados concluyentes.
"Shinjou Tensou", el intercambio de almas. Requería contacto físico directo en el instante exacto de la muerte. No encajaba. Satoru estaba solo cuando murió.
También leyó sobre una técnica que moldeaba la forma del alma, similar a la técnica de Mahito. La descartó de inmediato.
Por último, encontró un ritual llamado "Kyozō no Jibun", de la era Heian, se trataba de abrir un agujero en la barrera que divide el mundo terrenal y el espiritual. Traer de regreso a los muertos y convertirse en su recipiente... Sonaba demasiado poético, pero era lo más cercano. Una convergencia entre mundos, muerte y resurrección. Sin embargo, no había registros de casos exitosos.
Cerró el libro con fuerza y lo arrojó a un lado. Le dolían los ojos.
Aún no tenía nada cercano a una respuesta. Pero si su alma llegó a este mundo y conservó no solo sus recuerdos, sino también su control de la energía maldita —que era bastante superior a la que tenía a sus diecisiete años— y sus técnicas mejoradas, el universo tuvo que notarlo . Un cambio de esa magnitud no pudo pasar desapercibido. Gojo tuvo que romper o forzar alguna barrera dimensional o espiritual para ingresar a esta realidad... Y eso ocurrió dentro de los dominios de la preparatoria.
Si alguien notó algo extraño, fue Tengen.
—Genial... el sujeto que no recibe visitas y al que no le entregamos su Recipiente de Plasma —bufó.
Tenía que ver a Tengen. Encontraría la forma.
Con un suspiro exhausto, Gojo miró el desastre que había provocado en la sala. Revisó casi cada libro del lugar, solo había una zona intacta...
Los expedientes de cada alumno.
"Bueno, podría encontrar algo de utilidad", pensó, acercándose a las carpetas y empezando a abrirlas.
Nada fuera de lugar. Haibara y Nanami estaban en primer año, ¡unos polluelos! Mientras que Shoko y Geto estaban en segundo, junto a él. Sus técnicas eran las mismas que en su línea temporal y sus orígenes también. Sin embargo, había un par de datos extra en los documentos.
Yu Haibara. Género secundario: Beta. Edad de presentación: 13 años.
Kento Nanami. Género secundario: Alfa. Edad de presentación: 12 años.
Shoko Ieri. Género secundario: Omega. Edad de presentación: 13 años.
Suguru Geto. Género secundario: Alfa. Edad de presentación: 12 años.
También estaban los expedientes de alumnos graduados, tanto de Tokio como de Kioto. Entre ellos, Iori Utahime, beta y Mei Mei, alfa. Las dos se presentaron a los trece años de edad.
No fue difícil concluir que la "edad de presentación" se refería al género secundario, el cual debía de ser una característica que aparecía en la adolescencia. Las feromonas debían de ser parte de ello.
—Si todo esto funciona igual que con los perros... Alfa sería una categoría de líder, ¿cierto? —murmuró Satoru, buscando entre las carpetas la que tenía su nombre —. Nanami, Suguru y Mei Mei son alfas, ¡pfff! Claro. Tiene sentido.
Este mundo era una locura, sin duda. Aunque era interesante.
Al encontrarlo, el albino abrió su propio expediente.
La sonrisa burlona de Satoru se borró al instante.
Satoru Gojo. Género secundario: Omega. Edad de presentación: 16 años.
—¿Oh?
Pero... ¿Por qué no era alfa también?
Esa bola de tontos eran alfas por ser algo fuertes, ¿no?
Él era el más fuerte.
Entonces, ¿por qué?
Quizá entendió mal las clasificaciones. Claro, debía ser eso. Confundió las cosas.
Lo siguiente fue un Satoru bastante intrigado leyendo libros básicos sobre biología y el bendito género secundario.
Él era un genio. Entendió todo al instante. Y, por primera vez en su vida, se encontró a sí mismo deseando ser analfabeta.
Comprendió la mecánica de las feromonas y su influencia en este mundo, las jerarquías biológicas y sociales, las marcas de olor, las mordidas, la "voz de mando" que solo poseían los alfa. Todo estaba cuidadosamente estructurado y planificado. Era como leer una mala broma que alguien llevó al límite de lo brillante.
Concluyó que ser omega era una mierda. ¡Solo había desventajas!
Y cuando llegó a la sección de anatomía, sintió la sangre abandonar su rostro. Tuvo que releer varias veces la misma página. Sus ojos se abrían más y más a cada segundo.
— ¡¿AHHHH?! — gritó desde su corazón.
El dibujo detallado lo hacía aún más específico y bizarro. No sabía si reír hasta orinar sus pantalones o prender la biblioteca en fuego. Prender este jodido mundo en fuego.
Ahí, en el vientre de los omegas masculinos —que parecían ser extraordinariamente escasos dentro de la población—, además de la vejiga, los riñones y todo lo que un hombre biológico debería tener, había un órgano extraño: era un útero.
Sí. Un útero.
Satoru Gojo tenía un jodido útero completamente funcional .
—Oh, bueno... ¡Carajo!
Después de lo que descubrió sobre este mundo y sus estúpidas dinámicas animales, el hechicero de grado especial siguió buscando información relevante sobre barreras rotas, hasta que su estómago empezó a dolerle con fuerza. Gojo se dió cuenta de que tenía muchísima hambre; no había comido nada aún.
Regresó a su habitación en la enfermería justo antes de que saliera el sol. El tiempo se le salió de las manos. Tardó bastante dejando todo en su lugar y temía que alguien lo viese caminando por ahí, así que simplemente se teletransportó al interior del cuarto, aprovechando que dejó la ventana abierta. Sus ojos le molestaban bastante y un ligero dolor de cabeza estaba a la vuelta de la esquina.
La verdad es que solo quería recostarse en la cama miserablemente y fingir que nada era real. Eso o al menos poder golpear a alguien y culparle de todo, para catarsis o algo.
—¿Satoru? ¿Qué...? ¿Por qué...? —una voz grave y ronca que conocía demasiado bien lo recibió justo cuando los pies de Satoru tocaron el suelo de la habitación.
El aroma a lavanda inundaba la habitación.
Lo reconoció al instante.
Suguru.
—¿A dónde fuiste?
Oh, bueno... ¡Mierda!
Chapter 4: Una cruel corazonada
Summary:
Un poco sobre la perspectiva y el trauma de Geto. Cómo es que ha vivido los últimos días, su experiencia con Toji y su reacción al perder a Satoru.
Al igual que ciertos detalles sobre el pasado de este mundo y la mecánica tradicional del a/b/o.
Aunque Suguru ha sanado su cuerpo, no es encuentra estable emocionalmente.
Notes:
Holaaaa, aquí les dejo otro capítulo. Tuve que cortarlo porque se empezó a hacer demasiado largo, así que el capítulo 5 abordará el encuentro de estos dos tórtolos insanos.
Estoy muy feliz por leer sus comentarios, de verdad. No duden en dejarlos, me ayudan a mantenerme motivada jsjs.
Sin más, espero que sigan disfrutando la lectura.
Chapter Text
Suguru no podía dormir bien.
No desde aquel día.
Haciendo memoria, todo comenzó a salir mal desde que Satoru actuó extraño durante la misión. Tenía grandes sombras negras bajo los ojos, sonreía forzadamente, casi exagerando, pero, cuando estaba a solas con Geto, se mostró irritable, diciendo cosas como que la Asociación de Recipientes del Tiempo eran una "bola de imbéciles" y que el señor Tengen tenía la culpa de que una secta como esa siguiera existiendo. También se quejó sobre no ser una "niñera" y sobre el potencial de ambos siendo desperdiciado.
A Suguru no le sorprendió que su mejor amigo pensara todo eso, él mismo estaba de acuerdo con la mayoría de las cosas que mencionó aquella noche en el hotel. Sin embargo, Gojo parecía realmente enfadado, no había atisbo de risa o burla en su voz, como era usual.
Además, era la primera vez, después de muchísimo tiempo, que Suguru notaba el picor que las feromonas enojadas de Satoru producían en su nariz. Su amigo solía no oler a nada. Mantenía un control total sobre sus feromonas.
Geto prefirió callarse al respecto, pero por supuesto que se dio cuenta. Lo atribuyó al uso excesivo de su técnica ritual, a la falta de sueño y a la presión de proteger al Recipiente de Plasma Estelar, sabiendo que, si Amanai decidía no fusionarse, existía la posibilidad de que tuvieran que enfrentarse a Tengen. Y aunque el albino se mostró arrogante y confiado, asegurando que encontrarían la forma de ganar, Suguru lo conocía mejor que nadie; tenían mucho peso sobre sus hombros.
Se dijo a sí mismo una y otra vez: "Estará bien cuando lleguemos a los límites de la escuela". Así que, al traspasar la barrera de seguridad, se permitió sonreír.
Error.
Le dijo a Satoru que podía bajar su Infinito, creyendo que ya estaban a salvo, creyendo que podían relajarse por fin... Y entonces Toji Fushiguro lo apuñaló por la espalda.
Geto vio con horror cómo la hoja de una espada atravesaba el pecho del omega. No sintió la energía del enemigo, no vio venir el ataque. Ni siquiera pudo gritar a tiempo.
Y luego, lo dejó.
Suguru dejó a Satoru a su suerte.
Mientras él corría con un plan errático para proteger a Riko Amanai, no podía dejar de rezar. A Dios, a Buda, al universo, a quien sea, para que esa herida en el cuerpo de Gojo no fuese tan grave como parecía y que el hechicero pudiese ganar la pelea.
Suguru confió en él, porque si alguien podía levantarse de cualquier golpe, era Satoru Gojo. El más fuerte de su generación. Él lo sabía. Todos lo sabían.
Pero todo acabó.
Fushiguro venció a Gojo.
Los alcanzó.
Mató a Riko.
Y luego casi lo mata a él.
Suguru nunca olvidaría las palabras de ese sujeto, tatuadas en su mente con fuego.
—Ah, ¿el omeguita de ojos bonitos? Lo maté. No sé qué tipo de imbécil pelea en pleno celo. Olía muy bien, pero no iba a distraerme con eso. No cojo con mocosos.
En ese instante, algo dentro de él se rompió. Vio todo rojo.
Furia, rencor, miedo.
"Lo perdí."
Un pensamiento que lo atormentó por días y noches enteras.
Como un agujero negro en su pecho que consumía todo su cuerpo hasta volverlo nada. La certeza era devastadora.
Satoru murió.
Murió. Murió. Murió.
Cuando Geto despertó, lo hizo en su habitación, la cual habían esterilizado y llenado de instrumentos quirúrgicos y de primeros auxilios. El profesor Yaga le explicó que ningún alfa podía entrar a la enfermería, ya que ahí estaban atendiendo las heridas de Satoru, por lo que tomaron la decisión de atenderlo en su propio cuarto, a carencia de otro sitio.
Le dijeron que el albino había sobrevivido y se encontraba sobrellevando un celo repentino.
Gojo había muerto por más de diez minutos. Sin latidos. Sin respiración. Y entonces regresó... Lo hizo con una explosión de energía maldita que lo envolvió y utilizando la Técnica de Ritual Inverso para regenerar su cuerpo. Shoko dijo que quizá lo había logrado por puro instinto, pero Yaga no estaba convencido.
—Ese fue un Ritual Inverso perfectamente ejecutado. No hubo errores, ni signos de improvisación. Ni siquiera quedó una cicatriz—dijo el profesor, serio. Había ido a visitar a Suguru junto con Shoko ese día.
—Pero Gojo siempre fue un genio—respondió la castaña, encogiéndose de hombros.
Hubo silencio después de eso. Sí, Gojo era un genio que avanzaba a pasos monstruosos, pero lo que ocurrió era bastante impresionante, incluso tratándose de él.
Nadie entendía lo que pasó.
Sin embargo, Suguru tenía una cruel corazonada. Era una sensación pesada, aguda y profunda, como una aguja que se le enterraba bajo la piel y le atravesaba los músculos y los huesos, hasta llegar a su alma.
Y entonces Ieri le contó todo.
Fue una madrugada llena de estrellas. Geto había sido oficialmente dado de alta, aunque aún conservaba los vendajes alrededor de su pecho. Shoko lo encontró sentado en una banca, a la intemperie, y se sentó justo a su lado. Ella estaba fumando; últimamente parecía más chimenea que persona. El alfa notó qué había algo distinto en sus ojos: no estaban tristes... sino más bien cargados de una comprensión que rara vez se veía en la chica.
—No fue tu culpa, Geto—le dijo de repente, sin siquiera mirarlo—. En todo caso, yo tengo más culpa que tú; por no detenerlo antes.
Suguru no respondió. Se quedó ahí sentado, con la espalda encorvada, pero giró la cabeza en dirección a su amiga, esperando.
—Él es muy terco—continuó Shoko—. Desde que se presentó como omega, el año pasado, juró que nunca más atravesaría un celo. Lo odió mucho, a decir verdad. Cuando intenté persuadirlo, dijo que, si yo no le ayudaba, buscaría la forma él mismo.
Suguru la miró en silencio, entendiendo perfectamente la situación. Nadie le dijo al respecto, pero todos sabían que Gojo no disfrutaba los ciclos hormonales y biológicos de su naturaleza. De hecho, Geto pensaba que su mejor amigo aborrecía bastante ser un omega. Era demasiado orgulloso y altanero como para simplemente aceptar con honor pertenecer a un sector tan pequeño y marginado de la población.
"El género débil". Pero Suguru no pensaba que la fuerza de un individuo pudiese determinarse basándose en ello. Mucho menos si se trataba del gran Satoru Gojo, cosa que jamás admitiría en voz alta delante de ese tonto.
Aún estaba fresco en su memoria el recuerdo de aquel primer celo que experimentó el omega; el día de su presentación.
Había sido en su primer año de preparatoria, durante un entrenamiento cualquiera. Satoru tenía dieciseis años recién cumplidos y Suguru aún tenía quince. El albino estaba burlándose de él por ser un par de meses mayor, lo que rápidamente terminó en una pelea física. En medio de risas, Geto lanzó un puñetazo directo a la cara de su amigo, esperando encontrarse con el Infinito, pero, contra todo pronóstico, sus nudillos impactaron contra la bonita nariz respingada de Gojo.
Satoru cayó cómicamente al suelo y Yaga empezó a regañarlo por bajar la guardia. El peliblanco, tan engreído como de costumbre, se limpió la sangre de la cara y se puso de pie, alegando que llevaban horas practicando y que, de hecho, ya había roto su propio récord al mantener su Infinito activado por treinta minutos más que ayer. ¡Se merecía un aplauso, no un sermón! El profesor no estaba de acuerdo.
Geto, que se había preocupado al ver la sangre brotar de la nariz del mayor, se relajó ante la escena.
Y entonces, Satoru volvió a caer al suelo. Aunque esta vez nadie lo había tocado.
Todo ocurrió demasiado rápido.
El peliblanco se sujetaba el abdomen, doblándose sobre sí mismo como si algo lo hubiera roto desde dentro. No gritó, tampoco se quejó. Pero estaba más pálido de lo normal, detalle que evidenciaba escandalosamente sus mejillas sonrojadas. Satoru jadeaba por conseguir algo de oxígeno y tenía los ojos cerrados con fuerza.
Un segundo antes, Gojo olía a sudor y a arrogancia.
Un segundo después, olía a cereza y a azúcar derretida, a algo tan dulce y denso que empalagaba.
Era tan fuerte que dolía respirarlo.
Ese fue el momento exacto en que Satoru Gojo, heredero del Clan Gojo, a la insólita edad de dieciseís años, se presentó como un omega masculino.
Pasó a formar parte de menos del 0.001% de la población.
Fue un caos.
Alejaron a todos los alfas en un radio de 200 metros. Satoru fue sedado y se le administraron supresores fuertes. Shoko y Haibara se turnaron para cuidarlo durante una semana entera.
Nadie de su Clan fue a buscarlo. Dejaron que el hechicero se quedara bajo el cuidado de la escuela.
Geto, como todos, había esperado que Gojo se presentara como un alfa. Los alfas solían presentarse un poco más tarde que los betas y los omegas, así que, cuando Satoru pasó la pubertad sin signos de manifestar su género secundario, pensaron que era de esos casos raros donde los alfas se presentaban hasta los quince o dieciseís años. Además, la presentación solía llegar con algo de fiebre para todos, dolor de huesos o dolor de cabeza. Un par de días enfermo y eso era todo. De repente podías oler feromonas y, si eras omega o alfa, empezabas a emitirlas.
A partir de ese hecho, pasarían algunos meses hasta que un alfa tuviera su primera rutina y un omega su primer celo, los cuales duraban un día o dos al inicio, hasta alcanzar la madurez. Pasaría un año completo para que la mayoría se volvieran regulares, algunos nunca lo hacían.
Gojo, como en todo, resultó ser una excepción a las leyes de la naturaleza. Era un omega tardío que se presentó con el celo más intenso y completo que se hubiese visto antes.
Fue una noticia impactante para todos, pero Suguru sintió que, en realidad, era así cómo debía ser.
Satoru era un espécimen raro desde que nació; el primer hechicero de los últimos cuatrocientos años en portar los Seis Ojos, poseedor de la técnica del Infinito y distinguido también por la falta de color en su cabello y su piel, que hacía más notoria la inusualidad de su genética. Su mera existencia cambió el flujo del mundo.
Si lo pensaba bien, Suguru estaba cada vez más convencido de que ser uno de los poquísimos omegas masculinos del país era lo más adecuado para una criatura como él.
Cuando Satoru finalmente volvió a clases, no mencionó nada respecto a su género secundario. Jamás. Y la gente a su alrededor lo aceptó, como si hubieran firmado un pacto silencioso.
Pero Suguru no pudo evitar sentirse algo decepcionado.
—Durante todo este tiempo—dijo Shoko, sacando el humo de sus labios—, ha estado robándose los supresores de la enfermería. Yo lo sabía. Me di cuenta, pero... no lo detuve.
Suguru tragó saliva.
—¿Crees que tomaba tantos?
—No lo creo, estoy casi segura. Ese imbécil... Se lo advertí varias veces, pero me ignoró. Debió sentir mareos, náuseas, agotamiento, dolor de cabeza, incluso puede que haya tenido problemas para controlar su energía maldita... —Shoko cerró los ojos—. Si estoy en lo correcto, en cuanto les asignaron la misión para ayudar al señor Tengen, probablemente decidió dejar los supresores. Era un trabajo importante y debía de estar en buenas condiciones.
El pelinegro la miró, aún sin entender del todo a dónde quería llegar la castaña. Shoko hizo un sonido irritado.
—Claro, tenías que ser alfa.
A Geto no le ofendió en lo más mínimo el comentario.
—Los supresores están pensados para omegas femeninas, no existen realmente unos que sean para hombres, ya que son muy raros. Pero leí sobre algunos estudios que han demostrado que, de hecho, debería de haber supresores para varones, porque, aunque funcionamos casi igual, no somos iguales—explicó Ieri, su voz era lenta y clara, como si le hablara a un niño que no entiende—. Para los hombres omega los efectos secundarios suelen ser más intensos, e incluso distintos, en comparación a nosotras, y, cuando una sobredosis periódica se corta de forma repentina, después de haber bloqueado sus celos durante un año entero...
Satoru era una bomba humana.
Al dejar los supresores, fue cuestión de días para que finalmente explotara.
El agotamiento, la falta de sueño y el estrés. Finalmente, su pelea con Fushiguro. Esa fue la chispa que hizo falta. El celo lo atacó de golpe. Fuerte. Brutal. En medio de una jodida batalla contra el Cazador de Hechiceros.
Y Gojo, por supuesto, no dijo nada.
—Cuando despierte, le voy a gritar. Le diré cosas feas—añadió Shoko, apagando su cigarro sabor menta y mirando fijamente a su amigo por primera vez en toda la conversación—. No es tu culpa, Geto; yo tengo más culpa que tú. Pero Gojo sigue siendo el responsable de sus propias acciones, ¿entiendes?
Unos días después de su charla, Satoru despertó. Su celo había acabado. Shoko fue quien le envió un mensaje: "Puedes venir a verlo". Casi corrió hasta la enfermería, de no ser por Yaga a su lado, lo habría hecho. Aun así, profesor y estudiante caminaron con paso urgente.
En cuanto el alfa vio a su amigo, supo que algo andaba mal.
Buscó su mirada, anhelando cualquier tipo de contacto, pero el albino parecía perdido en sus propios pensamientos. Lucía confundido, como si no los reconociera del todo. Además, las feromonas de Satoru eran erráticas. Geto tuvo que cubrirse la nariz y la boca, dejando de respirar para evitar babear.
Era una reacción natural, claro. Desde que Satoru se presentó, siempre mantuvo sus feromonas lo más ocultas posible -seguramente con ayuda de los supresores-, al grado de parecer un beta, como Haibara. Nadie volvió a percibir más que un sutil aroma dulzón proveniente de él de vez en cuando. Suguru no estaba acostumbrado, por lo que recibir una bofetada sabor cereza como esa lo tomó desprevenido.
Olía maravilloso.
Geto no disfrutaba tanto de las cosas dulces; las aprendió a disfrutar gracias a Gojo y su gusto insano por las golosinas. Pero esto era diferente.
Era adictivo.
Primitivo.
Casi sintió alivio cuando el omega peliblanco se desmayó y sus feromonas se disiparon, sino fuera por lo preocupado que estaba al verlo desplomarse.
Shoko habló de amnesia. De shock. De daño neurológico. Suguru asintió, pero por dentro, algo no cuadraba.
Geto fue incapaz de conciliar el sueño esa noche.
Dio vueltas en la cama, entrenó con sus nunchaku en la habitación, incluso intentó ponerse a estudiar, pero no pudo concentrarse. Así que, cuando el cielo empezó a aclararse, incluso antes de que el primer rastro de luz se asomara en el horizonte, caminó directo a la enfermería.
Solo quería pasar a visitarlo. Se sentaría en silencio, sin molestar. Nadie sabría a qué hora llegó...
Pero necesitaba verlo.
Cuando abrió la puerta, se encontró con una cama vacía y la bata azul, la cual aún olía a Satoru, tirada en el piso. La ventana, abierta.
Su mente se llenó de imágenes en menos de un parpadeo.
Fushiguro volvió.
Traspasó las barreras del colegio, de nuevo.
Atacó a Satoru mientras dormía.
Se lo llevó.
Sintió un golpe seco en el estómago que lo dejó sin aire. Todo su cuerpo se volvió frío de repente, desde la nuca hasta las puntas de los dedos. Por un momento, lo único que pudo escuchar fueron los latidos de su propio corazón despotricado. El mundo parecía ralentizarse a su alrededor.
Dio un paso adelante, sin aliento, listo para saltar por esa ventana y rastrearlo... No, no. Debería ir a buscar ayuda primero. El profesor Yaga. No, eso sería perder tiempo valioso, mejor lo llamaba. ¿Trajo su celular?
Y, de la nada, Satoru apareció justo frente a él.
Su esbelta silueta se materializó en el interior del cuarto tan rápido que el pelinegro apenas pudo apreciarlo. Tenía el uniforme puesto, como si estuviese listo para ir a clases. Como si no hubiera estado en coma por dos semanas y no se hubiera desmayado hacía unas horas.
El albino simplemente fue de aquí allá, a pesar de que él mismo había dicho que la teletransportación aún era difícil de controlar, y bastante riesgosa.
Suguru se quedó en su sitio. Su sangre pasó de hielo a fuego, de arriba a abajo.
—¿Satoru?—preguntó, con la voz aún atascada en su garganta—. ¿Qué...? ¿Por qué...?
Gojo lo miró con esos ojos brillantes y azules que ahora parecían... distintos. Similares a los que miran a un extraño.
Eso solo confundió más a Geto. Lo irritó.
¿Cómo podía estar de pie, ahí, tan tranquilo y despreocupado, cuando él—cuando ambos—habían estado a punto de morir?
Cuando Geto seguía pensando que Satoru estaba muerto aún y, por eso, necesitaba visitar al omega una y otra vez desde que Shoko le permitió levantarse de la cama y empezar a caminar. Buscando recordarse a sí mismo que eso no era cierto, que aún tenía un mejor amigo.
Había pensado que tendría que asistir a su funeral, que Shoko lo mantendría con vida apenas lo suficiente para despedirse de un pedazo irreconocible de carne blanca y rota. Que ni siquiera tendrían un cuerpo entero que enterrar.
La sombra de ese día se clavaba en su pecho con violencia.
Y ahora estaba ahí. De pie. Como si nada.
Como si no se hubiera ido.
Como si no hubiera arriesgado su vida por unos malditos supresores, ocultándole la verdad a Suguru, cuando se suponía que confiaban el uno en el otro. Diciendo que todo "estaba bien", que se llevara a Amanai mientras él se encargaba de Fushiguro, omitiendo la parte donde admitía que eso era una mentira absurda porque estaba entrando en celo después de no permitirse tener uno durante un año entero.
No había límite para la arrogancia de este tipo.
—¿A dónde fuiste?—su voz se endureció, con el filo de todo lo que había callado. Hizo un esfuerzo consciente por mantener sus feromonas a raya, pero le estaba resultando difícil.
Estos días, todo le resultaba demasiado difícil.
Y, ahora, Suguru estaba enfadado. No podían culparlo.
Chapter 5: No, no, no
Summary:
En el capítulo de hoy: Satoru solo quería comer y dormir, pero termina iniciando una pelea con Suguru y atravesando una de las mayores vergüenzas de su vida. ¿Sobrevivirá su dignidad? ¿Este par de bobos descubrirán lo que sienten el uno por el otro?
Este episodio está lleno de enfados, culpa y mucha pena ajena.
¡Disfruten!
Notes:
Quiero que sepan que, para mí, fue difícil escribir esto. Quise ser detallada y específica... y terminé sintiendo la vergüenza de Satoru en carne propia.
Sin embargo, no me arrepiento de nada. Aún le falta pasar por cosas más embarazosas y eso solo me emociona JAJKHDAGHFAD.
Muchas gracias a todos los que dejan su like y comentario, los amo.
Hasta la próxima!
Chapter Text
Gojo vio a Geto con los ojos bien abiertos, aún sorprendido por encontrarlo en su habitación. Debían de ser las 5:00 a.m. ¿Qué demonios hacía ahí?
—¡Ey, hola, Suguru! No esperaba visitas a esta hora—. Satoru río mientras desviaba la mirada hacia un lado y se llevaba una mano a la cabeza, rascando su cuero cabelludo. Un gesto típico de su nerviosismo. Lo hacía siempre que lo atrapaban en medio de una travesura o le descubrían una mentira.
Podía sentir la mirada de Suguru fija en él. No saludó. Gojo sabía sin necesidad de palabras que el pelinegro estaba esperando una respuesta a su pregunta.
¿A dónde fue? Está bien, sí, él podía darle una excusa muy convincente.
—Desperté hace poco. Dormí un montón así que ya no tenía sueño, y pensé que sería bueno estirar las piernas, por eso salí.
—¿Por la ventana? — Geto hizo un gesto hacia la ventana, que todavía estaba abierta de par en par. Algo en el tono de su voz no le gustó a Satoru.
¿Por qué sonaba molesto?
—Llegas más rápido al patio de esa forma. Y ya me urgía tomar aire fresco —el omega se encogió de hombros y ladeó la cabeza, sonriendo tontamente.
Pero Geto no le devolvió la sonrisa.
—Satoru… ¿Y si Fushiguro hubiese vuelto? No sabemos nada de él desde que escapó. No puedes simplemente desaparecer cuando te dé la gana. El profesor Yaga dijo que nadie debía dejar la preparatoria hasta nuevo aviso.
Gojo parpadeó. Su sonrisa decayó poco a poco. ¿Qué era esto? ¿Un interrogatorio? ¿Y por qué todos seguían mencionando a ese imbécil exiliado del Clan Zenin como si fuese alguien temible o importante? Solo oír su nombre lo ponía de mal humor.
Además, con lo que descubrió en la biblioteca sobre este mundo y sus jerarquías, Satoru ya estaba bastante disgustado. ¿Por qué era él la persona a la que regañaban? ¿Fue porque la misión falló gracias a él?
En su mundo, Gojo fue detrás de Toji y lo asesinó. Quien murió en esta realidad ante ese Cazador de Hechiceros fue otra persona, otro Satoru, y Shoko y Geto parecían querer regañarlo por esa absurda derrota. Se estaba hartando.
Desde que despertó, solo escuchó “Fushiguro esto, Fushiguro aquello”.
Que se joda ese cabrón.
El albino se cruzó de brazos y puso los ojos en blanco, demostrando sin ningún tapujo lo estúpidas que encontraba las palabras del alfa.
—Primero que nada, no salí de la preparatoria. Segundo, ese imbécil al que tanto le tienen miedo ya entró aquí una vez; podría volver a entrar. ¿De qué sirve prohibirnos salir, ah? —escupió. Su voz teñida de burla y algo más amargo—. Lo que hay que hacer es ir por él, no esconderse. Cuando lo encuentre, yo voy a vencerlo.
En el momento que dijo la última frase, Satoru apretó los labios y se obligó a callar.
“Qué curioso…”, pensó para sus adentros.
El tono de su voz quizá fue un poquito más agresivo de lo que pretendía.
Todo el mundo lo conocía por ser alguien bastante honesto y directo, sin embargo, era imposible no notar la repentina falta de filtro entre sus pensamientos y acciones. Incluso su voz interna era más… inmadura que de costumbre. Se dio cuenta de ese detalle desde que fingió desmayarse, pero ahora que los nervios estaban a flor de piel, tenía hambre y se sentía genuinamente ofendido, era muy obvio.
Piensa y actúa como si fuese más joven.
¿Sería debido a la edad de este cuerpo? ¿Su cerebro, al pertenecer a un Gojo Satoru de 17 años, estaba menos desarrollado? ¿Igual que… pasar por la adolescencia de nuevo, incluso mentalmente?
Qué jodido asco.
Geto lo miraba ahora bastante más molesto que antes.
—¿Vas a vencerlo…? Hablas como si Fushiguro no te hubiese matado hace dos semanas, Satoru —dijo, apretando los puños.
Por primera vez en la conversación, Gojo se quedó sin palabras. No porque no tuviera una respuesta, sino porque sabía que nada de lo que dijera cambiaría ese hecho. Geto tenía razón.
Mientras Satoru investigaba sobre la biología de los omegas en la biblioteca, pensó en las palabras de Shoko. Ella dijo algo sobre dejar los supresores y provocarse un celo repentino. Pero dicho efecto secundario sólo surgía si un omega abusaba de los supresores indiscriminadamente por un largo periodo de tiempo.
Si el Gojo de este mundo era igual a él, no era difícil adivinar que odiaba ser un omega. De solo imaginarse tener que presentar su cuello a alguien y… ¡No, no, no!
Él no podía ser el único omega que detestaba la simple idea de un celo. La ilícita escena era aún más inconcebible si se trataba de un hombre guapo y varonil como el albino.
Debió usar los medicamentos para evitar pasar por tal atrocidad y, al deteriorarse su salud en consecuencia al consumo excesivo, se vio obligado a dejarlos para evitar que los efectos secundarios lo hicieran colapsar en medio de la misión más importante que se les había asignado hasta ahora. Los resultados fueron adversos de todos modos.
Aquel celo repentino explicaría por qué su versión joven murió en su pelea contra Toji.
En teoría, perdió por su propia negligencia. Aun así, ¿era posible culparlo? No había muchas alternativas para él.
Satoru se mordió el interior de las mejillas, tragándose las ganas de maldecir ese mundo y sus jodidas mecánicas.
Suguru tomó su silencio como cancha abierta y continuó.
—Estuviste tomando supresores como si fueran dulces por un año—. Eso no era una pregunta, era una afirmación—. Sabías que era peligroso, por eso los dejaste, y a pesar de ello… ¿se lo ocultaste al profesor Yaga para que no te sacase de la misión?
El corazón de Satoru vibró, pero no por el enojo que esa acusación le generaba. Fue por algo más. Algo en el ambiente estaba mal. Se sentía sofocante. Podía oler el enfado de Suguru. Saborear su estrés. Su decepción.
Las feromonas de Geto eran espesas y le hacían sentir agitado en el interior. Saber que el pelinegro estaba disgustado con él era… desesperante.
Gojo pensó fugazmente: “no quiero que esté enojado conmigo”.
¿Ah?
Sintió un escalofrío recorrerle la espina dorsal.
¿Por qué su cuerpo y mente deseaban la aprobación de Suguru?
El pelinegro seguía hablando.
—Incluso me lo ocultaste a mí, Satoru. De haberlo sabido, no te habría dejado enfrentarte a Fushiguro solo. ¿Cómo se te ocurrió…?
De nuevo, ese maldito nombre. Gojo frunció el ceño e interrumpió a Geto. Se negaba a seguir escuchando aquel jodido discurso que lo estaba haciendo sentir mareado.
—¡¿Vas a seguir?! ¡Todo estaba bajo control hasta que ya no lo estuvo! ¡¿Bien?! —su tono de voz se elevó rápidamente, ignorando la hora que era y que despertar a media escuela con su discusión era una posibilidad—. ¡¿Quieres que pida perdón por arruinarlo?! ¡¿Es eso?!
Suguru lo miró como si hubiera dicho algo totalmente inesperado. Empezó a negar lentamente con la cabeza, pero se detuvo de repente. Las aletas de su nariz se dilataron y sus labios se abrieron, y luego se cerraron, dudando.
—Satoru, deja de...
—¡Oye, tú tampoco pudiste detener a ese imbécil! ¡¿Por qué mierda eres tú quien me regaña, eh?! ¡Deja que Yaga lo haga, joder!
El alfa entrecerró los ojos y lo observó furioso. Genial. Gojo también se sentía bastante furioso y tenía ganas de pelear con alguien desde hacía un par de horas.
Se dijo eso a sí mismo, pero la verdad es que Satoru no podía detenerse. Las palabras brotaban de su boca libremente y su cuerpo entero estaba temblando. No podía pensar con claridad.
—Satoru, basta — Geto insistió, había algo de angustia en su voz.
—¡¿Crees que no hice todo lo que pude?!
—¡Satoru!
—¡¿También crees que Amanai murió por mi culpa?! —rugió.
Silencio.
Gojo no quiso decir eso.
No sabía por qué dijo todo eso…
No.
En realidad, lo sabía.
Desde que la misión del Recipiente de Plasma Estelar fracasó en su línea de tiempo original, Satoru se culpó a sí mismo.
Aunque Yaga les dijo que no lo pensaran demasiado y les permitió descansar. Aunque les hicieron saber que Tengen tenía un recipiente de reemplazo y detuvo con éxito su evolución. Incluso si Gojo fingió que todo estaba bien y se obligó a seguir adelante.
En el fondo, asumió toda la responsabilidad.
No pudo proteger a Riko. No fue capaz de salvar a esa mocosa que estaba tan aterrada de morir y que deseaba con tanto fervor vivir una vida normal con sus amigas, acompañada de aquella sirvienta, quien era su familia. Le prometieron ayudarla y, al final, esas fueron solo palabras vacías.
Entonces, decidió volverse más y más fuerte. Aceptó cada misión que se le asignó y se probó a sí mismo que no había ninguna maldición, hechicero o no hechicero que pudiese hacerle frente. Sería tan poderoso que nada ni nadie lo alcanzaría a él o a quienes protegía.
Vivió con esa espina enterrada en su corazón por muchos años. La muerte de Amanai fue una de las pocas cosas que Satoru nunca pudo perdonarse, junto con la muerte de sus amigos, Suguru y… dejarles la responsabilidad de vencer a Sukuna a sus alumnos.
Hasta el momento de su muerte, cargó en su espalda cada arrepentimiento.
Incluso en esta dimensión, él ya había fallado.
¿Habría alguna versión de esta historia donde no fracasó?
Era doloroso pensarlo. Lo había sido desde que despertó y comprendió la situación. Pero era hasta ahora que todos esos pensamientos hipotéticos e ideas absurdas —que Gojo sabía, por lógica, que no debía plantearse— empezaban a sacudir con fuerza el suelo sobre el cual estaba parado, haciendo tambalear su fachada. Casi rompiéndola en pedazos.
—¡Satoru, hablo en serio! ¡Deja de soltar feromonas! —. La voz ronca de Geto resonó en la habitación.
Un escalofrío sacudió al omega de pies a cabeza.
Gojo tenía los labios entreabiertos y la respiración agitada. Por un momento, se había perdido en sus propios recuerdos, en un pesar que lo había perseguido hasta aquí. Estaba tan sumergido en su amargura que no se dio cuenta de lo denso que se sentía el aire.
¿Feromonas, dijo…?
Entonces, lo notó.
El cuarto estaba rebosante de esa energía singular. Sus propias feromonas. La cereza olía tan dulce que resultaba agria al paladar.
La expresión de Geto se había vuelto sombría, los hombros tensos y pupilas dilatadas. Por la forma en la que su pecho subía y bajaba, parecía tener mucha dificultad para respirar.
Satoru entendía por qué, en teoría. Había leído todo lo necesario para comprender los efectos químicos que las feromonas provocaban en alfas, betas y omegas. Sabía que no estaba bien liberarlas en grandes cantidades; era rudo, grosero e invasivo. Era como una declaración de guerra, en la mayoría de los casos. O una forma de cortejo.
Gojo debía controlarlo, debía detenerse. Pero no pudo. No tuvo la oportunidad de practicar cómo emitirlas correctamente, ni de qué manera cerrar el flujo. Supuso qué sería similar a la energía maldita, pero era distinto. Más intenso, menos racional.
Y, ahora, sus feromonas estaban atacando a Suguru.
—¡¿Cuál es tu problema!? —. Geto se llevó una mano al rostro, como si intentara protegerse del aroma que lo envolvía.
Gojo apretó los puños, la mandíbula también, un tic nervioso latiéndole en la ceja. “¡¿Qué crees que estoy intentando, pedazo de idiota?!” quiso gritar. Y, en vez de conseguir relajarse, solo aumentó la intensidad del olor a caramelo quemado.
—¡Vete si te molesta! ¡Es mi habitación y puedo hacer lo que me dé la gana! —espetó, rindiéndose y señalando la puerta. No podía dejar de producir feromonas, así que lo mejor sería mandar a Suguru lejos de ahí. A este paso, iban a atraparlo antes de que siquiera pudiese hablar con Tengen.
Pero el alfa no se fue.
Como en los viejos tiempos, ambos estaban siendo el mejor par de imbéciles.
Geto apretó los dientes, y dio dos pasos hacia el albino. Sus pisadas resonaron como un tambor en el suelo de madera. Se detuvo a menos de un metro de distancia, los ojos oscuros ardiendo con rabia mal contenida.
—¿Crees que esto es un puto juego, Satoru? ¡Para! —alzó la mano, señalándolo con el dedo, en un ademán de advertencia.
El omega odió tener que luchar para no encogerse de hombros. Tan cerca como estaban, podía sentir el aroma a lavanda con mucha mayor claridad. Lavanda picante y amarga. Todas las alertas rojas se encendieron: peligro.
Pero él era terco.
—¡No quiero! —soltó. Y así como el pelinegro dio dos pasos al frente, Gojo avanzó uno. Sus rostros estaban a escasos centímetros de distancia.
El cuerpo de Satoru ardía y su cabeza daba vueltas. ¿O era la habitación la que giraba a su alrededor? Quizá la producción de demasiadas feromonas implicaba un esfuerzo físico significativo... Fue un descubrimiento interesante, a decir verdad, pero nada divertido.
Mierda, le faltaba el aire.
Debía ser una consecuencia de su reciente… celo.
Sus mejillas se ruborizaron de solo pensar en eso.
Y, de repente, algo cambió.
El ambiente se tornó distinto. Más pesado.
El olor a lavanda amarga lo golpeó de lleno, como un vendaval. Las feromonas de Geto se extendían por la habitación, agitadas y muy enojadas. Si ya era difícil respirar, ahora era como tratar de inhalar arena.
—¿En serio estás haciendo esto? — cuestionó el pelinegro—. ¡Deja de comportarte como un niño! ¡Primero, escapar sin avisar, luego, quieres ir tras de Fushiguro, ahora, esto!
Lavanda. Lavanda. Lavanda.
Gojo dio un paso atrás contra su voluntad. La energía que rodeaba a Geto era como ácido que le quemaba la piel.
Desde sus entrañas, nació el deseo de apaciguar a Suguru. No quería que estuviera enfadado con él.
¿Qué mierda era eso? ¿Qué demonios estaba pensando?
Todo era culpa de Geto Suguru y sus asquerosas feromonas qué olían tan…
Tan bien.
Y se sentían tan mal.
—¡¿Haciendo qué?! ¡Tú viniste aquí a las cinco de la mañana para darme un sermón como si fueras el profesor o esos viejos decrépitos de los Superiores! ¡Yo estaba muy tranquilo hasta que llegaste a joderme el día! —escupió el omega, porque, si había algo que el gran Gojo Satoru no podía hacer, era perder una pelea contra su mejor amigo.
Sin embargo, su voz se rompía en algunas partes y estaba empezando a ver doble. ¿Se iba a desmayar de verdad?
—¡Estaba preocupado, imbécil! —vociferó Geto, avanzando el paso que Gojo retrocedió—. ¡Moriste! Nadie entiende qué pasó, cómo volviste, y ahora solo andas por ahí usando tu técnica de teletransportación como si nada, cuando deberías descansar. ¡Estuviste dos semanas inconsciente! Pero sigues haciendo cosas imprudentes y sigues haciendo que la gente se preocupe. ¡Deja de ser tan egoísta!
Teniendo el rostro de Geto a pocos centímetros del suyo, Gojo notó por primera vez las oscuras sombras debajo de sus ojos y las marcas rojas en las comisuras. Era la mirada de alguien que, en vez de dormir, quizá ha llorado.
No podía respirar.
Un calor extraño se acumulaba en su estómago, bajando hasta su vientre… y bajando más allá. Las piernas le temblaban.
El olor de Geto era demasiado fuerte. Lo envolvía por completo y lo empujaba contra una pared invisible. El sudor le perló la frente, su garganta se cerró. Dio otro paso hacia atrás y, con un golpe a su orgullo, se tapó la nariz con la mano. Igual a lo que había hecho el alfa antes.
—Apestas —murmuró con voz ronca. Ya no había fuerzas para gritar —. Deja… de hacer lo que sea que estás haciendo o…
—Tú también apestas —respondió Geto bruscamente —. Detente y lo haré.
Gojo ya no pudo contestar. Sus labios se entreabrieron, pero no salió ningún sonido. Todo su cuerpo temblaba. Sus muslos se apretaron instintivamente. El calor en su vientre era insoportable. Ardía como si una chispa se hubiera encendido ahí dentro.
Sintió algo húmedo entre los glúteos.
No.
No, no, no.
Si Geto siguió hablando, Gojo ya no registró ni una sola palabra.
Lo único que entendía era que sus pulmones estaban llenos de lavanda, lavanda amarga y embriagadora que se enroscaba en su garganta como una soga invisible.
El corazón le latía como si tratara de romperle las costillas desde dentro, y le zumbaban los oídos. Y estaba ese maldito calor que hacía su sangre llegar al punto de ebullición.
Sus piernas cedieron sin pedir permiso. Satoru cayó sentado sobre la cama después de dar un último paso hacia atrás, chocando con el borde y sintiendo el colchón recibirlo con un leve crujido y esa vergonzosa humedad resbalar dentro de su ropa interior. Fue desagradable.
Las feromonas de Geto lo estaban aplastando, metiéndose en su piel, en su lengua, en su cerebro.
—¿Qué…? ¿Estás bien?
Satoru no podía escuchar. Similar a recibir un golpe letal en la cabeza, se encontraba aturdido, intentando procesar cada síntoma extraño en su cuerpo y detenerlo. Repararlo. Pero los Rituales Inversos no tenían efecto alguno porque no había nada qué curar. Su abdomen se contraía de forma intermitente, como espasmos de dolor, pero no era dolor lo que sentía.
Gojo hubiese preferido sentir dolor, porque se negaba a aceptar que ahora mismo tenía una erección a medio camino.
—Ngh…— un gemido bajito y angustiado salió de su garganta. Estrangulado.
No.
¡No, no, no!
Él no hizo eso.
De ninguna puta forma.
El no pudo haber hecho eso.
Geto se petrificó.
El cambio fue inmediato. Su rostro, crispado por la furia, se desfiguró en un segundo con horror puro, con arrepentimiento. Gojo notó cómo retiraba sus feromonas rápidamente.
—P-perdón…
Esa disculpa salió más fácil de sus labios de lo que Satoru jamás había escuchado de él en el pasado.
Notablemente preocupado, Suguru se acercó a la cama, buscando la mirada del omega, la cual estaba clavada en el suelo.
—No quise… Es que tú-
No pudo terminar la frase, porque el puño de Gojo se estrelló contra su mejilla. El golpe fue directo y certero.
El alfa se tambaleó hacia atrás debido a la fuerza del impacto y a lo inesperado del mismo. Un hilo de sangre bajó por el labio inferior de Suguru, pero no dijo nada. Solo miró a su amigo, perplejo.
—…Largo.
—Sato-
—¡LARGO! —Gojo rugió, incapaz de mirar al pelinegro.
Hubo silencio y, después, escuchó la puerta corrediza cerrarse.
El albino se obligó a respirar hasta que dejó de temblar y, poco a poco, consiguió apaciguar sus propias feromonas. Intentando aprender el truco. Era difícil y desconocido, pero, al final del día, no había nada imposible para Gojo Satoru. ¿Cierto?
Porque él era un genio. El más fuerte.
Y algo viscoso había mojado las sábanas debajo de él.
—¡JODER! — El omega se llevó ambas manos a la cabeza y tiró con fuerza de su cabello, quejándose en voz alta.
La vergüenza lo estaba devorando vivo.
Quería arrancarse la piel.
Desaparecer.
Volver a morir.
Jamás, jamás, había deseado tanto poder evaporarse en el aire.
Gojo había leído que las feromonas alfa podían provocar reacciones impredecibles en un omega. Podían generar calma, estrés, incluso… deseo.
Pero nunca imaginó que pudieran afectarle tanto.
Que alguien pudiera desgarrar la voluntad ajena hasta ese punto… ¡Era demasiado injusto! Se sentía tan humillado.
Geto no dijo nada, pero seguro entendió todo. Su estúpida cara era transparente. Gojo olía asquerosamente dulce y… ¡Y esa humedad entre sus nalgas olía igual!
¡¿Y qué demonios fue ese gemido?!
—¡AHHHGG! —gritó desde el fondo de su corazón, revolcándose en la cama de la enfermería, pataleando y deseando que la tierra se abriera para tragárselo y llevárselo directo al puto infierno.
Podría llorar.
Quería llorar.
Que alguien venga y lo mate de nuevo, por favor.
Al salir de la enfermería, Geto tenía la cara roja hasta las orejas. Caminaba despacio, como si cada paso requiriera concentración. Tragó saliva mientras avanzaba por los pasillos.
Lo arruinó.
Lo arruinó de forma magistral.
Satoru estaba recién despertando de una batalla mortal y un celo quizá igual de mortal. Y Suguru lo había presionado al punto de quiebre solo porque había estado preocupado y en vela estas últimas semanas.
Seguramente el albino aún tenía secuelas. Por el contrario, Geto, que ya estaba totalmente recuperado, no pudo controlar su enfado y terminó bañando al omega en sus feromonas. Era una reacción natural a las feromonas de otra persona, pero Suguru era mejor que eso. Le gustaba pensar que era más inteligente que un perro.
Pero cuando el caramelo de cereza inundó sus sentidos, su capacidad de raciocinio se vio reducida al nivel de una mosca.
Era delicioso.
El pelinegro detuvo el paso y cerró los ojos.
Quizá Gojo siempre había usado supresores no solo por control o inmadurez, sino por el bien de la humanidad.
Porque, ¿cómo era posible oler así de bien?
Un suspiro le escapó por la nariz mientras se cubría la cara con las manos, ignorando el picor de su labio roto.
—Soy un idiota…
Al mediodía, Shoko le realizó un chequeo rápido a Gojo y le llevó mucha comida. A pesar de sus quejas y malas caras, el omega se dejó revisar sin oponer resistencia. Cuando la chica se aseguró de que todo estaba en orden, le dio de alta oficialmente.
Era libre, por fin.
Pero la buena noticia duró poco tiempo.
—El profesor Yaga quiere hablar contigo —anunció Ieri fríamente, sin levantar la mirada de su celular.
Satoru gruñó por lo bajo y se dejó caer otra vez sobre la camilla, cubriéndose la cara con la única almohada que había. Curiosamente, ya no había sábanas. Gracias al cielo, Shoko no preguntó al respecto.
—Dijo que fueras a su oficina de inmediato, tiene algunas preguntas para ti, Gojo.
Genial.
De puta madre.
Sus problemas nunca terminan, solo se multiplican.
Chapter 6: Lo que no se dijo antes
Summary:
Yaga tiene sospechas, interroga a Satoru y solo consigue un dolor de cabeza.
Por otro lado, Tengen anuncia su presencia de forma intrigante.
Y Gojo termina siendo arrastrado hasta Suguru.
Notes:
¡Hola! El capítulo de hoy es un poco más largo de lo habitual, y probablemente los demás también se hagan más largos para llevar un ritmo adecuado.
Decidí poner que esta historia tendrá 30 capítulos en total, aunque no estoy segura. Todo está sujeto a cambios.
Agradezco profundamente cada uno de sus comentarios, les mando muchos besos~
Chapter Text
El pasillo hacia la oficina de Yaga se sentía más largo de lo habitual. Gojo caminaba con las manos en los bolsillos de su nuevo par de pantalones limpios , fingiendo que no pasaba nada aunque su mente era un desastre.
Por un lado, estaba Suguru. Quizá se le pasó un poco la mano al golpearlo de esa forma. El pelinegro dijo que estaba preocupado por él y, aunque Satoru detestaba ser regañado por la vena moralista de su mejor amigo, lo que menos quería era lanzarle un puñetazo a la cara. No cuando lo tenía frente a él, vivo , después de tantos años.
Pero su mal carácter e impulsos adolescentes ganaron. Además, estaban las feromonas… Lo hacían perder el control, logrando que dijera e hiciera cosas sin pensar. Su boca y sus manos dejaban de escucharlo, al igual que la parte inferior de su cuerpo.
Uhg.
Sacudió la cabeza para borrar la terrible escena húmeda y sucia que invadió su mente. No podía lidiar con eso ahora. Ni nunca.
Por otro lado, estaba Yaga. ¿Qué mentira sería creíble para convencerlo de que no sabía nada? Podría aceptar tener amnesia. Decir que, en efecto, Toji lo golpeó tan duro que, al despertar, lo único que recordaba era su nombre y la mitad del alfabeto. O que su experiencia tan cercana a la muerte le provocó un shock emocional severo, ¿tendría que ponerse a llorar?
O quizá debía admitir la verdad.
No.
Descartó la idea tan rápido como llegó.
Revelar a su profesor favorito que era un viajero del tiempo no lo ayudaría. La información que Yaga tendría era la misma a la que Gojo podía acceder por sí mismo, y su influencia como maestro no era lo suficientemente grande como para conseguir que Tengen se reuniera con Satoru con solo pedirlo. Ni siquiera los altos mandos podían visitar al señor Tengen cuando quisieran.
Lo único que conseguiría sería preocupar a Yaga. Si es que le creía, en primer lugar.
Tal vez si causaba un escándalo en el consejo de esos viejos decrépitos, exigiendo ver a Tengen…
Uhm. Sería demasiado. Debía probar métodos menos extremos antes de llegar a eso.
—No es que no aprecie tu compañía —dijo Satoru sin mirar atrás— pero, ¿por qué me sigues?
Shoko caminaba a su lado desde que salió de la enfermería. Su aroma a tabaco y fresas era inconfundible.
—Porque Yaga me preguntó si habías sido negligente con tu control de ciclo —respondió la chica con voz plana.
Gojo giró levemente el rostro y alzó una ceja.
—¿Y qué le dijiste?
—La verdad. Que te drogaste como un adicto todo este tiempo y luego creíste que la abstinencia no te afectaría tanto.
No había ningún indicio de remordimiento en sus palabras. El albino se detuvo y señaló a la castaña con su dedo.
—¡Qué chismosa! ¡Traidora!
Shoko se encogió de hombros sin dar importancia a sus acusaciones.
—Acepté ocultar información para no perjudicarte. Nunca dije que mentiría por ti —explicó Ieri—. Él preguntó, yo respondí.
Gojo suspiró fuerte, llevando su cabeza hacia atrás y cerrando los ojos. Definitivamente lo iban a regañar, otra vez . ¿No podían darle un descanso?
— ¿Y por qué me dices esto ahora? Yo no te pregunté —soltó con sarcasmo.
Shoko pareció pensar su respuesta un momento antes de responder:
—Porque eres mi amigo y te entiendo.
Satoru, que ya había retomado el paso, frenó en seco.
No fue la honesta declaración la que lo dejó anonadado; fue la persona que la pronunció. Shoko no solía decir esas cosas en voz alta. Nunca.
Durante su época de estudiante, incluso cuando Geto y él competían por ver quién la hacía sonreír más veces en el día, Ieri mantenía esa expresión de poker en su rostro. Ella era una chica fría y reservada. Pero después de que Suguru desertó de la preparatoria de hechicería, se volvió todavía más inexpresiva. Con el pasar de los años, el peliblanco y la castaña se alejaron más y más. Al igual que un río que se bifurcó de forma natural, siguieron fluyendo, solo que en distintas direcciones. Y Satoru simplemente lo aceptó, como un desenlace que estaba destinado a suceder.
Antes de morir, cuando planearon el “protocolo” en caso de que Gojo perdiera contra Sukuna, Ieri no dudó en ayudar. Si a Gojo no le importaba que utilizaran su cuerpo como un arma de combate, a ella tampoco le importaría, ¿cierto? Sin embargo, justo después de acordar los detalles, notó algo extraño en Ieri.
Juraría que Shoko abrió la boca para decirle algo mientras estaban a solas. Pero no emitió sonido alguno.
Y él tampoco le preguntó.
De haberlo hecho… ¿Ella lo habría llamado "amigo" una última vez?
—Comprendo por qué lo hiciste —murmuró Shoko. La chica también se había detenido a mitad del pasillo—. Y aunque tus métodos fueron estúpidos… le dije al profesor que para los alfas como él, es imposible entendernos.
Gojo la miraba sin saber cómo tomar sus palabras, ¿estaba siendo amable con él o lo estaba insultando? La hechicera posó sus ojos cafés en él.
—Así que no seas orgulloso, Gojo, ni pongas de mal humor al profesor Yaga. Arruinarás cualquier chance de compasión que él tenga por ti y tu castigo va a ser peor.
Satoru parpadeó una, dos veces, en silencio. Luego sonrió de oreja a oreja, brillante y reluciente.
—¡Ay, qué tierna eres! ¿Me defendiste ante el profe?— canturreó.
Shoko hizo una mueca de fastidio antes de dar media vuelta e irse por donde vinieron, dejando al peliblanco atrás, mientras éste reía. Ieri no pudo escuchar el momento en que las carcajadas burlonas de Satoru se detuvieron, y tampoco pudo ver la pequeña y genuina sonrisa que permaneció en sus labios el resto del camino hasta la oficina de Yaga.
Cálido .
El pecho de Gojo se sentía cálido.
La puerta se abrió con ese rechinido viejo y familiar. Uno que Gojo escuchaba en sus pesadillas. El lugar olía a libros viejos y leña quemada. Yaga estaba sentado detrás del escritorio de madera oscura, con papeles apilados en pequeñas montañas y una carpeta azul entre sus manos. No levantó la vista; él ya sabía quién había llegado.
—Cierra la puerta, Gojo.
El susodicho obedeció, aún con una pequeña sonrisa en su rostro. Sentía una mezcla de nostalgia y diversión por la situación. Hacía mucho tiempo que no tenía que pararse de ese lado de la habitación; después de convertirse en profesor, él era quien tenía que disciplinar a sus estudiantes. Cosa que no solía hacer con frecuencia, ya que temía verse justo como Yaga lucía ahora: tonto y amargado.
—¿Qué tan malo es? —preguntó, sentándose en el sofá frente al alfa sin esperar permiso—. ¿Me vas a dar un golpecito en la frente o me vas a clavar una de tus agujas en el cuello?
Yaga no respondió de inmediato, sino que dirigió su mirada a su alumno por primera vez desde que entró a la oficina y lo observó con atención. Demasiada. Satoru se removió en su sitio, incómodo, pero sin borrar su tonta sonrisa. El mayor dejó la carpeta que estaba examinando a un lado y entrelazó las manos frente a sí.
No parecía molesto, pero definitivamente no estaba contento.
—¿Desde cuándo comenzaste a notar que tu salud y tu control de la energía maldita estaban siendo afectados por los supresores? —. Esa fue una pregunta fríamente calculada. Era obvio que la había ensayado.
“Empezó con todo” pensó Gojo.
—Hace poco, la verdad— respondió con absurda seguridad.
—¿Y cuánto tiempo es “hace poco”, según tú?
— Uhmmm , no lo sé, déjame revisar mi diario para comprobar la fecha exacta en que noté que me empezó a doler la espalda. ¡Por favor, profe! —exclamó, cruzándose de brazos y reclinándose en el sillón—. Días más, días menos. Tenía cosas más importantes en las qué concentrarme.
El hombre mantuvo sus ojos fijos en él y Gojo le sostuvo la mirada.
—¿Cuándo? —insistió.
—No llevo la cuenta, de verdad. Digamos que fue hace no más de… dos semanas. ¿Tal vez tres? —. Satoru estaba adivinando.
—Tu rendimiento bajó en los últimos tres meses. En los entrenamientos y en los combates simulados, no percibí nada obvio... Pero, después de pensarlo, comprendí el patrón —. Yaga hablaba con seriedad. Cerró la carpeta azul que sostenía y la asentó en el escritorio—. No es que tus habilidades empeoraran, sino que no mejoraron. Te estancaste y no fui capaz de ver las señales.
Gojo no respondió. La situación en verdad lo estaba asfixiando, le picaba la piel. Estaba acostumbrado a recibir atención, le gustaba tener todas las miradas sobre él, rebosantes de admiración, respeto, envidia e incluso odio. Pero, este tipo de atención era nueva para él. Yaga, al igual que Shoko y Suguru, parecía preocupado .
Preocupado por él, por su bienestar.
El omega sintió un nudo formarse en la boca de su estómago.
—Ieri y Geto dijeron que lo único que notaron fue que cambiaste tu rutina de sueño. De dormir apenas cuatro horas al día, desvelándote, pasaste a dormir como una persona normal.
Claro. Antes de citar ahí a Satoru, había interrogado a sus amigos. Bastante típico de él.
—Supongo que estabas cansado — sugirió el maestro.
—O simplemente ya terminé de ver la última temporada de Digimon —dijo Gojo, entrecerrando los ojos.
— Satoru…
Su nombre fue dicho como una advertencia, haciéndole saber que sus bromas no eran bienvenidas. El joven suspiró y se escurrió en el asiento, cediendo.
—Bien, como sea. Digamos que tres meses.
Yaga no se apresuró, queriendo darle espacio para que dijera algo más por voluntad propia. Quizá esperando que admitiera sus faltas con honestidad y madurez. Sin embargo, Gojo no tenía la información que el alfa quería escuchar. Cuando fue obvio que el menor no hablaría, continuó:
—Sobreviviste al ataque de Fushiguro Toji, a pesar de que tenía todos los elementos para matarte y que, de hecho, tu corazón se detuvo.
Satoru puso todo su empeño en no suspirar al escuchar ese nombre por centésima vez desde que abrió los ojos. El mayor no notó su disgusto, o prefirió pasarlo por alto, y siguió narrando los hechos.
—Usaste Rituales Inversos como si ya lo hubieras hecho antes. No hubo errores. Además, ese estallido de energía que surgió a tu alrededor fue anormal —. Yaga se llevó una mano a los ojos y presionó con fuerza; empezaba a dolerle la cabeza. Un largo suspiro escapó de sus labios antes de terminar—. Nunca se vió algo así antes, Gojo. Necesito que me expliques qué demonios ocurrió.
Gojo se encogió de hombros.
—Bueno, no soy precisamente un hechicero normal, ¿o sí? Soy fabuloso.
—Esa no es una respuesta.
Claro que no es una respuesta. Él no tiene una jodida respuesta. Pero debe tenerla. Así que tragó saliva y mostró la expresión más firme y honesta que tenía para ocasiones como esta, en las que tenía que mentir como todo un profesional. Habilidad que gestó desde que nació en el Clan Gojo, repleto de hipócritas, y que, posteriormente, perfeccionó al salir al mundo exterior y enfrentarse a la burocracia vacía que dirigía este sistema de hechiceros.
—Instinto de supervivencia —lo llamó, como si fuese un chiste pero sin rastro de humor real en su voz —. Cuando Fushiguro me apuñaló, concentré toda mi energía en los Rituales Inversos. La energía maldita es negativa, fortalece el cuerpo en combate pero no lo regenera. Sin embargo, como en las matemáticas, si multiplicas dos energías negativas, puedes crear energía positiva— el omega extendió sus manos en el aire, intentando demostrar gráficamente la magnitud de su propia hazaña —¡Fue muy difícil! Pero lo logré. Gracias a esto, mi entendimiento y control de la energía maldita ha mejorado un montón, profesor, soy más fuerte.
Gojo sonreía con suficiencia, diciendo por fin algo sobre lo que tenía total conocimiento y de lo que podía presumir con orgullo. Yaga lo miró con una expresión ambigua. No se veía sorprendido, aunque tampoco satisfecho.
—¿Incluso después de perder el pulso? —preguntó con vacilación.
Gojo chasqueó la lengua.
—No morí del todo . Fue como tener un microinfarto, solo un momento. Pero sigo vivo, ¿si?
El hombre se mantuvo callado por un largo rato, pensativo. El portador de los Seis Ojos creyó que Yaga seguiría presionando, sin embargo, terminó por aceptar su escueta explicación, o, al menos, dejó de preguntar sobre ello. Cualquiera que fuera la razón, si se tragó su excusa o fingió hacerlo, el albino lo tomaría como una victoria.
—Bien… —murmuró el hombre.
—¡¿Bien?! Vamos, esto amerita un fuerte aplauso al menos. ¡Felicítame! ¡Llora! ¡Dame una medalla o algo!—se quejó Satoru.
El alfa ignoró su descarado berrinche y le lanzó la carpeta azul que había estado revisando antes. Gojo la atrapó fácilmente.
—Firma el reporte. Lo escribí por ti. No dice nada sobre tu aparente muerte clínica ni sobre la energía maldita extraña en tu cuerpo. Ni tú, ni Geto ni Shoko, le contarán a nadie al respecto. ¿Entendido?
Gojo leyó rápidamente la primera página, confirmando lo que su profesor le había dicho. No pasó por alto a quién iba dirigido: los altos mandos.
“Así que esos estúpidos peces gordos pidieron un reporte mío” pensó. Una sonrisa sombría se formó en sus labios. Seguramente querían comprobar si seguía vivo o si se encontraba lo suficientemente entero como para enviarles correspondencia. Debían sospechar de la veracidad de la versión oficial que Yaga dió a conocer.
Claro, esa gente estaría encantada si Satoru muriera. No sería raro que le pidieran asistir en persona a una reunión dentro de los próximos días sólo para corroborar su estado.
Qué aburrido.
—¿Me hizo la tarea, profe? —se burló, firmando el reporte rápidamente, sin terminar de leerlo. Confiaba en la excelente redacción de su maestro.
—Tómalo como tu recompensa por haber progresado tanto en el manejo de tus técnicas —aceptó Yaga.
—Un poco barato, pero lo tomaré.
Lo que Satoru recibió a continuación, fue un regaño de cuarenta y cinco minutos sobre la responsabilidad, la madurez y el control adecuado de sus ciclos de celo. Disimuló el rubor que esto último le generó con una expresión de fastidio. Se le prohibió el acceso al almacén de suministros de la enfermería. Además, Shoko le realizaría un análisis de sangre una vez al mes, sin aviso previo, para monitorear su nivel de feromonas y comprobar que no estaba abusando de los supresores nuevamente. Estaría en observación hasta que llegara su próximo calor.
Vaya. Se sentía como un drogadicto que entraba a rehabilitación.
Gojo tuvo que pedir perdón ante cada acusación y aceptar las condiciones impuestas. No expresó ninguna objeción —a pesar de que tenía varias—; no quería ganarse más problemas con los qué lidiar. Intentó mostrarse humilde, como Ieri le recomendó, pero hubo una cosa que lo hizo saltar:
—Tampoco tienes permitido salir de la preparatoria.
—¡¿Qué?! ¡¿Por qué?!
Yaga cerró los ojos, luchando contra el dolor de cabeza. El omega frente a él lo miraba con sus ojos azules apunto de salir de sus órbitas.
—Porque estás bajo observación, Gojo. No sabemos las consecuencias que esos supresores podrían ocasionar a corto y largo plazo. Hasta confirmar que es seguro, no se te asignará ninguna misión.
—Eso es una tonte-
—Gojo.
—No tienen fundamen-
—Gojo Satoru.
El albino cerró la boca y se tragó el enojo. Volver a ser un alumno que debía seguir reglas era un dolor de trasero. No extrañaba esto. Soltó un largo suspiro y se resignó.
Mientras encontraba la forma de reunirse con Tengen, salir a cumplir misiones era la forma más sencilla de conocer este mundo y buscar respuestas sobre su llegada aquí. Ser recluido en las instalaciones de la escuela no solo sería aburrido y le impediría aprender, sino que incrementaría el riesgo de ser descubierto por sus compañeros y la gente que solía convivir con él.
— Bien —aceptó, cruzándose de brazos—. Pero que no se me asignen misiones no significa que deba permanecer encerrado. ¿No puedo simplemente dar una vuelta y…?
—No.
La interrupción fue tan firme y seca que Gojo se quedó en total silencio. Yaga lo miraba de forma extraña. El omega esperó una explicación.
—Seguimos buscando a Fushiguro Toji —declaró el profesor, sin rodeos —. Es posible que intente volver a asesinarte, ya que no lo logró esta vez.
Satoru no respondió de inmediato. Sus hombros se tensaron y apretó los puños con fuerza. El aire a su alrededor se volvió más pesado. ¿Qué tenía que hacer para que el nombre de ese hombre dejase de ser pronunciado?
“Debo matarlo” la respuesta fue un eco en su mente. No pertenecía a este mundo, no le correspondía acabar con Toji. Sin embargo, tenía muchas ganas de hacerlo.
Sin poder evitarlo, sus feromonas, con las cuales empezaba a familiarizarse, se esparcieron por la oficina. Dulces, espesas, caramelo amargo quemado.
Yaga lo notó de inmediato. Frunció el ceño.
—¿Estás…?
—Estoy bien —gruñó Satoru, sin sonar ni un poco bien—. No necesito que me escondan. Puedo encontrarlo. Acabaré con él.
No levantó la voz, pero se escuchaba determinado. Lo invadía una rabia que no alcanzaba a ser procesada por su aún joven y sobrecargado sistema nervioso. No era solo enojo. Era humillación, impotencia. Era una idea que taladraba su cerebro: el asesino de Amanai Riko estaba libre, gastando el dinero que ganó por entregar su cuerpo a un grupo de sectarios enfermos.
Yaga negó con la cabeza, como quien escucha a un niño decir algo tonto.
—No es tan fácil rastrear a alguien que no tiene energía maldita. Él es invisible a tu técnica, a menos que quiera mostrarse. Y ya te venció una vez.
No lo decía para herirlo, pero se sintió como una bofetada.
Gojo rio, sin gracia.
—Ya no soy el mismo. ¡Ahora soy más fuerte! No tienes ni idea .
El alfa no se inmutó. Si la mirada oscura y decidida de su estudiante le hizo dudar, lo disimuló bastante bien.
—Lo probaremos en los entrenamientos, pero debes cumplir tu período de observación.
Satoru abrió la boca y su maestro lo interrumpió de inmediato, con una voz que no dejaba lugar a ninguna réplica más. Como el martillo de un juez que ya ha dictado su sentencia.
—No habrá planes hasta que localicemos a Fushiguro. Y tú tienes terminantemente prohibido salir a buscarlo. ¿Entendido, Gojo?
El omega apretó los dientes, tragándose su orgullo. Bien . Podía hacerlo. Se quedaría encerrado ante los ojos de todos… y se escaparía sin que nadie lo note. No había forma de detenerlo y era imposible vigilar a alguien las 24 horas del día.
Sería pan comido.
—Entendido —murmuró el omega, levantándose del sofá como si cada hueso en su cuerpo pesara media tonelada— ¿Eso es todo? Ya se me durmieron las piernas —dijo con fastidio. Su espíritu ya había sido suficientemente maltratado por ese día.
—Hay algo más —respondió Yaga.
Satoru puso los ojos en blanco.
—¿Es en serio? Llevamos como dos horas aquí.
—Tengen pidió verte.
Gojo parpadeó.
¿Eh?
Eso sí que no lo esperaba. O tal vez sí, pero no imaginó que ocurriera tan rápido.
Y sin tener que mover un solo dedo…
—¿A mí? —se señaló a sí mismo, fingiendo total ignorancia como el descarado que era.
Yaga asintió lentamente.
—Correcto. Ni Geto, ni yo fuimos solicitados. Solo tú.
Gojo podía sentir la mirada de su maestro clavarse en él como una flecha que impactaba justo en el blanco. Ahora tenía mucho más sentido por qué Yaga sospechaba tanto de Satoru y las extrañas circunstancias que rodeaban su “resurrección”. El hecho ya era lo suficientemente extraño por sí solo, pero a sabiendas de que el mismísimo Tengen deseaba hablar con su alumno, sin mencionar la forma desvergonzada en la que Gojo evadía el tema, Yaga tendría que ser ciego, sordo e infinitamente estúpido , para no leer el enorme letrero rojo que decía “PELIGRO, ALGO APESTA” parpadeando con luces neón sobre su cabeza.
De acuerdo, su profesor sospechaba algo .
¿Y Tengen? ¿Su conocimiento se limitaba a sospechas sin respuesta? ¿O lo supo todo desde el principio?
Satoru siguió con su actuación, mostrándose confundido.
—¿Por qué? —preguntó.
—No lo sé —. Por primera vez en la conversación, Yaga parecía genuinamente desconcertado—. La reunión será dentro de tres días, cuando Tengen esté completamente estable. Su fusión con el nuevo Cuerpo de Plasma Estelar lo dejó exhausto… o al menos eso dijo.
Satoru asintió en señal de entendimiento, aún cuando sus pensamientos volaban, superando la velocidad de la luz. El ritmo de su corazón se aceleró y su estómago se llenó de ansiedad, esa que aparece cuando estás a punto de obtener la calificación final de un examen importante.
No sabía qué esperaba. Podrían ser grandes noticias… O todo lo contrario .
— Ja, ja… Qué extraño, ¿no? —Gojo sonrió.
—Bastante —admitió el mayor, sin apartar su vista de Satoru, claramente esperando algo más.
Sin embargo, cuando el silencio se extendió lo suficiente, Yaga no tuvo más remedio que despedir al albino. Forzarlo a hablar nunca funcionaba. Cuando el omega abrió la puerta para salir de la oficina, escuchó la voz ronca del alfa.
—Gojo, casi lo olvido… Él también me pidió que te diera un mensaje.
Satoru se giró hacia atrás con la respiración contenida, alerta, pero sin descuidar su expresión inocente. El alfa no “olvidó” nada, sino que esperó sorprender al albino para atrapar su reacción. Qué hombre tan listo. Gracias a Dios, Gojo era un pensador bastante rápido también.
Yaga entrecerró los ojos y recitó las palabras de memoria:
— “Saludos. No hagas nada, por ahora”, dijo.
Eso fue todo.
El estudiante levantó ambas manos en un gesto de desinterés.
—¿Y qué voy a hacer? Estoy castigado.
Así concluyó su reunión.
Satoru caminó por los pasillos intentando descifrar si aquello era una cordial bienvenida, una advertencia o una amenaza.
Así que no podía hacer nada…
¿Tengen quería evitar que Gojo cambiara los acontecimientos naturales de este mundo?
Por ahora.
¿A qué se refería exactamente?
—¡Ughhh , en serio! ¡Quiere que me quede quieto por tanto tiempo!
—Supongo que ya te asignaron una sanción—dijo una voz seca, sin emoción aparente, justo cuando Satoru empezaba a quejarse en voz alta y jalar los cabellos blancos de su cabeza.
El omega giró el rostro con dramatismo. Ahí estaba Nanami, apoyado contra la pared, con los brazos cruzados sobre su pecho y su expresión habitual de “no tengo tiempo para tonterías, pero de todos modos vine a soportarlas”. Se había puesto cómodo, como si hubiera estado esperando a alguien .
Gojo enseñó su perfecta dentadura con una amplia sonrisa, dando saltitos hacia el menor.
—¡Nanamin! Cuánto tiempo. ¿Esperaste por mí? ¿Me extrañaste mucho?
—No. Ni un poco. Y ya te dije que no me digas Nanamin — gruñó el alfa, lanzándole una mirada afilada—. Aunque reconozco que tu silencio estos días fue… inusual.
—Owww, que lindo—Satoru se llevó una mano al pecho—. Yo también te extrañé.
Lo dijo con soltura, bromeando. Sin embargo, había una ligera nota de amarga sinceridad en su voz. Porque, en realidad, sí lo extrañó . Echó de menos esa cara aburrida mucho más de lo que estaría dispuesto a admitir en voz alta.
Nanami lo miró un segundo más de la cuenta, quizá notando algo raro. Sin embargo, no comentó nada. Se limitó a escanear el cuerpo del omega de arriba a abajo de forma crítica antes de asentir suavemente, satisfecho.
—Pareces totalmente recuperado —comentó—. Eso es bueno.
Gojo sonrió, complacido de escuchar tal halago. Yaga era el único iluso que creía que aún debía reposar, como si el hechicero más fuerte pudiera quebrarse cual ramita seca bajo cualquier ráfaga de viento. Antes de que pudiera decir algo más para fastidiar al rubio, señalándole lo obvio que era su amor hacia Satoru, un Haibara bastante agitado llegó corriendo hacia ellos.
—¡Kento! ¡Kento!
La presencia del chico iluminó el pasillo como una ráfaga de luz. Su mochila a medio cerrar y un cartón de leche de plátano en la mano, con ese par de ojos marrones llenos de estrellas y rebosantes de vida. Era una imagen tan natural que Satoru se encontró a sí mismo acostumbrándose rápidamente a ella. Resultaba aterrador lo sencillo que era aceptar la presencia de Kento y Yu, como si fuera algo que siempre había estado allí y que nunca había dejado de existir.
Satoru lo supo de inmediato: estaba cruzando una línea invisible. Ese tipo de paz sólo podía traer consigo una consecuencia ya antes conocida: el dolor de la pérdida.
—¿No dijiste que ibas a hablar con Geto? —se quejó Haibara con una cara de cachorrito herido. Casi podía ver un par de orejas peludas y una cola decaer con tristeza.
Al escuchar el nombre del alfa pelinegro, Satoru enderezó la espalda. Su pelea de esa mañana seguía fresca en su mente y… en su cuerpo.
Sólo entonces el castaño notó al albino. Su expresión cambió rápidamente, regalando al omega una encantadora sonrisa. Era un joven lleno de energía.
—¡Oh, perdón! ¡Buenas tardes, Gojo! —saludó —. Nos dijeron que te dieron el alta, ¡enhorabuena! ¿Viste las flores que te llevamos? ¿Te gustaron?
Nanami hizo una mueca, murmurando algo sobre que “llevamos” no era la palabra correcta, ya que él no le llevó nada. Mientras tanto, Haibara le daba a Satoru un par de palmaditas un poco demasiado fuertes en la espalda. El chico tenía la mano pesada.
—¿Y el profesor Yaga? ¿Te regañó mucho? —continuó el beta, sin dejarle responder.
Gojo sonrió, divertido.
—Gracias por las flores, todas me gustaron —admitió —. Y bueno, estoy castigado hasta nuevo aviso. Me dejarán salir cuando apruebe mi examen de “comportamiento ejemplar”.
Le restó importancia al asunto y no dió más detalles. Tampoco mencionó su cita con Tengen.
—Bueno, pudo ser peor —opinó Yu —. Como cuando te hicieron limpiar el baño durante un mes por llenar el pasillo de jabón y llamarlo “la resbaladilla de entrenamiento”.
—Mejoró su equilibrio, ¿sí o no? —exclamó Gojo con orgullo, reconociendo al instante la travesura a la que se refería el menor. Al parecer, en este mundo también había realizado sus mejores hazañas. Él era un genio en cualquier dimensión, no cabía duda.
—No realmente… y el profesor Yaga se fracturó la muñeca —le recordó Haibara.
—No se suponía que él usara la resbaladilla, era para los jóvenes.
—Gojo, la hiciste frente a su oficina —. Nanami lo miró con desaprobación.
—¡Ya, bueno! Tampoco fue para tanto. Pude haber muerto limpiando la mierda de esos baños —bufó Satoru, haciendo que el beta estallara en carcajadas y el alfa ocultara una pequeña sonrisa mientras negaba con la cabeza.
Después de bromear un poco más y recordar unas cuantas prácticas poco éticas en las que incluso Kento terminó participando, el rubio tocó suavemente el hombro de Yu para llamar su atención.
—¿Qué dijiste antes sobre Geto? —preguntó.
—¡Ah, sí! —Haibara se volvió hacia él—. Volví a ofrecerle a Geto comer con nosotros, pero me rechazó amablemente, ¡otra vez! Ya va una semana ¡Dijiste que hablarías con él!
—Me lo pediste ayer, Yu. No lo he visto desde entonces.
—¡¿Cómo que no?! —lloriqueó el castaño.
Nanami, como siempre que se trataba de ese chico, manejó la situación con paciencia infinita.
—No puedo hablar con alguien que no sale de su habitación.
Satoru escuchó la conversación atentamente, fingiendo que no le interesaba tanto como le estaba interesando en realidad, hasta que se dió cuenta de que ambos chicos miraban en su dirección. Lo miraban a él.
El omega parpadeó.
—¿Qué? —preguntó.
Haibara le dedicó una sonrisa tan reluciente qué podría iluminar a medio Japón.
—Deberías hablar con él, Gojo. Si tú se lo pides, es imposible que diga que no.
Nanami asintió solemnemente, mostrándose de acuerdo.
Gojo se acobardó de inmediato. Dudaba muchísimo que Suguru quisiera ver su cara después de que le diera un puñetazo esa mañana. Y él mismo no quería ver al pelinegro, ¡no después del momento vergonzoso que le hizo pasar! No estaba mentalmente preparado. Aún si su encuentro era algo que el albino no podía evitar eternamente, sin duda prefería aplazarlo tanto como fuese posible.
No, no y no.
Evitaría a Suguru como la peste hasta que pudiera olvidar lo que ocurrió en la enfermería. Si es que eso era posible.
No había forma de que lo hicieran cambiar de parecer. Entonces, ¿por qué estaba ahora frente a la puerta de la habitación de Geto?
—¡Tú puedes! Dile que pedimos Zaru Soba —lo animó Haibara mientras lo empujaba por los pasillos del colegio hasta el área de dormitorios.
Después de arrastrarlo hasta ahí, Kento y Yu desaparecieron de la escena para “darles algo de privacidad”. Ellos en serio no querían enfrentarse al pelinegro.
Satoru no era tonto. Tras escuchar las conversaciones de sus compañeros y ver con sus propios ojos el rostro cansado y abatido de Geto, podía asegurar que el alfa estaba sumamente decaído. Era usual que la gente lo etiquetara como “emo” por su personalidad melancólica, pero esto era diferente. El albino no recordaba haberlo visto llorar nunca. ¿Sería este el inicio de su desviación ?
En su línea temporal original, Gojo no se dió cuenta de ello hasta que no fue demasiado tarde. Más que nada porque había permanecido ocupado atendiendo misión tras misión y puliendo sus técnicas hasta el límite. Pero, ahora que tenía un conocimiento clarividente, y después de la acalorada pelea que tuvieron, Satoru pudo darle forma a cada una de las palabras que Suguru dijo en medio del enojo. Pudo entender un poco mejor a su amigo.
“Moriste”, le había dicho. Se lo gritó, de hecho.
El pelinegro se preocupó por él.
Aunque fuese por unos minutos, lo dió por muerto.
¿Qué sintió en ese momento?
A su mente llegó la imagen nítida de Geto vistiendo una túnica negra entreabierta, dejando ver parcialmente su pecho que subía y bajaba con dificultad. Su piel perdía color rápidamente, tornándose blanquecina como la de un cadáver. Su mano izquierda sostenía su hombro derecho que sangraba sin parar por una herida letal. Ya no les quedaba tiempo.
Las últimas palabras que Satoru le dijo.
La sonrisa sincera que Suguru le regaló. Esa que ya había olvidado.
Y después, nada.
La muerte.
Saber que jamás volvería a ver ese par de ojos morados mirándolo . Ni escucharía su voz suave y ronca llamarlo.
Si Suguru sintió, aunque sea por un instante, una fracción del dolor que atravesó el alma de Gojo aquella tarde…
No quería imaginarlo. Se le encogió el corazón.
“Aunque, siendo honestos, el Satoru que él conocía murió”, su mente le señaló con crueldad este hecho.
El omega retrocedió, alejándose de la puerta, dudando.
No era correcto involucrarse. ¿Qué derecho tenía Gojo de interferir, si ni siquiera era sincero sobre su origen y la información que poseía? Se estaba haciendo pasar por alguien más, y aunque lo hiciera por un bien mayor, no parecía justo sentirse tan cómodo ocupando el sitio de otra persona.
Quizá debía permanecer alejado de todo y todos hasta reunirse con Tengen y…
Ja .
Casi quiso reírse de sí mismo.
¿Intentaba ser moralista a estas alturas?
Si ya le estaba mintiendo a sus amigos, ¿de qué servía sentirse culpable ahora? Si comenzó una farsa como esta, ¿qué importaba la justicia o lo correcto? Se había encaminado en un sendero sin retorno en contra de su voluntad. Y aún así, mírenlo, preguntándose si estaba haciendo las cosas mal, si era adecuado que su presencia cambiara algo que ya había sido alterado desde el único. Como si cuestionar los hechos significara algo a este punto.
Satoru quería ser egoísta, no justo.
Y si eso se consideraba ir en contra de los deseos de Tengen, quien le pidió a Gojo “no hacer nada”, entonces tendría que venir Tengen en persona a detenerlo.
Porque el omega no podía permitir que Suguru cayera de nuevo a aquel lugar oscuro del que no pudo salvarlo en el pasado.
No estaba dispuesto a ver su descenso.
No de nuevo.
No si podía evitarlo.
Se negaba a volver a abandonar a la única persona que le tendió la mano en sus días más solitarios.
No pretendía cambiarlo todo con un simple acto, ni siquiera creía que el destino pudiera ser borrado tan fácilmente. Lo único que Gojo deseaba era aliviar un poco la tristeza del alfa ahora . Lo que viniera después podía esperar.
Charlar un poco tampoco era gran cosa, ¿cierto?
Lo que Satoru no sabía era que incluso las acciones más diminutas podrían generar un movimiento tectónico en el curso del universo.
A veces, bastaba una palabra dicha antes de tiempo.
Una mirada que no debió cruzarse.
O, incluso, un último y frío aliento.
Mientras él decidía forzar los hilos del tiempo y habitar el lugar de alguien que ya no existía, algo , en algún rincón desolado, despertaba.
Los pliegues, giros y ataduras del mundo ya habían comenzado a moverse sin ninguna advertencia.
Existen fuerzas tan vastas que dejan a su paso un vacío infinito y con hambre propia.
Ignorando los planes del destino, Satoru respiró hondo y abrió la puerta.
Chapter 7: Noche de películas
Summary:
Harry Potter, amistad, momentos lindos, pánico gay y un par de tontos con exceso de sentimientos no resueltos.
Charlas incómodas pero necesarias. ¡Ah, y una pizca de teoría de viajes en el tiempo para aderezar!
Notes:
¿Sabían que comparto MBTI con Gojo? Ambos somos ENTP.
Este fue un capítulo largo. Tuve muchas distracciones y de la mismísima nada me nació vida social. Así que escribía y corregía en mis ratitos libres. Puede que sea el capítulo más aparatoso y accidentado que he hecho. Si ven errores, perdón T T
Estoy intentando actualizar cada FIN DE SEMANA. Ya sea viernes, sábado o domingo.
Hay mucha tensión de todo tipo en este capítulo, casi muero, pero bueno.
Agradezco muchísimo su apoyo, cada like, cada comentario, todo. Me encanta verlos en titkok también JAJAJAJA
¡Le mando un beso gay a todes!
Disfruten la lectura.
Chapter Text
La habitación de Geto Suguru no era territorio desconocido para Gojo Satoru.
Había pasado tardes y noches enteras allí. Usó su colchón, su escritorio y su alfombra como asiento, comedor y refugio. Leyó por encima la mayoría de los libros que llenaban su alta estantería y rompió accidentalmente un par de veces la pequeña lámpara que reposaba sobre aquella mesita de noche que estaba al lado izquierdo de su cama. El albino podría señalar con exactitud el lugar en la pared que ocupaba cada uno de los pósters de esa banda de rock japonesa que Geto escuchaba; porque eran solo cuatro, situados en norte, sur, este y oeste.
Sí, ese cuarto era un espacio común para todo aquel que ocupase un sitio en el corazón de Suguru. Al menos eso solía decir Gojo para burlarse de su permisividad.
Si el plan de la noche era ver películas, Shoko llegaría con bebidas —alcohólicas y azucaradas— y Satoru con palomitas. Geto elegía casi siempre lo que verían, basándose en reseñas en línea y en las preferencias de sus amigos. Por otro lado, si decidían jugar videojuegos, Ieri solía abandonarlos. Si le preguntabas por qué, ella diría que no le parecían tan divertidos. Si le preguntabas el verdadero motivo , ella respondería que Gojo y Geto siempre encontraban la forma de pelear por algo absurdo o hacían mucho escándalo, lo que posiblemente acabaría en un regaño para todos, aunque ella no hubiese dicho ni roto nada. En esos casos, Shoko les enviaba un mensaje para pedirles que disfruten su “noche de chicos” y que ella saldría con Utahime.
Lo cierto es que las “noches de chicos” eran bastante ruidosas, no la culpaban. Sin embargo, había veces en las que el silencio gobernaba la habitación. Ni Suguru ni Satoru tenían ganas de iniciar un altercado contra el otro y se limitaban a recostarse en el suelo y mirar el cielo nocturno a través de la ventana. Cuando eso ocurría, se podía escuchar un murmullo bajito provenir del albino; hablando sobre lo cansado que fue el entrenamiento de ese día. O sobre lo harto que estaba de sus padres y de la gente estirada de su clan, quienes le exigían perfección. Solo para después zanjar sus penas comentando las ganas que tenía de visitar alguna cafetería nueva; miraba a Saguru con una sonrisa y decía: “deberíamos ir, yo invito”.
Fue gracias a esas noches juntos que Geto aprendió casi todo lo que sabía sobre el albino y sus problemas. Sus problemas reales.
Así que sí, la habitación de Suguru era un lugar con el que Gojo estaba totalmente familiarizado. Por eso, cuando Satoru entró esa tarde en ella, se quedó quieto en su lugar. Estupefacto. Sus ojos se deslizaron por cada esquina más rápido de lo que su mente privilegiada podía procesarlo.
Lo primero que notó es que parecía ser de noche ahí dentro. Las cortinas impedían el paso del sol. La lámpara sobre el buró, que estaba encendida, era lo único que disipaba levemente las penumbras. Fue difícil debido a la oscuridad, pero el peliblanco alcanzó a ver ropa tirada por el suelo, sábanas sin doblar amontonados en donde sea, una toalla húmeda reposando en el respaldo de la silla frente al escritorio, sobre el cual había un par de cajas de comida rápida vacías y una taza medio llena de algo que ya no era café. Había libros regados por sitios al azar, en vez de regodearse sobre su repisa, ordenados por autor, color y tamaño, como debían estar.
¿Qué demonios pasó ahí? ¿Un huracán?
Un olor que conocía condujo su atención hasta la ventana. Un Cenicero de cristal lleno hasta el tope de colillas de cigarro descansaba sobre el alféizar.
Satoru frunció el ceño. No porque le molestara especialmente el aroma fuerte y picante a tabaco que impregnaba el lugar, sino porque Suguru no fumaba.
¿Cuándo empezó? ¿Fue un mal hábito adquirido de Shoko?
—¿Satoru? —. La voz de Suguru era suave y ronca, de no ser por la humedad de su cabello, que delataba su ducha reciente, el omega habría pensado que acababa de despertar —Deberías tocar la puerta antes de entrar.
Si es que eso pretendía ser un regaño, fue bastante mediocre. Geto miraba sorprendido al omega, no por su falta de modales al irrumpir en su cuarto; ya estaba más que acostumbrado, sino que parecía estar tratando de entender cómo es que Gojo había decidido aparecer frente a él ahora . Debió suponer que su mejor amigo no querría ver su cara tan pronto, no después de su accidentada discusión.
El alfa se enderezó, sentándose recto sobre la cama, apretando sutilmente el libro entre las manos. El título era ilegible entre las sombras.
—¿Desde cuándo fumas? —preguntó Satoru, ignorando el comentario. Mantuvo su expresión relajada, pero no se acercó al pelinegro. Permaneció parado en su lugar, sin cruzar el umbral.
Un mechón corto y negro se derramó como la tinta por el rostro de Suguru, una pequeña gota de agua recorrió lentamente su frente y después su mejilla, brillando como fuego gracias a la luz de la lámpara. Bajó por su mandíbula angulosa y su largo cuello, hasta perderse en el inicio de su camiseta negra de mangas cortas. El fino contorno de sus clavículas era visible.
“Ha perdido peso” pensó el omega.
Antes de responder, Geto se mordió el labio inferior, saboreando de forma inconsciente el corte en éste. La sangre ya se había secado, pero aún estaba hinchado y lucía algo doloroso. Gojo intentó no sentirse mal al respecto.
—No es nada—murmuró Suguru, encogiéndose de hombros y mostrando una sonrisa cordial. De esas que le regalaba a los profesores y a todo el mundo para aparentar diplomacia—. Me dio por probarlo. No está tan mal.
Gojo torció la boca. ¿Probar? Ahí había, por lo menos, suficientes colillas para llenar tres o cuatro cajetillas completas. No estaba seguro de querer saber en cuántos días se habían acabado.
—Tu cuarto apesta —dijo.
Lo hizo sin pensar.
En cuanto las palabras salieron de su boca, quiso tragárselas de vuelta. Esa mañana le había dicho a Suguru que sus feromonas apestaban. Sí. Justo antes de tener una erección a causa de las mismas.
Satoru sintió cómo se le calentaban las orejas y desvió la mirada un segundo, deseando que al alfa no se le ocurriera exactamente lo mismo que a él. La expresión de Geto era neutra, pero el temblor de su quijada lo delataba. Su tonta y falsa sonrisa titubeó.
—Sí… el olor no es tan agradable, pero te acostumbras.
—No creo poder acostumbrarme—sentenció Satoru.
Silencio. Pesado y feo silencio.
Gojo se recordó a sí mismo que estaba ahí con un objetivo: invitar a Suguru a comer con sus amigos. Eso era todo. Podía hacer eso. Definitivamente a Geto le había hecho falta comer algo sustancioso estos días, por lo que le servirían doble porción y olvidarían todo este asunto de la mañana.
Abrió la boca para hablar justo a la par que el pelinegro. Ambos se interrumpieron y callaron con torpeza.
—Dilo, dilo—apremió el Satoru.
—Tú primero—respondió Suguru.
El omega entrecerró los ojos. Geto era ese tipo de persona; evitaba hablar de lo malo y volteaba la conversación de forma que nada apuntase hacia él. En el pasado, Gojo lo permitió, pero ahora no se lo dejaría tan fácil.
—Solo dilo, en serio.
El tono serio de Satoru hizo que Suguru se estremeciera en su sitio, confundido. El albino avanzó unos pasos, entrando por completo en la habitación y sentándose lentamente en la esquina inferior de la cama, a los pies del alfa, quien lo miraba fijamente.
No dijo nada más; esperó a que Geto cediera. Sus ojos azules brillaban entre las sombras, como un par de zafiro. El alfa soltó un pequeño suspiro antes de responder. Bajó la cabeza y cerró el libro entre sus manos.
—Yo… Quería disculparme por lo de esta mañana —confesó.
Okay . Eso fue incómodo.
Satoru esperaba que Suguru no pudiese ver el rubor de sus mejillas. Esto no podría olvidarse comiendo algo delicioso, ¿verdad?
—Ah, sí, ya —el peliblanco se apresuró a contestar, su lengua se tropezaba torpemente dentro de su boca—. Eso… olvídalo. Solo bórralo de tu mente.
Suguru no pareció convencido.
—La forma en la que actué no fue adecuada—añadió—. Recién despertaste después de dos semanas y yo… No sé por qué, pero me porté como un idiota.
El alfa buscó la mirada de Gojo hasta que este por fin volteó a verlo. Geto tenía un aspecto miserable, claramente arrepentido. Las tripas del omega dieron vueltas como si se hubiesen montado en un carrusel, o como si alguien las hubiese metido en una licuadora a máxima velocidad. Sin apiadarse de su sufrimiento, Geto continuó con su tortuosa disculpa:
—Perdón. Perdí el control un momento y… te hice sentir mal.
“Mal” no era la palabra correcta, ambos lo sabían. Pero era la única palabra decente para decir.
Gojo no pudo soportarlo más y apartó la mirada otra vez. Miró la puerta abierta con aprensión. Salir corriendo de ahí se convirtió en una opción fantástica de repente.
—¡Está bien! ¡Está bien! Te perdono, o lo que sea. Solo- Solo deja de mencionarlo, por Dios. Te pateé el trasero, así que estamos a mano—exclamó. Su cuello estaba tan rojo como su rostro.
Estúpido mundo y estúpida biología omega.
Satoru solo quería animar a su amigo, no pensó que tendría que escuchar tremenda sarta de tonterías para ayudarlo a sentirse mejor. Prefería apagar su infinito y dejar que Suguru le devolviera el golpe. Lidiar con una nariz rota sería más sencillo que… Lo que sea que fuese esto .
Geto permaneció quieto, estudiando la reacción del contrario. Gracias al cielo, no insistió más. Era obvio que el omega estaba avergonzado, y aunque en secreto el alfa disfrutaba de poder fastidiarlo un poco, no quería tentar su suerte. El dolor latente en su labio le era suficiente.
—De acuerdo—aceptó.
Gojo dejó escapar todo el aire de sus pulmones. Su cara seguía algo caliente, pero se le notaba mucho más relajado.
—Bueno… Haibara y Nanami pidieron tu favorito: zaru soba. Ven a comer con nosotros—. Fue una invitación, pero por alguna razón sonaba más como un pedido. Pudo haber agregado un “por favor” al final y el tono de la frase se mantendría igual.
—No tengo hambre—Suguru respondió con lentitud.
—No necesitas tener hambre para comer zaru soba. Te he visto acabar cuatro platos en menos de 20 minutos.
—...No se me antoja.
—Claro, puedo ver que nada se te antoja estos días. Si sigues así terminarás en los huesos.
Geto levantó una ceja. El alfa era quien solía regañar a Gojo por su irresponsabilidad y nulo sentido del autocuidado, ¿cuándo se invirtieron los papeles?
—Tú sí que estás en los huesos—señaló, más ofendido de lo que admitiría.
—¿De qué hablas? Soy puro músculo —exclamó Satoru, flexionando su brazo larguirucho frente a ambos. Era verdad que a esta edad no podía presumir de un físico impactante como el que tendría en unos años, pero tampoco era tan flaco.
Suguru achicó los ojos, fingiendo esforzarse para ver de cerca el bíceps del que su amigo estaba tan orgulloso, como si fuera microscópico. Gojo le dió un golpe juguetón en el hombro, quejándose el voz alta, mientras que Geto le recomendó dejar de ser un holgazán y mejorar sus habilidades de combate cuerpo a cuerpo, de ese modo podría llegar a tener músculos magros y pesados, como los de él. Satoru puso los ojos en blanco.
Después de bromear y pelear por un rato, el omega le recordó a Suguru que los esperaban, a los dos, en el comedor.
—Pidieron un montón de comida. Si tú no vas, se va a desperdiciar—advirtió.
Geto suspiró cansado. Pero Satoru puso su mejor cara triste y parpadeó una cantidad absurda de veces, sus blancas pestañas revolotearon cual mariposas y su labio inferior saltó hacia adelante. Se veía encantadoramente ridículo.
Sin poder luchar contra tal falta de pudor, el alfa se levantó de la cama, dándose por vencido.
—Eres imposible—dijo.
Satoru tarareó, alegre por su triunfo, y lo siguió afuera de la habitación, sonriendo.
En el comedor los esperaban Nanami, Haibara y Shoko, el ambiente en la mesa era extrañamente vivo. Yu hablaba con entusiasmo mientras sacudía sus manos en el aire, haciendo reír a Shoko. Nanami prestaba mucha atención a lo que decían, sonriendo de vez en cuando, sin poder ocultar su diversión. Cuando los vieron llegar, todos se mostraron sorprendidos, Gojo adivinó que nadie esperaba realmente que consiguiera traer a Geto consigo, pero de inmediato les hicieron lugar en la mesa.
El zaru soba destacaba con su color marrón grisáceo, apenas humedecido por el vapor que se elevaba del tsuyu al lado. Olía exquisito. Las tiras de alga nori, oscuras y crujientes, descansaban sobre los fideos en un ligero desorden que los hacía ver más apetitosos. Había muchos recipientes con salsa, cebollín picado y wasabi al rededor. Era un platillo simple, pero que despertaba el hambre con solo verlo. Shoko compró Coca-Cola para Satoru y Sprite para Suguru, conociendo bien sus gustos.
—¡Te juro que sí! Los lunes se comía hígado en mi primaria, tenía que esconderlo en la manga de mi uniforme para dárselo al gato cuando nadie miraba —contó Haibara.
—Qué bien comía el gato—dijo Ieri, dando un bocado a su comida.
—Estoy seguro de que muchos alumnos lo alimentaban también; la última vez que lo vi, el pobre no podía ni trepar el muro de lo gordito que estaba.
—Creo que eso cuenta como maltrato animal—. La informativa aportación de Kento horrorizó al beta.
—¡¿Q-Qué?! ¡No digas eso!
Todos rieron.
La hora de la comida transcurrió armoniosamente. Nadie habló de misiones o de la inusual desaparición de Suguru esos últimos días, solo disfrutaron del almuerzo y compartieron anécdotas divertidas, cosa que Gojo agradeció en su interior. No solo porque quería distraer a Geto de su sombrío estado anímico, sino porque el mismo Satoru no se veía capaz de abordar más pláticas incómodas. Él no estaba hecho para eso.
De vez en cuando, se fijaba en Suguru, quien permaneció en silencio todo ese tiempo. Ya tenía la mitad de su plato vacío. Comía lento, pero lo estaba haciendo. Había una ligera sonrisa en sus labios que cada tanto crecía para soltar una risita, y Gojo también sonreía.
Ir por él fue lo correcto.
Satoru tomó la decisión correcta.
—¡Oigan!—Haibara aplaudió en cuanto terminó su porción. Su cara iluminada por el nacimiento de una gran idea—. ¿Y si vemos películas hoy?
—No podemos salir—recordó Nanami. El ambiente decayó un poco y Yu le dió un codazo. Kento no se inmutó, pero, por el sonido que emitieron sus costillas, el golpe no fue muy suave.
Consiguieron ignorar las cosas malas durante su charla, entre ellas, el hecho de que los superiores habían restringido el movimiento de los estudiantes hasta que Fushiguro Toji fuese localizado por hechiceros “más experimentados”. Mei Mei y Uthaime estaban incluidas, siendo alumnas graduadas, pero ellos no. Los de segundo y primer año debían permanecer en las instalaciones de la escuela, encerrados.
Claramente ir al cine no era una opción.
—¡Justo por eso, Kento!—. Haibara trató de corregirlo—. Una noche de películas en la habitación de Geto. ¡Una maratón! Con palomitas y todo.
—Suena bien—aceptó Ieri. Nanami la secundó.
Era común que se reunieran así, sin aviso, y Suguru siempre estaba de acuerdo con recibirlos en su espacio. Pero, al escuchar los planes que emergieron espontáneamente frente a él, el alfa se congeló a medio bocado, los palillos temblaron en su mano. Fue solo un segundo de vacilación. Nadie lo notó. Solo Gojo.
—Bien, entonces…
—¡Será en mi habitación!—interrumpió Satoru.
Todos voltearon a verle.
—¿La tuya?—preguntó Shoko, extrañada.
—Nunca nos has invitado a tu cuarto, y la verdad no quiero… ¡Ah!—. Nanami calló. El codazo de Yu debió dolerle por fin.
El pelinegro miró a su mejor amigo, no dijo nada, pero la sorpresa estaba grabada en sus facciones. Gojo sonrió con arrogancia y explicó:
—Me compré una pantalla de plasma de 70 pulgadas hace un par de meses y no la he usado. Esta es la ocasión ideal.
—Presumido—bufó la castaña, mientras que Haibara emitía un sonido de asombro, levantando ambos pulgares en señal de aprobación. Kento no dijo nada más.
Acordaron verse en un par de horas para no desvelarse demasiado, pues tenían clase mañana a primera hora. El dúo más joven fue el primero en levantarse, Suguru les agradeció por la comida, elogiando su sabor. Shoko salió a fumar poco después, dejando al pelinegro y al peliblanco solos, de nuevo.
Gojo temió que Geto volviera a disculparse o a decir cosas extrañas, pero el alfa terminó su comida en silencio, aunque lo seguía mirando fijamente. El omega no sabía decir si le gustaba o no tener esos oscuros ojos púrpuras sobre él. Sentía que no dejaban de seguirlo desde que despertó.
—No fue tan malo, ¿o sí?—tanteó el albino.
—Sí. No había comido zaru soba en meses—respondió el Suguru, aunque sabía que el otro no se refería exactamente al platillo.
—Entonces deja de ignorar a Yu y come con él más seguido, hombre. El chico te respeta muchísimo.
—Lo sé.
Satoru le lanzó una mirada juzgadora.
— Uhhh . ¿A dónde se fue tu humildad, Suguru? Diciendo “lo sé”, mírenlo.
El pelinegro rió por lo bajo, negando con la cabeza y levantando los platos sucios de ambos. Gojo comprobó rápidamente que el alfa no hubiese dejado restos. Sonrió complacido al ver que se comió todo lo que le sirvieron.
—Iré revisar qué películas tengo antes de que los demás lleguen. ¡Yo las elijo!—exclamó en omega, yendo hacia los dormitorios.
Entonces escuchó unos pasos detrás de él y se giró. Geto, que apresuró su andar para alcanzarlo, lo seguía de cerca. Gojo sonrió, la pregunta pintada en su rostro.
—Shoko dijo que ella se encargaría de las bebidas si yo le daba el dinero—explicó Suguru, sin detener el paso, pasando al lado del omega—. Tengo mejor criterio, así que iré contigo y elegiré un par de películas también. En caso de que nadie quiera ver las tuyas.
“¡Vaya! Parece que ya está bien, tiene energía hasta para insultar mis gustos cinematográficos” pensó Satoru. Ambos hechiceros caminaron lado a lado mientras argumentaban por qué el Cienpies Humano era, o no, una obra excepcional dentro de los filmes de horror. No dejaron de alegar hasta que entraron a la habitación del omega.
Solo entonces Gojo recordó que, desde que despertó, no había podido pasar ni una noche en su propia cama. Está era la primera vez que visitaba recámara.
“Es igualita” pensó. Un sentimiento extraño alojándose en su pecho.
—¿Por qué sugeriste que los demás vengan a tu habitación, en vez de ir a la mía, si este lugar está igual de sucio?—preguntó el pelinegro, desconcertado. Se adentró en el lugar y empujó con el pie una sudadera azul que estaba en el suelo.
—No está sucio, solo un poco desordenado—replicó Gojo.
Ciertamente, el cuarto no estaba sucio, al menos no en el sentido tradicional de la palabra. No había basura ni, ni polvo en exceso o un mal olor en el aire, pero todo daba la sensación de haber sido abandonado a medias.
Sobre el escritorio, una torre inestable de papeles y carpetas, aparentemente ordenada, amenazaba con desbordarse. A un lado, una escolta de latas vacías de refresco cuidadosamente apiladas en forma de pirámide, aunque le faltaba un envase para completar la punta. La cama, aunque podría decirse que estaba hecha, estaba llena de arrugas, y los peluches de digimon a un lado de la almohada hacían que todo se viese algo caótico. Los zapatos descansaba sobre sus cajas originales, sobre , no dentro. Sus cajones de ropa estaban a medio abrir y su contenido estaba esparcido por el piso, a un lado. Casi podía ver a Satoru sacar sin cuidado las prendas, sin darse cuenta de cómo otras caían a su paso.
En las paredes colgaban varios pósters: algunos de modelos femeninas de revista en poses provocativas, otros de animes clásicos y nuevos, todos con esquinas mal pegadas o dobladas. Las repisas estaban llenas de figuras de colección, algunas aún en sus cajas rotas . Entre ellas, mangas diversos y uno que otro libro grueso de matemáticas o física, todos juntos, sin seguir un patrón o respetar su categoría. Y a un lado de su rincón nerd-otaku, había también una pequeña montaña de estuches para gafas, varios abiertos, como si el dueño hubiera probado distintos pares antes de salir apurado.
No estaba tan mal. Satoru pensó que lo único problemático eran los calcetines regados por aquí y por allá, la mochila desparramada y abierta sobre el sofá el sofá y el par de sudaderas que no entraron en el cesto de ropa sucia cuando las aventó.
—¿Y estos trozos de papel?—. Geto ya había empezado a recogerlos del piso, examinando uno entre sus manos.
—No es basura. Es origami—respondió el omega, encogiéndose de hombros y despejando el sofá, metiendo todo lo que había encima en su mochila y después pateando la mochila debajo de la cama.
Listo. Limpio, limpio.
El alfa lo miró con decepción mientras seguía arreglando la habitación.
En menos de treinta minutos, ya todo estaba en su lugar. Su cesto de ropa sucia estaba más lleno —si es que eso era posible— y había sido cuidadosamente acomodado en algún lugar dentro de su clóset, fuera de la vista. Sus zapatos, ordenados, y su cama, casi planchada. Suguru incluso colocó tiernamente sus peluches en una esquina, al lado de la almohada.
Gojo observó al pelinegro trabajar arduamente, recostado en el pequeño sofá. Sus piernas eran demasiado largas así que caían por un costado.
—¿Terminaste? ¡Bravo! Siempre hacemos un buen trabajo en equipo—aplaudió Satoru. Llevaba puestos sus lentes negros circulares de repuesto, los cuales Geto encontró tirados por ahí.
—No hiciste nada—señaló Geto. Se suponía que era un reclamo, pero no sonaba como uno.
—No estaba sucio —repitió el omega—Si tenías tantas ganas de limpiar algo , debiste empezar por tu propia habitación, ¿no crees?
Satoru esperaba una respuesta mordaz a su comentario, pero el pelinegro no soltó ninguno, sólo asintió suavemente. Una sonrisa que no le llegó a los ojos apareció en su rostro.
—Supongo que tienes razón.
—Siempre tengo razón—Dijo el omega, aunque ahora menos convencido. Se sentó en el sofá y una de sus manos fue directo hacia su nuca para rascar esa picazón que no existía—. Si quieres, podría, eh… Podría ayudarte a limpiar tu cuarto después.
Sus palabras fueron torpes, enredándose una con la otra, luchando por ver cuál sería la peor gesticulaba. De no haber estado solos y sin ningún ruido de fondo, Geto no habría sido capaz de escuchar la dulce propuesta, y de no haber tenido las luces encendidas, tampoco habría podido contemplar esa expresión nerviosa y entrañable que su mejor amigo tenía. Gratamente, lo escuchó y lo vió todo.
—No es necesario, Satoru—declinó.
—Lo es, ese lugar parece más la cueva de un oso que la habitación de un humano.
Esta vez fue el turno de Suguru para poner los ojos en blanco.
—Y seguro que tú vas a ser de mucha ayuda limpiando, como ahora.
—A caballo regalado no se le mira el colmillo, Suguru.
El alfa insistió en que él arreglaría su desastre por cuenta propia y Gojo le concedió esa victoria. Aunque Geto parecía alguien de temperamento noble y poca energía en la superficie, en realidad tenía un lado muy orgulloso y sensible. El omega se pasaría después por su habitación para cerciorarse de que el hechicero no habitaba un basurero.
Ambos estudiantes se sentaron en la alfombra y pusieron sobre la mesita baja todas las películas disponibles. Eligieron las que consideraban más entretenidas, Gojo basándose en sus gustos personales y Geto en lo que podría querer la mayoría. Tuvieron que jugar piedra, papel o tijera para decidir cuáles verían esa noche.
La suerte estuvo a favor del alfa.
—¡Agh! Ya vi todas las de Harry Potter .
—Pero Shoko, Nanami y Yu no.
— ¡Suguuuuruuuuu! ¿Y qué hay de mí? ¡Piensa en mí!—lloriqueó.
Geto fingió que no lo escuchaba mientras guardaba el resto de las películas, sin embargo, el omega pudo ver las comisuras de su boca elevarse. Casi de inmediato, sintió el suave y tranquilizante aroma a lavanda rodearlos poco a poco.
Gojo cuadró los hombros, alerta, esperando el cruel golpe de las feromonas, pero este nunca llegó. Descubrió con asombro que no estaba siendo agredido, no, esto era similar a un abrazo. Su pecho burbujeó de forma agradable. La presencia del alfa no resultaba abrumadora o invasiva como antes.
Fue reconfortante.
Sabía dulce.
A Satoru le gustó. Le gustó mucho.
Estuvo a punto de inhalar profundamente para llenar sus pulmones con aquella esencia de que flotaba en el aire. Para disfrutarla mejor. Pero se detuvo a tiempo.
Mierda, ¿qué le pasaba?
Debía controlarse.
—¿Sabes? Desde que despertaste en la enfermería, pensé que actuabas raro. Todos lo pensamos. Y cuando creo que solo son imaginaciones mías, de la nada dices o haces cosas… inusuales.
Como una bola de demolición haciendo añicos su castillo en las nubes, la voz de Geto rompió el silencio. Gojo abrió los ojos sin apartar la mirada de sus manos, que descansaban sobre la mesa. Agradeció que los lentes oscuros cubrieran parte de su rostro, porque fue tomado con la guardia muy abajo.
¿Él? ¿Raro? ¡¿Él?! Qué descaro, viniendo del chico que llevaba días evitando a todo el mundo como si el simple contacto humano fuera ácido, que le había dicho que no al zaru soba y que vigilaba a Satoru como si fuese a desaparecer en de un momento a otro.
—Mis padres siempre me dijeron que era un chico especial—dijo Satoru con tono juguetón y despreocupado, sin embargo, no podía dejar de retorcer sus dedos entre sí.
Solía ser fácil mentir. ¿Por qué delante de Suguru creía que su piel se volvía transparente? El alfa lo conocía tan bien que intentar engañarlo era equivalente a iniciar una batalla que, desde el principio, ya estaba perdida.
De repente, una mano grande y cálida se posó sobre las suyas, deteniendo el movimiento ansioso de estas. El albino dejó de respirar. El tacto de su piel áspera, cubierta de callos por el trabajo duro y el manejo de distintas armas, provocó que su cuerpo entero se estremeciera.
—Satoru… lo que dijiste antes, sobre Amanai-
El pelinegro fue interrumpido por el sonido de alguien golpeando la puerta.
Como si tuviera un resorte en los pantalones, Gojo saltó para recibir a sus invitados, fingiendo que no sentía la mirada de Suguru clavada en él.
Haibara y Nanami traían palomitas, cobijas, algunas golosinas y vestían ropa holgada. El omega los hizo pasar y ponerse cómodos mientras les notificaba que tendrían un maratón de Harry Potter. Ambos chicos se mostraron entusiasmados. Ambos , porque el beta se entusiasmó en nombre de Kento también.
Minutos después llegó Shoko con sodas sabor cola y cerveza, modelando su pijama con estampado de gatitos. No era legal que bebieran alcohol, mucho menos en la escuela, pero bueno, en teoría también estaba prohibido fumar y tampoco era legal vender cigarros a menores de edad. Mientras el profesor no se enterara, nadie moriría.
Shoko se acomodó a la izquierda de Gojo, mientras Geto ocupaba el lugar a su derecha. El albino terminó en el centro del sofá, no por casualidad, sino porque todos evitaban instintivamente la incómoda hendidura que lo dividía justo en medio; ese hueco traicionero donde el respaldo se hundía y el cojín cedía bajo el peso. Nanami y Haibara, respetando a sus mayores, prefirieron sentarse sobre la alfombra esponjosa a los pies del sillón.
Gojo sintió algo suave ser colocado a sus espaldas. Vió a Geto terminando de acomodar la almohada. Sus miradas se cruzaron fugazmente antes de que Satoru se inclinara para tomar el control, murmurando un casual “gracias”.
La primera película empezó y todos callaron.
Gojo ya la había visto mil veces. Intentó concentrarse, pero era simplemente imposible. Sus pensamientos seguían desviándose y no podía frenarlos.
¿Qué quiso decir Suguru antes? Mencionó su extraño comportamiento al despertar, nombró a Amanai.
¿Sospechaba algo él también?
Dios. A este paso, terminaría siendo descubierto antes de siquiera hablar con Tengen.
Tres días.
Tres jodidos días eran demasiado.
Quizá parecía un tonto incosiente ahí, sentado en medio de una noche de películas con sus amigos, devorando comida deliciosa. Ignorando la terrible situación en la que se encontraba. Pero una de las tantas habilidades del gran Gojo Satoru era encontrar lo positivo en malo, incluso en medio de un cataclismo.
No sería prudente escabullirse fuera de las barreras de la escuela esa noche, no cuando Yaga ya tenía fuertes sospechas y Tengen, que quizá sabía todo , le había pedido no moverse. Debía esperar hasta reunirse con él; entonces podría averiguar cómo arreglar lo que sea que lo trajo aquí.
Desde que llegó, había pensado en cada alternativa. Si esto era realmente un viaje en el tiempo, y además entre dimensiones, entonces la lógica sugería que los días que él vivía aquí, ya habían sido vividos en su línea temporal original. Este presente no era su presente, sino uno paralelo, que había comenzado a correr para él después de retroceder once años. Además, considerando las diferencias entre esta realidad y la suya, ambas existían de forma independiente. Lo que sucedía aquí no debería reflejarse en el futuro del otro mundo.
Equivalente a conducir por la carretera y dar la vuelta a la derecha, justo en el retorno… solo para frenar y echar reversa. Continuaba el flujo natural del camino, pero en el carril equivocado, yendo sentido contrario, a máxima velocidad y sin frenos. Rompiendo como mil leyes de tránsito.
Joder, ¿qué estúpido le dió su licencia?
Técnicamente, suponiendo que ambas líneas se movían en sincronía, en su realidad deberían estar ocurriendo las mismas cosas que él vivió durante sus años de preparatoria. Su versión de diecisiete años aún no era profesor y Sukuna seguiría sin aparecer. El mundo seguía a salvo. Sus alumnos seguían a salvo.
Gojo solo podía tomar esa lógica y aferrarse a ella.
Y aunque era, en apariencia, la posibilidad más alentadora, también implicaba que para regresar tendría que dar dos saltos: en tiempo y espacio. De algún modo, tendría que atravesar dos fronteras que no sabía cómo se facturaron para traerlo hasta ahí.
Por supuesto, estaba suponiendo que había alguna forma de volver a su dimensión.
¿Un muerto podía…volver?
Si eso es cierto, ¿por qué apareció el aquí y ocupó el lugar del Gojo Satoru original? ¿A dónde fue él? ¿Por qué no regresó él?
¿Por qué Satoru tenía que ser despertado después de morir?
Un leve roce en su brazo derecho interrumpió el bucle en el que su mente se había perdido. El hombro de Suguru chocó con el suyo, fue apenas un toque ligero, únicamente lo suficiente para traerlo de vuelta sin que nadie más se diera cuenta. El alfa buscaba su mirada en medio de la oscuridad. Cuando Gojo volteó a verlo, se encontró con una expresión preocupada.
—¿Estás bien? —preguntó el pelinegro. Su voz era baja, solo para los oídos de Satoru.
Gojo pudo haberse echado a reír. La pregunta le pareció irónica viniendo de alguien con las mejillas hundidas, ojeras pronunciadas y un labio partido. ¿Que si estaba bien? Se supone que el omega debería de hacerle esa pregunta a él, no al revés. Sin embargo, no dijo nada. Se quedó mirando cada sombra y línea dibujada en el rostro de Suguru. Verlo a él era más interesante que ver la película en pantalla y mejor que ahogarse en el negro océano de pensamientos.
Aunque magullado por el cansancio, Geto Suguru seguía siendo hermoso.
Su amigo tenía un tipo de belleza que no buscaba ser notada, pero terminaba siéndolo inevitablemente. Mientras más lo observabas, descubrías nuevos detalles que lo hacían resaltar infinitamente entre la gente. Su piel cálida y suave, sin cicatrices o imperfecciones. Su nariz recta y alta. Sus ojos rasgados, enmarcados por espesas pestañas negras, la esquina exterior más alta qué el lagrimal. Parecían siempre a punto de cerrarse en una sonrisa y de esconder lo que pensaba.
Suguru tenía un rostro difícil de olvidar.
Y Satoru sabía cuán difícil de olvidar era.
Después de todo, era el mismo que Satoru soñó casi cada noche, durante once años. Y mismo que vió justo antes de morir. Estaba grabado con fuego en su memoria.
Y ahora, sin entender cómo, lo tenía otra vez frente a él.
No habían pasado veinticuatro horas desde que se reencontraron y ya se estaba acostumbrando a su presencia. Como si no hubiera sangrado por más de una década, intentando aceptar su ausencia.
Gojo sabía que era peligroso.
Tenía que marcharse.
Si no se iba pronto…
—¿Toru?—susurró Geto. Su voz profunda y su aliento acariciando el oído del omega. ¿En qué momento se acercó tanto?
No pudo decir si fue la proximidad entre ambos, o el apodo que no había escuchado en mucho tiempo, lo que le provocó un hormigueo en todo el cuerpo, entumeciéndolo.
Hacía tanto que nadie lo llamaba así.
Solo Suguru lo llamaba así.
Satoru sintió un calor abrasador subirle a las mejillas. Se obligó a tragar saliva y escupir palabras que sonaran medianamente terrícolas.
—¿Eh? Ah… sí. Todo bien —respondió por lo bajo, desviando su mirada para posarla de nuevo en la pantalla.
¿Cuánto tiempo se quedó viendo cono idiota la cara del alfa?
Sintió a Geto observarlo por unos segundos más antes de seguir su ejemplo y volver su atención a la película.
Durante el resto de la noche, Gojo no entendió nada de lo que dijeron los personajes. Lo único que alcanzó a escuchar fueron los latidos de su propio corazón desbocado, resonando con fuerza en sus oídos. Su mente tuvo un cortocircuito.
¿Qué carajos le pasaba? ¿Y que carajos le pasaba a Suguru también? Acercándose así y… y existiendo. O sea, sí, así eran normalmente, uña y carne, siempre uno encima del otro. Pero esto era diferente.
De alguna forma era diferente. ¿No?
Cuando la maratón acabó en "El Cáliz de Fuego", Shoko y Haibara reían mientras hablaban de lo genial que sería tener varitas y volar en escobas.
—Gojo podría fingir que vuela en una—dijo la castaña.
—Haré cosplay de Harry—. Satoru siguió el juego, esforzándose por dejar de pensar en cosas inútiles.
—Ni siquiera te pareces. Serías Draco Malfoy —refutó Kento.
—¡Se trata de la vibra! Obvio soy el protagonista.
Shoko dijo que podría ser Hermione y Yu se postuló para el papel de Ron. Por supuesto que Nanami no cuestionó la nula similitud que había entre los personajes y sus amigos.
—Nanami, ¿quién serías tú?—preguntó Haibara.
—Voldemort—ofreció Gojo, sin dudar. Su infinito evitó que el alfa lo golpeara en la nuca y las risas estallaron en la habitación.
Geto sonreía, mirando a sus compañeros desde su cómodo lugar en el sofá. Los ojos perspicaces de Ieri se posaron en su figura estática y lo llamó, incluyéndolo en la jocosa conversación.
—¿Y tú, Suguru? ¿Quién serías?
El pelinegro no esperaba convertirse en objeto de toda la atención de un momento a otro, fue evidente por la forma en la que sus cejas se elevaron muy alto en su frente. Aún así, pareció pensar en su respuesta con seriedad.
—Supongo… que me parezco a Snape.
Más risas, pero nadie lo negó. Claro que sería Snape.
Gojo miró de reojo a su amigo. ¿Cómo se vería siendo un profesor de hechicería?
En realidad, no era una ilusión nueva para él. En el pasado, Satoru se imaginó la clase de maestro que Suguru hubiese sido más veces de las que estaba dispuesto a aceptar. Vestido de negro, con su largo cabello atado en una coleta y ese estúpido flequillo cubriendo parte de su rostro. Siempre paciente y cálido con sus alumnos. Entrenar a los de primer año pegaba más con él, definitivamente. Seguiría las reglas pero no temería romperlas con tal de cuidar a los chicos.
Oh, y todos odiarían los días de combate cuerpo a cuerpo con el profesor Geto porque serían brutales.
Gojo siempre pensó que Suguru hubiera sido un excelente instructor. Mucho más que él.
Cuando todos se fueron, dejaron al omega quejándose porque nadie se dignó a recoger su basura. Shoko dijo que era el karma, puesto que Satoru nunca limpiaba el desastre que dejaba en cuartos ajenos. Nanami y Haibara estuvieron de acuerdo y huyeron de la escena.
El albino maldijo y empezó a limpiar, por segunda vez en el día, su habitación. A su lado, callado, Geto lo ayudaba, sin intenciones de irse junto al resto de sus compañeros.
— Owww . Qué amable es mi Suguru —elogió Gojo con una sonrisa traviesa mientras lanzaba otra lata vacía al fondo de la bolsa negra que sostenía Geto.
No obtuvo respuesta.
El susurro sordo de los envoltorios de comida rápida y el zumbido constante del aire acondicionado, eran los únicos sonidos que llenaban la habitación perfectamente iluminada. Gojo intentaba no hacer demasiado notoria su creciente incomodidad.
Suguru estaba actuando raro y el omega no podía adivinar si se debía que estaba enfadado, preocupado, triste o si sospechaba de él. Era tan difícil descifrar lo que ocultaba detrás de esa expresión apagada y esa sonrisa, a veces falsa, a veces sincera. ¿Siempre fue así? ¿Qué cambió?
¿O es que Satoru nunca prestó suficiente atención?
Cuando ya no quedó más basura, Geto cerró la bolsa lentamente. Sus ojos jamás se apartaron del albino.
Esto tenía que parar. Ya no podía soportarlo.
—¿Qué?—soltó Gojo, frustrado.
Si el alfa tenía algo que decirle, sería mejor que lo hiciera ya porque a Satoru no le gustaban los rodeos e indirectas. Lo estaba matando con cada silencio extraño y cada mirada aún más extraña.
Geto apretó los labios en una fina línea, sin apresurarse a contestar. No se mostró afectado por la actitud defensiva de Satoru, por el contrario, respiró hondo y calmado antes de hablar.
—No fue tu culpa.
Gojo parpadeó sin entender.
¿Qué?
—La muerte de Amanai, no fue tu culpa.
El albino permaneció congelado en su sitio. De pronto, la habitación a su alrededor se sentía más pequeña. Lo sofocaba.
Geto se humedeció los labios antes de continuar.
—Yo estuve ahí cuando… y no pude hacer nada—declaró con la voz entrecortada—. Ni siquiera alcancé a sostener su cuerpo, solo- yo solo la vi caer. Le prometí que la ayudaríamos, le dije que la llevaría a casa. Pero no fui capaz de salvarla.
La respiración del alfa era irregular y la bolsa negra entre sus manos estaba a punto de rasgarse debido a la fuerza que ejercía en ella. El aroma a lavanda se tornó amargo. La angustia de Suguru era palpable. Y a pesar de ello, su rostro se mantuvo desconcertantemente sereno, como si sostener una fachada fuerte hiciera la realidad menos dolorosa.
Gojo conocía bien el sentimiento.
También sabía que el sufrimiento no disminuía, solo se aplazaba. Igual que las olas de mar, que se retiran por un instante solo para volver más grandes y romper enfurecidas contra la orilla.
El omega bajó la mirada. La tensión de sus músculos se volvió más evidente, marcando el contorno rígido de su postura. ¿Eso era lo que Suguru quiso decirle todo ese tiempo? ¿Que Satoru no era responsable de su fracaso? ¿Estuvo pensando en eso desde que discutieron en la enfermería?
¿Geto se culpó a sí mismo por la muerte de Riko?
Absurdo. Estúpido. Irrazonable.
Pero, ¿por qué su corazón dolía de esta manera?
El nunca tuvo esta conversación con el pelinegro. Ellos no hablaron sobre el tema. En el pasado, cada uno “asimiló” lo que ocurrió por su cuenta. Y, al parecer, fracasaron estrepitosamente.
¿Qué se supone que es adecuado decir en estos casos? ¿Qué cara debe poner? ¿Cómo debe sentirse?
De repente, Satoru volvió a ser ese niño de nueve años que no sabía nada sobre cómo ser humano. El mismo que había dejado de llorar a los cinco y el que dejó de buscar los brazos fríos de su madre a los cuatro.
El aire le quemaba al pasar por su garganta. Su cuerpo no podía diferenciar entre la necesidad de huir o quedarse.
Lo único que el omega tenía claro era que deseaba ser útil . Quería decir algo —cualquier cosa— para disipar aquello que brillaba en los ojos de Suguru y que Gojo reconocía amargamente: soledad.
La misma que él había visto durante años cada vez que se miraba al espejo.
La misma que creyó que sólo él entendía.
¿Había alguna forma de borrarla?
¿Qué redención puede ofrecer alguien que nunca se perdonó a sí mismo?
La voz de Gojo no fue más que un susurro que se desquebrajaba en cada sílaba, como si las palabras se fueran deshaciendo en su boca antes de alcanzar el aire. Sin embargo, lo que dijo fue lo más sincero que había dicho en mucho tiempo:
—Tampoco fue culpa tuya.
Geto no respondió, pero había algo en la forma en que su mandíbula se contrajo y sus pupilas se agitaron, que fue suficiente para que el omega lo entendiera.
Sin necesidad de palabras, ambos lo sentían.
“Gracias”.
Quizá ninguno de los dos llegase a creer del todo lo que el otro acababa de pronunciar. Tal vez, incluso si lo repetían cien veces, el arrepentimiento seguiría ahí, tatuado en su ser como una herida que no cierra. Pero esto era algo que tenía que decirse y que, muy en el fondo, anhelaban escuchar.
Porque solo entonces, el peso que arrastraban sobre sus hombros podía dejar de pertenecer a una persona.
Ahora había alguien que podía compartir esa carga.
No estaban solos.
Después de un largo silencio, Geto habló con calma. Si sus ojos parecían algo enrojecidos, o no, ninguno lo mencionó.
—Es tarde. Sacaré la basura y me iré a la cama. Tú también deberías descansar.
—S-sí… ya tengo algo de sueño. Hasta mañana —tartamudeó el peliblanco.
Suguru se despidió con un gesto y caminó hacia la puerta, abriéndola. Pero antes de salir, se detuvo. Se quedó ahí, con una mano en la perilla.
Satoru no podía ver su rostro, solo podía contemplar esa media coleta sostenía su cabello azabache y el contorno firme y entrenado de su espalda bajo la camiseta oscura.
—Toru… —llamó Geto, sin voltear y con la voz más ronca de lo habitual—. De haberlo sabido, no te hubiese dejado atrás. ¿Lo sabes, cierto?
Se refería al incidente con los supresores que lo llevó a esa inevitable derrota contra Toji.
Gojo lo sabía. Por supuesto que lo hacía.
Sin embargo, una imagen distinta, que no pertenecía a esta realidad, invadió su mente. Aquella tarde, Suguru también le daba la espalda mientras se perdía entre la multitud. Ignorando los gritos de Satoru, alejándose.
Dejándolo atrás.
—Sí, Sugu… lo sé.
Esa noche, no pudo dormir.
Chapter 8: Tengen
Summary:
Satoru tiene pesadillas escalofriantes que no lo dejan dormir.
Pasan los tres días y, por fin, se reúne con el señor Tengen.
Buscaba respuestas y las obtuvo.
Notes:
Buenas noches jejejeje.
Oficialmente se han leído 100 páginas de Word! Felicidades!
Quizá haya un beso cuando lleguemos a las 200 (broma)
Avanzamos lento pero seguro. Geto y Gojo se traen ganas, solo necesitan un par de empujones.
Por cierto, cada vez se acerca más mi parte favorita. Tengo la escena muy clara en mi cerebro. Hablo de la misión de Nanami y Haibara, ya saben cuál... Uff. UFF.Muchísimas gracias por sus comentarios y todo el amor que me dejan, me ponen super contenta.
Nos leemos luego!
Chapter Text
La nieve caía suavemente sobre el pasto. No había rastro de verde, el color blanco se extendía más allá de lo que la vista alcanzaba.
Pequeños copos se estrellaban contra el ventanal helado como si quisieran entrar, buscando el calor de la chimenea. Satoru se encontraba parado delante del cristal, totalmente quieto. No mostraba interés en los juguetes costosos, sin rastro de desgaste por uso, que decoraban su habitación. Envuelto en un kimono de seda azul, demasiado fino para ensuciarse o mojarse, observaba hacia el exterior.
Tenía prohibido salir sin la compañía de una criada y, menos aún, cuando nevaba. “Podrías enfermarte”, decían los adultos, “la salud de los niños es delicada”.
Sin embargo, afuera, en un rincón donde los mayores no miraban, una niña de cabello largo y negro recogía la nieve con sus manos desnudas. Hacía figuras. Muñecos mal formados y ángeles con alas chuecas. Una gran sonrisa tiraba de sus labios, morados por el frío, cada que completaba una de sus creaciones, sin darle importancia a las mangas de su vieja camisa que ya estaban totalmente empapadas. A su lado había un pequeño montón de leña.
No tendría ni siete años, pero ya trabajaba. Las criadas dijeron que su madre estaba enferma; si la pequeña no realizaba las labores que le correspondían a su progenitora, ambas tendrían que ser vendidas.
Satoru, a sus cinco años, pensaba que esa niña era afortunada. Podía jugar libremente y nadie la reprendía por estar sucia o pisar un poco de nieve.
Unos días después, mientras Gojo paseaba cerca de los muros exteriores de la finca, después de haber logrado escabullirse de su escolta, notó a un grupo de trabajadores cargando un par de rollos de paja atados con sogas. Los llevaban hacia la entrada. Detrás de ellos, cinco sirvientas lloraban, llamaban los nombres de dos mujeres que Satoru jamás había escuchado. Aun así, supo al instante a quiénes pertenecían.
Cabello largo y negro. Mechones de este caían por un extremo del rollo de paja más pequeño. La sirvienta y su hija enfermaron. Nunca se recuperaron.
El estómago de Satoru se contrajo, aunque no pudo entender el sentimiento que lo invadió. Un guardia lo tomó del brazo y lo arrastró dentro del edificio, porque él no debía presenciar escenas tan desagradables.
Esa fue la primera vez que miró la muerte de cerca. Y no fue la última.
Llovía.
El callejón apestaba a sangre fresca y el color rojo brillante se diluía con el agua que corría calle abajo. Gojo, ahora adolescente, observaba a un niño de secundaria desplomado entre los brazos de Geto. Shoko, de rodillas y con ambas manos sobre el pecho abierto del menor, negó con la cabeza. Ya no respiraba. No había nada que ellos pudieran hacer. Uno de los tantos casos de desapariciones sin explicación en Japón había sido resuelto, pero solo pudieron recuperar un cuerpo tras exorcizar a la maldición responsable.
Satoru volvió a sentirlo. Lo mismo que sintió cuando vió el cuerpo de aquella mujer y su hija. Una punzada en el pecho y una sacudida en el estómago.
Fue la expresión en el rostro de sus compañeros lo que le hizo entender finalmente lo que era.
Tristeza.
Y luego, todo se rompió.
El mundo se abrió como una herida violenta. La sangre brotó a chorros, su carne se desgarró y el dolor lo atravesó. Gojo se desplomó frente a Sukuna. La vista se le nublaba, pero aún podía ver el cielo pintado de un azul muy claro.
Curiosamente, frente a su propia muerte, no se entristeció.
Siempre supo que era una posibilidad, por eso confió en Yuta para resolverlo… ¿Fue la mejor opción?
De un momento a otro, Gojo estaba cayendo. Como si la gravedad del mundo se multiplicara por cien, su cuerpo fue arrastrado hacia un vacío que no parecía tener final. Murmullos, gritos y silencio, todo mezclado en un solo rugido que le zumbaba los oídos.
Aterrizó en medio del lodo. La tierra se había mezclado con un charco de sangre aún caliente. El aroma a óxido y putrefacción impregnaba el ambiente. Frente a él, se extendía un rastro carmesí que se perdía entre los árboles de un denso bosque. Como si un animal moribundo se hubiese arrastrado por el suelo para escapar de… ¿qué?
Entonces, algo se movió entre la maleza, daba vueltas alrededor, rodeando a Satoru sin llegar a mostrarse. Asechando. Gojo solo podía quedarse quieto, respirando con dificultad. No sentía sus piernas, no podía hablar, sus Seis Ojos quedaron ciegos y su Infinito no obedecía a sus órdenes. Estaba completamente desarmado y desprotegido. Nunca lo había estado desde que tenía memoria. Era aterrador.
Una voz chirriante y distorsionada retumbó en el ambiente, similar a miles de bocas hablando al mismo tiempo, intentando sincronizarse. Ni hombre ni mujer. Ni siquiera humano. Pero el albino entendió a la perfección lo que dijo:
“Gojo… Satoru…”
—¡Ah…!
Gojo se sentó de golpe, jadeando. Estaba empapado de sudor y su corazón latía desbocado. Tardó unos segundos en tranquilizarse, llevándose una mano a la cara y apretando con fuerza sus ojos. Le dolían. ¿Qué mierda fue eso? ¿Una pesadilla? No recordaba haberse dormido.
Miró la hora en su celular y suspiró cuando vió qué eran las cuatro de la mañana. La última vez que checó, eran las dos, así que, a lo sumo, no descansó más que un par de horas. El omega se recostó de nuevo en la cama y, aunque intentó dormir un poco más, fue imposible. En cambio, le tocó admirar el momento exacto en que la luz del amanecer se coló por su ventana.
A las siete en punto, Gojo se vistió con su uniforme y caminó hacia el salón de clase. Era muy extraño volver a sus días de estudiante y tener que sentarse en un pupitre. Shoko había llegado antes que él. La castaña, que estaba sentada justo al lado de la ventana, le dedicó un sutil asentimiento a modo de saludo. El albino correspondió el gesto y se dejó caer sin gracia en la silla situada en medio del salón. Poco después apareció Yaga e inició la clase, no sin antes dirigir una mirada molesta al lugar vacío de Geto.
Satoru se mordió los labios, preguntándose si el pelinegro se había quedado dormido, pero justo antes de que pudiera excusarse para “ir al baño”y averiguarlo, percibió una energía maldita familiar acercándose por el pasillo. La puerta del aula se abrió con suavidad para presentar a un alfa de flequillo largo y ojos cansados. Geto agachó la cabeza y se disculpó por llegar tarde. El profesor murmuró algo similar a una queja antes de ordenarle que dejara de interrumpir la lección y se sentara de una vez.
Gojo le sonrió a Suguru y este sonrió de vuelta.
—Al menos vino—suspiró Ieri a su izquierda.
Geto había faltado de forma esporádica durante las últimas dos semanas. Yaga se lo permitió a regañadientes, en parte porque muchas sesiones se habían cancelado por la investigación en curso para dar con el paradero del Cazador de Hechiceros. Las reuniones con los altos mandos eran constantes, y los horarios de clase estaban hechos un desastre. Además, el hombre no ignoraba lo duro que había sido para su alumno afrontar el resultado de su misión fallida. Aunque el profesor era la clase de persona que esperarías que te diera palmadas en la espalda y dijera “¿Te sientes triste? ¡No lo hagas! Siéntete bien” —y eso ya era exagerar—, había ocasiones especiales en las que podía guardarse sus torpes comentarios y comportarse como un tutor responsable. Incluso empático.
Ahora que las actividades volvían formalmente a la normalidad, era un alivio ver a Suguru allí.
La clase transcurrió sin ningún problema. La secuencia era tan familiar... Sentado de ese lado del salón, escuchando a Yaga hablar del uso responsable de la energía maldita mientras miraba a Gojo sin ocultar su reproche. Se sentía como estar en un sueño prolongado. Uno que ya había durado más de lo aceptable. Uno del que tal vez debía despertar.
Pero no sabía si quería hacerlo.
Había algo profundamente inquietante en ese momento de paz y tenía el presentimiento de que estaba a punto de descubrirlo.
No prestó mucha atención en clase, lo cual no sorprendió a nadie. Siempre fue distraído, aunque esta vez nadie pudiera siquiera imaginar lo que pasaba por su cabeza. Sin mencionar que él ya había escuchado el mismo tema una y otra vez; tanto en sus tiempos de estudiante como en su rol de profesor; era parte del arcaico programa educativo. Vamos, se lo sabía al derecho y al revés. Por ello, fue bastante sencillo perderse en sus pensamientos que, aunque daban vueltas sin sentido, subían y bajaban, terminaban en lo mismo: pronto se encontraría con Tengen. Dos días más.
Esa sería, posiblemente, su única oportunidad de encontrar respuestas.
¿Qué haría si no le agradaba lo que escuchaba?
La voz de Yaga lo sacó de su ensimismamiento:
—Vamos afuera.
La brisa matutina era fresca y se colaba entre los árboles que rodeaban el área de entrenamiento. Tuvieron que dar unas vueltas a la cancha exterior y estirar sus músculos antes de iniciar. Yaga les ordenó, uno por uno, pasar al frente e intercambiar algunos movimientos con una de sus marionetas malditas. Esta tenía la forma de un canguro mezclado con una ardilla, y era de color amarillo.
El profesor animó a Shoko a ser la primera, diciendo cosas sin sentido como que ella era la única dama del grupo.
Ieri Shoko no era una hechicera enfocada en el combate. Su Técnica de Maldición Inversa era demasiado valiosa para arriesgarla en el frente de batalla. Sin embargo, ella era hábil y sabía defenderse. Cuando la marioneta lanzó el primer golpe, la castaña previó el ataque y dió un salto hacia atrás, esquivándolo fácilmente. Su baja estatura le permitía desplazarse con agilidad, y, aunque no era muy fuerte físicamente, usaba el peso de su oponente a su favor para contrarrestarlo. Mantenía el centro de gravedad bajo y solía apuntar a las piernas para afectar el equilibrio de los enemigos. Su estilo era táctico y preciso.
Aun así, Yaga no tenía piedad.
—¡Deja de huir, Ieri! Está bien mantenerse a la defensiva, ¡pero debes buscar el momento adecuado para atacar!
Si no estuviera sin aliento, Shoko habría suspirado. ¿Para qué golpear a un peluche que no siente dolor? Intentó seguir las instrucciones. Midió su tiempo, buscó el ángulo correcto, incluso trató de aplicar una llave de Judo. El combate terminó en menos de cinco minutos. No fue una paliza, pero perdió al recibir un golpe seco en la sien que en una pelea real la habría matado. Ni siquiera ella habría podido curarse de un “cerebro machacado”, según palabras del profesor.
La omega se levantó sacudiéndose el polvo, sin verse afectada por la derrota.
Llegó el turno de Suguru. Antes de empezar, Yaga le preguntó si sus heridas estaban bien.
—Ya cicatrizaron —respondió el alfa con voz tranquila.
—Da igual—dijo el mayor—. Tómatelo con calma.
Satoru observó al pelinegro apretar los brazos contra el cuerpo. Su expresión desenfadada no cambió, pero el albino sabía que ese era Geto conteniendo una mueca. A ninguno de los dos le gustaba que lo trataran como un convaleciente cuando eran los hechiceros jóvenes más prometedores.
No obstante, aunque Gojo odiaba admitirlo, estuvo un poquito de acuerdo con la advertencia del maestro. Pensó en aquella enorme cicatriz en forma de equis que Suguru debía tener en el pecho. No cabía duda de que fue una herida letal y dolorosa que le dejaría una marca permanente, recordándole el día que estuvo a un paso de la muerte. El omega levantó una mano hacia su propio torso. Él mismo había portado cicatrices similares en su cuerpo, aunque estas ya no estaban. Al aparecer en este mundo, sus Rituales Inversos lo curaron. Siendo tan poderosos como para regenerar una extremidad faltante en cuestión de segundos, borraron cualquier rastro de su derrota de su cuerpo.
Se sintió injusto.
El enfrentamiento entre Geto y el muñeco de pruebas comenzó.
Geto Suguru, usuario de la Manipulación de Maldiciones. Su técnica era tan fuerte como temida. Incluso los altos mandos desconocían la forma exacta en la que funcionaba, por eso contaban y registraban con tanto recelo todas y cada una de las maldiciones que el pelinegro ingería. Suguru no tenía permiso para absorber maldiciones a su gusto, puesto que eso implicaría una amenaza para aquellos que deseaban controlarlo. Aún así, los peces gordos le pedían capturar maldiciones fuertes, de clase dos y superior, para asegurarse de que tenían un arsenal a la altura de sus expectativas. Un arma humana brillante y obediente.
Geto pudo haber invocado un par de sus maldiciones más débiles y despedazar a ese títere sin esforzarse. Pero no lo hizo. Peleó a puño limpio, ni siquiera usó Nube Itinerante. Sus movimientos eran limpios y demasiado veloces. Incluso los ojos entrenados se sorprendían al mirar sus movimientos. Los golpes del alfa eran potentes y esquivaba al canguro con la precisión de alguien que había peleado toda su vida, a pesar de solo llevar dos años en la Preparatoria de Hechicería.
Gojo sonrió y se quitó las gafas oscuras para apreciar cada detalle. Siempre le encantó ver a Suguru en combate. Los pantalones holgados de su uniforme no le permitían verlo totalmente, pero el contorno de su cintura y sus brazos revelaba una buena complexión. Ciertamente, Geto perdió algo de peso, pero seguía conservando la mayor parte de su musculatura.
Sí… su amigo se veía bien.
¡Sano, por supuesto! Saludable.
La diversión no duró mucho. El pelinegro venció a su oponente en un minuto y se giró hacia Yaga, mostrándole una pequeña sonrisa que claramente decía: "¿Te parece que necesito tomarlo con calma?". El profesor suspiró.
Finalmente, seguía Satoru.
—Tú también tómatelo con calma—advirtió Yaga.
Gojo le sacó la lengua con descaro y caminó al centro del campo, ignorando los regaños del hombre. Dudó un poco. ¿Debía contenerse? No había tenido oportunidad de practicar —o fingir que lo hacía—desde que despertó en la enfermería. Aunque ya le había explicado a Yaga su "epifanía" y reciente mejora de todas sus técnicas, así como el descubrimiento de cómo implementar Rituales Inversos en sí mismo, no quería levantar más sospechas de las que ya tenía sobre su persona. Y tampoco recordaba con exactitud cuánta fuerza tenía a esta edad. Su memoria solía embellecer sus propios logros debido a su egocentrismo, o al menos eso decía Utahime.
Sin más tiempo para pensar, el títere le lanzó un puñetazo directo al rostro. Su Infinito actuó al instante, convirtiendo al propio Satoru en objeto de su ritual y disminuyendo la velocidad de todo aquello que se le acercaba con la fuerza para herirlo. Una brutal cantidad de energía maldita fluía por su cuerpo como si hubiese nacido con ella integrada. No era instinto. Era algo más allá. Un sistema automatizado, ensayado y estudiado a nivel atómico. Un reflejo condicionado a la perfección. Pero el único que notó la diferencia fue el profesor, quien se cruzó de brazos, expectante.
La marioneta intentó flanquear por la derecha. El albino usó azul y el títere fue arrastrado hacia él. Rojo, y el impacto lo mandó volando al bosque, llevándose algunos árboles que crujieron al romperse. Shoko y Geto silbaron sorprendidos.
—Te dije que mejoré—presumió Gojo, girando sobre sus talones. Consciente de que Yaga lo miraba.
—Puedo verlo —admitió el hombre—. Pero no te haría mal practicar un poco de modestia. Esos árboles llevan más años aquí de los que tú tienes existiendo.
—La modestia es para los débiles —se burló el omega.
Yaga intentó golpearlo en la nuca. Cuando no pudo, lo volvió a intentar mientras soltaba un largo sermón sobre evitar daños innecesarios. Iba claramente dirigido a Gojo, pero sus compañeros también tuvieron que sentarse ahí y escucharlo.
Al final, los liberaron.
Shoko y Gojo arrastraron a Suguru a comer con ellos. Más tarde, visitaron la habitación del alfa. Satoru inspeccionó el lugar, descubriendo que Geto había cumplido con su palabra. El cuarto estaba totalmente limpio y ordenado. Idéntico a como lo recordaba. Decidieron jugar videojuegos. Para su sorpresa, Shoko no se retiró de inmediato con excusas baratas. Se quedó y los observó por un rato, con una ceja alzada.
—¿Qué es tan divertido de lanzarse conchas? —preguntó con sarcasmo, mientras veía a Suguru golpear a Satoru con un caparazón rojo.
—Únete y descúbrelo —replicó Gojo, pasándole un control.
Con un bufido resignado, Shoko se sentó entre ellos y empezó a jugar. Pronto, su concentración fue total. Y, contra toda expectativa, ganó la ronda. Satoru y Suguru, demasiado ocupados empujándose uno al otro fuera de la pista, no notaron que ella avanzaba sola y segura hacia la meta. Shoko se rió. Rió de verdad. Ambos chicos la miraron como si hubieran presenciado un fenómeno paranormal.
—¿Qué? —dijo la omega, encogiéndose de hombros.
Gojo rió también, y Suguru sonrió ampliamente. Era bastante obvio que ella se estaba esforzando por permanecer cerca de sus amigos tras casi haberlos perdido. Satoru notaba la especial atención con la que sus ojos castaños se deslizaban hacia Suguru cuando este comía o suspiraba demasiado fuerte. Ieri no iba a expresar abiertamente su preocupación, pero no hacía falta que lo hiciera.
Esa noche, Gojo tampoco pudo dormir.
Soñó con cuerpos calcinados, grietas enormes dividiendo ciudades enteras y el cielo teñido de rojo. Todo estaba cubierto de cenizas. Sukuna de pie sobre una montaña de cadáveres, con una sonrisa satisfecha.
Justo cuando Satoru iba a lanzarse contra el Rey de las Maldiciones, la tierra tembló y se abrió un agujero inmenso justo debajo de él. No pudo volar para evitar su caída. La oscuridad lo rodeó por una eternidad hasta que tocó un suelo blando con sus pies descalzos. De nuevo, estaba en medio de un charco de lodo y sangre espesa que apestaba a carne en descomposición. A su alrededor, un bosque oscuro y sonidos de algo que se arrastraba entre los árboles. Podía escuchar huesos crujiendo, quebrándose poco a poco.
Entre las sombras, un par de ojos carmesí lo miraban fijamente.
“Gojo… Satoru…” le llamó con aquella voz rota y agonizante.
De repente, sintió un par de manos congeladas rodear su cuello y apretar con fuerza, impidiéndole respirar. Garras afiladas se clavaban en su piel, despellejándolo con saña. No podía moverse ni emitir sonido alguno.
Justo cuando empezaba a desmayarse, Satoru despertó. Jadeando por oxígeno, su pecho subía y bajaba agresivamente. Su corazón latía en su cabeza.
Otra pesadilla.
Se sentó en la cama con cuidado, obligando a su sistema nervioso a entender que aquel ataque había sido un producto retorcido de su imaginación. Aún adormilados, sus Seis Ojos debieron confundir el sueño con la realidad, porque era imposible haber sentido una energía maldita tan oscura como esa ahí mismo, en su habitación, ¿cierto?
Y era imposible que la garganta le doliera como le dolía ahora. Como si alguien o algo lo hubiese estrangulado, ¿verdad?
Sus dedos rozaron la piel de su cuello, en busca de alguna herida. No encontró nada. Eran las tres de la mañana y Satoru permaneció despierto hasta que las aves cantaron.
El segundo día transcurrió de forma similar al anterior. Clases. Entrenamiento. Rutina. Yaga no mencionó nada sobre su reunión con Tengen. Asumió que esperaría hasta mañana para darle instrucciones.
Esa noche, los tres volvieron a reunirse, aunque Shoko se retiró temprano. No lo decía, pero estaba exhausta. Había cargado con demasiada responsabilidad las últimas dos semanas y parecía necesitar unas buenas horas de sueño. Cuando estuvieron a solas, Gojo hizo un comentario al respecto y Geto lo miró diciendo:
—Pues mira quién habla. Dormiste medio mes y te ves como si no lo hubieras hecho en lo absoluto.
—Tú no te ves mejor, Suguru—acusó el albino.
Ambos rieron por lo bajo, sin contradecir al otro. El trío de segundo año lucía abatido en conjunto. Como un buen equipo.
—Tu habitación se ve bien, pero sigue apestando a humo.
—Qué raro. Siempre abro la ventana—murmuró Suguru, como si aquello pudiera considerarse una solución.
Ambos miraban el techo, sentados en el suelo, con la espalda recargada en la cama detrás de ellos. Gojo no lo dijo, pero el aroma a lavanda, al mezclarse con el tabaco, emitía un olor fresco y tranquilizante. Era parecido a inhalar anestesia. El omega sentía sus músculos relajarse bajo el efecto y su mente entumecerse, como si llenaran su cabeza de algodón.
—¿Te disgusta el olor?—preguntó el alfa. Su voz sonó extrañamente baja, casi tímida.
—Uhm… No es eso—respondió el albino—. Solo pienso en tus pulmones.
Suguru bufó sin creerle.
—Preocúpate primero por tu páncreas. Con tanta azúcar en tu sangre terminarás desarrollando diabetes.
Gojo soltó una carcajada. De esas que lo dejaban sin aire y le hacían cerrar los ojos. Y entonces, por un momento, reinó la paz.
Afuera, el viento arrastraba las hojas contra la ventana, un roce suave como el de papel sobre papel. Dentro, un silencio cómodo los envolvía, apenas interrumpido por el zumbido lejano del abanico y el tic-tac casi imperceptible del reloj en la pared. Todo parecía suspendido en una especie de equilibrio frágil y cálido. Satoru no recordaba la última vez que se sintió tan pleno.
Deseó, con una intensidad efervescente, que el tiempo se detuviera, y así poder permanecer en ese momento. En esa habitación. Junto a esa persona.
—Huele bien—admitió. Ni siquiera notó el instante en que sus labios se abrieron para soltar estas palabras. Sin pensarlo, se permitió divagar—. El cigarrillo y la lavanda, juntos, quiero decir. Es… Es bastante bueno.
—... ¿Te gusta?
Gojo sintió sus propias feromonas revolotear ante la pregunta. Disfrutaba de la fragancia que seguía al alfa por los pasillos y permeaba su pupitre en el salón de clase, su uniforme y las sábanas sobre su cama, sí. Al inicio fue extraño, pero su sistema estaba diseñado para aceptarlo, para adaptarse a ello. No sabe cuándo fue que se volvió casi tan normal como aprender a gatear, caminar y correr. Pero algo en el tono de Suguru le hizo sentir que se refería a algo más.
—Me gusta—susurró. No podía explicar por qué se estaba ruborizando.
Suguru guardó un largo silencio, el omega lo escuchó tragar saliva.
—El tuyo también me gusta, Toru.
La confesión lo golpeó como un camión.
Tras vacilar, Gojo reunió coraje y se atrevió a mirar en dirección al pelinegro.
Encontró ese par de ojos morados observándolo fijamente, las pupilas dilatadas. El aroma a lavanda acarició su nariz y juraría que el alfa se inclinó milimétricamente hacia él, acortando la distancia que los separaba. Satoru estaba bien con eso. Muy bien. Si se acercaba, quizá sus brazos podrían rosarce. No sabía para qué, pero las ganas de sentir la piel de Suguru picaban con demasiada intensidad. Si se tocaban, aunque fuese por un segundo, lo entendería.
En ese momento, el teléfono del albino hizo los ruidos extraños de algún Digimon. Le había llegado un mensaje.
Con el pulso descontrolado y sus mejillas ardiendo, Gojo tartamudeó una disculpa mientras rebuscaba en sus bolsillos. Tardó mucho más de lo que debería en encontrar el dispositivo, prácticamente pegándoselo a la cara. Era Yaga.
El escueto texto le informaba que su reunión con Tengen sería mañana después de clases y que él mismo lo acompañaría hasta la entrada del santuario.
Finalmente vería a Tengen.
—¿Pasa algo?—. Geto lo miraba con cautela y algo parecido a la decepción. Debió notar la expresión ansiosa de Satoru.
—N-No, no pasa nada. Aunque… ¡Oh, mira la hora!—exclamó, señalando la pantalla de su celular.
Suguru era una persona muy inteligente y, sobre todo, perspicaz. Entendió al instante lo que el omega quería, y se lo concedió con una sonrisa fingida.
—Ya es tarde. Deberías descansar.
—Sí… Tú igual deberías—murmuró Gojo.
El alfa lo despidió en la puerta sin comentar nada más. Gojo estaba agradecido por eso; se encontraba exhausto y no creía tener la creatividad necesaria para inventar alguna excusa creíble. Sin embargo, notó la forma en la que Suguru evadió su mirada hasta que la puerta se cerró detrás de él.
Esa noche, Satoru ni siquiera trató de cerrar los ojos. No es que fuese un niño asustadizo, pero las pesadillas que lo acosaban lo desgastaban más que obligarse a permanecer despierto. Como si de una sanguijuela hambrienta se tratase, aquellos sueños que combinaban el pasado con cosas que nunca sucedieron, lo drenaban, amenazando con secarlo desde él interior.
Eran las dos de la mañana cuando lo sintió. La presencia de una extraña energía maldita justo afuera de su habitación. Respirando contra la madera.
¿En qué jodido momento…?
El omega saltó de la cama y corrió hacia la puerta, abriéndola de golpe. El pasillo oscuro lo recibió con sus fauces abiertas, las sombras se alzaban a lo largo y ancho de las paredes, como raíces retorcidas que se movían lentamente con el susurro del viento. Las tablas crujieron bajo sus pies descalzos. Satoru avanzó entre la oscuridad, siguiendo los rastros putrefactos que se extendían por el lugar. Sus Seis Ojos trabajaban al máximo, un parpadeo seco y el mundo se volvió más nítido en un instante. Sin embargo, fue incapaz de encontrar el camino correcto. Las pisadas daban vueltas en mil direcciones, sin llegar a ningún lado, esfumándose en el aire. La siniestra esencia se aferraba a los rincones del edificio y se perdía entre las grietas.
Entonces, escuchó aquel perturbador chasquido que lo había estado persiguiendo últimamente. Era el ruido de huesos siendo quebrados y ramas que se rompían a la distancia. Había alguien caminando por el bosque que bordeaba la preparatoria.
Satoru siguió el sonido y salió del edificio. Apenas fue consciente de la humedad del césped contra las plantas de sus pies. El frío que le subía por las piernas y el aire nocturno mordía sus mejillas con violencia. Llegó hasta el campo de entrenamiento. El terreno estaba cubierto por una neblina densa que se arrastraba a ras del suelo. Ya no escuchaba aquel ruido. Todo estaba demasiado callado.
Contuvo la respiración cuando los vió.
Dos puntos rojos encendidos como brasas, a la altura de un rostro humano, quietos en medio de las sombras generadas por los altos árboles del bosque frente a él. No parpadeaban. Lo observaban como si hubieran estado allí todo el tiempo, esperando a que llegara.
La tensión en su cuerpo y su ritmo cardíaco se dispararon. Esa energía maldita que manaba de aquella criatura era anormal. Abrumadora. ¿Una maldición de clase especial? ¿O un hechicero al nivel de Sukuna? Por un segundo pensó que estaba soñando, que todo esto era parte de otra de sus pesadillas locas y sin sentido.
Nunca se había enfrentado a esta cosa en el pasado.
¿Quién carajos era?
—Gojo Satoru… —susurró una voz desde lo más profundo de la arboleda. La misma que lo estuvo llamando las dos últimas noches.
El hechicero tomó una posición de ataque y dió un paso al frente. De repente, la energía maldita que lo amenazaba desapareció delante de sus Seis Ojos. Igual que apagar un interruptor.
Aún alerta, miró a su alrededor, pero no había nada, ni niebla, ni sonidos extraños. Lo único que escuchaba eran los latidos de su propio y el viento suave que sacudía las hojas de los arbustos.
Estaba solo ahí.
Tardó una eternidad en volver a su cuarto. Por más que revisó el área de la preparatoria, no halló ni una pista de lo que sea que vió. Nada. No encontró huellas o fluctuaciones residuales de energía. Todo estaba impoluto, como si nunca hubiese pasado.
—¿Manipulación mental?—murmuró para sí, frotándose el mentón mientras caminaba por el pasillo.
¿Había sido todo una ilusión plantada directamente en su mente? ¿Sin que él se diera cuenta? Aunque su orgullo se viese herido al considerar que, solo tal vez, no había sido capaz de percibir cómo alguien se le metía en el cerebro, lo más preocupante de todo no era eso, sino el hecho de que desconocía por completo la identidad del dueño de esos horrendos ojos carmesí.
Era nuevo.
Esta dimensión tenía más sorpresas desagradables de las que había previsto.
Alguien simplemente se escapó de Seis Ojos, frente a su nariz. Si era tan poderoso, ¿por qué no intentó matarlo? Si la intención no era esa, ¿qué pretendía? ¿Por qué se mostró en primer lugar si al final iba a escapar? Lo había estado fastidiando a través de pesadillas… O quizá era una maldición que se nutría de ellas. Pero, ¿por qué el objetivo era él?
—Carajo… —. Satoru se dejó caer en la cama con quejido.
Tal vez, solo tal vez, se había quedado dormido y esto era un sueño.
Aunque quiso creer eso, no se permitió descansar. Permaneció en vela hasta que llegó la mañana, vigilando. La energía maldita anormal no volvió a aparecer y sus pies siguieron manchados de tierra.
Si ya de por sí prestar atención en clase no era su fuerte, ese día Gojo ignoró por completo todo lo que el profesor decía. Estaba físicamente en el aula, pero su mente seguía en el campo de entrenamiento y en ese par de iris rojos.
Cuando llegó la hora, el albino inventó un absurdo malestar estomacal y le dijo a sus compañeros que se saltaría el almuerzo. Nanami, Haibara y Shoko lo aceptaron fácilmente, el único en mostrarse extrañado fue Geto. Aún así, Satoru no dió tiempo a preguntas y escapó del comedor sin mirar atrás.
Yaga lo esperaba frente al templo en donde Amanai Riko fue asesinada.
El lugar, a pesar de haber sido reconstruido, aún tenía algunas construcciones en obra negra. El techo era tan alto que cada paso resonaba con un profundo eco que viajaba por las paredes. Satoru bajó las escaleras con paso firme, intentando ignorar la historia que albergaba aquel sitio; la de una batalla que acabó en tragedia. ¿Amanai habría derramado su sangre por aquella esquina? ¿O quizá fue por allí, al fondo? Ese lugar no era solo una tumba. Era una cicatriz abierta. Agradeció que Tengen solo pidiera su presencia y no la del alfa. No veía a Geto como alguien débil, ni física ni mentalmente, pero ahora no estaba en su mejor momento. Ordenarle regresar aquí, de entre todos los lugares y con solo unos días de diferencia, sería cruel.
Las escaleras descendían hacia el centro del templo como una espiral eterna, Gojo y Yaga estuvieron caminando por más de quince minutos. Ninguno hablaba. Conforme se acercaban al final, la luz dorada y brillante de arriba comenzaba a atenuarse hasta iluminar sutilmente su recorrido.
Cuando llegaron frente a una puerta doble, Satoru se detuvo. Era inmensa, de caoba oscura pulida. Estaba adornada con símbolos e inscripciones que no reconocía.
—Hasta aquí puedo acompañarte —anunció Yaga, colocando una mano firme sobre el hombro del menor.
Gojo lo miró con una sonrisa divertida.
—¿Algún consejo antes de enfrentarme al sabio eterno?
—Señor Tengen —corrigió Yaga, frunciendo el ceño—. Él vive desde la era Heian. Ha trascendido en el tiempo, su consciencia evoluciona cada siglo, y su presencia no es como la de un humano común... Trátalo con respeto, Gojo. Siempre. Aunque no te lo exija.
Gojo abrió la boca para responder con sarcasmo, pero Yaga lo detuvo con una última frase:
—Estaré aquí cuando salgas. Pase lo que pase.
Uh.
Eso fue… tierno.
Qué miedo.
—Claro que sí. Nos vemos, profe—. Se despidió y empujó las puertas.
El interior del salón era un espacio imposible. No parecía encajar con la arquitectura exterior, ni con ninguna lógica en general.
Las paredes, blancas y pulcras, se curvaban hacia arriba, elevándose en una bella espiral, unidas en la cima por un vórtice de luz suave que no tenía fuente visible. No había ventanas. El suelo estaba cubierto de placas de piedra pulida. Dispersos alrededor del espacio, había objetos que parecían reliquias; jarrones con diseños desvanecidos por el tiempo, estatuillas de madera negra agrietada, y pilares cortos con amuletos malditos colgando de cuerdas rojas. En una esquina, una pila de rollos de pergamino descansaba junto a una lámpara de aceite apagada, como si alguien los hubiese estado estudiando recientemente.
Justo frente a él, sentado sobre una plataforma de piedra cubierta con telas antiguas y seda dorada, estaba Tengen.
Su rostro no era humano. Parecía una máscara pálida y lisa, sin cabello ni orejas. Tenía una boca grande, una nariz larga y recta y cuatro ojos sin pupilas. Sus manos se ocultaban bajo las mangas amplias de una túnica blanca. Sería difícil tratar de adivinar su edad. Ni siquiera podría asignarle un género obvio si no fuera porque todos lo llamaban “señor”.
Solo por curiosidad, Satoru olfateó el aire. No sintió feromonas. En su segundo intento, se concentró en percibirlas, pero el resultado fue el mismo insípido olor a nada. ¿Era Tengen un beta o sencillamente la cuestión del género secundario no aplicaba en él?
Lo único que podía ver era la cantidad de energía maldita que desbordaba, dominaba el espacio en su totalidad. Esa tampoco pudo notarla antes de cruzar la puerta. No sabía si aquel misterio era obra de la habitación o de Tengen, pero sin duda le parecía interesante.
—Satoru Gojo —. Tengen pronunció su nombre. Su voz era grave e inesperadamente aterciopelada—. Has llegado. Bienvenido.
El albino inclinó la cabeza a modo de saludo, lo más cordial como pudo.
—Gracias, señor Tengen. No esperaba un recibimiento tan amable después de haber fracasado en la misión que nos encargó.
Tengen lo miró un momento. No estaba feliz, pero tampoco parecía enfadado. Asintió levemente, tratando el asunto al igual que un pequeño detalle entre muchos otros.
—No te culpo a ti, ni a tu compañero. Ambos mostraron un desempeño excepcional a tan corta edad… Los felicito.
—Sí, claro. Gracias, supongo—murmuró el omega. Quería seguir las instrucciones de Yaga, pero le estaba resultando difícil continuar con aquella introducción diplomática. No había dormido básicamente nada en los últimos tres días y una maldición, o algo así, lo perseguía.
—Me reportaron que resultaste gravemente herido.
—No fue para tanto.
—Fue suficiente para terminar con la vida del hijo predilecto del gran Clan Gojo… Y ocasionar que tú, un Gojo Satoru de una realidad ajena, tomaras su lugar.
Tengen finalmente mostró una sonrisa.
Detrás de sus gafas oscuras, los ojos de Satoru se abrieron de par en par. Esperaba que este hechicero de renombre y con eras enteras de experiencia supiera que algo extraño ocurrió durante aquella misión. Seguramente pudo detectar el flujo anormal de energía maldita dentro de las barreras de la escuela.
Pero lo que dijo era excesivamente preciso.
—Así que lo sabe todo—gruñó el albino, apenas recuperando la compostura.
—Nadie lo sabe todo—. El mayor negó con la cabeza, con ganas de ser humilde. Satoru pensó que podría gritarle un par de cosas al respecto, pero se las tragó—. Sentí el momento en el que llegaste a este mundo. Se creó una brecha en el espacio tiempo dentro de las barreras… y eso es muy difícil de ignorar.
El omega arrugó su entrecejo y cambió su peso de una pierna a otra. Sus manos estaban metidas en los bolsillos de su pantalón.
—¿Y eso bastó? ¿Cómo supo que yo no era el original? Si cree en los viajes interdimensionales debería considerar la resurrección como una opción plausible—espetó.
Tengen se encogió de hombros.
—Estaba adivinando. Y acerté.
Silencio.
Ja .
Ja. Ja. Ja.
Vino aquí por respuestas, pero el señor con cara de moái estaba jugando a las adivinanzas. ¿Su táctica era hacer enfadar a Satoru para comprobar si era un potencial enemigo?
Porque estaba funcionando.
—¿Qué ocurrió?—preguntó el albino entre dientes. Lo mejor sería ir directo al grano o podría terminar arrepintiéndose de sus decisiones—. ¿Cómo puedo deshacerlo?
—No lo sé—respondió el contrario. Era claro que no pretendía ampliar el suspenso y, aunque el omega lo apreciaba, la respuesta no fue de su agrado—. He oído rumores, sí. Historias de brechas temporales, de almas viajando entre planos dimensionales… pero, en toda mi existencia, nunca presencié un caso exitoso. Lo que he aprendido del universo, me temo que no es suficiente para explicar el fenómeno que te trajo hasta aquí, forastero.
Tengen se levantó de asiento, probando que no era una estatua de piedra cuidadosamente esculpida. Bajó el par de escalones que lo separaban del suelo y se detuvo en cuanto estuvo frente a Satoru. Era más bajo que el omega, pero los centímetros restados no disminuyeron su presencia. Aunque asegurarlo era imposible, Gojo sentía que el hechicero lo estaba mirando con mucha atención.
No observaba su rostro o postura. Era más bien como si viese a través de él.
La voz de Tengen retumbó en el salón.
—Percibí la muerte de Gojo Satoru. Casi al instante, surgió una corriente de energía maldita desconocida. No se trataba de ti. No reconocí su identidad—explicó el hombre, anticipándose a las conjeturas del albino para refutarlas calmadamente—. Sin embargo, el portador de esa energía era sumamente poderoso, al igual que tú. Su aparición en este mundo alteró el delicado equilibrio. Y, poco después, llegaste tú.
—¿Qué quiere decir…?
El omega no daba crédito a lo que escuchaba. Sabía que su propio nacimiento había generado un cambio irremediable en el mundo de la hechicería. Un acontecimiento sin igual y sin presedentes. En ese caso, ¿quién, a parte de él, había llegado a este lugar, teniendo la fuerza suficiente como para torcer la realidad y romper las leyes naturales?
Un par de ojos como el rubí vinieron a su mente, pero el peliblanco no los mencionó.
—Al despertar en nuestra dimensión, la caótica distorsión en el espacio derivó de esta extraña presencia, fue reparada. Joven Gojo, sospecho que el universo te trajo hasta aquí para recuperar el equilibrio perdido. Hizo un gran ajuste para evitar un colapso total.
¿Devolver el equilibrio al mundo?
¿El responsable de que Satoru terminara habitando el cuerpo de un difunto y tuviese que adaptarse a dinámicas animales era… el puto universo?
—Esto debe ser una broma—escupió. Quiso reírse pero ningún sonido divertido salió de sus labios. Apretó los puños con fuerza mientras se obligaba a no comportarse de una forma que Yaga reprendería.
—¿Moriste en tu mundo original?
Tengen lanzó la pregunta sin mostrarse afectado por su comentario. Aunque su rostro carecía de rasgos, era sencillo entender lo que expresaba: había respondido sus preguntas, si quería saber más, Gojo tendría que pagar con la misma moneda.
—Sí—fue todo lo que respondió. No planeaba dejárselo fácil. Quien corría con desventaja allí era él; lo único que tenía para negociar era lo que sabía de propio mundo.
—Entonces, Fushiguro Toji fue quien…
—No. Yo destrocé a ese imbécil—interrumpió con frialdad
Tengen se quedó en silencio unos segundos y caminó lentamente por la habitación. El omega lo siguió con la mirada.
—Quisiera saber quién derrotó al hechicero más prometedor de la generación. El Cazador de Hechiceros es un problema actualmente, lo siguen buscando. Sin embargo, te escuchas muy confiado al hablar de tu victoria.
—Fue Ryomen Sukuna, ¿le suena?
Esta vez fue el turno de Tengen para sorprenderse, aunque Gojo sólo pudo disfrutar de su confusión una fracción de segundo, pues el contrario debía ser la persona más impasible en la faz de la tierra.
—El Rey de las Maldiciones se encuentra sellado en…
—Por ahora, sí. En once años será él quien encabece una guerra que cobrará muchas vidas—. Estaba siendo un poco grosero al hablar por encima del mayor una y otra vez, pero era incapaz de controlarlo. Se sentía en una carrera contra reloj que, por algún motivo, ya iba perdiendo.
Tengen pausó su andar. La falta de modales de Satoru no lo irritó en lo más mínimo. Habló con seriedad, aunque un leve matiz colorido hacía evidente su creciente curiosidad:
—Así que un viajero del tiempo... Esto hace las cosas aún más complicadas. Las paradojas son peligrosas.
—No pienso comprobarlo. No se preocupe. Solo necesito que me ayude a volver a donde pertenezco—respondió Gojo con voz firme, sin rastro de vacilación. Pero sus dedos se apretaban con fuerza alrededor de las costuras de su pantalón, como si esa tensión le ayudara a sostenerse.
Ahí estaba de nuevo ese mal presentimiento.
—Satoru Gojo, lamento decírtelo, pero, cuando alguien muere, el espacio que ocupaba su existencia se cierra. No hay forma de volver a abrir una puerta que ha desaparecido.
La voz de Tengen era suave, discordante con la letalidad de sus palabras, que se clavaban en el corazón del peliblanco como navajas afiladas.
—En teoría, creo que es por eso mismo que fue una versión distinta de ti la que tuvo que ser traída hasta aquí. Quizá crear una puerta nueva es posible, ya que este proceso sigue el ciclo natural de la vida; nacer, crecer y morir. Pero, si se trata de invertir el orden, pasando de la muerte a la vida… Muchos compañeros lo han intentado a través de los siglos. Y ninguno lo logró.
No quería escuchar más.
La cabeza de Satoru daba vueltas. Quizá era por el cansancio y la tensión acumulada durante los últimos días que sentía sus piernas a punto de fallarle. Igual que en sus pesadillas.
Sí. Esto parecía una pesadilla.
—Así como fue imposible para el universo traer de regreso al Gojo Satoru de nuestro mundo…
No lo digas. Por favor, no lo digas.
—Me temo que es imposible que vuelvas al tuyo.
Satoru buscó respuestas aún sabiendo que estas podrían quebrantar su esperanza. Pero saberlo no lo hacía menos doloroso.
Chapter 9: Una segunda oportunidad
Summary:
Gojo termina su conversación con Tengen, quien promete que no será la última.
Ahora, el omega debe afrontar el peso de un mundo destinado a repetir un cruel camino que acaba en guerra. Él es el único que puede evitarlo. ¿Deberá hacerlo solo?
Porque hay un alfa que siempre lo encuentra, sin importar cuánto se esconda.
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
Gojo observaba su silueta alargada sobre el suelo inmaculado del salón. Las paredes de mármol y la blanca luz que caía como una cascada desde lo más alto hacían que las formas oscuras que se proyecraban parecieran agujeros negros sin fondo. Con algo de vértigo, sintió que podría caer allí mismo. Ser absorbido por su propia sombra. No escuchaba nada, salvo el vaivén constante de su respiración, la cual se esforzaba en mantener tranquila y uniforme. Sin embargo, había una extraña presión en su pecho que le dificultaba el proceso.
Debía mantener la calma. Nada bueno saldría de la desesperación ciega.
Las palabras de Tengen resonaban en su mente.
“Es imposible que vuelvas”.
Satoru lo supo desde un principio. Existía la posibilidad de que no pudiera regresar. Él murió después de todo. ¿Por qué siquiera albergó una mínima esperanza? ¿Lo hizo para no enloquecer? ¿Para aferrarse a ilusiones vacías que, al final, lo llevarían a un callejón sin salida?
—Imagino que esta no es la respuesta que querías escuchar—dijo el hombre. Hablaba con una gentileza que al omega le supo tan insípida el aire en esa habitación—. Sin embargo, parece ser la que esperabas.
Gojo apretó los dientes, frustrado por ser expuesto como un pez al que le abren la barriga para sacarle las tripas. Seguramente sus feromonas delataban sus pensamientos y eso le resultó aún más molesto. Fingió una sonrisa que no le llegó a los ojos.
—Estaba considerando si debía creerle o no.
—No obtengo beneficios al mentirte. Todo lo que sé es todo lo que dije.
—Ese es exactamente el problema. Estás tan seguro de que no puedo volver, pero ni siquiera sabes cómo llegué aquí. ¿No será que solo estás adivinando otra vez?—dijo Gojo, su voz cargada de una ironía tan evidente como forzada. Dejó de referirse al señor Tengen con formalidad, aunque a este no pareció ofenderle su falta de educación.
En realidad, Satoru no intentaba discutir. Sus palabras eran más bien las manotadas de quien lucha incesantemente bajo el agua, desesperado por no hundirse. Sin importarle que la superficie no se viese por ningún lado. Un chico que se niega a aceptar la realidad, esa es la imagen que debía dar ahora mismo. Pero, en el fondo, sabía que Tengen tenía razón.
No podía volver a su vida anterior.
Hubo una pausa larga, o al menos así se sintió para él. La voz grave y satinada de Tengen llegó a sus oídos, suave pero cargada de intención.
—Dime, Satoru Gojo, ¿tu mundo estaba condenado debido a tu derrota?
El albino frunció el ceño. La pregunta lo tomó por sorpresa. Aún así, respondió sin dudar:
—No. Mis alumnos ganarán.
El hombre inclinó ligeramente su rostro, encontrando interesante esa seguridad inquebrantable con la que Satoru irguió la espalda al responder.
—Sukuna es fuerte. El hechicero más poderoso de la historia—le recordó.
—Mis alumnos son fuertes también—sentenció el albino.
No era simple fanfarronería. No estaba hablando por hablar, ni intentando inflar la imagen de sus estudiantes por orgullo.
Siempre contempló la posibilidad de que él muriera, aún si prometió que aquello no sucedería para motivar a los que confiaban en él, e incluso para convencerse a sí mismo. De no haber esperado el desenlace que obtuvo, no habría dejado todo preparado. Aunque no tener a su profesor a su lado volvería la victoria algo un poco más difícil para sus alumnos, Satoru jamás puso en duda que lo lograrían. Cada uno de ellos tenía el potencial para alcanzar el nivel de un hechicero de clase especial tan fuerte como él, e incluso superarlo. Satoru lo sabía. Lo había visto con sus propios ojos.
Sus chicos ganarían.
—Entonces, si confías tanto en ello, ¿por qué tendrías que volver a un sitio en donde ya cumpliste tu cometido? En donde ya dejaste un legado—cuestionó Tengen.
Su corazón saltó.
Gojo no pudo responder.
Había pasado años solo. Demasiados. Y, cuando por fin volvió a tener un propósito en la vida más allá de su propia existencia, el tiempo se le acabó. Sí. Él sabía que enfrentarse a Sukuna, quien se adueñó de Mahoraga y poseía aliados poderosos como Kenjaku, era una sentencia de muerte. Pero aun así lo hizo. Lo apostó todo. Y en ningún momento tuvo miedo de perderlo, porque habría valido la pena.
Nunca pensó que tras la muerte pudiera haber algo más. Esperaba oscuridad. Silencio. Tal vez, en un rincón lejano de su mente, contemplaba la idea del cielo o el infierno, aunque no creyera en ellos. Pero, ¿una segunda vida? Aquello jamás lo consideró.
Si podía, debía hacer todo lo que estaba a su alcance para salvar su mundo, ¿cierto?
Tuvo que forzarse a mantener su postura, sin mostrar lo que realmente sentía. Algo habitual para él.
—Puedo ver que cargaste con el peso de tu dimensión por mucho tiempo. Debe ser difícil aceptar que tu deber con ella terminó, pero lo hizo—afirmó Tengen, con una voz casi compasiva. Casi.
Gojo rio sin ganas. Alzó la mirada y dijo, con sarcasmo lacerante:
—¿Intentas consolarme diciendo que merezco un descanso? ¿Qué demonios hago aquí, entonces?
—Quizá cumpliste tu propósito con ellos—Tengen extendió una mano en su dirección—, pero el destino te ha traído hasta aquí. ¿Eso no te dice algo?
El peliblanco entrecerró los ojos.
—No creo en el destino—refutó con frialdad.
—Y yo no creo en las coincidencias—replicó el sabio—. Un Satoru Gojo que ha contemplado el futuro desolador que nos aguarda y ha tenido el valor de enfrentarlo... Todo indica que eres el único que puede parar la guerra que se avecina.
De no estar al borde de la irritación, el omega incluso habría encontrado hilarante esa frase.
—Fuiste tú quien me dijo que no hiciera nada—se burló.
—Tenía mis conjeturas —admitió Tengen—. Pero necesitaba conocerte en persona antes de decidir si eran certeras. Simplemente quise prevenirte de tomar decisiones apresuradas. Como dije antes, las paradojas que se producen al cruzar el tiempo y el espacio son muy peligrosas.
El hechicero caminaba por el salón, entre las columnas con forma de espiral y las reliquias que adornaban el lugar. Hablaba como un profesor enseña a un alumno, mas no fue condescendiente.
—Mientras más alteres el futuro, menos sabrás de él. Es un precio inevitable: modificar una variable cambia la ecuación completa. Al principio puede que las consecuencias no sean obvias, pero llegará un punto en el que lo que sabes… deje de ser útil—explicó, deteniéndose frente a un estante de madera oscura donde había una pequeña torre de hojas de oro cuidadosamente apiladas. El metal precioso destellaba ante el mínimo cambio de ángulo y cada pieza tenía un emblema elegante grabado en ambas caras. Por su ostentoso acabado, debió pertenecer a algún monarca importante de algún reino que ya no existía.
Tengen tomó una hoja dorada de la parte superior de la pirámide y la colocó a un lado de la estructura. Tomó otra e hizo lo mismo. La pirámide se convirtió en algo más similar a un edificio rectangular tras quitarle suficientes componentes. Había perdido su forma original.
—En ese caso, tus conocimientos no solo se volverán obsoletos, sino engañosos y contraproducentes—continuó, regresando las piezas a su lugar y armando de nuevo la pirámide—. Si, además, no solo fueras tú quien mueve los hilos del destino, sino que distintas fuerzas interactúan con ellos…
Tengen sostuvo dos hojas situadas a cada lado de la torre, a diferentes alturas, y las empujó con brusquedad. El tintineo metálico de las láminas de oro deslizándose una contra otra y cayendo al suelo hizo eco en la habitación, igual a una lluvia de campanas. Satoru observó el colapso de aquellas hermosas reliquias sin decir ni una sola palabra.
—La forma más efectiva de evitar que esto ocurra pronto, es mantener los conocimientos sobre el futuro para uno mismo. Mientras menos personas interfieran, menos riesgo habrá—. Tengen terminó su explicación con expresión seria.
Gojo levantó la mirada y, por primera vez desde que inició la conversación, caminó por el salón. Se acercó a las hojas de oro esparcidas en el piso y utilizó Azul para atraer todas las piezas, tomándolas en su mano. Las acomodó cual baraja de poker con un movimiento descuidado y se las ofreció a Tengen.
—Tarde o temprano, el resultado será el mismo—masculló con desdén—. ¿De qué me sirve saber lo que sé si, al cambiar algo, podría no quedar nada?
Tengen observó fijamente la mano extendida de Gojo. Luego, sonrió y aceptó las cartas doradas para devolverlas al estante.
—Puede que sea atrevido de mi parte, joven. Pero dudo mucho que no hayas hecho algo diferente estos últimos días.
¿Eso fue una acusación? No se escuchaba como tal. Pero Gojo era definitivamente culpable, así que se sintió como una. Bien dicen que cuando el río suena, agua lleva. Sin embargo, solo fueron unas pequeñas charlas con su mejor amigo y un par de pijamadas. ¿Lo sancionaría por eso?
Tengen interpretó correctamente su silencio.
—Como podrás notar, el mundo no se acabó—señaló. ¿Se supone que eso fue un chiste? El omega no estaba seguro—. Cambios insignificantes no afectarán, con suerte, el equilibrio de esta dimensión. El universo y sus acontecimientos tienden a buscar la forma de seguir el curso predilecto. Hasta que eso deje de ser posible, claro está.
Gojo suspiró con hastío.
—Volvemos a lo mismo. ¿Quieres que cambie las cosas pero no quieres que las altere?—preguntó, incrédulo.
—Joven Gojo, si lo único que sabes con certeza es que mañana lloverá—dijo Tengen—, puede que quieras quedarte en casa y esperar a pasado mañana, deseando que haya sol.
Satoru puso los ojos en blanco para sus adentros. “Aquí vamos otra vez con las malditas metáforas” pensó.
—Pero… ¿y si pasado mañana cae granizo?—preguntó el sabio.
El omega alzó una ceja y se cruzó de brazos, entendiendo con rapidez su punto.
—No puedes saberlo—respondió y, después de pensarlo un poco, concretó—. La apuesta más segura sería llevar un paraguas el día que sabes que lloverá.
Tengen sonrió con algo demasiado parecido al orgullo, lo que a Satoru le provocó un escalofrío.
—Exactamente, joven Gojo.
El peliblanco desvió la mirada. Le incomodaba reconocerlo, pero Tengen tenía razón. Saber el futuro no significaba tener el control absoluto sobre él. Si intervenía, cada cambio podía disparar una cadena de reacciones imposibles de prever, cuyo resultado no podría adivinar. Lo que ahora tenía valor como conocimiento, podría volverse obsoleto. Quizá no con un par de pequeñas decisiones diferentes, pero cada una de ellas contaba y se sumaba a una balanza invisible, la cual tenía una capacidad desconocida de peso a soportar. Jugar con ella hasta romperla era demasiado arriesgado.
Pero si se concentraba en alterar lo indispensable, solo lo justo para evadir la tragedia, el peso de los beneficios superaría con creces lo pedido.
La clave no radicaba en impedir el futuro, sino en prepararse para afrontarlo. Como quien revisa el pronóstico del clima antes de salir de casa. Redirigir el flujo de lo inevitable sin frenarlo. Los daños colaterales seguirían siendo inciertos, pero este método disminuía la posibilidad de un colapso total inmediato.
Era claro lo que Tengen pretendía lograr; en lugar de forzar un mundo donde nada malo ocurriera, Satoru debía diseñar un camino de emergencia lateral que pudiera resistir las consecuencias esperadas. Eso haría que la información en su posesión permaneciera útil el mayor tiempo posible.
Pero, ¿once años? Aquel era un pronóstico absurdamente optimista. Y aún así, el sabio observaba a Gojo con ese rostro apacible y confiado.
—Sobre Sukuna… —Tengen mencionó el nombre con rastros cautela, meditativo—. Actualmente se encuentra sellado. Desconocemos la ubicación de sus veinte dedos; ningún hechicero ha podido localizarlos. Aunque eso ya lo sabes .
—Lo sé—confirmó Satoru.
—Entonces, dime, ¿cómo fue que regresó?
Gojo frunció sus labios en una fina línea antes de encogerse de hombros y responder como quien habla sobre lo que desayunó por la mañana.
—Hubo un recipiente. Uno capaz no solo de contenerlo, sino de canalizar su poder. Un hechicero extraordinario.
No mintió. Aunque Yuji no era un hechicero de nacimiento y tampoco sabía lo que hacía al comerse aquel dedo, se convirtió en uno de los mejores; probablemente el mejor. Saltarse unos cuantos detalles al contar la historia no era la gran cosa.
Los blancos ojos sin iris de Tengen, de algún modo, parecieron enfocarse. La sorpresa no fue escandalosa ni dramática, pero sí palpable, como un cambio de presión en el aire.
—¿Y si este recipiente era capaz de contenerlo, por qué fue liberado?
El omega suspiró. Ya había anticipado esa pregunta.
—Porque no estuvo solo. Recibió ayuda de más gente, la cual era liderada por un antiguo hechicero —la palabra cayó con peso, rodando como veneno en su lengua—. Kenjaku.
El nombre flotó en el aire, maldito y desagradable. Tengen no tardó en reconocerlo.
—Kenjaku… —susurró, llevándose una mano al mentón—. Sí, lo recuerdo. Ha existido desde hace siglos. Cambiando de cuerpo cada vez que lo desea. Su técnica maldita se lo permite. Mientras yo requiero un Recipiente de Plasma Estelar vivo para fusionar mi conciencia, él necesita un cadáver para habitar y apropiarse de sus técnicas. Se vuelve una copia perfecta.
Gojo ocultó las manos detrás de su espalda y apretó los puños con fuerza. Quiso refutar pero se obligó a permanecer callado. Aunque Kenjaku pudo evadir incluso a Seis Ojos, no consiguió engañar a Satoru.
Podía tener su apariencia, hablar con su voz, utilizar su Técnica Ritual e imitar cada minúsculo gesto y hábito. Pero nadie, jamás, podría hacerse pasar por Suguru Geto. No frente a Satoru Gojo.
—Hace siglos que no se sabe de él. Si Kenjaku se alió con Sukuna, y le fue útil... entonces debió poseer el cuerpo de un hechicero sumamente poderoso.
El silencio después de esa oración fue contundente.
Gojo no respondió. La gelidez se coló por sus huesos y cada músculo de su cuerpo respondió con tensión, sin moverse ni un centímetro de su lugar, a diferencia de Tengen, que subía los escalones que lo llevaban de vuelta a su asiento. El omega le perforó la espalda con la mirada.
No le gustaba hacia dónde se dirigía la conversación.
Tengen hablaba con calma, pero había una profunda curiosidad filtrándose en su voz. Era un sabio resolviendo los misterios del universo. Pero, aunque sus intenciones fuesen nobles y buscara el equilibrio para el beneficio colectivo, seguía formando parte del mismo sistema elitista y arcaico que Satoru intentó destruir al volverse profesor. El mismo que ocasionó la muerte de Yaga Masamichi, cazó a Yuta Okkotsu como a un animal e intentó asesinar a Yuji Itadori a espaldas de todos.
El mismo que Satoru exterminó con sus propias manos antes morir, tiñendo con sangre sucia las paredes y el suelo del gran salón del consejo.
Si bien Tengen solía mantenerse al margen de las disputas y asuntos mortales, siendo que se encontraba en un plano casi astral, que poco y nada tenían que ver con los problemas políticos dentro de la hechicería, tenía conexión con los altos mandos; quienes, por años, le ordenaron a Gojo “buscar y neutralizar” al usuario de maldiciones que desertó de la escuela tras cometer un genocidio, y declararles la guerra tiempo después.
Suguru Geto.
Satoru no iba a poner ese nombre sobre la mesa, ni por error.
Aún guardaba celosamente el recuerdo de aquel día, cuando sostuvo entre sus brazos aquel cuerpo frío y sin vida. Sus ojos cerrados en una eterna expresión relajada, como si estuviera dormido y fuera a despertar en cualquier momento. Pero no lo hizo. Gojo se tele transportó lejos de ahí, fuera del perímetro de la escuela y de cualquier mirada ajena. El único que tenía permitido ver a Suguru en ese estado era él, porque así lo declaró y no había órdenes o reglas que pudieran contradecirlo.
Cruzó kilómetros de árboles, hasta llegar a aquel valle sin nombre, y ahí lo despidió. Si cayeron lágrimas cristalinas de ese par de ojos celestes, nadie fue testigo.
Ocultó su tumba de todo el mundo. Ni siquiera le dijo a Shoko el lugar.
Los medios que Kenjaku usó para encontrarlo eran un enigma.
De solo pensarlo, la sangre de Satoru ardía con furia.
Si el sabio se enteraba de que Kenjaku lo asesinaría al poseer el cuerpo del usuario de la Manipulación de Maldiciones, ¿qué haría al respecto?
—Debe ser alguien con una técnica excepcional, joven Gojo, ¿quién…? —preguntó Tengen finalmente, sus palabras arrastraban una sospecha creciente.
—Señor Tengen —Gojo lo interrumpió con un tono firme que no parecía pertenecer al estudiante inmaduro y orgulloso de diecisiete años que era. Tengen entrecerró los ojos—. Me advertiste que debo mantener mi conocimiento sobre aquello que no ha ocurrido fuera del alcance de otros para evitar perderlo. Pero me sigues haciendo preguntas.
Ambos hechiceros se miraron fijamente por un largo momento. El sabio se encontraba sentado en aquel trono de piedra y telas que no ostentaba grandeza; si la poseía, era gracias a la presencia del que sobre reinaba. Y, por primera vez, el semblante impasible de Tengen se agrietó en un cortante indicio de desconfianza.
Sabía que Gojo ocultaba el nombre de la marioneta que utilizó Kenjaku a propósito. Y, aunque tratase de mantener una postura despreocupada, por la forma en la que el albino apretaba la mandíbula, luchando por controlar la agitación de sus feromonas, era obvio que no le diría la verdad.
—Eso es correcto —aceptó el mayor—. No obstante, mientras no me involucre directamente, revelármelo no representa ningún riesgo. No intervendré.
—Te involucra.
La sentencia de Gojo cayó con una frialdad que caló en el ambiente. No fue un desafío, ni un intento de provocación. Fue una simple verdad, despojada de emoción y entregada con una gravedad que no admitía discusión.
Tengen lo observó en silencio. No detectó engaño alguno en el albino. No lo hizo en toda la conversación. Era consciente de que Satoru mantenía ciertas reservas sobre lo que sabía, pero no había mentido ni una sola vez. Y no lo estaba haciendo ahora.
El hombre en el trono asintió lentamente con la cabeza, aceptando aquella respuesta incompleta. No preguntó más.
—Evitaré que suceda—aseguró el albino.
—Veo que ya estás muy convencido—bromeó el contrario, como si le hiciera gracia con el cambio repentino de actitud que tuvo Satoru justo después de que tocaran cierto tema.
—Estoy acostumbrado a salvar al mundo—espetó Gojo—. Tú lo dijiste.
Tengen mostró conformidad, pero detuvo el momento al alzar una mano en señal de advertencia:
—Debes ser cuidadoso, Satoru Gojo. Muy cuidadoso. O lo que te beneficia ahora, se perderá en los confines del universo. ¿Crees poder detener la guerra?
El omega tomó sus lentes oscuros con una mano y se los quitó. El azul inhumano de sus orbes destelló bajo la luz que bañaba el salón.
Intentar cambiar los eventos que marcaron la trayectoria del destino no era un trabajo sencillo. ¿Quién podía decir, con total seguridad, el momento exacto en el que tomaron el camino equivocado? Ante los ojos de distintas personas, habría distintas respuestas. Básicamente, este sabio inmortal le estaba delegando a Satoru toda la responsabilidad.
Depositó una fe desmedida sobre él, porque ni siquiera al mismo Tengen le correspondía involucrarse.
—Lo haré.
Con esas palabras, el destino del mundo quedó en manos de un forastero.
Solo quedaba esperar que el universo hubiera elegido sabiamente su propia salvación.
Tengen suspiró y observó en su dirección.
—El recipiente del Rey de las Maldiciones… ¿Dejarás que viva?
Gojo se mostró levemente sorprendido por aquella última pregunta.
Tengen debió deducir que los altos mandos ordenaron la ejecución de Itadori tan pronto como se convirtió en el recipiente vivo de Sukuna en su mundo de origen. Era lo más lógico, considerando lo cobardes y precavidos que eran con todo aquello que consideraban una amenaza. Si ese recipiente logró vivir tanto tiempo, era porque alguien se había interpuesto para salvarlo. Alguien lo suficientemente loco y poderoso como para enfrentarse a los clanes más prestigiosos de la hechicería con una mano en la cintura.
Alguien como Satoru Gojo.
"Bastardo inteligente", pensó el omega, forzando una sonrisa que dejaba a la vista sus colmillos apretados.
—Sí. Voy a protegerlo—declaró sin reparo.
El sabio pareció sopesar su respuesta un breve momento antes de cruzar las manos sobre la mesa de piedra frente a él.
—Entiendo—fue todo lo que dijo.
Cuando ya no quedó nada más por decir, Tengen, con la solemnidad que lo caracterizaba, se puso de pie y lo despidió con la promesa tácita de que volverían a encontrarse en el futuro cercano. Le explicó a Satoru que no requería de ninguna petición formal: el omega era libre de regresar cuando quisiera sin necesidad de anunciarse.
Satoru abandonó el santuario sintiendo sus pies tan pesados como el cemento, pero mantuvo la espalda recta. Al cruzar la puerta, encontró a Yaga recargado contra un árbol torcido, con los brazos cruzados sobre su pecho y el entrecejo arrugado. No lo interrogó demasiado, como había temido. Su profesor simplemente quería saber si todo había salido bien. Por su parte, el estudiante le respondió con una sonrisa brillante que escondía su cansancio.
No hacía falta que Yaga se preocupara; Gojo se portó bien y no ofendió a ningún ser ancestral con cabeza de moai. El hombre suspiró aliviado al escuchar que no habría represalias. Ni expulsión, ni sanciones, ni disecciones clínicas para intentar comprender cómo aquel muchacho problemático había sobrevivido al incidente con Fushiguro.
Cuando regresaron a la preparatoria, el oscuro manto nocturno ya cubría por completo el cielo.Gojo estaba inusualmente tranquilo. No dijo una palabra durante el trayecto, ni siquiera cuando Yaga lo mandó a descansar.
Caminó hacia los dormitorios con ambas manos metidas en los bolsillos de su pantalón. La sonrisa que había permanecido en su cara todo el día por fin cedió.
No entró a su habitación directamente. Cual gato callejero, se subió al techo del edificio y se recostó entre las tejas. Observó la luna y cada estrella alrededor de esta, sin embargo, Satoru no pudo contemplar cómo debía aquella obra de arte natural. Sus ojos, desprovistos de sus lentes oscuros, aún siendo capaces de procesar el mundo y sus componentes mejor que cualquier persona en la faz de tierra, no podían contemplar adecuadamente el cielo sobre él.
Lo que en realidad veía en ese momento, estaba más lejos de su alcance que cualquier astro resplandeciente.
En el fondo, siempre supo que volver no era una opción. Pero fue más fácil ignorarlo. De otra forma, ¿qué lo habría mantenido de pie? Despertó en un sitio extraño y familiar a la vez, perdido entre rostros conocidos que habían vuelto a la vida, y respiraban, y reían, y lo llamaban. Dueño de un cuerpo que no le pertenecía. Oráculo de un destino atroz que le arrebató todo lo que quiso en su vida.
Y ahora debía encontrar la forma de evitar repetir la misma historia.
Tenía muchas cosas por hacer.
Demasiadas .
Pero, antes de que el peso del mundo volviera a recaer sobre sus maltrechos hombros… ¿se le permitía respirar?
Porque justo en ese momento le costaba demasiado trabajo hacerlo.
—Basta…—susurró, llevándose ambas manos a la cara y presionando con mucha fuerza sus ojos. No iba a llorar. Se negaba rotundamente.
Tomó una bocanada de aire y la contuvo antes de soltarla lentamente. Lo hizo una, dos, tres veces. Pero el dolor agudo en su pecho y el ardor detrás de sus cuencas oculares no desaparecían.
Yuji, Megumi y Nobara…
Sí, está bien. Los iba a extrañar.
Confiaba en ellos. Ganarían. Serían la nueva generación de hechiceros que Satoru tanto deseó.
Solo que Yuji no volvería a colgarse de su cuello y ahorcarlo con un abrazo de oso. Nobara no pelearía con él para sentarse en su silla acolchada favorita. Y Megumi, que ya había sufrido la muerte de su hermana, tendría que afrontar otra pérdida.
Gojo sabía que lo superaría; desde muy pequeño fue un chico de carácter feroz que siempre supo valerse por sí mismo.
Quería convencerse de que aquello que le oprimía las costillas como una piedra enorme no era más que agotamiento. Solo cansancio. Seguramente, recordar a un pequeño Megumi de siete años, con un pijama demasiado grande para su delgada silueta y el cabello negro hecho un desastre, huyendo de un insecto en medio de la noche, no significaba nada.
Entonces, una lágrima cálida escapó de entre sus manos, resbalando por su sien.
Y en ese instante, con su cuerpo temblando de forma casi imperceptible y un nudo en la garganta, Satoru pudo darle nombre a aquello que lo había estado atormentando desde que llegó a este mundo.
No era la muerte. No era el sacrificio que hizo sin temor ni quejas, y que volvería a hacer si tuviese que hacerlo. Él asumió la carga de todo lo que dejaría atrás desde el momento en que se convirtió en un símbolo de fortaleza para todos.
Dolió, pero ya lo había aceptado.
No lloraba por el deber cumplido ni por el desenlace inevitable.
Lloraba porque, por primera vez en mucho tiempo, tenía miedo.
Cuando despertó en la enfermería y vió el rostro de Shoko, de Yaga y de Suguru. Cuando escuchó la voz de Nanami y la risa de Haibara. Lo supo. Estaba condenado. Todo era tan familiar y tan nostálgicamente cotidiano que se acostumbraría a ello como quien vuelve a respirar después de sumergirse en el agua helada. No hizo falta ni un minuto para que cayera rendido, porque él quería a estas personas desde el principio.
Porque soñaba con sus fantasmas todos los días desde hacía once años.
Le aterraba la emoción con la que su corazón roto y magullado latía, la velocidad vertiginosa con la que empezaba a nacer la chispa de una nueva esperanza, chispa que crecería hasta convertirse en un incendio que lo arrasaría todo a su paso. ¿Qué quedaría después, además de cenizas?
¿Volvería a perderlo todo? ¿Tendría que despedirse de sus amigos y sus alumnos otra vez?
Se había negado a albergar cualquier tipo de anhelo los últimos días, pero ya no tenía escapatoria. Nunca la tuvo.
Satoru quería quedarse .
El pensamiento lo golpeó con crueldad.
Sus labios se estiraron en una extraña y temblorosa sonrisa que no llegó a formarse. Aunque intentó contenerlo, un sollozo silencioso salió a la superficie. Ya no pudo mantener su ser completo; destruido en demasiados pedazos como para sostenerse.
Quería quedarse.
Quería arreglarlo.
Quería una segunda oportunidad.
Y deseaba tanto que no se la arrebataran.
¿De verdad podía hacer esto? ¿Estaba permitido? ¿Lo merecía?
No le importaba si se trataba de un milagro o un castigo divino; él lo recibía con los brazos abiertos y el alma expuesta. Sediento hasta los huesos.
Satoru lloró en silencio, recostado sobre el tejado, observando las estrellas, hasta que sus mejillas se entumecieron por el frío y su corazón dejó de intentar romperle el esternón y darse a la fuga.
La luna estaba en su punto más alto cuando sintió la presencia de alguien más en ese lugar.
Con urgencia, se sentó y se limpió el rostro. Era consciente de aquello que no podía ocultar, sus ojos debían de estar aún enrojecidos, al igual que su nariz, y debía tener su labio superior horriblemente hinchado, rasgo que siempre lo delataba cuando comía algo demasiado picante que lo irritaba. Pensó en cubrir los rastros de su vergüenza tras sus gafas oscuras, pero sabía que sería aún más evidente si se las ponía justo ahora.
Se aclaró la garganta con un carraspeo, aún así su voz salió ronca.
—Suguru… ¿Qué haces aquí? —preguntó Gojo, sin voltear el rostro en su dirección.
Geto caminó por el techo, venía desde la derecha, por lo que el omega supuso que trepó por la ventana de su propia habitación hasta ahí. ¿Cómo es que no lo detectó antes? ¿Estaba tan distraído?
—Podría hacerte la misma pregunta—dijo, llegando por fin hasta él y tomando asiento a su lado sin ceremonias.
—No podía dormir.
—Yo tampoco—respondió el alfa.
El silencio se alargó entre ellos como un hilo tenso. Satoru no tuvo que mirar para saber que el chico pelinegro lo estaba observando fijamente. La luz de la luna caía grácilmente sobre el cabello y las pestañas blancas del omega, haciéndolo parecer casi irreal. El hecho de que no volteaste a verlo solo elevaba aquel aura etérea a un plano superior.
Desde allá arriba, se podían apreciar los atisbos de algunos edificios de la ciudad al fondo, eran puntos diminutos qué se perdían entre la oscuridad. A esa distancia, las estrellas parecían más grandes y cercanas. Pero ninguna podía competir contra el brillo que irradiaban los divinos ojos azules de la persona a su lado.
—Te estuvimos buscando todo el día—dijo el pelinegro. No era un reproche, sino más bien una pregunta camuflada.
—Si, soy demasiado magnético. Tengo ese efecto en la gente.
La brisa sopló, acariciándoles el cabello; Gojo notó de reojo que Suguru lo traía suelto. Así como notó que no se rió de su pequeña broma.
—Deja de hacer eso—dijo el pelinegro.
Instintivamente, Gojo detuvo el movimiento sutil pero persistente de su pie, que balanceaba de lado a lado, y dejó de retorcer sus dedos que parecían gusanos enrollándose entre ellos. Aún así, tuvo el descaro de mentir:
—No sé a qué te refieres.
De repente, sintió una mano grande y áspera tomarlo del mentón, obligándolo a voltear la cara en su dirección. A pesar de su firmeza, el agarre de Suguru fue sumamente gentil.
Satoru abrió los ojos, sorprendido. El alfa lo miraba con una mezcla de preocupación y determinación desconocida que le provocó un vuelco a su estómago.
—Deja de fingir que estás bien cuando es obvio que no es así.
La voz suave y ronca de Suguru le atravesó los oídos como una flecha, dejándolo sin ninguna respuesta inteligente. Fingir estaba en su naturaleza. A todos les gustaba más cuando actuaba una sonrisa y soltaba un comentario hilarante, ¿no? Eso era lo que las personas esperaban de él.
Todos, menos Suguru.
—No estoy… —intentó, pero no pudo terminar la oración. Sabía que mentirle era imposible. Con una mueca incómoda, pero sin alejarse del agarre de su amigo, admitió—. Solo necesitaba un poco de aire. Estaba… Pensando en cosas inútiles.
Geto no respondió de inmediato. Sus dedos rozaron delicadamente la mandíbula del omega, subiendo por su mejilla derecha y hasta tocar la comisura de sus ojos, recorriendo el mismo camino que habían trazado las lágrimas derramó antes. Satoru se puso rojo ante el escrutinio al que estaba siendo sometido y por fin apartó el rostro. La mano de Geto permaneció suspendida en el aire antes de caer a un lado.
—¿Sabes a qué hueles exactamente, Toru?
Gojo parpadeó, confundido por la extraña pregunta. ¿Primero lo humilla y después lo insulta? Se bañó esa mañana, y tampoco sudó…
—Hueles a cereza —. El alfa no esperó por una respuesta y habló con calma—. Igual a esos caramelos que siempre comes. Muy dulce, a veces empalagoso.
Había algo demasiado similar a la ternura en las palabras de Geto y Satoru no sabía cómo manejarlo. El calor no abandonaba su rostro, sino que empezaba a expandirse hasta sus orejas y su cuello. ¿Era normal hablar del olor corporal de otros aquí? ¿Y era necesario hacerlo tan detalladamente? ¿Tenía que reír, agradecer o saltar del techo y partirse las piernas?
—Pero cuando estás enojado, o triste… cambia—continuó el pelinegro, inconsciente del efecto que generaba su desvergonzado discurso—. Se vuelve amargo. Como el azúcar cuando lo quemas. Justo como ahora.
Oh.
Gojo miró las palmas de sus manos como si en ellas pudiese hallar al responsable de ser descubierto cada maldita vez por la misma persona.
—Toru, ¿puedes mirarme?
Gojo tragó saliva, levantando la vista hacia Suguru. Y deseó no haberlo hecho. Al encontrarse con ese par de ojos oscuros llenos de preocupación y escuchar su voz baja, suplicando, su corazón tembló.
—Deja de mentirme. Lo haces fatal.
Satoru quiso contestar con un chiste, hacer un comentario sarcástico e inmaduro. Decirle a su amigo que dejara de ser tan cursi y darle un golpecito en el hombro. Lo que sea que pudiera borrar la dolorosa sonrisa que Suguru tenía en ese momento. Cambiarla por una real.
Un intento de risita escapó de él, pero en el trayecto se convirtió en un sonido estrangulado y un espasmo que lo sacudió entero. El albino se mordió el labio inferior, fuerte. Lo suficiente para sentir el sabor metálico de la sangre filtrarse lentamente en su boca
El mundo era cruel.
Satoru deseó tantas veces, durante una década, tener a esta persona frente a él. Tomarlo del cuello y permitirse caer en pedazos. Gritarle durante horas por cada herida y susurrarle mil disculpas.
Solo tuvo que morir para recuperarlo.
Estaba agradecido. La eternidad no alcanzaría para dar las gracias, a quien sea, por devolverle a su único y verdadero.
Y, aún así, no había nada que pudiese decirle. No había nada qué reclamar, o perdonar, o reparar. No para Geto.
¿Pero, qué hay de él?
Trató de esconder cuánto le dolía. Pero, lamentablemente, se encontraba frente a Suguru Geto, a quien nunca pudo engañar, ni en su vida pasada, ni ahora.
Su fachada flaqueó por un segundo, y eso fue todo lo que el Suguru necesitó. Cerró la brecha entre ambos y lo abrazó con fuerza, acunando su nuca con una mano y lo trayéndolo hacia sí con cuidado, hasta que el rostro del omega quedó oculto contra un punto entre su cuello y su hombro. El alfa liberó una pequeña cantidad de feromonas, para que solo el otro pudiera percibirlas.
Geto nunca antes había visto a Satoru tan cansado y roto.
El peliblanco no emitió ninguna queja, pero sus hombros se estremecían bajo las manos del alfa. Geto acarició su espalda de arriba a abajo, y, aunque temió estar privando de oxígeno al contrario, lo apretó aún más contra su amplio pecho. No sabía qué más hacer. Si sintió su camisa humedecerse justo en la zona donde el omega hundía su cara, no lo mencionó.
Satoru estaba hipnotizado por el aroma que desprendía el alfa. Era tenue, apenas suficiente para sentirlo, pero le resultaba extremadamente reconfortante. La lavanda se adueñaba de su cuerpo y relajaba su sistema nervioso. Era como si Suguru le transmitiera su calma a través de partículas invisibles que invadían su cerebro y desconectaban cada alarma encendida dentro de él. Quería más de aquel virus. Deseaba beberlo como un remedio.
Había leído un poco sobre eso; los efectos de las feromonas en el estado de ánimo de los participantes de distintos experimentos. Shoko tenía muchos artículos raros en la enfermería. Pero no imaginó que fuese así de efectivo… Claro que había algunos casos extraordinarios que se daban cuando el omega y el alfa resultaban altamente compatibles.
Pero, entre el adictivo aroma de Suguru y tres noches de desvelo continuo, Satoru no encontró la energía para seguir pensando en eso. Con algo de vacilación, rodeó la cintura del alfa, correspondiendo al abrazo y llenando sus pulmones con las feromonas que le soltaban. No había espacio para el pudor; tomó lo que necesitaba, y Geto se lo permitió. Se mantuvieron así un rato, hasta que la respiración del albino regresó a la normalidad y sus manos dejaron de temblar.
Geto siempre creyó que Gojo era alguien ruidoso por naturaleza, siempre gritando y riendo en voz alta, irrumpiendo en la habitación como un torbellino de caos. Ahora sabía que, al llorar, lo hacía en silencio, permaneciendo tan quieto como un mueble que ni siquiera resalta la decoración del lugar, sino que se encuentra arrumbado en una esquina hacia donde nadie dirige la mirada. Se preguntó si Satoru se había acostumbrado a esconderse de esta forma al crecer en uno de los tres grandes clanes.
Tal parecía que ambos compartían esa tendencia. Aunque Suguru no nació dentro de ningún grupo selecto de la hechicería, tenía su propia historia y sus propias cicatrices.
Sin embargo, no estaba mal esconderse juntos del mundo esa noche.
—Fuiste con el profesor Yaga para ver a los altos mandos, ¿no es así? Por la misión—dijo Geto, deteniendo el movimiento de su mano, aunque no se apartó.
Gojo mantuvo su nariz enterrada en el cuello de Geto y asintió con pereza. No era del todo falso; Tengen era una figura mucho más relevante que cualquiera de esos peces gordos. Si el alfa no lo obligaba a decirlo en voz alta, no se delataría.
—¿Ellos… intentaron forzarte de nuevo?—. La voz del pelinegro estaba impregnada de ira apenas controlada.
El omega tardó en procesar lo que el otro dijo. ¿Forzarlo? Era cierto que, a esta edad, no poseía la fuerza ni la influencia suficiente como para enfrentar a los ancianos del consejo, por lo que se limitaba a seguir órdenes al igual que un soldado. Pero decir que podían obligarlo a hacer algo que el de verdad no quisiera hacer era absurdo. No solo por ser heredero del Clan Gojo, sino porque al menos sería capaz de matar a unos cuantos y escapar sin que pudieran atraparlo. Sobre todo si tenía a Geto de su lado. Entonces, ¿por qué…?
Al no obtener una respuesta, Suguru lo tomó de los hombros y lo apartó. No fue rudo, pero Satoru contuvo un gemido lastímero. No quería alejarse de su encantador aroma, él estaba muy cómodo ahí.
—Satoru, ¿quisieron usar la Voz de Mando en ti otra vez? ¿Sí o no? —insistió el alfa, con la mirada endurecida y la mandíbula tensa.
Satoru lo observó descolocado, tratando de seguir el ritmo que la conversación tomó de un momento a otro. La reacción de Suguru lo confundía. ¿Por qué estaba tan molesto?
La Voz de Mando. Aprendió de ella en la biblioteca, el día que se infiltró en la sección prohibida. Era un mecanismo natural que permitía a los alfas influir directamente en la voluntad de omegas, betas e incluso alfas más jóvenes o de menor jerarquía. Antes era común que los alfas cabeza de familia la usaran para imponer su autoridad sobre parejas e hijos; también se sabía de jefes que la utilizaban para extorsionar empleados, y de profesores que reprendían a sus alumnos con ese mismo recurso.
Aunque legalmente su uso había sido prohibido hacía un par de años, ya llevaba décadas siendo mal visto por la sociedad, pues era inmoral someter a alguien de esa forma, perpetuando el estereotipo de que existían géneros fuertes y géneros débiles. Además, se sabía que un alfa podría causar el celo de un omega si se abusaba de la Voz de Mando, ya que esta funcionaba al mismo nivel que las feromonas.
Si los altos mandos la utilizaron alguna vez contra él… Tal vez debía matarlos antes de lo planeado.
Entendía el enfado de Suguru, él mismo estaría furioso si algo así le ocurriera, de verdad. Pero el aroma del alfa empezaba a tornarse más y más amargo. Satoru frunció ligeramente el ceño. No le gustaba. Lo odiaba.
—No. No lo hicieron—negó con la cabeza.
—... ¿Seguro?
—Muy seguro. Tranquilo, Sugu—el omega dudó, pero al final levantó una de sus pálidas manos y apartó el flequillo rebelde de Geto de su rostro—. Quita esa cara, te ves tonto. Bueno, más de lo usual.
Aunque Geto no sonrió, sus facciones se suavizaron y suspiró aliviado. Gojo sintió las feromonas del alfa estabilizarse y tuvo que hacer un esfuerzo consciente para no lanzarse hacia él y zambullirse d vuelta a su cuello, justo sobre aquella glándula que sabía que no era una zona accesible para cualquiera.
—Entonces… ¿Tu madre te dijo algo?—Suguru siguió adivinando.
Gojo no pudo evitar sonreír, genuinamente complacido. Ver a Suguru esforzándose por entender qué lo tenía tan decaído le resultaba adorable. Había algo en ese leve temblor de su voz y en el brillo atento de sus ojos morados que lo hacía lucir… lindo. Bajo la luz de la luna, con el viento despeinándole de nuevo el cabello azabache, el alfa tenía un aire tan devoto y sincero que a Satoru se le incrustó en el pecho sin aviso.
Era la primera vez que Suguru le preguntaba tan abiertamente por su familia sin que él lo mencionara primero. Tal vez porque, hacía apenas unos minutos, lo había visto totalmente vulnerable, y lo había sostenido.
La risa de Gojo cortó el peso del ambiente. No se burlaba, simplemente no podía evitarlo.
Las mejillas de Suguru se tiñeron de rojo al instante, como si acabara de darse cuenta de lo persistente que estaba siendo.
—No es nada de eso—aclaró Gojo, aún con una sonrisa.
—Si no es eso, ¿entonces qué es?—murmuró el otro, avergonzado pero sin tirar la toalla.
El albino suspiró y se recostó con la cabeza apoyada en sus brazos. Entre el agotamiento mental de ese día, la falta de descanso apropiado y su aromatizante personal olor lavanda justo al lado, el sueño lo estaba venciendo.
—Solo… pensaba en el futuro—susurró, cerrando los ojos. Le ardían mucho.
Sintió cómo Geto se inclinó para ver su cara; sus Seis Ojos captaron cada movimiento, e incluso sin ellos, estaban tan cerca que podría notarlo de cualquier manera.
—¿Y qué pensabas sobre el futuro?
—Que no quiero perder a nadie… Nunca más.
Las palabras se desprendieron de sus labios como el humo de un cigarrillo, dispersándose en el aire sin pena ni filtros. Porque esos eran sus sentimientos más genuinos.
Quería asegurarse de que Haibara viviera lo suficiente para volverse adulto, para ver qué tan fuerte se volvía. Que Yuji pudiera elegir la vida que quería llevar aún sabiendo las consecuencias de su decisión. Que Megumi y Tsumiki tuvieran una infancia donde no faltara nada, y donde ninguna tragedia los obligara a separarse. Que Nobara fuese de compras con él al centro comercial y le pidiera que pague. Quería conocer de nuevo a Yuta, a Panda, a Maki y a Toge. Quería ganarse su confianza desde el inicio.
Quería hacer las cosas bien.
Pero más que nada, no quería perder a Suguru.
A la mierda los días lluviosos y los paraguas. Él lo haría mejor. No importaba si era justo o correcto, si lo merecía o no. Lo haría de todos modos.
Esta vez, no fallaría.
Geto asumió que Satoru se refería a Riko, y por eso apretó los puños antes de extender lentamente la mano hacia él. Sus dedos rozaron con cuidado la piel fría del albino, hasta envolverla por completo, brindándole calidez. Lo sostuvo sin decir nada, y el omega, a pesar del sopor que lo arrastraba al vacío, se permitió disfrutar del contacto. Su corazón golpeaba con fuerza contra las costillas, desacompasado. Había descubierto una nueva cosa favorita, además de los dulces y Digimon: tomar la mano de Suguru.
¿Cómo es que no hicieron esto antes? Cuando se sentía tan natural.
—Yo tampoco quiero perder a nadie.
Después de esa confesión, Geto se recostó a su lado en silencio. Mantuvo su mano fielmente sobre la de Satoru hasta que éste cayó dormido.
Gojo despertó a la mañana siguiente, sobre su cama y con el uniforme aún puesto, aunque sin zapatos. Fue muy extraño abrir los ojos después del amanecer; estos últimos días aquella maldición de ojos rojos lo había mantenido en vela. Se sentó y estiró cada músculo de su espalda, fascinado por lo descansado y compuesto que se sentía.
¿Cómo llegó a su habitación?
No recordaba haber caminado… ¿Suguru lo cargó para bajarlo del techo como a un borracho? Y él ni siquiera se dió cuenta.
Las imágenes de lo que ocurrió esa noche empezaron a bombardear su mente una tras otra, y sus mejillas se calentaban más y más con cada nueva memoria.
Dios santo, ¿él dijo todo eso? ¿Él hizo todo eso?
— ¡AHHHG! —gritó mientras se tiraba sobre la almohada y se cubría la cara con su sábana—. ¡Estúpidas feromonas! ¡Son peor que beber alcohol puro!
Estuvo maldiciendo y pateando el aire un rato hasta que se le hizo tarde. Al menos ya estaba vestido.
Cuando entró al salón de clase, no pudo evitarlo; sus ojos se posaron directamente en Suguru, quien ya estaba adentro, junto con Shoko y el profesor. Tenía el cabello húmedo y suelto, recién bañado. El alfa le dedicó una sonrisa amable y Satoru desvió la mirada tan rápido que pudo haber quedado bizco.
Yaga lo reprendió por sus quince minutos de retraso y lo dejó pasar. Satoru caminó para sentarse en su lugar de siempre, entre Shoko y Geto. Si no hubiera bajado la cabeza como un delincuente que acaba de ser atrapado robando un banco con una pistola de agua, habría notado la expresión sorprendida en el rostro del pelinegro y sus inútiles señas que intentaron llamar su atención. Pero no lo hizo y ya era demasiado tarde.
—¿G-Gojo…? —tartamudeó Yaga.
—¿Y ahora qué hice?—se quejó el omega, ya frente a su asiento.
Cuando se giró para enfrentar a su profesor, vió la cara del hombre pasar de rojo a verde, de verde a blanco y de blanco a azul. Prácticamente pasó por todos los colores del arcoíris. Una gorda gota de sudor le bajaba por la frente y tenía toda la pinta de querer decir algo, pero se mantuvo callado. En realidad, podría estar ahogándose con su propia lengua.
Satoru frunció el ceño.
—¿Qué…?
—Uhm, Satoru—. Esta vez fue Shoko. Ella tenía una sonrisa tranquila que alivió un poco a Gojo, y entonces dijo—. Hueles demasiado a Geto. Y cuando digo demasiado, me refiero a que literalmente parece que te marcó con su olor.
—¡Shoko!—gritó Suguru, escandalizado. Un rubor vergonzoso le tiñó las mejillas, y parecía debatirse entre esconderse o echarse a correr.
Gojo tenía la leve sensación de haber visto algo sobre “marcas de olor” en el libro de biología de nivel secundaria que robó. No tuvo tiempo de volver a revisarlo, pero agregó investigar sobre ello cuando tuviese tiempo a solas en su larga lista mental de cosas por hacer.
Shoko miró a Geto boquiabierta.
—¿Lo hiciste?—le preguntó en un susurro que todos en la habitación escucharon.
—¿Qué? ¡No, no fue eso!—replicó Suguru, alzando las manos como si quisiera defenderse de una acusación injusta—. ¡Solo estuvimos hablando!
—¿Hablando en qué sentido?—inquirió la castaña, alzando una ceja con la precisión de una cirujana que está por hacer una incisión.
Satoru, que apenas entendía la gravedad de la situación, frunció la nariz y bajó la vista hacia su propia ropa, olfateando el cuello de su camisa, discretamente al principio, luego un poco más insistente. Todas las miradas se posaron sobre él, espantadas.
Sí, podía sentirlo. El inconfundible aroma a “Pasión Lavanda” era tan intenso que le picaba. Fragante, Envolvente, y claramente ajeno.
—Ah, mierda—murmuró, sintiendo cómo se le subía el color hasta las orejas—. Realmente... apesto a Geto.
Shoko estalló en carcajadas. Suguru se tapó la cara con ambas manos murmurando algo como que el omega ni siquiera intentó negarlo. El alma de Yaga había abandonado su cuerpo hacía rato.
¿En serio era tan malo? Todos olían a feromonas. Podrían mezclarse por estar algo cerca… ¿no?
—Es como si lo hubieras llevado de collar toda la noche—dijo la chica entre risas.
—Ya te dije que no es como crees —se quejó Geto, aunque se veía claramente derrotado.
Satoru fingió no darse cuenta de cómo su amigo lo observó extrañado, como si el omega hubiera perdido la cabeza.
Sí, probablemente era algo malo.
Después de que el maestro Yaga logró recuperarse del trauma, consiguió retomar la clase con un profesionalismo impresionante. Lástima que esa mañana ninguno de sus estudiantes prestó atención. Shoko observaba a sus amigos con mucha curiosidad, mientras que Geto y Gojo intentaban ignorarla, metiendo sus narices en sus libros; no dieron vuelta a la página ni una sola vez.
Fue hasta el final que el profesor dijo algo que les interesó escuchar.
—Por orden de los superiores, se les asignaron nuevas misiones—anunció. Por su tono, era obvio que no estaba contento con dicha instrucción, pero no había mucho que pudiera hacer al respecto.
Aunque aún se desconocía el paradero de Toji, los peces gordos no podían esperar eternamente. Yaga pudo haber pedido que se diera prioridad a la seguridad de sus estudiantes, sin embargo, el consejo vería aquello como una sobreprotección innecesaria que solo le sería consentida por un periodo de tiempo reducido, el cual resultó exportar antes de lo previsto.
—Ieiri —dijo Yaga, abriendo el expediente entre sus manos—. La Preparatoria de Hechicería de Kioto. Recientemente, hubo una serie de ataques de maldiciones de nivel inferior, controlaron la plaga, pero hay bastantes hechiceros infectados debido a la energía residual, sus síntomas se asemejan a una fiebre hemorrágica intensa. No debería ser peligroso, pero aún así, debes tener cuidado.
Shoko asintió desde su lugar. Era normal que ella no se mostrara demasiado emocionada o intrigada cuando se le asignaban tareas, pero algo le decía a Gojo que ella ya estaba enterada de la situación. Fue solo un instante fugaz en el que creyó ver a la castaña sonreír por lo bajo.
Oh, claro.
Utahime debió contarle.
Y Shoko estaba encantada de ir a visitarla.
—Geto, han habido tres desapariciones en uno de los templos más turísticos de Kamakura, se detectaron rastros de una maldición de primer grado. Te pidieron agregarla a tu inventario.
“Pidieron” Satoru se burló para sus adentros, mientras que Suguru sltó un “De acuerdo” con voz neutral.
Aunque Gojo no recordaba cada una de sus misiones, sabía perfectamente en qué momento se encontraban. Después del fracaso con el Recipiente de Plasma Estelar, empezaron a asignarles muchísimas misiones. Por supuesto, la mayoría se le delegaba a él. Fue por esa época que Satoru dejó de ver a sus amigos, desapareciendo por días y semanas enteras y reapareciendo sólo para tener que irse nuevamente después de saludar.
Fue en ese entonces que Geto también se alejó. Cada que Satoru lo volvía a ver, lucía más apagado que la última vez. Hasta que finalmente, se quebró.
—Gojo, tú irás a Yokohama. Parece que hay una maldición de segundo grado en el puerto. Debes exorcizarla. Se le ha visto por…
Antes de que pudiera seguir con los detalles, Gojo levantó la mano. Yaga se detuvo en medio de la explicación, mirando al joven con una ceja arqueada.
—Profe, sería mejor si Suguru y yo vamos juntos a Kamakura y Yokohama.
Notes:
¡Se tomaron de la mano! Awww. Me siento tan hipócrita escribiendo cosas tiernas cuando tengo tantas ideas... impuras para estos dos. ¡Pero no hay nada mejor que un amor que mezcla lo lindo y obsceno! 😋
Escribí gran parte de esto bajo los efectos del Soju. Me sentí muy onichan y probé muchos sabores (el de uva es delicioso) y un montón de mezclas: con Sprite, con Yakult, con cerveza. Era dulce así que no sentí nada raro...
Desperté tres horas después, confundida y con dolor de cabeza-
Espero que les haya gustado el capítulo de hoy. Ahora sí empieza lo bueno jejejejejeje >:)
¡Nos leemos pronto! 💕
Chapter 10: Omega
Summary:
Satoru se adentra más en el mundo omegaverse y en lo que significa realmente ser omega.
Planea sus próximos movimientos con cuidado. Toji sigue prófugo y Satoru debe proteger a Megumi y Tsumiki Fushiguro.
Pánico gay y un sueño extraño.
¡Vamos a Yokohama!
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
Yaga estaba de pie con los brazos cruzados, sus ojos fijos en el joven que tenía enfrente. Gojo permaneció sentado en su sitio. Con la atención del profesor sobre él, dejó caer la mano que levantó a un costado, sin borrar la sonrisa pretenciosa en sus labios.
—¿Y por qué debería enviarlos a tí y a Geto juntos? —preguntó el hombre—. Se trata de una maldición de segundo grado y otra de primer grado. Ambas misiones están por debajo de su nivel.
Suguru observaba al omega con la duda escrita en su rostro, intentaba descifrar qué tramaba al pedir algo como eso. Shoko, por su parte, se mostraba tan estoica como siempre, aunque Gojo vió aquella pequeña elevación que solo aparecía en la ceja derecha de la chica cuando ésta escuchaba algo extraño o intrigante. Un gesto que normalmente aparecía si alguien mencionaba tratamientos médicos novedosos o especímenes extraños a los que había que abrir y estudiar.
Satoru hizo un ademán despreocupado y respondió con tranquilidad:
—Kamakura y Yokohama están muy cerca entre sí, a sólo treinta minutos. Es práctico. Si vamos los dos, terminaremos más rápido y regresaremos antes. Es un buen plan.
Todo lo que dijo era cierto, pero Yaga no estaba convencido. No suspiró ni asintió, tampoco rechazó su propuesta al instante, sino que mantuvo el contacto visual con el albino, buscando la falla en su conveniente lógica. No. Probablemente ya la había encontrado.
Satoru tragó saliva. Sabía que esa excusa, aunque en la superficie parecía tener bastante sentido, resultaba sospechosa porque era él quien la hizo.
Satoru Gojo, el arrogante estudiante de segundo año que se lanzaba a sí mismo al frente, sin importar cuán peligroso fuera o cuántas veces intentaran detenerlo. El mismo que presumía de su fuerza y superioridad, clamando que podía derrotar a todos sus enemigos él solo, con las manos atadas a la espalda. Siempre buscando un momento, ignorando el riesgo, para demostrar cuánto mejoraba día con día y por qué era conocido como el hechicero más prodigioso de su generación. Y el más desquiciado.
¿Por qué este irritante genio pedía ahora una mano extra para enfrentarse a una maldición dos grados por debajo del suyo? No era creíble. No viniendo de alguien como él.
Por lo tanto, solo quedaba una opción, y era que Gojo quería acompañar a Geto .
Fue Shoko quien rompió el breve silencio.
—¿Qué pasa, Gojo? ¿Te puso celoso que le encargaran a Geto una misión más difícil que la tuya?—preguntó.
Gojo giró la cabeza hacia ella, ofendido.
—¿De qué hablas? Claro que no.
—Entonces, ¿por qué quieres ir a fisgonear?—. La castaña ladeó la cabeza con suspicacia y afiló la voz, divertida. Se estaba burlando de él. Antes de que Gojo pudiera responder, ella agregó:—¿O es que de verdad ya se hicieron novios y no quieres dejarlo ir solo?
¿Qué?
Satoru dejó escapar un sonido incrédulo, genuinamente sorprendido, mientras se echaba para atrás. Su espalda chocó contra el respaldo de la silla. ¿Qué estaba diciendo esta mujer? ¿Y por qué lo decía con ese tono, como si el hecho de que Suguru y él empezaran a salir juntos de la nada fuese, en serio, una posibilidad ?
Suguru suspiró.
—Ya te dije que no fue así —murmuró algo incómodo. Sin embargo, sus ojos no se apartaron del albino, muy atentos a su reacción.
El grito de Yaga interrumpió aquel penoso intercambio entre los adolescentes.
—¡Bien! ¡Silencio, ustedes tres! No pienso escuchar más de esto—declaró, recogiendo los expedientes del escritorio con brusquedad y caminando hacia la salida—Les haré llegar el resto de las instrucciones después. Es todo por hoy.
Satoru se levantó de un salto. Su silla cayó al suelo con un ruido metálico que asustó a los pájaros que cantaban sobre el árbol más cercano a la ventana.
—¡No es buena idea que yo vaya solo a ninguna misión aún!—. Exclamó, fuerte y claro.
El silencio se apoderó del lugar.
Satoru recordaba bien quién era Yaga Masamichi. A pesar de su apariencia dura y ese temible carácter, era un hombre justo. Alguien que realmente se preocupaba por sus alumnos y que estaba al tanto de las deficiencias en la forma en la que se manejaba el mundo de la hechicería, por lo que era cauteloso e intentaba mantenerse alejado de los altos mandos tanto como fuese posible. Pero que, aún así, aceptó el puesto de director en la preparatoria porque sabía que era la mejor baraja que podía jugar para proteger a los jóvenes.
Gojo no siempre lo vió así. Estuvo enfadado con Yaga por mucho tiempo, resintiéndolo por seguir las órdenes de los superiores “como un perrito faldero” y haciéndolo responsable de enviar a Suguru completamente solo a esa villa aquel fatídico día, sin anticipar que el menor no regresaría. Sin embargo, al convertirse él mismo en profesor, comprendió el peso con el que Yaga cargaba. El costo de una posición relevante implicaba el sacrificio de tu libertad y, a veces, de tu propia vida. Incrustarte en lo más profundo de la tierra, intentando alcanzar las gruesas raíces de un inmenso árbol viejo para arrancarlas una por una, no era sencillo. Habría que ensuciarse, llenarse de lodo, perder algunas uñas y dejarlas sangrar. Y si algo tenían Satoru y su profesor en común, era que ambos lo harían una y otra vez, sin dudar.
Pasaron de ser guía y pupilo, a ser colegas, y fue así como Gojo aprendió a respetar a Yaga Masamichi. A realmente respetarlo. Y entonces pudo conocerlo mejor. Rudo y ruidoso por fuera, suave y ruidoso por dentro. El albino fue testigo de cómo ese hombre quisquilloso y gruñón cuidó de Panda como si fuera su propio hijo. Observaba con una sonrisa la forma en la que Yaga siempre prestaba atención a los estudiantes, incluso cuando fingía que no. Cada regaño y cada golpe, aunque duros, venían acompañados de palabras cursis y motivadoras que tenían la intención de probar el espíritu de la gente y fortalecerlo.
¡Por supuesto que seguía siendo un imbécil! Pero Satoru también apreciaba ese absurdo lado del mayor.
Así que, cuando tuvo un par de segundos para pensar en un motivo que pudiese hacer mella en la rígida mente de Masamichi, solo pudo recordar la conversación —el interrogatorio— que habían compartido en su oficina unos días atrás, cuando el omega fue dado de alta. Yaga le dijo que lo mantendrían bajo estricta vigilancia y que le harían análisis de sangre frecuentes hasta asegurarse de que los supresores que estuvo tomando sin control ya no le ocasionarían problemas. Parecía ser que los efectos secundrios de aquellos medicamentos eran bastante intensos y longevos.
El profesor se detuvo en seco frente a la puerta y se giró hacia el omega.
—¿A qué te refieres?
Satoru bajó la mirada y empujó su orgullo a un lado.
—Desde que desperté… He tenido algunos problemas para controlar mis feromonas y creo que mi control de la energía maldita está fallando un poquito . Nada tan grave—confesó. Su voz titubeó al principio pero lo ocultó con rapidez.
Técnicamente, no estaba mintiendo. Al llegar a este mundo y recibir la fabulosa noticia de la gente se catalogada por géneros secundarios, y que a él le había tocado la peor suerte de todas en la lotería genética, intentó aprender tanto como pudo sobre la situación en la que se encontraba y su nueva biología. Aún en medio del caos, practicó discretamente cómo mantener sus feromonas bajo control y, aunque lo hacía mejor que el primer día, seguía sin ser bueno en eso. Además, tanto su energía maldita actual como su habilidad de combate, sobrepasaban la memoria muscular y la experiencia de este cuerpo. Se dió cuenta de ello en los entrenamientos; era demasiado fuerte . Pudo haber herido de gravedad a Geto por accidente.
Desde luego, ninguna de esas razones era remotamente preocupante para él. Pero ¿quién necesitaba saberlo?
—¿Y por qué lo dices hasta ahora, Gojo? —lo regañó Yaga con el ceño fruncido y la voz cargada de molestia.
Satoru se llevó una mano a la nuca y tuvo la osadía de mostrarse avergonzado, aunque el gesto parecía más ensayado que sincero.
—Pensé que mientras estuviéramos confinados en la escuela no habría problema, si de cualquier forma los efectos secundarios desaparecerán con el tiempo —respondió.
Yaga lo fulminó con la mirada y, esta vez, se dirigió al alfa pelinegro que se encontraba sentado a un costado.
—Gojo no irá a ningún lado. Geto, ¿crees poder encargarte de ambas misiones?
Suguru levantó ambas cejas, sorprendido.
—Uh, bueno, supongo… —respondió, sonando inseguro.
—¡Hey, profe! De verdad estoy bien —interrumpió el albino con rapidez, dando un paso al frente—. Me has visto en los entrenamientos, no he cometido errores. Además, ¿cómo vas a darle dos misiones urgentes a Suguru? Él tampoco se ha sentido bien estos días.
—¿Espera, qué? —dijo el alfa al fondo—. Yo no...
—Sí, eso es verdad —afirmó Shoko sin levantar la vista del móvil, con tono monótono pero firme.
Suguru entrecerró los ojos, irritado, pero al final decidió no seguir protestando. Sabía que no serviría de nada alegar contra ellos. Era una rareza que los dos omegas del grupo estuviesen de acuerdo en algo, así que, cuando ocurría, se volvían básicamente invencibles.
Gojo insistió.
—Si falta personal, entonces con mayor razón debo ir yo también —explicó, desbordando confianza—. Debe dejarnos ir juntos, profe; acabaremos más pronto con esas maldiciones. ¿No fue usted quien dijo que somos los hechiceros más fuertes?
Yaga gruñó con fastidio, visiblemente harto.
—Yo no debo hacer nada, Gojo, que eso quede claro.
“ Ups, ya se enojó” pensó el albino. Inmediatamente, retrocedió el paso que había avanzado y enseñó las palmas de sus manos en señal de paz.
Yaga se frotó el puente de la nariz, como si eso pudiera disipar el dolor de cabeza que se avecinaba. Meditó la situación por un par de segundos antes de suspirar, resignado.
—Bien, irán juntos. Pero los quiero aquí mañana antes del anochecer —advirtió.
—¿Mañana? —preguntó Geto, extrañado, mientras que Satoru hacía un pequeño baile de victoria en su lugar. Si las misiones implicaban gente desaparecida en los últimos días, ¿por qué esperar? Lo mejor sería ir ya mismo.
Yaga notó su expresión conflictuada.
—Sí, irán mañana al amanecer —repitió—. Tanaka los llevará. Hoy debe acompañar a Ieri hasta Kioto.
—No necesitamos al chófer, podemos ir solos —intervino Gojo—. Seguro Tanaka prefiere hacer algo más divertido a esa hora, como seguir durmiendo.
—No voy a negociar esto. Irán mañana, al amanecer, con Tanaka. ¿Entendido?—sentenció el profesor. Su voz grave y enfadada llenó el aula como un muro infranqueable. Nadie se atrevió a discutir.
—Entendido…—dijeron Satoru y Suguru al unísono.
Shoko, quién seguía enviando mensajes de texto, asintió automáticamente, aunque el regaño no era para ella. Era costumbre. Yaga le pidió que, antes de irse con Tanaka, revisara los signos vitales de Gojo y tomara la primera muestra de sangre para evaluar el estado actual de sus feromonas y si es que no había recaído en “malos vicios”. Ieri ignoró las quejas del albino y aceptó la tarea.
—Ahora, salgan de mi vista—ordenó el hombre.
Los tres jóvenes se esfumaron del aula rápidamente. Geto regresó un momento después para cerrar la puerta que dejaron abierta y desaparecer de nuevo.
Los tres amigos caminaban juntos por el pasillo. Cuando este se dividió en dos direcciones, izquierda y derecha, Shoko los detuvo y le dijo a Suguru que los exámenes médicos, como el que le haría a Satoru, eran privados , ya que se trataban de cuestiones delicadas como ciclos de calor y desbalances hormonales. El alfa se quedó sin palabras. Gojo estaba tan estupefacto como él. Geto aceptó la explicación sin rechistar y les deseó suerte, pero antes de que pudiera escabullirse a esa madriguera que llamaba su “habitación”, ambos omegas lo tomaron de los brazos y lo empujaron hasta el comedor.
Ahí estaba Haibara, quien hablaba bastante feliz, probablemente relatando algún episodio de su nueva serie favorita, mientras Nanami lo escuchaba con esa sonrisa que solo mostraba cuando algo, o alguien , realmente le gustaba. Sobre la mesa tenían una caja de pizza a la que le faltaba la mitad.
Los de segundo año no habían puesto un solo pie en el lugar cuando Kento arrugó la nariz y miró hacia ellos. Inicialmente, observó a Satoru de arriba a abajo, escaneándolo, igual que al utilizar su Técnica Ritual de Proporción para encontrar el punto débil de su objetivo y asestar un golpe crítico. El surco entre sus cejas se profundizó. Luego, posó su vista en Suguru, abriendo mucho los ojos. Yu saludó a todos y se hizo a un lado para que Geto pudiera sentarse, sin enterarse del motivo tras el rostro horrorizado de Nanami. Ventajas de ser un beta.
Atrapado entre ambos estudiantes, Suguru solo pudo observar cómo Shoko y Satoru se alejaban por el pasillo.
—No has comido, ¿verdad? —dijo la chica mientras empujaba la puerta de la enfermería. Satoru negó con un sonido— Perfecto. Las tomas de sangre se hacen en ayunas.
La enfermería estaba en calma, iluminada por la luz natural que entraba por las persianas entreabiertas, idéntica a como el omega la había dejado hacía cuatro días. No la echó de menos.
—Siéntate —indicó Ieri—. Y cuando terminemos, ve directo a bañarte. En serio. Creo que le acabas de generar un trauma al profesor Yaga y a Nanami.
Satoru la miró con los ojos entornados mientras se subía a la camilla, aunque no replicó. Le hubiese encantado hacerlo, su lengua picaba por soltar una respuesta ingeniosa, pero debía ser prudente al hablar de cosas que no entendía bien aún. Las marcas de olor parecían ser poco comunes entre compañeros de escuela.
—¿Y bien? ¿Dónde te metiste ayer? —murmuró Shoko, rebuscando en una gaveta.
—Tenía una reunión con los superiores —respondió Gojo. Si ya había utilizado aquella mentira blanca con Geto, tenía que mantenerla con los demás—. Lo de Amanai generó preguntas.
La castaña asintió con la cabeza. En realidad, esas escuetas palabras la dejaron con más dudas que antes, pero no insistió. Si esos ancianos habían solicitado la presencia de Satoru y no la de Suguru, debía estar relacionado con su pelea con Toji, y ella sabía que el albino reaccionaba de manera sensible ante la mención de ese cazador.
Suguru le había contado a Shoko una o dos cosas sobre su pelea en la enfermería, cuando se encontró al alfa en medio del pasillo, a las seis de la mañana, el día que dió de alta a Sator. Había sangre escurriendo por su boca y apestaba a caramelo de cereza quemado. Olía como si Satoru lo hubiese atacado. Aunque Geto intentó evadirla, al final tuvo que confesar su crimen antes de que la chica lo asesinara porque la situación pintaba peor de lo que era en realidad. Él le hizo prometer que no se lo contaría a nadie.
La castaña se dió la vuelta con un frasco transparente, un hisopo y una jeringa sellada en las manos. Hizo una seña y Satoru se quitó la chaqueta negra del uniforme, quedándose con el sport blanco que llevaba abajo.
—Ya veo. Hubieras avisado. Suguru te estuvo buscando —comentó mientras desinfectaba una pequeña sección del brazo del albino.
El omega abrió ligeramente los ojos al escucharla. Así que… cuando el alfa dijo que “todos lo buscaron”, en plural, realmente se refería a que él lo buscó. Una sonrisa se asomó en sus labios sin permiso.
“Qué tierno”, pensó, tarareando como única respuesta.
No pensaba decir que Suguru, de hecho, lo encontró ayer, porque tendría que admitir cosas sumamente vergonzosas.
Shoko lo miró un momento antes de insertar la aguja en su piel con presión y llenar el tubo con la muestra de sangre. El albino no se inmutó y ella siguió el protocolo en silencio; selló el frasco, le puso una etiqueta que decía “Gojo” y lo guardó en una pequeña caja refrigerada. Luego volvió a acercarse a Satoru con la tranquilidad que la caracterizaba y se sentó en el banquito a un lado de la camilla.
—Ahora te voy a tocar un momento—advirtió con voz plana.
—Claro—murmuró él, encogiéndose de hombros.
Ieri acercó su mano derecha al pecho de Satoru y apoyó dos dedos sobre su esternón, canalizando energía positiva en ese punto, la cual empezó a expandir por todo su cuerpo. La sensación era cálida y para nada incómoda, como una corriente suave que fluía despacio por sus venas, buscando indicios de daños por reparar o alteraciones anormales en sus signos vitales.
—En esa reunión que tuviste con los altos mandos, ¿algún alfa intentó darte órdenes ? —preguntó de pronto, sin levantar la vista.
Gojo entendió al instante que se refería a lo mismo que Suguru mencionó antes; la Voz de Mando. De repente, se sintió expuesto. Estaba acostumbrado a hacer el ridículo para sacarle una carcajada a otros. No se avergonzaba con facilidad. Permitía que Yaga y Shoko lo golpearan delante de los estudiantes y que sus alumnos se burlaran en su cara, porque no le importaba, nada de eso hacía mella en su orgullo. Pero esto era algo completamente diferente.
Era raro imaginar que alguien le hiciera algo tan… denigrante . Sobre todo si ese alguien era un pez gordo.
Chasqueó la lengua con molestia y negó.
—No pasó nada de eso.
Shoko alzó la vista, seria.
—No mientas. Es importante. Sabes que eres lo suficientemente fuerte, y terco, para resistir órdenes así, incluso las de un alfa de alto rango, pero hace menos de un mes tuviste un celo inusual—le recordó—. Si alguien libera feromonas agresivas y las usa sobre tí, podría alterar tu ciclo y darte un gran problema.
Gojo no pudo evitar sonrojarse. Desvió la mirada hacia la ventana. ¿Qué era esto? ¿Una consulta ginecológica? Se sentía tan fuera de lugar que dolía.
—Ya te dije que no—gruñó.
Si estaba en lo correcto, los omegas tenían un celo cada tres o cuatro meses, dependiendo de las peculiaridades del individuo. Los síntomas eran los mismos que los de cualquier animal y existían dos maneras de aliviarlos: manteniendo relaciones sexuales con un alfa, o tomando medicamentos. La más efectiva era la primera, para su desgracia. Muchos omegas apenas y podían llevar una vida normal durante esas fechas con los supresores, algunos ni siquiera saldrían de casa. Eran tan útiles como poner curitas sobre un corte que requiere puntadas; un remedio provisional que no erradicaba el problema, sino que lo hacía menos insoportable.
¿Qué demonios hacían los científicos e investigadores del país? Tenían a un gran porcentaje de la población que, por lo menos tres veces al año, sufría calambres y dolores tan intensos que podía provocar deshidratación, desmayos, cefalea aguda e incapacidad durante días enteros, incluso semanas. ¿Y lo único que ofrecían eran esas estúpidas pastillas y sedantes?
Satoru hizo una mueca. Ya había calculado cuándo tendría su próximo celo; en diciembre, aproximadamente. Y no sabía qué esperaban su profesor y Shoko de él cuando llegara el momento. ¿Le proporcionarían supresores a pesar de la restricción actual? ¿O le dirían que simplemente se dejara llevar ? Porque si no le daban esas malditas pastillas, tendría que asaltar un hospital él mismo. No pensaba rebajarse a ese estado. Jamás. No importaba cuánto lo criticaran o cuántas veces lo tacharan de irresponsable y drogadicto. No iba a arrastrarse, ni actuar desesperado como si fuera una gata en el techo del colegio, a media noche, rogando por una pareja que le hiciera el favor .
Mierda. No. Ni loco. No tenía grandes conocimientos al respecto, pero entendía lo necesario para aborrecer la idea.
Si su género secundario se presentó cuando cumplió dieciséis, y desde entonces estuvo tomando supresores, eso quería decir que el Satoru Gojo original nunca quiso pasar su celo con alguien, ¿cierto? La duda lo congeló. Si hubiese tenido uno, ¿con quién pudo pasarlo…? Él era soltero. Y las alfas femeninas eran una rareza genética casi tan poco común como los omegas masculinos. Entonces, ¿un chico?
Conocía a dos, pero solo pensó en uno. Un chico alto, pelinegro, con flequillo y ojos morados.
Satoru se dió una bofetada mental. ¿Qué fue eso? ¡¿Qué carajos le pasaba?!
Shoko sonrió al ver el rubor de Satoru extenderse por todo su rostro. ¿Podría percibir también la aceleración de sus latidos cardíacos?
—¿Y bien? —preguntó con una sonrisa maliciosa— ¿En qué pensaste que te dejó así de nervioso?
Satoru tosió.
—En nada.
—¿Seguro? ¿No pasó nada divertido anoche con Geto? ¿Algo que explique por qué hueles tanto a él?—bromeó ella.
El omega la miró alarmado, arrugando el entrecejo. ¿Acababa de leer sus pensamientos?
—¿No deberías estar concentrándote?—refunfuñó.
—Estoy más concentrada que tú. Terminé la revisión hace rato. No hay nada raro, aunque los resultados de los análisis de sangre saldrán dentro de unos días.
Joder.
Gojo huyó tan rápido como pudo de la enfermería, en dirección a los dormitorios. Aunque, antes de llegar, hizo una pequeña parada en la biblioteca y tomó tres o cuatro libros de medicina, anatomía y sociología. Tenía que volverse un experto de las mecánicas omegas antes de mañana, o seguiría arriesgándose a que lo descubrieran cada vez que cometiera un error.
—Pero… una ducha primero—suspiró, cerrando la puerta de su habitación.
Su ropa olía mucho a Geto, tanto que el alfa parecía estar ahí mismo, así que la arrojó al cesto en cuanto se desvistió y entró a su pequeño baño personal. Una adición interesante y bastante cómoda en comparación a las regaderas comunales que solía haber en la preparatoria. Gojo supuso que se debía a los benditos géneros secundarios, los cuales debían de dificultar la logística tradicional binaria a la que estaba acostumbrado. Algo bueno tenía que salir de toda esa maldita biología arbitraria.
Satoru siempre quiso una ducha para sí. Desde pequeño, un séquito de criadas lo bañaba, y cuando se volvió lo suficientemente mayor como para exigir hacerlo él mismo, ellas tuvieron la cortesía de darse la vuelta para brindarle “privacidad” y vestirlo después. Satoru nunca las obligó a irse, porque las veía temblar de miedo. Tenían órdenes de sus padres y los ancianos del clan. Si el chico albino las sacaba a la fuerza, quienes serían castigadas serían las mujeres, no él.
Abrió la regadera y dejó que el agua le cayera encima. Se enjabonó con movimientos amplios y firmes, queriendo eliminar el aroma ajeno. Ignoró la forma en la que su cuerpo reaccionaba con un estremecimiento cada vez que sus dedos se deslizaban por ciertas zonas, como si su epidermis tuviese opinión propia y le disgustara ser despojada de la esencia a lavanda que la impregnaba. A simple vista, su apariencia no había cambiado. Era muy alto, de hombros amplios, delgado pero con músculos alargados y magros que se marcaban con naturalidad bajo la piel tersa y blanca. Exceptuando la ausencia de ciertas cicatrices, se veía exactamente igual a cuando tenía diecisiete años.
Pero si uno prestaba atención, si se atrevía a tocar , notaría lo que él había descubierto estos últimos días. Su mano se deslizó de su cabeza hasta su cuello y presionó con suavidad a cada lado del mismo. Ahí, había un par de pequeños bultos apenas perceptibles bajo la piel. Glándulas de feromonas. Eran las responsables de ese aroma único e inconfundible, al que uno mismo solía acostumbrarse con el tiempo, al punto de apenas distinguirlo. Pero para los demás, el olor de otros omegas y alfas era imposible de ignorar. Como Suguru, quien describió el del albino como “caramelo de cereza” , “demasiado dulce” . Estas glándulas, además, eran especialmente sensibles al tacto. Bastó con pellizcar un poco para que un estremecimiento le recorriera la columna. Satoru apartó la mano con un siseo y siguió bajando.
La última diferencia anatómica era la que se encontraba en su vientre, justo debajo del ombligo. Sus dedos se detuvieron sobre la ligera capa de grasa que no debía de estar ahí. No era muy visible, ni siquiera deformaba su silueta, pero se sentía blanda al tacto. Una “pancita” en toda regla. Satoru sabía que no se iría por más ejercicio o dieta que hiciera, pues no era producto de un exceso de golosinas; era tejido adiposo funcional, protegiendo un órgano que no debería existir en él.
Había pasado días intentando asimilarlo, pero aún no terminaba de acostumbrarse. Su cuerpo seguía sintiéndose como una novedad por momentos, recordándole que no le perteneció desde siempre.
Al terminar de ducharse, se vistió con ropa cómoda y caminó hasta el escritorio sin molestarse en secar su cabello. Abrió uno de los libros que había tomado prestado y fue directo al índice. Encontró rápidamente lo que quería: marcas de olor.
Leyó sin pestañear. Las marcas servían para estabilizar las feromonas entre compañeros, sobre todo en periodos de inestabilidad hormonal. Entre omegas, podían usarse en situaciones prácticas, incluso médicas, pero cuando un alfa marcaba a un omega con su esencia, era algo íntimo . Un acto regulador, sí, pero con connotaciones de vínculo. Casi siempre entre parejas.
Y reservado para momentos íntimos, para reconfortar... y para aliviar el malestar del celo o durante el sexo, en general.
Frunció el ceño, sorprendido. ¿Por qué Geto le permitió a Satoru restregarse en su cuello, entonces? Entre ellos, los gestos melosos eran usuales, pero se trataban bromas amistosas, un juego. Y lo de anoche no lo fue. No pudo serlo. Tal vez Suguru solo quiso ayudarlo al verlo tan… miserable, animarlo un poco, nada más.
Pero al pensarlo, algo dentro de Gojo se agitó ligeramente. Basándose en el significado que ahora conocía, lo que ocurrió ayer no debía repetirse. Gojo no volvería a hundir su nariz en la glándula de Suguru. Aún si su amigo olía muy bien. Tan jodidamente bien.
El albino se llevó las manos al rostro, avergonzado de sus pensamientos.
En esa misma sección del libro, se mencionaba la “Marca”. Una forma de unir a un alfa y a un omega permanentemente. Al ver la imagen en la página de abajo, Satoru silbó.
—¡Ay, ay! Eso debió doler—murmuró.
En el libro se apreciaba el cuello desnudo de un supuesto omega, en él, una mordida profunda y reciente. Justo en el sitio donde debía de estar una de las glándulas de feromonas. Gojo suspiró con alivio al leer que estaba cada vez más en desuso. Aunque los efectos secundarios eran muy interesantes, a decir verdad. Compartir un vínculo con las emociones y sensaciones de tu pareja, el cual no se rompería sin importar la distancia…
“ Bah , ya tenemos mensajes de texto” pensó, cerrando el libro y tomando otro. Había más desventajas que ventajas para el alfa y el omega que decidieran marcarse. ¿Qué imbécil haría un trato tan malo como ese?
Lo siguiente en la lista fue la Voz de Mando, coloquialmente llamada “Voz Alfa”. A medida que leía, la expresión en el rostro de Satoru se endurecía. Era una técnica peligrosa. Anticuada. Ilegal. Reservada solo para alfas. Los omegas que podían resistirse a ella eran sumamente extraños, la mayoría tendría que doblegarse a la voluntad del otro. La técnica operaba en base a la liberación de feromonas agresivas combinadas con un comando verbal que afectaba el sistema nervioso del omega.
Cuando Geto se enfadó con él en la enfermería, el cuerpo de Satoru reaccionó por instinto, colapsando. Su Infinito no era capaz de frenar feromonas. Y Suguru no usó ninguna técnica especial como la Voz de Mando. Si un alfa llegaba a usarla contra él… ¿de verdad podría resistirse? Shoko dijo que él podía ignorar dichas órdenes, aunque incluso para Satoru seguía implicado un riesgo.
¿Acaso él tenía menos tolerancia a las feromonas que el del Gojo original? ¿Tendría que ver con su falta de conocimiento? ¿Qué pasaría si un alfa realmente lo atacaba con una orden absoluta?
De ser así, podría tener enormes problemas.
Toji Fushiguro. En el reporte de la misión lo describieron como un hombre de treinta años, alto, cabello oscuro, una cicatriz en la boca, sin energía maldita y alfa . Es decir, que poseía la Voz de Mando, lo cual incrementaba considerablemente su fuerza.
Una idea espantosa invadió su mente. Ieri le advirtió que la exposición prolongada a esa técnica podría alterar su ciclo. Aunque el otro Satoru pudiese resistir una orden alfa bajo circunstancias normales… ¿Qué pasaría si su cuerpo estuviera resintiendo los efectos secundarios de los supresores, privado de sueño y al borde de un celo?
No lo sabía. Pero era una posibilidad. Después de todo, Toji no era el tipo que respetara cosas como reglas o formalidades de combate. Atacó a Gojo por la espalda, lo engañó y esperó a que bajara la guardia para matarlo. ¿Qué le impediría usar un recurso tan sucio como la Voz Alfa si con eso podía terminar el trabajo de forma fácil y rápida?
Su estómago se retorció. Era solo una hipótesis, pero no pudo evitar apretar el libro entre sus manos.
—Bastardo, cuando te atrape… —gruñó con una sonrisa que poco hacía por ocultar su furia.
Debía darse prisa.
Ya le parecía absurdo el tiempo que los demás hechiceros estaban tardando en encontrar a Toji. Satoru había pensado que, si los dejaba hacer su trabajo, eventualmente darían con su ubicación y él podría intervenir. Pero eso no había pasado todavía, Fushiguro no aparecía por ningún lado, y cada minuto que pasaba, la preocupación de Gojo crecía.
Megumi y Tsumiki.
Aún faltaban varios meses para que fuera por ellos, como lo hizo en su línea temporal original. Pero hubo un cambio fundamental en el curso de la historia: Toji, quien ya debía de estar muerto en ese momento, seguía respirando. Antes de caer, con sus últimas palabras, el hombre le reveló a Satoru que el Clan Zenin compraría a su hijo en un par de años. Sin embargo, nada garantizaba que ese imbécil fuera a cumplir su palabra. Podía adelantarse y venderlo sin esperar a la fecha. Con el dinero que debió recibir tras matar a Amanai, podría estar tranquilo un tiempo, pero, ¿cuánto?
Satoru no podía sentarse y esperar. Tendría que ir por los hermanos Fushiguro antes de lo planeado.
Tengen le pidió que no alterara los acontecimientos de este mundo a menos que fuera absolutamente necesario, con tal de mantener el equilibrio del futuro hasta poder evitar la guerra. Pero esto ya era una anomalía en sí. Arriesgarse a dejar a Megumi en manos del Clan Zenin era tan peligroso como permitir que el Cazador de Hechiceros siguiera libre por las calles.
Y es que, incluso si no hubiera una sola justificación racional, iría por esos niños de todas formas. Nadie ni nada lo detendría de protegerlos. Tsumiki y Megumi aún no sabían quién era él, pero Satoru no iba a fallarles nunca más.
Mañana saldrían hacia Yokohama y después irían a Kamakura. Gojo tendría que encontrar el momento ideal para escabullirse sin que Suguru o el chófer pudieran seguirlo. Se aseguraría de que ambos niños estén a salvo y los convencería de mudarse a un sitio seguro… ¿Saitama, de nuevo? Quizá debía rentar la misma casa de antes, solo para no retorcer tanto las decisiones que tomó en su mundo original. Aunque explicarle a Yaga que apadrinó a los hijos de Toji Fushiguro, que necesitaba ir a verlos de vez en cuando para fungir de padre sustituto en situaciones legales y académicas, y que, además, Megumi se pasaría por la preparatoria como invitado cada cierto tiempo para que Satoru pudiese entrenarlo porque poseía la Técnica de las Diez Sombras, no sería nada sencillo. Habría muchas preguntas.
Debía matar a Toji antes de revelar ese detalle.
Diría que su último deseo fue el que ya había escuchado. Sin embargo, Gojo no planeaba darle la oportunidad de decirlo una segunda vez. Ahora que sabía de la Voz de Mando, no podía permitir que el Cazador de Hechiceros la usara en su contra. Acabaría con él rápidamente, sin ceremonias.
Siendo realista, no podía arriesgarse con ningún alfa hasta que no comprobara cómo le afectaba exactamente aquella técnica y descubriera una brillante forma de contrarrestarla. Si aún no existía ninguna, la crearía. Él era Satoru Gojo, el más fuerte, después de todo. No aceptaría padecer ninguna debilidad, mucho menos una tan grande.
Tres golpes a la puerta lo hicieron brincar de su silla. La identidad del visitante fue revelada al instante por sus Seis Ojos, pero el albino no los necesitaba. En la tierra solo había un alma capaz de encontrarlo en los momentos más inoportunos.
—¿Puedo pasar, Satoru?—preguntó Suguru desde afuera.
Gracias al cielo, él sí tenía la buena costumbre de pedir permiso, a diferencia de otros .
—¡U-un segundo!—gritó el omega, tomando todos los libros que tenía en el escritorio y metiéndolos bajo la cama de una patada. Cuando se aseguró de no dejar nada que lo delatara a la vista, acomodó un poco su cabello con la mano— . Ya, pasa…
El picaporte giró y Suguru entró a la habitación. Llevaba una camisa blanca y unos joggers negros una o dos talles más grandes de lo que deberían. Entre sus manos, había una pequeña charola con comida.
Las tripas de Satoru rugieron con fuerza.
—Me imaginé que no habrías comido—sonrió el alfa, observando cómo el albino se tragaba la cena sin gloria ni pena, sentado en su escritorio.
En su defensa, Gojo no supo en qué momento anocheció. Cuando se concentraba demasiado en algo, perdía la noción del tiempo y podía permanecer horas haciendo la misma cosa sin sentir hambre, sueño o ganas de mear. Estudió con tanto ímpetu que simplemente no se dió cuenta que moría de inanición.
— Está buenísimo —dijo el omega con la boca llena de fideos. De haberse tratado de otra persona, sus palabras no habrían sido entendidas. Pero Geto supo interpretarlas.
—Es solo ramen—rió, sentándose en la cama e inclinando su peso sobre uno de sus brazos—. Y no hables mientras comes, es de mala educación.
— ¡Bah! —. Gojo puso los ojos en blanco, pero siguió comiendo en silencio.
Cuando dejó el plato reluciente de limpio, Suguru le pasó una servilleta, la cual el omega usó para limpiarse el rostro con una sonrisa satisfecha. Luego, la arrugó su mano y la arrojó al bote de basura.
—Me alegra que te haya gustado, lo calenté yo mismo en el microondas—admitió el pelinegro.
—Tienes un don culinario natural, Sugu. ¡Felicidades! Ya puedes casarte.
Geto soltó una risa divertida mientras balanceaba la cabeza de un lado a otro.
Satoru dejó el tazón a un lado del escritorio y giró su silla hacia la cama, apoyando un codo en el respaldo.
—¿Solo viniste a alimentarme?—preguntó.
— De nada, por cierto —replicó el alfa, lanzándole una mirada de reproche mal fingida—. Antes de irse, Shoko me pidió que me asegurara de que comieras bien. Te fuiste apenas terminó la revisión... Dijo que si te sacan sangre, debes reponer los nutrientes perdidos. O algo así.
—¿Shoko se fue a Kioto ya?
—Hace un par de horas.
—Ni siquiera avisó…—se quejó el albino.
—Ya sabes cómo es ella —murmuró Suguru, encogiéndose de hombros con una pequeña sonrisa.
—Lo sé —Satoru también sonrió.
El silencio que siguió no fue incómodo, pero sí más denso. Suguru desvió la vista hacia el suelo, como si buscara las palabras adecuadas entre las grietas del piso. Satoru conocía esa expresión. El pelinegro estaba nervioso.
—Eh, sobre lo de hace rato. ¿Es cierto lo que le dijiste al profesor Yaga?—soltó de la nada, haciendo una pequeña pausa antes de continuar—Lo de tu control de energía maldita… y tus feromonas.
Ahí estaba.
—Puede que haya exagerado un poco, pero sí, es verdad. Desde que desperté, lo noté. Ha mejorado con los días, pero sigue siendo algo inestable. Eso es todo—respondió el omega, girando los palillos del ramen entre los dedos con movimientos distraídos.
Suguru frunció ligeramente los labios.
—¿Seguro que no tiene nada que ver con que a ti te dieron una misión de segundo grado y a mí una de primero?
Gojo dejó de jugar con los cubiertos en seco. Era la segunda vez que lo acusaban por lo mismo en menos de doce horas. Él no era una persona tan odiosa. ¿O sí?
—Oye, ya les dije que no estoy celoso, ¿por qué creen…?
—No dije que lo estuvieses —interrumpió Geto. Después, inhaló profundamente y levantó la mirada para encontrarse con la del omega—. ¿Es porque crees que no puedo completar mi misión?
—... ¿Qué?
Satoru levantó ambas cejas, sorprendido. Se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en ambas piernas y mostrando a Suguru la expresión más honesta que tenía.
—Claro que no —dijo con firmeza.
—Bien. Aunque eso no fue lo que le dijiste al profesor—recordó el pelinegro, cruzando los brazos sobre el pecho y, oh Dios. ¿De verdad estaba molesto?
Gojo contuvo su sonrisa lo mejor que pudo. El alfa se veía extremadamente gracioso y tierno, tratando de actuar indignado cuando todo el mundo sabía que ese chico era incapaz de no perdonar a Satoru Gojo por lo que sea que hiciera. Sin excepción.
El omega se levantó de su silla y, sin mucha delicadeza, se dejó caer en la cama junto a Suguru, empujándolo con su hombro en el proceso. Geto gruñó por lo bajo como única respuesta y Gojo empezó a darle golpecitos con el codo, directo en sus costillas, mientras hablaba:
— Suuuguuu , solo estaba intentando convencer al profe. Sé que puedes encargarte fácilmente de una maldición de primer grado. Podías encargarte de ambas misiones tu solo—carturreó.
—Uhm… —el alfa lo observó por el rabillo del ojo, sopesando si aceptar sus palabras o no.
—Eres el hechicero más fuerte que conozco.
—Uhm…
Satoru sonrió con ese brillo arrogante de siempre y agregó:
—Después de mí, claro.
Suguru se resistió pero, finalmente, soltó una carcajada y le dió al albino una patada tan suave que ni siquiera la sintió. Su Infinito no lo detuvo.
—Lo sabía. Eres insoportable—se quejó el pelinegro.
—Pero así me quieres.
Ambos chicos siguieron discutiendo y bromeando entre sí, y después encendieron la consola. Jugaron, pelearon, se burlaron el uno del otro como un par tontos. El tiempo se les fue volando. Para cuando la pantalla anunció el final de la sexta partida, el reloj ya marcaba la medianoche. Gojo pidió revancha, porque él no era de los que aceptaban un empate, pero Suguru se rehusó con un largo bostezo, antes de dejarse caer entre los peluches de Digimon que decoraban la cama de Satoru.
A su lado, el omega observó con una mezcla de ternura y diversión cómo Geto cerraba los ojos. Su cabello negro se extendía desordenado sobre la colcha, y sus pestañas, igual de oscuras, largas y lacias, proyectaban sombra sobre su piel clara, ligeramente bronceada. Solo si te acercabas demasiado, notarías las pequeñas manchas que salpicaban aquel lienzo inmaculado, situadas justo por encima de sus pómulos. Tímidas pecas que nadie llamaría como tal por lo escasas e invisibles que eran. Pero Satoru conocía cada una.
Su vista bajó hasta la holgada camiseta de su amigo, que dejaba al descubierto parte de sus clavículas. No pudo detener sus pensamientos a tiempo. Satoru recordó la noche anterior, cuando hundió su rostro justo ahí, en el cuello de Suguru, respirando su aroma cálido y embriagador.
Ahora solo podía percibir el perfume de su shampoo y jabón neutro. Nada de lavanda. Era una lástima.
¿Qué era una lástima?
Gojo sacudió la cabeza como si eso pudiera callar a su voz interna. ¿Qué estaba mal con él?
—¿Te quedas a dormir? —preguntó con indiferencia, pero su voz tembló.
—Siempre invades mi cama. Me toca a mí invadir la tuya —respondió Suguru, aún con los ojos cerrados, acomodándose como si fuera lo más natural del mundo.
Claro. Dormir juntos no era nuevo. Habían compartido camas, sillones y el suelo más de una vez. Entonces, ¿por qué el corazón del omega latía tan fuerte?
Satoru se acomodó también, de lado, dándole la espalda al contrario por instinto, temiendo que el extraño cúmulo de emociones que se arremolinaban en su pecho salieran a la superficie, reflejándose en su rostro.
Durante un momento, el silencio llenó la habitación. Por la ventana entreabierta se colaba la brisa fresca que anunciaba el fin del verano, moviendo levemente la cortina. Solo quedaba el tenue roce de sábanas y las respiraciones acompañadas. Podía imaginar la forma en que el pecho del alfa subía y bajaba. Satoru cerró los ojos. Contó ovejas, vacas y dinosaurios, pero no sirvió de nada. Era demasiado consciente del calor del cuerpo de Geto justo detrás de él, a escasos centímetros.
Entonces, sintió movimiento y escuchó el leve crujir del colchón al hundirse por el cambio de posición. Suguru se giró para mirarlo, aunque se encontró con la nuca el omega.
—Toru… —su voz fue apenas un murmullo—. ¿Mis feromonas… te ayudan? Quiero decir… —dudó, relamiéndose los labios con un dejo nerviosismo—. ¿Te sirven para regular las tuyas?
Satoru quedó inmóvil. La pregunta lo sacudió por dentro, como si lo hubieran atrapado en plena caída. No supo qué pensar ni qué decir. Lo que el alfa decía era extraño, confuso, inesperado y… era verdad.
Al ser envuelto por el aroma de Suguru, su cuerpo se relajó de una forma que nunca había sentido antes. Solo podía compararlo a beber alcohol, aún cuando odiaba el sabor y prefería tomar soda en las fiestas. Las feromonas del alfa tenían un efecto más veloz e intenso que el sake o la cerveza, y, definitivamente, emborracharse con ellas era más agradable. Tras olfatearlo un rato había dormido en paz por primera vez desde que despertó en esta línea temporal. Sin pesadillas, sin sudores fríos, sin esa maldición de ojos rojos que lo vigilaba desde las sombras de su mente. Como si hubiese sido producto de su imaginación.
Entonces, ¿las feromonas de Suguru eran compatibles con las de él? Después de todo, eran alfa y omega, así funcionaba su biología. Posiblemente reaccionaría igual ante el aroma de cualquier alfa que intentara calmarlo. Pero… Satoru no podría abrazar a nadie como abrazó a Suguru. Ni esconder su rostro en el pecho de otro. Ni llorar sobre su hombro.
—Eso creo… sí —admitió el omega con un susurro.
—Me alegra —dijo el alfa después de un momento, imitando el tono bajito del albino. Su voz era tan suave y ronca que se asemejaba al ronroneo de un felino—. Puedes pedirme que libere feromonas siempre que quieras… si lo necesitas, claro.
Satoru sintió que el cerebro se le salía por las orejas, derretido. Su cara estaba en llamas. Fue imposible detener la emoción que lo golpeó como una avalancha.
“Puedo tenerlas siempre que quiera” gritaba una vocecita, que se negaba a reconocer como propia, desde el fondo de su mente, “Las feromonas de alfa , solo para mí ”.
Cerró los ojos con desesperación y apretó la sábana con fuerza. Joder, iba a tener un infarto. Estaba demente.
—Eh, s-sí, okay … Gracias, Sugu—tartamudeó, sin saber dónde meterse.
Debió decir que no. Debió reírse, hacer una broma, cambiar el tema. Ahora que sabía lo íntimas que eran las marcas de olor, sentía que se había metido en un terreno peligroso.
¿Era correcto? ¿A Suguru no le molestaba? ¿No le parecía incómodo? ¿Raro?
Pero, eran mejores amigos. ¿No? La persona en quien más confiaban. ¿Entonces… de verdad estaba tan mal?
Satoru permaneció de cara a la pared, sin notar cómo las mejillas de Suguru se teñían de rosa.
Los ojos de Geto brillaron en la habitación oscura, llenos de un sentimiento que solo podía describirse como alegría. Alegría pura. Y, muy por debajo de eso, deseo . Era la mirada de quien contempla un tesoro precioso e invaluable, codiciándolo en secreto desde las sombras. Hasta que, de repente, un día, le dicen que pude tomarlo. Que, si extiende la mano, obtendría lo que tanto quería.
¿Era iluso de su parte albergar dicho anhelo?
—Asegúrate de despertarme bien mañana o me quedaré dormido —murmuró Gojo, levantando la sábana para cubrirse de pies a cabeza. Solo un pequeño mechón blanco quedó a la vista.
—Ya sé —susurró Geto. No podía verlo, pero Satoru escuchó la sonrisa en sus labios—. Descansa, Toru.
El omega respondió con un sonidito.
Permaneció despierto varios minutos después de eso, esperando a que su pulso se regulara y su cuerpo apagara las brasas que amenazaba con quemarlo hasta las cenizas. Cuando su pecho dejó de retumbar y su respiración volvió a encontrar su ritmo, Satoru finalmente cayó dormido.
Al abrir los ojos, supo que estaba soñando.
La sala estaba apenas iluminada por lámparas empotradas en la madera tallada del techo y el aire olía a incienso rancio que le lastimaba la nariz. A su alrededor, había seis biombos de bambú fino que únicamente permitían apreciar la silueta de quien se encontraba detrás. Él conocía demasiado bien ese lugar; se trataba del Cuartel General de Jujutsu, donde se reunían los altos mandos de los clanes principales: Kamo, Zenin y Gojo, entre otros menores. Quienes ahora lo observaban desde sus cómodos asientos como cuervos hambrientos.
Satoru se hallaba de pie en el centro de la habitación, con el cuerpo exhausto y una rabia contenida que raspaba la garganta. Notó la presencia de Yaga al fondo, detrás de él. Su profesor insistió en entrar por más que el albino le dijo que no era necesario.
Los ancianos convocaron a Satoru tras la revelación de que el heredero del Clan Gojo se presentó como omega demasiado tarde, a sus dieciséis años.
La noticia había caído como una bomba entre los clanes. Jamás en la historia de la hechicería se había registrado un líder omega. Como la pólvora que corre ante una chispa, los comentarios no se hicieron esperar. La mayoría pedía la destitución de Satoru como heredero principal del prestigioso Clan Gojo. Argumentaban que los omegas eran débiles por naturaleza, temperamentales y volubles. No poseían el carácter necesario para tomar decisiones que afectarían generaciones enteras, y mucho menos para mantener el liderazgo de un clan con siglos de antigüedad.
Algunos alegaban que, independientemente de su condición, Satoru Gojo seguía siendo portador de los Seis Ojos y la técnica del Infinito, por lo que su linaje era sumamente valioso. La sangre que corría por sus venas no era reemplazable. Quizá quitarle el título era excesivo, podrían esperar hasta que el chico cumpliera la mayoría de edad para que un alfa con buena genética lo desposara y le diera al Clan Gojo un heredero digno que fuese capaz de regir. Un alfa. Incluso un beta.
Lo que sea, menos omega.
—Satoru Gojo, cuando un heredero de las Grandes Familias se presenta, debe pedir una conferencia formal para compartir esta información con los superiores, ¿no se te instruyó al respecto?—espetó el representante del Clan Kamo, su voz era grave y áspera como una lija.
Satoru se encogió de hombros. Aún le dolía el cuerpo. No había pasado ni una semana desde que se presentó y, a la vez, tuvo su primer calor, el cual lo dejó postrado en cama y sudando como un animal enfermo. Estuvo inconsciente la mayor parte del tiempo. ¿Cómo se suponía que iba a reunirse con este grupo de vejestorios si ni siquiera podía caminar?
Pero él no diría nada sobre eso.
—Se me olvidó—respondió sin más.
Un gruñido enfadado hizo eco en la habitación, acompañado de murmullos reprochadores.
—Pensé que lo educaron mejor, Gojo—dijo una mujer, dirigiéndose a un miembro oculto detrás de alguna de esas ridículas paredes de papel.
El representante del Clan Gojo no respondió al comentario cizañoso.
—Libera tus feromonas—ordenó Kamo.
El silencio se extendió en el lugar y Satoru apretó los puños.
—No—respondió.
—¡Satoru Gojo! ¿Te rehúsas a seguir el protocolo?
El albino no respondió, pero se mantuvo firme en su sitio. Nadie iba a obligarlo a hacer algo que él no quería.
—Ya sabemos que eres un omega—afirmó la mujer, elevando el tono—. Presenta tus respetos como es debido y podrás irte.
—Lo haría—dijo Gojo, descubriendo sus dientes con una amplia sonrisa llena de arrogancia—. Pero no respeto a nadie aquí, así que no veo la forma.
—¡Modera tu lengua! —gruñó un alfa del Clan Kamo. Las paredes retumbaron cuando golpeó la madera—. ¡Discúlpate de inmediato!
Satoru no se movió. Ni siquiera parpadeó.
Entonces, desde el biombo donde se ocultaba la figura del anciano Gojo, se oyó un suspiro largo y exasperado.
—Debes pedir disculpas —dijo, con esa cortesía hipócrita que Satoru había escuchado durante toda su vida. Aunque no conocía a este hombre, no necesitaba hacerlo para saber que su único interés era congraciarse con el resto del consejo y demostrar que su clan merecía el estatus que tenía—. No puedes comportarte así frente al Consejo, Satoru. ¿Qué diría tu madre?
Satoru abrió los ojos y apretó la mandíbula, conteniendo su reacción. Quería arrancarle la cabeza a ese bastardo. Y podía hacerlo. Pero lo único que lograría sería incrementar sus problemas. Se giró sin molestarse en ocultar el desprecio en su tono.
—¿Y por qué me importaría lo que opinen los muertos?—escupió.
—¡Insolente! —vociferó alguien.
—¡Desvergonzado! —tronó otro.
La indignación estalló como un enjambre de abejas enfadadas. El omega podía sentir los ojos de todos clavados en él. ¿Cómo se atrevía a declarar como fallecida a su propia madre? La hija del líder del Clan Gojo actual. Lo llamaron deshonroso, indigno, y otros tantos títulos que no podían importarle menos.
Entonces, una voz resonó como un trueno en el cuartel, haciendo callar al resto.
— Discúlpate.
Era el representante del Clan Gojo, pero, esta vez, sus palabras estaban cargadas de una fuerza indiscutible e inhumana: la Voz de Mando.
El cuerpo de Gojo se sacudió como si lo hubieran sumergido en agua helada. Cada músculo de su cuerpo se contrajo y su pecho fue aplastado por una tonelada de algo intangible. Su garganta ardía ante las palabras que se rehusaba a pronunciar. No podía respirar.
Cada fibra de su cuerpo le suplicaba sumisión.
—¡Basta!—Yaga se puso de pie, su voz fue como un trueno—. ¡Está prohibido usar la Voz Alfa en reuniones del consejo! ¿Qué demonios están haciendo?
Pero los ancianos parecían más interesados en ver hasta dónde estaba dispuesto a llegar el muchacho frente a ellos. Un omega capaz de mantenerse recto ante una orden alfa no se veía todos los días. Era sumamente peculiar, y muy vergonzoso para el alfa que no estaba siendo obedecido.
— Arrodíllate —rugió el hombre, poniéndose de pie y liberando una gran cantidad de feromonas. Estaba decidido a doblegar la voluntad de Satoru.
El adolescente se mordió la lengua con fuerza. El sudor le empapaba la frente y sus piernas temblaban, amenazando con ceder bajo su peso. Sin embargo, no cayó. Obligó a sus huesos a soportar el terrible dolor que lo azotaba.
Satoru esbozó una sonrisa retadora, saboreando en su lengua la gota de sangre caliente que se deslizaba desde su nariz hasta su boca.
—No —respondió.
—¡Maldito omega ! ¡Cómo te atreves!
—¡Deténganse! ¡Levantaré un reporte al Supervisor General!
Las voces se volvían cada vez más borrosas, mezclándose entre sí.
Una mano gentil le tocó el hombro y tiró de él suavemente.
—Despierta…
—¿Qué…?
—Toru, vamos. Despierta..
Gojo abrió los ojos.
Lo primero que vió fue el techo de su dormitorio, y luego una mata de cabello negro despeinado. Similar a un nido de pájaros. Suguru estaba frente a él y lo miraba con el ceño ligeramente fruncido.
—¿Toru?—volvió a llamar.
—Ah, sí. Ya te escuché—murmuró el omega, incorporándose lentamente sobre la cama.
—Debemos salir en quince minutos —informó Suguru mientras se ponía de pie y caminaba hacia la puerta—. Ve al baño, lávate y vístete rápido, o Tanaka se enfadará.
Satoru solo asintió, aún aturdido. El eco del dolor aún zumbaba en su cuerpo, como lo que ocurrió en su sueño hubiese sido… real . Se llevó una mano al rostro y comprobó que no había sangre en él. Observó su palma fijamente.
¿Qué mierda fue eso?
—¿Todo bien?—preguntó el alfa, mirándolo con extrañeza.
—¿Qué? Ah. Sí. Sí. Ya voy.
Una vez en el auto, Satoru permaneció en silencio, observando la carretera a través de la ventana. Era tan temprano que el sol apenas empezaba a asomarse en el horizonte. Estaba perdido en sus pensamientos.
Más que una pesadilla como las que había tenido hasta el momento, aquello pareció un recuerdo. Uno que no le pertenecía a él, sino al Satoru anterior. Pero, ¿sería cierto?
Shoko y Suguru mencionaron un incidente con los Superiores y Gojo se pasó la tarde entera leyendo sobre la Voz de Mando y demás mecánicas. ¿Podría tratarse de una escena producida por su extraordinaria imaginación?
No.
Las sensaciones fueron tan intensas que era imposible que su cerebro pudiera inventarlas. Era memoria muscular. Él ya había pasado por eso antes. O, más bien, este cuerpo lo hizo.
La verdadera interrogante era, ¿cómo? ¿Por qué Satoru fue capaz de acceder a ese recuerdo? ¿Por qué hasta ahora?
Los treinta minutos de viaje culminaron en lo que pareció una fracción de segundo. El auto se detuvo con el ruido de las llantas frenando en el asfalto húmedo.
—Según el informe, la maldición fue vista en esta zona—anunció Tanaka.
Habían llegado al puerto de Yokohama.
Notes:
Mucha información, ¿verdad? Empezamos a adentrarnos en el omegaverse y el peso que tendrá a lo largo de esta historia.
¡Por ahí aparecieron los hermanitos Fushiguro! 💕 ... Y Toji. Sabremos de ellos muy pronto. Esta compleja familia tiene su relevancia.
Por cierto, estuve acomodando los capítulos y acontecimientos correspondientes a cada uno... Chicxs, nos acercamos mucho ese momento que todos queremos JAKDKFKSJDJSJA Me emociono como si no fuese yo quien escribe esto.
Los siguientes tres capítulos son para explotar el corazón. 💓
Cómo siempre, gracias por todo el apoyo.
¡Nos leemos pronto!
Chapter 11: Los hermanos Fushiguro
Summary:
Advertencia: mención de crímenes violentos, negligencia y abandono infantil. Estos actos no son aprobados ni justificados en ningún momento. Cualquier similitud con personas o hechos reales no es intencional.
Notes:
Quiero anunciar que @ghosty_li, quien lee este fanfic, hizo una HERMOSA ILUSTRACIÓN de una escena del capítulo 9, cuando Suguru abraza a Satoru y libera sus feromonas para consolarlo.
Por favor, vayan a verla! Está al final del capítulo 11 (este mismo) en Wattpad. Si tienen cuenta y pueden dejarle un lindo comentario, estaría genial.
Aquí está el link: https://www.wattpad.com/1564491030-lavanda-al-atardecer-sugusato-cap%C3%ADtulo-11-los/page/16
ESTOY MUY AGRADECIDA Y EMOCIONADA 😭❤️
(See the end of the chapter for more notes.)
Chapter Text
Yokohama olía a sal y acero. El cielo, tapizado de nubes pesadas que apenas permitían el paso del amanecer, se fundía con el horizonte donde los buques mercantes flotaban como gigantes dormidos. Este puerto era uno de los más activos de Japón, un punto clave tanto para el comercio nacional como internacional.
Contenedores de todos los tamaños se apilaban como bloques de colores apagados, formando pasillos estrechos por donde usualmente circulaban montacargas ruidosos las veinticuatro horas. Pero esa mañana, el puerto estaba en total silencio. Grúas colosales se alzaban sobre ellos, con sus brazos mecánicos en pausa.
No había ni un trabajador a la vista.
—Están de huelga—explicó Tanaka al bajar del auto—. Después de los últimos accidentes, era de esperarse.
—Pero este sitio es enorme, cientos de barcos llegan y salen cada día—dijo Suguru, observando alrededor.
Tanaka abrió la carpeta que tenía entre sus manos.
—Probablemente trasladaron el punto de operación al puerto vecino. Este fue clausurado hace dos días—añadió, sin levantar la vista del informe—. Presunto asesinato de una trabajadora.
Satoru suspiró, metiendo ambas manos en sus bolsillos, y sus ojos se fijaron en un punto específico, al fondo del muelle flotante. Era raro que las maldiciones dejasen el cuerpo de sus víctimas a la vista, usualmente se los comerían, o los ocultarían para después usarlos como suministro o simples juguetes de entretenimiento.
—¿Dónde la encontraron?—preguntó el albino.
El chofer les dió todos los detalles.
Desde hacía una semana, el puerto de Yokohama había dejado de ser solo un nodo comercial para convertirse en un hervidero de rumores. Primero fueron incidentes misteriosos: trabajadores encerrados en contenedores sin explicación aparente, alucinaciones de figuras desconocidas caminando sobre el agua o corriendo por los pasillos. Luego, accidentes más graves: puertas metálicas que se cerraban de golpe, aplastando extremidades; un par de dedos cercenados en circunstancias imprecisas; herramientas que desaparecían y reaparecían en lugares imposibles. Por las noches, quienes hacían rondas, juraban oír gritos ahogados y llantos, incluso cuando no había nadie cerca.
Aun así, nadie pidió ayuda. Hasta que apareció el cuerpo de Rei Harada.
Tenía veinte años, empleada de medio tiempo, conocida por ser puntual y discreta. Fue hallada al amanecer dos días atrás, tirada cerca de un contenedor parcialmente destruido, con un grueso trozo de metal incrustado en el abdomen. Murió desangrada. No hubo testigos.
La policía concluyó que la joven había sido empujada con fuerza desde atrás; y al caer, lo hizo sobre aquella pieza metálica y puntiaguda que le perforó el intestino y parte del estómago. Quien ocasionó su muerte, debió golpearla por sorpresa con un objeto pesado y plano. Eso explicaría la lesión en su cabeza; una fractura limpia en el hueso occipital. El hecho de que ningún trabajador escuchara o viera algo, y que las cámaras de seguridad habían dejado de funcionar precisamente en la noche del asesinato, volvió todo aún más desconcertante.
—Un hechicero de bajo nivel registró el lugar. Indicó que la maldición era de segundo grado y se encontraba en…
—¿Un contenedor amarillo?—interrumpió Satoru.
El mayor lo miró sin inmutarse, acostumbrado a ser interrumpido. Cerró la carpeta y contestó con simpleza:
—Así es.
Soma Tanaka.
Era un hechicero de tercer grado, de unos cuarenta años. Lucía una barba sin afeitar, ojeras marcadas bajo sus ojos oscuros, y un mechón de cabello gris que sobresalía entre su melena negra. Siempre hablaba sobre sus planes de retiro con esa expresión cansada que lo hacía ver una década más viejo.
Satoru apenas lo recordaba porque no solía requerir los servicios del chofer en turno, pero sabía que no era un mal tipo. Sus compañeros lo apreciaban y Shoko soltó un larguísimo suspiro cuando les dijeron que Soma por fin había conseguido pensionarse, como tanto quería. Lo conocían como “el hombre de los silencios incómodos”, a quien nunca verías sin un cigarrillo entre las manos, motivo por el cual su voz era áspera y siempre apestaba a tabaco.
Gojo olisqueó discretamente el aire. Además de la suave lavanda y el sabor de la nicotina, no halló nada más. Tanaka era un beta, entonces.
Era extraño, pero empezaba a entender lo útil que resultaba el sentido del olfato en este lugar. Se atrevería a decir que era tan crucial como la vista. Y como todo un prodigio, ya casi dominaba la novedosa mecánica a la perfección.
A veces, se encontraba a sí mismo inhalando profundamente cuando Geto estaba cerca, ya fuese porque su aroma era sumamente relajante, o porque intentaba adivinar el estado anímico del alfa. Mientras más amargo; más atención debía prestar. Aunque había descubierto que su amigo era diestro en el arte inhibir su propio aroma y ocultar así sus emociones displacenteras, habilidad que Satoru aún seguía desarrollando.
—¿Se sabe la técnica de la maldición?—preguntó Suguru.
—Es capaz de deformar el metal y crear con él zonas aisladas insonorizadas. Eso es todo lo que reportaron.
—Bien. Gracias, Tanaka —dijo Geto, regalándole una sonrisa cortés y cerrando los ojos.
Después de que un velo fue puesto por el hombre, Satoru y Suguru se adentraron en el muelle.
El sitio estaba desolado. Sus pasos resonaban con un chapoteo apagado conforme avanzaban, cada pisada arrancando un eco pegajoso del suelo encharcado. Caminaron entre las enormes cajas de almacenamiento y montacargas abandonados, detenidos en mitad del camino como si sus conductores hubieran huido apresurados, los cristales estaban empañados de salitre. El aire olía a sal. La herrumbre había empezado a comerse las esquinas de las estructuras metálicas y, de tanto en tanto, el viento hacía chocar las cadenas colgantes entre sí, como si el puerto respirara en lamentos. A lo lejos, se escuchaba el murmullo del mar.
Satoru y Suguru siguieron el leve rastro de energía maldita hasta llegar a un contenedor. La esencia malvada se concentraba allí. Pero, a diferencia de lo que les informaron, no estaba roto, ni siquiera tenía abolladuras, y la puerta estaba cerrada.
Había cintas de policía delimitando la zona, flácidas por la humedad del ambiente, y una silueta blanca dibujada justo sobre una mancha de sangre seca que aún parecía demasiado roja.
—Sí es el amarillo —soltó Geto, con la vista fija en el contenedor. Había muchos por esa zona, por lo que determinar con exactitud cuál de ellos emanaba la presencia maldita no era fácil a menos que estuvieras lo suficientemente cerca.
—Se veía desde la entrada —bufó el omega.
—Tú lo veías, Seis Ojos.
—Y por eso deberías alegrarte de que viniera contigo —dijo con una sonrisa que no alcanzó a ser tan arrogante como pretendía—. Soy tu detector de maldiciones personal.
Geto suspiró y negó con la cabeza, sin ocultar su diversión.
Luego, se agachó frente al lugar donde había muerto Rei Harada, por fin observando la escena del crimen frente a ellos. Lo hizo con detenimiento. Sus ojos se entrecerraron y apretó los labios. Era una escena del crimen similar a muchas otras que habían contemplado antes, pero el alfa parecía librar una batalla interna consigo mismo, una tan ruidosa que Satoru casi podía escucharla.
Gojo se sintió inquieto ante la expresión de su amigo. Un cosquilleo corría bajo su piel.
—¿Vas a rezar por ella? —preguntó, en un intento torpe de romper la tensión.
—Es raro que una maldición deje el cuerpo así, sin más —murmuró Geto, ignorando la broma. Su mirada sombría—. Era joven, quizá aún estudiaba… pero trabajaba de madrugada en un puerto como este.
La brisa marina levantó su cabello con delicadeza. Más allá, las olas rompían contra el muro de concreto, como si quisieran colarse en ese rincón vedado por la tragedia.
—Si fuese un caso de desaparición…
La voz de Geto se apagó. Si se tratara de una chica desaparecida, como la gran mayoría de los casos misteriosos que involcraban a criaturas y sucesos paranormales, todavía cabría la esperanza de encontrarla con vida. Pero estaba muerta.
Los hechiceros no eran ajenos a las pérdidas humanas, ya fueran civiles o colegas. Era una parte natural de su trabajo. La mayoría de ellos desarrollaban una gran tolerancia al malestar, como la que un médico obtiene tras ver a sus pacientes partir sin poder hacer algo para evitarlo. Algunos lo llamarían apatía. Un bloqueo emocional.
Pero Satoru pudo notar cuán afectado estaba Geto ahora mismo. Aún si controlaba sus feromonas con maestría.
Suguru no era alguien que se dejara llevar fácilmente por la emoción. Solía mantenerse tranquilo, inmune al dolor. Incluso cuando Satoru perdía los estribos frente a civiles molestos durante las misiones, o discutía con los superiores, Geto lo tomaba del brazo para detenerlo antes de que hiciera algo de lo que pudiera arrepentirse.
A Gojo le gustaba decir que su amigo era un moralista, pero Suguru era, en realidad, alguien centrado y calculador. Aferrado a sus principios, pero muy inteligente. Por eso se le daba tan bien negociar con los ancianos y tenía mucha popularidad entre las chicas, que buscaban en él a alguien maduro y amable.
Satoru también encontraba llamativo ese lado de Geto.
Incluso en momentos como este, donde escenas desgarradoras se desplegaban ante sus ojos, Suguru había sido capaz de apretar los dientes y seguir peleando, sin dejar que la ira nublara su juicio.
Al menos así fue, hasta que desertó de la escuela tras cometer una masacre atroz.
¿Qué tanto de ese Suguru había ahora en el Suguru que tenía delante de él?
Las manos de Satoru temblaron. Con un paso cauteloso, se acercó al alfa. Su sombra cubrió a Geto como un eclipse elevándose en el cielo.
Suguru alzó la mirada y sus ojos se abrieron sutilmente, como si la imagen frente a él fuese inesperada, como si hubiese olvidado que no se encontraba solo en el muelle.
—Lo sé —dijo Satoru, ofreciendo una mano al pelinegro—Y por eso estamos aquí. No permitiremos que haya más muertes, Suguru.
Geto abrió los labios, como si fuera a decir algo, pero no lo hizo. En lugar de eso, tomó la mano del omega y se levantó. Por un instante, Gojo creyó ver aquella mirada opaca brillar de nuevo, como una chispa entre las tinieblas. Una que él se encargaría de mantener encendida.
—Y ahora… ¿Piensas seguir escondiéndote?—preguntó el omega, girando su cabeza hacia el contenedor que no dejaba de vibrar.
Como si hubiese estado esperando su llamado, la estructura se abrió y se deformó sobre sí misma, crujiendo y chillando. El acero se retorció, colapsando hacia dentro, y luego se expandió hasta adoptar una nueva forma grotesca: la de una criatura metálica, recubierta de cadenas oxidadas que arrastraban chispas con cada movimiento. Tenía una silueta humanoide apenas reconocible, compuesta por láminas derretidas, con dientes de cuchilla afilados y rotos, sostenidos por lo que parecía una mandíbula torcida. En el centro del “rostro” solo había una cuenca vacía, profunda y ennegrecida, donde claramente faltaba un ojo: era ciego
Ni siquiera había terminado su transformación cuando varios trozos de metal salieron disparados hacia los hechiceros. Ambos reaccionaron en un instante: Suguru retrocedió de un salto, con la precisión de un felino, y Satoru se paró delante de él, deteniendo los fragmentos más pequeños que actuaban como balas con su Infinito.
Sin detenerse, la criatura levantó sus brazos y el suelo tembló. Alrededor de los hechiceros comenzaron a alzarse paredes de acero, al principio una, luego dos, luego cuatro. Geto usó sus puños para romperlas, mientras que Gojo las tumbaba a patadas. Cada vez que destruían una, otra surgía.
—¡Salir! ¡Salir! —gritaba la maldición con una voz femenina—. ¡Duele! ¡Duele!
—Esta es su técnica, entonces—afirmó Suguru, golpeando una pared y haciéndola estallar—. No estaba dentro. El contenedor es el objeto maldito.
Satoru se quitó los lentes con toda la calma del mundo y los guardó en su bolsillo.
—Sí, eso parece. No dejará de crear barreras para mantener la distancia. Le damos miedo—soltó una risita burlona.
—Entonces solo debemos… —empezó a decir Suguru, pero no alcanzó a terminar.
Una nueva pared metálica emergió justo entre ellos, cortando la línea de visión y silenciando sus voces. El eco del metal al cerrarse fue casi tan irritante como la criatura misma.
—Ay, qué fastidio —murmuró Gojo, frunciendo el ceño.
Sin perder más tiempo, levantó su dedo índice y medio, invirtiendo la rotación natural de su poder para crear una fuerza de repulsión absoluta.
Terminaría el espectáculo de una vez.
Apuntó hacia el extremo opuesto a donde detectaba la energía maldita de Suguru, cuidando no herirlo por accidente y dijo con voz grave:
— Rojo .
Una esfera de luz carmesí salió disparada, precisa y devastadora. En cuestión de segundos, cientos de paredes cedieron a la fuerza del impacto, rasgándose en pedazos como si estuviesen hechas de cartón mojado. Con un fuerte estruendo, un túnel de destrucción se abrió frente a él. Satoru salió fácilmente de la trampa y miró hacia la derecha, presintiendo la siguiente explosión.
Más láminas volaron por los cielos y una nube negra cubrió la zona. Suguru apareció de entre el humo. A su lado, se encontraba una de sus maldiciones de tercer grado. No era especialmente poderosa, pero con cuerpo gelatinoso, repleto de ojos y bocas, podía incrementar hasta cien veces su tamaño. Al ser convocada, su peso y volumen bastaron para reventar la débil prisión.
El alfa buscó a Gojo con la mirada. Cuando lo encontró, le sonrió.
—Veo que ya lo dominas mejor—elogió, ordenando a su maldición desaparecer con un movimiento de la mano.
A esta edad, Satoru seguía perfeccionando Rojo. Ni siquiera había desarrollado Vacío Púrpura. Por lo que era francamente impresionante verlo luchar con su fuerza actual, por más que se contuviera.
—¿Mejor? Lo hice perfecto—rezongó el omega, sonriéndole de vuelta.
Con los muros destruidos, la maldición se arrastró por el suelo, gimiendo y temblando. Ambos hechiceros caminaron hacia ella y, justo cuando Satoru iba a arrancarle la cabeza de un golpe, la maldición creció, recuperando su forma de contenedor y encerrando a ambos chicos en su interior.
Geto tocó una de las paredes que los rodeaban.
—Esta cosa es muy molesta, pero su técnica es interesante. Aunque no sirve para capturar enemigos, les hace perder el tiempo—murmuró, contemplando la forma en la que el metal se estremecía bajo su tacto.
Bastaría romperla desde las entrañas para acabar con el trabajo. Este último truco era un intento desesperado y tonto de retrasar su derrota.
A Satoru no le hacía ninguna gracia estar atrapado dentro de una caja, otra vez.
Chasqueó la lengua y gruñó:
—Como sea, la voy a-
De pronto, las paredes del contenedor vibraron con un zumbido feroz y se volvieron blancas, translúcidas. Ya no parecía que estuvieran en un puerto al amanecer. Afuera no había nada. Solo un vacío brillante y monocromático.
El silencio fue sustituido por una cacofonía de gritos y sollozos femeninos. Voces ahogadas que se escuchaban como si estuvieran encerradas en una cueva. En cuestión de segundos, empezaron a aparecer siluetas a su alrededor. Eran mujeres asustadas y ensangrentadas, algunas desnudas o cubiertas apenas por trapos desgarrados. Moretones y mordidas decoraban su carne, y rastros de quemaduras cubrían sus muñecas, cuello y boca. Alguna vez fueron atadas y amordazadas. Todas se estrellaban contra el contenedor, golpeaban con fuerza las paredes desde el otro lado, con las palmas heridas, ya sin uñas, y los dedos a carne viva.
Suplicaban que las dejaran salir, que no les hicieran daño, con lágrimas negras y podridas cayendo de sus ojos.
Todas eran jóvenes. Demasiado jóvenes. Algunas casi niñas.
Satoru sintió la bilis quemarle la garganta. A su lado, escuchó a Suguru contener la respiración.
Era claro que aquel contenedor fue utilizado para cometer atrocidades en el pasado.
La concentración de miedo y dolor que hubo allí dió vida a la maldición, y al traer el contenedor hasta Yokohama para transportar mercancía la semana pasada, los trabajadores despertaron aquello que se mantenía oculto.
El estómago de la maldición se defendía mostrando lo más bajo del ser humano que había presenciado. Una ilusión grotesca, creada para quebrar la mente y el temple de su víctima.
Gojo reunió energía maldita en su mano. Preparaba otro Rojo, dispuesto a acabar con todo. Pero justo cuando dio un paso atrás, una de las chicas pegó su rostro a la pared blanquecina a su derecha y gritó con desesperación:
—¡Geto, Gojo, ayuda!
Suguru, que había bajado la mirada en un gesto de respeto a los cuerpos expuestos, rápidamente levantó la cabeza. Satoru también se giró a ver. Ambos estaban familiarizados con esa voz.
Era Shoko.
La adolescente los observa fijamente, con una herida sangrante en la frente, la ropa hecha girones y jadeando de dolor.
La maldición podía tomar la forma de cualquier persona, al parecer. Pero, ¿cómo conocía la apariencia de Shoko Ieiri, si ella nunca estuvo dentro o cerca del contenedor? ¿Podía robarles esa información con una técnica psíquica? ¿De verdad era esta una maldición de segundo grado?
—Puede imitar incluso la voz… qué desagradable —masculló Geto, el desprecio latente. Aunque mantenía una expresión serena, Satoru le vió apretar los puños hasta que sus nudillos se tornaron blancos.
El alfa comenzó a invocar una de sus maldiciones, creando una brecha en el espacio, mientras que Gojo observaba a la Shoko falsa sin pestañear. Su mente corría a una velocidad que solo el portador de los Seis Ojos podía procesar. Debía haber una explicación.
Algo estaba mal .
Antes de que pudiese comprender la anomalía, otro grito, más agudo, se escuchó a sus espaldas.
— ¡Profesor Gojo!
Satoru sintió su sangre congelarse en sus venas.
No necesitó mirar.
Sabía quién era.
Reconocería el llamado de sus alumnos en cualquier lugar, en cualquier línea temporal.
Su corazón se detuvo por un instante antes de volver a latir con fuerza descontrolada, golpeando con furia contra sus costillas. Suguru se giró al mismo tiempo que Satoru alzaba la mano, presa del pánico. El Rojo que lanzó fue tan devastador que hizo polvo las cuatro paredes del contenedor en un estallido de energía pura.
Pasó tan rápido que ni siquiera parpadeó.
El vacío blanco que los envolvía se resquebrajó como vidrio y desapareció, devolviéndolos de golpe al puerto. El aire volvió a oler a metal, a humedad, a humo. Los lamentos fueron sustituidos por el sonido de la brisa y el vaivén de los buques meciéndose con la marea.
Gojo respiró hondo. Muy hondo. Hizo un esfuerzo sobrehumano por controlar sus feromonas y no soltarlas erráticamente. Necesitaba calmarse.
Pero su cerebro aún reproducía el eco de la voz de aquella joven de cabello castaño y corto, y ojos marrones. Esa chica que lo llamó “profesor" después de tanto tiempo.
Nobara Kugisaki.
¿Cómo era posible que una maldición de bajo nivel se metiera en sus recuerdos de esa forma? ¿Cómo fue que Satou lo permitió?
El omega permaneció de pie, rígido, aún dándole la espalda a Suguru. Su mano seguía alzada, temblando ligeramente, aún en posición de ataque. La bajó con lentitud, como si soltar aquella tensión implicara abrir la puerta a la desgracia. Tardó varios segundos en reunir el coraje suficiente para girarse.
Mil ideas se agolpaban y se sobreponían frente a sus ojos: Suguru enfadado con él. Suguru alejándose, con desconfianza en la mirada. Suguru herido, traicionado.
Pero Geto no lo observaba. Su mirada estaba fija en los restos de la maldición, que se empezaban a deshacer como ceniza.
—¿Qué fue eso?—preguntó con el ceño fruncido—. ¿Esa cosa te llamó “profesor”?
Silencio.
Claro. Era imposible que su mejor amigo descubriera la verdad solo porque una maldición moribunda dijo algo extraño en sus últimos momentos.
Estaba siendo paranoico.
No podía ser prueba de nada. No había forma de que esa palabra lo delatara. No si él mantenía la calma.
Nada había cambiado. Todo seguía bajo control.
Satoru estaba sudando frío, pero se encogió de hombros y actuó desinteresado.
—Supongo que dijo cosas al azar.
Como una Shoko herida y llorando pidiendo ayuda, o una alumna de la Preparatoria de Hechicería que nadie conocía, aún, llamando a Gojo por un título que no le correspondía. Cosas que nunca pasarían en realidad.
Suguru lo miró en silencio un momento, luego suspiró.
—Es verdad. Tenía una forma muy bizarra, y efectiva, de distraer a las personas—sentenció.
Satoru asintió con la cabeza. Si decía una palabra de más, cualquiera que estuviera ligeramente mal medida, o fuera de lugar, rompería la delgada capa de hielo sobre la cual estaba parado.
“Respira” se recordó a sí mismo.
El alfa se llevó una mano al mentón y entrecerró los ojos, con la duda reflejada en sus afiladas fracciones.
—La primera imitación de Ieiri fue perfecta—murmuró, pensativo—. Pero la segunda tenía defectos, aunque apenas pude verla.
Cuando Satoru conoció a Nobara, también pensó que se parecía a Shoko en su época de estudiante. No solo físicamente, sino que también su personalidad era similar. Jamás imaginó lo agradecido que estaría por tal coincidencia en una situación como esta.
—A pesar de ello, sigue siendo una técnica bastante impresionante para una maldición de segunda categoría—concluyó el pelinegro.
Satoru dudó una fracción de segundo antes de hablar.
—Entonces, ¿por qué no te la quedas?
Suguru alzó una ceja, miró al omega y luego al cúmulo de energía maldita que aún no terminaba de desaparecer en el piso.
—Me ordenaron absorber la maldición del templo de Kamakura, no esta —respondió, como si creyera que Satoru se había equivocado.
Gojo caminó hacia el alfa, comprobando de paso que las piernas no le fallaban y que su sangre circulaba nuevamente por su cuerpo. Aún sentía la tensión reciente en sus músculos y tendones, pero la sacudió como pudo.
—¿Y qué? —espetó, deteniéndose frente a Geto—. Es tu técnica, tú puedes decidir cuándo usarla. ¿O debo esperar a que me den permiso para usar la mía?
Suguru se cruzó de brazos.
—No es lo mismo. Mi técnica…
—Sí, sí —lo interrumpió Satoru, haciendo un gesto vago con la mano—. Manipulación de Maldiciones suena más intimidante que Infinito, Rojo, Azul, Verde, Amarillo …
Suguru resopló por la nariz y desvió la mirada, sin ocultar del todo su sonrisa.
— Pff…
—¿Es eso? ¿Te estás burlando de mí? —preguntó el omega, ladeando la cabeza con una mueca fea. Su tono era ligero, pero sus ojos no habían perdido el filo.
El aire entre ambos vibró apenas perceptiblemente. Satoru dió un último paso hacia adelante y se inclinó hacia el pelinegro, cerrando la distancia entre ellos para decirle al oído:
—No deberías dejar que los Superiores tengan tanto control sobre ti, Suguru. Conocen todo tu arsenal. ¿No sería bueno contar con alguna sorpresa?
Suguru abrió los ojos, pestañeando con una mezcla de sorpresa y atención. Giró ligeramente el rostro hasta quedar frente a frente con él. Satoru sintió el aliento caliente del alfa acariciar sus mejillas. Pero ninguno retrocedió.
Gojo lo decía muy en serio. No sabía si en el futuro Tengen descubriría lo de Kenjaku y trataría de eliminar cualquier mínima posibilidad que pusiera en riesgo su plan para preservar el equilibrio de este mundo. La última vez que Satoru fue sacado del campo al ser sellado en la Prisión Confinadora, los altos mandos no desaprovecharon la oportunidad para asesinar a Yaga, quien se rehusó a compartir los secretos de su Técnica de Manipulación de Marionetas. Sin mencionar la orden de ejecución que recayó sobre Yuta y Yuji en el pasado.
Podía imaginar cientos de posibilidades sobre lo que harían en un futuro esos peces gordos, y ninguna era halagadora.
Si Suguru permanecía en la Preparatoria de Hechicería y crecía dentro de esta sociedad podrida, el Consejo intentaría mantenerlo atado y obediente, porque le temían. Al igual que a Gojo.
Sin embargo, Satoru tenía ciertas ventajas que le permitían hacer lo que se le diera la gana, entre ellas; era insufriblemente poderoso y contaba con lazos políticos importantes gracias a su apellido.
Geto no tenía parientes en el mundo Jujutsu y tampoco tenía la autorización para utilizar libremente su habilidad más importante, lo cual le impedía alcanzar su máximo potencial. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que se hartara?
Satoru lo conocía demasiado bien. Suguru no aceptaría ser utilizado como un arma. Gojo tampoco deseaba eso para él.
Ya había pensado en ello desde antes de que les asignaran esta misión. Y tenía un plan.
—Cualquiera que obtenga tu expediente sabrá qué maldiciones posees —declaró el omega.
—Solo los Superiores y hechiceros autorizados tienen acceso a esa información… —replicó el alfa, pero su voz sonó menos firme, como si una parte de él ya supiera a dónde quería llegar el otro.
Satoru le lanzó una mirada significativa. Una de esas que no necesitaban palabras. La piel de Suguru se erizó y su respiración se pausó. El entendimiento tiñendo lentamente sus facciones.
Confiar ciegamente en un grupo de ancianos burócratas no era, en realidad, una apuesta inteligente. Ambos siempre lo supieron, lo dejaron claro cuando decidieron que ayudarían a Riko Amanai, aunque eso significara romper las reglas. Pero esto era un poco diferente. No les estaban ordenando quitarle la vida a alguien.
O al menos así era para uno de ellos.
—¿Estás en tu etapa revolucionaria, Satoru?—cuestionó el pelinegro. Su tono era burlón, pero sus ojos delataban la seriedad detrás de esa pregunta.
Suguru no entendía del todo, pero podía intuir que Gojo sabía algo que él no.
El albino dio un paso atrás, con una sonrisa astuta e insinuante en sus delgados labios.
—Solo digo. Pensé que la maldición te pareció útil. Si no la quieres… vámonos.
Suguru vaciló. Miró de reojo hacia donde la energía maldita se extinguía lentamente. Aún no desaparecía. Como una bruma que se negaba a irse del mundo todavía.
Esa maldición de segundo grado era desagradable en todos los niveles posibles. Sin embargo, ninguna maldición era buena. Se formaban como consecuencia indirecta del sufrimiento humano, del miedo y el dolor. Tenía la teoría de que su terrible sabor se debía a su terrible naturaleza.
Desde que aprendió a usar su Técnica Ritual, Suguru hizo un esfuerzo consciente por no sentirse responsable del origen de las maldiciones que controlaba. Aun así, por más útiles que fueran sus barreras, jamás podría permitir que la maldición metálica devorara a nadie más y recrease el martirio que pasaron esas chicas. Podría obligarla a no hacerlo con una orden directa... Aunque el mero hecho de tener que hacerlo lo asqueaba.
“Pero… no existen maldiciones buenas. Solo las eficaces” pensó.
Suguru extendió la mano hacia adelante. Su energía maldita se arremolinó en el aire y los restos de la maldición derrotada comenzaron a condensarse ante él, girando sobre sí hasta convertirse en una esfera perfecta, de color rojo quemado, tan oscuro que roszaba el negro. Suguru la sostuvo en silencio un instante. Luego, sin ceremonias, se la llevó a la altura de la boca y la tragó.
No hizo muecas. No se quejó.
Pero Satoru vio cómo su garganta se tensaba al pasar el núcleo y la forma en que su mano libre temblaba, conteniendo el impulso de taparse la nariz para disminuir la claridad con la que sus sentidos recibían el horrible sabor. Era un hábito que adquirió de pequeño.
La respiración de Suguru se volvió más pesada al terminar. Pasó saliva una, dos veces. Satoru sabía que estaba reprimiendo las náuseas.
También sabía que el alfa estaba siguiendo su sugerencia por convicción propia. A modo de protección. Que estaba de acuerdo con Satoru sobre buscar tener mayor autonomía y no depender de lo que los altos mandos dictaminasen para él.
Pero, a pesar de ello, Gojo sintió la pequeña espina de la inseguridad clavarse en su corazón.
¿Y si estaba cometiendo un error ?
¿Y si ese poder que Suguru acumularía, el mismo que lo haría más fuerte, terminaba siendo utilizado para dañar a personas inocentes? ¿Y si algún día se volvía en contra de sus alumnos? ¿O incluso, en su contra?
¿Y si estaba alimentando justo al Suguru que, en algún futuro, elegiría el camino más sangriento?
La sola idea le carcomía el alma.
Pero, entonces, vió a Suguru delante de él.
El chico tenía el ceño fruncido y diminutas lágrimas en los ojos. Se acercó directamente a Satoru, con la nariz enrojecida por el esfuerzo que acababa de hacer y lo irritante que le resultaba el sabor de aquellas malditas esferas, e hizo una pequeña mueca.
—¿Tienes una de esas paletas de cereza en tus bolsillos?—preguntó, con voz áspera, casi lastimera.
Y todo le pareció tan claro.
Suguru Geto no se convertiría en un Usuario de Maldiciones. No esta vez.
Porque Satoru Gojo se mantendría a su lado sin importar qué. Esa era la única verdad en la que debía confiar.
El omega soltó una risita y buscó en su pantalón, sacando un par de caramelos rojos que de inmediato le ofreció al pelinegro.
—Sabes que sí, Sugu.
Suguru aceptó las golosinas con un agradecimiento sincero y las devoró. Juntos, comenzaron a alejarse del puerto de Yokohama.
Antes de cruzar el velo, Satoru miró por última vez el sitio en donde se hallaba antes el contenedor amarillo.
Había algo raro. Incluso a él, con los Seis Ojos, le había costado identificarlo. Un retazo de energía inusual. Era como si la maldición metálica se hubiese fusionado con algo más. Otra esencia distinta a la suya. Quizá por eso poseía aquella técnica psíquica secundaria. Pero Gojo no estaba seguro de poder definirla sin volver a inspeccionarla.
Tendría que esperar a que Geto la manipulara para verla más de cerca y descubrir qué carajos estaba pasando. Podría pedirle que le dejase revisarla, pero eso tendría que ser después. Fuera lo que fuese, no podía ser bueno.
Este mundo seguía dándole problemas, y lo ocurrido aquí no pudo ser una coincidencia.
Gojo se sintió un poco culpable por buscar sacar provecho de la conveniente situación que él creó, por lo que sacó otros cinco caramelos de su bolsillo y se los dió todos en la mano. Suguru lo miró sorprendido antes de echarse a reír.
Al salir, Tanaka los esperaba con un cigarrillo en la mano. Deshizo el velo y los tres subieron al auto.
—Antes de ir a Kamakura, ¿podemos pasar a desayunar? Suguru necesita comer—pidió el omega, acomodándose en los asientos traseros.
Geto le dio un pequeño codazo en el costado, sin brusquedad, pero con clara desaprobación.
—No me uses de excusa —murmuró.
Ciertamente, cuando ingería una maldición en ayunas, su cuerpo solía resentirlo más de lo habitual. Y mentiría si dijera que no sintió mariposas revoloteando en sus tripas al ver cómo Satoru se preocupaba por él.
Pero anunciarlo de esa forma a Tanaka podría generar sospechas sobre Geto infringiendo las órdenes de los Superiores.
—Bueno, yo tengo hambre —corrigió Gojo, poniendo los ojos en blanco.
Tanaka encendió el motor y acomodó el espejo retrovisor. Su expresión era más seria de lo usual.
—No iremos a Kamakura —dijo.
Ambos estudiantes se miraron por un segundo, confundidos. Giraron la vista al conductor, esperando una explicación. El hombre suspiró, resignado, apagando su cigarrillo en el cenicero que tenía a un lado del volante.
—Es por ese cazador que el Consejo ha estado buscando—explicó mientras pisaba el acelerador, incorporándose a la carretera—. Por fin lo encontraron, pero volvió a escapar. Al parecer, se dirigía a Tokyo. El profesor Yaga suspendió la misión hasta nuevo aviso. Los llevaré de vuelta al colegio…
No pudo terminar.
Ocurrió tan rápido que ni Geto ni Tanaka alcanzaron a verlo. Solo sintieron la enorme cantidad de energía maldita retumbar una fracción de segundo antes de desaparecer.
La puerta derecha trasera del coche estaba abierta y el asiento de Satoru vacío.
—¡Pero qué carajos…! —exclamó Tanaka, frenando de golpe. Las llantas derraparon contra el asfalto.
Geto, sin perder ni un segundo, tomó la manija de su lado. Su intención era obvia.
—¡No! —Tanaka se inclinó hacia atrás y lo sujetó del brazo con fuerza, deteniéndolo cuando el chico ya tenía una pierna afuera—. ¡Geto, no!
—Tengo que ir tras él.
—No puedes. Tengo órdenes. No podemos seguirlo, ni siquiera si queremos. No dejó rastros.
Geto fulminó al chofer con los ojos entrecerrados, furioso. Luego miró hacia la calle, en dirección a donde creía que Gojo había ido, pero, como dijo Tanaka, había pistas del albino. Se esfumó por completo. Esa fue su técnica de teletransportación en su máximo esplendor. Suguru jamás lo vio ejecutarla tan perfectamente. ¿Desde cuándo era tan rápido?
—Tenemos que ir a la preparatoria —dijo Tanaka, aún sin soltarlo—. Notificarle al profesor Yaga lo que acaba de pasar antes de que esto se salga de control. Ya hay hechiceros de Tokio y Kioto rastrillando la zona. Será mejor que Masamichi dé la orden para localizar a Satoru en caso de que lo vean.
Suguru no respondió. Sus feromonas se agitaron con violencia y su mandíbula crujió.
Toji Fushiguro ya lo había vencido una vez, y aunque Satoru ahora utilizaba los Rituales Inversos para mantener activado su Infinito sin descanso, no borraba el hecho de que el omega estaba saliendo de un celo reciente y peligroso, y que aún tenía problemas para controlar sus energía maldita. ¿En qué demonios pensaba?
Debía ir con él para… ¿Para qué?
El Cazador de Hechiceros lo derrotó estrepitosamente a él también, después de matar a Amanai sin que Geto pudiera hacer nada .
¿Por qué creía que tener un enfrentamiento con él ahora daría un resultado diferente?
Tanaka vió la vacilación en el adolescente y habló con calma.
—Por favor, Geto. No hagas que me despidan antes de poder jubilarme.
Un gruñido bajo escapó de la garganta de Suguru, soltándose del agarre con brusquedad. Era sumamente raro verlo actuar así de enfadado, al borde de la grosería.
—Bien. Pero no iremos en coche—escupió.
Tanaka no tuvo tiempo de preguntar a qué se refería. Geto chasqueó los dedos, y una forma gigantesca y luminosa se materializó frente a ellos, envolviendo la calle con reflejos tornasolados.
Un dragón negro y de ojos dorados se alzó imponente sobre el asfalto. Su cola ondeó en el aire hasta asentarse en el suelo, a un costado de su cabeza, permitiendo a Suguru montarse velozmente sobre ella.
La mandíbula de Tanaka cayó a sus pies.
—¿Pero qué mier…?
—Sube —ordenó Suguru, listo para despegar, con o sin el beta.
Mientras volaban en dirección a la escuela, con el viento rompiendo en sus oídos, Suguru solo podía cerrar los puños fuertemente y obligarse a mantener la mente fría, aunque el corazón le ardiera.
“Satoru… no hagas nada estúpido, por favor ”, rezó en su interior, ordenando al dragón ir más rápido.
Mientras tanto, las calles estrechas de Sanya, un antiguo distrito en el norte de Tokio, se extendían como venas marchitas en un cuerpo cansado. Alguna vez lleno de jornaleros y obreros, hoy no era más que una sombra borrosa frente al brillo de la capital moderna.
Eran las siete de la mañana. Los puestos de comida callejeros estaban vacíos y la mayoría de las casas no mostraban señales de estar habitadas. Solo había unas pocas personas que caminaban cabizbajas, ignorando a un hombre sin hogar que pedía monedas desde una esquina, con una manta raída cubriéndole las piernas.
Satoru Gojo, heredero del clan Gojo —aunque después de aquel sueño, ya no estaba tan seguro de lo que lo fuera— no pertenecía a un lugar como este. Su silueta alta y su porte elegante, incluso vestido con un modesto uniforme de preparatoria, resaltaban como una mancha de pintura fluorescente en un retrato renacentista.
Caminaba con pasos largos y determinados, como si ya hubiese recorrido esos callejones antes. Y lo había hecho.
—¿Cuál era? —susurró, afinando la vista para observar.
Había pasado mucho tiempo. La memoria, como todo, tenía un límite. Recordaba el viejo departamento en un segundo piso con cierta nitidez: paredes grises y sucias, una puerta de un verde horrible que no se podía confundir. Pero los números de las calles eran otro asunto. Inspiró profundo, frustrado, y siguió avanzando entre sombras, faroles apagados y grafitis.
Entonces lo vio.
Un pequeño edificio de tres plantas, inclinado apenas hacia un lado, como si el tiempo le hubiese ganado la batalla. En uno de esos departamentos, vivían los hermanos Fushiguro.
Esta vez no se encontró a Megumi regresando a casa. Para este momento debía de tener cuatro años, no seis. Ni siquiera había empezado a asistir a la primaria. Gojo llegó dos años antes...
A diferencia de lo que Geto y el resto pudieran estar pensando en ese momento, no corrió tras Toji. No aún. No le faltaban motivos, pero la información sobre él no era precisa. Solo sabían que se dirigía a Tokio, nada más. Y Gojo, al oír eso, no tuvo tiempo para esperar órdenes. Se teletransportó tan lejos como pudo, cruzando millas en segundos.
No sabía si Toji planeaba ir por su hijo. Pero si lo hacía, Satoru lo mataría sin dudar. Por ahora, debía asegurarse de que los niños estuvieran a salvo. Había que sacarlos de allí.
Subió las viejas escaleras del edificio y se plantó frente al portal del departamento cinco, se sacudió el polvo de la ropa y colocó su mejor sonrisa. El estómago le dio un vuelco. Algo parecido a los nervios, o quizás era otra cosa.
Tocó tres veces.
Nada.
Tres golpes más, un poco más firmes.
Silencio.
Satoru no necesitaba una respuesta verbal para saber que alguien estaba ahí. Podía verlo con claridad ahora que estaba cerca: el débil flujo de energía maldita que danzaba torpemente detrás de la puerta, como el murmullo de la lluvia antes de convertirse en tormenta.
La esencia de un pequeño hechicero con un don recién despertado.
—¡Buenos días! —entonó con voz alegre, aunque el ambiente no invitaba precisamente a la cordialidad—. Sé que es muy temprano, pero vengo a ver a Tsumiki y Megumi Fushiguro.
Por un largo momento, siguió sin obtener respuesta. Luego, una voz aguda y tímida, apenas más alta que un susurro.
—¿Quién es usted? —preguntó una niña.
—¡No le hables! —ordenó otra voz. Un niño.
—Me llamo Satoru Gojo y traigo buenas noticias.
El suave murmullo de una discusión se desató dentro del departamento. La niña respondió con cautela:
—No conocemos a nadie con ese apellido…
—Y qué bueno que yo sea el primero. —Satoru puso una expresión juguetona, aunque nadie podía verla del otro lado—. Mi familia no es para nada agradable.
De nuevo, silencio.
Justo cuando el albino creyó que no volverían a contestarle, la pequeña dijo:
—La… la nuestra tampoco.
—¡Hermana, no le hables! —la regañó el niño, indignado.
Gojo no pudo evitar soltar una risa suave. Se notaba que la niña era dulce, y que el niño era bastante protector con ella, a pesar de ser el menor. Sonaban igual a los chicos que él conocía. Bueno, quizá un poco más tiernos.
—Sé que esto es raro, niños, pero no soy nadie sospechoso. Solo quisiera hablar con ustedes sobre algo importante —intentó.
—¡Sí, claro! —soltó el niño, su tono cargado de ironía infantil. Después, un gritito asustado—. ¿Qué haces? ¡Tsumiki, no!
La ventana al costado de la puerta se abrió con cuidado, y una niña de no más de siete años asomó la cabeza, siendo apenas lo suficientemente alta como para mirar al visitante. Tsumiki vestía una pijama blanca, tenía el cabello castaño ligeramente despeinado, como si acabara de levantarse. Sus ojos marrones se inclinaban hacia abajo, dándole un aire amable y triste a su rostro, y sus manitas estaban cubiertas con vendas adhesivas azules, decoradas con nubes sonrientes, las cuales cubrían algunas cortadas en sus dedos.
—Hola, pequeña —saludó Gojo.
—¡Tsumiki! ¡Podría ser un cobro… crobodor ! —gritó Megumi, arrastrando la palabra.
—Se dice cobrador, Gumi. —lo corrigió ella, sin dejar de mirar a Satoru con curiosidad—. Y no creo que lo sea… tiene un uniforme de escuela.
—Tu hermana tiene razón. No vengo a cobrarles nada. Estudio en la mejor escuela de hechi-
—¡Tu mamá no está! ¡No hay que abrirle la puerta a extraños! —exclamó Megumi, aún sin dejarse ver.
—Pero no le abrí la puerta… —respondió Tsumiki con inocencia.
Gojo se acercó con lentitud. Cuando por fin se puso justo frente a la ventana, pudo ver el rostro de Megumi.
Era… muy joven . Como cualquier infante de su edad. Ojos grandes, verdes, muy expresivos. El cabello negro, cortado de forma desigual, con un flequillo que parecía obra de unas tijeras sin supervisión. Tenía el ceño fruncido y miraba al mayor con desconfianza, como un gatito erizado enseñando los colmillos.
Estaba muy delgado, igual que su hermana. La ropa les colgaba un poco, demasiado grande para sus cuerpos.
Pero lo que terminó de estrujar el corazón de Satoru fue notar la mancha más amarillenta que morada en la mejilla de Megumi. Un golpe.
La sangre de Satoru hirvió con furia.
El moretón no era reciente, y eso le hizo preguntarse si el niño tendría más de esos en el resto de su piel. Sus dedos se crisparon ligeramente a los costados. Pero no podía dejar que el enojo se notara. No ahora. Respiró hondo y tragó la rabia como veneno amargo. Eso… se resolvería después. Por ahora, necesitaba que Megumi y Tsumiki lo vieran como un aliado, no como otro adulto impredecible y amenazante.
Sin decir ni preguntar nada, Gojo miró el interior del departamento. Si es que se le podía llamar así.
Era una sola habitación sin divisiones. Había una cama individual contra la pared, una mesita baja con dos cojines deshilachados, y un balcón diminuto, apenas suficiente para colgar algo de ropa. Sobre la encimera de una estufa oxidada, una tabla de cortar con rebanadas de pan duro esperaba en silencio, y delante de esta, un banquito que presumiblemente era utilizado para que alguien de baja estatura pudiese alcanzar los utensilios. El aire olía a humedad, y las paredes tenían manchas de moho en las esquinas más bajas.
Todo estaba descuidado, pero limpio. Ordenado dentro de sus posibilidades.
Satoru hizo un gran esfuerzo para no borrar su sonrisa.
—¿Qué quieren desayunar? —preguntó mientras se estiraba un poco hacia la ventana—. Pediré algo, y así hablamos mientras comen.
Tsumiki dudó. Se mordió el labio, pensativa.
Megumi soltó un gruñido y se negó.
—Pero, Gumi... —susurró Tsumiki, con la voz baja y seria—, no queda gas… y ya no hay nada en el refrigerador.
—No tengo hambre—. El niño se cruzó de brazos y apartó la mirada. Justo entonces, su estómago rugió con fuerza para contradecirlo. Megumi quedó tan rojo como un tomate bajo la mirada expectante de Satoru.
Tsumiki bajó la vista, jugando con sus manos ansiosamente.
—Mi hermanito no ha comido nada desde ayer por la tarde…—confesó avergonzada. Como si aquello fuese su culpa de alguna manera—. S-si pudiera comprarle un sándwich, se lo agradecería mucho. Hay un viejito que los vende abajo. El señor Morita—. El nombre rodó familiarmente por sus labios.
Mientras Megumi protestaba al fondo, Gojo se agachó un poco para ver a Tsumiki de frente. Sus ojos, aunque ocultos tras las gafas oscuras, llamaron la atención de la niña, como gemas preciosas.
—¿Y tú?—le preguntó.
Ella agitó las manos en el aire, nerviosa.
—¡Yo estoy bien! ¡Con uno alcanza! Y son baratos —agregó rápidamente, con las mejillas teñidas de un pálido rosa y la voz temblorosa—. ¿Si… si nos compra uno? Por favor.
Satoru sintió un nudo formarse en su garganta.
—Si tú no comes, yo tampoco como —declaró Megumi con firmeza, acercándose por fin a la ventana. Su voz era pequeña y delgada, como él, pero su resolución sonaba como un juramento grabado en piedra.
Tsumiki frunció el ceño y lo miró, más preocupada que molesta.
—Megumi Fushiguro…
—¡Cómprale a mi hermana comida también! —exigió el niño, dirigiéndose a Gojo por primera vez en toda la conversación. Su postura pretendía ser intimidante, pero su voz se quebró justo al final.
Satoru vio la humedad cristalina en ese par de orbes verdes, esa lucha desesperada entre desesperación e incertidumbre que no debería existir en nadie tan pequeño. Su corazón latió con fuerza.
La niña se giró molesta para decirle a su hermanito que esa no era la forma correcta de pedir las cosas.
Los hermanos no se percataron de que el chico de cabello blanco desapareció. En tiempo récord, Satoru volvió con dos bolsas grandes en la mano. Compró todo lo que el anciano de abajo tenía: seis sándwiches de carne tibios, botellas de agua, jugos de naranja y helado de limón. El regaño de Tsumiki a Megumi ya había terminado.
Gojo extendió el botín a través de la ventana como quien lleva una ofrenda. Tsumiki lo recibió con los ojos muy abiertos, y una mezcla de sorpresa y angustia cruzó su rostro.
—E-esto es demasiado… —tartamudeó—. No podemos aceptar tanto…
—Sí pueden. Lo compré para ustedes —replicó Satoru con paciencia, pero sin opción a debate.
Tsumiki calló un momento, después asintió y le dió las gracias con una sonrisita.
Gojo observó a los hermanos Fushiguro mientras comían, sin interrumpirlos, recargado contra la ventana. Tsumiki daba mordidas pequeñas y ordenadas, como si no quisiera que se terminara. Megumi la imitaba, fulminando al omega con la mirada de vez en cuando, evaluándolo.
Satoru era bueno ocultando lo que sentía tras una expresión relajada, pero, detrás de esa fachada, su mente estaba maquinando.
¿Dónde estaba su madre? En su línea temporal anterior, los chicos le habían dicho que aquella mujer no había vuelto “en mucho tiempo”. Nunca especificaron cuánto, pero Satoru asumió que eran meses, o un año. Ahora que los tenía frente a él, dudaba que siquiera supieran cuánto tiempo llevaban solos.
Haciendo memoria, la madrastra de Megumi jamás fue una mujer responsable. Salía constantemente. No regresaba durante una temporada y, cuando aparecía, dejaba algo de dinero y volvía a irse. A ella no le importó cuando los niños desaparecieron. Fue un par de años después que la mujer buscó a Gojo, quien le ofreció ver a sus hijos, pero ella se negó y pidió dinero. Se veía enferma y demacrada, y apestaba a alcohol. Satoru le dió lo que quería y nunca más supo de la madre de los hermanos Fushiguro.
Siendo honesto, no le preocupaba si esta vez reclamaba la custodia o no. Ninguna persona que abandona a dos niños indefensos sin remordimientos merecía ser llamada padre o madre, mucho menos ser tratada con consideración. Y Gojo tenía mil y una formas para mantenerla lejos de ellos.
Lo que le consternaba era ese moretón en la mejilla de Megumi y su miedo hacia los “cobradores”. No recordaba algo similar. ¿Sería que con el tiempo la situación mejoraría? ¿O es que los niños decidieron guardarse ciertos detalles? Aunque podría estar relacionado con las dinámicas diferentes de este mundo.
Sin importar lo que fuera, Gojo debía sacarlos de ahí.
No podía simplemente llevarlos a la Preparatoria. Eso lo metería en problemas. Yaga ya sospechaba. Los altos mandos seguramente estaban haciendo preguntas desde la misión fallida. Tengen le había advertido: nada de llamar la atención de ojos ni oídos curiosos.
Debía llevarlos al departamento en Saitama. Con un par de llamadas sería posible mudarse esa misma tarde e inscribir a Tsumiki a la misma primaria a la que después asistiría Megumi. Pero ahora que los veía tan pequeños… no podía imaginarlos viviendo solos. No como antes.
Satoru frunció los labios.
Notaba la forma en la que Tsumiki sostenía el jugo entre sus manos, cuidando que sus dedos, llenos de cortes, no tocaran en ciertas partes. Alguien debía cocinarles. Vigilarlos. Tendría que contratar a alguien… y él mismo los visitaría sin que nadie se diera cuenta.
Solo sería un tiempo. Después de deshacerse de Toji, diría que el bastardo le encargó a sus hijos con su último aliento. Seguiría el curso del estúpido universo como si nada hubiera cambiado.
Fue el sonido de una puerta abriéndose a su lado lo que lo sacó de sus pensamientos.
Megumi y Tsumiki lo miraban desde el umbral.
—... ¿Eres un alfa?—cuestinó el niño pelinegro. Satoru no pasó desapercibida la forma en la que se tocaba sutilmente su mejilla golpeada.
Su pecho dolió. Definitivamente los iría a ver él mismo a Saitama todos los días.
—No lo soy—respondió con firmeza.
Los hermanos intercambiaron un gesto y asintieron, convencidos.
—Puedes pasar a comer —dijo Tsumiki, abriendo más la puerta para él.
Esta vez le tocó a Satoru sorprenderse.
—Compré todo eso para ustedes, no se preocupen —rio, pasándose la mano por la nuca.
Megumi lo miró con la severidad de viejo atrapado en el cuerpo de un bebé.
—Tu estómago no deja de sonar y no paras de mirarnos mientras comemos.
— Oh .
—Entra —repitió Tsumiki, conteniendo una risita divertida al ver la cara desencajada de Satoru.
El omega se acomodó como pudo dentro del pequeño espacio, sentándose junto a ellos en la mesita baja, con las piernas largas dobladas de forma incómoda, e intentando no romper nada. Como si temiera que los muebles de aquella casa no fuesen más que juguetes disfrazados.
Los tres comieron, compartiendo los jugos y el helado en una extraña escena hogareña. Una pequeña ráfaga de aire entraba por el diminuto balcón. Tsumiki rompió el silencio.
—¿Qué es eso importante que quieres decirnos?
Gojo tragó el último bocado con una lentitud meditada. Luego se limpió las manos y se señaló a sí mismo.
—Bueno… es complicado —admitió—. Pero yo soy un hechicero. Y el pequeño Megumi-
—No me digas pequeño —interrumpió el pelinegro, cruzado de brazos.
—Está bien, señor Fushiguro —corrigió Gojo, entre burlón y enternecido—. El punto es que tú también lo eres.
—¿Un hechicero? ¿Como… un mago? —preguntó Tsumiki, asombrada.
—Así es. Bueno, algo parecido. Podemos ver cosas que los demás no pueden, y también tenemos poderes especiales.
Los ojos de Tsumiki se agrandaron con comprensión. De pronto, todas las piezas encajaron para ella.
—¡Entonces Megumi ve esos monstruos porque es un mago!—exclamó.
El niño se quedó muy quieto. Miró a su hermana primero, luego a Gojo, y luego a su hermana de nuevo. Sus labios temblaron al hablar.
—Dijiste que no eran reales —murmuró.
—Mi mamá me dijo que no lo eran—dijo Tsumiki, bajando la vista a modo de disculpa.
Gojo enarcó las cejas con un leve estremecimiento. Otra vez esa distinción. Ellos decían “tu mamá”, “mi mamá”. No solo “mamá”. Tsumiki se refería a aquella mujer como si fuera sólo suya. No del niño a su lado. Y Megumin hacía lo mismo. No había malicia en esta acción, sino costumbre. Siempre fue así.
Satoru recordaba que la madre biológica de Megumi había muerto cuando era apenas un bebé, y la nueva pareja de su padre se encargó de criarlo. ¿Será que nunca quiso aceptar a su madrastra? ¿O simplemente no se lo permitieron ? Ahora se lo cuestionaba.
—Entonces, ¿veo monstruos… porque tengo magia? —preguntó Megumi, apretando los puños contra la mesa.
Gojo asintió con suavidad. No quería entrar en detalles y asustarlos.
—Exactamente. Eres un hechicero. Y uno muy especial, Megumi.
Los ojos del niño brillaron un segundo con algo parecido al orgullo, antes de nublarse con sospecha.
—¿Y por qué viniste? ¿Cómo nos conoces? —interrogó. Para tener cuatro años, era demasiado listo.
Gojo respiró hondo.
—Conozco a tus parientes. Provienes de un clan llamado Zenin —comenzó—. No son gente amable, sino todo lo contrario. Dentro de un tiempo, vendrán por ti. Querrán llevarte lejos de aquí.
Tsumiki alzó la cabeza de golpe. Su expresión se tensó, toda la dulzura del helado desapareció de su pálido rostro.
—¿Lejos? ¿A dónde?—cuestionó, visiblemente alterada.
—A una finca familiar, donde entrenan a personas como nosotros —explicó Gojo, sin suavizar demasiado la verdad—. Pero no te preocupes. Aún falta mucho para eso.
Quizá le estaba revelando demasiadas cosas a una no hechicera, pero fue la ignorancia sobre el mundo del ocultismo lo que la puso en peligro al crecer. En su línea de tiempo anterior, Tsumiki terminó hospitalizada y en coma tras acompañar a una amiga a una supuesta prueba de valor y ser maldita por Kenjaku, solo para terminar como un recipiente más para su plan. La habían dejado fuera de todo para “protegerla”, y eso fue lo que la arrastró al horror. No cometería el mismo error dos veces.
Ella merecía saber. Amaba con su alma a su hermano, y eso la convertía en parte del mundo de Megumi, le gustara o no al resto. Gojo se encargaría de cuidarla.
Megumi frunció el ceño, cauteloso.
—¿Esa gente nos cuidará a mi hermana y a mí? ¿Podremos vivir bien?
La pregunta golpeó a Satoru con fuerza. La había escuchado antes. Miró al niño y pronunció con severidad:
—No. Serían miserables. Eso te lo puedo asegurar.
El rostro de ambos niños se tensó al instante. Los hombros de Tsumiki se encogieron y Megumi retrocedió apenas, como si se preparara para pelear o escapar. Pero Gojo sonrió.
—Tranquilos. No dejaré que eso suceda—dijo con un tono firme—. Yo los protegeré a partir de ahora. Pero deben confiar en mí. Quizá no lo sepan, pero soy el más fuerte .
Tsumiki se volvió hacia su hermano y lo tomó de la mano. Megumi correspondió a su agarre con fuerza. Permanecieron unidos, como si ese gesto bastara para resistir cualquier tempestad venidera, sin importar lo inmensa que fuera.
Tras su acuerdo silencioso, ambos niños se dirigieron al joven peliblanco frente a ellos. Ya no había timidez en sus pequeñas siluetas.
—¿Dices la verdad? —preguntó la niña.
—Lo hago.
—Promételo—ordenó Megumi, mirándolo fijamente.
Satoru mostró todos sus dientes con una amplia sonrisa y estiró una mano hacia ellos. Alzó el dedo meñique y dijo:
—Lo prometo.
Al otro lado de la ciudad, una sombra se deslizaba entre los callejones con una velocidad que no pertenecía a lo humano. Sus pasos no hacían ningún ruido, demasiado ligeros para el tamaño de su cuerpo alto y fornido. Con una mano, presionaba firmemente la herida abierta en su brazo, dejando atrás un rastro de sangre.
Había más de seis hechiceros por la zona, pero él conocía las grietas de la ciudad mejor que nadie.
―Ese hijo de puta me jodió un poco —escupió, jadeando por el esfuerzo. Una sonrisa furiosa estiraba la cicatriz en su boca.
Horas después, se declaró que Toji Fushiguro había conseguido escapar, de nuevo.
Notes:
Hola!!! Espero que les haya gustado el capítulo. Estamos comenzando a entrar a una parte bastante cardiaca en la historia, ojalá les entretenga tanto como a mí me entretiene escibirlo. 🥰
Por cierto, ¡iniciamos la cuenta atrás para que Suguru Geto y Satoru Gojo caigan sin remedio!
✨ 3... ✨
Les dejo un pequeño spoiler del siguiente caítulo. Resuelvan la una ecuación matemática!
(🔥+♥️) (🔞)= Capítulo 12. Alfa.
Hasta la próxima semana!
Chapter 12: Alfa
Summary:
Satoru regresa a la escuela y lo esperan diversos problemas.
Tiene un primer acercamiento a la intimidad, así como malos pensamientos sobre su "mejor amigo".
Suguru se debate entre el deseo, la desconfianza y el amor.
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
Satoru estaba parado frente a la barrera que ocultaba la Escuela Metropolitana de Hechicería de Tokio, con dos bolsas de papel en cada mano y el viento fresco de la tarde agitando su cabello. Sabía que adentro nada bueno le esperaba, pero él no era el tipo de persona que llora sobre la leche derramada.
—Lo hecho, hecho está—suspiró, dando un paso al frente.
Hacía solo unos minutos, había dejado a los hermanos Fushiguro en el mismo departamento de la ciudad de Saitama donde crecieron antes.
Los niños habían mirado la fachada del enorme edificio con asombro al bajar del taxi, y entraron con la misma expresión al departamento número veinticuatro. El sitio era amplio, estaba totalmente amueblado e impecable. No en exceso lujoso o llamativo; había tres recámaras con televisión y baño propio, una cocina con todo tipo de electrodomésticos novedosos y un balcón grande con macetas.
Misty, la niñera contratada a través de una agencia absurdamente exclusiva y discreta, llegó unos minutos después. Miró a Satoru con desconfianza y el albino no la culpó: él seguía usando su uniforme escolar, vestimenta que no correspondía a la de un padre de niños tan grandes. Antes de que la mujer pudiera retractarse, o llamar a los servicios sociales, Gojo le contó una historia que sonaba tan melodramática como verosímil: sus padres habían muerto trágicamente durante un viaje de negocios en Alaska y él, con apenas dieciocho años, había tenido que hacerse cargo de la empresa familiar, por lo que no tenía tiempo de cuidar a sus pequeños hermanitos huérfanos.
Misty, quien al parecer ignoraba la abominante cantidad de dinero que Satoru había pagado a su agencia para que no le hicieran preguntas, casi rompe a llorar ahí mismo, asegurando que ella cuidaría bien de Megumi y Tsumiki Gojo.
Sí, los registró con su apellido. ¿Qué clase de familia serían si no? Aunque, en el fondo, Satoru ocultó cuán placentero le resultó oír su propio nombre unido al de los niños.
Por otro lado, a Megumi le disgustó tanto el cambio que levantó la cabeza con toda la intención de corregir a la niñera, pero Tsumiki lo abrazó y le susurró algo que nadie más alcanzó a oír. El niño se calmó después de eso.
Satoru les entregó un celular último modelo y guardó un único contacto en la lista: el suyo. Tsumiki lo tomó después de negarse tres veces, rindiéndose ante la insistencia del mayor. Ella escuchó atentamente cómo enviar mensajes de texto y hacer llamadas telefónicas. El albino incluso le instaló un par de juegos y YouTube para que se entretuvieran.
La niña asintió en silencio sin dejar de mirar cada tanto la pantalla rota del teléfono del propio Satoru.
Fue entonces cuando Megumi, como parecía hacer con cada adulto nuevo que conocía, le preguntó a Misty si era alfa. Ella aseguró ser beta, como todos sus compañeros de trabajo, y el pequeño pelinegro relajó los hombros. Su hermana mayor lucía tan aliviada como él.
Satoru también le explicó a Tsumiki que debía esperar para incorporarse a la primaria más cercana, ya que habría que hacer ciertos trámites. La verdad era que Gojo podía comprarle la admisión inmediata a cualquier escuela, pública o privada, pero Megumi necesitaba a su hermana cerca, sobre todo ahora que acababan de mudarse a una casa extraña, y con su padre prófugo, con un trato pendiente que implicaba la venta del menor a su asqueroso clan. Tsumiki ni siquiera protestó, como era de esperarse, aceptó obedientemente quedarse junto a Megumi. Los estudios podían esperar.
Cuando llegó la hora de volver al colegio, Gojo les prometió a los hermanos que regresaría esa misma noche. Misty se quedaría con ellos, consciente de las cámaras de vigilancia que había por todo el departamento y bajo la mirada fría y cordial que Satoru le dedicó. El mensaje fue claro y ella lo captó.
No le gustó despedirse de ellos, lo odió. Pero quedarse sólo aumentaría los esfuerzos que la escuela seguramente ya estaba haciendo por encontrarlo, y no podía permitir que nadie se enterara de los hermanos Fushiguro.
A los Superiores jamás les agradó la idea de que el usuario de la Técnica de las Diez Sombras fuese criado y protegido por el heredero del Clan Gojo; por eso Satoru mantuvo a los Fushiguro en una ciudad vecina y no en Tokio. Les dió la oportunidad de hacer una vida relativamente normal, hasta que Megumi tuvo la edad para hacer sus primeras apariciones públicas en la sociedad de hechiceros porque él así lo quiso.
Gojo inhaló hondo. Subió sin prisa los interminables escalones de piedra que lo llevaron hasta la entrada de la preparatoria, donde ya sabía que Yaga lo aguardaba.
El hombre tenía los brazos cruzados sobre su pecho y olía a humo denso y picante. Sin embargo, mantuvo un control total sobre sus feromonas, aún cuando Satoru podía ver lo furioso que estaba; con las venas de la frente hinchadas y las cejas tan abajo que se mezclaban con sus pestañas.
Tanaka se encontraba detrás de él, callado, como siempre.
—¡Satoru Gojo! ¡¿Se puede saber qué demonios estabas pensando, yendo a buscar a Toji Fushiguro por tu cuenta e ignorando mis instrucciones?! —bramó el profesor.
Satoru mostró una pequeña sonrisa y levantó las bolsas de papel que llevaba consigo. Blandiéndolas frente a su cara.
No podía negar la acusación, después de todo, la mejor excusa siempre era la que otros metían en tu boca.
—Profe, no te enojes, ¡fui al barrio chino y les traje regalos! ¿Sabía que Yokohama es famoso por sus…?
No alcanzó a terminar. Yaga le dio un golpe seco en la cabeza con la mano abierta, y Gojo lo recibió de lleno, desactivando el Infinito a propósito. Se lo merecía.
El regaño empezó ahí y no terminó hasta que el cielo se volvió naranja como el fuego. Yaga lo obligó a disculparse como tres veces con Tanaka, quien ya se había terminado seis cigarrillos durante la espera, con una incomodidad tan evidente que parecía estar contando los segundos para irse. En cuanto Yaga lo liberó, el chofer se marchó rápidamente y sin voltear atrás.
Masamichi le dio a Gojo un ultimátum: si volvía a salir de la escuela sin permiso o no seguía las instrucciones dadas, tendría que levantar un acta administrativa por mala conducta y, consecuentemente, el Consejo terminaría enterándose de todo lo que hizo. Al igual que su Clan. Si eso ocurría, serían ellos quienes elegirían el castigo apropiado para él.
La sanción que le dió Yaga fue limpiar la biblioteca durante tres meses.
“Al menos no fueron los baños esta vez”, pensó Satoru.
—Imagino que no lo encontraste —espetó Yaga finalmente, buscando heridas visibles en el cuerpo de su alumno.
—Y ustedes tampoco —respondió el omega, con una media sonrisa cargada de intención.
Yaga gruñó y se pasó una mano por su corto cabello.
—Lo vieron correr por las calles, pero no pudieron alcanzarlo. Dejó un rastro de sangre y, aun así, no llegaron a ningún lado. Es un dolor de cabeza.
Gojo se inclinó hacia adelante, interesado.
—¿Sangre? Entonces, ¿hubo un enfrentamiento?
—No con nosotros. Cuando lo encontraron ya estaba herido. No sabemos quién lo atacó —respondió su profesor, y la forma tajante con la que cerró el tema me hizo saber a Satoru que no quería darle más detalles.
Era de esperarse, y la verdad es que no le importaba. Él podía averiguar la información faltante por su cuenta.
—Deberías ir a disculparte con Suguru también, aunque me queda claro que no lamentas tu comportamiento —añadió Yaga de repente.
—Le traje un regalo a él también—asintió el omega.
—No, Gojo, hablo en serio. Geto te tiene mucha paciencia, tanta que me parece ridículo —confesó con ambas manos en la cintura y una expresión resignada—. Pero, como tú mismo dijiste esta mañana, él no ha estado bien últimamente. Y me temo que eres de las pocas personas con las que habla sobre eso. Solo… deja de generarle más preocupaciones.
Gojo parpadeó sorprendido. Era extraño escuchar algo así provenir de Yaga. No era el tipo de hombre que se involucraba demasiado en problemas ajenos, o que expresara tan abiertamente su interés por el bienestar de sus alumnos, y mucho menos que señalara con tanta franqueza el vínculo emocional que había entre ellos. ¿Qué pasó? ¿Qué dijo Suguru?
Gojo pensó en lo molesto que debió estar Geto al verlo irse sin decir nada, dejándolo atrás con el chofer en turno y creyendo que iría a “arriesgar su vida” para enfrentarse a Toji.
Habían interactuado tan bien durante la misión, y Suguru se mostró menos desanimado en comparación con los primeros días, cuando Satoru recién despertó en este mundo. No quería encontrarse con el alfa decepcionado de él o harto de sus acciones erráticas.
Aunque ambos siempre pasaban de las risas a las pequeñas peleas, Geto siempre había sido más maduro y responsable que él en muchos sentidos. Le seguía el juego, pero nunca llevaba las cosas al límite, no como Gojo. Si Satoru se acercaba a él fingiendo que no hizo nada malo, ¿atravesaría uno de esos límites? ¿A eso se refería Yaga?
—Comprendo… —murmuró el omega.
Yaga lo dejó retirarse dándole un último golpe en la espalda.
Satoru caminó por los pasillos de la preparatoria. El eco de sus propios pasos acompañaba su creciente sospecha. Pocas personas sobrevivirían a un enfrentamiento con Toji, pero… ¿Hacer que el cazador tuviese que emprender una retirada tan aparatosa como aquella? ¿A la vista de tantos hechiceros, atravesando la gran ciudad a plena luz del día?
Eso no podía significar nada bueno.
Sus pesadillas, los recuerdos de este cuerpo, la energía maldita corrompida de aquella maldición metálica, la repentina aparición del desertor del Clan Zenin… ¿De verdad eran incidentes aislados? ¿O serían piezas de un siniestro rompecabezas que empezaban a extenderse delante de él?
De repente, sintió un aroma intenso y amaderado que llenó el aire. Pino . Era tan fuerte que le hizo arrugar la nariz y bajar la velocidad. Satoru reconoció al dueño del olor incluso antes de percibir su energía maldita.
Nanami apestaba. Y no era un insulto, de verdad lo hacía.
Satoru se detuvo por instinto. Todo su cuerpo le indicó que no debía acercarse más. Entonces, el alfa rubio dobló la esquina al final del pasillo, caminando hacia su dirección a grandes zancadas, y el aroma a madera incrementó exponencialmente. Kento estaba tan ensimismado que ni siquiera miró al frente. Notó la presencia de Gojo hasta que este habló.
—Oye, Nanamin , te traje un…
—Muévete —gruñó el otro.
Satoru se hizo a un lado rápidamente. Cuando Kento pasó junto a él, su garganta se cerró y un escalofrío desagradable recorrió su espalda. Las feromonas del alfa estaban completamente descontroladas, y Satoru lo sintió como una amenaza . No le gustó tenerlo tan cerca, ni por un segundo.
Sus Seis Ojos se agudizaron tras la gafas y sus músculos se tensaron, como si esperaste librar una batalla a muerte.
—¡Kento! ¡Espera! —La voz de Haibara resonó por el pasillo, corriendo al fondo con el rostro sudoroso.
Nanami dudó, pero no se detuvo. Siguió su camino sin mirar a nadie.
Detrás de Haibara venía Shoko. Al parecer, su misión en Kioto había terminado sin contratiempos.
—Yu, déjalo. No es un buen momento —dijo la chica, tomando del hombro al castaño.
Haibara lucía angustiado, algo muy poco común en él.
—Pero no quise…
—No es tu culpa, ya te lo dije. Es normal que reaccione así ahora —tranquilizó Shoko—. En unos días estará como nuevo.
Gojo, por su parte, soltó el aire que no sabía que estaba conteniendo en cuanto la temible presencia de Kento desapareció. Intentó aflojar el cuello de su uniforme. ¿Cuál era el problema de ese tipo?
Shoko y Haibara se acercaron a él.
—¿A qué hora volviste? ¿Qué tenías en la cabeza? ¿Qué hay en esas bolsas? —disparó Shoko.
Satoru se encogió de hombros y les contó a sus compañeros el mismo cuento que a Yaga. Todos terminarían pensando que era un estúpido, pero no podía hacer mucho al respecto. Restando importancia al asunto, les entregó los bocadillos que había comprado por el camino. Los chicos lo miraban con reproche, pero en cuanto recibieron la ofrenda, Satoru fue perdonado.
Ieiri elegía lo que más le llamaba la atención, pero Haibara aún estaba decaído.
—¿Qué le pasó a Nanami? Pensé que me iba a ladrar hace un momento —tanteó Gojo.
El beta se mordió el labio y Shoko suspiró, dejando de revisar las bolsas.
—¿No lo oliste ?—preguntó ella.
—Ugh, sí. Fue como meter mi nariz en ácido. Casi pierdo el olfato.
—Su rutina inicia en unos días —respondió la castaña, lanzándole una mirada inquisitiva.
Oh…
La rutina. El celo de los alfas. Satoru no había estudiado tanto sobre la anatomía de dicha casta, no solo porque él no era uno, sino porque también sentía cierta envidia, aunque no lo admitiría.
Sabía que los alfas tenían ciclos de calor muy similares a los de los omegas; la principal diferencia era que ellos los tenían una o dos veces al año, es decir, con casi la mitad de frecuencia que los omegas. Durante ese periodo, se volvían irritables, impulsivos, y, si no eran "atendidos" por una pareja, experimentaban fuertes dolores y ansiedad.
A diferencia de los omegas, quienes tomaban supresores casi como norma, esta no era una práctica común entre los alfas, por lo que la medicación especializada para su género era sumamente escasa. Aun así, algunos recurrían a sedantes y otros métodos para sobrellevarlo sin necesidad de tener sexo.
¿Kento se drogaría o… buscaría desesperadamente a un omega para pedirle pasar la noche?
Qué gracioso.
—Creo que lo hice enojar. Me acerqué mucho y…—las divagaciones nerviosas de Haibara fueron interrumpidas de nuevo por Shoko.
—Yu, basta. No hiciste nada malo. Él no te dijo que estaba por empezar su rutina, ¿cómo ibas a saberlo?
El beta bajó la mirada y asintió en silencio, igual que cachorro triste y abandonado. Gojo le dió unas palmaditas en la espalda.
—Ay, no te preocupes. Nanami nunca podría enfadarse contigo —afirmó al albino, tomando una de las bolsas de papel y poniéndola en las manos del pobre chico—. Anda, prueba estos pasteles de arroz.
Después de comer, Haibara se retiró, llevándose consigo los dulces que quedaban, diciendo que eran para Kento. No tuvieron el corazón de negárselo.
Gojo se quedó un rato más con Shoko. Necesitaba hacerle algunas preguntas sobre un tema importante. Al inicio, la chica se mostró extrañada, pero compartió con él todo lo que sabía. El sol siguió bajando hasta casi esconderse entre las montañas.
Si su hipótesis era correcta, podría estar un paso más cerca de su cometido.
Satoru agradeció la interesante plática y se despidió, pero Shoko lo llamó.
—Satoru, creo que deberías hablar con Suguru. Estaba preocupado —dijo con voz seria.
—Lo sé, estoy yendo a verlo.
La chica asintió y lo dejó ir, observando su espalda con una expresión indescifrable.
Gojo llegó al área de dormitorios, caminando decidido, aunque su corazón latía arrítmico. Planeaba ir directo a la habitación de Suguru, pero se paró en seco al ver el rastro de energía maldita del alfa colándose por la rendija de una puerta entreabierta. Esa no era la habitación de Geto.
Era la suya.
El omega tragó saliva.
Con cuidado, abrió la puerta y lo vio de inmediato: Suguru estaba sentado en la silla del escritorio, girado hacia él. No había enojo en su rostro, pero tampoco una sonrisa. La imagen le recordaba a cientos de películas donde el villano hace acto presencia en su guarida malvada, en esa misma pose. A Geto solo le faltaba acariciar un gato en su regazo.
La voz de Yaga diciendo que Suguru le tenía demasiada paciencia hizo eco en su cabeza. El omega deseó que su profesor tuviera razón.
—Hola, Sugu —saludó, esbozando una pequeña sonrisa—. Yo, eh… traje unos regalos, pero Shoko y Yu se los comieron todos… eh, perdón .
Geto lo miró un segundo más, antes de hablar. Su voz suspicaz, con una nota de frío enfado.
—¿Me estás pidiendo perdón por los regalos o por algo más , Satoru?
Gojo se llevó una mano al cuello y clavó su vista en uno de los pósteres de la pared. Bien. Solo debía soltarlo.
—…También lamento haberme ido sin decir nada —murmuró.
Suguru no respondió. Permaneció en la silla, expectante, como si supiera que aquello no era todo. Gojo suspiró y avanzó dentro de la habitación, arrastrando los pies. Se sentó en el borde de la cama.
—Sabes que Fushiguro debe ser detenido —dijo con honestidad, su disgusto se filtraba en cada palabra—. Intenté esperar a que los Superiores lo encontraran, pero míralos… enviaron casi un ejército y aún así no tienen idea de dónde se metió.
La frustración del omega era notoria por la forma en la que fruncía el ceño y apuñalaba la alfombra con la mirada. La incertidumbre le calaba en lo más profundo. Al menos Megumi y Tsumiki estaban a salvo, escondidos en Saitama. Pero el bastardo que asesinó a Riko Amanai seguía vivo, caminando con total impunidad ahí afuera. No podía permitirlo.
—¿Y por eso decidiste dejarme atrás?
La voz de Suguru no lo acusó. Lo atravesó con suavidad, dolida. Gojo alzó la vista, desconcertado. Esperaba un reproche, un golpe, que lo llamaran egoísta, lunático… pero no eso.
—Yo… bueno, es que… no pensé que tú… —balbuceó.
—Sí, Satoru. No pensaste —lo cortó Suguru, con un repentino destello de enojo. Cerró los ojos y exhaló profundamente. Cuando los volvió a abrir, no había más que decepción en ellos—. Si me hubieras dicho que fuéramos juntos, lo habría considerado. Pudimos haber convencido al profesor Yaga si demostrábamos ser capaces de trabajar en equipo, sumarnos al escuadrón. De todos modos, no podrían detenernos. Pero desapareciste por tu cuenta.
Gojo perdió el habla.
Creyó que Suguru, aún conmocionado por su misión fallida, no querría ni oír hablar de Toji. Que estaría asustado o demasiado paranoico como para plantearle la idea de enfrentarlo. Pero el chico delante de él no era un estudiante temeroso, era un hechicero que ya había tomado una decisión.
—¿Crees ser el único enojado con ese sujeto? —preguntó Geto, apretando los puños—. Nos venció por separado, aprovechándose del factor sorpresa. Pero si lo enfrentáramos entre los dos, no tendría oportunidad. ¿O piensas que… yo solo te estorbaría?
Aquella última pregunta fue casi un susurro.
—¿Qué? ¡Por supuesto que no! —negó Gojo, quitándose los lentes—. Supuse que te opondrías… que tratarías de detenerme.
—Ya veo… —Suguru apartó la mirada, su mandíbula ligeramente tensa, como si masticara las palabras que no quería decir.
—Sugu… perdón —repitió Gojo, y estaba siendo totalmente honesto.
No era frecuente escuchar esa palabra salir de sus labios. Que ocurriera dos veces en menos de diez minutos era básicamente un milagro. No se debía a que el albino no se lamentara a veces , sino porque solía ser incapaz de poner en palabras lo que sentía; jamás le enseñaron a hacerlo. Satoru era más bien el tipo de persona que aguantaba la carga en silencio, callaba la culpa y la tristeza, sintiendo la maldita necesidad de hacerlo todo solo.
Suguru guardó silencio un momento y clavó ese par de ojos morados en él. Parecía debatirse entre distintas opciones. Como si pudiera hallar la respuesta correcta en el bello rostro del omega. Al final, suspiró, dándose por vencido.
—Está bien.
Gojo alzó ambas cejas, abriendo la boca para decir algo que seguramente arruinaría el ambiente. Suguru levantó un dedo y lo puso justo frente a sus labios, callándolo.
—Pero no vuelvas a irte de esa forma —advirtió.
Gojo asintió veinte veces en un segundo. Una sonrisa que podría partirle la cara reflejaba su felicidad.
—¡Anotado! —gritó.
—Hablo en serio —insistió Suguru, con un tono más suave esta vez. Ya no quedaba ni una pequeña brasa del enfado anterior.
Como Yaga dijo, el pelinegro le tenía una paciencia impresionante.
Satoru tomó la mano extendida del alfa y la sacudió de arriba abajo, como quien hace un trato.
—Sí, sí, sí, nunca más.
Suguru soltó una risa breve. Pero justo cuando Gojo pensó que todo estaba arreglado para ellos, el alfa apretó el agarre de sus manos y tiró levemente de él.
—Satoru… ¿Hay algo más que me quieras decir?
El omega parpadeó confundido por la repentina gravedad en su voz. Rebuscó en su mente las posibles cosas que pudo haber querido decirle a Suguru en las últimas horas. Entonces, sus pupilas se dilataron ante el entendimiento.
—En realidad, sí.
Suguru enderezó la espalda y respiró hondo, parecía prepararse para recibir una noticia importante. Pero lo que escuchó a continuación superó cualquier expectativa.
—¿Podrías usar tu Voz de Mando en mí?—preguntó Satoru, visiblemente emocionado.
—... ¿Qué?
El rostro de Geto fue un poema sin métrica: pasó de la incredulidad al terror, del blanco al rojo súbito, y luego de vuelta a la palidez absoluta. Se incorporó un poco en el sofá, como si no hubiese oído bien. Él deseó no haber oído bien.
Pero Gojo hablaba en serio.
Con entusiasmo, le explicó a Suguru sus descabelladas teorías. Mientras más escuchaba el alfa, más fruncía el ceño.
Satoru ya había pensado mucho en ello. Fue exactamente eso lo que conversó con Ieiri momentos atrás. La Voz Alfa era peligrosa para los omegas, betas, e incluso otros alfas. Aunque Gojo demostró poder resistirla, seguía siendo un riesgo para él: le generaba malestar y perjudicaría su desempeño en cualquier pelea. No importaba que fuera el más fuerte: si un alfa lo sorprendía durante una batalla, estaría expuesto.
Debía aprender a resistir ese tipo de técnica a como diera lugar.
Estudió todo lo que pudo. Sabía que la Voz de Mando funcionaba alterando el sistema nervioso del objetivo. Las órdenes verbales eran amplificadas por las feromonas, y su Infinito no funcionaba contra ellas. Así que un escudo quedaba descartado. Por eso, llevó su análisis más allá.
Satoru entendió que la respuesta no estaba en bloquear el ataque con su técnica, sino en curar los daños directos del mismo. La clave eran los Rituales Inversos. Si usaba energía maldita positiva para forzar un estado de homeostasis, el cual era, en parte, una forma de mantener el funcionamiento óptimo de su sistema nervioso, podría encontrar la manera de contrarrestar los efectos desreguladores de la Voz de Mando de cualquier alfa, sin importar cuán alto fuera su rango.
Sería equivalente a disminuir los síntomas somáticos de una emoción demasiado intensa. Como usar Rituales Inversos para aliviar un malestar estomacal ocasionado por la ansiedad, o reducir la taquicardia que era producida por el terror. Algo que jamás se había hecho con los Rituales Inversos, ya que sensaciones como estas no eran motivo de muerte, además, habría que gastar una cantidad absurda de esfuerzo para corregir algo minúsculo que el cuerpo, por sí solo, podría resolver.
El hechicero que intentara hacerlo tendría que controlar la energía maldita positiva con una precisión tan extrema y delicada, que en la práctica resultaba imposible.
Sin embargo, la Voz Alfa generaba alteraciones artificiales en el cerebro; unas lo suficientemente grandes como para forzarte a seguir instrucciones en contra de tu voluntad. Por lo tanto, ser capaz de reparar dichas anomalías debía de ser un poco más realista que aspirar a tratar los efectos de las emociones en un individuo.
Aun así, era inaudito. Nadie nunca lo había intentado. Pero Shoko, quien era experta en la Técnica Maldita Inversa, admitió a regañadientes que existía la posibilidad de que su idea funcionara.
Simplemente no había nadie lo suficientemente estúpido como para intentarlo.
Pero ella se equivocó.
Satoru Gojo sería el primero en lograrlo.
—No.
La voz de Geto cortó el aire como un cuchillo afilado. Tenía ambos brazos cruzados y miraba a Satoru como si este hubiese perdido todos los tornillos flojos que le quedaban en la cabeza.
El omega frunció el ceño.
—Pero, ¿por qué? ¡Mi teoría es genial! Va a funcionar. Solo necesito que…
—No, Satoru —repitió el otro.
Suguru hubiese querido decir más, pero, honestamente, no tenía palabras para describir lo absurdo, lo insultante, lo peligroso que era siquiera sugerir algo así.
—¡Ay, por favor! No te estoy pidiendo que me ordenes nada malo. Tómalo como…
—¿Te estás escuchando a ti mismo? Usar la Voz de Mando no solo es… incorrecto, es ilegal —gruñó, poniéndose de pie. Clavó su mirada en el albino y añadió: —No es un juego, Satoru, es una técnica de dominación. Incluso tú, con tu dudosa moral, debes tener límites para tus experimentos.
El peliblanco puso los ojos en blanco.
—No te va a pasar nada.
—¡A mí no! ¡Hablo de ti!—exclamó el alfa, perdiendo los estribos por un instante. Se llevó una mano a la cara y se obligó a bajar el tono de su voz—. Hablo de lo que es para… un omega. ¿Cómo puedes siquiera insinuar que no pasa nada si… te obligo a…?
—¡Pero no me estarías obligando! —insistió Gojo, saltando en su asiento —. ¡Te lo estoy pidiendo! Yo te diré qué orden dar. De esa forma, tu conciencia de santo estará tranquila, ¿no?
La expresión en el rostro de Geto se amargó. El pelinegro dió un paso hacia la puerta, debía irse de ahí. Pero los dedos de Satoru se cerraron alrededor de su muñeca, deteniéndolo.
—Sugu, espera.
Satoru se puso de pie justo a él, sus ojos azules brillaron en la habitación con repentina urgencia.
—Creo que Toji usó la Voz de Mando contra mí —soltó. El ambiente se tensó a su alrededor —. No recuerdo bien nuestro combate, pero todo encaja. Tú no sentiste indicios de… de aquel celo .
Le fue muy difícil pronunciar esa palabra en voz alta. Sobre todo delante de Suguru. Sus mejillas se calentaron un poco bajo la mirada atenta del otro. Pero tenía un punto y no iba a retroceder.
—¿No te parece extraño que haya colapsado repentinamente, justo al pelear contra él? ¿Por qué no fue antes, o después?
El cuerpo de Suguru vibró bajo su agarre; la comprensión y la sospecha lo golpearon como un rayo cayendo en mitad de un día soleado. Sus pupilas temblaron.
—Voy a matar a ese bastardo… —escupió, su mandíbula apretada.
Gojo tiró de su brazo.
—No se trata solo de él. Se trata del Consejo también, y de cualquier alfa —admitió con una mueca de desagrado—. No puedo seguir teniendo una debilidad como esta, Suguru.
El alfa bajó la vista. Le dolía escuchar a Satoru hablar de esa forma; como si no fuera ya el hechicero más fuerte. Como si nunca fuese suficiente . Estuvo a punto de decirle que no era débil. Que jamás lo sería.
Pero sabía que el omega tenía razón. La Voz de Mando era un talón de aquiles para él. Uno muy injusto.
Lo que proponía era horrible, pero también lógico. Y cuando el albino se aferraba a una hipótesis, no había fuerza sobre la tierra ni el universo que pudiese detenerlo.
—¿Por qué yo? —murmuró Geto, resignado.
—Nanami no es una opción —respondió Gojo enseguida—. Me lo topé antes y me dijeron que estaba a punto de entrar en rutina.
Suguru levantó la cabeza de golpe.
—¿Se lo habrías pedido a Kento?—cuestionó. Había más indignación en su voz de la que quería.
Gojo lo pensó por un segundo. Imaginó a Nanami, serio y rígido, dándole una orden . Arrugó la nariz y su cuerpo se sacudió entero.
—Ni loco —negó de inmediato—. Solo confío en ti para esto.
Suguru entrecerró los ojos con desconfianza. Evaluando si Satoru hablaba en serio o solo decía cosas cursis para convencerlo.
—Anda, Sugu, eres el único que puede ayudarme —pidió el albino, con ese tonito encantador que solo usaba cuando sabía que estaba pidiendo demasiado.
Si hubiese tenido una cola de perro, estaría meneándola de lado a lado.
El alfa suspiró, largo y hondo, dejando ir su última intención de negarse.
—...De acuerdo. Lo haré.
—¡Vamos! —celebró el omega.
Suguru sabía que se iba a arrepentir de esto.
Ambos chicos se colocaron en el centro de la habitación. Geto parecía una hermosa estatua de yeso, con ambas manos apretadas a sus costados y la boca cerrada en una fina línea. Lo único que delataba su identidad humana era la pequeña gota de sudor en su sien y el subir y bajar suave de sus hombros al respirar.
Gojo, por su parte, lo miraba como si esperara un puñetazo. Expectante, nervioso en el fondo, aunque lo disimuló cual profesional.
—¿Y bien? Ordéname algo.
—¿Qué? No. Tú dime qué es lo que… quieres que te ordene —respondió Geto, su garganta seca de repente.
Sentir ansiedad era comprensible; habían pasado cinco años desde la última vez que usó su Voz de Mando. Y no guardaba ningún recuerdo agradable de aquella ocasión.
Gojo recién recordó que eso fue lo que acordaron. Se llevó una mano al mentón y miró alrededor de la habitación, pensativo. Luego, tomó la silla del escritorio y la arrastró hacia él. La colocó justo detrás de donde estaba parado y sonrió.
—Pide que me siente —dijo resueltamente.
Supo que había hecho una buena elección porque Suguru se mostró más relajado. La acción era inofensiva. Geto temía que el omega fuese a decir alguna estupidez y, aunque gracias al cielo no fue el caso, la incomodidad no lo abandonaba del todo.
El alfa ajustó su postura dos veces y tomó aire, esperando quizás que Satoru cambiara de idea en el último segundo. Pero el omega no mostró indicios de hacerlo. Seguía ahí, determinado, listo para enfrentar a su oponente.
Suguru pronunció la orden:
— Siéntate.
El aire cambió milimétricamente. No fue una ola arrolladora como la que Satoru había sentido en su sueño, cuando el anciano Gojo había usado su voz para tratar de obligarlo a disculparse. Esto fue apenas una gota salada salpicando su rostro. Una llovizna leve que lo tocó por casualidad.
Ni siquiera le hizo cosquillas.
Lo único interesante fue el suave aroma familiar que le picó la nariz con dulzura: lavanda. No fue agresivo ni intimidante, solo flotaba ahí.
—Dilo en serio —se quejó el omega.
—Eso hice.
—No, no lo hiciste.
La respuesta de Satoru fue más intuición que acusación. Sabía que a Geto le faltó intención.
El alfa gruñó bajito. Se llevó una mano a la cabeza y aflojó el moño que sostenía su largo cabello. Unos cuantos mechones negros cayeron sobre sus hombros, enmarcando su rostro. Volvió a inhalar y frunció el ceño. Su semblante se endureció y su voz se afiló.
— Satoru , siéntate.
Esa fue la buena.
Las piernas de Gojo hormiguearon, anunciando el inicio de un calambre y su corazón dio un salto inquieto contra el pecho. No era terrible, pero sí lo suficientemente fuerte como para sacudirlo desde adentro.
Cerró los ojos, intentando concentrarse. Movió la energía maldita dentro de su cuerpo, buscando contrarrestar el efecto sutil pero creciente que la orden había dejado detrás. No se trataba solo de voluntad, sino de una delicadeza técnica y fina que debía dominar para redirigir cada impulso nervioso con infinita precisión.
Era emocionante, pero, carajo , qué agotador.
Suguru dio un paso hacia él, preocupado.
—¿Estás…?
—Estoy bien —interrumpió, aún con los ojos cerrados—. Pero necesito que te esfuerces más.
Suguru apretó los labios. No le gustaba esto. No le gustaba ver la cara de Satoru con gotas de sudor en la frente y las manos temblando.
—Eso es todo lo que una orden como “siéntate” hará en ti, Toru —admitió, su expresión solemne y cargada de secreta admiración —. Eres fuerte .
Gojo abrió los ojos y chasqueó los dedos.
—Tienes razón, hay que aumentar la dificultad.
La respuesta cayó sobre el alfa como un balde de agua fría, pero el albino siguió hablando sin notar el estremecimiento del contrario.
—Pídeme otra cosa. Algo que yo no me espere… y que sea más complicado —añadió Satoru, con una chispa de curiosidad en su mirada que a Geto le pareció peligrosísima.
—Eso no fue lo que dijiste antes —protestó el pelinegro.
—¡Solo un poquito! ¿Sí? Ya viste que no me hace nada.
Suguru no estaba de acuerdo con esa afirmación. La duda calcada en su cara. Parecía buscar dentro de sí mismo una respuesta que lo convenciera de que seguir era correcto.
Justo cuando Gojo creyó que su amigo se iba a retractar, escuchó la orden:
— Al suelo .
El efecto fue inmediato.
Fue como si algo desde dentro de Satoru despertara violentamente y se estirara por todo su cuerpo. Las feromonas de Suguru lo envolvieron, tan pesadas que le dificultaban respirar. Lo empujaban hacia abajo. Sintió cómo el mundo se encogía, cómo su cuerpo dejaba de responder a su voluntad.
Sus piernas temblaron. Sus rodillas flaquearon.
Y por un segundo, estuvo a punto de obedecer.
Pero no lo hizo.
El omega apretó los dientes, volvió a cerrar los ojos con fuerza y enfocó su mente en los Rituales Inversos. En cada fibra, en cada surco de energía maldita, buscó el flujo correcto. Movió su poder interno con una delicadeza maestra, contrarrestando cada onda que lo empujaba a caer. Sabía que no podía eliminar el efecto por completo en su primer intento. Pero podía resistirlo.
O algo así.
Cuando la habitación empezaba a dar vueltas, lo encontró: el fallo en su sistema nervioso, aquel punto donde su cuerpo se retorcía entre deseos y emociones contrarias. Una interferencia. Un cortocircuito.
—Otra vez —exigió, sin poder evitar que su voz se quebrara ligeramente.
—¿Y si tomas un descanso…?
—¡Sugu, otra vez!
— Cae al suelo.
El cuerpo de Gojo respondió como si la orden hubiera sido inyectada directamente a través de su médula espinal. Se tambaleó y sus huesos amenazaron con ceder. Apenas lo logró, pero se sostuvo.
Estaba al límite.
Reconocía la Voz Alfa en su sistema como una intrusa, una estructura externa que intentaba tomar el control, y podía sentir cómo su cuerpo trabajaba desesperadamente para desmantelarla. El proceso no era limpio, ni perfecto, pero era un avance impresionante.
“Soy un genio” pensó con arrogancia.
Ahora lo veía tan claro como el cristal. Casi como entender la energía maldita. Sus intentos de resistencia generaban nuevos síntomas: el entumecimiento de sus extremidades, los pequeños espasmos musculares, un zumbido agudo que no venía de sus oídos sino desde dentro del cráneo. Y en medio de todo eso, el calor.
Esa sensación sorda, persistente y picante que no tenía nada que ver con el dolor recibido ni el tremendo esfuerzo que estaba haciendo ahora mismo.
Un calor que crecía y crecía en su vientre, bajando hasta refugiarse en… entre sus piernas.
¿Qué demonios?
Eso no era lo que sintió cuando el anciano Gojo le ordenó disculparse. En ese momento solo sintió furia y un agudo y tortuoso malestar. Esto, en cambio, era… distinto .
Sabía que lo mejor era parar. Con solo pedirlo, Geto se detendría felizmente.
Sí. Satoru vió las banderas rojas. Estaban ahí, ondeando frente a su cara. Pero también vió lo cerca que estaba de vencer la Voz de Mando. Así que decidió ignorar al sentido común.
— …Toru —intentó Geto de nuevo, más suave esta vez, como si quisiera convencerlo con tacto.
—¡Di otra cosa! Algo más grande —gruñó Gojo, apretando los puños.
Solo un poco más y lo lograría.
La respuesta estaba al alcance de su mano.
Geto dudó.
—No creo que…
—Suguru. Hazlo .
El silencio se extendió, tenso, suspendido como un cable a punto de romperse.
Suguru se acercó y se colocó frente a él, demasiado cerca. Satoru no se echó atrás, pero en realidad no podría hacerlo aunque así lo quisiera, porque ya no sentía las piernas.
Gojo contuvo su pesada respiración cuando sintió el aliento del alfa acariciar su oreja. Su largo cabello negro se deslizó contra su mejilla, haciéndolo estremecer. La fragancia de lavanda inundó su paladar y se asentó en su garganta, impidiéndole decir una sola palabra.
Entonces, la voz de Geto, profunda y ronca, retumbó en su cabeza, más fuerte que los latidos enloquecidos de su propio corazón.
— Satoru Gojo, derrúmbate.
Y no pudo resistirse.
Satoru obedeció.
Fue como si lo hubieran arrancado de su eje. El suelo desapareció bajo sus pies, y por un segundo, no supo si iba a desmayarse o simplemente quebrarse en dos. No tuvo tiempo para nada.
Suguru intentó atraparlo, pero Satoru se echó hacia atrás con tal velocidad y falta de control que el alfa apenas alcanzó a seguirlo. El peso de ambos terminó sobre la cama, con un golpe sordo. Geto cayó sobre él.
El colchón protestó con un crujido amortiguado. Gojo jadeaba, el rostro enrojecido y los labios entreabiertos, buscando aire como si no pudiera llenarse. Su visión era un mosaico borroso. Manchas de sombra, luz, piel, Geto. No solo se sentía aturdido, sino que el calor en su sangre lo sofocaba.
Suguru se sostenía con una mano para no aplastarlo, la otra la tenía detrás de la nuca del omega, protegiéndolo de cualquier golpe. Su pecho rozaba el ajeno levemente.
—Toru, respira. —La voz del alfa era un susurro urgente.
Satoru inhaló y el aire le quemó. El olor a lavanda lo golpeó con más fuerza. Era demasiado. Lo inundaba desde dentro, haciéndolo temblar. Soltó un quejido, cerrando los ojos, como si de esa forma pudiese reducir la cantidad de información sensorial que admitía su cuerpo.
No era dolor. No exactamente. Era más parecido al… hambre .
El calor en su miembro empeoró, esparciéndose hacia el resto de sus extremidades. Y de pronto, lo sintió. La pierna de Suguru, firme y sólida, reposaba justo entre las suyas. Un contacto mínimo pero demoledor. Su rodilla tocaba su trasero y su muslo rozaba la tela de sus ajustados pantalones que poco hacían por mantener su dignidad.
La idea de empujar sus caderas hacia abajo, de frotarse contra Suguru, apareció sin permiso en su mente, provocando un incendio colosal en sus entrañas.
No. No haría eso. No podía. No debía.
No era correcto porque… ¿Por qué no lo era? Que alguien se lo recuerde.
La mano de Suguru tocó su frente fugazmente, luego su cuello. Estaba revisando su temperatura, su pulso. No lo estaba manoseando . Pero el inocente gesto le supo a otra cosa. Dios, ojalá hubiese sido otra cosa.
Satoru deseó que no se detuviera. Que esa mano siguiera bajando . Que lo tocara de verdad. Que le diera alivio.
Espera, espera. No.
¡Él no pensó eso! ¿O sí?
—Está bien, no pasa nada. Tranquilo—. Satoru no sabía si esa frase era para él, o si Suguru se la decía a sí mismo—. ¿Te duele algo?
Satoru negó con un movimiento apenas perceptible, aparentando entereza, cuando lo único que quería hacer era arrancarse el cabello y gritar que no estaba bien, que claro que pasaba algo, que no se sentía tranquilo y que no le dolía nada.
Bueno, sí que le dolía algo. Le dolía su polla.
Carajo.
Quizá debía fingir un desmayo. ¿Sería creíble? Con Geto tan cerca, era cuestión de segundos para que notara su vergonzosa erección. ¿Sería muy obvia a través de la ropa?
Sus ojos bajaron por inercia, deteniéndose en distintos puntos de control a lo largo del trayecto, como por ejemplo; el cuello de Suguru, marcado por la sombra de una vena hinchada; la camisa negra sin mangas que dejaba ver sus largas y elegantes clavículas; la piel ligeramente bronceada de sus brazos y los músculos definidos que generaban curvas peligrosas en la carretera, de esas que merecen una señal de tráfico adecuada. La forma de sus anchos hombros y la solidez de su cuerpo bajo esa ropa holgada que, Satoru sabía, ocultaba una delgada y poderosa cintura.
Suguru lucía guapo, como siempre. Pero Satoru jamás creyó que lo tendría así de cerca, encima de él, provocándole una erección que solo se agravaba más y más conforme lo seguía admirando. Nunca pensó que fuese… posible.
Su pulso se aceleró.
—Satoru, mírame —susurró el alfa.
“Oh, te estoy viendo ” pensó el omega, antes de regresar su atención a la cara de Suguru.
Los ojos de Geto se habían oscurecido hasta quedar apenas un anillo violeta alrededor de las pupilas dilatadas. Sus labios, húmedos y brillantes, parecían tan suaves como tentadores. Y su respiración era pesada y trabajosa.
Gojo se atragantó.
Esto no era normal. Podía decirlo por la forma en la que el pelinegro lo miraba, contenido.
Cuando el alfa del Consejo le ordenó arrodillarse, Satoru solo sintió dolor. Cuando sintió las feromonas de Nanami esa misma tarde, quien estaba por entrar en calor, solo sintió desagrado, ganas de huir o de pelear.
Pero con Suguru…
No importaba si estaba feliz, enojado o preocupado por él. Siempre que estaba cerca, Satoru anhelaba más . Más de su atención, más de su voz, más de su toque. Deseaba fundirse con él.
Y Suguru parecía saberlo todo, como si le leyera la mente.
Fuese lo que fuera, debería esperar. Ahora mismo, tenía que alejarse, tomar aire fresco y…
— ¡Mhm!
Eso que sintió fue Geto intentando levantarse de la cama, apretando el pene de Gojo con su rodilla sin querer.
Y eso que se escuchó fue un gemido de Satoru al sentir la más mínima presión sobre aquella zona vital.
Jesús, ¿por qué?
El alfa se detuvo, congelado, al notar aquel trozo de carne erguido y caliente que se había levantado muy alto para saludar.
—Yo… yo solo estaba…
—¡Quítate de encima!—chilló Satoru, muriendo de vergüenza, intentando cerrar las piernas para disimular lo obvio.
—¡Tienes que soltarme primero!—gritó el alfa.
Gojo se dió cuenta de que sus largas y delgadas piernas estaban rodeando la cintura del alfa como un cinturón dos tallas más pequeñas de lo debido: demasiado apretado. Y sus manos se aferraban a los brazos del contrario como metal soldado.
¿Cuándo hizo eso?
El omega se obligó a liberar a Geto con un sonido horrorizado, sentándose sobre el colchón.
Suguru se alejó con torpeza, evitando que sus cabezas chocaran y casi cayendo al suelo.
—Perdón, no-
—Lo siento, Toru, yo-
Ambos chicos se miraron, sonrojados y con la respiración agitada. Totalmente estáticos.
“No lo hagas, no lo hagas ” se repitió Gojo a sí mismo, pero su voluntad no era tan inquebrantable como pensaba.
Sus ojos azules se clavaron en el pantalón de Suguru.
Quiso pensar que aquello que lo apuñaló un segundo atrás fue Nube Itinerante, u otra arma letal que su amigo pudiese llevar consigo. Escondida en su ropa interior.
Pero esa era claramente su polla, ¿verdad?
Geto cubrió su virilidad con ambas manos en cuanto notó que estaba siendo observado sin respeto alguno.
—¡O-Oye! —reclamó.
Satoru apartó la cabeza tan rápido que casi se quiebra el cuello, pero ya lo había visto todo.
“Es… enorme ” susurró la demoníaca vocecilla sobre su hombro. “¿Siempre fue tan grande?”.
Suguru tartamudeó un par de disculpas y otras cosas más que Satoru ni siquiera escuchó, absorto por su propio mundo apocalíptico. La puerta de su habitación se abrió y se cerró de golpe.
Geto había escapado.
El albino parpadeó, mirando hacia la entrada y procesando lo que acababa de suceder. Se golpeó la frente con un ruido seco y se dejó caer hacia atrás, rebotando sobre la cama.
¿Qué tenía en la cabeza?
Estaba loco. Demente. Desquiciado.
Estaba decepcionado de sí mismo por incomodar de esa manera a Suguru.
Debía levantarse y tomar una ducha fría. Debía ir tras Geto y explicarle que todo fue un accidente. Como aquella vez en la enfermería, cuando ensució sus pantalones. Sí. Seguramente debía hacer eso.
Pero su pene seguía palpitando con insistencia, atrapado bajo capas de ropa ajustada.
—Carajo…
Desde que llegó a este mundo, Satoru no había recurrido a trabajos manuales. No tuvo tiempo para nada de eso. Tampoco se le cruzó por la mente. ¿Cómo podría?
Soltó un suspiro tembloroso, mirando el techo. Sus manos se abrían y cerraban sobre la manta, inquietas.
Tenía que detenerse, pero… no quería hacerlo.
No quería porque las sábanas, la habitación y él mismo olían a Suguru. No podía dejar de pensar en su temperatura elevada y el peso de su cuerpo encima suyo, presionándolo contra la cama. En su mente solo existía ese par de ojos que lo miraban con algo demasiado parecido al deseo . Un deseo desesperado. ¿Habría sido su imaginación?
Satoru se mordió los labios y observó la puerta para cerciorarse de que estaba cerrada.
Iría… Iría a disculparse mañana . Se sentiría mal más tarde .
Ahora necesitaba otra cosa. La necesitaba tan mal.
Lentamente, y con muchísima culpa, bajó una mano por su abdomen hasta llegar a la pretina de su uniforme. Sus dedos temblaron con anticipación al desabotonar los pantalones y bajar la cremallera. Su ropa interior azul saltó a la vista, el contorno de su erección impresa en ella. En la punta, la tela era más oscura, ya humedecida. Satoru contuvo la respiración.
“Okay, lo haré rápido” pensó, sacando su erección al aire con urgencia. El contacto directo de la palma de su mano y el frío aire lo hizo jadear. Casi había olvidado cómo se sentía tocar su miembro.
Sujetó la base y movió su mano de arriba a abajo, con un ritmo decente. Le gustaba ir directo al grano, pues era alguien impaciente. Y, en la situación en la que se encontraba, tenía incluso menos intenciones de ponerse creativo. Normalmente, acompañaría el momento con algún video; la estimulación visual era más efectiva. Pero no planeaba navegar por páginas de Internet de dudosa legalidad ahora. Tenía prisa.
Evitó tocar la punta enrojecida al inicio, porque sabía que sería demasiado sensible. Pero, conforme el ruido de sus caricias se volvía más y más húmedo, Satoru empezó a detenerse cada vez que llegaba hasta arriba, presionaba el glande y rozaba sin mucho cuidado el frenillo debajo de este. Giraba su muñeca levemente de izquierda a derecha, y tocaba con su dedo índice la pequeña apertura por donde goteaba líquido preseminal, untándolo a lo largo y ancho de toda su extensión.
Satoru jaló una de sus almohadas para colocarla con brusquedad bajo su cabeza. De esa forma, podía mirar hacia abajo . Donde ocurría la acción.
Le gustaba su propio miembro, y, aunque no era lo mismo que ver películas para adultos, era lo suficientemente cercano. Pálido, como el resto de su cuerpo, no cabía por completo en su mano y, con toda la sangre de su cerebro migrando al sur para llenarlo, poseía un grosor más que satisfactorio.
Era su orgullo.
Una lágrima transparente brotó de la punta y se cayó sobre su abdomen. Ante la imagen, sus músculos se contrajeron y un pequeño tic ansioso lo hizo sacudir el pie derecho. Su mano aumentó la velocidad.
— Ah… —Satoru dejó escapar un suspiro.
Él era bueno en esto, por supuesto. Pero estaba lejos de acabar. Necesitaba más . ¿Pero qué podía hacer?
Cual epifanía, a su cerebro llegó una escena deshonrosa: una mano más grande que la suya, con dedos más gruesos y callosos. La de Suguru. Se la imaginó manipulando su miembro con maestría, al igual que lo hacía con distintos tipos de armas durante los entrenamientos. Con la otra mano, podría sostener las caderas de Satoru para obligarlo a permanecer quieto.
El omega soltó un quejido desesperado y genuinamente sorprendido.
No debía pensar en Suguru. No… No era correcto.
Pero tenía tatuados en sus retinas esos delgados labios que estuvieron tan cerca, y a la vez demasiado lejos de él. ¿Cómo sería tenerlos sobre los suyos? Recibir sus besos y sentirlos trazar un camino atrevido por sus mejillas, por cuello, y escucharlos suspirar con ansia contra su oído.
¿Cómo sería que el alfa gimiera su nombre?
El pensamiento lo sacudió de pies a cabeza. Con un espasmo, la cintura de Satoru se arqueó hacia arriba y cerró los ojos, complacido. En cuestión de segundos, su ropa interior ya estaba empapada por delante y por detrás .
Gojo casi se había permitido olvidar ese pequeño detalle: el lubricante natural que producían los omegas. Sus mejillas se ruborizaron y chasqueó la lengua, molesto. Se bajó los pantalones y los bóxers de un tirón y, pateando dos veces, los lanzó a algún lado de la habitación. Cuando se deshizo de todo aquello que lo estorbaba, suspiró aliviado.
Así fue como el gran Satoru Gojo terminó tendido en su cama, apenas cubierto por una sábana mal ajustada que se llevó a la boca para morderla, en un intento de contener los sonidos indecorosos que pugnaban por salir. Solo llevaba puestos un par de calcetines y su camisa arrugada. El ángulo interno de su brazo libre le cubría los ojos, como si con ello pudiera escapar del juicio del mundo por sus pecados, mientras que su mano derecha se encontraba sobre su dura erección, moviéndose erráticamente.
Imaginando que era alguien más quien lo acariciaba.
La vergüenza había quedado guardada en algún cajón de la habitación.
Satoru aún podía sentir el grueso muslo de Suguru entre sus piernas, así como su dura erección rozando su vientre. Un calor intenso, acompañado de aquel cosquilleo familiar en su pelvis, lo invadió, haciéndolo retorcerse, desesperado y al borde.
Pero había una sensación extraña que latía más profundo, dentro de él .
Era una necesidad desconocida y extremadamente angustiante. Como una picazón que debía rascar a toda costa.
Al principio lo pasó por alto, demasiado cerca del orgasmo como para distraerse con la obscena cantidad del líquido espeso que escurría entre sus glúteos, mojando la cama y llenando la habitación con su dulce aroma. Pero lo que empezó como una molesta incomodidad, rápidamente se convirtió en punzadas abrumadoras, e incluso dolorosas, imposibles de ignorar. Su entrada se apretaba alrededor de nada y Satoru no sabía qué hacer con eso.
No lo dejaba concentrarse. No podía correrse por culpa de aquellos espasmos internos que no hacían más que perturbarlo.
Sin soportarlo más, usó su otra mano para acariciar sus testículos, estaba tan sensible que siseó por la estimulación. Pero su recorrido no se detuvo allí, sino que descendió un poco más, explorando la piel suave y tersa de la zona hasta que sus yemas se empaparon de aquella sustancia viscosa.
Satoru mordió la sábana con fuerza y se inclinó hacia adelante para poder alcanzar más abajo, entre intrigado e incrédulo. Estaba demasiado mojado, ¿era normal?
Sus dedos rozaron su entrada, y como presionar un botón, todo su cuerpo tembló y un agudo gemido se ahogó entre su boca y la tela.
El omega miró incrédulo su propia mano, perdida entre su carne. Sabía que había una mayor cantidad de terminaciones nerviosas en ese sitio, pero nunca imaginó que se sentiría tan… bien .
Maldición.
No podía creer que estuviera haciendo esto. Pero estaba jodidamente excitado y sus pelotas le dolían. Lo único que quería era acabar.
Aún con algo de duda, volvió a pasar sus dedos sobre el anillo de músculo, aprovechando la obscena cantidad de humedad para hacer que su mano se deslizara fácilmente sobre la superficie. A su vez, retomó el movimiento diestro sobre su miembro, siguiendo el mismo ritmo con ambas manos, de arriba abajo. El placer se multiplicó y lo arrastró como la marea infinita. Su visión se nubló.
Pero seguía sin ser suficiente .
— Ah… Por favor, solo… —gruñó entre dientes.
Sus caderas se balanceaban con urgencia. El sudor le corría por la frente, pegando mechones blancos de su cabello a su piel. Su rostro y cuello teñidos por una capa fina de rubor, y el ceño fruncido.
El omega se veía exquisitamente necesitado. Y frustrado.
Estaba tan cerca. Un poco más. Algo más.
Lo que sea.
De nuevo, imaginó a Suguru entre sus piernas, esta vez sus manos estaban brillantes y goteando, cubiertas con la esencia del omega. El pelinegro acariciaba la excitación de Satoru, duro y rápido, justo como le gustaba. Y con su otra mano, presionaba aquel punto vulnerable entre sus nalgas, haciendo que el ruido húmedo de cada roce se escuchara en toda la habitación. El alfa empujaba su trasero más y más, hasta que…
Uno de sus dedos resbaló más allá de la entrada.
Satoru abrió los ojos, sorprendido. Esperó la llegada del dolor, pero no ocurrió. Estaba tan mojado y dilatado que lo único que sintió fue su interior hirviendo y palpitando. Entonces, por instinto, apretó el dígito que tenía adentro.
— ¡Oh! —jadeó. La picazón que lo atormentaba fue aliviada al instante, dando paso a una nueva sed voraz.
Gojo odiaba admitirlo, pero tener algo ahí resultó… cómodo. Natural. Justo la presión que necesitaba. Hacía un momento no lo sabía, pero la sensación de estiramiento y sus músculos cerrándose alrededor de algo , era demasiado gratificante. Abrió un poco más las piernas y se mordió la parte interna de las mejillas, consternado.
Mientras se sintiera bien, no era malo, no del todo. Es decir, estaba solo. Nadie podría juzgarlo por esto. La gente hace cosas locas cuando está caliente.
Movió suavemente sus caderas, impulsándose con los pies sobre el colchón, incapaz de pensar lo suficiente como para coordinar las dos manos, las cuales estaban bastante ocupadas. Su cama estaba hecha un desastre, pero no le importó. Nada le importaba.
Su dedo medio apenas entraba y salía superficialmente, hundiéndose hasta el primer nudillo, inseguro. Pero fue suficiente para hacerlo estremecer sin aliento.
¿Qué sentiría si, en vez de su dedo largo y delgado, fuera un dedo más ancho y áspero?
— Suguru… —pronunció, soltando sin querer la sábana entre sus dientes y mordiéndose los labios después. No debía hacer ruido. Estaba en los jodidos dormitorios de la escuela.
Tampoco debía llamar el nombre de su mejor amigo mientras hacía esto.
Pero, sin que pudiera frenarla, otra fantasía indecente asaltó su mente: ¿cómo sería si el alfa pelinegro estuviera entre sus muslos, y fuera la punta caliente y mojada de su miembro la que se deslizaba en su interior? Si Satoru tuviese que tomar lo que Suguru quisiera darle y nada más.
— ¡Mmh! ¡Ah… ah! — el omega lloriqueó, exaltado por su propio atrevimiento.
Esa última idea lo hizo alzar las caderas y darle una última sacudida a su pene. Debido al brusco movimiento, el dedo entre sus nalgas entró por completo y de golpe. Satoru vió estrellas, alcanzando el clímax con fuerza.
Hilos blancos de semen salpicaron en todas direcciones, ensuciando su mano, su vientre y las sábanas. Todo estaba pegajoso. Sin embargo, Satoru no pudo levantarse. Su cuerpo seguía temblando y jadeando por aire. Había cerrado sus piernas como si de esa forma pudiese atrapar a alguien entre ellas.
Después de un largo momento, el albino abrió los ojos y miró fijamente el techo, con la cara roja y los ojos vidriosos.
—Estoy demente… —musitó con la respiración entrecortada.
Acababa de experimentar el orgasmo más intenso de toda su vida, pensando en su mejor amigo.
Estaba jodido.
Lo que Gojo no sabía, era qué tan jodido estaba, puesto que, al mantenerse distraído, no se percató del espectador que había desaparecido solo unos minutos atrás.
Cuando Geto huyó, se sintió culpable de inmediato. Dejó al Satoru solo, en medio de una situación terriblemente embarazosa, en la que él también participó. Aunque Gojo lo pidió, Suguru debió prever que algo así podría ocurrir.
No era común que un omega se excitara por la Voz Alfa. De hecho, nunca había escuchado que algo así fuese posible. Pero Geto debió anticiparlo.
¿Cómo? Ni puta idea. Pero debió hacerlo.
Se había preocupado tanto por lastimar a Satoru que no supo lo que en realidad estaba pasando hasta que la verdad se estrelló contra él. Literalmente.
¿Qué haría para sacarse la sensación del miembro duro de Gojo contra él? ¿Cómo olvidaría la forma en la que el omega observó sin tapujos su entrepierna, sonrojado? ¿Algo como eso se supera siquiera?
Sin muchas opciones, Suguru se había escondido en su cuarto, el cual se encontraba justo al lado del de Satoru. Su miembro se apretaba contra sus pantalones, a pesar de lo sueltos que estos le quedaban. Respiró hondo varias veces, sentándose en la cama, y pensó en perritos de la pradera, corriendo libres y felices.
Estaría bien. Fue un accidente. Gojo definitivamente no podía odiarlo por esto, ¿cierto? El albino no pareció darse cuenta de lo difícil que fue para Suguru no besarlo en ese momento, ni de la forma en la que los ojos del alfa se desviaron groseramente hacia su estrecha cintura y el bulto despierto más abajo de su pelvis.
Satoru era demasiado hermoso para su bien.
“Perritos de la pradera. Ellos corren, son felices” repitió en su mente, como un mantra, cerrando los ojos.
Tenía que regresar y asegurarse de que Gojo estuviera bien. Cuando lo dejó sobre la cama, se veía perplejo y confundido, no se movió y tampoco habló. ¿Y si le había hecho daño de verdad?
Un viejo recuerdo con cinco años de antigüedad le trajo escalofríos.
Justo cuando el Suguru se dispuso a levantarse y buscar al omega, lo escuchó. Un golpe suave al otro lado de la habitación. Las paredes no eran tan delgadas, pero si alguien hablaba lo suficientemente cerca una, el sonido se filtraba. Después de eso, hubo silencio. Geto miró fijamente el lugar de donde provino aquel movimiento.
¿Eso fue…?
— Ah…
El alfa abrió los ojos como platos y sus piernas perdieron la fuerza. De haber estado parado, habría caído de culo al suelo.
No podía ser cierto.
Era imposible que Satoru estuviese masturbándose en ese preciso momento. Debía saber que Suguru estaba justo al lado, él no…
— Por favor— . El jadeo desesperado apenas lo alcanzó como un murmullo, pero lo hizo.
Geto apretó la tela de sus pantalones con fuerza, sus nudillos se tornaron blancos. No estaba bien. No se suponía que él escuchara esto.
Hizo un esfuerzo sobrehumano por mantener sus manos alejadas de su adolorido miembro, que sufría tirones cada que el Satoru gemía al otro lado. Suguru se levantó como pudo y caminó muy lentamente hacia la puerta, con los labios apretados y las mejillas encendidas. Debía irse aún si deseaba quedarse.
— Suguru…
Geto desapareció sigilosamente por el pasillo, alejándose lo más posible de los dormitorios, sintiendo cómo su última voluntad se desgarraba y pendía de un miserable hilo.
Una hora después, Shoko lo encontró en el patio.
Al parecer, ella también requería de un cigarrillo nocturno. Lo saludó con un leve movimiento de cabeza antes de sentarse a su izquierda, dejando un espacio prudente entre ellos. Ambos miraban el campo de entrenamiento desde su banca habitual, en silencio. El viento frío acariciaba la piel expuesta del alfa, haciéndolo tiritar, y algunos mechones de su cabello se pegaron a su rostro antes de que Geto los apartara con un suspiro largo.
—Te ves como si hubieras follado —comentó ella, como quien habla del clima, aunque su tono sugería que buscaba una respuesta.
—Ya te dije que no es así —respondió él, sin molestarse siquiera en sonar fastidiado.
—Sí, lo sé —admitió la omega, exhalando una gran cantidad de humo—. Aún no se lo dices… aunque no creo que sea necesario. Es tan obvio que me duelen los ojos de solo mirarlos.
Geto rió con amargura, sin ánimos de comentar nada más al respecto.
—Hey, ¿qué ocurre? ¿Se pelearon porque fue tras Fushiguro?... —Shoko hizo una pausa breve, como tanteando el terreno— ¿O te confesaste y salió mal?
—Dios mío… —bufó él, llevándose una mano al rostro con frustración—. No, no estamos peleados. O eso creo.
—¿Crees?
—Sí, creo… aunque últimamente no sé qué creer. Satoru es… me vuelve loco. A veces me trata como un camarada, y luego pone esa cara…
Como si fuera a romper la distancia entre los dos. Como si también quisiera lo mismo que él.
No terminó la frase, pero Ieiri lo miró de reojo, entendiendo perfectamente a qué se refería.
—Bueno, para mí es más que claro. Pero si te carcome la duda, pregúntaselo.
— Pff. Como si fuera sencillo.
—Tú lo haces complicado —dijo la castaña, encogiéndose de hombros—. Babeas por él desde que ingresamos a la preparatoria, y todos sabemos que él siente lo mismo por ti. ¿Has visto cómo te mira con esos ojos brillantes de chica anime enamorada? Es perturbador.
Geto apartó el rostro, luchando contra el sonrojo. No quería emocionarse en vano, como un tonto ilusionado, pero las palabras de Ieiri lo afectaban como una bomba detonando dentro de su estómago. Algunos lo llamarían mariposas, pero Suguru sentía que eso le quedaba corto.
Claro que lo sabía.
A diferencia de Satoru, él siempre había sido consciente del entorno. Aprendió desde muy pequeño a leer emociones, descifrar miradas e interpretar gestos sutiles. Entendía perfectamente cuándo alguien lo evitaba, cuándo lo admiraban, cuándo mentían o buscaban algo de él. Y con Gojo… bueno. La discreción no era su fuerte.
Satoru era tan guapo como un dios esculpido a mano, y tan expresivo como un niño frente a una vitrina repleta de juguetes. Geto notaba cada vez que lo seguía con la mirada, incluso cuando no intentaba aparentar que no. La risa fácil que brotaba de sus labios cuando decía algo, aunque no fuese gracioso. El leve rubor en sus mejillas, las manos inquietas y la forma en que su cuerpo se inclinaba hacia él cada vez que estaban en la misma habitación. Como si el universo se redujera a la distancia entre ellos dos.
Y para Suguru era igual.
Al principio lo ocultó, y lo hizo bien. Temiendo arruinar su amistad. Pero con el tiempo, cuando Satoru demostró ser alguien sin reservas ni pudor, cuando Suguru se acostumbró a esas miradas afectuosas y golpecitos coquetos que anhelaban llamar su atención, Geto se permitió ser sincero. Cada día, se acercaban un poco más.
Hasta que Gojo presentó como omega.
A partir de ese momento, sus interacciones cambiaron. No en su totalidad, pero sí evidentemente.
Satoru comenzó a actuar más reservado. Como si estuviera intentando borrar con esmero cada uno de los rasgos que, según el imaginario colectivo, debían pertenecer a su nuevo estatus biológico. Dejó de gastar sus monedas en cada máquina de peluches que se atravesaba en su camino. Dejó de hablar tan abiertamente por su gusto hacia los dulces; lo seguía haciendo frente a Shoko y él, pero nadie más. Ya no se le veía abrazar a Geto por la espalda ni invadir su espacio con la misma frecuencia.
Era como si cada gesto suave fuera una confirmación de lo que era, o de lo que había dejado de ser.
Y Suguru, al sentir esos pequeños actos de rechazo, no se atrevió a seguir avanzando.
Es por eso que ahora Geto se sentía tan ansioso y confundido. No quería hacerse ideas equivocadas, pero, si lo que Gojo le enviaba no eran señales de interés, ¿entonces qué eran?
—¿Y si no nos gustamos de la misma manera? —murmuró Geto, casi para sí mismo. El cuestionamiento le pesó en el pecho.
—Oh, yo creo que es exactamente la misma —contestó Shoko con ese tono neutral que usaba cuando estaba absolutamente segura de algo—. Tú actúas igual que él. Son un par de tórtolos insoportables.
—Podría ser solo atracción —dijo Suguru, en voz más alta de lo que pretendía.
Decirlo así, tan seco, tan lógico, fue como apuñalar su propio pie. Su expresión se contrajo.
—Dijiste que no tuvieron sexo.
—¡No lo hicimos! —protestó él, sin saber si estaba avergonzado o decepcionado. Apagó el cigarrillo con más fuerza de la necesaria contra la piedra lisa de la banca.
—¿Entonces por qué te preocupas tanto? Apuesto a que ni siquiera se han besado, y ya estás actuando como si Gojo estuviera únicamente detrás de tus gigantes pectorales —se burló la castaña.
Suguru frunció el ceño y se llevó una mano al pecho, inconscientemente. No eran gigantes. Eran del tamaño justo para un luchador especializado en combate cuerpo a cuerpo. Aunque había bajado de peso, por lo que quizá perdió volumen.
¿A Satoru le gustarían más grandes? ¿O lo preferiría más delgado? ¿Y si…?
Shoko soltó una carcajada.
—Eres tan transparente, Suguru. Y para tu buena suerte, Gojo también lo es —afirmó, cruzando las piernas y apoyándose sobre su brazo —. Le gustas física y románticamente, Suguru. No hay duda.
—Entonces, ¿por qué mantuvo tanta distancia hasta ahora?
La pregunta salió más dolida de lo que pretendía. Al percatarse, cerró la boca y se acomodó en su lugar, cuadrando los hombros.
Shoko suspiró, sacando el segundo cigarrillo de la noche, pues el primero se había consumido casi por sí solo. Tomó el encendedor de Suguru sin permiso y lo miró fijamente mientras la chispa salía.
—Podría ser porque se siente incómodo… o inseguro.
—¿Inseguro? —graznó el alfa, desconcertado.
Esa palabra no encajaba con Satoru Gojo. El hechicero más confiado del mundo. El más fuerte. El más seguro de su belleza, de su poder, de todo.
—Sí. Ser omega puede resultar muy deprimente a veces, ¿sabes? —Geto abrió la boca para responder pero Ieiri lo calló al instante —Olvídalo. Eres alfa . Claro que no lo sabes. El punto es que, para alguien con un ego tan inflado como Satoru… bueno, presentarse no debió hacerle ninguna gracia. Menos aún hacerlo tarde.
Suguru guardó silencio, asimilando sus palabras y asintió, esperando a que la omega continuara con su explicación. Shoko se llevó el cigarrillo a la boca, incómoda por recibir tanta atención mientras trataba de dar cátedra sobre los sentimientos de una persona que ni siquiera estaba allí. Sentimientos que ella misma no podía asegurar comprender del todo. Ese tema no era su fuerte.
Pero el alfa se veía tan perdido que le daba pena.
—Solo lleva un año siendo omega, Suguru. Es normal que aún no sepa qué hacer con eso.
Y vaya que que aún no se adaptaba, después de todo, había asaltado la farmacia a escondidas para drogarse cada mes con supresores, atenuando su aroma personal y erradicando su ciclo de celo a pesar de conocer las consecuencias.
—Quizá su género secundario le generó dudas respecto a su relación contigo.
—¿Pero por qué? —replicó Geto, con desesperación mal contenida—. Si el hecho de que sea omega solo hace que sea más fácil. No entiendo.
—Supongo que sí… Es verdad. Todos lo aceptarían. Alfa y omega, como manda la madre naturaleza. Pero puede que Satoru lo vea distinto, con ese de que es un genio loco incomprendido. —Al ver que Geto seguía confundido, Shoko bufó, girando el torso hacia él para encararlo. Su tono era tranquilo, aunque había una ligera amargura al final—. Estás demasiado enamorado como para notarlo, pero Gojo no es precisamente lo que cualquiera esperaría cuando dices que eres omega.
Suguru ladeó la cabeza sin comprender.
Shoko puso los ojos en blanco, enumerando cada característica con sus dedos:
—Es tan alto como tú. Es fuerte, ruidoso, arrogante, no tiene respeto por nada ni nadie, tiene mal genio, dice un montón de groserías, cada que habla se burla o se queja, verlo comer es como ver a una paloma moribunda engullir un gusano… y por amor a Dios, Geto, estás sonriendo.
Geto parpadeó, sobresaltado. No lo había notado. Una sonrisa tonta y genuina había nacido en sus labios sin aviso. Se la cubrió con la mano sin poder ocultar la rojez de sus orejas. mientras Shoko lo miraba con esa expresión entre fastidiada y divertida que reservaba para sus amigos idiotas y adorables.
—¿Ves lo que te digo? Lo adoras como si fuese perfecto.
Suguru se mordió el labio inferior, la sonrisa aún pegada en la comisura de su boca.
—Lo es para mí —admitió en voz baja.
—Lo sé. Pero pienso que Satoru no lo hace.
La frase flotó entre ellos como una piedra arrojada a un lago inmóvil. Geto bajó la mirada, buscando algo que anclar dentro de sí. Sus hombros se hundieron un poco mientras su vista ascendía a la luna. Tan blanca y luminosa, hermosa. Pero tan lejos de su alcance.
Después de lo que pareció una eternidad, la voz ronca de Suguru rompió la calma.
—¿Qué dijeron los de Kioto?
Shoko se detuvo a medio movimiento, el cigarro suspendido a unos centímetros de sus labios. No lo bajó, pero tampoco lo probó. Rastros de ceniza cayeron al suelo.
—Investigué un poco —dijo, al fin—. Mei Mei me lo confirmó… Tenías razón.
La brisa sopló de nuevo, pero esta vez Geto no se molestó en apartarse el cabello de la cara. El corazón le retumbaba en el pecho, golpeando con una fuerza que no quería delatar. Pero sus manos temblaban.
—Ya veo… —murmuró, apenas audible.
—¿Se lo dirás?
—¿Qué de todo?—espetó.
La chica no respondió.
Ambos se quedaron mirando el campo vacío frente a ellos, donde las sombras de los postes se mezclaban con la maleza. No hacía frío, pero el aire estaba impregnado de una pesadez casi fantasmal.
Shoko aplastó el cigarrillo en el suelo con la punta del zapato, dando por terminada la charla.
Suguru sabía que no podía seguir ignorando la situación. Debía resolverlo tarde o temprano. Lo que existía entre ellos a grandes gritos, y lo que Satoru ocultaba en susurros.
Ya no quería suponer. Ya no quería esperar.
Debía confrontarlo.
¿Pero cómo lo haría, si la sola idea lastimaba así su cansado corazón?
Si tan solo Satoru se acercara primero y fuese honesto con él… entonces quizá encontraría el valor para ser sincero también.
Unas horas más tarde, cuando todos dormían y la oscuridad reinaba el cielo, Satoru Gojo se escabulló por los pasillos de la preparatoria, atravesó las barreras de Tengen con pulso experto y desapareció en dirección a Saitama.
Notes:
¿Les gustó el capítulo? 😉 (Fúnenme los de tiktok, no me arrepiento).
Recuerden que esto es "slow burn": la tensión sexual se contruye y se resuelve lento, aunque no tanto, lo prometo. Solo disfruten el trayecto...
Ustedes no saben lo que viene AHFJSBDJFJA ¡Estoy taaaan emocionada por estos dos!
¡Seguimos con la cuenta regresiva para que Suguru Geto y Satoru Gojo caigan sin remedio!
✨ 2... ✨
Hasta luegooooo
Chapter 13: Amor
Summary:
Advertencia: mención de negligencia y abandono infantil. Intento de secuestro y vocabulario inapropiado hacia menores de edad. Estos actos no son aprobados ni justificados en ningún momento. Cualquier similitud con personas o hechos reales no es intencional.
Notes:
Quiero agradecer profundamente, desde el corazón, todos sus comentarios. Sé que esta historia nunca será popular por aquí, ya que está en español. Pero cada vez que leo sus opiniones, me animo a continuar con esto.
De verdad, gracias.
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Chapter Text
Desde aquel día, Satoru comenzó a desaparecer cada noche. Se movía con sigilo, como si cada sombra del pasillo fuese capaz de delatarlo. No podía arriesgarse a ser visto ni, mucho menos, a despertar la atención de los altos mandos. Lo último que necesitaba era una investigación formal sobre él y el curioso desvío de fondos que había orquestado para comprar un departamento en Saitama y contratar a una exclusiva agencia de cuidadores privados.
Mantuvo su fachada en alto e intacta: asistía a clases con la misma sonrisa despreocupada de siempre, participaba en los entrenamientos cumpliendo con las expectativas y cuidando no excederse con sus demostraciones de poder.
Después de almorzar con todos, se dirigía a la biblioteca para cumplir con su castigo, limpiando polvo de mesas y estanterías, barriendo pasillos silenciosos que olían a papel viejo. En ese rincón apartado, se permitía hojear y leer algunos capítulos de distintos libros. Estudió arduamente. Esta nueva opción era más segura que esconderlos en su habitación; la última vez que lo intentó, pudo haber sido descubierto por Suguru. Al comprender lo imprudente que era mantener ese material en su cuarto, devolvió todos los libros y convirtió la biblioteca en su nueva base de investigación.
Ahora sabía todo sobre los supresores: las marcas más eficaces, las formas de aplicación —ya fuera por vía oral, en píldoras, o intramuscular, mediante una inyección—, y sus inevitables efectos secundarios. Por lo tanto, era consciente de lo que Ieiri descubriría en sus análisis de sangre: el punto preciso de su ciclo hormonal, la cantidad de feromonas que su cuerpo emitía y otros parámetros clave. Con esos datos, ella podría determinar si su exposición prolongada a estos medicamentos había modificado la fecha de su próximo calor, si aún quedaban químicos peligrosos en su organismo y si había otras complicaciones; como una deficiencia de calcio, anemia o… un embarazo.
Después de unos días, Shoko le dijo que no había nada de qué preocuparse; Satoru estaba tan saludable como un toro.
Por otro lado, Suguru y él no volvieron a tocar el tema de la práctica fallida.
Aunque Satoru seguía convencido de que su hipótesis era correcta y que un segundo intento podría confirmarlo, no se atrevió a pedirle al alfa que volviera a usar contra él su Voz de Mando. Su nivel de descaro no llegaba tan lejos. Ya resultaba bastante incómodo mirarlo a los ojos en medio de las clases o durante las comidas.
Geto no mencionó nada, pero Satoru podía sentir su mirada, fija y persistente, picando su piel como un recordatorio invisible de aquella trágica tarde. Le ponía los nervios de punta.
Sí. Lo admitía. Había sido un imbécil.
¿Cómo demonios pudo masturbarse pensando en su mejor amigo? Y lo peor… las palabras que salieron de su boca. Él nunca fue alguien pudoroso, ¡pero había límites! Se arrepintió al instante de lo que hizo, pero simplemente no pudo evitarlo. Como cualquier adolescente de diecisiete años, había caído en la tentación con la misma inercia con la que una polilla se arroja hacia una luz en medio de la oscuridad, solo para estrellarse contra algo duro, caliente… y enorme .
Carajo, ¿qué estaba mal con él?
Si antes lo sospechaba, ahora lo sabía con certeza: su cuerpo y su mente habían retrocedido tanto que Gojo no era más listo, ni más prudente, de lo que era a esta edad. Suguru se dijo cuando le reclamó el haberse escapado en Yokohama: era impulsivo . Yaga, por su parte, había tenido que golpearlo y darle un castigo, como a cualquier mocoso. Además, Satoru no podía mantener las manos quietas ante la menor provocación; ardía de deseo como todo joven hormonal. Estaba jodido.
Intentaba tomar el lado bueno de la situación, pero ciertamente lo veía complicado. Contaba con una comprensión más afinada de la energía maldita, un control que no poseía antes, pero no podía usarlo libremente sin atraer miradas indeseadas e, incluso, exigirle demasiado a su cuerpo aún inexperto. Además, guardaba en su memoria fragmentos de un futuro que debía proteger, pero ya estaban ocurriendo sucesos que no debían ser, y que requerían atención urgente.
El más importante de todos: Toji Fushiguro.
Durante sus noches de fuga, después de contarles historias para dormir a los pequeños Fushiguro y asegurarse de que todo estuviese en orden, Satoru se lanzaba a las calles de Tokio en busca del Cazador de Hechiceros. Recorrió barrios enteros, extendiendo luego la búsqueda a las ciudades vecinas. No halló ni una pista. Sus Seis Ojos podían no detectar a un humano sin energía maldita, pero Satoru seguía siendo un hechicero de grado especial; su instinto y sus habilidades de rastreo superaban a las de cualquiera.
Toji aún debía tener en su poder la Lanza Invertida del Cielo, el arma maldita capaz de anular cualquier técnica con la que venció a Gojo. Por ende, conservaba aquel grotesco gusano que colgaba de su hombro, funcionando como un arsenal retráctil para él. Gojo lo había visto antes, conocía su esencia. Solo era cuestión de que Fushiguro lo usara para que el omega pudiera captar aunque sea un rastro.
Pero no había nada.
Era como si Toji hubiera descubierto una técnica secreta para borrar su existencia del mapa.
Solo había pasado una semana desde la aparición y posterior fuga del cazador, cuando Yaga, en contra de su buena voluntad, tuvo que enviar a sus alumnos a cumplir misiones nuevamente. Había mucho trabajo acumulado. Sin embargo, se negó a mandarlos por separado, por lo que el trío de segundo año se desplazaba a todas partes en conjunto, escoltados por Tanaka. Resolvían entre dos y tres misiones al día.
La primera misión en su lista de deberes, fue la misma en la que se reportaron personas desaparecidas tras ir a rezar al gran templo antiguo de Kamakura: el caso al que Geto y Gojo no pudieron acudir la última vez, y del cual el alfa tenía la orden de absorber la maldición de primer grado se avistó.
Pero, cuando los estudiantes llegaron al lugar, encontraron el templo destruido.
Los habitantes dijeron que la estructura se había derrumbado siete días antes, por la mañana; justo cuando Satoru y Suguru estaban en Yokohama. Revisaron el lugar, pero no encontraron restos de energía maldita bajo ninguna viga. La maldición se esfumó y los cuerpos de sus víctimas fueron hallados veinte metros hacia el sur, dentro del bosque.
—Alguien debió exorcizarla —murmuró Shoko, tocando una de las columnas de madera que seguía milagrosamente en pie. Había señales de pelea. Como si un enfrentamiento se hubiese desarrollado dentro del templo, uno tan brutal que terminó destrozando hasta sus cimientos.
El reporte llegó a Yaga, quien frunció el ceño al escuchar la explicación de los jóvenes. Así como Gojo, Masamichi parecía estar en busca de respuestas a los recientes y misteriosos acontecimientos. ¿Cómo se relacionaban la aparición de Toji, herido, y una maldición que fue exorcizada en secreto?
En lo que otros hechiceros indagaban este hecho, Ieiri, Geto y Gojo permanecieron como equipo. Eso se tradujo en más viajes, más tiempo perdido… y más cansancio.
Satoru podía usar los Rituales Inversos para evitar que su cerebro terminara frito, pero su carne seguía siendo mortal y blanda. Después de dos semanas, el sobreesfuerzo comenzó a cobrarle factura: se quedaba dormido en el coche, cabeceaba en las lecciones más aburridas de clases y caía en la cama en cuanto el sol desaparecía, faltando a pijamadas y reuniones con sus amigos. Incluso se ausentó a la cena que hicieron cuando Nanami volvió de sus “vacaciones calientes” a modo de celebración: una pobre excusa para fastidiarlo.
A Gojo le hubiese gustado compartir tiempo con ellos, pero, para poder levantarse a media noche, tenía que aprovechar esas dos o tres horas de descanso.
No pensaba dejar la tarea de encontrar a Toji Fushiguro a los altos mandos; además de ser, en su humilde opinión, un grupo de inútiles, algo en su interior le advertía que había un peligro creciente en todo esto. Y tenía que actuar antes de que estallara. Rápido.
Para su alivio, después de la escena escandalosamente vergonzosa que protagonizó junto a Geto, cuando… le miró la entrepierna sin su consentimiento, el alfa desistió de asomarse otra vez por su habitación. No volvió a dormir con el omega y tampoco a llevarle comida. Gojo supuso que eso era lo mejor, que pronto olvidarían lo sucedido y dejarían de sentirse incómodos el uno con el otro. Si su pecho se apretujó ante la posibilidad de que Suguru estuviese enfadado o disgustado con él, no importaba. Se lo merecía.
El albino creyó que su poco tiempo a solas, por las tardes, le permitiría dormir aunque sea un poco antes de volver a recorrer las calles, pero se equivocó.
La primera pesadilla que tuvo, en la que revivió el día en que el anciano de su clan usó la Voz de Mando en su contra, fue solo el principio de un sin fin de memorias desatadas.
Sus sueños se llenaron de recuerdos sobre su propia infancia. Satoru estaba familiarizado con cada uno, había llegado a pensar que se trataban de sus propias experiencias. Pero sabía que no lo eran, porque detectaba ligeros cambios. En algunas, su madre le aseguraba que sería un gran alfa ; en otras, su abuelo —el líder del Clan Gojo— informaba que todas sus criadas serían mujeres beta . Fuera de eso, los recuerdos eran idénticos a los que tenía de su mundo original.
Incluso su llegada en la Preparatoria de Hechicería de Tokio apareció intacto en su mente. Al no haber presentado aún, no percibía feromonas, por lo que todo coincidía con lo que ya conocía: el encuentro con Shoko y Suguru, su comentario mordaz —sin intención de ofender— que derivó en un intercambio de golpes con el pelinegro y un regaño de bienvenida por parte de Yaga. Fue agradable ver aquellos días… hasta que soñó con el momento en el que tuvo su primer celo, el cual coincidió con su iniciación omega.
Aquel recuerdo lo sacudió hasta el alma.
En su mente quedaron remanentes del calor sofocante, el dolor insoportable y la humillación de estar tendido en el suelo sin poder respirar, con las entrañas retorciéndose y el sabor metálico llenándole la boca. Una sensación horrenda, parecida a la que, entre alucinaciones, había sufrido al despertar en la enfermería tras llegar a este mundo.
Cada noche que esa pesadilla se repetía, Satoru despertaba entre mareos y sudores fríos. Impidiéndole descansar.
Con el tiempo, el mal sueño se extendió hasta mostrarle cómo contestó una fría llamada de su padre, quien le pidió que asistiera a una reunión de carácter urgente en la finca. Gojo se negó y colgó. Desde ese entonces, había evitado como la peste los intentos de su familia por contactarlo. Entonces, fue obligado a asistir al Cuartel General de los altos mandos, donde se encontró con aquel anciano del clan e hicieron ese numerito que ya había visto.
Tres semanas. Satoru estuvo tres semanas al límite, cumpliendo con su rutina de estrés contante y noches tan eternas como agotadoras.
Hasta que, finalmente, todo se derrumbó.
El albino estaba en el ascensor del edificio departamental de Saitama, apoyado contra la pared mientras revisaba en su teléfono los últimos mensajes que Tsumiki le había enviado horas atrás. Una pequeña sonrisa se dibujaba en sus labios. Como siempre, la niña había comenzado con un tierno saludo.
Pequeños Gojo <3: Buenas tardes Gojo hoy comimos sopa de miso y pescado que hiso Misty :-)
Tú: ¡Delicioso! ¿Me guardaron un poco?
Pequeños Gojo <3: No perdón :-(
Tú: ¡JAJAJA! No te preocupes Miki. Por cierto, llegaré un poco más tarde hoy, así que duerme. Sólo les dejaré unos regalos sobre la mesa. ¡Los verán mañana! :D
Pequeños Gojo <3: No tienes que benir todas las noches te ves muy cansado mejor duerme y bienes otro día :-)
Tú: Tranquila, estoy bien. Iré sin falta.
Pequeños Gojo <3: Ummm oki :-)
La niña era muy dulce. Solo enviaba mensajes, jamás llamó. Satoru adivinó que se debía a su timidez y falta de experiencia utilizando un celular inteligente, pero pronto se habituaría a él. Ya formaba emoticones con los signos de puntuación y enviaba fotos de Megumi comiendo.
Misty, por su parte, se había ganado el corazón de los niños. No podía quedarse a dormir con ellos cada noche, pero los arropaba y les leía cuentos temprano. Gojo no quiso decirle que, en realidad, Tsumiki y Megumi esperaban pacientemente a que ella se fuera para levantarse y esperar a Satoru cada noche, sin importar la hora.
El omega les dijo que no era necesario; si llegaba únicamente para encontrarlos dormidos era más que suficiente. Pero los niños no estuvieron de acuerdo; ignoraron el consejo del albino y permanecieron despiertos hasta altas horas de la madrugada. Por ello, Gojo se aseguraba de visitarlos tan temprano como podía, ya que dejar de ir a verlos no era una opción. No solo por seguridad… Sino porque no quería hacerlo.
Satoru se detuvo frente al departamento. Solía tocar el timbre a pesar de tener el código de acceso, pero, considerando que eran casi las tres de la mañana, decidió ingresar por su cuenta y en silencio.
En cuanto puso un pie dentro del departamento, vió la cabeza castaña de Tsumiki asomarse por encima del respaldo del sillón blanco, luciendo despeinada y somnolienta. El albino le regaló una sonrisa.
—Te dije que fueras a dormir —susurró.
La niña le devolvió la sonrisa con timidez, reconociendo su acto de rebeldía, aunque sin arrepentirse en lo absoluto. No lo aparentaba, pero Tsumiki tenía un lado muy terco y a Gojo le encantaba. Ella no seguiría reglas que iban contra sus principios y deseos.
—Les traje helado y películas nuevas —anunció el omega, metiendo el postre al congelador y dejando la bolsa con distintos filmes animados infantiles que compró sobre la mesa, frente a Tsumiki.
—Muchas gracias, Gojo —musitó ella. Sus grandes ojos parpadeaban aletargados —. Creo que Gumi se durmió de verdad.
Satoru se sentó a su lado y le acarició suavemente la cabeza.
—Ya es muy tarde. Tú también deberías de estar durmiendo.
—Veamos una película, mejor —dijo ella, haciendo un puchero.
Gojo se rió por lo bajo, negando.
—Hoy no, pequeña. Otro día, ¿sí? Veremos la que tú quieras.
Tsumiki se mostró algo triste, pero, al ver las sombras oscuras bajo las blancas pestañas inferiores de Satoru, terminó aceptando el trato.
—Buena niña. Vamos al cuarto, ¿o quieres que te cargue? —ofreció Gojo, notando su postura tambaleante.
—No, yo puedo —contestó la castaña. Sus mejillas teñidas de un suave color rosado.
A Tsumiki le gustaba ser arropada por Satoru; aguardaba este momento cada noche, incluso más que Megumi. Esa era una de las razones por las que Gojo no podía faltar a Saitama nunca. Al contarles historias sobre sus divertidas misiones e increíbles amigos por primera vez, fue condenado a repetir el ciclo por el resto de su existencia. O al menos hasta que los pequeños crecieran y se cansaran de sus desvaríos.
Megumi y Tsumiki sabían casi todo sobre Shoko, Nanami, Haibara y Suguru. Aunque el último destacaba por su constante aparición en cada anécdota y la manera en la que Satoru pronunciaba su nombre con una amplia sonrisa y los ojos resplandecientes. Los niños pensaron que ese tal Suguru Geto debía ser una buena persona y, posiblemente, el novio de Satoru.
Después de una semana de convivencia, recién se enteraron de que el albino era omega. Megumi no lo creyó, acusando a Gojo de intentar verles la cara.
—¡Ya te dije que no miento! —exclamó Satoru por tercera vez, ofendido.
Era la una de la mañana y los niños ya estaban listos para ir a dormir. Pero Megumi inició una discusión con él de la nada.
—¡No puedes ser omega! ¡Eres beta! —afirmó el pequeño, levantando la voz también.
Tsumiki los miraba con diversión. Ella sí le creía.
—¡Bueno, a mí tampoco me parece lógico! ¡Pero no te estoy mintiendo! ¿Por qué mentiría sobre eso? ¡¿Eh?!
Megumi calló, sin poder debatir. Era verdad. ¿Por qué un chico diría ser omega si no lo fuera en verdad? Los omegas masculinos eran escasos y solían ser tratados como un fenómeno. Una anomalía de la naturaleza. La gente no los quería.
El niño lo pensó un momento y se cruzó de brazos, desviando la mirada.
—Si no mientes sobre eso, entonces mientes sobre ser el más fuerte —murmuró.
—Gumi, no seas grosero —reprendió su hermana con tranquilidad. Luego, se dirigió a Satoru —. Discúlpalo, él no…
—Está bien. Entiendo por qué lo dice —afirmó Gojo, con una sonrisa ladina.
Tomó a Megumi de las mejillas y las apretujó, obligándolo a verlo. El pequeño enrojeció de enojo o vergüenza, quizá una mezcla de ambos. Satoru se señaló a sí mismo y habló con arrogancia:
—Pero es porque soy el más fuerte , que no importa cuál sea mi género o el de mi oponente. Igual lo venceré. Soy superior a cualquier alfa.
Ambos niños lo observaron en silencio. Después, Tsumiki aplaudió, con una bonita sonrisa en los labios, rebosante de admiración. Megumi solo lo miró de arriba a abajo, como si estuviese decidiendo todavía si creerle o no.
Al final, Gojo les contó la vez que Suguru y él se perdieron en Tokio cuando decidieron explorar la gran ciudad por primera vez y terminaron tomando el tren equivocado. El albino lucía tan feliz que los hermanos no pudieron evitar mirarse entre sí, adivinando que ese supuesto amigo era más bien su crush .
Esa noche, los Fushiguro soñaron con un chico de pelo negro y ojos morados, como Satoru tanto lo había retratado al hablar.
Tsumiki y Satoru caminaron por el pasillo hasta la habitación que el omega sabía que los hermanos compartían. Cada uno tenía su recámara con cama propia, pero desde el inicio Tsumiki se negó a dejar a Megumi solo. Satoru ofreció poner barandillas de seguridad para que el niño no cayera al suelo al dormir, anticipando que este se negaría a utilizar una cuna. Pero la mayor le aseguró que el problema no era ese, sino que el pelinegro padecía de terrores nocturnos intensos desde que cumplió cuatro años y los ver “monstruos” aparecieron. Por ello, la niña permanecía a su lado cada noche y lo arrullaba con gentileza cada que lo escuchaba gritar.
Megumi se acostumbraría a las maldiciones, con el tiempo dejaría de temerles. Sin embargo, eso no deshacía la forma en la que su estómago se hundía cada vez que Tsumiki le enviaba un mensaje de texto informando que el niño tuvo pesadillas.
—Me gusta este lugar —dijo Tsumiki, deteniéndose delante de su habitación—. Aunque es muy grande, desde que llegamos, Gumi no ha visto más de esos monstruos.
Gojo asintió, satisfecho. Los sellos con los que había llenado la casa estaban funcionando correctamente; manteniendo alejadas a las maldiciones de alrededor.
—Qué bueno. Pronto también dejará de tener malos sueños —afirmó con tono optimista.
La niña bajó la mirada, sin abrir la puerta delante de ella.
—Eso espero… Es que, a veces sueña con las criaturas que solo ustedes pueden ver —confesó en voz bajita, llena de miedo —. Pero… también sueña con los cobradores. Cree que vendrán a buscarnos.
—No lo harán —dijo Satoru, agachándose a su lado y posando una mano sobre sus diminutos hombros —. Nadie sabe dónde están ahora y yo los estoy cuidando. Misty también. ¿De acuerdo?
La niña asintió suavemente.
—Sí, yo… lo estuve pensando mucho porque ayer mi Megumi me contó lo que soñó y… me dió miedo. N-no quiero que vuelva a pasar —soltó, con sus ojos húmedos y la voz temblorosa.
Gojo apretó los labios, sintiendo cómo la tensión se acumulaba en su mandíbula. No estaba seguro de querer oír la respuesta, pero, aun así, preguntó:
—¿Qué te contó? ¿Tiene que ver con el moretón que vi en su mejilla?
Tsumiki cerró los ojos con fuerza, como si tratara de detener las vívidas imágenes que invadieron su cabecita. Tomó aire y le contó a Satoru una historia de terror.
Los hermanos Fushiguro llevaban dos días solos en casa cuando ocurrió el accidente. En ese tiempo habían logrado evadir a los cobradores que, como de costumbre, llamaban a la puerta a gritos, lanzando insultos y amenazas contra su madre. Ellos nunca abrían. Se refugiaban en el diminuto baño, apretados uno contra el otro, hasta que los hombres se marchaban. Ni siquiera respiraban fuerte, temiendo que alguien los descubriera a través de la pequeña ventana. No sabían cuánto debía su madre ni a quiénes, pero sí que cargaban con las consecuencias.
Por eso Tsumiki faltaba tanto a clases. No podía dejar a Megumi solo, y tampoco podía salir del departamento sin sentir miedo.
Sin embargo, esa tarde tuvo que bajar a la tienda del señor Morita. Reunió las pocas monedas que quedaban en el sobre que su mamá les concedió antes de marcharse, como siempre, y compró los sándwiches de pollo que tanto le gustaban a Megumi.
Estaba a punto de subir las escaleras cuando un hombre apareció de la nada y la sujetó del brazo con brusquedad. La bolsa con la comida cayó al suelo al igual que su sandalia verde.
—Tranquila, preciosa, este alfa va a cuidar muy bien de ti —dijo el sujeto con voz rasposa, mostrando una sonrisa torcida. Tenía alrededor de cincuenta años, el cabello canoso y los dientes amarillento—. Con esas piernitas que tienes seguro que serás omega.
—¡AYUDA! —gritó Tsumiki, sintiendo cómo la garganta se le desgarraba por el esfuerzo.
El hombre le tapó la boca de un manotazo y la levantó en brazos, bajando los escalones que había conseguido subir. Ella pateaba, mordía y se retorcía con desesperación. Solo pensaba en Megumi.
No podía abandonarlo.
—¡Deja de morder, estúpida zorra! ¡Mierda, cómo duele! —espetó el alfa, retirando la mano herida y sacudiendo a Tsumiki con violencia—. Si tu maldita madre no me paga, lo harás tú, ¿oíste? Aunque debo enseñarte modales antes de presentarte a los clientes.
La gélida comprensión de lo que aquella amenaza significaba taladró en lo más profundo de sus huesos. Tsumiki se paralizó, aterrada. La voz se le cortó. Ya no pudo gritar; rompió a llorar como nunca antes. Su cuerpo temblaba tanto como su alma.
Nadie iba a salvarla.
De pronto, se escucharon unos pasos descalzos bajando las escaleras a toda velocidad. Con la vista nublada, Tsumiki alcanzó a ver la delgada silueta de Megumi lanzándose como un perro rabioso contra la pierna del hombre. No dudó ni un segundo.
El cobrador soltó un gruñido de dolor, intentando apartar al niño que le mordía la pantorrilla a través del pantalón. Pero Megumi no aflojaba; estaba decidido a arrancarle un trozo entero de carne si era necesario. El sabor metálico inundó su boca.
Sin más opciones, el hombre soltó a Tsumiki y le asestó un golpe a Megumi con el puño cerrado. El impacto directo en la cara habría tumbado a cualquiera, pero el niño apretó la mandíbula con más fuerza, emitiendo un gruñido que no supo decir si era de dolor o de furia.
—¡AYUDA, POR FAVOR! ¡AYUDA! —Tsumiki volvió a gritar, obligándose a regresar en sí misma, buscando desesperada a alguien que pudiese auxiliarlos.
El señor Morita y su hijo menor salieron corriendo de la tienda, cuchillos de cocina en mano. Entre los tres lograron separar a Megumi del cobrador, que terminó cojeando y maldiciendo mientras se alejaba, dejando un rastro de sangre tras de sí. Llamar a la policía en ese barrio olvidado de Dios era inútil.
Durante la pelea, Megumi perdió su primer diente de leche. Un colmillo.
Gojo escuchó la historia en silencio, sin interrumpir ni una sola vez. No hizo preguntas. No comentó nada. Sus manos, sin embargo, se cerraron tanto que las falanges palidecieron. La sonrisa despreocupada que solía usar como escudo había desaparecido, sustituida por un gesto neutro, demasiado neutro. Solo sus ojos, fríos y fijos en un punto de la pared, delataban que cada palabra había tocado una fibra peligrosa dentro de él.
Cuando Tsumiki terminó, Satoru respiró hondo por la nariz, conteniendo cualquier reacción. Se inclinó hacia ella y, con la mayor calma que pudo reunir, tomó la mano de la niña y dijo:
—Gracias por contármelo. Ya no tienen que preocuparse; me encargaré de que nadie vuelva a lastimarlos.
Tsumiki asintió con la cabeza, mordiendo su labio inferior y tragándose las lágrimas que querían caer. Ella confiaba en él.
Ahora entendía el miedo que ambos hermanos le tenían a los alfas.
Satoru pensó que después habría tiempo para encontrar a ese maldito desgraciado. Y cuando lo hiciera, se aseguraría de que jamás volviera a tocar a ningún niño. Ni ver la luz de ningún nuevo día.
Entraron a la habitación donde un Megumi dormido se encontraba acurrucado entre las mantas. Tsumiki subió a la cama y se recostó a su lado con cuidado de no despertarlo. Gojo se sentó a los pies de la misma, asegurándose de no hundir demasiado el colchón ni alterar el plácido descanso del menor.
Megumi, con los ojos cerrados, parecía más pequeño todavía. Sus largas pestañas negras, su cabello azabache en un desastre absoluto, con mechones que apuntaban en todas direcciones.
Su chico valiente.
Gojo cubrió a Tsumiki con una manta y apartó delicadamente el flequillo de su frente.
—Ahora sí, a dormir —susurró.
—Gojo… e-es que… quería decirte algo más —murmuró la niña, apretando la manta entre sus manitas, visiblemente nerviosa.
—Dime.
—Bueno… —titubeó, bajando un momento la mirada antes de volver a alzarla—. Quería decirte que me alegro de haberte conocido… Eres la primera persona que se preocupa tanto por nosotros.
Guardó silencio un momento, como si buscara valor para continuar.
—El papá de Megumi lo dejó con nosotras y ya no volvió. Y mi mamá… ella no nos quiere —su sonrisa se torció, incapaz de disfrazar la tristeza que había en sus palabras.
Gojo sintió una punzada en el pecho. Él conocía la soledad, pero escucharla en la voz de una niña… en la voz de su niña, era distinto. Quería borrar su dolor a como diera lugar.
—Sé que nos conocimos hace poco, pero, desde que fuiste a nuestra casa ese día… fue c-como si tú… —su voz se quebró un instante antes de que una de sus pequeñas manos se posara justo sobre donde estaba su corazón, latiendo rápido—. Sentí aquí que tú nos amas.
Satoru abrió los ojos en medio de la oscura habitación, iluminada apenas por una luz tenue pegada a la pared. Sus orbes azules resplandecieron, cargadas de sentimiento.
No supo qué responder.
En su vida, el amor siempre había sido algo demasiado abstracto y difícil de entender. ¿Era una emoción o un conjunto de ellas? Apego, rutina, cariño, dependencia, obsesión. Satoru podría llamar de mil formas lo que sentía por alguien, siempre y cuando no tuviese que decir aquella palabra sin forma ni color definido. El supuesto amor que había recibido al crecer se construyó tambaleante sobre la arrogancia y promesas que nunca se cumplían. Sobre poder y expectativas.
Él no estaba acostumbrado a escuchar declaraciones tan sinceras. Esta era una confesión que no exigía nada a cambio.
Fue como un golpe directo a su punto ciego, uno que no pudo bloquear. El silencio se extendió, denso y lleno de todo lo que él no se atrevía a decir.
Tsumiki se sonrojó, a punto de disculparse por haber sido demasiado confianzuda. Pero el omega habló justo a tiempo:
—Lo hago… —tartamudeó, sintiendo que el corazón se le iba a salir por la boca. Moría de nervios pero no se detuvo—. Tsumiki, los amo … A tí y a Megumi.
La niña levantó la mirada, que había caído con pena. Ella lucía tan asombrada como el propio Gojo de escuchar esas dulces palabras provenir de su boca. Satoru continuó:
—Yo… Me gustaría ser su familia a partir de ahora. Tengo dinero y soy fuerte. Juro que voy a cuidarlos toda mi vida . Si… si ustedes quieren, por supuesto.
Habló de forma atropellada, como si temiera que sus ideas, y su determinación para soltarla, se deshicieran si tardaba demasiado. Gojo se sentía extrañamente cohibido, su rostro caliente por la vergüenza. Pero un furor salvaje se aglomeraba en su interior y lo impulsaba hacia adelante.
Durante mucho tiempo creyó que este tipo de cosas no eran para él, que no estaba hecho para amar en voz alta y con total honestidad a alguien, ni para ser correspondido. Ahora, sin embargo, no podía evitar aferrarse a esta rara oportunidad con todas sus fuerzas. No quería desperdiciarla. No esta vez.
Tsumiki lo miró conmovida, sin poder hablar, y asintió repetidamente con la cabeza. Pronto, lágrimas cristalinas aparecieron en sus ojos y un suave sollozo se escuchó en la habitación… pero no provenía de ella.
Los dos giraron la cabeza hacia Megumi, que, al parecer, había escuchado todo fingiendo estar dormido. La conversación debía haberlo afectado, porque era él quien lloraba con el rostro metido entre las mantas. Sus pequeños hombros se estremecían.
Tsumiki soltó una carcajada aguda y clara antes de romper a llorar también, tomando a su hermanito en brazos.
Era la primera vez que Gojo la escuchaba reír así desde que los conoció.
Con un nudo en la garganta y los ojos ardiendo, se inclinó hacia los niños y se sumó al abrazo, ignorando los quejidos del mocoso, que intentaba apartarlo entre protestas ahogadas. Sintió el calor de sus cuerpos, el peso real de ese momento.
Eso era felicidad pura.
Satoru volvió a la escuela cuando el reloj marcaba las cuatro de la madrugada. El aire nocturno era más frío que antes. Ya era septiembre. Trepó con agilidad hasta la ventana de su habitación, empujándola para colarse sin hacer ruido.
Al entrar, fue como si todo el cansancio acumulado lo alcanzara de golpe. Se recostó de espaldas sobre la cama, hundiéndose en el colchón mientras el eco de un sentimiento cálido seguía danzando dentro de él, enredándose entre sus entrañas como el tenue fuego de una vela que no quería apagarse.
Amor.
La palabra no salía de su mente.
Satoru sabía que siempre había amado a los hermanos Fushiguro. En su mundo anterior, lo decía a menudo entre risas, con bromas y comentarios ligeros, como si el afecto que sentía fuera un chiste inofensivo. No era porque no lo sintiera en serio, sino porque era la única manera que conocía para expresarlo sin quedar totalmente expuesto. Vulnerable.
Hoy, finalmente, rompió ese cascarón de ironía. Finalmente, les habló con el corazón desnudo, vertiendo en palabras aquello que lo consumía cada vez que los miraba.
Se llevó la mano al pecho, imitando el gesto que Tsumiki había hecho antes. Sonrió torpemente.
Jamás amó a nadie de su clan. Ni siquiera a sus propios padres, que nunca lo vieron como algo más que una responsabilidad en sus desafortunadas vidas. Pero, en los Fushiguro, había encontrado algo que no pensó necesitar: una familia de verdad. Después de todo, los tres habían sido abandonados de alguna manera por quienes debieron protegerlos. Quizá estaban hechos los unos para los otros.
Y si hablaba de familias más allá de la sangre, resultaba inevitable imaginar a Shoko, Haibara, e incluso Nanami. Shoko, con su temple y brutal honestidad, era como una hermana mayor que nunca pediste, pero que siempre necesitaste. Haibara, con su calidez ingenua, cumplía a la perfección el papel de un hermano pequeño que iluminaba hasta los días más grises. Y Nanami… sería ese tío gruñón que jamás admite que se preocupa, pero que siempre está ahí para ayudar.
¿Y qué pasaba con Suguru?
La sonrisa de Satoru se congeló y, lentamente, se fue desvaneciendo.
Su relación con Geto no podía compararse con ninguna otra. No era solo su amigo, ni un hermano, ni un compañero. Sinceramente, Gojo ni siquiera pudo considerarlo un enemigo cuando éste decidió desertar de la escuela, ni cuando le declaró la guerra al mundo de la hechicería.
Suguru era… distinto. Especial en un sentido que Satoru nunca se atrevió a definir.
Suguru era el único que lo entendía sin necesidad de palabras, el único que podría herirlo hasta convertirlo en polvo… y el único en quien confiaba lo suficiente como para entregarle sus peores momentos. Su corazón dolía al verlo, y al mismo tiempo, se aceleraba, regocijado. Era una contradicción que fallaba a la lógica, tan obvia que fue imposible de ignorar.
Y, aún así, Satoru fingió no notarlo por años.
Cuando Suguru murió, la mejor parte de Satoru se fue con él. Durante meses, creyó que todo aquello que sentía había sido enterrado junto a su alma. Pero en Shibuya… cuando escuchó su voz, cuando vio su rostro, bastó un segundo fugaz para que esas emociones regresaran con la misma intensidad de antes. Como si jamás hubiesen desaparecido.
Porque nunca lo hicieron.
En cuanto encontrara a Toji, se prometió a sí mismo que pasaría más tiempo con Geto, que acabaría con la distancia y la incomodidad que ahora los separaban. Quería protegerlo. Permanecer a su lado. No volver a dejarlo solo. Y, en el fondo, también deseaba tomar su mano… como aquella noche en que el alfa lo encontró en el tejado, envuelto en la melancolía. Tal vez podría hundirse de nuevo en su pecho y… pedirle otra marca de olor.
Satoru Gojo amaba a Suguru Geto.
¿Era necesario catalogar la forma en la que lo hacía?
Gojo nunca lo intentó. Quizá temiendo la conclusión a la que llegaría. Pero su corazón era más sabio, y latió desbocado contra la palma de su mano hasta que Gojo fue cerrando los ojos, dejándose arrastrar poco a poco por los susurros de Morfeo, totalmente exhausto.
En la habitación contigua, Suguru permaneció despierto un rato más.
Como cada noche, esperó pacientemente a escuchar ese leve golpeteo del pie de Satoru contra la pared, un hábito que sólo aparecía cuando el albino caía en un sueño profundo. Durante las últimas tres semanas lo había vigilado. Al inicio, fue por accidente, tras despertar de una pesadilla. Después, aguardaba, ansioso, a que Satoru volviera cada madrugada.
Pero esta noche sería la última. Suguru tomó su decisión: era momento de frenarlo.
Debía hablar con Satoru.
Dejó escapar un suspiro largo, uno de esos que parecen vaciarte por dentro. Sintió cómo un peso invisible, denso como una piedra sumergida en aguas profundas, comprimía su caja torácica. No sabía si deseaba que amaneciera pronto… o que la noche se prolongara para siempre.
Se acomodó en la cama y, como había ocurrido tantas veces en los últimos días, regresó al mismo sueño. A aquel recuerdo antiguo de cuando tenía doce años.
En ese entonces, Suguru se presentó como alfa. El primero en todo un linaje de betas. Su madre, su padre y su hermana menor también lo eran, por lo que no notaron ningún cambio previo en su aroma. Fue solo cuando se resfrió y los dolores de huesos lo dejaron días enteros en cama que lo entendieron. Una vez que la fiebre cedió, Suguru descubrió que podía percibir feromonas que nadie más en su hogar podía notar. Fue abrumador. Sus padres, sin embargo, insistieron en que debía seguir con una vida normal, manteniendo una apariencia común, como la del resto, en aquel pueblo grande pero profundamente conservador.
Desde que tenía memoria, Suguru ya destacaba por ser “el niño raro que veía fantasmas”. Al principio, sus padres pensaron que era simple imaginación infantil, pero con los años comprendieron que tenía un don especial y le creyeron cada palabra. Ellos amaban a su hijo y querían brindarle la comprensión que merecía. Aun así, le advirtieron con severidad que jamás debía contarle sobre monstruos y espíritus a nadie más, o la gente se asustaría, incluso tratarían de herirlo o marginarlo. Así, Geto guardó silencio.
Sin embargo, cuando eres diferente, destacas entre la multitud. Es imposible no hacerlo.
Un día tocó por accidente a una maldición especialmente débil y la absorbió por puro instinto. Su técnica, que aún desconocía, se lo exigió. Vomitó en la escuela, frente a toda su clase. Fue un suceso muy desafortunado y vergonzoso. Los estudiantes seguían hablando de lo ocurrido aunque hubiesen pasado años. Se burlaban de él y evitaban tocarlo, llamándolo “lunático” y “asqueroso”.
Ahora que Suguru era alfa, solo caería más atención indeseada sobre él. La ansiedad lo consumía.
Los alfas no eran bien vistos en casi ningún lado. Pero su reputación era peor en zonas rurales. Se les consideraba agresivos, dominantes, incluso peligrosos. En su pueblo, el castigo con la Voz de Mando estaba prohibido, pero algunos ancianos lo seguían usando con sus nietos o parejas. Además, los peores crímenes siempre eran perpetrados por un alfa; violencia doméstica, abuso sexual, tráfico de droga. Las noticias estaban repletas de eso. Su género secundario era la representación de todo lo sucio e incorrecto de la sociedad.
Sin darse cuenta, sus padres ejercieron sobre él una presión invisible, como si temieran que el hijo ejemplar y bondadoso que conocían pudiera transformarse, de un momento a otro, en una abominación. Su madre le llamaba todo el tiempo y le preguntaba por su día, por los amigos que no tenía y por su estado de ánimo. Su padre era más sutil, insistiendo solo en sus calificaciones y planes a futuro para una carrera universitaria. ¿Qué iba a saber él de eso a los doce años? Aún así, dijo que quería ser doctor. Solo para brindarle paz a su familia.
Con el tiempo, Suguru comprendió que ellos no desconfiaban de él, en realidad temían que el mundo lo lastimara, que no lo aceptaran. Pero durante años, no pudo evitar sentir que ni siquiera sus propios padres lo aceptaban del todo.
Por eso, aquella noche, apenas tres meses después de presentarse como alfa, se encontraba llorando en un parque cercano a su casa, oculto dentro de los toboganes de la zona infantil. Era su guarida secreta. Ningún otro niño solía acercarse; los columpios estaban oxidados y rechinaban al balancearse con el viento, el césped crecido daba un aspecto descuidado y feo, y el lugar entero tenía un aire de abandono que lo volvía bastante lúgubre cuando el sol se iba. Pero, a diferencia de los otros chicos, Geto sabía que no había espíritus ahí. Veía más maldiciones en la escuela y en la iglesia que en ese sitio olvidado.
Entonces, la sintió. Una presencia espesa y antinatural se filtró en el aire, helándole la sangre. Venía de la calle. Suguru se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano y asomó la cabeza para ver mejor. El escenario era oscuro, apenas iluminado por la luna y luces amarillentas que empezaron a parpadear más rápido de lo usual.
Era la primera vez que percibía una maldición tan grande.
Un escalofrío le recorrió la espalda. Lo más sensato era volver a casa, y eso quiso hacer. Pero, de repente, un grito agudo rompió el silencio, rebotando entre las paredes cercanas. Era la voz de una niña.
Suguru la vio salir corriendo de un pasaje lateral, pálida, empapada en sudor. Tras ella, una criatura horrenda avanzaba a paso constante. Su silueta era deformada, con extremidades largas y retorcidas, la piel húmeda como cuero podrido, y una hilera de dientes irregulares que relucían bajo la poca luz.
Geto se levantó y corrió detrás de ellos. No sabía qué haría, solo que debía hacer algo. La niña, en su desesperación, se internó en el bosque que lindaba con el parque. Geto la perdió de vista entre la maleza hasta que, girando en un claro, se topó con ella de frente: había estado corriendo en círculos, desorientada y aterrada.
La maldición ya no estaba cerca. Era lenta; si corrían, podrían dejarla atrás.
—¡Ayúdame! Por favor, ayúdame —sollozó, con la voz quebrada. Suguru la reconoció: era Harada, una compañera de su escuela, de otro salón. Hija del director— ¡Alguien me está siguiendo! Vi una sombra y oigo sus pasos, ¡pero no lo veo!
Suguru supo al instante que ella era sensible a la presencia de las maldiciones, pero no lo suficiente como para verlas. Esta era especialmente fuerte así que debió percibir con sus demás sentidos. Intentó calmarla y le dijo que debían salir del bosque cuanto antes. Ella asintió, aunque sus piernas apenas la sostenían; temblaba como si la fiebre y el frío la azotaran al mismo tiempo. Geto tomó su mano y la guió hacia la salida.
Pero, justo cuando estaban por escapar, la maldición les cortó el paso de un salto. Tenía un cuerpo abultado cubierto de llagas oscuras, múltiples ojos amarillentos que giraban en direcciones opuestas y dedos tan largos como cuchillas. Un hedor nauseabundo se desprendía de su piel, y cada exhalación era un gruñido.
Suguru no tuvo tiempo para pensar. Soltó a Harada y corrió en dirección contraria, gritando para atraer la atención de la criatura.
—¡Yo lo distraigo! ¡Tú corre y busca ayuda!
Dudaba que alguien pudiera ayudarlo con algo así. Pero él también era un niño. Él también estaba asustado.
Harada lo miró como si hubiera perdido la razón, pero pronto sintió aquella presencia maligna acercándose lentamente a su espalda. La maldición, más astuta que cualquier otra que Geto hubiese enfrentado antes, pareció comprender poco a poco lo intentaba hacer, y cambió de rumbo. Sus fauces se curvaron en una mueca extraña, muy similar a una sonrisa, mientras avanzaba hacia la niña.
Ella estaba cerca de la salida, pero sus piernas se negaban a responder. Estaba hiperventilando, convencida de que iba a morir allí. No podía dejar de llorar.
—¡Harada, huye! —gritó Geto, lanzándose hacia la maldición en un intento desesperado por tocarla y someterla.
No alcanzó a rozarla. La criatura lo apartó de un golpe seco, tan brutal que su cuerpo salió despedido y se estrelló contra un árbol. El impacto le arrancó el aire de los pulmones. La visión se le volvió borrosa y un calor húmedo comenzó a descender por su nuca: sangre.
Harada negó con la cabeza, con los ojos muy abiertos, incapaz de pronunciar palabra. Estaba paralizada.
El pequeño alfa la miró, aterrado. Si no se movía, la matarían allí mismo. Geto intentó levantarse, pero cada músculo de su cuerpo gritaba de dolor y la tierra daba vueltas. ¿Se iba a desmayar?
“¡Muévete! ¡Haz algo, haz algo, haz algo!”, se repetía con los dientes apretados, mientras la figura de la maldición se acercaba a Harada con pasos lentos, disfrutando su miedo.
Todo ocurrió en un instante. Antes de que la criatura pudiera tocarla, Suguru usó el poco aliento que le quedaba y rugió:
—¡Corre y pide ayuda!
Harada obedeció de inmediato, como si las palabras hubieran encendido un resorte en sus piernas, huyó del bosque. Era una omega.
Geto la vio alejarse, y eso fue lo último nítido que recordaba.
Cuando la maldición giró hacia él, su instinto de supervivencia se apoderó por completo. Sin saber cómo, liberó toda la energía maldita que había guardado dentro desde hacía años: diversas entidades que había absorbido por accidente, y otras por una curiosidad malsana que nunca confesó. Odiaba su sabor, odiaba cómo lo dejaban temblando después, pero nadie lo había guiado, nadie lo había entendido. Fue la única forma que Suguru encontró para intentar comprenderse a sí mismo.
No eran maldiciones poderosas, pero sí lo bastante numerosas para frenar el avance del enemigo. La criatura, acosada por aquellas sombras, terminó por retirarse. Suguru apenas alcanzó a suspirar de alivio antes de que la oscuridad lo envolviera.
Despertó por la voz quebrada de su madre llamándolo y el roce cálido de sus lágrimas sobre sus mejillas. A su alrededor, un coro de voces exaltadas. Vecinos. Gente del pueblo.
—¡Ese maldito alfa usó su Voz de Mando contra mi hija!
—¿Qué? No… mi hijo…
—¡Qué asqueroso! ¡Llamen a la policía!
Los gritos se mezclaban con abucheos, hasta volverse un ruido distante.
Suguru despertó por la mañana, con un nudo atascado en la garganta. Se lavó la cara y los dientes, y observó el reflejo que le devolvía el espejo. Sombras negras pronunciadas bajo sus ojos cansados.
Asistió a clases como de costumbre. No escuchaba una sola palabra del profesor; los sonidos le llegaban como un murmullo lejano, sin sentido. Y lo peor era la forma en que sus propios ojos lo traicionaban: ya ni siquiera intentaba disimular. Observaba a Satoru fijamente, con el dolor de cabeza oprimiéndole las sienes. Una migraña se anunciaba.
Muchos pensaban que Geto disfrutaba de las confrontaciones con Gojo, porque era común verlos discutir. Pero, en realidad, no era así. No cuando la discusión era seria, cuando todo iba más allá que simples bromas o cinismo. Satoru rara vez se tomaba algo en serio, y cuando lo hacía, podía volverse un ser insoportable: siempre con algún argumento, una excusa ingeniosa y comentarios sarcásticos que parecían clavarse como espinas. Ese era, sin duda, parte de su encanto, el ser endemoniadamente inteligente y terco; pero aplicado en una pelea, lo volvía un rival problemático. Más de una vez Suguru le había tenido que pedir que “cerrara el pico” para tener una chance de hablar, frustrado.
Por eso, cuando Suguru se plantó frente a la puerta de su habitación esa tarde, sintió el estómago retorcerse con una incomodidad punzante. Pero tampoco podía seguir posponiendo esta charla. Cada día sin aclarar las cosas se sentía como un paso más cerca de un hondo abismo. Como si algo malo fuese a ocurrir pronto.
Alzó la mano y golpeó la puerta.
Del otro lado se escucharon ruidos: pasos arrastrándose, un objeto cayendo al suelo, y luego el giro lento del picaporte. La puerta se entreabrió y apareció la figura de Satoru.
—Suguru… hola —su voz sonó sorprendida, con una nota nerviosa poco típica en él.
Llevaba aún puesto el uniforme arrugado, con las mismas ojeras terribles que el propio Geto. El cabello despeinado, rebelde, sugería que apenas había logrado arrastrarse a la cama. Mientras los demás salían a comer o jugaban en la sala común, él se encerraba aquí a dormir. Ya lo sabía, por eso nunca quiso molestarlo.
—Pasa. Solo… estaba tomando una siesta —dijo, rascándose la nuca con un gesto torpe.
La habitación olía a encierro y estaba hecha un lío: libros apilados de cualquier manera, un par de botellas vacías en el suelo, ropa colgada del respaldo de la silla, polvo sobre la mesita frente al sofá por la falta de uso.
Suguru entrecerró los ojos.
—Sí, veo que tomas muchas siestas últimamente.
—Hemos tenido muchas misiones, así que… —intentó justificarse, ladeando la cabeza como si fuese algo obvio.
Pero Geto no le dio tiempo de acomodarse ni de sentarse en la silla del escritorio, como solía hacerlo. En cuanto Gojo se giró hacia ella, Suguru lo tomó del brazo con fuerza y lo obligó a voltearse hacia él. El contacto fue brusco, apremiante.
Satoru frunció el ceño, confundido, pero no se apartó. Aun cuando la presión en su muñeca resultaba dolorosa, se quedó quieto. La mano de Suguru temblaba, apretando con más fuerza de la necesaria. En sus ojos se mezclaban el enfado y la sospecha.
—¿Sugu? —la voz de Satoru se le quebró un instante.
—Satoru —. La forma en la que Geto dijo su nombre hizo estremecer al omega. El alfa lo miraba como si intentara descifrar su alma—. Quiero que seas honesto conmigo.
El corazón de Satoru latía con fuerza, retumbándole en los oídos. De pronto, el aire se llenó de las feromonas amargas de Suguru, que lo golpeaban como una bofetada.
Gojo tragó saliva, nervioso.
—¿Honesto? ¿A qué te refieres? —su voz intentó sonar ligera, pero el titubeo lo delató.
Suguru frunció aún más el ceño. No le gustaba ese gesto de genuina confusión en el rostro de Satoru. Porque sabía que no era real. Estaba fingiendo. El omega debía de entender de sobra a lo que se refería. Y si pensaba seguir jugando al tonto hasta el final… Geto no le daría la opción de escapar.
—¿A dónde has estado yendo cada noche? El profesor Yaga te prohibió salir sin supervisión. Podrías ser reportado.
Satoru parpadeó, y por un instante algo parecido al pánico cruzó su rostro. Lo ocultó tan rápido como pudo pero Suguru lo observó todo.
—¿Qué...? ¿Me has estado siguiendo? —murmuró.
Suguru apretó un poco más su muñeca, y la vibración áspera de sus feromonas amargas los rodeó a ambos.
—Yo estoy haciendo las preguntas, Satoru. Responde.
Al omega no le gustaba aquel tono acusador en su voz. Como si ya lo hubiera sentenciado. El pecho de Gojo se contrajo con rabia y ansiedad, las manos le sudaban, y un calor áspero le subió hasta el rostro, mezclado con la opresión en la garganta. No soportaba sentirse arrinconado.
—¿Qué te pasa?
—Responde.
—¡Solo estaba… buscando algo! —espetó, intentando apartar la mano, pero el agarre de Geto era firme como un grillete de acero—. Suéltame.
Suguru no lo hizo.
—¿Buscando a Toji?
—¡Sí, sí! Estaba buscando a ese bastardo, ¿bien? —Gojo tiró su brazo hacia atrás con más esfuerzo del que estaba dispuesto a admitir, resistiendo la tentación de mirar su muñeca para comprobar si le había quedado una marca allí—. Nadie sabe dónde carajos se metió, así que yo…
—¿Y por qué no me lo dijiste? —lo interrumpió Suguru, la voz cargada de decepción.
Satoru no podía responder.
—¿Por qué sigues apartándote de mí? —insistió el alfa. Volviendo a agarrarlo, esta vez no de la muñeca, sino de la mano.
La culpa le cerró la garganta a Satoru. Parte de él quería explicarlo, quería soltarlo todo, pero sabía que era imposible: involucrar a Suguru significaba exponer secretos de su mundo, del futuro… e inevitablemente, el final que los había destruido.
—Porque yo tampoco he encontrado nada —confesó al fin, bajando la mirada hacia sus manos unidas—. No hay ni una sola huella, ni en Tokio ni alrededor…
Los ojos morados de Suguru lo escudriñaron. No le creía de todo. Quería que el omega lo viese a la cara, así que eso hizo. Con su otra mano, empujó firmemente su mentón hacia arriba. Gojo lo miró estupefacto.
—¿Y a quién le has dado esta información?
— ¿Disculpa? —exclamó, confundido —¿Cómo que a quién?
El gruñido bajo que escapó de Suguru fue acompañado de un estallido más intenso de sus feromonas, lavanda cargada de enfado. El cabello de la nuca de Gojo se erizó al instante; sus nervios gritaban y su boca se quedó sin saliva. Sabía que Suguru olía más fuerte de lo habitual, aunque no parecía consciente de ello. Era sumamente extraño.
Tal vez debía dar un paso atrás, estaban demasiado cerca. Pero no quería alejarse.
—Mei Mei es parte de los hechiceros contratados para encontrar a Fushiguro —escupió Geto, sin darle respiro—. Ella estuvo en Tokio desde el cinco hasta el quince de agosto. Asistió a las reuniones formales del Consejo cada vez que hubo una. La última se dio el día en que se suponía que tú te reuniste con los altos mandos.
¿Qué?
Gojo abrió la boca, pero ninguna palabra salió. Su mente trabajaba a mil por hora, intentando inventar una excusa, algo que sonara coherente. Sin embargo, en el rostro de Suguru ya estaba el juicio: sabía perfectamente que Satoru estaba a punto de arrojar una mentira.
—Sé que te reuniste con el señor Tengen —la voz de Geto se alzó sin poder contenerse, cortando el breve silencio de golpe—. Le pregunté al profesor Yaga. ¿Y sabes qué fue lo más gracioso? Que él no tenía ninguna intención de ocultarlo. Le pareció raro que no nos lo hubieses dicho antes.
Mierda .
Satoru sintió que la sangre le abandonaba el rostro. No sabía qué decir. Se quedó en medio de la habitación, inmóvil, los labios entreabiertos y los ojos abiertos de par en par.
Lo arruinó.
¿De verdad lo arruinó tan pronto?
—¿Por qué me mentiste? —dijo Suguru, y sus feromonas se agitaron con violencia, empujando al omega como una avalancha.
Pero Gojo se negó a retroceder. Su cuerpo entero temblaba por dentro, aunque por fuera se mantuvo erguido, con la mandíbula apretada. Ya estaba más acostumbrado a resistir los efectos del alfa, aunque cada respiración se le hacía áspera y punzante. Se estaba mareando.
—¿Por qué…? ¿Por qué te enoja tanto? —murmuró, apartando su rostro del agarre del alfa, aunque no soltó su mano—. Todos tienen uno que otro secreto, lo de Tengen… bueno…
—Tú y yo no tenemos secretos —refutó Suguru, y su voz se escuchaba realmente dolida.
Satoru se mordió la lengua, intentando contener el malestar que lo embargaba. Se estaba arrepintiendo. Comenzaba a dudar que sus decisiones fueran correctas. No quería ver al pelinegro así. Su corazón iba a explotar.
Pronto, ese pesar lo dejó salir de la única forma que conocía: poniéndose a la defensiva.
—¿Y por qué me lo dices hasta ahora? ¡Si ya sabías todo debiste decírmelo antes! ¿De qué te sirve pelear conmigo hoy?
—¡Porque esperé a que tú me lo dijeras! —rugió el alfa.
Gojo miró sus ojos enrojecidos con sorpresa. La mano de Geto que aún lo sostenía temblaba con fuerza.
—¿Por qué… no me lo dijiste? ¡¿Por qué no confías en mí?!
El aroma de Geto se disparó, inundándolo todo. Entonces, Satoru lo entendió. Suguru emanaba la misma aura que tenía Nanami aquel día; cuando Haibara y Shoko dijeron que estaba por iniciar su celo.
Carajo.
—Suguru, cálmate primero.
—¡Que me calme! —bufó el alfa, apretando su mano y con la mirada más aguda que antes —. No puedo, Satoru. No hasta que dejes de hacer como que nada pasó. Deja de fingir que no lo sabes.
Gojo se estremeció sin entender por qué. ¿Había más? ¿Qué tanto investigó el pelinegro?
—¿A qué te refieres? —balbuceó el omega.
Suguru tomó aire.
—¡A que yo también te…! —se detuvo, corrigiendo rápidamente la afirmación por una más adecuada. Una más segura:— Tú… A mí tú me…
El sonido agudo del celular interrumpió el momento. Desde la cama, la pantalla brillaba con insistencia, mostrando el nombre del contacto registrado.
“Pequeños Gojo <3”.
Tsumiki jamás le llamaba.
Los ojos de Satoru se clavaron en Suguru por un instante, apenas un segundo. Luego, sin importarle el enfado ni la confusión que veía en él, soltó sus manos y se lanzó hacia la cama. El celular vibró solo una vez entre sus manos.
—La contestas después —dijo Geto con dureza—. Estamos hablando.
Pero para Satoru nada era más importante que esa llamada en ese preciso momento. Una punzada en el pecho le gritaba que debía contestar. Tenía un mal presentimiento. Al presionar el botón verde, no tuvo tiempo de decir una sola palabra.
La voz de Tsumiki estalló en el auricular, desesperada, gritando entre sollozos:
—¡ROMPIÓ LA PUERTA! ¡ÉL R-ROMPIÓ LA PUERTA! ¡Y Misty e-está…!
El corazón de Satoru se detuvo en seco.
—Tsumiki, respira. ¿Qué…?
—¡AYÚDALO, GOJO! ¡POR FAVOR! ¡SE LLEVÓ A MI HERMANITO! ¡EL PAPÁ DE MEGUMI SE LO LLEVÓ!
La voz de la niña aterrada atravesó la habitación como un cuchillo. Geto abrió los ojos desde su lugar, cuadrando los hombros. Y vio, con una claridad escalofriante, el segundo exacto en que cada músculo del omega se tensó. Su mano apretó el celular con tanta fuerza que la pantalla, ya rota, se agrietó aún más. Sus pupilas se dilataron, las fosas de su nariz se expandieron.
—Satoru, no. Por favor… —pero Suguru no pudo terminar la oración.
Tampoco pudo detenerlo.
Gojo se lanzó hacia la ventana y la destrozó en mil fragmentos con la velocidad de un rayo. Después solo desapareció. Usó su técnica de teletransportación con la misma precisión brutal con la que lo había hecho aquella vez anterior.
Suguru se quedó con la mano extendida inútilmente hacia el vacío. Parado en medio de la habitación, solo.
El último rayo de sol se extinguió en el horizonte cuando Satoru apareció en la calle frente al edificio de departamentos de Saitama. Su corazón latía a mil por hora, cada fibra de su cuerpo encendida, sus sentidos desplegados al máximo. Tenía que llegar hasta Tsumiki y…
Miró hacia la derecha.
La energía maldita de Megumi aún estaba cerca.
Siguió el rastro a toda velocidad hasta que la ciudad lo llevó a un callejón estrecho y oscuro. El aire olía a óxido y humedad, las paredes estaban cubiertas de grafitis apagados, y solo una farola solitaria iluminaba el final del pasaje.
El llanto de Megumi se escuchó antes de verlo. Su voz infantil, cargada de enojo y miedo, desgarró a Satoru por dentro.
Entonces lo vio.
Toji avanzaba desde las sombras con paso relajado, la farola dibujando su rostro. La maldición gusano que lo acompañaba se encontraba sobre su hombro. Con una sonrisa torcida, sus ojos oscuros bajaron hasta el niño. Llevaba a Megumi como una bolsa, sosteniéndolo de la parte trasera de la camisa, sin dejar que sus pies tocaran el suelo.
El niño forcejeaba, pataleando en vano, hasta que levantó la vista. Al reconocer a Satoru, sus movimientos cesaron. Se mordió el labio inferior con fuerza y un sollozo húmedo escapó de su garganta., aunque intentó ocultarlo.
—¡Dile que no quiero ir con ellos! —chilló, apretando sus pequeños puños, indignado—. ¡Dile que quiero quedarme con Tsumiki! ¡Quiero quedarme contigo!
Toji soltó una risa seca, mirando a su hijo con burla antes de levantarlo aún más en el aire, extendiendo el brazo como si lo ofreciera a Gojo.
El enfado de Satoru ardió como fuego líquido en sus venas.
—Quién diría que sobrevivirías… y después secuestrarías a mi hijo —dijo, el sarcasmo tiñendo cara palabra. Aunque el albino no pasó desapercibida la ira glacial que se entremezclaba peligrosamente en su grave voz—. ¿Querías arruinar mis negocios con esos imbéciles del Clan Zenin?
—Déjalo ir —advirtió Satoru.
La sonrisa de Toji decayó.
—¿Sabes? No me gusta la forma en la que me hablas, así como no me gusta que te tomes libertades con lo que es mío. ¿Quién carajos te crees?
Megumi temblaba en silencio, con el rostro empapado. No miraba a su padre. Sus ojos solo veían a Satoru, esperando que hiciera algo.
—Dije que lo sueltes —repitió el omega. Su tono dejaba muy claro que aquella sería la última vez que daría la orden.
Toji soltó una carcajada y, sin previo aviso, arrojó a Megumi hacia arriba. El grito del niño se perdió en el aire, pero antes de que pudiera empezar a caer, Gojo lo atrapó entre sus brazos.
Tal como había anticipado, aquello no era más que una distracción. Toji apareció frente a él en un movimiento brutal, blandiendo la Lanza Invertida del Cielo directo a sus piernas.
Ante el brusco movimiento, Megumi cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir, fue porque sus pies tocaron suavemente el suelo. Satoru lo había soltado, empujándolo con cuidado detrás de él. El ataque había sido esquivado sin dificultad alguna.
El aire tembló. Gojo extendió conscientemente su Infinito, envolviendo a Megumi con él para protegerlo.
Solo entonces, Satoru suspiró. Una sonrisa furiosa y enloquecida se extendió en su rostro. Sus ojos brillaban con un azul imposible, hermoso e inhumano, como fragmentos de hielo que ardía como el infierno.
—Ahora sí, terminemos con esto.
Notes:
Este capítulo se titula "Amor" porque retrata los diferentes matices de dicho sentimiento. Familia, amigos, romance. Desde Tsumiki pensando en su hermanito, aún cuando ella se encontraba en peligro, y Megumi corriendo a su rescate sin titubear, hasta Satoru, quien se cuestiona qué significa amar y ser amado, y Suguru, quien tiene una confesión en los labios. También están los padres de Suguru, que lo aman profundamente y solo querían evitar que saliera herido.
¿Qué es el amor? ¿Y qué estarías dispuesto a hacer por alguien a quien amas?
Satoru está a punto de responder a esas preguntas.
Cuenta regresiva para que Satoru Gojo y Suguru Geto caigan sin remedio:
✨ 1... ✨
¡EMPEZAMOOOOOOS!
Chapter 14: Confío en ti
Summary:
Toji y Satoru se enfrentan, pero cosas raras ocurren y Satoru sospecha.
Se le acusa de máxima traición y los hermanos Fushiguro son codiciados.
Tengen aparece y Suguru tiene muchas preguntas, aunque solo una respuesta: ama a Satoru Gojo.
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
El callejón estaba vacío, envuelto por la penumbra de la noche. La única luz provenía de un farol titilante al final del pasaje, proyectando sombras alargadas sobre las paredes húmedas. Frente a Gojo, Toji se erguía con la maldición gusano enrollada en su cintura, la cabeza reposando con familiaridad sobre su hombro, como si fuese un accesorio grotesco.
La sonrisa confiada del asesino se iluminaba con cada destello del acero que giraba entre sus manos: la cadena de la Lanza Invertida del Cielo trazaba círculos perfectos al ser manipulada por el hombre, silbando en el aire.
—Pareces muy confiado para haber perdido de forma tan patética la última vez que te vi —se burló Toji, su voz grave cargada de burla.
—No soy yo quien está demasiado confiado, te lo aseguro —respondió Satoru.
—Te ves molesto. ¿Será porque arruiné tu celo, omega? Imagino que no pudieron cogerte como querías, ya que te dejé las tripas de fuera.
La sonrisa de Gojo se congeló. Esa desagradable provocación hizo hervir su sangre, pero se obligó a ignorarla. No valía la pena enfadarse, o terminaría haciendo un escándalo más grande del que podría limpiar después. Levantó la mano y soltó un conjuro:
— Surge una oscuridad más negra que la oscuridad y purifica todo lo que está impuro.
El velo cayó. Una cortina oscura cubrió el callejón, distorsionando la luz y nublando el cielo. Megumi, protegido dentro del Infinito de Satoru, levantó la mirada con asombro. Sus labios temblaban en silencio mientras trataba de detener los pequeños sollozos que aún lo sacudían. Aunque intentó esconderlo, el miedo lo hacía estremecer. Sus manos se apretaron en puños, como si con ello pudiese darse algo de valor ante la temible situación.
Satoru lo miró de reojo. Sabía que debía acabar con esto del mismo modo que antes: lanzar un Púrpura directo al pecho de Toji, o mejor aún, a su cabeza para que dejara de hablar. Ese había sido el plan inicial, rápido y sin preocupaciones. Pero con Megumi detrás de él, esa opción ya no le parecía tan sensata. No podía permitir que el infante presenciara una escena así de sangrienta; solo tenía cuatro años y, después de todo, aquel bastardo seguía siendo su padre.
Además, si Toji hubiese querido, se habría marchado con el niño antes de que Gojo siquiera llegara a Saitama. Encontrarlo no fue coincidencia. Él había planeado esto. ¿Quería matarlo como lo había hecho durante la misión fallida del Recipiente de Plasma Estelar? ¿Fue parte de la estrategia de Toji usar a Megumi como cebo para atraerlo a sus fauces? ¿Pensaba que jugaría con ventaja si el pequeño era testigo de la pelea? Porque, en realidad, estaba funcionando. Forzó a Satoru a no atacar de inmediato…
Sin embargo, había algo que no terminaba de encajar.
—¿Cómo supiste de este lugar? —preguntó Gojo, sus ojos entrecerrados. Necesitaba respuestas antes de que su contrincante no pudiese gesticular una simple oración. También quería saber cómo es que el cazador estuvo oculto tanto tiempo.
Toji dejó escapar una risa profunda y se encogió de hombros.
—Quién sabe… uno se entera de cosas cuando sale a beber, pero luego no recuerdas quién las dijo —explicó, rascándose el interior de la oreja con el dedo meñique.
—Así que no dirás nada.
Toji sonrió con arrogancia. La cicatriz en la comisura de su boca se estiró al responder:
—Ni pío.
Satoru enseñó los dientes y apuntó al alfa, listo para atacar.
—¿Eres un polluelo? A ver si vuelas, hijo de perr… —calló de repente.
¿Sería correcto decir palabrotas frente a Megumi ahora? ¿O era demasiado joven?
Fushiguro se adelantó. Corrió hacia el omega como un destello casi imposible de seguir. Satoru no parpadeó, pero incluso así resultaba difícil rastrear los movimientos de aquel monstruo. Conocía lo rápido que era, la forma en que, pese a su robusta musculatura, se deslizaba con la agilidad de una bestia salvaje en su hábitat natural. No lo subestimó. En una fracción de segundo, Toji trepó por la pared del callejón y saltó de superficie en superficie. El espacio reducido no le favorecía, puesto que limitaba su movilidad, pero lo convertía en un torbellino letal e impredecible, más veloz de lo que sería en campo abierto.
Gojo tampoco resultaba beneficiado; no podía desplegar sus técnicas ofensivas sin arrasar con los edificios cercanos. Aún así, se concentró en su objetivo y, en cuanto tuvo a Toji de frente, disparó.
—Ritual Maldito Amplificador: Azul.
De su palma se formó una esfera radiante que avanzó rápidamente hacia el cazador, absorbiendo el aire, el polvo, e incluso algunos restos de metal oxidado del callejón. Este era el poder sin adulterar de su técnica; la atracción. El espacio se deformaba a su paso, la realidad misma siendo arrastrada hacia su centro.
Con la destreza de quien ya había enfrentado esos viejos trucos, Fushiguro lanzó la cadena de su arma hacia arriba, la hoja afilada enganchándose a unas escaleras de emergencia. El acero chirrió, pero resistió. Toji se impulsó con brutalidad, esquivando el Azul y balanceándose sin esfuerzo como un proyectil humano.
Gojo giró la muñeca. La esfera curvó su trayectoria, regresando por donde vino, persiguiendo a su presa para enjaularla contra el suelo.
Pero Fushiguro ya estaba en el aire, arrojándose directo hacia Satoru. De un fuerte tirón, destrabó la cadena sobre su cabeza y aventó la Lanza Invertida del Cielo contra el hechicero, como si se tratase de una jabalina. La hoja brilló al reflejar los ojos celestes del omega, pasando muy cerca de su mejilla antes de regresar a su dueño. Toji repitió el mismo ataque dos, tres y cuatro veces, fallando cada uno. El último fue dirigido a los pies de Satoru y no a su cuello, pero el omega leyó cada intención y la esquivó sin derramar ni una gota de sudor.
Con la experiencia que ganó en su mundo anterior, y sus sentidos desarrollados, fue fácil evadir a Toji. Pero había una sensación extraña en su cabeza; inició como una simple molestia, pero empezaba a volverse un dolor cada vez más intenso.
Sus Seis Ojos recibían información contradictoria: Fushiguro no tenía energía maldita, por lo tanto, la Lanza Invertida del Cielo, aún siendo un arma maldita especial, no podía estar imbuida en otra energía que no fuese la suya propia. Bajo esa afirmación, ¿cómo era posible que destellos de una esencia negra y espesa aparecieran alrededor de la hoja metálica cada vez que se acercaba al rostro de Satoru? La imagen se superponía y luego desaparecía, como si aquella energía maldita interfiriera directamente con su técnica. Jamás había ocurrido algo así.
A pesar del violento intercambio, el alfa no dejó de moverse y evadir la atracción constante del Azul, por lo que Satoru desistió, disolviendo la técnica antes de que esta destruyera los edificios a su alrededor. Pelear en un área tan estrecha y poblada era definitivamente molesto.
—Woah… —Al fondo, Megumi soltó un sonidito de fascinación. Aunque seguía aterrado, era la primera vez en su vida que veía a un hechicero en acción. Y, claro, estaba en presencia del más grande de la época moderna.
—Mira, ya tienes un fan —elogió Fushiguro, dejando de moverse, a unos metros de su oponente.
Gojo sonrió con sorna, pero su migraña no fue apaciguada por la distancia. Como una enfermedad crónica, tomaba terreno en su cerebro, sin detenerse. Satoru parpadeó, irritado. ¿Qué mierda era eso?
Por más que observó a Toji, no encontró rastros de energía maldita en su cuerpo. De hecho, el cazador parecía ignorar por completo que de su arma emanaba algo tan extraño y siniestro. ¿Solo Satoru podía notarlo?
El alfa estiró sus piernas cual deportista, calentando sus músculos y preparando sus tendones. De repente, corrió hacia Gojo. Entre el terrible dolor que le taladraba los sesos y las manchas negras en su visión, Satoru tuvo que ignorar la información incoherente que los Seis Ojos le proporcionaban, utilizando sus otros sentidos. Escuchó el tintineo de la cadena a su derecha y se inclinó hacia atrás. La cuchilla de una espada larga fue detenida por su Infinito justo frente a su nariz.
“¿Una espada común?” pensó “Carajo”.
En la mano derecha, Toji sostenía la espada, mientras que la izquierda atacó la espalda desprotegida de Satoru con la Lanza Invertida del Cielo. Su Infinito no pudo hacer nada al respecto.
A una velocidad impresionante, y aprovechando la cercanía, Gojo golpeó el pecho de Toji con la palma extendida, desbordando energía maldita. Satoru usó la inercia del impacto para alejarse, mientras que el alfa fue obligado a retroceder. Sus huesos crujieron, aunque ninguno se rompió.
Toji clavó sus pies en el suelo, dejando un camino de trozos de asfalto destruido, hasta que consiguió estabilizarse. Un hilo de sangre se deslizó por la comisura de sus labios.
Por su parte, Gojo sintió el ligero escozor de un corte en su omoplato. No era nada grave, sus Rituales Inversos lo sanaron tan rápido que ni siquiera ensució su uniforme desgarrado. Pero su cabeza recibió un golpe invisible y contundente de nuevo. Fue como si le clavaran cientos de agujas en la córnea.
—¿Qué le hiciste a esa cosa? —cuestionó con irritación, conteniendo una mueca. Su visión se tornaba borrosa por momentos, sus párpados pesaban.
Toji miró la lanza en su mano, entendiendo rápidamente que el omega se refería a ella. El metal lustroso le devolvió el reflejo de su propia cara confundida.
—Entonces, ese bastardo sí que le hizo algo… —murmuró el hombre. Luego, se encogió de hombros, totalmente inmune a la incertidumbre —. Bueno, como sea. Aún sirve.
Sin más ceremonias, el cazador arrojó la lanza justo hacia la cabeza del omega. Entre la terrible jaqueca y aquella energía negra que lo perturbaba, Satoru se hizo a un lado para esquivar instintivamente el peligro. Sin embargo, se arrepintió de inmediato; Megumi estaba detrás de él.
Gojo se giró rápidamente hacia el niño mientras extendía la mano para sujetar la fría cadena del arma y detener su avance. Pero Toji ya había jalado de vuelta la lanza bastante antes de que el filo pudiese rozar un solo cabello negro de Megumi.
—¡Ah! —gritó el pequeño, trastabillando y cayendo al suelo.
Ante el brutal tirón y la repentina fatiga, Satoru fue arrojado hacia atrás. Toji se preparó para apuñalarlo por la espalda. El omega soltó la cadena, sabiendo que de nada serviría jugar al tira y afloja con un mastodonte, y tomando al hombre por sorpresa, colocó una mano detrás de su cintura, extendiendo dos dedos hacia donde sabía que estaba Fushiguro.
—Ritual Maldito Inverso: Rojo.
Una explosión de energía carmesí se produjo en el callejón, iluminando el lugar como si el sol se asomara.
Toji detuvo el impacto, que por poco acierta contra su abdomen, con el arma en su poder. Sin embargo, la fuerza cinética lo catapultó hasta el fondo del pasaje, estrellándolo contra una pared de ladrillos que terminó cayéndole encima. El estruendo hizo eco como un trueno y su silueta se perdió entre una nube espesa de polvo y fragmentos.
—Demasiado fácil —bufó Satoru, apareciendo justo al lado de Megumi y ayudándolo a ponerse en pie—. Tranquilo, Gumi. Estás a salvo.
—¡¿Dónde está mi hermana?! —chilló el menor, aferrándose a los pantalones del hechicero.
Gojo tragó saliva. Tsumiki debería de seguir en el departamento con Misty… o el cadáver de Misty.
Si su deducción era correcta, Toji había recibido ayuda de un tercero para dar con la ubicación de los niños. Esta persona también le dijo que había sido Satoru Gojo quien los llevó hasta Saitama. Fushiguro no tenía ningún interés en Tsumiki, ya que ni siquiera era su hija. Lo único que le importaba era reclamar a Megumi como una posesión y enseñarle una lección al estúpido que osó meterse en su camino por segunda vez consecutiva.
La intención de quien informó a Toji sobre todo esto era clara: quería encender la ira del Cazador de Hechiceros contra Satoru.
¿Acaso sabía ese informante que Gojo había estado escapando cada noche, sin poder dormir? ¿Esperó hasta ahora, asegurándose de que estuviera exhausto, para darle a Toji la oportunidad de ejecutarlo?
Satoru estaba seguro de que el imbécil prófugo del Clan Zenin no trabajaba con tal persona; era demasiado problemático. Y tampoco era el tipo de bastardo que se dejara manipular a conveniencia de otros. Entonces, ¿qué lo movía? ¿Dinero? Había demasiada gente dispuesta a pagar una fortuna por verlo muerto. Desde su nacimiento, números verdes gigantescos aparecieron sobre su cabeza para anunciar una jugosa recompensa que solo crecía con los años.
Pero, ¿qué clase de hechicero contrataría a un hombre de dudosa procedencia sin una pizca de energía maldita? Quizá el cazador había ganado popularidad en el mercado negro desde que se corrió la voz sobre su victoria al derrotar a las dos promesas más grandes del mundo Jujutsu.
Aún así, nada de aquello explicaba la extraña energía maldita con la que alguien imbuyó la Lanza Invertida del Cielo antes de dársela a Toji.
El alfa mencionó algo sobre un bastardo… ¿Podría ser la misma persona que lo hirió cuando escapó hacia Tokio?
Satoru detuvo la corriente de sus pensamientos.
Fuese como fuese; si Toji fue contratado o no, si tenía un aliado o no, si alguien lo estaba utilizando a su favor o no, debía enfocarse en sacar a Megumi de ahí. No detectaba la presencia de ningún hechicero dentro ni fuera del velo, pero ya no confiaba en su propia percepción. Su instinto le gritaba que fuese cuidadoso.
De repente, el mismo dolor de antes le perforó la cabeza con mayor insistencia, el mundo giró a su alrededor. Ni el Infinito ni los Rituales Inversos podían protegerlo de lo que sea que estuviera apuñalado sus Seis Ojos con tanta furia.
—Quiero ir con Tsumiki —susurró el pequeño, su voz entrecortada. Una tímida lágrima se desprendió de sus pestañas.
El corazón de Satoru se encogió.
Lo mejor era retirarse. Tomar a Megumi en brazos, ir por Tsumiki y Misty, asegurarse de que estaban bien, y esconderlos en una zona rural, más lejos de Tokio. Luego volvería por Fushiguro.
— No te muevas ni un centímetro, imbécil.
Las piernas del omega temblaron, clavándose en el suelo. Como un chorro de agua helada, el frío le recorrió la columna vertebral. La Voz de Mando.
“Ya se había tardado en usarla” pensó el albino.
Gojo apretó los puños y se obligó a enderezar la espalda, cubriendo a Megumi con su cuerpo, poniéndose frente a él. Toji, quien poco a poco salía de entre el humo, mostró una sonrisa ensangrentada. —¿Oh? ¿Te resistes de nuevo? Supongo que eres más estúpido de lo que pareces —bromeó.
Aquello confirmó sus sospechas anteriores: Fushiguro utilizó la Voz de Mando contra su versión anterior durante la misión fallida del Recipiente de Plasma Estelar. Él fue quien acabó provocándole un celo a media batalla.
El sabor amargo del rencor llenó la boca del omega. Por un segundo, vió rojo, solo escuchaba el tamborilero de su corazón. Quería matarlo ahí mismo, borrar esa maldita sonrisa engreída de su cara y exigirle a Yaga y al resto que no volvieran a mencionar su nombre jamás.
Pero la respiración agitada de Megumi lo trajo de vuelta a la tierra. El cachorro moría de miedo, quería ir con su hermana y Satoru era el único que podía ayudarlo.
—¿Te comió la lengua el gato? —dijo Toji, estirando su cuello de lado a lado, como si el golpe que acababa de recibir no hubiese sido la gran cosa—. De rodillas.
La orden cayó sobre Satoru como un martillo. Esa voz, cargada de autoridad, se incrustó en su sistema y recorrió cada nervio de manera insoportable. Con los dientes apretados, el hechicero hizo trabajar al máximo sus Rituales Inversos. La energía maldita positiva recorrió su interior, tratando de sellar las grietas que se abrían, estabilizando lo que la técnica del alfa estaba torciendo. Pero el esfuerzo que Satoru ponía en lograrlo era titánico. Y el dolor de cabeza lo estaba matando. Su visión se redujo casi completamente a sombras y destellos sin forma.
—Dije, de rodillas —repitió el hombre.
Gojo odiaba admitirlo, pero la Voz Alfa de Toji pesaba como si un edificio entero se derrumbara sobre sus hombros. Era más fuerte que la de Suguru.
Fue entonces cuando lo golpeó de lleno el olor: feromonas densas y terrosas. Equivalente a hundir el rostro contra el pasto húmedo y tragarse un generoso puñado de lodo. El sabor amargo se le ancló en la garganta, y una punzada en el estómago lo obligó a doblarse apenas. Las náuseas lo asaltaron con violencia, recordándole que, aunque luchara con cada fibra de su ser, el cuerpo se regía bajo otras reglas.
El aroma de Toji era repugnante.
—¡Eso es hacer trampa! ¡Tramposo! —rugió Megumi.
Toji soltó una carcajada, realmente divertido por lo que acababa de escuchar. Miró a su hijo al hablar.
—No es mi culpa que Ojitos de Muñeca sea un omega, mocoso. Así funciona la vida.
—¡Haces trampa porque él es más fuerte que tú! —respondió el niño, lleno de frustración.
— Aish , este llorón…
Satoru tomó aire lentamente y lo soltó. Aunque no era perfecto, su método para contrarrestar la Voz de Mando le permitió seguir en pie. Sin embargo, no podía dejar que el alfa lo siguiera atacando, o terminaría en grandes aprietos. Tenía que tomar una decisión rápido. Quería sacar de Toji toda la información que este poseía sobre aquel misterioso informante, así como necesitaba acabar con él y resguardar a los niños antes de que su enfrentamiento llamara la atención de todos los hechiceros que buscaban al cazador.
Megumi sollozó a su espalda y tomó a Gojo de la mano.
—No lo dejes ganar —exigió.
Y eso fue todo lo que hizo falta.
Gojo se encargaría de investigar el caso por su cuenta. A la mierda el testimonio de un muerto.
—Perdón, Gumi —susurró Satoru.
En un abrir y cerrar de ojos, el albino tocó suavemente la sien de Megumi, quien cayó desmayado en sus brazos. Incluso Toji se sorprendió por la velocidad de Gojo, la cual era claramente superior a lo que había presenciado en su última pelea. La duda se instaló en su rostro.
Pero Satoru no iba a darle tiempo para pensar. Levantó su mano libre y apuntó a su enemigo.
—Ritual Maldito Amplificador: Azul. Ritual Maldito Inverso: Rojo —murmuró, la mirada fija en el pecho de Toji —. Vacío…
—¿Vacío Púrpura? —completó Fushiguro, sonriendo.
De un salto, se apartó de la trayectoria de aquel ataque letal. La esfera morada apenas rozó la piel por encima de su cadera, abriéndole una herida que empezó a sangrar profusamente. A su espalda, el muro de ladrillos de la estructura en construcción se vino abajo en una explosión de polvo y escombros.
Aquel Púrpura estaba comprimido a propósito, reduciendo su alcance y tamaño, sacrificando poder para evitar que la devastación se extendiera más allá de lo necesario. Un descuido bastaría para acabar con civiles inocente. Sin embargo, el ataque fue lo suficientemente grande y rápido como para que Toji no pudiera darse el lujo de procesar la letalidad de su técnica recién revelada.
¿Cómo carajos sabía el alfa sobre Vacío Púrpura?
—Así que ese fenómeno decía la verdad —dijo Toji, sin molestarse en mirar su costado sangrante —. Azul, Rojo… y ahora Púrpura. Tienes una técnica bastante molesta, ¿lo sabías?
Satoru abrió los ojos, una gota de sudor resbaló por su frente. Las únicas personas que conocían el terrible efecto que se produce ante la convergencia de la fuerza de rotación natural y la fuerza de rotación inversa del Infinito pertenecían al Clan Gojo, y eran unas pocas.
—Dime quién demonios te dijo todo esto —exigió el albino, sus Seis Ojos ardían.
—Ya te lo dije: un fenómeno , así como tú. También tenía un par de ojos brillantes y aterradores. ¿No serán parientes?
Satoru gruñó.
—¡Ya déjate de…!
— Cállate .
—¡...estupi…deces!
— Que cierres la puta boca, niño.
El ardor le subió por la garganta, áspero, como si hubiera tragado brasas. El mundo giró con violencia, las paredes y el suelo se mezclaban en un vaivén mareante que lo obligó a entrecerrar los ojos. Gojo contuvo una arcada.
Los Rituales Inversos ya no bastaban, pues aún no perfeccionaba su uso contra la Voz de Mando. El cuerpo dormido de Megumi comenzaba a pesarle más de lo que debería. Las feromonas de Toji lo estaban sofocando.
El alfa frente a él soltó una carcajada que resonó en el callejón. Con un movimiento fluido, alzó la Lanza Invertida del Cielo, la hoja brillando con una amenaza silenciosa.
Gojo reunió aire y, con la mano temblando, lanzó un Rojo que se desvió hacia el cielo. Toji ladeó la cabeza, pensando que, a esa distancia, haber fallado era ridículo.
—¿Y ese tiro de mierd…?
No pudo terminar la pregunta, la escalera de incendios del edificio contiguo de veinte pisos cayó sobre su cabeza. Satoru usó la fuerza de atracción de Azul para hacer que las piezas de metal impactaran cien veces más rápido contra su objetivo, aplastando a Toji cual cucaracha.
— Quieto —gruñó el alfa.
La pila de escombros y barras metálicas estalló con furia y Fushiguro salió. Algunos rasguños cubrían su piel, pero Satoru no buscaba herirlo con aquel tonto ataque, lo que en realidad quiso fue obtener ese instante de quietud para lanzar su último golpe.
El alfa miró al frente, pero Gojo no estaba ahí, sino detrás de él. Nuevamente, había desobedecido la Voz de Mando. Todo le dolía y no podía respirar.
Justo en ese instante, Satoru sintió la presencia de muchísimos hechiceros alrededor, los cuales atravesaron el velo, todos al mismo tiempo, solo para ver caer a Fushiguro en un charco de sangre tras recibir el impacto de un Púrpura comprimido directo en el costado.
El golpe seco retumbó en el callejón. Su contrincante no gritó ni se quejó. Con calma, Toji giró el rostro para ver por el rabillo del ojo al niño entre los brazos del albino. No dijo nada. Su aliento movió suavemente el polvo en el suelo y cerró los ojos. La Lanza Invertida del Cielo dejó de brillar con la energía maldita desconocida y, solo hasta ese momento, sus Seis Ojos dejaron de sufrir.
Gojo respiraba agitado, observando a su alrededor. Las piernas le temblaban y su cabeza daba vueltas, pero no se permitió caer. Había más de veinte hechiceros en el lugar. Reconoció a Mei Mei, a Utahime y, por supuesto, a los ancianos del Clan Kamo, Zenin y Gojo. La mayoría de los miembros de los altos mandos estaban ahí también, mezclados entre la multitud, sin saber que Satoru conocía perfectamente la identidad de cada uno.
Utahime lo miraba con el ceño fruncido, el brillo preocupado en sus ojos incapaz de ocultarse. Mei Mei, en cambio, se mantenía erguida, brazos cruzados, aparentando indiferencia. Sin embargo, Satoru percibió la tensión en su postura; sus hombros demasiado rectos, la mirada fija en ningún lugar.
El omega apretó aún más a Megumi contra su pecho. ¿Qué hacían todos reunidos en Saitama? Nada bueno, de eso estaba seguro.
Había gato encerrado y cualquiera con dos dedos de frente apostaría que él era el gato.
El albino estaba listo para soltar una que otra falacia. Como que escapó de la escuela para buscar a Toji, lo encontró de pura casualidad, lo derrotó y, de paso, salvó al niño de un padre despreciable. Niño que, por cierto, él cuidaría de ahora en adelante, a petición del difunto. Sonaba como un mal chiste pero nadie podría desmentirlo.
Sin embargo, armar un escándalo de esta magnitud solo porque un alumno de preparatoria incumplió un par de reglas era un acto, por lo mínimo, exagerado. Incluso para los locos dramáticos del Consejo.
—Satoru del Clan Gojo, el día de hoy se te acusa de máxima traición al mundo de la hechicería —habló el líder de los Kamo, Akihiko. Un hombre de más de cuarenta años, cabello negro y corto. Su voz tan grave como sus palabras.
¿Máxima traición?
Gojo apenas fue capaz de controlar la risa incrédula que le subió a la garganta. Esto debía ser una puta broma. Su corazón latía con fuerza y le faltaba el aliento, la adrenalina inundando sus venas, pidiéndole correr, luchar, gritar, pero infló el pecho y soltó con ironía:
—Creo que me perdí de algo importante.
El leve sonido de una respiración húmeda le hizo bajar la vista hacia el cuerpo de Toji. El hombre estaba inconsciente, pero no había muerto todavía. La sangre manaba a borbotones de la herida en su espalda. Por la posición y la profundidad, Satoru supo que había perforado un pulmón y varios órganos más, además de su columna vertebral, pero no alcanzó el corazón.
“No debí contenerme” pensó. Quizá si hubiese lanzado un Púrpura decente, se habría llevado accidentalmente las extremidades de algunos cuantos ancianos también. Una lástima, de verdad.
—¿Cómo te declaras? —preguntó fríamente Akihiko, ignorando su comentario.
Gojo levantó la mirada hacia el grupo de hechiceros frente a él. La sonrisa que mostró fue amplia y divertida, como si acabara de escuchar el chiste más absurdo de su vida.
—¿Tú qué crees? —respondió.
Gojo fue escoltado rumbo a Tokio, directo al Cuartel General. Caminó obedientemente y sin expresión tambalear, aunque cada músculo de su cuerpo pedía derrumbarse. Antes de salir del callejón, le lanzó a Utahime una mirada cargada de intención. La chica asintió, sacando su teléfono celular a la espera del mensaje que sabía que le llegaría.
Entonces, una hechicera de cabello rubio se acercó a Satoru para intentar tomar a Megumi. El gruñido que recibió a cambio la hizo retroceder, espantada. El omega se rehusó a entregar al cachorro con una determinación tan férrea que nadie se atrevió a replicar. A fin de cuentas, Satoru Gojo estaba cooperando sin oponer resistencia a su arresto, así que no insistieron; le dejaron quedarse al pequeño Fushiguro, quien siguió durmiendo plácidamente entre sus brazos hasta llegar a su destino.
Mientras tanto, en Saitama, un hechicero revisó el pulso de Toji Fushiguro y, tras intercambiar señas con sus compañeros, ordenó su traslado.
El gran salón del Consejo estaba sumido en la penumbra, iluminado apenas por la luz blanquecina que atravesaba las puertas de papel al frente. El olor a madera vieja y polvo impregnaba el aire, mezclado con incienso. Satoru se encontraba parado en el centro del lugar. Las siluetas de los altos mandos se proyectaban sobre las puertas, quietas, inmóviles, como si fueran estatuas talladas en la oscuridad, imponiendo autoridad. Cualquiera que estuviese ahí, expuesto delante de ellos, se sentiría intimidado, o muerto de nervios, al esperar su sentencia.
Satoru, sin embargo, mantenía la barbilla alzada.
Tenía público: los representantes de los grandes clanes y otros hechiceros, quienes supuso que eran los inútiles que no pudieron encontrar Fushiguro antes de que él lo hiciera. Todos mostraban rostros tensos, algunos con enfado apenas disimulado, otros con curiosidad. Gojo se percató de una que otra sonrisa complacida.
La gente hablaba entre sí, y aunque no eran más que murmullos, la suma de cada uno hacía que la presión en la cabeza de Satoru aumentara, haciéndole apretar los puños con fuerza.
Dirigió un vistazo a Yaga. Su profesor estaba sentado entre la multitud con Megumi dormido en su regazo. El hombre tenía una mano sobre el cabello negro del menor, dando suaves y torpes caricias de vez en cuando. Al llegar, Gojo se lo había entregado sin explicación. Masamichi dudó un segundo, pero tomó al niño y le dedicó una mirada seria a su alumno, como si intentara averiguar lo que planeaba hacer para librarse de este problema.
Pero Satoru no tenía ningún plan.
No había previsto una audiencia tan grande y tampoco entendía de qué se le acusaba. La “máxima traición” abarcaba una gran diversidad de crímenes, y ninguno era perdonable. Lo único que tenía claro es que él era inocente… al menos en esta ocasión.
Una vez que todos los presentes ocuparon su respectivo sitio, el juicio comenzó.
La voz de un anciano resonó como un látigo golpeando el aire:
—Satoru Gojo, ¿darás tu confesión?
La madera crujió con el peso de tantos cuerpos tensos esperando su respuesta.
Gojo sonrió.
—Para confesar, primero tendría que saber de qué se me acusa exactamente. Porque no tengo ni la más remota idea.
El bullicio estalló. Voces indignadas se hicieron escuchar:
—¡Mentiroso!
—¡No insultes nuestra inteligencia!
—¡Admítelo de una vez!
Cada grito reverberaba en el cráneo de Gojo como un tambor de guerra. No borró su carismática sonrisa, pero sus ojos azules parpadearon con irritación tras sus lentes oscuros. Los Rituales Inversos intentaban reparar su cerebro exhausto, pero la fatiga que lo invadió tras su enfrentamiento con Fushiguro no era normal.
Cuando los reclamos por fin cesaron, un hombre de cabello castaño claro y ojos azules dió un paso al frente. Satoru difícilmente lo reconoció: Izaya Inumaki. Conocido por ser parte de los hechiceros que conformaban el grupo selecto de eruditos amantes de las leyes. Su trabajo consistía en establecer las normas del mundo de la hechicería, así como dictaminar sentencias y sanciones, basándose en distintos reglamentos y códigos éticos qué Satoru jamás se molestó en aprender. Esas eran las clases más aburridas de Yaga.
Izaya Inumaki era descrito como alguien sabio y respetable por la gran mayoría de las personas. A pesar de no poseer la Técnica del Discurso Maldito de su Clan, era un genio nato que aprendió a leer y escribir desde los tres años. Su gran inteligencia lo llevó a casarse con la sobrina del líder Inumaki, aumentando su estatus y ganando el apoyo de todo el clan.
El hombre habló con voz firme y calculada.
—Satoru Gojo, se te acusa de coludirte con Toji Fushiguro, el Cazador de Hechiceros, para eliminar al Recipiente de Plasma Estelar antes de que este pudiese ser entregado para cumplir su objetivo. También, se te acusa de faltar a las órdenes de tus superiores y escapar, en repetidas ocasiones, para reunirte con tu cómplice, Toji Fushiguro, en secreto por motivos aún se desconocen.
Gojo no daba creído a lo que escuchaba. Una risa amarga brotó desde su pecho, aunque el asunto no le estaba haciendo ninguna gracia.
—¿Coludirme? ¿Ustedes creen que me dejé vencer por Fushiguro para permitir que matara a Amanai? ¿Y que, después, nos vimos a escondidas para jugar matatena? ¿Están siquiera oyendo lo que dicen?
—El Recipiente de Plasma Estelar…
—Se llamaba Riko Amanai —escupió Satoru.
Todos guardaron silencio, incómodos. Casi ningún presente conocía el nombre de la niña. Tampoco era como si les interesara.
Izaya Inumaki carraspeó.
—Riko Amanai —corrigió, leyendo los documentos que se encontraban sobre la mesa alta frente a él—fue asesinada, según los informes, tras tu derrota y la de Suguru Geto. No hubo testigos de la pelea. Según consta, diste la instrucción a tu compañero para retirarse con el Recipiente y una sirvienta, poco después, el Cazador de Hechiceros los alcanzó, mató a la civil, eliminó al Recipiente y derrotó a Suguru Geto.
—Así fue —masculló Satoru, sin gustarle la forma en la que se refería a Riko y su familia.
Izaya levantó la mirada, sus ojos azules e imparciales se encontraron con los del omega.
—Se cree que, de no haber dado esa orden a tu compañero, habrías dejado evidencia de que la pelea que tuviste contra Toji Fushiguro fue, en realidad, una farsa.
Yaga se levantó de su asiento, la cabeza de Megumi recostada sobre su hombro. La audiencia lo observó mientras objetaba:
—Satoru Gojo estuvo inconsciente dos semanas tras esa batalla. En estado crítico. Pudo haber muerto .
—Pero no murió —interrumpió una mujer de cabello rojo y trenzas largas. Satoru no tenía ni puta idea de quién era—. Milagrosamente, el cazador lo dejó vivir.
Gojo puso los ojos en blanco y apretó los dientes, sintiendo la bilis subir por su garganta. ¿Que lo dejó vivir?
—¿Ustedes de verdad creen que yo trabajaría con ese pedazo de mierda Zenin? —espetó.
—Modera tu lenguaje, omega —ladró un miembro del clan en cuestión.
—No. ¿De dónde carajos sacaron esta información? —gruñó Gojo, extendiendo una mano hasta su pecho y aceptando parte de la verdad—. Admito que escapé para buscar a ese imbécil. Pero mi intención siempre fue matarlo. ¡Justo lo que estaba haciendo antes de que ustedes llegaran con sus acusaciones sin sentido!
Yaga soltó un largo suspiro al fondo, volviendo a sentarse cuando se lo pidieron por segunda vez. Quería defender a su alumno, pero era más que obvio que el Consejo quería enterrarlo. Si insistía demasiado, podría terminar perjudicando a Satoru en vez de ayudarlo.
La audiencia miraba al albino con sospecha. Muchos de ellos deseando verlo tropezar en su declaración. Ansiado que cometiera cualquier mínimo error.
Los ojos de Satoru eran desafiantes.
—Si de verdad hubiera querido perjudicar al señor Tengen, habría matado yo mismo a Riko. ¿Por qué necesitaría al Zenin más fracasado?
—¿Qué te dije del lenguaje, maldito insolente? —bramó el representante del Clan Zenin.
—“Maldito insolente” es una grosería. “Fracasado”es una característica que define a tu familia.
El anciano se puso rojo de ira. Abrió la boca, listo para regurgitar un montón de características sobre el omega, pero la misma mujer de antes alzó la voz:
—¡Basta! No interrumpan el juicio. El enunciamiento de los cargos aún no termina.
Todos voltearon a ver a la hechicera, luego, regresaron su atención a Inumaki, quien prosiguió después de un breve silencio:
—Satoru Gojo, también se te acusa del asesinato de un miembro del Consejo.
Gojo parpadeó.
Esa sí que no la vió venir.
Su mirada viajó fugazmente a una puerta de papel a la que claramente le faltaba una silueta. Estaba vacía. La había notado al entrar pero no creyó que fuese porque el dueño estaba muerto. Sintió un hueco en el estómago.
—Ese miembro fue encontrado muerto esta mañana —continuó el Izaya, revisando lo que asumió era el informe forense—. Sus heridas, y los restos de energía hallados en ellas, indican que fue asesinado con la Lanza Invertida del Cielo, el arma de tu cómplice. Sin embargo, después de cometer el crimen, Toji Fushiguro escribió con la sangre del difunto “Saitama” en una de las paredes del cuarto donde fue encontrada la víctima. Fue así como pudimos encontrarlos, a ti y a él, en medio de un altercado.
Los ojos de Satoru se abrieron de par en par. La quijada le tembló, desajustada, como si el enojo buscara salirsele del cuerpo a dentelladas. Buscó la mirada de Yaga entre la multitud. Su profesor parecía tan impactado como él, el sudor le perlaba la frente. No creía aquellas acusaciones absurdas, pero comprendía que su alumno estaba siendo arrinconado contra la esquina sin remedio. Esto no sería fácil de evadir. Si los altos mandos querían sacar a Satoru de su vista, acusándolo de algo tan grave, es porque ya había un plan bien elaborado para que todo ocurriera según sus deseos.
Las manos grandes de Yaga se movieron despacio, acariciando la cabeza de Megumi, que se removía inquieto entre sueños, como si incluso el cachorro percibiera la hostilidad que impregnaba el ambiente.
Satoru pensaba a toda velocidad. ¿Toji mató a un pez gordo? ¿O era solo un señuelo? No es que el cazador fuese incapaz de tal hazaña, pero carecía de razones. Además, Toji no conocía ni nombres ni rostros de los altos mandos. Así como no debía conocer los secretos mejor ocultos de la técnica del Clan Gojo.
Algo estaba mal. Muy mal.
El albino tragó saliva con fuerza y se apartó el cabello de la frente, como si necesitara despejar su mente para no perder la paciencia. Le picaba todo el cuerpo.
—Insisto, ¿por qué le pediría a ese imbécil que asesine a alguien que yo mismo podría matar sin dejar pruebas? —refutó.
El bullicio recorrió la sala como un rayo. La osadía de sus palabras dejó a varios boquiabiertos. Pero Gojo no había dicho ninguna mentira. Y lo sabían. Todos ahí lo sabían.
En ese momento, una joven asistente se acercó con paso medido hasta la mesa alta de Inumaki. Llevaba en brazos unas carpetas gruesas, y con un golpe seco, las asentó frente a Izaya.
—Este miembro del Consejo fue quien inició una investigación en tu contra desde hace dos semanas, Satoru Gojo—informó el hombre—. En su oficina, se encontraron reportes de avistamientos tuyos por las calles de Tokio y sus alrededores.
Satoru ni siquiera pidió leer los informes; sabía que eran falsos, solo los mencionaron después de que él mismo confesara sus escapadas.
—También descubrió tu relación con el hijo de Toji Fushiguro, Megumi Fushiguro. Del cual se desconocía su existencia, hasta hoy.
Los ojos de todos se volvieron hacia el niño dormido en el regazo de Yaga. El profesor frunció el ceño y posó su mano sobre el pequeño rostro de Megumi, intentando cubrirlo, como si eso pudiera protegerlo de la codicia y los malos deseos.
—Satoru Gojo, ¿por qué retenías a dos niños de cuatro y siete años en un departamento de Saitama? Los sacaste de su hogar en Tokio y los mantuviste bajo estricta vigilancia. Incluso había cámaras dentro del lugar.
El omega ya no podía sonreír. Toda la situación era malditamente ridícula, absurda y extraña como el carajo. Sin duda alguien había conseguido rastrear sus movimientos, burlándose de él. Pero era imposible que eso fuera obra de un pez gordo. Eran demasiado débiles y estúpidos. Entonces, ¿quién?
Una y otra vez resonaban en su cabeza las palabras que Toji usó: “un fenómeno”.
—Solo... cuidaba de ellos. Los encontré por casualidad —murmuró escuetamente.
—¿Casualidad? —el anciano Zenin enarcó una ceja negra—. ¿Y cuándo fue exactamente que los encontraste? No habrá sido el mismo día que el Cazador de Hechiceros apareció herido en Tokio, ¿verdad?
El sarcasmo impregnado en su voz fue suficiente para que Satoru deseara estrellar esa horrenda cara contra el suelo.
Claro. Todos ahí habían leído el informe del difunto antes de que se presentase como una prueba crucial durante el juicio.
—Ese día, Satoru Gojo estaba en Yokohama cumpliendo una misión —explicó Yaga, esta vez sin levantarse de su silla.
—¿Hay testigos de eso?
—El chofer y su compañero.
—¿Estas personas estuvieron con Satoru Gojo en todo momento? ¿Incluso la noche anterior?
Yaga frunció el entrecejo profundamente, molesto y listo para pelear. Pero Satoru se apresuró a interrumpirlo, no queriendo que el nombre de Suguru siguiera siendo mencionado en esa conversación. A este paso, terminarían arrastrándolo al fango.
—Eso no importa —dijo, girando su cuerpo hacia las puertas de papel tras las que se ocultaban quienes querían verlo caer —. Lo que están insinuando es que Toji Fushiguro fue mi cómplice bajo amenazas, ¿no es así? Que, de alguna forma, lo conocía incluso antes de que la Asociación de Vasijas del Tiempo lo contratara para matar a Amanai. Que lo convencí de trabajar conmigo solo para después traicionarlo y extorsionarlo, utilizando a sus hijos como rehénes. Y después lo obligué a matar al anciano que nos descubrió.
Conforme Satoru hablaba, Izaya Inumaki iba palideciendo, incapaz de ocultar su nerviosismo. El resto de la sala permaneció callada, como si incluso ellos reconocieran lo descabellado del planteamiento ahora que era pronunciado en voz alta y con ironía.
—Según ustedes —continuó el omega —, cuando Toji entendió que mi intención era usarlo como chivo expiatorio al final, me traicionó, dejándoles un mensaje para que pudiesen encontrarme en Saitama con las manos en la masa.
Nadie se atrevió a hablar. Solo las respiraciones contenidas y el lejano crujido de las maderas se escuchaban. Izaya Inumaki bajó la cabeza, como quien pide una disculpa discreta.
—Sí, así es —afirmó el líder del Clan Kamo, tomando la iniciativa. Tras él, más y más voces se sumaron, repitiendo su veredicto como un coro envenenado.
Satoru soltó entonces una carcajada fuerte que cortó como cuchilla todo el escándalo del salón. Varias cabezas se giraron de golpe. Lo miraban como si de verdad se hubiera vuelto loco.
—¿Qué tipo de hierba fuman ustedes? —preguntó el omega—. ¿Es una nueva variedad o una mezcla de té con estiércol? Porque ya se les subió al cerebro.
La sala se llenó de quejas, gritos e insultos contra su persona, las voces solapándose unas con otras, como si todos quisieran escupirle encima al mismo tiempo. El ambiente se volvió sofocante y decenas de aromas distintos contaminaron el aire.
—¡Satoru Gojo! —clamó el anciano del Clan Kamo, imponiendo silencio con su sola voz—. Se te acusa de crímenes muy graves contra el mundo de la hechicería, pero, por lo visto, te lo tomas como un juego. Faltas el respeto a todos los aquí presentes. Te lo pregunto de manera directa: ¿te declaras culpable? Sí o no.
—Por supuesto que no —respondió Gojo, con un dejo de burla en su voz.
Más chillidos y gente disconforme.
Izaya Inumaki, parado al frente con el documento oficial en sus manos, carraspeó antes de leer, consiguiendo poco a poco la atención de todos sobre él:
—Ya que Satoru Gojo no reconoces los cargos, se deberá llevar a cabo una investigación más exhaustiva… —su mirada se desvió hacia las puertas de papel, tras las cuales se encontraban los altos mandos—. Sin embargo, al ser sospechoso, serás expulsado temporalmente de la Preparatoria Metropolitana de Hechicería de Tokio, para evitar tu acceso a registros e información relevante.
Si las miradas mataran, solo quedarían cadáveres frente a Satoru. Yaga estaba pálido, como si toda la sangre lo hubiese abandonado.
—Además —continuó Inumaki, la voz vacilante—, se te privará de tu libertad de forma preventiva hasta que la investigación termine. Se utilizarán sellos y una sala especial para que no tengas acceso a tu Técnica Maldita. Señores y señoras del Consejo… ¿están de acuerdo?
—Estamos de acuerdo —respondieron todos al unísono, salvo el anciano del Clan Gojo, que permaneció callado hasta el final del juicio. No necesitaba pronunciarse: la mancha sobre su clan ya estaba hecha.
—Acusado, ¿está de acuerdo?
La migraña de Satoru explotó como un trueno en su cráneo. Se quitó los lentes con furia, preparado para decir que no. No estaba jodidamente de acuerdo con nada. Su visión se tiñó de rojo y las feromonas se agitaron a su alrededor.
De repente, la puerta se abrió, haciendo eco en el gran salón.
—Yo no estoy de acuerdo —dijo una voz suave y tranquila al fondo de la habitación.
Todos se giraron asombrados.
—¡Se… señor Tengen! —exclamó Izaya Inumaki, haciendo una reverencia profunda hacia el hechicero.
El resto de la sala lo imitó de inmediato, como ovejas que siguen a un pastor. Satoru permaneció inmóvil en el centro, apretando los puños a sus costados, tratando de contener las ganas de cortar cada uno de esos cuellos estirados.
—¿A qué debemos su presencia, señor? Es… inusual tenerlo aquí —murmuró el viejo Kamo, sus dedos tamborileando nerviosamente contra su pierna.
No solo era inusual, era inaudito. Un ser que ha vivido más de mil años, inmortal, aunque sin juventud eterna, que, tras perder su cuerpo terrenal, no desaparece, sino que evoluciona, quien ahora mismo se considera más una maldición que humano por su grado de omnipresencia… Tengen no solía involucrarse en los asuntos del mundo de la hechicería. La sorpresa de todos estaba más que justificada. Incluso Satoru se habría molestado en mostrarse asombrado o conmovido, sino fuera porque acababan de condenarlo por crímenes que obviamente no hizo.
Tengen avanzó con pasos lentos hasta plantarse al lado de Gojo. Lo único que se escuchó por esos largos segundos fue el siseo de su túnica al arrastrarse contra el suelo y la respiración pesada de Satoru. El estudiante lo miró al sabio ceño fruncido, ignorando las señas desesperadas que Yaga le hacía para que saludara con propiedad al hechicero con cara de moái.
Tengen posó los ojos en Satoru y le regaló una sonrisa fugaz, como si quisiera transmitirle su calma infinita y, a la vez, le recordara que estaban frente a una audiencia. El omega mordió sus mejillas por dentro hasta sentir el sabor metálico de la sangre, obligando a sus feromonas a retroceder y a sus pulmones a trabajar de forma correcta. Inhalar, exhalar, inhalar…
—Gracias por la bienvenida. Escuché que se llevaba a cabo un juicio para encontrar a la persona que conspiró contra mis deseos y provocó la muerte de Riko Amanai, el Recipiente de Plasma Estelar —dijo Tengen, su voz resonando dentro de la habitación —. Creí que la responsabilidad recaía en la Asociación de Vasijas del Tiempo. Todos llegamos a esa conclusión.
No había un tono de reproche o enfado tras sus palabras, pero todos los presentes se sintieron regañados
Kamo fue el primero en recomponerse. Aclaró la garganta, incómodo, antes de hablar:
—Tenemos motivos para creer que Satoru Gojo también está involucrado. Asesinó a un alto mando que investigaba su caso y se reunió con el asesino del Recipiente, el Cazador de Hechiceros. Intentó silenciarlo cuando lo traicionó.
—Ya veo… —respondió Tengen, ladeando la cabeza apenas. Su voz era tranquila, pero, de alguna forma, helaba la sangre de quien lo escuchaba —. Sin embargo, tratándose de un crimen contra el mundo de la hechicería y contra mí, directamente, hubiese sido prudente informarme con antelación, ¿no les parece?
Los ancianos desviaron la mirada al mismo tiempo, sin cara para enfrentarlo y sudando como cerdos a punto de entrar al matadero. El único que bajó la cabeza, en señal de arrepentimiento, fue Izaya Inumaki. El sujeto se veía realmente empujado por las circunstancias. No estaba disfrutando de esto, a diferencia de sus compatriotas.
—Lamentamos la falta de organización, señor Tengen. Fue algo… repentino —explicó, con voz queda. A él mismo lo habían arrastrado a ese podio sin explicarle nada. Le dijeron que había pruebas, testimonios y premura. Se enteró de que era Satoru Gojo a quien juzgaban cuando oyó los cuchicheos de la Corte, mientras esperaban al acusado y leía los supuestos informes que le entregaron.
Tengen asintió, aceptando la pobre excusa.
—Entiendo. Pero ahora que estoy aquí, creo que me corresponde a mí decidir cómo se llevará se tratará al sospechoso.
La audiencia levantó las orejas y erizaron los pelos, aunque nadie se atrevió a interrumpirlo. Gojo arqueó una ceja, mirando de reojo a Tengen. ¿Qué diablos pretendía hacer?
—Es comprensible que Satoru Gojo no pueda asistir a la Preparatoria de Hechicería hasta que se lleve a cabo una investigación más profunda y se dictamine su culpabilidad o inocencia —continuó Tengen, extendiendo ambas manos y dirigiéndose a todos los presentes —. Sin embargo, cumplirá su aislamiento debajo de la misma; en el Santuario donde resido.
Silencio.
Algunos hechiceros abrieron los ojos con incredulidad; otros fruncieron el ceño, sin poder disimular su descontento. Izaya se quedó inmóvil, los papeles se le cayeron de las manos.
—Señor, es peligroso… —alcanzó a decir.
—Estará en una habitación restringida y vigilada en todo momento por mí y mi gente. No hay de qué preocuparse —respondió Tengen sin titubeos.
—Pero, señor Tengen…
—Esa es mi decisión —sentenció, alzando un poco la voz, aunque eso fue suficiente para enmudecer toda réplica—. Tengo en alta estima al joven Gojo y deseo ver con mis propios ojos cómo se lleva a cabo la investigación de este caso. Al ser yo la víctima de una conspiración mayor, a quien no siquiera consideraron solicitar su presencia, ¿no merezco decidir sobre este asunto? —preguntó, observando directamente a Inumaki.
El hombre castaño tragó saliva y, sin atreverse a mirar a nadie más en la sala, asintió con la cabeza.
—Así es…
—Bien, entonces…
De la nada, Satoru levantó la mano, pidiendo permiso para hablar. Tengen lo observó sin comprender, algo tenso, pero no lo detuvo. Se limitó dejar que el omega hiciera lo que quería. Todo el mundo encontró absurdo su gesto después del escándalo que había hecho antes, pero Inumaki le concedió la palabra.
—Quisiera hacer una denuncia —soltó Gojo.
Yaga no pudo evitar toser por el susto, Megumi, aún sin despertar, se retorció contra su pecho. Los ancianos abrieron los ojos como platos y sus mandíbulas cayeron al suelo. Solo Tengen permaneció imperturbable, inmóvil como una estatua, mientras que Izaya parpadeaba tan rápido que casi parecía tener tic nervioso.
—¿Una denuncia? ¿Tú? —masculló una mujer de los altos mandos, con desconcierto.
Inumaki se recompuso tan rápido como pudo, extendiendo una mano para indicarle que continuara.
—Bueno —Satoru sonrió—, es muy obvio que alguien me está inculpando de todo esto.
Con la mano aún levantada, extendió el dedo índice y comenzó a trazar círculos y líneas en el aire mientras hablaba, dibujando garabatos invisibles frente a él. Los presentes siguieron cada movimiento como gatos hipnotizados por la luz roja de un puntero, hasta que empezaron a marearse.
—El verdadero responsable quiere incriminarme, aunque sabe que la investigación revelará qué soy inocente, solo para sacarme del camino y ganar tiempo. Al ser un padre negligente, Toji Fushiguro me encomendó a sus hijos. Ahora, imaginen que yo, como el personaje principal que soy, paso una temporada en prisión. Los niños en cuestión volverían a quedarse huérfanos, lo cual sería un episodio suuuper tristeee…
Alargó las vocales de forma exagerada, sacando de quicio a quienes estaban obligados a escuchar.
—¡Solo dilo! —gritó alguien desde la última fila.
Satoru bajó la mano para señalar dramáticamente al anciano Zenin, quien estaba sentado adelante. El hombre retrocedió un milímetro, quizá esperando un ataque sorpresa. Con ese lunático de Gojo nunca se sabía. Pero la muerte no llegó. En su lugar, cayó sobre él algo peor: la mirada deslumbrante de Satoru y una sonrisa tan amplia que resultaba perturbadora.
—Exijo que se investigue al Clan Zenin como principales sospechosos, también.
El anciano se atragantó con su propia saliva.
—¡¿Disculpa?! ¡¿ Omega , cómo te atreves a insinuar…?!
Pero Gojo se encogió de hombros, hablando por encima de él.
—Ustedes son quienes se benefician más de todo esto: esperaron a que me deshiciera de Toji Fushiguro para después sacarme del juego. Ahora, lo primero que harán será exigir la custodia de Megumi Fushiguro, usuario de la Técnica de las Diez Sombras, porque nadie en su clan de fracasados la ha heredado en generaciones.
Si sus palabras fueran un golpe físico, el representante Zenin yacería en el suelo con cada hueso pulverizado, ahogándose en un charco de su propia sangre y orina.
—¡Espera, espera! Apuesto a que ya pidieron al Consejo que les entreguen al niño —canturreó el omega, divertido.
Inumaki leyó los papeles dos veces antes de rascarse la cabeza, nervioso. El anciano Zenin palideció.
Oh, definitivamente lo habían hecho.
—¿En serio? No me sorprende —rió Satoru.
—¡Eso no significa nada! El niño es descendiente directo de nuestro clan, nos pertenece.
—En realidad… no lo hace. —Fue Yaga quien habló, meciendo a Megumi en sus brazos.
Temía despertar al infante en medio de tanto caos, sin saber que, en realidad, Megumi no abriría los ojos hasta que Satoru así lo quisiera. El omega se guardó ese detalle, y vaya acierto; ver a su profesor balanceado su cuerpo para simular los movimientos arrulladores de una cuna, sumamente concentrado, era tan hilarante que casi rompe en carcajadas.
—Si el niño fue registrado bajo otro apellido, legalmente no es parte del Clan Zenin. Es un Fushiguro —concluyó.
Decenas de susurros recorrieron la sala, voces bajitas y entrecortadas. El anciano Zenin se puso verde, azul y rojo en cuestión de segundos, buscando con la mirada algún apoyo entre los presentes. Pero ninguno dio un paso al frente.
—De todos modos, nadie, además de ti, sabía de su existencia hasta hoy que se encontraron los reportes del consejero asesinado. Tu denuncia no tiene pies ni cabeza —gruñó el alfa, cruzándose de brazos.
—Eso dices tú… — respondió Satoru con un tono que dejaba en claro que no le creía una sola palabra.
El Zenin se levantó de golpe, liberando sus feromonas en un estallido de rabia. La sala entera se impregnó de su hedor a hierro. Los alfas y omegas cercanos a él retrocedieron.
—¡Sí, eso digo yo ! —bramó, sus ojos inyectados de sangre.
—Bueno, y yo digo que no fui yo, pero igual me van a encerrar. ¿No es justo que también te encierren a ti? —replicó Satoru.
Y, entonces, algo inaudito. El omega guiñó un ojo y le sacó la lengua.
Las venas de la frente del alfa se hincharon y su rugido hizo eco en el salón.
— ¡Escucha, maldito omega… !
—¡Ya fue suficiente! ¡¿Harán un escándalo en presencia del señor Tengen?! —exclamó el anciano Kamo, su silueta erguida tras la puerta iluminada—. Según las normas establecidas por la Sociedad de Hechicería, ¿la denuncia procede?
Se dirigía a Izaya. El hombre se secó el sudor frío que le caía por la cara y asintió lentamente.
—... Procede.
El juicio terminó con la mitad del público complacida, y la otra mitad ofendida.
La decisión final fue la siguiente: los principales miembros del Clan Zenin serían puestos bajo arresto domiciliario, privados de hacer declaraciones públicas sobre el caso y sin derecho a acoger a Megumi Fushiguro como un miembro de su clan. La legítima custodia pertenecía a Toji Fushiguro, quien, contra todo pronóstico, había sobrevivido al enfrentamiento con Satoru.
Su estado era crítico: múltiples órganos dañados, la pérdida total del brazo izquierdo y una lesión en la columna que quizá lo dejaría incapaz de volver a caminar… si es que despertaba. Los médicos aseguraron que existía una alta probabilidad de que el cazador terminase en estado vegetativo, por lo que vigilaban sus signos vitales, esperando la declaración de muerte cerebral. Pero el hombre se aferraba a la vida cual garrapata a su perro.
Nadie se atrevería a pronosticar su futuro diagnóstico: la constitución física de Toji Fushiguro era, después de todo, inhumana.
Megumi, siendo un niño sin protección alguna, debía ser resguardado en un entorno neutral, lejos de la voracidad política de los clanes. La solución más lógica y aceptada fue la Preparatoria Metropolitana de Hechicería de Tokio. Por votación, Yaga Masamichi fue nombrado tutor temporal del pequeño hasta que tuviera edad suficiente para decidir si quería vivir con el Clan Zenin… o con alguien más.
Fue entonces cuando las puertas se abrieron y entró Iori Utahime. A su lado, de la mano, venía Tsumiki Fushiguro. La niña, al ver a su hermanito, corrió hacia él en un mar de lágrimas. Yaga la miró confundido, pero le permitió acercarse y abrazar al niño.
Utahime explicó ante todos los presentes que Tsumiki Fushiguro no era ajena al mundo de la hechicería. Aunque no compartían sangre, había sido la única persona que cuidó de Megumi; separarlos sería una crueldad.
Nadie estuvo de acuerdo. Para los ancianos, si Tsumiki no se convertiría en hechicera, su convivencia con la realidad de los exorcistas era impensable. Ambos niños eran demasiado jóvenes, pero la política no entendía de humanidad.
Dijeron que Tsumiki podría quedarse unos días bajo el cuidado de la institución educativa, en lo que le conseguían una familia no hechicera que la adoptara. Y eso que estaban siendo demasiado amables.
Gojo miró a Tengen, un destello de urgencia relucía en sus ojos. El sabio asintió despacio y levantó una mano, indicándole que esperara. Se encargaría del asunto, pero este no era el momento de agitar más el gallinero.
El omega le envió otro mensaje a Utahime. Por lo que habían hablado, sabía que Misty estaba en el hospital; se desmayó tras recibir un golpe en la cabeza cuando Toji derribó la puerta del departamento, intentando detenerlo. Para cuando Iori llegó, la chica ya estaba despierta y apunto de llamar a la policía. Tal como instruyó Gojo, le dijo a la niñera que los niños estarían a salvo y que notificar a las autoridades incumpliría su contrato de confidencialidad. No debía preocuparse. Satoru Gojo se contactaría con su agencia.
Unos minutos después de que el Cuartel General se vaciara por completo, en un pasillo desolado rumbo a su nueva estancia, Satoru permanecía de pie. Tengen se encontraba a un par de metros, aguardando en silencio. El pie derecho de Gojo golpeteaba el suelo con ansiedad. Sacó otra vez su celular, listo para hacer una llamada.
Entonces, como si la invocara, Utahime apareció junto con Tsumiki. En cuanto vio a Satoru, la pequeña corrió hacia él, soltando un llanto que dejaba a la intemperie su roto corazón.
—¡Gojo! —su voz infantil quebró el silencio.
Sin dudarlo, el omega se agachó y abrió los brazos para que la niña pudiera arrojarse contra él, aferrándose con todas sus fuerzas a su uniforme. El delicado cuerpo de Tsumiki temblaba contra el suyo, cada sollozo era como un cuchillo que se clavaba directo en el pecho del albino.
—Tranquila, cariño, no llores —susurró Satoru, acariciando el cabello castaño de la niña en un intento de consolarla—. Lo voy a arreglar. Mírame. Mírame.
Con esfuerzo, Tsumiki se separó un poquito, solo lo suficiente ver el rostro de Satoru. Sus ojos hinchados y rojos observaron al omega, buscando desesperadamente algo que le hiciera creer que todo estaría bien. Y allí estaba: una sonrisa sincera y radiante, la única capaz de suavizar el miedo y dolor que sentía en esos momentos.
—Te dije que los protegería. Lamento haber llegado algo tarde —continuó Satoru, secándole con cuidado las lágrimas —. Pero no he faltado a mi palabra, y no lo haré ahora tampoco: te quedarás con tu hermano. Es una promesa.
La niña apretó los labios, luchando por contener los espasmos que la sacudían. Asintió con la cabeza, con la fe ciega que solo un niño podía dar.
—¿Y… y tú? ¿Viviremos c-contigo? —preguntó, su voz entrecortada.
Un nudo le cerró la garganta a Satoru, pero no dejó que su fachada se quebrara.
—Estarán con mi profesor, Masamichi, y con mis amigos. ¿Recuerdas que te hablé de ellos? Ieiri, Nanami, Haibara y Geto.
—Sí los recuerdo… —Tsumiki bajó un poco la mirada. Lucía tan frágil con su pijama y su cabello suelto y desaliñado. Gojo deseó, por un segundo, llevársela consigo —. P-pero quiero que estés tú t-también. Como familia… Dijiste que seríamos f-familia.
Gojo tomó suavemente el rostro de la niña entre sus manos y depositó un beso en su frente. Por instinto, liberó feromonas dulces que la pequeña no podía detectar aún, como si intentara apaciguar su malestar bajo todos los medios que tenía. Tsumiki cerró los ojos, queriendo retener ese gesto para siempre en su memoria.
—Lo somos, pequeña. Solo que… me tomará un tiempo. —Su mirada se alzó fugazmente hacia Tengen, aunque ni él mismo sabía cuánto. Volvió a enfocarse en Tsumiki y le quitó el cabello húmedo del rostro—. Ellos van a cuidarlos mientras tanto. Son buenas personas, princesa. Y cuando menos lo esperes, regresaré a ustedes y no volveré a alejarme. ¿Podrías… esperar?
La última palabra salió rota, como un ruego.
Tsumiki negó con la cabeza y lo abrazó de nuevo, escondiendo el rostro en su cuello. Pero su llanto ya no era de desesperación, sino de resignación. Era una niña lista y entendía. Ella entendía, pero no quería hacerlo.
¿Cómo le pides a un alma tan herida que deje ir la única luz que la ha guiado entre las tinieblas?
Satoru la rodeó con firmeza, como si también temiera que alguien viniera a arrancarla de sus brazos, y enterró su nariz en el cabello de Tsumiki. Sintió el aroma a chicle de su shampoo, aquel con la tapa rosa y mariposas en la etiqueta. La fragancia se fundía perfectamente con la esencia suave y cálida de la niña. Olía a casa.
Gojo tampoco quería soltarla, pero debía hacerlo.
—Prometo que solo será esta vez —susurró Satoru.
Utahime, que observaba la escena a una distancia prudente, finalmente se acercó. Posó una de sus manos sobre la espalda de Tsumiki y la acarició en círculos.
—Él dice la verdad, linda. Siempre regresa. Incluso cuando no quieres verlo ni en pintura —añadió con una sonrisa —. Y sus amigos no solo son buenas personas, ¡son mejores que él! De verdad. Te van a gustar más.
—Oye… —refunfuñó Gojo.
Tsumiki soltó una risita húmeda contra el hombro de Satoru. Solo entonces, se separó de él, observándolo fijamente. Parecía decidida a grabar en su mente cada detalle del rostro omega. El corazón de Gojo se estremeció, pero le mostró una bella sonrisa.
Con las mejillas sonrojadas y los ojos brillosos, Tsumiki le dijo:
—Vuelve pronto… Te estaremos esperando.
—Gracias, Miki. Eres muy fuerte —elogió Satoru, orgulloso.
—Te amo —soltó ella, dándole un besito en la mejilla.
Gojo apretó los puños, sus uñas enterrándose contra su carne. Se obligó a mantener su expresión alegre.
—Yo también te amo, princesa.
Utahime le dirigió al albino una mirada preocupada, pero Satoru simplemente asintió. Estaría bien.
—Ven, linda. Vamos con tu hermanito —dijo Iori.
—Le diré a Gumi —aseguró Tsumiki, despidiéndose de Satoru con una mano, mientras la otra sostenía la de Utahime. Era como si la niña supiera el pesar que le producía a Gojo no haber podido despedirse personalmente del pequeño —. No te preocupes. Él lo entenderá.
Satoru las siguió con la mirada hasta perderlas de vista. Sintió que algo se desgarraba poco a poco dentro de él. El eco de los pasos se disolvió en el pasillo y él se quedó ahí, en el suelo. Después de un momento, el omega suspiró y se levantó.
No debía sentirse triste. Volvería a verlos. Los cuidaría como suyos. Y nada ni nadie lo detendría.
—Es hora de irnos —anunció Tengen.
Gojo lo siguió en silencio.
Satoru sabía que sería una investigación larga. Los altos mandos la prolongarían tanto como pudieran. Era claro que nadie creía que Satoru Gojo realmente hubiese conspirado en contra del señor Tengen o el mundo de la hechicería. Era considerado un hereje en muchos aspectos, pero no se le tomaba como un criminal. No aún, al menos. Después podrían cambiar de opinión, y con justas razones.
Ellos querían darle un escarmiento. Querían joderlo. Satoru ya estaba acostumbrado a esto, pero nunca pensó que su castigo escalaría a tanto, mezclándose con un problema de tales dimensiones, como el asesinato de un pez gordo. ¿Realmente lo habría estado investigando, o era todo parte del teatro de Kamo y Zenin, que se subieron al mismo barco en cuanto vieron que podían hundir a los Gojo, aunque fuese temporalmente? ¿O el viejo muerto tuvo contacto con aquel fenómeno que mencionó Toji?
Un par de ojos rojos aparecieron entre sus recuerdos.
¿Esa entidad maldita estaba detrás de todo?
Cuando llegaron al Santuario, Tengen le hizo algunas preguntas a Satoru.
El omega se sentó sobre la silla de piedra sin esperar permiso y explicó que realmente no pensaba que el Clan Zenin hubiese asesinado a nadie; solamente eran cuervos carroñeros que buscaban obtener beneficios de la situación, como siempre. Su intención al denunciarlos fue que no pudieran llevarse a Megumi Fushiguro, dejando a Tsumiki abandonada y a su suerte. Por eso le pidió a su amiga que fuera por la niña y la trajera con la excusa de que ella conocía ya a profundidad sobre la hechicería porque cuidó sola a Megumi y porque su insolente padrastro no dejaba de hablar sobre los Zenin, los hechiceros y las maldiciones que su hijo veía.
Le contó al sabio sobre los conocimientos que Toji demostró tener durante su combate; que fue la principal razón por la que dudó al momento de matarlo. Se saltó la parte donde el alfa usó su voz de mando, casi haciéndolo vomitar. Y también omitió la pequeña pizca de culpa que le produjo pensar en acabar con la vida de ese asesino justo en frente de Megumi. Falló su último golpe por culpa de treinta distracciones que no pudo percibir antes, debido a que sus Seis Ojos estaban viendo todo y nada a la vez; parpadeando como un foco descompuesto.
—Esa energía negra que viste, ¿Fushiguro no fue capaz de detectarla? —cuestionó Tengen, buscando algo en la estantería de la esquina.
—Así es.
Que Toji, poseedor de una Restricción Celestial física, la cual lo privaba de energía maldita, otorgándole a cambio una fuerza física sobrehumana, al igual que sentidos sumamente desarrollados, no se diera cuenta de la energía siniestra que rodeaba su propia arma, era cuanto menos extraño. Sin mencionar el hecho de que Satoru, aún con Seis Ojos, no podía rastrearla de forma continua, sino que aparecía y desaparecía, regresando cada vez con más intensidad, como si la información procesada sobrecargara su habilidad a pesar de los Rituales Inversos.
Ambos sospechaban de la supuesta presencia que Tengen percibió el día que Satoru revivió en esta dimensión. Si el albino desconocía su energía maldita, eso podría indicar que la entidad misteriosa provenía de un mundo ajeno al de Gojo. Que un acontecimiento tan especial como el de Satoru ocurriera una vez ya era inédito, ¿pero dos? ¿Casi al mismo tiempo? Era increíble.
El omega no le dijo sobre los ojos rojos que lo visitaron hacía semanas. Primero, porque no los había vuelto a ver. Segundo, porque lo último que necesitaba era que se iniciará una investigación en la Preparatoria de Hechicería de Tokio, donde ahora estaban Megumi y Tsumiki. No quería a ningún hechicero desconocido cerca de ellos. Mucho menos alguno del Clan Kamo, Gojo o Zenin.
—Tsumiki Fushiguro debe quedarse junto a Megumi Fushiguro —soltó Satoru. No estaba negociando; era una exigencia.
Tengen pasaba las hojas del libro entre sus manos con lentitud. No miraba directamente al omega, pero el albino sabía que lo observaba.
—Me encargaré de que los hermanos vivan juntos en la Preparatoria Metropolitana de Hechicería de Tokio. Al menos mientras la investigación concluye —aceptó el sabio.
Satoru soltó un suspiro, el alivio apenas asomando en su pecho, aunque no era suficiente para acallar el peso que arrastraba. Era su turno de hacer preguntas:
—¿Por qué no inventar una excusa mejor? Una que pudiera mantenerme fuera del calabozo, ¿tal vez? —replicó con tono mordaz.
—Habría levantado más sospechas de las que ya recaen sobre nosotros. Al Consejo no le gusta que me meta en sus asuntos. Se sienten… amenazados —respondió Tengen, sin apartar la vista del tomo abierto frente a él. Sus dedos huesudos se detuvieron sobre un fragmento y lo recorrieron con lentitud—. En momentos como estos, Satoru Gojo, cuando desconoces de dónde provienen las fuerzas que te empujan al fondo del océano, a veces es mejor dejarse llevar y no nadar contra corriente.
El chico puso los ojos en blanco, dejando escapar un bufido. Se recargó en el escritorio de mármol pulido, sin cuidado de arrugar o arrastrar las telas que lo decoraban, y cruzó los brazos con desdén.
—Ahora en cristiano, por favor.
Un eco parecido a una sonrisa recorrió los labios de Tengen. Cerró el libro con un golpe suave, que sin embargo resonó con solemnidad en la sala.
—Quien sea que orquestó todo esto, te quiere fuera del camino por un tiempo —explicó, su voz tan refinada como clara—. Lo más prudente es darle lo que desea. Que crea que ha ganado. Tal vez, al pensar que estás fuera del tablero, se mostrará con menos cautela. Y cuando lo haga, sabremos dónde asestar el golpe.
Satoru entrecerró los ojos, sintiendo la mezcla amarga de impotencia y lógica en aquellas palabras. El “fuera del tablero” le sonó a condena, aunque sabía que el anciano tenía razón.
Tengen le contó que pediría a los altos mandos que investiguen hasta que sus corazones estuviesen satisfechos, porque después confirmar la inocencia de Satoru Gojo, no se aceptaría que volvieran a difamarlo de ninguna forma. Esto mantendría al albino fuera de la mira por un largo tiempo, ya que cualquiera se lo pensaría veinte antes de querer levantar una denuncia falta o sin las pruebas sólidas. Por ello, Satoru debía mantenerse quieto y en parcial reclusión hasta que se dictara su libertad.
—No te voy a encerrar en ninguna celda, tampoco restringiré tu energía maldita —explicó el sabio con calma —. Pero no podrás aparecer frente a nadie. Ni siquiera frente a tus compañeros. Si queremos que este sacrificio valga la pena, todos deberán creer que tu sanción es legítima.
—¿Qué pasa si el responsable ataca y yo no estoy?
—Si eso ocurre, serás liberado de inmediato.
Satoru seguía sin estar feliz, pero su respuesta lo dejó más tranquilo.
Tengen añadió:
—Siéntete libre de usar el Santuario como te plazca, hay muchos libros interesantes. Y si necesitas que algo sea investigado afuera, puedo entregarte a uno de mis mejores hombres.
Satoru sabía que era una oferta generosa, incluso demasiado. Y aun así, la idea de alejarse de los hermanos Fushiguro le resultaba insoportable. También de Suguru. La imagen del alfa con los ojos enrojecidos y la expresión herida, observándolo marcharse sin mirar atrás, lo golpeó con crueldad.
Gojo se relamió los labios, amargo, y se levantó de la silla de piedra, encarando a Tengen con firmeza.
—Lo acepto. Pero tengo dos condiciones.
Tengen permaneció inmóvil. Su voz resonó con un matiz curioso.
—Te escucho.
—Quiero que los vigiles de cerca.
—Pensaba hacerlo…
—No solo a los niños —lo interrumpió Gojo, tajante. Sus ojos azules brillaron con intensidad —. También a los estudiantes. Las misiones a las que vayan, los reportes que entreguen y todo lo que yo desee saber, me lo entregará.
Tengen lo observó con atención. Si hubiese tenido cejas, las habría alzado. En su lugar, se llevó una mano al mentón, como un genio que evalúa una jugada complicada en un tablero invisible. Tras un largo silencio, inclinó apenas la cabeza.
—De acuerdo, así será. ¿Cuál es la segunda condición? —preguntó después, y Satoru juró que había escuchado un deje de diversión sutil en su tono. Como si ya sospechara lo que estaba a punto de pedir.
Las mejillas de Satoru se calentaron, pero no retrocedió.
—Necesito que me traiga a alguien… antes de que me pudra en un calabozo.
—No hay ningún calabozo…
—¡Ay! ¡Es un decir! —se quejó el omega, encogiéndose de hombros—. Quiero ver a Suguru Geto.
Tengen lo miró fijamente, como si intentara leer su interior cual libro abierto. Cuando habló, su tono fue tan suave como crítico:
—Joven Gojo, ¿planeas revelarle la verdad de tu origen?
El omega apretó los puños y le mantuvo la mirada al sabio sin titubear.
—Debe saberlo.
El silencio cayó como un manto denso entre ambos. Después de lo que pareció una eternidad, Tengen suspiró.
—Espero que sepas lo que haces, Satoru Gojo.
El corazón de Satoru volvió a latir y la adrenalina de su cuerpo se disparó. Si tuviera que pelear contra Tengen, sería un gran problema. Gratamente, el sabio parecía haber decidido confiar en su juicio desde el momento en que se conocieron. Al menos hasta ahora. Quizá luego tendría motivos suficientes para, ahora sí, lanzarlo a un calabozo.
El sabio se acercó al omega y extendió una mano. Gojo lo miró sin entender, ¿quería chocar los cinco?
—Tu celular —sonrió Tengen.
Y Satoru no pudo negarse. Ya había tentado lo suficiente la paciencia del hechicero. Después de quitarle su único medio de comunicación con el mundo exterior, Tengen caminó hacia la salida, pero, antes de irse, le advirtió:
—Ten mucho cuidado con la información que das. El veneno en pequeñas cantidades puede ser una vacuna eficaz. Pero, un mal cálculo y podrías ocasionar más daño del que curarás.
El sabio desapareció por el umbral. Satoru quedó solo, de pie en medio de aquel recinto inmenso, helado y eterno, donde la luz permanecía fija en un día perpetuo, sin amanecer ni ocaso.
Apenas alcanzó a soltar un suspiro, aún sin moverse de su sitio, cuando las mismas puertas se abrieron de nuevo. La madera chirrió como si anunciara un nuevo juicio. Uno que sí lo intimidaba.
Suguru entró.
Parecía haber estado esperando afuera, aguardando el instante preciso para irrumpir. Llevaba todavía el uniforme, algo desarreglado, con el cabello recogido en su habitual media coleta. Sin embargo, varios mechones rebeldes caían sobre su rostro sudoroso, marcando la palidez extrema de su piel. Las ojeras hundidas bajo sus ojos oscuros daban cuenta de su malestar. Su aroma a lavanda, que horas atrás era tan intenso como un tsunami, apenas se sentía como un oleaje débil. El pelinegro caminó con pasos, antes tambaleantes, como si le costara demasiado.
Satoru anticipó su tropiezo antes de que ocurriera. Su cuerpo reaccionó rápidamente; sostuvo al alfa entre sus brazos y lo ayudó a mantenerse en pie. Sintió el peso ajeno y el calor que desprendía, una fiebre abrasadora que lo alarmó de inmediato.
—Suguru —susurró, con en una mezcla de sorpresa y angustia.
Geto intentó apartarse con un grave gruñido, pero el omega lo aferró con firmeza, negándose a soltarlo. Ignorando el dolor que le produjo ese gesto de enfado y rechazo. Con suavidad, condujo al alfa hasta la gran silla de piedra y lo obligó a sentarse.
—¿Estás bien? —preguntó Gojo, inclinándose hacia Suguru, tocándole la frente con la palma abierta—. Estás ardiendo.
Suguru desvió la mirada, respirando con dificultad. Había tomado dos supresores, una pastilla y una inyección, junto con un fuerte sedante. El aturdimiento en sus pupilas delataba su estado. Shoko le había recomendado aquella combinación para controlar su rutina desde que se conocieron, la había usado cada vez que llegaba esa terrible fecha. Con el tiempo, las drogas dejaron de noquearlo, pero seguían siendo bastante efectivas. Lo dejaban aletargado y reducían sus ansias, así como controlaban la intensidad de sus formas a cambio de provocarle mucho sueño y la sensación de que en cualquier momento tendría un ataque al corazón. Le resultó muy difícil llegar hasta ahí. Prácticamente se arrastró cuando Yaga le dijo que Tengen pedía su presencia.
La noticia del juicio había corrido como pólvora. Utahime le había contado todo a Shoko. Y Suguru había entendido en el acto que la situación era más urgente y peligrosa de lo que creía. No importaba lo mal que se sentía, sabía que Satoru estaba allí y por eso se levantó.
Sin embargo, su cuerpo difícilmente le respondía como quería y el mundo giraba a su alrededor. Cada roce de Satoru se sentía como fuego directo contra su piel, por lo que evitó tocarlo.
Después de un rato sin respuesta, el silencio se volvió insoportable.
—Oye… Sé que estás molesto, pero tenemos que hablar antes de…
—Así que ahora sí quieres hablar —los ojos de Geto se entrecerraron, oscuros y resentidos.
Satoru tragó saliva. No encontraba en su extenso vocabulario las palabras adecuadas. Terminó soltando lo que creyó que el alfa quería escuchar:
—Tenías razón. Salí todas las noches para buscar a Toji. No te lo dije porque… también visitaba a Tsumiki y Megumi —confesó. Su corazón latía cada vez más fuerte —. El niño es su hijo biológico y la niña es su hijastra.
El silencio que siguió fue brutal.
Suguru giró lentamente el rostro hacia él, con incredulidad. Su mirada era helada, su mandíbula tensándose al punto de rechinar.
—¿Cuidabas a los hijos de ese bastardo? —escupió.
—Solo son niños, Suguru —defendió Satoru de inmediato.
—Ibas cada noche… sin dormir ni comer apropiadamente, ignorando las órdenes de los superiores y poniéndote en peligro —. La respiración de Suguru se agitó y su aroma se intensificó —. Todo para ver a las crías de ese alfa .
Gojo parpadeó, sorprendido por la elección de palabras del pelinegro. Era como… un novio despechado que acaba de descubrir la infidelidad de su pareja.
“Está en celo” se recordó a sí mismo para no ofenderse. Él debía ser la persona racional entre los dos. Al menos por esta vez.
—Sugu, son niños inocentes. Vivían en condiciones horrendas, tenía que sacarlos de ahí. Tienes que entender.
—¿Sabes que apestas a él?
El omega tardó en comprender a lo que se refería. Geto miraba fijamente la camisa de su uniforme. Gojo tomó la tela entre sus manos y la estiró para olfatrarla. El acto solo aumentó el enojo en el olor de Suguru, por lo que Gojo se detuvo al instante. Sin embargo, ya se había dado cuenta: las asquerosas feromonas de Toji se habían impregnado en su ropa. Debió ocurrir cuando el cazador usó su Voz de Mando en su contra con tanta insistencia.
—... Luché contra él, Sugu.
El alfa gruñó en respuesta, apretando con fuerza el reposabrazos de la silla. Estaba furioso. Sin embargo, no dijo ni hizo nada grosero. Respiró profundamente una y otra vez, hasta que su olor se atenuó un poco. Cosa que Satoru agradeció para sus adentros, porque ya se estaba mareando.
—¿El señor Tengen te lo ordenó? —cuestionó.
—No… pero me permitió hacer lo que consideré conveniente.
Geto frunció el ceño.
—¿Fuiste a verlos cuando escapaste de Yokohama? A los hijos de ese imbécil—la pregunta fue directa, un golpe al estómago.
Gojo bajó la cabeza, incapaz de mentir.
—Sí.
—¿Y cómo sabías siquiera que existían? ¿Quién te lo dijo? ¿Él te lo pidió?
Satoru calló. Su silencio fue peor que cualquier respuesta.
Los ojos púrpuras de Geto se clavaron en él. Su cuerpo se inclinó hacia el omega, buscando cualquier forma de cercanía.
—¿Qué te pasa, Satoru? —preguntó al fin, despacio, con un tono grave y trabajoso—. ¿Por qué actúas así desde esa misión? Guardas secretos, quieres estar cerca todo el tiempo y luego me alejas. Solo… solo me confundes.
—No es eso, es que yo…
Pero el omega no sabía qué decirle. Era tan pronto. ¿Y si esto lastimaba demasiado a Suguru? ¿Y si, como dijo Haibara, esto lo rompía? Ahora que estaba vulnerable y fuera de sí, ¿podría tomar una noticia como aquella? Ahora que iban a separarse por tanto tiempo, ¿era oportuno decirle la verdad? ¿Cuál era la dosis correcta de veneno? ¿Cuál era la letal?
¿Y si lo perdía de nuevo?
El corazón de Satoru latió dolorosamente y el temor contaminó su aroma.
Geto lo vió dudar y soltó un suspiro tembloroso. Una pequeña sonrisa falsa estiró la comisura de sus labios.
—¿Lo ves? Ni siquiera puedes decírmelo. Sigues jugando con mis sentimientos.
La voz del alfa se quebró al final. Sus ojos, humedecidos, se cerraron, deteniendo las lágrimas que luchaban por salir.
Satoru lo observó, atormentado. Cada palabra de Suguru caló hondo, perforando sin piedad su alma. Entonces, sus piernas cedieron y se dejó caer de rodillas. Sus hombros se encorvaron, como si el peso invisible que llevaba lo hubiese vencido al fin. La luz eterna del Santuario se reflejaba en su cabello blanco, convirtiéndolo en un resplandor que contrastaba con lo miserable de su postura.
Suguru abrió los ojos al sentir el movimiento. Su respiración se detuvo un instante al ver a Satoru, derrotado frente a él, a sus pies.
—Tienes razón… —murmuró el omega con la cabeza gacha, mirando sus propias manos, que temblaban sin descanso—. No sé cómo hacerlo. No creo poder decirte todo ahora mismo, porque sería peligroso. No solo para ti… sino para todo el mundo .
Quería ser honesto. Lo necesitaba. Y en el silencio sofocante de aquel lugar, Satoru sintió el mismo pesar que Geto sintió estos últimos días. La misma ansiedad que lo invadió cada madrugada, mientras esperaba su regreso sin que se le permitiera saber nada. Porque, aunque Satoru conocía el futuro, no conocía su propio corazón y le daba pavor conocer lo que otras personas albergaban para él en los suyos.
Lo que Suguru sentía por él, y si es que en verdad lo merecía.
Satoru comprendió lo que el alfa había intentado decirle aquella noche en su habitación, antes de que saliera corriendo. Simplemente no quiso aceptarlo, porque sabía que era lo mismo que él había pensado la noche anterior, cuando su mente se llenó con recuerdos de su familia, de sus amigos… de Suguru.
De amor.
Eso era. Amaba a Suguru Geto. Y si tenía que definir su tipo de amor, lo haría. Si Suguru le daba una oportunidad, lo intentaría. Encontraría la forma de lograrlo. Dejaría de huir.
—Tengo… información que nadie más tiene… Conozco sucesos que aún no ocurren —susurró, la voz rota y su vista perdida en el suelo —. Tengen me pidió que guardara el secreto y que haga todo lo posible para evitar que todo se vaya a la mierda, y… y creo que lo estoy arruinando, pero debes creerme cuando te digo que no estoy jugando contigo. No quiero alejarte de mí.
De pronto, su visión se volvió un borrón. No supo en qué momento había empezado a llorar, pero las lágrimas resbalaban calientes por sus mejillas. Su cuerpo entero tiritaba por la tensión de contener un derrumbe que ya no podía evitar. Se mordió con fuerza el labio inferior, pero un sollozo lo sacudió completo, estrangulando su voz.
Las palabras de ahora se entrelazaban con las que jamás pudo pronunciar en el pasado.
Satoru llenó los pulmones de aire y lo exhaló de golpe, como si intentara expulsar con ello el dolor. Se obligó a hablar, porque si callaba ahora, perdería su única oportunidad.
—Prometo que te diré todo —dijo con desesperación, su frente tocó las rodillas del alfa —. Te voy a contar todo. Solo espera un poco… Te lo diré cuando salga de aquí y… y pueda estar a tu lado. Después haré lo que quieras. Solo… por favor.
No quería enfrentar la mirada traicionada de Geto; no quería herirlo, y tampoco quería ser herido. No quería perderlo.
Fue hasta que el omega sintió una mano acariciar su cabeza que se atrevió a levantarla, sin importarle lo patético que debía verse. Pero Suguru lo observaba en silencio, con los ojos enrojecidos y una lágrima solitaria descendiendo por su mejilla. Escuchaba con atención cada palabra que Satoru le ofrecía, como si no quisiera perder ni una sílaba.
—Suguru, tienes que confiar en mí —suplicó en un último intento de convencerlo. De convencerse.
Sabía que pedía demasiado. Sabía que el alfa tenía más que suficientes razones para mandarlo al demonio, para no querer verlo nunca más. Aun así, Satoru se aferraba a él con la desesperación de quien se sostiene de un hilo para no caer al vacío.
De pronto, Geto lo tomó con fuerza de la camisa, jalándolo hacia sí. El movimiento fue brusco e inesperado, y antes de que Satoru pudiera reaccionar, el alfa cerró la distancia entre ambos y lo besó.
Los labios de Suguru eran cálidos. Su aliento lo envolvió con ese aroma inconfundible a lavanda, penetrando cada fibra de su ser. Satoru abrió los ojos de par en par, atónito. Las lágrimas aún caían por sus mejillas y no lograba juntar los trozos de su mente destruida. Un sollozo se ahogó entre los dos. Dejó de pensar en el pasado, en el futuro. El mundo se redujo al roce de esos labios y la mano que le acarició delicadamente la mejilla.
Geto se separó después de un segundo, solo lo suficiente para que el aliento de ambos se mezclara, sus narices aún en contacto. El cuerpo de Satoru temblaba sin parar. No podía dejar de alternar la mirada entre los ojos púrpuras de Geto y sus labios, que ahora lucían brillantes por la humedad del beso robado.
Suguru lo veía con dolor y devoción.
—Confío en ti —susurró, como quien se entrega por completo a la única esperanza que puede tener.
Y volvió a buscar sus labios. Está vez, el beso fue más lento y profundo . Satoru cerró los ojos poco a poco, dejándose arrastrar por el calor húmedo que lo consumía. Con algo de duda, entreabrió la boca, y la lengua de Suguru encontró la suya sin perder tiempo, uniéndolos en una danza que le arrancó el aliento. El omega se aferró con fuerza a los muslos de Geto para sostenerse; de no ser porque el alfa lo sujetaba de la camisa, ya habría caído de culo al piso. Ante la presión, Suguru dejó escapar un suspiro, mordiendo el labio inferior del omega.
Satoru se estremeció y sintió la mano ardiente sobre su mejilla descender a su nuca, invitándole a pegarse más. No había ni un milímetro entre el rostro de Geto y el suyo. Gojo intentó seguirle el ritmo con desesperación, su voluntad hecha trizas desde hacía rato. El sabor del beso era dulce y salado. Las feromonas se combinaron, intoxicándolo. Su cuerpo ardía y sus pulmones clamaban por aire. Se estaba mareando demasiado.
—Espera… —jadeó el omega al separarse.
Suguru gruñó en protesta, intentando volver a atraerlo, pero Satoru volteó el rostro.
—No, no. Espera.
—¿Por qué? —la voz de Suguru surgió en un ronroneo grave que haría derretir a cualquiera.
Satoru lo admiró un momento: con su cabello desordenado, el sudor reluciente en sus patillas y el rostro sonrojado. Era guapísimo. Pero también era claro que el alfa estaba perdido en sus instintos más primitivos.
—Estás en celo, Suguru…
—Lo sé.
—Entonces sabes que hay que parar… ¡Oye!
El pelinegro lo levantó con facilidad, sentándolo sobre el escritorio frente a ellos con brusquedad. Las mantas blancas crujieron bajo su peso mientras Suguru hundía el rostro en su cuello, directo contra la glándula de olor, la cual besó con vehemencia.
— ¡Ah…! —Satoru no pudo contener el agudo gemido que salió de su boca. Arqueó la espalda al sentir cómo esa zona sensible era aplastada y succionada. Empujó el fuerte pecho de Suguru—. ¡Te dije que pares!
—No voy a hacerte nada… Nunca lo haría. No así —dijo el alfa, su voz sorprendentemente tierna dentro de tanta urgencia. Sus manos se aferraban con fuerza a las caderas de Satoru, como si temiera que se apartara—. Solo quiero borrar su olor de ti. Lo juro. Déjame marcarte con el mío, ¿sí?
Se refería al olor de Toji. Al olor de otro alfa .
Gojo abrió muchísimo los ojos, el rostro encendido hasta las orejas. Definitivamente Suguru estaba en celo, no escuchaba ni sus propias palabras. Y aun así, verlo así, suplicante, lograba ponerlo contra las cuerdas. El rey del descarado, ahora reducido a un manojo de nervios porque era, al parecer, quien tenía que avergonzarse en nombre de los dos.
—Di que sí, Toru… —susurró en su oído.
Y Satoru supo que, aunque lo declarasen inocente, él ya estaba condenado.
Sabiendo que se iba a arrepentir, asintió en silencio, ladeando la cabeza y exponiendo la piel blanca de su cuello. Los latidos de su corazón retumbaban en sus sienes, un cosquilleo cálido nacía de su vientre y se esparcía por todo su cuerpo.
El gemido de Suguru fue casi salvaje cuando regresó a su atención a la glándula del omega, lamiendo y mordiendo suavemente. Satoru se aferró al borde del escritorio, temblando; no se atrevía a tocarlo, no quería avivar más el fuego que ya lo consumía, aunque en lo más profundo de sí deseaba hacerlo. Su cuerpo luchaba entre la rendición y el autocontrol.
— Mmh…
Las piernas del omega se cerraron alrededor de la cintura de Geto cuando las manos de este recorrieron su cintura y su espalda. El tacto se volvió más atrevido, deslizándose bajo la tela de su camisa, arrancándole pequeños gemidos que no lograba callar.
Satoru lo sujetó de los brazos cuando el alfa llegó a la pretina de sus pantalones, con las orejas encendidas, apenas recuperando un hilo de cordura.
—Suguru… ya basta —susurró sin aliento, abrumado.
Debían detenerse o terminaría teniendo una erección ahí mismo. A pesar de los supresores, el alfa seguía oliendo demasiado fuerte, y ahora que había liberado feromonas para marcar a Satoru, bañándolo en lavanda, sentía que ese lugar entre sus nalgas empezaban a humedecerse.
El pecho de Geto retumbó con un quejido gutural que murió en su garganta. Pero obedeció. Resignado, el alfa se apartó de él, no sin antes robarle un último beso. Este fue suave y casto, y aun así hizo que el estómago de Satoru se encogiera, deseando más.
“No” pensó. Debía frenarlo. Suguru no estaba en sus cinco sentidos, y todavía no sabía la verdad que Satoru necesitaba confesarle.
El pensamiento lo golpeó como un balde de agua helada.
Con cuidado, el omega se bajó del escritorio, sus piernas temblaban. Rezó para que la humedad en su ropa interior no se hubiera delatado más allá de la tela del pantalón.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó Geto, su voz ronca, luchando por organizar las ideas. Una mano suya apoyada en la mesa para mantenerse erguido.
—No estoy seguro… Espero que no más de un mes, o dos —suspiró Satoru.
—¡¿Meses?!
Geto se frotó el rostro con tal fuerza que los nudillos se enrojecieron. Su respiración era pesada, y parecía debatirse entre la rabia y la impotencia. Cuando su cuerpo cedió al cansancio y estuvo por perder el equilibrio, Satoru lo sostuvo suavemente y lo ayudó a sentarse.
—¿Qué voy a hacer sin ti tanto tiempo? —murmuró el alfa, la desesperación asomando en su tono.
Satoru sintió que sus mejillas se incendiaban. Sabía que, cuando el alfa recuperara el sentido común, estaría tan avergonzado. Pero ahora mismo, esa honestidad desnuda le parecía tan linda. Sonrió y acarició el largo cabello de Suguru.
—Debes tener cuidado. Si te preguntan, di que no sabes nada. No intentes defenderme demasiado durante la investigación, o podrían implicarte.
—Preferiría que lo hicieran, así me encierran aquí también.
Satoru le dio un golpecito en la cabeza.
—El señor Tengen fue generoso conmigo, pero no podrá involucrarse dos veces.
Suguru suspiró. Tomó la mano con la que el albino le había pegado y la llevó a su rostro. Se restregó lentamente contra ella, los ojos cerrados y un suave ronroneo vibrando en sus cuerdas vocales.
“Como un gatito”, pensó Satoru.
—Lo sé —murmuró Geto.
—Los estaré vigilando. Debes comer bien mientras no esté.
—Lo sé.
—Y debes limpiar tu habitación.
—Lo sé.
—Tienes que jugar con Tsumiki y con Megumi. Son niños buenos.
—Mmh…
—Lo digo en serio, Suguru.
—Lo sé.
—¿Serás amable con ellos?
—Sí…
Pasó un minuto de silencio.
—¿Puedes soltarme? Estás sudando.
—No.
Otro minuto transcurrió y, como por arte de magia, el alfa se quedó dormido, aún aferrado a la mano de Satoru.
Geto dormía profundamente, los cabellos oscuros cayendo sobre su frente, con los labios entreabiertos. Su respiración era acompasada, serena, y por un instante parecía tan vulnerable que costaba asociarlo con el alfa indomable de momentos atrás.
Satoru lo observaba con una mezcla de ternura, nerviosismo y angustia; el corazón le pesaba, pero al mismo tiempo no pudo evitar que una sonrisa se dibujara en su rostro. Suguru lo hacía sentir mil cosas a la vez, todas contradictorias, todas inevitables.
La puerta del Santuario se abrió de pronto. Tengen entró acompañado de dos hombres corpulentos que saludaron con una inclinación breve antes de acercarse a Suguru para cargarlo.
—Con cuidado —gruñó Satoru, sintiéndose repentinamente irritado al ver otras manos posarse sobre el pelinegro.
Lo vio marcharse, impotente, hasta que la puerta se cerró tras ellos, arrastrando consigo el calor de su presencia y su aroma a lavanda.
—¿Y bien? —preguntó Tengen, su voz tan calmada como siempre.
—¿No lo sabe ya? Usted es el sabio —bufó Satoru, cruzándose de brazos. Ya estaba acostumbrado a que el maldito genio siempre estuviera un paso por delante.
Todos los ojos de Tengen se abrieron un poco. La pregunta salió cargada de genuina curiosidad:
—¿Hiciste todo eso aún sabiendo que podía escucharlos?
Satoru se giró hacia él con la boca abierta y el rostro al rojo vivo.
—¡¿NOS ESTABA ESCUCHANDO?!
El grito del omega retumbó por las paredes del Santuario, sacudiendo la quietud del lugar.
Así pasaron los días y luego las semanas. El tiempo se deslizó rápido, ligero, como mariposas monarca migrando del frío hacia tierras cálidas.
Cinco largos meses después, las acusaciones de traición máxima contra Satoru Gojo fueron desestimadas y el Consejo revocó su aislamiento.
Notes:
¿Cómo estamos? JAJJAJJAJJAJA~
Quiero que sepan que este salto temporal es relevante en la historia por muchos motivos. Entre ellos: iniciamos una etapa más madura en la relación SuguSato. Les recuerdo que, si son menores de edad, no deberían de estar leyendo esto... Pero, bueno.
Nos esperan misterios misteriosos, misiones importantes (Haibara y Nanami, Mimiko y Nanako), momentos divertidos y, por supuesto, mucho SuguSato 🔥👹🔥
Si me siguen en Tiktok, sabrán que el cable de la laptop que usaba para escribir murió. Estoy escribiendo desde el celular y es muy difícil. Intento ser paciente y seguir con la historia sin interrupciones, así que pido su comprensión. Gracias...
Desde hace un par de capítulos, comentan más y eso me alegra tanto que no hay palabras para agradecer.
¡Nos leemos pronto! 💕
Chapter 15: Eres mío
Summary:
Pasan muchas cosas en cinco meses.
Satoru regresa y habla con Suguru.
Ahora ambos saben la verdad.
Notes:
Quiero agradecer por todos los comentarios positivos que ha recibido esta historia. De verdad. Lloro.
No he podido contestarlos todos aún, por problemas de salud y horarios, pero he leído cada uno, lo juro.
¿Conocen Epic? El musical de la Odisea.
Recomiendo escuchar la canción "Would You Fall in Love with Me Again" durante el rencuentro de Gojo y Geto.
(See the end of the chapter for more notes.)
Chapter Text
A diferencia de la mayoría de los niños, Suguru Geto nunca deseó ser especial. Nunca soñó con ser un hechicero.
Así como nunca pidió ser un alfa .
Alfa. Desde muy pequeño supo que aquella palabra no significaba nobleza ni honra, sino miedo. Mientras otros unían la imagen de un alfa con príncipes audaces que se quedaban con la bella princesa, o héroes fuertes que salvaban al mundo, Suguru aprendió pronto que los alfas de carne y hueso no eran como los pintaban en la televisión ni en los cuentos que su madre les leía a su hermana menor y a él antes de ir a dormir. No.
Los alfas reales tenían el olor agrio de la cerveza, las manos pesadas, apretadas en puños o sosteniendo armas, y los ojos turbios de instinto animal. Eran hombres que creían tener derecho sobre los demás.
En su pueblo, pequeño y sofocante, todo rumor viajaba más rápido que el viento. Bastaba un solo grito en la calle para que al día siguiente se repitiera en los mercados y se deformara en las cocinas ajenas, para ser servido, calentito, en la mesa de tus vecinos. Y casi siempre, en el centro del escándalo, había un alfa. Borrachos que perseguían a colegialas a la salida de la escuela. Maridos que rompían la paz de la noche con golpes y alaridos. Novios celosos que aterraban a sus parejas y a los amigos de estas.
Incluso el jefe de su papá, que era un alfa de ciudad, solía llamar a su padre a altas horas de la noche sin importarle el horario laboral, solo para pedirle que hiciera transacciones y trabajos que haría un secretario personal, no un oficinista, amenazando con despedirlo injustamente.
Geto lo entendió muy pronto: los alfas no eran protectores en la sociedad, eran depredadores.
El peor recuerdo fue aquel verano en que todos se enteraron de lo que le hicieron a una niña. Nadie quiso nombrarlo, pero la vergüenza y la rabia se convirtieron en hoguera: quisieron quemar la casa del culpable, pero ya había huido con su esposa y sus hijos. El hombre era el profesor de educación física de su primaria, un alfa. Suguru había escuchado a sus compañeras quejarse de él antes; su silbato estridente y su sonrisa que se torcía cuando obligaba a las niñas a saltar la cuerda por largos minutos, observándolas. Solo a las niñas.
Cuando pasó a la secundaria, Suguru Geto presentó como alfa. Ver maldiciones lo apartó de los demás, y la revelación de su segundo género sólo terminó de clavar la estaca. El grupo de chicas con las que solía comer y aquel único niño omega que lo incluía, comenzaron a evitarlo. Él trataba de acercarse con cuidado, midiendo cada gesto y cada paso, caminando sobre cristales rotos. Pero bastaba con su sola presencia para que se tensaran a su alrededor. Incómodos. Temerosos.
Suguru no pudo culparlos. Todos en el pueblo sabían lo que había ocurrido con Harada, la hija del director. No había alma que no hubiese escuchado la historia de cómo el hijo de los Geto usó su Voz de Mando contra la niña, asegurando que lo hizo para protegerla de uno de los monstruos que solo él podía ver. Harada confesó haber sentido miedo, pero no vio ningún monstruo. La gente llamó a Suguru mentiroso, abusivo, malvado.
Un mal alfa.
Como esos que Suguru tanto odiaba.
Y como era malo, hasta el pequeño grupo que lo había tolerado lo abandonó.
El director se encargó de recordarles el suceso a sus subordinados todos los días. Los profesores lo vigilaban como si esperaran que mordiera en cualquier momento. Lo reprendían por “alzar la voz” en clase cada vez que participaba, por “mirar con demasiada intensidad”, por apartar una silla con “demasiada brusquedad”, por llegar tarde aunque fuese un minuto. Todo lo que hacía era interpretado como una amenaza.
Suguru aprendió a callar. A ocupar el mínimo espacio. A pasar desapercibido.
No quería que lo vieran.
No quería ser alfa.
No quería ser hechicero.
La vida, sin embargo, nunca le preguntó lo que quería.
A sus dieciséis años, fue invitado a la Preparatoria de Hechicería por un hechicero, durante una visita a Tokio.
Su hermanita, Hiyori, había ahorrado durante meses con obstinación; era fan de los grupos de idols y su cantante favorita había anunciado el lanzamiento de su línea personal de maquillaje desde el año pasado. No bastaba con pedirlo en línea, ella quería ir y formarse en una larga fila para poder saludar a la artista, quien estaría en la apertura de su marca, promocionándola.
Su madre se opuso a la idea y Suguru saltó a defenderla.
—Es su dinero. Si quiere gastarlo en eso, puede hacerlo —dijo con calma.
Hiyori lloraba, abrazada a la cintura de la única persona que no temía hacerle frente a su progenitora. La chica era bajita, tenía catorce años, el cabello negro le caía como un río hasta la cintura y sus ojos eran del mismo color morado que los de su hermano y los de madre, Himari Geto.
—¡Gracias, hermano! —chilló.
—Eres muy joven para usar maquillaje —protestó su madre. Una hermosa mujer de corta estatura, cabello azabache hasta los hombros y una piel tan blanca como el jade. No solía ser dura con sus hijos, pero era la encargada de marcar los límites dentro de su hogar.
—¡Todas las chicas de la escuela lo usan! Solo quiero el rubor y el perfume.
—Es demasiado caro. ¿Por qué no compras ropa? ¿O zapatos?
—¡Quiero el rubor de Nuni! Quiero oler como ella… —sollozó Hiyori, hundiendo su rostro en el pecho de Suguru. Él le dio unas palmaditas suaves en la espalda para consolarla.
Su madre lanzó una mirada de auxilio a su esposo, Samuru Geto, que estaba sentado al otro lado de la mesa, el periódico extendido y los lentes de lectura en la nariz. El hombre desentonaba de forma evidente y graciosa dentro de la habitación: de cabello castaño, piel tostada y ojos miel. Un rayo de sol cálido entre pura tinta negra y flores violetas. Ninguno de sus hijos se parecía a él. Lo único que les heredó fueron sus largas pestañas y las discretas pecas que cubrían la parte superior de sus mejillas. Suguru fue quien aprovechó su gran altura.
Samuru observó la escena en silencio, sin querer participar, pero forzado a hacerlo.
—Bueno… es su dinero —concedió, con una sonrisa pequeña y tensa. Él era débil cuando se trataba de los deseos de sus hijos —. Corazón, Hiyori es la mejor de su clase cada semestre. Si todo va bien, se irá becada a Estados Unidos el año entrante. Démosle este gusto. Deja que ella compre su maquillaje y aprovechamos el viaje para comprar lo que necesiten. ¿Dijiste zapatos?
—Dios mío —suspiró la mujer, mientras Hiyori y Suguru celebraban entre ellos.
Samuru se levantó y rodeó la mesa, situándose detrás de su esposa y masajeando tiernamente sus delgados hombros.
—¿Y si luego vamos a comer a ese restaurante de mariscos que tanto te gusta?
— ¿Ohhh? ¿Nos volvimos ricos y no me enteré? —soltó Himari, con el ceño fruncido, pero sin poder ocultar la sonrisa en sus labios, dejándose querer por las manos del hombre.
—Aún no, pero todo lo que tenga siempre será para ustedes —prometió, dándole un beso en la mejilla.
—¡Uhg! ¡Papá, mamá, basta! ¡Seguimos aquí! —gritaron sus hijos.
Cuando llegaron a Tokio, Suguru tuvo que templar su expresión. Las calles estaban repletas de diminutas maldiciones. Algunas se ceñían a las piernas de transeúntes qué lucían exhaustos, otras se deslizaban por sombras que proyectaban los enormes edificios, aguardando en silencio. Geto miró al frente y respiró hondo. No quiso actuar como un demente y dejar mal a su familia, así que ignoró cada cosa sobrenatural que percibía.
Pero, al detenerse frente a un semáforo, lo notó: un hombre lo observaba con fijeza. Llevaba el cabello casi rapado, los brazos cargados con bolsas repletas de estambres de colores y agujas y un uniforme negro que parecía demasiado caluroso para usarse en verano. Sin embargo, lo que llamó la atención del adolescente no fue su extravagante estilo, sino el aura que lo envolvía, tan pesada e imponente. Era similar a la de los espíritus malditos que Geto comía, pero tenía algo diferente. No parecía malvado, y tampoco resultó amenazante. Suguru supo instintivamente que aquel sujeto era como él .
El misterioso hombre se acercó y, sin rodeos, le entregó una tarjeta negra de plástico. Tenía unas elegantes letras doradas grabadas al frente.
—Yaga Masamichi —dijo con voz grave. Después, hizo una reverencia a su familia y siguió su camino, perdiéndose entre la multitud.
—¡Espere! —exclamó Suguru, intentando detenerlo sin éxito.
Miró la tarjeta en su mano. Tenía un nombre impreso: “Preparatoria Metropolitana de Hechicería de Tokio”. Ninguna dirección, solo un número telefónico.
—¿Qué te dio? ¿Será de una agencia de modelos? ¡¿O de idols?! —chilló Hiyori, invadiendo su espacio personal para leer lo que decía.
—No. Es de una escuela… —murmuró Suguru, guardando la tarjeta en su bolsillo.
Levantó la vista hacia sus padres, quienes comprendieron de inmediato lo que significaba su expresión. Su hijo ponía esa cara tensa cada vez que quería ocurría algo relacionado a su don y no sabía cómo hablar de ello.
—Lo platicamos en casa —dijeron sus padres, con calma.
Esa misma noche, Suguru llamó. Sus padres sentados a su lado, el celular en altavoz. Les plantearon posibilidades, la idea de un lugar donde los “hechiceros” como él podían crecer sin ser señalados. Una escuela que prometía no sólo conocimiento, sino destino.
Suguru lo dudó apenas un instante. Pero cualquier temor se deshizo al ver el orgullo en los ojos de su padre y la luz radiante en el rostro de su madre. Desde siempre habían intuido que su hijo estaba marcado para algo más grande que aquel viejo pueblo.
Suguru aceptó.
¿Quién diría que, solo un año después, estaría tendido en el suelo, sobre un charco de su propia sangre, perdiendo poco a poco la conciencia?
Su último pensamiento, antes de ser tragado por la oscuridad, no fue el miedo ni el dolor. Fue un rostro. El rostro de su mejor amigo, de su primer amor: Satoru Gojo.
Satoru murió.
Despertó en su habitación, con el mundo girando a su alrededor. Respirar quemaba y la enorme herida que atravesaba su pecho punzaba con cada intento. Había una venda que recorría por completo su torso, apretada e incómoda, el ambiente olía a hierro y desinfectante que le picaba la nariz, y sus músculos rotos y tensos se engarrotaban entre sí.
Pero nada superaba el dolor implantado en su maltrecho corazón.
La primera en entrar fue Shoko. Ella intentó explicarle la situación, pero Suguru apenas la escuchó. Sus labios se movían y las palabras se perdían, ahogadas por un único eco martillando en su mente:
Murió. Murió. Murió.
La chica, preocupada, llamó a Yaga. El profesor se sentó frente a la cama y comenzó a hacer preguntas: cómo se sentía, qué recordaba, si podía describir lo que había visto. Suguru se concentró al máximo para responder, pero su alma se retorcía con cada palabra, como si se la arrancaran pedazo por pedazo.
Incapaz de contenerlo más tiempo, preguntó lo único que de verdad importaba:
—¿Dónde está Satoru?
Suguru esperó el golpe fatal, la confirmación de que Gojo ya no estaba entre ellos.
Sin embargo, aquello nunca llegó. Con los ojos muy abiertos y la respiración entrecortada, Suguru escuchó una historia imposible. Un hecho que desafiaba toda lógica: Satoru Gojo había vuelto después de que su corazón se detuviera.
Era un milagro.
Pero Geto no creía en Dios. No creía en milagros.
Los días siguientes se convirtieron en una tortura. En cuanto el celo de Satoru cedió, tres días después del incidente con Toji Fushiguro, Suguru fue a visitarlo cada noche a la enfermería. No había dolor que lo detuviera. Con cada trayecto, se abrían sus puntos, deshaciendo las suturas de su pecho, y Shoko lo reprendía con dureza, obligándolo a reposar y permanecer quieto hasta que le dieron el alta.
Durante una semana más, Suguru permaneció al lado del omega, esperando a que despertara. Tenía que ver a Satoru abrir los ojos con los suyos propios. Sentía que sólo de esa manera podría confirmar que el cuerpo que yacía laxamente sobre la cama frente a él, tan pálido, frío e irreal como un copo de nieve que permanece intacto en medio del verano, era en realidad su amigo, y no una hermosa muñeca de porcelana rota y vacía que se le parecía demasiado.
Pero, cuando el albino por fin despertó, la terrible corazonada de Suguru halló su cauce.
Definitivamente, algo había cambiado. El Satoru Gojo frente a él, aunque idéntico en apariencia, era distinto .
Geto lo notó al instante y con gran claridad: el dolor camuflado en su rostro cuando sus miradas se encontraron, la sorpresa apenas disimulada, el temblor que recorrió su cuerpo. Gojo siempre había sido transparente para él, como un libro abierto en el que podía leer con facilidad cada oración e interpretar los mensajes ocultos de sus páginas.
Suguru oscilaba entre la felicidad abrumadora de tenerlo de vuelta y la punzada hiriente de una sospecha que lo atravesaba como una daga.
Con el paso de los días, no dejó de observarlo. Se volvió un estudioso de cada gesto, cada palabra, cada sonrisa. Escudriñó sus ojos azules, colmados de emociones tan complejas que tuvo que aprender a desentrañarlas con paciencia. Descubrió en ellos anhelo. Percibió miedo. Sintió dolor. Y, como siempre, Satoru cubrió cada cosa tras una capa de humor y su sonrisa juguetona, como si creyera que con ello podía ocultar la tormenta que se agitaba en su interior.
Después de aquella noche estrellada, cuando lo encontró llorando en el tejado, Suguru lo rodeó con sus brazos y deseó con una desesperación sofocante que el peliblanco le confiara la verdad. ¿Qué lo estaba destrozando? ¿Por qué cada vez que lo miraba sentía esa angustia tan profunda que lo empujaba a sujetarlo con más fuerza? ¿Qué era aquello que guardaba con tanto empeño, que ni siquiera podía compartir con la persona en quien siempre había depositado su fe? ¿Qué había sucedido realmente aquel día, cuando fallaron en su deber?
Suguru quería saber todo, pero temía preguntar con la insistencia suficiente como para recibir una respuesta honesta. Porque, muy por dentro, no estaba seguro de si tendría el valor para enfrentarla. O la fuerza para soportarla.
Entonces, ¿era justo ser un espectador mientras Satoru se ahogaba solo en ese oscuro y profundo mar de pesar? Cuando estaba a solo un paso de arrojarse a las negras aguas junto a él y sacarlo a la superficie, o hundirse a su lado.
Lo que sea. Pero juntos .
Así, Geto empezó a buscar en Satoru cualquier detalle, cualquier error, que lo delatara. Como quien escarba sus costras hasta hacerlas sangrar de nuevo, manteniendo la herida fresca.
Suguru estaba empeñado en encontrar la grieta que derrumbara el fino y frágil suelo bajo sus pies. Era su forma de arruinarse: extinguir sus propios deseos antes de que el mundo lo hiciera por él. Desde joven, había adoptado la tendencia de anticipar la caída, prepararse para el momento en que le arrebataran lo que anhelaba. Quizá por eso, desde que lo conocieron, sus amigos dijeron que Suguru desprendía una extraña melancolía.
Sin embargo, cada maldita vez que el alfa creyó que el golpe fatal por fin llegaría para arrancarle la ilusión de raíz, Satoru seguía manteniendo viva su fe. Porque, pese a todo, era el mismo de siempre.
Recordaba la comida favorita de Suguru y la cantidad exacta de azúcar que debía ponerle al té: un solo cubo, no más. La noche en que vieron películas con Shoko, dejó que fueran ellos quienes ocuparan los asientos más cómodos del sofá, aunque después se quejara del dolor en la espalda. Supo en qué cajón estaban las cintas, y su pésimo gusto cinematográfico no había cambiado en absoluto.
Satoru lo seguía con la mirada fijamente, sin molestarse en disimular, con esa obvia intensidad que oscilaba entre el anhelo más profundo y un cariño tan tierno que desarmaba a Suguru. Y justo cuando la tensión se volvía insoportable, apartaba la mirada de golpe, como si se sorprendiera a sí mismo en su falta, sonrojado.
También repetía las mismas viejas trampas en cada videojuego, conociendo al detalle qué treta sacaría de quicio a Suguru y los distraería, siempre con la sonrisa satisfecha de la victoria. Y movía el pie derecho de manera inquieta cuando llevaba demasiado tiempo sentado, o cuando las miradas de Geto lo retenían más de la cuenta, o incluso en sueños, tal como lo hacía siempre que el estrés lo devoraba. Y vaya que estaba estresado.
El alfa también notó la maña familiar que el omega tenía de quitarse los lentes cuando la emoción le ganaba, o cuando veía a Geto entrenar, mirando sin vergüenza. Y, por supuesto, siempre fanfarroneaba sobre su fuerza, sobre lo imparable que se había vuelto. Solo que esta vez no era pura arrogancia: Satoru era más fuerte que nunca. Tanto, que hablaba con una convicción helada de atrapar a Toji Fushiguro él mismo.
Y, como si hubiese recitado una profecía, lo hizo.
Octubre, 2007.
Gojo llevaba dos semanas encerrado en el Santuario de Muerte Estelar, bajo la custodia del señor Tengen.
La investigación en su contra seguía en curso, aunque ni Tanaka, ni Masamichi, ni siquiera Suguru habían sido llamados a declarar. Shoko, que había atendido las heridas de Satoru tras su derrota contra el Cazador de Hechiceros, recibió apenas un citatorio para comparecer… dentro de un mes. El Consejo se excusó con el argumento de que había una carga excesiva de trabajo: demasiados hechiceros de alto rango habían participado en la búsqueda de Toji Fushiguro y las tareas se habían acumulado.
Las misiones, de hecho, eran tantas que incluso Yaga tuvo que salir personalmente a cumplir con algunas, mientras enviaba a Ieiri y a Geto, y a Nanami y Haibara, en parejas, a otras más sencillas. Así, durante las mañanas, Tanaka fue requerido para encargarse de un asunto muy distinto: pasó de ser el chofer del equipo a convertirse en el cuidador improvisado de una niña de siete años de sonrisa delicada y un niño de apenas cuatro, cuyo silencio intimidante le ponía los pelos de punta.
Por las tardes, los pequeños compartían la mesa con Kento, Yu y Shoko, mientras Suguru se refugiaba en su habitación. Nadie se atrevió a obligarlo a convivir; todos sabían que el alfa estaba deshecho. Había pasado su celo drogado tras el juicio, lo forzaron a retomar sus misiones sin un buen descanso, y, para colmo, le habían arrancado a Satoru de entre las manos justo después de que tuvieran su primer acercamiento a algo mucho más íntimo que su amistad, al menos eso es lo que sospechaban sus compañeros.
A eso se sumaba el brutal hecho de saber que Tsumiki y Megumi, los niños protegidos de Gojo, eran hijos de Toji Fushiguro y que tendrían que quedarse en la preparatoria. Nadie podía culparlo por evitar la situación.
Esa era la historia que todos conocían, y, en realidad, no era mentira. Lo que ignoraban era la otra parte, la más cruel.
Cada noche, cuando el silencio lo envolvía, Geto recordaba sin cesar los últimos momentos que tuvo con el albino. En su mente, se repetían un bucle de aquellas palabras que, entre el calor, la desesperación y el hambre, parecieron un sin sentido y que, sin embargo, fueron todo lo que el alfa necesitó para que el rompecabezas con el que había estado luchando por fin se completara.
“Tengo información que nadie más tiene, conozco sucesos que aún no ocurren”.
“Tengen me pidió que guardara el secreto”.
“Tienes que confiar en mí”.
Suguru se consideraba alguien muy inteligente, capaz de leer a la gente y el ambiente. Y sobre todo, era un experto en comprender las irreverentes acciones e intrincados pensamientos de Satoru Gojo, incluso cuando ni el manipulador del Infinito se entendía a sí mismo.
No tardó mucho en atar cabos y sacar sus propias conclusiones. Le faltaba información crucial, pero algo era claro: su corazonada había sido acertada.
Satoru murió .
Al despertar esa mañana, Geto abrió los ojos irritados e hinchados por las lágrimas, solo para encontrarse con una pequeña nota pegada afuera de su ventana. Era un trozo de papel blanco bastante grueso y fino, con pequeñas partículas brillantes de algún material que deseó que no fuese oro. Se veía como algo que no debía ser arrancado con tal descuido, ya que debía pertenecer a alguna colección valiosa de pergaminos o libros importantes.
Lo peor fue el contenido de la nota:
“¿Ya pasó tu celo? Porque quiero que sepas que el sabio ancestral aquí presente escuchó todo lo que hicimos en su casa y es tu culpa. Exijo una compensación.”
La firma no llevaba nombre, sino un tonto dibujito de una cabeza blanca con tres pelos despeindos, unos lentes negros cubriendo sus ojos y una sonrisa triangular.
El corazón de Geto palpitó adolorido. Miró el papel entre sus manos temblorosas. Su cuerpo pesaba y su alma se balanceaba dentro de él.
No respondió.
Noviembre, 2007.
Shoko lo había arrastrado fuera de su habitación con una fuerza tan poco delicada como necesaria, tirándole del cabello grasoso hasta obligarlo a entrar en la ducha. Suguru había gruñido, había maldecido por lo bajo, pero al final no le quedó otra opción más que obedecer. El agua caliente arrastró consigo la mugre de los días, pero no se llevó el malestar que lo entumecía.
Desde hacía semanas recibía notas de Satoru, casi a diario. Ninguna contenía información peligrosa ni un solo detalle sobre la investigación ni sobre el hecho de que Tengen no lo había encerrado de verdad. Eran mensajes triviales, infantiles incluso: un “hola”, un “espero que estés bien”, un “no olvides comer”, o un “estoy aburrido”. A veces llegaban en servilletas arrugadas, otras en papeles lujosos, manchados con la extravagancia que solo Gojo podía darle a las cosas simples. En ocasiones solo eran dibujos: autorretratos ridículos, o un muñequito de cabello largo y dos rayas por ojos, que Suguru, con un nudo en la garganta, suponía que era él.
Sin embargo, la última nota le había helado la sangre.
“Entonces, ya lo sabes.”
No había dibujo.
—Geto, no puedes estar en la cama todo el día —lo reprendió Shoko, con esa voz seca y firme que no dejaba espacio para excusas.
Ahora, recién bañado y aún con mechones húmedos cayéndole sobre la frente, Suguru estaba sentado con ella en el comedor. Frente a él, un desayuno humeante que no había tocado.
—Es nuestro único día libre. Creo que puedo pasarlo descansando —murmuró el alfa.
—Descansar y morir de hambre no son la misma cosa. Come —ordenó la omega, cruzándose de brazos.
Suguru soltó un suspiro pesado, apartándose el cabello hacia atrás con un gesto cansado, los dedos largos temblando apenas de irritación contenida. Aun así, tomó los palillos y empezó a comer lentamente. Shoko, satisfecha al verlo, lo imitó.
Fue entonces cuando los pasos apresurados resonaron en el pasillo. Risas infantiles, el golpeteo de zapatillas pequeñas, y la voz jadeante de alguien que los perseguía. En un instante, la puerta se abrió de golpe: Haibara apareció con el rostro encendido, riendo entre resoplidos, mientras dos niños corrían alrededor de él, esquivándolo como si fuera parte de un juego.
—¡Ustedes ganan! Son demasiado rápidos… —se rindió el pelinegro, inclinándose con fingido cansancio.
Tsumiki y Megumi reían, ambos vestidos con ropa cómoda de interior. La niña tenía el cabello castaño recogido en un lazo desordenado. Megumi, con su flequillo cayendo sobre los ojos verdes, seguía a su hermana de cerca, como una sombra, con una sonrisa pequeña en los labios. Haibara equilibraba una bandeja con tres desayunos, haciendo malabares mientras los pequeños presenciaban asombrados su destreza carnavalesca.
Suguru guardó silencio. Ya los había visto de lejos, cruzando el corredor, había escuchado sus voces en el cuarto de Nanami y en la oficina de Yaga. Pero era la primera vez que compartía espacio con ellos. Al posar la mirada en Megumi, un escalofrío le recorrió el cuerpo. El niño era idéntico a Toji. Su viva imagen.
El estómago de Suguru se hundió. El apetito desapareció de golpe, reemplazado por un sabor amargo.
Haibara saludó y se sentó con ellos, los niños trepando a su lado. Tsumiki y Megumi veían a Suguru sin parpadear, como si frente a ellos estuviera una auténtica celebridad. Megumi susurró algo al oído de su hermana, y ella, entre risas nerviosas, hizo lo mismo, dando una imagen tan desentontantemente tierna que incomodaba a Geto hasta hacerle querer levantarse e irse de ahí con cualquier excusa.
Pero antes de que en verdad pudiera hacerlo, la voz infantil de Tsumiki lo detuvo:
—Eres Geto, ¿verdad?
Suguru se tensó. Los ojos grandes de la niña lo observaban con una dulzura infinita, cafés y brillantes como miel bajo el sol. A su lado, Megumi parecía más retraído, observando al alfa intentando disimular su propia curiosidad, y fracasando.
—Sí… un gusto. Ustedes deben ser Tsumiki y Megumi Fushiguro —. El apellido pesó como plomo en su lengua, pero se forzó a no demostrarlo.
—¡Lo sabía! —exclamó la pequeña —. Te vimos varias veces por el pasillo y en el jardín. Eres justo como Gojo dijo que eras.
Suguru sintió un vuelco en el pecho. Sus manos se crisparon contra la mesa.
¿Satoru les había hablado de él?
—… ¿Y cómo dijo que era? —preguntó, la voz más baja de lo que pretendía.
Tsumiki dejó salir una risilla traviesa, y Megumi hundió la cara en sus brazos, resignado, adivinando lo que su hermana estaba por decir.
—Dijo que tenías el cabello negro, un fleco gracioso, y ojos morados. ¡Ah! ¡Y que eras muy guapo!
La sorpresa golpeó a Suguru como un camión, mientras Haibara se reía entre confundido y divertido. Shoko, por su parte, suspiró profundamente y añadió:
—Se la han pasado preguntando por ti. ¿Quién es Geto? ¿Dónde está Geto? ¿Cuándo viene a comer Geto? —repitió la omega, agudizando su voz.
—¡Yo no! —refutó Megumi, sumiéndose aún más en su asiento, similar a una gelatina derretida. Sus mejillas rojas como un par de tomates maduros.
—¡Tú sí! —lo señaló Haibara.
Después de un momento de anécdotas entretenidas, Suguru comenzó a sentirse más y más fuera de lugar. Él no estuvo presente en la llegada de los hermanos y en ninguna de esas historias. Y, sinceramente, ver al pequeño Megumi comer con calma y discutir cuando Yu lo avergonzaba, confundía tanto en la mente de Geto que le parecía estar atrapado en un sueño. Nada de esto parecía real.
Entonces, Tsumiki bajó la cabeza, jugando nerviosamente con sus manos, atrayendo la atención del pelinegro. La pequeña lo veía de reojo.
Suguru tragó saliva. Ella fue quien lo llamó guapo hacía poco. ¿Qué le causaría esta pena repentina?
—¿Pasa algo? —dijo antes de poder detenerse.
La niña enderezó la espalda, como si justamente estuviese esperando que Geto le preguntara. Cuando habló, su vocecita fue cautelosa:
—Gojo dijo que eras alfa… Como Nanami.
Suguru notó la ligera rigidez en los niños. Creyó reconocer la desconfianza y el miedo, pues estaba demasiado acostumbrado a ello. Como un reflejo, suavizó su postura, camuflajeando cualquier rastro de tensión en su rostro, y con la voz más neutra que pudo reunir, afirmó:
—Lo soy.
Los pequeños se miraron entre sí, compartiendo una especie de código telepático más allá de la comprensión humana. De pronto, Megumi, con la honestidad implacable de un niño, lanzó la bomba que hizo que todos en la mesa quedaran boquiabiertos:
—Entonces sí eres su novio.
El tiempo se detuvo.
Haibara y Shoko escupieron sus bebidas al mismo tiempo, cayendo en carcajadas que resonaron por todo el comedor. Suguru, en cambio, sintió que el corazón se le aceleraba hasta dolerle y la cara le ardía al punto de ebullición.
Aun así, entre la vergüenza y la confusión, lo único que quería saber era qué tanto les había contado Satoru… Qué palabras había usado para hablar de él frente a estos niños.
Desde ese día, Suguru comenzó a sentarse con los pequeños Fushiguro en cada comida e incluso a buscarlos durante sus ratos libres, después de clase. Poco a poco, se fue encariñando con la niña de mirada dulce y con el pequeño de cabello rebelde que, aunque le recordaba a un eco devastador del pasado, pronto dejó en su pecho una huella más profunda y cálida que cualquier herida.
Las notas de Satoru dejaron de llegar.
Pasó una semana, luego dos.
Después de pensarlo un largo rato, Geto dejó un trozo de papel arrancado de su cuaderno de dibujo en el alféizar de la ventana antes de salir a una misión por la mañana. Cuando regresó, por la tarde, la nota no había desaparecido, como pensó que lo haría. Sin embargo, al tomarla bruscamente entre sus manos, con el latente impulso de hacerla trizas, se detuvo.
Una línea había sido agregada al final de su escrito:
“No quiero hablar de esto por estúpidas cartas.
Dijiste que me contarías todo cuando regreses. Espero que lo hagas. Yo decidiré si creerte o no.
Los niños preguntan mucho por ti.
Vuelve rápido.”
Abajo, la respuesta de Satoru estaba escrita con pulso desigual y ligero, la caligrafía era peor de lo habitual, apenas legible, como si hubiese estado extremadamente apresurado, o nervioso:
“Lo haré.”
Geto apretó la hoja con fuerza y permaneció ahí, parado frente a la ventana, con la mirada fija en aquellas palabras.
Diciembre, 2007.
El 7 de diciembre, Suguru dudó un segundo antes de dejar una nota en la ventana que decía “feliz cumpleaños”. Pero lo hizo. Gojo cumplía dieciocho años… en teoría.
“¡Muchas gracias!” fue la respuesta, acompañada de muchos dibujos de Gojo, Geto, un pastel y una cabeza de moái enojada y con colmillos demoníacos. El alfa contuvo una sonrisa diminuta al entender quién era la estatua de piedra.
Días después, llegó el cumpleaños de Megumi.
Aquella mañana, entre las notas habituales que Satoru solía hacerle llegar, encontró una distinta. No era un dibujo absurdo ni un saludo vago; esta vez, la letra grande y clara de Gojo le pedía un favor:
"Felicita al mocoso por mí”.
Suguru cerró la nota con cuidado y la guardó en su cajón.
Cuando entró al salón de clase, lo recibió un aire cálido y festivo. Ni siquiera en el cumpleaños de Shoko habían decorado tan bien el lugar. Del techo colgaban guirnaldas de colores que cruzaban de un extremo a otro, globos azules, blancos y verdes flotaban en los rincones, atados con cintas brillantes. Sobre la mesa principal se extendía un mantel claro y encima descansaba la estrella de la tarde: un pastel muy bonito de frutas que relucía bajo la luz de la lámpara.
Éste había aparecido mágicamente en el refrigerador un día antes.
A Suguru le pareció extraño. Conociendo a Satoru, el pastel debería haber sido de chocolate, o quizá de vainilla cremosa con caramelo, siempre inclinado hacia lo más dulce y empalagoso que uno podría imaginar. Sin embargo, pronto entendió el motivo tras su elección.
Megumi resultó tener los gustos de alguien mucho mayor, era como un anciano en miniatura. No le gustaban las golosinas ni el azúcar.
—¿Cómo supieron cuáles son mis favoritas? —preguntó el pequeño, mirando las fresas y los kiwis del postre con sus pupilas dilatadas.
Suguru lo observó, conmovido por la emoción en su rostro. Quiso decir la verdad, que había sido idea de Satoru, que el omega hubiese querido estar junto a Megumi en ese día especial. Pero sabía que no podía. Le dijo a todos que él mismo había comprado el postre. Nadie debía enterarse de que Gojo salía de su encierro por unos segundos cada ciertos días.
Estaba seguro de que ni siquiera Tengen sabía lo de las notas. Eso debía de ir en contra de cualquier regla.
—Solo… adiviné —murmuró finalmente.
Haibara aplaudió al fondo, animando a todos para que le cantaran a Megumi, mientras Tsumiki sonreía ampliamente, imitándolo. Nanami, impecable como siempre, estaba sentado recto en la silla, con una bolsa de regalo en las manos y una sutil sonrisa en los labios. Faltaba Yaga; los altos mandos lo habían llamado y Tanaka lo acompañó.
Shoko, sin embargo, tenía los ojos puestos únicamente en Suguru. Esa mirada afilada y sospechosa que lo atravesaba sin piedad. Un sudor frío recorrió la espalda del alfa. Ella no creyó que él hubiese adivinado las frutas que le gustaban a Megumi. Geto se llevó la mano a la nuca mientras desviaba la vista hacia cualquier lado.
—¡Feliz cumpleaños a ti! ¡Feliz cumpleaños a ti!... —empezaron a cantar.
—¿Qué deseo pediste? —preguntó Nanami después de que el niño apagara las cinco velas.
—¡Si lo digo no se cumple!
—Yo quiero saber… —murmuró Tsumiki, haciendo un puchero.
Megumi no lo dudó y le susurró a su hermana al oído. La niña abrió los ojos al escuchar el deseo de su hermanito. Poco a poco, las lágrimas se asomaron y ella se las limpió con prisa. Megumi la miró sin poder contener el temblor de su mentón.
—Yo también quiero que vuelva —confesó la pequeña, abrazando a su hermanito.
Todos en el salón sabían a quién se referían.
Suguru contempló la escena en silencio. No había llorado en semanas, pero, aquel día, sintió unas terribles ganas de hacerlo.
En navidad, “Santa Claus” dejó un montón de regalos para Tsumiki y Megumi bajo el árbol. Y, en secreto, a Suguru le dejó el álbum nuevo de su banda de rock favorita.
El Año Nuevo trajo consigo un gran disgusto.
Enero, 2008.
Los altos mandos finalmente solicitaron la presencia de Suguru Geto.
La investigación estaba llegando a su fin, y la presión en torno a la misión fallida se había vuelto asfixiante. Todos en el mundo de la hechicería sabían que no se habían encontrado pruebas ni remotamente suficientes como para mantener a Satoru encerrado, por lo que estaban desesperados, buscando cualquier excusa para prolongar su ausencia y la inminente aceptación de sus errores como Consejo de pacotilla. Los Zenin ya habían sido descartados como posibles perpetradores; los investigaron primero. Mientras tanto, el Clan Gojo, a pesar de su fría antipatía hacia el heredero omega y su naturaleza diplomática, ya estaban perdiendo la paciencia, acosando con cartas a los peces gordos y solicitando la liberación de Satoru Gojo, junto a una disculpa tan pública como el juicio que los condenó a la humillación.
Suguru entró a una sala estrecha con paredes forradas con papel de arroz, tras las cuales se ocultaban las siluetas de quienes lo interrogaban. Él estaba solo frente a una mesa baja, sobre la que descansaba una jarra de agua intacta.
Desde que se sentó, las preguntas cayeron una tras otra, como martillazos sobre la misma herida. Diferentes voces, distintos matices, pero siempre la misma mierda:
—¿Satoru Gojo conocía desde antes a Toji Fushiguro?
—No. Jamás lo mencionó.
—¿Sabía usted de las escapadas nocturnas de su compañero?
—No. No me enteré.
—¿Oyó alguna vez al joven Gojo hablar de Megumi Fushiguro?
—No. Nunca escuché ese nombre en su boca.
El pelinegro estaba perdiendo la paciencia. Sentía la mandíbula rígida, los nudillos a punto de perforar su piel por la fuerza con la que apretaba los puños bajo la mesa. ¿Cuántas veces más pensaban hacerle repetir las mismas respuestas? Era obvio que no conseguirían nada de él.
Entonces, una voz grave y controlada, desde detrás del biombo, lanzó una nueva pregunta:
—¿Consideras que eres el amigo más cercano de Satoru Gojo?
El silencio se volvió pesado. Geto abrió la boca, pero por un instante dudó. Su mente se llenó de imágenes: la risa desbordante de Satoru, su mirada insolente, el tiempo compartido tras la muerte de Amanai y su sospecha siendo confirmada tras reunirse en el Santuario de Tengen.
Aún quedaba tanto por decir.
Ignorando el pesar en interior, Geto cuadró los hombros y levantó el mentón.
—Sí. Lo soy —respondió.
La siguiente pregunta cayó como un látigo.
—Entonces, como su amigo de confianza y el conocimiento que tienes sobre su persona, ¿cree que Satoru Gojo podría haber tenido alguna especie de relación sexoafectiva con el Cazador de Hechiceros, Toji Fushiguro, que lo llevara a colaborar con su causa y a cuidar de sus hijos?
Suguru se levantó de golpe, la silla rechinando contra el suelo. Su mano golpeó con violencia la mesa, el sonido seco resonando en toda la sala. El aire se cargó de inmediato de sus feromonas agitadas.
—¡¿Qué demonios están diciendo?! —gruñó el alfa, enseñando los dientes.
—Responde —ordenó con frialdad la voz masculina.
—¡Ese hijo de puta asesinó a nuestra amiga! — Lo asesinó a él también , quiso añadir, pero se mordió la lengua con tanta fuerza que el sabor metálico de la sangre le inundó la boca. Parecía que en cualquier momento saltaría sobre la persona delante de él para arrancarle la yugular de una mordida.
El silencio que siguió fue sepulcral. Solo se escuchaba el eco de su respiración áspera y entrecortada. Finalmente, una voz femenina habló, calma pero cortante:
—Tomaremos eso como un no .
Suguru no esperó a que lo despidieran ni a que dieran por terminada la sesión. Dio media vuelta y salió de la sala con la furia aún corriendo como fuego líquido por sus venas. Las puertas del Cuartel General se cerraron con un gran estruendo tras él.
Esa noche, Suguru dejó una nota arrugada en su ventana. El papel estaba maltratado, con los bordes rasgados como si hubiera sido arrancado con torpeza y sin paciencia. Las letras, hondas y oscuras, se habían marcado con tanta presión que casi atravesaban la hoja, como si quien las escribió hubiera descargado toda su desesperación en cada trazo.
El mensaje era breve:
“No importa qué tengas que hacer o a quién tengas que silenciar. Deja de retrasarlo. Tenemos que hablar.”
Pudo haber fingido dormir y esperar a que Satoru se asomara como una rata en la madrugada, pero sería inútil. Si Gojo hubiese querido encontrarse con él en cualquier momento, lo habría hecho. Pero era obvio que el omega lo estaba evadiendo. Si era por decisión propia o por imposición, poco le interesaba ya.
A la mañana siguiente, la nota no estaba. Tampoco había respuesta.
Febrero, 2008.
Esa mañana, le llegó un mensaje de Shoko, era breve y directo: su celo había comenzado y no podría acompañarlo en los días siguientes. El cumpleaños de Geto era mañana. Se disculpó con él, pero el alfa respondió con emoticones graciosos, diciendo que saldrían después y que la omega no se libraría de pagar. Ella estuvo de acuerdo.
Nanami y Haibara, por su parte, habían partido rumbo a Kioto para un evento solo para estudiantes de primer año. Por la tarde, le enviaron fotografías y mensajes llenos de arrepentimiento, especialmente Yu, que rogó su perdón una y otra vez, pues regresarían a Tokio hasta dentro de tres días. Suguru tuvo que llamarle para hacerle entender que no pasaba nada. Que entendía.
Yaga lo miró con una expresión difícil de descifrar cuando lo vió comiendo con Tsumiki y Megumi en la cafetería. Se acercó al pelinegro y le dio unas palmadas en la espalda que eran demasiado duras para llamarse consuelo, pero Geto no se quejó. Su maestro, consciente de la fecha, le otorgó el día libre. De todos modos, se había convocado una reunión con el Consejo para discutir la liberación de Satoru Gojo. A falta de pruebas , debían declararlo inocente. Eso dijeron.
Para Suguru, no era más que una burla, una estupidez, pero se guardó sus comentarios. La última vez fue bastante grosero y, aunque no le importaba en lo más mínimo su reputación, no quería que Yaga tuviese que escuchar las quejas de los altos mandos por tener a puros revoltosos de alumnos.
Antes de irse, Masamichi acarició la cabeza de Tsumiki y Megumi, asegurando que les traería regalos. Los niños dijeron que no era necesario, pero el profesor los ignoró. Ya había colmado la habitación de los pequeños Fushiguro con peluches y juguetes. Satoru tendría competencia.
Geto solo esperaba que los hermanos no terminaran siendo demasiado consentidos, pero, con todos ahí, enamorados de su ternura —Suguru incluido—, el pronóstico parecía inevitable: los iban a malcriar eternamente.
La verdadera pregunta era, ¿quién los iba a malcriar más y por qué Satoru Gojo ?
Bueno, cuando Shoko les preguntó dónde querían vivir cuando la investigación llegase a su fin, Megumi y Tsumiki no tardaron ni un segundo en contestar que vivirían con Gojo. Habían tomado esa decisión desde el principio y no cambiarían de opinión.
Yaga, que espiaba la conversación desde el corredor, se asomó por la ventana, enfadado, diciendo que su alumno no tenía casa propia más allá de la finca de su clan y que la mejor opción era quedarse en la suya. Claramente estaba celoso.
—Gojo nos dijo que tiene mucho dinero —soltó Megumi, cruzándose de brazos —. Solo debe comprar una.
Todos se quedaron callados, porque sabían que Satoru Gojo era perfectamente capaz de hacer eso.
Al ser la única persona disponible en la escuela, Geto cuidaría de Tsumiki y de Megumi por los siguientes tres días. No era nada nuevo. Ya se había acostumbrado a tenerlos a su lado, compartiendo con ellos el tiempo en el que antes solo había vacío.
Los juegos eran variados: desde partidas de mesa que terminaban en risas, hasta largas horas frente a la consola. Megumi, sin embargo, mostraba una clara inclinación por el entrenamiento físico. A su corta edad ya dominaba algunos movimientos de artes marciales y avanzaba con una disciplina sorprendente. Tsumiki, en cambio, prefería observar. Participaba de vez en cuando, pero la coordinación no era su fuerte y pronto desistía, escondiendo la frustración tras una sonrisa tímida. Fue Shoko quien sugirió, medio en broma, que quizás ella debería probar con un arma que no requiriese tanto esfuerzo físico. Lo que empezó como un juego acabó convirtiéndose en una afición: Tsumiki descubrió en el arco una inesperada habilidad, y sus flechas comenzaron a dar en el blanco con una constancia que la hacía sonrojar cada vez que recibía elogios.
Nanami, que conocía la esencia de una buena puntería, solía practicar con ella una hora diaria. Su personalidad disciplinada armonizaba muy bien con la de la niña. Mientras que Suguru dedicaba ese mismo tiempo a enseñarle a Megumi las bases que podía aprender un niño de su edad. Ambos resultaron ser estudiantes brillantes.
Los hermanos Fushiguro adoraban a ambos alfas.
El vínculo entre ellos se forjó con una rapidez vertiginisa. Geto se encariñó de Tsumiki y Megumi como si llevaran toda la vida juntos. Eran inseparables, como si el alfa hubiera encontrado en esos pequeños la paz que el mundo se empeñaba en negarle. Lo sorprendió descubrir que eran mucho más habladores de lo que había supuesto en un inicio, sobre todo Megumi.
Una vez que el niño le tomó confianza y se sintió cómodo con la serena existencia de Geto, soltó la sopa sin culpa, casi como si quisiera acusar a Gojo delante de él.
Le contó a Suguru historias que solo podían pertenecer a Satoru. Por ejemplo, la vez en que Gojo, con apenas seis años, había decidido escapar de casa. Caminó durante horas por las calles de Tokio, perdido entre avenidas y luces, hasta que se cansó y regresó por la noche. Los ancianos de su clan, furiosos, lo esperaron despiertos para exigir explicaciones. El albino, tan insolente como siempre, los miró a la cara y respondió que había querido comprobar si el mundo era tan peligroso como decían, pero que era más peligroso el aliento de ellos por las mañanas. Nadie supo qué decirle.
En otra ocasión, Megumi relató una de las primeras misiones compartidas por Gojo, Shoko y Geto. El recuerdo todavía hacía que Suguru soltara una carcajada. La baba viscosa de una maldición recién exorcizada cubría el suelo, Shoko, sin calcular bien el terreno, resbaló y fue a dar de lleno contra él, arrastrándolo en la caída. Ambos quedaron empapados de aquella sustancia nauseabunda, mientras Gojo, riéndose a carcajadas, levitaba en el aire con total despreocupación. No duró demasiado, pues Shoko y Suguru lograron sujetarlo de los tobillos y arrastrarlo hasta el suelo. Así regresaron los tres: cubiertos de baba verde, bajo la juzgadora mirada de Yaga, quien solo pudo cubrirse la nariz y decirles que olían a excremento.
Pero no todos las anécdotas eran presuntuosas o terminaban en desastre. Había una que Megumi contó con un brillo distinto en los ojos. Narró la vez que, en cierta feria, Gojo había insistido en que subieran a una atracción muy alta, que daba muchas vueltas en el aire, pero nadie quiso acompañarlo. Gojo tampoco quería subir solo, por lo que se quejó durante media hora hasta que sacó de quicio a sus compañeros, que lo abandonaron frente a un puesto de banderillas. Fingió que estaba enojado y se quedó ahí parado, pero, en realidad, le avergonzó un poco haber actuado tan mimado delante de ellos. Quería subirse a ese juego, pero no fue su intención fastidiar a los demás.
La verdad es que solo estaba siendo melodramático y buscando atención porque había discutido con su madre por teléfono.
Se negó a ir de visita por el cumpleaños de su abuelo y se ganó un regaño y palabras hirientes que hacía años que ya no lo lastimaban como antes. Pero que lo seguían fastidiando.
“Te vas a quedar solo… y vas a morir solo”, había dicho su madre antes de colgar.
Entre la música estridente y el bullicio, Satoru no escuchó sus pasos, pero lo sintió acercarse. Suguru llegó con un par de boletos para subir a aquella peligrosa atracción y una pequeña sonrisa ladeada. Fue el único que entendió y toleró el humor del albino sin importar qué.
Megumi dijo que Satoru le contó muchas veces esa historia y por eso se la sabía de memoria, y que, fue gracias a esta, que tanto él como su hermana mayor pensaron que el alfa debía ser una gran persona, a pesar de la mala fama con la que cargaba su género secundario.
—Si sonríe tanto cuando habla de ti, es porque eres muy bueno con él —dijo el pequeño, totalmente convencido.
Suguru conocía de principio a fin cada una de esas historias, porque participó en la mayoría, o porque Satoru también se las relató alguna vez. Y esa última, en particular, recordaba haberla oído un día que se quedó a dormir en la habitación del albino.
Gojo no entró mucho en detalles, pero le confesó a Geto que estaba molesto esa noche en la feria por las crueles palabras de su progenitora. El pelinegro le había acariciado suavemente la espalda, intentando consolarlo. Satoru se alejó con una mueca avergonzada y las orejas rojas, gritando que no era un niño, que no estaba triste por algo como eso.
Pero Suguru sabía que lo estaba.
Cayó la noche y Suguru acostó a Megumi y Tsumiki en la habitación que Yaga les había designado desde que llegaron a la preparatoria; en la zona de profesores. Aunque había dos camas, pero la que originalmente era de Tsumiki estaba repleta de peluches que el profesor les tejió y otros que sus alumnos les regalaron. A los hermanitos les gustaba dormir juntos.
Les leyó un cuento hasta que ambos se quedaron dormidos y, como ya era rutina, dejó la luz del pasillo encendida y la cortina de la ventana interior entreabierta, para permitir que entrara un rayo de luz.
Después de caminar un rato, Suguru entró a su cuarto. No había ninguna nota esperándolo.
El colchón se hundió bajo su peso cuando se recostó con los brazos extendidos, mirando el abanico que giraba en el techo. ¿Por qué tardaba tanto?
De repente, como si lo hubiese convocado, una energía maldita demasiado familiar apareció como un trueno silencioso en medio de la calma. Geto se sentó de golpe, su respiración se congeló en el instante exacto en que giró su cabeza hacia la ventana. Tres golpecitos secos resonaron en el cristal.
Un dedo blanco y largo se retiró con lentitud, y allí, bajo la pálida luz de la luna, lo vio. La figura de Satoru permanecía de pie, inmóvil, envuelta en sombras que solo servían para intensificar el resplandor de su piel. Llevaba una sudadera negra ancha, pantalones ajustados que delineaban su figura y zapatos pulidos que atrapaban la poca luz nocturna. Sus ojos, ocultos tras una venda negra y ceñida.
El corazón de Suguru golpeó con violencia dentro de su pecho. Se levantó y abrió la ventana.
El aire frío se coló de inmediato en la habitación. Satoru cruzó el marco sin esfuerzo y se plantó frente a Geto. En su mano llevaba una bolsa que apretaba con mucha fuerza. Entonces, se la ofreció a Suguru con un gesto que aparentaba firmeza, pero que aún así tiritaba, como una hoja al borde de ser arrastrada por la suave de las brisas.
—Feliz cumpleaños, Suguru. Traje zaru soba.
La voz de Satoru casi hizo eco en la habitación. Esas paredes no habían escuchado aquel timbre grave y melódico desde hacía cinco meses. El omega mostró una sonrisa sostenida a duras penas.
Geto observó el rostro de Satoru y luego miró la bolsa de comida extendida hacia él. Sin decir nada, levantó la mano. Satoru creyó, por un instante, que aceptaría el obsequio. Pero en lugar de ello, la mano de Suguru subió más y más, agarrando la venda que le cubría los ojos. Entonces, la bajó lentamente, deslizándola hasta su cuello.
De las sombras, surgieron un par de ojos azules brillantes y enrojecidos. Gojo no hizo el más mínimo intento por resistirse; se dejó hacer. La mano que sostenía su tonto regalo cedió, la bolsa de comida cayó al suelo con un leve golpe apagado, completamente olvidada. El omega bajó la cabeza y apretó los puños, siendo devorado por una avalancha de pensamientos. Esperaba un golpe, un grito, un reproche, el feo destello de traición en los ojos de Suguru. Se preparó durante meses para lo peor, dispuesto a aceptar cualquier castigo que llegara, convencido de que, lo que sea que el alfa quisiera darle, era lo que merecía.
Pero nada de eso llegó.
En su lugar, sintió las manos firmes de Suguru envolver su cintura para tirar de él. Su cuerpo, rígido hasta entonces, fue absorbido por un abrazo que lo hizo derretirse. Su mente quedó en blanco y su respiración se atascó en su garganta.
Satoru cerró los ojos con un estremecimiento involuntario. Su piel helada bajo la sudadera anhelaba la calidez que encontró en el pecho de Suguru. El familiar aroma a lavanda no se hizo esperar; inundó la habitación y Satoru enterró su nariz en el cuello de Geto, disfrutando de su olor y rodeando torpemente al alfa. El nudo en su garganta se deshizo poco a poco mientras sus músculos, tensos hasta el límite, cedían uno a uno, rindiéndose al contacto. Sus piernas debilitadas encontraron sostén en aquel cuerpo, y el miedo, aunque todavía presente, comenzó a desvanecerse bajo la certeza de que, al menos por ese instante, no sufriría, pues en aquellos brazos siempre encontraba refugio.
Satoru deseó que aquel momento fuese eterno. Pero sabía que eso no podía ser. Después de unos minutos, el silencio se quebró.
—Aún no es mi cumpleaños —susurró Suguru contra su oreja. Su aliento lo rozó apenas, Satoru tembló.
—Lo sé. Quise esperar hasta la medianoche pero...
—Creo que ya me hiciste esperar demasiado.
El abrazo se deshizo despacio, como si ninguno quisiera ser el primero en soltar. Cuando al fin lo hicieron, Satoru se encontró frente a frente con Suguru, los ojos del alfa estaban rojos, pero se mantuvo firme.
Geto tenía razón. Lo había hecho esperar demasiado.
Cuando Tengen se enteró de que salía por unos minutos al día solo para dejar notas a su compañero, fue la primera vez que reprendió a Gojo con severidad. Le recordó que nadie debía verlo afuera o arruinaría todo el esfuerzo que se hizo por la farsa de su encierro. Si quería hablar con el alfa, tendría que atenerse a las consecuencias de posiblemente ser atrapado en medio de una conversación difícil y dolorosa, y, sobre todo, peligrosa. Satoru había aceptado las normas del sabio sin resistencia, no solo por respeto o gratitud, sino porque eran también el motivo perfecto para aplazar el suplicio.
Eso creyó. Pero, en realidad, lo único que hizo fue prolongar su miedo. Porque no había conocido jamás un temor más grande que ese: enfrentarse a los ojos de Suguru Geto cuando ya conocía la verdad. O la peor parte de ella.
Por eso le resultaba imposible entenderlo. Esa paz, ese abrazo. No había rabia, ni reproches. Solo una calma que lo inquietaba todavía más. Su corazón latía desacompasado bajo la mirada indescifrable del alfa.
—Lo siento —logró pronunciar de forma apenas audible. No le daría excusas, no habían.
Suguru lo sostuvo en silencio por unos segundos, sus manos aún flotando sobre su cintura. Luego, suspiró y se apartó por completo. Caminó con calma hacia su escritorio, arrastró la silla al centro de la habitación y la colocó frente a la cama.
—Toma asiento, primero —dijo, con un tono que no admitía réplica. Recogió la bolsa de zarusoba caída en el suelo y la depositó sobre la madera, al lado de papeles y libros abiertos. Después, se sentó sobre el borde de la cama, quedando justo enfrente de Satoru.
El albino obedeció, sentándose en la silla sin rechistar. La tela de la venda, ahora enrollada y retorcida en sus manos, se había convertido en un desahogo silencioso de su ansiedad. Su pie derecho se movía de arriba abajo con la misma rapidez con las que un colibrí bate sus alas. Suguru lo notó todo, pero no dijo nada. Sabía que señalar su nerviosismo solo empeoraría las cosas.
La primera pregunta fue inesperada.
—¿Qué pasó con tus lentes?
Satoru lo miró sorprendido. La curiosidad trivial lo desconcertó más que cualquier acusación. Tardó un segundo en contestar.
—Esta tela es mejor y no se cae fácilmente —murmuró.
Suguru no cambió su expresión. Sus ojos bajaron hacia su cuello y lo recorrieron con atención.
—¿Te cortaste el cabello? —observó el pelo que lucía muy corto hasta la mitad de su nuca. El tono de su voz seguía siendo calmo, pero había en él una nota extraña que el omega no pudo entender.
—Sí… me aburrí y le pedí a Tengen una máquina de afeitar —respondió Satoru, llevándose una mano a la cabeza y rascando con torpeza la zona recién mencionada.
¿Qué era todo aquello? ¿Por qué Suguru actuaba así? ¿Por qué no exigía explicaciones como él había temido tantas noches? ¿Por qué, en lugar de la furia que esperaba, había preguntas simples y gestos tranquilos? ¿Qué no estaba tan desesperado como él?
Gojo sintió que se iba a volver loco.
—Oye…
Geto lo interrumpió.
—¿Este cambio repentino es una forma tuya de decirme que… eres diferente ?
El corazón de Satoru se detuvo.
Consciente o inconscientemente… sí. Quizá había sentido la necesidad de hacerlo por eso. Comprometido a dejar de mentirle a la única persona en la que quería confiar y quien quería que confiara en él más que nada en el mundo.
El omega asintió sin decir nada más.
—Usa tus palabras para contestar, ¿sí?
El omega tragó saliva con dificultad. La garganta estaba seca, áspera como papel. Carraspeó antes de dejar escapar un hilo de voz.
—Sí…
Suguru lo observaba sin pestañear, quieto en su sitio. El cabello suelto, largo y oscuro, se deslizó hacia adelante al inclinar la cabeza apenas. Había crecido.
—Aquel día, cuando Toji ganó… llegaste .
No era una pregunta, pero Satoru igual se sintió obligado a responder. El sudor frío le cubrió la frente.
—Sí.
—¿Cómo?
Gojo dudó. Sus uñas se clavaron contra sus rodillas, enrojeciendo la piel bajo la tela de los pantalones.
—No lo sé. Ni siquiera… ni siquiera Tengen sabe qué ocurrió —forzó las palabras, cada una golpeando como si rasgara dentro de él—. Él se dio cuenta en el momento que… llegué. Dijo que quizá el universo me trajo, para recuperar su equilibrio, o… o algo así.
Lo sabía: sonaba absurdo, casi delirante. Lo percibía en su propia voz entrecortada. Pero estaba siendo sincero. Sus ojos buscaban, rogaban, que Suguru pudiera ver la verdad en ellos.
—Conoces el futuro… Así que, de donde vienes… no moriste ese día —de nuevo, no estaba preguntado. Geto estaba afirmando lo que ya sabía— ¿Por qué…? ¿Por qué aquí sí?
Su voz se rompió en la última frase, sin soportar el dolor que le produjo pronunciarla. Algo amargo, punzante, llenaba el aire. Su aroma cargaba el dolor detrás de esa pregunta.
Satoru sintió como una punzada en el pecho. Desvió la mirada un instante, incapaz de sostenerla, organizando con urgencia cada idea para entregársela al alfa de forma correcta.
Pero no había una forma correcta para torturar a alguien.
—Supongo que… tuve más suerte —susurró. Se humedeció los labios antes de continuar—. En mi mundo… no existen las feromonas ni el género secundario, ni el celo, nada de eso. S-sé que es difícil de creer para ti, pero, biológicamente hablando, solo existen hombres y mujeres… bueno, también hay otros tipos de mezclas cromosomáticas que generalmente son ignoradas por…
—Satoru, ya entendí.
La voz de Suguru cortó el hilo de palabras aceleradas que escupía. Después de unos segundo, dijo:
—Es como si todos fuesen una versión beta.
Gojo parpadeó, procesando la comparación.
—Bueno… sí. En realidad, es así.
Silencio.
El peso de la revelación cayó directo en el pecho de Suguru. Entendió, sin necesidad de más explicaciones, el motivo por el que Satoru había muerto en ese mundo. Fue precisamente su condición aquí, su biología de omega, los supresores, la Voz de Mando. Lo había condenado algo que en otro lugar ni siquiera existía . No había mayor injusticia.
La respiración de Suguru se tornó áspera, y su aroma se agrió aún más en un rastro de angustia que saturó el espacio entre ambos. Gojo, en un instinto reflejo, sintió su propio olor a cereza brotar, dulce, tibio, queriendo calmar el dolor del alfa, aunque en él también ardiera un dolor igual de insoportable.
Los ojos oscuros de Suguru brillaron. Lágrimas contenidas temblaban en la línea de sus pestañas, amenazando con caer.
—Suguru… —la voz de Satoru se quebró.
El alfa levantó la mano, pidiendo un momento para recuperar el aliento. Sus amplios hombros temblaban. Gojo cerró la boca, pero su mirada reflejaba todo su pánico.
Cuando Geto pudo hablar, sus palabras salieron roncas por el llanto que no quiso soltar.
—Venciste a Toji… ¿Salvaste a Amanai?
Ser apuñalado por un cuchillo sin filo hubiese sido más sencillo. El recuerdo lo golpeó sin piedad, y la vergüenza y el fracaso lo sacudió entero.
—No… —sus labios apenas se movieron—. Difícilmente sobreviví con los Rituales Inversos. No pude hacer nada ahí tampoco .
Suguru cerró los ojos un segundo antes de tallarse el rostro con ambas palmas. Se quedó así un momento, encorvado.
—¿Qué es lo que quiere Tengen de ti? —preguntó, aún con la cara entre sus manos.
Gojo se mordió el interior de las mejillas. Él ya había preparado su respuesta, pero no estaba preparado para ver la reacción de Suguru, la cual lo estaba matando. Solo quería ir y abrazarlo de nuevo. Hacer lo que sea para borrar su dolor.
Pero, probablemente él era la persona menos indicada para hacerlo.
—Mi conocimiento podría ser crucial para evitar una guerra que matará a mucha gente. A hechiceros y no hechiceros… —Satoru respiró hondo, hundiéndose en la silla—. Quiere que guarde el secreto para mantener a salvo esta información.
Suguru levantó el rostro y lo miró, incrédulo.
—¿Y aceptó que me lo dijeras?
—Le dije que tenía que hacerlo. —Satoru alzó la voz apenas, desesperado—. Yo… Suguru, no quiero perderte .
La confesión se le escapó como un quejido ahogado. Una punzada aguda atravesó la parte detrás de sus ojos y su respiración se aceleró. La venda negra que aún giraba entre sus dedos resbaló y cayó al suelo.
Satoru vino aquí, dispuesto, como nunca antes, a despojarse de toda coraza. A ser sincero sin importar que su sangre y su alma quedasen vulnerables.
Pero estaba jodidamente asustado.
Sus feromonas flotaron en la habitación, caóticas, y Suguru detectó cada matiz en ellas. Aunque no era necesario; el rostro del omega era un poema de tormento. También fue así en el Santuario, cuando se despidieron.
Geto ahora sabía que Satoru estaba obsesionado con la idea de que se fuera. Que lo abandonara. Que, como decía, lo perdiera.
El alfa se inclinó lentamente hacia adelante y lo llamó con voz contenida.
—Satoru, no he dicho nada que pueda hacerte creer que vas a perderme .
Y entonces, como si esa declaración encendiera la chispa final de una mecha que llevaba demasiado tiempo ardiendo en silencio, Satoru explotó.
—¡Exactamente! ¡No has dicho lo que tienes que decir! ¡No me has dicho lo más importante!
La silla se volcó con un golpe seco contra el suelo cuando se levantó de un salto. El cuerpo entero le temblaba, y la furia se mezclaba con un dolor insoportable en sus facciones. Sus ojos, enrojecidos y brillantes por las lágrimas, se clavaron en Suguru con la intensidad de un animal acorralado. Había rabia, sí, pero debajo de ella… Suguru solo vio a una criatura salvaje y herida, demasiado frágil pese a la violencia de sus gritos.
Geto abrió la boca, quiso hablar, pero el omega no había terminado:
—¡Preguntas sobre mis lentes, mi cabello! ¡Ya te dije que vengo de otro maldito mundo, Suguru! ¡Una dimensión en la que libré una guerra! ¡Un lugar en el que tú… ya no estabas! —la voz de Satoru se quebró en un sollozo, cortándole el aliento. Pero no se detuvo—. No he… No he podido dormir, no he podido comer, porque sabía que esto iba a pasar. Porque sé… sé lo que has estado pensando todos estos meses y lo que estás pensando ahora .
Las palabras se deformaron en un gemido ahogado. Gojo intentó limpiarse las lágrimas con brusquedad, como si pudiera hacerse de ellas. Pero no. Bajaban sin permiso, imparables, porque ya habían sido retenidas demasiado tiempo. No solo cinco meses, sino años enteros.
El corazón de Suguru se quebró ante la comprensión de sus palabras.
Un mundo en el que él ya no estaba.
Era la segunda vez en su vida que veía a Satoru así, reducido a un manojo de ansiedad y dolor que llevaba el peso de un pasado oscuro y de un futuro condenado. Su espalda se curvaba, como si el mundo lo tirara hacia abajo.
¿Qué tanto había soportado?
—¡Así que solo dilo! —rugió Satoru, alzando el rostro. Sus ojos buscaron a Suguru como quien se enfrenta a la muerte misma—. ¡Dímelo!
Suguru se levantó de la cama, quedando a la altura del albino. Sus labios tensándose antes de pronunciar:
—¿Qué es lo que crees que debo decirte?
El omega soltó retrocedió un paso, como si la pregunta lo hubiese empujado. Quiso hablar, pero el aire no llegaba. La garganta se le cerraba, cada respiración era un esfuerzo inútil. Sus ojos bajaron lentamente por los hombros de Geto, por su torso, hasta los pies, y acabaron en el suelo. Todo era borroso, distorsionado por las lágrimas. El latido de su corazón golpeaba tan fuerte que era lo único que oía.
Sí. Solo debía decirlo él mismo.
En cuanto lo hiciera, todo acabaría.
Pero... tenía miedo.
Estaba aterrado .
Se equivocó. Estaba mal. No quería escucharlo.
Por favor.
Por favor.
Por favor.
No lo digas.
No se dio cuenta del momento en que Suguru acortó la distancia. Solo reaccionó al calor de unas manos firmes cuando estas le tomaron las mejillas con decisión. Gojo se sobresaltó, aturdido, al descubrirlo frente a sí, demasiado cerca. El alfa lo obligaba a mirarlo, y aunque Satoru intentó apartar débilmente el rostro, aquellas manos lo aclaron en su lugar.
La expresión de Suguru finalmente se llenó de enfado. Satoru sintió como si el suelo se abriera bajo sus pies. El estómago se le hundió, y sus entrañas se retorcieron.
—Dime, Satoru. ¿Qué es lo que esperas escuchar?
No. No. No.
Gojo movió la cabeza en un débil intento de negación, incapaz de articular palabra.
—¡Dilo! —gruñó el alfa, su voz resonando como un golpe directo en el pecho.
El cuerpo de Satoru se estremeció entero. Las manos temblorosas se aferraron a los brazos de Suguru, pidiendo sostén y a la vez luchando contra la necesidad de huir. Todo en él quería escapar, pero recordó la promesa silenciosa que se había repetido tantas veces: no correría más.
La confesión lo desgarró desde las entrañas.
—Que no soy… no soy tu Satoru —gimió, como si le arrancaran el alma con cada palabra. Y una vez abierto el cauce, la verdad fluyó como una cascada imparable—. No soy el Satoru que conociste. No soy al que quieres. Te mentí todo este tiempo. Soy… Soy un impostor. Ese… ese beso… no era para mí . Tú no me amas a mí .
Las últimas palabras lo dejaron sin aliento. Un hilo de voz que se rompió en pedazos entre sollozos, tan crudo y tan humano. Desgarrado. El omega se ahogó en su llanto.
Suguru le limpió las lágrimas que escurrían por sus mejillas, mientras él mismo sentía las suyas caer.
—Contéstame algo más, Satoru.
Gojo forcejeaba con su propia respiración, cada inhalación más difícil que la anterior. La lavanda lo consumía todo, pero nada podía consolarlo.
Claro. Suguru todavía tenía preguntas, y él debía reunir lo que quedaba de sí mismo, pedazos de su miseria, para responder. Se mordió los labios hasta saborear el hierro de la sangre y asintió, obligando a su cuerpo a obedecer más allá del mareo.
El alfa preguntó:
—¿Soy un desconocido para ti?
Las palabras se derramaron como una corriente helada que lo congeló de pies a cabeza.
Suguru no le dio tiempo a reaccionar.
—Después de que despertaste, todo lo que platicamos, o la forma en la que te preocupaste por mí tras la misión, cuando dijiste que la muerte de Amanai no era mi culpa… Tus atenciones, tus miradas y tus gestos de cariño. ¿Fue todo un acto?
Los ojos de Gojo se abrieron de par en par, confundidos, aturdidos. Intentó negar con la cabeza, pero Suguru siguió, implacable.
—Las historias que les contaste a Megumi y a Tsumiki, tu amor hacia ellos y tu obstinación por salvarlos incluso a pesar del peligro, ¿también fueron falsos? ¿Riko Amanai no te importó porque no fue la misma que conociste?
La luz de la luna pintaba los rasgos de Geto con un brillo ardiente. Sus ojos violetas, encendidos, lo traspasaban con una intensidad que llegaba hasta lo más hondo de su alma.
—Tu caída en el Santuario, esa petición, diciendo que confiara en ti. El dolor que sientes ahora. Ese… Ese beso al que correspondiste hace cinco meses… —su voz vaciló un momento—. ¿Nada de eso fue para mí ?
La manos de Geto temblaban contra sus mejillas.
Satoru se quedó quieto, mudo y con los ojos bien abiertos. La comprensión se iba instalando en él como electricidad, activando cada nervio.
No.
No era así.
Él no había fingido nada. Ni el duelo por Riko. Ni la devoción por Megumi o Tsumiki. Ni las noches en vela a su lado. Jamás había pensado en Suguru como un desconocido. Desde el primer instante lo había tratado como suyo. Y estaba dispuesto a romper el universo con tal de seguir a su lado, de protegerlo.
Porque, para él, Suguru siempre sería Suguru.
Su Suguru.
El único.
La voz de Geto quebró el aire.
—Si dices que no eres Satoru Gojo para mí… entonces sabré que yo no soy Suguru Geto para ti.
Esperó una respuesta, pero el silencio lo abrazó con crueldad. Satoru se quedó en blanco, los labios abiertos sin emitir sonido. Un destello de dolor pasó por el rostro de Suguru. Justo cuando el alfa apartó sus manos de las mejillas húmedas del albino, este reaccionó, atrapándolas con torpeza, devolviéndolas a su rostro y aferrándose a ellas como si fueran lo único que lo mantenía con vida.
—Sí lo eres… —susurró, con un hilo de voz que casi se perdió en la penumbra.
—¿Quién soy? —exigió Geto, sus pupilas clavadas en él.
El corazón de Satoru se aceleró, si es que eso era posible. Las lágrimas jamás se detuvieron.
—Eres mi Suguru… —sollozó, y la confesión se escapó como un juramento arrancado desde su centro.
Suguru sonrió sutilmente. Le apartó con suavidad el cabello empapado que se pegaba a su frente y dijo, firme:
—Repítelo.
Satoru jadeó, luchando por que sus pulmones funcionan y su cuerpo dejara de convulsionar.
—Eres… eres Suguru Geto. El mío .
El alfa cerró los ojos apenas un instante. Su aroma se derramó cálido y abundante, colmando el aire con alivio. Su olor desbordaba ternura y consuelo.
—Satoru Gojo —su voz fue grave y ronca, determinada—, no importa cuándo ni dónde… tú eres mío.
Y entonces, lo besó.
Un beso lento, cuidadoso, que no exigía nada y lo entregaba todo. Satoru, aún con el rostro húmedo, cerró los ojos.
El tiempo se suspendió.
A la medianoche, un 3 de febrero, ambos aceptaron aquel regalo trágico y hermoso que les concedió el destino.
Una segunda oportunidad para los dos.
Notes:
¿Qué tal el capítulo? ¿Sufrieron mucho o fue tranquilizandor para su corazón? Aún les falta aclarar detalles, pero eso viene después.
¡Les dije que presten atención a los detalles! Geto estuvo observando tanto a Gojo, casi encima de él todo el tiempo desde que llegó a este mundo. Y, así como Satoru puede decir con su alma quién es Suguru Geto, y quién un impostor, ¡Suguru puede hacer lo mismo! Y quien está frente a él NO es ningún impostor. Es Satoru Gojo.
Gojo quiere salvar a su Suguru y lo ama, jamás lo trató como un desconocido. Y Suguru, tras meses de espera, ha decidido que siente exactamente lo mismo. No hay más.
Satoru ya no está solo, ¿podrá enfrentar lo que viene? 🔥
¡Nos leemos, palomitas! 💕
Chapter 16: Promesa
Chapter Text
Durante los cinco meses que Satoru Gojo permaneció encerrado en el Santuario de Muerte Estelar, comenzó a creer que la palabra “Muerte” en el nombre era debido a que haría que hasta el ser más creativo muriera de aburrimiento.
Al principio, la inmensa biblioteca de Tengen fue un refugio. Pasaba las horas hojeando tomos antiguos y rollos polvorientos. La mayoría estaban escritos en lenguas que Gojo desconocía totalmente, pero algunos eran rescatables. El sabio le había recomendado cientos de textos viejos sobre paradojas temporales, teorías existenciales y la influencia del peso dimensional en la estabilidad del universo. Una mezcla extraña entre lo mítico y lo científico: relatos que hablaban de realidades alternas que eran un reflejo opuesto de la otra, o de posesiones demoníacas, donde espíritus malignos conseguía devolverle la vida a cuerpos marchitos.
Quizá —decía Tengen— en alguno de esos tratados encontraría una pista, un recuerdo enterrado que le explicara qué había ocurrido en el instante exacto en que atravesó las barreras que el propio sabio había sentido deformarse.
Pero cuanto más leía, menos sentido le encontraba.
Satoru intentó reconstruir el momento del cruce, y lo único que obtuvo fue un vacío implacable. Había estado dos semanas inconsciente tras su llegada, apenas le quedaban retazos confusos de aquellos días: un dolor insoportable, un calor sofocante, síntomas propios del celo omega. Entre delirios escuchó voces, sintió caricias ligeras, y juraría que en más de una ocasión el aroma a lavanda de Suguru se deslizó hasta él, envolviéndolo. Geto debió haberlo visitado en medio de su inconsciencia.
Fuera de eso, Gojo no sabía nada más.
La misteriosa entidad de ojos rojos debía ser la misma que había percibido Tengen, y la misma a la que Toji enfrentó. Llegó a la conclusión de que su poder era tan anormal como su aparición en este mundo. Una energía maldita que era imperceptible para el Cazador de Hechiceros y tormentosa para los Seis Ojos.
Si lo que ese fenómeno quería era sacar a Satoru del tablero, posiblemente actuaría de nuevo en su ausencia. Eso creyó. Pero no ocurrió nada relevante afuera durante esos cinco meses. Al menos nada que afectase visiblemente al mundo de la hechicería.
Satoru no tenía mucho de qué hablar con Tengen, quien siempre terminaba encaminando cualquier conversación hacia metáforas extrañas, intentando sermonearlo o sacarle información sobre el futuro. Gojo fingió ser sordo y tonto en cada ocasión. El sabio dejó de insistir.
Aunque tenía permitido salir unos cuantos minutos al día, estaba terminantemente prohibido acercarse a la Preparatoria de Hechicería, al Cuartel General, a Saitama y a Kioto. Nadie debía verlo y aquellas zonas eran peligrosas, puesto que estaban llenas de hechiceros e investigadores. Así que Satoru terminó limitado a recorrer Tokio con suma cautela, esperando detectar de nuevo la energía maldita anómala de antes. No tuvo suerte.
Sin embargo, aprovechó sus salidas para localizar a un alfa maloliente que se hacía llamar Ryuko. Un pandillero encargado de cobrar deudas a apostadores y drogadictos. Era dueño de un burdel, donde la atracción principal eran las “servidoras sexuales” menores de edad.
Cuando dio con él, le mencionó el apellido Fushiguro y el sujeto le exigió saber a dónde habían huido una tal “zorra” y sus crías. Estaba hablando de dinero perdido e injusticia cuando su cuerpo cayó al suelo. Fue más rápido de lo que merecía, pero Gojo no planeaba gastar tiempo en un desgraciado como él.
Los bomberos llegaron por la madrugada, cuando se reportó un incendio dentro del burdel. La única habitación en llamas estaba totalmente vacía, nadie se dio cuenta, pues el humo negro salió por la ventana hasta que los servicios de emergencia llegaron al lugar. No supieron explicar cómo el fuego no se extendió hacia otras áreas del edificio. Era como si las paredes estuvieran recubiertas de un manto ininflamable que impidió que aquello se convirtiera en una tragedia.
Casi como magia.
El burdel fue clausurado y los implicados fueron arrestados. Los medios de comunicación dijeron que el responsable principal se dio a la fuga e iniciaron con su búsqueda. Jamás lo encontrarían.
Después del escándalo ocasionado, Tengen le dio a Satoru un trabajador personal, como prometió. Alguien que podría recorrer las calles y otorgar al omega la información que necesitara sin poner en riesgo su fachada. El hombre apareció una tarde sin anunciarse: se hacía llamar Yin. No había más nombre, ni historia, ni rostro memorable. Solo Yin. Y aunque el misterio le parecía algo tonto y pretencioso, Gojo no pudo negar que el tipo era un experto en lo que hacía.
Con solo pedirlo, comenzó a recibir reportes detallados sobre la investigación y el estado de Toji Fushiguro. El bastardo seguía en coma y su pronóstico no mejoraba. Lo mantenían conectado a una máquina porque, de esa forma, alegaban que hasta que despertara y pudiese testificar, se esclarecería la situación entre él y Satoru Gojo. Como si las palabras de un asesino a sueldo valieran algo. Aun así, Gojo en realidad sentía curiosidad por ver lo que sucedería si el hombre despertaba. Quizá el sujeto detrás de todo esto intentaría silenciarlo. Quizá así Satoru podría matarlos a ambos.
Eran solo ideas divertidas que se le cruzaban por la cabeza.
Yin también le reportó las misiones a las que sus compañeros irían antes de que siquiera les fueran asignadas. Satoru no reconocía todas, habían pasado años desde que las resolvió. En algunas ni siquiera estuvo presente. Pero, conocida o no, revisó cada informe.
En su vida anterior, Haibara y Nanami fueron enviados a un templo oculto al sur, en una misión que, en los registros oficiales, parecía insignificante. El reporte hablaba de una maldición de segundo grado. La verdad, sin embargo, fue distinta: por un error de los altos mandos, Yu terminaría muriendo a manos de una deidad maldita de categoría especial. Aún faltaba un año para que ocurriera la tragedia, pero Satoru seguía intranquilo. Los acontecimientos ya se estaban distorsionando y tenía la terrible sospecha de que el fenómeno de ojos rojos conocía más de lo que debía.
Pero, ¿hasta qué punto sabía? ¿Cuál era su objetivo? Si quería matar a Satoru, hacer que lo encerraran bajo estricta vigilancia era antiproducente. Debía ser otra cosa.
Pensó y pensó. Después de todo, en un lugar como aquel, no había mucho más que pudiese hacer.
A Gojo le perturbaba ver a Tengen meditar por horas, sentado en su incómoda silla sin moverse un milímetro, como una auténtica estatua de piedra que encuentras en los paisajes de la Isla de Pascua.
—Joven Gojo, ¿no quieres intentarlo? —preguntó el sabio cuando el omega se asomó de nuevo por la puerta. Era la tercera vez que lo espiaba.
—Paso —bufó.
—Es bueno para la mente y el alma.
—Preferiría ir por un helado a…
—No.
El omega suspiró y se fue, dando largas zancadas.
Para alguien con un cerebro demasiado activo como él, estar tanto tiempo quieto, sin hacer algo productivo, o cuanto menos divertido, era una tortura. Meditar era lo último que quería hacer. “No pienses en nada. Todo es blanco”, ¿cómo carajos iba a dejar de pensar cuando estaba ahí, encerrado? Cuando dejó a Megumi y a Tsumiki atrás. Cuando había un ser desconocido rondando por ahí, divulgando información sobre su técnica a mercenarios de dudosa procedencia y arrojando sobre su nombre innumerables blasfemias.
Cuando Suguru estaba solo.
En la oscuridad de la habitación de invitados, Satoru no pudo evitar construir escenarios imaginarios catastróficos. Todos diferentes, pero siempre con un mismo final: Geto ya no querría saber nada de él.
El alfa era demasiado inteligente, y peor aún, conocía a Gojo de una forma en la que nadie más lo conocía. Fingir que el pelinegro no ataría los cabos sueltos en cuanto la rutina dejara de distraerlo era una ilusión ridícula, como querer tapar el sol con una servilleta usada y rota, de la que solo quedaba un trocito que cabía perfectamente entre su dedo anular y pulgar.
Sí. Más temprano que tarde, Suguru se daría cuenta por sí mismo.
Y el corazón del omega se encogía cada vez que la idea lo invadía. ¿Qué sentiría Suguru? ¿Qué haría? ¿Cómo pasaría por esto si nadie más sabía la verdad junto con él? Si nadie lo acompañaba.
Ansioso, Gojo dejó nota tras nota al alfa. Tengen terminaría descubriendo su sucia trampa, pero no le importaba. Tenía miedo, no quería enfrentar el dolor ni el rechazo, pero le aterraba aún más pensar que Suguru se sintiera solo.
Las notas desaparecían sin dejar respuesta.
Gojo entendió fácilmente lo que eso significaba.
Dejó de escribirle, asustado. Pero cuando Suguru por fin le respondió, fue como si Satoru probase una bocanada de aire fresco por primera vez en su vida. Ardía. Era angustiante. Pero renovó su esperanza.
Quizá, solo quizá, el alfa estaba dispuesto a escucharlo y perdonarlo.
Tengen se enteró pronto de sus escapadas y, habiendo escuchado la conversación que ambos chicos tuvieron en su Santuario, antes de separarse, convocó a Satoru para platicar.
Estaban en una especie de comedor sencillo, de maderas viejas y lámparas de luz tenue. Solo se escuchaba su respiración y el crujido del tatami bajo los pies. Gojo tenía el ceño fruncido tras la venda negra que había adquirido recientemente.
Estaba particularmente irritado. Llevaba sintiéndose muy extraño los últimos dos días.
—No puedes revelarle acontecimientos que impliquen el motivo de su muerte —dijo al fin el sabio, su voz suave, pero firme.
El silencio se extendió entre ellos. Satoru lo sostuvo apenas un par de segundos, luego arqueó una ceja y dejó escapar una sonrisa seca.
—¿Quién dijo que murió? —replicó, ladeando la cabeza con descaro.
Frente a él, Tengen permanecía erguido. Su figura era solemne y estática. No se alteraba, no se apresuraba, no le importó la actitud irrespetuosa del otro.
—Disculpa si saco conjeturas, Gojo —respondió, extendiendo ambas manos sobre la mesa, como si quisiera apaciguar el ambiente—, pero me parece bastante obvio dadas tus… acciones anteriores.
Gojo apretó la mandíbula con fuerza, los músculos tensándose bajo la piel. Apartó la mirada, sabiendo que no tenía forma de excusar la forma en la que había reaccionado, ni borrar lo que el sabio ya había escuchado.
Idiota. Era un idiota.
—Puedo decir que le tienes mucho aprecio a tu compañero —prosiguió Tengen, sin cambiar el tono—. No sé lo que ocasionó su deceso, pero la muerte no es para nada ajena a su trabajo… por lo que me hago una idea.
Satoru soltó una risa corta y carente de diversión.
—Te haces muchas ideas, ¿no?
Era la primera vez que el omega lo trataba sin formalidades. Su voz cargaba un filo hiriente. Tengen no reclamó, aunque las sombras de su rostro se profundizaron con gravedad, remarcando sus facciones.
—Eres el único que sabe —dijo despacio —. Yo, al igual que todos los demás, solo puedo hacer conjeturas. Ideas, como las llamas. No más que ecos ante tu certeza, joven.
Las manos de Gojo se cerraron en puños a sus costados. Quiso tener una respuesta mordaz y sarcástica con la cual callar al sabio engreído, pero no pudo decir nada, porque ese sabio engreído tenía razón. Tengen no había hecho más que ser un aliado sólido. Permitió que el albino tomara sus propias decisiones y apareció en el momento en que todo le jugó en contra. El objetivo de Tengen era salvar su mundo. Y ese también era el objetivo de Satoru… pero el problema era que en su corazón ardía otra necesidad: corregir sus errores.
No podía permitir que Haibara muriera. Que Nanami sufriera. Que Suguru se fuera.
Un estremecimiento recorrió su cuerpo.
—Así como te pedí no contarme hechos que me involucren directamente, debes evitar que el joven Geto sepa aquello que está tejido en su propio destino —continuó Tengen —. La mente puede ser un bastión fuerte, pero el corazón de todos sangra, y cuando lo hace nubla la razón. He visto más de un siglo de decisiones erradas por seguir anhelos, perdiendo de vista la prudencia. Es más probable que generes un efecto adverso antes que un beneficio.
De forma abrupta, el aire cambió. Las feromonas de Satoru se derramaron, amargas, como caramelo quemado, impregnando el lugar. Tengen, el supuesto beta, abrió los ojos, ligeramente sobresaltado.
¿Qué era, entonces? ¿Un alfa? Aunque no olía a nada.
—No voy a permitir que muera —gruñó Satoru, su voz se quebró por el enojo mal contenido.
—No dije que lo hicieras —respondió Tengen sin elevar el tono. Sus labios se curvaron en una sonrisa, o un gesto de resignación; era difícil saber—. Decidí dejar cada elección en tus manos, Satoru Gojo. Porque tu llegada a esta dimensión no es un accidente, ni un capricho del azar. Hay un propósito en tu existencia aquí. Lo único que hago es instruirte para que no destruyas, en tu empeño, aquello mismo que quieres proteger.
La respiración de Gojo era pesada y entrecortada, cada inhalación arrancada a la fuerza. Su cuerpo temblaba, incapaz de reprimir las feromonas que se sacudían, inquietas, a su alrededor.
—Sálvalo si es lo que necesitas —añadió Tengen, pausando lo suficiente para que cada palabra calara—. Perder a un hechicero tan prometedor tampoco me parece oportuno…
El silencio que hubo después de aquella fría declaración fue el ojo del huracán que anunció el estallido. Satoru ya sabía lo que venía antes de escucharlo. Un rugido se formó en su pecho, borboteando con violencia en cuanto el sabio volvió a abrir la boca.
—No se puede permitir que alguien como Kenjaku vuelva a obtener la Técnica de Manipulación de Maldiciones.
El crujido de la mesa rompiéndose bajo sus manos retumbó en la sala. Gojo se levantó de un golpe, la silla cayó al piso y su visión se tiñó de rojo. No pronunció palabra, pero su aroma agresivo y el estallido de energía maldita lo gritaban todo: si Tengen era una amenaza para Suguru, lo mataría sin importar el castigo. Podrían declararlo culpable de todos esos cargos falsos.
El sabio alzó lentamente las palmas, vacías, en señal de rendición. Había sospechado la identidad que Kenjaku debió usurpar desde que Satoru se mostró tan renuente a hablar de ello, la teoría solo se reforzó cuando escuchó aquella trágica demostración de miedo y afecto que el omega entregó a Suguru Geto, y su insistencia por revelarle la verdad con tal de mantenerlo a su lado. Solo tuvo que aprovechar este momento de inestabilidad mental para confirmarlo.
Aunque quizá había cruzado una línea, porque el chico frente a él se asemejaba más a una bestia salvaje que a un humano. Listo para atacar.
—No haré nada contra el joven Geto. Comprendo por qué ocultaste esa verdad. Yo mismo te lo he pedido.
Tengen hizo un gesto para invitarlo a sentarse de nuevo, pero Satoru se mantuvo de pie. Su pecho subiendo y bajando con dificultad, sin dejar de vibrar por los gruñidos que salían de él. Su olor era tan espeso que le causaría a cualquiera problemas severos para respirar. El sabio, sin embargo, no se inmutó.
—Estoy a favor de que Suguru Geto viva y enfrente lo que nos aguarda. Es nuestro aliado más poderoso, junto contigo. Pero debe haber límites para lo que él sepa. Al menos hasta que la tormenta amaine. Puedo ver en él un quiebre, después de la pérdida de Riko Amanai… y de la tuya propia.
Las palabras flotaron en el aire como insectos molestos que hacían ruido en sus oídos, Satoru apenas entendió lo que el otro dijo. Sus brazos temblaron, advirtiendo que pronto dejarían de sostenerlo. Sentía frío y calor por todo el cuerpo, junto con terribles punzadas en el vientre que lo desgarraban desde dentro.
—El alma humana es frágil —murmuró Tengen, levantándose tranquilamente de su asiento.
Gojo no lo escuchó. Lo único que percibía era su propio sistema fallando: calambres en cada músculo, piernas débiles, el rubor extendiéndose por sus mejillas y una pesadez insoportable en la cabeza. Todos los síntomas le eran ajenos y extrañamente familiares a la vez.
Pero era noviembre. Su celo debía llegar en un mes. ¿Por qué ahora?
Entonces, en un destello de lucidez, la voz de Shoko se le incrustó en la mente.
Exposición prolongada a feromonas alfa intensas. Eso había dicho ella.
Suguru lo cubrió con su olor aquella vez, cuando practicaron su resistencia a la Voz Alfa en su habitación. Después, Toji Fushiguro intentó doblegarlo varias veces durante su pelea. Y, como si lo anterior no hubiera sido suficiente, se encontró con Geto, un alfa en pleno celo, y, sin pensar, le permitió marcarlo con su aroma.
“Soy estúpido” pensó.
—Joven Gojo, tu ciclo lunar está por iniciar —informó Tengen.
Satoru soltó un quejido ronco y se dejó caer contra la mesa, inclinándose hacia adelante, los codos apoyados en la madera. No sabía si le dolía más el abdomen o el orgullo.
—Sí, ya me di cuenta, gracias —espetó, negándose a sentarse de nuevo, intentando aferrarse a un último resto de dignidad.
Tengen no se mostró afectado.
¿Era un omega, también?
—En el cajón derecho de tu habitación encontrarás supresores y relajantes musculares —explicó el sabio, con tanta calma que Gojo quiso gritarle—. No te preocupes, son los más compatibles con omegas masculinos que…
Satoru se levantó bruscamente y caminó hacia su habitación sin esperar nada más. Cuando llegó, cerró la puerta de golpe y se lanzó en búsqueda de los medicamentos. No eran pastillas, como había imaginado, sino pequeños envases de cristal con líquido transparente, cada uno acompañado de una jeringa de aguja fina. Reconocía el nombre de la marca; la mejor del mercado.
Se sentó en la cama y un terrible calor lo recorrió de arriba abajo, arrancándole un jadeo que disimuló apretando los dientes. Shoko le había dicho mil veces que no debía usar supresores por un tiempo, pero en ese momento le daba absolutamente igual.
La voz de Tengen se escuchó desde el pasillo. No intentó entrar.
—Joven Gojo, te dejarán botellas de agua y comida en el pasillo tres veces al día. Nadie tendrá permitido el acceso a esta habitación hasta que tú lo decidas. El servicio de limpieza será hasta después.
Satoru se arremangó la camisa, con las manos temblorosas. La aguja resbalaba en su agarre sudoroso. Su corazón latía tan rápido que dolía.
—¿Deseas algo más…? —preguntó Tengen.
Satoru hundió la aguja en su brazo y el líquido frío corrió por sus venas. ¿Que si deseaba algo más? Por supuesto. Deseaba que alguien le arrancara ese maldito útero que sentía arder dentro de sí, obligándolo a doblarse sobre el colchón y a querer retorcerse como un animal acorralado.
No respondió. Solo dejó escapar un suspiro exasperado.
—Hay mantas en el armario. Nadie las ha usado. Puedes tomarlas para hacer tu nido —añadió Tengen, con un tono que sonaba demasiado comprensivo para el gusto de Satoru.
El muchacho alzó la vista hacia la puerta, con la aguja aún clavada en el brazo. Al sacarla, olvidó presionar la herida y una gota carmesí se deslizó lentamente por su piel.
¿Nido?
¿Ahora qué era, una paloma?
Quizá leyó algo al respecto, en algún manual médico o un libro de historia…
Los omegas solían construir un espacio suave —antiguamente, con pieles y plantas— en sus hogares, impregnándolos de su aroma para sentirse… ¿seguros? ¿a salvo? No recordaba. Pero lo hacían durante su calor y, de ser posible, para completarlo, utilizaban las prendas de un alfa. Su alfa.
Un gemido bajo se escapó de sus labios. Satoru se desplomó sobre la cama, acurrucándose con las rodillas cerca de su pecho. Todo en su cuerpo dolía. Su cabeza daba vueltas.
Su alfa.
Él no tenía un alfa.
Entonces, como un veneno dulce, la imagen de Suguru irrumpió en su mente. La sensación de sus cálidos labios sobre los suyos, la humedad del beso robado. Satoru se mordió el labio hasta sentir el sabor metálico de la sangre.
“Mi alfa”, gritó una voz diminuta en lo más profundo de su cabeza.
El albino soltó un quejido agónico y se cubrió la cara con ambas manos. Se iba a volver loco. Necesitaba a Suguru ahí mismo. Ahora. Con él.
Del otro lado del pasillo, Tengen habló de nuevo:
—Bien, entiendo. Te daré tu espacio.
El eco de sus pasos se perdió poco a poco en la profundidad del santuario.
Los tres días siguientes fueron una tortura que Satoru preferiría olvidar. Los supresores y relajantes lograron mantenerlo medianamente cuerdo, pero no frenaron sus instintos, que clamaban lo inevitable. No recordaba en qué momento su ropa terminó apilada, ni cómo las mantas y almohadas acabaron siendo arrastradas a un rincón de la cama. Pero lo estaban.
Sí. El gran Satoru Gojo había improvisado un “nido” torpe. No tenía ni idea de cómo se supone que debía verse o sentirse uno, pero cada fibra de su ser le reclamaba que estaba mal hecho. Que era pésimo. Mientras más lo miraba, más ridículo le parecía. Y, aun así, se sorprendió restregando el cuello contra los trozos de tela, olfateando para asegurarse de que todo a su alrededor oliera dulce, como él.
No pudo deshacerse de la sensación de que faltaba algo.
Pero el aroma de Geto había desaparecido de su piel ya. Y Gojo lo extrañó tanto que quizá lloró durante esos días tortuosos.
Si le preguntaban, él diría que no recordaba un carajo.
En diciembre, Yin le entregó finalmente el último informe que había solicitado. El grueso documento contenía la información de cada familia que habitaba en Gokayama, un pueblo diminuto, lleno de adultos mayores y granjeros. Casas tradicionales con techos empinados de paja y calles silenciosas qué parecían pertenecer a una escenografía de época.
Ese era el pueblo en el que, el diecinueve de septiembre, durante su tercer año en la Preparatoria Metropolitana de Hechicería de Tokio, un joven hechicero había desatado una masacre. Sin causa aparente, utilizó las maldiciones bajo su control para asesinar a ciento doce personas, antes de darse a la fuga. Por lo que, bajo el artículo nueve de las regulaciones de la brujería, el culpable, Suguru Geto, fue declarado oficialmente un hechicero maléfico y condenado a muerte.
Sin embargo, Gojo conocía el motivo tras las acciones de Geto aquella trágica noche. Tenían nombre y apellido: Mimiko y Nanako Hasaba. Dos niñas de entre cinco y seis años. Gemelas. El mundo las clasificó como las huérfanas rescatadas y manipuladas por un criminal, pero Satoru sabía que esas pequeñas fueron para Suguru algo más que simples seguidoras de una causa. Fueron su familia.
Debía hallarlas. Debía protegerlas. Porque si realmente quería salvar al alfa, tenía que empezar salvando aquello que él había elegido por encima de todo: un mundo donde los hechiceros tuvieran a alguien que se preocupara por los fuertes.
Sin embargo, al revisar el informe, Gojo descubrió con frustración que en Gokayama no existía nadie con el apellido Hasaba. ¿Las hermanas no eran originarias de allí? Quizá se habían mudado antes de los hechos… De ser así, ¿cuándo aparecerían?
Ordenó a Yin indagar en los poblados aledaños.
La incertidumbre inquietaba a Satoru, aunque al mismo tiempo le daba un extraño consuelo: si las niñas no estaban en Gokayama todavía, significaba que no habían sufrido tanto tiempo como temió. Después de todo, aún faltaba más de medio año para que esa misión le fuese asignada a Suguru. No existían registros de lo que ocurrió antes ni por cuánto tiempo Mimiko y Nanako fueron maltratadas.
Lo único que podía hacer era pedirle a Yin que lo mantuviera informado de cualquier movimiento. En cuanto encontrara a las niñas, iría por ellas.
Febrero llegó y Tengen le dijo que sería liberado al día siguiente, durante el tercer día del mes. En el cumpleaños de Suguru. Satoru no pudo esperar más y, demasiado ansioso, terminó llegando antes de la medianoche con un tonto regalo.
Ahora, se encontraba recostado en la cama de Suguru, con el brazo firme del alfa bajo su cabeza y la nariz hundida en su cuello. Cada inhalación llenaba sus pulmones de aquel aroma a lavanda que adoraba y con el que tanto había soñado esos últimos meses. Poco a poco, sintió cada músculo de su cuerpo rendirse.
Aún le dolía la cabeza y los ojos le ardían, por lo que permaneció con los párpados cerrados, dejándose llevar por la suavidad con la que Geto acariciaba su cabello. Los dedos del alfa jugaban con el nuevo corte en su nuca y, de allí, descendían para delinear las líneas de su cuello, arrancándole estremecimientos involuntarios al omega.
Hablaron durante horas. Satoru le contó lo que había hecho mientras estuvo encerrado. Fue honesto con Geto, incluso cuando admitió por qué no podía explicarle todo. Y aunque la sinceridad le pesaba, en el fondo se sentía aliviado de no tener que revelar más de lo debido. Había una verdad que no podía decir: lo que había ocurrido en su mundo cuando Suguru fue enviado solo a Gokayama. La filosofía retorcida que lo hizo darle la espalda a la luz.
—¿Esas niñas a las que buscas… están en una situación como la de Gumi y Miki? —preguntó Suguru sin dejar de recorrer los mechones blancos del omega.
La luna se colaba por la ventana, bañando sus piernas entrelazadas. La de Satoru estaba sobre las del pelinegro, moviéndose a un ritmo constante. Sin embargo, cuando escuchó aquellos apodos cariñosos salir de la boca de Suguru, dejó de menear el pie y se incorporó un poco, ayudándose de su brazo, para observar el rostro del alfa, sorprendido y con los ojos brillantes de emoción.
Lo miró en silencio un instante, antes de sonreír.
—Aún no… Pero ellas definitivamente no deben estar en un sitio como ese. En cuanto las encuentre, iré por ellas —dijo.
—Iremos —corrigió Suguru con firmeza.
Satoru sintió un tirón en el pecho, una punzada cálida que lo desarmó por dentro. Geto no podía saber que esa misión estaba destinada solo a él. ¿Por qué, de pronto, decía que lo acompañaría?
Como si leyera sus pensamientos, Suguru explicó:
—No quiero que sigas haciendo todo solo, Toru. Entiendo que no puedas revelar cada detalle, pero no voy a aceptar que continúes cargando con esta responsabilidad sin ayuda. No ahora que sé la verdad.
Sus ojos púrpura lo atravesaron, sin dejar espacio para el debate. Satoru creyó que sentiría su orgullo ser herido, ya que él nunca había necesitado la ayuda de nadie, sin embargo, en su interior se extendió algo que no esperaba: alivio.
Era la primera vez que le decían algo como eso. Siempre había sido su deber salvar el mundo, cada vez que algo se torcía, sin que nadie cuestionara si podía hacerlo solo o no. Porque tenía que hacerlo. Pero Suguru no le estaba reprochando, no insinuaba que el albino era incapaz, o que era débil. No lo estaba subestimando, quería apoyarlo. Quería permanecer a su lado.
Su corazón latió con fuerza.
—No soportaré verte salir volando por una ventana de nuevo, hablo en serio —gruñó el alfa, notando su demora en responder. —A donde sea que debas ir, iré contigo. Si no puedo saber el motivo, no preguntaré. Pero basta de escaparte en secreto. Basta de mantenerme lejos.
—Está bien —aceptó Satoru.
Suguru parpadeó, como si esperara tener que insistir más, o acabar en una discusión, pero el omega le enseñó una sonrisa sincera antes de inclinarse y rozar con sus labios la mejilla del alfa.
—Lo haré —dijo en su oído—. Te llevaré conmigo a todos lados. ¿También quieres entrar al baño cuando esté meando? —bromeó.
El zape de Suguru llegó bastante rápido, sin que el Infinito lo detuviera. Satoru soltó una carcajada, hundiéndose de nuevo contra él, rodeando la cintura del alfa con sus brazos mientras el pelinegro suspiraba.
Si, como Tengen decía, el universo tendía a buscar la manera de mantener los acontecimientos como originalmente fueron prescritos, quedarse al lado de Geto era la forma más segura de prevenir que algo malo le ocurriera.
El recuerdo de aquel día, cuando Yaga me dió la noticia, lo golpeó cruelmente. Pero ahora corría con ventaja: Yin rastrearía a las niñas antes de que alguien pudiese lastimarlas. Las traería a la Preparatoria de Hechicería e impediría que Suguru cayera en las sombras.
Satoru se aseguraría de que no fuese así.
—La guerra que mencionaste, la que hay que impedir —murmuró el alfa, también apoyándose sobre su brazo para quedar a la altura del albino. Su aliento rozó los labios del contrario —. ¿En cuánto tiempo ocurrirá?
El estómago de Satoru se encogió de golpe, como si una cuchilla helada le hubiese atravesado las entrañas.
—No ocurrirá —soltó.
—Lo sé. Me refiero… ¿En cuánto tiempo se supone que ocurrirá? —dijo el alfa, notando el temblor en las manos de Satoru, la forma en que la ansiedad se filtraba hasta su aroma.
Entonces, como un bálsamo, el aroma a lavanda se tornó más dulce, envolviendo el aire y acariciando los nervios tensos del albino. Gojo se relajó casi de inmediato.
—… Faltan años —musitó, sin ser específico. Sus ojos se apartaron, como si mirar a cualquier otro sitio lo salvara de tener que decir más.
Pasaron unos segundos que parecieron eternos antes de que Suguru susurrara, bajo, como si temiera la respuesta:
—¿Moriste en esa guerra?
Satoru asintió levemente, clavando la vista en sus manos.
—¿Quién…? ¿Quién podría vencerte? —su voz estaba rota en muchos matices: desconcierto, enojo, pena.
—Ryomen Sukuna, el Rey de las Maldiciones.
El silencio cayó sobre ellos, espeso, sofocante. Satoru tomó aire y levantó la cabeza. Su pecho dolió al ver el pesar y la preocupación en la expresión del pelinegro.
—Pero no va a ocurrir, Suguru. No lo permitiré —se apresuró a decir, tomando las manos del alfa entre las suyas. Estaban frías. —No lo permitiremos.
Suguru bajó la vista hacia sus manos entrelazadas. La tensión de su cuerpo cedió apenas, aunque no desapareció.
—Dijiste que yo ya no estaba en ese momento.
Satoru sintió un nudo en la garganta, no asintió ni negó. Sabía que era inútil.
—No estuve contigo… —la voz de Geto tembló. Sus feromonas se impregnaron en el aire, pura y amarga tristeza.
El albino se inclinó hacia él y tomó el rostro de Suguru entre sus manos. Sus frentes se rozaron y sus ojos se encontraron. El azul enfrentando con extrema seguridad al morado.
—No será así, Suguru. Ya no —sentenció.
El alfa lo miró de frente, atrapado en esos iris ardientes de convicción que parecían capaces de cumplir todo lo que estaba prometiendo. Tenía que creerle.
—Lo siento… —murmuró Geto, ronco, con lágrimas sin derramar al borde de sus negras pestañas—. Lamento no haber estado a tu lado.
A Satoru se le cortó la respiración.
—No tienes que…
—Pero quiero —interrumpió el alfa—. Quiero decirlo. Lamento no haber estado ahí, contigo. Y te juro que no volverá a ocurrir. Sea lo que sea que haya pasado, yo también me aseguraré de que no se repita.
La visión de Satoru se nubló ante sus palabras. Creyó que ya no le quedaba agua en el cuerpo después de su arrebato, pero una tímida lágrima se deslizó por su mejilla, haciéndolo estremecer. Suguru la atrapó con sus labios y, después, lo besó.
La boca del alfa le supo a sal, pero fue extrañamente dulce. Gojo cerró los ojos y lo tomó con ansias, como si en aquel contacto pudiera transmitirle a Suguru todo lo que no podía expresar en palabras. Como si, de esta forma, ambos estuvieran depositando toda su fe en una promesa que trascendió más allá del tiempo y de la realidad misma. El omega se aferró a la nuca de Geto, tirando levemente de su largo cabello, e introdujo gentilmente su lengua para profundizar el beso. Se ganó un gruñido bajo por parte del pelinegro, pero este no fue de advertencia ni enfado. Era de anhelo.
Se habían extrañado demasiado.
Cuando se separaron, ambos jadeaban. Suguru acarició su mejilla con el pulgar. Los dedos de Satoru se encontraban enrollados en la ancha camisa blanca del alfa, a cada lado de su cadera. Permanecieron así un largo momento. El omega quería seguir perdiéndose en su tacto e ignorar todo lo demás. Pero sabía, por la forma en la que Suguru lo miraba, que aún quedaban dudas importantes que estaba obligado a aclarar.
—¿Sabes si la guerra… se perdió? —preguntó Geto con cautela. No había forma correcta de hacerlo.
Temió herir al albino, pero Gojo no se mostró angustiado, sino que negó de inmediato.
—No. Estoy seguro de que no fue así. Mis alumnos ganaron. Son fuertes.
Lo dijo tan seguro que Geto no puedo cuestionarlo. Fue tranquilizandor oírlo. Aún así, el pelinegro no pasó por alto la información que acababan de arrojarle con crudeza. Difícil de digerir.
¿Alumnos?
Recordó, de pronto, aquella desagradable técnica alucinógena de la maldición metálica de Yokohama, cuando el contenedor llamó al albino “profesor Gojo”.
—Te convertiste en profesor… —no era una pregunta, pero el rostro de Geto estaba lleno de incredulidad. —Imposible.
—¡Oye! ¿Cómo que “imposible”? —bufó Gojo, ofendido—. Fui el mejor profe de toda la escuela. ¡Yaga me dio un reconocimiento a maestro del año y todo!
Suguru lo escudriñó de arriba abajo, entrecerrando los ojos.
—No te creo. El profesor Yaga no haría eso.
—... Bueno, lo del reconocimiento es mentira —admitió —. ¡Pero sí fui el mejor profesor! Mis alumnos serán los más fuertes, ya lo verás. Espera a verlos en unos años…
—¿En cuántos? —preguntó el alfa, arqueando una ceja.
—¿Ah? En… en algunos… —balbuceó Satoru, rascándose la nuca.
Esta era la segunda vez que intentaba evitar hablar del tiempo exacto que vivió en su mundo.
Geto se cruzó de brazos.
—Satoru —llamó.
—Suguru…
—¿Cuántos años tienes?
Un sudor frío recorrió la espalda del albino. Levantó las manos agitándolas en el aire, como si eso pudiera distraer el tema, y sus palabras salieron disparadas como metralla.
—¡Tengo dieciocho! T-técnicamente hablando… ¡Te lo juro! Mi cerebro es tan fresco como el que tenía a esta edad y… y todavía me comporto como un idiota a veces, ¡de verdad! Y, y, y…
Suguru lo observó con calma, dejando que se ahogara en sus excusas antes de clavar la daga.
—Dudo mucho que hayas dejado de comportarte como un idiota a pesar del tiempo.
—Oye…
—Dime. Quiero saberlo —fue una orden.
El silencio flotó entre ellos. Lentamente, el rubor ascendió por las mejillas de Gojo hasta convertirlo en un tomate humano.
Suguru frunció el ceño, comenzando a preocuparse de verdad.
—… ¿Cuarenta? ¿Cincuenta? —se aventuró.
—¡¿Qué?! ¡NO! —Gojo bricó.
—Dios mío, eres un anciano.
—¡No lo soy!
—Entonces dime tu edad, vejestorio.
—¡Veintinueve! ¡Tenía veintinueve! ¡¿Ya?! ¡¿Contento?! ¡Deja de llamarme viejo, joder!
El alfa lo miró, su expresión mudándose de la burla a la sorpresa, y de ahí a la amargura.
“Morimos jóvenes”, pensó, más no lo dijo.
De cierto modo, ya se lo esperaba; su trabajo siempre fue así. Pero escucharlo de los labios del amor de su vida era desgarrador. Le partió el corazón.
Satoru ladeó la cabeza, haciendo un puchero al verlo decaído.
—¿Estás…? ¿Estás molesto conmigo?
Suguru respiró hondo y sacudió aquellos malos pensamientos lejos de su mente. No quería volver a sumergirme en ese mar oscuro de miseria. Tenía a Satoru delante de él, a su alcance, en su cama. Después de tanto tiempo. No quería arruinarse esto.
“No será así. Ya no será así. No va a morir” se recordó a sí mismo, apretando los puños.
—No estoy molesto —le aseguró.
—Pues huele a que estás molesto…
Geto lo besó, callándolo. Fue solo un roce fugaz, pero fue suficiente para hacer suspirar al albino.
—No lo estoy, tu sentido del olfato es malo —dijo el alfa.
Gojo replicó:
—¿De qué hablas? Aprendí a usarlo super rápido, para que sepas. Intenta pasar cinco meses en un calabozo donde nadie huele a nada, a ver si no se te oxida la nariz…
Suguru lo silenció con otro beso.
Esta vez, Satoru lo sujetó del rostro para evitar que se apartara, pero, justo cuando el pelinegro creyó que abriría la boca, permitiéndole el paso, el omega lo soltó, alejándose. Su rostro ruborizado se desencajó con cierta incomodidad.
—¿Qué pasa? —susurró Geto.
—Te acabo de decir que tengo… veintinueve años —masculló Gojo, alternando la mirada entre la cara del alfa y las sábanas arrugadas debajo de ellos. No podía sostenerla.
—Tu cumpleaños acaba de pasar, así que tienes treinta —corrigió el pelinegro.
Satoru levantó la cabeza de golpe. Se esperaba algún tipo de consuelo, ¡no una aclaración que lo hiciera sentir aún más inmoral! Sin embargo, no se encontró con la expresión severa o acusadora de Geto, sino que lo vió estallar en carcajadas, llevándose una mano al estómago y limpiando una pequeña lágrima que se le escapó con la otra.
Satoru observó la escena con la boca abierta, sumamente confundido.
—¿De qué mierda te ríes?
—¡De ti! —rió el contrario, tratando de recuperar el aire que le faltaba. —Deberías ver tu cara hace un segundo.
Satoru frunció el entrecejo.
—No es gracioso.
—Sí que lo es.
—¡No lo es!
—Para mí, lo es.
Suguru notó lo fastidiado que estaba Satoru, así que se obligó a contener la sonrisa y respiró hondo. Ya lo había molestado demasiado. Con suavidad, tomó la mano del omega; este intentó apartarla, pero Geto tiró de él y lo atrajo hasta fundir sus cuerpos en un abrazo. Al principio, Gojo se quejó y fingió forcejear, aunque en realidad no tenía la menor intención de apartar al pelinegro. Solo estaba siendo orgulloso. Con el paso de los segundos, los músculos de Satoru comenzaron a relajarse y terminó hundiendo la nariz en el cuello de Suguru, dándose por vencido.
Fue entonces que el alfa habló:
—No me importa tu edad.
Gojo gruñó contra su piel, sin sonar convencido. Tener los dientes de alguien que te gruñe tan cerca de tu cuello no era ideal. Cualquier alfa enseñaría los colmillos de vuelta y se sacaría a quien sea que lo amenazara de encima por instinto. Pero Geto sonrió, enternecido.
—De verdad. Puedes tener dieciocho o treinta años. No me importa —insistió, acariciando la espalda del omega.
Satoru lo sujetó de los hombros y se apartó de golpe, mirándolo a los ojos. Ahora estaba sentado a horcajadas sobre él.
—¿Estás demente? ¡Debería importarte! —exclamó.
Suguru enarcó una ceja, sus manos bajaron hasta sujetar la cintura del albino.
—¿Y por qué debería? —cuestionó con burla, apretando su agarre y empujando el cuerpo de Satoru hacia abajo, estrechándolo contra su regazo. —¿Porque vas a abusar de mi ingenuidad?
Gojo abrió los ojos, impresionado por su atrevimiento. Sus piernas temblaron. Quiso responder pero ahora era demasiado consciente de la posición en la que estaban y lo inapropiado que era el pantalón de algodón del alfa, porque, ¿era normal que la tela fuese tan delgada? Podía sentir el calor de su cuerpo debajo de su trasero, casa surco y curva, los músculos firmes de sus muslos. Su cerebro hizo cortocircuito. Las palabras se le enredaron en la lengua y no alcanzó a emitir ningún ruido coherente. Solo pudo apretujar la camisa del alfa sin saber si quería empujarlo lejos o acercarlo más.
Geto tuvo piedad de él.
—Te sigo viendo como antes, Satoru —explicó, sobando lentamente las caderas del omega —. Pero, si sirve de algo para dejar tranquila tu conciencia, te recuerdo que ya soy mayor de edad.
Satoru se atragantó con su propia saliva, viendo como Geto sonreía maliciosamente entre la oscuridad, acercando sus labios hasta su oído.
—Somos adultos. Por eso no importa —susurró.
Oh…
Gojo pudo haber tenido diez infartos en ese instante. Una inmensa ola de calor lo golpeó con furia, cual tsunami. Su estómago se contrajo, sus músculos se tensaron y un escalofrío lo recorrió desde la nuca hasta la base de la espalda. Su piel ardía, cada poro erizado, y el cosquilleo en su abdomen bajo lo desarmó por completo.
—¡Tengo que orinar! —gritó, antes de salir corriendo hacia el baño de la habitación.
Suguru no lo retuvo, se dejó caer sobre la cama, riendo hasta que su estómago dolió.
Durante el resto de la noche, Gojo le contó a Geto muchas cosas más. Describió con lujo de detalle cómo confundió las feromonas con una especie nueva de energía maldita extraña y cómo tuvo que fingir un desmayo por la impresión. Presumió la cantidad de libros que había leído en un tiempo insano, diciendo que ya era básicamente tan experto de las mecánicas como un nativo.
Suguru lo escuchó atentamente, sin interrumpir. Era impresionante. No solo porque Gojo demostraba, de nuevo, lo inteligente y talentoso que era, sino porque, ahí, en su habitación, con la luz de la luna iluminando su blanca silueta, se veía hermoso. Como un sueño. Él era un milagro en vida, ocurriendo en ese preciso instante, justo delante de sus ojos.
Negó creer en ellos, pero ahora era imposible no hacerlo.
Su corazón rebosó de alegría, de tristeza, de una mezcla tan perfecta de ambas emociones que supo que tenía que ser producto de algo más grande que cualquier acto mortal.
Dios, Buda, el universo. No le importaba.
“Gracias”, fue todo lo que pensó.
Gojo siguió hablando de sus alumnos hasta que el cansancio le ganó la batalla. Sus frases largas se transformaron en murmullos, y pronto no fueron más que un soplo desordenado que acabó en tiernos ronquidos. Ambos se habían acomodado de nuevo en la cama: la cabeza de Satoru descansaba cómodamente sobre la almohada y la de Suguru sobre su propio brazo flexionado, inmóvil para no despertarlo. Después de casi colapsar, el omega estaba hecho polvo. Y Geto no era la excepción.
Los nombres que no conocía, pero que acababa de oír, siguieron rondando en su mente durante un buen rato, repitiéndose como un eco que no quería desvanecerse. Al final, el peso del cansancio acumulado se impuso. Debían de ser las cuatro de la mañana; el amanecer estaba cerca.
Quedaba una duda enorme en su corazón, pero ahora sabía que tenía todo el tiempo del mundo para aclararla. Por el momento, lo único que quería era seguir ahí mismo, al lado del omega, rodeado del aroma que se formaba cuando la lavanda y la cereza se juntaban. Tan dulce, suave y adictivo.
Suguru soñó.
Soñó con un Megumi más grande, el ceño constantemente fruncido y con el uniforme negro de hechicero. Con Yuji, un chico de cabello rosa y energía desbordante que, contra todo pronóstico, lograba arrancar una sonrisa a Nanami. Con Nobara, una chica muy parecida a Shoko, castaña y de ojos marrones, pero más ruidosa y chispeante. Con Yuta, un espadachín brillante. Toge, del clan Inumaki. Maki, experta en combate cuerpo a cuerpo y manejo de armas, como Geto. Y Panda, el extraordinario hijo del futuro “director” Yaga.
Soñó con Mimiko y Nanako, dos niñas sin rostro, aprendiendo a manejar sus técnicas en el patio de la escuela, entre risas y cuchicheo.
Y soñó, sobre todo, con Satoru.
Con Satoru siendo profesor, caminando por los pasillos, las manos cruzadas tras la espalda y una venda negra sobre sus ojos. Era unos centímetros más alto también. El albino se acercó con una sonrisa desbordante en los labios mientras se dirigía a él.
—Suguruuu… ¿Y si hacemos una competencia amistosa entre los de primer año y los de segundo?
—Eso no sería ético ni justo, Satoru.
—¡Mis chicos pueden contra los tuyos, y con los ojos cerrados! ¿O qué? ¿Tienes miedo?
—… Mañana, en el campo de entrenamiento, a las siete en punto.
—¡Bah! ¡Es muy temprano! A las nueve, mejor.
—Ocho.
—Ush, ¡bien! ¿Que no duermes?
La escena se desvaneció entre la bruma de su sueño, pero la calidez que dejó consigo se asentó como un remedio en su pecho. Y el agujero de pesar que albergaba en su corazón, empezó a cicatrizar lentamente. Siendo llenado por el amor de Satoru Gojo y su aroma a cereza que permaneció impregnado en Suguru, como una segunda piel.
Si ese era el futuro por que le debía levantarse y luchar, entonces lo haría. Aunque tuviera que arrastrarse sobre sus rodillas sangrantes, llegaría.
Era una promesa.
Notes:
Gracias por sus votos y comentarios. Los amooooo
El siguiente capítulo es para mayores de edad je... Y puede que lo publique hoy o mañana. PUEDE. Depende de si me dicen cosas bonitas jejejejejejeje
Chapter 17: Anhelo
Summary:
Satoru se reencuentra con Megumi y Tsumiki.
Cumpleaños de Geto.
Satoru se cuestiona la naturaleza de su relación con Suguru.
Se pone picante.
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
Satoru escuchó unos pasos ligeros llegar por el pasillo. Se removió en la cama, medio consciente, pero no quiso abrir los ojos todavía, tampoco quiso soltar la cintura de Suguru. El alfa irradiaba calor; perfecto para esta época del año.
Entonces, la puerta se abrió con un crujido apenas perceptible y el silencio matutino fue roto por dos voces agudas que tintinearon como campanas:
—¡¿Gojo?! ¡Es Gojo!
Antes de que pudiera reaccionar del todo, dos cuerpos pequeños atravesaron la habitación a tropiezos y se lanzaron sobre la cama, sacudiendo todo, como un terremoto. El colchón se hundió, la colcha se desordenó, y en un parpadeo los niños ya estaban encima de ellos.
Suguru se despertó de golpe, sobresaltado, mientras que Satoru ya había abierto los brazos de par en par, preparado para recibir el ataque con una amplia sonrisa. Cinco meses sin verlos, y ahora los tenía otra vez ahí, aplastándolo con su cariño.
Tsumiki se le aferró al cuello con tanta fuerza que casi lo ahoga, temblando mientras las lágrimas le corrían por las mejillas.
—¿Estás bien? —preguntó entre sollozos, mirándolo con esos ojitos húmedos —. ¿Por qué tardaste tanto? Esa gente es mala, ¡tú no quisiste hacernos daño! Tú nos ayudaste…
—Ya pasó, princesa, ya pasó. Ahora estoy aquí, como les prometí —murmuró Gojo, apretándola contra su pecho y acariciando su cabello con dulzura—. Los extrañé.
A su lado, Megumi permanecía aferrado a su pierna derecha, sentado en el colchón. Su mandíbula estaba apretada, conteniendo a duras penas el llanto. Suguru, conmovido por su obstinación infantil, lo tomó en brazos y lo sentó en su regazo, más cerca de Satoru, pero sin forzarlo.
Los niños habían despertado temprano en la mañana, sorprendidos de que Geto no hubiese ido por ellos. Decidieron aprovechar el tiempo; Tsumiki cocinó unos panqueques con mucha miel y preparó jugo de naranja, mientras que Megumi terminaba de darle los toques finales al dibujo que le habían hecho al alfa entre los dos. Pero dieron las diez de la mañana y Suguru no llegó, así que fueron a buscarlo.
Jamás imaginaron que, al entrar a su habitación, se encontrarían con Satoru. Lo habían esperado día y noche, deseando que apareciera por la puerta. Cada vez que jugaban con Haibara, recordaban las risas de Gojo al hacer trampa para ganarles, porque Yu era demasiado amble y nunca competía de verdad con ellos. Y cada vez que Shoko les daba barritas saludables, echaban de menos las madrugadas de chucherías que el albino les regalaba sin cuestionarse si eso era sano o no para dos infantes. A veces, el silencio de Suguru y de Nanami era demasiado tranquilo; hacían falta los gritos del omega al discutir con Megumi. Aquí nadie discutía con Megumi.
Fueron niños buenos y no emitieron quejas, pero anhelaban tanto a Gojo que era imposible que no se les notara en el rostro. Nadie fue capaz de llenar el hueco que el albino dejó en sus corazones.
—Está bien si también quieres llorar, ¿sabes? —le dijo el alfa, trazando pequeños círculos en la espalda del menor.
Megumi negó de inmediato, con el ceño fruncido.
—No… no quiero. No estoy triste.
Suguru suspiró.
—La gente también llora de felicidad.
El niño hizo una mueca en un mal intento por contener la forma en la que su labio inferior sobresalía una y otra vez.
—Estoy feliz… l-lo estoy, pero…
Se quedó a medias. Gojo lo miró por encima de Tsumiki, con una sonrisa.
—¿Qué pasa, Gumi? ¿Estás enojado conmigo porque no me despedí de ti? ¿O porque tardé tanto en volver? —adivinó, encogiéndose de hombros. —Está bien si lo estás. Puedes pegarme si quieres.
El ceño de Suguru se frunció de inmediato ante esas palabras, pero no tuvo tiempo de protestar. Megumi, sin poder aguantarlo más, rompió a llorar. Se tapó el rostro con las manos y las lágrimas le escurrieron rápidamente por las mejillas.
—Pe… perdón… lo siento… —hipó, encogiéndose en el regazo de Geto. El alfa siguió acariciando su pequeña espalda, consolándolo.
Satoru se separó un momento de Tsumiki. Tomó las muñecas del niño y lo hizo descubrir su rostro con calma. Sus ojos verdes estaban irritados y su nariz llena de mocos. Tsumiki usó un lindo pañuelo rosa para limpiarle la cara.
—¿Por qué te disculpas, Gumi? —preguntó Satoru en cuanto Megumi se tranquilizó lo suficiente como para hablar sin sollozar.
—Fue mi culpa… Por mi culpa tuviste que estar lejos. Si mi papá no me hubiera llevado con él… tú… tú…
Gojo no lo dejó terminar. Lo abrazó fuerte, tan fuerte que lo levantó prácticamente de los brazos de Suguru. Tsumiki también se inclinó para abrazarlo, formando un nudo de extremidades alrededor del niño. Ella seguía llorando, aunque lo hacía en silencio. Geto, con el pecho encogido y la garganta apretada, terminó envolviéndolos a todos con su cuerpo, reposando su mentón en la cabeza blanca de Satoru, aceptando sin quejas ser el asiento acolchonado sobre el que todos se amontonaron.
—Te dije que ya no pienses eso —musitó Tsumiki, las palabras amortiguadas contra el hombro de su hermanito.
—No es tu culpa, Gumi —añadió Geto.
El niño sacudió la cabeza.
—Pero…
—No lo es —repitió Gojo, su voz firme y profunda—. Tú no hiciste nada mal. Has sido un niño valiente, Megumi. El más fuerte.
Megumi tembló bajo el abrazo de todos, como si aquellas palabras fueran lo que había querido oír desde hacía mucho, y se dejó querer, dejando salir el llanto que contuvo esos largos, largos, meses. Permitiendo que cada lágrima lavara cualquier rastro de malestar en su alma.
Después de tranquilizar a los pequeños, Suguru se ofreció a cocinar más panqueques, argumentando que ahora tendrían una fiesta más grande porque Satoru comía por cuatro personas.
—¡Oye! —protestó el omega— ¿Me estás llamando gordo?
Los niños rieron al verlos discutir por tonterías. Suguru y Satoru decían cosas al azar para mantenerlos entretenidos, mientras que, secretamente, cada uno se derretía por dentro al ver al otro interactuar con los Fushiguro.
Gojo, entre divertido y fascinado, no podía apartar la vista de Geto mientras este acariciaba la cabeza de los pequeños cada vez que pasaba a su lado. O cuando se inclinaba para escuchar cada palabra que le decían, sonriendo con esa ternura que enloquecería a cualquiera. Megumi y Tsumiki lo felicitaron por su cumpleaños con entusiasmo, con sus caritas hinchadas pero bonitas, y luego se sentaron a comer a su lado, acomodados entre él y Suguru, como si ese siempre hubiese sido su lugar en la mesa del comedor.
Era una escena que Satoru había imaginado miles de veces, cuando Yin le entregó un reporte donde revelaba que Geto retomó sus entrenamientos personales, acompañado de Megumi Tsumiki Fushiguro. Pero verlo en persona era completamente distinto. Su corazón golpeaba tan fuerte que podía jurar que en cualquier momento le rompería las costillas, y aun así no le dolería. Siempre había deseado que Megumi conociera a Suguru, que aprendiera de él, que descubriera lo increíble que era. Y ahora no solo Megumi lo tenía, sino también Tsumiki.
Cuando Satoru probó el primer bocado de sus panqueques, le supieron más dulces de lo normal.
Pasaron gran parte de la tarde en el cuarto de los niños, quienes le mostraron felizmente a Gojo los juguetes, peluches y tesoros que Shoko, Haibara, Nanami, Geto y, sobre todo, Yaga, les habían comprado. Básicamente, llenaban la habitación. Satoru sonrió, aunque el tic en su ceja y la sombra siniestra a su alrededor delataron sus verdaderos pensamientos: tenía rivales.
Su expresión se iluminó cuando los hermanitos le mostraron lo que Santa Claus les había traído en Navidad.
—Santa Claus jamás encontró nuestra casa antes. Esta es la primera vez —dijo Megumi, maravillado con sus figuras de lobos, uno blanco y uno negro.
—¡Sí! ¡Ahora sabe nuestra nueva dirección! —celebró Tsumiki, abrazando fuerte a su muñeca de vestido azul y tiara de princesa que se parecía mucho a ella.
El pecho de Satoru se encogió con fuerza. Miró a los dos pequeños, tan llenos de ilusión, y una certeza ardiente se grabó en su interior: jamás volvería a permitir que nadie los arrancara de su lado. Que intentaran, si querían, pero él mismo se encargaría de destrozar cada obstáculo que osara interponerse entre él y esos niños.
De repente, sintió un apretón cálido en su mano. Volteó y se encontró con la mirada serena de Suguru. El alfa aún tenía el cabello suelto y algo despeinado, que, junto con su pijama, lo hacía lucir muy cotidiano. Era hermoso.
Geto quiso transmitirle algo de paz con ese gesto. Satoru sonrió.
Los hermanos Fushiguro le dieron a Satoru una enorme carpeta repleta de dibujos. Ellos hicieron cada uno, excepto el de Gojo montado sobre una escoba y con una cicatriz en la frente; ese era de Haibara. Suguru los ayudó a guardarlos en hojas de plástico para evitar que se estropearan, y les dio todo tipo de bisutería para que pudieran decorar la portada a su gusto; llena de brillos y pegatinas de ositos, todo en color azul y blanco.
Gojo atesoraría ese regalo por el resto de su vida.
Cayó la noche y se turnaron para ducharse. Suguru vio una película animada con los niños mientras el omega se aseaba, y Satoru les enseñó a jugar un juego de carreras en la consola cuando el alfa los dejó solos.
A media partida, Megumi y Tsumiki dejaron sus controles a un lado y observaron fijamente al albino.
—¡Ey, ey! ¡Les voy a ganar! —advirtió.
Megumi le quitó el control de las manos.
Gojo los miró sin entender. Esa estaba siendo la carrera de su vida. Pudo haber roto su propio récord. Sin embargo, los pequeños Fushiguro parecían haber esperado ese preciso momento para castigarlo. ¿Por qué se veían enfadados?
—¿Uh? ¿Niños, qué ocurre? ¿Les aburrió el videojuego? Porque tengo muchos otros…
—Geto nos dijo que no es tu novio —soltó Megumi de golpe.
De no haber estado ya sentado en el suelo, Satoru habría terminado despatarrado en él.
—¿C-cómo? —tartamudeó.
Esta vez fue Tsumiki quien frunció el ceño. Su vocecita, que solía ser tan dulce cuando se dirigía a Satoru, sonó cargada de decepción.
—Le preguntamos hace tiempo y dijo que solo eran amigos…
Gojo se acomodó la sudadera negra con torpes manotazos. Estaba sudando.
—P-por supuesto que somos amigos. Es mi mejor amigo…
—¡¿Entonces qué hacías durmiendo en su cama?! —chilló Megumi.
La quijada del albino se desencajó. ¿De verdad le estaba sucediendo esto?
—Es… bueno… nosotros… A veces voy a su cuarto y duermo con él, ¡p-pero eso es todo! No hacemos nada raro.
Estaba mintiendo. Era un sucio mentiroso.
¿Pero qué se suponía que debía decirle a una niña de siete años y a su hermanito de cinco?
Los niños intercambiaron una mirada larga. Sus ojos brillaban con una mezcla de tristeza y enojo, como si acabaran de confirmar que Satoru había hecho algo imperdonable delante de sus narices.
—Ieiri dijo que le gustas a Geto —reveló Tsumiki, bajando la voz.
—¿Shoko… les dijo…? —. Gojo se estaba mareando.
—La escuchamos hablar con su novia por teléfono…
—No espiamos —graznó Megumi, tieso como un palo.
Definitivamente habían espiado.
Un momento.
¿Novia de Shoko?
Gojo se llevó una mano a la cabeza, sintiendo que una migraña estaba por florecer. Era demasiada información de golpe y ni siquiera con sus Seis Ojos podía procesarla adecuadamente. Él no debió enterarse de nada de esto. Era mejor fingir que era sordo.
Megumi le dio una patada al sillón debajo de él y disparó con rabia infantil:
—¡Si no vas a ser su novio nunca, entonces no duermas con él! ¡Y deja de tomarle la mano! ¡Porque parecen novios y no son!
—Eso está mal, Gojo —susurró Tsumiki, la angustia empañando su tierno rostro—. Shoko dijo que Geto podría salir lastimado por ti. ¿Es porque no te gusta como novio? ¿Lo vas a rechazar?
Megumi empujó un cojín y lo tiró al suelo. ¿Estaba haciendo un berrinche?
—¡¿Por qué no lo quieres como novio?! ¡Él es bueno! ¡Y nos hace comida! ¡Dile que quieres ser su novio también! —exigió.
—Gumi —reprendió Tsumiki con suavidad, recogiendo lo que el menor había arrojado—, no puedes obligar a las personas a ser novios. Se tienen que amar.
Novio. Novio. Novio.
La palabra martillaba los oídos de Gojo cada vez que salía de esos pequeños pares de labios. Se sintió acorralado, el calor subiendo a sus mejillas, la vergüenza colándosele por cada rincón del cuerpo.
¿Qué eran él y Suguru, exactamente?
Se habían besado más de una vez. Se habían tomado de la mano más de una vez, también. Se acariciaban, se acurrucaban, se marcaban con el olor del otro. Incluso se habían confesado su profundo y trascendental amor.
Eso… ¿eso los hacía novios?
¿No se habían saltado algún paso importante?
Porque Satoru no sabía en dónde estaba parado.
—B-bueno… Nosotros… Nosotros somos… —murmuró. De haber estado en una caricatura, habría humo negro y denso saliendo por sus orejas.
La puerta de su habitación se abrió y Geto entró.
—Niños, es hora de ir a la cama.
“Gracias a Dios”, suspiró Satoru para sus adentros.
Megumi y Tsumiki lo vieron con sospecha, pero, para su alivio, no dijeron nada más. Era obvio que no querían que Suguru se enterara de lo que acababan de platicar. O, más bien, del brutal interrogatorio al que sometieron al albino en su ausencia. Ellos planearon todo. Aguardaron pacientemente a que Geto se fuera y apuntaron a la cabeza, sin dudar. Mocosos maqueavélicos. Eran muy listos.
Qué orgullo.
—¿Quieren que Satoru les lea un cuento hoy? —ofreció el alfa
Gojo le hizo señas desesperadas, rogando que cerrara la boca. Tenía miedo.
—No, gracias, Geto. Hoy estamos muy cansados —declinó Tsumiki, tomando la mano de Megumi y caminando hacia la puerta —. Iremos a dormir ya. El cuento no será necesario.
—¿Oh? ¿Están seguros? Yo puedo…
—Así está bien —dijo Megumi, lanzando una mirada enfadada a Satoru antes de volverse hacia el alfa—. Gojo dijo que quería hablar contigo.
Y entonces se fueron, cerrando la puerta detrás de ellos.
Silencio.
—Eso fue raro —admitió el pelinegro, dejándose caer sobre el sofá, y luego le hizo un gesto a Satoru para que lo acompañara.
Pero Gojo seguía inmóvil, clavado al suelo como una estatua, con la mirada fija en la puerta. El alfa bufó y lo tomó del brazo, ayudándolo a levantarse y colocarse a su lado.
—¿De qué quieres hablar? —preguntó.
El omega tragó saliva. Con lentitud, observó al alfa, como si buscara en él la respuesta a una pregunta que no se atrevía a pronunciar.
El cabello de Geto estaba mojado. Mechones oscuros que se pegaban a su frente y patillas perladas de pequeñas gotas que se deslizaban perezosas hacia su cuello. La piel en esa zona brillaba por la humedad, reflejando la luz azulada y parpadeante del televisor encendido. Todo en él era perfecto. La forma de sus cejas, el tabique recto y alto de su nariz, la curva apacible de sus labios finos que permanecían entre abiertos. Y sus ojos. Esas oscuras joyas púrpuras que le devolvían la mirada con intensidad, robándole el aliento.
En la mente del albino, la misma palabra ridícula se repetía una y otra vez: novio.
Era tan absurda la necesidad humana de etiquetar a las personas, de nombrar los vínculos como si un conjunto de sílabas distintas pudiera determinar el peso y validez inherente de los mismos.
“Pareja”.
Él nunca había llamado a nadie así. Nunca lo necesitó. Un par de encuentros fugaces aquí y allá, rostros de mujeres que se desdibujaban con el tiempo, sin ninguna importancia real. Y él estaba bien con ello. Gojo había aprendido a convivir con esa sensación constante de vacío. Abrazó la soledad, dejó de pelear contra ella.
Fue así desde que perdió a la única persona que había querido de verdad y en todos los sentidos.
Y ahora lo tenía de nuevo frente a él. Tan dispuesto a todo.
A abrazarlo.
A besarlo.
A quedarse.
A corresponderlo.
—¿Satoru?
El albino parpadeó, desorientado. Los latidos en su pecho eran tambores sordos, erráticos, golpeando con fuerza. Su estómago se revolvía con violencia. La voz de Gojo fue apenas un susurro, tan bajo que solo pudo ser oído gracias al silencio de la habitación.
—¿Qué somos?
Suguru abrió los ojos, sorprendido. Esa pregunta lo tomó por completo desprevenido. La duda cubrió sus facciones. No respondió.
Satoru sentía que el corazón iba a salirle por la garganta.
—¿Somos… amigos? ¿O somos…?
No pudo terminar la frase. Le faltó el aire. El aroma a caramelo se esparció lentamente por la habitación, dulce y espeso, cargado de ansiedad y emoción. Geto reaccionó a él; se inclinó lentamente hacia el omega y posó su mano grande y cálida sobre la de Satoru, quien hasta ese momento no había notado que se estaba clavando con manía las uñas en la pierna, haciéndose daño.
—Seremos lo que tú quieras que seamos, Satoru. No te estoy presionando.
La frase lo atravesó. ¿Lo que él quisiera?
Un regusto amargo le subió por el esófago y se instaló en su paladar. No sabía si era tristeza o rabia. Pero fue horrible.
—Sí digo que somos amigos, ¿eso somos? —espetó.
Suguru bajó los ojos un segundo, luego asintió apenas.
—... Supongo —murmuró, retirando la mano con suavidad.
Gojo gruñó de frustración. Le temblaba la mandíbula.
—Eso no tiene sentido—dijo.
—Claro que lo tiene. Si tú quieres que seamos amigos… entonces seremos amigos.
Pero eso no era lo que quería.
Sin poder expresarlo por la boca, Satoru recurrió a la fuerza. Empujó el pecho del alfa bruscamente, arrojándose sobre él. El movimiento fue rápido, pero no imposible de frenar. Aun así, Geto no opuso resistencia. Dejó que Gojo lo derribara como si lo hubiera estado esperando. Cayó de espaldas sobre el sofá, con Satoru encima, sus rodillas a ambos lados de su cuerpo, sujetándolo por el cuello de su camisa negra.
—¿Duermes con tus amigos? —cuestionó Gojo.
El alfa lo miró desde abajo, respirando hondo, obligándose a relajarse. Como siempre, siendo infinitamente paciente para el albino.
—Hemos dormido juntos casi desde que nos conocemos.
Gojo tiró de su camisa. La tela se tensó, crujiendo. Estaba al borde de rasgarse.
—¿Marcas con tu olor a tus amigos? —gruñó.
Sus ojos brillaban. Estaban llenos de rabia, sí, pero también de miedo. De anhelo. El aroma a caramelo era ahora casi asfixiante. Apremiando a Geto para que respondiera a sus deseos. El pecho de ambos subía y bajaba con rapidez.
—No… —respondió.
—¿Los besas?
—No.
—¿Te excitas por ellos?
La pregunta salió entrecortada, agitada. Estaban demasiado cerca. El aliento de uno chocando, caliente, contra la piel del otro.
—No —soltó el alfa, apretando los dientes.
—¿Entonces cómo carajos vamos a ser amigos? ¡¿Eh?!
Satoru apenas alcanzó a terminar la frase cuando Suguru lo agarró con firmeza de la nuca y lo jaló hacia abajo, estrellándose en un beso brutal y urgente. Los labios chocaron con un sonido húmedo y la lengua de Geto se abrió paso sin pedir permiso, empujando y reclamando cada espacio en su cavidad. Una descarga eléctrica recorrió la espina dorsal de Gojo, haciéndolo temblar sobre los muslos del alfa.
El aire se volvió escaso demasiado pronto. Satoru intentó separarse, soltando un jadeo entrecortado, sus dedos crispados en la camisa de Suguru. Pero antes de que pudiera recuperar el aliento, Geto lo arrastró de nuevo. El beso se hizo aún más profundo. Gojo se sonrojó al sentir su saliva caer por la gravedad, caliente y espesa, directo en la boca del alfa, quien no se detuvo ni siquiera por un segundo.
Pronto, lo único que se escuchaba en la habitación era el chasquido mojado de sus labios al encontrarse y el roce furioso de sus lenguas, junto con algunos jadeos que se colaban cada vez que Satoru insistía en separarse un milímetro aunque sea, porque empezaba a marearse. Pensó que podría caerse del sillón, pero las manos de Geto lo sujetaban con dureza para evitar que se apartara. Su trasero presionado contra la entrepierna del alfa.
La fragancia de lavanda y cereza era la droga más peligrosa que conocería.
—No eres solo un amigo —murmuró Suguru, liberando los hinchados labios del omega, trazando un rastro de mordidas y lamidas suaves a lo largo de su mandíbula, bajando por su cuello.
Satoru se estremeció con un suspiro. Ladeó la cabeza y permitió que el alfa besara tanta piel como se le antojara. No pudo evitar montarse en la placentera ola de estímulos sensoriales y dejarse llevar por la marea. Una erección a medio formar se apretaba contra sus pantalones.
—Eres mío —proclamó Geto contra su clavícula. Había estirado la sudadera del albino hasta que posiblemente la deformó sin reparación. Metió sus manos debajo de esta y masajeó la piel suave que Gojo tenía en la zona de la cintura y el abdomen —. Te lo pediré bien, Toru. Quiero hacerlo bien.
Gojo soltó una risa que acabó como un gemido cuando los dedos del alfa se hundieron con demasiada fuerza en la carne de sus caderas.
—Eso no fue lo que dijiste antes —replicó —. Dijiste que si yo pedía ser amigos, entonces…
—Mentí —susurró el pelinegro, por fin levantando la sudadera del omega y tirando de ella hacia arriba para quitársela —. Fue verdad cuando dije que no quiero presionarte, Toru, pero tampoco quiero ser… maldición. ¿Por qué no tienes camisa?
—Me la quitaste también, tonto.
Suguru se quedó quieto un instante. Bajó los ojos hasta la tela entre sus manos. Allí, enrollada en la sudadera negra, había una camisa blanca de algodón. Un ligero matiz de vergüenza se dibujó en su rostro, pero ni siquiera eso impidió que su mirada se deslizara con hambre mal disimulada por el cuerpo expuesto ante él.
El torso del omega parecía esculpido por los cielos: músculos magros y bien definidos. La luz azulada de la pantalla resaltaba cada relieve, tiñendo con facilidad aquella piel tan blanca que parecía de porcelana. Los pezones, pequeños y firmes, se erguían, quizá por el frío, quizá por la excitación, mientras el pecho de Gojo subía y bajaba pesadamente, incapaz de ocultar lo agitado que estaba en realidad.
Un rubor intenso le teñía el cuello, ascendiendo hasta enrojecerle las mejillas. Más abajo, donde sus cuerpos se juntaban, podía ver el vientre casi totalmente plano del omega; había una delgada capa de grasa que le otorgaba a su silueta una curva sutil y provocadora, como una invitación silenciosa a morder, a chupar y marcar. Y justo debajo del ombligo, un fino rastro de vello blanco desaparecía demasiado pronto bajo la pretina de sus pantalones, los cuales se notaban demasiado ajustados de repente.
Suguru estaba babeando. Frente a él, Satoru era contradicción pura: ángel y pecado, sublime y obsceno. Demasiado perfecto para tocarlo, demasiado tentador para no hacerlo.
—¿Sugu?
El pelinegro se incorporó como pudo sobre el sofá, sujetando al albino para que este no se retirara de encima suya. Su rostro quedó a la altura de aquellos pálidos pectorales. Sus manos recorrieron la amplia espalda de Satoru mientras abría la boca para probar uno de esos pezones. Gojo tembló.
—Estabas… estabas diciendo algo —jadeó. Un cosquilleo burbujeó dentro de él hasta volverse agua hirviendo en su vientre bajo.
Ya estaba completamente duro bajo su ropa. Y podía sentir la excitación de Suguru clavarse contra sus nalgas. Gojo se mordió los labios para contener un gemido cuando el alfa succionó con demasiada insistencia su pecho. Esta era la primera vez que alguien le hacía esto.
Mierda, era la primera vez que hacía algo así con otro hombre.
Y aunque su mente estaba confundida, su cuerpo reaccionaba naturalmente, entregándose al placer. Se sentía bien. Demasiado bien.
¿Debían parar?
Satoru se encontró a sí mismo odiando la idea de detenerse, como cuando tuvo que frenar a Suguru en el Santuario de Muerte Estelar. Él quería seguir…
¿Pero exactamente cómo iban a seguir?
Como si Geto pudiera escuchar las maquinaciones de su cerebro, le dio una mordida a aquel botón rosado y erecto antes de separarse para verlo. Gojo pegó un respingo y chilló de dolor, mirando a Suguru sin entender su arrebato.
—Estás pensando demasiado —dijo el alfa, pasando sus manos por su torso desnudo.
—Yo creo que tú no estás pensando lo suficiente —debatió Satoru, mirando hacia la puerta —. ¿Y si Megumi y Tsumiki…?
—Deben estar dormidos ya. Están en el edificio de profesores y una maldición mía siempre los vigila.
Geto siguió besando su cuello, centrándose en la glándula de olor que estaba ahí. Gojo gimió y se retorció nerviosamente en su regazo.
—Pero… pero…
El alfa suspiró suavemente y se apartó por completo. Observó el rostro dubitativo de Satoru. Sus grandes ojos azules llenos de ansiedad y deseo. Claramente batallando para tomar una decisión.
Y Geto supo de inmediato la respuesta a aquello tan importante que había querido preguntarle horas atrás.
—En tu mundo… —comenzó, deteniendo todo movimiento. Sus manos descansando a los costados. —No fuimos más que amigos, ¿cierto?
La voz del alfa era tranquila. No había reproche ni acusación en su tono. Aun así, los hombros de Satoru se encorvaron y bajó la cabeza. De repente, tenía demasiado frío y se sentía demasiado expuesto. Ya se esperaba algo como esto.
Sin atreverse a mirarlo, Gojo negó con la cabeza.
—Usa tus palabras, Toru.
—No… no lo fuimos —susurró, con la voz apenas audible. Sus manos no dejaban de moverse, los dedos se retorcían unos con otros en un gesto ansioso, sin seguir un orden en particular —. Yo… nunca te lo dije. Creo que ni siquiera lo entendía. Y cuando lo entendí… ya no había nada que hacer.
Las frases le salían a trompicones, como si cada sílaba pesara demasiado. Entonces, una mano cálida y firme lo tomó del mentón, obligándolo a alzar la mirada. Los ojos de Suguru lo observaban con comprensión.
—Está bien. Lo entiendo —murmuró, apartando un mechón rebelde de su rostro—. Si te soy honesto, si nada de esto hubiera pasado, probablemente jamás me habría atrevido a decir lo que siento por ti. Eres mi mejor amigo y siempre lo vas a ser. Pero si me hubieras rechazado como pareja… —suspiró —. Temía arruinarlo todo.
Satoru se sobresaltó, con el corazón golpeándole el pecho.
—¡No arruinas nada! —exclamó atropelladamente—. Y-yo también quiero… —se mordió el labio inferior—. Quiero esto. Me gusta más así. De verdad, yo… A mí me gustas.
Al pronunciar esas últimas palabras, su voz salió estrangulada, pero perfectamente entendible. Lo había dicho. Carajo, lo había dicho.
Suguru lo miró en silencio unos segundos, y una sonrisa suave, la más genuina y cálida que Satoru le había visto en mucho tiempo, se dibujó en sus labios.
—Lo sé —respondió, con un dejo de diversión—. Es bastante obvio.
Las mejillas de Satoru se encendieron como brasas. Soltó un quejido indignado y le dio un débil golpe en el pecho, más un manotazo que otra cosa. Pero Suguru atrapó su mano antes de que pudiera apartarla. Con calma, sin dejar de mirarlo, inclinó el rostro y depositó un beso tierno en la palma abierta de Satoru. Después, con algo menos de inocencia, deslizó los labios hasta su muñeca, haciendo temblar al albino.
El rubor en el rostro de Gojo se intensificó, si es que eso era posible.
Suguru alzó la mirada y, sin apartar los labios de su piel, dijo:
—A mí también me gustas, Toru.
¿Cuántas veces en un día se puede sentir que estás a punto de sufrir un infarto? El omega pensó que sería la primera persona en descubrirlo.
—Entonces, ¿ya somos…novios? —graznó.
Geto tuvo la osadía de hacer como si lo pensara. Satoru apartó la mano y preparó el golpe, pero el alfa lo detuvo, riendo suavemente. Sus mejillas estaban rojas también.
—De verdad quería pedírtelo bien. No en medio de…—miró las piernas de Satoru alrededor suyo. Aún encima de él —… esto. Pero sí, lo somos.
Gojo dejó que la tensión de su cuerpo desapareciera, como si finalmente pudiera respirar después de estar buceando en un tanque de tiburones. De pronto, sintió una clase de felicidad tan plena y errática a la vez, que, aunque trató de contenerla, porque sabía que ese no era el mejor momento, no pudo. Satoru soltó una pequeña risa y luego otra. Hasta que sus carcajadas resonaron en el cuarto.
Geto levantó ambas cejas, preguntando:
—¿Qué es tan gracioso?
—Tu cara. ¿O cómo era? ¿Qué fue lo que dijiste antes? —dijo Gojo con sorna.
Los ojos de Suguru se entornaron, brillando con una calma peligrosa, como si aceptara un reto. Entonces, se inclinó hacia adelante con un movimiento decidido, apartando a Satoru de su regazo y atrapándolo contra el sofá, su cuerpo imponiéndose con facilidad.
Gojo soltó una risita breve, ahogada, pero la tensión lo delató: gotas de sudor empezaban a deslizarse por su frente.
—Te ríes cuando estás nervioso, Toru —ronroneó el alfa.
—No…
Geto lo besó.
—No estoy…
Y lo besó de nuevo.
—Deja de…
Y otra vez.
Cuando Satoru sintió que el alfa volvería a separarse, lo tomó del cabello y tiró de él, impidiendo que se alejara. Satoru lo sujetaba con desesperación, sus dedos temblaban entre las hebras oscuras. El beso fue húmedo y necesitado, cada roce de sus lenguas más longevo que el anterior. El alfa recorrió con sus manos cada línea de su pecho desnudo, bajando por su cintura estrecha hasta el abdomen tenso, acariciándolo como si quisiera memorizar su divina figura.
El peso de Geto entre sus piernas lo mantenía atrapado, incapaz de huir, aunque tampoco quisiera hacerlo. El roce de sus erecciones endurecidas, separadas apenas por la tela delgada de los pantalones de algodón, arrancaba ruiditos rotos de su garganta. Satoru podía sentir cómo el bulto de Suguru se apretaba contra el suyo, una fricción abrasadora que lo hacía ver destellos en la penumbra.
El alfa descendió por su cuello, que ya estaba demasiado sensible, y el albino se estremeció. Geto continuó, dejando un rastro de saliva tibia y marcas rojizas por su blanca piel. Cuando los besos y lamidas llegaron al límite de su abdomen, Satoru era ya más líquido que sólido.
—Sugu… —gimió, agitado.
—¿Puedo quitártelos? —la pregunta sonó ronca, mientras sus dedos jugaban con el botón de sus pantalones, los cuales parecían a punto de reventar.
—Ahora sí pides permiso.
—Toru…
El corazón de Gojo se detuvo por un instante. Estaba nervioso, atrapado por la imagen real de aquello que tantas veces había imaginado en secreto. Sentirlo ahí, entre sus piernas, con esas manos firmes sobre él, era demasiado. Y al mismo tiempo, era exactamente lo que había esperado con ansias durante tanto tiempo.
Quería sentirlo. Quería que lo tocara. Quería rendirse.
Pero una duda persistente lo hizo morderse el labio.
—¿Tengo que ser el de abajo?
Los ojos de Suguru se abrieron con sorpresa, su respiración se cortó. Por un instante pensó en bromear y soltar algún comentario burlesco, pero al ver el rostro de Satoru, crispado, y la fuerza con la que apretaba la camisa ajena, decidió responder seriamente, paciente.
—No haremos eso ahora, tranquilo.
El albino soltó un suspiro aliviado. El alma le regresó al cuerpo.
—Y no tenemos que hacer nada que a ti no te guste, Satoru. Ser omega no significa que tengas que cumplir con ciertos roles —añadió Suguru, en un tono gentil.
Gojo desvió la mirada, como si quisiera ocultarse detrás de su propio orgullo. ¿Qué no le gustaba...?
Cuando estuvo en celo, tres meses atrás, entendió bastante bien que tener algo dentro de él no era precisamente desagradable. Sino todo lo contrario. Su cuerpo lo había traicionado de forma vil, enseñándole las cosas que era capaz de sentir. Las cosas que era capaz de desear. Y la lujuria que radicaba tras esa picazón arrolladora que le carcomía las entrañas. Sin embargo, la idea de rendirse tan fácil a esos instintos bajos le resultaba vergonzosa.
—No dije que no me gusta, solo… —murmuró bajito. Las palabras murieron en su boca. Ni siquiera sabía por qué seguía hablando, si cada palabra que soltaba lo dejaba más en ridículo.
El silencio se volvió espeso entre ellos. Suguru, creyendo leer la incomodidad en el rostro del otro, preguntó:
—¿Quieres que nos detengamos?
—¡No! —Gojo giró bruscamente la cabeza hacia él. La exclamación resonó demasiado fuerte en la habitación. Se aclaró la garganta, tosió, intentando disimular—. Digo… no. Estoy bien. Sigamos…
En cuanto dijo la última palabra, sus pantalones salieron volando y cayeron en algún sitio lejano. Satoru no tuvo tiempo de reaccionar, su ropa interior fue apartada, exponiendo su pene ante el alfa.
“Vaya, qué rápido”. Pensó eso, pero la cabeza de su miembro brillaba, húmeda, y gruesas gotas transparentes brotaban una tras otra, demostrando cuán entusiasmado estaba realmente. El alfa no era el único desesperado.
Geto observó su miembro con hambre. Era, como cada parte del cuerpo de Satoru, hermoso. Su mano derecha viajó hasta rodearlo, el tamaño era bastante digno, pesaba entre sus dedos. Como si lo electrocutaran, Satoru se sacudió debajo de él, sujetando el brazo del alfa, sin saber si quería empujarlo lejos o atraerlo.
—¿Te gusta? —preguntó Suguru, manipulando experimentalmente su erección, moviéndose de arriba abajo, girando la muñeca cada que alcanzaba la cima.
Gojo creyó que iba a morir. Tenía los ojos cerrados y las piernas apretadas alrededor de las caderas del pelinegro. La luz del televisor era muy brillante de repente. Un estímulo demasiado molesto ante el intenso placer que Suguru le estaba provocando.
—Mmh… —asintió.
—Toru, tus palabras —le recordó Geto.
La frase llegó como fuego puro corriendo por sus venas, evocando en él una emoción que no sabía que podía tener.
—Sí… Sí, sí —jadeó, abriendo los ojos lentamente. Solo para encontrarse con la escena más obscena que ni su imaginación pudo alcanzar.
Geto manejaba su polla endurecida mientras que con la otra mano le acariciaba la pierna. A veces subía tanto que sus dedos se colaban por debajo de su ropa interior, estirándola y apartándola del camino, para tocar su el hueso de su cadera y frotar su ingle. La tela estaba totalmente arruinada y mojada.
—Bien hecho —elogió el alfa.
Y Satoru gimió, a punto de correrse. Sus ojos giraron hacia atraer y arqueó la espalda, abriendo más las piernas para facilitarle el acceso al pelinegro. Fue una reacción automática. Suguru lo recompensó con un apretón en su muslo, apartando la tela nuevamente. Le estorbaba.
—Quítamelo —exigió Gojo, sosteniendo el elástico de la única capa de ropa que le quedaba, intentando deshacerse de ella.
Como si hubiese esperado a que el omega mencionara, Geto lo ayudó sin rechistar. Ahora, Satoru estaba desnudo, mientras que el alfa seguía totalmente vestido. La situación era tan vergonzosa como excitante.
El alfa contempló las piernas largas del omega, abiertas es toda su extensión, para él. Era magnífico. Una obra de arte que nadie debería poder presenciar nunca. Solo Suguru.
Satoru soltó un quejido enfadado, empujando sus caderas hacia arriba. Geto había dejado de tocarlo. ¿Por qué?
—Qué exigente —suspiró el alfa, con una sonrisa.
Satoru sintió como una de sus piernas era levantada fácilmente y colocada sobre el hombro del pelinegro, quien se hizo hizo hacia atrás para poder inclinarse más abajo. Geto quedó recostado boca abajo sobre el sofá, su rostro a escasos centímetros de la erección del albino. Anticipando lo que venía, las pupilas de Gojo se dilataron y un montón de humedad brotó de su polla.
Suguru repartió besos por la parte interna de su muslo, acercándose al centro, lamiendo su ingle, solo para volver a alejarse. Repitiendo el proceso una y otra vez. Haciéndolo sufrir.
Gojo maldijo en voz alta antes de tomar al alfa del cabello y empujarlo hacia su pene adolorido.
—¡Deja de jugar! —gruñó.
Geto no se quejó por el maltrato. Miró hacia arriba con trabajo y dijo:
—Si quieres algo, pídelo.
Satoru abrió los ojos en silencio.
—Dime lo que quieres que haga, Toru —dijo el alfa.
Satoru sintió su pecho apretarse y hormiguear, como si los pulmones no lograran llenarse del todo. Su respiración se aceleró. El calor subió desde el estómago hasta las mejillas, tiñéndolas de un rojo intenso. Sus manos se aferraban con fuerza a los mechones negros de Suguru. Lo mantenía cerca, como si temiera que se apartara, pero no empujó más.
Geto pensó que lo había fastidiado demasiado, por lo que se dispuso a pedir perdón. Pero, justo en ese momento, la voz temblorosa de Satoru rompió el aire.
—Usa tu boca… —susurró con un jadeo que se transformó en súplica. Sus ojos azules fijos en los labios húmedos de Suguru. Los quería. Los ansiaba.
El alfa sintió un escalofrío recorrerle la espalda al escuchar esas palabras, tan crudas y necesitadas. Al ver la expresión pecaminosa del albino.
—Mete mi polla en tu boca.
Y Geto lo hizo.
Sus labios se extendieron alrededor del miembro erguido, envolviéndolo en un calor húmedo que le arrancó a Satoru un fuerte gemido. Sus caderas titubearon, deseoso de empujar hasta enterrarse en la garganta de Suguru. Pero no quería hacerle daño. El alfa usó su lengua para recorrer su extensión de arriba abajo, prestando especial atención a la punta y al fino frenillo debajo de esta. El omega gimoteó cada vez, pataleando sin sentido, completamente abrumado, balbuceando incoherencias.
—Suguru… Mmm, más…
El alfa obedeció.
No es que el pene de Satoru fuese pequeño, porque no lo era. Era del tamaño y grosor perfecto, bien dotado, como todo en su persona. Pero Geto no conocía el reflejo nauseoso y eso le permitió devorarlo hasta el final. Su corto y suave vello recibió la nariz del alfa. El omega lloriqueó de placer.
Satoru olía a dulce y delicioso.
Y Suguru quería más.
No podía detenerse, no cuando cada sonido de Satoru lo encendía como una chispa a la pólvora. Tentativamente, deslizó sus manos por las piernas del omega hasta acariciar sus glúteos firmes. Los apretó con fuerza, con hambre. Ya lo había visto antes, cuando le quitó la ropa interior. Ese brillo que delataba la humedad. Pero ahora, al tocarlo, supo que se trataba de mucho más que simple y tímido rocío. No. Satoru se estaba derritiendo ahí abajo.
El lubricante era tanto que se deslizaba entre los dedos del alfa con solo separar un poco la carne tierna. El néctar espeso lo empapó todo y su aroma lo golpeó con violencia: dulce, penetrante, cereza madura mezclada con pura excitación que parecía adherirse a la parte posterior de su garganta.
Geto introdujo un dedo.
—¡Ah! ¿Qué…? —Satoru levantó la cabeza, viendo la mano del alfa perdida entre sus nalgas. Se quedó sin aire —. E-espera…
El interior de Satoru era suave y estrecho; su entrada palpitaba alrededor del dígito intruso, contrayéndose con espasmos que lo apretaban con mucha fuerza, tragándoselo.
El omega gimoteó y arqueó la espalda contra el sofá, su cuerpo se estremecía sin control. Geto apenas lograba sostenerlo. Quiso continuar, quiso llevarlo más lejos, pero Satoru se retorcía demasiado, encogiéndose y temblando con cada empuje. El alfa tuvo que apartar su boca del miembro hinchado para evitar hacerle daño con los dientes.
—Espera, espera… —suplicó el albino.
Suguru detuvo la mano en seco, el dedo aún enterrado hasta el fondo, atrapado por esa presión deliciosa. Su voz salió ronca y destruida. Le punzaba la garganta.
—¿No te gusta? ¿Te duele?
Satoru respiraba con dificultad. El placer le nublaba la mente, lo recorría como descargas eléctricas desde el interior hasta la piel erizada. No sabía si quería escapar o quedarse allí para siempre, porque lo que sentía lo estaba consumiendo vivo.
—Dijiste que no íbamos a… —logró articular débilmente, entre jadeos.
—Es un dedo, Toru.
Gojo frunció el ceño, el rubor subiéndole hasta las orejas. La vergüenza lo quemaba. No hacía falta decir en voz alta que tenía el dedo de Suguru hurgando en su trasero.
—¿No fue esto lo que hiciste antes? —la voz grave del alfa lo atravesó como un rayo. —El día que me pediste usar la Voz de mando, en tu habitación.
Satoru se quiso morir ahí mismo, tragado por la tierra.
—¡¿Estabas espiando…?! ¡Ah! —. Intentó levantarse, pero la queja se convirtió en un gemido agudo cuando Suguru movió el dedo en su interior, hundiéndose hasta que el último nudillo topó contra la entrada fruncida y temblorosa.
—No estaba espiando —replicó el alfa —. Fuiste tú quien no tuvo la decencia de bajar la voz.
—Mmh… ah, ah…
Satoru se estremeció, el rostro encendido en puro placer, los labios entreabiertos mientras intentaba cerrar las piernas instintivamente, sin conseguirlo. Geto se las mantenía abiertas con firmeza, interponiendo su mano libre entre ellas.
—¿Me dirás que no te has tocado aquí? —dijo el alfa, su voz se derramó, dulce y pesada, como la miel.
El omega se mordió los labios, aferrándose al sillón como si eso pudiera salvarlo. Pero sus ojos se desviaron, inevitablemente, al movimiento de los músculos del brazo de Geto, que se tensaban y flexionaban cada vez que lo embestía.
Otro dedo rozó su entrada, provocando que un escalofrío lo recorriera de pies a cabeza.
—¿En qué pensabas cuando lo hiciste? —inquirió Suguru mientras aumentaba la presión sobre su centro, abriéndolo a su antojo—¿En mí?
El segundo dedo entró sin compasión. Satoru lanzó la cabeza hacia atrás con un gemido desgarrado. Sus caderas se movieron por sí solas, buscando mayor contacto. El estiramiento no dolía, estaba demasiado lubricado y dilatado como para que lo hiciera. Solo ardía de una manera adictiva, quemándole la razón. El aroma a lavanda lo envolvía. No podía pensar.
Su pene, abandonado, daba pequeños saltos cada vez que el alfa rozaba aquel cúmulo de nervios en su interior. Directamente conectados. El presemen goteaba profundamente sobre su abdomen, comenzando a formar un pequeño charco en su ombligo que desbordaba en delgados hilos que caían por sus costados. El ruido ilícito del chapoteo cada que los dedos de Geto se entraban y salían de él era lo único que podía escuchar, además de sus propios resoplidos.
—Responde, Toru —la orden de Suguru estaba cargada de lujuria.
El calor abrasador recorrió al albino, sus entrañas se encendieron en llamas, revolviéndose en su interior. La presión en su abdomen bajo creció hasta hacerse insoportable. Los dedos de sus pies se flexionaron.
—En… ah, en ti. Pensaba en ti… ngh —confesó entre gemidos. Su mano temblorosa bajó hasta su miembro, envolviéndolo y agitándolo con urgencia.
Como si aquellas palabras hubieran quebrantado el escaso control que le quedaba, Geto apartó la mano de Satoru, obligándolo a soltar su erección palpitante. El omega gruñó, medio llorando, medio gruñendo, frustrado por la repentina pérdida, pero la queja murió en un jadeo ahogado cuando el aire frío que lo irritó fue reemplazado por la calidez húmeda de la boca de Suguru.
Oh.
El alfa lo devoró sin piedad, succionando como si quisiera sacarle cada mísera gota del cuerpo a la fuerza. Sus labios bajando hasta la base, presumiendo su habilidad nata y su profunda garganta. Al mismo tiempo, curvó los dedos en su interior hacia arriba, presionando directamente su próstata. Suguru repitió el proceso una y otra vez, su ritmo era implacable. Las caderas de Satoru se meneaban en un intento inútil por coordinarse con los movimientos bruscos del alfa. No entendía nada. Quería follarse su boca y clavarse en sus gruesos dedos al mismo tiempo. ¿Por qué era tan difícil?
Satoru arqueó la espalda, atormentado. Sus manos se hundieron en el cabello negro del contrario y jaló con desesperación. Suguru gemía cada que un el tirón resultaba demasiado descuidado, pero, en lugar de detenerlo, el dolor lo incitaba a continuar.
—Ah, sí… así… —jadeó Gojo, y una lágrima se deslizó por su sien, fruto del placer —. Me… Me gusta…
Ya estaba cerca. Todo su cuerpo temblaba, los músculos rígidos, la presión acumulándose en su abdomen hasta el límite. El calor se extendía hasta el último rincón de su ser. Los sonidos guturales que emitía Suguru retumbaban alrededor de su miembro, arrancándole espasmos incontrolables.
—¡Sugu! Basta, me voy a… Estoy… —tartamudeó entre gritos ahogados, intentando apartarlo con un empuje débil, sin convicción real.
Pero Geto no cedió. Se hundió todavía más, devorando hasta el último centímetro del miembro de Satoru, mientras un tercer dedo se abría paso en su interior, penetrando con firmeza. Buscando llegar hasta el punto más profundo al que pudiera acceder, estirando de forma impensable la entrada del omega.
La visión de Gojo se volvió blanca. Su cuerpo se sacudió y un gemido agudo le rasgó la garganta. Satoru alcanzó el clímax, deshaciéndose por completo en la boca y las manos de Suguru.
El alfa se tragó todo, sediento, sin dejar escapar una sola gota de su esencia. Sus labios se cerraron con determinación alrededor de la carne sensible y sus manos hábiles se deslizaron por la cintura estrecha del omega, masajeándola, sosteniéndolo a través de cada réplica. Gojo se sacudía bajo él, temblando y dando bocanadas, hasta que la sobreestimulación se volvió demasiada, haciéndolo soltar un quejido lastimero.
Solo entonces el alfa liberó su miembro. Un grueso hilo de saliva quedó suspendido en el aire, uniendo la punta enrojecida del pene de Satoru con los brillantes labios de Suguru, que lucían igual de colorados e hinchados. Aquel rastro era la pecaminosa evidencia de un beso profano.
Gojo sintió que iba a desmayarse. De haber sido posible, se habría corrido otra vez con solo ver esta imagen vulgar y exquisita.
Con cuidado, Geto se retiró de su interior. El omega jadeó. La lentitud de los movimientos solo lo hizo más consciente de lo hondo que había llegado el alfa. De lo largos que eran sus dedos. No necesitó mirar para saber que una cantidad alarmante de lubricante brotó de golpe, inundando el sillón como un río desbordado. El aroma dulce a cereza llenó la habitación.
Demonios. Le gustaba ese sillón.
Suguru se incorporó despacio, mirándose la mano mojada y viscosa como quien admira una obra de arte en un museo. El líquido transparente resbalaba por sus dedos, escurriendo hasta su palma, y él lo contemplaba, embelesado, fascinado.
Al notar la intención que destellaba en esos ojos morados, Satoru exclamó con horror:
—¿Qué…? ¡¿Qué haces?! ¡No!
Trató de patearlo, pero sus piernas no respondieron a tiempo. No pudo hacer nada más que observar cómo Suguru, sin apartar la mirada de él, se llevaba los dedos a la boca, chupándolos con descaro.
—¡Agh, maldito loco! ¡Eso es asqueroso! —gritó el omega, cubriéndose el rostro, abochornado. Sus manos apenas lograban ocultar el rubor que le ardía en las mejillas.
No quería verlo. No debía verlo.
Pero ya lo había visto.
Vió esos delgados labios rojos probar su esencia. Escuchó la manera en que era saboreada por el alfa, como si estuviera probando el postre más delicioso de su vida.
Se iba a poner duro de nuevo.
—No es asqueroso. —Suguru lo observaba divertido, relamiéndose. —Sabe muy bien, de hecho. ¿Quieres probar?
—¡NO! ¡ALÉJATE!
Con movimientos ágiles y provocativos, el pelinegro trepó lentamente sobre él, elevándose hasta quedar encima de su presa.
—Dame un beso, Satoru —susurró con voz ronca.
—¡No quiero! —jadeó Gojo, intentando empujarlo con las manos temblorosas, sin la fuerza suficiente para apartarlo.
—Sabes súper dulce, en serio. Te va a encantar —convenció Suguru, inclinándose un poco más.
—¡Las maldiciones atrofiaron tus papilas gustativas!
Gojo apartaba la cabeza, tratando de esquivarlo, mientras Suguru buscaba conectar sus labios. En ese momento, el omega abrió los ojos, desconcertado, y bajó la vista. La entrepierna de Geto rozaba su vientre, los pantalones de chándal oscuros arrugados y mojados, y el bulto que antes se marcaba, enaltecido, había desaparecido.
Satoru se incorporó de golpe y Suguru lo siguió. Ambos sentados sobre el sofá.
—Tú… —balbuceó Gojo.
Geto se sonrojó y, por primera vez, mostró una sonrisa avergonzada.
—Estabas haciendo tanto ruido que… toqué un poco y… —confesó. No había necesidad de terminar la oración.
Gojo procesó la información con la velocidad de un cangrejo que intenta moverse hacia el frente.
El pene de Suguru había estado erguido y desatendido durante tanto tiempo que unos cuantas caricias distraídas mientras atendía a Satoru, fueron suficientes para que el alfa llegara al orgasmo. El semen caliente ensució su mano, su ropa interior y los pantalones que ni siquiera se había quitado.
Por eso olía tanto a lavanda.
Gojo dejó escapar un sonido inquietante. No hizo absolutamente nada. Dejó al alfa a su suerte, demasiado perdido en su propio disfrute. ¿Esa fue la primera impresión que le dió a Suguru sobre su desempeño en la cama?
—Perdón, yo… —tartamudeó, mirando al pelinegro con aprensión. Su orgullo herido.
Suguru aprovechó el momento y, finalmente, le dió un beso.
Gojo se congeló, abriendo los ojos de par en par.
Ca. Ra. Jo.
No podía creer que de verdad supiera tan dulce.
—Me encantó —dijo el alfa con una sonrisa satisfecha—. Así fue perfecto. Estuviste perfecto.
Satoru tosió. Ante el elogio, tuvo que contener un gemido. Pero su cuerpo no pudo evitar reaccionar: el suave ronroneo qué vibró en su garganta lo traicionó.
Geto lo abrazó, arrastrándolo hasta colocarlo frente a el, apoyando su pecho contra la espalda de Satoru y restregando su rostro contra su cuello. Las feromonas fueron liberadas, envolviendo a Gojo en una calidez embriagadora que lo hizo relajarse completamente. Satoru cerró los ojos, ronroneando más fuerte, y dejó que la cabeza de Geto se acomodara junto la suya.
—¿Fue bueno para ti? —preguntó Suguru, con cautela.
Satoru hubiese bufado, probablemente con sarcasmo, pero no le quedaba energía para nada. De repente, estaba demasiado cansado.
—Mmh —asintió débilmente.
—Me alegra —susurró el alfa, apretándolo un poco más cerca, permitiéndole sentir los fuertes latidos de su corazón.
Gojo giró la cabeza y enterró la nariz en la melena negra que cubría el cuello de Suguru, inhalando el aroma del alfa mientras dejaba que el suyo fluyera hacia él. Geto exhaló, complacido, permitiendo que el omega tomara lo que quisiera tomar.
Permanecieron así, fundidos en ese calor, hasta que una corriente de aire frío se coló entre sus cuerpos y le recordó al albino lo mojado y expuesto que estaba. Él era la única persona desnuda ahí. Internamente, se lamentó por no haber pedido al alfa que se quitara la ropa también.
La próxima vez sería él quien se la arrancaría.
El pensamiento lo hizo ruborizar, su olor se tornó ligeramente picante. Geto se separó de su cuello, alzando una ceja mientras lo miraba con curiosidad.
—¿En qué piensas? ¿No te bastó lo que acabamos de hacer? —preguntó, divertido.
Satoru sudaba y balbuceaba palabras sin sentido, incapaz de formar una frase coherente.
—¿Qué? N-no pienso nada, solo… T-tengo que ir al baño —dijo, tragando saliva con dificultad.
Geto rió por lo bajo, apartando el cabello blanco de su frente con delicadeza.
—Dijiste que pensaste en mí mientras jugabas, pero no me dijiste qué pensaste sobre mí —dijo con un tono insinuante—. Todo lo que se te ocurra, lo podemos probar. Para ver si te gusta…
Satoru se atragantó con su propia saliva, incapaz de responder. La cabeza le daba vueltas y su cara ardía de vergüenza. De anticipación. De emoción. Su olor delató cada uno.
Geto soltó una carcajada baja, burlándose de él. Esta vez fue el turno de Gojo de darle al otro un merecido zape.
Esa noche, después de tomar otra ducha y tirar los cojines del sillón, Satoru durmió entre los brazos del alfa, en su habitación, en su cama.
Y, tras cinco meses sin ninguna, volvió a tener pesadillas.
Notes:
✨ ¡MUCHÍSIMAS GRACIAS POR LOS 760 KUDOS! ✨
Son un montón para mí, en serio. Así como sus comentarios, los cuales leí todos, tooooodos. Me hacen tan feliz, que por eso me siento tan motivada a escribir religiosamente cada semana, a pesar de mi distracción y falta de voluntad jajajaja.Espero que les haya gustado mi regalo, lo hice con amor, sudor y lágrimas... ¿Pero sí les gustó o nadota?
Hay tantas cosas que quiero hacer, entre sus fanarts (que pienso recopilar), un video muy especial que los va a hacer DESMAYAR, y el Preguntas y Respuestas parte 2, oh, y el proyecto... 💕
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Así no de pierden nadita y les doy muchas migajas 🫦Nos leemos luego, palomitas~