Actions

Work Header

El Abrazo de las Sombras

Summary:

En el vasto y eterno teatro del Olimpo, donde los dioses tejen los destinos de mortales e inmortales, Tánatos siempre observa desde las sombras. Como personificación de la muerte, su tarea es ineludible. Tánatos, el que trae el fin, encuentra fascinación en aquello que le es más ajeno: la vida. La contempla con una mezcla de anhelo y melancolía, pues, aunque su labor sea sombría y monótona, no puede evitar sentirse atraído por el vibrante caos que Eros, dios del amor y la vitalidad, desata.

Donde Tánatos ve finales inevitables y destinos sellados, Eros ve comienzos, posibilidades y giros inesperados. Para Tánatos, cada vida que toca culmina en la misma quietud inmutable. Sin embargo, en Eros hay algo distinto: una complejidad que no se puede explicar con lógica divina, una energía que lo confunde tanto como lo cautiva.

Esta es una historia sobre dos dioses que intentan comprender la intimidad que nace entre opuestos que no buscan anularse, sino aprender a convivir. Entre sueños compartidos, silencios largos y emociones que ni siquiera los dioses pueden nombrar, Tánatos y Eros emprenden un viaje de autoconocimiento donde lo extraordinario no es amarse, sino atreverse a comprenderse.

Notes:

Esta es mi primera vez escribiendo una novela/fanfic como quieran verlo, por favor disfruten :-)

Chapter 1: Prólogo

Chapter Text

En el silencio de la noche, cuando el mundo parece detenerse, Tánatos se desliza entre las sombras. Sus ojos, acostumbrados a la penumbra, encuentran consuelo en el cielo estrellado. Cada constelación, un recuerdo de las historias y destinos que ha presenciado, brilla con una luz fría y distante, su mirada acaba donde presencia el suspiro final de una estrella que se apaga. Estas noches solitarias, como tantas otras, son momentos breves de reflexión antes de que su labor lo reclame de nuevo.
El aire alrededor está cargado con la fragancia de la tierra húmeda y el susurro de los árboles que se inclinan ante su paso. Aquí, en este umbral entre lo mortal y lo divino, el tiempo parece haberse congelado, capturando un momento de perfecta quietud.

Pero Tánatos no tiene mucho tiempo para disfrutar de la quietud y la belleza del firmamento. Debe cumplir con su deber, llevarse otro cuerpo hacia el descanso eterno. Mientras lo hace, siente una urgencia que no puede ignorar: el cielo comienza a teñirse con los primeros rayos del sol.

"Ah…pronto vendrá." pensó, con una mezcla de resignación y urgencia en su mente, su imaginación fue indagando brevemente, su risa contagiosa y su vibrante presencia, siempre aparece con el amanecer, llenando el mundo de vida y esperanza, para Tánatos, su presencia era un recordatorio de la constante dualidad en la que ambos existen, pero también de la inevitable fricción que surge de su encuentro.

Desea terminar su labor antes de que Eros llegue, sabiendo bien que el dios del amor no aprecia la sombra de la muerte. Tánatos siempre es parte del disgusto de Eros, un presagio sombrío en medio de su reino de luz y pasión. Con pasos silenciosos, Tánatos se mueve entre los mortales, cumpliendo su deber con una eficiencia. Mientras lo hace, siente el primer toque cálido del sol en su piel, anunciando la llegada inminente del dios Helios, y junto a el se alzan otras deidades, enter ellos Eros, para las parejas que se levantan con amor, o los niños que despiertan llenos de energía y esa pasión por explorar su día, para los lideres listos para reinar, o incluso para los esclavos, que significa otro día para servir y sobrevivir. La noche se disuelve en el abrazo del amanecer, y Tánatos, con un suspiro de resignación, sabe que pronto enfrentará el desdén de cualquiera que lo note allí, como si de un fastidio se tratase.

No todos lo ven, pero los que lo hacen apartan la mirada, como si su mera existencia les recordara una verdad incómoda: que todo lo que florece también está destinado a marchitarse. Incluso entre los dioses, Tánatos carga con una soledad que ni la eternidad puede disolver.
El murmullo de las almas lo acompaña. Algunas parten en silencio, otras claman por quedarse. Él no juzga. No tiene permiso para hacerlo.
Ya lo siente. El leve temblor en el aire. Una energía que corta la bruma del amanecer como un rayo de vino tinto derramado sobre mármol blanco. La presencia de Eros, anunciada por la risa de una pareja escondida tras un seto, por la súbita calidez en el pecho de una anciana que despierta recordando un viejo amor.

Ahí está. No necesita volverse para saberlo. La presencia de Eros es inconfundible, como un incendio a punto de rozarle la piel. Su risa, el eco suave de una promesa incumplida, vibra en el aire cálido del amanecer.
Eros, con el cabello revuelto por la brisa matutina y los ojos brillantes como oro fundido, parece esculpido para este escenario de luz y renacimiento. El amanecer le sienta bien —piensa Tánatos—, aunque, en realidad, todo le sienta bien. Es una visión que podría detener guerras o iniciar otras, y por eso Tánatos se cuida de ser visto. Conoce la reacción automática de Eros: ese rechazo inmediato, casi instintivo, como si su sola cercanía fuera una amenaza al orden natural del amor.
Y sin embargo, en esta mañana, su mente está en otra parte. Le cuesta desvanecerse. No por debilidad, sino por la insistencia de un pensamiento que no quiere admitir.
—¿A quién te llevaste esta vez, sombra? —pregunta Eros, su tono no es hostil, pero tampoco cálido, solo constata. Él siempre sabe cuándo Tánatos está cerca, como se sabe que algo ha terminado, incluso antes de que suceda.

Como si lo suyo se tratase de un acto prohibido, Tanatos despertó de su trance, el sonido de sus pisadas apenas rozando el suelo, como si no quisiera dejar huella. "No me mires así" pensó para sí mismo, el único lugar donde Eros recibía una respuesta era en su mente, las palabras podían ocultarse sin consecuencias.
Debía regresar a su palacio, un lugar donde todo permanecía en penumbra, envuelto en quietud. Allí era rey sin corona, rodeado de lo que conocía: mármoles fríos, jardines silentes, y almas que lo miraban con temor. A veces lo acompañaban otros dioses en su labor: Hermes, el mensajero alado que cruzaba mundos sin descanso, o su hermano Caronte, el barquero del Arqueronte, con quien compartía silencios más elocuentes que cualquier conversación.

Tánatos sentía un respeto profundo por la vida pasada de cada alma. Escuchaba con atención aquellas que se ofrecían al diálogo, no por deber, sino por una curiosa forma de reverencia. Las historias que compartían le parecían aventuras extraordinarias. A sus oídos, incluso la rutina más sencilla era una épica. Siempre pensó que los mortales, aun sin saberlo, eran poetas de sus propios días.
Algunas voces hablaban con nostalgia, otras con alivio. Pero había un tipo de alma que Tánatos temía encontrar: aquellas que todavía añoraban con tanta fuerza su vida, que ni siquiera la muerte las podía calmar. Esas almas no gritaban, no suplicaban, no lloraban. Solo miraban hacia atrás, aferradas a lo que ya no era. Como él.

En vano seria afirmar que lo comprende, mas bien solo respeta, nunca conoció una vida pasada, nació con un propósito que seria, probablemente el único que no tiene pausa o fin.
Tánatos no encontró el consuelo habitual en la quietud. Las sombras que lo envolvían parecían más densas, como si supieran que algo dentro de él empezaba a resquebrajarse.
Se sentó en los escalones del vestíbulo, donde el mármol frío le ofrecía la única certeza que conocía: el mundo no cambiaba por sus dudas.
Pero él sí.
Cerró los ojos por un momento, dejando que el murmullo de las almas lejanas se mezclara con sus pensamientos. Recordó a una joven que, horas antes, le había contado entre sollozos sobre su primer beso; a un anciano que le habló de una mujer a la que esperó hasta su último día; a un niño que, aunque asustado, solo deseaba saber si volvería a ver a su perro en el más allá.

Tánatos había escuchado esas voces con su atención habitual, pero esta vez no logró desprenderse del peso de cada palabra. Tal vez porque en todas ellas encontraba algo que le era negado: un principio, un vínculo, una entrega.
La muerte no ama. La muerte no recuerda. La muerte no desea.
Pero entonces, ¿por qué él lo hacía?
Se levantó, cruzó el palacio hasta su sala más silenciosa: una cámara sin puertas, donde conservaba los objetos que las almas le ofrecían en su paso final. No eran obsequios, sino memorias. Pequeñas cosas que nadie más valoraría: una cinta de tela, una carta sin firmar, una piedrita pintada por un niño. Tánatos las conservaba como se cuidan los fragmentos de un sueño que no se quiere olvidar.
Y allí, entre todo eso, guardaba también una pluma dorada. Ligera como el aliento del alba. Se la había encontrado siglos atrás, caída en un campo donde Eros había pasado. Nunca se atrevió a devolverla. Era su única prueba de que no había imaginado aquel día en que el dios del amor lo había mirado, aunque fuese por un segundo, sin desprecio.
Tánatos acarició la pluma entre sus dedos. Y en medio de ese pensamiento imposible, deseó —solo por un momento— que al amanecer, Eros lo buscara primero.

El murmullo suave del palacio fue interrumpido por un sonido familiar: el paso etéreo de Hipnos, su hermano mellizo, que se deslizaba como brisa nocturna entre las columnas de piedra. Su llegada no anunciaba nada urgente, pero su presencia, tan rara fuera del mundo de los sueños, siempre tenía una razón.
Tánatos no necesitó girarse. Hipnos nunca perturbaba sin motivo.
—Estás despierto más de lo habitual—dijo Hipnos con una sonrisa cansada, su voz flotando como humo. Hipnos se sentó a su lado, sin prisa. Entre ellos no hacían falta demasiadas palabras. Habían compartido la existencia desde el principio, y en su silencio aprendieron a leerse.

En el silencio, Hipnos notó la pluma en las manos de Tanatos por la forma en que su hermano la sostenía: con una mezcla de reverencia y temor. Hipnos no preguntó. Nunca lo hacía. Conocía a Tánatos mejor que nadie, y sabía que su fascinación por todo lo que contradecía su esencia era una constante silenciosa en su existencia.
—Siempre te ha atraído la luz, —dijo al fin, con un dejo de ironía suave—, como si quisieras convencerte de que no te quema.
Tánatos no lo miró. Sus dedos acariciaban el borde de la pluma con una lentitud casi ritual.
—No es la luz lo que me atrae, —respondió con voz baja—, es la contradicción. El modo en que algo tan efímero puede hacer tambalear siglos de calma. La forma en que su risa... desordena todo lo que mantuve en equilibrio.
Hipnos sonrió, con esa tristeza antigua que solo los inmortales entienden.
—Eros.
Tánatos apretó los labios. La sola mención bastaba para abrir una grieta.
—No hay lugar para él en mi mundo, y sin embargo, siempre aparece,—murmuró.—Al amanecer, al borde de mi jornada, cuando la noche aún no termina pero la vida ya empieza.
—Él es lo que sigue a la muerte—dijo Hipnos.—O lo que la precede. De todos modos, siempre están ligados.
Tánatos por fin lo miró.
—¿Y si algún día ya no quiero estar ligado a nada?
Hipnos lo sostuvo con la mirada, sin juicio.
—Entonces tendrías que dejar de existir. Y eso, hermano…ni siquiera tú sabés cómo hacerlo.
El silencio volvió a reinar, denso y lleno de pensamientos que no se atrevían a tomar forma. La pluma descansó sobre el regazo de Tánatos como una ofrenda incompleta.
Hipnos, tras una pausa, se incorporó con suavidad.
—Tendrías que encontrar la raíz de ese deseo, antes de que te devore desde dentro. Lo sé porque lo he visto...en sueños.
Tánatos lo siguió con la mirada mientras su hermano se alejaba entre las sombras que parecían abrirse para él, y cuando se quedó solo, sostuvo la pluma con más fuerza.

Tras la partida de Hipnos, el silencio volvió a ocupar el palacio como una presencia viva. Pero no era el mismo. Algo se había movido. Una inquietud, sutil pero persistente, empezaba a asentarse en los gestos de Tánatos, como si el mundo estuviera empujándolo suavemente fuera de su eje habitual.
Horas más tarde —o tal vez solo unos minutos; el tiempo no tenía forma para él— llegó el llamado.
No fue urgente, ni desesperado. Fue un murmullo tenue en el tejido del mundo, una rendija por donde se filtraba el final de una vida. Una enfermedad, lenta y paciente.
Tánatos obedeció.
No por gusto. No por castigo. Solo porque era su naturaleza.

Chapter 2: Fragmentos iniciales

Notes:

“Mi entorno podría describirse como un espectáculo, lleno de sus esplendores, pero más aún de sus sombras. Desde mi primer recuerdo, supe que había nacido con un propósito, uno que conocí desde temprano, tanto en sus dones como en sus pesares. Mi madre, una diosa antigua de indiscutible influencia, marcó nuestra existencia, y así, nosotros, sus hijos, nos forjamos una reputación dolorosamente notoria.

Creo que nací maldito, como si el destino hubiese reservado para mí el juego más retorcido. O quizás, cualquiera se agotaría en mi oficio, donde se es testigo de la vida y la muerte de cada individuo.

Este era el panorama que siempre imaginé para mí, hundido en mi soledad.”

Chapter Text

Los límites entre la noche y el amanecer siempre han sido los más peligrosos para Tánatos. No por lo que ocurre en el mundo mortal, sino por la forma en que ese borde difuso lo empuja hacia aquello que aún no quiere nombrar.
Hay muertes que llegan en silencio, como un suspiro rendido. Otras, con furia y resistencia. Pero algunas se presentan envueltas en una quietud engañosa, como si el destino dudara antes de cumplirse.

Un hombre enfermo, al borde del último aliento, entre sábanas tibias y oraciones rotas. Tánatos fue llamado con la naturalidad con que se invoca el final de una canción que ya nadie recuerda cómo empezó, sin drama, sin milagros esperados. Solo la muerte cumpliendo su curso.
Y sin embargo, aquella noche, no estaba solo, porque donde hay una chispa de esperanza —por pequeña que sea— el amor siempre encuentra el modo de colarse, incluso en los dominios de la muerte. El lugar era sencillo: una habitación apenas iluminada por una lámpara de aceite, con olor a hierbas secas, telas húmedas y tiempo estancado, Tánatos se materializo lentamente como el final de una nota larga, observó al hombre por un momento, un hombre de mediana edad, las arrugas en su rostro se marcaban leventemente, el sudor que lo acompañaba resaltaba un poco cada línea de su rostro, el color se iba perdiendo de a poco, la respiración se hacia pesada y lenta, para este punto, parecía solo un cuerpo pequeño y frágil que había resistido.
Extendió la mano para iniciar el tránsito. Pero no estaba solo.
Una vibración cálida se esparció por la sala. Un aroma a miel y viento limpio. Una presencia tan fuera de lugar como necesaria. Lo sintió entrar como se siente al sol traspasar una grieta. Sin permiso. Sin violencia. Pero inevitable.

Tánatos bajó lentamente la mano, sin romper el silencio. El hombre respiraba, apenas. El alma ya estaba al borde, esperando.
—No lo lleves,—dijo Eros, esta vez más firme.—Puede mejorar.
El dios de la muerte giró hacia él por fin. Sus ojos eran dos pozos inmóviles, sin tiempo, sin deseo. Pero en su expresión se escondía algo parecido al cansancio.
—No lo hará.
—¿Cómo puedes saberlo?
—Porque estoy aquí.
Eros dio un paso más cerca, y por un instante, la habitación pareció menos gris. Como si las paredes recordaran que alguna vez hubo juventud en ese cuerpo.
—Hay algo que aún lo sostiene,—insistió Eros.
Tánatos observó al hombre. Había algo en su rostro agotado que parecía rendirse con dignidad, como si aceptara el fin… y al mismo tiempo, se negara a olvidar cómo se siente un abrazo.
Mientras intentaba reanudar su discusión con Eros, buscaba las palabras adecuadas. No era la primera vez que escuchaba de las “negociaciones” de última hora. Algunos mortales, incluso deidades menores, solían intentar torcer su presencia con ruegos, promesas o pactos. Pero para él, siempre había resultado casi gracioso: la condena no era suya. Él no dictaba los finales. Solo seguía un orden más antiguo que él mismo.
Fue entonces cuando lo notó.
El hombre, desde su lecho, lo estaba mirando.
Y no con miedo.
—Eres aquel que nos lleva a todos a nuestro final—dijo, con una voz tan débil como la llama de una vela a punto de apagarse. Cada palabra le costaba, pero su mirada era firme.
Tánatos no respondió. Se mantuvo inmóvil. Era cierto que, cuando un alma está muy cerca del final, algunos logran vislumbrarlo. A veces lo confunden con una alucinación. Otras, lo reconocen por lo que es, intrigado por la claridad de ese juicio. El hombre no tenía temor ni rabia. Solo una lucidez aguda.
—Llevo años viviendo solo. Incluso ahora, nadie vino a despedirse de mí. Pero vos... me mirás como si mi vida hubiera valido algo.
—La soledad no resta valor a tu historia—dijo Tánatos, su voz resonando con una calma extraña.—Yo escucho todas. Las vidas pequeñas también dejan ecos.
El hombre sonrió, débilmente.
—Gracias.
Un suspiro tembló en el aire. No había resistencia. Solo entrega.
Pero detrás, aún presente, Eros observaba la escena en completo silencio. Por primera vez, no interrumpía. Tánatos volvió a mirar al hombre, ahora con una compasión casi invisible, como la que se tiene por una flor marchita que aún conserva su aroma.
—No tengo esposa que me recuerde, no tengo hijos que me cuiden—susurró el moribundo, con la voz casi extinta.—¿Seré recordado al partir?
Tánatos asintió.
—Serás recordado. Yo lo haré.
Y con un gesto leve, el tránsito comenzó. La habitación quedó en calma. Tánatos se volvió hacia Eros, que no hablaba, parecía desconcertado, era extraño tener aquí a un observador, Tánatos hubiera esperado que se marchase, tal vez enojado por no escuchar su petición, pero tampoco repararía en
—No a todos los recibos así, pero no puedo brindarles mucho consuelo, yo no soy quien condena. Solo soy el final que aguarda” dijo Tánatos.
Un largo silencio los envolvió. Eros bajó un poco la mirada, y por un instante, parecía más joven que nunca. Más humano.
—Te quedaste más de lo necesario,— dijo Tanatos al fin. No era una acusación. Era una observación.
—No siempre se trata de deber.
—¿Entonces por qué?
—Porque fue visto. Y eso…es raro para mí.
Antes de que Tánatos pudiera continuar, Eros fue quien rompió la quietud. Se giró sin decir nada más, sin desafío ni ironía, y simplemente se desvaneció en la luz tenue del pasillo, como si el aire mismo lo reclamara de vuelta a su mundo.
Tánatos no supo cómo describir el momento. No fue rechazo. Tampoco aceptación. Solo una retirada silenciosa que lo dejó más solo de lo que ya estaba acostumbrado a estar.
Se quedó un rato en la habitación vacía. El cuerpo del hombre ya no era más que un envoltorio, y sin embargo, parecía más presente que nunca. Tal vez porque había hablado. Porque lo había visto. Porque, sin saberlo, le había hecho una pregunta que Tánatos llevaba tiempo sin formularse: ¿quién te recuerda, quien te tiene en su memoria?
El dios de la muerte bajó la mirada. Sus dedos, todavía cargados con el rastro del alma recién liberada, temblaron apenas, no regresó inmediatamente al Erebo. Salió al umbral del mundo mortal y se quedó observando el horizonte, allí donde la noche apenas empieza a perder la batalla contra el día.
Y aunque sabía que Eros ya se había ido, no podía quitarse la sensación de que lo había dejado algo. No una amenaza, ni un consuelo. Algo más incómodo: la necesidad de pensar en lo que venía después.

 


 

Hades. Allí donde las sombras no amenazaban, solo existían. Donde el tiempo se disolvía sin dolor, sin prisa. Era el único lugar donde Tánatos podía bajar los hombros, aunque jamás durmiera. Allí todo tenía forma, pero ninguna urgencia.
Tánatos caminó entre los umbrales de piedra negra, los corredores silenciosos que se abrían hacia cámaras antiguas. El mármol parecía absorber el ruido. Su trono lo esperaba, inmóvil, incorruptible. Pero no se sentó. No todavía.
Hipnos ya estaba allí, acostado en una repisa de ónix pulido, con los ojos entrecerrados y los brazos cruzados tras la cabeza. No dormía del todo, pero tampoco estaba del todo despierto.
—Volviste más tarde de lo normal,— dijo sin moverse, sin necesidad de mirar.
Tánatos no respondió enseguida. Se detuvo en el centro de la sala, como si todavía no hubiera decidido si quedarse o seguir caminando.
—¿Alguna historia digna de tus archivos?— insistió Hipnos con una media sonrisa perezosa.
—Un hombre habló conmigo,—dijo Tánatos, finalmente.—Me vio.
Hipnos abrió los ojos por completo. No por sorpresa, sino por interés genuino.
—¿Y eso te perturba?
—No. Solo... no es común. Me agradeció. Me pidió ser recordado.
—Muchos mortales le temen al olvido,—señaló Hipnos.—Creo que es una contradicción sutil en sus vidas. El olvido es constante…lo practican sin saberlo. Se olvidan de lo que soñaron, de lo que prometieron, de lo que una vez juraron amar. Y aún así, temen ser olvidados cuando ya no están.
Tánatos asintió, sin juicio. Sabía que Hipnos no hablaba con desprecio, sino con una curiosidad ancestral.
—Pero este no pidió tiempo. No rogó por otra oportunidad. Solo quiso ser visto. Ser recordado, aunque fuera por mí.
—Y lo hiciste.
Hubo un silencio denso, aunque no incómodo. En el Erebo, los silencios eran parte del lenguaje. Hipnos se incorporó ligeramente, apoyando los codos sobre la repisa, como si aquel gesto significara algo más que simple atención.
—¿Y eso te conmovió, hermano? ¿El deseo de un hombre por no disolverse del todo?
Tánatos pensó un momento. Su mirada se fijó en algún punto entre las sombras, como si tratara de entender algo que no tenía nombre.
—No fue el deseo. Fue el modo en que me habló. Como si supiera quién era yo… y aun así no huyera.
—¿Y eso te incomoda?
—Me desconcierta.
Hipnos sonrió levemente, con esa sabiduría flotante que solo un dios del sueño puede cargar sin arrogancia.
—Tal vez no te miró con resignación, sino con gratitud. Tal vez, en ese instante, tú fuiste compañía.

Omitió contarle a su hermano la última parte, ese instante final antes de marcharse. Eros se quedó. Observó. Y luego se fue sin una palabra más. Pero lo que Tánatos no podía ignorar era lo que él mismo había dicho:


“Fue visto. Y eso…es raro para mí.”


La frase seguía resonando en su interior como un eco que no terminaba de apagarse. ¿Qué quiso decir Eros con su silencio? ¿Qué buscaba al quedarse hasta el final, sin intervenir ni reprochar?
Tánatos no estaba acostumbrado a ser presenciado de esa forma. Su trabajo se daba en soledad, en márgenes oscuros, en momentos que todos querían olvidar tan pronto como ocurrían. La muerte no era una escena para ser compartida. Era, por naturaleza, lo que sucedía después de que todo lo demás se había ido. Y, sin embargo… Eros se había quedado.
—¿Creés que alguien como él puede sentir verdadera empatía por la muerte?—preguntó Tánatos en voz baja, más para sí que para Hipnos.
Hipnos giró levemente el rostro, sin sorpresa.
—¿Estás hablando de Eros?
Tánatos no lo negó. Tampoco lo confirmó.
Hipnos lo observó con esa mirada entre sueño y vigilia que parecía verlo todo sin juzgar nada.
—Él siente más de lo que aparenta. Lo suyo no es solo flechas y juegos. Carga con vínculos, con promesas rotas, con amores que no pueden salvarse. A su modo, también presencia muchos finales.
—Pero él siempre llega al inicio,—murmuró Tánatos.—A la chispa. Al deseo. A lo que florece.
—Y tú llegas al deshoje, al último pétalo. Pero es la misma flor, hermano.
Las palabras de Hipnos eran verdad, pero no le ofrecían consuelo. Porque por primera vez, sentía que alguien lo había visto no como una función, sino como alguien.
No un portador del fin. Sino un ser con nombre. Y eso, de algún modo, lo perturbaba más que todas las súplicas de los moribundos.
Tánatos permaneció de pie, inmóvil, como una estatua pensativa entre las sombras del Erebo. Hipnos ya no insistía. Sabía cuándo callar. Ambos comprendían que ciertas preguntas no buscan respuesta inmediata, solo necesitan espacio para respirar.
El eco de su última salida seguía latente, no por la muerte en sí, sino por lo que se movió en su interior. Ese instante en que se sintió visto. No temido. No evitado. Visto.

Pensaba en la forma en que Eros había sostenido su silencio. No como una barrera, sino como una ofrenda. Y eso, aunque no lo entendiera del todo, lo había tocado.
Dejó que ese pensamiento lo habitara, suave pero persistente, como un soplo que no se va. La pausa no era una tregua. Era el principio de algo que aún no tenía forma.

Algunas fueron las ocasiones en que, curiosamente, el dios del amor empezó a notar la presencia del dios de la muerte. No era un encuentro marcado por palabras ni gestos grandilocuentes, sino por miradas entrelazadas en el silencio, momentos fugaces donde sus mundos se rozaban sin ruido.

 


 

Rara vez estos dioses intercambiaban conversaciones fugaces, conversaciones que dejaban pensativo a Tánatos.
El río Leteo, aquel que borra memorias, fluía lento entre las grietas del inframundo. No todos los dioses se acercaban allí; era un lugar incómodo, donde incluso los inmortales podían sentirse inquietos. Recordar dolía, pero olvidar…a veces dolía más.

Tánatos había llegado por costumbre. No buscaba beber de sus aguas, pero le interesaban las orillas, donde las almas que dudaban se quedaban un momento más antes de sumergirse.
Observaba a una mujer joven, sentada en la orilla, con los pies dentro del agua, mirando su reflejo como si buscara a alguien que nunca llegó. No lloraba. Solo resistía.
Y entonces, sin aviso, lo sintió. El calor leve en la nuca. El aroma a resina y campo recién tocado por el sol.

—A veces me pregunto si dejar de recordar no sería la verdadera condena.—dijo Eros, desde unos pasos atrás.
Tánatos no se giró.
—A veces me pregunto si no deberías estar en otro lugar.
—Estuve. Pero este sitio tiene algo…—Eros se acercó, hasta quedar a su lado. No demasiado cerca. Pero lo suficiente como para que el aire entre ellos se volviera denso. —…algo que no termino de entender.
—Esto es solo tránsito.
—¿Y no son todos tránsito?
Tánatos lo miró de reojo. No había desafío en la voz de Eros esta vez. Solo una especie de melancolía inusual.
La mujer en la orilla se levantó. Dio un paso hacia el agua. Y justo antes de sumergirse, miró a ambos dioses. Como si los viera. Como si los reconociera.
Y sonrió. Una sonrisa suave, agradecida. Como si fuera un alivio que ambos estuvieran allí.
—¿Lo viste?—preguntó Eros.—Ella nos miró. A los dos.
—Tal vez pensó que éramos parte de su memoria.
Tánatos se quedó mirando el agua un largo rato, preguntándose por primera vez qué pasaría si él mismo tocara ese río. No había confrontación ni alianza, solo una presencia compartida, una tensión invisible que ninguno terminaba de comprender, pero que, de algún modo, los unía en la danza eterna entre el comienzo y el final.

 


 

Mas allá del mundo mortal, se alzan las montañas, y en la montaña mas alta de todas, rozando el cielo se alza el poderoso Olimpo, hogar de los dioses, por donde veas encuentra enormes pilares de mármol, estatuas imponentes decoradas con oro, grandes salones llenos de luz y algunos bullicios.

Eros había regresado, había algo en el aire allí que lo molestaba más de lo que estaba dispuesto a admitir: demasiado dulce, demasiado perfecto, demasiado inmóvil. El Olimpo no cambiaba. Brillaba. Eso era todo. Pétalos flotaban sin marchitarse. Las voces no envejecían. Los gestos eran eternos, como si se repitieran en una danza que nadie se atrevía a detener.
Él caminaba por los pasillos de mármol como un pensamiento que no pertenecía del todo. Lo saludaban con sonrisas pintadas, ojos que no se atrevían a preguntarle nada. Su habitación lo recibió como un lago inmóvil. Había dispuesto todo allí para descansar, pero no recordaba la última vez que había sentido verdadero descanso. El arco sobre el altar, aún con el polen fresco de la última flecha disparada, le devolvía la mirada. Le recordaba lo que era. Lo que había sido hecho para ser.
Amor, deseo, impulso, pero no consuelo.


Se dejó caer sobre un diván, como quien se entrega a una caída sin fondo. Cerró los ojos. El silencio era una criatura escasa en el Olimpo, pero él sabía invocarla. Le bastaba estar solo. Bastaba con pensar. Desde hacía un tiempo, Eros había notado la presencia de la muerte merodeando cerca suyo. Al principio, la ignoró. Como quien aparta el zumbido de una abeja sin miedo a la picadura. Lo había catalogado como una coincidencia, una casualidad irrelevante, pero la constancia lo desconcertó. Ya no eran coincidencias. Ya no era molestia.
Era una sombra reconocible.


La primera vez lo sintió a sus espaldas, en un templo silencioso, donde una joven rezaba por no volver a amar. Lo siguiente fue en un campo de batalla, entre cuerpos aún tibios, donde Eros fue a reclamar los últimos vestigios del deseo que quedaba entre los heridos, y luego, una mujer, aún joven, estaba sentada junto a un pozo seco, con los ojos cerrados y las manos sobre el regazo. No lloraba. Solo respiraba lentamente, como si cada aliento fuera un hilo que aún la sostenía en este mundo. Su hija dormía sobre sus piernas, delgada como un tallo. Demasiado débil para despertar. Eros había acudido por el amor que esa madre no sabía cómo dejar de sentir, incluso ante la pérdida, Tánatos ya estaba allí, solo estaba, de pie a una distancia prudente, como si también estuviera esperando algo.


Siempre al margen. Nunca demasiado lejos.

 

Eros no sabía si lo buscaba, o si era él quien era encontrado. Pero lo cierto era que la figura del dios oscuro comenzaba a infiltrarse en sus pensamientos. No por su frialdad. No por su aspecto. Sino por la extraña forma en que parecía verlo. No como lo miraban los otros, no con deseo, no con veneración, ni con miedo disfrazado de respeto. Tánatos lo miraba con algo parecido a la ternura, o a la añoranza, es como si desease algo de él, pero no era suficiente como para suplicarlo, y esa mirada lo perseguía.


Allí, en su sala privada, rodeado de los símbolos de su poder, Eros se dio cuenta de que la incomodidad que sentía no venía del Olimpo, ni del deber, ni del aburrimiento de lo eterno. Venía de ese roce con algo que no podía dominar. Porque había besado a héroes que ardieron en sus nombres. Había atado con hilo invisible a amantes eternos y a traidores de sangre caliente. Había provocado guerras, fugas, nacimientos. Todo florecía bajo su toque.


Pero esto no florecía. Esto era otra cosa. Era espera. Era la sombra que no exigía nada, pero tampoco cedía.
Y lo peor —o lo más fascinante— era que Tánatos nunca parecía querer retenerlo. No lo seguía. No lo llamaba. No lo buscaba. Solo estaba.
Eros apretó los párpados, como quien intenta repeler un pensamiento inoportuno. Pero la imagen se quedaba: la silueta alta, inmóvil, los ojos como brasa apagada, las manos que ofrecían descanso en vez de reclamo.


—¿Te escondes?— Hímero entró sin anunciarse.
La sala estaba en silencio, perfumada con incienso seco y flores frescas. Eros yacía en un diván amplio, un brazo sobre la frente, el otro colgando al costado, como si hubiera estado así por horas.
—¿Vas a quedarte ahí todo el día?—preguntó Hímero desde la entrada, sin cruzar aún el umbral.
—Podría—dijo Eros, sin moverse.

El sol estaba bajando. Su luz dorada tocaba las columnas. Hímero lo observó. Siempre lo hacía con esa mezcla de burla y afecto que le era tan natural, como si supiera demasiado de todos y no temiera mostrarlo.
—Últimamente regresas en silencio, Saludas y convives, pero haya algo más que se asoma y no lo comentas. ¿Se te acabó el deseo?
Eros esbozó una sonrisa apenas visible.
—Solo estoy pensando.
Hubo un silencio. Hímero paseó por la sala, observando sin mucho interés el altar y los arreglos, terminó por sentarse entre suaves cojines y retazos de seda.
—¿Quién es?
Eros desvió la mirada hacia el cielo. No dijo el nombre. No tenía que hacerlo.
—Ah—dijo Hímero, entendiendo—. El de las manos frías.
—Tánatos—dijo Eros, como si saborear el nombre pudiera darle forma al pensamiento. El nombre no sonó extraño en sus labios. Sonó prohibido.
—No lo digas así. Parece que te gustaría invocarlo.
—No lo estoy llamando.
—¿Y entonces por qué lo nombras?
Eros apretó la mandíbula.
—Porque está ahí. Cada vez más cerca. Y no sé si me sigue… o si soy yo quien lo busca.
Hímero lo miró en silencio. Cuando habló, su voz era distinta. Más baja. Más seria.
—La muerte no es algo con lo que se juega.
—¿Crees que estoy jugando?
—Creo que no sabes darle nombre a esta dinámica que traes con la sombra, debe ser extraño encontrarse con un dios que contrasta tanto.
Eros respiró hondo.
—Hay algo en él… que no espera nada. Que no desea nada. Y sin embargo, permanece. No intenta atraparme. No me toca. Solo... ve.
Otro silencio largo, el semblante de Hímero parecía apagarse.
—Lo que ves como paz, puede ser vacío. Él no ama, Eros. Él termina.
—¿Y si ese fuera su modo de amar?.
—¿Te oyes?.
—Lo he pensado. Tánatos parte con los primeros rayos del sol. Siempre fue rutina. Lo vi como algo natural. Pero últimamente… se queda más tiempo. Observa. Sus ojos tienen una quietud que no comprendo. Como si algo le faltara. Como si algo me pidiera sin pronunciarlo.
—Tú eres el inicio. Él, el fin. No puedes unir eso sin romperte en el medio.
Eros finalmente dirigió su mirada hacia Himero. El silencio entre ellos no era comodidad. Era filo.
—El deseo puede rozar al peligro, incluso bailar con él. Pero no lo confundas con destino.— dijo finalmente Himero, rompiendo este silencio.
Eros se levanto del diván, sin decir una palabra se retiro del cuarto, sabía que Hímero hablaba desde la necesidad, desde lo que quema, cuando se alejó por el pasillo de columnas, con la luz del atardecer pegada al dorso de su capa, Hímero no lo siguió.
Solo lo vio irse.

 


 

Eros comenzó a llegar antes a ciertos lugares. No porque esperara encontrarlo, se decía. Pero lo cierto era que, en más de una ocasión, lo hizo. Como si sus pasos lo llevaran —sin intención, sin cálculo— hacia los umbrales donde la vida empezaba a despedirse.


Lo vio de nuevo, por ejemplo, en el atardecer de un campo de amapolas donde una anciana dormía su última siesta bajo la sombra de un olivo. No se dijeron nada. Solo estuvieron. Uno a cada lado del lecho, como si escoltaran en silencio ese último suspiro. Y también lo vio cerca del mar, donde un niño moría en brazos de su madre sin entender que partía. Eros, con la tristeza profunda de los que entienden lo irreversible. Tánatos, con la quietud digna de los que no mienten. No hablaban. Pero Eros empezó a comprender el modo en que Tánatos bajaba la cabeza al extender la mano. No era crueldad. Era respeto.


Y Tánatos…Tánatos comenzó a notar que Eros no aparecía por capricho. Que su presencia no buscaba fricción, sino algo más complicado: comprensión. No eran amigos. Ni aliados. Pero algo en la reiteración de los encuentros, en la quietud compartida, se volvía cada vez menos fortuito.

Una noche, mientras el mundo dormía y los fuegos del Olimpo ardían bajos, Eros descendió a un claro sin nombre, donde solo la brisa hablaba entre los árboles. Tánatos ya estaba allí.
Lo vio llegar, pero no preguntó por qué.
Eros se sentó a cierta distancia, sin ceremonia. El silencio los sostuvo un largo rato.
Hasta que, sin mirarlo, Eros dijo:
—A veces, cuando me toca presenciar un amor que muere… me gustaría entender qué sientes tu cuando sucede.
Tánatos giró lentamente el rostro. No en juicio, sino en curiosidad genuina.
—Es…complejo, no sabría hallar las palabras…No siento nada.
Eros asintió, sin sorpresa. Pero no se movió.
—Entonces tal vez solo quiero saber qué es lo que no sientes.
Y eso fue todo. Eros no pidió más. No esperó consuelo. Solo se quedó ahí un poco más.
Tánatos apreciaba estos momentos que fueron creando entre ellos, adora este silencio sin decirse nada, lo que mas debe adorar es que Eros haya aprendido a habitar a su alrededor.

Eros, con una chispa en sus ojos, decidió romper el silencio

—¿Qué es lo que ves en mí? ¿Piensas que puedes pertenecer si te acercas a otros como yo?.
Tanatos esbozó una sonrisa y dejó escapar una leve risa, su voz ligeramente ronca tratando de disimular la repentina opresión en su corazón "Jamás me vi perteneciendo," respondió, modulando mejor su voz continuaría

—De hecho, me veo como un observador distante. Contemplo cómo la luz se posa en tu piel y la ilumina, cómo el cielo parece acariciar tu cabello. Los pájaros cantan para ti, el agua te ofrece un reflejo hermoso. Todo parece hecho para ti. Un mortal seguramente tomaría esta escena para una pintura, siempre dibuja lo que atesora. Pero no hay osadía en incluirse en la obra. Así es como me veo. No necesito estar allí, solo necesito atesorarte.— Hubo una pausa, un momento en el que Tanatos se sintió expuesto, vulnerable por expresar sus pensamientos.


Estaba listo para desvanecerse cuando Eros, elevándose por encima de cualquier duda, dijo —Pero yo quiero que estés en la pintura. Quiero que estés conmigo.


Tanatos abrió los ojos de par en par, y otro breve silencio siguió. Finalmente, dejó escapar un hilo de voz —No te entiendo, Eros.— con este último mensaje, se desvaneció.


Mientras se alejaba, Tanatos se preguntaba una y otra vez "¿Por qué?"  Debía huir antes de que el color de sus mejillas o el retumbar de sus latidos lo delataran. Sentía un fuego indescriptible crecer en su pecho, extendiéndose por su espalda y hombros, llegando hasta sus orejas. Una mezcla de euforia, excitación y felicidad abrazaron su corazón. El dios de la muerte, aquel a quien nada parecía mover, fue cautivado por el dios del amor y la sensualidad.
Necesitaba encogerse en algún rincón del Hades y recordar quién era, o lo que conocía como "suyo". Sentimientos como la tristeza y la soledad eran su dominio. ¿Cómo podía estar sintiendo tantas cosas que lo hacían verse como un insignificante ser humano? No un dios. No sabía si catalogarlo como una humillación o una bendición. Ser capaz de empatizar con la felicidad efímera no es una dicha que los dioses frecuentemente comparten con las criaturas simples. Pero en la simpleza hay un encanto que ahora conoce.
El Erebo no tenía estaciones.
Allí, todo era constante. La oscuridad no se espesaba ni se aclaraba. Era como él.

Tánatos caminaba a través de los corredores de piedra negra, los pasos sin eco, como si incluso el suelo se negara a traicionar su presencia. No buscaba nada. No escapaba. Simplemente existía. Y eso, hasta hacía poco, le bastaba.
Se detuvo frente a una de las cámaras antiguas, donde los nombres olvidados estaban grabados en la piedra. No para ser leídos, sino para ser sostenidos. Las almas pasaban por allí, en tránsito, como brumas que no dejaban sombra. Y él las guiaba, con una mano tendida y la otra cerrada, siempre en silencio.
Hoy no había alma, no había tránsito, solo él. Una vela parpadeaba en el centro de la sala. Nadie la había encendido, y sin embargo ardía. La flama no necesitaba viento para moverse: danzaba sola, como si supiera que estaba siendo observada. Tánatos se acercó, no se sentó, no tocó nada, solo permaneció allí, frente a esa vela que no se apagaba.

Y pensó en los ojos dorados de Eros.
Había visto dioses de todos los tipos. Venerados, temidos, olvidados. Algunos eran ráfagas, otros tormentas. Eros era diferente. No porque brillara —todos brillaban, de un modo u otro— sino porque se atrevía a mirar sin defenderse.

Eso, Tánatos no lo comprendía, los mortales lo veían y bajaban la vista. Los dioses lo veían y se apartaban. Incluso los que lo invocaban, lo hacían con miedo. Era natural. Él era el final. No había lugar para ternura en su nombre.
Pero Eros se quedaba, Eros lo miraba como si esperara algo más allá de la función. Más allá del deber. Como si pudiera encontrar, en él, un gesto que ni siquiera Tánatos sabía tener, eso le causa un leve molestia, le molestaba porque no sabía qué hacer con ello. Porque lo empujaba a una orilla distinta, una en la que no era guía, ni fin, ni juicio. Solo un ser. Solo él.

Y él no estaba acostumbrado a ser alguien.

Solo era el momento en que todo dejaba de ser.

Pero esa mirada…Tánatos alzó una mano. La pasó cerca de la llama, sin tocarla. La flama no vaciló. Se inclinó, sí, brevemente, como si lo reconociera. La dejó arder mientras se retiraba.

Chapter 3: Fragmentos inquietos

Notes:

"Todos lo conocen, no hace falta decir su nombre para sentir que ha pasado cerca. Lo perciben en el aire, que se espesa como una palabra no dicha, en el silencio que deja detrás como una huella húmeda sobre piedra caliente. Los dioses lo temen, aunque no lo digan. Lo miran como se mira una sombra que nadie quiere reconocer: inevitable. Final.

Yo también lo conozco.
Lo vi por primera vez en una reunión de los dioses, donde todos hablaban demasiado fuerte como para no tenerle miedo. Él no habló. Ni se sentó. Solo estaba, como si no necesitara hacer nada para ser notado. Y aún así, nadie lo miraba por mucho tiempo.
Yo sí.

No sé cuándo empecé a buscarlo. Primero con la mirada. Luego con el pensamiento. Al principio creí que era simple curiosidad. ¿Cómo no sentirla? Era todo lo que yo no soy. Donde yo despierto anhelos, él los detiene. Donde yo enciendo, él apaga.
Y sin embargo, no me pareció vacío. Me pareció lleno de algo que no sabía nombrar. De una gravedad que no era tristeza, sino permanencia.

Hay algo en él que duele mirar. Algo contenido, como si llevara siglos callando una canción. A veces me pregunto qué pasaría si le pidiera que la cantara para mí. Si alguna vez lo tocara no para burlarme del miedo que provoca, sino para quedarme.

No es amor, me digo. No aún."

Chapter Text

Es probable que Eros nunca fuese a olvidar el primer encuentro con Tánatos. Al principio, pensó que era el eco.

El Olimpo tenía esa manera particular de devolver las cosas: una mirada sostenida, una frase dicha con demasiada intención, una emoción que flotaba incluso después de que se había ido quien la provocó. Eros, que conocía todos los matices del deseo, empezó a notarlo con una incomodidad que se instaló en la espalda, justo entre los omóplatos.

Una sensación. Un roce.

No era el tipo de atención que buscaba. No la sentía como lujuria, ni siquiera como adoración, sino como una constancia. Como si alguien estuviera observándolo no con hambre, sino con algo peor: con cuidado.

Había sentido eso en un templo. Luego en el campo. En la sala donde descansaba, en las calles vacías tras una ceremonia, en las ruinas antiguas donde los mortales aún dejaban flores a su nombre. Nunca con sonido. Nunca con prueba.

Solo la certeza de que alguien estaba allí. Y ese alguien no se alimentaba de su presencia: la estudiaba.

Entonces empezó a probarlo. A dejar flechas sin disparar. A quedarse más de lo necesario, solo para ver si el aire se quebraba. A girar de golpe, como si atrapara a ese algo desprevenido.

Pero no había nada. Solo el silencio, denso como un abrigo mal puesto.

Eros se giró para mirarlo, y sus ojos no mostraron sorpresa. Solo una certeza que se reafirmaba.

La figura de Tánatos parecía desprenderse de la noche misma. El cabello oscuro como el vacío, la piel sin luz pero sin muerte. Sus ojos eran lo único que tenía color: ese amarillo profundo de quien ha visto demasiadas cosas desaparecer, como el reflejo de una vela que débilmente iluminaba la oscuridad.

Ambos dioses se miraron. Eros nunca olvidaría la primera vez que contemplo su rostro con un creciente interés. Un despertar movido por algo suyo. No deseo, no aún, no en la forma abrasadora que él conocía tan bien. Era más delicado, más cruel. Como una cuerda tirante en el centro del pecho, apenas perceptible hasta que se tensaba con la mirada del otro.

Eros dio un paso hacia él. No por impulso, sino por esa inquietud que crece sin permiso, que araña por dentro. Tánatos no se movió. Estaba allí como una presencia inevitable, como la sombra que uno descubre pegada a los talones demasiado tarde.

—Me observas— dijo Eros, con voz baja. No era una queja, ni una acusación. Era un reconocimiento. Una aceptación disfrazada de pregunta.

Tánatos sostuvo su mirada. No dijo nada.

Eros sintió que el aire entre ambos se volvía más denso. Su pecho se alzó con una respiración cuidadosa, como si temiera que cualquier sonido rompiera algo sagrado.

—¿Qué quieres?— insistió.

Silencio. No hubo respuesta. Ni un gesto. Ni una palabra.

Tánatos lo miró un instante más. Una mirada limpia, sin desafío. Y entonces, se desvaneció. No con dramatismo. No como amenaza. Como una ola que vuelve al mar sin explicar su retirada.

La ausencia no fue repentina. Fue total, Eros se quedó quieto. No lo siguió. No llamó su nombre, no lo necesitaba, porque lo que acababa de pasar no era huida.

Era algo peor. Era una decisión.

Desde el primer enfrentamiento, jamás entendió sus intenciones. Le parecía bizarro lo que acababa de pasar. Y sin embargo, lo dejó pasar. No tenía razones para aferrarse a la escena, ni pruebas de que la divinidad de la muerte estuviera intentando algo en contra suya. A fin de cuentas, Tánatos no lo había tocado, ni siquiera había hablado.

Solo lo había mirado. Pero Eros conocía el poder de una mirada.

Y sabía que, a veces, el silencio no era falta de intención. Era lo que quedaba cuando la intención no se atrevía a vestirse de palabras.

 

El Olimpo parecía más brillante esa tarde, como si quisiera burlarse de la inquietud que Eros no lograba dejar atrás. Caminó sin prisa, con la túnica desacomodada, las sandalias sin amarrar. Pasó por las columnas como si fueran árboles sin nombre. No saludó a nadie.

Se encontró con Himero reclinado en la terraza exterior, donde las glicinas crecían sin control y la brisa olía a juventud. Tenía una copa a medio beber y una expresión ausente con los ojos cerrados, como si esperase algo sin esperarlo.

—Estás raro.

—Gracias.—respondió Eros, sin humor.

—¿Qué pasó? ¿Un rechazo? ¿Un amor imposible?

—No fue amor.

—Entonces, ¿qué fue?

Eros no contestó de inmediato. Giró la copa entre los dedos, vacía.

—No sé. Fue...una presencia.

—¿Una deidad?

Eros dudó, pero finalmente, con voz neutra, dijo:

—Tánatos.

El nombre dejó un silencio denso entre los dos.

Anteros abrió los ojos al fin. Lo miró de reojo, con una lentitud medida.

—¿La muerte?

Eros asintió. —Lo vi. Me miraba. No sé desde cuándo. No me habló. Pero estaba ahí, como si... me hubiese estado observando desde hace tiempo. Como si supiera cosas que ni yo había notado aún.

—¿Y qué quieres hacer con eso?

—No lo sé. No siento miedo. Pero tampoco puedo fingir que no me inquieta. Me sentí como si me hubieran espiado el alma.

Hímero frunció el ceño. —La muerte no espía. Llega.

—No esta vez. Fue como si él...dudara.

—¿De tí?

—De sí mismo, de lo que vió, de lo que sintió. No puedo explicarlo, solo sé que me miró como nadie más lo ha hecho.

—¿Y qué hiciste?

—Nada. Me giré para encararlo. Y entonces...desapareció.

Himero dejó la copa, más serio que de costumbre.

—No me gusta esto.

—¿Por qué?

—Porque no entiendo qué busca. Y si tú tampoco lo sabés, entonces estás jugando a ciegas.

Eros sonrió, cansado.

—No estoy jugando, Himero. Sólo intento entender por qué su mirada me persigue.

—No confío en lo que haga la muerte merodeando alrededor de ti, o de cualquier otro dios, —sostuvo Himero, su voz teñida de gravedad—. Su presencia solo es requerida cuando los Olímpicos lo necesiten, o cuando las Moiras lo demanden. No es un visitante común ni un acompañante casual. Es el fin en carne y hueso, y nunca llega sin motivo.

Eros apretó los labios, mirando al horizonte donde el cielo comenzaba a oscurecerse.

—Eso es justo lo que no entiendo. Él no actúa como si estuviera cumpliendo una orden. No se mueve con la certeza del final, sino con la duda de un espectador. Me observa, pero no me toca. No reclama ni amenaza. Solo está.

Eros suspiró, dejando caer la cabeza hacia atrás, con los ojos cerrados por un instante.

—No sé si debo temerle... o intentar entenderlo.

—Entonces, ten cuidado, —respondió Himero—. A veces, lo que no entendemos es justo lo que puede destruirnos.

 


 

No necesito estar allí, solo necesito atesorarte.”

¿Fué este el motivo tan buscado para comprender al dios de la muerte?

 

Para Eros, la reacción de Tánatos fue un misterio tan inesperado como profundo. En su mente habían danzado mil imágenes, pero ninguna como aquella: palabras suaves, casi un susurro, teñidas de una dulzura que no esperaba del dios oscuro. No entendía del todo sus intenciones, y sin embargo, la sensación de incompletitud persistía, como un eco que se niega a desvanecerse.

Después de aquella confesión, Tánatos se cerró con la firmeza de la noche que se traga la luz del día. ¿Cómo podía alguien hablar con tanta sinceridad y luego volverse inaccesible, como un muro frío de piedra? Tal vez no buscaba reciprocidad, o quizá había algo en la respuesta de Eros que le resultó intolerable, un fuego que quemaba pero que no estaba dispuesto a abrazar. Todo parecía tan irremediablemente extraño, y sin sentido.

Durante décadas, sus caminos se entrelazaron en encuentros silenciosos y fugaces. Tánatos guardaba para Eros esas miradas que no pedían permiso, intensas y directas, penetrantes como cuchillas ocultas en terciopelo negro. Al principio, Eros sintió la sombra de la envidia, creyó que la oscuridad codiciaba su brillo, o que la presencia del dios de la muerte era una advertencia silenciosa, un presagio de lo inevitable. Con el tiempo, la duda cedió paso a una curiosidad tenue, a un deseo de descifrar el enigma que era Tánatos.

Cuando por fin se atrevió a cruzar el umbral y acercarse, encontró un guardián que parecía amable, pero que sostenía tras sus palabras un silencio más espeso que la noche misma. Sus ojos, oscuros como abismos sin fondo, estaban bordeados por un halo dorado, como si llevara con él las últimas brasas de todo lo que alguna vez fue luz.

Y sin embargo, en la confrontación final, ninguno logró desentrañar lo que el otro realmente quería decir. Dos fuerzas opuestas, atrapadas en un diálogo de sombras y susurros, sin un puente que las uniera. ¿Cómo hallarían el camino hacia un desenlace si no era a través de la paciencia y la delicada diplomacia del alma?

 

Desde aquella noche,, los encuentros por parte de Tánatos cesaron.

Eros se descubría pensando en Tánatos no con la simple curiosidad de antes, sino con algo más enredado, más íntimo. Era una inquietud punzante, como si su pecho albergara una pregunta que no sabía formular.

 

Se volvió más callado. Más propenso a vagar sin rumbo entre las estancias del Olimpo, donde las paredes doradas le parecían cada vez más ajenas. Las risas de los otros dioses, el vino dulce que corría sin cesar, las caricias fáciles… todo comenzaba a saberle a cosa repetida, a escena ensayada. Y cuando dormía, sus sueños

 

Pensó en buscar a Tánatos, solo para preguntar. Solo para entender. Pero el orgullo y el miedo le anudaban la lengua. ¿Qué temía, exactamente? ¿Ser rechazado? ¿O que Tánatos sí respondiera… y que la respuesta no fuera lo que su corazón, en secreto, deseaba?

 

Se recostó entre los pliegues del lino que cubrían su diván. El Olimpo, con su calma fingida, con sus paredes que no sabían envejecer, parecía más lejano que nunca. Todo a su alrededor era belleza repetida. Nada se quebraba, ni siquiera el silencio.

Pero en su mente, el eco de Tánatos persistía.

Eros no lo comprendía del todo. ¿Cómo era posible que un ser tan lejano, que parecía tallado de roca y luto, hubiese pronunciado palabras tan… humanas?

"No necesito estar allí, solo necesito atesorarte."

La frase ardía. No como las llamas de las pasiones que solía encender. Era otro tipo de fuego. Uno que no buscaba quemar, sino quedarse.

Eros giró sobre su costado. Su capa cayó como una ola lenta sobre las baldosas frías. La mirada fija en el techo ornamentado, donde dioses de antaño extendían manos hacia el cielo, congelados en mármol.

"¿Cómo se puede ser tan distante y tan vulnerable al mismo tiempo?"

Recordó la forma en que Tánatos lo observaba, sin juicio, sin demanda. El deseo que emanaba de él no era fuego. Era sombra. No pretendía poseerlo. Solo permanecer cerca, como una figura detrás del cristal.

Y lo peor…o lo más hermoso, era que Eros no quería apartarlo. No aún.

 

El sonido de pasos suaves lo sacó de su abstracción.

—Te ves… distinto —dijo Anteros, tomando asiento a los pies del diván.

—¿Distinto cómo?

—Como si estuvieras esperando algo. 

Eros soltó una risa breve, sin humor.

—¿Y si fuera así?

Anteros lo miró con esa ternura que solo los hermanos divinos pueden tener entre sí. Una ternura libre de competencia, libre de explicación.

—Entonces esperas a alguien que no llega.

—O que se va antes de tiempo.

Hubo un silencio que no necesitaba interpretación. Anteros suspiró.

—¿Lo vas a nombrar?

Eros dudó. El nombre pesaba, incluso en sus pensamientos.

—Tánatos.

La palabra cayó como una piedra lanzada a un estanque sin fondo. No hizo ruido. Pero dejó ondas.

Anteros se quedó inmóvil.

Eros giró la cabeza para mirar a su hermano, pero sus ojos no lo encontraban. Miraba más allá, como si todavía estuviera en el claro, en la noche, frente al dios oscuro.

—No sé si está jugando conmigo o simplemente no sabe cómo existir cerca de alguien.

—Eros, él no ama.

—¿Y si solamente no comprendemos como ama?

—¿Por qué te lo preguntas?

—Porque lo vi. Lo sentí. Aunque no con palabras.

—Eso no es amor, Eros. Es… fascinación, tal vez. Un roce entre opuestos. Pero no es amor.

Eros se incorporó lentamente, la espalda curvada, los cabellos dorados cayendo sobre su pecho desnudo.

—Entonces dime: ¿qué es el amor sino el deseo de tocar lo que está más allá de uno mismo?

Anteros no respondió, en ese momento, no tenía certeza.

 

Donde florece una grieta, florece una posibilidad.

Y él, después de siglos, se estaba permitiendo una.

 


 

Algunos —muy pocos— no llevaban nombre, ni rostro mortal, ni súplica. Eran retazos que se repetían como un pulso suave en su mente, inofensivos, pero persistentes. Instantes donde no había muerte que recoger. Solo una figura, dorada y viva, que existía como una excepción.

Eros.

Lo había visto antes, muchas veces. Demasiadas, ahora que lo pensaba.

Primero fue en un claro bañado por luz dorada, donde un pastor joven murmuraba promesas a otro. El amor era torpe, dulce, apenas brotando. Y Eros estaba ahí, caminando descalzo entre la hierba alta, sus dedos rozando las flores como si pudiera decidir cuáles abrir. Tánatos lo vio desde la distancia, oculto entre los árboles, sin perturbar nada. No tenía trabajo ese día. Pero no se fue.

Luego, en un templo. Una sacerdotisa derramaba vino en una ofrenda, sus labios repitiendo el nombre de Eros con más devoción que fe. El dios apareció, convocado por la intensidad de aquel deseo. Tánatos no debía estar ahí, y sin embargo, lo estuvo. Desde una sombra. Desde una grieta. Viéndolo reír suavemente mientras aceptaba la plegaria no con palabras, sino con presencia.

Otra vez, en una ciudad cercada por guerra. Una pareja se encontraba por última vez, bajo el grito lejano de los tambores. El amor que compartían era desesperado. Breve. Ya sabía que él sería reclamado al amanecer. Eros estaba allí también, a los pies de la cama, los ojos bajos, sin intervenir. Como si también supiera. Como si aceptara que a veces el amor no podía salvar. Tánatos lo sintió detrás, apenas un susurro de calor. No lo miró. No tenía que hacerlo.

Recordaba todas esas veces.

No porque Eros lo hubiese visto, sino porque él mismo no había podido evitar mirar. Porque, sin entender del todo por qué, siempre se quedaba un poco más cuando Eros estaba cerca. Aunque no hablaran. Aunque Eros ni supiera.

Lo más perturbador no era la presencia del dios del amor, sino lo que despertaba en él: un atisbo de curiosidad. De espera. De algo que no tenía nombre en su lengua, porque su lengua había sido hecha para silencios y finales, no para anhelos.

Había algo profundamente injusto en Eros. Su forma de existir. Su capacidad de ser amado sin pedirlo. Su belleza, tan intacta, tan antigua como él. Pero también había algo más: una sombra de cansancio, que Tánatos empezaba a reconocer.

Quizás por eso lo miraba.

Quizás por eso no podía dejar de hacerlo.

 

Si lo pensaba detenidamente, en realidad no había muchas oportunidades naturales para que ambos dioses coincidieran. Eros siempre se escondía entre los humanos, o más bien, los observaba de cerca, mezclándose con ellos. Tanatos, en cambio, pasaba la mayor parte del tiempo en las sombras que se posaban detrás de los árboles, las piedras y, a veces, los edificios. No era sino hasta la noche que el dios tenía un verdadero acercamiento con los mortales, y solo era para visitar los cuerpos sin vida y trasladarlos al Inframundo.

 

Había algo en Eros que no debería afectarle. No a él. No al dios que no cambiaba, que no deseaba, que no debía.

Pero lo cierto era que lo notaba más de lo que querría admitir.

Notaba cómo la luz buscaba su piel incluso en los días nublados. Cómo el viento le obedecía sin que tuviera que pedirlo. Cómo los mortales, incluso los que no creían en nada, suspiraban al sentir que había pasado cerca. Y él, que no debía verse tentado por nada de eso, se quedaba. Miraba. Recordaba.

Una vez, Eros se detuvo. No frente a él, no de manera consciente. Solo se detuvo a mirar un campo después de una batalla, cuando ya todo había cesado. No lloró. No se lamentó. Solo observó, como si buscara entender qué había quedado del deseo cuando el cuerpo lo abandonaba. Tánatos, desde la distancia, se sorprendió pensando: "estamos buscando lo mismo."

Esa idea lo inquietó.

No porque fuera errónea, sino porque era demasiado precisa.

¿Qué buscaba Eros cuando ya no había nadie a quien amar?
¿Y qué buscaba él, Tánatos, cuando se quedaba en los sitios donde la vida aún vibraba, pero ya no con fuerza?

Era como si los bordes entre sus dominios se hubieran vuelto porosos.
Y en ese contacto, incierto y no dicho, algo dentro de él comenzaba a doblarse.

Él no soñaba. No recordaba sueños propios. Pero si pudiera imaginar uno, tendría los ojos dorados. Y una voz que decía su nombre no con miedo, sino con... interés.

Y eso era lo que más lo perturbaba.

No era el deseo lo que sentía —esa era la esfera de Eros, no la suya—. Era la posibilidad. La absurda, delicada posibilidad de ser visto sin juicio. De ser considerado sin función. De ser, simplemente, Tánatos.

¿Y si esa posibilidad era una trampa?

Porque a veces Eros lo miraba como si lo hubiese sabido todo desde el principio. Como si, con una sola palabra, pudiera quebrarlo.

Por eso no se acercaba. Por eso no hablaba. Porque aún no sabía si esa cercanía era una herida que tardaría siglos en cerrar...o una cura que no merecía.

 

A veces, cuando cruzaba el umbral de algún templo olvidado o de una morada donde el alma apenas se sostenía, Tánatos encontraba rastros. No flores. No rezos. Algo más leve. Más persistente. El eco del amor que había estado ahí.

No eran huellas visibles, pero él las reconocía. Era como si la estancia aún recordara haber sido amada. Como si las paredes conservaran el calor. Como si las almas, al irse, se llevaran menos porque Eros había estado primero.

De alguna manera, eso resultaba una distracción. Una forma de no pensar, hasta el hartazgo, en la respuesta de Eros. En esa promesa implícita, en ese gesto sencillo que se quedó ardiendo como una quemadura suave bajo la piel.

No tendría que frustrarse. No tendría que admitirse que estaba consumido por la confusión, por la ansiedad. Que había repasado las palabras una y otra vez, como quien repite una plegaria olvidada, esperando que esta vez tenga sentido.

Quizás Eros solo jugaba. Quizás había buscado, desde el inicio, humillarlo. Desarmarlo. Exponerlo. ¿No era ese su don? Encender algo dentro de los otros y luego apartarse para ver qué sucedía con las brasas.

A veces, Tánatos sentía su corazón encogerse ante esa posibilidad. El dolor no era nuevo, pero no por eso menos punzante. ¿Era solo una humillación? ¿O tal vez Eros se estaba aprovechando de su enamoramiento?

Sabía que los dioses no eran inmunes al doble filo. Que incluso entre ellos, los gestos estaban cargados de poder, de cálculo, de historia. Que las miradas podían ser trampas. Que las palabras dulces podían sellar castigos.

 

Tánatos no era una excepción.

 

Y sin embargo… algo en él no terminaba de rendirse. Como si aún albergara la esperanza —mínima, testaruda, absurda— de que todo había sido real.

Fuese como fuese, pensaba, no habría necesidad de preguntar si dejaba pasar el tiempo necesario. El olvido llegaría. La distancia haría su trabajo.

Pero otro miedo se deslizaba por su mente, con la suavidad con que lo hace lo inevitable. Un miedo que cobraba más presencia cada vez que respiraba en soledad:

¿Cómo podría volver a dedicarle palabras dulces a Eros —esas que solo para él guardaba— si esta situación significaba alejarse?

 


¿Estaría dispuesto a perder la pobre, pero significativa cercanía que consiguió?

 

¿Y si eso era todo lo que tendría?

 

Tánatos no se movía. No porque no pudiera, sino porque hacerlo sería reconocer que el tiempo había seguido avanzando, que algo dentro de él lo estaba empujando hacia decisiones que no quería enfrentar.

En el Inframundo, nada lo urgía. No había estaciones, no había voces que lo apremiaran, ni plegarias que invocaran su nombre con la vehemencia que Eros despertaba. Solo estaba él. Y su propio juicio.

¿Qué sentido tenía todo esto? La idea de Eros había empezado como una interferencia. Un destello dorado en los márgenes de su visión, fácil de ignorar, imposible de olvidar. Pero luego... luego se volvió un hábito. Un patrón. Un pensamiento recurrente. Y ahora, algo peor: una necesidad.

Se odiaba por ello. Porque no era deseo lo que lo devoraba —eso habría sido simple. No era un impulso físico ni una obsesión carnal. Era esa sutil y peligrosa esperanza de significar. De ser visto, no por lo que representaba, sino por lo que era.

Y eso, para Tánatos, era terreno desconocido. Indecente, incluso. Ser no era su propósito. Él era función, no persona. Era la línea final, no una historia con principio.

Eros trastocaba eso. Porque Eros lo miraba con algo más que la inquietud de un dios incómodo. Lo miraba como si estuviera dispuesto a escuchar. Como si estuviera dispuesto a quedarse.

Y eso lo quebraba. La idea de pertenecer… ¿qué tan blasfema era para alguien como él? ¿Podía la muerte siquiera concebir compañía sin arrastrarla inevitablemente hacia su condena?

Sabía que no podía tenerlo. Que cualquier paso en esa dirección era un error. Pero no saber si Eros lo había comprendido —o peor, si había fingido comprenderlo para luego deshacerse de él—, lo carcomía por dentro.

Porque si era cierto, si Eros solo había jugado con su apertura, entonces Tánatos había cometido la mayor de las transgresiones: haber confiado.

Y si no lo era… si realmente había un atisbo de sinceridad en las palabras del dios del amor, ¿cuánto más podía arriesgar sin perderse del todo?

Tánatos cerró los ojos.

 

“Quiero que estés conmigo.”

 

El silencio era su único aliado. Pero incluso él comenzaba a volverse insuficiente.

Hubo un momento —uno muy breve— en que deseó no haberlo mirado nunca. No haber salido de las sombras. No haber permitido que su voz temblara por nadie.

Pero era mentira. Porque si pudiera regresar, aún sabiendo el dolor que vendría, lo haría de nuevo.

Lo haría por la mirada. Por la promesa nunca dicha. Por esa absurda esperanza que, aunque lo negara, lo mantenía aún de pie.

 

El murmullo de las antorchas en el corredor no lo distrajo. Nada solía hacerlo. Pero aquella noche, una punzada distinta se le anclaba al pecho. Tenía la forma exacta de una pregunta sin respuesta.

Y entonces lo sintió. El aire cambió, como cambia cuando el sueño desciende sobre la nuca de un mortal, leve y frío como una pluma mojada.

—No deberías estar tan quieto —dijo una voz, suave como un susurro entre sábanas aún tibias.

Tánatos no abrió los ojos.

—La quietud es lo único que conozco.

Hipnos no respondió de inmediato. Caminaba descalzo sobre el mármol oscuro, apenas tocando el suelo, como si incluso la gravedad se negara a retenerlo. Su presencia era ligera, sí, pero arrastraba siglos de silencios y preguntas que solo un hermano podía cargar sin palabras.

—Estás tenso —murmuró Hipnos desde detrás, su voz flotando como humo de incienso—. Incluso para ti.

Tánatos no habló. Bajó la mirada, como si las baldosas pudieran ofrecerle alguna certeza.

—No lo entiendo —dijo finalmente, y su voz se quebró apenas, como si hablara de una herida que no sabía sangrar—. Pensé que me bastaba con observarlo. Con estar. Llevo tanto tiempo así que me adapté. A ser el margen, a no verme en su panorama, si no es desde lejos. Y entonces le hablé. Le dije lo que sentía. No era mío ese gesto. No soy yo…

Hipnos lo miraba con esa ternura distraída que tenían los que conocen demasiado. No ofrecía consuelo fácil. Solo presencia.

—¿Has pensado alguna vez lo que tú despiertas en él? —preguntó, sin apremio—. ¿Lo que pasaría si no te alejas? Si, por una vez, permaneces.

Tánatos lo miró. Sus ojos tenían una tristeza antigua, y una duda que ni el tiempo había podido disipar. No estaba seguro de si Hipnos hablaba desde la esperanza… o desde la resignación.

—Tú crees que eres solo final, hermano. Pero olvidas que también eres alivio. Eros no te teme porque no lo exiges. No lo devoras. No lo embelleces para hacerlo tuyo. Solo lo ves. Y eso… eso es raro entre nosotros. Y tal vez eso, precisamente eso, es lo que él necesita.

—Somos un contraste dolorosamente evidente —dijo Tánatos—. Él comienza todo. Yo lo termino.

—Y, sin embargo —dijo Hipnos, con voz tranquila—, ambos conocen lo que duele. Tú en los finales. Él en los comienzos. Cada uno, a su manera, carga con lo que el otro no dice.

—¿Y si me acerco y lo rompo? —preguntó Tánatos—. ¿Y si soy el filo que corta lo que aún no está listo para quebrarse?

—Entonces te alejarás —respondió Hipnos con una dulzura que no era debilidad—. Pero no sin antes mostrarle que incluso la muerte puede mirar con ternura. Que no todo lo oscuro está hecho para destruir. A veces, lo oscuro también guarda. Y cuida.

Tánatos cerró los ojos. Por primera vez en mucho tiempo, respiró hondo. Como si necesitara aprender el gesto desde el inicio.

—No quiero herirlo —susurró.

—Entonces no lo hagas —dijo Hipnos—. Pero no te niegues por miedo. Has pasado una eternidad siendo distancia. Tal vez es hora de ser presencia.

Tánatos no respondió de inmediato. Permanecía con los ojos cerrados, como si la oscuridad detrás de sus párpados le ofreciera un lugar más claro que el mundo que lo rodeaba. Pero algo en la quietud de Hipnos cambió. Una brisa leve recorrió el pasillo, sin causa, sin dirección.

—No viniste solo a decirme eso —dijo Tánatos, sin necesidad de abrir los ojos.

Hipnos guardó silencio. Era el tipo de silencio que anunciaba algo inamovible. Como la marea que sube sin que uno lo note, hasta que los pies ya están sumergidos.

—Es Nix —dijo finalmente, y su voz perdió todo rastro de neblina. Era precisa ahora. Más grave de lo que acostumbraba—. Quiere verte.

Tánatos abrió los ojos.

No porque no esperara la mención de su madre, sino por todo lo que ese deseo implicaba. Nix no llamaba. Nix no pedía. Ella decidía. Cuando su nombre resonaba, era como un pliegue en la realidad: todo se alteraba, incluso lo eterno.

—¿Para qué?

—No me lo dijo —admitió Hipnos, suavemente—. Solo dijo que te espera.

Tánatos asintió. No preguntó más. No era necesario. Si Nix lo llamaba, era porque algo se había movido. Algo grande. Algo que ni siquiera el amor —ni la muerte— podría ignorar.

Y sin embargo, al dar el primer paso hacia el pasaje donde el mundo empezaba a desdibujarse, miró una última vez a su hermano.

—Gracias —murmuró, y por primera vez en siglos, lo dijo con peso.

 


 

Tártaro. No el que los dioses menores nombraban para impresionar. No el de los ritos teatrales ni el que servía de metáfora para el olvido. Este era el verdadero: la oscuridad sin principio, sin reflejo. Allí donde el tiempo no era una línea, sino una marea que iba y venía con la voluntad de Nix.

Los pasos de Tánatos no sonaban. Ni siquiera Hipnos, que lo seguía unos pasos detrás, podía oírse a sí mismo. No porque el suelo absorbiera el sonido, sino porque aquí, el sonido no tenía permiso de existir.

 

Y entonces, la oscuridad se curvó. No por luz, sino por la presencia.

Nix. No tenía forma definida, era más antigua que las formas. Pero Tánatos la veía. Siempre la había visto. Enorme como la idea de una noche sin estrellas, hermosa en una manera que hacía doler los ojos. Su rostro no era joven ni viejo, solo inmutable. Como si ella misma hubiera inventado el concepto de permanencia. Se alzaba al borde de un estanque sin fondo, el agua completamente quieta, como un espejo que no deseaba reflejar nada.

—La primavera se adelanta este año —dijo Nix, empezando—. Las semillas responden a un ritmo que ya no se parece al anterior. Las estaciones están rotando de forma extraña. A veces pienso que el mundo se ha vuelto demasiado consciente de sí mismo.

Su voz no se oyó. Se impuso. No en los oídos, sino en los huesos. Tánatos inclinó la cabeza, no como súbdito, sino como hijo.

—¿Crees que eso sea algo bueno? —Tanatos permanecía en frente de la diosa primordial.

Nix hundió un dedo en el agua. Una sola ondulación, perfecta, se extendió hacia los bordes.

—Nada es bueno o malo por naturaleza. Solo es. Pero cuando los ciclos cambian demasiado rápido, incluso los dioses tropiezan con lo que creían estable.

Silencio.

—¿Y tú, hijo mío? ¿Tropiezas?

Tánatos dudó. No porque no quisiera responder, sino porque no estaba seguro de la forma.

—Lo observo. A veces sin querer. A veces… sin poder evitarlo.

Nix no necesitaba gestos. Su rostro, como el vacío denso se poso sobre él como si pudieran ver hasta la primera sombra que lo tocó.

—Dime qué has visto —ordenó Nix.

No quería mencionar el nombre de Eros. Le gustaría que permaneciera en el anonimato, que lo que él viviese y sintiese siguiera siendo un secreto entre él y su hermano. Deseaba que nadie interfiriera en este proceso, ni siquiera su madre. Lo encontraba molesto, intrusivo, incluso viniendo de ella.

—No comprendo qué es. No estoy hecho para esto. Y sin embargo, hay algo en su manera de mirarme que me desarma. Me obliga a existir más allá del deber. No sé si eso es amor, o debilidad.

Nix lo miró. No con dureza, sino con esa impaciencia que los dioses primordiales tienen ante lo que se mueve demasiado rápido.

—Eros no es inocente —dijo al fin—. Su poder ha hecho caer imperios. Ha vuelto loco a sabios. Ha encendido fuegos que los dioses aún no logran apagar. Puede amar, sí. Pero no sin consecuencias.

—No creo que quiera hablar de este asunto, madre…

—No hablo de intención, Tánatos —respondió Nix—. Hablo de esencia. Tú detienes. Él impulsa. Tú recoges. Él derrama. No son solo opuestos. Son fuerzas que, si no se equilibran con precisión, pueden arrancar la raíz de lo que debe permanecer.

Tánatos bajó la vista. Pero no se echó atrás.

—Y si ese desequilibrio… fuera lo que me hace sentir vivo

Nix se mantuvo en silencio. Aunque no tuviera un rostro definido, Tanatos hubiera jurado entender que lo miró con una mezcla extraña de ternura y algo que no se podía nombrar.

—Has cumplido tu rol sin vacilar. Has dado paz a quienes no la conocían. Has sellado destinos que ni los dioses querían ver cumplidos. Has hecho lo que pocos podrían sin quebrarse.

—No lo hice por virtud —respondió Tánatos—. Fui creado para eso.

—Y sin embargo, sigues eligiéndolo.

Nix posó delicadamente un dedo sobre el pecho de Tanatos, no una caricia. Un recordatorio.

—Cuando fuiste forjado, no te di corazón para amar. Pero tampoco te prohibí sentir. Lo que haces con ello es asunto tuyo.

Tánatos bajó la mirada. No porque sintiera vergüenza. Sino porque entender a su madre, en verdad entenderla, era como mirar al firmamento: no podía sostenerse mucho tiempo.

—El deseo de sentirse vivo ha destruido a muchos dioses antes que tú.

—Lo sé.

—Y aún así, lo eliges.

—No sé si lo elijo. Solo sé que me habita.

La madre de la noche alejo sus delicados dedos de su hijo, calculando.

—Entonces haré lo que hacen las madres cuando algo precioso puede romperse —dijo al fin—. Observaré. Me quedaré cerca. Y si llega el momento, protegeré lo que pueda.

—¿A él...o a mí?

Nix no respondió. Tánatos entendió.

La sombra de Nix comenzó a disolverse, deslizándose de vuelta a la oscuridad que la contenía, sin prisa y sin final. El estanque permaneció inmóvil, como si el eco de la conversación aún no se atreviera a tocar su superficie.

Tánatos no se movió. Ni siquiera cuando sintió la presencia conocida detrás de él, cálida y calma como la primera brisa del sueño.

—¿Te sientes más claro o confundido? —susurró Hipnos, sin burlas, sin juicio.

Tánatos no respondió de inmediato. Solo cerró los ojos.

—No lo sé…Pero al menos, ahora, no me siento solo.

Hipnos asintió. Era suficiente. Por ahora, era suficiente.

 


 

Dentro de las cuevas donde nacía la furia de la noche —esas que ni los titanes se atreven a nombrar— los vientos no eran simples ráfagas. Eran susurros. Fragmentos de confesiones, promesas rotas, secretos pronunciados entre dientes. Y Nix los escuchaba todos.

La noche lo envolvía todo al final. Y como guardiana de ese final sin forma, había aprendido a reconocer los hilos antes de que se anudaran. Los mortales hablaban de ella como un concepto. Pero sus hijos sabían mejor. Sabían que la oscuridad tenía ojos. Y oídos. Y voluntad.

Desde los labios de sacerdotisas embriagadas en incienso, desde el balbuceo de oráculos medio despiertos, desde el lamento que arrastraban los ecos en los corredores del Tártaro, llegó a sus oídos una palabra que nunca se decía a la ligera: Eros.

La idea misma de su hijo; Tánatos, de semblante inquebrantable, nacido para guiar sin vacilar siendo arrastrado por algo tan inestable, tan caprichoso como el deseo, le parecía… inexacta. Pero no por incredulidad. Sino porque el amor, cuando no se sostiene, destruye con más fuerza que la guerra.

 

Nix se levantó de su trono de sombra sin dar aviso. No convocó a sus hijos. No pidió audiencia al Olimpo. Simplemente decidió que lo complicado había durado lo suficiente.

Si el lazo que los unía no podía ser nombrado, entonces sería ella quien lo desnudara del todo. Y si no podía deshacerse, lo afilaría hasta que sangrara verdad.

Después de todo, el amor podía ser hermoso. Pero también podía ser una deuda. Y Nix jamás dejaba cuentas sin cerrar. La venganza que corría por sus venas era vieja. Más antigua que los mitos. No era un deseo impulsivo, sino una forma de justicia. Una necesidad de restaurar el equilibrio que los más jóvenes, cegados por el deseo, ignoraban con arrogancia. Nix no necesitaba anunciarse. Ella no llegaba. Simplemente estaba.

Esa noche, la oscuridad se extendió un poco más. Un suspiro más prolongado en el aire. Un pestañeo que se convirtió en ausencia de amanecer. Los pájaros no cantaron. El rocío no cayó. Porque Nix lo había decidido.

Invisible, se deslizó entre las dimensiones del mundo, hasta que encontró el resplandor suave de un sueño cálido. Eros dormía, envuelto en una bruma dorada, el cabello revuelto sobre los pliegues de una almohada tallada por siglos de deseo. Incluso en el sueño, su rostro estaba quieto, sereno, hermoso como una estatua aún tibia.

Nix lo observó desde la sombra que no proyectaba. Con disgusto, sí, pero también con una especie de piedad helada. No lo odiaba. Era mucho peor que eso: lo consideraba peligroso.

 

Abrió la palma. En su centro, una gota negra flotaba, temblando como un corazón minúsculo. No era veneno en el sentido mortal. Era una semilla. Una esencia. Un fragmento de sueño que no traía consuelo, sino encierro.

Lo sopló suavemente sobre el rostro de Eros.

—Ve —murmuró, sin voz—. Ve donde no puedas seguir confundiendo el pulso con la herida.

Y la gota se deslizó, traspasando la frente del dios dormido. No dejó marca. No dejó olor. Solo una sombra leve, como el rastro de un recuerdo olvidado. Eros suspiró en sueños. Pero no despertó.

Porque lo que Nix le dio no era un sueño. Era un mundo. Uno sin retorno. Y dentro de él, el amor buscaría sin encontrar.

Y el deseo ardería sin saciarse. Eros, no tendría respuestas.

 

En  la oscuridad que Nix extendió como un manto sin costuras, el Olimpo respiró hondo sin saber por qué. Un frío leve, como de presagio, recorrió los pasillos del monte sagrado. Las llamas ardían, sí, pero sin danza. Las voces bajaron. El murmullo de lo divino se volvió susurro.

Eros, el primero en despertar el deseo, el último en comprender su peso, se desvanecía. No con estruendo, no con catástrofe, sino como se apaga una estrella: lentamente, sin que el mundo note al principio la pérdida de su luz.

Y mientras dormía prisionero en un sueño que no había elegido, la noche lo envolvía, no con ternura, sino con el silencio cruel de quien decide por otros.

Así, bajo el velo de la traición y el hierro disfrazado de amor maternal, la envidia antigua de Nix selló su obra.

Y en lo alto del Olimpo, nadie lo sabía aún, pero una tristeza sorda empezaba a nacer.
Una tristeza con forma de ausencia. Una que llevaría el nombre de Eros.

Chapter 4: Fragmentos entre sueños

Notes:

"Desde que lo sostuve entre sueños, desde que lo toqué sin llevarme nada. Desde que lo vi herido por algo que no era mío y decidí —contra todo lo que soy— protegerlo.

Eros. Él vive. Respira. Y eso debería bastarme.

Pero no basta.

Me habita una inquietud que no puedo nombrar. Una ausencia que no es suya, sino mía. Como si algo dentro de mí despertara por primera vez y no supiera a dónde ir."

Chapter Text

Al principio fue un cambio imperceptible.

Tánatos no tenía costumbre de medir las presencias. Su mundo estaba hecho de ausencias

Pero esa noche —o lo que se parecía a una noche, aunque no estuvieran bajo ningún cielo— algo no sucedió.

No se encendió la brasa en su pecho que siempre ardía, tenue y persistente, cuando Eros cruzaba algún umbral cercano.
No hubo eco. No hubo sombra cálida, ni restos de perfume dorado sobre las almas que dejaban este mundo.

Solo una quietud más densa que la habitual. Y una punzada.

Tánatos caminó por las grietas del mundo sin rumbo concreto, revisando los lugares donde antes lo había visto por casualidad —o por destino, aunque no quisiera nombrarlo así—.
El claro, intacto. El templo, silencioso. La ciudad asediada, desierta de emoción.

 

Fue Hipnos quien lo encontró al borde de uno de los ríos del Hades, sin cruzar, sin avanzar. Su silueta recortada contra la negrura, inmóvil. Como si esperara que la noche le hablara.

—¿No lo sientes? —preguntó Tánatos, sin girarse.
Su voz era baja, pero contenía algo distinto. Una súplica.

Hipnos no respondió de inmediato. Lo sentía, sí.
La falta. El vacío. Como si una cuerda invisible se hubiese roto y la tensión entre los dos mundos se inclinara peligrosamente hacia lo estancado. El deseo ya no empujaba. Ya no quemaba en los extremos del tiempo.

—No está, ¿verdad? —dijo Tánatos.

Hipnos bajó la mirada.
—No —murmuró—. No en este plano. No en ninguno que yo haya podido alcanzar.

Entonces lo supo. No como se sabe una noticia, sino como se intuye una catástrofe.
Lo supo en la carne, en esa parte de sí que había empezado a ser algo más desde que Eros existía cerca.

El mundo sin él parecía... mal construido. Como una obra sin centro. Como un cuerpo sin pulso.

Tánatos cerró los ojos, deseó no ser quien era.
Deseó tener el don de buscar, de hallar, de rescatar.
Pero no era salvador.

 

Tánatos abrió los ojos de golpe, la comprensión no había venido como un trueno, sino como una marea lenta, imparable, que le anegaba el pecho. Algo estaba mal. No solo ausente: oculto. Silenciado.

Se giró hacia su hermano, esa figura siempre tranquila, siempre suspendida en los bordes del tiempo.
Hipnos no había dicho más, pero lo conocía demasiado bien. Incluso su quietud estaba teñida de inquietud.

—Hipnos —dijo, su voz más quebrada de lo que hubiera permitido en cualquier otra circunstancia—. Eres el único que puede alcanzarlo. En sueños. Debes intentarlo.

Hipnos levantó la mirada, sorprendido.
—Tánatos…

—Tú sabes cómo entrar donde otros no. Tú puedes habitar el sueño, incluso cuando no ha sido invocado. Si hay una forma de saber dónde está… si su alma no ha sido extinguida del todo, debe haberse refugiado ahí. En algún rincón del no-mundo.

Hipnos lo observó con gravedad. No era habitual ver a su hermano pedir algo. No porque fuese orgulloso, sino porque nunca necesitaba hacerlo. Tánatos era certeza. Constancia. El final sin permiso.
Pero ahora, esa misma presencia parecía temblar.

—Si ha caído en un sueño sin retorno —dijo Hipnos, midiendo las palabras—. Si alguien… lo ha encerrado…
—Entonces debes entrar ahí —interrumpió Tánatos, con una urgencia que parecía impropia de su voz—. Búscalo. Solo dime si aún… si aún está. Si sueña. Si vive, de alguna forma.

Hipnos bajó la mirada.
La oscuridad alrededor de ellos era densa, como si escuchara. Como si guardara silencio por respeto a esa súplica inédita.

—Lo intentaré —respondió al fin—. Pero si lo encuentro, Tánatos… ¿qué harás?

Tánatos no respondió de inmediato. Su mirada estaba fija en un punto que no existía, como si ya estuviera allá, con él.

—Lo que sea necesario —dijo.

 


 

Hipnos caminó entre la niebla que separa el mundo de los dioses del de los sueños, su silueta difusa como un recuerdo entre dos respiraciones. A su alrededor, el tiempo no existía como lo conocían los mortales: era una bruma suspendida, sin comienzo ni fin, solo pulsos lentos de esencia dormida.

Frente a él yacía Eros, inmóvil, pero no muerto. Atrapado. Su piel aún parecía irradiar una pálida luz, pero no era el resplandor de la divinidad, sino el eco de algo que luchaba por no apagarse.

Hipnos se inclinó con cuidado, como quien se acerca a una llama que no desea ahuyentar.

—En este sueño —susurró, y su voz apenas perturbó el aire— encontrarás la única esperanza de salvación.

Y entonces, como el roce de una pluma sobre el agua, tocó con sus dedos la frente de Eros. El dios del amor suspiró, apenas, y su cuerpo se relajó en una quietud más profunda. No era descanso. Era tránsito. Un pasaje a un espacio donde ni la luz ni la sombra podían nombrarlo.

Allí, dentro del sueño inducido por el dios del letargo, las leyes eran otras. El dolor no tenía la forma conocida. El tiempo no sanaba, pero tampoco hería. Era un lugar sellado incluso para la muerte. Solo la dulzura del sueño podía sostenerlo allí, oculto del veneno de Nix, lejos del mundo que había dejado de pronunciar su nombre.

Hipnos observó en silencio.

Sabía que no podía permanecer por mucho tiempo. Este tipo de sueño no era suyo por completo. Era un equilibrio frágil, prestado, tejido a base de recuerdos, deseos y lo que quedaba del alma de Eros.

Sabía, también, que no podría mantenerlo así por siempre. El cuerpo llamaría al alma. El alma respondería con quebranto. Y si no hacía algo pronto, lo que quedaba del dios del amor no sería más que un destello extraviado en un rincón del olvido.

Hipnos cerró los ojos. Su mente buscó a su hermano entre los velos del mundo consciente.

—Tánatos… —susurró en el plano donde solo los hermanos se escuchan—. Ven. Él te necesita. Y yo… no puedo sostenerlo solo.

Tánatos observaba desde la entrada de la estancia, los brazos cruzados, como si temiera romper algo con solo acercarse. La figura de Eros yacía en una cama improvisada entre sedas y sombras, el pecho apenas alzándose, Tanatos se acercó al cuerpo dormido de Eros con la lentitud de quien teme tocar un espejismo. Estaba intacto, y sin embargo, no estaba. El sueño lo mantenía suspendido en una especie de limbo pulido, donde el tiempo no hacía ruido y todo lo esencial quedaba postergado. Era una prisión sutil, tejida con el poder mismo de la Noche.

—¿Aún respira? —preguntó Tánatos, sin moverse.

Hipnos asintió lentamente, sin apartar la vista de su labor.

—Su cuerpo sí. Pero su conciencia está encerrada en un umbral del que pocos regresan. No es mi hacer —añadió en voz más baja—, pero puedo alcanzarlo.

Tánatos bajó la cabeza, las sombras en su rostro se alargaban, como si temieran revelar emoción.

—Llévame hasta él.

Hipnos lo miró por fin, sorprendido. El dios de la muerte no pedía. No suplicaba. Su sola existencia era un acto de certeza. Y sin embargo, ahí estaba: contenido, ansioso, humano.

—No será sencillo. Ni natural. Podrías alterar el sueño más de lo que lo salves.

—Si está atrapado, lo buscaré. Si se ha perdido, me perderé con él.

Hubo un largo silencio. Hipnos, con la paciencia de los que viven entre lo imposible y lo intangible, alzó una mano sobre el pecho de su hermano.

—Cierra los ojos —dijo simplemente.

Y cuando Tánatos obedeció, no fue la oscuridad lo que lo recibió. Fue una luz tenue, difusa, como la que cuelga en el aire justo antes del amanecer.

Allí, en ese sueño suspendido más allá del tiempo, Eros vagaba sin rumbo.

No recordaba su nombre, ni su forma. Solo que estaba buscando algo. En el mundo de los sueños, los límites se desdibujaban, y su presencia bastaba. Allí, Tánatos decidió hablarle sin palabras. Mostrarle lo que no se atrevió a decirle despierto.

Cada noche, le ofrecía destellos de eternidad. Campos donde las flores nunca morían, donde la brisa acariciaba sin fin. Cielos que no cambiaban de color, porque eran perfectos tal como estaban. Le susurraba sin voz historias recogidas del silencio, de los momentos donde el amor persistía incluso en la ausencia. Le tendía, en sueños, la ternura que en la vigilia no sabía cómo mostrarle.

No pedía nada a cambio. Solo deseaba que, aunque no despertara, Eros pudiera sentir lo que nunca se atrevió a decir: devoción.

Eros, sumido en su profundo sueño, comenzaba a sentir las caricias de estas dulces sensaciones. El dolor del veneno, que antes le había encadenado con su mordida silenciosa, se disipaba poco a poco. No como un enemigo vencido, sino como un huésped que comprendía que ya no era bienvenido. En su lugar, algo nuevo se extendía: una calidez antigua, más vieja que la memoria, más íntima que el deseo.

En su sueño, Eros no volaba, no brillaba, no seducía, solo existía y sin embargo, nunca se había sentido tan entero.

La oscuridad lo rodeaba, pero no era una prisión. No era ausencia. Era refugio. El tipo de noche que uno escoge cuando todo el ruido del día ha terminado. Un cobijo sin nombre, sin exigencias. Allí, entre sombras suaves, sentía una presencia que no necesitaba pronunciarse para ser comprendida. Estaba. Solo eso. Estaba.

Era la primera vez que Eros no necesitaba ser visto para sentirse amado.

Fuera del sueño, el mundo no se rompía… pero empezaba a crujir.

La noche se sentía más espesa en ciertos rincones del Olimpo, como si algo contuviera el aliento. Las flores que solían abrirse ante el paso de Eros seguían floreciendo, pero sin la misma vivacidad, como si su color ya no brotara desde dentro, sino que intentara recordar cómo era hacerlo.

Las estatuas dedicadas a él —dispersas entre colinas, jardines y templos— comenzaban a mostrar grietas diminutas, imperceptibles para los ojos de los mortales. No era erosión, ni tiempo, ni descuido. Era ausencia. El tipo de ausencia que pesa más que la muerte. Era como si el amor mismo, ese al que Eros había dado forma, empezara a doler sin saber por qué.

Las parejas soñaban con despedidas que no habían vivido. Los mortales, al enamorarse, sentían una punzada de nostalgia que no sabían de dónde venía. Las madres lloraban al mirar a sus hijos dormir, los poetas se quedaban sin metáforas. El mundo no olvidaba a Eros. Pero comenzaba a temer que lo estaba perdiendo.

Y los dioses…los dioses hablaban, en banquetes y visiones, su nombre surgía con frecuencia cada vez mayor, como una mancha que nadie quería admitir. “¿Has notado algo raro?” murmuraban. “¿Dónde está el muchacho?” preguntaban otros. Pero nadie tenía respuestas, solo sospechas que serpenteaban como vino agrio entre copas doradas.

Y en medio de todo eso, estaba Tánatos, ajeno, pero no ileso.

Él sentía cómo la ausencia de Eros no era una pausa, sino un vacío que el mundo no sabía llenar. Las almas llegaban más silenciosas. Las muertes eran más densas. Incluso las sombras parecían arrastrarse, buscando una tibieza que ya no estaba.

Tánatos no era compasivo por naturaleza. Pero esto no era compasión. Era dolor. Era saber que había algo más frágil que la vida: el amor cuando deja de ser compartido.

Y sin embargo, no podía hacer más que regresar al sueño, una y otra vez, a ese espacio donde Eros aún respiraba como si el mundo no estuviera temblando sin él.

Allí, en la hondura sin tiempo, se permitía sostenerlo con la mirada. Contenerlo con gestos que nunca haría en vigilia. Decirle cosas que, fuera de ese espacio, jamás se atrevería a pronunciar.

Pero el mundo se estaba agrietando.

 

La brisa en ese lugar no traía consigo palabras, sino recuerdos no vividos: la sensación de una mano que no había tocado la suya, el eco de una voz que aún no se había atrevido a decir su nombre. Cada sensación llegaba con la suavidad de una flor abriéndose en la penumbra, y él las recibía como si siempre las hubiera esperado.

No pensaba en el Olimpo ni en el cuerpo que dormía lejos, ajeno a esta paz. Solo pensaba en esa oscuridad que lo arrullaba. En esa presencia sin rostro que, por alguna razón, lo conocía tan bien.

Eros, en su sueño, no sabía que Tánatos velaba por él. Pero su alma sí.

En ese espacio blando, donde todo parecía mantenerse a medio latido, no existía el antes ni el después. Solo el ahora, difuso y tibio, como si alguien lo hubiera envuelto en telas de sombra apenas perfumadas. No había frío. Tampoco calor. Solo una constante, como la presión delicada de una mano sobre el pecho. Y esa presencia.

Al principio, era solo una percepción. Un cambio en el aire, un silencio distinto al que lo rodeaba. Algo que no se movía, pero se sentía vivo. Como si el mismo sueño tuviera una conciencia que lo observaba, paciente, sin juicio.

Eros empezó a notar cosas pequeñas. Un roce en la nuca, el eco de una respiración que no era suya. Una sombra que se detenía a los pies de sus visiones, sin invadirlas. Un cuidado silencioso, tan íntimo que dolía.

No supo cómo ni cuándo, pero comprendió.

Esa sombra no era cualquiera. No era parte del sueño, sino la que sostenía el sueño con manos invisibles. No un invasor. No un enemigo. Sino alguien que estaba ahí por elección, con una ternura que no se atrevía a nombrar.

Lo miró, sin moverse. Aquel cuerpo oscuro, contenido, con los ojos como brasas apagadas, suaves y profundos. Tánatos. No vestido de deber. No acompañado por la gravedad de lo inevitable. Solo él, sin armadura, sin distancia. Sin prisa.

Eros sintió el peso de algo que no dolía, pero tampoco era liviano.

—Así que eras tú —murmuró, apenas con voz. Finalmente, Eros abrió los ojos.

 

No fue un despertar violento, ni siquiera abrupto. Fue más bien como emerger de un río tibio, con el cuerpo aún impregnado de la corriente, con la piel recordando el agua incluso cuando ya no la tocaba.

La primera sensación fue la ausencia.
Sus brazos, todavía abiertos, aún rodeaban algo que ya no estaba.
Y fue entonces cuando comprendió: había estado abrazando a alguien en ese sueño. No a una idea, ni a una fantasía. A alguien. Tánatos.

Su nombre no se impuso en la mente de Eros como un trueno. Llegó más bien como un susurro que ya conocía, que siempre había estado ahí, esperando.
Recordó las visiones. Las praderas eternas, el aroma del Olimpo flotando en el aire, las historias susurradas con voz grave, casi reverente. La sombra que no pesaba, que no dolía, que no amenazaba. La sombra que había cuidado de él.

Y, sin embargo, ahora solo quedaba el hueco.
El lecho era cálido, pero el calor no venía de ningún cuerpo presente. Venía de un recuerdo.
Eros se incorporó lentamente, los dedos buscando aún, como si pudieran encontrar lo que el corazón ya sabía que se había ido. El lugar donde antes había estado la presencia se sentía más vacío por el contraste. Como una vela extinguida no por falta de fuego, sino por una decisión.

“¿Fue real?”


La pregunta no tenía forma en sus labios, pero palpitaba en su pecho.
Las memorias eran demasiado vívidas, demasiado íntimas para ser una invención de su mente. Había algo en esa ternura que no podía haberse soñado. Algo profundamente veraz. Algo que no se podía fingir.

Eros se abrazó a sí mismo, sin buscar consuelo, solo contención, porque algo se había quebrado, y también algo había comenzado.

En la vastedad del silencio, una emoción nueva comenzaba a tomar forma, no era deseo, no era simple anhelo, era una mezcla de todo lo que alguna vez había entregado a otros: el inicio, el temblor, la belleza de lo que podía perderse.

Un amor nacido en la frontera entre la oscuridad y la luz.
Un amor que no pedía promesas, pero exigía búsqueda.
Un amor que dolía.

Quería pertenecer a alguien.

Y ese alguien lo había amado en el único lugar donde nadie más podía alcanzarlo: en el sueño más profundo, donde ni siquiera la muerte se atrevía a mentir.

 


 

Con el veneno disipado del cuerpo de Eros y su despertar envuelto en incertidumbre, el Olimpo descansaba bajo una calma engañosa. Como la superficie de un lago que apenas oculta la corriente furiosa bajo su espejo inmóvil, las emociones de los dioses no se habían apaciguado del todo. Algo no dicho aún flotaba entre ellos, como ceniza que no termina de asentarse.

 

Tánatos e Hipnos descendieron juntos al Hades, sin palabras ceremoniosas ni explicaciones entretejidas. No las necesitaban. Lo que ardía en la superficie del Olimpo no podía alcanzarlos allí abajo, donde el tiempo se deshilacha y los ecos pierden fuerza.

Caminaron a través de las grietas antiguas, bajo cielos de piedra que no conocían el alba. Hipnos, siempre más liviano, se movía con la gracia de quien ha aprendido a dormir incluso en la tristeza. Tánatos, en cambio, caminaba como si cada paso pesara más que el anterior, con los recuerdos aún pegados a los dedos.

Ambos sabían que nada estaba resuelto. Que lo que Eros había sentido podía deshacerse como niebla, o aferrarse como raíz. Pero esa noche, al menos, eligieron el refugio de la sombra.

 

De vuelta en el Inframundo, aquella cueva era suya desde antes de que el mundo conociera la palabra palacio. No había columnas que sostuvieran el orgullo de un dios, ni mosaicos que contaran historias falsas, solo mármol, húmedo y antiguo, que temblaba a veces con el paso de los siglos, absorbían cualquier rayo de luz, como si quisieran guardar los secretos que ambos hermanos habían derramado allí, sin testigos. No necesitaban fuego para tener calor, ni ventanas para mirar el mundo.

—Se siente diferente —dijo Hipnos por fin, observando cómo una raíz oscura crecía entre dos rocas, como si la misma cueva quisiera hablarles.

Fué diferente —respondió Tánatos, sin volverse.

Había algo distinto en su voz. No cansancio. Algo más profundo, como una costura vieja que por fin cedía al peso del tiempo.

—¿Por Eros? —preguntó Hipnos.

El silencio que siguió fue una respuesta, pero también un lamento.

—No sé qué hice con su sueño. Le mostré algo mío. Algo que no tenía nombre hasta ahora.

—¿Y qué te mostró él?

Tánatos cerró los ojos. La imagen aún estaba allí, justo detrás del párpado: el rostro de Eros entre la niebla del sueño, su expresión de paz, la manera en que su cuerpo buscaba el suyo con una familiaridad que dolía.

—Un lugar al que podría volver —susurró.

La cueva permaneció en silencio tras esas palabras.

 

—Hay algo que me inquieta detrás de esto —arrojó Tánatos—. ¿Habrá alguien planeando la muerte de Eros? ¿Fué esto un castigo? ¿Una traición?

Hipnos no respondió de inmediato. Observaba cómo las paredes de la cueva parecían respirar con ellos, expandiéndose y contrayéndose con la cadencia del pensamiento.

—No se mata al amor tan fácilmente —dijo al fin—, pero sí se le teme. Y lo que se teme, se intenta controlar.

Tánatos giró el rostro, apenas. La sombra de su perfil se proyectó sobre la roca, alargándose como una cicatriz antigua tallada en el mármol, Hipnos lo miró con una ternura que no era condescendiente, sino antigua. Una paciencia nacida no del tiempo, sino del hábito de velar por quienes sueñan.

—Tanatos —dijo con suavidad—, siempre has caminado con cautela, como si cada sombra pudiera volverse contra ti. Has aprendido a anticipar el daño antes de que ocurra. Pero a veces, lo que creemos traición es solo el eco de nuestros propios temores.

Tanatos permanecía en silencio, era difícil descifrar su pensar detrás de sus ojos fríos, desde donde estaba, su figura parecía intimidar un poco, dejó que las palabras de Hipnos flotaran en el aire, como si necesitara verlas asentarse antes de tocarlas. Algo en su interior —no miedo, sino una conciencia aguda de que lo amado siempre es lo más frágil— palpitaba con creciente urgencia.

“Lo que se teme, se intenta controlar.”

—Entonces… ¿quién temería a Eros? —dijo por fin, su voz apenas un murmullo, como si decirlo en voz alta pudiera convocar la respuesta.

Hipnos entrecerró los ojos, como si la pregunta no le sorprendiera, pero sí le doliera.

—Quien no soporta el cambio. Quien prefiere el orden antes que la pasión. Quien ve el amor como una amenaza al equilibrio.

Tánatos cerró los ojos un instante. Dentro de él, algo se alineaba. Una posibilidad. Una sospecha.

—Nuestra madre —dijo, sin emoción, pero con una gravedad que llenó la cueva como un pulso oscuro.

Ambos sabían que Nix era capaz de cualquier acto, si lo consideraba parte de su protección. La oscuridad no era cruel, pero sí implacable.

—Lo hizo por mí —añadió Tánatos, y esa frase le pesó más que cualquier condena—. Porque me vio tambalear.

—Porque te vio desear —corrigió Hipnos, con una tristeza suave.

El silencio volvió, más íntimo esta vez, era más fácil concentrarse en las imperfecciones del mármol que en lo que hervía dentro de sí. Hipnos lo observaba con esa paciencia silenciosa que solo él sabía sostener.

—Lo viste en sus ojos, ¿no? —murmuró Hipnos—. En ese último instante, cuando el sueño empezaba a deshacerse.

Tánatos no respondió, sus manos, tensas a los lados del cuerpo, hablaban por él. En su pecho, algo se removía. No con violencia, sino con una constancia que resultaba aún más inquietante.

—Él también te buscaba —continuó Hipnos, más suave—. No solo en el sueño. En el espacio que dejaste. En el hueco que quedó cuando te fuiste.

Tánatos alzó la vista. Sus ojos eran un mar quieto que escondía una tormenta. La voz le salió baja, pero cargada de una emoción contenida que por fin empezaba a abrirse paso:

—¿Y si lo arruino?

—¿Qué? —preguntó Hipnos, sin apartar la mirada.

—Todo —dijo Tánatos—. Lo que construimos sin palabras. Lo que entendimos sin mirarnos. Si abro la boca y todo eso se deshace como humo.

Hipnos caminó hasta él sin apuro, como si cada paso tuviera que convencer al suelo de permitirlo.

—O tal vez lo que tienes que decir es lo único que puede sostenerlo.

Entonces, fue cuando Tánatos bajó la mirada, y con un temblor que no le era habitual, dejó caer la verdad:

Tánatos bajó la mirada. Su voz, por lo general firme como el mármol antiguo, tembló apenas, como una cuerda tensa que cedía bajo el peso del pensamiento.

—¿Hablar? ¿Y decirle qué? Que no entiendo lo que siento. Que me asusta su rechazo. Que hay algo en mí que no sé nombrar, pero que tiembla cada vez que lo miro. ¿Qué podría decir que no suene a debilidad?

Hipnos, sin necesidad de palabras heroicas, colocó una mano sobre el hombro de su hermano. El gesto fue sencillo, pero en su quietud llevaba siglos de ternura.

—No hay debilidad en lo que sientes, Tánatos —dijo, con esa serenidad que lo envolvía como un velo—. La vulnerabilidad no es un defecto. Es la prueba de que aún tienes algo que perder. Y eso, entre dioses, es un acto de valentía. Eros merece saber. Tú mereces ser escuchado.

Tánatos cerró los ojos. No para huir, sino para sostener el peso de las palabras. Lejos del ruido de los mortales, en lo profundo de aquella cueva que había sido suya desde antes del lenguaje, dudaba de sí mismo con más temor que nunca.

—¿Y si todo esto no es real? ¿Y si es solo un deseo mío? —susurró, como si temiera que nombrarlo pudiera romper el delicado equilibrio que los sostenía.

—Pues al menos dejarás de vivir en esa penumbra de dudas que no permite avanzar ni retroceder. —dijo Hipnos, su voz como una corriente suave en la oscuridad—. Quizá no obtengas la respuesta que esperas, pero sí la certeza de haber sido sincero. Y eso, hermano, es más duradero que cualquier altar erigido en nuestra honra. Porque incluso los dioses encuentran su eternidad en lo que se atreven a sentir.

El silencio que siguió no fue incómodo. Fue un acuerdo tácito, un respiro. Finalmente, Tánatos asintió, con esa lentitud que tienen los que aceptan algo más grande que ellos.

—Tal vez tienes razón —dijo al fin, la voz grave y baja—. Quizás es hora de dejar de huir. De hablar. De enfrentar lo que llevo tanto tiempo ocultando.

Hipnos extendió una mano hacia él. No con urgencia, ni como un héroe que parte a la guerra. Solo como un hermano. Tánatos la tomó, sin ceremonia, sin palabras. En ese gesto simple se contenía algo más fuerte que el miedo: la voluntad de ser visto, por fin, sin máscaras.

La caverna no emitía sonido alguno, y aun así, parecía respirar. Tánatos caminaba en círculos lentos, como si cada paso pudiera contener su indecisión. No llevaba su manto habitual. Por primera vez en siglos, sus hombros estaban desnudos al aire templado del Inframundo, como si despojarse de aquella tela fuera también despojarse del deber.

Sus dedos, tan acostumbrados a cerrar párpados, temblaban levemente, había algo que lo sobrepasaba, una agitación antigua que ni siquiera la muerte sabía nombrar.

Se detuvo frente a una fuente sin agua, una grieta tallada en la roca donde las almas solían dejar sus últimas imágenes antes de cruzar. Se inclinó y miró dentro, sabiendo que no vería reflejo alguno. Lo que buscaba no era imagen, sino sentido.

 

Recordó el peso del sueño compartido, el calor tibio de un cuerpo que no debía tocar, la forma en que Eros lo había buscado en ese espacio sin forma. No había palabras en aquel mundo, pero sí gestos. La ternura era un idioma que él creía haber olvidado.

—¿Qué le diré? —murmuró para sí, como si la piedra pudiera devolverle una respuesta.

Pero el eco no regresó. Solo el silencio. Un silencio que parecía alentarlo a hablar.

Chapter 5: Fragmentos compartidos

Notes:

"Llegamos a despojarnos de todo, incluso de las palabras.
Fue entonces cuando lo vi de verdad. Su cuerpo, tallado en la dignidad propia de los dioses, no buscaba esconderse. No importaban las diferencias, ni las formas que nos separaban: lo que tenía delante de mí era un hombre. No uno cualquiera, sino uno nacido del silencio y la sombra, imponente incluso en la quietud.

Sus manos me tocaron con una lentitud reverente, como si no supiera aún si se me estaba permitida la ternura. Pero lo estaba. Yo la sentí. Y me sentí pequeño. No débil, no menos: frágil, sí, como si por primera vez alguien me sostuviera sabiendo que podía romperme, y eligiendo, aún así, no hacerlo.

Una corriente viva, dulce y devastadora, que me enseñó que incluso la muerte puede tocar sin destruir."

Chapter Text

Eros se sentó, sus pensamientos un torbellino de confusión y agradecimiento, despidiendo los últimos residuos del veneno. No estaba seguro de entender si había despertado del todo. El mundo a su alrededor no ofrecía certezas: la luz parecía temblar, y el aire tenía aún el aroma sutil de los sueños, ese perfume entre memoria y deseo.

Tropezando en la penumbra, siguió los rastros de su salvador, si es que tal palabra podía aplicarse a un dios como Tánatos. ¿Había sido él? ¿Había estado allí, entre las brumas dulces que lo envolvieron cuando más lo necesitaba?

Cada paso lo llevaba más lejos del sueño, y sin embargo, la realidad no se asentaba del todo. El suelo bajo sus pies no dolía, no ofrecía resistencia, como si aún caminara por el velo entre mundos. La duda empezó a crecerle en el pecho, como una herida apenas cicatrizada.

¿Fue real el roce de esa oscuridad que no lo devoró, sino que lo sostuvo? ¿Fueron reales las palabras sin voz, los gestos sin cuerpo? ¿O acaso había imaginado todo, en la fiebre del veneno?

La idea de que Tánatos hubiese estado allí, que hubiese cuidado de él en la única forma que conocía —en silencio, con ternura reprimida—, era demasiado bella. Y por eso, demasiado peligrosa.

Se detuvo.

El mundo pareció detenerse con él. Un susurro de viento se enredó en su cabello, como si el sueño aún se negara a soltarlo por completo. Tal vez, pensó, era mejor retirarse. Dejar de perseguir una sombra. Dejar que lo que sucedió —si es que sucedió— se quedara allí, intacto, en el lugar de lo no dicho. Porque si era mentira, el dolor sería soportable. Pero si era verdad... ¿qué pasaría si lo perdía?

Apretó los labios. Dio un paso atrás. No lo buscaría esa noche.

Desde que despertó, Eros evitaba los templos.

No por desprecio, ni por desdén. Sino por miedo. Miedo a lo que podría sentir si el incienso volvía a llevarle el recuerdo de aquella oscuridad cálida, de esa presencia callada que lo envolvía sin exigir nada. El mundo había vuelto a su ritmo: los rezos, los suspiros adolescentes, los deseos prohibidos ocultos en las estancias de reyes. Él respondía. Como siempre lo había hecho. Sonreía. Brillaba. Despertaba pasiones como se despierta una flor con el rocío de la mañana.

Pero dentro de él… algo no despertaba. Algo se había quedado dormido en aquella cueva, donde ni el tiempo ni la luz tenían dominio. El sueño con Tánatos lo seguía, sí, pero no como un recuerdo cualquiera. Era un tacto que persistía sobre la piel, un susurro que se aferraba a la nuca incluso cuando el día más claro lo rodeaba. Una ternura que se negaba a morir.

Se sentaba en las terrazas del Olimpo como si esperara. Aunque no supiera qué. Miraba hacia el oeste, donde el sol se disolvía en sangre cada atardecer, preguntándose si él también lo estaría mirando desde algún rincón del Inframundo. A veces, creía sentirlo: una presencia contenida en el silencio, en la forma en que una sombra se alargaba de forma inesperada, en la calma súbita que precedía al sueño.

¿Lo había imaginado todo?

Había amado muchas veces, pero nunca así. Nunca con ese temblor en el pecho, con esa inseguridad que parecía más propia de los mortales que de un dios. No sabía cómo buscarlo. Tánatos no dejaba rastros. No se le podía rezar. No venía con ofrendas. Era el único dios que llegaba solo cuando se lo necesitaba sin querer.

Pero Eros lo quería sin necesidad. Y eso, quizá, era lo que más dolía.

Un día, al pie de una colina cubierta de adormideras, Eros hundió las manos en la tierra húmeda y dejó que las flores lo rodearan, sin invocarlas. Cerró los ojos. Imaginó una voz grave, pausada, diciéndole su nombre no como un canto, sino como una verdad.

Y sin saber por qué, murmuró al viento:

—Si sigues ahí… si alguna parte de ti me escucha… vuelve.

La pregunta flotó. No como un llamado. Como una confesión.

Y por primera vez en días, Eros sintió frío.

No era noche. Pero el jardín se oscureció.

No como cuando llega una nube o el sol se apaga en el horizonte. Fue una penumbra suave, antigua, que no provenía del cielo sino de la tierra misma, como si algo despertara bajo las raíces, algo que conocía el pulso de su alma.

Eros sintió el cambio antes de verlo. Un estremecimiento. No de miedo, sino de reconocimiento.

El viento, que antes pasaba sin tocarlo, ahora se enredaba en su cabello como dedos invisibles. Traía consigo un aroma imposible de confundir: ceniza húmeda, mármol frío… y algo más. Algo que solo él podía percibir. La memoria de un sueño.

El corazón golpeaba su pecho como si intentara abrirse paso.

Eros no abrió los ojos. No todavía. Como si hacerlo demasiado pronto pudiera romper lo que estaba formándose en el aire. El temblor en su pecho se volvió punzada, dulce y aguda, al mismo tiempo.

Una presencia. Algo que no quería romperse con palabras innecesarias.

Cuando por fin alzó la vista, lo vio.

Tánatos estaba de pie, a unos pasos de distancia. No había llegado. Siempre había estado. Sus ojos no brillaban, pero su sombra tenía un borde más claro, como si la penumbra lo hubiera abrazado sin consumirlo del todo.

Eros lo miró como quien recuerda la forma de su propio cuerpo después de una fiebre larga.

—Pensé que… —empezó a decir, pero no supo cómo terminar.

Tánatos no se acercó. Tampoco retrocedió. Estaba tenso, no por temor, sino porque lo que sentía no cabía en sus gestos. Lo observaba como quien contempla una herida que no sabe si ya sanó.

—Te oí —dijo por fin. Su voz no era grave ni suave. Era verdad.

Eros cerró los ojos, solo un momento, y exhaló como si soltara algo que había estado sosteniendo desde hacía siglos.

—¿Esto es un sueño? —preguntó, no con esperanza, sino con el pudor de quien no quiere ilusionarse.

Tánatos negó con lentitud.

—Es lo que venga después.

La respuesta no era una promesa. Pero tampoco un rechazo.

La mirada de Eros era un arma cargada.
—¿Por qué me seguiste, Tánatos? ¿Por qué salvarme... y luego desaparecer como si nunca hubieras estado?

Tánatos no se inmutó. Caminó hacia él, sin prisa, como si temiera quebrar el momento.
—Porque no podía verte caer —dijo con voz grave—. Presencio el final de todas las cosas. Pero tú... no eras algo que pudiera perder.

Eros frunció el ceño, luchando contra la confusión.
—¿Entonces qué fue esto? Pensé que tú... —se detuvo, la duda desgarrándole por dentro— ¿Estabas detrás de esto?

Tánatos titubeó. No por duda, sino por el peso de la verdad. Luego dijo:

—Hay fuerzas que no entiendes, cosas que escapan incluso a nosotros. Pero sé que no eras el objetivo, ni el culpable… temía tu juicio.

Eros apretó los labios, el dolor y la duda entrelazados.

—¿Mi juicio? Tánatos, estuve envenenado. Soñando con tu voz, con tu tacto, sin saber si eras real. ¿Sabes cuánto tiempo pasó? ¿Qué crees que hará mi madre cuando descubra esto?

Tánatos sostuvo la mirada.
—Lo mismo que hizo la mía.

Un silencio los envolvió, espeso, eléctrico.

Eros tragó saliva, su voz más baja, más humana:
—Los Olímpicos no toleran amenazas. Y tú... tú no entiendes como se puede tornar esto

Tánatos dio un paso más cerca. La distancia era una provocación.
—No estoy dispuesto a esconderme de lo que esto es. No otra vez.

Eros lo miró como si fuera a romperlo.
—¿Y qué es “esto”, Tánatos? ¿Una alianza maldita entre lo que nace y lo que termina?

Tánatos lo miró. Intenso. Como si pudiera desarmarlo con la sola fuerza de su presencia, su garganta ardía, el pecho se le enogió, sintió que algo en su interior se replegaba, como un ala rota que instintivamente busca cubrirse. La palabra alianza se le clavó en el pecho como una flecha de oro, no porque fuera cierta, sino porque venía de él. De Eros. Y esa voz, que antes supo pronunciar su nombre con deseo contenido, ahora lo hacía con sospecha.

Una alianza maldita.

Como si aquello que había nacido en la más pura vulnerabilidad fuese un acto político, un riesgo a contener.

La garganta le ardía, pero no habló. Su cuerpo, inmóvil, era el único escudo que conocía. ¿Cómo explicar que no era una estrategia, ni un impulso, ni una rebelión contra las leyes de los dioses? ¿Cómo decir que había amado en silencio tanto tiempo que ahora temía haber confundido reciprocidad con deseo de consuelo?

Y sin embargo, no retrocedió. Se mantuvo en pie como había aprendido a estar desde el principio de todo: solo.

Pero en esa soledad, ahora dolía algo distinto. Ya no era la distancia, ni la resignación. Era la conciencia de haber tocado, al menos por un instante, algo que pudo haber sido amor… y que tal vez no lo era.

Su voz fue un susurro áspero, como piedra deslizándose sobre mármol:

—Si eso es lo que ves… entonces quizás nunca estuviste soñando conmigo. Solo con una idea.

Sus palabras no eran reproche. Se sentía como una herida, que por fin se había dejado ver.

Tánatos quiso huir. No de Eros. Sino de sí mismo.

Eros miró a Tánatos. Ya no como el dios que podía arrancar almas sin esfuerzo, ni como la sombra que lo había envuelto en el sueño más dulce y trágico de su vida. Lo miró como se mira a alguien que está al borde de romperse…y que no tiene a dónde caer.

Y entonces lo vio.

El leve descenso de su mirada, como si las palabras que acababa de escuchar no fueran simples sonidos, sino cargas que había sostenido por tanto tiempo que ahora ya no podía.

Eros sintió un hueco abrirse en el pecho. Era reconocimiento.

"Quizás nunca estuviste soñando conmigo, solo con una idea" se le repitieron en la cabeza como un eco sordo, y el veneno que creía purgado volvió a latirle entre las costillas, esta vez con otro nombre.

—No quise… —empezó, pero las palabras se le enredaron como ramas secas en la garganta—. No fue eso lo que quise decir.

Dio un paso hacia él. Solo uno. Como si acercarse fuera también una forma de pedir permiso.

—Yo quise protegerte de lo peor, pero supongo que, en este escenario, eso también me hace parecer culpable.

Tánatos se mantuvo en pie, con la mirada clavada en algún punto entre Eros y el horizonte, como si aún estuviera decidiendo si las palabras eran necesarias o si el silencio podía protegerlo un poco más.

En su mirada había algo mas: resignación.

—Fui creado para velar por el fin de las cosas. No para sostener algo hermoso entre mis manos sin temer romperlo.

Y después, más bajo, como si fuera solo para sí mismo:

—Pero lo intenté, Eros. Quería intentarlo con todas mis fuerzas…

La última frase tembló al salir, como si no le correspondiera del todo. Como si Tánatos no estuviera acostumbrado a defender sus propios actos con esa urgencia.

Y sin embargo, ahí estaba. De pie. Vulnerable en una forma que ningún dios se permitiría ser frente a otro. Excepto frente a él.

—No quiero que me protejas como si fuera de cristal —dijo Eros al fin, la voz aún áspera por lo que antes había dicho—. No vine al mundo para ser un secreto que se cuida.

—Tampoco vine al mundo para amar —contestó Tánatos—. Y sin embargo, aquí estoy. Con las manos llenas de algo que no sé cómo sostener.

Hubo un momento de silencio que no fue incómodo. Fue necesario. Como si ambos tuvieran que templarse antes de volver a tocar el lenguaje.

Eros respiró hondo. Dio un paso más.

—¿Y si dejamos de escondernos tras lo que debemos ser? —susurró— ¿No podemos, por una vez, admitir que nos deseamos?

Tánatos alzó la mirada. El dolor seguía ahí, pero algo más empezaba a asomarse. Una especie de asombro tranquilo, como si no pudiera creer del todo que Eros estuviera ofreciéndole esa posibilidad.

—¿Aunque eso nos condene? —preguntó él.

—¿Y si no hacerlo es la verdadera condena?

Un gesto imperceptible se dibujó en el rostro de Tánatos. No era una sonrisa. Era algo más antiguo, más contenido.

Entonces, Eros acortó el último tramo que los separaba. No lo tocó. Solo se quedó frente a él, lo bastante cerca como para que el calor de su cuerpo lo rozara, como para que la respiración de uno pudiera confundirse con la del otro.

—No vine a que me pidas perdón —dijo—. Vine a que me mires. De verdad.

Tanatos lo miró, había un brillo extraño, diferente en sus ojos, un atisbo de esperanza, lo hizo sin miedo. Sin velo. Como si la oscuridad que siempre lo había envuelto se abriera, por fin, para dejar entrar una sola luz.

Una luz con nombre. Una luz que lo llamaba.

Sus mejillas tomaron color, podía sentir su rostro arder, su corazón se retorcio, pero era un dolor extraño, uno amigable

—No sé cómo se hace esto —confesó, con la voz más baja que un suspiro—. No sé cómo estar a tu lado sin sentir que me estoy desarmando.

Eros no apartó la mirada. Tenía los ojos suaves, abiertos como un amanecer.

—Entonces desarmémonos —respondió—. Pero juntos.

Tánatos no respondió de inmediato. Solo respiró. Y por primera vez, sintió que el aire no era una obligación, sino un alivio.

Sus dedos temblaron levemente, como si dudaran de su derecho a acercarse. Pero Eros no se movió. No huyó. Era luz esperando ser alcanzada, no para iluminarlo todo, sino para ofrecer abrigo a quien llevaba siglos en la penumbra.

Entonces, lo tocó. Apenas un roce de los nudillos sobre la muñeca del otro. Como quien no pide permiso, pero tampoco invade. Como quien no quiere romper el momento, solo asegurarse de que es real.

Eros cerró los ojos al contacto. Una lágrima no cayó, pero estuvo a punto. No de tristeza. Sino de esa mezcla brutal de alivio, miedo y deseo que nace cuando algo imposible se vuelve tangible.

En la tierra, donde nadie conocía sus nombres, donde nada pedía testigos, bajo un cielo despejado que no les exigía explicaciones, las flores susurraban con cada soplo de viento. La luz de la luna les rozaba la piel como dedos curiosos. A su alrededor, todo parecía contener el aliento.

Y ellos también.

El silencio entre ambos no era vacío, sino una cuerda tensa entre cuerpos que aún no sabían si iban a cruzar la distancia. El mundo parecía sostenido por ese espacio, y en un instante que no pertenecía a ningún tiempo, decidieron dejar las preguntas a un lado. Decidieron no hablar. Solo sentir.

Las manos se buscaron antes de decidir tocarse. La piel del otro era una respuesta que ninguno de los dos sabía cómo formular, y aún así, la entendieron. El roce fue leve, casi temeroso. Como si temieran que aquello no pudiera repetirse.

Eros lo miró de cerca. Por primera vez, de verdad. La piel de Tánatos era como mármol a la luz de la luna. El rostro tenía esa clase de belleza que no pide ser observada, pero que una vez vista no se olvida. Y los ojos… los ojos eran abismos tranquilos, delineados por trazos dorados, como si las estrellas se hubieran detenido allí a escuchar.

En ellos, había algo más que oscuridad. Había una chispa. Un deseo.

Tánatos no se movía. Dejaba que Eros lo tocara, como si aún no creyera que eso fuera posible. Sus manos eran frías, con una rigidez que delataba nerviosismo. Eros, en cambio, era todo calor, todo fuego contenido en la paciencia. Le acarició la mejilla y encontró una quietud nueva en el dios de la muerte. Un temblor sutil. No de miedo. De revelación.

—Pensé que me desvanecería al tocarte —dijo Eros, la voz grave, con una sonrisa que rozaba la burla y la ternura—. O que dolería. Pero en cambio... me cuidas como si pudiera romperme.

Los labios de Tánatos no se movieron al instante. No era el tipo de dios que respondía rápido. No por frialdad, sino porque hablaba solo cuando lo que sentía no podía quedarse dentro. Finalmente, dijo:

—He esperado tanto tiempo. No sabría decir cuánto. A veces pensaba que con una mirada me bastaba. Y ahora... ahora que lo tengo, no sé cómo sostenerlo sin perderlo.

El temblor en su voz era el de alguien que había esperado siglos por tocar algo que nunca creyó merecer.

Eros lo observó, con esa intensidad cruel y dulce que era suya. Luego, sin pedir permiso, le sostuvo el rostro entre las manos. La firmeza de su agarre no tenía violencia; era una promesa. Un ancla.

Y lo besó.

Fue un beso sin urgencia. Largo. Denso. Como si ambos necesitaran memorizarlo en partes: la textura, la temperatura, el sabor. Eros lo guió con la seguridad de quien conoce cada pliegue del deseo, pero Tánatos… Tánatos no supo qué hacer. Su cuerpo no sabía cómo recibir placer. Pero su alma, sí.

Como hielo bajo el primer sol, se rindió. Lentamente, aprendió. Permitió.

—Eros…—murmuró, quebrado, casi un suspiro—. Esto es… nuevo.

Eros se apartó apenas. La sonrisa que le cruzó el rostro no era victoriosa. Era íntima. Como si acabara de descubrir un secreto que lo hacía amar aún más.

«Ah», pensó Eros. «Así que este es tu secreto».

Y le fascinó. El poder de saber que la muerte se estremecía entre sus manos, no por temor, sino por deseo. Por necesidad.

Le susurró contra la piel:

—Entonces deja que sea nuevo. No hay prisa. Aquí, ahora… solo existimos tú y yo.

El cuerpo de Tánatos reaccionó antes que su mente. Una sacudida leve, como una ola interna. Como si lo que escuchaba lo desnudara más que cualquier caricia. Cerró los ojos. Se rindió, no a Eros, sino a sí mismo.

Se dejaron llevar.

No como dioses. No como opuestos. Sino como dos seres que se habían estado buscando incluso antes de saber que se necesitaban.

Cada caricia fue una pregunta respondida. Cada gemido, una grieta abierta. Y entre los suspiros, la muerte y el amor se aprendieron el uno al otro. Sin palabras. Sin destinos trazados. Solo ellos. En una noche sin nombres.

El cuerpo de Tánatos estaba rígido, al principio, como si no le perteneciera del todo. Como si cada roce, cada exhalación compartida, le recordara que estaba cruzando un umbral del que no podría regresar. No sabía si su piel podía ofrecer calor, si sus labios podían entregar consuelo. Pero Eros no se lo pidió. Solo lo sostuvo.

—Estás temblando —murmuró Eros, sin burla.

—No sé cómo no hacerlo.

Eros bajó el rostro hasta su cuello, hasta ese punto donde la piel parecía más delgada, donde el pulso —si es que los dioses tenían uno— se haría audible. Allí dejó un beso. No uno apasionado. Uno callado. Como si con eso le dijera: estoy aquí, no vas a desmoronarte solo.

La noche se apretaba a su alrededor. El jardín entero parecía detenido, como si las flores contuvieran el aliento para no interrumpirlos. Eros se recostó, sin soltar a Tánatos, y lo atrajo con él. No hubo dominio en el gesto, solo invitación. Un hueco abierto para que él decidiera si lo llenaba.

Tánatos no sabía cuándo se había vuelto alguien que podía necesitar un espacio así. Pero lo necesitaba.

Se recostó junto a Eros, en silencio. Sintió el latido debajo de la piel del dios del amor, un ritmo constante y vivo. Le asombró que algo tan sencillo pudiera volverse tan importante. Estaba acostumbrado a la quietud, al fin. Pero esto… esto era movimiento. Calor. Ciclo.

—No tienes que hablar —dijo Eros, con la voz más suave que Tánatos le había escuchado jamás—. Pero si alguna vez quieres hacerlo, voy a escucharte. Incluso si no dices nada coherente. Incluso si es solo un temblor.

Tánatos cerró los ojos. No por cansancio. Sino por algo parecido a gratitud.

—Siempre pensé que si alguna vez me tocaban de verdad, yo… me rompería.

—¿Y te rompiste?

Tánatos pensó en eso. Se llevó una mano al pecho, como si aún no reconociera lo que sentía. Luego, sin abrir los ojos, murmuró:

—No. Me abrí.

Eros lo miró. No sonrió. Pero en sus ojos brilló algo profundo. Algo que no tenía nombre, porque los nombres a veces rompen lo que deberían proteger.

Se quedaron así, en el pasto tibio, rodeados de flores que se habían inclinado hacia ellos como si escucharan. La luna se había vuelto tenue, velada por una bruma ligera. El mundo podía estar acabándose allá lejos. No importaba.

Tánatos giró un poco el rostro y lo miró desde tan cerca que pudo contar las pestañas de Eros, seguir el trazo de una cicatriz diminuta que nadie más debía haber notado.

—¿Por qué yo?

La pregunta era honesta. No nacía de la inseguridad, sino del asombro puro.

Eros tardó en responder. Cuando lo hizo, no buscó poesía.

—Porque no finges. Porque incluso cuando callas, dices más de lo que otros gritan. Porque, aunque estás hecho para el final de todas las cosas… te detuviste en mí.

Y eso, para Tánatos, fue todo.

No una promesa. No un destino. Solo verdad.

Por  primera vez en su eternidad, la muerte cerró los ojos…no para llevarse nada, sino para quedarse.

 


 

Tánatos se incorporó, no del todo, apoyando un codo en la tierra tibia mientras sus ojos recorrían el horizonte, lento, como quien ve algo por primera vez.

El mundo estaba despierto. Las flores se sacudían con suavidad, bebiendo la primera luz. Los árboles murmuraban con sus hojas, y un arroyo cercano arrastraba pequeñas hojas en su curso sin prisa. Todo parecía moverse con una solemnidad sagrada.

Eros lo observaba en silencio. Había algo en la forma en que Tánatos miraba el día que le resultaba casi doloroso. Como si estuviera presenciando una visión demasiado hermosa para pertenecerle.

—Nunca te detuviste a mirar —dijo Eros, sin juicio, solo constatando.

Tánatos no respondió de inmediato. Alzó una mano y dejó que un rayo de sol pasara a través de sus dedos.

—No. Siempre llegaba demasiado tarde… o demasiado pronto.

Eros se sentó a su lado, recogiendo con cuidado una adormidera para girarla entre los dedos.

—¿Y ahora? —preguntó con suavidad.

Tánatos entrecerró los ojos ante la luz, y durante un segundo, pareció tan joven como cualquier dios que acaba de nacer.

—Ahora… no sé si me reconozco. —Dudó, y luego añadió—: Pero tampoco quiero regresar a lo que era antes.

Un silencio lleno de significado se desplegó entre ellos.

Eros apoyó la cabeza en su hombro.
—Yo tampoco.

Tánatos giró el rostro apenas, como si la cercanía aún lo sorprendiera. Pero no se apartó.

La mañana continuaba avanzando. Y por primera vez, ninguno de los dos tenía prisa.

El deseo había cesado, pero en su lugar quedaba algo más duradero: una calma profunda, extraña, tejida de todo lo no dicho. No era resolución, ni certeza. Era el comienzo de algo nuevo, y ambos lo sabían.

Eros, con los ojos entrecerrados, dijo en voz baja:

—Si esto termina mañana, si los dioses lo descubren y lo arrasan todo… no quiero arrepentirme de no haber vivido este día.

Tánatos bajó la vista hacia él. La sombra que siempre lo había envuelto parecía más tenue, menos una cárcel y más una piel que podía quitarse si quería.

—Entonces recordaremos —dijo—. Este lugar, este sol. Tus labios. Mi torpeza. Todo.

Y lo dijo con la voz más clara que había usado nunca.

Allí, bajo el amanecer, no hicieron más votos. No lo necesitaban. A veces, los comienzos más verdaderos no nacen de las palabras, sino de la quietud compartida.

El mundo pareció detenerse para ellos. Aunque fuera solo por un instante. La quietud se había vuelto cuerpo entre ellos.

No hablaban. No hacía falta. A su alrededor, la colina cubierta de adormideras parecía sostener el peso de lo no dicho, como si la tierra misma entendiera que ciertos silencios no deben romperse.

Eros, tendido de lado, observaba a Tánatos con una devoción que no buscaba respuesta. Había algo en la forma en que los párpados del dios de la muerte temblaban, aún cerrados, que le parecía sagrado. Como si soñar, para él, fuese una rareza. Como si, por primera vez, estuviese descansando y no vigilando el fin del mundo.

Le acarició el brazo con la yema de los dedos, despacio, apenas una caricia. No buscaba excitar, sino memorizar. Como si con cada roce pudiera guardar una copia exacta de él bajo su piel.

Tánatos no hablaba. Pero se dejó hacer. Permitió que su cuerpo se amoldara al del otro, que el calor lo cercara sin asfixiarlo. Por dentro, aún se debatía entre entregarse y temer. ¿Era esto real? ¿Era permitido?

Una ráfaga suave agitó las flores, haciendo que la colina pareciera un mar púrpura en calma. Eros apoyó la frente sobre el pecho de Tánatos, y por un instante, ambos cerraron los ojos.

—Estás temblando —susurró Eros.

Tánatos asintió, apenas.

—No sé si es de miedo… o de no saber cómo detenerme —respondió.

—Entonces no te detengas —murmuró Eros, sin alzar la voz.

Se abrazaron como si el mundo fuera frágil, y ellos los únicos que sabían sostenerlo. Sin nombre. Sin roles. Sin historia. Solo piel, aliento y esa ternura tensa que nace entre quienes nunca creyeron merecer ser tocados.

El cielo se desperezaba con lentitud.
Un azul lechoso comenzaba a infiltrarse entre las sombras, y los bordes de las flores temblaban con el rocío. Eros estaba aún recostado, envuelto en el calor residual de lo que había sido, de lo que aún no tenía nombre. Tánatos, en cambio, ya se había incorporado, con la espalda erguida y los ojos fijos en el horizonte, como si pudiera leer en el aire los susurros del día que se aproximaba.

El silencio entre ellos no era distancia, sino contemplación. Ninguno se atrevía a decirlo, pero ambos lo sentían: lo sagrado de esa noche no podía repetirse. No así. No en ese exacto fulgor.

Fue entonces que el sonido los alcanzó. Un susurro de alas. Un tintinear de metales. Y el aire, antes quieto, se curvó apenas, como si reconociera una figura demasiado rápida para el ojo mortal.

Hermes.

Descendió sin ceremonia, pero con una elegancia imposible de imitar. Su capa ondeaba como si atrapara la luz misma, y en sus sandalias aladas no quedaba rastro de tierra. Se detuvo a unos pasos, lo suficientemente cerca como para ser una presencia, no una amenaza.

—Buenos días —dijo, con una sonrisa ladeada que no llegaba a los ojos—. O debería decir… muy buenos días.

Tánatos no respondió. Solo lo miró, con esa neutralidad que solo él podía sostener.
Eros, por el contrario, se irguió despacio, sin pudor pero con cautela. La tensión volvió a colarse entre sus huesos.

—¿Vienes de parte del Olimpo? —preguntó.

Hermes alzó una ceja.

—Digamos que el Olimpo habla, aunque no siempre con la misma boca. Algunos murmuran. Otros ya gritan. Y entre todos… empiezan a mirar hacia ustedes.

Silencio.

—¿Qué saben? —dijo Tánatos.

—No lo suficiente —respondió Hermes—. Pero lo intuyen. Y eso, en los dioses, es casi peor. La intuición los hace peligrosos. No les gustan los secretos que no nacen de ellos mismos.

Eros apretó los dientes.

—¿Viniste a amenazarnos?

—No. Vine a advertirles —dijo Hermes, y por un instante, su tono fue sincero—. Esto que tienen… lo que sea que sea… puede sobrevivir a muchas cosas. Pero no al juicio colectivo. Si siguen, tendrán que hacerlo sabiendo que no habrá lugar donde el amor se esconda sin precio.

Tánatos habló por fin, su voz un filo suave.

—No buscamos esconderlo.

Hermes asintió, como si ya lo supiera.

—Entonces prepárense para no esconderse de lo que venga.

Y dicho eso, el mensajero se desvaneció como llegó: sin peso, sin rastro, como una palabra que nadie recuerda haber dicho, pero todos escucharon.

Eros permaneció en silencio. Tánatos no lo miró.
El día ya había comenzado.
Y la noche que compartieron, por pura, también se había vuelto vulnerable.

Chapter 6: Fragmentos recónditos

Summary:

"No busqué apresurar nada. Cada movimiento mío fue medido, atento, deseando que confiara, que se permitiera sentir sin miedo. Sentí su temblor, su temerosa rendición contra mí, y eso me llenó de una extraña satisfacción: un calor profundo, un orgullo silencioso, ver cómo podía provocar en él algo que ni siquiera sabía cómo nombrar."

Chapter Text

La quietud ahora vibraba con ecos que antes no existían. Tánatos se detuvo en el borde del lago eterno, la superficie oscura reflejando un cielo sin estrellas, un vacío que parecía responder a su propia incertidumbre.

Sus manos, tan acostumbradas a la firmeza de la muerte, ahora temblaban levemente, como si llevaran el peso de un deseo que nunca antes había conocido. Cerró los ojos y, por un instante, permitió que la memoria lo arrastrara hacia un momento reciente, un roce, una mirada, un suspiro que aún ardía en su piel.

No era amor, no podía serlo, al menos no en los términos que él había aprendido. Era algo más tenue, una vulnerabilidad que le helaba la sangre y le calentaba el pecho al mismo tiempo. Un desorden hermoso que desafiaba todo lo que creía ser. Abrió los ojos y miró hacia el oscuro lago, preguntándose si acaso, en ese reflejo, podría encontrarse a sí mismo sin máscaras ni armaduras. Si podría, finalmente, aprender a sostener lo que teme sin dejar que lo destruya.

Un suspiro escapó de sus labios, mezclándose con el viento que recorría el Inframundo. Y en ese suspiro, en ese instante suspendido, Tánatos comprendió que el verdadero final no estaba en la ausencia, sino en la posibilidad de un nuevo comienzo.

El silencio se volvió pesado, pero no opresivo, sino expectante, como si el Inframundo mismo contuviera el aliento ante la transformación que comenzaba a brotar en su hijo más oscuro. Tánatos se apoyó contra la piedra fría del borde del lago, sus dedos trazando círculos invisibles sobre la superficie tersa, perturbando apenas el reflejo sombrío.

Recordó entonces la voz de Nix, resonando en su mente como un eco distante: “Tu tarea no deja lugar para la duda. Tu toque es el último.” Palabras que antes se sentían inquebrantables, ahora vibraban con una nueva incertidumbre. Porque si su toque era el final, ¿qué era entonces aquello que había empezado a sentir? ¿Una grieta en su propia esencia?

Un escalofrío lo recorrió y alzó la vista hacia el oscuro firmamento que se extendía más allá del Inframundo, donde la ausencia de estrellas parecía un espacio en blanco esperando ser llenado. “No dejaré que esto vuelva a repetirse”, le había advertido a Nix, con una convicción tan firme como la muerte misma. Pero dentro de él, ese juramento chocaba con la fragilidad de lo nuevo, lo desconocido.

“¿Qué soy, si no puedo permanecer intacto?” pensó, y la pregunta reverberó en el vacío como un golpe sordo contra la eternidad.

 

El lago permanecía oscuro, silencioso, pero parecía contener un reflejo de su confusión, un espejo que no mentía ni ofrecía consuelo. Cada ondulación que surgía de sus dedos sobre la superficie era un recordatorio de que incluso la firmeza podía quebrarse ante lo inesperado.

Se apartó apenas un paso del borde, sintiendo cómo el frío de la piedra se infiltraba en su túnica, recordándole su propia naturaleza: la muerte como certeza, la ausencia como regla. Y sin embargo, esa certeza ahora temblaba ante algo que no tenía nombre, un territorio que jamás había recorrido. El deseo no era enemigo, ni aliado; era una corriente que lo empujaba, lo arrastraba, y lo desnudaba en la soledad de su pensamiento.

Un susurro, casi un eco de viento, le trajo la memoria de Eros. La intensidad en sus ojos, la calidez de sus manos, el temblor de su voz cuando lo había mirado sin miedo. Tanatos cerró los puños, como si apretando la tela pudiera contener la sensación que crecía dentro de él.

 

Se inclinó sobre el lago, observando su propio reflejo, buscando en él alguna señal, un indicio de lo que podía llegar a ser. No halló respuestas, solo un vacío expectante que parecía preguntarle lo mismo: “¿Hasta dónde estás dispuesto a llegar si todo lo que conoces te empuja a retroceder?”

 

El silencio lo envolvía, como un lecho que aún no se ha formado, aguardando a que algo nuevo creciera en su interior. Tanatos entendió que sostener lo inesperado requería no la fuerza, sino la voluntad de existir junto a ello, aun si cada fibra de su ser gritaba que aquello era imposible.

Había notado antes un temblor en su pecho, una punzada breve cada vez que Eros se cruzaba en su camino, pero siempre había sido hábil para sofocar esas sombras con disciplina. Ahora, sin embargo, la herida latía más abierta, imposible de negar.

Lo reconoció en un instante simple, casi cruel: en la forma en que su propia mano tembló al rozar la superficie oscura del agua. La muerte no tiembla. La muerte no se quiebra. Y, sin embargo, ahí estaba él, sintiendo en su propio cuerpo una fragilidad que no pertenecía a su naturaleza.

Cada recuerdo de Eros se le aparecía con una claridad insoportable: la risa ligera que parecía desafiar el peso del mundo, la mirada que no era para él y aun así lo atravesaba, su cuerpo, que tantas veces había sido instrumento de obediencia y control, ahora le respondía con una traición silenciosa: el temblor en las manos, el aire que se volvía insuficiente, la tensión que ningún mandato divino podía sofocar.

 Un murmullo quebró la quietud. Al principio Tánatos pensó que era un recuerdo más, una trampa de su propia mente para arrastrarlo de nuevo a la figura de Eros. Pero el timbre era distinto: más agudo, con esa cadencia juguetona que no pertenecía a nadie más.

—¿Vas a quedarte ahí, mirando tu reflejo hasta que te consuma? —la voz danzó sobre la superficie del lago, ligera como si el agua misma la llevara.

Hermes. Siempre Hermes.

Tánatos alzó el rostro con una mueca de cansancio; ese dios tenía la habilidad de presentarse donde menos se le deseaba, de hurgar con palabras que parecían juego, pero que eran órdenes disfrazadas.

—No esperaba compañía —respondió, aunque sabía que Hermes jamás pedía permiso para irrumpir.

El mensajero no se mostró aún, pero su voz bastaba: burlona, inquisitiva, casi cruel en su levedad.

 

Del otro lado del lago, la penumbra pareció plegarse, como si el propio aire se apartara para dejar paso a aquel que nunca conocía límites. Hermes emergió de las sombras con su andar ligero, sin tocar del todo el suelo, como si estuviera hecho de un material que se negaba a la gravedad.

Sus ojos brillaban con ese fulgor insolente, esa certeza de quien sabe más de lo que dice y, aun así, lo esconde detrás de una sonrisa.
—No esperaba compañía —repitió Tánatos, esta vez con una dureza que apenas le temblaba en la voz.

Hermes ladeó la cabeza, divertido.
—Eso me dices siempre, y aun así nunca logras disimular lo suficiente. —Se inclinó hacia el agua, observando el reflejo oscuro que devolvía apenas la silueta de ambos—. Qué curioso… incluso el lago parece más inquieto cuando estás cerca.

Tánatos apretó la mandíbula.
—Habla claro. ¿Qué vienes a buscar?

Hermes rió suavemente, ese sonido que era más filo que música.
—Lo mismo que siempre: llevar mensajes. Traer verdades que preferirías no escuchar.

El dios de la muerte permaneció en silencio, pero el pulso en su pecho latía como una amenaza.
Hermes lo notó, claro que lo notó; nada escapaba a su mirada.

—No es propio de ti, Tánatos, perder el equilibrio. —Sus palabras flotaron entre ambos, cargadas de una insinuación que no necesitaba nombre—. Y, sin embargo, aquí estás, temblando ante algo que ni siquiera has tocado.

La risa se le apagó un instante, y en su lugar brilló un matiz distinto, más grave, casi serio.
—Los dioses observan, ¿lo sabes? Afrodita más que nadie. Ella no ignora lo que fermenta en tu silencio.

El nombre cayó como una piedra en el agua. El reflejo se quebró en ondas veloces, y Tánatos sintió cómo el aire se le cerraba en el pecho.

 

Hermes dio un paso atrás, sonriendo otra vez, como si el momento de peso hubiera sido solo un truco.
—No pienses demasiado en ello. O hazlo, si te place. Al final, todo lo que arde en secreto termina por revelar su humo. —Su figura comenzó a difuminarse, como si el viento mismo lo reclamara—. Yo solo soy quien trae el recordatorio.

Y se fue. Así de simple. Sin ruido, sin huellas.

El silencio volvió a cerrarse sobre Tánatos, la voz de Hermes seguía flotando en el aire, como un rumor que no sabía si provenía de afuera o de su propia mente.

Afrodita más que nadie.
El nombre se clavó en su pecho con un filo invisible. La diosa del deseo, con sus ojos siempre atentos, con su manera de desgarrar a los hombres y dioses por igual, de exponerlos sin esfuerzo alguno. Si realmente lo había notado… si lo había visto tambalear, ¿qué vendría después?

Se inclinó otra vez hacia el lago, pero ya no encontró su reflejo entero, solo fragmentos, distorsiones, ondas que no le devolvían un rostro sino un enigma.

 

Entendió entonces que ni siquiera en su propia morada podría resguardarse. El Inframundo, que siempre había sido un refugio sólido, se sentía ahora como un lugar vulnerable, como si en cualquier rincón pudiera aparecer una sombra portando un juicio.

Las palabras de Hermes lo acompañaban como advertencias disfrazadas de juego. Lo que arde en secreto termina por revelar su humo.

Un suspiro lo sacudió. Supo que su paz estaba condenada, que su soledad dejaría de ser escudo para volverse espejo. Y los espejos, tarde o temprano, revelaban más de lo que se quería mostrar.

Y, sin embargo, en medio de esa inquietud, otra imagen se filtró sin permiso: la risa breve de Eros, clara como agua en movimiento, vibrando todavía en su memoria.

Fue apenas un destello, pero suficiente para quebrar la rigidez de la noche. El recuerdo no era un consuelo completo, sino una herida que ardía, una llama mínima que se negaba a extinguirse.
En ese resplandor, Tánatos entendió que no todo lo que lo consumía era amenaza. Que, incluso en el riesgo, había algo que lo hacía sentir vivo de un modo que ni él mismo podía sofocar.

 


 

El sol se despedía lentamente, tiñendo el cielo de un naranja profundo que se extendía hasta donde la tierra parecía tocar el horizonte. Las calles del pueblo estaban vacías; las ventanas reflejaban el ocaso y los pasos de Tánatos resonaban como un eco extraño sobre el empedrado. A su lado, Eros caminaba con una ligereza que parecía ignorar la gravedad del mundo, y aun así, su presencia llenaba el espacio como un fuego contenido.

Cada gesto de Eros parecía doblar el aire a su alrededor. La brisa traía consigo el aroma de pan recién horneado y tierra húmeda, un recordatorio mundano que contrastaba con la intensidad silenciosa que los rodeaba. Tánatos sentía cómo la firmeza que siempre había sido su escudo comenzaba a ceder, una herida emocional parecía abrirse. Un roce casual de los dedos de Eros al ajustar su manto le enviaba un estremecimiento que no podía controlar; una fracción de vulnerabilidad que no sabía cómo sostener.

 

Se detuvieron frente a una fuente de piedra, cuyo agua reflejaba los últimos destellos del sol. Tánatos inclinó la cabeza, observando cómo Eros miraba el reflejo de su rostro en el agua, entonces, parecía que nada mas importase, solo él.

Cada recuerdo de Eros —su risa que desafiaba el peso de lo inevitable, la mirada que no le pertenecía y, sin embargo, lo atravesaba— se le presentaba con una claridad dolorosa. Su cuerpo, siempre un instrumento de control, traicionaba su mente con cada latido, cada respiración que lo acercaba más al dios que tenía al lado.

—Tánatos —susurró Eros, con voz suave, pero cargada de un peso que hacía vibrar el aire entre ellos, había notado la mirada de Tánatos hacía un rato—, no tienes que contener todo lo que sientes. No aquí.

El sonido de su propia voz, normalmente tan firme, le parecía extraño y ajeno. Tánatos quiso replicar, quiso afirmar que nada de esto lo afectaba, y sin embargo, sus manos temblaban levemente, dejando que el contacto accidental con Eros fuera un recordatorio de lo que había comenzado a sentir.

—Lo lamento… acostumbrado —dijo, con un hilo de voz que casi se perdía entre el susurro del viento—. Sentir esto. sentir…

Eros inclinó la cabeza, observándolo con una paciencia infinita. Su mano se deslizó hasta la mejilla de Tánatos, un gesto casi imperceptible pero que desencadenó en él un torbellino de sensaciones contenidas.

—No hay final aquí —susurró Eros—. No mientras estés conmigo.

—No se…cómo reaccionar…—Tánatos no hallaba las palabras, sentía que su garganta se cerraba dolorosamente con cada palabra que intentaba escupir— dejar que alguien me toque…si me tocas con tanta ternura…

El silencio que siguió fue denso, pero no opresivo; más bien, era un espacio abierto, un lugar donde Tánatos podía reconocer la herida que se abría paso en su propia armadura.

El viento jugando con el cabello de Eros, quedó inmóvil, midiendo la distancia entre ellos, el espacio que podía ceder sin invadir la frontera silenciosa de Tánatos. No había orden en la cercanía, solo la tentativa de aprender, de descubrir, de leer señales que ninguno había pronunciado.

—Mírame —dijo Eros con voz baja, segura—. No como un dios que juzga, sino como alguien que te conoce.

Tánatos tragó, consciente de cada paso que podía ser demasiado cerca o demasiado lejos. Su cuerpo temblaba ante la mera presencia de Eros, sin instrucciones claras sobre qué hacer con el calor que lo atravesaba. Quiso hablar, preguntar, decir algo que no sabía cómo formular, y solo halló un suspiro que escapó de sus labios antes de que pudiera retenerlo.

—No sé… —empezó, pero la frase se deshizo antes de completarse—. No sé cómo estar contigo sin… —Se detuvo, porque incluso decir “sin lastimarte” parecía demasiado.

Eros lo observó con atención, lento, sin juicio. No lo empujó, no llenó el silencio de certezas, solo sostuvo la mirada con una dulzura medir cada latido de Tánatos. Donde fue primero una mano, ahora habían dos sosteniendo con delicadeza el rostro de Tánatos.

—Estamos aprendiendo —susurró Eros finalmente—. No hay reglas que seguir. Solo… esto. Solo lo que descubrimos juntos, paso a paso.

Tánatos asintió apenas, como si reconocerlo fuera un esfuerzo mayor que cualquier otra acción que hubiera ejecutado. La tensión entre ellos era un tejido delicado, una coreografía invisible que ambos intentaban no romper, donde cada gesto podía ser demasiado, y a la vez insuficiente, sentir su calor en su rostro parecía trasgresor, sentía que podía caer rendido con cualquier comando.

El arroyo cercano murmuraba entre las piedras, el olor de la tierra mojada llenaba el aire, y en ese espacio compartido, cada silencio tenía un peso nuevo. Tánatos notaba que el contacto enviaba una corriente de preguntas que no tenían respuesta: cómo tocar sin dominar, cómo acercarse sin perderse, había algo que lo retenía: la necesidad de aprender a conocer a Eros, a descifrarlo, a estar junto a él sin romperse ni romperlo.

 

El aire nocturno parecía contener la respiración junto a ellos, como si incluso el entorno reconociera la novedad de ese encuentro. Eros dio un paso más cerca, midiendo la reacción de Tánatos. Sus manos lentamente guiaron el rostro de Tánatos, acercándolo a los labios de Eros, pronto, se fundieron en un beso lento y tendido, la manos de Eros se deslizaban por el cuello de Tánatos, luego sus clavículas, y luego a cada hombroun hilo de electricidad que no exigía nada, pero hablaba con claridad de su presencia, de su deseo de estar allí.

Tánatos lo sintió, y su propio cuerpo respondió antes que su mente pudiera ordenarlo. Un escalofrío lo recorrió, y sus manos temblaron levemente, revelando la vulnerabilidad que no quería reconocer, pero estaba cediendo, su cuerpo estaba en un vaivén de reacciones, intentaba descifrar que buscaban esas gentiles manos en su cuerpo, como si aceptar aquel roce fuera un riesgo que debía calcular, y sin embargo no se apartó. Porque en la duda compartida había algo más profundo que cualquier certeza: un puente invisible que los unía aunque ninguno supiera cómo cruzarlo.

Eros estaba contento, reconociendo la cautela en Tánatos y respetándola. Entonces avanzó otro paso, bajando sus manos cerca de la cintura de Tánatos, midiendo la tensión, la respiración contenida, los músculos listos para retroceder en cualquier instante. Y Tánatos no retrocedió, su cuerpo se permitió un poco más de proximidad, el silencio entre ellos se volvió un espacio de aprendizaje, de prueba y error, de descubrimiento.

—Esto… —susurró Tánatos, apartándose levemente de Eros, había un hilo que aun conectaba sus bocas, la palabra quedó suspendida, incompleta, como si el lenguaje fuera insuficiente para aquello que sentía.

Eros inclinó la cabeza, casi imperceptiblemente, y su aliento rozó la piel de Tánatos, apenas un instante, pero suficiente para que algo en él se quebrara y a la vez se afianzara. No había impaciencia, ni urgencia, solo la presencia compartida que empezaba a definir los límites de lo que podía permitirse sentir y mostrar.

Continuaron, paso a paso, gesto a gesto, descubriendo que la intimidad no era un acto repentino ni una confesión definitiva, sino una serie de acercamientos vacilantes, una danza de precauciones y curiosidades que los iba revelando poco a poco, con cada contacto mínimo, cada mirada que buscaba permiso y comprensión al mismo tiempo.

El aire parecía más denso ahora, como si cada respiración compartida cargara un peso invisible. Eros se atrevió un poco más, volvía a juntar ambos labios, recibiendo gustoso la frialdad de sus labios, encontraría incluso excitante la torpeza con la que respondía Tánatos, sus manos rozando el cuerpo de Tánatos con un contacto deliberado, firme pero delicado, buscando una reacción que confirmara que podía continuar. Tánatos sintió que su pecho se contraía y expandía al mismo tiempo, un pulso que no había conocido, no se apartó, no sabía cómo sostener aquello, tampoco quería soltarlo.

Los dedos de Eros trazaron un arco tímido sobre la espalda de Tánatos, siguiendo la línea de su piel con una curiosidad casi reverente. Cada roce parecía amplificar el silencio, transformándolo en algo tangible, algo que podía medirse en estremecimientos y suspiros contenidos. Tánatos estaba siendo progresivamente abrumado, atender ambas cosas le parecía imposible, cerró los ojos por un instante, como si respirar fuera un desafío, y dejó que el calor de la cercanía se filtrara, aunque solo fuera una fracción de lo que sentía.

—No sé… —dijo Tánatos, otra pausa, su voz sonó extraña incluso para él, vacilante y más débil de lo habitual—…cómo ser esto. Cómo… nosotros.

Eros inclinó la cabeza, reconociendo cada palabra como un mapa que aún tenía que descifrar. Su sonrisa permanecía, un destello que rompió la rigidez de la noche. —Yo tampoco —susurró—.

En esa confesión silenciosa, algo cambió. El miedo de Tánatos se mezcló con una chispa de deseo contenida, y Eros lo percibió, respondiendo una proximidad que llenaba de significado cada gesto mínimo: la inclinación de su cuerpo, el roce de sus manos, la intención contenida en cada movimiento.

El mundo ya no existía alrededor de ellos. Los árboles, el viento, incluso la luna se sintió como espectadora silenciosa de un acto que no necesitaba testigos. Todo se redujo al temblor contenido de Tánatos, aquellos suspiros que emitía, dejaban entrever leves sonidos, al calor que irradiaba de Eros, y al descubrimiento lento y doloroso de que lo que sentían era más que curiosidad: era el contacto con algo que no tenían nombre, algo que podía desarmarlos, pero que ambos deseaban explorar.

Con un movimiento casi instintivo, Tánatos dejó que la mano de Eros recorriera su espalda con mas intensidad, y su propia respuesta fue inconsciente: una ligera presión de sus dedos, un permiso silencioso. Y Eros lo interpretó como una invitación delicada, una danza de equilibrio entre cercanía y respeto.

El roce inicial se convirtió en un vaivén más consciente. Cada contacto era un interrogatorio silencioso: Eros buscando indicios, Tánatos respondiendo con una mezcla de curiosidad y cautela. No había certezas, solo la urgencia de comprenderse mutuamente, de explorar los límites de algo que aún carecía de nombre.

Eros deslizó suavemente los dedos por la cintura de Tánatos, midiendo la reacción, notando cómo un estremecimiento recorría su cuerpo. Tánatos inhaló con un ruido contenido, y por un instante, pareció que todo se hubiera detenido. Sus ojos se encontraron y se sostuvieron, no como amantes experimentados, sino como dos extraños aprendiendo a reconocerse.

Simplemente acercó su rostro, una respiración compartida, un calor que se filtraba entre la piel. Tánatos notó que su pecho se apretaba, que cada fibra de su cuerpo parecía consciente de la presencia de Eros, un poco más osado entonces, busco sus labios en busca de unión.

El contacto aún tentativo: las manos se buscaron, se rozaron, exploraron la forma del otro con cuidado reverente. Cada gesto era un pacto silencioso, una prueba de que podían sostenerse el uno al otro. Eros apoyó la frente contra la sien de Tánatos, un roce breve que fue más elocuente que cualquier palabra.

Tánatos dejó escapar un suspiro largo, apenas audible, y se sorprendió de lo mucho que necesitaba ese contacto, lo mucho que deseaba prolongarlo, aunque no entendiera todavía qué significaba. Sus manos temblaban levemente, sentía como si Eros estuviese despedazando cualquier resistencia que existiese dentro de él con una gentileza que le dolía, pero lo hacía querer más.

Tánatos retiró la mano y la volvió a apoyar, tanteando la distancia correcta, el grado exacto de presión. Cada gesto era cuidadoso, casi reverente. No había apresuramiento, solo una intimidad que surgía de la paciencia, de la observación, de la voluntad de entender al otro antes de dominarlo.

Eros correspondió con igual delicadeza, dejando que sus dedos recorrieran el dorso de Tánatos, explorando sin invadir, ofreciendo más de lo que pedía, enseñándole sin palabras la manera en que podían tocarse sin miedo. Los cuerpos permanecían próximos, sin buscar fusión, pero cada mínimo contacto era un descubrimiento: la curva de un brazo, la textura de una piel, la vibración contenida de un aliento compartido.

Tánatos cerró los ojos un instante, apoyando la frente contra el hombro de Eros, no necesitaba controlarlo todo; podía existir en esa cercanía sin imponerse, sin resguardarse tras la frialdad que siempre lo había definido.

Un leve temblor recorrió su brazo cuando los dedos de Eros se entrelazaron suavemente con los suyos, un gesto tan simple que contenía toda la complejidad de lo que aún no podían nombrar. Era un acto de confianza, un reconocimiento mutuo de fragilidad y fuerza, de limitaciones y posibilidades, de un terreno desconocido que ambos comenzaban a recorrer, sin certezas, solo con la voluntad de no romperse el uno al otro.

Sus manos se movieron de manera casi imperceptible, deslizándose por los mismos lugares ya recorridos, era hipnotizante para el recorrer una y otra vez su cintura, Tánatos, a su vez, dejó que sus dedos descansaran sobre el antebrazo de Eros, tanteando, sintiendo, descubriendo que podía sostener y ser sostenido al mismo tiempo.

Un suspiro escapó de sus labios, mezclándose con la brisa nocturna, ligera y temblorosa.

Sus dedos se entrelazaron de nuevo, más seguros esta vez, explorando un ritmo silencioso, un pacto tácito de respeto y cercanía. Cada gesto de Eros parecía enseñarle a Tánatos cómo habitar un espacio.

La respiración se volvió más pesada, más sincronizada, y la proximidad de su piel despertaba sensaciones que Tánatos nunca había permitido sentir: una tensión contenida que pedía liberación, un estremecimiento que recorrió toda su columna.

Sus manos se encontraron con más decisión, recorriendo con cuidado, explorando sin invadir, enseñando sin palabras la manera de cruzar la frontera entre lo íntimo sin perderse en el miedo. La piel de Eros contra la suya era un mapa que no se cansaba de explorar: cada curva, cada línea de tensión y relajación era un mensaje silencioso que hablaba de necesidad y confianza.

 

Los dedos de Eros se movían con intención, explorando con precisión, provocando que Tánatos se estremeciera, arqueando la espalda apenas, sus cuerpos se ajustaban, uniendo calor con calor, y Tánatos descubrió que podía perder el control sin miedo, que podía confiar en Eros para sostenerlo mientras exploraban juntos lo desconocido. La sensación de estar completamente visto y deseado lo estremecía más que cualquier orden o mandato del Inframundo: su vulnerabilidad era un lujo que nunca había permitido, y aún así, no lo destruía, lo hacía arder.

Eros, paciente y observador, no se apresuraba; dejaba que cada respuesta de Tánatos dictara el ritmo, que cada gemido, cada temblor, fuera una guía silenciosa.

 

Sus manos buscaban recorrer la piel fría, adentrándose con cuidado en aquel único lugar que parecía arder bajo la superficie, la pequeña veta de calor que solo Tánatos contenía.

Un escalofrío descendió por la columna de Tánatos, despertando músculos que habitualmente permanecían rígidos, olvidados. Eros inclinó apenas la cabeza, dejando que el hombro de Tánatos rozara el suyo, un contacto mínimo que sin embargo llevaba consigo toda la concentración de sus sentidos. Cada gesto, cada leve presión, era una conversación sin palabras, una exploración de límites y posibilidades.

Tánatos cerró los ojos un instante, apoyando la frente contra el hombro de Eros, y el mundo pareció reducirse a aquel pequeño contacto. Era un territorio desconocido, peligroso incluso en su suavidad, donde no sabía cuándo avanzar y cuándo detenerse. Un leve temblor recorrió su cuerpo cuando sintió la proximidad de Eros, un estremecimiento que no pedía nada y lo quería todo.

El sonido que escapó de Tánatos fue breve, extraño, como un reconocimiento: una reacción inesperada ante la delicadeza que Eros ofrecía, la intimidad que se construía sin prisas, sin imposiciones. Cada movimiento era un hilo que los unía, frágil y fuerte a la vez, y en esa tensión morosa ambos aprendían.

 

La frente de Tánatos se apoyó de nuevo contra el hombro de Eros, y por un instante, dejó de sostenerse; dejó que el peso de la intimidad lo atravesara. Dejaría que Eros cruzara el límite.

—Eros...necesito…—las palabras parecían una suplica desesperada por parte de Tánatos.

—Necesito demostrarte lo que despiertas— dijo abruptamente eros, su voz se escuchaba extraña, era mas grave.

Eros se inclinó más cerca, la cercanía de su aliento sobre la piel de Tánatos encendiendo un fuego que había permanecido dormido. Sus manos se movieron con cuidado, recorriendo la curva de la espalda, descendiendo lentamente, midiendo cada reacción, cada estremecimiento que escapaba de Tánatos sin palabras.

El cuerpo de Tánatos respondió antes de que su mente pudiera procesarlo: un temblor sutil en los hombros, un leve arqueo que pedía, sin articular, ser sostenido, ser explorado. Eros captó cada indicio, cada microseñal, y respondió con igual intensidad, con la delicadeza precisa de quien quiere despertar y proteger a la vez.

—Tánatos…—susurró Eros, rozando la oreja de su compañero con los labios, su voz más grave, cargada de un deseo contenido—, quiero sentirte, descubrirte…
El sonido que escapó de Tánatos fue un hilo de aire, mezclando sorpresa y urgencia. Sus dedos se enredaron más con los de Eros, apretando, buscando anclaje en medio de la oleada de sensaciones que lo recorría.

Cada contacto de Eros era una invitación: sus manos dibujaban caminos que Tánatos nunca había recorrido, despertando calor donde solo había control, despertando una necesidad que se negaba a nombrar. La tensión crecía, lenta, morosa, y Tánatos se permitió temblar, suspender su lógica, entregarse a la experiencia que los unía.

El suspiro de Tánatos se transformó en un hilo más profundo, arrastrando su pecho contra Eros, acercando sus cuerpos sin prisas, explorando la frontera entre la intimidad y el deseo, donde cada roce contenía promesas y peligros, cada gesto era descubrimiento y rendición.

El roce de Eros se volvió más firme, más decidido, como si leyera cada temblor, Tánatos arqueó ligeramente la espalda, un estremecimiento recorriendo su columna, y un gemido corto escapó de su garganta, apenas audible, pero suficiente para que Eros captara su rendición. Era un sonido extraño para él mismo: mezcla de sorpresa, necesidad y placer, un hilo que lo sostenía y lo desbordaba al mismo tiempo.

La presión de Eros, la cercanía de su aliento y el contacto de su cuerpo contra el suyo, comenzaron a deshacer las armaduras que Tánatos había levantado durante siglos. Cada caricia, cada roce era un recordatorio de que podía sentir sin romperse, que podía sucumbir sin perderse.

Un calor profundo subió desde su pecho, atravesando la piel fría y rígida, despertando músculos y nervios que permanecían dormidos. Tánatos se aferró a Eros, como si sujetarse a él le permitiera contenerse, y a la vez dejarse llevar. El mundo exterior desapareció; solo existían ellos, la tensión que los rodeaba y la explosión silenciosa que se cocía dentro de Tánatos.

Cuando finalmente un estremecimiento más intenso lo recorrió, un leve clímax que no gritaba pero se sentía en cada fibra de su cuerpo, Tánatos permaneció pegado a Eros, apoyando la cabeza sobre su hombro, respirando con dificultad, con los dedos entrelazados, tratando de sostener la intensidad que lo atravesaba.

 

Eros, suave, lo sostuvo, dejando que cada onda de sensación pasara y se asentara antes de apartarse siquiera un poco, reconociendo y respetando el límite que Tánatos apenas comenzaba a trazar.

Eros permaneció quieto un instante, sintiendo el calor que todavía emanaba de Tánatos, los músculos relajándose y los temblores que aún recorrían su cuerpo. Una calma inesperada lo envolvió, distinta a la euforia que acompañaba sus juegos de pasión habituales. No era fuego que se consumía rápido; era una satisfacción más profunda, una especie de plenitud que nacía de haber leído a alguien, de haberlo sostenido y comprendido sin apresurarse, sin exigir.

Su respiración, todavía acelerada, se mezclaba con la del hijo de la noche, y en ese intercambio silencioso percibió algo que lo estremeció: el poder de provocar entrega sin quebrar, de despertar vulnerabilidad y convertirla en un puente en lugar de una amenaza. Cada reacción de Tánatos era un espejo, mostrando que incluso un dios hecho para la distancia y el control podía desarmarse ante la atención correcta, ante el tacto preciso, ante la paciencia y la intención.

Eros cerró los ojos y permitió que la satisfacción se filtrara por su cuerpo, una mezcla de ternura y deseo contenido, de fuerza y de cuidado. No era triunfo, no era posesión; era un reconocimiento, casi reverencial, de lo que ambos habían construido en esos instantes: un territorio compartido donde podían explorarse, tocarse y sentirse sin necesidad de imponerse el uno al otro.

Un leve placer recorrió sus hombros y espalda, no solo físico, sino también emocional. Eros sonrió para sí mismo, un gesto silencioso y cálido, satisfecho de haber descubierto un ritmo, una cadencia de intimidad que no conocía, y de haberla compartido con alguien que podía igualar su entrega en paciencia, curiosidad y atención.

Eros permaneció junto a él, percibiendo cada pequeño temblor, cada respiro irregular, consciente de que Tánatos aún estaba absorbiendo lo ocurrido. No era solo un efecto físico; había algo en la mente del hijo de la noche, un conflicto interno que no podía apresurar ni controlar.

Él mismo sentía la satisfacción profunda de lo compartido, pero la atención se volvió inmediata hacia Tánatos, hacia la manera en que su cuerpo aún contenía ese hilo de tensión, un puente entre vulnerabilidad y resistencia. Eros comprendió que su tarea no había terminado: ahora debía sostenerlo, acompañarlo en la transición de ese estremecimiento hacia la calma, sin invadir, sin exigir, solo con presencia.

Su mirada se posó en él, suave pero intensa, y por un instante fue capaz de leer más allá de la fachada fría que Tánatos siempre mostraba. Cada respiración, cada pequeño gesto, le decía que había más por explorar, más por reconocer, y que ese límite recién traspasado necesitaba su espacio para asentarse.

Eros sonrió levemente, un gesto cargado de orgullo y extendió la mano, dejando que Tánatos la tomara si así lo deseaba. No hubo palabras, solo un acuerdo tácito: que la experiencia no terminaba con el clímax, sino que continuaba en la calma, en el reconocimiento mutuo, en la paciencia con la que podían sostenerse sin romperse.

 

No había obligaciones, ni juicios, ni la perpetua vigilancia de la eternidad. Solo había ellos, un cuerpo junto al otro, y la conciencia de que lo que acababa de ocurrir había marcado un antes y un después. Tánatos inspiró hondo, dejando que ese instante se asentara en él, como un secreto que no podía contarse, pero que cambiaría la forma en que se movía, respiraba y existía junto a Eros de ahí en adelante.

Después de unos instantes de respiración compartida, Tánatos apartó levemente la frente del hombro de Eros, permitiéndose mirarlo de frente. Había algo en su mirada que antes no existía: un temblor contenido, sí, pero también la determinación de explorar, de ser él quien marcase ahora un ritmo propio.

Sus manos, todavía temblorosas, se movieron con cautela, recorriendo el contorno del torso de Eros, reconociendo curvas, texturas y la calidez que contrastaba con la suya. Cada toque era medido, respetuoso, pero cargado de intención: un mensaje silencioso que decía “ahora soy yo quien te toca”.

Eros respondió sin sorpresa, su respiración se hizo más profunda, sus dedos rozaron la espalda de Tánatos como quien guía sin imponer, alentando sin apresurar. Fue un intercambio casi coreográfico: Tánatos aprendía a descubrir su propio deseo a través del reflejo del de Eros, comprendiendo que podía tomar, recibir, y sostener, sin miedo a romper lo que habían construido.

El corazón de Tánatos latía más rápido, y con cada contacto más prolongado, cada roce más seguro, sintió cómo una corriente cálida subía por su columna, despertando sensaciones que nunca había permitido que lo atravesaran. Era un control diferente, uno que no nacía de la obligación de ser fuerte o perfecto, sino de la certeza de poder existir completamente en ese instante con Eros.

Cuando sus cuerpos se acercaron aún más, Tánatos se permitió un pequeño suspiro, una exhalación que no era sumisión, sino descubrimiento. Y en esa mezcla de fragilidad y decisión, comprendió algo esencial: podía tomar la iniciativa sin miedo, podía guiar la cercanía, podía existir en el contacto sin que el mundo entero se derrumbara a su alrededor.