Chapter 1: 🏰
Chapter Text
Dazai era bastante perspicaz.
Tenía una mente afilada capaz de desentrañar intenciones ajenas con una facilidad que rozaba lo inquietante.
Observador hasta el exceso, no dejaba pasar un solo detalle. A diferencia de Ranpo, su inteligencia no era espontánea; era producto de un cerebro incapaz de desconectarse, sobreestimulado por las noches que pasaba en vela, atrapado en una maraña de pensamientos.
Algunos lo llamaban sobrepensar.
Era el ejemplo perfecto del idiota funcional.
El bufón carismático, siempre con una sonrisa o una frase sin sentido en la punta de la lengua y con eso lograba que todos bajaran la guardia. Pero detrás de esa fachada había algo más peligroso: un demonio con plena conciencia de su máscara.
Y aun así, frente a sus propios conflictos, se convertía en lo que más despreciaba: alguien débil.
No era incapaz de entenderlos, simplemente rehusaba enfrentarlos. En cuanto los sentimientos cruzaban la línea de lo personal, toda su lógica se desmoronaba. Se volvía torpe, evasivo, incluso ridículo.
Un hombre que podía manipular a enemigos, pero que no sabía qué decir cuando el problema era él mismo.
Era una contradicción andante. Y lo sabía.
Pero no hacía nada al respecto.
Se imaginaba cientos de escenarios.
Analizaba variables, calculaba posibles resultados, elaboraba rutas de escape ante cualquier complicación. Esa era su especialidad.
En la Port Mafia le pagaban por prever lo imprevisible, por adelantarse a la jugada de cualquier enemigo. En la Agencia de Detectives, su talento no se usaba de forma distinta: anticiparse, resolver, sobrevivir.
Pero nunca aplicó ese mismo método a sí mismo. Jamás consideró los efectos colaterales de sus propias decisiones, las consecuencias a largo plazo de su indiferencia emocional o de sus silencios prolongados. Nunca simuló los escenarios donde él era el causante del desastre.
Y ahora, con los escombros de su vida personal cayendo encima, entendía lo irónico que era haber previsto todo, menos esto.
Dazai se sentó a su lado sin decir palabra, consciente de que el silencio era su única compañía en esa conversación. Kouyou no tenía intención de colaborar, y lo había dejado claro con una sola frase:
—¿Acaso olvidaste el código de honor de la Port Mafia? Los chismosos son los primeros en morir.
No había margen para las interpretaciones. No iba a hablar. No por miedo, sino por convicción.
Ozaki Kouyou era de las pocas personas que aún respetaban los viejos códigos, por algo se había ganado su puesto de ejecutiva.
Dazai podía ser cruel, podía recurrir a tácticas que harían vomitar a un hombre común. Pero incluso él sabía cuándo se trataba de una causa perdida. Y más importante aún, sabía cuándo debía respetar la estructura de algo que alguna vez también había sido su entorno.
Pudo haberla amenazado, presionado o manipulado con palabras sutiles, pero ¿para qué? No era estúpido. No se puede doblegar a alguien que prefiere morir antes que traicionar su propio orgullo.
En cambio, se limitó a quedarse ahí, a su lado, con la mirada al frente.
La mujer no podía moverse. Sus heridas, aunque no mortales, eran suficientes para mantenerla en ese estado de agotamiento. Su habilidad, formidable en otras circunstancias, ahora estaba contenida por el simple peso del cansancio.
Sin Atsushi en la habitación, tampoco había estímulo que la hiciera reaccionar con violencia. Estaba completamente neutralizada.
Dazai lo sabía. Por eso no mantenía la distancia, por eso se permitió sentarse a su lado, casi como si fueran viejos conocidos compartiendo una pausa incómoda.
—Por lo menos... —murmuró, con la voz desprovista de su tono burlón habitual— podrías decirme… ¿cómo está Chuuya?
La pregunta quedó suspendida en el aire. No era una exigencia. Era una súplica disfrazada con un tono indiferente. Kouyou giró apenas el rostro, lo justo para mirarlo con frialdad.
Pero no respondió.
Porque incluso una pregunta tan aparentemente inocente era peligrosa en el mundo al que ambos pertenecían.
Y porque ella sabía, mejor que nadie, que cuando Dazai preguntaba por Chuuya… no era por simple curiosidad.
—Atsushi rescatará a Kyoka… —murmuró Dazai, sin mirarla—, si eso te tranquiliza. Pero solo ella puede decidir si quedarse o no en la Agencia...
Kouyou soltó una risa seca, sin humor, que terminó en un suspiro cargado de desprecio.
—No intentes sermonearme, traidor... —espetó, clavando los ojos en él— No te diré nada. Ni sobre la postura de la Port Mafia ante Guild... ni sobre Chuuya.
Pronunció su nombre con una mueca sarcástica, como si saboreara la ironía.
—Me enteré del numerito que montaste en las mazmorras —añadió, casi divertida—. Qué bajo, Dazai. Dejarte capturar para que Akutagawa bajara la guardia... y todavía tuviste el descaro de manipular a Chuuya para que te liberara.
Dazai no respondió de inmediato. Se limitó a encogerse de hombros, como si el comentario no lo afectara.
Pero sus manos, apoyadas sobre sus rodillas, se cerraron apenas, lo suficiente para traicionar la tensión.
—Lo hice porque era necesario —dijo, finalmente—. Y Chuuya... Chuuya siempre toma sus propias decisiones. No lo obligué a nada.
Kouyou entrecerró los ojos, midiendo el peso de esas palabras.
—No necesitas hacer esfuerzo para manipularlo, Dazai. Él te sigue por inercia.
Dazai sonrió, le divertían las palabras de la mujer. Había algo en la ironía que lo reconfortaba, incluso cuando se usaba en su contra.
Kouyou, con la misma gracia, repitió la mueca. La escena les resultaba incluso familiar.
Como esas interminables juntas de la Port Mafia que tenían con el resto de ejecutivos.
—Me alegra que tú por lo menos reconozcas que Chuuya es mi perro —dijo Dazai, forzando un tono chillón, casi infantil—. A él siempre le ha costado aceptarlo.
Kouyou rodó los ojos con hastío, sin molestarse siquiera en disimularlo.
—Y al final, eres tú el que está preguntando por él —replicó con tono seco—. ¿Quién es el perro aquí, Dazai?
Dazai mantuvo la sonrisa en los labios, pero sus ojos no se movieron.
Porque sabía que Kouyou tenía razón.
—Chuuya sigue igual —dijo Kouyou, alzando una de sus cejas con indiferencia—. Tal vez un poco más materialista...
Dazai abrió los ojos, no por la información en sí, sino por lo que implicaba: Kouyou había cedido.
Aunque fuera un comentario casual, irrelevante en apariencia, significaba que había cruzado una línea. Había hablado. Y él, que solía contar ese tipo de victorias, supo que había batido un récord.
—¿Eso crees? —preguntó, ladeando la cabeza con una sonrisa astuta.
Kouyou no respondió de inmediato. Asintió resignada ante su propia decisión de abrir la boca, y continuó:
—Sigue gastando su sueldo en lo mismo de siempre: vinos caros, ropa de diseñador, sombreros absurdos... —su voz se volvió más ácida al final—. Hace poco se compró un auto deportivo, lo tuvo una semana antes de estrellarlo contra una valla.
Dazai se llevó una mano al rostro, conteniendo una risa.
—¿Rojo? —preguntó entre los dedos, sin poder evitarlo.
—Obvio —respondió Kouyou con un bufido.
Se formó una pausa. Una pausa entre dos personas que, a pesar de todas sus diferencias, sabían exactamente de qué hablaban.
—Mínimo eso lo hace feliz —susurró Dazai, cruzándose de brazos mientras se recostaba hacia atrás. Había encontrado la postura ideal, esa en la que podía parecer relajado aunque cada músculo estuviera atento.
Kouyou se acomodó sobre la cama, con la dignidad que aún conservaba a pesar del estado en que se encontraba. Asintió, con lentitud.
—Sin duda es más fácil ahora verlo sonreír...gracias a…su fuerza de voluntad—respondió, pero algo en su tono, apenas un matiz apenas perceptible, la traicionó.
Dazai lo notó al instante.
La sonrisa que había esbozado antes se desdibujó, y algo en su interior se tensó con violencia. Era esa sensación punzante, imprevista, que se alojaba como una espina en el pensamiento.
No lo había previsto.
No lo había considerado.
Y eso lo inquietó más que cualquier amenaza.
—¿Hay alguien más? —preguntó, sin alterar su voz, pero con la certeza escondida en la forma en que formuló la frase.
No era consulta.
Ambos lo confirmaron.
—Podría decirse que… sí, sí hay alguien —respondió Kouyou sin rodeos, como quien lanza una piedra sabiendo exactamente dónde va a caer.
Dazai no dijo nada de inmediato. Su mirada, antes burlona y liviana, se oscureció apenas. Kouyou lo vio, y no tardó en apuntarlo.
—¿Por qué el agobio?
Él negó con suavidad, desentendiéndose.
—Por nada… solo lo deduje.
Ambos asintieron al mismo tiempo.
Entonces, con una voz neutra, Dazai volvió a preguntar:
—¿Y tú lo apruebas?
Kouyou sonrió, no con burla esta vez, sino con algo más parecido a la compasión.
—Oh, Dazai... es un encanto. Educado. Sociable. Alegre. Hay que admitir que es parcialmente inteligente, pero supongo que es por la edad…
El comentario cayó como un golpe. Y Dazai, aunque no lo admitiera, sintió cómo la espina se clavaba un poco más profundo.
—¿Por la edad? —insistió Dazai, afinando la mirada— ¿Es mayor que Chuuya?
Kouyou negó de inmediato, cubriendo una breve risa con el dorso de la mano, elegante incluso en la burla.
—Para nada —dijo con un dejo de diversión—. Es menor que Chuuya… y menor que tú también.
Dazai parpadeó, lento. El silencio volvió, esta vez cargado de algo más denso. No era solo sorpresa. Era una ligera incomodidad disfrazada de análisis, como si su mente intentara colocar aquella nueva pieza en un tablero que ya daba por resuelto.
—Interesante... —murmuró finalmente, aunque no sonó convencido.
Kouyou lo observó, tranquila.
—No deberías parecer tan molesto, Dazai. No es competencia. Tú elegiste irte, ¿recuerdas?
Él no respondió. Solo se acomodó en el respaldo de la silla, fingiendo que nada en sus entrañas se había movido. Pero por dentro, la espina se había convertido en una presión punzante.
Dazai se levantó de la silla, acomodando con calma las mangas de su abrigo, recuperando ese aire despreocupado que siempre utilizaba como armadura.
—Descansa, Ane-san —dijo con un tono amistoso, suavemente falso. Esa conversación lejos de ser beneficiosa, se estaba volviendo una tortura para él.
Pero no llegó a la puerta cuando la risa de Kouyou lo alcanzó como una bala, aguda y precisa, deteniéndolo en seco.
—Eres el único alfa que arma un escándalo por un niño, Osamu.
Dazai se giró lentamente, la mirada fija, pero sin expresión.
—¿Un… niño?
Kouyou no apartó los ojos de los suyos. Su sonrisa brillaba en la oscuridad. —Dazai —dijo con una calma punzante—, Chuuya tiene un hijo.
El silencio que siguió fue absoluto.
No había respiración, no había gesto. Solo el peso brutal de una revelación que ni siquiera su mente había considerado posible.
Y por primera vez en mucho tiempo, Dazai Osamu no supo qué decir.
Chapter 2: ⁰⁰¹
Chapter Text
COP × MOBSTER + FAMILY
Dazai se fue poco después de que le presentara a Fumiya. Chuuya no esperaba más de su parte. Esperó a que el niño cayera dormido. Y cuando apenas oscureció, se levantó y le murmuró al oído: —Descansa, Chuuya.
Fumiya cayó sobre su regazo, respirando suavemente y soltando pequeños espasmos ocasionales que le hacían gracia.
Pero al principio... cuando su hijo era un recién nacido y tenía esos espasmos, Chuuya se había enfermado de cansancio y preocupación por descubrir que tenía.
En ese tiempo, todo en Chuuya irradiaba a que era un padre primerizo. Un padre primerizo con la estabilidad económica suficiente —y hasta de sobra— para darle una vida digna a su pequeño cachorro.
Chuuya cerró los ojos.
Pasó todo su embarazo solo, encerrado en Francia, con visitas ocasionales de Kouyou y Paul. No le gustaba recordar el pasado, pues su mente le traicionaba y lo arrastraba de vuelta al momento en que salió del laboratorio y se encontró por primera vez con el grupo de las Ovejas.
Chuuya negó suavemente con la cabeza.
Cuando se enteró del embarazo, ya tenía aproximadamente cuatro meses… y lo supo solo porque estuvo a punto de sufrir un aborto espontáneo.
Y para ese entonces, Dazai ya había dejado la Port Mafia. A pesar de saber dónde encontrarlo, no podía ir detrás del alfa y cambiar sus planes.
Así que, después de que Verlaine y Ozaki lo llevara casi a rastras a un hospital privado —donde incluso amenazaron a los médicos para que lo atendieran—, un ultrasonido reveló su embarazo.
Ninguno de los dos alfas podía creerlo.
Chuuya tampoco. Debido a los experimentos que sufrió de pequeño, Chuuya creía que contaba con un útero infértil. Después de todo, su celo siempre era irregular y poco constante.
Kouyou estuvo a su lado.
Fue su apoyo y sirvió como un escudo. Su Ane-san le sostuvo la mano mientras gritaba de dolor, mientras temblaba, mientras lloraba. Pero también fue ella quien se encargó de contárselo a Mori.
—¿Estás segura? —le había preguntado con la mirada clavada en el suelo, sin atreverse a enfrentarla. Acariciando su vientre recién abultado.
—No tienes opción, Chuuya. Se terminará enterando. —respondió Kouyou.
Y no se equivocaba.
Cuando Mori se enteró, no necesitó explicaciones. Sabía perfectamente quién era el padre. Lo dedujo en segundos, en su cabeza todo encajó como piezas de ajedrez. Solo frunció el ceño, dio media vuelta y ordenó con voz neutra:
—Dale unas vacaciones… largas. Y que nadie lo moleste.
Nadie discutió. Nadie preguntó.
Chuuya fue sacado del país esa misma semana. Lo enviaron a Francia, a una habitación de hotel en Lyon, con escoltas que lo vigilaban a distancia, y la excusa de que necesitaba “tiempo para recuperarse”. La verdad era otra.
Mori quería esconderlo. Ocultarlo. Aislarlo.
Que tuviera al bebé lejos y, sobre todo, que decidiera qué demonios hacer con él.
Porque para Mori, ese niño era un problema.
—No quiero verte llorar por una carga, Chuuya —le dijo Kouyou la noche antes de que partiera.
—Lo sé, Ane-san…—susurró, abrazando su estómago ya redondeado—. Yo sabré que hacer con él.
En otras circunstancias, Mori habría sonreído con esa expresión fría y perversa que usaba cuando algo le resultaba útil. Le habría encantado criar al hijo de su más brillante y letal pupilo. Habría moldeado a ese niño como a un arma más, como su legado.
Pero ahora… ahora ese pupilo era un traidor, un desertor. La persona que le habría cortado el cuello sin dudar.
Y ese bebé… solo era una molestia.
Fumiya logró sobrevivir.
Contra todo pronóstico, nació sin complicaciones. Su llanto fue fuerte, claro, vivo. Estaba saludable, aunque más liviano de lo normal… pero no presentó problemas de salud.
Un milagro, pensó Chuuya mientras lo sostenía por primera vez entre sus brazos, temblando.
Estuvieron presentes. Todas las personas que consideraba influyentes en su vida.
Verlaine fue el primero en presentarse, amenazó a enfermeros y a los doctores para poder ingresar a la zona de maternidad antes que todos. Fue él quien propuso Francia como destino. Neutral. Discreto. Lejos del alcance de ojos curiosos.
Pero, más allá de la logística, Verlaine quería verlo. Al niño. Al hijo de Chuuya.
Había algo en su mirada—una mezcla entre curiosidad y una pizca de ternura que rara vez mostraba—que lo delataba. Delataba una humanidad que Verlaine negaba poseer.
Kouyou estuvo allí también, firme, silenciosa, sin despegarse de su lado. A diferencia de Paul, ella espero el momento indicado para ver a Chuuya.
Su preocupación no era el bebé, era Chuuya. Cada vez que lo vió palidecer por las náuseas o quedarse sin aliento al subir las escaleras, apretaba los labios con fuerza, como si el dolor ajeno se le encajara en el pecho.
—Te estás desgastando —le dijo durante una noche fría en Yokohama, mientras le acomodaba una manta sobre los hombros.
—Estare bien—respondió Chuuya sin pensarlo, con la mirada perdida en la ventana.
Algunos de sus más fieles subordinados lo acompañaron también. Gente leal, que conocía su historia y lo seguía sin dudar, incluso fuera del país.
A ellos, Chuuya se atrevía a llamar colegas. Siervos que no lo juzgaban, que lo protegían en silencio. Lejos de actuar por obligación, lo hacían por respeto.
Y por supuesto… Mori Ougai.
Entró en la habitación del hospital como si fuera el dueño de todo lo que lo rodeaba. Observó al bebé desde la distancia, con las manos entrelazadas tras la espalda y una expresión indescifrable.
—Así que este es… —dijo finalmente—. El hijo del prodigio.
Chuuya no respondió. No le dio el gusto.
Mori se acercó unos pasos, pero no miró al niño. Miró a Chuuya con decepción.
—No te confundas —añadió con voz suave—. Solo quiero asegurarme de que esto no se convierta en un problema.
—No lo será —espetó Chuuya, con la mirada encendida.
Mori sonrió apenas, con esa sonrisa que dejaba un frío extraño en el aire.
—Eso espero, Chuuya. Por tu bien… y por el suyo.
A Chuuya le recorrían escalofríos repentinos cada vez que recordaba aquella época. La soledad, el miedo constante, el peso invisible en el pecho. Estar embarazado… había sido una terrible experiencia.
Pero lo que más lo atormentaba no era el dolor, ni el aislamiento. Era la promesa que había hecho.
Había jurado que Fumiya no tendría nada que ver con Dazai.
Que nunca se verían.
Que ese niño crecería sin conocer su rostro, su voz, su aroma.
Que no sería un problema.
—No lo necesita —susurró una vez, en voz baja, como un conjuro—. No necesita a alguien como él.
Y lo creyó. Con cada fibra de su cuerpo, lo creyó.
Pero se dio cuenta de que no era capaz de cumplir lo que se proponía el día en que, con la voz temblorosa y los ojos húmedos, le prometió a Kouyou que daría al niño en adopción.
Que lo dejaría en un convento francés apenas dejara de necesitar ser amamantado.
—Será lo mejor para él… —murmuró, más para convencerse a sí mismo que a ella.
Kouyou lo miró en silencio. No lo creyó, y Chuuya tampoco.
Porque Fumiya estaba a punto de cumplir cuatro años…
Y Chuuya nunca se separó de él.
Nunca lo dejó. Nunca pudo. Desde el primer momento que lo sostuvo entre sus brazos, con su cuerpecito temblando y su llanto débil, supo que ya no había marcha atrás.
Ese bebé ahora era su vida entera.
Fumiya estaba siendo criado en Francia.
Tenía una casa para él solo, una propiedad discreta cerca del campo de Metz, rodeada de naturaleza y lejos del ruido. Era cuidado por un pequeño grupo de subordinados leales, hombres y mujeres que Chuuya había escogido con pinzas, y por niñeras profesionales con años de experiencia.
Todo parecía perfecto y seguro. Pero Chuuya nunca les dejó la crianza a ellos.
Llegaba sin avisar, a veces de madrugada, con el abrigo manchado de sangre o el cuerpo agotado por alguna misión.
Se quedaba horas enteras sentado a los pies de la cuna de Fumiya, viendo cómo dormía, respirando su paz, como si ese silencio fuera lo único que aún lo sostenía.
Verlaine era el único que lo sabía todo. Lo había acompañado desde el principio a ver la casa, había visto cómo ese niño cambiaba la mirada de Chuuya. Nunca lo juzgó, pero tampoco lo animó.
—No será un bebé toda su vida, Chuuya. — Le advirtió cuando el omega, muy emocionado, comenzó a recorrer la casa. Alegando lo perfecta que era para los primeros meses de vida de un niño.
Kouyou lo sospechaba. Su instinto nunca fallaba, y cada vez que veía a Chuuya partir, lo intuía.
Y Mori… Mori fingía creer en su palabra.
—¿Sigues con tus viajes al extranjero? —preguntó una vez, con una sonrisa educada.
—Lo normal —respondió Chuuya, sin levantar la mirada.
Pero los tres lo sabían. Sabían perfectamente por qué Chuuya siempre buscaba misiones fuera del país.
Sabían que cada encargo en Europa era solo una excusa. Una vía para poder verlo, abrazarlo, sentir que seguía siendo parte de su vida.
Porque Chuuya, el temido ejecutivo de la Port Mafia, no podía estar lejos de su cachorro. Ni siquiera por una semana.
Pero Verlaine tenía razón. Fumiya no sería un bebé para siempre.
Y los cuatro años se escurrieron entre sus dedos con una velocidad que lo asusto.
Chuuya apenas parpadeó y de pronto ese pequeño que cabía en el hueco de su brazo ya corría por la casa, preguntaba cosas, lloraba con más fuerza… y empezaba a notar las ausencias.
No se preparó. No sabía cómo hacerlo.
Una tarde, una de las niñeras se le acercó aprovechando sus visitas, nerviosa, con los dedos entrelazados y la voz baja.
—Señor Kashimura… — lo llamó la mujer beta utilizando el apellido falso que utilizaba para los trámites y compras en Francia. — Fumiya ha estado llorando mucho últimamente.
—¿Está enfermo? —preguntó de inmediato, alarmado.
—No. Solo… llora. Lo llama por las noches. Pregunta por usted cuando no está. Se queda dormido con una de sus camisas.
Chuuya sintió que algo se partía dentro.
Y luego llegó otra. Y otra más. Cada una con una versión distinta del mismo relato: Fumiya comenzaba a preguntar por su papá. A llorar por él.
A aferrarse a su aroma cuando ya no estaba.
No lo decía porque el habla se le complicaba y aún era muy pequeño para expresar emociones complejas, pero lo sentía: Fumiya lo necesitaba.
Y por más que lo intentara, Chuuya no podía seguir huyendo.
Chuuya quiso tomar a Fumiya en brazos apenas lo vio caer, después de tropezar con una piedra en medio del jardín.
El sonido del llanto lo atravesó como un disparo. Sin pensarlo, corrió hacia su hijo… pero no fue a él a quien Fumiya buscó primero.
El niño, con las mejillas llenas de lágrimas y las rodillas raspadas, corrió directo hacia uno de los escoltas privados, con los brazos extendidos, buscando consuelo. Lo abrazó con fuerza, sollozando entre balbuceos, mientras el guardaespaldas lo alzaba con ternura y trataba de calmarlo.
Chuuya se quedó quieto. Observando. Trago seco.
No se ofendió. Sabía que eso pasaría tarde o temprano. Él era el ausente. El que venía y se iba como una sombra. El que lo amaba en silencio, pero lo dejaba solo.
Aun así, cuando por fin se acercó, cuando alzó a su pequeño y lo apretó contra su pecho, Chuuya no pudo evitarlo.
Lloró. No de rabia. No de celos.
Lloró por orgullo herido, por culpa, por amor.
Lloró junto a su hijo, sabiendo que ese era el precio de su distancia.
Y mientras lo acunaba, solo pudo susurrar entre lágrimas:
—Perdóname… papá va a hacerlo mejor.
Y cuando Chuuya se proponía algo, lo cumplía.
Esa misma tarde, después de lograr dormir a Fumiya en sus brazos, se quedó sentado en la vieja mecedora del jardín, acunándolo con suavidad.
El silencio los envolvía, solo interrumpido por el canto lejano de los pájaros y el murmullo del riachuelo cercano, donde Fumiya solía pasar horas observando renacuajos con fascinación.
Frente a él, los campos de trigo ondeaban bajo la brisa helada de primavera. El sol comenzaba a ocultarse, tiñendo el cielo de dorado y púrpura. Chuuya aspiró hondo, llenándose los pulmones de aire fresco, y supo que era momento.
Mandó llamar a todos.
Betas, alfas, omegas. Uno por uno, fueron llegando, formando un pequeño círculo en medio del jardín. Rostros conocidos. Leales. Familia, aunque no compartieran sangre.
Chuuya se puso de pie con cuidado, dejando a Fumiya junto a la puerta. Luego los miró, con los ojos enrojecidos pero firmes.
—Gracias —dijo, con la voz grave y contenida—. Gracias por cuidar a mi hijo cuando yo no estaba. Por alimentarlo, abrazarlo, consolarlo… por darle lo que yo no supe darle a tiempo.
Hizo una breve pausa, respirando hondo.
—No puedo pagarles con palabras —añadió, sacando dos maletines detrás de su espalda—. Así que lo haré con lo que tengo. Aquí hay suficiente dinero para compensar cada día, cada noche, cada esfuerzo de estos años. No se preocupen, que el dinero les seguirá llegando.
Nadie se movió. Algunos bajaron la cabeza con tristeza. Otros lo miraron con un respeto profundo, sin atreverse a interrumpirlo.
—Fumiya se quedará conmigo a partir de hoy—dijo finalmente, su voz temblando apenas.
Y con eso, supieron que algo en Chuuya había cambiado. El mafioso había bajado las armas. El asesino había dejado atrás la sangre. Y el padre… por fin, estaba listo para quedarse.
Fumiya tal vez lo olvidó, porque era muy pequeño.
Pero Chuuya… Chuuya jamás olvidó todo lo que le dijo a su hijo un día antes de partir.
—Fumiya —llamó suavemente, mientras lo buscaba con la mirada por la habitación. —Ven, cariño. ¿Qué haces ahí?
El niño apareció en la puerta, con el ceño fruncido y los ojos inquietos. Observaba cómo las personas que lo habían cuidado durante años se despedían con abrazos tristes, cómo comenzaban a empacar sus cosas en silencio, con una melancolía que él aún no entendía.
—Papá… ¿por qué todos están tristes?
Chuuya sonrió, arrodillándose frente a él y peinándole con ternura el cabello castaño.
—Porque están muy felices, cariño. A veces, cuando la felicidad no alcanza… las lágrimas salen.
Fumiya ladeó la cabeza, confuso, y luego se sentó al lado de su padre, quien ahora estaba colocando cuidadosamente una maleta sobre la cama. Uno a uno, comenzó a guardar su ropa, doblando cada prenda.
—Fumiya… ¿crees que Yokohama te guste?
Fumiya rió. Le parecía graciosa la pregunta. Él no sabía exactamente qué era "Yokohama", pero sonaba divertido. Aunque hablaba japonés con naturalidad, lo ideal para un niño de tres años, aún prefería comunicarse en francés, su lengua de cuna.
Fumiya no podía considerarse bilingüe del todo, pero era demasiado bueno repitiendo palabras y comprendiendo su significado.
—¿Qué es Yokohama, papá?
Chuuya sonrió mientras doblaba una pequeña camisa azul cielo. Dejó su tarea por un momento y sacó su celular. Se lo pasó con la galería abierta, deslizando hasta una foto tomada desde lo alto de un edificio al atardecer: luces, mar, cielo.
—Sera nuestro nuevo hogar, cariño. Ahí viviremos tú y yo, en un apartamento en la cima de la ciudad. —Señaló con un dedo en la pantalla—. Tiene playa, acuarios, museos… un mercado bellísimo.
Fumiya observó la imagen con ojos grandes, iluminados por la emoción y la curiosidad. No sabía exactamente qué era un acuario o un mercado, pero si su papá lo decía, entonces debía ser un lugar mágico.
De eso hacía poco más de tres meses.
Fumiya se estaba acostumbrando, poco a poco, a la vida en Yokohama. El cambio había sido enorme: del campo silencioso de Metz, a los ruidos constantes de la ciudad, a los claxons, las luces, las multitudes.
Todo el proceso —salir del campo, llegar a la ciudad, atravesar el aeropuerto, subir al avión, volar por horas y aterrizar en un país nuevo— fue emocionante para Fumiya. Lo vivió como una aventura. Miraba por las ventanas, hacía preguntas, sonreía a los desconocidos.
Chuuya temió que se estresara, que llorara, que se aferrara a su cuello y se negara a avanzar. Pero lejos de sus temores, Fumiya fue curioso, atento, despierto.
Aunque sí notó algo.
Cada vez que había un sonido repentino —el silbato de un tren, un timbre muy fuerte, una motocicleta rugiendo en la calle— Fumiya se cubría los oídos y apretaba los ojos. No lloraba, pero se tensaba por completo.
El campo era muy distinto a la ciudad.
Y las ciudades francesas eran aún más distintas a Japón.
Pero Chuuya lo sabía: si quería que su hijo se adaptara, si deseaba que Fumiya creciera sin miedo, entonces ese era el momento.
De pequeño. Mientras aún podía enseñarle que el mundo, aunque ruidoso, también podía ser seguro.
Irónicamente, Chuuya tenía un trabajo que convertía a Yokohama en un lugar… parcialmente peligroso.
No era un civil más. No vivía una vida tranquila, ni trabajaba de nueve a cinco.
Su nombre resonaba en los rincones más oscuros de la ciudad. Aunque había aprendido a moverse con discreción, su reputación y su habilidad seguían siendo reconocidas por aliados y enemigos por igual.
Yokohama era su hogar.
Pero también era un campo minado.
A veces se despertaba en medio de la noche al escuchar un auto frenar frente al edificio.
O cuando bajaba a pasear por Minato Mirai con Fumiya, no podía evitar revisar tres veces a su alrededor. Porque en esa ciudad todo podía cambiar en un segundo: una mirada equivocada, un rostro conocido entre la multitud, un mensaje que no debía llegar.
Había elegido ese lugar para darle a su hijo una vida mejor. Pero él sabía, más que nadie, que una ciudad como Yokohama no perdonaba fácilmente y que las traiciones estaban a la vuelta de la esquina.
Tal vez por eso, cuando le llegó la noticia de que Dazai Osamu había sido capturado por la Port Mafia —envuelto en todo el escándalo del hombre tigre y el esfuerzo sobrehumano que Akutagawa hacía para cumplir con las órdenes de sus superiores—, Chuuya no lo dudó.
Fue a verlo.
Sabía que probablemente era una mala idea. Que estaba caminando directo hacia un torbellino. Pero algo más fuerte que el juicio lo empujó a entrar a aquella mazmorra.
Y al verlo, lo admitió en silencio: Dazai no había cambiado.
O al menos no del todo.
Sí, tal vez había crecido un par de centímetros. Tal vez había ganado algo de masa muscular, ahora que parecía alimentarse con algo más que alcohol y cigarrillos. Pero seguía teniendo esa sonrisa irónica, seductora y cruel, como si el mundo fuera solo una broma que él se negaba a explicar.
—Vaya…Chuuya, no has cambiado en nada —dijo Dazai con una ceja arqueada, la voz suave como siempre.
Chuuya suspiró con frustración. Había esperado algo… distinto. Un poco más de madurez, quizá. Un poco más de seriedad. Pero no. Dazai era Dazai.
Y estaba bien.
No pensaban matarlo. Tenía un plan, por supuesto. Siempre tenía un plan. Y, como siempre, su mirada decía más de lo que dejaba escapar por la boca.
Entonces… ¿por qué?
¿Por qué, después de todo, Chuuya le había entregado la dirección de su hogar?
¿Por qué había hecho lo impensable y le había confiado el mayor de sus secretos… a Dazai?
Porque, lamentablemente —o tal vez inevitablemente—, al único que podía confiarle la vida de Fumiya…
era a Dazai.
Ahora, con Fumiya en su habitación, dormido y descansando, Chuuya contemplaba la ciudad de Yokohama a través de los ventanales de su apartamento mientras sostenía una copa de vino. Admitía que le dolió que Dazai se marchara después de ver a Fumiya.
Pero también comprendía que aquel alfa tenía mucho que asimilar. Quizás no lo volverían a ver en semanas o meses.
—Mierda —murmuró Chuuya, cuando al intentar servirse otra copa, el vino se derramó sobre la alfombra blanca de la sala.
¿Estaba estresado? ¿Furioso, tal vez?
Le habían herido el orgullo: Dazai había ignorado a Fumiya.
Su alfa… había rechazado a su cachorro.
El sonrojo lo golpeó de repente. Maldijo en voz baja, dejó la copa sobre la mesita de cristal y se apresuró a tomar su celular. Marcó un número.
—¡Motojirō! ¿Estás libre?
Dazai cerró la puerta de su apartamento.
El silencio fue inmediato, opresivo. Sus ojos recorrieron el desastre que lo esperaba: botellas vacías de sake esparcidas por el suelo, latas de comida abiertas en rincones que ni recordaba haber visitado, el futón deshecho como si nadie hubiera dormido en paz sobre él en semanas.
Frunció el ceño.
Se dejó caer al pie de la puerta con un suspiro quebrado, la espalda resbalando contra la madera hasta quedar sentado en el suelo. Gruñó con frustración, hundiendo el rostro entre las manos.
Necesitaba más que tiempo para pensar.
Necesitaba... algo que ni siquiera sabía nombrar.
Las preguntas que se había hecho en el apartamento de Chuuya volvían, ahora en forma de sollozos ahogados que se negaban a salir. La imagen de ese niño —su hijo—, lo perseguía.
Lo había hecho.
Había embarazado a Chuuya.
Y lo había abandonado.
Pensó en Odasaku.
Y por un instante, se preguntó si había malinterpretado sus palabras desde el principio.
Tal vez su amigo —su hermano— habría sabido qué decir. Habría encontrado la forma de sacudirlo, de ponerlo de pie, de obligarlo a hacerse cargo de sus actos.
De no huir.
Pero...
La sorpresa lo golpeó otra vez, más dura que antes.
¿Un hijo?
¿Tenía un hijo con Chuuya?
Claro que Chuuya era omega, eso no lo sorprendía. Crecieron juntos. Lo vio cambiar ante sus propios ojos: de un adolescente terco y andrajoso a un joven que empezaba a utilizar su habilidad a su favor.
Y ahora, era un padre.
La imagen lo desarmaba.
Su yo de quince años habría estado encantado. Chuuya fue su primera fantasía, su primer deseo. Soñaba con Chuuya, tomar su mano, besar su mejilla y tocar su cabello.
El Dazai de dieciséis ya se negaba a sí mismo todo lo que sentía —porque no podía, no debía, no quería sentir por Chuuya nada que no fuera tensión o rabia.
Y el Dazai de dieciocho…
Ese ya había decidido destruirlo.
Porque amar a Chuuya se sentía como perder, como rendirse.
Porque si algo se interponía entre él y el ansiado abismo, era ese maldito omega de ojos azules que se atrevía a mirarlo como si mereciera algo más.
Y aún así… lo había hecho.
Lo había tocado.
Lo tomó en un momento de debilidad. Esa era su excusa.
Dazai había decidido presentarlo a sus amigos. Después de todo, tanto Oda como Ango estaban hartos de escuchar sus quejas constantes y sus comentarios lascivos sobre "ese omega de mierda".
Así que, por simple terquedad —y quizás para probar un punto— pensó que sería buena idea presentarles a Chuuya. Que el beta y el alfa conocieran en persona la raíz de su insomnio, de sus pesadillas, de su deseo.
Pero, como siempre, Chuuya tuvo que arruinarlo todo.
Se presentó más presentable que de costumbre.
Se vistió como si supiera que lo estaban observando. Como si supiera que él, Dazai Osamu, iba a desmoronarse en cualquier momento.
Chuuya llegó al bar que Dazai le había indicado en un mensaje, cruzando la puerta con una mirada desinteresada.
Llevaba el cabello suelto, y bajo la tenue luz del lugar, los mechones rojizos brillaron.
Su camisa blanca estaba impecable, ligeramente arremangada, dejando al descubierto las venas de sus antebrazos. Llevaba pantalones holgados, oscuros, de corte limpio, y un chaleco negro que le daba un aire elegante. En la cabeza, un sombrero que, para desgracia de Dazai, no era ridículo… sino terriblemente favorecedor.
Dazai, quien en ese momento suplicaba al cantinero que preparara una bebida horrenda para el pelirrojo, fue bruscamente interrumpido cuando Oda le sujetó la barbilla y le obligó a mirar a su costado.
—Hey, tú…—murmuró Oda, con una risa que no alcanzó a disimular del todo—. Ahí está. Tu pesadilla andante.
Dazai se quedó inmóvil. La mandíbula le tembló apenas un instante antes de aflojarse por completo, cayendo ligeramente mientras observaba al omega cruzar el bar con esos malditos tacones firmes, esa mirada altiva y ese andar que no tenía derecho a ser tan letal.
Ango, que prefería mantenerse sobrio con un jugo de tomate, se atragantó con un sorbo al verlo entrar. Tosió una vez, luego otra, y al recobrar el aliento, su rostro se llenó de una comprensión súbita y sutilmente burlona.
—¿Por eso estabas llorando el otro día? —preguntó, con una sonrisa que solo los que lo conocían bien notarían. Luego bajó el vaso con lentitud, cruzando una pierna sobre la otra—. Ahora entiendo por qué pierdes la cabeza todas las noches… hasta yo me siento amenazado.
Dazai se soltó del agarre de Oda con un gesto seco, girando de inmediato hacia Ango, el ceño fruncido y la mandíbula tensa.
—¿Qué dijiste?
Ango levantó las manos en un gesto inocente, aunque la sonrisa apenas disimulada seguía en su rostro.
—Nada importante —murmuró.
Dazai rodó los ojos con fastidio antes de levantarse del banco con un movimiento abrupto, su abrigo rozando el suelo al girar. Caminó entre las mesas con paso decidido, dejando a Oda y Ango en la barra, justo cuando Chuuya lo localizó entre la penumbra.
El pelirrojo sonrió con ironía al ver al alfa acercarse. Llevaba los brazos cruzados, el sombrero inclinado hacia atrás y la mirada encendida de un fuego tranquilo.
—¿Para qué me llamaste? —preguntó, sin moverse.
—¿Por qué no estás usando tu gargantilla? —espetó Dazai, sujetándolo del brazo con firmeza. Tiró de él hacia un rincón menos visible, lejos de las miradas de sus amigos.
Chuuya soltó un suspiro pesado, rodando los ojos con evidente fastidio.
—Se me olvidó… ¿Esos son tus amigos?
—Sí... digo, no. ¡No los veas! —exclamó Dazai, girando levemente para bloquear su vista hacia la barra.
Chuuya arqueó una ceja y se soltó del agarre con un movimiento seco.
—Ire a saludar. —Y sin esperar respuesta, se dio la vuelta con paso elegante, dirigiéndose directo hacia Oda y Ango, como una tormenta a punto de desatarse.
—Ejecutivo Nakahara… qué dicha tenerle por aquí —dijo Oda con cortesía mientras se levantaba del banco, su voz tranquila y respetuosa resonando por encima del ruido del bar. Inclinó ligeramente la cabeza en señal de saludo, pero Chuuya alzó una mano con suavidad y negó con la cabeza.
—No es necesaria esa formalidad —respondió con tono bajo, aunque sin dejar de lado la educación. Sus ojos, sin embargo, se mantuvieron serios. Estaba midiendo el terreno. Con Oda solo convivía en una relación de superior-subordinado. — Solo dime Chuuya.
—¡Sí, Odasaku! No hables con tanta elegancia —interrumpió Dazai desde atrás, con su típica sonrisa burlona—. Chuuya solo entiende a ladridos ¡Woof, Woof!
Chuuya giró la cabeza hacia él con el ceño fruncido, como si fuera a lanzarle algo. Su mirada era tan filosa como una hoja de acero.
—¡No ladres, Dazai!
La tensión chispeó entre ellos por un segundo.
Oda, siendo el pacificador, soltó una pequeña risa y dio un paso hacia atrás, dejando espacio.
—Siéntate, Chuuya. Yo me sentaré al lado de Ango —dijo con tranquilidad, dirigiéndose al otro extremo del grupo mientras dejaba que el fuego entre los otros dos ardiera sin intervención.
Chuuya tomó asiento, pero no sin antes dedicarle a Dazai una última mirada como advertencia.
Dazai terminó sentándose casi al mismo tiempo que Chuuya. El chirrido de las sillas al tocar el suelo.
Chuuya levantó la mano con elegancia para llamar al hombre detrás de la barra y pidió una copa de vino tinto. La elección desentonó por completo con las bebidas frente a los demás: Dazai tenía una botella barata de sake medio vacía y Oda, un whisky modesto servido con hielo. Pero la copa de cristal que le sirvieron a Chuuya captó la atención.
Entonces, cuando Ango llevó su vaso de jugo de tomate a los labios, Chuuya no pudo evitarlo.
Una sonrisa se deslizó lentamente por sus labios, ladeados con un gesto tan coqueto como venenoso.
Sus ojos destellaron con picardía al inclinarse ligeramente hacia adelante, cruzando la línea invisible que los separaba.
—¿Tú no bebes, Ango? —preguntó con voz baja, casi susurrante, pero lo suficientemente clara para que todos lo escucharan.
El alfa castaño levantó la mirada, sorprendido por la pregunta tan directa, y bajó lentamente su vaso.
Dazai no dijo nada. Pero sus nudillos se tensaron alrededor de su botella.
—Hm no… debo mantenerme sobrio para el trabajo de mañana —respondió Ango, con calma.
Chuuya sonrió con un deje de malicia, girando su copa entre los dedos, dejando que el vino se meciera como si también jugara.
—Entiendo… mucho que leer, supongo —murmuró, con una mirada cargada de intención que se deslizó lentamente por encima de su copa hasta encontrarse con los ojos de Ango.
El castaño asintió con una leve sonrisa, tan profesional como siempre, aunque no pudo evitar que sus mejillas se tiñeran apenas de color.
Oda, desde su sitio, reprimía la risa. Chuuya era un muchacho precioso, educado y atractivo. Era natural sentirse nervioso ante su presencia.
Era imposible no notarlo: Dazai, sentado justo en medio, parecía una muralla torpe entre ambos.
Oda se llevó su vaso a los labios, ocultando su sonrisa detrás del cristal, disfrutando de ver a Dazai reducido a simple espectador, mal tercio entre una conversación en la que nadie lo había invitado a participar.
Entre risas, miradas insinuantes y anécdotas, las horas se deslizaron con una ligereza peligrosa. El ambiente se había suavizado, teñido por el alcohol y las bromas que saltaban de un lado a otro de la mesa.
Dos horas después, Oda revisó su reloj con resignación y Ango se levantó casi al mismo tiempo. Ambos tenían compromisos ineludibles a la mañana siguiente. Era momento de partir.
Pero lo más inesperado había ocurrido antes de que se marcharan.
Chuuya, con su encanto innato, había logrado que Ango aceptara una copa de vino. Solo una. Suficiente. El gesto íntimo, casi trivial, se volvió una provocación silenciosa para Dazai, que observó toda la escena en silencio, con los labios apretados y los ojos oscuros como la noche que se cernía sobre ellos.
El Omega lo había hecho a propósito. Lo sabía. Y Dazai ardía por dentro.
Después de que Oda y Ango se despidieran con una última risa ahogada y promesas vagas de volver a verse pronto, el ambiente cambió.
El silencio entre Dazai y Chuuya no fue incómodo, sino tenso. El tipo de tensión que no necesita palabras para estallar.
Dazai se levantó sin decir nada, tomó a Chuuya del brazo con una firmeza que no admite las quejas, y lo arrastró fuera del bar, como si la noche no pudiera terminar de otra manera.
Pidió un taxi, ninguno podía manejar.
El camino hasta el apartamento del Omega fue un desfile de reproches, gritos e insultos.
Y cuando la puerta del apartamento finalmente se cerró detrás de ellos, lo que siguió fue un choque de labios, de cuerpos.
Fueron besos apresurados, caricias que se debatían entre la necesidad y la rabia. El roce de piel con piel, el murmullo entre jadeos, el nombre del otro escapando de labios temblorosos en la oscuridad.
Y luego, silencio. Un silencio distinto.
A la mañana siguiente, entre sábanas revueltas y cuerpos entrelazados, ni uno ni otro quiso romper el hechizo.
Chuuya tenía el rostro escondido en el cuello de Dazai, mientras él le acariciaba el cabello sin pensar, sin planear, solo sintiendo.
Ninguno quiso separarse. Ninguno quiso hablar.
Porque en ese momento —por cruel que fuera el mundo allá afuera— el único refugio real estaba justo ahí: en el abrazo del otro.
Chapter 3: ⁰⁰²
Chapter Text
¡Dada es un mafioso, Papá es un detective!
Fumiya se levantó muy temprano ese día; todavía no lograba adaptarse del todo al cambio de horario desde Francia.
El hogar de su padre, un lujoso ático en la cima del edificio, le permitía descansar sin interrupciones: primero había que tomar un ascensor privado y luego subir una escalinata amplia y silenciosa. Gracias a esa altura, el bullicio de la ciudad apenas alcanzaba sus oídos.
Sin embargo, cuando acompañaba a su padre a recorrer la costa de Yokohama o a comer en algún restaurante elegante con vista al mar, la situación era distinta.
Las conversaciones ajenas, el sonido constante de cubiertos y platos, el vaivén de camareros y la multitud misma lograban abrumarlo. Apenas estaba aprendiendo a usar todos los utensilios correctamente, y eso solo aumentaba su desconcierto.
Aun así, lo que le ayudaba a mantener una leve sonrisa era ver a su padre. Observar cómo se relajaba, cómo el reflejo del mar se fundía con sus ojos azules, bastaba para hacer que todo lo demás desapareciera por un instante.
Chuuya tenía un par de ojeras marcadas alrededor de los ojos, sombras oscuras que Fumiya no lograba comprender del todo. No sabía por qué aparecían, pero los constantes bostezos de su padre lo hacían deducir que no había dormido bien.
La noche anterior habían tenido más visitas de lo habitual.
Primero llegó ese alfa de cabello castaño y aspecto desaliñado, que a Fumiya le recordaba un poco a un vagabundo. Después apareció Motojiro, un amigo de su padre que había conocido poco después de llegar a Yokohama.
Kajii Motojiro era un alfa excéntrico, el tipo de persona que hacía reír tanto a adultos como a niños. Siempre llegaba entrada la noche, y al marcharse, dejaba todo el lugar impregnado con un fuerte aroma a limón y naranjas.
A veces, Kajii se quedaba a cuidarlo, aunque solo por períodos muy breves. La primera vez que lo hizo, le enseñó un "truco" para hacer explotar un limón.
Hasta el día de hoy, Fumiya sigue sin poder recrearlo.
El mesero llegó con una gelatina de frutas que hizo que Fumiya alzara el rostro y olfateara con curiosidad.
También traía un café para Chuuya.
Una de las costumbres más extrañas —pero secretamente favoritas— de su papá era permitirle, de vez en cuando, empezar por el postre.
Fumiya no solía quejarse, aunque al principio le había parecido algo muy raro. Sus niñeras, en cambio, siempre insistieron en que probara las distintas sopas del día antes de siquiera mencionar la palabra “postre”.
Cuando el beta, muy educado y con sumo cuidado, colocó la gelatina frente al niño —antes incluso de extenderle la cuchara—, Fumiya sonrió feliz.
Tal vez se acostumbraría a aquel país asiático antes de lo que creía.
—Papa —llamó Fumiya, hablando en francés por mera costumbre, solo para captar la atención de su padre.
Estaban afuera del restaurante, sobre la avenida, esperando a que el chófer llegara. Chuuya sostenía a Fumiya en brazos, así que le respondió enseguida.
—¿Qué pasa, cariño?
—¿Podemos ir a la playa?
Chuuya sonrió.
Últimamente, su hijo se había vuelto un verdadero amante del mar. Pero para Chuuya, el océano siempre había sido un monstruo azul demasiado inmenso, demasiado impredecible, muy distinto a los tranquilos riachuelos y lagos del campo donde su hijo había crecido. Aun así, no se negaba.
Llevaba a Fumiya a la playa siempre que estaba despejada, en horarios poco concurridos.
A veces iban solos, otras acompañados por un par de escoltas: alfas altos, vestidos con trajes oscuros y rostros serios, lo suficientemente intimidantes como para alejar cualquier mirada curiosa que se posara demasiado tiempo sobre ellos. Eran quienes se encargaban de trasladar a Chuuya de forma segura entre la ciudad y el territorio de la Port Mafia.
—Hoy tengo que ir a trabajar... te quedarás con una niñera un par de horas, pero podemos ir mañana, ¿qué te parece? —dijo Chuuya, matando las ilusiones del pequeño casi al instante.
Justo en ese momento, el auto negro —uno de esos vehículos sobrios y elegantes, típicos de los ejecutivos de la Port Mafia— se detuvo frente a ellos para recogerlos. Chuuya, distraído por la llegada del coche, no notó el puchero que se dibujó en el rostro de su hijo.
Fumiya bajó la mirada, abrazando con más fuerza el cuello de su padre mientras subían al auto.
No dijo nada, pero el leve suspiro que soltó bastaba para dejar claro que no estaba del todo conforme.
El asiento trasero estaba adaptado con una silla especial para el niño, pero Fumiya prefería ir en brazos de su padre, al menos durante los primeros minutos del trayecto.
Chuuya lo acomodó con cuidado, acariciándole el cabello con una mano mientras en la otra revisaba algunos papeles que había dejado pendientes la noche anterior.
—Mañana iremos, lo prometo —murmuró el omega, besándole la frente—. Iremos muy temprano, cuando el sol no queme y la arena esté fresca.
Fumiya asintió en silencio, sin despegarse de él.
Afuera, la ciudad comenzaba a agitarse. El tráfico, los peatones, los anuncios brillando incluso de día. Pero dentro del auto, el mundo parecía ir más lento.
Chuuya cerró los ojos un momento, cansado.
No había dormido bien, especialmente por la visita de Dazai. Teniendo que llamar a Kajii para desahogarse, con quién termino saliendo a cenar a un restaurante cercano.
Ahí le contó, a medias, su descontento con el alfa.
Bebieron muy poco, pero aún así regresaron en la madrugada a sus respectivas casas. Kajii contaba con una energía que Chuuya envidiaba, tal vez por eso era su contacto de emergencia cuando necesitaba un hombro para llorar.
Kouyou tenía sus propios asuntos, la mujer estaba sufriendo de la perdida de Kyoka y no quería molestarla. Mientras que Verlaine...había tenido otro colapso y se había encerrado de nuevo.
Chuuya, a pesar de que no había perdonado del todo a Paul y a las ovejas, si lamentaba que Fumiya no los conociera.
Shirase y Yuan siempre fueron más cercanos a los niños pequeños que él. Seguro habrían sido grandes tíos.
Chuuya mordió su mejilla interna ante ese pensamiento. Negándolo, Shirase y Yuan nunca habrían aprobado a Fumiya por el simple hecho de tener los genes de Dazai.
Siguió viendo los edificios de Yokohama a través de la ventanilla, cuando un grupo de hombres, a quienes estimó mucho, se le vino a la cabeza. Y una sonrisa melancólica se le formó entre sus labios.
“Ellos habrían sido unos grandiosos tíos.” pensó.
Y Fumiya, aunque no entendía del todo lo que su padre sentía o quién era ese alfa desaliñado, sí tenía la consciencia suficiente para darse cuenta que algo cambió en Chuuya cuando ese hombre apareció. Lo sintió en el aroma de su padre.
Afrutado. Su papá olía igual que las cerezas, igual que los pétalos de las rosas. Pero cuando el vagabundo entro a su casa aquel día, su aroma se volvió más leve y un olor similar a las hojas quemadas inundó su nariz.
—Papa... ¿ese señor va a volver? —preguntó de pronto el niño, como si leyera los pensamientos del omega.
Chuuya abrió los ojos y lo miró, sorprendido por la pregunta.
—¿A cuál señor te refieres? — Chuuya creyó que se refería a Kajii. Después de todo, Fumiya estaba aprendiendo a relacionar los aromas con las personas. Y como el interior del coche olía a cuero nuevo y cítricos, su mente llegó a una precipitada conclusión.
—Al de cabello feo… el que te puso triste ayer.
—Yo... no lo sé, cariño —murmuró Chuuya, acariciando el cabello de su hijo con ternura, sin poder evitar sonreír ante el comentario del "cabello feo" de Dazai. Si tan solo Fumiya se viera más seguido en el espejo... Se daría cuenta que tenían la misma mata rebelde de rizos—. Pero no me hizo sentir triste, Fumiya. ¿Por qué dices eso?
El niño lo miró desde su lugar en brazos, ladeando un poco la cabeza.
—Ayer... cuando me llevaste a dormir, olías como cuando al señor Kajii se le quemaron las palomitas de maíz...
Chuuya parpadeó, sorprendido, antes de soltar una leve risa por lo bajo.
—¿Quemado?
—Ajá… como cuando algo huele mal... —explicó el niño, bajando la mirada, como si no estuviera seguro de si debía decirlo.
Chuuya quedó en silencio por un momento, sintiendo una punzada leve en el pecho. Su hijo era más perceptivo de lo que aparentaba.
Lo abrazó un poco más fuerte.
—No estaba triste… solo un poco cansado. Eso es todo —mintió suavemente, presionando otro beso en su frente—. Pero gracias por notarlo, pequeño detective.
Fumiya sonrió apenas, satisfecho con el apodo, mientras el auto giraba por la avenida que los llevaría directo al corazón del submundo de Yokohama.
Llegaron al edificio que albergaba su hogar. La escolta descendió primero, abriendo la puerta con precisión y escoltándolos hasta la entrada principal. El sol apenas tocaba el mármol brillante del recibidor, y el eco de sus pasos se mezclaba con el murmullo lejano de la ciudad.
Chuuya avanzaba con la vista fija en un documento, revisando cifras y nombres con el ceño ligeramente fruncido. A su lado, Fumiya caminaba a su propio ritmo, dando pequeños brincos con cada paso, distraído y alegre. Saludó con una sonrisa a la mujer de recepción, una beta de rostro amable, alzando su mano para ofrecerle un saludo breve y educado que ella respondió con calidez.
Chuuya, sin alzar la vista del papel, notó el retraso y giró la cabeza justo a tiempo para ver cómo su hijo casi se quedaba fuera del ascensor por entretenerse.
Rodó los ojos, divertido.
—Fumiya, por favor —dijo sin enfado, estirando el brazo para mantener la puerta abierta—. Un día de estos te vas a quedar atrapado charlando por ahí.
El niño trotó hacia él con una risita, entrando justo antes de que las puertas se cerraran. Chuuya volvió a enfocarse en el documento, pero no sin antes dirigirle una sonrisa de lado.
—¡Ella me cae bien, papa! —admitió el niño con entusiasmo—. Es muy linda y amable.
Chuuya bajó lentamente el documento, cruzándose de brazos mientras lo miraba con una ceja levantada.
—¿Ah, sí?
Fumiya se sonrojó al instante, llevándose las manos a las mejillas con una mezcla de vergüenza y nervios.
—¡No, claro que no! —exclamó rápido, como si temiera haber herido los sentimientos de su papá.
Chuuya soltó una leve risa, esa que solo usaba cuando algo le derretía el corazón. Se inclinó un poco y revolvió con cariño el cabello de su hijo.
—Está bien, Fumiya. La próxima vez que la veas, dile lo linda que es —dijo Chuuya, sonriendo, mientras se preparaba para salir del elevador.
Fumiya asintió con entusiasmo, y justo antes de que su padre cruzara las puertas, alzó la voz con una sonrisa orgullosa:
—¡Ya se lo dije! ¡Y me dijo que yo era muy tierno!
Chuuya se detuvo un segundo, girando apenas el rostro para mirar a su hijo.
—Claro que te lo dijo —murmuró, extendiéndole la mano a su hijo mientras las puertas se cerraban tras él—. Eres un encanto, Fumiya.
Fumiya tomó la mano de su papá, dejando que lo guiara mientras subían juntos las escaleras que los separaban de su apartamento. El sonido de sus pasos se mezclaba con el silencio elegante del pasillo, roto solo por la voz suave del niño.
—Oye, papa...
—¿Sí? —respondió Chuuya, sin dejar de avanzar, echando una mirada breve.
—¿Alguna vez alguien te ha dicho que eres lindo?
—Una o dos veces —respondió con tono ligero, volviendo a caminar—. ¿Por qué preguntas?
Fumiya se encogió de hombros, apretando un poco más su mano.
—Curiosidad.
—¿Y quién fue? —preguntó al final Fumiya, deteniéndose frente a la puerta roja del apartamento, con la curiosidad brillando en sus ojos—. ¿Quién te dijo que eras lindo...?
Cuando entraron al apartamento, Chuuya se agachó para ayudarlo a quitarse los zapatos, luego hizo lo mismo con los suyos, tomándose un momento antes de responder. No podía mentirle. No con esa mirada tan sincera clavada en él.
—Unos amigos... —empezó con suavidad, dejando los zapatos a un lado—. Y… ¿recuerdas al hombre de ayer? Él solía decirme que era lindo.
Fumiya asintió lentamente, como procesando cada palabra.
—¿Y quién es él? —preguntó al fin, con una inocencia que contrastaba con la punzada que atravesó el pecho de Chuuya al oírla.
El omega se quedó quieto unos segundos.
—Es alguien que conocí hace mucho tiempo... —murmuró al fin—. Su nombre es Dazai Osamu... así que, si un día lo reconoces en la calle, no dudes en hablar con él.
Fumiya frunció ligeramente el ceño.
—¿Por qué?
Chuuya se quedó pensativo un momento, buscando las palabras adecuadas mientras lo guiaba al interior del apartamento.
—Porque él es... hm... un detective. Y los detectives ayudan a las personas —respondió con una sonrisa forzada—. Así que, si no estoy yo y lo ves a él, puedes ir con confianza.
Fumiya asintió, aunque no del todo convencido, mientras dejaba su mochila a un lado y caminaba hacia el salón.
—Está bien… pero igual tiene el cabello feo.
Chuuya soltó una carcajada que llenó el apartamento, suave y cálida, por primera vez en todo el día.
—Por cierto, papá... ¿Tú por qué usas pistola y por qué siempre hay gente detrás de nosotros?
Chuuya casi suspiró. Maldijo internamente esa etapa tierna —y temida— en la que los niños descubren el poder de la palabra ¿por qué? y comienzan a cuestionarlo todo como estudiantes de filosofía.
—La uso para defenderme —respondió con calma—. Y los hombres que están detrás de nosotros están ahí para cuidarnos.
—¿Como los doctores?
—Nos cuidan distinto que los doctores. Ellos pueden cargar armas.
—¿Por qué?
—Porque… tenemos un trabajo que necesita mucha protección.
—¿Eres policía?
Chuuya negó con la cabeza, intentando no reír.
—No, cariño. Dazai es más parecido a un policía que yo.
Fumiya frunció el ceño de nuevo. Chuuya lo notó de inmediato: la mención de Dazai no le hacía ninguna gracia. Lo anotó mentalmente.
—¿Y tú qué eres? —insistió el niño, ahora sentado en el sofá, abrazando un cojín entre los brazos.
Chuuya se quedó en silencio unos segundos, mirando a su hijo con una expresión suave, pero sincera.
—Lo contrario a un policía… —respondió al fin, en voz baja.
Fumiya lo miró en silencio, procesando la idea con esa lógica limpia que solo tienen los niños.
—Entonces... ¿tú eres de los que los policías quieren atrapar?
Chuuya sonrió con tristeza, acercándose para revolverle el cabello.
—A veces, sí.
Fumiya se recargó en Chuuya, acurrucándose hasta quedar envuelto por los brazos de su padre. El silencio los rodeó por un momento, cálido y suave, hasta que el niño volvió a hablar en voz baja, casi como si le costara hacerlo.
—¿Entonces Dazai te quiere atrapar?
Chuuya suspiró, cerrando los ojos un instante antes de besarle la frente con ternura.
—No, cariño… por el momento no —respondió con suavidad, dejando que sus dedos jugaran con los rizos rojos del niño—. Pero no pienses en eso, ¿sí?
Fumiya asintió lentamente, sin mirarlo.
—Solo piensa que... Dazai ayudaría a cualquiera, sin importar a qué bando pertenezca —añadió Chuuya, más para sí mismo que para el niño.
Fumiya se quedó en silencio, su respiración volviéndose más tranquila mientras se acomodaba mejor en el regazo de su padre.
Y Chuuya, por un instante, deseó que todo fuera tan simple como la inocencia con la que su hijo entendía el mundo.
No podía explicarle a su hijo el mundo en blanco y negro. La realidad no funcionaba con colores tan absolutos. Todo era una escala interminable de grises, una rama monocromática donde cada persona convivía en algún punto intermedio.
Algunas se acercaban más al negro, otras intentaban aferrarse al blanco… pero nadie era completamente una cosa ni la otra.
Y luego estaba Dazai.
Dazai tenía los pies cruzados sobre el escritorio, un libro rojo abierto sobre la cabeza a modo de escudo contra el mundo. A su lado, Atsushi tecleaba en la computadora con concentración, lanzándole miradas de súplica de vez en cuando.
—Dazai-san, por favor… al menos escuche a Kunikida-san.
Del otro lado de la oficina, Kunikida alzaba la voz con una vena palpitando en la sien.
—¡Dazai! ¡Quítate eso de la cabeza y ponte a trabajar! Tenemos tres casos pendientes y tú no has hecho absolutamente nada
Pero ese día, Dazai no tenía el humor para ninguno de los dos. No para las quejas de Kunikida, ni para la paciencia preocupada de Atsushi. Ni siquiera para fingir que prestaba atención.
Porque ese día, su cabeza estaba en otro lugar. Más precisamente, en otro apartamento. Con una puerta roja.
—Yo puedo resolver uno, Kunikida-kun —dijo Ranpo desde el fondo, abriendo un paquete de frituras con total tranquilidad. El crujido del envoltorio fue seguido de un grito colectivo de Kenji, Naomi, Tanizaki y el propio Kunikida, sorprendidos por la iniciativa. —Si Dazai no va a trabajar hoy… yo puedo hacerlo. ¿Qué hay de raro en eso?
Dazai se quitó el libro del rostro y aplaudió con fingido entusiasmo.
—¡Tiene razón! Que trabaje por mí. ¡Yo me iré temprano a casa!
Kunikida negó rotundamente con la cabeza, masajeándose el puente de la nariz con desesperación.
—Ni lo sueñes. Los dos trabajarán hoy.
Ranpo sonrió con travesura, metiéndose una fritura en la boca.
—¿En un caso?
Atsushi palideció un poco, girándose hacia ellos con evidente preocupación.
—¿Juntos...?
—Jo…der...yo quería salir temprano hoy —se quejó Dazai, dejando caer los brazos exageradamente al costado del cuerpo cuando Kunikida le entregó una carpeta amarilla con apenas unas cuantas hojas dentro. La sostuvo con dos dedos, como si el simple contacto con el trabajo físico le diera alergia—. Hoy era el día perfecto para intentar un nuevo método de suicidio… pero supongo que lo dejaré para mañana.
—Ni lo sueñes —dijo Kunikida, sin levantar la vista de su libreta—. No tiene nada de romántico intentar tirarte desde el techo de la agencia con una bufanda de seda y un poema mal escrito en el bolsillo. Anda, muévete.
Dazai suspiró como si le hubieran pedido escalar una montaña. Dio un par de pasos pesados hacia la salida.
—Ya que… andando. Si no queremos caminar tarde, ¿no?
Atsushi, que ya estaba caminando detrás del castaño, asintió sin decir palabra.
Acompañar a Dazai y Ranpo en sus casos era algo que hacía con frecuencia. Aunque a veces no participaba activamente, siempre aprendía algo —o al menos terminaba recogiendo los pedazos que dejaban atrás.
Cuando Atsushi estuvo a un paso de alcanzar la puerta, Ranpo, que hasta ese momento había estado saboreando sus frituras como si nada tuviera que ver con el mundo, se movió con una rapidez inesperada.
Se deslizó entre Atsushi y la salida, extendió el brazo con agilidad y, sin mucho esfuerzo, empujó a Dazai fuera del umbral, haciéndolo tropezar de cara al pasillo.
—¡Atsushi, yo te elijo para otra misión! —proclamó Ranpo, con una voz teatral mientras levantaba un dedo como si estuviera invocando un hechizo—. ¡Quédate aquí, sé feliz y no nos esperes despierto!
—¡¿Eh?! —balbuceó Atsushi, sin comprender—. ¡¿Qué?! ¡Pero si siempre voy con ustedes!
—¡Y hoy no! —respondió Ranpo con una sonrisa enorme y burlona.
Dazai, que se estaba incorporando del suelo con un quejido fingido, lo fulminó con la mirada.
—¿Qué le pasa? ¡Casi me rompo la cabeza!
—Ya no la usas, igual —respondió Ranpo sin girarse.
Kunikida alzó una ceja, evidentemente irritado por el comportamiento infantil de ambos.
—¿Por qué no quieres que Atsushi vaya con ustedes? —preguntó, cruzándose de brazos con severidad—. Sabes que Dazai no va a cargar contigo si te duermes en el taxi de regreso.
Ranpo soltó una risita mientras abría la puerta apenas para asomar la cabeza.
—Porque este caso es… especial —dijo, relamiéndose los dedos de sal—. Y Atsushi no creo que esté listo para lo que vamos a encontrar.
—¿Qué se supone que significa eso? —inquirió Atsushi, ahora más preocupado que confundido.
Pero Ranpo no respondió. Simplemente le guiñó un ojo y, sin más preámbulo, cerró la puerta con fuerza en sus narices.
Un silencio incómodo se instaló en la agencia durante unos segundos.
—…¿Esto pasa seguido? —preguntó Atsushi, mirando a Kunikida.
—Demasiado seguido —respondió el otro, resignado, antes de volver a su escritorio.
Cuando Ranpo cerró la puerta, el sonido de la madera hizo eco por el pasillo de la Agencia, separándolos del bullicio cotidiano de la oficina.
El detective se giró con tranquilidad, sus pasos ligeros retumbando sobre el piso mientras sonreía con esa inocencia suya, como si acabara de salir de una tienda de dulces y no de impedir que Atsushi los acompañara.
Dazai lo miró con la misma sonrisa, relajada, traviesa.
A diferencia de Ranpo, a Dazai lo cubría una sombra en su mirada.
Ambos sabían lo que estaban haciendo.
Ranpo levantó una ceja, alzando su bolsa de frituras con una mano mientras caminaba despreocupadamente junto a su compañero. Lo miró de reojo, ladeando la cabeza con curiosidad infantil, como si solo estuviera probando suerte con una suposición cualquiera. Pero ambos sabían que Ranpo nunca hacía suposiciones.
—Así que…¿Qué te trae tan preocupado?
Dazai entrecerró los ojos, manteniendo la sonrisa pero sin decir nada de inmediato.
Sus pies seguían moviéndose, pero su mente había regresado a otra escena, a otra época. Una que aún ardía.
Ranpo crujió una fritura entre los dientes mientras lo observaba.
—Vamos, Dazai... no me lo niegues. Yo no necesito pruebas para saber cuándo alguien tiene a otra persona viviendo en su cabeza. Aunque —hizo una pausa— en tu caso, ¿son dos personas, no?
Dazai chasqueó la lengua, alargando las manos detrás de la nuca.
—Eso es cruel, Ranpo-san… ¿Me estás diciendo que mi corazón y mi mente ya no me pertenece?
Ranpo rió por lo bajo.
—Yo no diré lo que te pasa, tu mismo me lo dirás.
El silencio cayó sobre ellos por un par de pasos. Dazai bajó la vista. Las luces amarillas del pasillo proyectaban sombras largas, y por un momento el eco de sus pasos pareció el de otra persona.
Dazai entornó los ojos, apenas ladeando la cabeza.
—¿Qué tanto sabes?
—Solo se que tuviste pareja —dijo Ranpo, cruzándose de brazos—. ¿Lo querías como tu omega?
—Hm. No lo llamaría así. —respondió Dazai, sin cambiar su tono desinteresado.
—Parte de la Port Mafia, ¿cierto?
—Correcto...
—Qué relación tan desastrosa —murmuró Ranpo, más para sí mismo que para su interlocutor—. ¿Tu primer amor?
Dazai soltó una leve carcajada, hueca.
—No lo consideraría ni siquiera mi peor fantasía.
Ranpo lo observó por un momento, evaluándolo, sabía que le mentía. Luego, con más calma, continuó:
—Te rechazaba, supongo. O quizás no entendía tus sentimientos como tú lo esperabas...
Dazai no respondió. Sus pasos, por un instante, perdieron ritmo. Un leve titubeo apenas perceptible para cualquiera, pero no para Ranpo.
—O quizá... ni tú mismo comprendías tus sentimientos del todo.
El silencio que siguió no fue incómodo, fue devastador. Un momento suspendido en el aire como una amenaza latente.
Para su fortuna —o desgracia—, ya estaban en el primer piso. Si alguien en los pisos superiores se hubiese acercado a escuchar, habría sido testigo de como Dazai tenía una terapia gratis en medio del pasillo.
Ranpo sonrió, esta vez sin inocencia.
Dazai no devolvió la sonrisa.
Dazai se detuvo a medio paso, su silueta inmóvil frente a la puerta que los separaba de la calle.
Giró lentamente su rostro hacia Ranpo, su expresión endurecida por una faceta que no solía dejar ver.
Retiró la mano del picaporte con suavidad, como si el mundo al otro lado de la puerta ya no tuviera la misma urgencia.
—Yo... —comenzó, con una voz apenas audible, quebrada por un matiz que Ranpo no le había escuchado antes—. Tengo un hijo.
La declaración flotó en el aire.
Ranpo parpadeó. No se movió, no sonrió. Solo lo observó con atención, se sentía como si hubiera analizado una escena y paso por alto un detalle minúsculo que cambiaba toda la dirección del caso.
—¿Desde cuándo lo sabes? —preguntó, sin emoción, pero con firmeza.
—Desde... —respondió Dazai, bajando la mirada por un momento, como si incluso pronunciarlo le hiciera daño—. Me enteré hace unos pocos días.
—¿Tiene madre? ¿Un padre?
Dazai no respondió enseguida. Sus labios se apretaron.
—Es quien tu piensas... —dijo al fin.
Ranpo entendió de inmediato.
No necesitó más detalles para unir las piezas.
La historia estaba escrita en las líneas del rostro de Dazai, en sus silencios, en su cansancio.
—¿Él te lo dijo?
—No...eso es lo peor del caso—admitió, bajando la vista a sus propios zapatos, como si de pronto no tuviera derecho a levantar la cabeza. —Me enteré porque otra persona me lo dijo.
Por supuesto que después de que Kouyou le reveló que Chuuya tenía un hijo, algo en Dazai se rompió.
Salió de la enfermería como si huyera de una bomba a punto de estallar, con el corazón latiéndole tan rápido que apenas podía respirar.
La puerta quedó abierta tras de sí, al igual que Kouyou, sentada en silencio, viéndolo desaparecer sin emitir palabra.
Dazai ni siquiera alcanzó a salir, tropezando un par de veces por los pasillos hasta llegar a las escaleras, bajándolas con torpeza, sin rumbo fijo, con el pecho apretado y la mente girando como una ruleta.
Su cabeza era un campo de guerra:
Miente. Miente. Mentirosa víbora mentirosa.
Podía aferrarse a su idea. Creer que todo era una estrategia vil por parte de Kouyou. Que usaba su antigua cercanía con Chuuya como una daga directa al corazón. Que había calculado cada palabra para hacerle perder el control. Que todo era una venganza.
Pero la segunda opción lo desgarraba más que la primera.
Porque... ¿y si no era mentira?
¿Y si Chuuya realmente tenía un hijo?
¿Y si ese hijo era suyo?
Dazai sintió que las piernas le fallaban y se apoyó contra una pared, jadeando como si hubiera corrido kilómetros. Una náusea espesa subió por su garganta. El mundo se le vino encima, más violento que cualquier batalla, más hiriente que cualquier herida.
No podía recordar cuándo fue la última vez que tuvo tanto miedo.
Y no era miedo al escándalo, ni a la verdad en sí.
Era miedo a haberlo arruinado todo.
A haberle fallado a Chuuya.
A haberle fallado a un hijo que nunca conoció.
Quería correr hacia Chuuya.
Encontrarlo, acorralarlo, encerrarlo si era necesario.
Sujetarlo por los hombros y obligarlo a hablar, a confesar. A gritarle a la cara que era una maldita mentira. Que no había ningún niño. Que Kouyou solo lo había dicho para dañarlo.
Quería verlo a los ojos y rogarle. Suplicarle, como un hombre desesperado y sin orgullo, que le dijera que no era cierto. Que no tenía un hijo. Que no había vida alguna que llevara su sangre corriendo por las venas.
Pero mientras más corría su mente en círculos, más se abría como una flor podrida, revelando secretos que habían estado frente a él todo el tiempo.
Y entonces todo tuvo sentido.
Y recordó.
Recordó aquella noche, semanas atrás, cuando volvieron a verse después de años. Cuando Chuuya apareció frente a él en la oscuridad de la mazmorra, con esa mirada fría que decía que lo odiaba... y con esos ojos tristes que no lograban ocultar el temblor en sus dedos.
Dazai había esperado un disparo. Había esperado morir. Era un traidor de la Port Mafia, merecía la muerte.
Pero Chuuya solo se acercó y le puso algo en el bolsillo antes de irse.
Una tarjeta con una dirección escrita.
Y nada más.
Ni un insulto. Ni una amenaza. Solo un vistazo profundo y una despedida seca.
Ahora lo entendía.
No lo mató porque no podía.
Porque algo —o alguien— estaba en medio.
Recibió una señal que en ese momento, Dazai fue demasiado estúpido, demasiado arrogante o demasiado cobarde para seguir.
Ahora, mientras el dolor y la culpa lo asfixiaban, se dio cuenta de que ya era tarde para fingir ignorancia.
En cuanto logró calmar su respiración y recomponerse apenas lo suficiente para no parecer un hombre al borde del colapso, tomó un taxi sin pensarlo dos veces y se dirigió a la dirección escrita en la tarjeta.
El trayecto se le hizo eterno. Cada semáforo en rojo, cada curva en la avenida, cada segundo que pasaba lo sentía clavarse como un alfiler en la piel. Su mente no descansaba, creando imágenes, escenarios, preguntas que lo quemaban por dentro.
No tenía un plan.
¿Qué se suponía que diría?
Cuando por fin el vehículo se detuvo, Dazai bajó sin esperar a que el conductor anunciara la llegada.
El barrio era elegante, moderno. Las calles limpias y silenciosas hablaban de dinero, de una clase que no se mezclaba con el caos del resto de Yokohama. Estaban cerca de Minato Mirai, una zona de lujo y actividad comercial constante, y peligrosamente cerca de los territorios de la Port Mafia. Un lugar que, en teoría, debería estar fuera del radar. Discreto, pero no lo suficiente para pasar desapercibido a ojos entrenados como los suyos.
El edificio era el más grande del vecindario. Una torre de apartamentos con ventanales amplios, acabados brillantes, y un portero de traje en la entrada que lo miró de arriba abajo sin detenerlo.
Dazai alzó la tarjeta una vez más. La dirección coincidía. Y justo debajo, con la caligrafía limpia y apretada de Chuuya, estaba anotado un número.
Una planta alta.
Un apartamento concreto.
Se aferró al poco valor que le quedaba, porque era lo único que aún no le habían quitado.
Con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos, se escabulló por la recepción sin mirar al portero, sin detenerse a escuchar si alguien lo llamaba. Solo caminó. Como si hacerlo más lento hiciera más fácil soportarlo.
El edificio era fácil de entender: pasillos limpios, señalizaciones claras, un ascensor impecable. Era imposible perderse. Y, aun así, Dazai se las arregló para hacerlo. Dio vueltas innecesarias, recorrió un piso dos veces, volvió a subir. No porque no supiera dónde era, sino porque cada paso lo acercaba a algo que no estaba preparado para enfrentar.
Y al final, ahí estaba.
Una puerta roja.
Tan viva y llamativa como la persona que vivían detrás de ella.
Se detuvo. Iba a alzar la mano. Iba a tocar. Pero no fue necesario.
La puerta se abrió de golpe, como si del otro lado lo hubieran estado esperando. Y quizá sí.
Chuuya se quedó en seco. Los ojos muy abiertos, los labios entreabiertos, el ceño fruncido como si se hubiera preparado para cualquier cosa... menos para esa.
Dazai bajó la mirada.
Y detrás de Chuuya, apenas visible, se asomaba una pequeña figura, casi escondida, con la misma expresión de sorpresa y unos ojos que, por un segundo, lo dejaron sin aire.
—Oh… —murmuró, como si la palabra le costara salir. Sus ojos no podían apartarse del niño. —Así que era cierto… tienes un hijo.
Chapter 4: ⁰⁰³
Chapter Text
La primera vez que vi a Papá fue...
¡Raro! Él parecía un Vagabundo.
Fue incómodo.
Dazai cruzó el umbral sin ser invitado.
Sus pasos resonaron con insolencia, la misma que a Chuuya tanto le exasperaba.
Fumiya, instintivamente, retrocedió. Arrugó la nariz, frunció el ceño, como si algo le resultara extraño o desagradable. Como si su cuerpo le advirtiera que algo no iba bien.
Chuuya reaccionó de inmediato, colocándose entre ambos.
Abrazó a Fumiya, lo protegió con los brazos, con el pecho, con todo el cuerpo si era necesario. No iba a dejar que lo mirara. No iba a permitir que su hijo cruzara miradas con ese hombre.
Y entonces…
¡Él mismo le había dado la dirección a Dazai!
Lo había hecho sin pensar, sin planear. Sin prepararse. Y, lo peor, sin preparar a su hijo para lo que implicaba ese encuentro.
Suspiró con fuerza, más molesto consigo mismo que con el otro.
—¿Qué haces aquí, lunático? —escupió entre dientes—. Sal ahora mismo
Dazai no se movió. Al contrario, apretó los puños, como si necesitara retener algo en su interior. Pero no pudo evitarlo. Su dedo tembloroso apuntó al niño detrás de Chuuya, su voz cargada de rabia y confusión.
—¿De quién es? ¿¡Quién es ese niño!?
Chuuya parpadeó, incrédulo ante la pregunta. Tardó un segundo en procesarla… y luego lo miró como si se le hubiera ido la cabeza.
—¿De quién...? ¡Es mi hijo! —respondió con fuerza, alzando la voz.
Dazai cerró la puerta tras de sí con fuerza, el eco resonó en el vestíbulo silencioso del apartamento. Caminó directo hacia Chuuya, con pasos firmes, pesados, como si cada uno cargara los cuatro años de distancia.
Chuuya retrocedió dos pasos de inmediato, el instinto mezclado con sorpresa nublándole por un segundo el juicio.
Detrás de él, Fumiya, aún pequeño pero tan feroz como su padre, enseñó los dientes en un intento torpe de protegerlo.
Un gruñido suave, animal, escapó de su garganta. Dazai lo miró de reojo, apenas con sorna, y luego volvió la vista a Chuuya.
—¿Tu hijo? —repitió, la voz cargada de rabia contenida— Ya sé que es tu hijo. ¿Te parece justo que me entere por otras personas antes que por ti?
Chuuya dejó escapar una risa seca, incrédula.
—¿Y por qué habrías de saberlo? —espetó, alzando la barbilla con arrogancia.
Dazai no respondió de inmediato. En cambio, metió la mano en el bolsillo de su abrigo y sacó una pequeña tarjeta blanca. La sostuvo entre sus dedos, en alto, sin dársela, solo mostrándosela. La misma que Chuuya le había dado en aquella ocasión. La dirección escrita con su propia letra.
Chuuya frunció el ceño.
Dazai entrecerró los ojos.
—Pero querías que me enterara… ¿no es así?
Chuuya bajó a Fumiya con cuidado, como si temiera que el contacto con el suelo pudiera dañarlo. El niño aterrizó con ligereza, aunque sus pequeños ojos seguían clavados en Dazai con una intensidad impropia para su edad. Olfateó el aire, desconfiado, y volvió a soltar un gruñido bajo y amenazante.
—¡Vagabundo! —espetó con voz aguda, señalándolo con un dedo acusador apenas sus pies tocaron el suelo.
Chuuya reaccionó al instante, cubriéndole la boca con una mano antes de que pudiera decir algo más. Le lanzó una mirada reprobatoria, severa, aunque sin una palabra de más.
—Fumiya, a tu habitación —ordenó, con una voz serena, pero con un tono que no admitiría la discusión.
El niño frunció el ceño, apretó los labios bajo la mano de su padre y, sin más, giró sobre sus talones para marcharse. El sonido de sus pasos pequeños desapareció pasillo adentro.
Cuando ambos se dieron cuenta de que Fumiya ya no estaba, que la pequeña figura se había perdido tras la puerta de su habitación.
Dazai esbozó una sonrisa, ladeando el rostro. Estaba disfrazando demasiado bien la ira que sentía dentro de su pecho.
—Por lo menos no tiene rabia—…
No terminó la burla.
En un solo movimiento, Chuuya lo había tomado por el cuello de la camisa con una fuerza brutal. Cada palabra que Dazai decía era una chispa que amenazaba con prenderle fuego a su paciencia. Lo estampó contra el pilar más cercano con un golpe sordo y seco, lo suficiente para sacarle el aliento, pero no para derribarlo.
Dazai contuvo el impulso de reír. No por valentía, sino porque conocía esa mirada. Era la misma que Chuuya usaba en el campo de batalla.
—¿Crees que puedes entrar aquí, después de años, hacer una broma sobre mi hijo y esperar que lo deje pasar? —espetó Chuuya con los dientes apretados, el ceño fruncido y los ojos ardiendo.
—No vine a burlarme… —susurró Dazai, aunque la sonrisa aún le colgaba de los labios—. Solo estoy procesando que tú… tú tienes un hijo. El pequeño parece tener tu temperamento.
—Y mejor así, no heredó tu maldita lengua —Chuuya lo soltó con un empujón que lo hizo tambalearse hacia atrás.
El silencio volvió a caer sobre la sala.
Pero Dazai estaba allí. Y Chuuya, por más que lo odiara en ese instante, no lo había echado todavía.
Después de un rato, el silencio se había diluido. Aunque a los dos les habría gustado que fuera por reconciliación la verdad era que estaban agotados.
Ambos habían terminado sentados en el sofá, separados por apenas un cojín entre ellos, con vasos de cristal en las manos, bebiendo agua como si fuera lo único que podía mantenerlos firmes.
La habitación estaba sumida en una penumbra tranquila, apenas iluminada por una lámpara de pie en la esquina. La ciudad murmuraba del otro lado de las ventanas, pero en ese apartamento solo se oía el tenue chasquido del vidrio al posarse sobre la mesa de centro.
Dazai, más callado de lo habitual, ladeó la cabeza ligeramente y examinó a Chuuya con detenimiento. Su mirada, afilada y antigua, no dejaba rincón sin recorrer.
El cabello de Chuuya no había crecido.
Tenía un corte nuevo, más sobrio, más maduro, que probablemente llevaba usando desde hacía más de un año. No estaba el horrible sombrero que solía vestir como insignia, ni las ropas negras de la Mafia Portuaria que lo hacían ver como un centinela. En su lugar, vestía un pantalón de seda roja con una delgada línea negra recorriendo los costados y una camisa blanca. Era elegante, cómodo… doméstico.
Dazai frunció el ceño mientras bebía otro sorbo de agua. Había visto su vientre al entrar, al momento en que Chuuya lo enfrentó y lo estrelló contra el pilar. Seguía plano, casi igual que siempre. Tal vez no tan firme como lo recordaba, como en aquellos días en que el combate era su pan diario, pero no se le podía acusar de haber cambiado.
No había cicatrices nuevas, ni señales visibles del parto, aunque suponía que los verdaderos estragos no se quedaron en su piel.
Más allá del vientre, su cuerpo aún era delgado. A excepción de sus brazos y piernas.
No eran las cosas evidentes lo que le llamaba la atención. Era el leve endurecimiento de los músculos, la forma en que su rostro se tensaba al hablar de ciertos temas, o cómo sus dedos se cerraban con fuerza alrededor del vaso cuando el silencio se alargaba demasiado.
Chuuya estaba diferente.
Y al mismo tiempo, seguía siendo él.
—¿Qué tanto miras? —murmuró Chuuya sin volver el rostro, con los ojos fijos al frente, como si adivinara cada pensamiento que pasaba por la cabeza del otro.
Dazai giró apenas el vaso entre sus manos. Hacía frío en el cristal, pero no tanto como en el ambiente entre ambos.
—Solo estoy tratando de entender en qué momento dejé de conocerte.
Chuuya tragó saliva, pero no respondió.
—Se llama Fumiya… —dijo Chuuya, dejando el vaso sobre la mesa. Se giró apenas, lo justo para mirar a Dazai por encima del hombro—. No está acostumbrado a las visitas… Los únicos en la Port Mafia que lo conocen son Kouyou, Verlaine, Mori… y algunos pocos subordinados míos.
—¿Estabas embarazado cuando me fui?
Chuuya asintió lentamente.
—Tenía cuatro meses, aproximadamente. Aunque ni yo lo sabía aún. Si no te hablé cuando Fumiya nació, fue porque… se suponía que no debía conservarlo.
Dazai no respondió de inmediato. Su mirada se mantuvo fija en el cristal medio vacío que sostenía con ambas manos, los dedos apretando con más fuerza de la necesaria, como si la única manera de no quebrarse fuese aferrarse al vaso.
Finalmente, alzó la vista y sostuvo la mirada de Chuuya.
—¿Y por qué lo conservaste? —preguntó con voz baja, sin juicio, solo una mezcla de curiosidad y algo más que dolía en el pecho—. ¿Qué te hizo cambiar de opinión?
Chuuya suspiró. Su espalda se recargó un poco más en el sofá, como si esa pregunta le quitara años de encima o los devolviera todos de golpe. Se llevó una mano al cuello, donde solía descansar su collar habitual, y notó que no lo estaba usando. Cosas que había dejado atrás. Como muchas otras.
—Porque cuando lo escuché llorar… no pude. No pude dejarlo. Pensé en ti —admitió sin rodeos—. Pensé en todo lo que habíamos hecho, pensé en las ovejas… y no quería que él creciera sin nadie. Sin al menos uno de nosotros.
Dazai bajó la mirada. La culpa le trepó por la garganta como veneno.
—¿Pensaste en mí?
—No del modo en que tú piensas —dijo Chuuya sin titubear—. Pensé en ti porque tú ayudaste a crearlo, pero hasta hace unos meses... Fumiya no vivía en Yokohama.
Las palabras de Chuuya eran cuchillas. Dazai se acomodó en el asiento, pero se sentía incómodo. Sentía como si su propia piel ya no le perteneciera.
—Ni siquiera yo sabía que hacer, Chuuya. Todo era un desastre y—
—Y tú te fuiste —interrumpió él, esta vez sí con un dejo de resentimiento. No odio, pero sí decepción—. No te juzgo, Dazai. Tenías tus razones para irte, lo que me lástima es que cuando regresaste, lo hiciste como si nada. Como si todo este tiempo solo hubiera estado congelado esperándote.
Dazai lo miró fijamente. Por primera vez, su sonrisa sarcástica habitual se desvaneció por completo.
Chuuya apretó la mandíbula. No contestó. No lo abrazó. No lo consoló.
El reloj de la sala marcaba un segundo, otro, otro más.
—No estoy pidiéndote que me perdones, Chuuya —continuó Dazai con seriedad.
—Quiero que lo cuides, Dazai… —murmuró Chuuya, sin atreverse a mirarlo a los ojos. Sus dedos jugaban con el borde del vaso vacío que reposaba sobre la mesa, buscando algo a lo que aferrarse.
Dazai abrió los labios para decir algo, pero se quedó en silencio unos segundos antes de balbucear:
—Chuuya, yo…
—No quiero tu perdón —lo interrumpió con suavidad, sin dureza pero sin titubeos—. Y sé que tú tampoco viniste a buscar el mío. Lo entiendo. No hay nada que perdonar, insisto. Lo que quiero... —respiró hondo, esta vez levantando la vista para encararlo— es que estés para él.
Hubo un silencio denso entre ambos. Chuuya apretó los labios y bajó la mirada por un instante, como si le costara más lo que venía.
—Si algo me llega a pasar… si algún día no regreso a casa, o si Mori decide que ya no soy útil… —tragó saliva, notoriamente tenso— Fumiya estaría solo. Y él no merece eso.
Cuando Dazai estaba a punto de responder, un sonido suave interrumpió el momento.
Fumiya apareció en la sala, arrastrando consigo una manta de color verde menta que casi le cubría los pies. Tenía los ojos llorosos y las mejillas sonrojadas por el llanto reciente.
—¡Papá! —sollozó con voz temblorosa mientras se acercaba tambaleante a Chuuya.
Chuuya giró el rostro de inmediato, y su expresión endurecida se desmoronó al ver al pequeño. Una sonrisa sincera, cálida y protectora se dibujó en su rostro mientras abría los brazos.
Dazai guardó silencio.
Lo observó en completo silencio: cómo Fumiya se aferraba a Chuuya, cómo su llanto cesaba al instante en el refugio de sus brazos, cómo Chuuya inclinaba la cabeza para acariciarle el cabello con ternura.
Él no pertenecía a esa imagen.
No era parte de esa rutina, de esa complicidad, de ese hogar.
Era un espectador. Un intruso.
Cuando Fumiya cayó rendido por el sueño, acurrucado entre las mantas y con la respiración tranquila, Chuuya ya estaba sentado a su lado, trenzando con cuidado un par de mechones del cabello suave y oscuro del niño.
Sus dedos se movían con una delicadeza casi automática, como si esa acción se hubiese convertido en una costumbre diaria para calmarse, para pensar, para seguir adelante.
Dazai los observaba desde una distancia prudente, apoyado contra el marco de la puerta, con los brazos cruzados sobre el pecho. Había decidido irse, Fumiya necesitaba dormir y no quería perturbar ninguna rutina.
Pero su voz termino por romper el momento tierno.
—Tendrás a un cachorro alfa que te defienda de mayor, Chuuya. —murmuró, esbozando una sonrisa casi imperceptible.
Chuuya no se giró del todo, pero sus labios respondieron con una media sonrisa.
—¿Lo crees?
—Bueno...—contestó Dazai con una ligera carcajada apagada—, Fumiya me gruñó apenas entré a tu casa. Territorial es.
Chuuya bajó la mirada hacia el rostro dormido de su hijo, acariciando su mejilla con el dorso de la mano.
—Se parece a mí en eso... —murmuró.
Dazai no lo contradijo.
—Descansa, Chuuya —dijo Dazai en voz baja.
Sus ojos se quedaron un segundo más de lo necesario en la figura del pelirrojo, que aún acariciaba el cabello trenzado de su hijo dormido. La escena tenía una calma tan íntima que dolía mirarla demasiado tiempo.
Y sin esperar respuesta, giró sobre sus talones y desapareció por el umbral, dejando tras de sí el susurro sutil de la puerta al cerrarse.
Cuando Dazai terminó de contarle a Ranpo cómo se había enterado de la existencia de Fumiya, y cómo fue aquella primera vez que lo vio, el sol ya comenzaba a ocultarse detrás de los edificios.
Ambos estaban sentados en una banca del parque, rodeados por el cálido resplandor de un cielo teñido de naranja. La brisa suave de la tarde agitaba las hojas caídas y hacía que el abrigo de Dazai se moviera con lentitud. Un leve escalofrío los recorría de vez en cuando, pero ninguno parecía dispuesto a moverse.
Ranpo, con los codos apoyados sobre sus rodillas y las manos entrelazadas, escuchaba en silencio. Asintió una vez, despacio, antes de extender una mano y darle un par de palmadas en la espalda a su compañero. No dijo nada al principio. No era necesario.
Porque aunque ya lo sabía —al menos en parte—, Ranpo entendía que a veces era mejor permitir que los demás soltaran su carga, en lugar de adelantarse a revelar lo que uno ya había deducido. El alivio no estaba en ser adivinado, sino en ser escuchado.
Y eso era algo que solo hacía con Yosano y Osamu. Solo con ellos, en esa clase de momentos donde el silencio decía más que cualquier razonamiento lógico.
—¿Y qué harás? —preguntó Ranpo, su voz tranquila, pero los ojos verdes atentos, escudriñando cada gesto de Dazai.
Dazai bajó la mirada, cubriéndose el rostro con una mano antes de negar con la cabeza, como si quisiera esconderse de la misma pregunta.
—¿Qué puedo hacer? —murmuró con un dejo de amargura.
Ranpo dejó escapar una breve risa nasal, seca.
—Ser un padre... no. Serías un terrible padre para ese niño. —Dazai alzó una ceja, pero no lo contradijo—. Además, ya tiene uno. Y lo hace bien.
Un silencio breve se extendió entre los dos, hasta que Ranpo volvió a hablar, más serio esta vez, sin ironía:
—Pero puedes hacerle caso al pedido de Mr. Fancy Hat.
Dazai giró ligeramente el rostro, sin mirarlo de lleno.
—¿Cuidarlo?
Ranpo asintió lentamente.
—Él sabía que esto pasaría. Así que ahora te toca decidir...— Ranpo se inclinó un poco hacia él, con una sonrisa apenas perceptible. —Chuuya confío en ti, a pesar de que perteneces a otra organización, que eres un traidor y que en la Port Mafia se hicieron la vida imposible.
Dazai miró hacia el frente.
Por un instante, juraría haber visto la silueta de un hombre.
Vestía en tonos beige, con el cabello corto y rojo como el ocaso que los envolvía. Estaba ahí, de pie entre los árboles, observándolos con una expresión serena… y luego, después de darle una sonrisa, desapareció como si el viento lo hubiera reclamado.
Dazai bajó los ojos y asintió.
—Ranpo-san…
—¿Sí? —respondió el detective, sin mirarlo.
—Gracias.
Ranpo no dijo nada. Solo estiró las piernas, echó la cabeza hacia atrás y dejó que la brisa le despeinara los cabellos. Él no necesitaba respuestas. Solo momentos como ese.
—Dazai…¿Me cargas de regreso a la agencia?
—No, Ranpo-san…
Una mañana más, una tarde más, una noche más.
Los días pasaban con un ritmo denso, como si el tiempo se burlara de su ansiedad.
Desde que Chuuya le había presentado a Dazai su hijo —y ese pequeño había descubierto el verdadero nombre del "vagabundo" que los visitó aquella tarde—, no hubo tiempo para detenerse a digerir emociones.
Tenía que seguir trabajando.
Últimamente, la Port Mafia atravesaba una temporada baja. Pero eso no significaba descanso, al contrario. La tensión era constante.
La Agencia de Detectives había resuelto varios casos de alto perfil que, poco a poco, comenzaban a rozar con las operaciones clandestinas de la mafia. Mori, más paranoico que nunca, había comenzado a cerrar filas.
Se estaba cubriendo las espaldas... y también exigía que todos hicieran lo mismo.
Chuuya llevaba tres días fuera de casa. Tres días sin ver a su hijo. Tres noches sin oír su vocecita pedir un cuento, sin sentir sus manitas jalándole del abrigo, sin ese abrazo cálido que lo devolvía a la vida después de cada infierno.
Y aunque se había jurado que no permitiría que niñeras ni extraños se acercaran a su hijo, el trabajo, como siempre, terminaba por devorarlo. Alejarse tanto tiempo sin levantar sospechas con Mori se volvía casi imposible. Porque sí, el jefe de la mafia podía estar loco... pero no era estúpido.
Mori había sido claro:
—Nadie sale de este edificio hasta que The Guild deje de rondar Yokohama.
Una orden absurda, encerrarlos a todos como ratas. Pero Chuuya sabía que no tenía elección. La tensión entre organizaciones estaba al borde del estallido, y cualquier movimiento en falso podía hacerlos volar por los aires.
Aun así, pensaba que todo aquello era una completa mierda. Y lo hacía saber. En cada junta, su mirada ardía con fastidio, su postura rígida comunicaba su desacuerdo sin necesidad de palabras.
Pero ahí estaba Kouyou, su Ane-san firme como siempre, para mantenerlo a raya. Para recordarle con una sola mirada que debía obedecer.
Y lo hacía.
Aunque no estuviera del todo satisfecho con ella. Aunque su relación con Kouyou —antes tan cercana— ahora pareciera llena de silencios incómodos y acuerdos forzados.
Afuera, la noche se deslizaba como una mancha de tinta sobre la ciudad.
Y Chuuya, sentado en una sala de juntas vacía, miraba el techo mientras en su pecho se acumulaban todas las cosas que no podía decir. Ni siquiera a sí mismo.
La reunión había terminado con una de esas frases cargadas de doble filo que tanto le gustaban a Mori.
Paul se despidió con una palmada seca sobre el hombro de Chuuya, antes de salir con paso firme por el pasillo. Kouyou, en cambio, se quedó de pie a su lado, observando cómo el omega permanecía sentado, inmóvil, con los brazos cruzados sobre el pecho y la mirada clavada en la mesa vacía frente a él. As salió tras Mori, siguiéndolo como un perro obediente, sin siquiera volver la cabeza.
La sala de juntas quedó en silencio. Chuuya ni se movió. Sabía que no valía la pena irse a casa; no cuando nada iba a cambiar yendo a encerrarse en su oficina o durmiendo mal en un sofá.
Kouyou lo entendía. Por eso no dijo nada al principio.
Intentó alzar una mano, como tantas veces cuando eran más jóvenes, con la intención de acariciar el cabello cobrizo de su hermano, calmarle la angustia con un gesto suave. Pero se detuvo. La expresión de Chuuya, dura y cansada, era clara: necesitaba espacio.
Chuuya ya no era ese niño de quince años que lloraba en las madrugadas, apretando los dientes para que nadie lo escuchara.
Ya tenía veintidós. Era un adulto. Aunque su cuerpo no lo demostrara, aunque su estatura se hubiera quedado estancada y muchos aún lo subestimaran. Era un padre, incluso. Un padre joven, agotado y cargando con más peso del que cualquiera a su edad debería soportar.
Kouyou le dedicó una sonrisa, suave pero melancólica.
—Estoy segura de que pronto volverás con él, querido —dijo con dulzura, como si sus palabras pudieran sostenerle por unos instantes.
Pero Chuuya frunció el ceño con fuerza, girando el rostro hacia ella con desconfianza, casi con reproche.
—¿Le contaste a Dazai sobre Fumiya?
Kouyou abrió los ojos con sorpresa.
—Chuuya...
—¿Por qué se lo dijiste? —le cortó él con frialdad—. No te correspondía, Ozaki.
El impacto fue inmediato. Rara vez Chuuya la llamaba por su apellido, sin importar cuán en desacuerdo estuvieran. Siempre la había llamado hermana mayor, incluso en los momentos más tensos.
—Querido... —murmuró ella, dando un paso hacia él—. Me dijiste que se lo ibas a contar tú. Y después de ese encuentro en las mazmorras… creí que ya lo habías hecho.
Chuuya frunció el ceño, dolido.
—Aun así... no te correspondía. Llegó reclamando al apartamento el otro día... como si tuviera algún derecho.
Kouyou no respondió de inmediato. Bajó la mirada, cruzando los brazos sobre su kimono con lentitud. Su silencio decía mucho más que cualquier disculpa.
—No pensé que reaccionaría así…parecía más que sorprendido —dijo por fin—. Lo vi...tan deshecho. Más que cuando intentó...
Calló.
Chuuya lo notó, y el silencio lo quemó por dentro.
—No justifiques su drama. Él siempre actúa como si el mundo le debiera algo —se levantó de la silla de golpe—. No me interesa si se sintió “deshecho” o no. No fue él quien crió a ese niño solo. No fue él quien cambió pañales y combatió a asesinos la misma noche.
La voz le temblaba. No de rabia. De cansancio.
Kouyou lo miró, esta vez con verdadera pena.
—Tienes razón... no fue él. Fuiste tú. Y por eso estoy orgullosa.
El omega desvió la mirada. Tragó saliva. Su sombra se alargaba bajo la tenue luz del salón vacío.
—Pero eso no significa que debas llevarlo todo solo hasta el final, Chuuya.
—No necesito su redención tardía.
Kouyou asintió, resignada.
—Está bien. Pero no le cierres la puerta a Fumiya.
Chuuya la miró.
—Nunca lo haría.
Kouyou se acercó y, esta vez, él no se apartó. Le acomodó un mechón rebelde del cabello con una caricia casi maternal.
—Vuelve a casa esta noche —le dijo suavemente—. Él te necesita y tú lo sabes.
Chuuya llevó su mirada hasta la puerta.
—Pero el jefe...
—Yo te cubro, querido —interrumpió Kouyou con firmeza—. Fumiya necesita a alguien que lo cuide, y no hay nadie mejor que tú para hacerlo.
Las palabras calaron profundo. Chuuya sintió que la garganta se le cerraba, que los ojos se le llenaban de lágrimas, incapaz de contener el nudo que le oprimía el pecho. Sin pensarlo, se aferró a Kouyou, enterrando el rostro en su hombro. Ella lo abrazó con una sonrisa suave.
—Le pedí a Dazai que cuidara de Fumiya si algo me sucedía... —susurró con la voz quebrada.
Kouyou acarició su espalda con dulzura.
—Sabía que lo harías, pequeño testarudo...Siempre llevas la carga del mundo aunque te destroce por dentro.
Chuuya no respondió.
Solo hizo un leve movimiento de cabeza, antes de separarse lentamente del abrazo de Kouyou. Pasaron unos minutos antes de que se despidiera de ella con una mirada agradecida.
Poco después, tras deslizar discretamente un par de billetes a sus subordinados para que no informaran de su salida, abandonó el edificio de forma invisible.
La noche era densa, y el murmullo lejano de la ciudad parecía apagarse con cada paso que daba.
Sus manos temblaban en los bolsillos del abrigo mientras caminaba rumbo a su apartamento, con el peso del mundo colgando de sus hombros... y el nombre de su hijo palpitando en su pecho.
Dazai bajó del taxi varias cuadras antes de Minato Mirai. No podía permitirse repetir el desliz de la última vez que irrumpió en el apartamento de Chuuya.
Desde que Atsushi propuso la absurda alianza con la Port Mafia para hacer frente a The Guild —una idea que estaba en sus manos poner marcha—, Dazai carecía de motivos legítimos para merodear por esos territorios.
Y, sin embargo, ahí estaba, desafiando su propio sentido común.
En el vestíbulo, una recepcionista lo había descubierto intentando escabullirse por la puerta de servicio, tal y como la última vez.
Ahora discutía con ella, su voz baja y cargada de ironía, mientras la mujer mantenía los brazos cruzados y el ceño fruncido. Dazai se obligó a respirar hondo; sabía que su presencia allí, sin autorización, podría desencadenar problemas mucho mayores.
—Por favor... señorita, le aseguro que me perdí. ¡Para nada quería entrar a escondidas a su... ¿qué es? Ah, sí, su fino complejo de apartamentos! —dijo Dazai con su típica sonrisa encantadora, esa que solía confundir a los ingenuos y exasperar a los perspicaces.
La recepcionista no se dejó engañar. Alzó una ceja con desgano y chasqueó los dedos.
Casi de inmediato, un hombre surgió desde una puerta lateral. Alto, de complexión imponente, vestido con un traje negro perfectamente ajustado y unas gafas oscuras que le daban un aire aún más intimidante.
Dazai soltó una risa seca.
—Perfecto —murmuró entre dientes—. Ahora viene la seguridad.
Sabía que, si Chuuya no viviera en el último maldito piso, tal vez habría podido escabullirse con facilidad por una ventana o fingiendo ser parte del personal. Pero no. Chuuya siempre había tenido un gusto costoso y dramático incluso para su vivienda.
Suspiró, alzando las manos como si se rindiera, aunque su mente ya buscaba otra vía de entrada.
O de escape.
Ya lo estaban arrastrando hacia la salida, casi a empujones, cuando un taxi se detuvo justo frente a la entrada del edificio.
La puerta del taxi se abrió de golpe y de él bajó una figura inconfundible, aunque difícil de olvidar por los motivos equivocados.
Bata blanca de laboratorio arrugada, corte de cabello en forma de tazón que parecía hecho con los ojos cerrados, y una combinación de colores tan atroz que parecía un atentado visual. Dazai rodó los ojos, conteniendo un suspiro de fastidio. Pensando; ¿Acaso todos los que viven aquí son así de excéntricos?
La recepcionista, que segundos antes parecía lista para dejarlo en la acera como basura reciclable, cambió su expresión en cuanto el recién llegado cruzó la puerta.
—¡Señor Motojiro, bienvenido! —exclamó con una voz dulzona, casi servil.
Y fue ahí cuando algo hizo clic en la cabeza de Dazai.
Lo conocía.
Motojiro Kajii. El científico loco de la Port Mafia. Un alfa cuya obsesión por las explosiones superaba incluso su sentido común.
Dazai apretó los dientes.
Lo odiaba.
Más que eso, lo despreciaba.
Kajii se acercó con paso enérgico a la recepcionista, y esta, sin perder tiempo, le entregó una llave con ambas manos, como si se la ofreciera a un noble. Él la tomó sin decir palabra, girando hacia los ascensores.
Dazai observó la escena y, como piezas de dominó cayendo en orden, las conexiones se formaron en su mente.
Llave → Apartamento → Motojiro Kajii → Port Mafia → Nakahara Chuuya.
Y entonces, su expresión se oscureció.
¡Chuuya!
Ese maldito lunático iba rumbo al apartamento de Chuuya.
Dazai resopló, rodando los ojos con un gesto de irritación y volvió a cruzar la entrada del edificio como si le perteneciera, ignorando por completo al guardia que intentó detenerlo y los chillidos histéricos de la recepcionista, que apenas pudo balbucear un "¡Señor, espere...!"
Sin perder el ritmo, se acercó sigilosamente a Kajii y, con una sonrisa socarrona, se arrojó sobre su espalda como si fueran los mejores amigos del mundo.
—¡Hermanooo! ¿Verdad que eres mi hermano?
Kajii se tensó de inmediato.
Su primer impulso fue girarse y disparar a quemarropa al enclenque que lo había tocado—aunque rara vez usaba su arma, la consideraba tosca y primitiva... aún así, deseó con todo su ser haberla utilizado ese día.
Pero no necesitó girarse para saber quién era. Reconoció esa voz al instante, esa energía sarcástica que exudaba veneno.
Dazai Osamu.
El traidor.
El desertor de la Port Mafia.
El maldito bastardo que anulaba habilidades con un solo toque.
Y ahora, ese bastardo le apuntaba disimuladamente con un arma en la parte baja de la espalda.
La recepcionista y el guardia, aún agitados por la intromisión de Dazai, se detuvieron justo frente a ellos.
La joven de uniforme, con los labios apretados y el entrecejo fruncido, miró a Kajii buscando alguna señal que pudiera indicarle si debía activar el protocolo de seguridad.
—Señor Motojiro… —dijo con voz tensa, clavando sus ojos en los del científico—. ¿Conoce a este sujeto?
Kajii parpadeó rápidamente, como si acabara de despertar de una pesadilla. Sentía el frío del cañón en la espalda, y el brazo de Dazai aún colgado con fingida camaradería sobre su hombro. Su cuerpo entero estaba tenso, sudando más por nervios que por calor. Tragó saliva con dificultad.
—Sí, sí —asintió deprisa, nervioso—. Sí, sí, claro, es… mi hermano… —soltó con una sonrisa forzada, levantando el pulgar tembloroso.
El guardia arqueó una ceja, confundido, mientras la recepcionista fruncía los labios, sin saber si eso era una broma o si estaban a punto de tener otro escándalo en el edificio.
—Ah… sentimos las confusiones, señor Motojiro… —respondió la recepcionista con cierta duda, haciendo una ligera reverencia antes de hacerse a un lado, aunque su mirada seguía clavada en Dazai como si aún no estuviera del todo convencida.
El guardia también se apartó lentamente, sin dejar de sujetar su radio con fuerza por si tenía que llamar refuerzos.
Dazai, con una sonrisa encantadora, saludó con la mano libre.
—¡Gracias por eso, hermanito! —dijo en tono cantarín, antes de susurrarle al oído a Kajii—. Camina o te arrastro.
Las puertas del ascensor se cerraron con un suave zumbido, aislándolos del vestíbulo y, por fin, del escrutinio ajeno.
Dazai se separó de Kajii tan pronto como pudo, limpiándose con discreción la manga de su abrigo como si hubiera tocado algo desagradable. El otro alfa lo estaba mareando con su persistente aroma a cítricos —no el tipo fresco y limpio, sino uno denso, penetrante, que se impregnaba como desinfectante barato—, y su paladar comenzaba a arder con una molestia que conocía demasiado bien.
Era como si tuviera granos de pimienta debajo de la lengua.
Los alfas con tendencias territoriales solían reconocerse entre ellos con más facilidad. A veces bastaba una mirada; otras, un cruce casual de feromonas bastaba para que saltaran chispas invisibles. En el caso de Dazai, cada vez que otro alfa se le acercaba demasiado, sufría un raro fenómeno: su paladar comenzaba a picarle, a hormiguear de forma irritante, como si su cuerpo rechazara automáticamente su presencia.
Por eso odiaba a los alfas.
Y por eso odiaba, en especial, a Motojiro Kajii.
Dazai notó el movimiento del otro, la forma en que Kajii llevó discretamente una mano hacia su bolsillo trasero no pasó desapercibida.
—Yo no haría eso... —murmuró el castaño, al tiempo que alzaba su pistola de nuevo. El cañón apuntaba directamente al pecho del alfa—. Sé perfectamente que estás pensando en hacer estallar uno de tus malditos limones.
La expresión de Kajii se congeló. Sus dedos, a medio camino del bolsillo, se detuvieron con visible tensión. Sus ojos brillaban de manera febril, esa mezcla entre fascinación científica y deseo autodestructivo tan típica de él.
—Por más que me gustaría morir… —añadió Dazai, ladeando apenas la cabeza, una sonrisa seca dibujándose en sus labios— no me gustaría hacerlo a tu lado.
Kajii frunció el ceño, el temblor en su cuerpo intensificándose. Sabía que Dazai no dudaba, y lo peor era que lo conocía. Bajó lentamente la mano, alzando ambas al aire en un gesto de rendición casi teatral.
—Muy bien… muy bien… —murmuró, la sonrisa torcida asomando en su rostro mientras hablaba más consigo mismo que con Dazai—. Las amenazas siempre aumentan el ritmo cardiaco. Es fascinante.
—La llave —espetó Dazai, dando un paso hacia él sin bajar el arma—. Me la darás ahora, y luego nos olvidaremos de esto.
Kajii dudó un segundo más. Luego, con lentitud, deslizó la otra mano hacia el bolsillo interno de su bata y sacó una pequeña tarjeta metálica, sujetándola con dos dedos como si se tratara de una muestra delicada.
Chapter 5: ⁰⁰⁴
Chapter Text
Dada me deja con niñeras cuando él no está. Papá aparece una vez cada semana.
Cuando Dazai tomó la tarjeta entre sus dedos, su concentración se desvió por un instante. Era una llave electrónica sencilla, de hotel, con el número 3 inscrito en una esquina. La giró entre sus manos, inspeccionándola con el ceño fruncido. Algo no cuadraba. Estaba casi seguro de que el piso de Chuuya no era ese.
Levantó la mirada, alerta.
Pero fue tarde.
Un golpe seco le sacudió la muñeca, y la pistola cayó al suelo con un chasquido metálico. Kajii había aprovechado la mínima distracción para desarmarlo.
En un movimiento fluido, ya tenía un limón brillante en mano y el ascensor ya estaba subiendo, lanzando el cítrico al aire con despreocupación, atrapándolo y repitiendo el ciclo como si fuera un simple juego.
—¡Ajá! —se carcajeó con fuerza, los ojos desorbitados de emoción, mientras daba un paso hacia atrás—. ¡No sabía que la Agencia estaba tan obsesionada con atraparme!
Se llevó una mano al pecho en un gesto dramático, mientras el limón giraba sobre su palma como si fuera una bomba de tiempo.
—¡Admito que me siento halagado de que hayan enviado a uno de sus mejores detectives! —canturreó con burla—. ¡Y nada menos que al traidor en persona!
El eco de su risa llenó el ascensor, mientras Dazai retrocedía apenas, la mandíbula tensa. Aquel juego podía estallar en cualquier momento. Y no solo en sentido literal.
Chuuya entró al complejo de apartamentos sin apuro.
El edificio estaba igual de impecable que siempre: los pisos brillaban, el mármol blanco relucía bajo las lámparas cálidas del vestíbulo, y el aire olía a una mezcla de cera para muebles y lirios frescos.
Apenas se acercó a recepción, la mujer tras el mostrador — siempre en su sitio, siempre atenta— ya le estaba extendiendo la llave sin que él tuviera que pronunciar palabra.
Chuuya agradeció con un leve asentimiento de cabeza, como era costumbre. Tomó la llave, la metió en el bolsillo de su abrigo y se dirigió hacia los ascensores.
Pero al llegar, notó que uno de ellos ya estaba en funcionamiento. Las puertas estaban cerradas, y la pantalla digital marcaba en números rojos su destino: Piso 3.
Frunció el ceño.
Piso tres... repitió mentalmente.
Una chispa cruzó por su memoria, inevitable. Motojiro Kajii.
El científico y su compañero de copas no era de los que se establecían por mucho tiempo en un solo lugar.
Su paranoia crónica y el hecho de que la policía tuviera una orden de búsqueda casi permanente sobre él hacían que se moviera constantemente de un sitio a otro. Lo más común era que viviera en sótanos improvisados, con laboratorios ocultos detrás de estanterías falsas o paredes que se deslizaban con sistemas rudimentarios de poleas. Nunca en un edificio de lujo.
Y sin embargo...
Desde que Chuuya se había mudado a ese complejo hacía ya algunos meses, algo había cambiado. Kajii, por alguna extraña razón, también había comenzado a aparecer por allí.
Primero, lo notó un par de veces en el vestíbulo. Luego, en las calles de Minato Mirai. Después, en las escaleras. Hasta que finalmente, una noche, lo encontró saliendo de uno de los apartamentos del tercer piso.
No dijo nada. Solo lo miró. Y Kajii lo saludó nerviosamente, como si esperara que lo fueran a regañar.
Pero Chuuya solo sonrió. Como ahora.
Kajii podía ser muchas cosas —perturbado, explosivo, obsesivo—, pero también era terriblemente miedoso. No por cobardía, sino por una lógica propia que solo él comprendía. Si aceptaba dejarse ver en público con alguien como Chuuya Nakahara, era porque sabía que nadie —ni la policía, ni la Agencia, ni siquiera otros mafiosos— se atrevería a acercarse si estaba acompañado por uno de los ejecutivos de la Port Mafia.
Chuuya apoyó la espalda contra la pared del ascensor y cruzó los brazos, esperando a que subiera hasta el último piso.
Si Kajii estaba en el edificio, entonces ese ascensor muy probablemente traería consigo algo... interesante.
Fumiya arrojó el plato de comida con fuerza, haciendo que el contenido se esparciera por el suelo del comedor, salpicando hasta las patas de la mesa.
La beta que lo cuidaba soltó un grito al ver la escena.
—¡Fumiya, no! —exclamó, corriendo hacia él con evidente preocupación—. ¡Eso no se hace!
Pero el niño, lejos de sentirse culpable, le mostró los dientes en una mueca traviesa. Sus pequeños colmillos resaltaron, y sus ojos brillaron con una picardía casi desafiante.
La beta se sobresaltó ante el gesto, retrocediendo instintivamente.
Fumiya, al verla tan alterada, soltó una carcajada que llenó la habitación. Se abrazó el estómago mientras reía, como si la escena no fuera un acto de berrinche, sino el mejor de los chistes que había presenciado en todo el día.
Tres días sin ver a Chuuya. Tres días en los que lo único que tenía de él eran videollamadas cortas y apresuradas, interrumpidas por el trabajo, por malas conexiones o por la falta de tiempo.
Y en su lugar, una cuidadora beta que, sinceramente, le tenía más miedo que paciencia. Fumiya lo notó desde el primer momento. Y como todo niño inteligente, se aprovechó.
Se desató.
Corría por todo el departamento sin descanso, empujaba muebles pequeños, gritaba a todo pulmón, jugaba con todo lo que no debía. Y sobre todo... se negaba a comer.
No podía esperar a que su papá volviera. Tenía tantas ganas de abrazarlo con fuerza, de hundir la cara en su pecho y respirar su aroma cálido, ese que le recordaba a casa.
Quería besar su rostro una y otra vez, acariciarle el cabello suave entre sus dedos pequeños, y hacerle prometer que jamás, jamás se volverían a separar.
Quería mostrarle todos los dibujos que había hecho —aunque algunos ya estaban arrugados— y contarle cada detalle de sus días, incluso si eran travesuras.
Sobre todo, quería convencerlo. Tal vez, si lo miraba con sus ojos más grandes y tristes, si le decía por favor con voz suave... podría lograr que cumplieran la promesa.
La playa.
Chuuya se lo había prometido antes de partir. Fumiya aún tenía guardada la concha que recogieron la última vez.
Y la llevaba a todos lados. Como si le diera fuerza. Como si trajera de vuelta a su papá más rápido.
Cuando estuvo a punto de tomar uno de los floreros favoritos de su padre —un jarrón de cristal carísimo que decoraba el aparador del pasillo y que, lamentablemente, estaba demasiado al alcance de sus pequeñas manos—, la beta que lo cuidaba reaccionó de inmediato.
Le sujetó la muñeca con firmeza antes de que pudiera alzarlo, y con cuidado pero sin suavidad, lo jaló lejos del peligro, hasta llevarlo a una zona despejada del departamento donde no pudiera hacerse daño… ni causar más desastres.
—¡Fumiya! —le gritó con el ceño fruncido—. ¿Qué va a pensar tu papá cuando vea esto? ¿Te parece gracioso este comportamiento?
Fumiya frunció el ceño aún más, sus ojos se llenaron de rabia infantil, y comenzó a forcejear con todas sus fuerzas, intentando zafarse de la mano que lo retenía.
—¡Tú no eres nadie! ¡No puedes regañarme!
—¡Fumiya! —repitió con más dureza, ocultando el temblor en su voz—. Vete a tu habitación. Ahora.
Fumiya se le quedó viendo, desafiante. Luego, con una mueca de burla, le sacó la lengua antes de girarse sobre sus talones y salir corriendo, dejando tras de sí el eco de sus risas provocadoras.
La beta suspiró, cansada.
De no ser porque le pagaban dinero de más, nunca habría aceptado ese trabajo.
—¡Ya te dije que no tengo la llave del apartamento de Chuuya! ¿Por qué habría de tenerla? —masculló Kajii en voz baja, tratando de no llamar la atención. Después de todo, tener una pistola apuntándole a la cabeza y la cara pegada a la pared no le daba muchas opciones.
—Es tu jefe, ¿no? Y tú vives aquí… seguro confía en ti como para darte una copia —replicó Dazai, jugando entre sus dedos con una llave que, lamentablemente, no era la correcta.
Kajii frunció el ceño.
—¿Y por qué quieres ir al apartamento del ejecutivo Nakahara? ¡Pensé que me estabas persiguiendo a mí!
Dazai soltó una carcajada. En serio, Kajii era un lunático, pero uno muy entretenido.
—No seas ridículo... no estoy de servicio. Son asuntos personales.
Kajii esbozó una sonrisa ladeada.
—Oh...
—Ya lo sabes, ¿no? —preguntó el alfa, con un tono más grave y sincero.
—¿Qué cosa? — replicó Kajii, girando apenas el rostro para mirar de reojo al alfa detrás de él.
Dazai sonrió, con ese gesto burlón que irritaba a cualquiera que lo conociera. Bajó el arma, aunque no dejó de apuntar con ella, y se acercó hasta quedar lo bastante cerca como para que sus palabras sonaran como un secreto al oído del otro alfa..
—Que extraño a Chuuya. Que lo necesito. Que me estoy volviendo loco sin él. —Dazai hizo una pausa dramática. — Y que el hijo del ejecutivo Nakahara...es mío.
Kajii parpadeó, desconcertado por el tono repentinamente grave en la voz de Dazai. Lo había dicho con tanta naturalidad, tan sin orgullo, tan honesto... que por un momento, el alfa dudó si estaba frente al mismo hombre que solía matar a diestra y siniestra en la Port Mafia.
—¿Y por eso me armas este numerito? —preguntó al fin, sin poder ocultar su desconcierto. — Todos ya sabíamos de quién era el padre de Fumiya-kun...bueno todos los que le conocemos.
—¿Te parece poco? — replicó Dazai con un suspiro, guardando finalmente la pistola en el bolsillo de su abrigo. — No tengo cómo entrar.
Kajii alzó una ceja, cruzando los brazos.
—¿Y no podías pedirlo por favor como la gente normal?
—No sería lo mismo.
Un silencio tenso los envolvió por unos segundos. Luego Kajii chasqueó la lengua y sacó otra pequeña llave de su bolsillo, sosteniéndola entre dos dedos.
—Si Chuuya pregunta...yo no fuí. ¡Tú y no nos hemos visto!
Dazai sonrió con auténtico agradecimiento.
—No lo haré. No te preocupes.
—Hmpf. Loco.
Después de perder un buen rato amenazando a Kajii —más por diversión que por verdadera necesidad—, Dazai finalmente volvió a entrar al ascensor. Sonrió con satisfacción cuando el número del llavero coincidió, al fin, con uno de los pisos.
Presionó el botón del último nivel y su sonrisa se ensanchó.
Chuuya subía las escaleras hacia su apartamento, cada peldaño más pesado que el anterior.
En su momento, la decisión de ubicar su hogar en el último piso, inaccesible por ascensor, le había parecido brillante: ideal para evitar redadas inesperadas y dificultar el ingreso a cualquiera con malas intenciones.
Pero ahora… maldecía esa misma idea con cada paso. Estaba a un respiro de autorizar la instalación de un maldito ascensor privado, solo para poder llegar a su casa sin sentirse como si hubiera corrido una maratón.
Pero todo el cansancio que había arrastrado durante tres días seguidos se desvaneció de golpe cuando, a sus espaldas, oyó pasos subiendo por la escalera de caracol.
Era un sonido sutil, calculado, demasiado firme para ser el de un vecino distraído o un mensajero perdido. El eco se deslizaba por las paredes como una advertencia muda, y el instinto de Chuuya —ese que rara vez se equivocaba— se activó al instante. Su mano se tensó por reflejo, los hombros se irguieron, y su respiración se contuvo en medio del silencio.
No era casualidad.
Alguien más estaba subiendo.
Estuvo a punto de girarse y golpear a quien fuera que venía detrás, pero se detuvo al oír, a pocos escalones de distancia, la puerta de su apartamento abrirse de golpe... y cerrarse igual de rápido. Luego, pasos apresurados, cortos. Ligeros.
Fumiya.
Chuuya apretó la mandíbula y decidió continuar subiendo.
Sabía que su hijo tenía el oído agudo, tanto como el olfato, pero dudaba que lo hubiera reconocido desde dentro del departamento. No en ese estado.
Fumiya estaba escapando.
Y si la persona que subía tras él no era un vecino, no un curioso... entonces no había duda: era quien lo había hecho correr.
—¡Papá! —gritó Fumiya, lanzándose a los brazos de su padre.
La puerta roja volvió a abrirse. La niñera apareció tras ella, con el rostro marcado por la preocupación... que se transformó en un suspiro de alivio apenas vio a su jefe.
Chuuya rodeó a su hijo con fuerza. Sin apartar la mirada del pasillo, le lanzó el abrigo a la mujer con una mano. Con la otra, apretó el puño.
Y entonces...
Dazai apareció, subiendo con la calma de un muerto que ha olvidado que lo está.
Los ojos de Chuuya se entrecerraron.
El infierno acababa de llegar a su puerta. Literalmente.
—…¿Chuuya? ¡Qué coincidencia! —exclamó Dazai con una sonrisa que no convenció a Chuuya.
Chuuya no respondió de inmediato.
Solo bajó a Fumiya al suelo con cuidado, dándole una pequeña palmadita en la espalda. El niño, aún abrazado a la pierna de su padre, miraba al recién llegado con una mezcla de desconcierto y desconfianza.
—Toma a Fumiya —ordenó Chuuya a la niñera sin apartar la vista de Dazai. Su voz fue firme, cortante.
La beta asintió al instante, recogiendo al niño en brazos mientras este protestaba en voz baja.
Chuuya dio dos pasos al frente.
—No me jodas, Dazai. —Su tono era seco. Sin sorpresa. Sin humor.—¿Qué demonios estás haciendo aquí?
Dazai se encogió de hombros, como si todo fuera una escena casual, casi ridícula.
—¿Tan raro es que un viejo amigo pase por el vecindario?
—No cuando ese viejo amigo aparece justo después de que mi hijo intentara huir de casa —espetó Chuuya, los ojos ardiendo con rabia contenida.
La beta detrás de él retrocedió lentamente hacia el interior del apartamento, cerrando la puerta apenas un poco... pero dejando la cerradura sin girar.
Fumiya se aferró a su niñera.
Chuuya dio un paso más.
—Te lo preguntaré una sola vez, Dazai.
Su voz era baja, amenazante.
—¿Qué haces aquí?
—Hasta mañana, señor Nakahara… que descanse. ¡Hasta mañana, Fumiya! Pórtate bien —se despidió la niñera con dulzura.
El niño le sonrió con entusiasmo, levantando la manita en el aire mientras la puerta se cerraba.
—¡Hasta mañana! —repitió alegremente.
Dentro del apartamento, Dazai se encontraba sentado en el sofá, con una bolsa de hielo presionada contra su mejilla. No había podido esquivar el puñetazo de Chuuya; uno certero, sin previo aviso, que le había dejado un zumbido sordo en la cabeza.
Chuuya, aún de pie junto a la puerta, no dijo nada durante unos segundos. Solo observó al niño con un suspiro más relajado mientras este se quitaba los zapatos y corría hacia su habitación.
—Por cierto… —dijo entonces con naturalidad, regresando la mirada a la niñera—. Mañana no será necesario que vengas, Ueno. Me tomaré unos días.
La mujer, aún en el umbral, parpadeó sorprendida. Luego, asintió suavemente, comprendiendo al instante. Esa noche recibiría su paga y seguramente su liquidación.
—Oh… muy bien, señor —respondió, bajando un poco la cabeza con respeto antes de marcharse escaleras abajo.
La puerta se cerró con un clic sordo. El seguro giró al instante.
Chuuya se quedó unos segundos mirando la puerta, antes de girarse lentamente.
—¿Sabes qué es lo más patético de todo esto, Dazai? —dijo en voz baja, sin necesidad de levantarla para sonar amenazante—. Que ni siquiera me sorprende que hayas robado esa llave... si no que eres capaz de entrar a mi apartamento cuando no estoy ¿Para ver a mi hijo?
Dazai no respondió. Solo bajó la mirada al hielo, apretándolo un poco más contra su rostro.
—No pensaba entrar a tu apartamento sin tu permiso, y no robé la llave... me la dio Kajii —dijo el alfa, aún con el hielo en la mejilla.
El silencio que siguió fue denso. Chuuya parpadeó lentamente, cruzándose de brazos. Exhaló con fuerza, un suspiro más de resignación que de sorpresa.
—Claro que lo hizo —murmuró el omega entre dientes, su ceño fruncido mientras contenía la furia. Su mandíbula tembló levemente por la tensión.
Durante unos segundos, no dijo nada más. Solo caminó lentamente hacia el perchero, colgó su abrigo, luego regresó con paso firme al centro de la sala.
—¿¡Qué tienen en la cabeza los alfas!? Seguro que también pensó que era una brillante idea dejar entrar a un traidor solo con mi hijo en casa. El pobre idiota ni siquiera sabe manejar una tostadora, y te dejó con un niño de cinco años —espetó, entre sarcasmo y rabia.
Dazai bajó la mirada, tragando saliva.
—No le eches la culpa —susurró—. Fui yo quien insistió. Quería verlo. A él… y a ti.
—¿Verme? —Chuuya rió, pero no era una risa alegre. Era vacía, irónica—. ¿Después de desaparecer como si nada? ¿Para que querías verme?
Dazai dejó el hielo en la mesita con un suspiro bajo, casi resignado, y dio unos pasos hacia Chuuya. Sus manos, aún tibias por el hielo, se posaron con suavidad en los hombros del pelirrojo.
Para su sorpresa, Chuuya no lo apartó. No aún.
Sus ojos se encontraron. Dazai lucía serio, más de lo que Chuuya recordaba haberlo visto en mucho tiempo.
—Vengo a advertirte…bueno, vengo a avisarte —comenzó con voz grave—. Atsushi le ha propuesto a Mori una alianza. Port Mafia y Agencia.
Chuuya frunció el ceño de inmediato, el gesto marcado de incredulidad, de rechazo, de molestia.
—No hablas en serio... Mori no nos comentó nada —dijo con tono firme, aunque la desconfianza ya se instalaba como una sombra en su voz.
—Lo hará. Lo está considerando —replicó Dazai, sin apartar las manos—. Pero no fue solo una sugerencia... Atsushi fue directo. Quiere una alianza estratégica total. Misiones conjuntas. Intercambio de información. Protección cruzada.
—Eso es ridículo —Chuuya chasqueó la lengua—. ¿Desde cuándo la Agencia se arrodilla? Pensé que eran más orgullosos que eso.
—Escucháme —respondió Dazai— Algo se está moviendo en las sombras, Chuuya. Algo más grande que la Agencia y más peligroso que cualquier enemigo que hayamos enfrentado antes. Y Atsushi... está desesperado.
Chuuya bajó la mirada un segundo, luego lo empujó suavemente, saliéndose del agarre.
—¿Y tú? —preguntó con frialdad—. ¿Tú viniste como parte de ese trato? ¿Quieres que convenza a Mori de aceptar?
—No vine por la Agencia —respondió Dazai con firmeza, dando un paso al frente, aunque ya no intentó tocarlo—. Vine por ti. Y por Fumiya. Lo que se avecina... va a tocarnos a todos. Y no quiero que ustedes estén en medio sin saberlo.
Chuuya lo miró largo rato, sin responder. Luego desvió la mirada hacia la puerta del pasillo, por donde se encontraba dormido su hijo.
—Si estás mintiendo, Dazai... si esto es parte de algún juego tuyo...
—No lo es —interrumpió él con un tono extraño, vulnerable—. No esta vez.
Chuuya cerró los ojos, presionando el puente de su nariz con los dedos.
—Voy cuidarlo, Chuuya... —dijo Dazai—. De verdad lo haré.
—Entonces quédate está noche. Si vas a convivir con Fumiya a partir de ahora, tendrá que acostumbrarse a tu aroma—dijo al fin, con voz baja—. Pero en silencio. No quiero que lo desveles.
Dazai asintió.
—Gracias.
—No me agradezcas —murmuró el omega mientras caminaba a la cocina—. Mañana puede que vuelva a echarte a patadas. Hasta que Mori no anuncie esa alianza...la Port Mafia sigue en contra tuya.
Dazai, en silencio, se fue a sentar al sillón de la sala, dejando que el peso de sus pensamientos lo hundiera un poco en los cojines.
Chuuya, por su parte, permaneció en la cocina, con los brazos cruzados y la mirada clavada en el suelo, como si el azulejo pudiera ofrecerle respuestas que él mismo no sabía formular.
Pasaron algunos minutos en un silencio tenso, espeso, hasta que los pasos pequeños y apresurados rompieron la quietud.
Fumiya apareció en el umbral, entusiasmado, con la pijama torcida, el cabello alborotado y varias hojas de papel llenas de color arrugadas entre sus brazos. Su rostro irradiaba alegría… hasta que sus ojos se toparon con la figura de Dazai, aún sentado en la sala.
Su sonrisa se desvaneció de golpe. Bajó la vista. La energía que traía se disipó como un globo al que le arrancan el nudo.
Chuuya alzó la vista de inmediato, sintiendo cómo algo dentro de él se tensaba.
—¿Qué traes ahí, loulou? —preguntó Chuuya, usando ese apodo en francés que siempre lograba arrancarle una sonrisa a su hijo.
Fumiya se activó de golpe, como si el solo sonido de esa voz lo reconectara con su mundo. Alzó las hojas con orgullo, acercándose a su madre.
—¡Mira! ¡Este es tú! —exclamó, señalando un dibujo donde un personaje pequeño de cabello rojo usaba un sombrero.
Chuuya se agachó frente a él, tomando con delicadeza las hojas arrugadas, examinándolas como si fueran obras maestras.
—Oh, pero qué bellísimos dibujos, cariño...¿Los dibujaste tú? —preguntó con asombro. Fumiya asintió enérgico. —Qué lindo... Me hiciste con sombrero —murmuró con una sonrisa suave, acariciando la cabeza del niño.
Fumiya pareció acordarse de algo y estiró otro dibujo.
—Y este es el señor molesto.
Chuuya arqueó una ceja al ver el dibujo: un hombre alto con expresión triste y un gran vendaje en la mejilla. Giró un poco el rostro y miró a Dazai.
El alfa esbozó una sonrisa torpe desde el sillón. Chuuya le hizo señas a Fumiya para que fuera a enseñárselos.
El niño corrió emocionado con tal de mostrar su arte al mundo.
—Vaya... al menos salí con todos los dientes. Que talentoso niño.
Fumiya lo miró serio.
—Pero no te acerques a mi papá... O te pegaran de nuevo.
Chuuya se atragantó con el aire.
Dazai sonrió ante la pequeña amenaza y asintió con un gesto amable.
—Lo tendré muy en cuenta, Fumiya.
El niño correspondió con una sonrisa satisfecha.
—¿Tú sabes dibujar? Mi papá dice que yo dibujo muy bien —comentó el cachorro, acomodándose a su lado en el sofá mientras recibía la ayuda de Dazai para subir.
Dazai lo miró con suavidad, admirando esa mezcla de inocencia y determinación en el niño.
—No soy tan bueno como tú, pero puedo intentarlo —respondió con un tono cálido, listo para compartir un momento sencillo y genuino con el pequeño.
—¿Quieres dibujar conmigo? —preguntó Fumiya, con los ojos brillantes y muy abiertos, irradiando una mezcla de emoción e inocencia que apenas podía contener.
Así estuvieron, aproximadamente media hora. Dazai estaba maravillado como Fumiya empezaba un dibujo, lo terminaba y luego comenzaba otro. Él apenas había logrado hacer la aleta de un delfín, para que al final el niño lo confundiera con un tiburón.
Dazai dirigió una mirada cómplice hacia Chuuya, buscando ayuda.
Chuuya, entendiendo de inmediato la situación, se acercó suavemente a su hijo con pasos tranquilos, intentando poner orden sin romper la atmósfera de cariño.
—Fumiya, ya fueron suficientes dibujos por hoy, ¿no crees? —dijo con voz calmada pero firme, mientras posaba una mano protectora sobre el hombro de su hijo—. Dazai tiene que descansar, y tú también necesitas dormir para estar fuerte mañana.
Fumiya soltó una risita traviesa, tapándose la boca con una manita diminuta, mientras su mirada se llenaba de complicidad y ternura. Se acercó a Dazai, bajando la voz para un susurro juguetón.
—¡Mi papá parece tu jefe! —rió entre dientes—. Jajaja, te manda a dormir como si fueras su hijo.
Dazai sintió cómo una sonrisa se dibujaba en su rostro, entremezclada con un dejo de ternura y resignación. Por un momento, el cansancio pareció desvanecerse ante la simpleza y el calor de aquella pequeña escena familiar.
—Espera un momento... —murmuró Fumiya, frunciendo el ceño mientras ladeaba la cabeza con curiosidad—. ¿Eres mi hermano, acaso? ¿Mi papá es tu papá?
Dazai se quedó en silencio unos segundos, sorprendido por la pregunta inesperada.
—No, Fumiya —dijo Dazai finalmente con voz suave—. No soy tu hermano, pero… estoy aquí para cuidar de ti.
Fumiya lo observó con sus grandes ojos llenos de dudas y esperanza, como si tratara de comprender esa respuesta tan extraña para un niño tan pequeño.
Chuuya se acercó, arrodillándose para quedar a la altura de su hijo y tomando su mano con ternura.
—Dazai es alguien muy importante para ti, mi cielo —explicó—. Alguien en quien puedes confiar para protegerte y ayudarte cuando papá no pueda estar ¿Recuerdas?
El niño asintió lentamente, aún con la duda en el rostro, pero confiando en las palabras de su padre.
Dazai sonrió y acarició suavemente la cabeza de Fumiya.
—Ve a dormir, Fumiya. Ya es tarde.
Fumiya esbozó una tímida sonrisa antes de acurrucarse entre los dos adultos, sintiendo por primera vez un poco de paz y seguridad en aquel nuevo mundo que apenas comenzaba a conocer.
Fumiya se encariñó mucho más rápido de lo que Chuuya y Dazai esperaban. Incluso se quedó dormido en sus brazos, y fue Dazai quien tuvo que llevarlo a su cama, aunque Chuuya lo arropó, pues el alfa no tenía ni idea de cómo hacerlo con un niño tan pequeño.
Al salir, Dazai esperaba en el umbral mientras Chuuya cerraba la puerta detrás de sí, quedando atrapado bajo la presencia de Dazai.
—Eres un excelente padre —dijo Dazai con su típica sonrisa burlona—. ¿No quieres otro hijo?
Chuuya frunció el ceño, claramente molesto.
—¿A ti te encanta romper el momento, no?
Dazai soltó una carcajada baja, disfrutando la expresión molesta de Chuuya, quien parecía querer esconder un leve sonrojo bajo ese ceño fruncido.
—Vamos, Chuuya —insistió Dazai, apoyándose un poco más sobre él—. Solo era una broma...
Chuuya negó con la cabeza, aunque su mirada suavizó un poco.
—Eres muy gracioso, Dazai. Sin duda alguien creería que en tus tiempos libres trabajas de payaso.
Dazai alzó una ceja, divertido, pero decidió dejarlo pasar. Su sonrisa no desapareció mientras se apartaba lentamente, dándole espacio para que Chuuya respirara.
—Eres un excelente padre —repitió, esta vez más serio—. Fumiya tiene suerte de tenerte.
Chuuya desvió la mirada, pero no pudo evitar que una pequeña sonrisa se dibujara en sus labios.
—Soy el único papá que tiene, Dazai.
Ambos permanecieron unos segundos en silencio, sintiendo el peso y la calidez de lo que se había formado en aquella habitación, una extraña pero firme familia que comenzaba a encontrarse.
Fumiya no se durmió. Apenas escuchó el suave clic de la puerta al cerrarse, se incorporó con sigilo y se acercó de puntillas, pegando el oído contra la madera.
No confiaba en Dazai.
Había pasado un buen rato dibujando con él, sí. Y hasta se había reído un poco. Pero eso no significaba que le creyera.
Había algo raro en ese hombre. Algo que no terminaba de gustarle.
Era demasiado sonriente. Todo el tiempo. Y nadie, absolutamente nadie, sonreía tanto sin esconder algo.
Además, Fumiya no podía quedarse tranquilo sabiendo que su papá estaba a solas con ese alfa que parecía más un vagabundo que alguien confiable. Así que se quedó ahí, vigilando en silencio, decidido a proteger lo que era suyo.
Salió sigilosamente de su habitación, los pies descalzos amortiguando cualquier sonido contra el suelo. Caminaba con cuidado, deslizándose por las sombras como si fuera parte de ellas. La puerta del cuarto de su papá estaba entreabierta: aún no se había ido a dormir.
Con el corazón latiéndole fuerte en el pecho, Fumiya cruzó el pasillo hasta llegar a la sala.
Dazai estaba ahí, sentado en el sofá, aparentemente tranquilo. El niño lo observó desde un rincón oscuro. Lo vio girar la cabeza hacia la cocina. Luego a la terraza. Su papá no estaba en ninguna parte.
Fumiya dudó. No podía quedarse en medio del pasillo. Justo entonces, escuchó el sonido sutil de una puerta abriéndose a sus espaldas.
¡El baño!
¡Su papá estaba ahí!
Reaccionó al instante, escabulléndose rápidamente hacia el hueco detrás de las escaleras. Apenas logró contener la respiración mientras se escondía en la penumbra, esperando que nadie lo hubiera visto. Sus pequeños ojos no dejaban de observar. Quería descubrir qué tramaba ese Dazai.
—¿Quieres un poco de café? —preguntó Chuuya con un suspiro suave, mientras colocaba dos tazas sobre la mesa pequeña de la cocina. La luz tenue de la lámpara creaba un ambiente tranquilo, casi doméstico.
Dazai negó con la cabeza, sin apartar la mirada del ventanal. —No, gracias. Ya he tomado demasiado café hoy en la agencia. Estoy intentando reducir un poco.
Chuuya asintió, entendiendo perfectamente. —¿Entonces prefieres té? Aunque te advierto que aquí solo tenemos té verde. Fumiya no tolera otros sabores ni aromas fuertes.
Dazai frunció ligeramente el ceño, intrigado. —¿Fumiya bebe té?
Chuuya sonrió, acomodándose mejor en la silla. —No exactamente. Nunca ha mostrado interés en probarlo. Más que nada, es muy sensible a los olores; cualquier aroma fuerte lo incomoda. Es tan quisquilloso con eso… casi como tú.
Dazai soltó una sonrisa nostálgica. —Parece que heredó mi olfato delicado. Cuando era niño, algunos olores me mareaban tanto que terminaba llorando sin poder evitarlo.
Chuuya rió con suavidad, recordando una anécdota. —Recuerdo una vez que preparé una infusión de manzana con canela para él. Fue un desastre, Fumiya no me lo perdonó en días. No soportó el aroma, se quejaba todo el tiempo.
—Tal vez debería comprar otros parches de aroma —dijo Dazai mientras se levantaba y caminaba junto a Chuuya, ayudándolo a llenar la tetera con agua.
Fumiya se acercó un poco más, curioso.
—¿Hm? ¿Por qué harías eso? —preguntó Chuuya, girándose para mirarlo.
—Para no molestar a Fumiya con mi aroma —respondió Dazai, encogiéndose de hombros—. Seguro que las feromonas de un alfa le afectan más que a otros.
Chuuya negó con suavidad.
—No lo hagas. Fumiya no se ha quejado. Créeme, si tu aroma le molestara, ya me lo habría hecho saber.
Dazai frunció el ceño, pensativo.
—Entonces, ¿le molesto yo?
Chuuya soltó una risa cálida.
—Debes comprenderlo. En Francia, Fumiya estuvo aislado, lo cuidaban únicamente betas. Solo tolera a Kajii porque le gusta el olor a limón.
Dazai esbozó una sonrisa irónica.
—Hm... ¿Quiénes conocen realmente a Fumiya? —preguntó Dazai mientras se recargaba sobre la barra.
Chuuya tardó un poco en responder. Sacó el frasco de miel del estante y se quedó observando el agua burbujear dentro de la tetera, como si sus pensamientos viajaran hacia un lugar más lejano.
—Bueno... Kajii es el único que lo ha visto en estos últimos cuatro años —dijo al fin, en voz baja—. Mi Ane-san y Paul solo lo conocieron de bebé. De brazos.
Dazai asintió despacio.
—¿Kouyou-san? ¿Ella no quiso involucrarse con Fumiya?
Chuuya frunció el ceño levemente, no con ira, sino con una tristeza contenida que apenas disimuló mientras comenzaba a servir el agua caliente en las tazas.
—Kouyou... nunca quiso que yo tuviera al bebé —murmuró.
El vapor se elevó en silencio entre los dos.
—Pero… ahora es quien más se preocupa por él —continuó Chuuya—. ¡Cuando supo que Kajii lo conoció, enloqueció por completo!
Se giró hacia Dazai con una sonrisa cansada, mientras revolvía el té con calma.
—Decía que no era buena idea dejarlo cerca de Fumiya. Que un loco con bombas y fijación por el limón no podía ser un modelo seguro para un niño que apenas empieza a confiar en los adultos.
Dazai soltó una leve risa nasal, cruzándose de brazos mientras lo observaba.
—¿Y tú qué pensaste?
—Que tenía razón —admitió sin rodeos—. Pero Kajii fue… cuidadoso. Y Fumiya lo dejó estar. Eso basto para mí.
A Dazai no le encantaba la idea de que otro alfa estuviera rondando a su hijo y a su...ex pareja, mucho menos si ese alfa era un terrorista de la Port Mafia con una obsesión inofensiva —pero constante— por el ácido.
Kajii podía parecer inofensivo con su sonrisa amplia y su amor por el caos controlado, pero seguía siendo un alfa, y el instinto de Dazai nunca le permitía bajar del todo la guardia.
Sin embargo, conocía a Chuuya. Sabía que desde joven siempre estuvo rodeado de alfas, no por deseo propio, sino por el ambiente en el que creció. Y si Chuuya le había permitido a Kajii acercarse a Fumiya, debía tener una buena razón.
—Supongo que Kajii es un buen amigo… ¿no? —dijo Dazai con cierto desdén apenas disimulado—. Al menos no te delata con Mori.
Chuuya bajó la mirada. Su expresión cambió de inmediato; sus dedos se aferraron al borde de la mesa como si intentara contener algo más profundo.
—Oh, no… —murmuró, con una sonrisa seca—. Hace mucho que dejé de considerar que tengo amigos.
La confesión cayó como una piedra entre los dos.
Dazai sintió que el aire en la cocina se volvía más crudo. Conocía ese tono en Chuuya.
Era alguien que ha aprendido a vivir en la desconfianza, que ha sobrevivido solo por no depender de nadie más. Y por un momento, Dazai deseó poder borrar años de guerra, traición y abandono con una sola palabra. Pero sabía que no funcionaría así.
Chapter Text
Antes, no me gustaba
ver a mi Dada con Papá
Fumiya, por su parte, estaba escondido, hecho un ovillo bajo el aparador del comedor, con las rodillas contra el pecho y los ojos entrecerrados por el sueño.
Llevaba allí un buen rato, observando en silencio, con la respiración contenida y las manos apretadas contra el suelo frío. Estaba decidido a no dejar a ese tipo de abrigo largo y sonrisa tramposa a solas con su papá. No le gustaba cómo lo miraba. No confiaba en él.
Aunque sus párpados pesaban como piedra y había empezado a cabecear más de una vez, seguía resistiendo. Su pequeña cabeza asomaba apenas entre las sombras del mueble, lo suficiente para tener a ambos adultos en el campo de visión.
Pero entonces, cuando todo parecía tranquilo…
¡Dazai puso sus manos sobre los hombros de Chuuya!
Los ojos de Fumiya se abrieron de golpe. Se incorporó un poco, sobresaltado, sus instintos infantiles gritando alerta. Su cuerpo se tensó como si fuera a salir corriendo o gritar. ¡Estaba tocando a su papá! ¡Ese alfa estaba tocándolo!
Aunque la escena no parecía violenta, para Fumiya todo contacto con Dazai se sentía como una amenaza. Nadie lo había preparado para ver algo así. Y mucho menos para el silencio cómplice que siguió entre los dos adultos.
—Me tienes a mí, Chuuya —dijo Dazai con una sonrisa ladeada, de esas que siempre parecían esconder algo más, aunque esta vez sonaba sincera—. Y a Kouyou. Esa anciana amargada te adora. Y tu... ¿hermano Paul? Puede que esté más loco que tú, pero tiene salud y es más protector que un perro rabioso.
Chuuya soltó una risa breve. Sus ojos bajaron lentamente hacia la mano de Dazai, que descansaba firme sobre su hombro. La sentía cálida, pesada… familiar.
—Gracias... supongo —murmuró con una voz baja, sin mirarlo del todo.
Dazai no apartó la mano. No por dominio ni por insistencia. Solo quería tocarlo. Como si, al tocarlo, quisiera recordarle que no estaba solo. Que aunque todo parecía fragmentado, al menos él —ese desgraciado que siempre volvía— seguía ahí.
Desde debajo del mueble, Fumiya frunció el ceño.
Ese gesto.
Esa mirada.
No le gustaba.
Nada.
Pronto, la mano en su hombro se alzó suavemente, casi en cámara lenta, deslizándose con intención hasta el mentón de Chuuya. Los dedos largos de Dazai lo sostuvieron con una delicadeza inusual, elevando su rostro con gentileza, forzando a que sus ojos se encontraran.
—Vaya... —murmuró el castaño con una voz rasposa, casi acariciando cada sílaba—. Sí que tienes unos ojos bonitos... Desde aquí puedo verlos mejor.
Chuuya soltó una risa nasal, ladeando apenas la cabeza con escepticismo.
—¿Eso te funcionaba con tus conquistas? —preguntó, aunque el calor en sus mejillas lo traicionaba.
Dazai ladeó la cabeza como un cuervo curioso, con una chispa pícara en la mirada.
—Para nada... —susurró, y sin pedir más permiso, se inclinó hacia él. Sus labios rozaron los de Chuuya con una suavidad que parecía probar si aún tenían derecho a hacerlo.
Pero antes de que el contacto pudiera profundizar, un dolor agudo y seco atravesó la pantorrilla de Dazai.
—¡AH! —gritó, dando un respingo.
Fumiya, pequeño pero furioso, había salido disparado de su escondite como un proyectil. Se aferró con fuerza a la pierna del alfa y le había mordido con determinación, los ojitos encendidos de celos y rabia.
—¡Papá es mío, tonto! —gritó con la voz rasposa por el sueño, sin soltar la mordida.
Chuuya se llevó una mano a la cara, entre la vergüenza y el asombro.
Dazai, en cambio, se quedó congelado... más por la sorpresa que por el dolor.
—¡Fumiya! ¡Por el amor a todos los dioses, suelta a Dazai! —reclamó Chuuya, pero sin poder contener la risa del todo.
—¡No! ¡Te quiere hacer daño! —protestó el niño, con la mandíbula bien firme, como si su dentadura pudiera detener una invasión.
Dazai, con los ojos entrecerrados y un tic nervioso en la sien, solo murmuró:
—Definitivamente... sí es tu hijo.
Después de un rato, la noche se había instalado por completo, silenciando la ciudad a su alrededor. El departamento estaba en penumbra, salvo por la tenue luz que salía del dormitorio de Fumiya.
El pequeño estaba sentado en la cama, envuelto en su manta como si fuera una armadura. Tenía las mejillas infladas de indignación y los brazos cruzados con obstinación. Chuuya estaba frente a él, en cuclillas, el ceño fruncido y los brazos apoyados sobre las rodillas mientras lo observaba con paciencia.
Desde el baño, al otro lado del pasillo, se escuchaban los suaves sonidos del botiquín abriéndose. Dazai se estaba aplicando desinfectante mientras murmuraba maldiciones al alcohol en voz baja.
—Fumiya... tienes que hablar —insistió Chuuya, su tono sereno pero firme.
—¡No! —replicó el niño, escondiendo un poco más su rostro entre los pliegues de la manta.
Chuuya suspiró, tratando de contener la exasperación que le ardía en el pecho.
—Fumiya, no puedes guardarlo para siempre. ¿Qué pasa, hijo? ¿Por qué hiciste eso?
Fumiya bajó la mirada, los labios apretados en una línea tensa. Luego, con un movimiento brusco, giró la cabeza hacia el otro lado.
—¡Nada! ¡Vete!
La respuesta fue como un puñal de frustración para Chuuya, pero no cedió. Se acercó un poco más y habló con suavidad, bajando la voz como si contara un secreto.
—Fumiya, si algo te lástima... si algo te enoja... tienes que decirlo. No soy adivino. Y si no me lo dices, no puedo ayudarte.
El pequeño no respondió. Sólo apretó más la manta y murmuró, con la voz temblorosa:
—...No quiero que él te quite de mí.
Chuuya parpadeó, sintiendo cómo el aire se detenía un segundo.
—¿Qué dijiste?
Fumiya no lo miró, pero su voz sonó más clara esta vez, aunque con lágrimas contenidas:
—No quiero que te vayas con él...y me dejes solo con las niñeras.
Chuuya sintió un peso caerle en el pecho. Se sentó a su lado, deslizando lentamente una mano sobre la manta hasta llegar al pequeño hombro de su hijo.
—Fumiya... nunca voy a dejarte. Ni por Dazai, ni por nadie. Tú eres lo más importante que tengo.
Fumiya parpadeó con fuerza, como si las lágrimas quisieran salir pero su orgullo no se lo permitiera.
—¿De verdad?
—Te lo juro —dijo Chuuya, acercándose para abrazarlo, envolviéndolo con fuerza.
Desde la puerta, Dazai se detuvo en seco, vendita en la pierna y mirada melancólica. No dijo nada. Pero escuchar esas inseguridades de un niño tan pequeño, le recordó a su infancia inevitablemente.
Fumiya se apartó un poco, aún cubierto por la manta hasta la nariz. Su voz fue baja, cargada de reproche infantil.
—Me prometiste ir a la playa… y no lo has cumplido.
Chuuya abrió los ojos, sorprendido, y por un momento no supo qué responder.
—Cariño… discúlpame. Tienes razón. Pero el trabajo ha estado muy pesado estos días —dijo finalmente, con tono sereno.
Fumiya frunció más el ceño y bajó la mirada.
—Siempre es el trabajo...
Chuuya suspiró con suavidad.
—Lo sé, Fumiya… —dijo con voz suave—. Pero eso no significa que no quiera pasar tiempo contigo. Créeme, amor, cada vez que cierro los ojos en, pienso en ti. En tus risas, en tus preguntas, en tus locuras. Incluso en tus berrinches. Y en cómo prometí llevarte al mar.
El niño no respondió, pero su expresión se suavizó ligeramente.
—Cuando era joven —continuó Chuuya, mirando el suelo con una sonrisa amarga—, también me hicieron promesas que nadie cumplió. Por eso cuando te prometí ir a la playa... de verdad lo decía en serio.
Fumiya levantó los ojos, todavía desconfiado.
—Entonces ¿por qué nunca vamos?
Chuuya estiró la mano con cuidado, retirando un poco la manta para ver mejor su rostro.
—Porque, aunque no lo creas, ser adulto es complicado. Hay cosas que me obligan a estar lejos, aunque no quiera. Pero no significa que no te ame, Fumiya. Cada día lo hago más.
Fumiya se removió en su sitio y murmuró:
—Entonces llévame mañana.
Chuuya sonrió con ternura, acariciando su cabello.
—Mañana... Te lo prometo otra vez, y esta vez voy a cumplirla.
El niño no respondió de inmediato. Sólo se aferró al brazo de su papá y apoyó la frente en su pecho.
—Está bien... Pero que no venga Dazai.
Chuuya soltó una risa leve y le revolvió el cabello.
—Eso sí no te lo puedo prometer, cariño. Ya viste que ese hombre aparece hasta debajo de las piedras.
Dazai apareció en silencio por el umbral de la habitación.
—Buenas noches... de nuevo, Fumiya —dijo con una sonrisa ladeada, sin rastro de rencor.
Fumiya frunció el ceño y le sacó la lengua con descaro.
—¡Fumiya! —Chuuya lo miró con severidad y su tono se endureció apenas. —Eso no está bien. Disculpate ahora mismo.
El niño desvió la mirada, removiéndose inquieto. Bajó la cabeza, murmurando casi en un susurro:
—Perdón…buenas noches, señor Dazai.
Dazai se mantuvo donde mismo, sin borrar la sonrisa.
—Gracias, pequeño terror —bromeó—. No todos los días me muerde un guardián tan feroz.
Fumiya no respondió, pero un ligero puchero se dibujó en sus labios.
Cuando Dazai se retiró en silencio y fue a ocupar la cama del cuarto de invitados, Chuuya pensó que finalmente podría seguir su ejemplo e ir a dormir. Se puso de pie, dispuesto a apagar la luz y marcharse a su habitación.
Pero antes de dar un solo paso, sintió que una mano pequeña tiraba suavemente de la manga de su camisa.
—Duerme conmigo —pidió Fumiya, con la voz apagada y los ojos aún algo húmedos. — Por favor…
Chuuya se detuvo. Miró a su hijo, envuelto hasta la barbilla, con ese gesto vulnerable que era capaz de partir su corazón. Suspiró, no por la molestia, sino porque se rendía ante su hijo. Volvió a sentarse al borde de la cama y acarició el cabello revuelto del niño.
—Claro, Fumiya. Me quedaré contigo.
El pequeño no respondió, pero su mano se aferró con fuerza a la de su padre, como si temiera que desapareciera en cualquier momento.Y así, sin más palabras, Chuuya se acomodó junto a él.
Dazai entró a la habitación de invitados que Chuuya le había señalado horas antes, con la voz fría, pero hospitalaria. Le había dicho que esa sería su cama cada vez que "decidiera aparecer".
Cerró la puerta detrás de sí y se dejó caer sobre la cama con un suspiro largo. El colchón era blando, cómodo… demasiado, tal vez.
Extrañamente cómodo para alguien como él, que se había acostumbrado a dormir en futones sobre tatami, en apartamentos estrechos que la agencia solía asignar a sus empleados.
No sabía si eso era mejor o peor.
Con un brazo cubriéndose los ojos, exhaló una risa. Se sintió fuera de lugar. Como un intruso. Como si estuviera intentando encajar en una historia que ya se había escrito sin él.
Y entonces, la pregunta volvió a cruzarle la mente. No por primera vez. No por última vez.
¿Y si lo hubiera sabido?
¿Y si, por alguna razón, se hubiera enterado del embarazo de Chuuya antes de irse, antes de desaparecer? ¿Qué habría hecho?
La respuesta no llegaba. Porque en el fondo, quizás... no quería saberla.
Ya había tenido esa conversación antes.
Solo.
En la penumbra de su apartamento. Con su propia conciencia como única compañía.
Si se hubiera enterado a tiempo... y si Oda aún estuviera vivo, habría corrido a buscarlo. Habría caído de rodillas frente a él, con los ojos rojos de tanto llorar, suplicándole una solución. Una salida. Una forma de no sentirse atrapado.
Oda, con calma, tal vez habría dicho algo que lo obligara a ver las cosas desde otra perspectiva. Tal vez no. Tal vez solo lo habría escuchado, como siempre lo hacía.
Pero él... Dazai... Él no habría estado listo.
Habría contemplado entregarlo en adopción, importandole poco o nada con quién terminará el pequeño.
O peor. Habría intentado arrastrar a Chuuya a un aborto, en medio de gritos, desesperación y una cobardía disfrazada de racionalidad.
Porque en aquel entonces, todo le daba miedo. Todo lo que implicara amor, permanencia, responsabilidad… lo asfixiaba.
Y un hijo, en manos de alguien como él, habría parecido una sentencia.
Si Dazai se hubiera enterado de Fumiya… lo habría vivido como una condena.
Habría sentido que su destino, ya torcido, se apretaba aún más alrededor de su cuello.
No habría visto a un hijo. Solo habría visto una responsabilidad demasiado grande, una soga invisible que lo ataría a un futuro que nunca quiso imaginar. Algo que lo obligaría a quedarse en la Port Mafia.
Se habría vuelto más retraído. Más silencioso. Tal vez incluso más cruel.
Porque Dazai no sabía cuidar. Y un niño, un hijo… habría sido demasiado humano para alguien que aún no sabía cómo ser persona.
A la mañana siguiente, fue Fumiya quien abrió los ojos primero.
La habitación estaba en silencio, envuelta en una tibia penumbra, pero el calor familiar del cuerpo de su papá seguía allí, a su lado, respirando suave.
Eso lo hizo sonreír.
Con cuidado, sin querer despertarlo del todo, se inclinó hacia él y le dio un suave beso en la frente. Luego susurró con la voz aún adormilada pero llena de alegría:
—Buenos días, papá... ¡Iré al baño!
Se deslizó fuera de la cama, rodando con torpeza fuera del abrazo que lo envolvía. Sus piecitos tocaron el suelo frío, pero eso no le importó. El día ya le parecía bonito, aunque aún no lo había visto. Estaba seguro de que, detrás de las cortinas cerradas, el sol estaría esperándolo, brillando como si supiera que él estaba despierto.
Para llegar al baño, debía atravesar el pasillo, una tarea sencilla desde que había aprendido a ir solo, aunque aún le gustaba que lo felicitaran por ello.
Caminó arrastrando los pies, tallándose uno de los ojos con el puño cerrado mientras soltaba pequeños bostezos que se volvían cada vez más largos. Su cuerpo dudaba entre despertarse o volver a dormir.
Alzó la mano para empujar la puerta del baño, pero justo antes de tocarla, escuchó el leve chasquido de otra puerta detrás de él.
La del cuarto de invitados.
Se abrió con suavidad, y de ella salió Dazai, quien en ese momento terminaba de ajustarse una venda en el antebrazo. Al levantar la mirada, sus ojos se cruzaron con los del niño.
—Fumiya... —murmuró.
El niño lo miró con los párpados medio cerrados por el sueño. Bostezó de nuevo, largo y sin apuro, antes de responder con la naturalidad más pura que solo los niños poseen.
—Buenos días...
Y dicho eso, volvió su atención a la puerta del baño, como si aquel encuentro no significara nada más que un cruce casual en medio de un pasillo cualquiera.
Pero para Dazai… no fue tan simple.
Decidió hacerle un favor al niño, acercándose con lentitud para no asustarlo y abriendo la puerta del baño por él.
Pero a Fumiya no le agradó dicho gesto.
Lo fulminó con la mirada, frunciendo el ceño con una autoridad inesperada en alguien tan pequeño, como si estuviera ofendido por el acto de amabilidad. —Yo puedo solo —parecía querer decirle, antes de entrar y cerrar la puerta tras de sí con un golpe más seco de lo necesario.
Dazai se quedó allí, con la mano aún en la manija, exhalando con una sonrisa torcida. No era la primera vez que lo rechazaban por intentar ser amable. Pero que viniera de un niño... eso lo dejaba más pensativo de lo que le gustaría admitir.
Sacudió la cabeza. Ya iba tarde. Su plan era irse antes de que Chuuya o el niño despertaran. Habría dejado una nota. Pero el cachorro tenía las mismas costumbres madrugadoras que él, y le había arruinado la salida discreta.
Estaba por girarse y encaminarse hacia la entrada cuando la puerta del baño se abrió de nuevo, apenas unos segundos después.
Fumiya se asomó, con el ceño aún fruncido, la expresión directa como una flecha al corazón.
—¿Por qué sigues aquí? ¿No tienes casa? —preguntó, con una mezcla de inocencia brutal y desdén genuino.
Dazai parpadeó. Sintió que le habían arrojado una piedra fría al pecho.
—Sí tengo casa… —dijo Dazai, con un tono sereno, como si no quisiera despertar a ningún recuerdo dormido.
Fumiya lo miró, entre desconfiado y curioso. Ladeó un poco la cabeza, como si evaluara la veracidad de esa afirmación.
—¿Pero por qué sigues aquí? ¿Tu papá no te quiere en tu casa?
Dazai rió, más por nervios que por diversión, aunque enseguida se cubrió la boca, al notar la seriedad en los ojos del niño. No estaba bromeando. Quería saber.
—No, Fumiya… yo no vivo con mis papás. Ya soy un adulto —explicó, buscando suavizar el peso del tema.
Fumiya abrió los ojos desmesuradamente, casi ofendido por esa revelación.
—¿¡Qué!? ¿Cómo que padres? ¡¿Tienes más de uno!?
Dazai parpadeó. No esperaba que esa fuera la parte que lo descolocara.
—Bueno… sí. Un papá y una mamá. Es lo normal —respondió, encogiéndose de hombros. — Hay quienes tienen dos padres o dos madres.
Fumiya frunció el ceño, muy serio.
—Eso no tiene sentido… ¿si crezco dejaré de vivir con papá?
Dazai tragó saliva. Ya no había humor en sus ojos. Sólo tristeza.
—Es probable, sí —respondió con sinceridad—. Cuando creces, haces tu propia vida, tu propio espacio…
—¡Eso no tiene sentido! —interrumpió el niño, dando un paso al frente—. ¿Por qué tendría que irme si papá me quiere? ¡Yo no me voy a ir!
Dazai lo observó con una mezcla de ternura y compasión. Quiso decirle muchas cosas: que a veces la vida no te preguntaba, que crecer dolía, que a veces uno se iba aunque no quisiera. Pero no podía romperle esa ilusión. No todavía.
—Tal vez no tengas que irte tan pronto, cachorro… pero algún día tú decidirás a dónde ir. Y eso también está bien.
Fumiya lo miró en silencio, procesando sus palabras como quien intenta resolver un rompecabezas sin todas las piezas.
—¿Tú decidiste irte? —preguntó al final, bajando la voz.
—Fumiya — se escuchó una voz detrás suyo. Era Chuuya. Con una pijama holgada y tapándose un bostezo con el dorso de su mano. — ¿Ya fuiste al baño?
Fumiya se cruzó de brazos.
—Fumiya...anda, ve al baño.
El niño, resignado, obedeció a su papá, entrando de nuevo al cuarto y cerrando la puerta con fuerza.
Cuando fueron dejados solos. Separados solo por una puerta. Chuuya observo a Dazai.
—¿Ya te vas? ¿Tienes trabajo?
—No exactamente —respondió Dazai con una sonrisa ladeada, bajando la mirada como si buscara palabras en el suelo—. Pensaba irme antes de que despertaran... No quería incomodar.
Chuuya suspiró, apoyándose con desgano contra el marco de la puerta, aún medio dormido.
—No me incomodas. —murmuró, esbozando una sonrisa cansada. — Y Fumiya solo quiere pelear contigo porque está celoso.
Hubo un breve silencio.
—Te ves... distinto —dijo Dazai, casi en un susurro—. Más cansado. Pero bien.
—Tener un hijo hace eso —respondió Chuuya sin rodeos, señalando su camisa con estampado de osos de peluche—. Lo cambia todo.
—Sí... —musitó Dazai, sin apartar la vista—. Lo cambia todo.
Entonces, desde el baño, se escuchó una voz:
—¡Papá! ¡Ya terminé!
Chuuya no se movió aún. Miró a Dazai un segundo más, indeciso.
—Si quieres tomar algo... sabes dónde está la cocina.
Y dicho eso, se alejó con paso lento hacia el baño, dejando a Dazai solo en el pasillo.
Dazai terminó dejando el apartamento. Cerró la puerta con cuidado.
En su bolsillo, la copia de la llave pesaba más que cualquier arma.
Se la había llevado consigo pues tenía intenciones de volver.
Después de todo... se lo había jurado a Ranpo, en aquella tarde, cuando le había dicho que haría las cosas bien esta vez.
A Oda, cuando fue a visitar su tumba y se quedó allí hasta que el sol cayó, murmurando disculpas que nadie oía.
Y sobre todo... se lo debía a Chuuya.
Por los años perdidos. Por las heridas sin cerrar. Por todo lo que se dijeron y por lo que callaron.
Caminó por las calles aún dormidas de Yokohama con las manos en los bolsillos, el abrigo ondeando detrás de él y el eco de sus pasos resonando solitarios.
La ciudad había cambiado. Él había cambiado.
Pero había promesas que aún lo ataban. Y aunque era libre de irse…
esta vez, eligió quedarse.
Llegó a la agencia después de tomar un taxi, justo a tiempo antes de que Kunikida lo reprendiera por llegar tarde.
Dazai entró al edificio con su andar despreocupado de siempre, saludando con una leve inclinación a las secretarias, quienes ya ni se molestaba en preguntar por qué llegaba a esas horas.
Subió las escaleras de dos en dos, abriéndose paso entre el murmullo del personal que recién comenzaba el día, y justo al doblar el pasillo que lo llevaba a la oficina principal, vio la silueta inconfundible de Kunikida de pie, reloj en mano, como un juez esperando dictar sentencia.
—Buenos días, Kunikida-kun —canturreó Dazai, acomodándose una bufanda que tomo de la casa de Chuuya como si
acabara de regresar de un paseo primaveral.
—¡Dazai! Son las ocho con cincuenta y nueve minutos. Un minuto más y te habría anotado en el registro de retardos. —Kunikida frunció el ceño, pero aún no guardaba su libreta de notas.
—¿Ves? Estoy cambiando. Casi puntual. —Dazai sonrió.
Kunikida lo miró de arriba abajo, como intentando leer entre líneas.
—¿Dormiste?
—Más o menos —respondió, restándole importancia mientras se dejaba caer sobre el sillón.
Ranpo levantó la vista desde su escritorio con un palillo entre los dientes.
—¿Y qué tal el reencuentro con el pasado?
Dazai no respondió de inmediato. Observó el techo por unos segundos, antes de murmurar con voz baja pero firme:
—Tengo un hijo muy tierno, Ranpo-san... —dijo Dazai, dejando caer la cabeza hacia atrás como si hablara del clima, con una sonrisa melancólica en los labios.
Ranpo sonrió sin sorpresa, como si ya lo supiera desde antes.
Pero a tan solo unos pasos, Atsushi, Tanizaki y Kunikida, que no podían evitar prestar atención cuando Dazai abría la boca para soltar alguna bomba emocional, se quedaron paralizados. El silencio duró apenas un segundo antes de que estallaran al unísono:
—¿¡QUE TIENES UN QUÉ!?
Dazai alzó una ceja, sin moverse de su sitio.
—¿Acaso no les enseñaron a no meterse en conversaciones ajenas?
—¡Dazai! ¿¡Desde cuándo tienes un hijo!? —Atsushi se acercó con el rostro entre la sorpresa y la confusión.
—¿Eso es alguna clase de broma enferma? —exclamó Tanizaki.
Kunikida, por su parte, parecía haber entrado en un cortocircuito interno. Lo último que necesitaba era que su compañero de trabajo —y eterno dolor de cabeza— tuviera un hijo. Ya lo imaginaba llevando a un niño por la oficina, enseñándole a saltarse el trabajo o a escapar de las ventanas del segundo piso.
—Dazai... dime que estás mintiendo —gruñó Kunikida casi temblando.
Dazai suspiró, se puso de pie, caminó tranquilamente hacia la ventana y, con una mirada suave, simplemente dijo:
—Su nombre es Fumiya. Tiene cuatro años. Y no, no estoy bromeando.
Ranpo masticó su dulce, satisfecho.
Si el plan de Chuuya era mantener a salvo a Fumiya y pensaba usar a Dazai para su cometido, la agencia en algún punto tendría que enterarse.
En otra parte de Yokohama, más allá de los cafés tranquilos, las oficinas del gobierno y la calidez matutina de la Agencia de Detectives…el ambiente era distinto. El aire se sentía más denso.
En lo alto de uno de los edificios más antiguos del distrito portuario, justo en el corazón del territorio de la Port Mafia, la oficina principal era un silencio de terciopelo.
Mori Ougai, el jefe de la organización, contemplaba la ciudad a través de los ventanales que se extendían de piso a techo. Sus manos cruzadas a la espalda, su postura recta, impecable. La sonrisa serena en sus labios era la de un líder… o la de un depredador paciente.
A su lado, sentada en un diván de terciopelo carmesí, Elise balanceaba las piernas mientras coloreaba despreocupadamente en una enorme hoja de papel. Un castillo, quizás. Un conejo con sombrero. Usaba crayones de colores con entusiasmo infantil, ajena —o no tanto— a los asuntos que se tejían a su alrededor.
El reloj marcó las 9:47 cuando las puertas dobles se abrieron con suavidad.
Una brisa cargada de perfume floral y autoridad llenó la estancia.
—Ohayō gozaimasu —entonó Kouyou Ozaki con su voz calmada, melódica, haciendo una ligera reverencia. Llevaba un kimono impecable, su cabello recogido con elegancia y ese porte que solo las verdaderas damas de la mafia poseían.
Elise levantó la vista un momento, la saludó con una sonrisa y volvió a su dibujo. Mori giró levemente la cabeza, sin apartarse del ventanal.
—Kouyou... justo a tiempo —dijo con tono bajo, casi melancólico—. ¿Sabes qué día es hoy?
Ella caminó hasta su lado, sus pasos casi inaudibles sobre la alfombra.
—No tengo idea, señor.
Mori sonrió, esta vez mostrando los dientes.
Elise soltó un pequeño canto sin sentido, ajena a la tensión que comenzaba a acumularse.
Kouyou frunció el ceño, su mirada grave.
—¿Va a actuar? ¿Aceptara la alianza?
—No todavía —respondió Mori con serenidad—. Aún no. Primero tengo un par de planes y acciones que ejecutar...
Y añadió, como si hablara del clima:
—Después de todo… ¿no es la tragedia mucho más sabrosa cuando la víctima empieza a saborear la esperanza?
Kouyou frunció el ceño.
—No le entiendo, señor.
Mori suspiró.
—Elise...
Apenas pronunció su nombre, la pequeña rubia se levantó del sofá casi como si algo invisible la guiara. Una estela de luz violeta y rosada la rodeó al caminar. Se acercó con calma hasta el escritorio, tomó una carpeta gruesa y se la tendió a Kouyou sin decir palabra.
Kouyou tomó la carpeta con delicadeza, aún con una ceja alzada por la escena.
—¿Qué es esto?
—Un informe…Verás, querida. Hacía un par de semanas mandé a Black Lizard a vigilar los hogares de mis subordinados...No quería traidores en mis filas. —dijo Mori, recargando el mentón en una mano mientras jugaba con una pluma entre sus dedos—. Pero me termine enterando sobre un visitante al apartamento de Chuuya.
Kouyou entrecerró los ojos y hojeó el documento. Su mirada no tardó en endurecerse al ver las fotografías y los detalles.
—¿Dazai?
—Parece que no solo va a molestar.
Kouyou cerró la carpeta con fuerza contenida.
—¿Y eso le inquieta?
—No exactamente. Se que lo hace por la alianza, algo está planeando. —Mori sonrió—. Me intriga. Después de tantos años... ¿Por qué ahora? ¿Por qué volver con tanta frecuencia a su antiguo compañero?
—Chuuya sabrá cómo manejarlo —respondió ella con frialdad.
—Chuuya ya no está solo —añadió Mori, bajando la voz, sus ojos clavados en ella.
Kouyou permaneció en silencio un momento.
—¿Quiere que intervenga?
—No todavía. Solo quiero que observes a Chuuya. Y si descubres algo interesante... me lo dices. ¿Está claro?
—Sí, jefe.
Kouyou dio media vuelta y salió con la carpeta bajo el brazo. Su andar era firme, elegante, pero sus pensamientos iban más rápido que sus pasos.
Cuando Kouyou salió de la oficina con paso firme, Mori volvió su atención hacia Elise, quien aún sostenía en sus pequeñas manos una fotografía brillante bajo la luz del despacho. La rubia contemplaba la imagen con una expresión suave, como si tratara de captar cada detalle y guardar ese instante para siempre.
Con una sonrisa dulce, Elise levantó la foto y, dirigiéndose a Mori, preguntó con inocencia:
—¿Por qué no le entregaste esta?
—Porque Kouyou lo primero que haría sería advertirle a Chuuya que ya se donde está su cachorro...¿Y eso que tendría de divertido?
Elise permaneció en silencio un momento más, su mirada fija en la fotografía. Finalmente, con un destello de admiración en sus ojos, exclamó:
—¡Es un niño precioso!
El eco de sus palabras llenó la habitación, mientras Mori volvía a observar la imagen, atrapado entre un aura que su propia organización describía como perversa.
Cuando las pequeñas olas matutinas rompieron suavemente contra la orilla, el sonido del agua acariciando la arena llenó el aire con una calma apacible.
Fumiya, entusiasmado, corrió hacia el borde del mar con una risa alegre, dejando pequeñas huellas en la arena húmeda mientras el agua salpicaba sus tobillos. Sus risos oscuros se mecían con la brisa salina, y sus ojos brillaban con la emoción del momento.
A unos metros detrás de él, Chuuya caminaba con paso tranquilo, observando a su hijo con una sonrisa suave que curvaba sus labios. Llevaba una camisa azul pastel, ligeramente entreabierta, que se movía al compás del viento. Sus pantalones cortos contrastaban con su piel clara, y un sombrero de lino de ala ancha le protegía el rostro, acompañado de unas gafas oscuras que ocultaban la expresión de sus ojos, aunque el gesto sereno de su boca lo decía todo.
Aunque el sol apenas asomaba entre las nubes costeras, Chuuya había tomado sus precauciones: no tenía intenciones de broncearse.
Fumiya comenzó a dar pequeños saltos mientras pateaba las olas que rompían a sus pies, riéndose con cada salpicadura que el agua provocaba al empujarlo levemente hacia atrás. Su risa era cristalina, contagiosa, y se perdía entre el sonido rítmico del mar y el viento suave.
Al ver algo entre la espuma, se agachó con rapidez y recogió una pequeña concha, maravillado por su forma. No tardó en encontrar otra, y luego otra más, corriendo emocionado hacia su padre con las manos llenas de tesoros marinos.
—¡Papá, papá! ¡Mira lo que encontré! —gritó con entusiasmo, alzando las conchas como si fueran piedras preciosas.
Chuuya se agachó con una sonrisa, recibiéndolas con delicadeza. Su mirada, oculta tras las gafas, se suavizó aún más al ver la felicidad en el rostro de su hijo. El mar seguía rompiendo suavemente a sus espaldas, pero en ese momento, para Chuuya, el mundo era solo Fumiya y su risa.
Había valido la pena conducir hasta Umi no Koen, el parque marino de Yokohama. Y lo fue aún más haber caminado un poco más, adentrándose en una zona menos concurrida, donde los sonidos del bullicio urbano se desvanecían entre el oleaje y el canto de las aves.
Allí, donde el mar se encontraba con una playa tranquila enmarcada por árboles, Chuuya por fin podía respirar con calma. Sin fotógrafos, sin miradas curiosas, sin llamadas del trabajo. Solo él, su hijo y el vaivén sereno del agua.
El aire salino le despeinaba los cabellos rojizos que escapaban de debajo del sombrero, y el aroma del océano se mezclaba con el sol tenue de la mañana. A lo lejos, Fumiya reía de nuevo, con los pies llenos de arena y las manos ocupadas con más conchas.
Chuuya lo observó en silencio. Esa paz, ese instante... valían cada segundo del viaje.
Notes:
ya fue mucho cariño y afecto,
le hace falta ✨conflicto✨
Chapter Text
Cuando Dada y yo estamos en la playa
yo soy realmente feliz.
El sol del mediodía comenzó a abrasar su piel con intensidad, marcando el momento exacto en que Chuuya desplegó la sombrilla que había traído consigo. Sabía que era la señal: Fumiya debía volver a aplicarse bloqueador solar.
Con movimientos precisos, extendió la toalla sobre la arena cálida, alisándola con las palmas de las manos antes de sentarse. Entonces alzó la voz, buscando entre las risas y el sonido de las olas al pequeño revoltoso que no dejaba de correr de un lado a otro.
—Fumiya —llamó Chuuya lo suficientemente alto para ser escuchado por el cachorro, pero no para molestar a la gente que cada vez más rápido llegaba a su lugar privado—. Es hora del bloqueador, ven aquí.
A unos metros, el niño seguía concentrado en sus castillos de arena, con las mejillas enrojecidas por el sol y los dedos cubiertos de sal y granitos dorados. Levantó la mirada solo un instante, con los ojos brillando bajo la visera de su gorra desalineada, antes de volver a hundir las manos en la arena como si el mundo entero dependiera de terminar su creación.
Después de un rato, tras haber usado el agua del mar para limpiarse las palmas cubiertas de arena, Fumiya corrió hacia su padre con una sonrisa que competía con el brillo del sol.
Jugaron juntos hasta que el cansancio comenzó a pesar en sus cuerpos pequeños y risueños, y finalmente, padre e hijo se dejaron caer sobre la toalla extendida en la arena.
Ambos yacían de espaldas, con la respiración tranquila y las miradas elevadas al cielo. El murmullo del mar se mezclaba con el susurro de las hojas que caían lentamente de los árboles del parque marino, meciéndose en el aire antes de posarse con suavidad sobre la tierra caliente.
Chuuya ladeó el rostro para observar a su hijo, cuyo cabello aún húmedo se enredaba en la frente. Fumiya lo miró también, con esos ojos claros que parecían contener todo el cielo de verano.
—Fumiya… —murmuró Chuuya, acariciándole con suavidad el cabello aún húmedo—. ¿Sabías que… los niños suelen tener dos padres? Una mamá y un papá… o dos papás, o dos mamás…
Fumiya asintió con naturalidad, sin apartar la vista de su helado de vainilla, al que le dio una generosa lamida antes de que comenzara a derretirse por el calor. Lo había recibido hacía unos minutos, traído por uno de los subordinados de Chuuya, que había sido enviado con esa misión especial mientras ellos se recostaban al sol.
Era gracioso, en realidad.
Porque cuando Fumiya y Chuuya creían estar solos, nunca lo estaban del todo.
Siempre, en algún rincón del parque, tras unos arbustos o fingiendo ser un turista más, había un subordinado vigilando con discreta fidelidad. Uno de esos hombres silenciosos y eficaces que parecían surgir de las sombras y desvanecerse igual de rápido.
Y cada vez que Chuuya los descubría —porque claro que los descubría, nadie podía esconderse de él por mucho tiempo—, se aseguraba de hacerlos partícipes, de incluirlos en sus actividades sin importar lo extrañas, triviales o incluso íntimas que fueran. Como si pertenecer a su mundo implicara, inevitablemente, compartir también los fragmentos más simples y humanos de su vida. Como comprar un helado. Como ver caer las hojas de los árboles. Como reírse con su hijo en la playa.
Chuuya observó a su subordinado, ese hombre siempre tan serio y correcto, patear el agua del mar como si por un momento se hubiera olvidado de su deber. La escena le arrancó una sonrisa suave, casi melancólica.
—¿Lo sabes? —preguntó Chuuya, sin mirar a su hijo, pero sintiendo su pequeña presencia a su lado.
—Sí… Dazai me lo dijo… —respondió Fumiya, con el ceño ligeramente fruncido, aún aferrado a su helado ya medio derretido—. ¡También me dijo que yo te dejaría al crecer! ¡Y por supuesto que eso no pasará! ¿Verdad, papá?
Chuuya lo miró. Esa afirmación tan decidida, esa convicción pura que solo un niño podía sostener sin vacilar, le apretó el pecho. Sonrió, acariciándole la mejilla con la yema de los dedos.
—Fumiya… los pajaritos deben dejar el nido cuando crecen. Es parte de la vida… Aprenden a volar, a ser libres, a construir su propio hogar. Y sí, eso también implica alejarse un poco de sus padres.
El niño bajó la mirada, como si intentara comprender algo que todavía no cabía del todo en su corazón.
—Fumiya, tú tienes dos papás —continuó Chuuya, con voz baja, como si compartiera un secreto—. Yo soy uno de ellos… pero tú tienes otro papá. Uno igual de importante que yo.
Fumiya parpadeó, como si acabara de recordar algo. O a alguien. Recordar a alguien que no conocía era imposible, pero su corazón se llenó con calidez.
Y el viento marino, en ese instante, trajo consigo un eco lejano, como si el nombre no dicho aún flotara entre las olas, esperando ser llamado.
—¿Es… omega como tú? —preguntó Fumiya, con la inocencia temblando en su voz.
Chuuya negó con suavidad, sin perder la sonrisa.
—No, corazón. Es como tú. Un alfa.
Los ojos de Fumiya se iluminaron al instante, como si algo dentro de él hubiese hecho clic.
—¿En serio? —su sonrisa fue casi inmediata, esperanzada, curiosa—. ¿Y cómo es?
Chuuya respiró hondo, la mirada perdida por un momento en el horizonte donde el mar besaba la arena.
—Es… gracioso, burlón… nunca deja de jugar. Siempre tiene una broma en la punta de la lengua, incluso cuando no debería. Pero es también encantador. Muy inteligente… demasiado, a veces.
Fumiya sonrió apenas escuchó la palabra jugar. Sus manitas apretaron con más fuerza el palito del helado ya casi acabado.
Porque aunque nunca se lo decía a su papá, había días —esos días silenciosos en casa, o los paseos en auto donde pasaban junto a parques llenos de risas— en los que se sentía muy solo. Veía a los niños corriendo, cayendo, empujándose con alegría entre juegos, y deseaba poder bajarse también, gritar sus nombres, unirse a la fiesta de tierra, sudor y carcajadas.
Pero no tenía a alguien con quien compartir esas cosas. No siempre.
Y ahora, la idea de tener otro papá, uno con quien jugar, uno que también fuera alfa como él… uno que pudiera llenar ese espacio vacío que a veces se agrandaba en su pecho sin avisar…
Fumiya lo quería. Lo quería con toda la fuerza de su pequeño corazón.
—¿Y por qué él no está aquí? —preguntó entonces, en voz baja, casi como un susurro que temía la respuesta. —¡Así podría jugar con él!
Chuuya se quedó en silencio. La brisa marina revolvió su cabello y el sol, alto, siguió brillando, ajeno al peso de las palabras que se avecinaban.
Chuuya estaba a punto de responderle a su hijo cuando notó la sombra que se cernía sobre ellos. Alzó la mirada y vio a su subordinado acercarse con paso apurado, el celular en mano. El mismo que había entregado al llegar, pidiendo con firmeza que no se lo dieran a menos que fuera una verdadera emergencia.
El gesto en el rostro del subordinado lo dijo todo.
—¿Diga? —respondió Chuuya al teléfono después de disculparse con Fumiya, depositando un beso en su cabello y encargándolo en voz baja al hombre que permanecía junto a ellos.
—Nakahara-san… —la voz al otro lado de la línea era grave, reconocible de inmediato.
Chuuya sonrió, relajando apenas los hombros.
—Akutagawa… Hace tiempo que no oía tu voz. ¿Sucede algo?
El silencio del otro lado duró apenas un segundo, pero fue suficiente para que Chuuya notara la tensión. La sonrisa se desdibujó de sus labios en cuanto Akutagawa habló otra vez.
—Nakahara-san… usted no se encuentra en casa, ¿cierto?
Chuuya sintió un pinchazo helado en el pecho. Se giró de inmediato hacia donde estaban su hijo y su subordinado, el cuerpo tensándose como un resorte.
Su pequeño sonreía, extendiendo el palo de madera de su helado, lo único que quedaba de su bocadillo, ofreciéndole al hombre trajeado.
—¿Qué pasa, Akutagawa? Me estás asustando...
—¡Nakahara-san, debe salir del parque marino ahora mismo! —la voz del muchacho se quebró por un instante—. Ha habido una brecha de seguridad. Detectamos una señal desconocida cerca de su ubicación y-
En un instante, todo el calor del sol pareció desaparecer. Dejo caer el celular a la arena y corrió de regreso con su hijo.
Chuuya apretó los dientes y ya estaba avanzando, sujetando a Fumiya con una mano y ordenando al subordinado con la otra.
El momento de paz había terminado.
—¡Avísale al equipo uno y cinco que rodeen la sede! Haz que me comuniquen con la ejecutiva Ozaki, y dile al ejecutivo Verlaine que alerte a Black Lizard y a sus novatos para que vigilen los movimientos de la Agencia de Detectives —ordenó Chuuya con voz firme, mientras uno de sus subordinados le ayudaba a colocarse el micrófono y el audífono, ocultos bajo su cabello agitado por el viento marino.
Todo había cambiado en cuestión de segundos. Y en menos tiempo del esperado. Akutagawa ya había enviado a su equipo de hombres a sacarlo de la playa.
Fumiya, que aún no comprendía la magnitud de lo que ocurría, solo atinó a aferrarse al torso de su padre, envolviéndolo con sus pequeños brazos mientras sentía que el corazón le latía más fuerte que nunca. Sus juguetes se habían quedado en la arena sin que nadie lo notara.
Chuuya se inclinó, lo alzó en brazos con un solo movimiento y echó a correr hacia su coche sin perder la compostura. Fumiya no tuvo tiempo de reaccionar.
Abrió la puerta trasera y colocó con cuidado a Fumiya en el asiento, asegurándolo con el cinturón mientras el niño lo miraba con ojos grandes, húmedos, llenos de preguntas sin respuesta.
—Llévalo a casa —le dijo al chófer del coche de seguridad—. Avísale a Kajii que vigile el edificio. No permitas que nadie entre o salga sin autorización directa mía.
—Papá… —murmuró Fumiya, su voz temblorosa—. ¿A dónde vas?
Chuuya se detuvo un segundo. Estaba a punto de cerrar la puerta cuando vio el rostro de su hijo, tan confundido, tan pequeño y vulnerable. Se agachó, abrió el compartimiento bajo el asiento delantero y sacó un maletín negro, reforzado, que hacía contraste con su ropa ligera. Ya no había lugar para la playa.
Frunció ligeramente el ceño, conteniendo el peso en su pecho. Luego se inclinó hacia Fumiya y le acarició la mejilla con ternura.
—Tengo que ir rápido al trabajo —dijo en voz baja, con la suavidad que sólo se reserva a quienes uno ama más que a la vida misma—. Pero te prometo que estaré en casa antes de lo que imaginas. Sé buen niño, ¿sí?
Fumiya asintió en silencio, mordiéndose los labios para no llorar.
Y Chuuya, con una última mirada, cerró la puerta del coche y se volvió hacia el resto de sus subordinados.
—Todo el mundo ha enloquecido… —murmuró Chuuya para sí mismo, con el ceño fruncido mientras revisaba el cargador de una pistola antes de colocarla en su funda. No dejaba de recibir armas, una tras otra, cada una entregada por manos temblorosas que lo rodeaban mientras se preparaba—. ¿A quién, en su jodido juicio, se le ocurrió liberar a Q?
Su voz era baja, pero cargada de una furia contenida, como una cuerda tensa a punto de romperse. El nombre maldito había teñido el aire de temor. Bastó con pronunciarlo para que todo el entorno se volviera más denso, más oscuro.
Cuando el omega alzó la vista y la posó sobre sus subordinados, en su mayoría alfas y betas entrenados para el combate, todos evitaron su mirada, bajando la cabeza con respeto… o quizás miedo.
Chuuya rodó los ojos con fastidio.
—¿Alguien ya logró comunicarme con Kouyou-san?
—La señora Ozaki ya se encuentra en la sede, mi señor —respondió uno de los alfas, rígido como una estatua—. Todos los ejecutivos han recibido la orden de reunirse allá.
Chuuya asintió sin decir palabra, ajustándose el chaleco antibalas y asegurando el maletín a su espalda. En su pecho, la presión crecía, no sólo por la amenaza latente… sino por el hecho de que cada segundo de retraso lo alejaba más de su hijo.
Q había vuelto.
Y con él, la posibilidad de que el caos se desatara por completo.
La estación de trenes estaba vacía, envuelta en ese extraño silencio que sólo existe cuando la rutina se interrumpe.
Las pocas luces parpadeaban sobre los andenes desiertos, y el murmullo del viento que se colaba entre las rendijas metálicas era lo único que acompañaba a Atsushi, quien esperaba obedientemente. Dazai, como siempre, se había excusado con una sonrisa ambigua.
—Iré al baño.
Le ordenó quedarse. No quería que Naomi o Haruno pensaran que las habían abandonado.
Pero claro, eso era sólo una excusa.
Dazai no había caminado ni diez metros antes de desviar su camino, con los hombros relajados pero los sentidos afilados. Lo estaban siguiendo, lo sentía desde hacía minutos. Y esta vez no iba a fingir que no lo notaba.
Las encontró tras un callejón, en una esquina desierta del andén. Higuchi fue la primera en levantar la mirada, nerviosa, como si hubiera cometido un error imperdonable al ser descubierta. A su lado, Gin cayó sin decir una palabra, como era de esperarse, pero tampoco hizo ademán alguno por ocultarse. Sabía que el juego de sombras había terminado.
—¿Qué quieren? —preguntó Dazai con su tono habitual.
Higuchi se acercó un paso.
—Vengo con un mensaje del jefe Mori —dijo, intentando mantener la compostura—. Él quiere saber si… si deseas volver a ser un ejecutivo.
Dazai se echó a reír, una carcajada seca, sarcástica, vacía de humor.
—¿Es en serio? ¿Creen que pueden atraerme con el mismo puesto que dejé? ¿Qué sigue, prometerme una oficina con vista al río?
Higuchi tragó saliva, vaciló…
—Q ha sido liberado.
La sonrisa de Dazai se esfumó.
—Mori nos ordenó protegerte. Él cree que Q puede… puede ir tras ti, ya que eres el único que puede detenerlo.
Hubo un segundo de silencio que se estiró como un abismo.
Y entonces, por primera vez en mucho tiempo, Dazai Osamu tembló. El recuerdo de esa risa infantil, quebrada, de ese poder desquiciado que no distinguía entre víctima o culpable, amigo o enemigo, lo envolvió como una marea helada.
Incluso él, en su tiempo, había sentido miedo de Q. De Yumeno Kyuusaku.
—Estás bromeando —dijo en voz baja, mirando a Higuchi con incredulidad—. ¿Están locos?
—La Port Mafia hará lo necesario para no perder ante The Guild —respondió Higuchi, como repitiendo una consigna que no terminaba de creer del todo.
Dazai dio un paso al frente, la sombra de su figura alargándose bajo la luz amarillenta del andén.
—Esto no se trata de ganar o perder ¿Qué estaban pensando? —espetó—. Con Q afuera… nada lo va a detener. Ese niño no tiene límites. No tiene moral. No tiene lealtades.
Y si lo dejan libre… todos pagaremos el precio.
Chuuya frunció el ceño apenas puso un pie dentro de la sala de juntas de la Port Mafia. El aire era denso, cargado de tensión que pesa a toneladas.
A la cabeza de la larga mesa, como siempre, Mori Ougai se encontraba sentado con la postura relajada de quien controla el tablero.
A su derecha, Kouyou Ozaki, elegante y serena, mantenía las manos entrelazadas sobre la mesa. Frente a ella, As y Paul Verlaine permanecían sentados, atentos, sus rostros inescrutables.
Chuuya distinguió rápido que Paul no quería estar ahí.
Vestido con ropa más formal, Chuuya bajó ligeramente la cabeza en señal de saludo y avanzó con paso firme hasta ocupar el asiento libre junto a Kouyou. Ella no lo miró. No dijo nada. Solo permaneció recta, con la vista al frente, como si no lo reconociera siquiera.
El pelirrojo se acomodó en la silla, sin quitarse el maletín del hombro, apenas contenida la molestia en su rostro.
—Chuuya… llegas tarde —dijo Mori con esa sonrisa que siempre escondía algo más detrás—. ¿Qué hacías?
Chuuya inspiró hondo, enderezando la espalda.
—Nada, señor. Solo encargándome de que mi equipo protegiera la zona. Cumpliendo con mi deber. —respondió con voz firme, aunque evitó mirar directamente al jefe.
Mori ladeó apenas la cabeza, como si se divirtiera con la respuesta. Luego alzó una ceja con teatralidad medida.
—¿Cumpliendo con tu deber? Akutagawa te ubicó en el parque marino —dijo en voz suave, casi como quien comenta un chisme inocente—. ¿Te parece un buen momento para estar… paseando?
La sala quedó en silencio. El comentario, aunque pronunciado con cortesía, cortó el aire como una daga.
As soltó una risa que lo hizo ganarse una mirada fulminante de Kouyou.
Chuuya apretó la mandíbula. Las palabras ardían en su garganta, pero sabía que debía medir cada sílaba. No solo estaba hablando con Mori… estaba frente a todos.
—Estaba asegurándome de proteger a un civil… uno que resulta ser mi hijo —dijo finalmente, con voz baja pero firme.
Por primera vez, Kouyou lo miró de reojo. No se esperaba esa respuesta de parte de su compañero.
Y Mori, con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos, asintió lentamente, como si acabara de recordarlo. Como si acabara de decidir cuánto valía esa justificación.
—¿Tu hijo? —repitió Mori, con una curiosidad venenosa pintada en el rostro, los dedos entrelazados sobre la mesa como un cuervo dispuesto a destripar un secreto—. Pensé que ese niño había muerto hace mucho tiempo, Chuuya…
Chuuya no contestó. La ira le recorrió los hombros, y un leve tic en su mandíbula delató la presión contenida.
Mori continuó, sin apartar los ojos de él.
—¿Acaso no lo habías dejado en un orfanato? —hizo una pausa, como si saboreara el recuerdo—. Pensé que estaba en ese orfanato… el que fue destrozado por un ataque terrorista anónimo.
El silencio cayó como un golpe sordo.
As y Verlaine no dijeron nada, pero ambos miraron con más atención a Chuuya. Kouyou mantenía su postura rígida, la mirada clavada al frente, como si escuchar aquello fuera tan doloroso como innecesario.
Chuuya bajó lentamente la vista, los puños cerrados sobre sus muslos. El recuerdo lo golpeó como una ola fría: las noticias, los escombros, el informe clínico sellado… y el silencio.
Ese maldito silencio.
Pero sobre todo, el alivio de nunca haber entregado a su hijo al orfanato.
—Lo mantuve conmigo, señor. Lo estuve criando fuera del país estos cuatro años.—dijo al fin, la voz áspera por el peso de los años, de la culpa por mentirle a su jefe.
Mori sonrió. No de burla, sino de algo más retorcido: satisfacción. Como si acabara de descubrir una carta que ni siquiera sabía que estaba en el juego.
Una carta que ahora le convenía.
—Qué conmovedor —susurró, apoyando el mentón en una mano—. El temido ejecutivo de la Port Mafia… jugando a la familia.
Chuuya alzó la vista, sus ojos encendidos, sin dejarse intimidar.
—No me reprenda, señor —dijo Chuuya, conteniendo la furia en cada palabra—. He mantenido a mi hijo fuera del peligro, y eso no ha ocasionado ningún problema a la organización.
Por un instante, el silencio se hizo absoluto.
La sonrisa de Mori desapareció, como si alguien hubiera soplado una vela. Sus ojos, normalmente indiferentes y tranquilos, brillaron de pronto con un destello violáceo.
Detrás de su silla, como convocada por ese gesto casi imperceptible, apareció Elise, flotando con ligereza. Llevaba en brazos una carpeta amarilla, gruesa, gastada por las esquinas.
Con una sonrisa juguetona, se adelantó y la arrojó sobre la mesa. La carpeta se deslizó con un sonido seco por la superficie de madera hasta detenerse justo frente a Chuuya.
Kouyou entrecerró los ojos al verla. La reconoció al instante y que había esperado, en vano, que no se utilizara.
Mori la abrió sin decir palabra. Sus dedos se movieron con calma mientras las páginas revelaban su contenido.
Fotos.
Fotos de Chuuya. Fotos de Fumiya.
Fotos tomadas desde la distancia, con la precisión de una vigilancia prolongada.
Una donde Chuuya llegaba a una pequeña casa en Francia, cargando una bolsa de pan y con un gorro calado hasta las orejas. Otra, más reciente, con Fumiya dormido sobre su pecho durante un paseo nocturno. Y luego, fotos en Yokohama… la llegada, las visitas al parque, la entrada a su apartamento.
Pero la imagen que hizo que los ejecutivos se inclinaran hacia adelante en silencio… fue la última.
Dazai Osamu, saliendo del apartamento de Chuuya. Cabello revuelto, chaqueta mal puesta, una mano sujetando el marco de la puerta como si acabara de despertarse… o como si no quisiera marcharse del todo.
El ambiente se tensó.
Verlaine entrecerró los ojos. As ladeó apenas la cabeza, sin decir nada.
Kouyou ni siquiera fingió sorpresa. Solo suspiró, cerrando los ojos por un breve segundo.
Y Chuuya, sin moverse, mantuvo la vista fija en la carpeta abierta.
—No sé qué me pesa más, Chuuya. Si el hecho de que me hayas mentido durante cuatro años con excusas sobre por qué tardabas más de lo necesario en tus misiones al extranjero... o que me ocultaras que Dazai conocía la existencia de Fumiya.
—Señor-
Mori alzó una mano para interrumpirlo, sin borrar la sonrisa de su rostro.
—Oh, Chuuya... ya no te creo, querido. Me mentiste. ¿Sabes cómo me siento? Bastante confundido... y triste. Mi ejecutivo más valioso es un mentiroso... y un traidor.
Mori entornó los ojos, su voz descendió a un susurro venenoso:
—He estado pensando, y cuanto más lo hago, más llego a una conclusión dolorosa. Chuuya... ¿fuiste tú quien ayudó a Dazai a escapar?
Kouyou finalmente desvió la mirada hacia Chuuya, con los ojos entrecerrados y la mandíbula tensa, como si esa pregunta también la hubiera atravesado a ella.
Chuuya apretó los puños sobre sus piernas, mordiéndose el interior de la mejilla con tanta fuerza que le supo a hierro.
—No... —dijo con la voz más firme que pudo—. Jamás lo habría hecho. Dazai se fue por voluntad propia, señor. Sin decirle nada a nadie. Ni siquiera a mí.
Mori ladeó la cabeza. Su sonrisa regresó, fina y vacía.
—¿Y por qué, entonces, está en esa foto saliendo de tu apartamento, Chuuya?
—¡No lo sé! —Chuuya se levantó de golpe, las manos temblando de rabia contenida—. ¡Yo no sabía que iba a traicionar a la mafia!
Mori lo observó sin pestañear.
—Y aún así lo ayudaste a ocultarse...
—¡No sabía que se iba a ir! —repitió, esta vez con la voz quebrada, ahogada entre la impotencia y el enojo—. Yo también me enteré cuando ya era demasiado tarde.
La silla de Verlaine crujió cuando el francés se inclinó hacia adelante, su tono helado:
—Señor...considero que nos estamos desviando del tema principal. Guild es la prioridad aquí.
Kouyou entrecerró aún más los ojos.
—Verlaine tiene razón, señor. Nada nos asegura que Q vaya a volver después.
Chuuya sintió que el peso de todas las miradas sobre él.
—Si quisiera traicionar a la mafia, ya lo habría hecho hace años... —murmuró.
Mori asintió lentamente, con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos.
—Oh, lo sé. Eres un perro fiel para esta organización —soltó una pequeña risita, tan ligera como venenosa—. ¡Todo perdonado, Chuuya!
Chuuya no reaccionó. Mantuvo la espalda recta, sintiendo cómo cada palabra se le clavaba en la piel como agujas.
—Claro, todo perdonado —repitió Mori, levantándose lentamente de su silla—. Pero, como sabrás, el perdón también tiene precio.
—Kouyou me habló maravillas de Fumiya. Un niño brillante, con talento para el arte… y una capacidad sorprendente para esconderse. Me pregunto de quién habrá heredado eso.
Chuuya apretó los puños.
—No se atreva.
—¿"No me atreva"? —Mori rió entre dientes—. Chuuya, por favor. Si realmente quisiera hacerle daño a ese niño, no te estaría hablando ahora mismo.
Silencio.
—Solo quiero asegurarme de que sigues siendo nuestro. Que no has olvidado tu lugar, que no has dejado que... vínculos personales nublen tu juicio. ¿Me equivoco?
Chuuya tragó saliva, mirando a Kouyou de reojo. Ella mantenía la mirada al frente, impasible.
—No...
Mori se acercó, palmeándole el hombro y acariciando su rostro con una ternura enfermiza.
—Bien. Entonces, tenemos un trato. Tú sigues cumpliendo tus misiones, sin distracciones. Y Fumiya... seguirá siendo tu hijo.
Chuuya bajó la cabeza.
—Sí, señor.
—Perfecto —Mori volvió a su asiento con elegancia.
—. Ah, y Chuuya…la Agencia y la Port Mafia se han aliado para derrotar a Guild. ¿No es una gran noticia? —dijo, apoyando los dedos bajo el mentón—. Al fin tendrás la oportunidad perfecta para revelarle a Dazai que tiene un hijo.
Cuando la reunión terminó y Mori se retiró junto a Elise, el silencio en la sala se volvió espeso como la niebla.
Chuuya se quedó en su lugar, con el rostro cubierto por las manos, los codos apoyados en las rodillas. No lloraba, pero su respiración pesada delataba la presión que pesaba sobre sus hombros. Verlaine, de pie a su lado, no lo consolaba con palabras, pero su presencia imponente mantenía a raya a cualquier intruso. Especialmente de As, que intentaba acercarse por diferentes motivos.
El alfa fue el primero en romper el silencio con una risa baja y burlona.
—Ahora entiendo por qué me rechazaste el cortejo... Tenías un mocoso escondido.
Kouyou se giró con un suspiro frustrado, cruzándose de brazos.
—Cállate, As.
El alfa levantó las cejas, fingiendo indignación.
—¿Disculpa? Ozaki-san… ¿No ve que estoy hablando con Nakahara-san?
Chuuya levantó la cabeza con una expresión que destilaba puro hastío.
—Dios santo, cállate, As.
As chasqueó la lengua, ofendido, pero no insistió. Sabía leer el ambiente, y ahora mismo el de Chuuya gritaba que no estaba de humor para tonterías.
Kouyou se acercó un par de pasos, pero Verlaine entrecerró los ojos y ladeó ligeramente el cuerpo, apenas perceptible, pero suficiente para marcar territorio. Ella se detuvo. Lo entendía: el momento no era suyo.
—¿Vas a decirle? —preguntó Verlaine en voz baja, casi como si temiera romper a su hermano más de lo que ya lo estaba.
Chuuya soltó una carcajada seca y amarga. Se reclinó en el respaldo de la silla, con los ojos perdidos en el techo. — Ya se lo contó Kouyou antes que yo…
—Querida Kouyou...Me sorprendes, no esperaba que fueras una soplona. —musitó Verlaine, sin apartar la vista de la puerta por la que se había ido Mori.
Ozaki rodeo los ojos y se cruzo de brazos. —Cuando Chuuya estaba en labor de parto ¡Tú querías buscar a Dazai! ¿Lo recuerdas?
—¿Y qué tiene eso de extraño? Dazai era el padre, debía hacerse responsable y estar presente.
—¿Qué sabrás tú de eso? —respondió Kouyou —. No es tan fácil. No es solo llegar y decir "Hola, Dazai, por cierto, tienes un hijo con Chuuya. Sobrevivió a un aborto. Está vivo. Y sí, se ve que será tan testarudo como tú."
As resopló por lo bajo.
—Eso explica por qué Nakahara-san tenía el vientre abultado en cuanto lo conocí.
—As... —gruñó Chuuya entre dientes.
—Está bien, está bien, ya me voy —dijo alzando las manos en señal de rendición—. Pero en serio, deberían tener más cuidado con lo que dejan suelto por ahí. ¿Cómo es que pudiste dejarte embarazar del engendro de Dazai?
Y con eso, se dio la vuelta y salió.
Los tres ejecutivos restantes coincidieron en una sola frase: —Como odio a ese sujeto.
Kouyou lo miró irse y luego se acercó a la silla enseguida del pelirrojo con cuidado, posando una mano en el hombro de Chuuya. Esta vez, Verlaine no la detuvo.
—Te apoyaremos, Chuuya. Pase lo que pase. Ese niño es importante. Para ti… y para todos nosotros.
Verlaine asintió.
—¿Estás pensando en cobrarle pensión a Dazai? —dijo el rubio cenizo, con esa media sonrisa ladeada que usaba para disfrazar sus emociones tras bromas ácidas.
Kouyou no pudo evitar reír, cubriéndose los labios con elegancia. Incluso Chuuya, derrotado y con los ojos aún rojos por el llanto, soltó una carcajada breve, ronca y seca, pero genuina.
—Maldito idiota —murmuró entre dientes, negando con la cabeza—. Pero no sería mala idea. Años de ausencia, ni un regalo de cumpleaños… ese bastardo me debe una fortuna.
—Deberías demandarlo si no lo hace —agregó Verlaine, cruzándose de brazos—. Tiene pinta de tipo que huiría del país antes que pagar manutención, pero seguro que Mori se encargaría de ponerle una pistola en la cabeza.
—No lo tentemos —replicó Kouyou, con una sonrisa divertida—. Si alguien es capaz de hacer eso realidad, es Mori-san.
Chuuya bufó.
—¿Bromeas? Mori-san nunca dañaría a Dazai.
Q había causado un desastre.
Tal y como lo había previsto.
Haruno y Naomi estaban heridas, recuperándose entre suspiros dolorosos, mientras Atsushi, de rodillas frente a las chicas, no dejaba de murmurar disculpas que se ahogaban en su propia culpa. Estaba destrozado.
La suerte fue que Dazai había llegado justo a tiempo para alejar al niño antes de que todo fuera peor. Con un tono firme y una mirada imperturbable, lo arrastró fuera de sus pensamientos y se encargo de golpearlo lo suficiente para hacerlo reaccionar.
Ahora, Osamu se encontraba solo.
Apoyado contra una pared del edificio de la agencia, al exterior, encendiendo un cigarro que ni siquiera quería fumar, Dazai pensaba. Miraba al horizonte sin verlo, su mente demasiado ocupada.
Necesitaba contactar a Chuuya.
Sabía que si Q se había escapado, la Port Mafia estaría ardiendo en caos. Conociendo a Mori, habría activado todos los protocolos de emergencia, presionando a los ejecutivos hasta dejarlos sin aliento.
Y Fumiya… ese niño seguramente estaba solo.
Dazai apretó los dientes. La culpa le golpeó el pecho como un tren. Porque al final, el niño también era su responsabilidad.
—Maldita sea… —susurró.
Y entonces sacó su celular, tembloroso, como si pesara toneladas.
Marcó. Solo un número. Solo un nombre.
Mori Ougai.
—Señor… su celular.
Mori levantó la vista, curioso, mientras sostenía la taza de porcelana entre sus dedos enguantados. Kouyou, a su lado, ni siquiera alzó la mirada, concentrada en remover lentamente el té.
—¿Quién es? —preguntó el jefe con una sonrisa cortés, aunque sus ojos estaban atentos.
—El número está registrado como… Dazai Osamu, señor.
Un silencio breve y tenso se instaló en la oficina.
Chuuya, que había estado ignorando todo mientras observaba la ciudad desde los ventanales, giró ligeramente la cabeza.
La gran oficina de su jefe detrás suyo era un triste escenario.
—Dámelo —ordenó el pelirrojo sin volverse del todo.
El subordinado dudó. Miró a Mori, que simplemente asintió con gracia.
—Veamos qué quiere nuestro desertor —murmuró con suavidad.
Chuuya tomó el celular, y sin moverse del lugar, respondió.
—¿Dazai?
Su voz era baja, pero firme.
Hubo un segundo de silencio al otro lado. Luego, la voz que conocía demasiado bien lo alcanzó.
—Chuuya...
Notes:
Atrás Mori y
deja a la familia
tradicional
Chapter 8: ⁰⁰⁷
Chapter Text
Y un día, comencé a
preguntarle a mi papá dónde estaba
mi Otō-san.
—¿Dazai?
El corazón de Dazai casi se le salió del pecho al escuchar la voz del omega al otro lado de la línea. Estaba seguro de haber marcado el número de Mori, pero supuso que su jefe le había permitido contestar.
—Chuuya... Q escapó.
—Tsk, eso ya lo sé, idiota.
Dazai sonrió.
—¿Mori está contigo?
Chuuya guardó silencio unos segundos, seguramente consultando con Mori qué debía responder.
—Lo está. ¿Qué estás pensando?
La sonrisa de Dazai se ensanchó.
—Dile que... por esta noche, el Doble Negro ha regresado.
El silencio se hizo denso tras esa frase.
Chuuya apretó el celular entre sus dedos, el corazón latiéndole con fuerza en las costillas. Dazai no usaba ese nombre a la ligera. No desde hacía años.
—¿Estás loco? —escupió con voz grave, temblorosa de rabia contenida. Aunque, en el fondo, una chispa de algo más ardía—. No me jodas, Dazai.
—Me temo que no tengo tiempo para bromas, Chuuya —replicó la voz grave desde el otro lado, aún teñida de esa maldita sonrisa melancólica que sólo él sabía usar—. Si Guild está moviéndose otra vez… y Q escapó, sabes tan bien como yo lo que eso significa
—Lo quieren utilizar… —susurró Chuuya, bajando la mirada. — Dazai, no puedo arriesgarme...si llegamos a fallar, Fumiya quedará solo...
Dazai calló un segundo, como si la sola mención del nombre le hiciera doler el pecho.
—No pasara eso, te lo prometo.
Chuuya no respondió. Se giró lentamente, encontrándose con los ojos tranquilos de Mori y la ceja arqueada de Kouyou. Había silencio entre ellos, pero también comprensión.
El mismo silencio que compartieron años atrás, cuando ambos sabían que aquella alianza entre mafioso y suicida no podía significar otra cosa más que caos.
—Dazai... si esto es una trampa de la Agencia, te juro que yo mismo los mato—
—No estoy llamando para pedirte permiso —lo interrumpió el alfa con una seriedad—. Estoy llamando porque esta vez no pienso dejar que nadie o nada perturbe la ciudad donde mi cachorro vive.
Chuuya cerró los ojos un momento.
—Entonces apresúrate —dijo al fin—. Mori ya dio la orden. Nos moveremos en cuanto la Agencia lo haga. Y si fallas…
—Sé lo que me harás, pequeño.
—No tan pequeño como para que te salves de una patada en las bolas.
La risa de Dazai estalló como un disparo suave en la línea, y por un instante, el peso en el pecho de Chuuya se volvió menos denso.
—Nos vemos en el infierno, compañero.
—Primero tienes que ganarte a Fumiya antes de que yo vuelva a ser tu pareja.
La línea se cortó.
Chuuya bajó lentamente el celular, y lo tendió de vuelta al subordinado.
Luego, giró hacia Mori.
—Creo que su peón ha vuelto a mover ficha, jefe.
Mori sonrió, lento, como un gato satisfecho.
—Y qué entretenido será ver cómo termina esta partida.
—¿No te estás arriesgando mucho, Dazai? —preguntó una voz femenina una vez que el alfa castaño dejó el teléfono.
Yosano, la doctora de la Agencia de Detectives Armados, estaba sentada a su lado en el sofá, observándolo con una sonrisa y una ceja arqueada.
Había sido la única que, al enterarse de que Dazai era padre, no gritó ni lo llenó de preguntas como el resto.
Aunque Kenji tampoco armó un gran escándalo, él solo se pregunto cuando podría conocer al niño. Atsushi y Kunikida fueron los que más confundidos estaban; ¿Cuando? ¿Dónde? ¿Por qué? ¿Quién?
Y Kyoka, la pobre niña que Atsushi había adoptado bajo su ala como un hermano mayor, solo le sonrió.
Tanizaki fue el más comprensible y fue él quien se encargo de contárselo a Naomi. Naomi se lo contó a Haruno. Haruno a las demás secretarias, que a su vez se lo contaron a Fukuzawa...y Fukuzawa se lo contó a todos los gatos de la ciudad.
Pero la reacción que enterneció a todos, fue la de Kyoka. Seguro que Izumi estaba orgullosa de que Dazai por fin se diera cuenta que el cachorro de Chuuya, al cual le tocó ver un par de veces, era suyo.
—¡Para nada! Tendré a un gran compañero a mi lado.
Yosano sonrió con diversión.
—Claro... un mafioso.
Dazai le devolvió la sonrisa.
—No es solo un mafioso, querida. Es Nakahara Chuuya.
—El único omega que ha logrado patear tu trasero.
—El único que puede alertar a todas mis ex parejas y decirles donde me encuentro.
Yosano soltó una carcajada.
—¿Estás seguro de que no tienes más hijos perdidos por ahí?
Dazai parpadeó un par de veces, visiblemente incómodo, antes de estremecerse con un escalofrío.
—¡No me maldigas, Yosano!
—¿Maldición? —replicó ella, divertida—. Dazai, tú solo te has buscado cada problema que te rodea.
Él soltó una risita, dejando caer la cabeza contra el respaldo del sofá. —Supongo que sí… pero esta vez es diferente. No podría soportar tener otro hijo…si no es de Chuuya también.
Yosano lo observó en silencio.
La sonrisa en su rostro se desvaneció por un momento.
—¿Lo amas?
Dazai giró ligeramente el rostro para verla de reojo. Sus ojos, normalmente cargados de burla, tenían ahora un brillo distinto. Casi... vulnerable.
—Para nada, lo odio con todo mi ser.
Un breve silencio se apoderó de la sala.
—Desde que conocí a Chuuya hace siete años, no ha habido un solo día en que no haya pensado en él —dijo Dazai, con la voz apenas por encima de un susurro—. Lo odio. Lo odio por haberme alejado de mi objetivo. Lo odio por haberme dado una razón para dejar de intentar quitarme la vida… y aun así, haber provocado en mí nuevas inseguridades.
Yosano lo miró en silencio, sus manos cruzadas sobre las rodillas, conteniendo cualquier juicio.
—Lo odio —repitió Dazai, con una risa amarga—. Porque me hizo imaginar un futuro. Y eso… eso es lo más imperdonable de todo.
—¿Y qué vas a hacer con ese futuro? —preguntó ella con firmeza.
Él cerró los ojos por un instante, respirando hondo.
—Tal vez… esta vez no huya. Tal vez intente quedarme.
Yosano alzó una ceja, escéptica, pero en el fondo, algo en ella quiso creerle.
—Entonces no lo arruines. —Su voz fue firme—. No juegues con él, Dazai. No con un hijo de por medio.
Dazai asintió lentamente.
Desde la entrada, Atsushi los observaba sin hacer ruido, con los ojos muy abiertos.
Y, en otro punto de la ciudad, Chuuya tenía una sonrisa en su expresión. Mori no le dijo nada.
Solo lo miraba con esa expresión que lo ponía nervioso, como si todo ya estuviera planeado desde el principio.
—¿Volverás a trabajar con él? —preguntó Kouyou, serena.
Chuuya no respondió de inmediato. Luego, giró la cabeza hacia la ventana.
—Solo quiero acabar con esto rápido y volver a casa con mi hijo.
Kouyou asintió, sirviendo otra taza de té.
Mori sonrió, porque en algún callejón de Yokohama, el Doble Negro caminaría de nuevo.
Dazai voló por encima de Chuuya, su cuerpo proyectado como un muñeco de trapo tras el brutal impacto del tentáculo de Lovecraft. El golpe lo elevó varios metros del suelo antes de que su espalda se estrellara violentamente contra el tronco de un árbol grueso y centenario.
Un sonido sordo, seco, resonó en todo el claro, seguido por el crujido de la corteza astillada y una nube de hojas cayendo como lluvia otoñal sobre el cuerpo desplomado del alfa.
—¡Dazai! —la voz de Chuuya fue un grito desesperado, impregnado de angustia.
Sus botas golpearon el suelo con fuerza mientras corría hacia él, su corazón latiendo frenéticamente, ahogando cualquier otro pensamiento. Se arrodilló junto al cuerpo de su compañero, sus manos temblorosas lo tomaron por los hombros, revisando con ojos llenos de temor cualquier herida grave, cualquier señal de que esta vez, quizás, no se levantaría.
Dazai gimió, abriendo un ojo con dificultad. Su rostro estaba manchado de sangre y tierra, una fina línea roja deslizándose desde la comisura de sus labios, pero aún así… sonrió.
—Al menos... el árbol fue más amable que tú —murmuró, su voz ronca y condescendiente, como si no acabara de ser lanzado a través del bosque como un saco de papas.
—¡No es momento de jugar, maldito! —gritó Chuuya, su voz cargada de rabia contenida mientras lo sacudía—. ¡Y mejor piensa en cómo detener esa cosa, ahora!
La criatura frente a ellos flotaba en silencio, como si ni siquiera hubiera notado el caos que causaba. Una masa viscosa, amorfa, de un color que parecía no pertenecer a este mundo: algo entre lo gris y lo verde, con tentáculos que se retorcían como si tuvieran mente propia.
No tenía ojos, ni boca, ni forma reconocible, pero la presión en el aire a su alrededor era sofocante, como si la realidad misma se distorsionara a su paso.
Chuuya se levantó, apretando los puños a los costados mientras su aura comenzaba a vibrar, haciendo que las piedras a su alrededor temblaran. Su mirada fija en la aberración.
Dazai, aún con la respiración agitada, se puso lentamente de pie, apoyándose contra el árbol. Una sombra de preocupación cruzó su rostro mientras veía cómo la energía de su compañero comenzaba a rodearlo.
—Chuuya... —murmuró, casi con súplica—. No tenemos otra opción…
—No me digas que estás pensando en eso... —replicó el pelirrojo, sin girarse.
—. Ya lo viste, Chuuya. No se detiene. Nada lo detiene.
Chuuya entrecerró los ojos, sus dedos cerrándose con fuerza en torno a la tela de su abrigo. Sabía exactamente a qué se refería.
Corrupcion.
El verdadero terror no era la criatura frente a ellos.
Era lo que Chuuya estaba a punto de desatar.
Y esta vez...
Tal vez ni siquiera él podría detenerlo a tiempo.
Fumiya observaba desde su escondite, oculto detrás del perchero junto a la ventana abierta del pasillo, mientras contenía la risa con ambas manos sobre la boca.
Sus pequeños ojos brillaban de diversión, y sus rodillas temblaban por tanto aguantarse la carcajada.
A pocos metros, Kajii se mordía las uñas con desesperación, caminando en círculos y murmurando cosas incoherentes para sí mismo.
Su bata blanca estaba arrugada, su cabello más revuelto de lo normal, y su expresión rayaba en la histeria.
—¡Fumiyaaa~! —canturreó con un tono cada vez más alterado—. ¡Vamos, sal ya, por favor! ¡Juro que no te haré nada si apareces ahora! ¡Ni siquiera diré nada si me lanzas otra bomba de confeti a la cara!
El niño tragó saliva y se acomodó en su escondite, tratando de no hacer ruido.
Había sido su mejor idea del día: proponerle al loco del laboratorio un inocente juego de escondidas, justo después de que Chuuya le pidiera a Kajii que lo vigilara sólo por una hora.
Una hora que ya había pasado. Hace rato.
Kajii se detuvo frente al reloj de la cocina, sus pupilas dilatadas al ver la hora.
—¡Me va a matar! ¡Chuuya va a arrancarme la lengua y me va a hacer tragar mis ojos! ¡¿Dónde demonios está ese crío?!
Fumiya se encogió aún más, tapándose la boca, sin poder evitar reírse por lo bajo. Estaba seguro de una cosa: este era el mejor escondite que había encontrado hasta ahora.
Y si seguía oculto lo suficiente, tal vez podría ver cómo Kajii implosionaba antes de que su papá regresara.
—¡Fumiya! ¡Si sales ahora te compraré lo que quieras! ¡Lo juro! —gritó Kajii desesperado, girando sobre sí mismo en medio de la sala como si el niño pudiera materializarse frente a él con solo invocarlo.
Hubo un silencio expectante. Kajii contuvo la respiración. Nada.
—Claro que... —añadió, bajando un poco la voz y entrecerrando los ojos con desconfianza— todo lo que quieras por debajo de 1,000 yenes…
Fumiya, oculto todavía tras el perchero y con las cortinas cubriéndole parte del rostro, se mordió el puño para no soltar una carcajada. Sus ojos chispeaban de malicia infantil. Sabía que Kajii estaba a un paso del colapso, y eso lo hacía aún más divertido.
—¡Okey, okey, 1,500! ¡Pero ni un yen más! —gritó Kajii de nuevo, rascándose el cabello con ambas manos, ya completamente fuera de sí—. ¡Maldito enano! ¡Esto es tortura psicológica!
—¿1,500? —susurró Fumiya para sí, entre risitas—. Mmm… ¿Y si me quedo cinco minutos más? ¿Serán 2,000?
Desde la sala, se escuchó un fuerte crujido: Kajii acababa de chocar con la esquina del sofá por caminar sin mirar.
El Alfa soltó un quejido digno de una tragedia y cayó de rodillas al suelo.
—¡Voy a morir antes de que regrese Chuuya! ¡Me van a enterrar con una sonrisa falsa y en mi lápida va a decir: "Aquí yace Motojiro Kajii"
Fumiya ya no pudo contenerse más.
Un pequeño y ahogado jadeo de risa se le escapó, y por un momento temió que Kajii lo hubiera oído.
Pero Kajii solo se puso de pie otra vez, con los ojos llenos de pánico y una gota de sudor recorriéndole la sien.
—Fumiya... si te importa en lo más mínimo que yo siga vivo... ¡sal ya!
Fumiya iba a permanecer en su escondite, resistiendo la tentación de salir incluso con la promesa de 2,000 yenes.
Pero entonces, unos pasos resonaron en la entrada del apartamento.
El sonido era leve, como el roce de unos zapatos sobre el piso encerado.
Fumiya alzó la cabeza de golpe, los ojos muy abiertos. El corazón se le aceleró.
Papá.
Eso pensó, con una mezcla de emoción y alivio desbordándosele en el pecho.
La llave giró en la cerradura. Un clic. La puerta se abrió.
—¡Papá! —gritó, saliendo a toda velocidad de su escondite detrás del perchero, los rizos rebotando mientras corría.
Pero no llegó ni a dar dos pasos. Un par de brazos lo envolvieron de golpe, alzándolo en vilo. Una mano firme se posó sobre su boca, silenciándolo de inmediato.
—¡Shhh! —susurró Kajii con los dientes apretados, llevándolo contra su pecho mientras retrocedía a pasos rápidos hacia la pared más cercana.
Se apoyaron contra ella, Kajii pegando la espalda y a Fumiya contra sí, como si su cuerpo pudiera fundirse con el concreto. Su respiración era agitada, los ojos muy abiertos y fijos hacia la puerta entreabierta.
—No es tu papá —murmuró, apenas audible, con un tono bajo y tenso.
Fumiya parpadeó, todavía algo aturdido, pero se quedó quieto. Cuando vivía en Francia, sus niñeras le enseñaron un juego que trataba de guardar silencio y esconderse de los malos.
La mano de Kajii sobre su boca temblaba ligeramente.
Su corazón golpeaba con fuerza contra la espalda del niño.
Desde la entrada, un crujido de madera resonó. Alguien había cerrado la puerta… desde dentro.
Y entonces…
Una figura familiar apareció en el umbral, recortada por la escasa luz que escapaba del pasillo.
Por un segundo, nadie se movió.
El ambiente estaba cargado, espeso como si el aire mismo se negara a fluir.
La silueta avanzó dos pasos, y la luz pálida que se colaba por las cortinas apenas movidas por la brisa nocturna reveló al fin su rostro.
—¡¿Dazai…?! —grito Kajii, con los ojos muy abiertos, la voz llena de incredulidad.
La sorpresa aflojó sus manos, y Fumiya se escurrió de su agarre con un leve resoplido, sin dejar de mirar fijamente a la figura que ahora llenaba por completo el recibidor.
Era él. Dazai Osamu.
Pero no estaba solo.
En sus brazos, como si no pesara más que un saco de plumas, sostenía a Chuuya.
El pelirrojo reposaba contra su pecho, con la cabeza ladeada sobre su hombro, los mechones húmedos pegados a la frente y las pestañas descansando sobre las mejillas con una quietud que helaba la sangre.
Su cuerpo colgaba, inerte, un brazo suelto oscilando ligeramente con el paso firme del alfa.
Parecía dormido.
O algo mucho peor.
Un silencio denso, casi asfixiante, envolvió la habitación.
El tic-tac del reloj en la pared sonaba ahora como truenos lejanos.
Fumiya pataleó con fuerza para liberarse por completo. Corrió tambaleante lejos de Kajii, pero sus ojos estaban fijos en su papá.
En su cabello empapado. En cómo su pecho apenas subía y bajaba. En cómo no abría los ojos.
Dazai cruzó el umbral del salón con pasos lentos, arrastrando consigo una estela de agua de lluvia que goteaba de su abrigo beige hasta formar un charco a su alrededor. Cada pisada resonaba. Había algo extraño en su expresión… algo opaco. Un vacío que no pertenecía a ese rostro sarcástico y mordaz que todos conocían.
Estaba roto.
—Está dormido —dijo al fin, con una voz ronca, como si le costara usarla—. Usó su habilidad… se forzó demasiado. Despertará… pero necesita tiempo.
Kajii tragó saliva, incapaz de articular palabra. Su mirada oscilaba entre Dazai, Chuuya y Fumiya.
El niño no entendía, pero sentía el miedo en el aire.
—¿Capturaron a Q? —preguntó Kajii con voz tensa.
—Por ahora… está neutralizado —respondió Dazai, clavando en él unos ojos apagados, pero aún llenos de una determinación peligrosa—. Pero alguien tiene que quedarse. Cuidar de él… —miró a Chuuya—. Y de Fumiya.
El silencio volvió a caer como una losa. La habitación parecía demasiado grande, demasiado vacía pese a las presencias que contenía.
De repente, un pequeño sonido rompió la tensión. Un quejido suave, apenas audible, escapó de los labios de Chuuya. Un susurro, un suspiro que tenía forma de vida.
Dazai se inclinó de inmediato, como si ese suspiro fuera un grito.
—Chuuya… Estás en casa —murmuró. Y por un instante, volvió a ser humano. No el soldado, no el asesino, no el estratega. Sólo un hombre que había llegado al límite.
Con toda la delicadeza del mundo, lo depositó sobre el sofá. Sus dedos tardaron unos segundos en soltarlo.
—¡Papá! —exclamó Fumiya, soltándose de Kajii y corriendo con torpeza hacia el sofá, las lágrimas acumuladas finalmente desbordándose.
—¡Fumiya, no! —intentó detenerlo Kajii, estirando la mano.
Pero fue Dazai quien lo interceptó con un solo movimiento de su brazo, una barrera firme y silenciosa entre el niño y su padre.
—Fumiya… no —dijo suavemente—. Tu papá necesita descansar.
—¡Déjame, tonto! —gritó el niño, intentando zafarse.
Pero Dazai no cedió. Se arrodilló, y por primera vez bajó a su altura. Lo miró directo a los ojos.
—Escúchame, pequeño… Él va a estar bien. Pero si lo amas, ahora tienes que ser fuerte por él.
Fumiya parpadeó. Sus manitas temblaban. Y por primera vez, bajó la mirada, conteniendo el llanto que quería gritar.
Kajii los observaba en silencio. La tormenta había pasado. Pero lo que dejaba atrás… era sólo el principio.
Kajii se fue después de un rato, visiblemente aliviado de no haber muerto a manos del pequeño demonio que era Fumiya... o de su padre.
Fumiya se quedó al lado de su papá, quien yacía aún inconsciente sobre la cama, con el cuerpo pesado por el agotamiento.
Dazai lo había cargado hasta la habitación con cuidado.
El pequeño alda lo miraba en silencio desde una esquina del colchón.
Sus ojos azules, grandes y brillantes, seguían con atención cada movimiento de su padre. Notaba el leve subir y bajar de su pecho, el temblor de sus pestañas, el ceño que aún no se había relajado del todo.
Chuuya comenzó a roncar y eso saco un suspiro aliviado de los dos castaños.
Dazai no se movía demasiado. Estaba sentado en una silla junto a la cama, con un brazo apoyado sobre la rodilla y la otra mano cubriéndole la boca.
No decía nada. Solo miraba. Miraba a Chuuya como si intentara grabarse cada línea de su rostro.
Fumiya lo observó también a él. Dazai no tenía ese aire despreocupado al que ya se estaba acostumbrando. Estaba callado. Sus ojos parecían pesados y su expresión era diferente.
Dazai solo estaba cumpliendo una promesa.
Porque cuando el cuerpo de Chuuya cayó de rodillas frente a los restos de lo que había sido Lovecraft, justo antes de colapsar del todo, alcanzó a murmurar con voz rasposa, como un susurro a medio camino del delirio:
—Tienes que llevarme a casa...
Y aunque Dazai fingía no tomarse nada en serio… esa promesa, no la había tomado a la ligera.
—Fumiya, ¿ya cenaste? —preguntó Dazai con voz suave mientras se levantaba con cuidado de la silla, estirando un poco las piernas entumidas.
El niño lo miró sin responder de inmediato. Luego, sus ojos se desviaron hacia su papá, aún dormido sobre la cama, y finalmente asintió con la cabeza.
Dazai ladeó un poco la cabeza, con una ceja levantada.
—¿Estás seguro? —insistió, con su tono más serio pero sin dejar de ser amable.
Fumiya volvió a asentir… pero solo un segundo después negó lentamente, bajando la mirada.
No tenía hambre. No por ahora.
Lo que tenía era miedo.
Miedo de que si se iba, aunque fuera solo por un momento, su papá despertara… y él no estuviera allí.
Dazai suspiró al ver la verdad en esos pequeños gestos. Caminó de nuevo hacia la cama, se paro frente a Fumiya y puso una mano sobre su cabecita rizada con suavidad.
—Papá Chuuya no va a irse a ningún lado, ¿sabes? —murmuró—. Pero estoy seguro que descansará mejor con un poco de silencio y eso lo hará despertar más pronto.
Fumiya lo miró, los ojos todavía algo húmedos.
Dazai le sonrió, esa sonrisa chueca y cansada que solo usaba en momentos como este.
—Te prometo que si se despierta, te avisó. —Al no ver respuesta del niño, Dazai decidió agacharse. — Le prometí a tu papá cuidarte, ¿sabes? Es muy importante para él que tú comas y estés bien.
Fumiya dudó un poco más, mirando a su papá de nuevo, luego a Dazai.
Y al final, como si el peso fuera demasiado, se dejó abrazar por el ex mafioso. Aunque pareció más bien que Fumiya se tiró a sus brazos.
Dazai no lo aparto.
—Podemos calentar algo rápido —susurró Dazai en su cabello—. Cinco minutos. Y luego podrás volver con él. ¿Trato hecho?
El niño asintió contra su pecho, en silencio.
Porque si Dazai decía que lo cuidaría… entonces quizá estaba bien confiar. Solo un poco. Solo esta vez.
Ambos alfas salieron en silencio de la habitación, sin mirar atrás.
Dazai cargaba con calma al pequeño Fumiya en brazos, hasta llegar a la cocina. Con cuidado, lo sentó sobre la barra del comedor.
Fue entonces cuando notó que el niño abrazaba con fuerza un peluche en forma de pez, con las pequeñas aletas algo deshilachadas por el uso constante.
Dazai sonrió al verlo.
—¿Te gustan los peces, Fumiya? —preguntó mientras abría el refrigerador. La cantidad de comida lo sorprendió; había contenedores ordenados, vegetales frescos, e incluso fruta cortada. Tragó saliva. Chuuya siempre había sido meticuloso… y claramente también lo era como padre.
Fumiya asintió con entusiasmo y levantó el peluche para mostrárselo.
—¡Sí! Me gusta mucho el mar. Quiero nadar con los peces.
Dazai sacó un recipiente con comida ya preparada, dispuesto a recalentarla en el microondas.
—Vaya, entonces podrías ser un biólogo marino cuando seas grande.
Fumiya ladeó la cabeza, curioso.
—¿Qué es un bioloco?
Dazai soltó una carcajada espontánea y genuina.
—Un bió-lo-go, Fumiya —corrigió con una sonrisa cálida—. Es un científico que estudia todo lo que vive en el mar: animales, plantas, corales, y criaturas diminutas que ni puedes ver a simple vista.
El niño asintió lentamente, como si procesara toda la información.
—¿Algo así como Kajii?
Dazai negó con un suspiro divertido.
—No, no... Kajii está completamente loco. Tú podrías ser uno de verdad.
Fumiya se rió junto al castaño.
—Nah, Kajii está loco —repitió Dazai, haciendo una mueca burlona mientras metía el plato en el microondas.
Fumiya soltó una risa bajita, abrazando a su pez de felpa contra el pecho. Sus piernitas colgaban del borde de la barra, balanceándose suavemente mientras lo observaba con atención.
—Entonces... ¿qué es Kajii?
Dazai abrió el microondas y sacó el plato, ahora caliente, colocando la comida con cuidado frente al niño. Se acercó, tomando un tenedor para comenzar a cortar porciones más pequeñas.
—Kajii es...un científico, pero utilizando su habilidad prefiere hacer explosivos —respondió con voz tranquila, como si hablara del clima. Luego ladeó la cabeza y añadió—: Pero no como los fuegos artificiales... explosivos de verdad. Kaboom.
Fumiya abrió mucho los ojos.
—Un día Kajii me enseñó a hacer una bomba con un limón...fue como en las películas, se vio...peligroso.
—Exacto —dijo Dazai, guiñándole un ojo mientras le ofrecía un bocado—. Pero no intentes hacer eso, ¿sí? Es solo para adultos irresponsables como él.
El niño abrió la boca obediente, masticando mientras pensaba en lo que había dicho.
—Yo no quiero hacer eso...—dijo tras tragar—. Quiero vivir en una casa cerca del mar. Con mi papá.
Dazai se quedó quieto un instante, sus ojos marrones fijos en los de Fumiya. Sonrió, esta vez con más suavidad.
Yo también quería vivir con Chuuya, pensó Dazai.
—Eso suena mucho mejor que ser un biólogo.
Fumiya asintió. Bajó la vista al plato y tomó otro bocado por sí solo esta vez.
—Y tú también puedes venir.
Dazai alzó una ceja.
—¿Yo?
—Ajá. Puedes tener una habitación con ventanas grandes ¡Pero yo pido la que tenga vista al mar!
Dazai soltó una risa baja, apoyándose con los codos sobre la barra mientras lo veía comer.
—¿Y puedo llevar mis vendas?
Fumiya lo pensó un momento, muy serio.
—Esta bien, pero tú las lavas.
Dazai carcajeó de nuevo, revolviendo el cabello suave y rojizo del niño.
—Trato hecho, pequeño mackerel. Trato hecho.
Fumiya sonrió.
Y por alguna razón, en medio del silencio de la cocina y el aroma cálido de la comida que Dazai le ofrecía, su mente viajó a ese recuerdo tan especial.
En la mañana en que él y su papá habían ido juntos a la playa.
El sol brillaba fuerte aquella tarde, y las olas lamían suavemente la arena mientras él corría con los pies descalzos, llevando conchas a su papá como si fueran sus tesoros. Recostados bajo una sombrilla, entre risas y caricias, Fumiya había hecho una pregunta que le había estado rondando.
—¿Papá?
—¿Sí, Fumiya? —respondió Chuuya con voz tranquila, acariciándole el cabello mojado por el mar.
El niño lo miró con esos ojitos grandes, llenos de inocencia y confusión.
—¿Cómo sabré quién es mi otro papá?
Chuuya parpadeó, sorprendido por la pregunta, pero no tardó en esbozar una suave sonrisa. Se giró un poco hacia él y sostuvo su manita entre las suyas.
—Supongo que… cuando conozcas a un hombre que sea capaz de cuidarte cuando yo no esté… que te quiera sin condiciones, que te proteja incluso de ti mismo si es necesario, que te corrija cuando te equivoques y te enseñe a ser mejor. Alguien que te alimente, que te abrace cuando llores y que te haga reír cuando estés triste... entonces ese hombre valdrá la pena y podrás llamarlo papá.
Fumiya frunció el ceño, pensativo.
—¡Pero eso es muy confuso! —alegó, inflando las mejillas—. ¡Tú eres mi papá! ¿Y a ese otro también le diré papá? ¿Y si quiero llamarte solo a ti?
Chuuya soltó una risa suave, sincera, mientras lo abrazaba con fuerza.
—Tal vez… yo podría ser tu papa —dijo tocando su pecho—. Y él, tu otō-san. ¿Qué te parece?
—¿Tō-chan? —repitió Fumiya, probando la palabra en su boca como si fuera algo nuevo, algo que tenía un sabor dulce.
Chuuya asintió con cariño, besando su frente.
Fumiya entonces volvió a mirar el mar, como si entre las olas pudiera encontrar una respuesta, una figura, una silueta familiar.
Tenía un papa...
Ahora solo le faltaba encontrar a su tō-chan.
—Dazai...
—¿Sí, Fumiya? —respondió el alfa, sin apartar la mirada del fregadero mientras lavaba con cuidado el plato vacío que el niño había dejado impecable.
Fumiya se balanceó suavemente sobre la barra del comedor, abrazando con fuerza a su pez. Sus piernas colgaban, pequeñas y descalzas, y sus ojos brillaban con algo que no era precisamente tristeza... pero tampoco era alegría.
—Quiero ir a ver a mi otō-san —dijo con voz bajita, pero firme.
Dazai se detuvo. El agua seguía corriendo, pero sus manos ya no se movían.
—Oh... claro, Fumiya —respondió con una sonrisa suave, casi automática—. Solo que... tal vez todavía esté durmiendo, ¿sabes? Chuuya debe descansar más.
Fumiya negó despacio con la cabeza. Sus manitas apretaron más al peluche.
—No... —murmuró—. No quiero ver a mi papa. Quiero ver a mi tō-chan.
Dazai se volvió entonces, con el ceño suavemente fruncido. La voz del niño había sido clara, llena de algo que no supo si llamar esperanza... o certeza.
—¿Tu otō-san...? —repitió, acercándose con pasos lentos.
Fumiya lo miró a los ojos, sin titubear, como si en su interior ya hubiera tomado una decisión silenciosa.
—Mi papá me dijo que un tō-chan es un hombre que te cuida cuando papá no está. Que te quiere siempre, que te protege, te enseña y... y te da comida —añadió con una sonrisa tímida.
Dazai sintió cómo su pecho se apretaba. Se agachó frente al niño, limpiándose las manos con un trapo, y le apartó con suavidad un mechón de cabello de la frente.
—¿Y tú conoces a ese hombre? —preguntó con voz apenas audible.
Fumiya no respondió enseguida. En su lugar, bajó la mirada. Luego la alzó de nuevo y negó.
—No...pero tú eres detective ¿No podrías ayudarme a buscarlo?
Dazai abrazo a Fumiya.
—Oh Fumiya...hay una razón del por qué tu otō-san no está contigo...
Fumiya no entendió porque el alfa lo abrazaba, pero tampoco lo iba a negar. Así que lo abrazo de vuelta.
—¿Por qué?
Dazai lo estrechó con más fuerza, acariciando lentamente su espalda mientras apoyaba el mentón sobre su cabeza. Su voz fue suave, casi un susurro, como si temiera romper algo sagrado.
—Porque... a veces, aunque uno desee con todo su corazón estar con las personas que ama, hay cosas que no se pueden evitar. Tu otō-san… tal vez tuvo que irse porque tenía que...hacer algo importante, tal vez se distanció para no dañar a quienes quería. Tal vez él ni siquiera te conocía...
Fumiya frunció el ceño y apretó el puño contra el pecho de Dazai.
—¿Entonces él me quiere...?
Dazai sintió cómo se le quebraba algo en el pecho.
—Sí. Te quiere más de lo que imaginas, Fumiya.
—¿Entonces por qué no está conmigo?
—Quizá... porque todavía está buscando la forma de regresar de una manera en la que no te cause daño.
Fumiya se quedó en silencio un momento, respirando contra el pecho del alfa. Luego, con un hilo de voz, preguntó:
—¿Tú crees que si lo encuentro... me querrá ver?
Dazai cerró los ojos y lo abrazó con ternura.
—Estoy seguro de que sí, pequeño. Estoy seguro de que en cuanto te vea… su corazón no va a poder resistirse.
—Dazai...¿Tú quieres ser mi amigo?
Dazai parpadeó, sorprendido por la pregunta. Luego, una sonrisa cálida y sincera se dibujó en su rostro, pero que con Fumiya salía sin esfuerzo.
—¿Tu amigo? —repitió, mirándolo con ternura—. Claro que si, Fumiya.
El niño asintió con entusiasmo, aferrándose más a su camisa, como si ese simple vínculo recién creado le diera fuerzas.
—Entonces ya no estoy solo… —dijo con orgullo infantil, hinchando el pecho. — ¡Cuando papá despierte iremos a buscar a mi otō-san! ¿Verdad?
Dazai rió suavemente y le revolvió el cabello.
—Claro, Fumiya.
—¡Sí! —dijo Fumiya entre risas—. ¡Eres el mejor!
El alfa lo alzó en brazos, dándole vueltas en el aire mientras ambos reían. En ese momento, dentro del pequeño departamento bañado por la luz de la cocina, Fumiya ya no se sintió perdido.
Y Dazai, por un instante, también encontró un poco de paz.
Chapter 9: ⁰⁰⁸
Chapter Text
Hubo un tiempo donde
Dazai dejo de visitarnos.
Chuuya se despertó dando un brinco en la cama, el cuerpo empapado en sudor frío y el corazón desbocado en el pecho. Una sensación de angustia lo sacudía como un trueno que resuena después de una pesadilla.
—¡Fumiya! —exclamó con un jadeo, la voz rasposa, agitada, buscando con la mirada entre las sombras y sábanas revueltas.
Pero antes de que pudiera levantarse por completo, sintió el peso de un cuerpo a su lado y, desde el otro costado, una suave risa grave lo detuvo. Su mirada se desvió. Y allí estaba Dazai, recostado con el cabello revuelto y una expresión serena que contrastaba por completo con su habitual ironía.
—Buenos días, Chuuya~ —saludó en voz baja, como si no quisiera despertar al niño.
Chuuya entrecerró los ojos y frunció el ceño, confundido al principio, hasta que sus pupilas se deslizaron hacia abajo.
Allí arriba suyo, acurrucado como un gatito, dormía Fumiya, con una pequeña sonrisa en los labios, respirando tranquilo.
El alivio que lo inundó fue tan abrumador que sus hombros se hundieron y el aire escapó de sus labios en un suspiro tembloroso. Se llevó una mano al pecho y lo sintió: el corazón, al fin, empezaba a calmarse.
—¿Qué... pasó anoche? —murmuró con la voz ronca de quien apenas vuelve a sí—. ¿Por qué estás aquí, Dazai?
El alfa no respondió de inmediato. Se limitó a mirarlo en silencio durante unos segundos.
—Utilizaste todo tu poder, ¿Recuerdas? Te traje a casa después de eso...considere dejarte en medio del bosque ¡Pero empezó a llover! Necesitaba un refugio rápido.
Chuuya lo miró aún más confundido, pero antes de que pudiera replicar, Dazai se inclinó un poco y, con cuidado, acomodó la manta sobre Fumiya.
—No te preocupes, durmió tranquilo —añadió Dazai en voz baja, sin burla—. Está bien.
Chuuya no sintió la necesidad de pelear. Solo lo observó, agotado, pero con el corazón un poco más ligero.
—¿Y Kyuusaku? —preguntó Chuuya, volviéndose a recostar. Cerrando los ojos para intentar dormir otro rato.
Dazai se sentó en la cama y se estiró con pereza.
—Hm… fue neutralizado por tus subordinados. Lo llevaron de nuevo al sótano.
Chuuya asintió en silencio.
—¿Estás herido?
Dazai lo miró, y una sonrisa suave se dibujó en sus labios.
El pobre omega estaba agotado, había dormido incómodo y con la ropa aún húmeda por la lluvia. Toda su energía se había desvanecido... y aun así, lo primero que hacía al despertar era preocuparse por él.
—No, Chuuya. Lo hiciste bien, compañero.
El pelirrojo sonrió con orgullo, aunque no dejó pasar el comentario.
—¿Qué dijimos sobre llamarme “compañero”, Dazai?
El alfa soltó una risa ligera, divertida.
—Bueno, Chuu-ya~... se podría decir que yo ya me gané a tu hijo.
Chuuya alzó una ceja, el escepticismo y el humor se mezclaba mientras se acomodaba contra la almohada.
—¿Ah sí? ¿Y cómo fue eso?
Dazai se echó hacia atrás, dejando caer su espalda contra el colchón con un suspiro exagerado, cruzando las manos tras la nuca.
—Me pidió que fuera su amigo...
Chuuya lo miró, sorprendido. Su expresión pura de la incredulidad. Una emoción suave le cruzó el rostro, aunque la disimuló pronto.
Apenas hace unos días, Fumiya se la vivía peleando con Dazai y ahora eran amigos.
—¿Y tú qué le dijiste?
—Que sí. ¿Cómo podría negarme? —respondió Dazai, girando la cabeza para mirarlo—. No quería romperle el corazón a tu niño...
El omega bajó la mirada, mordiendo el interior de su mejilla. Luego se inclinó hacia su hijo, observando cómo respiraba tranquilo, envuelto entre la manta. Su manita estaba extendida hacia el lugar donde Dazai solía estar dormido.
Chuuya no dijo nada más. En su lugar, dejó un largo silencio colarse entre ellos.
Luego, sin mirarlo, murmuró:
—Gracias por permanecer aquí anoche.
Dazai lo miró fijamente por unos segundos y luego asintió, despacio.
—No planeaba hacerlo.
Y así, el sol empezó a colarse entre las cortinas medio corridas, mientras los tres —un omega, un alfa y un cachorro— compartían, por primera vez en mucho tiempo, un amanecer en calma.
Con delicadeza, Chuuya depositó a Fumiya sobre la cama, procurando no despertarlo.
Con la ayuda de Dazai, se incorporó poco a poco. Sus piernas temblaban, apenas capaces de sostener su propio peso, pero los brazos del alfa lo sujetaron con firmeza, impidiéndole caer.
No eran brazos excesivamente musculosos ni desmesurados, pero sí fuertes y perfectamente proporcionados. Siempre se veían más delgados de lo que realmente eran, quizá por las vendas que los cubrían, pero bajo aquella falsa fragilidad había una firmeza reconfortante. Justo la que Chuuya necesitaba en ese momento.
Chuuya tambaleó al encontrarse, de pronto, demasiado cerca del rostro de Dazai. Tan cerca que podía ver los pequeños lunares bajo sus ojos y sentir su respiración rozarle la piel.
Ambos sonrieron, compartiendo un instante silencioso de complicidad, uno de esos que pocas veces admitían tener.
—Chuuya... —murmuró Dazai, con voz baja.
—¿Sí, Dazai? —respondió el omega, casi sin parpadear.
—Me estás pisando el pie.
Y sin más advertencia, Dazai soltó su agarre. Chuuya, aún débil, perdió el equilibrio de inmediato y terminó cayendo al suelo con un estruendoso golpe.
—¡Mierda! —gruñó, adolorido.
El sonido de la caída, acompañado por su grito, fue suficiente para que Fumiya despertara sobresaltado. Se sentó de golpe en la cama, con los ojos muy abiertos y el cabello alborotado.
—¿Papá...? —murmuró con voz ronca y soñolienta.
Dazai señaló con calma hacia el suelo, donde Chuuya seguía quejándose en voz baja, con la dignidad completamente hecha trizas.
Fumiya parpadeó, todavía medio dormido, hasta que su mirada se posó en la figura despeinada de su papá en el suelo.
Una sonrisa enorme le iluminó el rostro.
—¡¡Papá!!
Sin pensarlo dos veces, el pequeño saltó de la cama con torpeza, casi cayendo de cara, rodeó la cama a toda velocidad, y se lanzó sobre Chuuya, envolviéndolo en un abrazo apretado que lo hizo tambalearse otra vez.
Chuuya gimió, atrapado entre el suelo frío y el entusiasmo de su hijo.
—Ay, mi espalda...
Fumiya, sin embargo, no soltaba el abrazo.
—Estás bien, papá... estás bien —murmuró con ternura, apretando aún más.
Chuuya suspiró. Dolorido, avergonzado... pero rodeado por el amor cálido de su hijo.
—Sí, Fumiya... estoy bien —dijo al fin, sonriendo mientras le acariciaba la cabeza con cariño.
Desde arriba, Dazai los observaba con los brazos cruzados y una sonrisa ladeada. Aunque no dijo nada, la ternura en sus ojos hablaba por él.
—¡Y luego jugué a las escondidas con Kajii! ¡Y luego llegó Dazai cargándote! —exclamó Fumiya, gesticulando con energía—. ¡Sentí mucho miedo! Pero luego Dazai me explicó que estabas cansado. ¡Y luego te trajimos a la habitación! ¡Y luego Dazai me dio de comer! ¡Y luego me prometió que me ayudaría a buscar a otō-san!
Mientras Fumiya narraba, entusiasmado, el que él consideraba el día más emocionante de su vida, Chuuya, que acababa de salir del baño secándose el cabello, y Dazai, sentado con una taza de café humeante en las manos, intercambiaron una mirada fulminante... justo antes de atragantarse con la saliva al mismo tiempo.
—¡¿Q-qué?! —soltó Chuuya entre toses, los ojos como platos.
Dazai golpeó el pecho con el puño, intentando recobrar el aliento, mientras miraba a Fumiya con horror. Se suponía que no debía contar eso.
El niño, ajeno al caos que acababa de provocar, sonreía orgulloso.
—¡Fue un día muy raro! —declaró, alzando ambos pulgares.
—Cariño… ¿Qué tal si le enseñas a Dazai tu peluche de pescado? Seguro que le encantaría verlo…
—¡Ya lo conoce, papá! ¿Le puedo enseñar el caracol?
Chuuya asintió con una sonrisa suave, pero forzada.
—Sí, mi amor. Trae todos tus juguetes si quieres.
Fumiya asintió entusiasmado y, con ayuda de Dazai para bajarse de la silla, salió corriendo rumbo a su habitación como una ráfaga.
El silencio que quedó en la cocina pesó como una manta húmeda.
Dazai, apoyado en la barra con su taza aún humeante entre las manos, fingía no mirar al pelirrojo. Se centraba en la pared, en el vapor del café… en cualquier cosa que no fuera esa voz conocida que ahora se llenaba de tensión.
—¿Me explicas? —dijo Chuuya, apenas más alto que un susurro, pero con una firmeza que caló hondo—. ¿Dazai?
Dazai carraspeó, sin dejar de mirar el borde de la taza.
—Sí, bueno… Yo solo le dije que le ayudaría a buscar a su… otro papá. Pero no le prometí que lo encontraríamos, ¿verdad? —soltó una risa baja, seca, como si intentara suavizar lo que había dicho sin saber cómo.
Chuuya frunció el ceño, entre la incredulidad y la rabia contenida.
—¿De verdad crees que eso es gracioso?
Dazai alzó la vista un segundo, y luego la desvió de nuevo, encogiéndose ligeramente de hombros.
—Si lo piensas bien… es una buena lección. El mundo no siempre da lo que uno quiere. Mejor que lo aprenda desde ahora.
—Tiene tres años, Dazai.
El silencio volvió a caer entre ellos, tenso como una cuerda a punto de romperse.
—¿Por qué estás tan enojado? ¡Ni siquiera le dije nada malo! —exclamó Dazai, alzando la voz sin querer, con el ceño fruncido.
—¡No grites, Dazai! —respondió Chuuya, apretando los puños sobre la encimera—. ¿Por qué lo ilusionaste con eso? ¿Qué vas a hacer cuando no encuentre a ese supuesto "otro papá"? ¿Cuando se dé cuenta de que no hay nadie más?
—¡No es mi culpa! —replicó Dazai, molesto—. Tú fuiste el que le metió esa idea ridícula de que "cualquier hombre con un poco de humanidad puede ser su padre". ¡Con esa lógica hasta Kajii podría serlo! ¿Cómo esperas que lo entienda si tú mismo dejas la puerta abierta a que lo malinterprete?
Chuuya lo miró, herido, sin poder disimular la mezcla de culpa y enojo que le cruzó el rostro.
—No era una idea para que se pusiera a buscar reemplazos, Dazai. Era para que no se sintiera solo.
Dazai rodó los ojos, con la voz cargada de cinismo.
—Tu hijo siempre está solo, Chuuya.
El silencio que siguió fue brutal.
Dazai apenas terminó la frase cuando se dio cuenta del error. Su expresión se tensó, pero no lo retiró. Chuuya lo miró con los ojos encendidos, el ceño fruncido como si el aire se hubiese vuelto venenoso entre ellos. Ninguno bajó la mirada. Ninguno cedió.
—¿Sabes qué? Vete de mi casa —escupió Chuuya con voz baja, temblorosa de rabia—. No te me acerques. ¡Y mucho menos te le acerques a mi hijo!
—Chuuya, espera... ¡Detente!
Pero fue inútil.
Antes de que Dazai pudiera dar un paso atrás o intentar suavizar la situación, Chuuya ya lo había sujetado del cabello y lo arrastraba sin piedad hacia la puerta, con una fuerza que solo el enojo más puro podía darle. Dazai resbaló, tropezó, y fue empujado hacia el pasillo sin tiempo a defenderse.
La puerta se cerró de golpe tras él. Un portazo seco, como un punto final.
Desde afuera, Dazai golpeó la madera con el puño.
—¡Tengo otra llave, idiota! —gritó, furioso.
Pero del otro lado, solo hubo silencio.
Fumiya caminó hacia su padre, quien, exhausto, se dejó caer en el sofá. En sus brazos llevaba cinco peluches pequeños: un gato, un erizo, una vaca, un conejo y un caracol.
—Si quieres, te presto mi peluche, papá —dijo el niño, extendiéndole el que tenía forma de caracol—. Cuando tú no estabas y yo vivía en el campo... ¡este siempre me animaba!
Chuuya sonrió al instante, abrazando con fuerza a su hijo.
—Papá… no me gusta cuando hueles a quemado…
—Oh, Fumiya… lo siento. Es solo que estoy…
—¿Triste porque Dazai se fue?
Chuuya apretó con más fuerza a su hijo, escondiendo el rostro en su pequeño hombro. El caracol de felpa quedó entre ambos, suave, arrugado, como un consuelo silencioso.
—Un poco, mi amor… —murmuró con la voz ronca—. Pero no te preocupes, papá está bien… ¿sí?
Fumiya no respondió al instante. Sus manitas le acariciaron el cabello, como si supiera exactamente qué hacer, como si en su pequeño mundo lleno de juguetes ya entendiera lo que era consolar.
—Podemos volver al campo si quieres, papá. Allá no hay gente como Dazai. Solo ranacuajos.
Chuuya soltó una risa ahogada entre lágrimas, pero no pudo corregir a su hijo.
—No quiero huir, Fumiya. Solo quiero que estés bien… Y que nadie más vuelva a prometerte cosas que no puede cumplir.
Fumiya se quedó callado por unos segundos, abrazando su peluche.
—Entonces prométemelo tú.
—¿Prometerte qué?
—Que siempre vas a estar feliz cuando estés conmigo.
Chuuya parpadeó. El silencio que se formó fue denso, sagrado. Entonces asintió.
—Te lo prometo.
Fumiya sonrió y colocó el caracol sobre el pecho de su padre, como si eso bastara para curar cualquier pena.
—Entonces no estés triste. Este caracol siempre me protege.
Y Chuuya, al borde del colapso emocional, volvió a reír. Porque a veces, incluso en los días más oscuros, los caracoles de felpa podían ser héroes.
Dazai caminó molesto fuera del edificio donde vivía Chuuya, pateando una piedra del camino con fastidio.
—¡Tch! Siempre haciendo un escándalo por todo... —murmuró entre dientes, llevándose una mano al cabello, aún resentido por el jalón.
Se detuvo en la banqueta, exhalando con fuerza mientras su ceño seguía fruncido. El frío de la noche comenzaba a calar, pero lo único que sentía era el ardor del orgullo herido.
—Yo solo quería ayudar… —masculló para sí, sacando de su abrigo una pequeña envoltura—. Incluso traje este maldito dulce que le gusta…
Miró el paquete, lo pensó un segundo… y luego lo lanzó con rabia al bote de basura más cercano. Pero no se fue.
No podía.
En el fondo, esperaba que Chuuya saliera corriendo, que lo jalara del abrigo y le gritara por estar ahí parado como un idiota. Esperaba… que Fumiya le dijera que no se fuera.
Pero nada ocurrió.
Solo el viento.
Y el silencio.
Entonces decidió ir, por primera vez, a trabajar.
No porque tuviera ganas.
No porque sintiera que debía hacerlo.
Sino porque si se quedaba un segundo más en esa calle terminaría odiándose un poco más.
Así que se dio la vuelta, metió las manos en los bolsillos y caminó en dirección a la Agencia.
Chuuya cargaba a Fumiya con una sonrisa suave en los labios.
Habían pasado ya varios días desde la última vez que vio a Dazai. Ni mensajes, ni llamadas, ni alguna señal molesta colándose por su ventana. Solo un vacío silencioso del cuál ya estaba acostumbrado.
Sabía, por rumores y reportes cruzados, que la Agencia había vencido a The Guild. Incluso se enteró de que Akutagawa había peleado junto a ellos.
No le sorprendía; sabía de lo que era capaz. Pero sí le dolía un poco que Dazai no hubiera aparecido ni siquiera para presumirlo.
Aun así, celebró. Lo hizo con una botella de vino entre manos, compartida con Kouyou y, curiosamente, también con Mori. Con este último, la tensión que solía respirarse entre ambos parecía disiparse un poco más cada día.
Y ese día en particular, era especial: Fumiya fue presentado oficialmente a quienes, de un modo u otro, eran parte de la extraña familia que rodeaba a Chuuya.
Kouyou lo sostuvo con ternura, como si se tratara de una joya frágil. Se presentó como su Ane-san, aunque rápidamente Paul y Chuuya le corrigieron al niño y le dijeron que la llamara Obasan
Paul, fiel a su estilo, le dedicó una reverencia exagerada, presentándose como su tío y tratando de regalarle un cuchillo, que fue arrebatado por Kouyou antes de que Fumiya lo viera.
Akutagawa apenas murmuró un "mucho gusto", pero su mirada se suavizó apenas al ver al niño. Era igual que su antiguo maestro, no sabía cómo reaccionar ante un alfa tan pequeño que ya lo fulminaba con la mirada.
Gin le llevó un pequeño muñeco, y hasta Higuchi, nerviosa, intentó cargarlo aunque sus manos temblaban.
Y claro, Kajii no tardó en irrumpir en la escena con una bengala, gritando a todo pulmón:
—¡Yo lo conocí primero! ¡Antes que todos ustedes!
Fumiya rió con fuerza ante la explosión de confeti, mientras Chuuya solo suspiraba, entre resignado y agradecido. Porque sí, tal vez Dazai no estaba… pero esa noche, Fumiya tenía un mundo entero de brazos que lo recibían.
—¿Y tienes una foto de él? —preguntó Kenji con su sonrisa de siempre, los brazos cruzados detrás de la espalda como si ocultara algún dulce secreto.
Dazai, recostado en el sofá y hojeando una carpeta con pereza, ladeó la cabeza sin mucho interés.
—¿De quién?
—De él.
—¿Quién es “él”?
—Tu hijo... ¿Tienes una foto de tu hijo?
El niño rubio no se inmutó ante la confusión de Dazai. Sonreía como si hablara del clima, sin quitarle los ojos de encima.
—No, Kenji... ¿Por qué llevaría una foto de mi hijo?
—La gente lleva fotos de quienes quiere. Yo siempre llevo una de mi vaca —dijo con total naturalidad, como si fuera lo más lógico del mundo.
—Pero Fumiya no es una vaca, es mi cachorro —replicó Dazai, dejando caer la carpeta sobre su pecho.
—Pues con más razón, ¿no crees? Deberías llevar una foto con tu hijo. Para no olvidarte de lo que tienes.
Dazai sonrió, cerrando los ojos como si saboreara las palabras antes de soltarlas.
—En serio eres un chico listo, ¿no es así?
Kenji ladeó la cabeza, confundido por el tono, pero no perdió su entusiasmo.
—¡No lo digo por presumir! Pero mi abuela solía decir que a veces digo cosas sabias sin querer.
—Tal vez deberías decirlas con querer más seguido —musitó Dazai, mirando al techo con aire pensativo.
Hubo un silencio breve. Dazai parecía divagar. Kenji se sentó a su lado sin permiso, como siempre lo hacía.
—¿Entonces lo harás?
—¿El qué?
—Llevar una foto de Fumiya contigo
Dazai alzó una ceja y soltó una suave risa nasal.
—¿Cuál es tu urgencia?
Kenji rió también, orgulloso.
—¡Entonces vas a hacerlo!
Dazai no respondió de inmediato. Tomó el móvil del bolsillo de su abrigo y deslizó con el pulgar. Después de unos segundos, giró la pantalla hacia Kenji.
—¿Esto cuenta?
Kenji miró y soltó una exclamación alegre.
—¡Sí! ¡Esa foto es perfecta! Fumiya se ve muy feliz… y yo lo conozco...es el señor Nakahara.
Dazai no dijo nada. Solo bajó la mirada hacia la imagen por unos segundos más.
Fue del día que se quedó a dormir con Chuuya y Fumiya, el día que quedó agotado por usar corrupción. Después de terminar de comer, Fumiya corrió hasta irse a acurrucar con su papá y no tardo mucho en caer dormido, así como Dazai tampoco lo hizo al sacar su celular y tomarles una fotografía.
Tal vez era bueno tener algo que te recordara por qué seguir adelante.
—¿Y yo lo podré ver algún día?
Dazai bajó un poco la guardia y asintió, con una sonrisa apenas visible.
—Sí, Kenji. Algún día traeré a Fumiya al trabajo.
Kenji sonrió ampliamente, pero luego inclinó la cabeza.
—Eso sería encantador… pero yo me refería al señor Nakahara. ¿Me lo presentarías?
Dazai parpadeó, sorprendido. Por un momento, el silencio se alargó.
—¿A Chuuya?
—¡Sí! —dijo Kenji, animado—. ¡Es muy fuerte! En mi pueblo dicen que yo soy el más resistente, pero nunca había conocido a un omega como el señor Nakahara ¡Es sorprendente!
Dazai soltó una pequeña risa, sin burla esta vez, más suave, resignada.
—Eres demasiado observador para tu propio bien, Kenji.
—¿Eso es un sí?
—...Supongo que sí. Pero no te emociones tanto, ¿eh? Puede que te grite por respirar muy fuerte.
Kenji se echó a reír.
—¡Entonces seguro se llevará bien con Kunikida!
Dazai no pudo evitar reír también, aunque se llevó una mano a la cara como si lamentara lo que acababa de aceptar.
Un día más había acabado para Dazai, quién regresaba a su apartamento con Atsushi y Kyoka caminando a su lado.
El cansancio hacia que su cuerpo deseara tirarse en un callejón y dormir ahí toda la noche. Ya no soportaba la agonía de pisar.
Por lo menos las pláticas de la niña con Atsushi lo distraían.
…Aunque su mente, traicionera como siempre, volvía una y otra vez al mismo pensamiento: Chuuya.
Desde que lo vio con Fumiya entre los brazos, sonriendo con aquella ternura tan ajena a sus días de campo de batalla, Dazai no había podido sacarse la imagen de la cabeza. Se repetía que no le importaba, que no lo afectaba… pero ahí estaba, regresando a casa con una mueca en el rostro, con un hueco punzante justo donde antes había solo desdén por el mundo.
—¿Dazai-san? —la voz de Atsushi lo sacó de su ensoñación.
—¿Eh?
—Dije que Kyoka quiere probar los crepes de arándanos. ¿Nos acompaña?
—Crepes, huh… —esbozó una leve sonrisa cansada—. Claro, ¿por qué no? Es mejor que irme a casa a mirar el techo.
—¿Miras el techo todas las noches? —preguntó Kyoka con su tono neutro.
—Cuando no tengo a nadie que me mire dormir, sí —respondió él en tono de broma, aunque nadie rió.
Atsushi lo observó de reojo. Estaba preocupado. Dazai tenía esa mirada vacía que solo aparecía cuando pensaba demasiado.
Caminaron en silencio un rato por otra dirección, dirigiéndose a una plaza pública cercana. Y mientras el aroma dulce de los puestos callejeros comenzaba a inundar la avenida, Dazai se permitió pensar, con un leve dejo de amargura:
"¿Cómo se supone que se sigue adelante, cuando te das cuenta de que alguien te puede estar olvidando… y es feliz mientras lo hace?"
Chuuya había rearmado su vida. Con un hijo. Con la Port Mafia.
Dazai se había quedado solo. ¿Por decisión? Quizás. ¿Por orgullo? Probablemente.
Pero esa noche, al ver a Kyoka señalar entusiasmada los crepes, y a Atsushi pagar con una sonrisa, Dazai supo que si algún día quería recuperar algo de lo perdido… tendría que dejar de esconderse.
—Dazai-san —llamó Kyoka al mayor, jalando levemente su abrigo con esos deditos fríos y silenciosos que pocas veces buscaban contacto.
Dazai bajó la mirada, dejando de arrastrar los pies por un momento. Sus ojos apagados encontraron los de la niña, serenos, pero inquisitivos.
—¿Mhm?
—¿Estás triste?
La pregunta cayó como una piedra en el silencio. Atsushi giró la cabeza, alerta, pero no dijo nada. Solo observó, expectante, como si temiera cuál sería la respuesta.
Dazai abrió la boca para soltar una de sus frases típicas, alguna tontería melodramática sobre la vida, el dolor o el dulce alivio de la muerte, pero se contuvo. Kyoka no merecía eso.
—Estoy... cansado —respondió al fin, con una sonrisa que no llegaba a los ojos—. A veces, cuando uno está muy cansado, parece tristeza. Pero no lo es.
—Pero no es lo mismo —replicó Kyoka, bajando la mirada—. Yo me sentía así cuando tenía hambre... y también cuando estaba sola.
Dazai se quedó quieto.
El aire nocturno pareció más frío de repente, o quizás era el silencio que creció dentro de su pecho, tan incómodo como real.
Atsushi dio un paso más cerca.
—Kyoka…
—No es malo estar triste —dijo ella, volviendo a mirar a Dazai—. Tampoco estar solo. Pero si usted está solo y triste, puede venir con nosotros mañana otra vez.
La propuesta era simple. Tan simple que dolía.
Dazai parpadeó. Tragó saliva.
Y, con una voz que por primera vez en semanas no sonó vacía, respondió:
—Me encantaría.
Kyoka asintió, como si fuera lo correcto. Como si lo supiera desde el principio.
Atsushi suspiró, sonriendo apenas.
La noche seguía su curso. Pero al menos, entre los pasos que se alejaban de la tristeza, uno había sido firme.
—Aunque... si se va con Chuuya y su hijo... tampoco estaría tan mal.
Atsushi reaccionó de inmediato, intentando cubrirle la boca a Kyoka, pero la niña se zafó con facilidad del agarre.
—¡Yo conocí a Fumiya cuando era un bebé! —exclamó mientras corría, esquivando a Atsushi—. Tenía poquito pelo y era rojo. ¡Cuando lo vi, me pareció muy feo! Pero Chuuya estaba tan feliz de cargarlo... que me guardé mis comentarios.
Se giró a ver a Dazai con total seriedad.
—¿Y usted por qué no puede hacer lo mismo? Guardarse sus comentarios... y simplemente disfrutar de verlo feliz.
Dazai parpadeó, atónito, mientras Kyoka corría por la acera con Atsushi pisándole los talones, claramente desesperado por silenciarla.
—¡Kyoka, no digas más! ¡Por favor! —gritaba el albino, intentando alcanzarla mientras ella esquivaba sus brazos con la agilidad de una sombra.
—¡Tenía poco pelo y era rojo! —repetía ella entre risas—. ¡¡Y era muy chillón!!
—¡KYOKA! —Atsushi ya no sabía si reírse o llorar del puro bochorno.
Dazai, por su parte, se quedó inmóvil. Lo único que se movía era su expresión: primero el desconcierto, luego la leve tensión en los labios, después... una risa seca, que fue creciendo, inesperadamente, hasta convertirse en una carcajada real, limpia y brillante.
—¡Ah, Kyoka-chan! —exclamó entre risas, llevándose una mano al estómago—. ¿Cómo pudiste pensar que mi cachorro era feo?
—¡Porque lo era! —insistió ella, deteniéndose por fin.
—¿Y tú por qué sabes tanto? —preguntó Dazai, alzando una ceja con sorna.
—Porque Kouyou-san nunca dejaba de hablar de Chuuya y su cachorro —respondió, encogiéndose de hombros.
Atsushi ya se había rendido, resoplando con las manos en la cintura.
Dazai dejó de reír. Sus ojos, aún húmedos por la risa, parecieron oscurecerse.
Se giró un poco, metiendo las manos en los bolsillos. No respondió al instante. Pero no se fue.
Y en esa pausa, que duró un par de segundos más de lo necesario, Atsushi entendió algo.
Kyoka lo había dicho todo. Sin odio. Sin acusaciones. Solo verdad.
Y Dazai... por primera vez en mucho tiempo... no intentó negar nada.
—Saben, niños… ¿por qué no regresan ya a los dormitorios?
—¿Eh? ¿Y usted a dónde va, Dazai-san? —preguntó Atsushi, extrañado.
Dazai se detuvo unos segundos, mirando el cielo estrellado como si buscara una respuesta más poética… pero su sonrisa ladeada apareció pronto.
—Voy con mi cachorro.
Chuuya sonrió al acercar la copa de vino a sus labios.
Esa noche, brillaba con una luz especial… o al menos eso parecía reflejarse en las miradas de quienes lo rodeaban.
Mori había organizado una “humilde” cena para sus ejecutivos. Humilde, claro, si ignorabas que había alquilado un restaurante entero solo para ellos. Un restaurante exclusivo para cuatro altos mandos, el jefe de la Port Mafia… y un niño.
Chuuya reía ante lo que As le contaba, aunque en realidad era más por cortesía —o incomodidad— que por verdadero interés.
Nunca había conocido a un alfa tan plano, tan aburrido, como aquel que intentaba, una vez más, coquetear con él. Ni su voz ni sus historias lograban hacerle sentir nada… salvo deseos de escapar.
Kouyou y Paul conversaban entre ellos, sin molestarse siquiera en rescatarlo de su pequeña prisión social.
Y Mori, por supuesto, prefería prestarle atención a Fumiya.
Chuuya, sin embargo, no le quitaba los ojos de encima. ¿Confiaba en su jefe? Bueno… eso dependía del contexto. Como líder, Mori era impecable: estratégico, firme, necesario. Sin él, las organizaciones criminales de Yokohama se esparcirían como víboras sin control por toda la ciudad. En ese aspecto, le debía respeto.
¿Pero como persona? Ah… eso ya era más complicado.
No le confiaría a su hijo, y mucho menos sabiendo lo obsesionado —y traumatizado— que Mori estaba con Dazai.
Y Fumiya… Fumiya no era la excepción. Era, de alguna forma, una versión en miniatura de Dazai. Una copia más joven, con esa misma mirada aguda, ese aire impredecible, y una sonrisa que sabía más de lo que decía.
—¿Usted conoce a mi papá? —preguntó Fumiya con la mirada fija en Mori.
El médico asintió, aún con esa sonrisa diplomática que se le hacía cada vez más pesada. Llevaba ya media hora con el niño encima, y se había dado cuenta de que Fumiya no tenía límites cuando se trataba de hacer preguntas. Todo porque su padre estaba ocupado conversando con alguien más.
—¿Y a mi tō-chan? —soltó entonces el niño, ladeando la cabeza con inocencia.
Mori alzó una ceja, confundido.
—¿No es lo mismo?
—¡Claro que no! —Fumiya frunció el ceño, como si acabara de oír la cosa más absurda del mundo—. Todos los niños tienen dos papás. ¿Usted no lo sabe o qué?
—Claro...que tonto fui...—susurró Mori, llevándose la copa de vino a los labios con elegancia.
—¡Yo tengo un mejor amigo! Se llama Dazai Osamu… es detective —dijo Fumiya con entusiasmo, aunque su expresión se tornó melancólica—. Pero papá y yo estamos tristes con él.
—No me digas…¿En serio? —comentó Mori, esbozando una sonrisa entretenida.
—Pues sí le digo —insistió el niño, cruzándose de brazos como si defendiera una gran verdad—. Él me prometió que me ayudaría a encontrar a mi tō-chan.
Mori desvió la mirada discretamente hacia Chuuya, quien en ese momento estaba agachado, con una mano cubriéndose parcialmente el rostro mientras hablaba con As. Al ver que el pelirrojo estaba distraído, Mori volvió su atención al niño y, con una sutil seña de dedos, lo llamó a acercarse.
—Yo puedo ayudarte con eso.
Los ojos de Fumiya se iluminaron.
—¿En serio?
Mori se inclinó levemente, apoyando un codo en el brazo de la silla, bajando el tono de su voz como si compartiera un secreto muy importante.
—Pero no le digas a nadie que te lo dije, ¿entendido?
Fumiya asintió rápidamente, bajando la voz también, como si fueran dos conspiradores.
—¿Y cómo lo vamos a encontrar?
—Digamos que tengo mis maneras —respondió Mori, jugueteando con la copa entre los dedos—. Pero para eso necesito saber una cosa muy importante…
El niño se inclinó un poco más hacia él, curioso.
—¿Tu papá te ha dicho alguna vez cómo era tu tō-chan?
Fumiya bajó un poco la cabeza, pensativo.
—Mmm... dice que era muy tonto, que usaba ropa negra, que era molesto como un mosquito —Mori rió suavemente ante eso—. Y que tenía ojos muy tristes aunque sonriera.
Mori alzó ambas cejas, intrigado. El vino se detuvo a medio camino de sus labios. Bajó la copa lentamente.
—Interesante descripción.
—Yo creo que Dazai lo conoce, pero Dazai nunca quiere decir nada —añadió Fumiya, cruzándose de brazos, claramente molesto—. ¡Siempre se hace el payaso!
—Sí, eso suena bastante a Dazai —murmuró Mori, casi para sí mismo. — Verás, Fumiya esto es lo que haremos.
Chuuya levantó la vista justo cuando decidió que ya no toleraría más a As, su atención volviendo brevemente hacia la sala.
Su ceño se frunció al ver a Fumiya tan cerca de Mori, murmurando cosas en voz baja.
—¡Fumiya! ¿Qué haces, mi amor?
El niño se giró con una sonrisa inocente.
—Nada, papá. Solo hablaba con el señor raro.
—Raro, dice... —rió Mori por lo bajo, antes de alzar la voz—. Un niño encantador. Tiene una lengua afilada... igual que su padre.
Chuuya entrecerró los ojos, pero caminó hacia ellos sin responder.
Instintivamente, colocó una mano sobre el hombro de su hijo.
—No molestes al doctor Mori, cariño —le dijo con voz suave, aunque su mirada iba dirigida únicamente al médico.
—No es molestia. De hecho, me estaba contando cosas muy interesantes
Chuuya apretó los labios. Fumiya se abrazó a su pierna.
—¿Ya nos vamos, papá?
Chuuya asintió, lanzando una última mirada a Mori, que seguía recostado, tranquilo, bebiendo como si nada de aquello tuviera importancia.
—Sí, ya nos vamos.
Pero antes de salir, Mori alzó la voz, apenas un poco.
—Dale saludos a Dazai. Dile que sigo esperando nuestra pequeña charla pendiente.
Chuuya no respondió. Pero su mano sobre el hombro de Fumiya se tensó apenas por un segundo, antes de salir sin mirar atrás.
Chapter 10: ⁰⁰⁹
Chapter Text
Y busque a mi papá por toda
la ciudad.
—¡Chuuya, espera!
Una voz femenina lo detuvo justo cuando estaba por subir al taxi. El pelirrojo se giró, y allí estaba Kouyou, elegante como siempre, vestida con un sobrio pero impecable vestido negro. Se acercó con paso decidido, interceptándolo antes de que pudiera cerrar la puerta.
—Querido… no puedes marcharte sin despedirte —dijo con una sonrisa tranquila, aunque sus ojos hablaban de preocupación.
—Lo siento, ane-san… Fumiya ya estaba cansado —respondió Chuuya, sin atreverse a sostenerle la mirada por completo.
—¡No, no es cierto! —interrumpió Fumiya desde el interior del taxi, asomando la cabeza por la ventanilla con el ceño fruncido—. ¡Yo quería quedarme más tiempo!
Chuuya suspiró. Kouyou alzó una ceja con elegancia y cruzó los brazos, clavando su mirada en él.
—Mentirle a tu ane-san es un pecado imperdonable —le dijo en tono suave pero firme—. ¿De verdad pensabas que podrías escabullirte así nada más?
Chuuya bajó la mirada por un segundo, frotándose la nuca, algo avergonzado.
—No quería causar una escena.
—Querido —respondió Kouyou con una media sonrisa—. Tú eres una escena.
El pelirrojo soltó una risa cansada y, al notar que Fumiya seguía con la cabeza fuera de la ventana, chasqueó la lengua.
—Adentro, Fumiya. Te vas a resfriar —ordenó suavemente.
El niño hizo un puchero pero obedeció, hundiéndose de nuevo en el asiento trasero. Kouyou aprovechó para acercarse más a Chuuya y, con un gesto delicado, le arregló el cuello de la chaqueta.
—¿Vas a estar bien? —preguntó en voz baja, mirando de reojo a Fumiya dentro del taxi.
Chuuya asintió, esta vez con más seguridad.
—Sí. Solo necesito descansar… y alejarme de As ¡Cuenta unos chistes terribles, Kouyou!
Kouyou le apretó la muñeca con cariño y soltó una última advertencia:
—Bueno, no lo culpo. El tipo está encantando contigo...eres precioso Chuuya.
—Lo sé, no tienes que decirlo. — dijo el pelirrojo tan orgulloso como su hermana lo había criado. Kouyou solo rodó los ojos.
—Y Chuuya...
—¿Sí?
—Que tengas una responsabilidad no significa que no puedas darte otra oportunidad en el amor ¿Lo sabes, no?
Chuuya la miró fijamente durante unos segundos, tragó saliva y asintió una vez más, esta vez sin decir palabra.
Luego subió al taxi por completo, cerró la puerta y esta arrancó lentamente, dejándolos atrás bajo el cielo negro de Yokohama.
Nunca se había planteado realmente la idea de volver a tener una pareja.
Ni siquiera lo había considerado una posibilidad.
A decir verdad, jamás nadie le había causado lo que Dazai provocaba en él.
Y ahora que Kouyou le hablaba con suavidad, casi como si le diera permiso de volver a abrir su corazón al amor… los nervios comenzaban a carcomerlo por dentro.
Pero si alguna vez tuviera que intentarlo con un alfa…
Chuuya estaba seguro de algo: jamás elegiría a As.
Ango suspiró con cansancio, estirando los brazos por encima de la cabeza mientras sus dedos crujían al liberar la tensión del día.
Se deshizo del nudo de su corbata con un tirón lento, y acto seguido, se quitó los lentes con la misma ceremonia con la que uno se despoja de una máscara.
Después de horas leyendo, transcribiendo y clasificando documentos, al fin podía permitirse volver a su apartamento. Aunque, más que descanso, lo esperaba el silencio.
Entonces, algo llamó su atención.
Un libro de pasta roja destacaba entre los lomos apagados del estante. No solía detenerse a leer por placer —no últimamente—, pero hubo algo en ese volumen que lo impulsó a acercarse. Como si lo llamara.
Lo tomó con cuidado. La textura aterciopelada de la cubierta se sintió cálida bajo sus dedos, y al observarlo más de cerca, notó un grabado apenas perceptible: la silueta de un dragón, desgastada por el tiempo, pero aún imponente.
Al abrirlo, frunció el ceño, intrigado.
No tenía título. Solo una página amarillenta con símbolos que no recordaba haber visto antes.
Entonces, Ango terminó estornudando.
Fue repentino, sacándolo de su concentración. Cerró el libro con una mano mientras buscaba un pañuelo con la otra. Parpadeó, molesto consigo mismo.
No pudo evitar que le viniera a la mente ese dicho ridículo que había escuchado de niño:
—“Alguien está pensando en ti…” —murmuró con desdén, casi con burla, mientras se acomodaba de nuevo los lentes en el rostro.
Y sin embargo, no supo por qué esa frase le dejó un leve escalofrío en la nuca.
Dazai cruzó la puerta del edificio con confianza.
En su mano derecha, la copia de la llave del apartamento de Chuuya y Fumiya brillaba con la luz artificial del vestíbulo. Frente al mostrador, la recepcionista levantó la mirada, frunciendo el ceño al ver su gesto altanero y la llave que presumía sin el más mínimo recato.
Ella intentó objetar con una voz teñida de fastidio, pero Dazai, con una sonrisa ladeada y una mirada traviesa, la silenciaba sin decir palabra alguna. Ella suspiró resignada, conocedora de que discutir con él era una batalla perdida. Al fin y al cabo, había aprendido que a veces lo mejor era dejarlo pasar.
Sin más demora, Dazai se dirigió al ascensor, sus pasos resonando sobre el mármol pulido del vestíbulo.
Presionó el botón, y al abrirse las puertas doradas entro sin tardar.
Justo en ese instante, cuando dio vuelta y la puertas se cerraban y apareció Fumiya, asomando su rostro por el vestíbulo, deteniéndose a saludar a la recepcionista.
Sus ojos brillaban con una mezcla de sorpresa y alegría al verlo.
Entonces, detrás del pequeño, como una sombra, apareció Chuuya.
Sus pasos resonaron con determinación en el vestíbulo mientras cruzaba con rapidez el umbral, el viento agitando levemente los bordes de su abrigo.
Sus ojos azules, afilados y brillantes, se clavaron en Dazai como dagas. Sin mediar palabra, tomó la mano de Fumiya con una firmeza suave, envolviendo sus dedos con los de su hijo como si sellara un límite.
Fumiya no opuso resistencia, pero su mirada saltaba de su papá a Dazai, percibiendo algo en el aire que incluso él, tan pequeño, podía reconocer: tensión.
Chuuya apenas murmuró un seco "vamos", y con ello arrastró con delicadeza a su hijo al interior del ascensor, sin molestarse en mirar si Dazai seguía ahí. Pero claro que lo hizo.
Y así, quedaron los tres.
Dazai apoyado en una de las paredes metálicas del ascensor, observando con expresión neutral. Fumiya, sosteniendo la mano de su padre, sus pies balanceándose levemente.
Y Chuuya, de pie como una barrera silenciosa entre ambos, con la espalda recta, el ceño fruncido y la mandíbula apretada.
El ascensor comenzó a subir, con un zumbido suave que se mezclaba con el silencio tenso que pesaba en el aire.
Ninguno hablaba.
Ninguno se miraba directamente.
Pero el espacio reducido, los comenzaba a agobiar.
—¿No es muy tarde para que Fumiya esté afuera? —preguntó Dazai, rompiendo el silencio del ascensor con una voz que sonó tranquila, casi desinteresada, aunque sus ojos seguían fijos en el niño.
Fumiya, ajeno a la tensión de los adultos, miraba las luces del panel del ascensor cambiar de número, divertido por la transición.
Chuuya ni siquiera lo miró al principio. Se limitó a mantener su vista al frente, los dedos aún enlazados con los de su hijo, firmes. El tono de Dazai podía sonar casual, pero para Chuuya era una intromisión.
—¿Tú no deberías estar en tu casa? —replicó con voz baja, cargada de hielo contenido—. Es muy noche para que visites a mi cachorro.
La palabra “mi” se clavó como un cuchillo.
Dazai ladeó la cabeza, arqueando una ceja.
—Qué posesivo, Chuuya. ¿Acaso te molesta que lo vea?
Chuuya giró la cabeza apenas, lo justo para lanzarle una mirada por encima del hombro.
—Me molesta que vengas sin avisar.
Fumiya los miró a ambos, esta vez con un poco más de atención, sintiendo cómo el aire cambiaba.
—¿Se están peleando? —preguntó con inocencia, mirando a su papá.
Chuuya bajó la vista de inmediato y le acarició el cabello.
—Claro que no, cielo. Solo hablamos.
Dazai sonrió apenas, esa sonrisa amarga que usaba cuando sabía que no podía ganar... o que había ganado de otro modo.
—Solo hablamos, Fumiya —repitió, mirándolo también—. Aunque creo que a tu papá se le olvidó lo que era eso.
El ascensor se detuvo con un ding sordo, y las puertas comenzaron a abrirse.
Chuuya tomó a Fumiya de la mano con más fuerza.
—Vamos.
Y sin decir nada más, salió, llevándose a su hijo con él. Sin mirar atrás.
Dazai los siguió.
Porque claro... él nunca supo quedarse quieto.
Dazai se colocó junto a Chuuya mientras comenzaban a subir por las escaleras hacia el apartamento. Fumiya ya iba unos peldaños más arriba tarareando una canción bajito mientras sujetaba la barandilla.
El silencio entre ellos era apenas interrumpido por el eco de los pasos en los escalones.
Entonces, de pronto, Dazai se detuvo en seco. Inspiró lentamente por la nariz, como si captara algo en el aire. Frunció el ceño con desagrado, esa expresión siempre ponía de los nervios a Chuuya.
—Hueles a un alfa —soltó sin mirarlo, con la voz baja pero tajante, casi como una acusación.
Chuuya se paró a su lado, girándose con fastidio. Rodó los ojos, claramente irritado, aunque intentó mantener su tono casual.
—Tengo un hijo alfa, Dazai...
Pero Dazai entrecerró los ojos, sin conformarse con la respuesta.
—No es ese olor —murmuró, ahora mirándolo fijamente—. Esto es distinto. Fresco, reciente... Y definitivamente no es Fumiya.
Chuuya apretó los labios aunque mantuvo la calma.
Fumiya olía a leche tibia, como todos los cachorros de su edad. Pero bajo esa dulzura infantil, ya se notaban los cimientos de su aroma alfa: notas cálidas de madera seca y la suavidad del algodón recién lavado.
Era un perfume tenue todavía, pero Dazai lo detectaba con claridad.
Dazai lo inhaló en silencio, sin decir nada al principio.
Pero algo no encajaba.
Había otro matiz en el aire, una nota punzante que no pertenecía a Fumiya. Una pizca de pimienta negra, de esas que se clavan en la nariz y dejan una ligera picazón en el paladar.
Dazai ladeó el rostro, acercándose un poco más a Chuuya bajo el pretexto de seguir caminando. Olfateó de nuevo, muy sutil, y su ceño se frunció.
—¿Acaso ahora me vas a cuestionar a qué huelo, Dazai? —dijo en tono seco, subiendo un escalón para ponerse a su altura—. No tengo que darte explicaciones, y menos si vienes a husmear como perro celoso.
Dazai arqueó una ceja, una sonrisa sarcástica asomando por la comisura de sus labios, pero no contestó. En su lugar, volvió a mirar las escaleras.
Arriba, Fumiya los esperaba impaciente frente a la puerta.
—¡Papá! ¡Ya llegamos, hay que entrar!
Chuuya soltó un suspiro exasperado y subió los últimos peldaños. Antes de meter la llave en la cerradura, lanzó una última mirada por encima del hombro.
—Si tienes algo que decir, dilo ya, Dazai. Porque una vez que cruce esa puerta, dejo de escucharte.
Y por un segundo, solo por un segundo, Dazai pareció quedarse sin palabras. Aunque su expresión permanecía neutra, por dentro la duda y la rabia empezaban a mezclarse con una punzada de miedo.
Si Chuuya le mentía… si simplemente reía como solía hacer para evadir las cosas serias… si fingía que no entendía…
¿Lo perdería?
¿Sería esa la última vez que su aroma estaría tan cerca? Ese aroma afrutado y ahumado que lo volvía irracional.
Quiso hablar, pero las palabras se negaban a salir.
Quería ser su canción de principio a fin.
La melodía que Chuuya recordara incluso en el silencio. La voz que lo abrazara cuando el mundo fuera cruel. La armonía que se entrelazara a su corazón, como un lazo rojo invisible.
Quería rozarse en sus labios y pintarlos de carmín. Hacerle olvidar cualquier beso que no fuera suyo.
Borrar los rastros de cualquier otro.
Dejar su huella en cada rincón de su memoria, en cada suspiro ahogado, en cada palabra no dicha.
Pero no dijo nada.
Solo lo miró. Esperando. Suplicando en silencio que esa respuesta, la más simple, no terminara de romperle lo que quedaba de alma.
—Solo quiero estar con Fumiya, Chuuya… Le prometí que encontraría a su otro padre… y también te prometí a ti que lo cuidaría —dijo Dazai, con la voz baja pero cargada de intención.
Chuuya frunció el ceño al escuchar esas palabras, y con un suspiro cansado miró su reloj. Ya eran las doce en punto de la noche. Era realmente tarde para que Fumiya siguiera despierto.
Pero el pequeño, que había estado en silencio hasta ese momento, alzó la vista al escuchar la respuesta de Dazai. Sus ojos brillaron con ilusión, y sin decir palabra, miró a su padre con súplica muda, esa que solo un cachorro podía expresar con tanto poder.
Chuuya suspiró de nuevo y murmuró, rendido:
—Solo… un rato, Dazai. Fumiya necesita dormir.
Dazai asintió sin decir nada más. No hacía falta. Su mirada decía demasiado: agotamiento, nostalgia, una súplica que Chuuya prefirió no escuchar del todo.
La puerta del apartamento se abrió con un leve chirrido.
Chuuya entró primero, guiando a Fumiya de la mano mientras el niño —sin soltar a su papá ni a Dazai con los ojos— caminaba sobre la punta de sus pies para no hacer ruido.
El departamento olía a jazmín, a madera cálida, a hogar. Las luces eran suaves, el espacio limpio pero con juguetes esparcidos en una alfombra junto al sofá. La televisión aún mostraba la última imagen de una película pausada, probablemente una que Fumiya había querido ver por décima vez.
—Ve a lavarte los dientes —le indicó Chuuya a su hijo con suavidad.
Fumiya obedeció, no sin antes girarse para dedicarle una sonrisa a Dazai.
Cuando el niño se fue, el silencio se hizo denso. Solo se escuchaba el leve zumbido del refrigerador y el grifo abierto del baño. Dazai se quitó el abrigo con lentitud, lo colgó en la silla más cercana y caminó hacia el ventanal, desde donde se veía parte de la ciudad.
—No mentí cuando dije que quería estar para él —murmuró, sin girarse—. No busco hacerte daño, Chuuya. Solo... no quiero que crezca sin saber que también tiene mi amor.
Chuuya cruzó los brazos, apoyándose contra la pared.
—No puedes aparecerte a media noche, Dazai. Fumiya tiene horarios y los estás rompiendo
—¿Los rompí? —se giró, mirándolo a los ojos—. ¿Y tú qué hacías tan tarde afuera?
Chuuya bufó, teniendo que darle la razón.
—¿Y ese aroma a pimienta? —soltó Dazai de repente, su tono más bajo, casi dolido—. ¿Quién es? ¿Es un alfa?
Chuuya apretó los labios. Su mirada ardía.
—¿Y eso qué importa? ¿Vas a llegar tarde cada noche a husmear si hay otro alfa en mi vida?
—Importa porque aún me importas. Porque, por mucho que me desprecies, aún quiero saber si te vas a dejar amar por alguien más que no fui yo.
Antes de que Chuuya pudiera responder, Fumiya volvió con los dientes relucientes y la sonrisa más grande del mundo. Llevaba su pijama de animalitos, el cabello algo mojado por el lavado de cara, y cargaba un libro entre los brazos.
—¿Dazai me lees el cuento? —preguntó, extendiéndoselo.
Chuuya miró a su hijo, luego a Dazai. Y suspiró.
—Uno. Y luego directo a la cama, ¿entendido?
Fumiya asintió vigorosamente.
Dazai tomó el libro como si fuera un tesoro. Se sentó en el sofá, y Fumiya se acurrucó entre sus brazos como si nunca hubiera habido un espacio entre ellos. Chuuya los miró desde el umbral del pasillo, el corazón latiéndole con fuerza.
Con su hijo sonriendo así, tal vez no se trataba solo de lo que él merecía... sino de lo que Fumiya necesitaba.
—Dazai… ¿Tú tienes hijos? —preguntó Fumiya mientras se tallaba uno de los ojitos, vencido poco a poco por el sueño.
Chuuya, ya recostado a su lado, lo abrazó con delicadeza y sonrió con diversión al ver lo directo que era su hijo.
—Sí, Dazai, cuéntanos… ¿Tienes hijos? —añadió con tono juguetón, levantando una ceja.
Dazai le frunció el ceño a Chuuya, fingiendo molestia, pero al mirar de nuevo a Fumiya su expresión se suavizó. Había algo en ese pequeño que le desarmaba sin esfuerzo.
— ¿Por qué lo preguntas, Fumiya?
El niño soltó un largo bostezo, hundiéndose más en los brazos de su padre.
—Bueno… cuando encuentre a mi tō-chan… podrás ser su amigo también —respondió con una sonrisa adormilada—. Y si tú tienes hijos… ellos también podrían ser mis amigos.
—No necesito hijos, Fumiya… contigo es suficiente —susurró Dazai con ternura.
El pequeño lo miró medio dormido, sus pestañas húmedas por lágrimas del sueño, mientras una sonrisa somnolienta se dibujaba en su rostro. Dazai deslizó los dedos por su cabello con suavidad, como si estuviera acariciando algo frágil y preciado.
Luego cerró con cuidado el libro de tapas azules que había estado leyendo y lo dejó sobre la mesita.
Con un suspiro profundo, apagó la lámpara. La habitación quedó en penumbra, iluminada apenas por la tenue luz de la luna que se colaba por entre las cortinas. El silencio envolvía la escena como una manta cálida.
Dazai se inclinó hacia un lado, extendiendo un brazo, y con un pequeño tirón, atrajo a Chuuya hacia sí, acomodándolo con naturalidad detrás de Fumiya.
Chuuya, que ya estaba recostado pero sin dejar de observar, dejó escapar una risa muda cuando notó la torpe pero genuina manera en que Dazai buscaba su cercanía. Se dejó abrazar, posando una mano sobre su hijo y tocando el pecho del alfa, envolviendolos a ambos.
Así, los tres quedaron abrazados, formando un cálido sándwich de afecto. Fumiya, ahora en medio de ambos, soltó una risita suave, cerrando por fin los ojos mientras se sentía rodeado por el calor de las dos personas que más lo cuidaban en el mundo.
Dazai había tenido que volver a la Agencia.
Chuuya, por su parte, regresó a sus deberes en la Port Mafia.
Ambos sabían que no era fácil. Que sus mundos, aunque alguna vez entrelazados por una alianza, estaban destinados a chocar.
Aun así, hacían lo posible —o al menos lo intentaban— para que las cosas funcionaran.
Se aferraban a los instantes que les quedaban, a ese breve respiro que les ofrecía la tregua aún no disuelta entre sus organizaciones.
Mientras Atsushi y el resto del equipo tenían que lidiar con las secuelas de la cruenta batalla contra Guild, Dazai se vio asignado a una misión muy especial.
Una que no aparecía en ningún informe oficial.
—¡Misión:encontrar a mi otō-san! —gritó Fumiya con emoción, alzando los brazos como si ya hubiera triunfado, mientras llenaba de dibujos y líneas torcidas un pequeño pizarrón blanco.
Dazai lo observó sentado frente al pizarrón.
Se suponía que ese era el plan maestro, aunque lo único que podía leer con claridad era su nombre escrito al revés, con crayón morado.
Chuuya había tenido que salir de Yokohama por una misión urgente. Había querido llevar a Fumiya consigo, deseándolo con una fuerza que le dolía en el pecho, pero sabía que era demasiado peligroso.
El niño, al enterarse, rompió en llanto, abrazándose con fuerza a su padre mientras le suplicaba entre sollozos que no se fuera.
Pero cuando Chuuya le susurró, con una sonrisa suave y un beso en la frente, que se quedaría con Dazai… la tristeza se esfumó como por arte de magia.
Porque para Fumiya, quedarse con Dazai era sinónimo de juegos, cuentos, caricias torpes y dormir hasta tarde.
Porque, aunque Dazai nunca lo decía en voz alta, ya era parte de esa pequeña constelación que giraba en torno a Chuuya.
Dazai aplaudió con entusiasmo, una sonrisa suave dibujada en su rostro mientras observaba el improvisado “cuartel general” de Fumiya.
El pequeño estaba rodeado de peluches acomodados en fila, cada uno con una bufanda, gorro o prenda improvisada que simulaba uniformes.
En el centro del pizarrón infantil, garabateado con plumones de colores, había dibujos de caritas sonrientes, flechas, y un gran título en letras retorcidas.
—Muy bien, detective Nakahara —dijo Dazai con teatralidad—. La explicación fue clara y precisa. Pero digame... ¿cuál es el primer paso del plan?
Fumiya parpadeó, ladeando la cabeza. Miró el pizarrón, luego a sus “compañeros de misión”, y finalmente volvió a ver a Dazai.
Su ceño se frunció con confusión y alzó los hombros en señal de rendición.
¿Un plan?
—No sé... ¿Qué propones tú, Detective Dazai?
Dazai sonrió con ternura, rascándose la barbilla como si estuviera frente a un verdadero caso complicado.
—Hmm... ¿Qué tal si empezamos buscando testigos? Alguien que haya visto a tu otō-san últimamente. Podríamos interrogar a los vecinos... o a los peluches —añadió en tono de conspiración, mirando de reojo a un osito que tenía gafas dibujadas con marcador.
Fumiya se iluminó de inmediato, dando un pequeño salto sobre la alfombra.
—¡Sí! ¡El señor Erizo lo vio salir al aeropuerto! —exclamó, tomando al peluche y apuntándolo hacia el mapa de papel arrugado que había pegado en la pared.
Dazai no se había percatado que el mapa de la ciudad parecía más bien el dibujo de un macarrón.
—Eso nos da una pista muy importante —asintió Dazai, completamente metido en el juego—. ¡Prepara las mochilas, detective! Vamos a reunir evidencia.
Dazai parpadeó un par de veces, desorientado, antes de volver por completo a la realidad.
Estaba dentro de un taxi, con el suave traqueteo del vehículo acompañando el tarareo alegre de Fumiya, quien movía los pies de un lado a otro con entusiasmo, ajeno al dilema mental del alfa.
Dazai se llevó una mano a la sien, masajeándola con suavidad mientras dejaba escapar un suspiro cansado.
¿Cómo habían llegado a esto?
Debía estar completamente fuera de sus cabales para permitir que la fantasía del niño llegara tan lejos... ¡Lo había llevado hasta el aeropuerto!
Giró la cabeza hacia Fumiya, quien seguía dibujando nubes invisibles en el cristal empañado con el dedo. Su sonrisa era tan brillante, tan inocente, que por un momento Dazai no pudo sentirse culpable.
Sí, estaba loco.
Pero por ese niño... lo estaría mil veces más.
Fumiya se escondió detrás de una gran maceta decorativa, observando con ojos brillantes el ir y venir de los transeúntes, algunos de los cuales sonreían al ver al niño jugar con tanto entusiasmo. Su pequeña figura se perdía entre el bullicio del aeropuerto, pero destacaba por la energía que irradiaba.
Dazai, unos pasos atrás, lo vigilaba con atención mientras cargaba un par de mochilas. No podía evitar sonreír con ternura al ver lo metido que estaba Fumiya en su papel de explorador. Por un momento, también él se permitió olvidar lo absurdo de la situación y se dejó arrastrar por la fantasía.
Fumiya corrió de un lado a otro, inspeccionando rincones, husmeando detrás de columnas y bajo los asientos. Finalmente, se dejó caer a su lado en una banca metálica, jadeando suavemente, con el ceño fruncido y el flequillo pegado a la frente.
—¡No encontré nada! —refunfuñó, cruzándose de brazos. Sus piernas colgaban sin alcanzar el suelo.
—Tal vez... mi otō-san nunca estuvo aquí —añadió, bajando la mirada con una mezcla de decepción y duda.
Dazai lo miró de reojo, con una sonrisa suave dibujándose en su rostro.
—¿Ah, no? ¿Eso crees?—preguntó, metiendo la mano en el bolsillo interior de su abrigo y sacando un pequeño trozo de tela cuidadosamente doblado. —¿Y esto que es?
Fumiya lo tomó enseguida, con dedos temblorosos de emoción. Era un retazo azul cielo, la textura suave revelaba que había sido parte de una camisa, quizás una de esas formales que tanto le gustaban a los adultos.
El niño abrió los ojos como platos, sus mejillas se encendieron de entusiasmo.
—¡Una pista! —gritó, como si hubiera encontrado un tesoro oculto.
Dazai soltó una breve carcajada, sintiendo cómo algo en su pecho se aflojaba. Era ridículo, sí... pero ver a Fumiya tan feliz hacía que todo valiera la pena.
Así pasaron el día entero, como detectives.
Cada sitio al que iban, Dazai se las ingeniaba para esconder una pista falsa.
Un botón en una banca del parque, una pluma blanca atrapada en una reja, un trozo de papel doblado con letras crípticas. Todo cuidadosamente preparado mientras Fumiya se distraía observando estatuas o persiguiendo palomas.
Fumiya, emocionado y con los ojos brillantes, encontraba cada objeto como si de un verdadero tesoro se tratara. Los guardaba con sumo cuidado en una bolsa de tela que llevaba colgada del cuello, como si se tratara de evidencia crucial que podría resolver el misterio de su vida.
—¡Otra pista! —decía una y otra vez, con el ceño fruncido de concentración y una pequeña sonrisa de triunfo.
Caminaron por plazas bulliciosas, cruzaron museos donde respetaron el silencio, y hasta entraron a una sala de cine. Vieron una película animada de detectives, alegando que necesitaban inspiración y un momento de descanso, aunque ambos sabían que era una excusa para compartir palomitas y sentarse un rato juntos.
Dazai no recordaba cuándo fue la última vez que se sintió tan vivo en medio de una mentira.
Pero cada vez que veía a Fumiya correr con esa energía desbordante, convencido de que su “otō-san perdido” había dejado pistas por toda la ciudad, su pecho se llenaba de una extraña mezcla de alegría y culpa.
Y aun así, continuó. Porque por un día, quería regalarle a ese niño el mundo entero. Aunque fuera inventado.
Al final del día, terminaron sentados frente al mar.
Fumiya desplegó todas las “pistas” que había recolectado durante la jornada, acomodándolas con cuidado sobre el abrigo de Dazai, extendido sobre la arena. Allí se quedó, mirándolas en silencio. Su rostro, normalmente animado, mostraba una concentración frustrada. Fruncía el ceño, intentando encontrar alguna conexión entre aquel pedazo de tela azul, una pluma, un botón brillante, y una nota arrugada escrita por Dazai. Pero su mente no lograba hilar ningún sentido.
Dazai, mientras tanto, había optado por quitarse los zapatos y los calcetines, dejando que la arena fría del atardecer acariciara sus pies. Había remangado el pantalón hasta la pantorrilla y se sentó cerca, saboreando un helado de fresa con una expresión tranquila.
Entonces, Fumiya soltó un largo y sonoro suspiro antes de dejarse caer hacia atrás, hundiéndose en la arena como si se rindiera. No le importó ensuciarse la ropa ni el cabello; simplemente necesitaba dejar de pensar.
Dazai lo observó de reojo, ladeando la cabeza con una sonrisa leve.
—¿Qué pasa, amiguito?
Fumiya no respondió al instante. Su pequeño pecho subía y bajaba lentamente, y sus ojos miraban hacia un cielo que comenzaba a pintarse de naranja y violeta.
—Nunca encontraremos a mi otō-san... —dijo finalmente, en un susurro casi triste.
—¿Por qué quieres encontrar a tu otō-san? —preguntó Dazai, sin juicio en su voz, solo con una curiosidad genuina.
Por un momento, creyó que el niño no le contestaría. Pero entonces, Fumiya entreabrió los labios y habló, con los ojos aún cerrados:
—Porque no quiero que mi papá Chuuya esté solo...
Hizo una pausa, larga. Dazai guardó silencio, respetando el momento.
—Me di cuenta de que… casi todos los niños siempre están con dos adultos. Los mejores amigos van de a dos. Los pajaritos vuelan en pareja. Los perritos que vi en el parque también estaban de a dos. Y mi papá me dijo que muchos niños tienen dos papás, entonces yo… yo no entiendo por qué papá está solo.
Abrió los ojos entonces, volteando la cabeza hacia Dazai. Tenía los ojos brillosos, pero no lloraba. No aún.
—No entiendo por qué no tenemos a nuestro otro papá.
Las palabras brotaron con una honestidad tan pura que el aire pareció quedarse quieto. Fumiya comenzó a llorar, con ese llanto contenido que rompe de golpe, como si hubiera estado aguantando demasiado tiempo.
Dazai se quedó inmóvil unos segundos, luego tiró su helado sin pensarlo y se acercó para abrazarlo, rodeándolo con ambos brazos y apretándolo contra su pecho.
—Fumiya… no llores —dijo en voz baja, acariciándole la espalda—. Fumiya, tú papá te adora… y tú lo adoras a él. No necesitan a un alfa que los dejó. Ustedes dos son suficientes.
—Pero papá está solo… —sollozó el niño.
Dazai sonrió, con tristeza en los ojos, y bajó la voz.
—Niño tonto… mientras tú existas, Chuuya nunca estará solo.
Fumiya alzó la mirada, con los ojos brillantes de lágrimas, y dijo con una voz temblorosa:
—Pero… ¿y si un día me voy?
Aquella pregunta caló hondo en Dazai, que se quedó mudo por unos segundos, como si no supiera cómo responder de inmediato.
—¿A dónde irías? —preguntó por fin, con la voz quebrada.
—A mi antiguo hogar… —susurró Fumiya, bajando la mirada.
—¿Extrañas el campo? —Dazai preguntó con delicadeza.
Fumiya rompió de nuevo en llanto, esta vez con más fuerza.
—¡No me gusta Yokohama! ¡Es ruidosa! ¡Hay demasiada gente! ¡Es fea! ¡Extraño a mis niñeras! ¡Extraño mi cama! ¡Extraño a mis renacuajos! Si encuentro a mi otō-san, él podrá estar con mi papá… y yo podré regresar…
Dazai sintió que el corazón se le apretaba. Apretó los labios, tragó saliva, y sin darse cuenta, una lágrima solitaria rodó por su mejilla.
—Dios santo, Fumiya… —murmuró—. Pero tu papá quieres estar con tu papá… Lo necesitas y él a ti. ¿Por qué no mejor pensamos en otra posibilidad?
El niño parpadeó, curioso.
—¿Cuál?
—¿Y si encontramos a tu otō-san… y viven los tres en el campo? —propuso Dazai con una sonrisa cálida, aunque con el pecho apretado.
Fumiya lo miró, con los ojos aún húmedos, pero una chispa de esperanza asomó en su expresión. Se secó las lágrimas con el dorso de la mano, manchándose de arena.
—¿P-Podemos?
Dazai asintió, revolviéndole el cabello con ternura.
—Claro que sí, campeón. Podemos intentarlo... No tienes porque separarte de Chuuya.
Cuando Fumiya se quedó dormido en brazos de Dazai, el silencio cayó sobre ambos como una manta espesa y pesada.
El niño aún tenía el rostro húmedo por las lágrimas, su respiración temblorosa y cálida se sentía contra el pecho del alfa, quien no se atrevía a moverse. Dazai lo sostuvo con fuerza, con un cuidado que rozaba lo desesperado.
Camino hasta un parque cercano y solitaria, decidido a llevarlo a casa.
Le colocó con suavidad su abrigo encima, protegiéndolo del viento nocturno que comenzaba a filtrarse por los rincones del parque.
Las luces de la ciudad titilaban en la distancia, ajenas al pequeño drama que se desdoblaba en aquella banca solitaria.
Y entonces, Dazai rompió.
No con un grito, no con sollozos escandalosos, sino en silencio. Lágrimas que resbalaban sin permiso por sus mejillas, una tras otra, como si le sangrara el alma.
No dejó de llorar ni un segundo. Mientras Fumiya dormía ajeno a la tormenta que arrasaba el pecho de su verdadero padre.
Porque Dazai sabía lo que venía. Sabía que esa burbuja cálida que habían creado podía estallar en cualquier momento.
Si Fumiya lo odiaba después… después de descubrir la verdad, no lo culparía.
Si algún día se levantaba como un adolescente lleno de resentimiento, lanzándole reproches por haber abandonado a Chuuya cuando más lo necesitaba… lo aceptaría.
Si Fumiya se volvía un chico rebelde, lleno de preguntas sin respuesta y rabia contenida por no haber sabido nunca que tenía otro padre… lo entendería.
Si Fumiya se transformaba en un adulto dolido, incapaz de perdonar al mundo, ni a él… Dazai cargaría con esa culpa en silencio.
No le importaba.
No le importaba lo mucho que ese niño pudiera llegar a odiarlo, siempre y cuando siguiera vivo.
Mientras Fumiya viviera, mientras creciera, aunque fuera para odiarlo con todo su ser… Dazai lo aceptaría todo. Porque, al final, ese niño era la única luz que le quedaba. Y con verla brillar, aunque fuera desde lejos, aunque no lo llamara papá… él se conformaba.
Dazai entregó a Fumiya en los brazos de Chuuya al día siguiente.
Le costó—más de lo que admitiría—separarse del pequeño cachorro. Pero Fumiya apenas pudo contener su emoción al ver al omega, lanzándose a sus brazos con una risa alegre y los ojos brillantes.
Chuuya lo recibió con todo el amor que había guardado en su pecho. Le besó la frente, las mejillas, la nariz... cada rincón de su carita redonda, como si necesitara asegurarse de que realmente estaba de vuelta.
—Oh, Fumiya… te extrañé tanto, hijo mío.
Fue entonces el turno de Fumiya. Rodeó el rostro de Chuuya con sus manitas y besó con entusiasmo el puente de su nariz.
—¡Yo también te extrañé, papá! ¡Pero me porté como un niño grande! ¡No lloré, me comí todas mis verduras y además... Dazai y yo seguimos investigando sobre mi otō-san!
Chuuya alzó una ceja, enarcando una sonrisa entre divertida y desconfiada. Desvió la mirada hacia Dazai, que simplemente asintió, rendido.
—Pues me alegra mucho, cariño. ¿Y qué fue lo que descubriste?
De inmediato, la expresión de Fumiya se congeló. Su rostro palideció.
—¡Dazai… las pistas! ¡Las dejamos enterradas en la arena!
Dazai se llevó las manos a la cabeza, con dramatismo exagerado.
—¡No puede ser, detective Fumiya! ¡Hemos cometido un error de principiantes!
Fumiya asintió con gravedad, inflando las mejillas y frunciendo el ceño.
—¡Tenemos que volver por ellas! ¡Podría haber una pista importante!
Chuuya los observó en silencio por un momento, entrecerrando los ojos. Y aunque no aceptada del todo ese juego que ambos parecían compartir, en el fondo… algo en su pecho se encogió con ternura.
Porque esa escena frente a él, aunque absurda, aunque improvisada… se sentía completa.
Chapter 11: ᵈᵉᵃᵈ ᵃᵖᵖˡᵉ
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
Y yo descubrí que Dazai
era mi Otō-san.
Los usuarios de habilidad en todo el mundo estaban muriendo por suicidio, uno tras otro, en circunstancias desconcertantes.
En cada escena, sin falta, se reportaba la aparición de una densa y extraña niebla que envuelve el área momentos antes del incidente.
El fenómeno ha sembrado el caos y el miedo entre aquellos con dones sobrenaturales, quienes ahora temen ser los siguientes.
A medida que el número de muertes aumenta, también lo hace la presión por encontrar una explicación.
Así es como la División Especial termino involucrándose.
Preocupado por la creciente ola de muertes inexplicables, Ango Sakaguchi solicita la intervención de la Agencia de Detectives Armados.
La investigación apuntaba hacia un individuo peligroso: Tatsuhiko Shibusawa, un usuario de habilidad altamente avanzado, conocido en los círculos clandestinos como "el Coleccionista".
Shibusawa, un hombre enigmático obsesionado con la naturaleza de las habilidades y su poder latente, parece estar en el centro de esta niebla asesina.
Su paradero era desconocido, pero todo indica que estaba conectado con las muertes y con un proyecto aún más oscuro.
La Agencia se puso en marcha...todos se pusieron a trabajar. Todos excepto Dazai.
Dazai Osamu no estaba en la Agencia de Detectives Armados.
Desde hacía dias, no había señales claras de su paradero.
Su ausencia, aunque preocupante, no era del todo inusual… hasta que nadie pudo contactarlo por medio de su teléfono o su apartamento.
A nadie le interesó su ausencia hasta que Ango Sakaguchi irrumpió en la central de la Agencia, jadeante, con el rostro pálido y las manos temblorosas por la urgencia de lo que acaba de presenciar.
Con voz quebrada y una conexión inestable, Ango logra comunicarse con Kunikida.
—Dazai… él… está con Shibusawa. —La estática se entromete, pero su voz logra atravesarla—. ¡Escuchen! Tienen que detenerlo… ¡Yokohama está en peligro! ¡No hay tiempo...!
La señal se interrumpe violentamente, dejando solo el chirrido seco del canal muerto.
Una atmósfera gélida cayó sobre todos.
Kunikida apretó los dientes con furia y dolor, mientras Atsushi dio un paso atrás, incrédulo ante lo que acaba de oír. ¿Dazai… del lado del enemigo?
Pero no había tiempo para preguntas.
Ango, empapado en sudor frío, se giró hacia sus hombres.
—¡Llamen al usuario de habilidad A5158… inmediatamente!
Un agente corrió a obedecer, mientras Ango se hundió en su silla, sujetándose el puente de la nariz.
Todo estaba desmoronándose a su alrededor.
Y en un callejón envuelto por la espesa niebla, Kunikida se enfrenta a su propio reflejo. Su habilidad, Ideal, parpadea erráticamente: la niebla afectaba su concentración, distorsiona sus ideales, debilita su poder.
Aun así, intento elaborar una granada de humo con su libreta antes de desmayarse por la presión mental.
—¡¡Atsushi, Kyōka!! ¡¡Corran!!
Su grito se ahoga en el eco de los disparos.
Atsushi lo obedeció a regañadientes, llevando de la mano a Kyōka mientras corren lejos de la zona comprometida.
El corazón del chico-tigre le martillaba con rabia y confusión. ¿Dazai…es un traidor?
Mukurotoride.
Una fortaleza, repleta de espejos rotos, artefactos sellados y cristales.
Ahí, en lo más profundo, rodeado de tecnología y símbolos, se encontraban Tatsuhiko Shibusawa, Dazai Osamu y Fyodor Dostoyevsky.
Una mesa de cristal los separaba.
Sus ojos se estudian con la misma precisión con la que los depredadores analizan a sus presas.
Tres alfas viéndose fijamente.
Esperando quien sería el primero en caer.
Shibusawa, elegante y macabro, sonrió con frialdad.
—El alma de un usuario de habilidad es una joya. Pura. Inestable. Quiero ver qué sucede si rompo esa joya… y observo cómo sangra el mundo.
Fyodor entrelazo los dedos con calma, sin ocultar su cinismo. Mirando fijamente a Dazai.
Dazai permanece en silencio, su rostro impenetrable, mirando el humo que danza en su taza de té. Nadie sabe a quién le es leal.
Nadie, salvo él.
—El caos es útil, —dice al fin, con voz suave—. Pero lo más importante… es saber quién sobrevive cuando el telón cae.
Los tres hombres se miran. Ninguno confía en el otro. Pero, por ahora, son aliados.
Y Yokohama... era el tablero de su juego.
Y mientras el mundo se desmoronaba poco a poco bajo el peso de la desesperación y la niebla roja devoraba los rincones de Yokohama… Fumiya solo sabía una cosa: que estaba seguro en los brazos de su padre.
Chuuya lo tenía abrazado en el sofá, con una manta cubriéndolos a ambos, mientras en la televisión se repetían viejas grabaciones de programas infantiles, casi como si el tiempo no estuviera corriendo más allá de esas paredes.
Fumiya reía a ratos, aunque con menos fuerza que de costumbre, y de vez en cuando lanzaba miradas fugaces hacia el ventanal, donde la neblina roja se arrastraba como un monstruo que no dejaba de crecer.
—Papá… —preguntó con voz queda, sus ojos grandes reflejando el brillo del televisor—, ¿Dazai sigue en la agencia de detectives? ¿Cuando terminara de trabajar?
Chuuya bajó la vista hacia su hijo. No supo qué decir. Llevaba días sin noticias. Dazai había desaparecido.
Le había intentado marcar, pero Dazai no respondía; lo atribuía a qué la señal en Yokohama era inestable.
La agencia también.
Oficialmente disuelta.
Y Ango, el maldito Ango, solo había estado dejando advertencias confusas y órdenes desesperadas.
No había hora en el que no dejará de llamarlo.
Chuuya apretó un poco más a su hijo contra su pecho, como si al abrazarlo fuerte pudiera protegerlo de todo: del miedo, de la incertidumbre, de esa niebla que parecía respirar con vida propia.
—Pronto, Fumiya —dijo al fin, con la voz apenas quebrada—. Dazai pronto terminará con su trabajo.
Era una mentira.
Pero era todo lo que le quedaba.
Fumiya asintió, como si quisiera creerle, y se acomodó en su regazo, enroscado como un cachorro. Chuuya desvió la mirada hacia el ventanal. El rojo avanzaba. Como sangre derramándose sobre el mundo.
Y él no podía hacer nada.
Solo mirar.
Solo abrazarlo.
Solo mentir.
O tal vez sí podía actuar… Tal vez todavía quedaba algo que pudiera hacer.
Pero eso significaría estar del lado de quienes, en parte, eran los responsables del desastre.
Chuuya suspiró profundamente.
No había alternativa.
Salió rodeado por soldados de la División Especial, los pocos que aún no habían sido tragados por la niebla.
Agradecía que su hogar estuviera alejado de las zonas afectadas, pues solo gracias a eso pudo sacar a su hijo con vida y subirlo a un helicóptero.
Con Fumiya aferrado a su pecho y el estruendo de las hélices rompiendo el silencio agobiante de Yokohama, Chuuya se permitió un segundo de debilidad.
Uno solo.
Después de eso, no habría espacio para vacilar.
El rugido del helicóptero desgarró el cielo mientras ascendía, removiendo una nube espesa de polvo y ceniza sobre el helipuerto improvisado.
El viento azotaba con furia, haciendo ondear la gabardina de Chuuya como una bandera de guerra. Apretaba con fuerza a Fumiya contra su pecho, protegiéndolo con el cuerpo, mientras el niño se aferraba a su peluche raído con ambas manos, como si de ello dependiera su mundo.
Sus ojos, grandes y húmedos, reflejaban el resplandor del crepúsculo teñido de rojo sangre, observando todo con una mezcla de asombro infantil y miedo contenido.
—Papá… ¿vamos a buscar a Dazai? —preguntó el pequeño con voz temblorosa, apenas un susurro ahogado por el estrépito de las hélices girando sobre sus cabezas.
Chuuya no respondió de inmediato. Su mirada se perdió en el horizonte.
Era una neblina que ocultaba más que siluetas: devoraba certezas, arrastraba recuerdos, y su sola presencia hacía que la piel se erizara.
Con una mano temblorosa pero tratando de ser firme, acarició los cabellos cobrizos de su hijo, enredando los dedos en ellos como si aferrarse a esa suavidad pudiera anclarlo a la realidad.
—Sí… —respondió finalmente, con voz ronca, cargada de una emoción contenida que se aferraba al borde del abismo—. Vamos a buscarlo.
No supo si esas palabras eran una promesa o una mentira para no romperle el corazón.
Un capitán de la División Especial se acercó a él, portando un archivo digital y un pequeño auricular.
—Señor Nakahara —dijo con tono urgente, pero respetuoso—. El informante asegura que hubo movimiento cerca de la torre. Captamos una señal en los niveles subterráneos, pero… todos los agentes enviados desaparecieron. Sin rastro. Si usted… puede activar su habilidad, necesitaremos su ayuda. Urgente.
Chuuya apretó los dientes. Detestaba que se lo pidieran así. Como si su poder fuera una herramienta más, no una maldición que devoraba cuerpo y alma.
El único que podía ordenarle usar su habilidad a su antojo era Dazai Osamu. Porque Chuuya le confiaba a Dazai su vida entera de ser necesario.
—Llévennos ante Ango antes. Mi hijo no va a quedarse solo —espetó con frialdad, ajustando los guantes de combate mientras sus ojos, de un azul intenso como la tormenta, se endurecían.
—Papá… —susurró Fumiya, con la voz rota por la incertidumbre.
Chuuya tomó su carita con ambas manos, sus dedos acariciando con cuidado la suave piel infantil.
—Escúchame, mi vida… Pase lo que pase, papá siempre va a encontrarte. No importa dónde estés, ni lo que ocurra. Siempre voy a llegar hasta ti. ¿Me oyes?
Los ojitos del niño se llenaron de lágrimas, pero asintió con fuerza. Su barbilla temblaba, aunque intentaba mantenerse firme.
Chuuya lo estrechó contra sí, envolviéndolo con todo el amor y toda la desesperación de un padre que sabe que la guerra no siempre deja segundas oportunidades. Debía ser fuerte. Por él. Por Dazai. Por todo lo que aún podía salvarse.
—Prométemelo, Fumiya —susurró en su oído—. Sé fuerte. Por mí. Por tu otō-san.
—Lo prometo… —dijo el niño, su voz apenas audible, pero cargada de un valor que rompía el alma.
Cuando llegaron a la base secreta de la división especial —donde, según tenía entendido, Ango se ocultaba—, los guardias y soldados intentaron detener a Chuuya. Le ordenaron que no avanzara, que se detuviera. Pero él los ignoró por completo, caminando con paso firme por un largo pasillo frío, oscuro y solitario.
Dejó a su hijo en brazos de una mujer de cabello azul, quien también intentó prohibirle la entrada. Chuuya no respondió. Solo le lanzó una mirada fugaz, confiando a regañadientes lo más valioso que tenía.
Y entonces se alejó, con el eco de sus tacones resonando con fuerza en el corredor.
La mujer —a quien Fumiya identificó por el aroma como una beta— se sonrojó al instante mientras sostenía aún al pequeño entre sus brazos.
No apartó la vista del pasillo por donde Chuuya se había marchado, lo que al niño no le pareció nada apropiado. Menos aún cuando la mujer murmuró, casi para sí:
—¿Me acaba de dar a su hijo...?
Fumiya frunció el ceño con molestia. Sin dudarlo, comenzó a patear con fuerza para zafarse de sus brazos.
—¡Espera, niño! ¡Tu papá ya viene!
—¡Tú no me mandas, no eres mi mamá! —gritó Fumiya, con voz firme y desafiante.
Mizuki Tsujimura suspiró con resignación. Sin más opción, dejó al niño en el suelo, observando cómo echaba a correr pasillo abajo, decidido a alcanzar a su padre.
En cuanto Chuuya derribó de una patada la puerta de metal que resguardaba la zona de control, Ango tragó saliva con dificultad.
Cabello cobrizo, alborotado.
Un conjunto elegante y entallado que contrastaba con la furia en su mirada.
Zapatos relucientes que resonaban con cada paso que daba sobre el concreto.
Y estaba furioso.
Irradiaba autoridad, dignidad... pero también una rabia helada y perfectamente contenida.
Chuuya se acercó a grandes zancadas, con los hombros tensos y la mandíbula apretada. Antes de que Ango pudiera decir una palabra, sintió las manos del omega aferrarse con fuerza a su camisa, tirándolo contra la pared.
La presión en su cuello no era suficiente para asfixiarlo, pero sí para inmovilizarlo. Ango debería haberse sentido amenazado, aterrado incluso... pero no podía.
No cuando ese omega que lo miraba con los ojos húmedos y la respiración agitada... era tan precioso.
Tan absolutamente inalcanzable.
Tan furioso y herido... y aún así...
Incluso en la tormenta de su cólera, Chuuya seguía emanando esa mezcla intoxicante de fuerza y fragilidad, de fuego y ternura. Y Ango, a pesar de la situación, no podía apartar la vista.
No podía dejar de pensarlo.
Chuuya era un omega precioso.
Y él... él nunca dejó de verlo como tal.
Conocía a Chuuya desde sus días como espía en la Port Mafia. Lo mantenía bajo vigilancia constante, pues era el usuario de habilidad más poderoso —y peligroso— que la organización podía permitirse. Sin embargo, al observar cómo su relación con Dazai evolucionaba, cómo, a pesar de ser una pareja desastrosa, lograban mantenerse mutuamente controlados... Ango nunca se permitió ver a Chuuya como algo más que eso: un precioso hombre.
Justo cuando Ango creyó que iba a perder el conocimiento por la presión en su cuello, una voz chillona, infantil y dulce, rompió el silencio, seguida del grito urgente de Mizuki que resonó desde la entrada destrozada.
Allí, entre los restos de la puerta metálica, apareció un pequeño niño de cabello castaño y ojos azules como el cielo de invierno. Su expresión era una mezcla de sorpresa y miedo.
Esa mirada bastó para que Chuuya soltara a Ango de inmediato.
—Fumiya — murmuró Chuuya, su voz llena de arrepentimiento.
El cuerpo de Ango se desplomó al suelo. Cayó de rodillas, jadeando, con la garganta ardiendo y la vista borrosa, pero incluso así no apartó los ojos del niño. El niño que lo miraba con fijeza.
El hijo de Chuuya.
Chuuya intentó acercarse, extendiendo la mano con lentitud. Pero el pequeño retrocedió, inseguro, sus manos temblorosas se aferraron al borde de su camisa.
—¿P-papá?... ¿Estás enojado? —preguntó con un hilo de voz, como si temiera la respuesta.
—No... mi amor, ven conmigo —la voz de Chuuya bajó en un intento de calmarlo, ronca aún por la furia que lo había llevado a irrumpir allí.
Pero Fumiya dio otro paso atrás, encogido, sus manos pequeñas temblando a los costados.
—Papá... ¿Dónde está Dazai?
El silencio que siguió fue más pesado que cualquier grito.
Y en ese instante, algo en la mente de Ango encajó.
Una revelación que lo hizo palidecer aún más, si era posible.
—No puede ser...
Volvió la vista de Chuuya al niño, y del niño a Chuuya.
La forma de los ojos.
El cabello.
El tono de voz.
Incluso su manera de sorprenderse.
Mizuki, aún sosteniéndolo del brazo mientras Ango se tambaleaba, pareció darse cuenta también.
Pero fue Fumiya quien desvió la atención de todos al mirar las pantallas en la zona de control.
Una de ellas mostraba Yokohama.
O lo que quedaba de ella.
Edificios desmoronados, calles desgarradas, el caos en su forma más cruda.
Fumiya abrió la boca en silencio, el terror comenzando a pintar su rostro.
Pero antes de que pudiera emitir un solo sonido más, Chuuya lo rodeó y lo abrazó, presionando su rostro contra su pecho para taparle la vista.
—No mires —susurró con su voz quebrada por una mezcla de rabia, culpa y desesperación.
Y entonces se giró, mirando a Ango.
—Está bien... Tú ganas.
El hombre tragó saliva, sin poder apartar la vista del niño. Quién apenas fue abrazado por su padre, dejo de temblar.
—Te ayudaré —dijo Chuuya con una calma gélida que helaba los huesos—. Pero a cambio...
Lo miró directamente a los ojos, y Ango supo que esas palabras eran una sentencia.
—Me cobraré con tu vida...si algo llega a fallar.
Aunque Fumiya no había escuchado la pelea anterior ni las palabras que se intercambiaron, sí sintió la rabia. Era una rabia densa, caliente, que palpitaba en el ambiente como un tambor furioso. Una ira que no venía de cualquiera, sino de su padre. Su papá estaba furioso… y toda esa furia iba dirigida al hombre de cabello castaño, gafas y un pequeño lunar en el labio inferior.
Fumiya, sin saber por qué, llevó una mano temblorosa a su propia cara. Él también tenía lunares. Uno bajo el ojo. Otro en la mejilla.
El hombre, Ango, giró en ese momento para mirarlo.
Y Fumiya, asustado, se encogió de nuevo, haciéndose bolita como lo hacía cuando los truenos lo asustaban en las noches lluviosas.
Papá lo había dejado allí. Solo. Con él. En esa extraña sala repleta de pantallas y luces parpadeantes que mostraban cosas que no entendía.
Ango era un alfa. Podía olerlo. Era un olor seco, casi metálico, como canela. Un aroma fuerte que se le quedaba pegado en la nariz y que no tenía nada de cálido.
No habían cruzado una sola palabra. El hombre solo le señaló una silla en una esquina de la habitación y se sentó frente a una pantalla más pequeña, que no dejó de observar ni un segundo.
Fumiya, curioso, se asomó un par de veces para ver qué veía. Pero apenas alcanzó a distinguir la silueta de un dragón rojo, enorme, que le erizó la piel y lo obligó a cubrirse los ojos con ambas manos. Desde entonces, no se atrevió a mirar más.
—Eres hijo de... Nakahara Chuuya, ¿cierto?
La voz del hombre no fue dura, pero tampoco amable.
Fumiya dudó. Su cuerpecito, aún acurrucado en el sillón, se tensó apenas un poco. Su mirada bajó al suelo, como buscando respuestas en las líneas del piso. Luego, simplemente asintió con un leve movimiento de cabeza.
—¿Es el único papá que conoces?
Otra pausa. Fumiya volvió a asentir, esta vez más lento, más inseguro.
Ango, entonces, sonrió. No era una sonrisa cálida, ni del todo genuina. Parecía la sonrisa de alguien que estaba tratando de no parecer peligroso.
—¿Cuál es tu nombre?
El niño dudó. Su garganta se tensó antes de que las palabras escaparan como un susurro:
—Fumiya Nakahara...
Ango inclinó la cabeza levemente.
—Es un nombre muy lindo.
Fumiya tragó saliva con nerviosismo. Algo en ese hombre lo incomodaba, aunque no podía explicar qué. Se armó de valor, aferrándose a su manta con las manos pequeñas.
—¿Tú… cómo te llamas?
—Ango Sakaguchi.
—Señor Ango… ¿tiene un teléfono que me pueda prestar?
La pregunta tomó por sorpresa a Ango, quien parpadeó un par de veces antes de responder.
—¿A quién quieres llamar?
—A un amigo… —murmuró Fumiya, sin mirarlo.
Ango dudó. ¿Era prudente darle un teléfono al hijo de un mafioso en medio de una situación tan delicada?
Aun así, suspiró con resignación. Confiando en las acciones de un niño tan pequeño.
Porque Fumiya no era solo el hijo de Chuuya… también era el hijo de—.
No. Ango negó con la cabeza, rechazando aquella idea antes de que terminara de formarse del todo.
Finalmente, sacó un teléfono de su bolsillo y se lo tendió.
—¿Sabes cómo marcar un número?
Fumiya asintió con seguridad y sacó un papel arrugado de su bolsillo.
—Sí… solo tengo que poner estos números —explicó, mostrándolo con delicadeza.
Ango señaló un pequeño cuarto apartado, silencioso y con una puerta que cerraba bien, para que Fumiya pudiera tener un poco de privacidad si lo necesitaba.
Fumiya tomó el teléfono con cuidado y comenzó a caminar, sin apartar la mirada de Ango hasta que finalmente entró en el cuarto y cerró la puerta tras de sí.
Con movimientos pausados, colocó el teléfono sobre el suelo. Luego, se agachó y puso el papel arrugado a un lado, concentrándose en cada número que estaba escrito.
Con mucha paciencia y atención, fue repasando uno por uno en la pantalla del celular para asegurarse de que coincidían con los del papel.
Cuando estuvo seguro de que todos los dígitos estaban completos y en el orden correcto, apretó con determinación el botón verde para hacer la llamada.
Mori Ougai —el hombre de porte imponente, jefe de la Port Mafia— fue quien, en aquella cena formal donde Fumiya tuvo la oportunidad de conocerlo, le entregó un pequeño papel con un número escrito con tinta firme y clara.
Durante todo este tiempo, Fumiya había evitado mirar ese número. Tenía un sueño propio: encontrar a su otō-san por sus propios medios, y además, Dazai le había prometido que lo harían juntos, que no estaría solo en esa búsqueda. No quería romper esa promesa ni decepcionar a su amigo.
Pero ahora, en aquella sala fría y extraña, rodeado de la presencia silenciosa de Ango a su lado, la soledad se había vuelto abrumadora.
Los recuerdos de las palabras de Mori —profundas y serias— le pesaban en el corazón. La tristeza se colaba en su pecho, densa y opresiva.
—Fumiya…este número de teléfono es de tu
ōto-san
. Si decides utilizarlo, prométeme que debes estar muy preparado...es posible que te decepciones.
Fumiya apretó el papel con fuerza, sintiendo la textura áspera bajo sus dedos temblorosos.
Su respiración se hizo lenta, el mundo se redujo a ese pequeño papel, al teléfono que tenía frente a él, y a la promesa de escuchar finalmente al hombre que tanto había buscado.
Un mar de emociones lo inundó: miedo, esperanza, ansiedad, y una pizca de valor que ni él sabía que poseía.
Con un suspiro profundo, levantó la mano para presionar el botón que marcaría ese número.
—Estoy listo —murmuró, más para sí mismo que para nadie más.
Y entonces, el sonido inconfundible de un tono de llamada rompió el silencio como un cuchillo rasgando un lienzo.
Ango se detuvo de inmediato, su cuerpo tensándose con una mezcla de sorpresa y alarma. El sonido no provenía de los teléfonos fijos de la sala ni de ningún aparato visible… venía de la silla.
De la silla donde, hacía apenas unos minutos, el niño había estado sentado.
Allí, apoyada contra el respaldo, una pequeña mochila de tela reposaba como si nada. Sin embargo, su interior vibraba con insistencia, haciendo que el zumbido del celular escondido en ella resonara.
Ango entrecerró los ojos. Dio un paso. Luego otro.
Al llegar junto a la mochila, se arrodilló con cautela. Abrió el cierre con manos expertas y firmes… y allí estaba: un pequeño celular encendido, con la pantalla iluminada por una llamada entrante.
Un número desconocido parpadeaba en la pantalla.
Justo en ese instante la puerta de la habitación donde Fumiya se había encerrado se abrió de golpe.
Fumiya irrumpió en la sala, su pecho agitado, el teléfono de Ango aún pegado a la oreja.
Sus ojos se clavaron directamente en Ango, brillando con confusión y algo más profundo… algo parecido al desconcierto, a la incredulidad.
—No puede ser… —murmuró con voz ahogada, apenas audible por encima del eco que su corazón producía al latir con fuerza.
El tono de llamada cesó.
Ambos celulares —el de Ango y el que Fumiya sostenía con dedos temblorosos— habían dejado de sonar… al mismo tiempo.
Una sola llamada.
Dos teléfonos.
—¡Oiga, señor detective! —llamó Dazai desde la orilla, entrecerrando los ojos por el reflejo del sol sobre el agua, mientras observaba al niño correr de un lado a otro entre las olas. Llevaba los pantalones arremangados y la camisa desabotonada hasta el pecho, dejando que la brisa marina le acariciara el cuerpo—. ¿Puedo dejar tus cosas aquí y yo ir por un helado?
Fumiya se detuvo en seco, con los pies hundidos en la arena húmeda y una concha blanca entre las manos. Parpadeó varias veces antes de girarse hacia él con expresión pensativa.
—¡Sólo si me traes uno a mí también! —respondió, con una sonrisa pícara en el rostro.
Dazai soltó una risa leve mientras se agachaba junto a la mochila del niño, que estaba sobre su abrigo. La abrió y, con cuidado, guardó su teléfono para evitar que se perdiera o se llenará de arena.
—¿De qué sabor lo quieres?
—¡Melón! —gritó el niño, entusiasmado, levantando ambos brazos hacia el cielo.
Dazai se detuvo, alzó una ceja con fingida incredulidad y lo miró como si acabara de cometer el peor crimen culinario del universo.
—¿Melón...? Fumiya, tienes pésimos gustos.
—¡Claro que no! —respondió con una mezcla de indignación y orgullo, cruzándose de brazos.
—¡Claro que sí! Eso ni siquiera debería ser un helado, eso es castigo con sabor —bromeó, girando sobre sus talones mientras caminaba hacia los puestos cercanos.
Fumiya infló las mejillas, frustrado, y le lanzó un puñado de arena (que no llegó ni a rozarlo).
—¡Pues no te voy a invitar a mi cumpleaños!
—¡Demanda aceptada, pequeño salvaje! —gritó Dazai por encima del hombro, riendo mientras se alejaba por la playa.
Fumiya lo siguió con la mirada, bajó la vista a la concha que aún tenía en la mano... y sonrió para sí mismo.
Cuando los recuerdos se desvanecieron y el peso del presente volvió a aplastarlo, Fumiya levantó el brazo de golpe y, con voz temblorosa, señaló el celular en las manos del alfa.
—Ese teléfono... es de mi otō-san...
Ango lo miró, parpadeando con confusión. Bajó la vista hacia el móvil que aún vibraba débilmente con el intento de llamada perdido. Lo sostuvo con cuidado entre sus dedos y se lo extendió al niño.
—Estaba guardado en tu mochila, Fumiya...
Pero Fumiya no respondió de inmediato. Se acercó despacio, como si el mundo hubiera cambiado de textura a su alrededor. Sus pies pesaban como plomo sobre el suelo. Levantó las manos con torpeza, pero en cuanto el celular tocó su piel, lo dejó caer.
El golpe del aparato contra el suelo fue suave, casi tímido… pero el sonido retumbó como un trueno entre los dos.
—Dazai... lo guardó en mi mochila... yo... —Fumiya tragó saliva, con la voz quebrándose como cristal—. Yo quería marcar a este número…
Sus dedos temblorosos sacaron un pedazo de papel arrugado del bolsillo. Se lo tendió a Ango, quien lo tomó con cuidado.
El número escrito a mano tenía las esquinas dobladas y manchas borrosas de algo que parecía agua o tal vez... lágrimas secas.
—Alguien me dijo que... si lo usaba... mi Otō-san me contestaría...
Y fue entonces cuando todo se vino abajo. Las lágrimas ya no se contuvieron. Cayeron, despacio primero, luego en cascada, mientras el niño dejaba escapar un sollozo tras otro. Apretó los puños contra sus ojos, tratando de detener el torrente, pero era inútil.
—¿Es posible... —dijo entre hipidos, con la voz apenas audible— que dos personas tengan... el mismo número de teléfono?
Ango sintió que el aire se volvía denso en sus pulmones. Miró al niño frente a él —tan pequeño, tan roto, tan lleno de esperanza aferrada a migajas de consuelo— y por un momento, el mundo pareció inclinarse bajo el peso de una verdad que no sabía cómo pronunciar.
Fumiya lo miraba con ojos deshechos, esperando una respuesta.
Una respuesta que no debería tener que escuchar a esa edad.
Una respuesta que tal vez no había.
Ango sintió sus ojos arder.
Después de todo tenía razón, pensó él agachándose a la altura de Fumiya, Fumiya al final si era el hijo de Nakahara Chuuya y de Dazai Osamu.
Cuando el puño de Chuuya impactó con fuerza contra el rostro de Dazai, hubo un destello de dolor, tanto físico como emocional, que cruzó el aire tenso entre ellos. El cuerpo del omega temblaba, aún envuelto en la negrura feroz de la corrupción. Sus ojos ardían de rabia, frustración… y miedo.
Pero Dazai no reaccionó con violencia. Al contrario. Alzó la mano con lentitud, la mirada serena, casi melancólica, y con un leve toque —tan ligero como una caricia— posó su palma sobre el rostro de Chuuya.
En ese instante, la corrupción se desvaneció como si nunca hubiera existido, y el cuerpo del pelirrojo cayó, rendido, pero a salvo, en los brazos de su antiguo compañero.
Dazai lo sostuvo con firmeza, pero sin aprisionarlo. Sus brazos rodearon al omega con una ternura que contrastaba con el caos que los rodeaba.
Lentamente, le acarició la cabeza, apartando con cuidado los mechones húmedos de sudor y sangre que cubrían su frente. Sus dedos temblaban, apenas perceptibles.
—Estás bien… —murmuró, más para convencerse a sí mismo que a Chuuya.
Pero entonces Dazai sonrió. No con burla, ni ironía, sino con una calidez casi infantil que pocas veces mostraba. Inclinó el rostro y dejó un beso suave sobre la frente del omega.
—Lo hiciste, compañero… —susurró con voz rasposa, como si esa palabra le supiera a nostalgia, a gratitud, a redención.
Chuuya no respondió. Sus ojos se entrecerraron, rendido por el esfuerzo, pero por primera vez en mucho tiempo… confiado. Porque sabía que, al menos por ahora, Dazai estaba allí. Y eso bastaba.
Cuando cayeron al suelo, Dazai no perdió ni un instante. Con cuidado pero firmeza, sostuvo a Chuuya recostado contra su pecho, brindándole un refugio seguro en medio del caos. La niebla, densa y ominosa, seguía ondulando alrededor de ellos como una amenaza silenciosa, recordándoles que el peligro aún no había pasado.
A lo lejos, Atsushi y Akutagawa luchaban contra el tiempo y las sombras para terminar la misión, pero por ahora, el único lugar donde importaba estar, era ahí, juntos.
Chuuya intentó levantarse, con la urgencia y el ímpetu de quien sabe que su hijo lo espera. Quería regresar con Fumiya, con su pequeño, a quien había dejado solo demasiado tiempo.
—Tengo que volver... con Fumiya —replicó, su voz quebrada pero decidida.
Pero Dazai lo abrazó con fuerza, sentándolo sobre sus propias piernas, cubriéndolo como si fuera un escudo. Su mirada era firme, pero sus ojos reflejaban preocupación.
—Espera, Chuuya. No puedes ahora.
Chuuya trató de apartarse, su respiración agitada, ni siquiera podía respirar sin que le doliera.
—No entiendes —susurró con dolor—. Fumiya está solo... está solo con él... con Ango.
Las palabras cayeron entre ellos como una sentencia. Dazai apretó los labios, comprendiendo el peso que cargaba su viejo compañero. Pero también sabía que solo si resistían, si aguantaban ese momento, podrían proteger todo aquello que amaban.
Sabía todo el rencor que sentía Chuuya por Ango. Rencor hacia la División Especial por encubrir los crímenes de Shibusawa en el Conflicto de la Cabeza del Dragón después de que su plan de usarlo para terminar la disputa fracasara.
—Fumiya está a salvo con Ango, Chuuya —respondió Dazai con voz baja, casi un juramento—. Es...mi mejor amigo, yo confío en él.
Chuuya cerró los ojos, apoyando la cabeza contra el pecho de Dazai, dejando que, por un instante, la incertidumbre y el miedo se disolvieran en ese abrazo que los mantenía vivos.
—Si algo le pasa a nuestro cachorro, te juro que te mato a ti y a tu mejor amigo—escupió Chuuya entre dientes.
Dazai, aún con los brazos firmes alrededor de él, se quedó inmóvil un segundo. Sus ojos, oscuros y profundos, lo buscaron entre la bruma espesa que aún los rodeaba.
—Vuelve a decir eso... —susurró
Chuuya parpadeó, confuso, con las mejillas aún ardiendo. —¿El qué?
Dazai no respondió al instante. Solo lo miró. Miró más allá del enojo, del miedo y del agotamiento. Miró al Chuuya que se aferraba a ese pequeño pedazo de esperanza llamado Fumiya. Y luego, lo vio todo: el instinto, el lazo, el amor que se negaba a nombrar pero que siempre había estado ahí.
—Eso que dijiste —repitió con suavidad.
—No sé de qué hablas, Dazai... —murmuró Chuuya, bajando la mirada, la garganta hecha un nudo—. Déjame descansar... por favor...
Pero Dazai no lo dejó huir de nuevo. Con manos suaves, lo tomó del rostro, obligándolo a mirarlo. Sus dedos temblaban apenas, y su pulgar acarició la piel debajo de sus ojos.
—Chuuya... —dijo, con una sonrisa tenue, rota, sincera—. Fumiya es nuestro cachorro...
Y entonces lo besó. Sin prisa. Sin palabras. Sin evasivas.
Solo dos almas rotas reconociendo, por fin, lo que más temían admitir: que habían construido un hogar sin quererlo… y que en él, los tres eran necesarios para sobrevivir.
Notes:
Tenía ideas más dramáticas
para el capítulo final de la
primera parte de este fanfic,
pero Fumiya tenía que sufrir
más.Y no puedo hacer sufrir a Fumiya.
¡Espero les haya gustado la primera
parte de este fanfic!
Chapter 12: ⁰¹¹
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
Otō-san es un detective
Papa
es un mafioso.
Ango sabía que no era él quien debía contarle a Fumiya la clase de padres que tenía.
¿Qué se suponía que debía decirle?
No era su lugar, no era su historia para narrar. Pero cuando sus ojos se cruzaron con los del niño—llenos de lágrimas, temblorosos y completamente perdidos—algo dentro de él se quebró.
La confusión inocente en el rostro de Fumiya, esa mezcla entre miedo y esperanza, lo golpeó con más fuerza de lo que jamás admitiría frente a otro.
Y, por un momento, Ango dejó de ser el funcionario impasible. Dejó de ser el intermediario, el espectador.
Se volvió humano.
Y eso bastó para que todo cambiara.
—Verás, Fumiya… yo conozco a tus padres… a tu papá Chuuya, y a tu papá Dazai…
Ango caminaba junto al pequeño por los pasillos del subterráneo, guiándolo con pasos pausados. Se tomaba su tiempo para llegar a su destino.
El eco de sus pasos se mezclaba con el zumbido lejano de generadores aún activos tras el caos que había dejado Shibusawa.
Había prometido llevarlo con Chuuya en cuanto todo terminara. Y aunque su cuerpo pedía descanso, su palabra valía más.
Fumiya caminaba en silencio, con la mirada baja y los hombros encogidos.
Apretaba con fuerza la mochila contra su pecho, como si temiera que algo más le fuera arrebatado. Ango notó que en su pequeña mano aún sujetaba el teléfono viejo—el modelo, sin duda, pertenecía a Dazai. Rayado, con una funda casi desgastada, pero intacto.
—Entonces… —murmuró Fumiya, rompiendo el silencio con voz temblorosa—. ¿Es cierto que Dazai es mi otro papá?
Ango tragó saliva.
El niño alzó la mirada. Y esos ojos—tan parecidos a los de Chuuya—lo atravesaron.
¿Cómo se explicaba algo así sin herir?
Sin destruir.
Pero también, ¿cómo se mentía ante una verdad tan evidente?
—Lo es… —Ango se detuvo por un momento, inclinándose un poco para ponerse a la altura del niño—. A lo que puedo deducir yo, Dazai es tu padre…
Fumiya frunció el ceño de inmediato. Su labio inferior tembló apenas, pero lo apretó con fuerza, resistiendo el impulso de llorar.
—Pero… ¿por qué no me lo diría? —preguntó con un hilo de voz, doliéndose—. ¿Por qué papa me lo ocultaría?
Ango desvió la mirada. El niño tenía razón en preguntar, pero la respuesta no era sencilla. Ni limpia. Ni justa.
Él estaba recibiendo todo el reproche que debía ser dirigido a Dazai y a Chuuya.
—Fumiya…yo no tengo todas las respuestas, eso tendrás que preguntárselo a tus padres—respondió Ango.
El niño apretó los puños, el teléfono de Dazai crujió entre sus dedos.
—¡Yo quiero saberlo todo! —gritó—. ¿Por qué me lo escondió? ¿Por qué nunca me habló de él? ¿Por qué Dazai se fue? ¡¿Por qué nunca vino por mí?! ¿¡Por qué tuve que vivir solo en Francia!?
Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero no caían. Estaban atrapadas allí, como si hasta su dolor se negara a ser libre sin permiso.
—¿Acaso mis papás me abandonaron…? —musitó. Y esa pregunta quebró el aire.
Apretó los dientes, intentando controlar su expresión. No era su historia para contar. Pero alguien tenía que decirle algo. Alguien tenía que cargar con ese dolor un momento, aunque no fuera suyo.
Esos eran los valores de Odasaku...
—No… no te han abandonado, Fumiya. Chuuya tenía que salvar la ciudad ¿No te alegra saber que tu papá es un héroe? —Se arrodilló y tomó sus pequeños hombros con cuidado—. Y Dazai… él es muchas cosas. Y la mayoría de ellas, difíciles. Pero sé que… si supiera que estás aquí, si te viera ahora mismo, no podría ignorarte. No lo haría.
El niño bajó la mirada. El temblor de su barbilla lo delataba. Y, al fin, una lágrima cayó.
—Pero… papá Chuuya sí me ama… ¿verdad?
—Con toda su alma —dijo Ango con firmeza aunque no tuviera la respuesta verdadera, podía dejarse guiar por su intuición.
Fumiya se lanzó contra Ango con fuerza inesperada para su tamaño, rodeándolo con sus pequeños brazos mientras su rostro se enterraba en el abrigo del hombre.
El gesto fue tan repentino que Ango se quedó congelado, sin saber cómo reaccionar, sus brazos rígidos a los costados mientras las miradas curiosas de algunos agentes de la división especial se clavaban en ellos al pasar.
El niño temblaba. Sus manitas apretaban la tela del abrigo con desesperación, como si tuviera miedo de que él también se alejara.
Ango, incómodo al principio, tragó saliva con dificultad.
El nudo en su garganta le impedía articular palabra. Con manos algo torpes, levantó una de ellas y la apoyó sobre la cabeza de Fumiya, dándole un par de palmadas temblorosas. Luego, con suavidad, lo separó apenas de su pecho, sosteniéndolo por los hombros.
La última vez que unos niños lo habían abrazado pasaron una serie de sucesos trágicos que prefería enterrar en lo profundo de su memoria.
—Fumiya... —murmuró, ajustándose los lentes con la otra mano, más para esconder su expresión que por necesidad—. Fumiya... vámonos, ¿sí? Tu papá te está esperando.
La voz le salió más suave de lo que había planeado. No había autoridad en ella. No podía fingir firmeza frente a ese niño que acababa de romper sus defensas sin siquiera intentarlo.
Fumiya asintió en silencio, secándose con la manga las lágrimas que aún no se animaban a caer del todo.
Pero sus ojos seguían húmedos. Y el teléfono que apretaba en la mano parecía pesarle más que su pequeña mochila.
Ango dio media vuelta, ocultando el estremecimiento en su pecho.
Mientras caminaban hacia la zona de recuperación donde Chuuya lo iba a esperar, no pudo evitar preguntarse cómo alguien como los padres de Fumiya habían logrado algo tan puro.
Y cuando salieron al exterior, el viento frío de la tarde acarició sus rostros como si intentara borrar la tensión que ambos cargaban. Ango entrecerró los ojos ante la luz del cielo, que por fin comenzaba a despejarse, y en ese instante no pudo evitar pensar en él… en su viejo amigo.
Odasaku.
Ese nombre le atravesó el pecho con una punzada de nostalgia. Recordó su sonrisa serena, sus palabras justas, su silencio lleno de significado. Se preguntó si él, desde allá arriba, estaría viendo todo esto....
Si estaría viendo a Dazai convertido en algo más que un muchacho obstinado, si lo estaría viendo convertirse en padre.
A Chuuya luchando por proteger algo más que a la Port Mafia.
Y a ese pequeño cachorro, con los ojos de ambos, buscando respuestas.
Ango sonrió apenas, con tristeza, al cielo.
—Sin duda... te estás divirtiendo allá arriba, ¿verdad, viejo amigo?
Entonces, sintió una pequeña manita aferrarse a la suya. Bajó la mirada y vio a Fumiya extendiéndole la mano con inocencia. Sin pensarlo, Ango se la tomó con cuidado, como si el niño fuera algo frágil, precioso.
Y juntos, cruzaron el umbral hacia el reencuentro.
Cuando la niebla finalmente se disipó, Dazai se incorporó lentamente, sacudiéndose el polvo de la ropa con movimientos torpes.
Se volvió hacia Chuuya, tendiéndole una mano para ayudarlo a levantarse, pero el pelirrojo negó con un gesto cansado.
—Déjame quedarme aquí un poco más... —murmuró el omega, recargado contra un pedazo de escombro, la mirada perdida en el cielo cada vez más claro.
Dazai lo observó en silencio por un momento, como si quisiera memorizar esa imagen suya: herido, agotado, pero aún hermoso... y vivo.
—¿Y Fumiya? —preguntó suavemente.
Chuuya ladeó el rostro hacia él, con una sonrisa pequeña, pero sincera.
—Aquí está su tō-chan... ¿Acaso no puede ir por él?
Dazai se quedó quieto. La palabra resonó en su pecho con una calidez inesperada.
Tō-chan.
Padre.
El sonrojo le subió a las mejillas sin que pudiera evitarlo.
Tal vez era el instinto de alfa.
Pero que el omega que amaba lo reconociera como el padre de su cachorro…
Eso bastaba para llenar su corazón.
Dazai se inclinó lentamente, como si el mundo a su alrededor hubiera dejado de girar por un instante.
Con una ternura poco común en él, apartó un mechón de cabello del rostro de Chuuya y depositó un beso suave sobre su frente manchada de polvo. El contacto fue breve, pero cargado de significado.
Era un gesto que se le estaba volviendo adictivo. Besarlo.
No importaba cuántas veces lo hiciera, siempre terminaba deseando una más. Y otra. Como si sus labios sólo supieran encontrar consuelo en la piel de ese omega testarudo.
Quizás era el instinto, quizás era amor… o ambas cosas mezcladas con la desesperación de haber estado a punto de perderlo.
Pero lo que realmente lo mantenía enganchado era la reacción de Chuuya: ese pequeño ronroneo satisfecho que se escapaba de sus labios, como si no pudiera evitarlo.
Una sonrisa altiva se dibujaba en su rostro al instante, viéndolo con esa mirada que decía te tengo justo donde quiero… como si fuera él quien tenía el control.
Y tal vez sí lo tenía.
Porque a Dazai le gustaba pensar que era el más astuto, el perspicaz de la relación, el que manipulaba todo... pero en esos momentos, cuando lo veía sonreír así, se daba cuenta de la verdad: estaba perdido por ese omega, y no le importaba en absoluto.
—Akutagawa ha de seguir por aquí... —murmuró Dazai, mientras sus ojos recorrían los alrededores con un dejo de preocupación apenas disfrazada—. Si lo ves, dile que te acompañe. No quiero que regreses solo a casa.
Chuuya soltó un suspiro.
—No me va a pasar nada, Dazai —replicó, rodando los ojos con esa mezcla de orgullo y obstinación que lo caracterizaba.
Pero Dazai no respondió de inmediato. Se quedó mirándolo, como si intentara memorizar cada gesto suyo, cada pestañeo, como si en el fondo temiera que, en cualquier momento, Chuuya pudiera desaparecer.
—Lo sé... —dijo al fin, bajando la voz, casi con tristeza. —Tu puedes cuidarte solo…
Chuuya se congeló por un instante. Apretó los labios y desvió la mirada, incómodo, como si no supiera qué hacer con esa vulnerabilidad tan poco habitual en el alfa.
—Entonces deja de actuar como si fueras a perderme todo el tiempo...
Akutagawa corría entre los escombros, su respiración agitada y los ojos recorriendo frenéticos cada rincón entre el polvo y los restos de concreto.
Buscaba una figura en particular, ese abrigo largo, esa silueta inconfundible. Buscaba a Dazai.
Pero no fue él a quien encontró.
Entre las ruinas, medio sentado contra una columna derrumbada, estaba Chuuya. Su cabello pelirrojo estaba cubierto de polvo, y una sonrisa leve, cargada de cansancio, se dibujaba en su rostro.
—Nakahara-san... —susurró Akutagawa, acelerando el paso.
Sin vacilar, se arrodilló a su lado y lo ayudó a incorporarse con cuidado, notando la sangre seca en su mejilla y los restos de batalla marcando su cuerpo.
—Dazai se acaba de ir —murmuró Chuuya, tosiendo hacia un lado, una mano cubriéndose la boca antes de que la tos se mezclara con una risa amarga—. Fue a buscar a Fumiya...
Akutagawa se quedó quieto un segundo. El nombre encendió algo en su mirada.
—¿Su cachorro está aquí?
—Lo deje con...—respondió Chuuya, dejándose caer contra su hombro, exhalando con agotamiento—. Está con los idiotas de la División Especial...
Akutagawa sostuvo al omega sin decir una palabra más, acomodando su brazo alrededor de su espalda con un gesto más protector. Y comenzó a caminar.
—Entiendo... —fue lo único que dijo, con voz baja, mientras avanzaban entre los escombros, rodeados por el eco de lo que alguna vez fue una batalla. —¿Quiere que lo lleve a casa?
El helicóptero descendió con dificultad entre una zona medianamente plana, rodeada de escombros humeantes y estructuras colapsadas.
Las hélices removían el polvo en torbellinos que hacían arder los ojos. Aun así, Fumiya, protegido entre los dos escoltas, miraba a su alrededor con fascinación. El estruendo todavía le molestaba, y se cubría las orejas instintivamente, aunque cada vez lo soportaba mejor.
Ango fue el primero en bajar, seguido de cerca por los guardaespaldas. En medio de ellos iba Fumiya, pequeño, con el rostro tiznado por el humo del trayecto. Trató de ver entre la bruma, inquieto, ansioso, pero no podía distinguir mucho más allá de un par de metros.
—Señor Ango... —llamó, tirando del saco del mayor—. ¿Dónde está papá?
Antes de que Ango pudiera responder, un grito desgarró el aire:
—¡Fumiya!
El niño alzó la cabeza, los ojos brillándole.
Sin esperar más, se escabulló entre las piernas de los escoltas.
Ango extendió un brazo para detenerlo, gritándole que se detuviera, pero ya era tarde. Fumiya corría, esquivando trozos de concreto y metal como si no existiera el peligro. Tropezó una vez, se raspó las palmas, pero siguió adelante, guiado por el instinto.
Entonces se detuvo de golpe.
Un hombre emergía entre los escombros, tambaleante. No era su papá... ni Dazai.
Llevaba una camisa blanca, sucia y rota, el cabello blanco enmarañado, mal cortado. Heridas abiertas en los brazos y piernas, pero aun así avanzaba, jadeando. Fumiya retrocedió un paso, inseguro.
El hombre lo vio, y por un momento sus ojos se iluminaron con una chispa de esperanza. Sonrió de forma descompuesta.
—¡Dazai-san! ¡Lo encontré! ¡Está aquí! —gritó el hombre, mientras se tambaleaba, exhausto, girando apenas para no perder de vista al niño.
Fumiya retrocedió otro paso, sin dejar de mirar al desconocido.
El corazón le latía con fuerza y sus pequeñas manos temblaban, cubiertas de polvo y rasguños. No era su papá. No era Dazai. Pero algo en su voz —llena de alivio— le hizo detenerse.
Detrás de él, Ango venía corriendo con uno de los escoltas, mientras el otro cubría su retaguardia.
El caos aún se respiraba en el ambiente: humo en la lejanía, crujidos de estructuras medio colapsadas, helicópteros sobrevolando.
—¡Fumiya! —llamó Ango con firmeza, mientras lo alcanzaba, sin alzar demasiado la voz para no asustarlo—. No está bien correr así...
Pero Fumiya ya no miraba a Ango. Tenía la mirada clavada en el hombre de cabello blanco.
—¿Quién es él? —preguntó bajito, apenas audible.
Ango frunció el ceño, con el cuerpo ya delante de Fumiya, cubriéndolo con el brazo. Una vez enfocó al hombre podía suspirar con alivio.
—Es un detective de la Agencia de Detectives Armados, donde Dazai trabaja.
Fumiya observó al sujeto y sintió cómo la incomodidad dejaba de recorrerle la espalda.
—Es Nakajima Atsushi… —dijo Ango en un murmullo, acomodándose los lentes y sonriéndole al pequeño. Animandole a continuar.
Atsushi jadeaba, tembloroso, pero se mantenía en pie.
Pero antes de que Ango o Fumiya pudiera volver a hablar, una figura emergió corriendo entre el polvo: era Dazai, con la ropa blanca, sangre seca en la comisura de los labios, y una mirada tranquila.
—¡Fumiya! —gritó, en su tono no había preocupación, rechazo o indiferencia.
Fumiya, al escuchar a su padre, rompió en un sollozo ahogado y corrió hacia él.
Dazai se dejó caer de rodillas, recibiendo a su hijo con los brazos abiertos, envolviéndolo en un abrazo desesperado.
—¡Dazai!… —lloriqueó Fumiya—. Me caí…
—Pobre cachorro… —susurró Dazai, acariciándole el cabello. —¿Te duele mucho?
Y entonces Dazai notó la presencia de Ango detrás de Fumiya.
Ango no apartaba los ojos de su hijo ni de él.
Dazai alzó la mirada y lo encontró allí, de pie entre el polvo. Frunció el ceño, instintivamente estrechando a Fumiya contra su pecho.
—¿Qué haces tú aquí? —espetó Dazai, con el resentimiento latiéndole en la voz.
Ambos sabían que el pasado no se podía borrar, reescribir ni perdonar tan fácilmente. No entre ellos.
Ango sostuvo su mirada unos segundos, con resignación. Luego suspiró, cerró los ojos brevemente, y asintió a sus escoltas.
—Vámonos.
Y así, en medio del polvo y los escombros, padre e hijo se reencontraron. Mientras tanto, entre enemigos que alguna vez fueron aliados, se tejía una tregua frágil e inesperada…
Fumiya esbozó una tímida sonrisa al ver a Ango marcharse.
Pero, apenas unos segundos después, algo en su mente —una imagen, una palabra, un recuerdo fugaz— oscureció su rostro.
Sus labios temblaron un instante antes de que bajara la mirada, como si ese pensamiento le pesara demasiado para sostenerla en alto.
Dazai lo notó de inmediato. El brillo en los ojos de su hijo se había desvanecido de golpe, y en su lugar, un velo de inquietud se asomaba.
Abrió la boca para preguntarle, una palabra apenas formándose en su garganta.
Pero no alcanzó a decirla.
—Así que... él es su hijo... —dijo una voz con una mezcla de asombro y calidez—. ¡Vaya, Dazai-san! Es idéntico a usted.
Atsushi se había acercado más sin que lo notaran, y sus palabras rompieron la tensión como una piedra arrojada a un estanque silencioso. Padre e hijo se miraron brevemente, esa conversación pendiente quedando suspendida en el aire.
Dazai esbozó una sonrisa, casi mecánica, sin apartar los ojos de Fumiya.
Pero entonces Dazai frunció el ceño y giró lentamente la cabeza hacia Atsushi, con una mirada entre cortante y cargada de reproche.
Atsushi, al darse cuenta demasiado tarde de lo que acababa de decir, se tapó la boca con ambas manos como si pudiera atrapar las palabras que ya habían salido.
Ambos adultos comprendieron, sin necesidad de decir nada, que se había cruzado una línea.
Una verdad que aún no debía ser pronunciada había sido revelada sin querer.
—Digo... —balbuceó Atsushi, sudando frío— es el hijo de Nakahara Chuuya, ¡sí! Y... y se parece a él, claro. Obviamente...
Intentó reír, buscó una salida, una excusa, una distracción. Pero sus palabras, lejos de suavizar el golpe, lo hundían cada vez más en un fango de torpeza y culpa.
—Está bien —dijo de pronto una vocecita.
Ambos, Atsushi y Dazai, callaron al instante y se giraron hacia el niño.
Fumiya seguía con la mirada baja y sus pestañas temblando ligeramente.
—Yo... ya lo sabía —confesó, estrujando los bordes de su camiseta con los puños.
—¿Ya sabías qué, Fumiya?
El niño levantó un poco la cabeza, lo justo para que sus ojos se encontraran con los de Dazai, y aunque su voz era suave, llevaba el peso de algo que había guardado durante mucho tiempo.
—Que tú eres mi... mi tō-chan.
Cuando Akutagawa dejó a Chuuya sobre la cama, no pudo evitar notar que la temperatura corporal del omega había aumentado desde el trayecto en auto hasta su hogar.
Estaba sudando.
Su pecho subía y bajaba con dificultad.
Y había caído dormido al instante.
Akutagawa lo atribuyó al cansancio acumulado de su superior. Aun así, se acercó ligeramente a su cuello, justo donde se encontraba su glándula de aroma.
Olfateó con suavidad... y se alejó de inmediato, tapándose la nariz.
Retrocedió un par de pasos, confundido, mientras escuchaba a Chuuya murmurar débilmente:
—Osamu...
Chuuya olía dulce.
Extremadamente dulce.
Y ese aroma solo se manifestaba cuando un omega tenía el celo cerca.
Akutagawa salió de la habitación, sonrojado y tembloroso. Frunció el ceño con fuerza.
Tenía entendido que Dazai llevaría a Fumiya más tarde.
Si Dazai —un alfa— encontraba a Chuuya justo al inicio de su celo...
Negó con la cabeza.
Sabía lo complicada que había sido la relación entre ambos.
Aquel día, cuando Chuuya presentó a Fumiya ante el resto de los miembros de la Port Mafia, dejando claro que debían proteger al niño a toda costa en caso de un conflicto, Akutagawa fue el único que se atrevió a preguntarle:
—¿Cómo es que te embarazaste de Dazai?
Recordaba claramente el silencio que siguió a esa pregunta.
Sabía que a Chuuya le afectaba mucho su celo. Por ser un omega dominante el dolor, el deseo y el calor se intensificaban.
También sabía que Chuuya solía pasar su celo con betas, para evitar ser marcado por un alfa. Pero ahora, con Dazai de regreso en su vida y buscando involucrarse más...
Akutagawa solo podía esperar que otro “accidente” como Fumiya no volviera a repetirse.
Akutagawa cerró la puerta con firmeza, como si al hacerlo pudiera alejar el aroma dulzón que aún flotaba en el aire.
El corazón le latía con fuerza y su respiración estaba alterada.
Apretó los puños mientras cruzaba el pasillo del apartamento, buscando calmarse, buscar lógica, buscar una excusa para no preocuparse tanto.
Pero no la encontró.
Sabía que Dazai era una herida mal cerrada para Chuuya.
Y aunque Fumiya era prueba viva de lo que alguna vez ocurrió entre ellos.
Akutagawa salió a la terraza del hogar y dejó que el aire fresco entrara. A lo lejos, escuchó el sonido de la puerta del apartamento abrirse. Su cuerpo se tensó.
—No puede ser tan pronto… —murmuró, acercándose.
Y, efectivamente, era Dazai. Tenía a Fumiya de la mano. El niño reía por algo que Dazai había dicho, ajeno a todo lo que estaba ocurriendo entre los adultos.
Akutagawa dudó.
¿Debería permitir que Dazai viera a Chuuya en ese estado?
Pero su dilema se resolvió cuando la cerradura volvió a sonar.
Con un suspiro se acerco hasta la puerta.
Dazai sonrió, despreocupado como siempre, pero le sorprendía que Akutagawa aún siguiera ahí, y Fumiya lo imitó.
Él y el niño no se habían visto más que un par de veces y aún así Fumiya se comportaba radiante con él.
Chuuya se lo confesó: Fumiya adora a todos los omegas por igual.
—¡Ryuunosuke! —dijo el niño— ¿Dónde está mi papá?
Akutagawa no respondió de inmediato. Miró a Dazai con los ojos entrecerrados, analizándolo, midiendo su humor, su energía, cualquier indicio de que sospechara algo.
—Está dormido —dijo al fin, cortante—. Y no está bien. Tiene fiebre.
Dazai alzó una ceja, como si no terminara de creerle.
Pero luego bajó la mirada y asintió.
—¿Fiebre? ¿De qué tipo?
Akutagawa no respondió.
Dazai entrecerró los ojos.
—Akutagawa...
—¿Sí?
—¿Está en celo?
Hubo un silencio pesado. Fumiya miró entre los dos hombres, sin entender del todo.
Akutagawa asintió apenas.
Y Dazai...
Sonrió. Pero no era una sonrisa amable ni simpática. Era una sonrisa peligrosa, una que Akutagawa conocía bien. Una sonrisa que podía significar caos, decisiones impulsivas y promesas que nadie pidió.
—Entonces debo quedarme.
—No —respondió Akutagawa, firme.
—¿No?
—No creo que sea prudente, Dazai-san. No creo que Chuuya quiera repetir el pasado...
Dazai dio un paso adelante, y Akutagawa lo bloqueó con el cuerpo.
Fumiya tiró suavemente de la manga de su padre.
—Tō-chan… quiero ver a papá.
Akutagawa se sorprendió. No se esperaba que Fumiya conociera la identidad de su otro progenitor.
El gesto de Dazai cambió al instante. Se arrodilló frente a su hijo y le acarició el cabello.
—Claro, Fumiya. Pero hay que esperar un poco. Tu papá está descansando.
Luego volvió a alzar la vista hacia Akutagawa.
—Akutagawa. Hazte un lado, mi hijo quiere ver a su papá.
Akutagawa apretó los dientes.
—Y eso es precisamente lo que me preocupa.
Pero antes de que pudiera decir más, la puerta del cuarto se abrió.
Chuuya, tambaleante, apoyado contra el marco, los miraba.
Sus mejillas estaban encendidas, sus ojos vidriosos y su respiración pesada.
—Dazai…Fumiya…—murmuró.
Y entonces tropezó hacia adelante, pero alcanzo a apoyarse en la pared. Akutagawa pudo notar como un aura carmín rodeaba el cuerpo del omega momentáneamente.
Dazai se acerco hasta Chuuya, dejando a Fumiya en brazos de Akutagawa.
Haciéndole caso a su instinto, lo sostuvo en brazos y lo apretó contra su pecho. El aroma del omega lo envolvió de inmediato, golpeando su sistema como una descarga eléctrica.
Pero no dijo nada. No hizo nada.
Solo lo sostuvo.
Fumiya lo miró con los ojos muy abiertos. Akutagawa apretó los labios.
Chuuya sonrió al sentir el calor que Dazai desprendía… pero aun así, no tardó en apartarse.
—¡¡Papa!! —exclamó Fumiya, corriendo hacia él con entusiasmo.
Chuuya se agachó para recibir a su hijo entre los brazos. En cuanto lo abrazó, el pequeño notó algo diferente: su papá estaba más cálido de lo normal.
Una de las principales razones por las que Chuuya había dejado a su hijo en Francia —además de protegerlo de los enemigos que pudieran surgir—, era para evitar que el pequeño lo viera durante su celo.
No soportaba la idea de que Fumiya presenciara esa parte vulnerable, descontrolada… enferma de sí mismo.
Por eso, aquella era la primera vez que Fumiya veía a su papá así. Tan pálido, tembloroso… tan débil.
Dazai lo notó. Frunció el ceño. No lo diría en voz alta, claro que no, pero por un instante fugaz se sintió… rechazado por el omega. Luego desechó el pensamiento con una mueca; era ridículo, y lo sabía.
—T’as mal, papa ? —preguntó el niño, con voz suave y en un francés casi perfecto.
Dazai parpadeó. Era la primera vez que lo escuchaba hablar en otro idioma, más allá del habitual y tierno “papa”.
Chuuya negó suavemente con la cabeza y acercó su frente a la de su cachorro, con una sonrisa cansada.
—No, cariño... solo usé demasiado mi poder. ¿Recuerdas lo que pasó el otro día?
Fumiya asintió con esos ojitos atentos que todo lo absorbían.
—¿Vas a dormir todo el día otra vez?
Chuuya soltó una pequeña risa nasal y asintió.
—Mm-hm.
Fumiya sonrió con inocencia.
—¿Eso significa que me voy a quedar con mi papá Dazai?
Chuuya abrió los ojos sorprendido y giró la cabeza al instante, mirando a Dazai, que simplemente acarició con delicadeza su cabello cobrizo y murmuró:
—Más tarde te explico.
Chuuya suspiró bajito y volvió a ver a su hijo.
—No, corazón... necesito que tu papá Dazai me cuide a mí esta vez...
Fumiya frunció un poco el ceño y sacó el labio inferior, en señal de inconformidad, pero acabó asintiendo.
—Entonces... ¡Podemos jugar a que tō-chan y yo somos tus doctores, papa!
Chuuya no pudo evitar reírse entre dientes, tocado por la ternura de la propuesta.
—¿Qué te parece si hoy vas a visitar a tus tíos Kouyou y Paul?
Fumiya ladeó la cabeza, pensativo. Recordaba vagamente los rostros de esas personas, pero le resultaban algo distantes. No los veía muy seguido.
—¿Con mis tíos...?
—Nakahara-san... yo me ofrezco a llevarlo —murmuró Akutagawa, su voz tan baja que casi se la llevó el viento.
Pero Dazai negó con la cabeza, sin siquiera mirarlo. Su tono fue firme, pero no frío.
—Es mejor que se quede con Atsushi. Está esperándo abajo.
El nombre del joven tigre hizo que el rostro de Akutagawa se tiñera de rojo al instante. Como si fuera un reflejo automático, giró la cabeza a un lado, evitando cualquier contacto visual. No dijo nada, pero su incomodidad era evidente. Dazai apenas alzó una ceja, divertido en silencio.
Chuuya, aún con el cuerpo fatigado y el rostro ligeramente pálido, acarició con ternura los mechones de su hijo.
—¿Quieres que Akutagawa y Atsushi te cuiden, cariño? —preguntó con suavidad, ocultando el leve temblor de su voz.
Fumiya bajó la mirada. Apretó los labios. Su manita se aferró al abrigo de su papá, como si fuera su ancla.
No quería a nadie más.
No quería salir de ahí.
Quería quedarse. Con sus dos papás.
Uno estaba herido, y el otro... aunque sonreía, olía a preocupación.
Pero si tenía que irse, lo haría. No era un caprichoso. Lo entendía. O al menos, eso quería creer.
—Si... si tengo que ir... entonces... —hizo una pausa, tragando saliva con dificultad— entonces... está bien si me cuidan Ryuunosuke y Atsushi.
Le costó pronunciarlo. Pero lo hizo.
Y cuando terminó, su vocecita tembló igual que las pestañas de Chuuya al oírlo.
Dazai se acercó y le dio una palmadita en la cabeza.
—Eres un chico valiente, Fumiya.
Fumiya asintió, aunque su corazón se sentía pesado. Chuuya lo besó en la frente con dulzura.
—Después te compensaré... te lo prometo, corazón.
El niño no dijo nada. Solo se aferró una última vez al cuello de su papá antes de que se lo llevaran.
Cuando Akutagawa cerró la puerta tras llevarse lo necesario —al menos para tres días seguidos—, Chuuya se permitió ser abrazado por Dazai.
—Así que... ¿“Papá Dazai”? —murmuró Chuuya con una sonrisa cansada, dejándose guiar por el alfa hasta el sofá.
Dazai sonrió con ternura.
—Tienes un hijo muy listo, Chuuya... No sé cómo descubrió que yo era su padre.
Chuuya también sonrió, apoyándose contra él.
Se sentó sobre sus piernas, rodeando el cuello del alfa con los brazos mientras su cuerpo temblaba levemente.
—Lo tenemos, Osamu... Es nuestro cachorro —le susurró al oído con un dejo de emoción.
Dazai se sonrojó ante el gesto. El calor del pelirrojo sobre él, su voz, su olor... todo lo desarmaba.
Chuuya era un omega dominante. Dazai, por su parte, era un alfa recesivo. No era extraño que terminara cayendo ante los encantos de alguien como Chuuya.
Había pasado toda su infancia y adolescencia fingiendo ser un beta. Su aroma era discreto, su cuerpo delgado, sin gran altura ni musculatura. Nadie sospechaba, inclusive Mori lo acogió como un beta.
Nadie, excepto Chuuya.
Lo descubrió cuando ambos tenían quince años.
En ese entonces, Dazai no hacía más que buscar su compañía. Chuuya era el primer omega dominante que conocía... y desde el primer día, lo deseó más que a nadie.
Chuuya comenzó a quitarse la ropa, empezando por el saco gris que siempre utilizaba, y Dazai tragó saliva con fuerza.
La prenda cayó al suelo con un susurro, y en ese mismo instante, Chuuya tomó el rostro del castaño entre sus manos cálidas.
El contraste con la piel helada de Dazai fue inmediato.
Sin darle tiempo a reaccionar, se inclinó hacia él... y atrapó sus labios en un beso urgente, cargado de necesidad.
Chuuya deseaba más.
Quería que Dazai abriera la boca, necesitaba sentir su lengua, saborearlo, reclamarlo.
Pero el alfa apenas reaccionaba.
Dazai lo atrajo con un tirón firme, acomodándolo sobre su regazo. Sus manos se aferraron a la cintura del omega, clavando las uñas con desesperación. Desvió el rostro, como intentando resistirse... pero Chuuya no se detuvo.
Sin dudarlo, siguió el camino de su mandíbula con besos ardientes, descendiendo hasta el final del cuello, dejando un rastro de calor en su piel.
La respiración de Dazai se entrecortó cuando los besos de Chuuya se deslizaron por su cuello.
Podía sentir el calor del deseo de Chuuya, la intensidad de su necesidad, y agitó algo profundo dentro de él.
Quería alejarlo, mantener cierta apariencia de control, pero su cuerpo se negó a obedecer.
En cambio, se encontró ofreciendo más cuello a los besos hambrientos de Chuuya.
—Chuuya... —Jadeó, su voz tensa con una mezcla de placer y resistencia.
Chuuya sonrió con un dejo de picardía, ladeando la cabeza con elegancia. Su cabello cobrizo cayó en ondas suaves sobre su hombro, enmarcando su rostro como si fuera una pintura viva.
Luego, con lentitud, llevó una mano hasta la nuca.
Un leve click quebró el silencio.
Había desabrochado el collar.
Ese maldito collar.
El mismo que Dazai le había obligado a llevar años atrás.
Chuuya lo sostuvo un segundo entre los dedos, mirándolo con nostalgia, antes de dejarlo caer al suelo con un sonido hueco.
Sin apartar sus ojos del castaño, deslizó la misma mano por su pecho. Uno a uno, fue deshaciendo los botones de su camisa, revelando lentamente la piel que había ocultado durante tanto tiempo. Su respiración era estable, pero sus ojos brillaban con desafío.
—¿No quieres continuar, Dazai? —susurró con voz baja, ronca, tan íntima que rozaba lo prohibido.
Los ojos de Dazai se abrieron cuando Chuuya se quitó el collar.
Una punzada de culpa apuñaló su corazón, pero rápidamente se vio ensombrecida por la vista del pecho desnudo de Chuuya, su piel suave invitando a Dazai a tocar, a explorar.
Su garganta se apretó, su boca se secó repentinamente.
—Yo quiero...— susurró, su voz apenas audible.
Extendió la mano vacilante, sus dedos flotando sobre el pecho de Chuuya antes de trazar suavemente los contornos de sus músculos. La piel del omega era cálida y suave bajo su tacto, y Dazai sintió una oleada de deseo que lo recorría.
—Te quiero...— admitió en voz baja, su mirada se clavó en la de Chuuya.
Notes:
migajas de lo que se viene
Chapter 13: ⁰¹²
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
...
Los labios de Dazai se encontraron con los de Chuuya en un beso cargado de deseo, como si todo el aire que necesitaban estuviera en el otro.
Su lengua se deslizó con ansia dentro de la boca del omega, explorándola con un hambre que solo él podía provocar.
Saboreaba la dulzura del deseo de Chuuya, su entrega palpitante, la desesperación temblando entre sus labios.
Sus caderas se movieron por puro instinto, buscando más contacto, más calor, frotándose contra la entrepierna de Chuuya con una fricción deliciosa que les arrancó gemidos entrecortados.
Cada roce encendía una chispa, y las ondas de placer se propagaban como fuego bajo su piel.
Las manos de Dazai viajaron con devoción desde los muslos del pelirrojo, acariciando cada línea firme de su cuerpo, hasta enroscarse en la curva de su espalda, atrayéndolo aún más cerca.
Como si con ese contacto pudiera fundirse con él, convertirse en uno solo con el alma que tanto anhelaba.
Chuuya dejó escapar un jadeo ahogado cuando sintió la presión firme de Dazai contra él, su cuerpo respondiendo al contacto como si hubiese esperado demasiado tiempo por ese momento.
Cuatro años enteros pensando que su alfa había fallecido...
Sus brazos se aferraron a los hombros de Dazai, uñas marcando la tela de su camisa mientras sus caderas respondían al ritmo que Dazai marcaba.
—Dazai... —susurró
Dazai alzó el rostro apenas para observarlo. El azul de los ojos de Chuuya brillaba con una mezcla de deseo, miedo y anhelo.
Se inclinó una vez más, presionando su frente contra la del pelirrojo.
—Estoy aquí... —murmuró, su voz ronca, apenas un suspiro.
Chuuya parpadeó, sus pestañas temblando antes de cerrar los ojos y volver a unir sus labios a los de Dazai, esta vez con más urgencia. Como si necesitara reafirmar que aquello era real.
Los cuerpos se entrelazaron.
Tenían calor y compartían el pulso.
Dazai lo recostó con cuidado, sus labios descendiendo por el cuello del omega, dejando un rastro de besos húmedos y suaves mordidas que hacían arquear la espalda de Chuuya contra su pecho.
—Te deseo... —confesó Dazai entre caricias, con una sinceridad que no solía permitirse—. Pero no es sólo eso... te quiero, Chuuya.
El silencio que siguió fue intenso, cargado de latidos acelerados y respiraciones entrecortadas.
Y cuando Chuuya lo miró a los ojos, con las mejillas sonrojadas y la mirada brillante, Dazai supo que ya no había marcha atrás.
Los dedos de Dazai se entrelazaron con los de Chuuya.
El calor del cuarto se volvió casi insoportable.
Chuuya tiró de él, atrayéndolo encima suyo, con los labios húmedos y los ojos entrecerrados, tan vulnerable y al mismo tiempo tan desafiante como siempre.
—No digas cosas como esa si no las sientes… —murmuró, aunque su voz carecía de fuerza, como si ya supiera la respuesta.
Dazai bajó la mirada, acariciando la mejilla del pelirrojo con la yema de los dedos, como si fuera algo precioso.
—No sabes cuánto me costó aceptarlo… —confesó—. Pero sí. Lo siento. Más de lo que debería.
Las defensas de Chuuya empezaron a desmoronarse con cada palabra. Sus labios temblaron y su respiración se aceleró.
Dazai se inclinó una vez más, pero esta vez su beso no fue urgente. Fue lento, profundo…empezando a introducir la lengua.
Mientras se deshacían de las últimas barreras entre ellos —ropa—, lo hacían con cuidado, con respeto, con una intensidad silenciosa que decía: te conozco, te acepto, y aún así te deseo.
Sus pieles se encontraron por fin.
Dazai deslizó sus labios por la clavícula de Chuuya, mientras su mano se apoyaba en su cadera, guiándolo, acariciándolo, memorizándolo.
Los suspiros del omega se mezclaron con las respiraciones entrecortadas del alfa.
No había prisa, no había palabras. Solo dos almas perdidas que se habían estado buscando incluso sin saberlo.
Con el dorso de su mano se limpió la saliva que aún brillaba en la comisura de sus labios, pestañeando con lentitud mientras recuperaba el aliento.
La mirada azul centelleó con un deje de desafío y orgullo mal disimulado.
El romanticismo podía irse al infierno,
había parido al hijo de Dazai...si él quería ser obsceno con el alfa, Chuuya lo sería.
Una sonrisa ladina, cargada de esa arrogancia, se dibujó en su rostro aún encendido por el calor del momento.
—Vaya, Osamu...¿Estuviste practicando sin mí?—dijo con su voz ronca y rasposa, pero firme.
—Tal vez —admitió Dazai y sin darle oportunidad de replicar, lo jaló con firmeza hasta sentarlo en su regazo, haciéndolo sentir cada línea de su cuerpo.
Chuuya gimió, sorprendido por el movimiento, pero no se resistió. Al contrario, sus brazos se enredaron al instante alrededor del cuello del alfa, sus dedos hundiéndose en el cabello oscuro mientras lo besaba con una mezcla perfecta de rabia y deseo.
Los labios de Dazai, duros y hambrientos, se posaron sobre los suyos una vez más, reclamando espacio y entregándose al mismo tiempo.
Chuuya abrió los labios, ofreciéndose sin reservas, dejando escapar un suspiro que se fundió con el aliento del otro.
—Nunca te cansas, ¿eh?
—Nunca de ti —respondió Dazai sin vacilar, clavando la mirada en la suya, como si lo desnudara más con los ojos que con las manos.
Chuuya se alzó sobre sus rodillas con el cabello rojo cayendo en ondas sobre su rostro sonrojado y el rostro de Dazai besando su torso.
Observó cómo el alfa se acariciaba lentamente sobre la tela de la entrepierna, marcando el ritmo con la palma, hasta que abrió el cinturón con un chasquido que pareció retumbar en el cuarto en silencio.
Sus pantalones cayeron hasta las rodillas, revelando su miembro erecto.
Dazai soltó un suspiro, mirándolo con los ojos entrecerrados, completamente atento a cada movimiento del omega.
Chuuya se rió por lo bajo, una risa ronca que se le escapó por la garganta mientras volvía a colocarse sobre su regazo, sus piernas flexionadas a ambos lados de su cintura, como si tomara posesión de su trono.
Apoyó las manos en sus hombros y se inclinó, rozando con los labios el oído de Dazai.
—¿Estás impaciente...? —susurró, su aliento cálido haciéndolo estremecer—. A veces pienso que me necesitas más de lo que dices.
Dazai sonrió, una sonrisa perezosa y hambrienta que se transformó en un gruñido suave cuando Chuuya se movió apenas, rozándolo.
Sus manos subieron por la espalda del pelirrojo, delineando cada músculo, deteniéndose en la cintura.
—Ironico... —murmuró, pegando su frente a la de Chuuya, sus labios apenas rozándose—. Lo dice el omega que está en celo y se muere por un poco de mí.
Chuuya comenzó a moverse con lentitud, guiando el ritmo, marcando el paso.
Dazai aprovecho para lamer la garganta del omega hasta el final. El cobrizo se arqueó, pero no dejo de frotarse. Disfrutaba más de la fricción que la penetración.
Recordaba como le gustaba hacer a Dazai correrse sin siquiera sacar su polla del pantalón.
Dazai era delicado.
Demasiado, a veces. Se movía con una lentitud que lo exasperaba.
Chuuya, con las mejillas encendidas y la piel palpitante, lo miraba con ternura y desesperación. Cada centímetro que Dazai avanzaba era una eternidad… y él no estaba dispuesto a esperar tanto.
—Tch, siempre tan malditamente lento —murmuró entre dientes, antes de empujarlo con un movimiento rápido.
Dazai cayó de espaldas, sorprendido pero divertido, sus labios curvándose en una sonrisa mientras Chuuya tomaba el control sin titubeos.
Se acomodó sobre él, sentándose a horcajadas, con sus muslos temblando ligeramente por el esfuerzo.
Si Osamu no reclamo ante el impacto fue porque estaba acostumbrado al libido sexual de Chuuya.
Su calentura y hambre siempre los había llevado a terminar follando en lugares peculiares.
Al principio eso le angustiaba, pues Chuuya nunca se tomaba el tiempo suficiente para prepararse.
Chuuya se aferró a los hombros de Osamu con todas sus fuerzas, mientras un par de lágrimas corrían por su rostro. Dazai se encargo de secarlas con su pulgar, antes de introducir el dedo en la boca de Chuuya y dejar que lo mordiera.
Dazai sostuvo su rostro con cuidado, su respiración agitada y los ojos abiertos de par en par, contemplándolo como si fuese un ángel.
—Chuuya… —susurró, casi sin voz—. Eres tan hermoso
Chuuya se retorcía arriba del hombre más alto, emitiendo gemidos bajo mientras era penetrado centímetro a centímetro.
Con un grito bajo, Chuuya llegó a su límite justo cuando Dazai levantó su pelvis..
Infierno.
Infierno.
Amar a Dazai era un infierno.
Un fuego abrasador que se extendía desde lo más profundo de su cuerpo, mientras su interior, sensible, se adaptaba con dificultad a la invasión.
Cada centímetro que lo llenaba era un dolor que le causaba placer como si su cuerpo no supiera si rendirse o resistirse.
Era infierno, mientras sus maltrechos pliegues de carne se expandían con fuerza alrededor de la polla del hombre que lo adoraba debajo suyo.
El dolor desapareció cuando permaneció quieto.
Chuuya apoyó la frente sobre el hombro de Dazai, sus dedos aún clavados en su piel como si soltarlo significara romper el equilibrio frágil de ese instante.
Su respiración era agitada, temblorosa… pero poco a poco, el ardor que lo había estremecido fue cediendo, desvaneciéndose como la espuma tras una ola.
Solo quedó el calor.
Dazai deslizó una mano por su espalda con delicadeza, acariciándolo en círculos suaves, como si supiera exactamente lo que su cuerpo necesitaba.
—¿Estás bien…? —susurró, apenas audible, sin prisa.
Chuuya asintió contra su cuello, los ojos cerrados, respirando hondo.
—Sí… —murmuró con voz rasposa—. Solo… dame un momento.
Y Dazai lo dio.
Pero un gemido de placer escapó de los labios de Chuuya, quebrado, involuntario... y fue todo lo que Dazai necesitó como señal para hundirse por completo en él.
Chuuya ahogó un chillido contra su cuello, aferrándose con fuerza. Su cuerpo se estremeció al sentirlo tan profundo, tan completamente dentro, como si quisiera quedarse a vivir en ese espacio que solo él conocía.
—Osamu… —jadeó de pronto, con la voz entrecortada—. No tenemos condones.
Dazai se detuvo un segundo, su cuerpo temblando por la tensión.
—Mierda… —masculló, perdiendo el ritmo, el rostro oculto contra el cuello de su pareja.
Pero antes de que la culpa o la duda lo paralizaran, Chuuya, sin siquiera levantar la voz, le dio un golpe seco en la espalda con el talón de su pie.
—Muévete.
Dazai rió entre dientes, un sonido ronco y bajo, y volvió a tomar el ritmo, más rápido esta vez. Más decidido.
Chuuya podía ser un infierno… pero era su infierno favorito.
—¡Más!
Dazai se apartó el cabello de los ojos, el rostro bañado en sudor, y se abalanzó hacia adelante con decisión.
La embestida fue tan intensa que hizo que Chuuya soltara un jadeo agudo, su cuerpo temblando mientras era impulsado hacia arriba por la fuerza del movimiento.
Reprimió una mueca—quizá por el impacto, quizá por el placer—pero no tardó en reírse por lo bajo, esa risa suya cargada de picardía y desafío.
Entonces, sin perder el ritmo, tomó las manos de Dazai y las guió hasta su cintura, presionándolas con fuerza.
—Sujétame bien, idiota —murmuró contra sus labios, con una media sonrisa—. Si vas a hacerlo, hazlo bien.
Dazai lo miró como si hubiese esperado escuchar esas palabras toda su vida.
Y entonces obedeció.
—Cada vez que me hablas así… —murmuró Dazai con voz ronca, su mirada oscurecida por el deseo— no puedo contenerme.
Y no lo hizo.
Con renovado fervor, sus caderas se movieron hacia adelante con una potencia que hizo que Chuuya se estremeciera por completo.
El pelirrojo jadeó con fuerza, su cuerpo rebotando sobre el de Dazai, sin control, con la respiración temblorosa y los ojos nublados por lágrimas de pura intensidad.
—Ah… sí… —gimió, su voz quebrada por el placer. Sus labios, entreabiertos, se curvaban en una sonrisa que era casi demasiado ancha, demasiado extática… casi inquietante en su vulnerabilidad. De su boca corría un hilo de saliva que Dazai deseaba cayera en su rostro.
Lo sentía todo. Cada movimiento, cada pulso, sentía que lo llenaba como si lo marcara desde dentro.
Y aun así, quería más.
Dios…
Estaba completamente abrumado, al borde de romperse, con cada fibra de su cuerpo vibrando bajo el peso del placer y la entrega.
Chuuya apenas podía pensar, apenas podía hablar, pero aún así lo intentó.
—De verdad… de verdad… —susurró entre jadeos, tragando saliva mientras el calor lo envolvía por dentro—. Me encanta cuando…
No terminó la frase.
Un nuevo embiste le robó el aliento y la voz. Su espalda se arqueó, los ojos brillando de lágrimas mientras un gemido tembloroso escapaba de su garganta.
Todo su cuerpo clamaba por más, por ese lazo invisible y ardiente que lo unía a Dazai en cuerpo y alma.
Y aunque no terminó la frase, Dazai lo entendió.
Porque lo sentía en cada temblor, en cada espasmo, en cada respiración que compartían entre beso y beso.
Y en silencio, le respondió con su cuerpo. Firme. Presente. Suyo.
Podía presentirlo, Dazai estaba a nada de su propia liberación con solo el más mínimo cambio en su expresión. Chuuya ansiaba eso.
Lo deseaba con todas sus fuerzas. Necesitaba que Osamu se corriera dentro de él, al menos una última vez antes de que su celo terminase. Porque lamentablemente sabía que después de esa noche, Dazai nunca más volvería a tocarlo.
Dazai se corrió en silencio, hundiendo el rostro contra el vientre de Chuuya mientras lo rodeaba con los brazos, aferrándose a él como si lo necesitara para seguir respirando.
Las piernas del pelirrojo se contrajeron por reflejo, los únicos músculos que aún respondían en aquella posición.
Sintió cómo el calor del alfa lo llenaba, cubriéndolo por dentro, dejando su cuerpo tibio, pesado… completo.
Joder. Por fin.
Chuuya sollozaba, no de dolor ni agotamiento, sino de un alivio tan profundo que lo desbordaba. Le acariciaba el cabello con torpeza, como si aún no pudiera creer que aquello era real.
Dazai no dijo nada. Solo deslizó sus labios por la piel aún temblorosa de Chuuya, dejando pequeños besos reverentes en su vientre, como si le ofreciera gratitud en lugar de palabras. Aunque era Chuuya quien le debía cariño y agradecimiento.
Follar con el padre de tu hijo. Era lo único que llenaba la mente de Chuuya, órdenes directas de su instinto.
Se besaron una, dos, tres veces más, dulcemente, con los ojos entrecerrados por la bruma del placer y el cariño. Cambiaron de posición.
Los dedos de Dazai se introdujeron fácilmente al calor húmedo de Chuuya, la excitación del omega cubrió sus dígitos. Se acurrucó los dedos, buscando ese punto dulce que haría que Chuuya viera estrellas. Cuando lo encontró, presionó con firmeza, frotando en círculos lentos.
Al mismo tiempo, su otra mano envolvió el eje de Chuuya, bombeando el regordete miembro a tiempo con los empujes de sus dedos. La doble estimulación hizo que Chuuya se retorciera debajo de él, sus caderas se quejaban salvajemente.
— ¡Osamu! —Chuuya jadeo, su voz alta y desesperada.
Dazai sonrió, sacando los dedos del coño de Chuuya y llevándolos a su boca. Los chupó limpios, saboreando el sabor de la esencia.
Entonces, sin previo aviso, se inclinó y tomó la polla de Chuuya en su boca.
La boca de Dazai trabajó la polla de Chuuya con precisión, su lengua girando alrededor de la sensible cabeza antes de sumergirse por el eje. Tomó a Chuuya profundamente, su nariz enterrada en el vello púbico del omega, inhalando su aroma almizclado.
Las manos de Chuuya volaron hacia el cabello de Dazai, agarrándolo con fuerza mientras cabalgaba las olas de placer que se estrellaban contra él. Sus caderas se sacudieron erráticamente, follando la boca de Dazai con abandono.
Su cuerpo tembló mientras se derramaba por la garganta de Dazai, su semilla caliente latía en la boca del alfa. Dazai tragó cada gota, su garganta trabajando para acomodar la liberación del omega.
Lenta y suavemente, soltó el miembro gastado de Chuuya y se arrastró por su cuerpo. Besó profundamente a Chuuya, compartiendo el sabor de su acto sexual.
Cuando Chuuya finalmente se deslizó hacia abajo, con las piernas algo inestables, Dazai lo sostuvo sin vacilar.
Y, en un gesto inesperadamente caballeroso, lo ayudó a llegar al sofá.
Se dejó caer con él entre sus brazos, aunque su cuerpo seguía entumecido —había tenido a Chuuya saltando sobre él durante tanto tiempo que apenas sentía las piernas—. Pero no importaba. No cuando lo tenía ahí, cálido y exhausto, encajando perfecto contra su pecho.
Cuando Chuuya cerró los ojos, el cansancio lo arrastró con una suavidad que casi parecía compasiva.
El calor del cuerpo de Dazai, el roce de su respiración cerca de su rostro, y el latido firme de su pecho lo envolvieron como una canción de cuna. No pensó en nada más. Solo dejó que el sueño lo tomara.
No supo cuánto tiempo pasó.
Solo que, al despertar, no estaba en el mismo lugar. Parpadeó, confundido al principio por la suave penumbra de su habitación. La manta sobre él era ligera, cálida, y su cuerpo desnudo aún sentía el eco de una cercanía que lo estremecía.
Giró el rostro y ahí estaba.
Dazai dormía a su lado, con un brazo estirado entre las sábanas, como si lo hubiera estado protegiendo incluso dormido. Tenía el cabello desordenado, la expresión tranquila, y su respiración seguía un ritmo sereno, casi frágil. Verlo así —sin máscaras, sin juegos— hizo que a Chuuya se le apretara el pecho.
Se quedó mirándolo en silencio durante un rato, sin moverse. El peso de lo vivido seguía latente en su piel y en su corazón, pero ahora se mezclaba con algo más: paz.
Por primera vez en mucho tiempo, no tenía prisa por levantarse.
Se acurrucó un poco más cerca, dejó que su frente rozara la de Dazai, y cerró los ojos de nuevo.
A lo mejor, pensó, estaba bien quedarse un poco más. Solo un poco más… junto a él.
Tocó su vientre con suavidad, instintivamente, como solía hacerlo cuando Fumiya aún estaba en él.
Aunque su cuerpo ya no albergaba vida, el gesto había quedado arraigado como una costumbre.
Su cachorro…
Fumiya.
El simple pensamiento del nombre llenó la habitación de una calidez que le recorrió el pecho y le humedeció los ojos. Su pequeño sabía. Por fin sabía.
Ahora conocía a Dazai.
Una mezcla extraña de alivio, miedo y esperanza se apretó en su garganta. La primera vez que Fumiya había mirado a Dazai, lo miro con ojos grandes y atentos, como si ya lo hubiera reconocido desde antes.
Como si en algún rincón de su pequeño ser, algo le hubiera susurrado que ese hombre —ese alfa— le era cercano también.
Chuuya tragó saliva, sintiendo cómo se le deshacía el aire en los pulmones. Era una sensación abrumadora, una que ni siquiera el paso de los años le había preparado para enfrentar.
¿Había hecho lo correcto al permitir que Dazai lo conociera? ¿Al dejar que lo viera no solo como su omega, sino como el otro padre de su hijo?
Giró un poco el rostro y volvió a mirarlo.
Dazai dormía aún, como si no hubiera carga alguna sobre sus hombros. Pero Chuuya sabía que no era cierto. Que bajo esa paz fingida, bajo esa piel que parecía intacta, vivía alguien que también se rompía a su manera.
Chuuya se levantó de la cama con lentitud, intentando no hacer ruido. Apenas sus pies tocaron el suelo, un temblor leve recorrió sus piernas.
Una risa suave se escapó de sus labios, pero la tapó con la mano, como si no quisiera darle más poder del necesario a esa vulnerabilidad que aún lo recorría.
Se sostuvo unos segundos, recuperando el equilibrio, y caminó hacia el baño. La penumbra de la habitación no ocultaba la silueta de Dazai.
Antes de cruzar la puerta, Chuuya se detuvo.
Se inclinó un poco, sin pensarlo demasiado, y le acarició el rostro con el dorso de los dedos.
Fue un roce apenas perceptible, como una despedida… o tal vez un intento de asegurarse de que seguía allí, de que no había sido un sueño extraño, de que ese momento era real.
Luego, sin decir nada, se adentró en el baño, cerrando la puerta con un clic casi imperceptible.
Abrió la llave de la ducha y dejó que el agua tibia comenzara a correr, llenando el pequeño espacio de vapor.
El sonido del agua golpeando las baldosas le dio una sensación de paz momentánea, como si cada gota pudiera borrar el desorden emocional que lo envolvía.
Se dejó envolver por el calor, permitiendo que la temperatura templada le recorriera la piel, aflojando la tensión en sus hombros, en su espalda, en su pecho.
Con movimientos lentos, limpió sus muslos, dejando que el jabón arrastrara los últimos rastros de la tarde. Luego sus brazos, sus manos.
Tuvo que detenerse un momento. Respiró hondo.
Y entonces, con la misma delicadeza con la que uno trata una herida que aún duele, se acarició su entrepierna, el interior.
Cuando terminó, apoyó la frente contra la pared húmeda. El agua seguía corriendo sobre él, mezclándose con una lágrima solitaria que no supo si era de alivio, agotamiento o miedo.
No había usado protección con Dazai.
El pensamiento le golpeó de pronto.
Le costaba entender cómo, con todo lo que había vivido, con todo lo que había protegido... se le había escapado algo tan esencial.
Era su misma ingenuidad. Era que, por un instante, se había permitido olvidar. Se había permitido sentir.
Y ahora, no sabía qué hacer con eso.
Sus piernas flaquearon y se dejó caer en el suelo de la ducha, abrazándose las rodillas. El agua seguía cayendo, tibia y constante, pero no podía ahogar el nudo que se le formó en la garganta.
Las lágrimas llegaron sin aviso, como si algo se hubiera roto por dentro. Se tapó la boca con una mano para no hacer ruido, como si temiera que el llanto despertara a Dazai o que alguien más escuchara su fragilidad.
No era solo miedo.
Era agotamiento. Era incertidumbre. Era el recuerdo de Fumiya, de todo lo que le costó parirlo, criarlo, protegerlo, mantenerlo a salvo.
Y ahora, la posibilidad de que estuviera comenzando de nuevo, con el mismo hombre... lo desbordaba.
Sentía que lo arruinó.
Pero no se movió. Se quedó ahí, sentado, dejando que el agua lo abrazara. Como si pudiera esconderse dentro de ella un poco más, sólo un poco más.
Cuando Dazai abrió los ojos, lo envolvió una oscuridad tibia y silenciosa. La habitación estaba a oscuras, con solo la tenue luz de la calle colándose por entre las cortinas entreabiertas. Parpadeó un par de veces, sintiendo aún el calor en las sábanas, pero el cuerpo que había estado junto al suyo ya no estaba.
Chuuya no estaba.
Se sentó, sintiendo aún el olor de ambos en el aire.
Se levantó con algo de prisa y fue directo al baño. Golpeó con suavidad. Nada.
Lo abrió.
Vacío.
La humedad aún colgaba de las paredes, pero no había señales de Chuuya. Solo la ducha, el suelo mojado… que aún no se había secado del todo en el desagüe.
Dazai bajó la mirada un instante. Algo en su pecho se contrajo. No entendía el por qué.
Rápidamente se dio una ducha corta, el agua fría ayudándole a despejar la cabeza.
Después se vistió con la misma camisa arrugada y el pantalón sucio. No era momento para preocuparse por eso.
Chuuya no estaba en el departamento.
Y eso sí lo preocupaba.
Salió al pasillo, buscó en la cocina, revisó el pequeño balcón, incluso abrió la puerta principal y asomó la cabeza al corredor. El silencio era pesado, como si el mundo contuviera el aliento.
—Chuuya… —susurró, pero no hubo respuesta.
Solo entonces lo sintió con fuerza: la angustia. Como una garra que empezaba a apretarle el estómago. Porque si Chuuya se había ido sin decir una palabra, sin dejar una nota, sin una pista… entonces algo debía estar muy, muy mal.
Chuuya regresó media hora después.
Entró en silencio, cerrando la puerta con cuidado. Llevaba una bolsa pequeña colgada del antebrazo y una sombra de agotamiento marcada en los ojos. Parecía arrastrar no solo los pies, sino también el peso de algo que no había dicho aún.
Dazai estaba sentado en el sofá, la espalda encorvada, el rostro oculto entre las palmas de sus manos. Apenas escuchó el sonido de la puerta, levantó la cabeza, y al verlo entrar, frunció el ceño.
—No llevaste tu celular… —su voz era baja, tensa, contenida—. ¿Dónde estabas?
Chuuya alzó una ceja, sin inmutarse, y caminó directo a la barra de su cocina. Depositó la bolsa con un movimiento lento, como si cargarla le hubiera costado más de lo que debería.
—Salí —respondió con simpleza, sin mirarlo aún.
—¿A dónde? —insistió Dazai, poniéndose de pie. No levantó la voz, pero sus pasos eran igual de duros que la pregunta.
Chuuya suspiró por la nariz, como si tuviera que reunir fuerzas incluso para hablar. Se quedó unos segundos en silencio, observando el contenido de la bolsa sin abrirla.
—A la farmacia —dijo por fin.
Dazai entrecerró los ojos.
—¿Por qué?
—Porque no usaste protección —soltó, volteando ahora sí para mirarlo directamente—. Porque no quiero arriesgarme.
El silencio se asentó entre ambos como una tormenta que aún no estalla.
—Compré pruebas, vitaminas, un par de cosas... ¿está bien? —La voz de Chuuya tembló ligeramente, más por cansancio que por debilidad—. Solo necesitaba un momento solo.
Dazai lo miró fijamente, como si intentara leer entre las líneas de su rostro. Y aunque sus cejas aún estaban fruncidas, el enojo se había disipado. Lo que quedaba era preocupación… y culpa.
—Podrías haberme avisado —dijo Dazai con voz baja, ya sin rastro de reproche, solo una punzada de dolor asomando en sus palabras—. No deberías salir tan pronto, no después de lo que pasó...tu celo es...
Chuuya, ya en la cocina, alzó la vista sin dejar de desenvolver la bolsa.
—Estoy bien. No estoy enfermo —respondió con firmeza, aunque su expresión se endureció por un instante.
—¡Pero debiste decirme, Chuuya! —La voz de Dazai subió levemente, cargada de angustia—. Soy tu alfa. Debería ser yo quien saliera por ti.
El silencio entre ambos se volvió espeso. La habitación parecía más pequeña, más cerrada. Dazai se había levantado del sofá sin darse cuenta, con las manos aún a medio alzar, como si no supiera si acercarse o mantenerse a raya.
Chuuya bajó la mirada hacia la bolsa otra vez, conteniendo algo dentro. Sus dedos se cerraron sobre el asa, temblando apenas.
—Y tú podrías haberte detenido antes de hacerlo sin condón ¿No? —replicó Chuuya, bajando la mirada, con la mandíbula apretada. — ¡Yo podría decir que mi alfa se aprovechó de mi celo!
Otra pausa.
Estaba culpando a Dazai, por lo que se corrigió al instante.
—Y…No fue tu culpa solo —añadió enseguida, en un susurro más amable—. Tampoco dije que no.
Dazai desvió la vista. La confesión de ambos colgó en el aire como una advertencia.
—¿Quieres que me vaya? —preguntó, casi en un murmullo.
Chuuya lo miró. Tardó. Respiró profundo.
Chuuya bajó la vista un segundo, como si dudara… pero luego dio un paso, y otro, hasta acortar la distancia entre ellos. Sin decir palabra, se inclinó y rodeó a Dazai con los brazos, apoyando la frente contra su pecho.
Dazai contuvo el aliento. Por un instante solo se escuchó su respiración agitada, y luego lo envolvió con fuerza, apretándolo contra sí como si temiera que se desvaneciera otra vez. Sus labios encontraron los de Chuuya con necesidad, con urgencia contenida, besándolo como si el mundo se hubiese detenido.
Cayeron juntos al sofá sin separarse, sin mirar atrás. El beso se volvió más profundo, sus manos explorando con una mezcla de familiaridad y hambre. El recuerdo de apenas unas horas atrás no había hecho más que encender la chispa que aún ardía bajo su piel.
Apenas había pasado y ya deseaban volver a sentirse. A recordarse con el cuerpo, con la piel. Como si solo así pudieran estar seguros de que aún estaban ahí, vivos, presentes, el uno para el otro.
Chuuya jadeó entre los labios de Dazai, aferrándose a su camisa sucia.
—Esto no es solo por el celo… —susurró. —Yo no quiero otro hijo...
—Lo sé —respondió Dazai, y volvió a besarlo, como si con ello pudiera darle una respuesta más sincera que cualquier palabra.
Fumiya observó en silencio, con la mirada fija primero en Akutagawa y luego en Atsushi, como si tratara de descifrar en cuál de los dos confiar en ese momento. El interior del automóvil se había convertido en un escenario de reproches, mientras los dos hombres discutían en voz baja pero con fuerza.
—Ya es tarde —dijo Atsushi, rompiendo el silencio—. Hará frío en cuanto caiga la noche, y Fumiya no puede estar en el auto. Lo llevo a mi apartamento y...
—¿Apartamento? —replicó Akutagawa, arqueando una ceja con ironía—. Ese edificio no es ni la mitad de la habitación donde vive Fumiya. Tenemos que quedarnos aquí hasta que salga Dazai.
Atsushi frunció el ceño, su voz bajó a un murmullo mientras sus ojos se posaban en el niño que aún miraba con inocencia a pesar de todo.
—¿Por qué, Dazai, te pidió que cuidáramos a su hijo? —preguntó con cierto reproche, señalando la extrañeza de la situación—. Apenas sabía que tenía un cachorro…
Akutagawa cruzó los brazos, la mirada dura sin una pizca de preocupación oculta entre sus palabras.
—. Dazai confía en nosotros para mantener a Fumiya seguro, y eso no es algo que deba tomarse a la ligera.
Atsushi suspiró.
Discutir con Akutagawa era un caso perdido.
Mientras el silencio se extendía, Fumiya parpadeó, sin comprender del todo aquella discusión que parecía trascender lo cotidiano.
—¿Pero por que hay que quedarnos aquí toda la noche?
Akutagawa miró a Fumiya, observando cómo el niño intentaba encontrar una posición cómoda para dormir.
Mordió el interior de su mejilla.
Admiraba a Dazai, un respeto sin límites, pero apreciaba mucho más a Chuuya.Y quería mantenerse cerca del edificio por si el omega lo necesitaba.
No confiaba en su mentor.
No confiaba en el autocontrol del alfa.
Desde que supo de la existencia de Fumiya, Akutagawa se negó rotundamente a acercarse al cachorro. El niño no tenía la culpa de nada, y aun así…Akutagawa sentía una profunda ansiedad al estar cerca de él.
Akutagawa era del tipo de persona que, si hubiera estado presente, le habría aconsejado a Chuuya abortar. Le habría dicho que no tenía sentido traer al mundo a un cachorro con ese linaje, con ese destino.
Evitar que Fumiya naciera habría sido, en su mente, una forma de protegerlo.
Pero tampoco era tan cruel como para dejar que un niño —incluso ese cachorro— pasara la noche sufriendo en un auto, estacionado en medio de la nada, mientras el frío comenzaba a morder.
Sin decir nada más, Akutagawa encendió el automóvil.
—¿Tu apartamento tiene calefacción?
Atsushi lo miró, sorprendido por su cambio de decisión. Luego sonrió y asintió.
—Sí. Está encendida desde esta mañana.
Notes:
no estoy orgullosa de
este capítulo, pero sufrí
un bloqueo horrible.eso es lo que pasa cuando
obligas a tu cerebro sacar
10 capítulos continuos sin
descanso.coman migajas, ñam ñam
Chapter 14: ⁰¹³
Chapter Text
Entonces un día, Ryuu y Jinko
me cuidaron. Mientras que Tō-chan
nunca más volvió a ser mi padre.
—No puede ser tan difícil —murmuró Atsushi, mirando fijamente al pequeño ser humano que lo observaba desde el suelo con una expresión de pura inocencia. Su ceño estaba fruncido, y sus manos temblaban apenas perceptiblemente mientras sostenía una taza de té que se estaba enfriando.
Fumiya, de tres años, vestía un overol azul con pequeños cangrejos bordados en el pecho. Sus rizos color caramelo estaban alborotados, y sujetaba un dinosaurio de peluche con ambas manos, como si de él dependiera su existencia. Tenía las mejillas sonrosadas y los calcetines mal puestos, uno casi en el tobillo y el otro torcido en el talón.
Akutagawa los había acompañado hasta el apartamento de Atsushi. Al principio, Fumiya parecía a punto de quedarse dormido en los brazos del alfa, pero apenas entraron en territorio desconocido, su energía pareció duplicarse.
Además...
—¿Me explicas por qué lo trajiste a él? —había preguntado Kyoka, cruzada de brazos, parada como una sombra al fondo del pasillo.
Atsushi intentó calmarla, pero la pequeña terminó yéndose a dormir con los hermanos Tanizaki, sin despegarle la mirada a Akutagawa ni un segundo.
Ahora, con la noche ya bien entrada, el verdadero reto apenas comenzaba.
—Ya lloró tres veces, se comió una planta y te pegó con la tostadora —enumeró Akutagawa, de pie junto al marco de la puerta, brazos cruzados y una expresión que oscilaba entre la resignación y la incredulidad—. Este niño es peor que tú.
—¡Oye! ¡Ni siquiera he hecho nada!
—Exactamente.
El apartamento de Atsushi, aunque modesto, estaba decorado con esmero. Pequeños adornos, estantes llenos de libros y figuras de animales adornaban cada rincón. Todo, absolutamente todo, era un campo de juego potencial para Fumiya.
En la esquina de la cocina, una olla con espagueti seguía servida en la mesa, abandonada tras un berrinche tan violento que había requerido que Atsushi pusiera un episodio de caricaturas a todo volumen mientras Akutagawa atrapaba un florero en caída libre.
—No entiendo por qué Dazai pensó que tú eras una buena opción para cuidarlo —gruñó Akutagawa, claramente al borde de la paciencia.
—¡Porque soy responsable! ¡Y amable! ¡Y—
Un chillido agudo los interrumpió.
—¡NO, NO, NO, FUMIYA! —gritó Atsushi al ver al niño encaramado en el segundo estante del librero.
—¡FUMIYA, NO! —gritaron los dos al unísono.
El mundo se desaceleró un segundo.
Fumiya se lanzó al vacío con una sonrisa de emoción pura. Atsushi corrió, cayendo de rodillas al atraparlo en el aire, justo a tiempo. El golpe de sus piernas contra el suelo resonó en el apartamento.
Fumiya se echó a reír, agitando sus brazos.
Akutagawa se acercó rápidamente, recogió el dinosaurio de peluche que había caído en el proceso y se lo tendió al niño sin decir una palabra.
—Este niño tiene instintos suicidas. Como su papá.
—No digas eso. ¡Es solo curioso! —replicó Atsushi, aún con el corazón en la garganta.
Fumiya soltó una risita más y, aún en los brazos de Atsushi, se estiró para tocar la mejilla de Akutagawa. Sus dedos diminutos rozaron la piel pálida del jovén. Akutagawa frunció el ceño... pero no se apartó.
—Tu hijo huele a galletas... —murmuró Atsushi, levantándose con dificultad y extendiéndole el pequeño a Akutagawa, quien lo recibió casi por reflejo.
—No es mío —murmuró Akutagawa, pero su voz había perdido toda su agudeza habitual.
Fumiya lo miró fijamente, con esos grandes ojos que parecía haber heredado de Chuuya. Sonrió.
—¡Papa Ryuu!
Atsushi abrió la boca, incrédulo.
—¿Dijo... papá?
Akutagawa se congeló. Por un segundo, ni siquiera respiró. Fumiya volvió a mirarlo, como evaluando su reacción, y repitió:
—¡Papa!
—Lo está diciendo a propósito —susurró Akutagawa, claramente incómodo, pero sin apartar la vista del niño.
Atsushi se cubrió la boca con la mano, intentando no reír.
—Creo que te adoptó.
Fumiya volvió a reír, acurrucándose contra el pecho de Akutagawa como si siempre hubiera pertenecido ahí. El silencio se hizo presente por un instante. Solo el zumbido de la refrigeradora y el golpeteo de la lluvia en la ventana llenaban el ambiente.
—Dazai va a reírse mucho cuando le cuente esto —dijo Atsushi con una sonrisa traviesa.
Akutagawa no respondió. Solo bajó ligeramente la mirada y, por un breve segundo, permitió que una mano descansara suavemente sobre la espalda del niño.
—¡Te quiere! ¡Le gustas! ¡Esto es histórico! ¡Tienes sentimientos! —exclamó Atsushi, casi saltando de emoción.
—Silencio, bestia —gruñó Akutagawa, fulminándolo con la mirada.
Pero Atsushi no podía dejar de sonreír, radiante, como si acabara de presenciar un fenómeno milagroso.
El sueño cayó pronto, como una cortina suave sobre la habitación. Entre leche tibia, cuentos mal contados —uno sobre un dragón que terminó siendo un gato con alas— y una batalla campal contra Fumiya que incluyó dos mordidas, una risa diabólica y una persecución con una almohada, lograron que finalmente se quedara dormido en una pequeña cama improvisada en la esquina del cuarto, rodeado de cojines y mantas que Atsushi había apilado con esmero.
Ambos se sentaron en el tatami, agotados, con el pelo revuelto y ojeras marcadas.
—Dazai no nos pagará lo suficiente por esto —murmuró Akutagawa, frotándose el puente de la nariz con los ojos entrecerrados.
—Dazai no nos pagará nada —lo corrigió Atsushi con resignación, recargando la cabeza contra la pared.
—Tirano.
Atsushi soltó una risa baja y suave. Escuchar a Akutagawa quejarse de Dazai con ese tono de derrota era como ver a un gato gruñón bajo la lluvia: imposible de tomar en serio.
Fumiya había hecho berrinche. Mucho berrinche. No quería dormir, no quería quedarse quieto, no quería dejar su dinosaurio, no quería estar lejos de sus padres.
Era evidente que estaba desorientado, asustado.
Dormía en un lugar nuevo, con paredes desconocidas, aromas ajenos, sin la voz de Chuuya tarareando en la cocina, sin las manos de Dazai acomodando su cobija.
Y aun así, los dos intentaron ser comprensivos.
Atsushi se sentía responsable, cargando al niño una y otra vez en brazos aunque su espalda gritara por piedad. Akutagawa, por su parte, murmuraba amenazas al aire mientras le ponía los calcetines, pero jamás se apartaba de su lado.
—No somos tan malos en esto, ¿cierto? —preguntó Atsushi, bajando la voz.
Akutagawa no respondió de inmediato. Observó el montoncito de mantas donde Fumiya dormía profundamente, con el dinosaurio apretado contra el pecho y la boca entreabierta.
—Podría haber sido peor —dijo finalmente.
Atsushi lo miró de reojo y sonrió.
—¿Eso significa que lo harías de nuevo?
—No lo arruines.
El sol apenas comenzaba a filtrarse por las cortinas cuando un grito agudo sacudió todo el apartamento.
—¡¡Ahhh!!
Akutagawa se incorporó de golpe en el sofá, su cabello aún más alborotado que de costumbre, y con una línea de baba colgando de su labio. Parpadeó. Luego gruñó.
—Dios. Ya empezó.
En la cocina, Atsushi casi se quema la mano intentando calentar leche.
La tetera silbaba, la tostadora echaba humo, y el niño... el niño corría sin pantalones por la sala.
—¡Fumiya, ponte eso! ¡Eso no va en la cabeza!
El infante, orgulloso, se había puesto sus calzoncillos sobre la cabeza como.
—¡Ssoy un dinosaurio! ¡Los dinosaurios no llevan ropa!
—¡Es “soy”! ¡Y tú no eres un dinosaurio!
Akutagawa entró arrastrando los pies, se detuvo al ver la escena y suspiró con una calma que era más resignación que paciencia.
—No sobreviviremos —dijo sin emoción, mientras atrapaba al niño de una sola mano en el aire—. Te lo dije: lo atamos al sofá.
—¡Eso es ilegal! —protestó Atsushi, tratando de vestir al niño—. Además, lo bañamos anoche, ¿por qué está sucio otra vez?
—Los niños comen, jinko. Es imposible tenerlos limpios.
Fumiya rugió como dinosaurio, pateando en el aire.
—¡Papa Ryuu! ¡Quiero postre!
Akutagawa lo miró con severidad.
—Fumiya...Es desayuno. No hay postre.
Fumiya ladeó la cabeza.
—Papá me da postre.
Atsushi se tensó.
—¿Chuuya le da azúcar en la mañana?
—No... creo que se refiere a Dazai.
Ambos se miraron, horrorizados.
—Ese bastardo —murmuró Akutagawa—. Ya lo corrompió.
—¡¡Quiero postre!!
El llanto fue tan agudo que una taza cayó del fregadero por pura vibración.
Después de 43 minutos de negociación, cuatro intentos fallidos de vestirlo y una guerra campal para lavarle los dientes ("¡me estás lastimando la boca!", gritó Fumiya), el niño finalmente estaba sentado en el sofá viendo caricaturas, con una taza de leche tibia y una galleta.
Atsushi estaba sentado en el suelo, agotado. Akutagawa se apoyaba contra la pared, con una bolsa de hielo en la cabeza.
—¿Cómo demonios Chuuya sobrevive a esto todos los días? —pregunto Atsushi acariciando el punto de su nariz tratando de eliminar el dolor de cabeza.
—Alcohol, probablemente...y dinero para pagarle a las niñeras.
—Ya no quiero tener hijos.
—Nunca quisiste.
—Ahora menos.
En ese momento, la puerta se abrió con el sonido de llaves, y la calma se desvaneció como humo.
—¿Dónde está Fumiya~? ¿Dónde está bebé~?—canturreó Dazai, entrando con una sonrisa brillante y una bolsa de papel de quién sabe dónde.
Chuuya venía detrás, gafas de sol puestas, cabello perfecto, y con la energía serena de quien acaba de dormir doce horas seguidas sin interrupciones.
—¿Mi hijo donde está? — gruñó el omega, viendo el desastre que era el apartamento del hombre tigre.
Atsushi los miró con odio puro, pero no pudo quejarse pues Fumiya ya estaba corriendo en dirección a los brazos de su padre.
—¡Papa!
Fumiya se tiró directo a Chuuya, aferrándose a su padre con una sonrisa que iluminaba toda la habitación. El pelirrojo lo sostuvo con suavidad, balanceándolo ligeramente mientras le susurraba palabras tiernas.
Pero Dazai, con su sonrisa característica, se arrodilló, extendiendo los brazos con la esperanza de recibir un abrazo también.
El niño lo miró un segundo, luego giró la cabeza y, sin mediar palabra, volvió a abrazar a Chuuya con más fuerza.
Akutagawa, que estaba apoyado contra la pared, tosió para disimular su risa contenida.
Atsushi, sentado en el sofá, no pudo evitar soltar una carcajada divertida.
Dazai frunció el ceño ligeramente, tratando de no mostrar cuánto le había dolido el gesto.
—Fumiyaa... ¿No hay abrazo para tu papá Osamu? —preguntó el alfa ladeando la cabeza con esa sonrisa melosa que siempre usaba cuando quería convencer.
Pero Fumiya solo le sacó la lengua sin dudarlo y giró rápidamente para ocultar su rostro en el cuello de Chuuya, como si estuviera refugiándose en un fuerte inexpugnable.
Dazai resopló, cruzó los brazos y puso una expresión exageradamente dramática.
Pero nada distraía a Fumiya del cariño que recibía de Chuuya.
—¡Fumiya! Yo también quiero abrazar a Chuuya —chilló Dazai, tratando de colarse entre los dos.
Pero tanto el omega como el cachorro se escaparon hábilmente del abrazo del alfa.
Chuuya, divertido y astuto, incluso se ocultó detrás de Akutagawa para evitar ser interrumpido.
Akutagawa sonrió mínimamente, cruzando los brazos sin moverse.
Mientras tanto, Atsushi no paraba de reir disfrutando el espectáculo de Dazai luchando por un poco de atención.
—Vaya... entonces... supongo que Fumiya no quiere esto que le he comprado —dijo Dazai con una sonrisa fingida de derrota, alzando la bolsa de papel marrón que traía consigo, con la intención de llamar la atención de su hijo.
El apartamento, bañado por la cálida luz matutina que se colaba entre las cortinas, estaba lleno del eco lejano de las risas y de la voz alegre de Fumiya, que aún no lograba despegarse del abrazo protector de Chuuya.
El cachorro, por más que adorara a Chuuya, no podía ocultar su curiosidad innata, que se reflejó en sus grandes ojos azules cuando vio la bolsa que Dazai sostenía con cuidado.
Con un rápido movimiento, se giró hacia su papá alfa, dejando momentáneamente el refugio del pecho de Chuuya.
—¿Qué es eso, papa? —preguntó Fumiya con la cabeza ligeramente inclinada, observando la bolsa con la inocencia característica de sus casi cuatro años.
Chuuya, relajado y con la sonrisa serena que siempre le dedicaba a su hijo, alzó los hombros con tranquilidad.
—Ve a ver, cariño —dijo suavemente, bajando al pequeño al suelo con cuidado para que pudiera explorar.
Fumiya miró a Chuuya un segundo, luego a Dazai, y finalmente a la bolsa, su curiosidad venciendo cualquier miedo.
Dazai abrió con teatralidad la bolsa, dejando entrever un montón de pequeñas cajas de colores y papel brillante.
—¡Regalos! —exclamó con voz de niño emocionado—. Pensé que un par de juguetes nuevos te alegrarían el día.
Fumiya dio un paso adelante, y con sus manos pequeñas comenzó a sacar de la bolsa un cochecito rojo, una pequeña figura de un dragón y una pelota saltarina.
Sus ojos se iluminaron, y por primera vez en la mañana, se le escapó una sonrisa franca.
—¿Jugamos, tō-chan? —preguntó, levantando la figura del dragón.
Dazai agachó la cabeza para estar a su nivel, con una sonrisa tan amplia que casi parecía que le brillaban los ojos.
—¿Ahora si quieres estar conmigo? ¡Vete con tu papá Chuuya! —dijo dramáticamente el alfa. Pero Fumiya solo río, dando pequeños saltitos y enseñándole los juguetes, que cada vez eran más.
—¡Juega conmigo tō-chan! ¡Por favor!
Pero antes de que pudieran continuar, Chuuya lo tomó del brazo con suavidad.
—Calma, Fumiya —dijo Chuuya con suavidad, aunque con ese tono firme que usaba cuando había que poner límites—. Debemos irnos pronto. Jugarás en casa.
El pequeño frunció el ceño y bajó la mirada, aferrando aún más fuerte la figura de su dragón de juguete.
—Pero Chuuya... —se quejó Dazai, cruzando los brazos y lanzando una mirada suplicante—. ¿No podemos quedarnos un rato más? Solo un poco, ¿sí?
Fumiya levantó la cabeza rápidamente y se acercó a Chuuya, con ojos grandes y brillantes.
—Por favor, papá... solo un poco más —susurró con una voz dulce que casi derretía cualquier resistencia.
Chuuya suspiró, cediendo un poco ante la ternura del niño.
—Está bien, cinco minutos más —aceptó, acariciándole el cabello a su cachorro.
Así pasaron gran parte de la mañana y parte de la tarde.
El sol estaba alto y cálido, filtrándose suavemente a través de las hojas de los árboles que bordeaban el pequeño patio de los apartamentos de la agencia.
Allí, en ese espacio íntimo y sencillo, Fumiya jugaba con Dazai. Los dos estaban rodeados de una variedad de juguetes, mientras reían y compartían momentos de una complicidad única.
Dazai hacía volar aviones de juguete y empujaba los carritos en una pista improvisada que dibujaron en el suelo, sacando risas genuinas del pequeño.
Fumiya, lleno de energía y alegría, corría tras las pelotas y lanzaba con entusiasmo los juguetes, disfrutando cada instante.
Desde sus cuartos, algunos miembros de la agencia, al escuchar las risas y ver el movimiento en el patio, salieron al balcón para contemplar la escena. La visión de Dazai jugando con un niño tan pequeño era tan inesperada como encantadora, y varios intercambiaron miradas sorprendidas y sonrisas cómplices.
Por fin conocían al tan mencionado Fumiya Nakahara.
Mientras tanto, Akutagawa y Chuuya se mantenían recargados en un automóvil negro, estacionado discretamente cerca, el mismo con el que habían llegado Atsushi y Akutagawa la noche anterior. Los dos observaban la escena con expresiones tranquilas.
Después de un buen rato de observar a Dazai y Fumiya, Atsushi, quien se había quedado sentado fuera del apartamento, con la pequeña Kyoka acompañándolo, decidió finalmente unirse al dúo afuera.
Fue atraído no solo por la calidez del momento, sino también por un pequeño cochecito de color rojo brillante que rodaba cerca de Fumiya.
Recordó que, de niño, nunca había tenido juguetes propios; ese pequeño coche rojo le derritió el corazón de manera inesperada.
Sin pensarlo mucho, Atsushi se acercó tímidamente y, notando su interés, Fumiya sonrió y le permitió jugar con el coche junto a él.
Los dos se sentaron en el césped, pasando el cochecito entre risas y juegos improvisados, mientras Dazai les observaba con una sonrisa orgullosa.
En ese instante, el patio se llenó de una atmósfera cálida y tranquila, donde las barreras entre adultos y niños se desvanecían, y lo único que importaba era la alegría compartida.
—Gracias... —murmuró Chuuya, recargándose con suavidad en el hombro de Akutagawa, su voz baja y cargada de un dejo de vulnerabilidad que rara vez mostraba.
Akutagawa alzó una ceja, claramente sorprendido por ese gesto inusual.
—¿Por qué? —preguntó con un tono curioso pero firme.
Chuuya suspiró, evitando la mirada directa y mirando hacia el pequeño patio donde Dazai cargaba a Fumiya mientras Atsushi recogía cuidadosamente los juguetes esparcidos.
—Por cuidar a Fumiya anoche... —respondió, su voz tenue.
Akutagawa negó con la cabeza, casi como si reprimiera una sonrisa irónica.
—Estabas en celo... Alguien tenía que cuidarte y cuidar de Fumiya—comentó, haciendo una pausa y luego preguntando con cierto tacto. — ¿Tú y él...?
Chuuya cerró los ojos un momento, instintivamente llevando una mano a su vientre.
—No lo sé —respondió con una pequeña sonrisa—. Pero verlos así... me da esperanzas.
Desde el coche de Chuuya, que estaba estacionado justo detrás del de Akutagawa, se podía ver una bolsa de farmacia sobre el asiento trasero, con una cajita de pastillas aún sin abrir.
Chuuya respiró hondo y continuó:
—¿Tú crees que sea una buena idea volver con él? ¿Aún cuando nunca tuvimos nada serio?
Akutagawa lo miró, sus ojos grises fijándose con intensidad en el omega frente a él.
—¿Nada serio? Chuuya... tienen un hijo en común, uno bastante caprichoso, por cierto —dijo con una leve sonrisa ladeada, que mezclaba sarcasmo y sinceridad.
Chuuya frunció el ceño, cruzando los brazos.
—Oye... es mi hijo de quien hablas —replicó con tono medio molesto, medio protector.
Akutagawa suspiró y suavizó su expresión.
—Lo sé, solo por eso lo tolero —murmuró con una sonrisa un poco más cálida—. Pero a lo que voy es que... tienes un hijo con Dazai. ¿Cómo no vas a tener una relación seria con él?
Chuuya volvió a mirar hacia el patio.
—Tal vez... es hora de que eso cambie.
Akutagawa pasó una mano con suavidad por encima de los hombros de Chuuya, un gesto raro en él pero cargado de significado.
—Hagas lo que hagas... te apoyo —dijo con voz firme pero cálida, sin dejar espacio para dudas.
Chuuya, con una sonrisa que mezclaba gratitud y un leve alivio, miró a Akutagawa a los ojos.
—Eres un buen chico, Akutagawa —respondió, sincero, dejando que por un instante las barreras se derrumbaran.
—Fumiya... despídete de Atsushi, nos vamos —dijo Dazai con una sonrisa relajada, bajando a su cachorro con cuidado para que pudiera recoger la pequeña bolsa donde guardaba sus juguetes y pertenencias dentro del modesto apartamento.
Fumiya miró la bolsa con ojos brillantes, todavía sin entender del todo las conversaciones complejas de los adultos, pero consciente de que era hora de partir.
Mientras tanto, Dazai observó de reojo a Akutagawa y Chuuya, quienes se encontraban abrazados junto a los autos estacionados. Una sonrisa ligera apareció en sus labios, aunque en su interior una pequeña punzada de molestia le recordó que no le gustaba que alguien más se acercara tanto a Chuuya. Ignoró ese sentimiento y apartó la mirada.
Atsushi, sentado en un escalón cercano, también miraba en dirección a Akutagawa y Chuuya, pero estaba claro que su atención se centraba más en el azabache.
Atsushi le susurró a Dazai cuando el alfa se acercó:
—Te gusta...
Dazai levantó una ceja y le devolvió la mirada con la calma de quien sabe que no puede negarlo.
—Es el papá de mi hijo. Claro que me gusta, Atsushi —respondió con naturalidad, sin apartar los ojos de Chuuya.
Atsushi sonrió de medio lado, su voz bajó un poco más.
—Es un omega precioso y tienes un hijo encantador.
Dazai, con un gesto de sorpresa, giró la cabeza para mirarlo fijamente.
Atsushi suspiró, y con calma extendió la bolsa a Fumiya, que se acercó curioso y la tomó entre sus manos pequeñas.
El niño no entendía el intercambio entre los adultos, pero su mirada se movía entre ellos con una inocencia pura.
—Dazai-san... si Chuuya le gusta... ¿por qué no se queda con él? —preguntó Atsushi con sinceridad, su voz apenas un susurro, como si temiera romper algo frágil en el aire.
Dazai bajó la mirada hasta donde estaba Atsushi, tomando distraídamente la mano de Fumiya.
Entonces, Fumiya alzó la cabeza y miró fijamente a Dazai, con un brillo de sorpresa en su voz infantil:
—Touchan... ¿te gusta mi papá? —preguntó, sin entender del todo la complejidad de la situación, pero con esa honestidad pura que solo un niño puede tener.
Dazai sonrió, sintiendo cómo el peso de sus dudas se hacía un poco más ligero con esa pregunta sencilla, tan directa como un rayo de sol en medio de la tormenta.
—Sí, Fumiya —respondió con ternura—. Tu papá es muy especial para mí.
Atsushi observó la escena con una suave sonrisa, mientras Chuuya, apoyado en Akutagawa, miraba hacia ellos con un gesto que mezclaba esperanza y miedo.
En ese instante, todo parecía posible.
Todo parecía posible.
Y Atsushi lo deseaba así con toda el alma.
Porque si Dazai y Chuuya, una pareja formada por dos almas de organizaciones enemigas, habían logrado tener un hijo y podían mantenerse juntos, aunque fuera a su manera, no parecía tan descabellado pensar que Akutagawa y Atsushi pudieran también encontrar su camino para estar juntos.
Quizás el mundo no era tan rígido ni cruel como a veces parecía.
Quizás, incluso en las sombras más densas, podía florecer una rosa..
Mientras el sol seguía cayendo suavemente sobre el pequeño patio, Atsushi cerró los ojos un momento, dejando que esa esperanza le llenara el pecho.
No importaba el pasado, ni las heridas, ni las diferencias.
Lo que importaba era el futuro que podían construir.
Y él quería ser parte de eso.
Fumiya, con sus mejillas sonrosadas por el juego y la emoción del día, fue cuidadosamente colocado en su silla de seguridad dentro del auto de Chuuya.
Sus pequeñas manos se aferraban al peluche que le había regalado Dazai.
Dazai, con manos firmes y delicadas, ajustaba el cinturón del niño, asegurándose de que todo estuviera perfecto. Su rostro, sin embargo, estaba serio, como si la alegría del momento se enfrentara con un peso invisible.
Akutagawa ya se había ido hacía rato, desapareciendo en la sombra del atardecer sin mirar atrás.
Atsushi se había ofrecido a llevarlo, pero el pelinegro solo lo ignoró.
Kyoka, quien durante todo ese tiempo había permanecido en silencio y a distancia, se acercó finalmente para despedirse. Con una sonrisa suave y una mano levantada en señal de adiós, miró hacia Chuuya y Fumiya, quienes devolvían el gesto desde el auto.
La quietud se quebró cuando Chuuya, sentándose en el asiento del piloto, rompió el silencio:
—¿Conduzco yo? —preguntó con una sonrisa genuina.
Antes de que el auto arrancara, Dazai se inclinó hacia Fumiya y le dejó un beso en la frente, un beso cargado de cariño y tristeza. Cerró la puerta trasera sin decir nada, dejando escapar un suspiro contenido.
—Tu conduces... —dijo con voz baja, como si temiera que sus palabras pudieran romper algo más.
Chuuya sonrió divertido, aunque sus ojos reflejaban algo de preocupación.
—Oh... está bien, porque la verdad no confío en ti en el volante —bromeó, acomodándose en su asiento, esperando que Dazai subiera.
Pero Dazai no hizo ningún movimiento para entrar al auto. Retrocedió lentamente, apartándose y dándole espacio para que arrancara. Se quedó de pie, mirando al horizonte, con los puños apretados a los costados.
Chuuya frunció el ceño, su sonrisa desapareciendo.
—¿Dazai...? ¿Te subes? —preguntó con tono insistente, la preocupación creciendo en su voz.
Dazai no respondió.
Atsushi y Kyoka, que habían quedado paralizados, intercambiaron miradas desconcertadas. Kyoka fue la primera en reaccionar.
—¿Qué pasa con él? ¿No se irá con ellos? —preguntó en voz baja.
—No lo sé... —respondió Atsushi, la preocupación nublando su mirada.
El aire se había vuelto pesado, como si las palabras que flotaban entre ellos cargaran más que solo significado, sino también heridas abiertas y silencios que dolían más que cualquier discusión.
Dazai se quedó firme, sus ojos oscuros clavados en Chuuya, su voz baja y llena de determinación.
— Me quedare aquí.
—¿Por qué? Vamos, Dazai se hará tarde...vamos a casa
—No, Chuuya. Yo no tengo nada que hacer en tu casa.
Chuuya frunció el ceño, sus labios se curvaron en una mueca desafiante.
—¿Esa es tu última palabra? ¿No me vas a acompañar? ¿Que hay de mí? ¿Que hay de Fumiya?
—¿Fumiya? —Dazai sonrió con una mueca llena de ironía—. Fumiya es tu hijo. No es mío.
Un silencio incómodo siguió a esa declaración, donde cada palabra parecía pesar toneladas.
Sin pensarlo dos veces, levantó su mano y alzó el dedo del medio con toda la intención del mundo, apuntándolo directamente a Dazai.
—Vete al infierno, entonces —escupió con una mezcla de ira y dolor, su voz resonando fuerte en el aire frío de la tarde.
El gesto rompió el último hilo de calma que quedaba, y por un momento ambos se quedaron mirándose, el resentimiento y el amor entrelazados en un combate silencioso.
Fumiya, desde el asiento trasero, miraba entre sus padres con ojos grandes, confundido, sin comprender del todo la gravedad del momento, solo sintiendo la tensión que llenaba el espacio.
Chuuya respiró hondo, bajando lentamente la mano y girándose hacia el volante, mientras Dazai se quedó parado, inmóvil.
El motor del auto rugió con fuerza al encenderse.
Las ventanas se elevaron lentamente, como un muro que comenzaba a separarlos.
Chuuya apretó el volante con fuerza, los nudillos blancos, mientras sus ojos se clavaban en el parabrisas, evitando mirar a su costado.
Con un giro firme, el auto arrancó, dejando atrás a Dazai, quien quedó parado, solo, con el eco de las palabras y el gesto aún resonando en su mente.
El vehículo desapareció lentamente entre las sombras del atardecer, y en el aire quedó suspendida la sensación amarga de una distancia que parecía imposible de acortar.
Atsushi se acercó con cautela, dando un paso firme pero suave hacia Dazai, y le tocó el hombro con una mano tranquila.
—¿Dazai-san? —preguntó con voz baja.
Dazai giró lentamente para mirarlo, sus ojos oscuros con una chispa de cansancio, y alzó ambos brazos en un estiramiento exagerado, soltando un profundo suspiro.
—Ay... qué bueno que se fue, ¿no, Atsushi? —dijo con una sonrisa forzada, intentando alivianar el ambiente—. ¡Fumiya es bastante molesto cuando no juegan con él!
Atsushi arqueó una ceja, no del todo convencido por el intento de Dazai de aparentar indiferencia.
—¿Seguro que estás bien? —preguntó, su tono amable y preocupado.
Dazai sacudió la cabeza y se echó hacia atrás.
—Nada que un poco de silencio no pueda arreglar —respondió.
Dazai le dio un pequeño guiño antes de alejarse.
Pero nada estaba bien en Dazai.
La calma que mostraba era solo una frágil coraza, un hilo que amenazaba romperse en cualquier instante, dejando al descubierto el abismo de terror que lo consumía por dentro.
¿Por qué no se subió al auto con Chuuya?
¿Por qué no se fue con su hijo?
¿Por qué le había hecho creer a Chuuya, en su propio hogar, que cambiaría?
¿Por qué le había prometido estar juntos a partir de ahora, solo para romper esa promesa en el mismo instante?
¿Por qué no estaba ayudando a criar a Fumiya como había jurado?
Porque había un maldito tirador.
Un asesino frío y despiadado.
En uno de los edificios frente al condominio donde vivían.
Allí, al aire libre.
Sin ningún lugar donde esconderse.
Un láser rojo.
Un maldito láser rojo.
Sólo Dazai había visto ese punto punzante, ese brillo infernal que le apuntaba directo a la frente.
La presión en su pecho era insoportable.
El mundo pareció detenerse cuando llegó la hora de irse al apartamento con Chuuya.
Porque el láser no estaba más en él.
Se había movido.
Se había posado, como una condena, sobre la cabeza de Fumiya.
Su propio hijo.
El pequeño.
El que apenas empezaba a descubrir el mundo.
El que confiaba ciegamente en él.
La rabia, el miedo y la desesperación se mezclaron en un torbellino que amenazaba consumirlo.
Sus manos temblaron, sus piernas se negaron a moverse.
El futuro que había empezado a imaginarse se desvanecía en la oscuridad de ese instante.
Y en ese momento, supo que la única forma de protegerlos era hacerlo todo solo.
Porque si caía, caerían todos.
Porque si flaqueaba, perdería lo único que realmente amaba.
Un grito ahogado quedó atrapado en su garganta. Mientras, a lo lejos, la ciudad seguía su ritmo, ajena a la tragedia que se cocinaba bajo su piel.
Y no podía decirle eso a Chuuya.
—Fumiya... vamos —dijo Chuuya con voz suave, tomando la mano del cachorro con firmeza mientras comenzaban a caminar por el amplio estacionamiento del edificio donde vivían.
El aire fresco de la tarde se mezclaba con el leve murmullo de la ciudad, pero para Chuuya todo parecía haberse detenido en el instante en qué Dazai se negó a acompañarlos.
Sin embargo, Fumiya no tenía ninguna intención de avanzar.
Se detuvo en seco, su carita mostrando una mezcla de confusión y tristeza.
Con voz temblorosa y ojos grandes que parecían buscar respuestas en el aire, preguntó:
—¿Papa... dónde está tō-chan?
Chuuya se detuvo.
—Esta aquí, Fumiya...yo soy tu único padre—respondió, intentando infundir calma en su voz.
Fumiya frunció el ceño, como si no entendiera del todo, y sus ojos empezaron a llenarse de lágrimas contenidas.
—¿Pero y Dazai...? —susurró—. ¿Dazai no es mi tō-chan...?
Chuuya respiró hondo, sintiendo el nudo en su garganta.
Fumiya apretó sus labios y asintió lentamente cuando no recibió respuesta, aunque todavía con la incertidumbre en su mirada.
—Vamos, ahora —susurró Chuuya—. Hay que ir a casa.
El pequeño se acercó un poco más, buscando un abrazo y seguridad que sólo Chuuya podía brindarle.
Sin poder contener más el nudo que tenía en la garganta, comenzó a llorar.
Las lágrimas de Fumiya brotaron en cuanto los brazos cálidos de Chuuya lo rodearon.
Ahí, en medio del estacionamiento, bajo la luz tenue de las farolas, el llanto del niño se libero. En el elevador, las lágrimas seguían rodando por las mejillas de ambos, padre e hijo aferrándose el uno al otro, buscando consuelo en su mutua vulnerabilidad.
Dentro del apartamento, las lágrimas no cesaron.
Chuuya y Fumiya lloraron juntos, una y otra vez, liberando el dolor contenido, el miedo y la tristeza que se habían acumulado con el tiempo.
Lloraron porque Dazai ya no los acompañaría.
Lloraron porque ambos habían creído, con toda su esperanza y amor, que Dazai podría ser un padre.
Lloraron porque extrañarían a Dazai.
Pero mientras Fumiya lloraba por la pérdida tangible del padre que tanto deseo tener, por la ausencia que sentía con cada sollozo, Chuuya lloraba por su propio dolor y, también, por el dolor de su hijo.
Lloraba por la impotencia, por el miedo y por la angustia de cargar con un amor incompleto, roto y aún así inquebrantable que estaba dirigido únicamente a Dazai.
Lloraron por días.
Cachorro y omega, eran todos unos dramáticos.
Y Kouyou tenía que observar la misma escena, con una mezcla de escepticismo y ligera irritación que no podía ocultar.
No podía evitar pensar que el omega y el cachorro estaban haciendo un drama enorme por algo que, para ella, no era tan terrible.
Con voz seca y un dejo de sarcasmo, intentó interrumpir ese mar de lágrimas y sollozos.
—Vamos, Chuuya... anímate, Dazai no te convenía—dijo, cruzándose de brazos y mirando fijamente al omega.
Chuuya la miró con ojos brillantes de frustración y sin pensarlo dos veces lanzó:
— ¡Me dejó! ¡Otra vez! ¡Con mi cachorro!
Fumiya, sentado en el suelo junto a su padre, asintió enérgicamente una y otra vez, sus pequeñas manos moviéndose en señal de acuerdo.
—Sí, ¡Tō-chan nos dejó! —añadió con voz entrecortada—. ¡Y no me gusta!
Kouyou suspiró, resignada pero sin perder su expresión seria.
—Vale, vale... lo entiendo —dijo, encogiéndose ligeramente de hombros—. Pero no sirve de nada llorar así. A veces la vida es un desastre, y tienen que seguir adelante.
Chuuya la miró con una mezcla de incredulidad y cansancio.
—¿Tú entiendes algo de lo que estamos pasando? —preguntó, con un dejo de reproche.
Kouyou simplemente alzó una ceja y respondió con la misma franqueza que siempre.
—No. Pero sé que esto no es el fin del mundo.
Fumiya se encogió de hombros, aún con los ojos húmedos, pero asintiendo lentamente.
—¿Papa? ¿Qué hacemos ahora? —preguntó, mirando a su papá y luego a Kouyou, buscando una respuesta que le devolviera la esperanza.
Kouyou esbozó una sonrisa leve y por primera vez suavizó un poco su tono.
—Nos levantamos, sacudimos el polvo y seguimos caminando.
spicyramen5 on Chapter 3 Sat 19 Jul 2025 07:36AM UTC
Comment Actions
SponchaN3 on Chapter 5 Sun 20 Jul 2025 04:22PM UTC
Comment Actions
SponchaN3 on Chapter 5 Sun 20 Jul 2025 04:22PM UTC
Comment Actions
SabrinaViva on Chapter 6 Tue 22 Jul 2025 02:17PM UTC
Comment Actions
SponchaN3 on Chapter 8 Tue 22 Jul 2025 02:54AM UTC
Comment Actions
Elisselil on Chapter 8 Tue 22 Jul 2025 03:58AM UTC
Comment Actions
SponchaN3 on Chapter 11 Tue 22 Jul 2025 10:32PM UTC
Comment Actions
Axi_m on Chapter 11 Wed 23 Jul 2025 08:42AM UTC
Comment Actions
noalu03 on Chapter 13 Sat 02 Aug 2025 08:04PM UTC
Comment Actions
SketchyLimp on Chapter 13 Sun 03 Aug 2025 01:57AM UTC
Comment Actions