Actions

Work Header

Te habría esperado (y vos a mí)

Summary:

La fiesta había sido muy discreta, con poquísimos invitados. Sobre la torta rogel una velita azul y blanca sostenía una llama temblorosa. A su lado, una frase en cursiva hecha con dulce de leche rezaba: “¡Feliz cumpleaños Leito! ¡Por un nuevo inicio!

Antes de soplar, tocaban los deseos. No hacían falta tres, Leo solo quería uno.

Me gustaría poder vivirlo todo de nuevo.


Llega el día temido pero inevitable, y Lionel Messi decide retirarse. A pesar de disimularlo como mejor puede, la realidad es otra: no le sentaba nada bien colgar los botines. Crónica de un Messi cansado, triste y nostalgico, en su búsqueda de consuelo. Un consuelo que, eventualmente, va a encontrar, gracias a alguien.

Chapter 1: Ojalá fuéramos eternos.

Notes:

Buenas! Para entrar en contexto: este es un mundo donde Leo nunca se casó ni tuvo hijos, y terminó su carrera poco tiempo después de ganar el mundial. El Kun ya está retirado, como en la realidad. Tiene a su hijo Benja, pero no tiene novia.

La historia está ambientada en el presente, pero tiene flashbacks recurrentes que cuentan distintos episodios a lo largo de todos los años de amistad entre Leo y el Kun. Está cargada con descripciones (porque me gusta escribir detalles jujuju) pero también tiene una cantidad significativa de diálogo. No tengo una longitud en mente planeada, será lo que será. Suerte, soldados, y aguante Argentina carajo.

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

Los inviernos en Rosario eran duros de transitar, incluso para quienes se declaraban amantes pérfidos de la estación gris. El frío punzante enrojecía las mejillas y adormecía las extremidades que quedaban al descubierto. Las calles se oscurecían a media tarde, dando paso a un cielo opaco, donde la luna permanecía ausente. El silencio envolvía la ciudad en una niebla de quietud. El tiempo se detenía: el mundo parecía contener la respiración en instantes que se hacían eternos… hasta que finalmente se escuchaba el croar de algún sapo, el repiqueteo de gotas de agua, alguna bocina lejana o sirena de bomberos que arrancaban al espectador de la dimensión de los sueños, para devolverlo a una realidad difícilmente llevadera. 

 

En el Parque Independencia la bruma comenzaba a llenar los espacios. Una fría ventisca azotaba las palmeras, que balanceaban los tallos en un vaivén rítmico. La temperatura rondaba los diecisiete grados, que se sentían hasta los huesos. Las cinco de la tarde traían consigo la despedida de un sol invernal, un sol indiferente, distante, que se retiraba todos los días sin decir adiós. Los faroles titilantes se perdían en la distancia, como un collar de perlas luminoso. 

Los pocos transeúntes que rondaban las inmediaciones del Estadio Marcelo Bielsa hundían sus narices en bufandas coloreadas y cuellos de lana. A paso rápido, atravesaban pisos de concreto agrietados por los años, intentando calentar sus manos entumecidas por la helada dentro de sus bolsillos, cada uno de ellos sumergido en su propio revoltijo de pensamientos. 

 

Ningún peatón notó la camioneta Mercedes-Benz estacionada frente al ingreso principal del estadio, ni al hombre dentro de ella, que observaba el edificio frente a él con añoranza. 

El pigmento rojinegro del estadio resaltaba en medio de la vegetación. Los reflectores seguían encendidos, y las gradas vacías proyectaban una enorme sombra sobre el terreno circunstante. El césped húmedo se veía perfecto; las líneas blancas, nítidas y precisas.  

Habían pasado muchos años, sí. Quizás tantos, que los recuerdos habían perdido color, textura, olor. Pero los sentimientos aún seguían allí, latentes, como el primer día. 

 

Es como si nunca me hubiese ido” pensó el hombre, taciturno. 

 


 

Leo recordó muchas veces aquella visita al estadio de Newell’s. Difícilmente conseguiría una ocasión mejor que esa para curiosear por aquella zona: había sido un milagro que nadie reconociera el auto en el que iba. Era un poco extenuante, pensaba a veces, no poder disfrutar de estar solo en una vereda, en un banco en la plaza o tirado bajo la sombra de los cipreses en algún callejón de Barcelona. 

 

Soñó muchas veces con regresar al estadio que lo había visto crecer, pero el Lionel Messi de 13 años nunca habría imaginado los obstáculos que habría tenido que atravesar, años después, para poder regresar al club de su infancia en soledad, y sin ser espiado o acosado por multitudes que agitaban sus cámaras frente a él. Consiguió hacerlo durante esa tarde invernal, por casualidad, como un regalo del cielo, y consideró oportuno vivir del recuerdo. 

 

Vivió aquellos días en Rosario con una melancólica lentitud. Había regresado a Argentina en junio, unas semanas antes de anunciar su retiro, para visitar a su familia y celebrar su cumpleaños. Solo sus parientes inmediatos habían sido informados de la noticia que pronto figuraría en todas las primeras planas del país. Por lo menos allí, entre los suyos, no debía preocuparse por pretender. No era necesario disimular la cara larga. 

 

La fiesta había sido muy discreta, con poquísimos invitados. Sobre la torta rogel una velita azul y blanca sostenía una llama temblorosa. A su lado, una frase en cursiva hecha con dulce de leche rezaba: ¡Feliz cumpleaños Leito! ¡Por un nuevo inicio!

Antes de soplar, tocaban los deseos. No hacían falta tres, Leo solo quería uno. 

 

“Me gustaría poder vivirlo todo de nuevo.”

 


 

Lionel Andrés Messi se retiró oficialmente del fútbol profesional un día de invierno, a mediados de julio. Los tributos fueron miles, los gracias, infinitos. Las ciudades que lo vieron pisar la pelota organizaron festejos dignos de un viernes santo. Las avenidas se poblaron de multitudes que flameaban los colores del cielo. El mundo lloraba el final de una carrera inigualable e irrepetible. Y el hombre detrás de ella correspondía al cariño de la gente como siempre lo había hecho. Con pudor, claro está, pero también con un sano orgullo. El nombre del sentimiento era alivio: la satisfacción de haberlo dado todo, de no haberse arrepentido de nada. De haber conseguido superar altibajos y, ulteriormente, de haber alcanzado el premio más deseado. No había mejor forma, afirmaban quienes lo conocían, no había mejor forma de cerrar el ciclo. Como el superhéroe de una película. 

 

La tranquilidad que Leo sentía se ocupaba maravillosamente de ocultar, en parte, una verdad muy difícil de asimilar. Una verdad que no lo dejaba dormir. 

Tirar unos años más habría estado bueno… pero las cosas se dieron de esta manera… qué se yo…” contestaba con su suavidad habitual y su media sonrisa a los periodistas que lo adulaban, durante una entrevista para un canal deportivo. 

 

La realidad era esa. En el fondo de su alma, sabía que no había nada más por hacer. El fútbol había sido su única pasión, su razón de ser, y hoy le tocaba dejarlo ir. El fútbol lo había sido todo: el día y la noche, la tierra y el cielo. La razón para despertarse por las mañanas y dormir por las noches. El aire que respiraba, la fuerza que lo empujaba, el impulso que lo llevó a correr y correr, paso tras paso, año tras año. Ahora, habiendo cruzado la línea de meta, debía abandonar su razón de vivir.

La idea daba vueltas en su cabeza, una y otra vez, pero las palabras no cobraban sentido alguno. Su mente se negaba a comprenderlo, a aceptarlo. 

 

“No hay caso”, pensaba. “Después de esto no hay nada. Sin esto, no soy nada”. 

 

Era joven aún, lo sabía. Treinta y pico de años… la vida comenzaba, apenas. 

 

Sin embargo, de alguna forma, sentía que había ya muerto. 

 

Notes:

Gracias por leer! No sé bien qué quise hacer pero esto quedó.
Aparte, no pisé Rosario en mi vida, así que perdonen cualquier imprecisión! Traté de describirlo como pude.
Un besito a todos :=)

PD.: el Kun aparece pronto, no desesperen.

Chapter 2: Un camino desdibujado.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Los meses posteriores al anuncio de su retiro los transitó sin pena ni gloria. La noticia había causado el revuelo esperado, pero, con el pasar de las semanas, las aguas se habían calmado. 

Para Leo, el cambio profundo de rutina había sido desalentador. La cotidianidad era otra. El tiempo cobraba otra escala: su vida ya no se medía como de antaño. Los días no se dividían en entrenamientos, ni las semanas en partidos. Los años no eran definidos por temporadas ni torneos. El mundial ya no marcaba el temible paso del tiempo como una vez lo había hecho: había sido la cuenta regresiva, el recordatorio de que sus años como profesional estaban contados y, ahora, se había transformado en un evento cuatrienal que no lo involucraba como partícipe en absoluto. 

La idea que rondaba su inconsciente y elegía fastidiarlo durante sus horas más vulnerables era esa: él ya no era necesario. Así eran los hechos: la vida seguía, aún sin él. 

 

Los fragmentos del mundo que había abandonado se hacían notar por su ausencia. 

Las lesiones ya no eran una pesadilla recurrente. Visitar los vestuarios de su club, hoy por hoy, sería una particularidad, cuando, en su momento, había sido rutinario. La dieta que había seguido a rajatabla los últimos 25 años se mostraba, de la noche a la mañana, irrelevante. El mundo ya no se acababa si comía cinco medialunas con dulce de leche. Tampoco si se tomaba el atrevimiento de repetir el plato de fideos. Ya no importaba si cantaba el himno o corría en la cancha. Ya no importaba si hacía el Topo Gigio frente a un estadio lleno o rezongaba de aburrimiento en algún evento. 

Ya no había asistentes de imagen, inspectores o managers que lo engatusaran en compromisos por su rendimiento: las exigencias que el mundo ponía sobre sus hombros parecían haberse evaporado en el aire. Los ojos del mundo se habían volteado. Y Leo se había quedado solo.  

 

El día a día ya no olía césped podado; no había botines embarrados ni camisetas sudorosas. No había bebidas energéticas ni baños de hielo ni sesiones de fisioterapia. No había risas atenuadas por el sonido de las duchas, ni toallas esparcidas por el suelo. No había victoria que festejar ni derrota que resentir. No había himnos, ni canticos, ni silbidos. No había banderas, ni escudos, ni estrellas. No había fútbol. No había nada. 

 

Se sentía como despertar una mañana, ojos abiertos de par en par hacia el cielo azul, y encontrarse en una isla desierta. Indefenso, estupefacto , perdido.  

El futuro, que una vez supo ser nítido y tangible, era ahora comparable a una tormenta de arena vista a lo lejos. No pueden discernirse formas ni distinguirse el contorno del horizonte: solo se ve un tornado gigantesco, sin principio ni fin, que se acerca cada vez más rápidamente, envolviendo todo a su paso. Leo se sentía, por primera vez, completamente desorientado: lo asustaba enfrentar el temporal, pero se sentía incapaz de huir de él. 

 

“Un plan”, pensaba. “Pensar en algo, cualquier cosa. Tengo que buscarme algo que hacer. Si no, me voy a volver loco.” concluyó con un suspiro. 

 

Esos meses se asemejaron, más que nada, a un sueño febril. Leo recordaba imágenes arbitrarias: responder tediosamente las mismas preguntas en diversas ruedas de prensa… ver su nombre en las noticias de TN… encontrar su cara en primera plana del Clarín de los miércoles… tomar un vuelo… luego otro… responder… asentir… firmar papeles… renegociar… responder… sí… no… yo qué sé … dormir, despertar, comenzar otra vez… 

Firmado aquello que debía firmarse, establecido aquello que debía establecerse, Lionel Messi tenía, en el mejor sentido de la palabra, vía libre . Por vez primera, no tenía atadura alguna; dependía de él decidir el siguiente paso, y eso lo aterrorizaba. 

Tampoco era como si nunca hubiese pensado en su futuro, no. Lo había planeado incluso durante su mejor momento profesional, aunque vagamente, siempre sintiendo que aún quedaba suficiente tiempo antes de que ese “futuro” tocara su puerta. Hoy por hoy, el momento había llegado. Y llegó como una trompada en la cara, más que como un golpeteo a la puerta. 

 

En medio del caos burocrático y la explosión mediática que orbitaron alrededor de él durante ese período, Leo había tenido mucho tiempo que dedicar a la reflexión: recapitular su vida (la cual, fútbol excluido, tenía vergonzosamente pocos acontecimientos que remarcar, concluyó). 

Descubrió que se arrepentía, en gran parte, de nunca haber sentado cabeza: le bastaba observar las vidas que ahora llevaban sus distintos ex compañeros para notar un sentimiento de carencia en su interior. 

Ney, Geri y Cesc eran padres. Incluso Luis lo era también, y al verlo, Leo no podía evitar envidiarlo. Su amigo podía dedicar sus mañanas a vestir a su pibe, peinarlo y enviarlo al colegio. Podía jugar con él a la pelota, coleccionar figuritas, mostrarle películas, comprarle juguetes, llevarlo a la cancha, enseñarle a cebar mate o a jugar al truco uruguayo (Leo nunca había entendido como mierda jugar, por cierto). Podía retarlo, felicitarlo, consentirlo, defenderlo; discutir, preocuparse, reír, llorar. Podía abrazarlo y comerlo a besos. Podía celebrar su cumpleaños y presumirlo al mundo. 

Podía amar y ser amado, porque ser padre no tenía fecha de vencimiento (a diferencia de otras cosas, pensaba el argentino). 

La exclusividad de ese vínculo era motivo de orgullo, esperanza y profundo afecto para quien había tenido el placer de ser padre. No hacía falta serlo para saber que el amor de un hijo ataba el cielo a la tierra y movía las estrellas del firmamento. 

Pero no, Leo no. Leo no había tenido el placer. 

 

Su análisis terminó allí, con el siguiente veredicto: estaba muy solo. No era la soledad benigna, la que todo el mundo merece disfrutar de tanto en tanto, sino aquella que se necesita evitar a toda costa. La soledad austera de quienes dejan de añorar la compañía de otros y se hunden en su propio pozo. La soledad de quien no conoce otra forma de vivir que no sea esa. 

Estos pensamientos rondaron su mente durante varios días. Se encontraba en París por aquellas semanas, todavía firmando papeles y organizando la mudanza. Ahora ya nada lo ataba a esa ciudad y, para ser honesto, Leo jamás había conseguido acostumbrarse a ella (no había croissant alguno que compensara la falta de facturas de membrillo). Esperaba poder vaciar su departamento a tiempo, empacar su set matero y subirse al primer avión disponible hacia algún lado, cualquier lado. 

Su familia le escribía a diario; era siempre bienvenido a regresar a su hogar, aunque fuese por unos días. Su padre lo había acompañado en el proceso legal por su retiro, pero ahora se encontraba en alguna parte de Estados Unidos negociando con un posible sponsor. Su madre, por otra parte, lo esperaba con los brazos abiertos. Sin embargo, el mundo era muy grande.

 

“Quién sabe” pensó, “ tal vez en la Antártida se viva bien. No necesito visa, y puedo jugar a los pases con los pingüinos. Ya fue ”.  

 


 

Ocurrió exactamente mientras desayunaba. Esa mañana Leo se disponía a terminar los preparativos y visitar Rosario apenas su asistente consiguiese un vuelo (tendría que posponer la visita a los pingüinos, al menos por el momento). Mientras cebaba el mate amargo, oyó su teléfono sonar. Levantó el celular mientras sorbía por la bombilla.

 

La madre del Kun lo llamaba. Qué raro, pensó. La última vez que había hablado con Adriana había sido por el cumpleaños de su amigo. Atendió. 

 

Adri, qué hacé! 

 

Leito, querido, escuchame. Todavía no salió en las noticias pero es mejor decírtelo ahora que estamos acá en el hospital. Sergio tuvo un infarto, Leo. Está muy grave. 

 

Notes:

Hago estas cosas a las 4 de la mañana sepan disculpar. Hace años que no escribo nada, estoy un poco oxidada.
Besitos a mis hermanas :=)

Chapter 3: Daría todo.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

“La concha de la lora".

 

El ala del avión temblaba levemente con la brisa. Amanecía. Un rojo anaranjado pintaba el cielo, mientras las nubes reflejaban el blancor resplandeciente de un nuevo día. 

 

“La re concha de la lora”. 

 

Leo había elegido el asiento de la ventanilla. Mirar hacia afuera era la distracción que había encontrado. Llevaba horas repiqueteando los dedos sobre el apoyabrazos, moviendo los pies de un lado a otro, observando la hora estimada de arribo en la pantalla táctil. Los segundos eran eternos, los minutos parecían tardar el doble a medida que avanzaban. 

 

No llegamos más”. 

 

No le gustaban las películas, no podía leer libros. Se limitó a posar su mirada sobre el manto nebuloso que cubría el terreno que estaban sobrevolando, pero pronto comprendió que era inútil acallar los pensamientos que lo torturaban. Desesperado, cerró los ojos. Solo se le ocurrió rezar. “Cuidalo, Señor. Por favor, que esté todo bien. Por favor. Prometo no volver a pedir nunca más nada. Prometo vivir agradecido”.

Su boca moldeó las palabras de su oración, pero sin emitir sonido alguno. Repitió su plegaria muda una y otra vez, esperando que alcanzara el cielo con más intensidad. Repitió su plegaria muda hasta que su mandíbula dolía y sus ojos se humedecieron bajo sus párpados. 

 

El molesto zumbido de la aeronave había desaparecido. Leo solo oía esas palabras que su memoria le susurraba hace horas.  

“Sergio tuvo un infarto, Leo. Está muy grave. Ayer a la mañana comenzó a sentirse mal, le dolía el pecho y nos decía que estaba mareado… Tratamos de convencerlo de que fuera al hospital pero no quiso saber nada… a la tarde comenzó a faltarle el aire, y se desmayó. Lo llevamos de urgencia. Fue una complicación que derivó de la arritmia, dijeron… lo tienen en coma inducido, pero estamos muy asustados.” — Leo oyó un sollozo del otro lado de la línea — “ No sabemos qué hacer… nos dijeron que está estable, por lo menos. Ahora lo único que se puede hacer es esperar, pero desde ayer que no dormimos… es una pesadilla, Leito, no tenés idea… lo tienen enchufado a mil cables… los periodistas están en la entrada del hospital, cerraron la calle… hay camionetas de noticias enfrente del edificio, no nos dejan en paz. Esta gente no tiene respeto por nada, querido, por nada. Mi nene hermoso, mi tesoro… se desmayó enfrente mío, Leo, enfrente mío.

 

Abrió los ojos cuando una azafata de largas uñas rojas le ofreció un vaso de agua. Eran las 7 de la mañana. En cualquier momento el piloto anunciaría el inicio del descenso, pero Leo no podía mantenerse quieto. 

 

El llamado de la madre del Kun había hecho sonar todas sus alarmas. El timbre de su voz, la angustia en su llanto, la alteración reprimida… Nada bueno, nada. Tampoco era buena señal no haber recibido novedades hasta ahora. Leo había intentado llamar de nuevo antes de embarcar, pero no hubo caso. Buscó con desesperación algún sitio web de noticias que le diera alguna certeza sobre el estado de su amigo. No hizo falta indagar demasiado: todos los diarios y noticieros importantes habían dado a conocer el suceso, pero tenían aún menos información que él mismo. Agobiado por la angustia y ansiedad, atravesó las horas de vuelo que siguieron con enorme dificultad. Al encontrarse en el aire, era imposible conocer la situación: en esos momentos su amigo podría estar al borde de la muerte, y él solamente podía comer las nueces que le ofrecía la aeromoza con su carrito de comidas mientras observaba por la ventanilla. “Soy un inútil.”

 

Leo odiaba ese sentimiento: la impotencia, la inmovilidad. Ver sufrir a alguien querido, sabiendo que no podía hacer nada al respecto. Que no podía cambiar nada. Que era incapaz de influir en su destino. 

 

Y, lo peor de todo, absolutamente lo peor de todo, era pensar en la última conversación que había tenido con el Kun. 

 




El recuerdo permanecía a flor de piel. Había sido la noche antes de anunciar su retiro frente a la prensa. Lo había invitado a cenar en su departamento en Rosario, con la intención de, entre otras cosas, comentarle su decisión. 

 

A pesar de hablar casi todos los días por teléfono, no habían podido coincidir en persona en esos últimos dos o tres meses, por lo que el encuentro era aún más especial. Siendo sincero consigo mismo, Leo lo había extrañado más de la cuenta.

La transición al PSG había sido un reto gigantesco: verse obligado a dejar el club de su vida había sido uno de los golpes más duros de su carrera, algo que nunca habría imaginado vivir. Su plan una vez fue permanecer en Barcelona hasta el retiro. Hubiese matado por tener un espacio entre sus paredes por el resto de su vida (y, de no ser posible como jugador, al menos como espectador, admirador y socio). Hubiese movido cielo y tierra para tener el privilegio de vivir cada día dentro del Camp Nou, rodeado de rojo y azul. Era su hogar, después de todo. Durante su trayectoria había recibido ofertas de todo tipo y color, ofertas irreales, generosísimas, que ningún futbolista en su sano juicio pensaría en rechazar. Pero su elección fue siempre la misma, y (a día de hoy) su voluntad habría permanecido impasible, de no ser por factores externos. El Barça ante todo, el Barça ante todos . Nunca movió un pelo, nunca dudó, ni un poco. Leo conocía sus prioridades, y su deuda ante el club que lo había acogido era la primera en la lista, siempre lo había sido. Esa devoción, sin embargo, resultó no ser recíproca. Ellos dudaron de él, y lo desecharon. La paga no importaba, nunca importó. Hubiese jugado gratis, si por él fuera. Pero las cosas así se habían dado. 

En esos momentos, el Kun había estado ahí. Su apoyo fue el motor que lo llevó a seguir adelante. De no ser por él, quién sabe… , pensaba siempre Leo. 

Ahora, a punto de dejar el fútbol profesional, tener a su amigo de su lado le habría dado la fuerza necesaria para transitar la nueva oleada de críticas, opiniones y comentarios que enfrentaría en breve. En los momentos difíciles, el Kun simplificaba todo. Solo necesitaba escucharlo para calmarse. Tenía ese encanto: nunca se sabía qué pelotudez iba a soltar cuando abriera la boca, pero, fuera lo que fuera, siempre ayudaba a poner las cosas en perspectiva. Era la única presencia en su vida que se había vuelto una necesidad primaria. Sin el Kun, las cosas no iban. 

  

El timbre sonó. Leo abrió la puerta para encontrar a su amigo, sonriente. Lo saludó con un afectuoso abrazo y juntos se dirigieron hacia el comedor.

 

¿Y? ¿Qué onda, pa? ¿Cómo anda el campeón del mundo? —El Kun miró alrededor.— Che, vivís en la miseria. Acá cuento cinco muebles como mucho, chabón. Así no se puede vivir. ¿Sos el mejor de la historia y tenés miedo de pagar un sillón en cuotas?

 

Leo, al igual que muchas figuras públicas de su índole, prácticamente no vivía en ningún lugar: los meses más intensos de la temporada los pasaba en su triste domicilio parisino, con eventuales traslados hacia diversos países de Europa en caso de jugar un partido internacional, grabar algún comercial o concurrir a algún evento. Por esa misma razón, su departamento en Rosario estaba prácticamente vacío: era sorpresivo incluso contar con una mesa donde comer. Leo había preparado todo como le había sido posible: pidió milanesas a la napolitana con puré y colocó los utensilios que había encontrado olvidados en un cajón (dar con esos tenedores había sido más intenso que cualquier búsqueda del tesoro). 

 

Al entrar a la sala, el Kun se sentó en la mesa con naturalidad y encendió el televisor. 

 

Mirá boludo, está jugando el City. Al Tottenham lo deberían pasar por arriba con el plantel que tienen… Kane está lesionado, encima. 

—¿Y el Cuti en qué anda?

—Hoy no juega. Le pusieron roja la última vez. Ya van cinco tarjetas que le ponen este año. Un divino, la verdad, un osito de peluche. 

—¿Y la araña?

— En el banco. No sé en qué carajo piensa el pelado este… — Kun hizo una mueca. Guardiola no solía darle muchos minutos como titular a Julián. El único pecado del cordobés era jugar en la misma posición que Erling Haaland. Y el Kun tenía unas cuantas cosas para opinar sobre las decisiones estratégicas del técnico catalán en relación al asunto.  

 

Leo se sentó junto a él. Vieron el partido mientras comentaban las jugadas, criticaban despiadadamente las decisiones insólitas del árbitro y reían. El Kun se atragantó con la milanesa por protestar ante una falta que claramente era penal. Leo le ofreció un vaso de agua y le dio unas palmadas en la espalda mientras su amigo tosía.

 

Calmate boludo, ni que estuvieras ahí jugando.

—¿Pero qué querés que haga, boludo? Mirá al payaso que pusieron a arbitrar… qué pelotudo. 

 

El partido resultó ser muy físico. Los jugadores metían planchazos y tiraban patadas, simulaban faltas y discutían. La tensión subía a medida que el tiempo avanzaba, con el marcador aún 0 a 0. Finalmente, faltando diez minutos, Haaland logró marcar un tanto desde fuera del área. El juego finalizó con un Manchester City triunfante. El camino hacia el triunfo, sin embargo, había sido tortuoso: no había sido una victoria cómoda. El partido había estado muy parejo, disputado, con pocas situaciones de gol. El noruego había anotado con esfuerzo y, si es posible, algo de suerte. 

 

Bue, en mis tiempos jugábamos distinto, viste… — bromeó el Kun. 

 

“En mis tiempos” dice… Hace un año, nomá’… te hacés el veterano…

 

El Kun se limitó a sonreír mientras terminaba de comer. Leo sintió que era el momento.

 

Te tengo que contar algo.

 

Su amigo lo miró intrigado, pero sin mostrar ni un ápice de preocupación en sus ojos.

—¿ Qué?…¿Qué hiciste ahora, boludo?…¿Te mandaste una cagada?… ¿Tenés que esconder un cuerpo? ¿O e’ otra cosa? ¿Es una minita? ¿Necesitás consejos del doctor amor?

 

Leo rió por lo bajo y le metió un codazo. Tomó un sorbo de agua.

Nah, e’ otra cosa…estuve pensando un tiempo… y ya decidí. Me voy a retirar. 

 

La sonrisa de su amigo desapareció. Lo miró, extrañado.

¿Qué decís? ¿Retirarte? ¿Retirarte del fútbol?

 

—¿Y de dónde más? 

 

—Pero pará, pará, dejame entender una cosa… ¿hace cuánto que venís pensando en esto?

 

—Desde el mundial. 

 

El Kun no pudo esconder su sorpresa. Abrió los ojos e hizo una mueca. 

—¿Desde el mundial? ¿El mundial que ganamos ? ¿Pero por qué, boludo? ¿Pasó algo? ¿Y lo de seguir jugando como campeón del mundo?

 

Leo se rascó la nuca. Miró por la ventana. Anochecía. 

—No sé boludo… ya no es como antes. — respondió con suavidad— El mundial me hizo darme cuenta de eso. Que ya está, boludo, ya está…  Ya no puedo competir como quieren… ya no tengo veinte años. Hay gente cada vez más joven… yo no puedo seguirles el paso. Sería una boludez y un acto de soberbia pura pensar que puedo. Ya no es mi momento. Tarde o temprano iba a pasar, igualmente. 

 

Esas eran las palabras que se había repetido durante meses para convencerse. No se las creía, ni un poco. Eran las mismas frases vacías que planeaba decir (con un poco más de decoro) en la rueda de prensa del día siguiente. La verdadera razón detrás de su retiro era otra, muy difícil de poner en palabras. Intentó dar la excusa de la manera más creíble posible, pero el Kun, para la sorpresa de nadie, no compraba el discurso. Lo que Leo aún no comprendía era la razón detrás de la reacción tan negativa de su amigo. “ ¿Y a este qué le pasa?” , pensó.

 

El Kun respondió a su penoso intento de justificación, resoplando. 

No me vengas con esa estupidez, chabón, que me ponés nervioso. Pasaste por arriba a medio mundo en el mundial, y la mayoría tenían diez años menos que vos. Te veo jugar todos tus partidos, y le seguís el paso a cualquiera. No solo se lo seguís, sino que los pasas a todos. ¿Que ya no es “tu momento”? ¡Ganaste la copa del mundo hace menos de un año! ¿De quién va a ser el momento ahora, si no tuyo? Hace veinte años que no te para nadie. No me digas pelotudeces. Decime la verdad, dale. 

 

Su amigo, como usualmente, tenía razón. Pero era un balazo a su orgullo, y Leo estaba algo ofendido. Era una lástima haber nacido siendo tan mal mentiroso. En momentos como ese, habría sido de gran ayuda.

 

A vos no te tengo que explicar nada. Me retiro y se acabó. Ya te dije la razón. Hacé lo que quieras, vos. Yo quería avisarte, nada más. 

Leo soltó las palabras sin pensarlo, y para el final de la frase, ya se había arrepentido. Pero era tarde; el Kun desvió los ojos, con expresión dolida. Sí, antes estaba alterado, pero ahora su mal humor era mucho más visible. 

 

Vos no sabes lo que es… Vos no sabes lo que es tener que abandonar ese mundo a la fuerza. Venís acá y me decís que queres dejar todo. Ahora, de todos los momentos. En vez de disfrutar tus últimos años como un rey, elegís irte a la mierda. Vos, de todas las personas. Leo, yo no te quiero hablar mal, pero esto que me estás diciendo no es propio de vos. Te pregunto de vuelta, boludo. ¿Por qué? ¿Pasa algo? ¿Hay algo que no me estás contando?

 

Los ojos suplicantes del Kun lo miraban con compasión. Leo alzó los hombros con cansancio. Le dolía mentirle, pero era todavía más doloroso poner en palabras el problema de fondo. Juntó las manos arriba de la mesa y suspiró.

 

No tengo nada para decirte. — dijo, sin más.

 

El Kun chasqueó la boca, con exasperación. De alguna forma, esperaba esa respuesta, pero la confirmación de ello lo hizo explotar.

Bueno pa, ya está, como quieras. — se levantó de la mesa. — Yo te voy a explicar una cosa, nada más. Y quiero que lo tengas en cuenta, ¿‘cuchaste?. Siempre hay alternativas. Siempre. Vos podés seguir jugando hasta los setenta años, si es lo que realmente querés. No hay una sola persona en este mundo que quiere verte retirado, Leo, ni una sola. Nadie te está apurando, esa idea te la inventaste vos solo. ¿Y sabés por qué me enojo? Porque sonás como que ni siquiera vos querés hacer lo que estás a punto de hacer. Entonces no entiendo qué está pasando, pero te pido que lo pienses. 

 

—Pero boludo, dale, no seas injusto…

 

—¿¡Injusto!? ¿Te parece injusto? — el Kun alzó la voz, lleno de bronca — Leo, injusto no es esto, no. Injusto es tener que dejar de jugar porque si seguís jugando te podés morir de un paro, ahí, en medio de la cancha. Injusto es tener que dejar de jugar porque a tu corazón se le cantó dejar de funcionar como debería, porque te falta el aire, porque te agarra taquicardia y sentís que te vas a desmayar. Injusto es transferirte al club de tu mejor amigo para jugar con él, como siempre habían hablado, para que él se vaya al segundo en el que vos pusiste pie en el club.

Se mordió el labio al darse cuenta de la estupidez que estaba diciendo, y puteó por lo bajo. Hablar de la salida de Leo del Barça era tocar un nervio importante. 

Perdón,— se retractó— ya sé que no fue culpa tuya. —dijo con dureza. —Pero verdaderamente no te entiendo, boludo. 

 

Leo se limitó a suspirar.

—No seas así. No es lo mismo. Vos sos vos, boludo. —formuló las palabras lentamente. 

 

—Sí pa, tenés razón. Porque lo mío es injusto. Lo tuyo, por lo que me decís, es tirar la toalla, mandar todo al carajo. A menos que pase algo más. 

 

Ambos hicieron silencio. 

El Kun se acercó y posó su mano en el hombro de su amigo. 

 

Yo no soy nadie para decirte qué hacer, tenés razón. Pero te quedan años todavía, y los deberías usar. ¿Qué podés perder? ¿Quién te va a decir algo? ¿Sabés lo que yo daría…?¿Las cosas que yo daría por tener una chance más? ¿Un año más…? — Leo podía ver por el rabillo del ojo cómo su amigo sostenía una mirada vidriosa. — Mi único consuelo era ese, ¿sabés?… como un estúpido, claro, pensaba… “Por lo menos él sigue jugando. Por lo menos él puede.” 

 

Leo intentó tomar a su amigo de la mano, pero éste lo paró en seco.

No es para que me tengas pena. Pero pensalo dos veces… vos hacés falta. Corras lo que corras, camines lo que camines, te equivoques las veces que te equivoques. No es lo mismo sin vos. Vos cambiás todo. 

 

El Kun ahora lo miraba a los ojos. Parecía querer decir algo más, pero calló.

Con ese gesto se despidió. Tomó su abrigo del respaldo de la silla y lo saludó con la cabeza. Leo no se levantó de su asiento, ni siquiera cuando oyó a su amigo cerrar la puerta. Llovía. Desde el balcón se oían las gotas que se estrellaban contra el mármol blanco de la baranda. 

 

Esa fue la última vez que hablaron. Al día siguiente, Leo hizo lo prometido, y reveló al mundo sus planes sobre su retirada sorpresivamente temprana. Los meses pasaron, las estaciones cambiaron. Todo el revuelo mediático y los trámites pendientes lo mantuvieron ocupado, y por momentos se distrajo y no tuvo oportunidad de visitar a su amigo. La tensión entre ellos quedaba sin resolver. Y era un sentimiento que Leo odiaba, más que nada en el mundo.

Por eso mismo, la situación que estaba viviendo era todavía más angustiante. El Kun había tenido un infarto. Tal vez esa discusión iba a ser su último recuerdo de él, y esa posibilidad lo carcomía por dentro. 

 




La voz rasposa del piloto lo sacó de sus divagaciones. 

Señores pasajeros, en pocos minutos estaremos iniciando el descenso. Les rogamos que por favor abrochen sus cinturones, coloquen sus asientos en posición vertical, permanezcan con las ventanillas abiertas y apaguen sus dispositivos electrónicos. La hora estimada de arribo en Buenos Aires, Ezeiza es a las 8:30 de la mañana. La temperatura es de 15 grados centígrados. El pronóstico anuncia leves ventiscas y buen clima. En nombre de la tripulación, les agradecemos por volar con nosotros. 

 

El avión no tardó en tocar el suelo. Leo volvió a respirar. Se preparó para enfrentar la realidad, fuera cual fuera. 

Notes:

disculpen por tardar! y disculpen por tanto angst… pero así está la cosa jajajaa. Hace tanto tiempo que no escribo, tengo miedo de que el texto sea muy lento, o aburrido. Espero que no! ojalá los entretenga. Un besito

Chapter 4: Añorar el recuerdo.

Notes:

Buenas! Pintó flashback en este capítulo. Les paso una referencia para que vean al Kun y a Leo en esa época.
https://pin.it/52B4tpG
https://pin.it/4GcKPNC
https://pin.it/1YzkMj1

(See the end of the chapter for more notes.)

Chapter Text

El aeropuerto de Ezeiza lo recibió con su característico emblema albiceleste de “Aeropuertos Argentina 2000” y pasillos desiertos, de no ser por algún viajero ocasional arrastrando su equipaje hacia su respectiva puerta de embarque. El sol aún no se había alzado por completo, y el cielo permanecía sumergido en un tono salmón. Leo ajustó su capucha y acomodó su barbijo, mientras se ponía unos lentes oscuros. Esperó pasar desapercibido (y la esperanza es lo último que se pierde). 

Milagrosamente, su visita al país no había sido divulgada a la prensa, pero más valía no tentar al destino. Lo último que le faltaba era ocasionar un abarrotamiento de gente, cuando lo único que necesitaba era llegar al hospital lo más rápido posible. En momentos de crisis (y este momento entraba perfectamente en esa categoría), ser una figura pública era una desventaja abismal. Y Leo, que usualmente no tenía problema alguno en manejar los grandes movimientos de masas que él mismo ocasionaba, y se sentía en partes iguales agradecido y halagado, esta vez no tenía paciencia para ello. 

 

Lo más curioso de todo era, para su suerte, que las personas no parecían notarlo. Los futbolistas, como toda celebridad, solían estar rodeados de asistentes, ayudantes y, principalmente, guardaespaldas. Y el mundo entero estaba habituado solamente a aquella imagen presente en diarios y revistas: el panorama de una multitud de fanáticos con voces estridentes y millones de flashes frenéticos que rodeaban a una sola persona, escondida entre gorros, anteojos de sol, bufandas y sobretodos. Pero Leo, en su desesperación, había venido solo. La fama transformaba a todo individuo: encontrarse sin compañía se convertía en una rareza circunstancial. Hacía años, de hecho, desde la última vez que Leo se había encontrado en estas condiciones, moviéndose por su cuenta. Y, de algún modo, se sentía liberador. Se encontraba frente a las narices de todos, pero ni un alma se fijaba en él, puesto que nadie esperaría que Lionel Messi viajase en un vuelo comercial, cosa que contribuyó a su camuflaje. De hecho, según le había notificado su padre, el avión privado de los Messi se encontraba haciendo mantenimiento en Madrid, y lo estaría por otra semana. 

 

Evitó mirar hacia los lados mientras atravesaba el edificio junto a una docena de pasajeros que acababan de bajar del mismo avión. Una fina capa de escarcha había cubierto los contornos de los enormes ventanales que daban hacia la pista de aterrizaje. Leo vio por el rabillo del ojo los grandes pájaros metálicos que descansaban estacionados en un extremo del hangar. Según confirmó luego al revisar la pantalla informativa, había pocos vuelos programados en aquellas fechas. Raramente había presenciado un ambiente tan silencioso en un aeropuerto de tal importancia, pero, para ser justos, no era temporada alta, hacía frío, y aún era temprano. 

Mantuvo un paso rápido y se aisló lo más que pudo al hacer migraciones. Había una fila reservada para los pasajeros de primera clase, así que pudo hacerlo sin mucha dificultad. Sin embargo, rezó en silencio para que el empleado que revisaba su pasaporte no hiciera demasiado escándalo. Al explicarle que se encontraba en un apuro, el hombre en la pequeña cabina vidriada empatizó con él y tuvo discreción. Luego de un par de sonrisas incómodas, una foto y un autógrafo, salió ileso. Bajó las escaleras mecánicas apurándose desesperadamente y consiguió encontrar, a unos pasos de la salida principal, al conductor que había contactado de antemano mientras se encontraba todavía en el Aeropuerto Charles de Gaulle. La llamada de Adriana había sido tan inesperada que su viaje entero, aunque previamente planeado, había sumado factores que terminaron siendo organizados a las corridas. Su asistente en París habría podido programar un itinerario más cuidadosamente, pero no hubo tiempo siquiera de decir adioses. Pero nada importaba ahora, más que llegar al hospital donde se encontraba su amigo.

 

Al subirse al remise, Leo sacó su celular del bolsillo y volvió a llamar a la madre del Kun. Atendió en seguida. 

Leito, hola. ¿Ya llegaste?

 

—Sí Adri, estoy yendo para allá. ¿Cómo viene la mano?

 

—Mucho mejor, por suerte. Estas últimas horas estuvo complicado, pero fue manejable. No se despertó todavía, pero ya nos dijeron que está fuera de peligro… va tener que quedarse dos o tres días más, le tienen que hacer más estudios. Cuando llegues te explico mejor todo. Estáte tranquilo que está todo bien. ¿Quiénes están con vos? ¿Tu papá anda por ahí?

 

— …nadie, Adri. Vine solo.

 

Leo escuchó una respiración entrecortada al otro lado de la línea.

¿Solo? ¿Solo, viniste? ¿Leo, vos estás loco? ¿Y si la gente se entera? ¿No tenés ni siquiera seguridad? Es un peligro, querido. ¿Mirá si alguien te reconoce? ¿Y si se te acumula una multitud y te quedás encerrado? ¡Te podés asfixiar! ¡Alguien te puede lastimar! ¿Sabés la cantidad de locos que andan por ahí?

 

— Pero no te preocupé’…

 

—¿Cómo querés que no me preocupe? ¿Te pensás que sos un adolescente? Ya no podés viajar así, como cuando jugabas para la juvenil. Dios me libre…

 

No pasa nada Adri, no te hagás problema. Vine zafando hasta ahora… solo me queda llegar al hospital. Tu hijo es la prioridad ahora. Por mí no te preocupés. Cuando llegue allá resuelvo el tema tranquilo. Pero primero necesito verlo a él, y ver que está todo bien. 

 

— Bueno, bueno. Pero tené cuidado. Primero Sergio y ahora vos haciendo estas cosas… No te hagás el loco, que ya te conozco. No subestimes lo que la gente puede hacer. Cuidate. 

 

— Te lo prometo, Adri. Nos vemo’ en un rato. Mandale un beso a Benja. 

 

Leo finalizó la llamada y posó su frente contra la ventana del auto. Sentía en sus hombros una carga más ligera. El susto había dado paso al terror ante los escenarios más horrendos, pero las buenas nuevas apaciguaron sus temores y le dieron el alivio que tanto ansiaba. Podría ver al Kun de vuelta. Incluso pedirle disculpas. Esperar su perdón era otra historia. Pero todo eso era irrelevante. Lo peor había pasado. Se estremecía solamente de pensar en lo que podría haber sido… pero no valía la pena imaginar cosas que no sucedieron. Y que, Dios quiera , no iban a suceder. 

Durante aquellos cuarenta minutos de viaje, Leo se sumergió en sus pensamientos, en silencio. “…Como cuando jugaba para la juvenil”. Esas palabras hicieron eco, curiosamente, en uno de sus primeros (y más atesorados) recuerdos con el Kun.

 


 

Sucedió durante la semana previa al Mundial Sub-20, llevado a cabo en Países Bajos. 

 

Corría el año 2005 y Leo era todavía una promesa pronta a cumplirse. Tenía aún alguna reminiscencia de acné en su frente y una nueva barba que le picaba a cada rato. Todavía dormía abrazado a la almohada y coleccionaba tapitas de gaseosa. Seguía extrañando la milanesa napolitana de su vieja cada vez que salía a comer con su padre y su hermano por las calles barcelonesas.Tenía un póster de Pablo Aimar en su armario, la biografía de Maradona a medio leer en su mesita de luz juntando polvo hacía dos años (nunca la terminaría), dos pares de canilleras maltrechas que intercambiaba regularmente y el sueño de juntar suficientes puntos en el PES 5 para comprar a Puyol. Se enojaba cuando perdía, ya fuera en la PlayStation, en el metegol o en la vida real, y prefería (necesitaba) que lo dejaran solo. Se alegraba cuando ganaba, pero no se permitía abrazar a sus compañeros con la cercanía que otros no dudaban en demostrar. Comía papas fritas de cebolla y queso a escondidas y prefería dormir la siesta en sus tardes libres. Tenía que rendir matemática en agosto para recibirse y ese examen temido le daba más insomnio que cualquier partido importante (no podía hacer derivadas ni aunque su vida dependiera de ello). Y ya soñaba con patear la pelota el resto de su vida. 

 

Y, en el fondo, por primera vez tenía miedo. Miedo real. Miedo de todo. Del futuro, que se asomaba como una mancha borrosa en el horizonte. De los ojos del público. De las expectativas de quienes lo rodeaban, que se hacían presentes a toda hora, arrinconadas en un ángulo de su inconsciente. Miedo de decepcionar a todo el mundo. De fallar, de cometer errores, de terminar demasiado pronto con el sueño que estaba viviendo. Comenzó a tener pesadillas frecuentes: noches enteras en las que veía como el interior de sus párpados proyectaba los rostros de su padre, hermanos, compañeros, entrenadores de La Masía, directivos del club, todos ellos mostrando desdén, descontento, profunda decepción. Se veía a sí mismo, acostado en el medio de la cancha, cubierto por un cielo oscuro, una noche sin estrellas. Solo, absolutamente solo

Leo comenzaba lentamente a asimilar la realidad. Su suerte dependía de él. De nadie más. En un mundo de tamaña competitividad, subir era una lucha, y caer era muy, pero muy fácil. El pedestal era angosto, y la caída era dolorosa. 

 

Esa inseguridad había atravesado el océano con él incluso durante la Copa Mundial Sub-20. Su extrema timidez continuaba dominándolo, y, a pesar de haber debutado en la primera división del Barcelona un año atrás, ésta le había impedido intercambiar más que una o dos palabras con muchos de sus compañeros de club. No había tenido mejor suerte, a decir verdad, con sus compañeros de selección. Al llegar al predio de la AFA en mayo, un mes antes del Mundial para la preparación, se había sentido muy inquieto debido a las caras nuevas y el ambiente desconocido. 

Tuvo tiempo, de todas formas, para familiarizarse con el entorno durante los primeros entrenamientos previos al torneo. Las presentaciones sobraron. Sus compatriotas, de todas formas, ya lo conocían. Susurraban entre ellos al verlo pasar, con algún dedo indiscreto que lo señalaba por un costado. La bienvenida había sido cálida, pero los murmullos a su alrededor persistieron durante días. Había hecho el esfuerzo, sin embargo, y había salido del cascarón más de una vez, tomando partido en las discusiones con algún comentario fugaz, o asintiendo con la cabeza para demostrar su tácito acuerdo. Usualmente se veía acorralado por las indagaciones insistentes de los otros jugadores del plantel. Preguntas sobre el fútbol europeo, sobre los estadios de España, los botines importados y las fiestas que organizaba Ronaldinho en días de semana. Cualquiera de esas interacciones provocaba un enrojecimiento llamativo en sus mejillas. Su mirada caía hacia el suelo, como un resorte. Sus respuestas eran cortas y moderadas. 

 

En una de las primeras ocasiones, se había encontrado frente a la única pregunta que más ansiaba contestar. 

 

¿Y cómo te llamá’ vo’?

 

La duda venía del muchacho de cabellera azabache y ojos oscuros que se había sentado a su izquierda en la mesa durante el almuerzo. La curiosidad era genuina, y el comentario no mostraba ni pizca de sarcasmo. Lo observaba expectante mientras terminaba su plato de pasta. 

Garay y Formica, ambos sentados respectivamente al frente y a su derecha, abrieron los ojos con incredulidad frente al chico, que no parecía registrar lo que había implicado para ellos su pregunta inofensiva. Pero su deliberada ignorancia tomó a Leo desprevenido, y lo hizo sonreír.

 

Lionel.

 

El chico lo miró, insatisfecho con la respuesta. 

¿ y tu apellido?

 

Messi.

 

No hubo reacción alguna. El muchacho alzó las cejas y asintió lentamente, como quien oye palabras en un idioma desconocido. Emitió un leve “Ah…” antes de regresar la atención a sus fideos con tuco. 

 

¿No sabés quién es, tarado? — soltó Formica, todavía desconcertado.

—¿Por? ¿Debería? 

—¡Es el chico de Barcelona! ¿No te acordás que Ferraro nos había hablado de él?

Ah… puede ser…

—“Puede ser” dice el gil… ¿En qué planeta vivís, Kun? — Garay reía mientras estiraba el brazo para alcanzar el queso rallado. 

—¡Epa, bueno, bueno! ¿Qué se meten ustedes, encima? ¡Yo estoy hablando con él! — protestó el muchacho, indignado.

 

A Leo le incomodaba ser el tema a discutir, pero, por lo pronto, estaba demasiado distraído observando las facciones del chico como para interesarse en la dirección que tomaba el debate. Pudo notar que el joven a su lado lo superaba en altura (al igual que todos, vale aclarar); sus mechones de cabello carbón alcanzaban el inicio de su espalda en un corte “cubana” y llevaba una cinta carmín en la muñeca que sacaba a relucir su piel canela. Mostraba una ligera barba de tres días y tenía la oreja izquierda perforada por un arete brillante que hacía juego con una cadena que le colgaba del cuello. Tenía el rostro de un niño, si se quiere, con un brillo en los ojos propio de quién enfrenta el mundo con aire despreocupado e ingenuo optimismo. 

 

“Kun” le habían dicho. “Será el apodo… andá a saber cómo se llama…”. Pero Leo no se atrevió a preguntar. 

 

La conversación tomó un giro. Se retomó el tema de las zapatillas que venía gestándose (y en el cual Leo había intervenido antes de ser desorientado por la pregunta del Kun), para luego continuar hablando sobre los equipos que enfrentarían en fase de grupos, el estilo de juego que deberían adoptar y las esperanzas que tenían para el torneo. 

 

Al reunirlos Ferraro aquella misma tarde con el objetivo de informarles las parejas asignadas por habitación, la duda de Leo no tardó en ser esclarecida. 

Messi, vos vas con Agüero. Habitación 910, segundo piso. 

 

Leo asintió rápidamente, pero no tardó en dirigirse hacia su compañero más próximo, en este caso, Biglia, en busca de ayuda.

 

¿Agüero quién es? — preguntó con timidez. 

El mediocampista recorrió el salón con la mirada — No lo veo por acá. A dónde mierda se habrá ido… — dijo con impaciencia. — Es el delantero de Independiente. Es el más joven del grupo. Seguramente ya lo conociste. Tiene un arito. Pelo negro… Va a usar el número 19.

Leo conectó puntos y concluyó que debía tratarse, por descarte, del simpático joven al que llamaban Kun. Intentó buscarlo entre la multitud reunida, pero, al no tener más éxito que Biglia, se dio por vencido. 

 

Se dirigió solo hacia el cuarto, subiendo las escaleras, arrastrando detrás de él sus pertenencias. Se encontraba al fondo del pasillo, en una esquina. En la puerta brillaba un 910 metálico. El lugar en sí mismo era más que decente. El baño estaba limpio y la cama era cómoda. Había una ventana que daba a una de las canchas laterales y, según la orientación posicional, durante la mañana debía sacar provecho de la luz del amanecer. Había un armario algo destartalado donde guardar ropa. Las paredes eran blanquísimas, de clínica, pero estaban decoradas con unos modestos cuadros que mostraban a jugadores argentinos en diversas épocas. 

 

Leo ocupó la litera superior, aunque con un poco de culpa.

“Bue, el que llega primero elige” pensó, pero de igual forma tenía la intención de ofrecerle la elección al Kun cuando llegara. 

 

Leo estaba acostumbrado a compartir cuarto. Lo había hecho en Barcelona, y lo seguía haciendo. Pero la sensación de novedad permanecía, y le daba una adrenalina particular. Esperaba llevarse bien con el pibe, porque, de no ser así, iba a ser incómodo el resto del mes. 

 

Pasó la subsiguiente media hora intentando desempacar, pero se distrajo un par de veces haciendo jueguitos con una pelota de goma que había traído. Terminó de ordenar sus remeras, pantalones y demás cuando el reloj daba las cinco de la tarde. Se recostó con pereza en la litera y miró al techo. El entrenamiento matutino había sido intenso, y lo había dejado con una sensación de profundo cansancio en las piernas. Le hubiese gustado dormir la siesta, pero sabía que, si se dormía ahora, en el peor de los casos, abriría los ojos a las tres de la mañana, malhumorado por haberse perdido la cena, y no podría volver a conciliar el sueño. Para no dormitar, obligó a su mente a concentrarse en los cuadros que lo vigilaban. Había una del Diego en el ‘86 esquivando a un inglés. Reconoció a Caniggia en algunas, a Kempes en otras. Todas eran a color y estaban plastificadas. Al observar el reflejo de la luz del atardecer en la superficie de las imágenes, los ojos de Leo ya habían comenzado a cerrarse. Había silencio en el predio: desde la ventana se oían solamente los primeros grillos. Era otoño. El invierno estaba a la vuelta de la esquina y ya anochecía temprano. La luna no tardó en afirmarse en el cielo, cobrando cada vez más brillo. 

Su celular vibró, y el tono que indicaba la llegada de un mensaje de texto despertó a Leo. Era su mamá, preguntándole por el día de hoy. Mientras le enviaba un SMS para saludarla y darle las buenas noches, oyó abrirse la puerta a sus espaldas. 

 

El chico de pelo negro había entrado, y no notó a su compañero de cuarto, sentado en la cama, viendolo desde lo alto. Tenía puesto un saco de nylon, parecido a los pilotos para la lluvia. Era una talla demasiado grande para él, y lo hacía ver ridículo. Los bolsillos parecían estar llenos. Con una mano, el Kun estaba empujando a su lado una maleta un tanto maltrecha, que parecía pesar mucho. En la otra, sostenía un MP3 plateado, conectado a unos auriculares que emitían un leve compás cumbiero. Al son de la música, el joven deambuló por la habitación, admirando el nuevo entorno, hasta que sus ojos se posaron en los de Leo.

 

¡La repu…! — el chico se puso una mano en el pecho, emulando un ataque — ¡Qué susto me pegué! No te había visto, pa.   

 

Leo hizo un gesto con la cabeza a modo de saludo, y bajó con cuidado de la litera, hasta ponerse frente al chico. Apuntó hacia la cama cucheta con el dedo. 

Me puse en la de arriba… perdón que no te esperé para elegir. Si la querés, cambiamos. 

 

El Kun descartó el ofrecimiento haciendo un gesto con la mano. Se sacó los auriculares y los colocó sobre la cama inferior. 

—Nah, no hace falta. Me gusta más la de abajo a mí. Aparte, soy medio sonámbulo. Si llego a querer bajar esa escalerita dormido a las tres de la mañana, me voy a ir de cara contra el piso. 

 

A Leo le dio gracia la idea. Exhaló por la nariz, divertido. 

 

—Pero si me escuchás hablar dormido, no te asustés. — siguió el chico — Me tirás una almohada y listo. 

 

A diferencia del rosarino, que desempacó ni bien entró al cuarto, el Kun parecía un procrastinador en potencia ( teoría que Leo confirmaría con el pasar de los días ). Colocó la maleta, aún cerrada, frente al armario y se recostó en la cama en posición diagonal, con un pie colgando fuera del colchón. Cerró los ojos y hundió su rostro en la almohada. 

“No soy el único qué está hecho pelota”, pensó Leo, que lo miraba desde arriba. 

 

¿Te dicen Lio? — el Kun retomó el interrogatorio del almuerzo con voz perezosa. 

Leo, en realidad. 

—Ah. ¿Por?

—Y… Ni idea. — respondió con honestidad, y luego juntó valor para preguntar. —¿Y vo’? ¿Por qué te dicen Kun?

—¡Ah! Por el nene del dibujito… ¿viste ese de los cavernícolas?… Kum Kum…

Leo no tenía la más mínima idea sobre el dibujo animado en cuestión, pero asintió inconscientemente de todas formas (“ ¿Para qué mierda lo hago si ni me ve acá arriba? ”). Oyó como el Kun se movía en la cama. 

 

¿Pero cómo te llamá’? — indagó Leo.

—Es verdá’, que no te había dicho hoy… Sergio. Agüero. 

—¿Sos el más chico, no?

—Tengo dieciséis. Pero cumplo ahora, en junio. 

—Ah… yo también.

 

Descubrieron que sus cumpleaños distaban de apenas tres semanas. Pasaron a preguntarse mutuamente por la conformación de sus familias. El Kun era hermano mayor, mientras que Leo era el menor. No había diferencia, sin embargo, en las experiencias básicas: las peleas entre hermanos son las mismas, ya sean menores o mayores, hombres o mujeres, argentinos o chinos. Hablaron de ello largo y tendido. Describieron sus hogares, sus ciudades, sus escuelas… Leo no recordaba la última vez que había conversado con tanta soltura. 

Razonaron sobre asuntos triviales durante un rato. Mientras charlaban, el Kun se había incorporado y estuvo algunos minutos separando su ropa y colocándola en el armario en forma desprolija. No se molestó en doblar sus pantalones; hizo un bollo con las manos y lo guardó en un cajón a la fuerza. Finalmente, tomó el saco de nylon, que había quedado cuidadosamente apoyado en el piso. 

Leo oyó un chirrido plástico y se irguió lo suficiente como para observar el origen del sonido. Su compañero había sacado de los bolsillos del abrigo un botín digno de película: bolsas de papas fritas, palitos salados, chizitos y gomitas mogul. 

 

Son de reserva… ¿Querés? Iba a abrir las papas…

 

Leo abrió los ojos.

—… pero… ¿no está prohibido?

El Kun alzó los hombros.

Y… mientras vos no digás nada…

 

Antes de que el Kun pudiese recibir una respuesta, oyeron el llamado a la cena. Bajaron juntos las escaleras y entraron al salón, donde la comida estaba ya servida.

 

La cena transcurrió con normalidad. Leo había terminado sentado a mitad de la gran mesa, con Gago a la derecha y Zaba a la izquierda. El Kun estaba en la otra punta. Alejado de él, Leo volvió a su estadío natural: el de las tímidas respuestas monosilábicas y algún que otro comentario murmurado. 

 

Cuando estuvieron de vuelta en el dormitorio, ambos se fueron a dormir sin preámbulos. Estaban cansados y, a decir verdad, el cerdo de la cena les había caído como un piano. Se pusieron el pijama y se turnaron para usar el baño. Ya con las luces apagadas, la luna proyectaba su luz desde la ventana.

 

Buenas noches. — dijo el Kun, de repente.

 

Leo sonrió. Sonaba infantil, sí, pero sintió calidez en su pecho al oírlo. 

Buenas noches. — respondió. — …y no te preocupés por las papas. No voy a decir nada. 

 

El Kun rió. 

 — Ya lo sé, pa. No tenés pinta de botón. Dormí bien. 

 

Leo se quedó dormido con apenas cerrar los párpados. Por primera vez en lo que había sido un largo tiempo, no hubo pesadillas.  

Conservó en su memoria aquella primera conversación. Y, año tras año, comprendía mejor el porqué. “Había sido la primera vez,” pensaba, “la primera vez que me olvidé del miedo.” Para Leo, eso era un tesoro.  

 


 

Mientras el vehículo atravesaba las familiares calles bonaerenses, con frecuentes bocinazos y un tráfico especialmente denso, propio de la hora pico, Leo dejó de soñar despierto, volvió en sí mismo y prestó atención al entorno. Rodeando la esquina, identificó la edificación. El hospital se erguía ante él.

Notes:

Feliz día de los enamorados gente! (ya son las 3 de la mañana del otro día, pero no importa, ustedes entienden) Besito coqueto a todos.

Chapter 5: “Vine para quedarme”.

Chapter Text

Está en el Ala Este. Habitación 2688, en el tercer piso. Tiene que ir por ese pasillo, doblar a la derecha donde dice Ecografías y caminar por el puente que conecta los edificios. Después tome el ascensor. No se preocupe que hay carteles con indicaciones. — le dijo la médica luego de consultar con el sistema. A su lado, una enfermera pelirroja que mascaba chicle le señaló el corredor a su derecha.

Ambas mujeres habían sido notificadas previamente de la llegada de Lionel Messi a la clínica, gracias a la madre del Kun. Lo habían recibido por la entrada trasera, para evitar los vehículos de noticias situados al frente del lugar. Lo condujeron por los corredores de servicio hasta llegar a un claro que, por el momento, parecía desierto. Allí, le indicaron brevemente la dirección, y lo dejaron a su suerte. Parecían ocupadas. 

 

Se trataba de uno de los hospitales más importantes de la ciudad. La estructura del edificio en sí mismo databa de inicios del siglo XX. La arquitectura europea, propia de la época dorada de Buenos Aires, sacaba a relucir una ornamentación barroca en los marcos de las ventanas y puertas exteriores, con surcos de concreto que danzaban en delicadas líneas. El Ala Oeste, la más antigua del establecimiento, se encontraba en reparaciones, clausurada con cintas de precaución en el ingreso. El Ala Este había sido construida como parte de la reforma del nuevo milenio, así que contaba con instalaciones modernas en cañería, ventilación e iluminación. La infraestructura estaba conformada por largos pasillos con pisos de blanco marmóreo, y un enorme ventanal que daba a un pequeño jardín interno. El ambiente era luminoso. Las habitaciones variaban en tamaño, pero eran todas de fácil acceso y, por sobre todo, cumplían con su función primaria: hospedar pacientes. Los responsables por la creación del edificio se habían asegurado con especial rigurosidad de crear un espacio armónico , aún encontrándose en medio de la gran ciudad, de los bocinazos y del barullo.

 

Leo no tardó en encontrar el camino hacia su amigo. Por los pasillos transitaban hombres y mujeres de batas blancas acompañando pacientes, familiares desorientados o enfermeras ajetreadas. Todos demasiado atareados como para notarlo. 

Al doblar la esquina, se topó de pronto con la imagen que ansiaba ver. Adriana estaba sentada en uno de los asientos de espera, fuera de la habitación. Benjamín se encontraba a su lado. No tenían el mejor aspecto: unas grandes ojeras se asomaban bajo sus ojos, y parecían exhaustos. El chico estaba dormitando, usando su mochila escolar de almohada. 

 

Sin embargo, al verlo, los ojos de la señora se iluminaron. Corrió hacia él y lo abrazó. Benjamín se acercó lentamente.

¡Leo, mi amor! 

 

— Hola, Adri, qué hacés… — luego de separarse de la mujer, le dio un beso en la mejilla al chico. — ¿Y? ¿Cómo está?

 

— Mejor. Se acaba de despertar. — dijo Benjamín, aliviado. 

 

Le dieron de desayunar, para que se vaya acostumbrando a comer liviano. Lo dejamos tranquilo para que descanse. Gracias a Dios que está todo bien… — Adriana sostenía entre sus manos un rosario y tenía los ojos enrojecidos, pero sonreía. Leo encontró tranquilidad en su semblante. 

 

— Qué bueno, che… ¿Y cuándo le dan el alta?

 

— Si todo sigue bien, en dos días ya puede irse. Le van a hacer controles. Y va a tener que hacer lo que le dicen. — la madre puso los ojos en blanco. — Que ni se le ocurra volver a hacer estupideces… pero bueno, así estamos… ¿Y vos, Leito? ¿Llegaste bien? ¿Nadie te vio?

 

— Todo bien… nadie me dio bola, olvidate. 

 

No te creo nada… pero bueno, mejor así… la prensa no va a tardar en enterarse. Lo que se debe haber enojado tu mamá, dios mío. ¿Le avisaste a Celia que llegaste?

 

— Sí, Adri, tranquila. Me cagó a pedos exactamente como vos, no te preocupé’.  

 

La mujer rió levemente.

Es lo que hacemos las madres, Leito… para mí, sos el mismo nene que conocí cuando se fueron todos para Holanda a jugar el Mundial. ¿Te acordás que Sergio estaba asustado porque nunca había ido en avión? En Ezeiza, me agarró del brazo y me dijo “Ma, me quiero ir. No quiero subirme. No puedo”. — Leo podía ver como Adriana revivía el momento en su memoria. — Me acuerdo de la cara de susto que traía… estaba blanco como un papel. Pero en ese momento te vio a vos, que estabas haciendo el check-in en la fila, y se le pasó al segundo. No le tuve que decir nada, y me miró y me dijo “Nada ma, no dije nada. Voy con Leo.”  

 

Leo recordaba con claridad ese viaje. Se habían sentado juntos en el avión, y se ocupó de charlar con el Kun, con la esperanza de distraerlo en el despegue (hablando más de lo normal - un logro monumental para él, considerando que se conocían hacía poco más de un mes). Y, al menos en parte, había funcionado. Sonrió al pensar en ello. Hablaron largo y tendido, incluso después del susto del despegue. Se jodieron mutuamente, escucharon cumbia en el MP3 del Kun y se rieron de Garay, que babeaba mientras dormía en el asiento de atrás. Al observar la ansiedad reprimida del Kun durante la turbulencia, Leo optó por arrancar una hoja de una revista y enseñarle a hacer ranas de papel. Aún soltaba una carcajada cuando recordaba la cara de asco del Kun frente al triste pollo con arroz de la aerolínea. “ No sabe a nada, pa. Parece cartón pintado ” había dicho, mientras sacaba la lengua.   

 

Recordó que su amigo se encontraba al otro lado de la pared, y sintió una renovada ansiedad por entrar y hablar con él.

 

— ¿Querés entrar a verlo? — Adriana le leyó la mente. — No pasa nada, ya debe haber terminado de comer.  

 

— … ¿seguro? No lo quiero joder… debe estar cansado.

 

— Entrá, dale. Solo a vos te querría ver. — replicó la señora. 

 

¿Cómo lo vas a joder? Viajaste once mil kilómetros. El que debería estar cansado sos vos. — agregó Benjamín, y tomó su mochila. 

 

Leo se rascó la cabeza. No le hubiese gustado ser inoportuno. Tal vez el Kun seguía enojado con él. 

 

—Nosotros ahora nos vamos, en media hora. — prosiguió la señora. — Ya hace dos días que estamos acá, sin ducharnos, sin dormir, ni nada. Voy a llevar a Benja a casa, a que duerma un rato, y después vuelvo para acá. Le voy a traer ropa a Sergio. 

 

Bueno… — cedió finalmente. 

 

Adriana abrió la puerta de la habitación. Leo entró y cerró detrás de él. 

El cuarto era luminoso. Las cortinas estaban abiertas y corría una brisa leve por la ventana. 

 

Sergio Agüero estaba acostado, y observaba la calle rebosante de energía por la ventana. Tenía, dentro de todo, un buen aspecto. Eso le dio a Leo esa pizca de tranquilidad que tanto necesitaba. Sin importar las buenas noticias aportadas por la palabra juiciosa de Adriana, había que ver para creer. Y el rosarino suspiró aliviado al cerciorarse de que, en verdad, su amigo se encontraba bien. Hacía varios meses, recordó, desde su discusión. No lo había vuelto a ver en persona desde ese entonces. Pero el Kun se las arreglaba para permanecer igual que siempre (infarto de por medio o no, pensaba Leo). De alguna forma u otra, él siempre terminaba por hacer sentir a Leo como un adolescente atontado. Y tenerlo a su lado le devolvía aquella sensación de incertidumbre tan emocionante, tan propia de la juventud. Leo veía al Kun, y veía los mismos ojos que lo habían interrogado en aquel almuerzo luego del entrenamiento matutino; y sentía que volvía a tener dieciocho, que volvía a jugar con botellas vacías en la vereda del club, que volvía a sonreír como lo supo hacer entonces, respondiendo a la pregunta impertinente con un tímido: “ Lionel, Messi. ”. Veía al Kun, y, de alguna forma, sentía que la vida recién empezaba. En un mundo cambiante, de rostros borrosos y de idas y venidas, ese tipo de anclaje (ese tipo de estabilidad) no existía fuera de su círculo más íntimo. El Kun, a fin de cuentas, era la representación de todo lo que lo había, alguna vez, hecho feliz. 

 

Con ese pensamiento, Leo se acercó a la cama donde se encontraba su amigo, que al instante se volteó. Al verlo, su expresión se plasmó primero en sorpresa, para luego pasar a la alegría. 

 

Hola, Kun. 

 

— ¡Leo! — dijo el hombre, haciendo ademán de abrazarlo. Leo se acercó a él y pasó un brazo por sus hombros. — ¡Leo! ¿Qué hacé’ acá, pa? ¿De dónde saliste? ¿Vos no estabas en París? — su amigo lo miraba como si Leo se hubiese materializado en el aire, como por arte de magia.  

 

— Volví. Llegué recién… y vine directo para acá desde Ezeiza. Me avisaron apenas te internaron. 

 

El Kun lo miró con expresión pensativa. 

—¿Pero quién te avisó?

 

— Tu vieja, boludo. Estaban como locos. Me llamaron y vos todavía estabas en terapia intensiva. 

 

— ¿Y volviste así nomás? Qué quilombo…

 

— Me volvieron loco los de la aerolínea. ¿Pero qué iba a hacer? Si tenía que venir. Vos acá internado, boludo… y yo allá, al otro lado del mundo…

 

— Pero tampoco me iba a morir, boludo… — el Kun alzó los hombros.

 

Leo se impacientó. 

¿Vos tenés idea de lo mal que estuviste? ¿Sabés lo que me hiciste asustar, boludo? — se pasó la mano por la cara. — Todo el vuelo pensando en vos… no dormí nada. 

 

Por una milésima de segundo, el Kun pareció ruborizarse ante el comentario. Pero luego tosió levemente y se cruzó de brazos. Leo no lo notó. 

—…pero si estoy de lo más bien, chabón… mirame — alzó las manos— , como nuevo. ¿Te pensaste que te ibas a librar de mí así de fácil?

 

— Pensé que te morías, tarado, eso pensé. Y no quiero ni saber qué pelotudez hiciste para terminar así…

 

— No llegó ni a ser un picadito, pa, te juro… — se defendió. — Corrí cien metros como mucho… se escapó el perro a la calle y salí a buscarlo… pensé que aguantaba. 

 

El Kun decía la verdad. Leo lo conocía lo suficiente como para saberlo. Sin embargo, no pudo evitar sentirse frustrado de nuevo. ¿Por qué era siempre así de atolondrado?

 

Pero boludo, mirá lo que me venís a contar… sos cardíaco, Kun, ¿cuándo vas a entender? ¿No te alcanzó con el chip que tenés metido? 

 

Lo miró con exasperación, pero el Kun simplemente resopló, exhausto. 

Nah, ¿vos también me vas a cagar a pedos? Ya bastante tuve con los médicos…

 

A pesar del enojo, Leo no pudo evitar sonreír, divertido ante la idea.

— No me digas… ¿Te apalearon mucho?

 

— Sí, boludo, por todos lados me dieron, no sabé’… “que no haga esto, que no haga lo otro, que cómo se me ocurre”… ni un chocolate me dejan comerme. Y me tengo que morfar esta gelatina inmunda… vos que te quejabas de que estaba grandote… ¿sabés los kilos que voy a bajar estando acá? Voy a salir hecho un supermodelo. 

 

—Y… fuiste siempre carilindo, vo’. No te va a costar mucho. — Leo le dedicó una sonrisa socarrona. 

 

— No te me hagás el piola… — El Kun se incorporó, sentándose en la cama. — escuchá lo que te digo… prefiero vivir, por lo menos. No me puedo quedar encerrado, como una marmota, sin hacer nada, solo por la mierda esta que tengo. Te lo dije en el Mundial. Éramos campeones del mundo. Quería chupar y chupé. Quería fumar y me dieron un habano bárbaro. Fue de las mejores noches de mi vida. Y yo solo pensé: “si me muero, que sea acá”. Bueno, ahora es lo mismo. Me quieren hacer vivir como un abuelo, y yo no estoy para eso… quiero correr, quiero jugar a la pelota con Benja, quiero competir, quiero todo lo que tenía antes… — su semblante se ensombreció. 

 

Leo se acercó a su amigo y le acarició el hombro.

Pero no es tan fácil, Kun… — dijo con suavidad. — Es un conjunto de cosas, aparte… yo no creo que esto fue por correr cien metros, nomá’. Seguís escabiando también, y seguramente no comés lo que te dicen ni tomás las cosas que te recetan… a mí no me boludeés…

 

El Kun suspiró y miró hacia la ventana. Luego, escondió el rostro en sus manos para respirar profundo. Al volver a alzar la cabeza lentamente, evitó mirar a Leo a los ojos. 

— Es para lo que nací, Leo. — susurró. — No sirvo para nada más. Todas esas boludeces que hago… los streams, todo… no son nada, nada, al lado de patear la pelota. Es lo único que me gusta, lo único que me motiva, lo único que me importa. Y ahora me dicen que si lo hago, me voy a morir… 

 

La angustia del Kun hizo que Leo se estremeciera. Era el exacto razonamiento que él mismo había tenido, a la hora de retirarse. “ Después de esto, no hay nada. Sin esto, no soy nada.” 

Lionel supo que tenía frente a él a un hombre desolado, inconsolable. Un hombre que - para bien o para mal - seguía siendo el mismo que hace 15 años. El mismo chico que se creía invencible, que escondía palitos salados en el saco de nylon y jugaba al PES hasta las tres de la mañana con él. El único que entendía lo que era amar al deporte por sobre todo. El único que lo hacía sentir un poco menos solo.

 

— Por eso me calenté con vos la otra vez… — siguió. —  No podía entender. Yo hubiese matado, yo mataría por vivir lo que vos estás viviendo. Retirarte así… ¿si estabas perfecto? Las cuentas ya las habías saldado todas. No quedaba nada más. Nadie podía decirte nada. Ahora te quedaba disfrutar cada segundo hasta que el cuerpo no te diera más, hasta que los demás te dijeran que parases y el PSG te despachara. Pero paraste vos solo. No sé de dónde mierda sacaste la idea, y sigo sin entender para qué. 

 

Leo desvió la mirada y chasqueó la lengua. No estaba listo para darle explicaciones, aún.  

Perdón por haberte contestado así, antes. Es que me tenía muy nervioso todo el tema del retiro, de la prensa… ya sabés como me pongo cuando me toca hablar en público. Después veo los diarios y sacan todo de contexto, no importa lo que diga. Me matan siempre. — dijo, sin más. 

 

— No te disculpes, boludo, no pasa nada. Yo tampoco estuve bien. Supongo que era envidia lo mío… y un poco de bronca, qué se yo… — continuó el Kun. Luego, cerró los ojos y se relamió los labios. Leo sabía que lo hacía cada vez que se preparaba para decir algo delicado.  

 

Pero me daba lástima también, ¿sabés?… Siempre jugué con vos… estuviésemos jugando para Argentina o no. Yo jugaba, y vos siempre estabas… en algún lado, estabas…  Y ahora verte así, retirado.. es como confirmar que estamos viejos. Que se va terminando todo. — arqueó las cejas. — Y me quiero matar cuando pienso en eso. 

 

Ambos permanecieron callados. Sonaban en la lejanía los bocinazos del tráfico bonaerense. Se escuchaban los pasos de las enfermeras en el corredor. El calefactor emitía un zumbido leve. 

 

El lado más humano del Kun estaba reservado para pocos. Verbalizar sus emociones había sido siempre díficil para él (y Leo lo sabía). Uno podría conocer a Sergio Agüero y pensar que su extroversión alcanzaba también los lugares más recónditos de su vulnerabilidad. Pero no era así. A veces, reconocer seriamente sus angustias se le hacía, por momentos, imposible. Con Leo, las cosas eran distintas, siempre lo habían sido. Había ocasiones, ocasiones como esta, en las que las charlas difíciles tenían que hacerse. La amistad entre ellos se había forjado de esta manera a lo largo del tiempo: había momentos para enojarse, momentos para perdonarse, y cuando hacía falta aludir a un problema, lo hacían sin rechistar, sin guardarse nada. Era necesario, imperativo, porque solamente entre ellos podían escucharse y entenderse como si fueran uno. 

 

Leo tomó por el brazo a su amigo. 

Yo sé que no e’ fácil esto… — replicó el rosarino, quebrando el silencio. — Y en este asunto tenés más experiencia que yo. Pero pensá en la gente que te quiere. Tenés a tu familia acá. ¿Vos sabés cómo estaba tu mamá cuando me llamó? Le temblaba la voz. Estaban todos asustados, preocupados por vos. Y tenés un hijo, Kun. Sos papá, vos. No podes ir pensando en que “si me muero, me muero”, como si no fueses responsable por Benja. — Leo miró hacia la ventana que daba al pasillo. El susodicho estaba sentado afuera, hablando con su abuela. — Hacelo por él. No lo dejés solo. 

 

Pensativo, el Kun jugaba con su brazalete de paciente mientras asentía con la cabeza, mirando a su hijo a través del ventanal. Leo tragó saliva.

Y no me dejés solo a mí, tampoco. — murmuró.

 

No había planeado decirlo en voz alta, pero al parecer su inconsciente le jugó una mala pasada. Avergonzado, Leo estaba listo para oír al Kun estallar de la risa ante el comentario romanticón, y tener que bancarse los próximos quince años de boludeo permanente. Porque Leo lo quería mucho, demasiado, pero se sentía extraño decirlo: parecía una redundancia, una obviedad, como afirmar que el sol se esconde en el horizonte o que la gravedad nos ata a la Tierra.

Sin embargo, antes de que el Kun tuviese la oportunidad de reaccionar o responder, se oyó el chirrido de la puerta al abrirse. Por el marco se asomó Benjamín, que titubeó antes de entrar, pero prosiguió ante el gesto permisivo de su padre. Lo siguió Adriana. 

 

Ya nos vamos, pa. — Benja se acercó a la cama. Luego, se volvió hacia Leo. — ¿Vos te quedás?

 

— Sí. No se preocupen, vayan tranquilos. 

 

Adriana comenzó a revolver su cartera. 

Vuelvo en un rato, hijo. Dónde dejé las llaves del auto… — dijo para sí. — ¿Querés que te traiga la computadora? Pero no te pongas a laburar, que te mato. 

 

— Dale ma, gracias. Pero tengo que hablar unos temas con Yamber, sí o sí. — ante la mirada de reproche de su madre, el Kun replicó — ¡No me mirés así! Tengo que traer el pan a la mesa… — luego miró a su hijo con una media sonrisa. — Y vos vení acá, wachín. Dame un beso. 

 

El chico lo abrazó. 

Portate bien, eh. — Benjamín asintió con la cabeza mientras el Kun lo despeinaba con cariño. 

 

Vos portate bien, hijo. Hacele caso a lo que te dice el médico, por el amor de dios. Leo, fíjate que no haga cosas raras. 

 

Bueno, bueno. Que ya no soy un nene, ma. — protestó el implicado. Su madre lo ignoró y esperó la respuesta de Leo. 

 

— No te preocupes, Adri. Nos vemos. — dijo, simplemente. 

 

Abuela y nieto se despidieron. 

 

De vuelta solos, el Kun lo tomó levemente de la muñeca. Lo miró con ojos tristes. 

Gracias. Gracias por venir a verme, pa. 

 

Leo sonrió y tomó asiento al lado de la cama. 

— No me tenés que agradecer nada. 

 

— No digás boludeces. — el Kun hizo una mueca. — Siempre te tengo que agradecer. ¿Si hacés todo bien, hijo de puta? Viniste hasta acá… y tenés razón, la verdad. No puedo seguir haciendo estas pelotudeces. Pero pensé que todavía me la bancaba un poco más. Se ve que estoy peor de lo que pensaba. 

 

Leo alzó los hombros. 

— Pero estás bien, ahora. No importa nada más. — esa era toda la verdad.

 

Su amigo asintió en silencio. Recorrió la habitación con la mirada y luego lo volvió a observar, ahora con una nueva duda en los ojos. 

¿Seguro que te querés quedar acá? — le preguntó.  

 

Para Leo, la cosa era simple. 

 

Él conocía a muchas personas (y muchas más lo conocían a él). Se pasaba la vida fuera de la cancha saludando a desconocidos, respondiendo preguntas (incluso las impropias) por parte de periodistas, estrechando manos de figuras prominentes que nada tenían que ver con él ni con el fútbol, sonriendo frente a las cámaras, dando o recibiendo regalos, muestras de admiración y respeto, incluso aceptando el odio de algunos pocos. No podía mentir: prefería estar solo, eso no era un secreto, pero entendía que la fama era la consecuencia directa de su amor por la pelota. Y como consecuencia, hacía falta manejarla con cuidado: este era el precio por su pasión, y su obstáculo más grande frente al deseo de “hacer vida normal” que siempre perseguía. A lo largo de su carrera, se cruzó con individuos de todo tipo y color. Encontró buenos amigos y rivales dignos. Encontró gente amable como también gente irrespetuosa. Se le hacía cada vez más fácil distinguir entre las intenciones genuinas de algunos y los motivos ulteriores de otros tantos. Y los que se acercaban a él por interés no eran pocos. Lo habían engañado, sí, tal vez más de una vez. Lo habían traicionado , sí, al menos en términos sensacionalistas. 

Por esa misma razón, entendió con los años, debía rodearse de las personas honestas, bienintencionadas, reales, que conociera en el camino. Aquellos que pudieran sacar lo mejor de él, y que él pudiese motivar a ser mejores. Y Sergio Agüero lo había transformado. Cuando se encontraba con él, las cosas eran más claras. No había desafío demasiado grande. No había disgusto que durase para siempre. No había partido que no pudiese darse vuelta. Y su vida, por momentos, se sentía normal. Cuando compartían cuarto, era lo mismo. Jugaban a la Play, se puteaban, se tiraban almohadas, se reconciliaban, compartían la comida, cebaban el mate con agua del dispenser, y dormían con la televisión prendida (gracias a que alguien se olvidaba de apagarla). Discutían cuando miraban partidos, se reían de algún chiste, hablaban del futuro y del ahora, y de todo aquello que deseaban. Y Leo siempre supo que no necesitaba nada, nada más. 

Lo había entendido mejor que nunca durante esos meses de silencio luego de su discusión. Era casi imposible no pensar en él. Después de tantos años juntos, Leo no podía evitar querer compartir cosas con él. Podía ver algún partido y pensaba solamente en lo mucho que habría querido discutir la jugada con el Kun. Podía comer alguna comida exótica en un restaurante pretencioso y pensaba solamente en lo mucho que habría querido ver como el Kun ponía cara de honesto disgusto y pedía una milanesa con papas fritas. Pensaba en algo gracioso y no podía evitar imaginar la carcajada del Kun al oírlo. Podía salir a correr o hacer tiros al arco, y no podía evitar querer que el Kun estuviese ahí, acompañándolo. 

Por eso mismo, si la vida de él estaba en riesgo, para Leo la cosa era simple. Era estar junto a él, y punto. Era viajar sin dormir, era esperar las horas que hicieran falta y acompañarlo, como fuera. No era nada de otro mundo, era simplemente lo que tenía que hacerse. Lo correcto. Y Leo creía (sabía) que, de haber estado invertidos los roles, Sergio Agüero habría hecho lo mismo, sin dudarlo un segundo. 

 

Obvio. — recalcó Leo. — ¿Cómo no voy a querer quedarme?

Chapter 6: Te elijo a vos.

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

 

El Kun bostezó. 

 

Una enfermera de greñas oscuras y cara de pocos amigos le pasó un algodón con alcohol por el brazo, en la flexura del codo. Sergio se estremeció al contacto con el frío. Cuando le pincharon para hacerle un intravenoso, prefirió mirar hacia el otro lado. Gruñó por lo bajo ante el dolor punzante. 

 

Leo se encontraba a su lado, distraído con una de las revistas que la madre del Kun les había dejado (junto con su computadora y algo de ropa - incluyendo unos calzoncillos de Independiente que Leo no tardó en encontrar y que lo hicieron reír largo rato). 

 

Al verlo ensimismado leyendo un artículo sobre la boda de alguna estrella de la farándula argentina, el Kun observó como los dedos del rosarino pasaban de página. Tenía callos. Siempre los había tenido. Pero eran manos muy esbeltas, pálidas. No parecían las manos de un hombre de treintaitantos…. mucho menos de un ex atleta de su profesión. El Kun siempre las había contemplado con asombro por ello. Más que cualquier otro, siempre había estado muy atento de los detalles en las facciones de su amigo. El entrecejo endurecido con los años, la nariz prominente, las orejas saltonas, los ojos llenos de templanza… y la sonrisa. La sonrisa de Leo era su parte preferida. Los ojos se le achinaban y los dientes blancos formaban la fotografía perfecta. Sonreía siempre como un pibito. Siempre alegre, pero con una alegría serena y, a la vez, algo ingenua. Y las manos, bueno… el Kun siempre las notó. Al abrazarse luego de meter gol, al darle la mano al final de un partido, al chocar los cinco después de ganar un campeonato de truco, al saludarse a la mañana y despedirse por la noche. 

 

Habría podido ser músico, con esas manos. Igualmente, pianista nunca habría sido, el bruto este. Si nunca le importó nada más que la pelota…”.

 

Pensó en el Leo de dieciocho, ese que había conocido en el predio de la AFA aquel día de mayo. No era difícil recordar: él no había cambiado nada. Ante él se encontraba la misma persona, la misma voz suave. Los mismos ojos. 

 


 

Invierno, 2005

 

Una de esas tardes, mientras mataban tiempo después del entrenamiento, esperando la hora de cenar, el Kun se había dispuesto a interrogar al rosarino.  Faltaban pocos días para el viaje a Holanda. En cada habitación los jugadores habían colgado un calendario e iban tachando los días. Había sido idea (o más bien orden ) de Ferraro. 

 

¿Y qué te gusta hacer, a vo’? ” le había preguntado el Kun.

 

Leo lo había mirado, pensativo, callado. 

 

Tenía pecas que desaparecieron con los años, pero el Kun las recordaba. Las había visto arrugarse cada vez que el rosarino hacía esfuerzo por recordar o pensar en una respuesta contundente a sus preguntas insistentes. El Kun había sido muy hinchahuevos, como él mismo reconocía, en aquella época en especial. Durante sus primeros días de convivencia, la incomodidad y nerviosismo no le habían permitido soltarse. Pero, pasadas las semanas, y con el Mundial Sub-20 a la vuelta de la esquina, se volvió mucho más charleta. No había podido evitar sentir una enorme curiosidad por su compañero de cuarto, y le hizo preguntas de todo tipo y color apenas tuvo ocasión. Y Leo daba lo mejor de sí para responder como mejor podía. Porque era un pibe de pocas palabras, sí, pero palabras sentidas y seguras.  

 

Y, nada, qué sé yo... jugar al fulbo. Eso es lo que más me gusta.— terminó por decir, simplemente. El Kun negó con la cabeza. 

 

Pero algo más te tiene que gustar, digo. ¿Cuando no estás jugando, que hacé’?

 

—Y… duermo la siesta. Juego a la play.

 

¿Y… aparte de eso? Pero, ¿qué te gusta hacer, además?

 

Leo se encogió de hombros. 

Y… nada, me gusta dormir. Soy mucho de dormir.

 

Pero la re con-… bueno, pa. Mirá vos, qué bien. ¿Y si no jugases? ¿Qué harías?

 

El chico permaneció en trance. Parecía querer imaginar algo que no existía. Una realidad inadmisible, en cualquier universo. Algo imposible de pensar. Finalmente, miró al Kun, alzando los hombros. 

 

—… nada. No se me ocurre nada má’. Tampoco eh’ que sirvo para algo más.

 

El Kun pudo observar que Leo estaba siendo sincero. Que, por lo menos en su mente, su imagen de sí mismo era esa y solo esa. Que no se reconocía en nada más que no fuera en una cancha, con la camiseta puesta, las canilleras entre las medias, sudor en la frente y botines con tapones de colores. 

 

Una profesión efímera, la que ellos perseguían, y que acabaría más pronto de lo común. Vivir para siempre, ser eternos … el deseo de cada joven jugador, el afán de luchar y luchar... en un plazo de tiempo tan corto, todos deseaban destacar, y pocos lo lograban. Todos querían ser lo mejor de lo mejor. Era un deseo humano, comprensible. Un deseo que incluso el Kun reconocía tener, al menos parcialmente. La idea de sentirse especial era, al final del día, tentadora, incluso para él. Verse allí, rodeado por su familia, alzando una copa, besando una medalla. La gloria máxima. 

 

Sin embargo, no vio esa clase ambición en los ojos de Leo. El chico parecía expresarlo desde el fondo de su ser, como una sencilla realidad: le gustaba jugar al fútbol. Nada de lo que giraba alrededor de ello parecía representar en él un interés. Ni la fama, ni la guita… esos eran deseos adultos. El pibe quería jugar, y quería ganar. Y nada más. Lo supo desde el momento en que lo vio por primera vez entrenar. Que le encantaba ganar. Que necesitaba ganar. Que su espíritu competitivo era lo que lo empujaba hacia adelante. Y en esos ojos marrones que el Kun tenía grabados a fuego en su mente, había una serenidad inexplicable. Ese chico no era de este mundo, el Kun se estaba percatando de ello. Y que cuando estaba en la cancha, era otro. Leo era Leo cuando tenía la pelota enfrente y un campo abierto. 

 

El Kun sacudió los hombros al contestar. 

 

Bueno… pero tampoco es que yo sirvo para algo más, ponele. Pero si no jugase al fulbo, hay otras cosas… qué sé yo… sería maestro jardinero. O piletero. O cumbiero. O vendedor de churros. O sería la mujer de un jugador, de última.

 

Leo lo miró, divertido.

 

¿… maestro jardinero, vo’?

 

El Kun resopló, fingiéndose indignado.

 

¿De todas las respuestas que te tiré, esa es la que me reclamás? ¿De qué te reís, gil? ¡Seis hermanos, tengo! ¡Me la pasé cambiando pañales toda la vida! Mirá si no me las arreglaría para entretener a los wachines de otros… los llevo a la cancha y hacemos pases con los pibitos…

 

Bue… tenés más de cumbiero, para mí. — se aventuró a decir. 

 

Ahí tenés razón, pa.

 

El Kun se incorporó de la cama y se dirigió hacia la pequeña televisión que había en la pieza. Sentado en el suelo de baldosas, intentó encontrar el botón de encendido.

 

—¿Y las películas? ¿Vas al cine? — continuó el interrogatorio, mientras hacía zapping entre los pocos canales que había.

 

—No.

 

—¿Música, escuchás?

 

—…a veces.

 

Eso era un progreso, por lo menos. 

 

¿Qué escuchá’?

 

Cumbia… Sergio Torres… cosa’ así.

 

El Kun sonrió.

Te voy a prestar el MP3 un día de estos, pa. Así aprendés. Cuidame el aparatito igual, eh.

 

Simultáneo a esas palabras fue un repentino ruido sordo que atrajo la atención de Leo, y no lo dejó responder al ofrecimiento. El Kun había dejado caer un joystick al suelo. Al recogerlo, se incorporó y lo miró con ojos alegres.

 

—¿ Te jugás un partidito, pa?

 

Leo sonrió pero no contestó enseguida. El Kun prosiguió.

 

¿O tenés miedo, vo’?

 

Pero Leo no se dejó intimidar y le dedicó una expresión superada.

Pasa que te voy a ganar. No te quiero cagar la tarde.  

 

—Vení para acá, que te bajo de la nube en tres segundos, tarado.

 

Ambos se sentaron en el suelo frío y comenzaron a jugar. Partido tras partido, la situación se acaloró. Se daban codazos entre ellos mientras el Kun puteaba. Leo permanecía en silencio, incluso cuando ganaba. Pero, si perdía, se enojaba tanto que pateaba la cama con fuerza. Jamás gritaba, pero siempre tiraba algo al suelo. 

 

El sol fue cayendo y por la ventana asomaban los primeros tintes oscuros en el cielo. Cuando el reloj dio las ocho, parecían haber pasado días. 

 

La cena no tuvo eventos remarcables. De nuevo, el Kun se alejó de Leo para sentarse junto a los jugadores más jóvenes, mientras que este último se quedaba en el otro extremo de la mesa, taciturno. Leo sabía que el Kun tenía otros amigos. Que él era simplemente su compañero de habitación. Parecía ser un hecho de nula importancia, pero Leo seguía sin entender qué era lo que lo molestaba sobre ello. Lo que lo irritaba. Por alguna razón, tenía el deseo de ser la primera opción del Kun. Quería sentarse junto a él, incluso quería que lo eligiera primero al armar parejas de juego en los entrenamientos. Y esa necesidad tenía un origen desconocido, que Leo no sabía explicar, pero tampoco podía ignorar del todo. Intentó sacárselo de la cabeza por un rato, al menos. Se concentró en masticar la milanesa y escuchar a medias la conversación de Zaba con Formica, que discutían por lo ridículo de un penal que le habían cobrado a Boca en una de las últimas fechas, contra Independiente.  

 

El rosarino siguió mirando de reojo al Kun, inconscientemente. Cuando este, en un momento dado, desvió la mirada de su amigos y encontró sus ojos, Leo se atragantó con el puré. Tosió y ocultó su cara con una servilleta, avergonzado. Sentía todavía la mirada de su compañero de cuarto sobre él. Pero cuando se recuperó y volvió a observarlo, los ojos del Kun ya lo habían abandonado. Ahora reía por alguna ocurrencia que le había dicho Garay. 

 

Tanto fue su pudor que Leo no se atrevió a volver a mirarlo hasta el final de la cena. Solamente en ese entonces sintió que alguien se acercaba a él y un dedo le tocaba el hombro, a modo de llamado. Al alzar la mirada lo encontró de nuevo.

 

Venite al ciber, vamos con los chicos. — le dijo el Kun, con confianza. 

 


 

El “ciber” en cuestión era la sala de computadoras del predio. Era diminuta, y contaba solamente con tres escritorios, cada uno contra una pared distinta, y con sus respectivas computadoras. Generalmente, la utilizaban los adultos: los asistentes del cuerpo técnico las usaban para enviar las listas de inventario a los proveedores, ordenar los pedidos para las botellas de agua, pecheras nuevas y repuesto de pelotas. Durante las tardes y, ocasionalmente, de noche, los jugadores se escabullían a la sala. No estaba prohibido, en absoluto ( era aconsejable que los chicos mantuviesen contacto permanente con sus familias, escribiendo mails y demás ), pero sus entrenadores los miraban con un dejo de reproche, esperando que no perdieran mucho tiempo de descanso delante de la pantalla. 

 

Leo y el Kun se unieron a un grupo de otros cinco, entre los cuales estaban Gago, Biglia y Zaba. Comenzaron a jugar al buscaminas, al Friv 2005, incluso encontrando una versión web del Tetris y de Tomb Raider. Leo se limitó a mirar como jugaban los demás, que iban turnándose para utilizar las computadoras. No sabía jugar a la mayoría de estos juegos, y no quería molestar a nadie con preguntas. Prefería ver como el Kun le ganaba a todos en un jueguito de pistolas, donde corría por unos túneles oscuros y mataba zombies pixelados. 

 

A medida que el tiempo fue pasando, algunos bostezos indicaban ya que era hora de irse. Al principio uno, luego otro… los compañeros saludaban y volvían a sus cuartos. El blackberry de Zaba comenzó a sonar; el chicó explicó con un rostro de terror que se trataba de su madre, a quien había olvidado llamar. Mientras ponía el teléfono en su oreja, les dedicó un saludo con la mano a sus compañeros y salió del ciber. En un momento dado, cuando la luna se alzaba por la ventana, Leo y el Kun se quedaron solos. El moreno lo miró. 

 

—¿Por qué no jugaste, Leo?

 

Leo se quedó mudo. No pensó que el Kun había estado al pendiente de él. Respondió con sinceridad, al recuperarse un poco de la sorpresa. 

 

No, nada… es que mucho de estas cosas no sé, qué sé yo…— dijo, mirando al techo. —No quería molestar.

 

El Kun no se burló de él, tampoco desestimó su parecer. Se limitó a mirarlo con una expresión que Leo no podía descifrar. Un poco de pena en sus ojos habría bastado para darle a Leo impulsos suicidas por la enorme vergüenza. Pero el Kun no parecía tener una actitud condescendiente, nunca con él.  

 

El chico señaló la compu. 

No molestás, boludo, no digás eso. ¿Querés jugar conmigo? Te explico. Y no me río, te prometo… está bueno este jueguito. Sos un pibito re loco que va por la ciudad y tenés que matar a los extraterrestres estos de acá, mirá.— le decía, mientras indicaba con el dedo los personajes en la pantalla. 

 

Leo sonrió ante sus palabras. No sabía por qué, no entendía la razón, pero algo en ellas lo emocionaban. Porque, a pesar de estar siempre bien acompañado, esas últimas semanas habían sido difíciles. El cansancio a veces le ganaba, y estar tantos días fuera de casa verdaderamente drenaba su energía. 

 

Y Leo se sentía solo, siempre. Y estar solo consigo mismo a veces no le sentaba tan bien como pensaba, como quería creer. Había días (cuando erraba un penal en el partido, cuando cometía algún error estúpido, cuando persistía y persistía y las cosas simplemente no se le daban ) en los que quería solamente dormir todo el día y no ver a nadie. En momentos como esos, cuando estaba completamente exhausto, completamente apagado, no encontraba nada que lo confortara como la soledad entre cuatro paredes. Los otros, todos los demás, lo tenían muchas veces sin cuidado. No por antipatía, sino por apatía. Por momentos, Leo no sentía nada por los demás a su alrededor. Era como si un interruptor apagase, en un instante, su empatía, sus ganas de compartir. Junto con ese aspecto de sí mismo que fue madurando con los años de su adolescencia, llegó el miedo a que esta actitud lo hiciera quedar mal frente a otros. Al final del día, era fácil notar que los demás chicos no compartían este miedo, y eso lo hacía sentir todavía más solo. La extroversión de muchos lo intimidaba, la facilidad con la que algunos iban por la vida, seguros de sí mismos, era una condición que Leo soñaba tener. Pero hacer amigos no era fácil, menos para él, y menos cuando se encerraba en sí mismo. 

 

Ver los ojos marrones del Kun, que brillaban en aquella triste habitación mal iluminada, lo conmovió. Seguramente era culpa del sueño. Quizás era hora de ir a la cama. 

 

No quería ser llorón, pero a veces estas cosas lo sobrepasaban. No se le aguaron los ojos, pero tosió disimuladamente para deshacerse de ese nudo que había aparecido en su garganta. 

 

—Gracias, Kun. Mejor la próxima. Te prometo. Y yo te enseño a jugar al truco.

 

El otro no parecía ser consciente del efecto que sus palabras habían tenido en Leo. Simplemente sonrió, despreocupado, ya distraído viendo la computadora. 

 

—Dale pa, no te preocupés. Y preguntame si queres, la próxima, cuando juguemos con los chicos. Así no te perdés de jugar vos también, eh.

 

Leo le agradeció de nuevo, y le indicó que iba a usar la computadora cinco minutos para responder a los mails de su familia. El Kun lo esperó mientras hacía jueguitos con una bola de papel que había encontrado cerca del tacho de basura. 

 


 

El reloj marcaba diez minutos para las diez, la hora del toque de queda. En cuestión de minutos, el Kun, el eterno piola, se había puesto, por primera vez, nervioso. Toqueteaba el piso con el pie y caminaba de un lado a otro de la habitación, intentando disimular su ansiedad. 

 

—Dale, Leo, apurate. Mirá que nos agarra el utilero y fuimos, vos y yo. A menos que tengas plata acá para pagar la multa.

 

—No nos van a meter ninguna multa.— Leo descartó la idea con tranquilidad. El Kun resopló. 

 

—Si no terminás de escribir ese mail rápido, nos van a meter tres: una porque vos estás afuera de la cama, una porque yo estoy afuera de la cama, y otra porque nosotros ‘tamo’ afuera de la cama. Vamos a tener que hipotecar la casa para cuando nos agarren. Metele rosca, pa.

 

Leo puso los ojos en blanco pero procuró apurarse. Había terminado de escribir un mail a su mamá, enviando un saludo especial a un primo que cumplía años. Cerró la pestaña y se detuvo un momento en el buscador de Google. A pesar de ser un mal momento, tipeó rápidamente “fotolog.com. ”, el sitio con el que sus amigos le habían llenado la cabeza esos últimos meses. Todavía le costaba entender cómo usar el tal “Fotolog”. Sus compañeros de Rosario compartían fotos cada día, y le habían insistido para que se hiciera un usuario. Sinceramente, no entendía nada de nada.

 

¿Usás esto, vo’? dijo Leo, señalando el monitor. El Kun se acercó.

 

¿Qué hacés? Dejá eso y vamos.

 

Leo no se movió.

¿Usás o no usás, boludo? Me acaban de mandar un mensaje pero no sé qué tocar para contestar.

 

Leo había creado el usuario hacía pocas semanas. Sus amigos le dieron instrucciones para que “subiera” una foto al foro. No había encontrado nada qué mostrar. Pero esa tarde, rondando por el predio, había dado con una pequeña sala en el entrepiso, donde guardaban todas las pelotas que se usaban en los entrenamientos. De las paredes de la habitación colgaban unos pósters vintage de Maradona. Tal vez era una buena ocasión. Sacó una fotografía del depósito con su Nokia y luego la compartió en Fotolog, tras un arduo proceso de prueba y error, tocando botones. Ahora, recibía notificaciones de sus amistades desde el foro. 

 

Lo ponía nervioso la tecnología. No le gustaba tener mensajes sin responder. Menos, si no sabía cómo responderlos. 

 

El Kun se rascó la cabeza, exasperado.  

No te mandaron nada, tarado. Te están comentando la foto que subiste, nomá’.

 

Leo frunció el ceño.

¿… ‘tonce’… no tengo que contestar nada?

 

—… y, solo si vos queré’. No hace falta. Yo no contesto siempre.

 

Leo lo miró, pensativo.

 

¿ y a qué le sacás foto?

 

El Kun se rascó la cabeza, impaciente .

qué se yo…. a lo que me gusta. Ni idea. Dejate de joder Leo, vamo’ vamo’ que nos van a recontra cagar a pedos. Ya me sancionaron otra vez. Me agarran de vuelta y me voy a tener que quedar a vivir en el banco de suplentes.

 

“Ah, con razón la cara de susto.” pensó Leo. 

 

Antes de dejar la habitación de computadoras, Leo contestó a sus amigos rápidamente. Asegurándose de que el Kun estuviese distraído pensando en irse, Leo publicó con sigilo una foto de ambos en Fotolog. Se la habían sacado durante el primer entrenamiento juntos. Estaban parados frente al área chica, con la tribuna vacía detrás. El cabello del Kun revoloteaba y Leo no podía contener la sonrisa. Estaban tomados de los hombros y miraban a la cámara con alegría. Plasmada en esa imagen estaba la primera vez que se habían abrazado (o medio-abrazado ). El sol brillaba, el ángulo era bueno, los colores resaltaban más que nada. Y a Leo le gustaba la foto. Así que le hizo caso al Kun. Por ninguna otra razón. Solo le gustaba como habían salido. 

 

Debajo de la foto puso la descripción más apropiada que se le pudo ocurrir.

 

entrenando en el predio con mi compañero :)

 

Al apagar la computadora, tomó con rapidez su buzo y siguió a su amigo hacia el pasillo. 

 


 

Bajaron las escaleras tan rápido que el Kun se resbaló en un peldaño y casi casi pierde tres dientes. Antes de impactar contra el suelo, Leo lo tomó de la remera y tiró. Suspendido en el aire, el menor hizo malabares para estabilizarse y dedicarle a Leo su mejor sonrisa irónica.

 

Gracias, pa. Me estás ahorcando.

 

Leo se enojó por lo descuidado que era su amigo.

¿Preferís perder medio comedor, boludo? Mirá que te suelto, sin problema.

 

Dejate de joder, ni se te ocurra, que me voy a la mierda. ‘Perá.

 

El Kun alcanzó la baranda antes de recuperar el equilibrio. Leo lo soltó, una vez seguro de que su amigo no estuviera en riesgo de caída libre. Continuaron el recorrido.

 

Mientras caminaban a paso rápido y sigiloso por los corredores, el Kun percibió un reflejo luminoso que lo dejó reculando. Volvió sobre sus pasos y miró hacia la derecha, donde el corredor se bifurcaba. En el pasillo lateral, que llevaba a los dormitorios del cuerpo técnico y el staff, se erguía una enorme, reluciente, majestuosa máquina expendedora. Tenía de todo: había papas fritas en el estante superior, Pringles, Rex, Saladix … había chocolates Nugaton, además Rhodesia y Tita… bebidas energizantes, agua, jugo de frutas y gaseosas. Y, por sobre todo, unos Capitán del espacio que tenían pinta de ser la gloria. El paraíso de la gula, frente a ellos.

 

No hicieron falta palabras. El Kun se dio vuelta con una media sonrisa, insinuando lo que Leo ya intuía. Su amigo no alcanzó ni siquiera a presentar su causa ni proponer un plan, antes de que Leo lo callara y negara con la cabeza rotundamente.

 

Ni se te ocurra. No podemos comer esas cosas, boludo. Y tenemos que volver ya mismo. Hace tres minutos estabas jodiendo con que nos iban a sancionar. — Leo lo dijo tranquilamente, pero se notaba su resignación. El Kun lo tomó del hombro y señaló a la máquina con ojos brillantes. 

 

¡Pero boludo mirá, tienen Club Social sabor jamón! ¡El kiosquero de mi cuadra me había dicho que no las hacían más! Dejame comprar una, aunque sea. Las compartimos. Daleeeeeee… no seas calentón…

 

El Kun lo sacudió tanto que Leo no pudo hacer otra cosa que suspirar. Y ceder. Si les metían multa, por lo menos había sido por un paquete de Club Social de jamón. Algo de dignidad quedaba.

 

Bueno… pero dale, che, rápido.

 

El Kun no necesitó oírlo dos veces. Sacó de su bolsillo una moneda de 50 centavos y la introdujo por la rejilla, para luego tocar los botones. 

 

Mirá este truquito, pa.

 

El chico esperó a que la máquina validara el dinero y el espiral de metal comenzara a girar, soltando el paquete de Club Social. En ese instante, el Kun apuntó con precisión y le dio una patada a la parte inferior del tablero. El aparato emitió un sonido grave, y, luego de una segunda patada más leve, los espirales se sacudieron e hicieron caer al compartimiento inferior varios paquetes de más. 

 

Leo miró al menor, abriendo los ojos, para luego soltar una risa incrédula. 

 

Sos una cosa de locos.

 

¿Qué queré’ que te diga? Es una técnica milenaria. Dale, ayudame a guardar todo.

 

El Kun tomó su saco de nylon espantoso y comenzó a meter todo dentro de él. En ese momento, Leo comprendió que los bolsillos del saco eran inusualmente grandes. 

 

Con razón…. para eso era el saco este. Qué cosa, che…

 

Reanudaron la marcha, con tres paquetes en cada bolsillo y otros tantos metidos debajo del saco. A cada paso resonaba el arrugarse del plástico de los envoltorios.

 

Tomaron el ascensor. La última brecha del trayecto sería atravesar el pasillo hasta su habitación, pasando por los cuartos de los entrenadores.

 

El Kun ya estaba vanagloriándose de su impecable operativo de aprovisionamiento de porquerías cuando las puertas del elevador se abrieron. Frente a ellos se erguía uno de los utileros del equipo. Y no cualquiera. Este era el peor de todos. El más policía. Era un viejo de mierda , como decían los más grandes del equipo. Tenía canas, unos ojos grises profundos y una nariz de águila. El hombre los miró con sospecha. 

 

Leo se quedó duro. El Kun lo tomó del brazo y juntos hicieron ademán de salir hacia su pieza, pero el señor los paró en seco. 

 

¿Señoritos, se puede saber qué andan haciendo afuera del cuarto a esta hora? Ya pasó un rato desde las diez.

 

Leo seguía paralizado. El Kun rió con nerviosismo. 

— Perdónenos, don Elviro. Estábamos abajo y tuve que ir al baño. Ya estamos yendo a dormir.

 

El hombre permaneció en silencio, analizando la justificación del chico. Pareció convencerse cuando soltó un largo silbido. Finalmente dio el veredicto. 

— Vayan, entonces. Rápido.

 

El alivio de ambos no duró mucho. Apenas comenzaron a caminar hacia el pasillo, el molesto ruido de los envoltorios de plástico de las golosinas comenzó a ser cada vez más difícil de disimular. Y no pudieron hacer ni cinco metros antes de que Don Elviro volviera a pararlos, ahora con un dejo de enojo. 

 

¿Qué tienen ahí, eh? — volvió a interrogar. El Kun tuvo que contener la risa. Siempre se tentaba en los peores momentos posibles. Porque no era posible que les estuviera pasando esto. 

 

— … nada, don Elviro. Es el saco este de nylon, que hace ruido. — inventó en el momento. Y rezó para que el señor se hiciera el tonto y los dejara ir. 

 

El hombre se rascó la cabeza y se pasó una mano por la cara, pensando. Repiqueteó los dedos contra su carpeta y resopló. Luego, con un dedo acusador, se dirigió hacia ambos. 

 

— Los dejo ir sola y exclusivamente porque el señor Agüero cumple años pasado mañana. Agradezcan que no llamo a nadie. Yo no vi nada, ¿me entendieron? Rajen de acá, pendejos. Ya. 

 

No hizo falta aclaración. Prácticamente corrieron hacia su pieza. Y, una vez adentro, no pudieron parar de reír como desesperados, intentando acallarse mutuamente para no despertar a los vecinos de habitación. 

 

Sentados en el piso, hombro con hombro, comieron las Club Social de jamón por las que el Kun tanto había luchado.

 

Como te cagaste con el viejo choto, ¿eh? Si no estaba yo ahí te comía vivo… — dijo el Kun, con la boca llena. 

 

— Si no estabas vos, yo me volvía a dormir en hora, sin las galletitas estas de mierda . — soltó Leo.

 

— ¡Ojo, eh! Más respeto con el patrimonio nacional. Si las seguís insultando no te comparto más. 

 

Leo rió mientras el Kun hacía la mímica de sacarle el paquete. Mientras el rosarino despegaba un sticker que había venido en el envoltorio de regalo y lo pegaba en su pierna, recordó las palabras del utilero. Lo había olvidado completamente. Los días en el predio eran todos iguales, así que el tiempo parecía detenerse, a veces. Ni siquiera se sentía tan cerca su propio cumpleaños, cuando en realidad lo estaba. 

 

— ¿Qué querés para tu cumple? — preguntó con timidez. El Kun comenzó a divagar. 

 

— Qué sé yo… le voy a pedir a papá el FIFA nuevo. Y si no puede, unos botines. Y si tampoco puede, nada. Una torta de frutilla. Con eso estoy. 

 

Leo se sentía raro. Ni siquiera en La Masía había tenido chance, aún, de celebrar un cumpleaños con un compañero de su edad. Por lo menos no con uno que lo invitara. Y ahora que tenía al Kun, sintió la necesidad de que lo autorizaran, de alguna forma, a contribuir con su parte. 

 

— ¿Te puedo regalar algo, yo también? — preguntó, algo dudoso. 

 

El Kun lo miró con los ojos muy abiertos, algo confundido pero, mayormente, atónito. 

— ¿… cómo me vas a pedir permiso? — le respondió, mientras le acariciaba el hombro. — ¡Obvio, pa! Pero regalame un partido, eso te pido. Dejame ganar una vez, hijo de puta. 

 

Ambos rieron y Leo fingió altanería. 

— Eso no sé si puedo… 

 

El Kun resopló.

— Sos una cosa… 

 

Cuando comenzó a hacer aquel insoportable frío invernal nocturno que el Kun tanto odiaba, ambos tomaron las frazadas más pesadas del placard y se fueron a dormir, cada uno por su parte, no sin antes desearse las buenas noches y sonreír al rememorar los episodios de aquel día juntos. 

 

Esa noche el Kun la recordaba a la perfección. No estaba seguro si había sido por el susto de Don Elviro, por el dolor de panza que tendría al día siguiente por las golosinas o por el entumecimiento que tenía en los dedos de los pies luego de patear la máquina expendedora para hacerse el canchero enfrente de Leo. Porque su compañero de cuarto era tan bueno jugando, que el Kun se sentía en la obligación de superarlo en todo lo demás. Y de sorprenderlo en todo lo demás.  A sus diecisiete años, ya sabía que, por lo menos en esta vida, jamás tendría una chance contra Lionel Andrés Messi en el fútbol. Pero el chico se sorprendía tanto cuando el Kun hacía estupideces y conseguía boludeces gratis haciéndose el piola con la máquina expendedora, que le daban ganas de tenerlo junto a él siempre. Y para el Kun eso era suficiente. 

 

Pero, por sobre todas las cosas, el Kun recordaba aquella noche porque había visto a Leo, por el rabillo del ojo, publicar aquella foto juntos en su Fotolog. Y, desde ese momento y para siempre, supo que no podría jamás elegir a alguien más en su vida que no fuera ese rosarino petiso. Y si la cosa era unilateral, el Kun esperaría, por lo menos, ganar el Mundial Sub-20 con el que, a sus ojos, era ya el mejor jugador del mundo. Pero se permitía soñar, por el momento, con que aquel chico taciturno lo quisiese tener de amigo, y lo viese con esos ojos con los que mira a la pelota cuando juega en la cancha. 

 

Notes:

Perdón por dejarlos colgados. Empecé la facultad en marzo y pasaron cositas… Pero quiero seguir escribiendo esto. Tengo varias cosas planeadas, pero me lleva mucho tiempo ponerlas en palabras.

Estoy trabajando en un oneshot kunessi que voy a publicar dentro de pocos si dios quiere, y estoy escribiendo otro del Cuti Romero y Heung Min Son, por si les interesa. Cuando los termine pondré los links x acá.

Ojalá les haya gustado el capítulo, aunque no esté tan bueno. Leo fanfics y sé cuán feo es ese sentimiento cuando el fanfic queda abandonado… les prometo que quiero terminarlo, y bien.

Saludos hermanas