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Buenos Aires, 1832
Se suponía que un mozo de cuadra no debía hablar al hijo del conde, y mucho menos trepar a la ventana de su dormitorio. Dios sabe qué le ocurriría si lo atrapaban. Probablemente recibiría una paliza antes de ser expulsado de la finca.
Esteban escaló una columna soporte, curvó sus largos dedos alrededor de los herrajes del balcón del segundo piso, y colgó suspendido un momento antes de balancear sus piernas arriba con un gruñido de esfuerzo. Se agazapó delante de las puertas y entró con los ojos entornados en el dormitorio, donde ardía una única lámpara. Una muchacho estaba de pie delante del tocador, pasando el cepillo por su suave cabello rubio. La visión llenó a Esteban de un súbito placer.
Francisco Romero el hijo del Conde. Era cálido, animoso, y hermoso de todas las maneras. Habiéndosele permitido demasiada libertad por sus desatentos padres, Francisco había pasado la mayoría de su corta vida vagando por la suntuosa propiedad de su familia. El Sr y la Sra Romero estaban demasiado inmersos en sus propios asuntos sociales para prestar ninguna consideración real a la supervisión de sus tres niños. La situación no era inusual para las familias que habitaban haciendas como la de los Romero. Sus vidas estaban estratificadas por el puro tamaño de la finca, donde los niños comían, dormían y jugaban lejos de sus padres. Por otra parte, la noción de la responsabilidad paternal no constituía ninguna clase de vínculo entre el conde y la condesa. Ninguno de ellos estaba particularmente inclinado a preocuparse de niños que eran el producto de una unión de carácter práctico y sin amor.
Desde el día en que se había traído a Esteban a la finca a la edad de siete años, Francisco y el habían sido constantes compañeros durante diez años, escalando árboles, nadando en el río, y correteando con los pies desnudos. Su amistad había sido pasada por alto porque eran niños. Pero con el tiempo, las cosas habían comenzado a cambiar entre ellos.
Ningún hombre joven saludable podría evitar conmoverse y sentirse fuera de sus casillas por Francisco, quien, a los dieciséis años, se había convertido en el muchacho más adorable sobre los verdes campos del Señor.
En ese momento Francisco ya estaba vestido de cama, llevando un camisón hecho de algodón blanco intrincadamente plisado y trenzado. Cuando se movió atravesando la habitación, la luz de la lámpara silueteó las generosas curvas de sus caderas a través del delgado tejido, y se deslizó sobre los dorados bucles de su cabello.
El aspecto físico de Francisco era de la clase que provocaba que el corazón se parara y quedarse sin aliento. Sus facciones eran finas y perfectas, y perpetuamente encendidas con el brillo de sus emociones sin reprimir. Y si todo eso no hubiese sido suficiente, la naturaleza la había dotado de un detalle final, unos labios carnosos y una sonrisa que desarmaba a cualquiera.
Esteban había tenido un sin fin de fantasías sobre besar esos labios atormentadores, y a continuación seguirlo hacia la delicada piel de su cuello. Besarlo y besarlo hasta que quedara débil y tembloroso en sus brazos.
En más de una ocasión Esteban se había preguntado que cómo un hombre de la anodina apariencia del conde, emparejado con una mujer de mediano atractivo como la condesa, podían haber producido una hijo como Francisco. Por algún capricho del destino, el había heredado justo la correcta combinación de rasgos de cada uno de ellos. Su hijo mayor, Rafael, había sido de alguna forma igual de afortunado, aunque no del todo, pareciéndose al conde con sus rasgos ásperos y su constitución física prudente. El pequeño Juani (de quien se rumoreaba que era el resultado de una de las aventuras extramaritales de la condesa) era hermoso, pero no de forma tan extraordinaria, careciendo de la radiante magia de su hermano.
Cuando miraba a Francisco, Esteban reflexionaba sobre que se aproximaba rápidamente en el tiempo en que ellos no podrían tener nada el uno con el otro. La familiaridad entre ellos pronto se convertiría en algo peligroso, si no lo era ya.
Volviendo en sí mismo, Esteban golpeó suavemente sobre el panel de cristal de las puertas. Francisco se giró hacia el sonido y lo vio sin sorpresa aparente. Esteban se puso en pie, mirándolo intensamente. Cruzando sus brazos sobre el pecho, Francisco lo evaluó con el ceño fruncido.
— Vete —espetó silenciosamente a través de la ventana.
Esteban estaba al mismo tiempo divertido y consternado cuando se preguntó que demonios habría hecho él ahora. Por lo que sabía, no se había visto envuelto en ninguna travesura ni maquinado calamidades, y no había provocado ninguna discusión con el. Y como recompensa, había estado esperando sólo en el río durante dos horas por la tarde.
Sacudiendo la cabeza severamente, Esteban permaneció en donde estaba. Se agachó para sacudir el pomo de la puerta en sutil advertencia. Ambos sabían que si era descubierto en su balcón, sería él el que padecería lo peor de las consecuencias, no Francisco. Y era por esa razón (para preservarlo escondido) por la que el reluctantemente quitó el cerrojo de la puerta y la abrió. Esteban no pudo evitar sonreír por el éxito de su treta, incluso si Francisco continuaba con el ceño fruncido.
—¿Olvidaste que nos íbamos a encontrar esta tarde? —Preguntó sin preámbulos, agarrado el canto de la puerta con una mano. Apoyó el hombro contra la delgada estructura de madera, y sonrió a sus ojos verdes claro. Incluso cuando él se encorvaba, Francisco debía torcer el cuello al mirar hacia arriba para encontrarse con su mirada.
—No, no lo olvidé -su voz, normalmente tan dulce y ligera, era cortante por el enfado.
—Entonces, ¿dónde estabas?
—¿Importa eso realmente?
Esteban bajó la cabeza mientras se preguntó brevemente por qué a Francisco le gustaba someterlo a un juego de suposiciones cuando estaba en problemas. Sin llegar a ninguna respuesta razonable, recogió con resolución el guante arrojado.
—Te pedí que te reunieras conmigo en el río porque quería verte.
—Asumí que habías cambiado de planes, ya que pareces preferir la compañía de alguien más a la mía —cuando Fran leyó la confusión en su expresión, su boca se torció con impaciencia —Te vi en el pueblo esta mañana, cuando mi hermano y yo fuimos a la modista.
Esteban respondió con un cauteloso gesto de asentimiento, recordando que se le había enviado al zapatero por el jefe de los establos, a entregar algunas botas que necesitaban repararse. Pero ¿qué demonios habría hecho para ofender tanto a Francisco?
—Oh, no seas tan idiota —exclamó —Te vi con una de las muchachas del pueblo, Esteban. La besaste. Justo allí en la calle, ¡para que todo el mundo lo viera!
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—Oh, no seas tan idiota —exclamó —Te vi con una de las muchachas del pueblo, Esteban. La besaste. Justo allí en la calle, ¡para que todo el mundo lo viera!
Él levantó la ceja instantáneamente. Era verdad. Su compañera había sido Soledad, la hija del carnicero. Esteban había coqueteado con ella por la mañana, como hacía con la mayoría de las muchachas que conocía, y Soledad le había pinchado sobre una cosa y otra hasta que él se había reído y le había robado un beso. No había significado nada ni para él ni para ella, y el asunto había salido de su mente con rapidez.
Por lo tanto, esa era la causa de la irritación de Francisco: celos.
Esteban intentó reprimir su placer ante el descubrimiento, pero se condensó en una masa dulce y pesada en su pecho. Demonios. Él sacudió la cabeza tristemente, preguntándose cómo recordarle lo que Fran ya sabía: que el hijo de un noble no debería dar ninguna importancia a lo que él hiciera.
—Fran —protestó, medio levantando sus manos para tocarlo, y haciéndolo retroceder —Lo que yo haga con otras muchachas no tiene nada que ver con nosotros. Vos y yo somos amigos. Nosotros nunca... vos no sos de mi misma clase... ¡Maldición, no hay necesidad de que te explique lo que es obvio!
Francisco lo miró de un modo como nunca había hecho antes, sus ojos verdes repletos de una intensidad que provocó que se le erizara el pelo de detrás del cuello.
—¿Y si yo fuera una muchacha del pueblo? ¿me harías eso mismo a mí?
Era la primera vez que Esteban se había quedado mudo. Él tenía un don para saber lo que la gente quería oír, y lo usaba normalmente a su favor para complacerlos. Su fácil encanto le había sido de gran utilidad, tanto para engatusar a la mujer del panadero para que le diera un bollo como para mantenerse fuera de problemas con el jefe de las cuadras.
Pero con la pregunta de Francisco ... había un peligro infinito en decir sí o no. En silencio, Esteban tanteó alguna media verdad que pudiera usar para calmarlo.
—No pienso en vos de esa forma —dijo finalmente, forzándose en encontrarse con la mirada del ojiverde sin parpadear.
—Otros muchachos lo hacen —ante su mirada inexpresiva, Francisco continuó del mismo modo— La semana pasada cuando nos visitaron los Hempe, su hijo Simón me arrinconó contra la barandilla en el acantilado e intentó besarme.
—¡Ese mocoso arrogante! —dijo al instante con furia, recordando al muchacho flacucho y pálido que no hizo ningún esfuerzo por ocultar su fascinación por Francisco —Le voy a arrancar la cabeza la próxima vez que lo vea. ¿Por qué no me lo dijiste?
—No es el único que lo ha intentado —dijo echando combustible al fuego deliberadamente —No hace mucho Tomas me retó a jugar con él a un juego de besos.
Se interrumpió con una leve exclamación cuando Esteban se estiró y lo agarró.
—Maldito sea Tomas —dijo rudamente — Malditos sean todos ellos.
Fue un error tocarlo. La sensación de sus brazos, tan flexibles y calientes bajo sus dedos, hizo que su interior se apretara con un nudo. Necesitaba tocar más de el, necesitaba inclinarse más cerca y llenarse la nariz del olor de Francisco... el olor jabonoso a piel recién lavada, un toque de agua de rosas, el íntimo aroma de su respiración. Todos sus instintos clamaron para acercarlo y para poner su boca sobre la curva aterciopelada en la que su cuello se encontraba con su hombro. En su lugar, se forzó en soltarlo, sus manos permaneciendo suspendidas en el aire. Era difícil moverse, respirar, pensar con claridad.
—No he dejado a nadie que me bese. Te quiero a... vos... sólo a vos —Una nota pesarosa entró en su voz —Pero a este paso, tendré noventa años antes de que te decidas a intentarlo.
Esteban no pudo ocultar su triste anhelo cuando lo contempló.
—No. Si lo hago cambiaría todo, y no puedo dejar que eso suceda.
Cuidadosamente Francisco alzó una mano para tocarle la mejilla con las puntas de los dedos. Su mano le era casi más familiar a Esteban que las suyas propias. Sabía de dónde habían venido cada diminuta cicatriz y rasguño. Cuando Fran era una niño su mano había sido rechoncha y a menudo mugrienta. Ahora su mano era esbelta y blanca, las uñas cuidadosamente arregladas. La tentación de posar su boca en la suave palma de su mano era torturadora. En su lugar Esteban se endureció para ignorar la caricia de sus dedos contra su mandíbula.
—He notado el modo en que me miras últimamente —dijo con el rubor alzándose en su rostro pálido —Conozco tus pensamientos, de la misma forma que vos conoces los míos. Y con todo lo que siento por vos, y todo lo que significas para mí... ¿no puedo tener al menos un momento de... de... —luchó por encontrar la palabra adecuada — ... de ilusión?
—No —dijo bruscamente —Porque pronto la ilusión se terminaría, y estaríamos los dos peor que antes.
—¿De verdad? —Francisco se mordió el labio y apartó la mirada, sus puños apretados como si pudiera desechar de un puñetazo la desagradable verdad que colgaba tan insistentemente entre ellos.
—Moriría antes de hacerte daño —dijo sobriamente —Y si me permitieras besarte una vez, lo haría otra vez, y otra, y pronto no habría lugar donde parar.
—No lo sabés —Comenzó a rebatir.
—Sí, lo sé.
Se miraron el uno al otro en un desafío sin palabras. Esteban conservó su rostro sin expresión. Conocía suficientemente bien a Francisco para estar seguro de que si el detectaba cualquier vulnerabilidad en su fachada, lo haría notar sin duda; musicalmente Esteban dejó salir un suspiro de derrota.
—De acuerdo, entonces —suspiró, como para sí mismo. Su columna vertebral pareció enderezarse, y su tono apagado con resignación —¿Nos encontraremos en el río mañana al atardecer, Kuku? Tiraremos piedras, y hablaremos, y pescaremos un poco, como siempre. ¿Es eso lo que querés?
Pasó largo tiempo antes de que Esteban pudiera hablar.
—Sí —dijo él cautelosamente. Eso era todo lo que podía tener de él y dios sabe que era mejor que nada.
Una sonrisa torcida y mimosa se estiró en los labios de Francisco cuando lo miró.
—Será mejor que te vayas entonces, antes de que te descubran aquí. Pero primero, agáchate y deja que te arregle el pelo. Está encrespado por arriba.
Si él no hubiera estado tan distraído, Esteban hubiera apuntado que no necesitaba que Fran le arreglara su apariencia. Iba a su habitación sobre las cuadras, y a las cinco docenas de caballos allí alojados les importaba un demonio su pelo. Pero él se inclinó automáticamente, concediendo el pequeño deseo de Francisco por la pura fuerza de la costumbre. En lugar de alisar sus indóciles mechones castaños rojizos, Francisco se puso de puntillas, deslizó una mano por detrás de su cuello, y llevó su boca a la de él.
El beso lo afectó como la descarga de un rayo. Esteban hizo un sonido agitado en su garganta, todo su cuerpo inmovilizado de repente por el impacto de placer. Oh Dios, los labios de Francisco, tan exuberantes y delicados, buscando los suyos con desmañada determinación.
Como Esteban había sabido, no había manera de que pudiera apartarse de el ahora. Sus músculos se agarrotaron, y se quedó pasivo, luchando por contener el torrente de sensaciones que amenazaba con aplastarlo. Lo amaba, lo quería, con toda su ciega ferocidad adolescente. La temblorosa retención de su autocontrol duró menos de un minuto antes de que gruñera derrotado y lo rodeara con fuerza con los brazos.
Respirando entrecortadamente, lo besó una vez y otra, intoxicado por la suavidad de sus labios. Francisco le respondió ansiosamente, presionando hacia arriba, mientras sus dedos se curvaban en los mechones trasquilados de sus cabellos que estaban más cercanos. El placer de tenerlo en sus brazos era demasiado grande... Esteban no pudo hacerse contener de incrementar la presión de sus besos hasta que sus labios se separaron inocentemente, y tomó ventaja inmediata, explorando el filo de sus dientes, la húmeda seda de su boca. Eso sorprendió a Fran -Esteban sintió su duda- y ronroneó con su garganta hasta que él se relajó. Deslizó su mano por la parte de atrás de su cabeza, sus dedos amoldándose a la curva de su cráneo, mientras introducía la lengua más profundamente en su interior. Francisco jadeó y apretó sus hombros con fuerza, respondiendo con una franca, inconsciente sensualidad que lo devastó. Esteban deseó besar y amar cada parte de el, darle más placer del que pudiera soportar. Él había sabido antes lo que era el deseo, y aunque su experiencia era limitada, no era virgen. Pero nunca había encontrado antes esa agonizante mezcla de emoción y hambre física antes... una tentación abrasadora a la que nunca podría entregarse.
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Arrancando su boca de la de el, Esteban enterró su rostro en el brillante velo rubio de su cabello.
—¿Por qué has hecho eso? —gruñó.
La breve risa de Francisco era de un audible dolor.
—Vos sos todo para mí. Te quiero. Siempre lo he…
—Shhh... —Él lo sacudió brevemente para hacerlo callar. Manteniéndolo a la distancia de la longitud de un brazo, contempló su rostro ruborizado, radiante —No vuelvas a decir eso jamás. Si lo haces, dejaré la ciudad.
—Huiremos juntos —continuó Fran sin descanso —Iremos a un lugar donde nadie pueda encontrarnos.
—Basta Fran, ¿sabes lo loco que suenas?
—¿Por qué es una locura?
—¿Crees que te arruinaría la vida de ese modo?
—Te pertenezco —dijo el ojiverde tercamente —Haré lo que tenga que hacer para estar con vos.
Francisco creía en lo que estaba diciendo. Esteban lo veía en su rostro. Le rompía el corazón, incluso mientras se enfurecía. Maldito Fran, el sabía que las diferencias entre ellos eran insuperables, y tenía que aceptar eso. Esteban no podía quedarse aquí y enfrentarse con la constante tentación, sabiendo que ceder provocaría la caída de ambos. Sujetando el rostro del ojiverde en sus manos, Esteban dejó que sus dedos tocaran los extremos de sus claras cejas, y deslizó sus pulgares sobre el cálido terciopelo de sus mejillas. Y porque no pudo conseguir eliminar la reverencia de su toque, habló con fría aspereza.
—Pensás que me querés ahora. Pero cambiarás. Algún día encontrarás fácil olvidarte de mí. Soy un criado, y ni siquiera un criado de los de arriba…
—Sos mi otra mitad.
Callado por la conmoción, Esteban cerró los ojos. Odiaba su propia respuesta instintiva a las palabras, el brinco de primitiva alegría.
—¡Por todos los demonios! Estás haciendo imposible que me quede en la capital.
Francisco retrocedió un paso de él de inmediato, el color abandonando su rostro.
—No, no te vayas. Perdón. No diré nada más. Por favor, Esteban, te quedarás, ¿verdad?
Sintió de repente un poco del dolor inevitable que experimentaría algún día, las heridas letales que resultarían del simple acto de dejarlo. Francisco tenía dieciséis años… todavía le quedaba dos años con el, quizás ni siquiera tanto. Luego el mundo se le abriría, y Esteban se convertiría en una peligrosa obligación. O peor, en una vergüenza. Francisco se obligaría a olvidarse de esta noche. No querría recordar lo que le había dicho a un mozo de cuadra en el balcón bañado por la luz de la luna fuera de su dormitorio. Pero hasta entonces…
—Me quedaré todo lo que pueda —dijo roncamente.
Brilló la ansiedad en las claras profundidades de sus ojos.
—¿Y mañana? —le recordó —¿Te encontrarás conmigo mañana?
—En el río a la puesta de sol —dijo súbitamente fatigado por la interminable lucha interior de querer y jamás tener.
Francisco pareció leer su mente.
—Perdón —su angustiado susurro descendió en aire tan gentilmente como cayeron los pétalos de las flores cuando bajó trepando por el balcón.
Después Esteban había desaparecido en las sombras.
Francisco se resguardó en su dormitorio y se tocó los labios. Las yemas de sus dedos frotaron el beso más profundo en la tierna piel. Su boca había sido inesperadamente cálida, y su sabor era dulce y exquisito, con aroma a las manzanas que él debía haber robado del huerto. Se había imaginado su beso miles de veces, pero nada lo había preparado para su sensual realidad.
Había querido hacer que Esteban lo reconociera como alguien deseable, y había tenido éxito por fin. Pero no sentía triunfo en la ocasión, sólo una desesperación que cortaba como la hoja de un cuchillo. Sabía que Esteban pensaba que el no comprendía la complejidad de la situación, cuando la verdad era que lo sabía mejor que él.
Le había sido instilado inexorablemente desde la cuna que la gente no osaba salir de su clase social. Los jóvenes como Esteban le estarían prohibidos para siempre. Todo el mundo, desde lo más alto a lo más bajo de la sociedad comprendía y aceptaba tal estratificación, y causaba un desagrado universal sugerir que pudiera ser de otra forma en alguna ocasión.
Es como si Esteban y el hubieran pertenecido a especies diferentes, pensó con malhumor.
Pero de alguna forma, Francisco no podía ver a Esteban como lo hacía el resto del mundo. No era un aristócrata, pero tampoco era un mero mozo de cuadra. Si hubiera nacido en una familia de noble pedigrí, hubiera sido el orgullo de la nobleza. Era monstruosamente injusto que tuviera que comenzar su vida con tales desventajas. Era joven, apuesto, trabajador infatigable, y aun así nunca podría superar las limitaciones sociales que habían nacido con él.
Se acordaba del día que había venido por primera vez a Buenos Aires, un muchachito con el cabello castaño desigualmente cortado y ojos marrones. Según los chismes de los criados, el muchacho era el bastardo de una muchacha del pueblo que se había escapado a Uruguay, se había metido en problemas y había muerto en el parto. El desafortunado bebé había sido enviado a Buenos Aires, donde se le empleó como criado de cámara. Sus deberes habían sido limpiar los zapatos de los criados de clase más elevada, ayudar a las doncellas a llevar pesados cubos de agua caliente arriba y abajo, y lavar las monedas de plata que venían de la ciudad, como para evitar que el conde y la condesa se encontraran con alguna traza de suciedad que pudiera haber procedido de las manos de un comerciante.
Su nombre completo era Esteban Kukurizcka, pero ya había tres criados en la finca llamados Esteban. Se había decidido que sería llamado por una parte de su apellido hasta que se eligiera un nuevo nombre para él… pero de algún modo se había olvidado el asunto, y él había sido simplemente Kuku desde entonces. Al principio los criados le habían hecho poco caso, excepto el ama de llaves, la señora Sandra. Ella era una mujer de buen corazón, rostro ancho y mejillas sonrosadas, que era la cosa más cercana a un pariente que Esteban había conocido nunca. De hecho, incluso Francisco y su hermano, Juani, estaban mucho más dispuestos para acudir a la señora Sandra que a su propia madre. No importaba lo ocupada que estuviera el ama de llaves, ella siempre parecía tener un momento libre para un niño, para vendar un dedo herido, para admirar un nido vacío que se había encontrado fuera, o para recomponer un juguete roto.
Había sido la señora Sandra quien había perdonado alguna vez a Esteban de sus deberes para que pudiera correr y jugar con Francisco. Esas tardes habían sido el único escape del muchacho de la poco natural existencia restringida de un muchacho sirviente.
—Debes ser amable con Kuku —había regañado a Francisco, cuando le había ido con un cuento de cómo le había roto él su cochecito para muñecas —Él no tiene ninguna familia ahora, ni tiene bonitas ropas que ponerse, ni buenas cosas para comer en su almuerzo, como vos. El tiempo mientras vos jugas, él está trabajando para mantenerse. Y si cometiera demasiados errores, o si alguna vez se piensa que es un mal muchacho, puede ser enviado fuera de aquí, y nunca lo volveremos a ver.
Las palabras se habían calado hasta la médula de Francisco. Desde entonces había buscado el proteger a Esteban, asumiendo la culpa de sus ocasionales travesuras, compartiendo los dulces que su hermano mayor a veces les traía de la ciudad, e incluso haciéndole estudiar las lecciones que su institutriz le daba a leer. Y a cambio Esteban le había enseñado cómo nadar, cómo hacer saltar guijarros sobre el estanque, cómo cabalgar y cómo hacer un silbato de una hoja de hierba estirada entre sus pulgares.
Contrariamente a lo que todo el mundo, incluso la señora Sandra creían, Francisco nunca había pensado en Esteban como en un hermano. El afecto familiar que el sentía por sus hermanos no tenía semejanza con su relación con Esteban. Kuku era su igual, su brújula, su santuario.
Había sido natural que cuando se convirtió en un joven, se hubiera llegado a sentir físicamente atraído por él. Ciertamente todas las mujeres de la ciudad lo estaban. Esteban se había convertido en un hombre alto de huesos grandes de aspecto impresionante, sus rasgos fuertes pero correctamente cincelados, su nariz pequeña y arrogante. Su pelo castaño colgaba sobre su frente en un flujo continuo, mientras aquellos singulares ojos oscuros estaban sombreados por extravagantes pestañas negras. Para completar su atractivo, poseía un encanto relajado y un astuto sentido del humor que lo hacían el favorito de la finca y más allá del pueblo.
El amor de Francisco por Esteban le hacía querer lo imposible, estar con él siempre, convertirse en la familia que él nunca había tenido. En lugar de eso, tendría que aceptar la vida que sus padres le eligieran. Aunque las parejas por amor entre los de la clase altar no eran ya tan mal vistos como lo habían sido antes, los Romero todavía insistían en la tradición de los matrimonios concertados. Francisco sabía perfectamente lo que estaba previsto para el. Tendría un indolente y aristocrático marido, que lo usaría para criar a sus niños y haría ojos ciegos cuando tomara un amante para divertirse en su ausencia. Cada año pasaría la temporada en la casa de campo en verano, y luego las cacerías de otoño. Año tras año vería los mismos rostros, escucharía los mismos chismorreos. Incluso los placeres de la paternidad le serían denegados. Los criados cuidarían a sus niños, y cuando ellos fueran mayores, serían enviados internos a un colegio como lo había sido Rafael.
Décadas de vacío, pensó desdichadamente Francisco. Y lo peor de todo sería saber que Esteban estaría allí fuera en algún sitio, confiando a alguna mujer todos sus pensamientos y sus sueños.
—Dios ¿qué voy a hacer? —susurró agitado, arrojándose sobre su cama cubierta de brocado.
Sujetó con fuerza una almohada en sus brazos y hundió su barbilla en la rechoncha blandura de su superficie, mientras imprudentes pensamientos vagaban por su mente. El no podía perderlo. Ese pensamiento lo dejaba tembloroso, llenaba su mente de fiereza, lo hacía querer gritar.
Dejando la almohada a un lado con un golpe, Francisco se puso sobre su espalda y miró ciegamente a los pliegues oscuros del cubre dosel sobre su cabeza. ¿Cómo podría conservar a Esteban en su vida? Intentó imaginarse tomándole como su amante una vez que estuviera casado. Su madre tenía amoríos… muchas señoras de la aristocracia tenían, y mientras fueran discretas, nadie objetaba. Pero Francisco sabía que Esteban nunca aceptaría tal arreglo. Nada tenía medias tintas para él, el no consentiría en compartirlo. Podría ser un sirviente, pero tenía tanto orgullo y posesividad como cualquier otro hombre del mundo.
Francisco no sabía qué hacer. Parecía que la única opción era robar cada momento que pudiera para estar con él hasta que el destino los separara.
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Después de su dieciocho cumpleaños, Esteban había comenzado a cambiar a velocidad sorprendente. Crecía tan rápidamente que hacía exclamar a la señora Sandra en afectuosa exasperación que no tenía sentido sacarle a sus pantalones, cuando tendría que volver a hacerse a la semana siguiente. Él estaba vorazmente hambriento todo el tiempo, pero ninguna cantidad de comida servía para satisfacer su apetito o para llenar su larguirucha figura de huesos grandes.
—El tamaño del muchacho presagia buen futuro —dijo orgullosamente mientras discutía sobre Esteban con el mayordomo, Roberto. Sus voces llegaron claramente desde el vestíbulo ribeteado con piedra hasta el balcón del segundo piso por donde pasaba por casualidad Francisco.
Alerta a cualquier mención de Esteban, se paró y escuchó intensamente.
—Indiscutible. Casi un metro noventa... podría decirse que logrará con facilidad las proporciones de un lacayo algún día.
—Quizás debería ser traído de las cuadras y comenzar su aprendizaje como lacayo —dijo en un tono apocado que hizo hacer una mueca a Francisco. El sabía que detrás de esas maneras casuales había un fuerte deseo de traerlo de la posición más baja de mozo de escuadra a algo más prestigioso — El cielo sabe —continuó el ama de llaves —que podríamos usar otro par de manos para cargar carbón y limpiar la plata, y para sacar brillo a los espejos.
—Mmm —Hubo una larga pausa —Creo que tiene razón, señora Sandra. Recomendaré al conde que Kuku sea hecho lacayo. Si está de acuerdo, ordenaré que se le haga un uniforme.
A pesar del incremento de la paga y del privilegio de dormir en la casa, Esteban de algún modo no estaba agradecido por su nuevo status. Había disfrutado trabajando con los caballos y viviendo en la relativa privacidad de las cuadras, y ahora pasaba al menos la mitad de su tiempo en la mansión vistiendo un uniforme convencional completo compuesto de calzones negros de felpa, un chaleco color mostaza, y una levita azul. Lo que era todavía más agraviante, se le pedía acompañar a la familia a la iglesia cada domingo, abrir el banco para ellos, quitarle el polvo, y disponer en él sus libros de oración, el resto del tiempo de Esteban estaba ocupado en jardinería y en limpiar los coches, lo que le permitía llevar sus gastados pantalones y una camisa suelta blanca. Se puso profundamente bronceado, y aunque el tinte bronce de su piel proclamaba claramente que pertenecía a la clase obrera, destacaba el vívido castaño de sus ojos y hacía que sus dientes parecieran todavía más blancos de lo habitual. No era de sorprender que Esteban comenzara a atraer la atención de las huéspedes femeninas de la finca, una de las cuales incluso intento contratarle fuera de Buenos Aires.
A pesar de los mejores esfuerzos de seducción de la señora, Esteban rechazó la oferta de empleo con tímida discreción. Desafortunadamente, ese sentido del comedimiento lleno de tacto no fue compartido por el resto de los criados, que se burlaron de Esteban hasta que este se puso rojo bajo su bronceado.
Francisco le preguntó por la oferta de las señoras tan pronto como encontró una oportunidad para estar a solas con él. Era mediodía, justo después de que Esteban había terminado sus tareas en el exterior, y tenía unos pocos preciosos minutos de tiempo libre antes de que debiera vestirse con su uniforme para trabajar en la mansión.
Se repantigaron juntos en su punto favorito del río, donde un prado bajaba a la ribera. Hierbas altas los camuflaban de la vista cuando se sentaron en las rocas planas que se habían tornado suaves por el silenciosamente persistente flujo del agua. El aire estaba pesado por los aromas del mirto de la orilla y por el brezo calentado por el sol, una mezcla que apaciguó los sentidos de Francisco.
—¿Por qué no te vas con ella? —preguntó, subiendo sus rodillas bajo las faldas y rodeándoselas con los brazos. Estirando su cuerpo, Esteban se subió sobre un codo.
—¿Con quién? —Fran puso los ojos en blanco ante su fingida ignorancia.
—La Sra Magnino, la mujer que quería contratarte. ¿Por qué la rechazaste? —la lenta sonrisa de Esteban casi lo cegó.
—Porque mi sitio es acá.
—¿Conmigo?
Esteban se quedó callado, su sonrisa demorándose mientras lo miraba a los ojos. Palabras no dichas colgaban entre ellos... palabras tan tangibles como el mismo aire que respiraban. Francisco quería enroscarse a su lado como un gato perezoso, relajándose a la luz del sol y al amparo de su cuerpo. En su lugar, se forzó en quedarse quieto.
—He escuchado casualmente a uno de los lacayos diciendo que podrías haber obtenido el doble de salario del que ganas ahora, sólo que tendrías que darle un tipo de servicio distinto del que estás acostumbrado.
—Debe haber sido cosa de Roberto —murmuró —Maldita sea su lengua suelta. ¿Cómo puede saberlo él, en cualquier caso?
Francisco se quedó fascinado al ver cómo el rubor cubría la parte alta de sus mejillas y el pesado puente de su nariz. Entonces lo comprendió. La mujer quería contratar a Esteban para llevarlo a su cama. Una mujer de al menos dos veces su edad. Francisco se sintió comenzar a arder, y entonces su mirada se deslizó por el amplio perfil de sus hombros, bajando hacia la enorme mano que descansaba sobre el lecho verdinegro de musgo.
—Ella quería que durmieras con ella —Dijo más que preguntar, rompiendo el silencio que se había vuelto repentinamente íntimo.
Los hombros de Esteban se contrajeron en señal del más puro encogimiento de hombros.
—Dudo que dormir fuera su objetivo.
Su corazón se aceleró en una violenta cadencia cuando comprendió que no era la primera vez que le había ocurrido tal cosa a Esteban. El nunca se había permitido demorarse plenamente sobre la experiencia sexual de Esteban, la perspectiva era demasiado perturbadora para contemplarlo. Esteban era suyo, y era insoportable pensar que él se volviera hacia alguien más para necesidades que Fran se desesperaba por complacer. Si sólo, si sólo...
Sofocado bajo el peso de los celos, Francisco fijó su mirada sobre la mano grande de Esteban. Alguna otra mujer conocía a Kuku mejor que el, mejor de lo que el nunca podría. Alguien había tomado su cuerpo, dentro suyo, y había conocido la dulce calidez de su boca, y el roce de su mano sobre su piel. Se retiró cuidadosamente un rizo dorado de la frente con ansiedad.
—¿Cuándo... cuándo fue la primera vez que vos...? —se vio forzado a parar cuando las palabras se le atascaron en la garganta. Era la primera vez en la vida que le preguntaba sobre sus asuntos sexuales, una materia en la que Fran siempre había tenido escrupuloso cuidado por evitar.
Esteban no contestó. Levantando la mirada hacia él, Francisco vio que parecía perdido en la profunda contemplación de un bicho mientras escalaba una larga hoja de hierba.
—No creo que debamos hablar sobre eso —dijo finalmente con voz muy suave.
—No te culpo por dormir con otras muchachas. Lo esperaba, en realidad, yo sólo... —sacudió su cabeza levemente, dolorido y aturdido cuando se forzó a si mismo a admitir la verdad —Yo sólo desearía que pudiera ser yo. Pero se que no tengo los mismo atributos de una mujer —consiguió decir mientras el nudo en su garganta se hacía mayor.
Esteban agachó la cabeza, la luz del sol deslizándose sobre su castaño cabello. Suspiró y buscó su rostro, acarició un rizo dorado de su cabello. Francisco llevó la mano a la mejilla de Esteban y con la yema de su dedo acarició la barba que siempre parecía fascinarle tanto.
—Nunca podrás ser vos —murmuró. Francisco asintió, mientras una cruda emoción hacía su boca contraerse y sus ojos entornarse contra la amenaza de las lágrimas.
—Kuku...
—No —advirtió rudamente él, retirando su mano, sus dedos cerrándose apretadamente en el aire vacío —No lo digas, Fran.
—No cambia nada, si lo digo o no. Te necesito. Necesito estar con vos.
—No.
—Imaginá cómo te sentirías si yo durmiera con algún otro hombre —dijo en temeraria desdicha —sabiendo que él me está dando el placer que vos no podés, que él me toma en sus brazos por la noche y...
Esteban hizo un sonido gutural y rodó con rapidez sobre el, extendiéndolo bajo suyo sobre la dura tierra. Su cuerpo era pesado y poderoso, instalándose con mayor firmeza cuando las piernas de Francisco se abrieron instintivamente bajo sus faldas.
—Lo mataría —dijo Esteban roncamente —No podría soportarlo.
Esteban miró su rostro lleno de lágrimas y luego su mirada se movió a su ruborizada garganta y al rápido movimiento de sus pecho alzado. Una curiosa mezcla de triunfo y alarma llenó a Francisco cuando vio el calor sexual de su mirada, y sintió la agresiva energía masculina de su cuerpo. Su Kuku estaba excitado, podía sentir la dura e insistente señal de ello entre sus muslos.
Esteban cerró los ojos, luchando por controlarse.
—Tengo que dejarte ir —dijo entre dientes.
—Todavía no —susurró. Se retorció un poco, sus caderas levantándose contra las suyas, y el movimiento provocó una marea de sensaciones en lo profundo de su abdomen. Esteban gruñó, cerniéndose sobre el, mientras sus dedos se hundían en la densa capa de musgo que cubría la tierra.
Francisco se movió de nuevo, embargado con un peculiar sentimiento de urgencia, queriendo cosas para las que no podía encontrar palabras. Deseando su boca, manos, cuerpo, queriendo poseerlo y ser poseído. Sintió su cuerpo encendido, y su entrepierna doliéndole delirantemente con cada lento roce contra la cresta de sus erecciones.
—Te amo —dijo Fran, buscando a tientas un modo de convencerlo de la enormidad de su necesidad —Te amaré hasta el día en que muera. Sos el único hombre que siempre querré, Kuku, el único...
Sus palabras fueron sofocadas cuando Esteban apresó su boca en un suave y sincero beso. Francisco gimió de satisfacción, dando la bienvenida a la tierna exploración, la punta de su lengua buscando el delicado interior de sus labios. Lo besó como si estuviera robando secretos de su boca, devastándolo con exquisita gentileza. Vorazmente, Fran deslizó las manos bajo su camisa y sobre su espalda, saboreando el tacto de sus músculos flexionándose y del lustre de su piel. Su cuerpo era duro, músculos esculpidos recubriendo acero, un cuerpo tan sano y sin defectos que sentía reverencia por él.
La lengua de él entró en su boca más profundamente, causándole un lloriqueo por los sutiles grados de incremento del placer. Sus brazos se curvaron a su alrededor protectoramente, y Esteban aligeró su peso para evitar aplastarlo, incluso mientras continuaba devorándolo con besos dulces que le robaban el alma. La respiración de Esteban era irregular y demasiado rápida, como si hubiera corrido kilómetros sin parar. Francisco presionó sus labios contra su garganta, descubriendo que el compás de sus latidos hacían pareja con los suyos propios. Ellos sabían que cada momento de prohibida intimidad venía con un precio que ninguno podía permitirse. Inflamado más allá del punto de la cautela, Esteban tomó los botones frontales de su vestido, entonces dudó mientras batallaba una vez más con su conciencia.
—Sigue —dijo con voz confusa, su corazón golpeándole en el pecho. Besó la dura línea de su mandíbula, sus mejillas, cada parte de su rostro que podía alcanzar. Encontrando un punto sensible a un lado de su cuello, se concentró en el lugar vulnerable hasta que todo el cuerpo de Esteban tembló —No pares —susurró fervientemente —No pares todavía. Nadie puede vernos. Kuku, por favor ámame...
Las palabras parecieron erosionar su voluntad de resistir, hizo un sonido gutural cuando sus dedos trabajaron con rapidez en la fila de botones. Fran no llevaba corsé, nada excepto una delgada capa de camisa que se adhería a su pálido pecho. Esteban tiró hacia abajo la camisa, exponiendo las suaves puntas rosas de sus pezones.
Incapaz de detenerse a sí mismo, Francisco deslizó sus dedos por la cintura de los pantalones de Esteban, y soltó los broches de sus tirantes. La superficie de su estómago estaba firmemente musculada, la piel suave como el satén. Su mano tembló cuando buscó el primer botón de sus pantalones. Pero antes que pudiera hacer algo Esteban atrapó sus muñecas con sus manos y colocándolas sobre su cabeza. Sus ojos oscuros brillaban y su mirada caliente viajó desde su boca a su pecho.
—Apenas puedo controlarme a mí mismo así. Si me tocas, no seré capaz de detenerme a terminar esto.
Fran se contorsionó bajo él
—Quiero que lo hagas...
—Lo sé —murmuró, inclinándose para enjugar la frente sudorosa con su manga, mientras mantenía su cuidadoso agarre sobre las muñecas de Fran —Pero no voy a hacerlo. Tienes que seguir siendo virgen.
Francisco tiró casi con enfado de sus brazos prisioneros.
—¡Haz lo que deseo, y maldita sea todo el mundo!
—Valientes palabras —se burló gentilmente —Pero me gustaría oír lo que le dirías a tu marido en tu noche de bodas, cuando descubra que tu pureza ya ha sido tomada.
El arcaico sonido de la palabra "pureza" hizo a Francisco sonreír desagradablemente a pesar de su desdicha. Virginidad, la única cosa que el mundo parecía esperar de el, como hombre femenino. Relajándose bajo Esteban, dejó quedarse lacias sus muñecas en su agarre. Le miró a los ojos, sintiendo que todo el mundo se había cubierto de sombras y que él era la única fuente de luz.
—No me casare con nadie excepto con vos, Kuku —susurró —Y si alguna vez me dejas, me quedaré solo el resto de mi vida.
—Fran —dijo con la voz reverente que podría haber usado para una plegaria —Yo nunca te dejaré a no ser que me digas que me vaya.
Su boca descendió a su pecho desnudo. Francisco empujo hacia arriba impulsivamente, ofreciéndose sin reservas, dando un grito cuando él tomó un pezón duro y erguido en su boca. Él rebuscó bajo las capas de muselina, y encontró la cintura de sus calzones. Diestramente, desató las cintas que sujetaban la prenda, y entonces se paró para mirarlo a sus ojos medio cerrados.
—Debería parar —su cálida mano se colocó sobre su abdomen, por encima de los calzones —Es demasiado peligroso, Fran —Presionó su frente contra la de el, hasta que sus transpiraciones se mezclaron y sus alientos llenaron la boca del otro en cálidos, tiernos jadeos —Oh, Dios, cómo te quiero —dijo roncamente.
El peso de su mano lo hizo estremecerse. Instintivamente se estiró abriendo sus muslos y se subió sobre los codos con fuerza, intentando llevar los dedos de él donde más lo necesitaba. Con gran cuidado, Esteban buscó bajo el velo de delgado de algodón, tocándolo atras entre sus piernas completamente abiertas. Acarició su abertura pequeña y al mismo tiempo sus genitales. Francisco se concentró en el profundo deslizamiento de su dedos, en el placer que se arremolinaba y presionaba a través de sus caderas y de su espina dorsal, hasta que perdió la conciencia de todo excepto de sus manos, su boca, del peso de su pesado cuerpo posado sobre el.. Se imaginó su sexo entrando en el, rasgándolo y estirándolo y llenándolo... y de repente, no se pudo mover cuando voluptuosos espasmos comenzaron a arrollarlo... olas de alivio tan intenso lo hicieron sollozar, mientras la boca de Esteban cubría precipitadamente la suya para ahogar todo sonido.
Cuando al fin fue capaz de bajar a la realidad, Esteban rodó sobre sí mismo fuera con un gemido, sus dedos hundiéndose en la húmeda tierra y arrancando grandes puñados de musgo, a la vez limpiandose los fluidos.
—Cúbrete. No puedo tocarte más, o no seré capaz de detenerme —se interrumpió con un sonido ahogado que traicionaba lo muy cerca que estaba de tomarlo —Bájate las faldas. Por favor.
No se atrevió a desobedecer, no cuando pudo oír esa nota punzante en su voz. Dejando escapar un suspiro, forcejeó para arreglar sus ropas. Después de un momento Esteban se puso sobre su costado para mirarlo. Parecía haber retomado el control sobre sí mismo, aunque sus ojos todavía brillaban de pasión no satisfecha. Francisco sacudió su cabeza con una melancólica sonrisa.
—Nadie me mirará nunca como lo haces vos, como si me amaras con cada parte de tu cuerpo.
Lentamente, él se estiró y empujó un bucle de pelo tras su oreja.
—Así es como me miras vos a mí también.
Fran tomó su mano y besó la ruda superficie de sus nudillos.
—Prométeme que siempre estaremos juntos.
Pero Esteban permaneció en silencio, porque ambos sabían que era una promesa que no podía hacer.
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Francisco sabía que lo más seguro sería fingir que esos minutos llenos de pasión en el río nunca habían existido. Era imposible, sin embargo. Cuando Esteban estaba cerca, sentía su cuerpo entero reaccionar a su presencia. Fran no se atrevía a encontrarse con la mirada de Esteban delante de otros, temeroso de que su expresión lo traicionara. Kuku era mucho mejor que el en mantener una fachada impasible, pero algunos de los criados, incluyendo a la señora Sandra, remarcaron lo inusualmente callado que había estado durante la semana pasada. Estaba claro para los que lo conocían bien que algo le preocupaba.
—Es la edad, supongo —le dijo a Roberto, el mayordomo— los jóvenes son todo ánimo y travesuras un día y todo oscuridad y rebelión al siguiente.
—No importa cuál sea su temperamento, será mejor que Kuku haga su trabajo bien —dijo hoscamente —O por su bien volverá a los establos, y será un criado de la clase más bajo durante el resto de sus días.
Cuando Francisco le repitió el comentario a Esteban una tarde, él hizo una mueca y se rió. Estaba ocupado sacando brillo a los paneles laqueados de un carruaje, mientras Francisco se sentaba sobre un cubo puesto bocabajo y lo miraba. La cochera estaba vacía y en silencio, excepto por él.
La tarea de Kuku le había hecho sudar, hasta que su blanca camisa se adhería dispareja a la superficie muscular de su espalda. Sus hombros se abultaban y flexionaban cuando aplicó una capa de cera en el lacado negro, y la frotó hasta que brilló como el cristal. Francisco se había ofrecido a ayudarle, pero él había rehusado inexorablemente y le había quitado el trapo.
—Es mi trabajo —le dijo bruscamente —siéntate allí y mira.
Francisco le había obedecido con placer, disfrutando de la gracia masculina de sus movimientos. Como todo lo que hacía, Esteban ejecutó la tarea meticulosamente. Había sido enseñado desde niño que el trabajo bueno era su propia recompensa, y eso, acompañado de una completa falta de ambición, lo hacían un criado perfecto. Era el único defecto que Francisco le podía encontrar: su automática aceptación de su papel en la vida, una resignación tan intrínseca que parecía que nada pudiera cambiarlo. De hecho, meditó culpablemente, si no fuera por el, Kuku habría sido perfectamente feliz con su destino. Fran era la única cosa que él siempre había querido y que nunca tendría. Y el sabía cuán egoísta por su parte era mantenerlo tan firmemente atado a Kuku, pero no podía obligarse a dejarlo ir. Él le era tan necesario como lo era la comida y el agua y el aire.
—No quieres ser un criado inferior para siempre, ¿verdad? —presionó, llevando sus pensamientos a la conversación de ellos.
—Me gusta más que trabajar en la casa y llevar uniforme —replicó él.
—La señora Sandra cree que podrías hacerte primer lacayo algún día, o incluso ayuda de cámara – Fran se negó a mencionar la pesarosa observación del ama de llaves acerca de que aunque Kuku haría un maravilloso ayuda de cámara, sus posibilidades de ello estaban grandemente disminuidas por su elegancia. Ningún señor querría un ayuda de cámara cuya apariencia y porte deslucieran la suya propia. Es más, a alguien como Kuku lo conservaría de uniforme que lo marcara claramente como criado —Y estarías mejor pagado.
—No me importa eso —murmuró él, aplicando más cera a la puerta de la superficie frontal del carruaje —¿Para qué necesito más dinero?
Fran frunció el ceño pensativamente.
—Para comprar algún día una casita, y explotar tu propio terreno.
Esteban hizo una pausa a mitad de su abrillantado y la miró sobre su hombro con una repentina chispa diabólica en sus ojos castaños.
—¿Y quién viviría conmigo, en mi casita?
Francisco se encontró con su mirada y sonrió, mientras una fantasía lo hacía presa y lo sofocaba con calidez.
—Yo, por supuesto.
Considerando eso, Kuku colgó el trapo del encerado en el gancho de la lámpara del carruaje antes de aproximarse a el lentamente. El estómago de Fran se estremeció ante la mirada de su rostro.
—Necesitaría ganar una cantidad respetable de monedas para eso —murmuró —Mantenerte debe ser un objetivo costoso.
—No costaría tanto —protestó indignado.
Él le disparó una mirada escéptica.
—Sólo el precio de tus cintas del pelo, me convertiría en mendigo, esposo.
La palabra esposo, pronunciada en ese tono bajo, lo hizo sentir como si se hubiera tragado una cucharada de caramelo.
—Te compensaré de otras formas —replicó Fran.
Sonriendo, Kuku se agachó y lo puso en pie. Sus manos se deslizaron ligeramente sobre sus costados, demorándose justo bajo sus brazos, las palmas de sus manos rozando contra su pecho. El masculino aroma almizclado de él y el brillo de su piel manchada de sudor lo hizo tragar con esfuerzo. Sacó de su manga un pañuelito bordado de pequeñas rosas y secó la frente de él. Tomándole la delicada prenda, Kuku observó la artesanía de puntadas verdes y rosas con una sonrisa.
—¿Lo has hecho vos? —su pulgar acarició las flores bordadas —Es hermoso.
Fran se sonrojó de placer ante el cumplido
—Sí, trabajaba en él por las tardes. Un jovencito nunca debe sentarse con las manos ociosas.
Esteban remetió el pañuelo en la cintura de sus pantalones y miró con presteza a sus alrededores. Asegurándose de que estaban completamente solos, deslizó sus brazos alrededor de el. Sus manos vagaron ligeramente sobre su espalda y sus caderas ejerciendo una deliciosa presión justo en los lugares oportunos, ajustando su cercanía con sensual precisión.
—¿Estarás allí esperándome cada noche, en nuestra casita? —murmuró él.
Fran asintió, apoyándose en él. Las gruesas pestañas rojizas de Esteban bajaron hasta que se hicieron sombras en sus mejillas.
—¿Y me darás un masaje cuando vuelva fatigado y sucio del campo?
Francisco se imaginó su largo, poderoso cuerpo recortado en una tina de madera, sus suspiros de placer al calor del agua, su espalda de bronce brillando a la luz del fuego.
—Sí —jadeó Fran —Y luego vos podrás enjabonarte mientras yo cuelgo la olla de estofado sobre el fuego, y te contaré la pelea que tuve con el molinero, que no me dio suficiente harina porque su báscula estaba trucada.
Esteban rió suavemente mientras las puntas de sus dedos rozaban ligeramente su garganta.
—Un garca —murmuró, sus ojos destellando —Hablaré con él mañana. Nadie intenta engañar a mi esposo y consigue librarse de ello. Mientras tanto, vámonos a la cama. Quiero tenerte toda la noche.
El pensamiento de irse a dormir con él a una acogedora cama, sus cuerpos desnudos entrelazados, hizo a Francisco temblar con anhelo.
—Probablemente te quedarás dormido tan pronto como tu cabeza toque la almohada. El trabajo de granja es una tarea dura, estarás agotado.
—Nunca estoy demasiado cansado para amarte —Sus brazos se deslizaron rodeándolo, y se encorvó para acariciarle con la nariz la curva de su mejilla. Sus labios eran como terciopelo caliente cuando él susurró contra su piel —Voy a besarte por todas partes y no pararé hasta que te inundes con mi amor.
Francisco deslizó sus dedos a su dura nuca y llevó la boca de él a la suya. Los labios de él cubrieron los suyos, moldeándoles gentilmente hasta que Fran la abrió para admitir la incursión exquisita de su lengua. El quería la vida que Kuku acababa de describir, la quería infinitamente más que el futuro que la aguardaba. Aunque esa vida perteneciera a otra mujer. La idea de alguien más compartiendo sus días y noches, sus secretos y sueños, lo llenó de desesperación.
—Kuku —gimió Fran, quitando la boca de la suya —Prométeme…
Él lo sostuvo más fuerte, acariciándole la espalda, frotando la mejilla contra su pelo.
—Todo, todo...
—Si te casas con alguna otra, prométeme que siempre me amarás más a mí.
—Dulce y egoísta —murmuró él tiernamente —Tendrás siempre mi corazón, me has arruinado de por vida.
Francisco envolvió su cuello con los brazos.
—¿Estás resentido conmigo por ello? —su voz estaba sofocada contra su hombro
—Debería. Si no fuera por vos, habría estado contento con cosas ordinarias. Con una muchacha corriente.
—Lo siento. —dijo abrazándole con fiereza.
—¿De veras?
—No. —admitió Fran, y Kuku se rió, echándole la cabeza hacia atrás para besarlo.
Su boca era firme y exigente, su lengua se deslizó profundamente con brutal sensualidad. Cuando las rodillas de Francisco se debilitaron, se amoldó a él hasta que no quedó ni un centímetro de espacio entre ellos. Kuku lo sostuvo con facilidad, manteniéndolo entre sus muslos, su gran mano acunando su nuca. La presión de sus labios se alteró cuando lamió el interior de su boca con un jugueteo erótico que arrancó un entrecortado suspiro de el. Justo cuando pensaba que se derretiría en el suelo formando un charco de éxtasis, Francisco fue contrariado cuando Esteban quitó abruptamente la boca de la suya.
—¿Qué pasa? —preguntó con voz confusa.
Esteban lo silenció dando un toque con el índice sobre sus labios, mirando la entrada de la cochera con ojos entrecerrados.
—Pensé que había oído algo.
Francisco frunció el ceño de repentina preocupación, mirando como él rápidamente cruzaba las losas a grandes pasos hacia la entrada abovedada. Él miró de un lado de la vacía cochera al otro. No detectando señales de nadie, se encogió de hombros y volvió hacia Francisco. El deslizó los brazos alrededor de su delgada cintura.
—Bésame otra vez.
—Oh, no —dijo Esteban con una mueca torcida —Vas a regresar a la casa. No puedo trabajar contigo aquí.
—Me quedaré callado —dijo, sacando su labio inferior rebeldemente —Ni siquiera sabrás que estoy aquí.
—Sí, si lo sabré. —Miró a su propio cuerpo excitado, y entonces le disparó a Fran una mirada enconada —Y es difícil para un hombre hacer su trabajo cuando está en estas condiciones.
—Yo te lo pondré mejor —ronroneó Fran, bajando la mano al fascinante bulto de su erección —Sólo dime lo que tengo que hacer.
Con un gemido de risa, Esteban le robó a sus labios un cálido y rápido beso y lo apartó de él.
—Ya te he dicho lo que vas a hacer: vuelve a la casa.
— ¿Escalarás a mi habitación esta noche?
—Nada me detendría.
Francisco le lanzó una mirada burlonamente amenazadora, y Kuku hizo una mueca, sacudiendo la cabeza cuando se volvía al carruaje.
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Aunque los dos eran conscientes de la necesidad de precaución, aprovechaban cualquier oportunidad para vagar juntos. Se encontraban en los bosques, o en su lugar del río, o por la noche en su balcón. Kuku rehusaba con firmeza cruzar el umbral de la habitación de Francisco, diciendo que no podía ser responsable de sus acciones, si se encontraba cerca de una cama con el.
Su autocontrol era mucho mayor que el de Fran, aunque Francisco era plenamente consciente del esfuerzo que le costaba, y cuánto lo deseaba. Esteban le había dado placer dos veces más, besándolo, sosteniéndolo y acariciándolo hasta que estaba relajado de satisfacción. Y luego una tarde, mientras yacían justos en el río, Kuku finalmente le permitió a Francisco llevarlo al alivio. Sería para siempre la experiencia más erótica de su vida, con Esteban jadeando y gimiendo su nombre, su carne rígida y sedosamente dura cuando se deslizaba a través del ardiente agarre de sus dedos, su cuerpo poderoso desvalido a su toque. Francisco disfruto de su clímax más que del propio, adorando el hecho de que pudiera darle el mismo éxtasis que él le había mostrado.
Si bien esos eran sus años maravillosos, su tiempo era demasiado corto en esta vida, Francisco sabía que su aventura amorosa con Kuku, tal y como era, no acabaría bien. Por eso mismo, el no esperaba que terminara tan rápidamente, ni de una manera tan brutal.
Su padre convocó Francisco a su estudio después de la cena una noche, algo que nunca había hecho antes. Nunca había habido ninguna razón para que el conde hablara con el ni con su hermano Juani en privado. Rafael, era el único vástago al que el conde prestaba alguna atención y ninguno de los muchachos envidiaban a su hermano mayor por ello. El conde era especialmente crítico con su heredero, exigiendo perfección en todo momento, prefiriendo motivar con miedo en lugar de con elogios. Y pese a todo el adusto tratamiento que Rafael había recibido, era esencialmente un muchacho amable y de buena naturaleza. Francisco tenía muchas esperanzas de que no se volvería como su padre algún día, pero había muchos años de moldeado de rudeza del conde almacenados para él.
En el momento en que Francisco llegó al estudio, sintió como si su estómago se hubiera vuelto un bloque de hielo. La frialdad se extendía hacia fuera a través de sus miembros hasta que llegó a la punta de sus dedos y a la suela de sus pies. No tenía ninguna duda en su mente del por qué había recibido esa orden inusual de su padre. El conde debía haber descubierto de algún modo su relación con Kuku. Si fuera otra cosa, le habría dicho a su madre o a la señora Sandra que hablaran con el. Pero el hecho de que se fuera a molestar en comunicarse directamente con el mostraba que el asunto era de importancia. Y sus instintos le advirtieron que la confrontación iba a ser ciertamente abominable. Trató de pensar frenéticamente en cómo reaccionar, en cómo proteger mejor a Esteban. Haría cualquier cosa, prometería lo que fuera, para mantenerlo a salvo de la furia del conde.
Helado y sudando, alcanzó el estudio, con su interior de paneles oscuros y el enorme escritorio de caoba sobre el que se dirigían muchos de los negocios de la finca. La puerta estaba abierta, y una lámpara ardía en su interior. Entró en la habitación y se encontró a su padre de pie cerca del escritorio.
El conde no era un hombre apuesto, sus rasgos eran demasiado anchos y rudos, como si hubiera sido moldeado por un escultor que hubiera tenido demasiada prisa para refinar los profundos golpes de su cincel. Si el conde hubiera poseído una cierta medida de calidez o ingenio, o alguna adición de amabilidad, sus rasgos podrían haberse prestado un cierto duro atractivo.
Desafortunadamente, era un hombre desprovisto absolutamente de humor, que con todas las ventajas que Dios le había dado, estaba en amargo desacuerdo con todo en la vida. No encontraba placer en nada, especialmente en su familia, quienes le parecían poco más que una carga colectiva. La única aprobación que le había mostrado alguna vez a Francisco era un reluctante orgullo por su belleza física que amigos y extraños habían alabado tan a menudo. Mientras que por sus pensamientos, su carácter, sus esperanzas y miedos, no se preocupaba en absoluto por esos intangibles. Le había dejado claro que el único propósito en la vida de Francisco era casarse bien.
Cuando se encaró con su padre, Francisco se preguntó como era posible sentir tan poco por el hombre que lo había engendrado. Uno de los muchos lazos entre el y Esteban era el hecho de que ninguno de ellos había conocido cómo era el amor de un padre ni una madre. Para ambos, si no hubiera sido por la señora Sandra, ninguno hubiera tenido ningún concepto de amor paternal.
Leyendo en la mirada de su padre un odio vivaz, Francisco reflexionó que eso era como él siempre había mirado a Juani. El pobre Juani, quien no tenía ninguna culpa de haber sido concebido por uno de los amantes de la condesa.
—¿Enviaste a por mí, Padre? —murmuró sin entonación.
La luz de la lámpara acuchillaba sombras a través del rostro del conde cuando se dirigió a el fríamente.
—En este momento —remarcó —Estoy más seguro que nunca de que los hijos son una maldición del infierno.
Francisco dejó inexpresivo su rostro, aunque se vio forzado a hacer una breve inspiración cuando sus pulmones se contrajeron.
—Has sido visto con el mozo de cuadra —continuó el conde —Besándose, con sus manos en el otro. —Hizo una pausa, su boca contorsionándose brevemente antes de que consiguiera disciplinar sus rasgos —Parece que finalmente ha sobresalido la sangre de tu madre. Ella tiene un gusto similar por los de clase baja, aunque incluso ella tiene el sentido común de divertirse con los lacayos, mientras que tú pareces haber reducido tu interés a nada mejor que un desecho de cuadra.
Esas palabras llenaron a Francisco de un odio casi letal por su intensidad. Quería golpear el rostro burlón de su padre, vencerlo, herirlo en lo más profundo de su alma, si tenía una. Enfocando un pequeño cuadro de los paneles, Francisco se disciplinó para permanecer perfectamente quieto, dando sólo un pequeño respingo cuando su padre avanzó y le agarró la mandíbula con una mano. La presión de sus dedos mordió cruelmente los pequeños músculos de su rostro.
—¿Cuán lejos llegaron? —ladró él.
Francisco le miró directamente en la superficie de obsidiana de sus ojos.
—Nada.
Vio que no le creía. La garra hiriente sobre su rostro se tensó.
—Y si yo llamo a un médico para examinarte, ¿confirmará eso?
Francisco no parpadeó, sólo lo miró sin expresión, retándole silenciosamente.
—Sí. —La palabra salió como un siseo —Pero si hubiera sido por mí... Me ofrecí libremente a Kuku, sólo desearía que él hubiera aceptado.
El conde lo soltó con un sonido enfurecido y lo abofeteó rápidamente, su palma estrellándose contra su mejilla. La fuerza de la bofetada le entumeció el rostro y le giró la cabeza a un lado. Aturdido, Francisco sostuvo la palma de su mano contra su mejilla inflamada, y lo miró con ojos abiertos.
La visión de su estupor y su dolor pareció calmar de algún modo al conde. Dejando escapar una profunda inspiración, fue a su silla y se sentó con gracia arrogante. Su brillante mirada oscura se encontró con la de el.
—El muchacho se irá de la finca por la mañana. Y te asegurarás de que nunca se atreva a aproximarse a vos de nuevo. Porque yo descubriré si lo hace, y usaré todos los medios a mi disposición para arruinarlo. Sabes que tengo el poder y la voluntad para hacerlo. No importa adónde vaya, lo haré encontrar y cazar. Y tendré el mayor placer en asegurarme que su vida termine miserable y tortuosamente. No se merece menos por posar los ojos en el hijo de un Romero.
Francisco nunca había comprendido verdaderamente con anterioridad que para su padre era una propiedad, que sus sentimientos no significaban nada para él. Fran sabía que él decía en serio cada palabra, que aplastaría a Kuku como un infeliz roedor bajo su pie. Eso no debía pasar. Esteban debía ser amparado de la venganza de su padre, y ser previsto. Fran no podía permitirle castigarlo simplemente porque se había atrevido a amarlo. Mientras el miedo roía su corazón, habló con una voz frágil que no reconoció como suya.
—Kuku no se regresará si él cree que yo quiero que se vaya.
—Entonces por su bien, haz que él lo crea.
Francisco no dudó en su respuesta.
—Quiero que se encuentre un puesto para él. Uno decente, un aprendizaje, algo que le permita mejorar.
Su padre parpadeó un instante ante la audaz demanda.
—¿Qué te da la temeridad para creer que yo voy a hacer eso por él?
—Aún soy virgen. —Dijo suavemente —Por ahora.
Sus miradas se sostuvieron durante un helado momento.
—Ya veo —murmuró el conde —Amenazarás con encamarte con el primer hombre que puedas encontrar, sea un pordiosero o un criador de cerdos, si no concedo tu petición.
—Exactamente —No se requirió ninguna habilidad de actor para que Francisco lo convenciera. El era sincero. Después de que Esteban se fuera, nada mantendría ningún valor para el. Ni incluso su propio cuerpo.
La audacia de Francisco pareció despertar el interés del conde, tanto como lo irritó.
—Parece que aún tienes en vos algo de mi sangre —murmuró —Aunque hay, como siempre, mucho en cuestión, considerando a tu madre. Muy bien, le encontraré un puesto al insolente bastardo. Y tú harás tu parte para asegurarte que Buenos Aires se libre de él.
—¿Tengo tu palabra de eso? —persistió Fran en voz baja, sus puños apretados a los costados.
—Sí.
—Entonces tú tienes la mía a cambio.
Una mueca despectiva contorsionó sus rasgos.
—No te pido tu palabra, hijo. No porque me fíe de ti, te aseguro que no es así. Sino porque he aprendido que el honor de un joven tiene menos valor que la basura del suelo.
Como no se requería respuesta, Francisco permaneció de pie allí tieso hasta que le ordenó que se fuera. Insensible y desorientado, caminó a su cuarto, donde esperó a que viniera Kuku. Los pensamientos clamaban frenéticamente en su mente. Una cosa era cierta, ningún poder en la tierra podría mantener a Esteban alejado de el, mientras creyera que Fran todavía lo amaba.
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Había sido un día largo y duro de trabajo para Esteban, ayudando a los asistentes del jardinero a construir un muro de piedra alrededor del huerto de frutales. Horas de levantar pesadas rocas habían provocado que sus músculos temblaran por el esfuerzo. Con una mueca lastimera, reflexionó en que no le sería de mucha utilidad a Francisco durante un día o dos (estaba casi demasiado dolorido para moverse). Pero quizás Fran le dejaría descansar la cabeza en su regazo, y le dejaría echar una siesta durante unos pocos minutos, con su perfume y suavidad rodeándole. Dormir mientras sus dedos gentiles acariciaban su pelo, la idea lo llenó de fatigada anticipación.
Sin embargo, antes de que pudiera ir con Fran, debía ver a la señora Sandra, que le había ordenado que fuera con ella de inmediato. Después de bañarse en la vieja bañera de hierro que todos los criados masculinos podían usar, Kuku fue a la cocina con el pelo todavía húmedo. Su piel tenía el aroma del acre jabón que se usaba para limpiar los suelos y hacer la colada, que también se les daba a los criados para sus necesidades personales.
—El muchacho de la entrada dijo que querías verme —dijo Esteban sin preámbulos. Cuando miró al ama de llaves, se quedó sorprendido por la apariencia consternada de su rostro.
—El señor Romero ha pedido verte —De repente, la gran cocina perdió su calor reconfortante, y la rica dulzura de un tarro de mermelada hirviendo en el fogón cesó de llamar a su más voraz que nunca apetito.
—¿Por qué? —preguntó cautelosamente. La señora Sandra sacudió la cabeza. El calor de la cocina había hecho adherirse a mechones de su cabello sal y pimienta en sus mejillas.
—Te aseguro que no lo sé, y tampoco lo sabe Roberto. ¿Te has metido en algún tipo de travesura, Kuku?
—Travesura, no.
—Bueno, por lo que sé has hecho tu trabajo, y te has comportado tan bien como pueda hacerlo un muchacho de tu edad. —frunció el ceño contemplativamente —Quizás el señor desea recompensarte, o enviarte a alguna tarea especial —Sin embargo, ambos sabían que eso era poco probable. El conde nunca convocaba a un criado inferior por tal razón. Era jurisdicción del mayordomo el ofrecer alabanzas o disciplina, o repartir nuevas responsabilidades. —Ve y ponte tu uniforme. No puedes presentarte delante del señor con tu ropa ordinaria. Y date prisa, no quiere esperar.
—Demonios —murmuró Esteban, encogiéndose ante la idea de vestir el odiado uniforme. Fingiendo enfadarse, el ama de llaves levantó una cuchara de madera amenazadoramente.
—Otra palabra blasfema en mi presencia, y te golpearé en los nudillos.
—Sí, señora —bajó su cabeza y ensayó una expresión mansa que la hizo reír. Ella dio unos golpecitos en su mejilla con su cálida y mullida mano. Sus ojos eran suaves pozos de marrón cuando sonrió.
—Vete, y después de que hayas visto al conde, tendré pan fresco y mermelada esperándote.
Cuando Kuku se fue para obedecer, su sonrisa se desvaneció, y soltó un largo y tenso suspiro. Nada bueno vendría de la demanda del conde. La única posible razón para la convocatoria era su relación con Francisco. Se sintió ligeramente mareado. Esteban no le temía a nada excepto a la posibilidad de que lo apartaran de el. La idea de días, semanas, meses pasados sin ser capaz de verlo era insoportable, como si se le dijera que debía intentar vivir bajo el agua. Se abrumó por la necesidad de encontrarse con Francisco ahora, pero no había tiempo. Uno no se demora cuando el conde envía a por él.
Vistiéndose rápidamente en el uniforme de trencilla dorada, calzándose zapatos negros y medias blancas, Kuku fue al estudio donde le esperaba el señor Romero. La casa parecía peculiarmente silenciosa, llena del silencio que se daba antes de que tuviera lugar una ejecución. Usando dos nudillos como Roberto le había enseñado, Esteban dio un cauteloso golpe en la puerta.
—Entra —dijo la voz del amo. El corazón de Kuku latía tan fuerte que se sintió mareado. Dejando su rostro sin expresión, entró en la habitación y esperó justo dentro de la puerta. La habitación era sencilla y severa, cubierta con paneles de brillante cerezo y con ventanas de grandes vidrieras rectangulares alineadas en un lado. Estaba escasamente amueblada con bibliotecas, sillas de asiento duro y un gran escritorio donde se sentaba el señor Romero.
Obedeciendo al conciso gesto del conde, Kuku se aventuró en la habitación y se detuvo delante del escritorio.
—Mi señor —dijo humildemente, esperando que cayera el hacha. El conde lo examinó con una mirada con los ojos entrecerrados.
—He estado considerando lo que se va a hacer con vos.
—¿Señor? —cuestionó, su estómago dando un salto de una brusquedad mareante. Miró a los duros ojos de Romero y apartó instintivamente la mirada. Ningún criado se atreve a sostener la mirada del amo. Era un intolerable signo de insolencia.
—Ya no se requiere más tu servicio en la hacienda. —la voz del conde era un calmado latigazo de sonido —Serás despedido de inmediato. Me he encargado de asegurar otra ocupación para ti —Esteban asintió en silencio. —Estoy en tratos con un constructor de barcos de Uruguay —continuó —Un tal señor Bayona, que ha condescendido en tomarte como aprendiz. Sé que es un hombre honorable y espero que será un amo, si bien exigente, justo.
Romero dijo algo más, pero Esteban sólo lo medio escuchó. Uruguay, no sabía nada de él, excepto que era un puerto comercial de los principales, y que estaba lleno de cuestas y era rico en carbón y metal. Al menos no estaba demasiado lejos, era un condado vecino.
—No tendrás oportunidad de regresar a Buenos Aires —dijo el conde, volviendo a capturar su atención —Ya no sos más bienvenido, por razones que no deseo discutir. Y si intentas regresar, haré que lo lamentes amargamente.
Kuku comprendió lo que se le estaba diciendo. Nunca se había sentido tan a la merced de nadie. Era un sentimiento al que un criado debería estar bien acostumbrado, pero, por primera vez en su vida, se sintió resentido por él. Intentó tragarse su hirviente hostilidad, pero permaneció aguda e hiriente en el fondo de su garganta. Francisco…
—He organizado que seas transportado esta noche —dijo Romero fríamente —La familia Bayona transporta bienes para su venta en el mercado de Montevideo. Te permitirán montar en la parte trasera de su carro. Recoge tus pertenencias de inmediato, y llévalas al hogar de los Bayona en el pueblo, desde donde partirás.
Abriendo el cajón del escritorio, extrajo una moneda y se la lanzó a Esteban, que la cogió instintivamente. Era una corona, el equivalente a cinco chelines.
—Tu paga del mes, aunque te faltan unos pocos días para las cuatro semanas completas —comentó Romero —Que no se diga nunca que soy poco generoso.
—No, mi señor —medio susurró Kuku. Esta moneda, junto con la exigua cantidad de ahorros de su cuarto sumaría aproximadamente dos pesos. Tendría que hacerlo durar, ya que su aprendizaje sería probablemente un trabajo sin paga
—Puedes irte ahora. Dejarás atrás tu uniforme, ya que no tendrás más necesidad de él. —el conde volvió su atención a algunos papeles del escritorio, ignorando completamente a Esteban.
La mente de Kuku era una revolución de confusión cuando dejó el estudio. ¿Por qué no le había preguntado nada el conde?, ¿Por qué no había exigido saber con precisión cuán lejos había ido su corto amorío? Quizás Romero estaba asumiendo lo peor, que Francisco ya había tomado a Esteban como su amante. ¿Sería castigado Francisco por ello?
No estaría aquí para descubrirlo. No sería capaz de protegerlo ni reconfortarlo, iba a ser eliminado de su vida con precisión quirúrgica. Pero maldito si no iba a verlo de nuevo. El estupor palideció, y de repente su aliento pareció arder en la garganta y pecho, como si hubiera inhalado fuego en sus pulmones.
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Francisco casi se dobló sobre sí mismo de agonía cuando escuchó el sonido que había estado esperando, el silencioso rascar de Kuku escalando a su balcón. Su estómago rodó, y apretó los puños contra su abdomen. Sabía lo que tenía que hacer. Y sabía que incluso sin la manipulación de su padre, su intrusión en la vida de Kuku sólo podía haber resultado en desdicha para ambos. Esteban estaría en mejor situación para hacer un nuevo comienzo, sin estorbos de nada ni nadie de su pasado. Encontraría a alguien más, alguien que fuera libre de amarlo como el nunca lo sería. Y no dudaba que se le ofrecerían muchos corazones femeninos a un hombre como él. Francisco sólo deseó que hubiera otra forma de liberarlo, un modo que no les causara tanto dolor a ambos.
Vio a Kuku en su balcón, una gran sombra detrás de la red de la cortina de encaje. La puerta se había dejado ligeramente abierta. La golpeó ligeramente con el pie, pero como siempre, no se atrevió a cruzar el umbral. Francisco encendió cuidadosamente una vela al lado de la cama, y miró cómo su propio reflejo cobraba parpadeante vida en los paneles de cristal, sobreimpresa a la oscura forma de Esteban antes de que la puerta se abriera más y la imagen se deslizara fuera.
Francisco se sentó en la esquina de la cama más cercana al balcón, no confiando en sí mismo para acercarse más a él.
—Hablaste con mi padre. —dijo sin inflexión, mientras una gota de sudor se deslizaba hacia abajo por su tensa espalda. Esteban estaba muy quieto, interpretando la rigidez de su postura, el modo en que se negaba a él. A esas alturas debería haber estado en sus brazos.
—Me dijo…
—Sí, sé lo que te dijo —interrumpió suavemente —Vas a dejar la hacienda. Y es lo mejor, realmente —Kuku hizo una lenta, confusa sacudida de cabeza.
—Necesito abrazarte —susurró él, y por primera vez dio un paso dentro de la habitación. Se paró sin embargo, cuando Francisco alzó una mano en un gesto de freno.
—No —dijo, y tomó aliento para terminar cuanto antes —Se ha terminado, Esteban. La única cosa que queda por hacer es decir tu despedida y desaparecer.
—Encontraré una forma de regresar —dijo él confusamente, su mirada acosada —Haré cualquier cosa que me pidas.
—Eso no sería sensato. Yo… —el autoaborrecimiento se enroscó en Fran cuando se forzó a seguir —No quiero que regreses. No quiero volver a verte más.
Mirándolo sin expresión, Esteban retrocedió un paso de ella.
—No digas eso —murmuró con voz ronca —No importa dónde vaya, nunca dejaré de amarte. Decime que sentís lo mismo. No puedo vivir sin alguna brizna de esperanza.
Era precisamente esa esperanza lo que provocaría su probable ruina. Si Kuku tenía esperanzas, regresaría a el, y entonces su padre lo destruiría. El único modo de salvar a Esteban era alejarlo por su bien, extinguir toda fe en su amor. Si no llevaba eso a cabo, entonces ningún poder sobre la tierra sería suficiente para mantenerlo lejos de el.
—Te pido disculpas por mi padre, desde luego, —dijo en una voz ligera y quebradiza —Le pedí que te despidiera para evitarme la molestia. Él estaba enfadado, por su puesto, dijo que debería al menos haber mirado en algún lugar por encima de las cuadras. Tenía razón. La próxima vez elegiré con más distinción.
—¿La próxima vez? —Kuku parecía como si hubiera sido golpeado.
—Me has divertido un tiempo, pero ya estoy aburrido de vos. Supongo que deberíamos intentar separarnos como amigos, sólo que… sos sólo un criado, después de todo. Por lo tanto, permite que lo terminemos limpiamente. Es mejor para ambos que te vayas antes de que me vea forzado a decir cosas que nos harán sentir incluso más incómodos. Vete, Esteban. Ya no te quiero.
—Fran, vos me querés...
—Estaba jugando con vos. He aprendido todo lo que podía de vos. Ahora necesito encontrar un caballero con el que practicar —Kuku se quedó callado, mirándolo, la mirada de un animal herido de muerte. Desesperadamente, Francisco se preguntó cuánto más podría continuar sin quebrarse—¿Cómo podría amar a alguien como vos? —preguntó, cada palabra de desdén causando una cuchillada de agonía en Fran —Sos pobre, Kuku, no tenés familia, ni linaje, ni medios, ¿qué podés ofrecerme que no pudiera tomar de cualquier hombre de bajo linaje? Vete, por favor. —sus uñas dejaron surcos sangrientos en las palmas de sus manos —Vete.
Mientras se desentrañaba el silencio, Francisco bajó la cabeza y esperó, temblando, rezando a un Dios misericordioso que Kuku no se acercara a el. Si lo tocaba, o le hablaba otra vez, se desmoronaría de angustia. Se hizo inspirar y espirar, forzando a sus pulmones a trabajar, deseando que su corazón siguiera latiendo. Después de largo rato, abrió los ojos y miró el umbral vacío.
Se había ido.
Levantándose de la cama, consiguió alcanzar el lavamanos y se aferró con los brazos rodeando el cuenco de porcelana. La náusea erupcionó en espasmos castigadores, y se dedicó a ello con jadeos de desdicha, hasta que su estómago estuvo vacío y sus rodillas habían perdido toda capacidad de funcionamiento. Tropezando y reptando hacia el balcón, se acuclilló contra la barandilla y agarró los barrotes de hierro.
Vio la distante figura de Kuku caminando por el camino que salía de la mansión, camino que conectaba con la carretera del pueblo. Llevaba la cabeza baja, y se fue sin una mirada hacia atrás.
Francisco lo miró hambrientamente a través de los barrotes pintados, sabiendo que nunca lo volvería a ver
Chapter Text
La señora Sandra llegó a la puerta del escritorio de Francisco, una pequeña antecámara de su dormitorio, y lo encontró acurrucado en la esquina de un sillón que había estado alojada contra la ventana del añejo vidrio, con la mirada fija en la nada. El estrecho umbral por debajo de los cristales de la ventana estaba alineado con pequeños objetos, un diminuto caballito pintado de metal, un par de soldados de hojalata, uno de ellos sin un brazo, un botón barato de madera de la camisa de un hombre, un pequeño cuchillo enfundado con un mango tallado con la punta de un cuerno.
Todos los artículos eran trocitos y piezas del pasado de Kuku que Francisco había coleccionado. Sus dedos estaban enrollados alrededor del dorso de un pequeño libro de versos, la absurda clase de libros utilizados para enseñar a los niños las reglas de la gramática y la ortografía. La señora Sandra recordó más de una ocasión en la que había visto a Francisco y Esteban de niños, leyendo juntos el abecedario, con sus cabezas muy juntas mientras Fran se empeñaba en tratar de enseñarle sus lecciones. Y Kuku había escuchado de mala gana, aunque era bastante claro que hubiera preferido mucho más andar corriendo por los bosques como una criatura incivilizada.
Frunciendo el ceño, la señora Sandra colocó un plato de sopa y tostadas sobre la falda de Francisco.
—Es hora de que comas algo —dijo, acentuando su preocupación con una voz severa.
En el mes en que Kuku había partido, Francisco no había podido comer o dormir. Débil y desanimado, pasaba la mayor parte de su tiempo a solas. Cuando se le ordenaba acompañar a la familia en la cena, se sentaba sin tocar su comida y permanecía anormalmente silencioso. El conde y la condesa decidieron considerar el rechazo de Francisco como un capricho infantil. Sin embargo, la señora Sandra no compartía esa opinión, preguntándose cómo podían desestimar tan fácilmente el profundo afecto que existía entre Fran y Kuku.
El ama de llaves había tratado de razonar acerca de su preocupación, recordándose a sí misma que ellos eran simples niños, y como tales, eran criaturas muy animosas. Aún así, perder a Kuku parecía desquiciar a Francisco.
—Yo también lo extraño —dijo el ama de llaves, con un nudo en la garganta y dolor compartido —Pero debes pensar en lo que es mejor para Kuku, no para vos. No querrías que él permaneciera aquí y estuviera atormentado por todas las cosas que no podría tener. Y no le sirve a nadie dejarte convertir en pedazos de esta manera. Estás pálido y delgado, y tu cabello está tan áspero como la cola de un caballo. ¿Qué pensaría Kuku si te viese ahora? —Francisco elevó una lánguida mirada hacia la de ella.
—Él pensaría que es lo que merezco por ser tan cruel.
—Él entenderá algún día. Reflexionará sobre ello y se dará cuenta de que vos sólo podías haberlo hecho por su propio bien.
—¿Vos en serio pensás eso? —Preguntó sin aparente interés.
—Por supuesto —asintió vehemente la señora Sandra.
—Yo no —recogió el caballito de metal de la ventana y lo observó sin emoción — Pienso que Kuku me odiará por el resto de su vida —El ama de llaves meditó en las palabras, convenciéndose cada vez más de que si algo no se hacía pronto para sacudir al joven de su congoja, se podría provocar un daño permanente en su salud.
—Quizá debería decirte que... he recibido una carta de él —dijo aunque había tenido la intención de guardar esa información para ella misma. No se podía predecir cómo reaccionaría Francisco ante las noticias. Y si el conde se enterara de que la señora Sandra había permitido a Fran ver aquella misiva, habría aún otro puesto libre en la hacienda... el de ella. Los ojos verdes del joven revivieron de repente, cargados de un brillo frenético.
—¿Cuándo?
—Esta misma mañana
—¿Qué escribió? ¿Cómo está?
—Aún no he leído la carta, vos sabes cómo son mis ojos. Necesito la luz apropiada y he extraviado mis lentes —Fran empujó el plato a un lado y salió con esfuerzo del sillón.
—¿Dónde está? Déjame verla de una vez, oh, porqué esperaste tanto para decírmelo? —Inquieta por el color febril que se había apoderado del rostro del joven, la señora Sandra trató de calmarlo.
—La carta está en mi habitación, y no la tendrás hasta que termines cada bocado de ese plato —Dijo con firmeza —A mi entender, nada a pasado a través de tus labios desde ayer. Te desmayarás antes de alcanzar las escaleras.
—Por todos los cielos, ¿cómo puedes hablar de comida? —preguntó salvajemente —La señora Sandra lo retuvo en su posición, sosteniendo la mirada desafiante de Francisco sin parpadear, hasta que el muchacho liberó sus manos con un sonido iracundo. Recogiendo el plato, agarró un trozo de pan y lo desgarró furiosamente con sus dientes. El ama de llaves lo observó con satisfacción.
—De acuerdo, ven a buscarme cuando hallas terminado, estaré en la cocina. Y luego iremos a mi cuarto por la carta.
Francisco comió tan rápido que casi se atragantó con el pan. Pasó un poquito mejor la sopa, con la cuchara temblando de una manera tan violenta que repartió poco más que algunas gotas a su boca. Parecía no poder concentrarse en un pensamiento, su mente estaba revuelta y girando. Sabía que no habría palabras de perdón o comprensión en la carta de Kuku, no haría ninguna mención con respecto a el. Eso no importaba. Todo lo que Fran quería era alguna seguridad de que él estaba vivo y bien. Oh Dios, estaba hambriento de noticias de él.
Tanteando con la cuchara, la arrojó con impaciencia en la esquina, y calzó sus pies en sus zapatos. Era una señal de lo estúpidamente absorbida que estaba en si misma, ya que no se le había ocurrido pedirle a la señora Sandra comenzar una correspondencia con Esteban. Aunque era imposible para Francisco comunicarse con él, aún podría conseguir una frágil conexión a través del ama de llaves. La idea causó un cálido sentimiento de alivio en su interior, disolviendo el aislamiento que se había encajonado en el por semanas. Voraz por la carta, anhelando ver las marcas que las manos de Esteban habían hecho en el pergamino, Francisco se apresuró a salir de la habitación.
Cuando llegó a la cocina, su aparición atrajo algunas miradas extrañas por parte de la fregadera y el par de cocineras, y se dio cuenta que su rostro debía de estar muy rojo. La excitación ardía en el, haciendo difícil permanecer en calma mientras rodeaba la enorme mesa de madera hacia el lado en donde permanecían la señora Sandra y la cocinera, cerca del horno de ladrillos sobre el hogar. El aire estaba cargado con el olor del pescado friéndose, el rico y graso aroma parecía cuajar el contenido del estómago de Fran. Luchando contra una oleada de náuseas, tragó repetidamente y se dirigió hacia el ama de llaves, que estaba haciendo una lista junto con la cocinera.
—La carta —murmuró a su oído, y la Sandra sonrió.
—Sí. Sólo un momento más, pequeño.
Francisco asintió con un suspiro impaciente. Se dio vuelta de frente al horno, donde una de las criadas procuraba voltear el pescado de una manera muy tosca. El aceite salpicaba repetidamente de la sartén cuando cada pieza era golpeada, el líquido se derramaba dentro de la canasta rellena con las brazas nuevas. Elevando sus cejas ante la ineptitud de la muchacha, Francisco dio un codazo al rechoncho cuerpo de la señora Sandra.
—Señora Sandra …
—Sí, ya casi terminamos —Murmuró el ama de llaves.
—Lo sé, pero el horno… no creo que la criada debiera…
Francisco fue interrumpido por una sorpresiva ráfaga de aire caliente acompañada por un explosivo rugido mientras que la canasta empapada de aceite se prendía fuego. Las llamas alcanzaron el techo y se esparcieron hasta la sartén con el pescado, transformando la cocina en un infierno. Aturdido, Fran sintió que la criada tropezó con el, y el aire escapó de sus pulmones mientras su espalda chocaba con el borde de la mesa dura.
Hipando por un poco de aire, Francisco estaba débilmente consiente de los gritos de temor de la criada, opacados por los agudos alaridos de la señora Sandra para que alguien trajera un saco de sales de bicarbonato de la despensa, para sofocar las llamas.
Francisco dio la vuelta para escapar del calor y del humo, pero parecía que estaba rodeada por él. De repente su cuerpo estaba abarcado por el dolor más sofocante de lo que hubiera imaginado posible. Entrando en pánico ante la comprensión de que sus ropas se prendieran fuego, corrió instintivamente, pero no podía escapar de las llamas que lo devoraban vivo. Tuvo la empañada visión del rostro horrorizado de la señora Sandra, y luego alguien lo arrojó violentamente contra el suelo, la voz de un hombre maldiciendo. Había punitivas quemaduras en una pierna y en su cuerpo mientras él criado sacudía sus ropas incendiadas. Francisco lloró y luchó contra él, pero no pudo respirar más, o pensar o ver mientras se sumergía en la oscuridad.
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Años después:
—Parece que han llegado los españoles — el y su hermano, Juani, regresaban a la casa después de una caminata matutina.
Se detuvieron al lado de la fachada rocosa color miel para tener una buena vista de los cuatro vehículos adornados que estaban parados en el frente de la casa. Los sirvientes se chocaban a través del patio amplio enfrentado a la casa, desde los establos localizados en un lado, a los cuartos de los sirvientes en el otro. Los invitados habían llegado con una gran cantidad de baúles y equipaje para su estadía de un mes en la hacienda. Juani volvió para aguardar a Fran. El era un atractivo joven de veintidós años, con cabello castaño claro, ojos azules avellanados y curvilínea figura. Por sus modales alegres, uno podía pensar que a el no le importaba en absoluto. Pero era evidente para cualquiera que mirara en sus ojos que había pagado un alto precio por los raros momentos de felicidad que había conocido.
—Tontos —dijo Juani con indiferencia, refiriéndose a sus invitados —¿no les han dicho que no se estila llegar tan temprano en el día?
—Pareciera que no.
—Bastante ostentosos, ¿no? —Murmuró, observando las molduras doradas y los paneles pintados a los lados de los carruajes. Fran sonrió.
—Cuando los españoles gastan su dinero, lo hacen para mostrarlo.
Rieron e intercambiaron miradas maliciosas. Esta no era la primera vez que su hermano, Rafael, ahora el señor Romero, había hospedado españoles para sus famosas cacerías y sus reuniones de tiro. Todos los asuntos de negocios eran tratados en estas reuniones, que usualmente duraban semanas e incluían figuras políticamente influyentes o ricos profesionales. Durante estas visitas, Rafa persuadió astutamente a ciertos huéspedes para tomar parte con él de un asunto o de otro, o para concordar en una materia de negocios que serviría a sus intereses.
Los españoles que llegaron a la hacienda eran usualmente ricos nuevos, sus fortunas provenían de embarques de transporte, y herencias reales, o de fábricas que producían cosas como láminas de jabón, o rollos de papel. Francisco siempre había encontrado a los españoles bastante agraciados. A el le gustaban sus espíritus altivos, y le impresionó su anhelo por ser aceptados. Fuera de sentirse demasiado elegantes, usaban ropas que estaban una temporada o dos por detrás de la moda actual. En la cena estaban terriblemente ansiosos por si sus asientos habían sido ubicados después del marinero o si se les había dado el lugar más prestigioso cerca del hospedador. Y generalmente estaban preocupados acerca de la calidad, estaban notablemente ansiosos por concretar matrimonios transatlánticos, utilizando fortunas gallegas para atrapar empobrecidas sangres azules latinas. Y ninguna sangre era más elevada que la de los Romero, quienes poseían uno de los condados más antiguos de la nobleza.
A Juani le gustaba bromear acerca de su linaje, clamando que la reconocida ascendencia Romero podría hacer que una oveja negra como el pareciera atractivo para un ambicioso español.
—Considerando que ningún argentino decente me tomaría, quizá debiera casarme con uno de esos simpáticos y ricos españoles y navegar con él a través del Atlántico —Francisco había sonreído y lo había abrazado con fuerza.
—No te atreverías —susurró en los cabellos de su hermano —Te extrañaría demasiado.
—Que par que formamos —respondió con una lastimosa risa —Te das cuenta de que ambos terminaríamos viejos y solterones, viviendo juntos con una gran horda de gatos.
—Dios me salve –dijo con un quejido risueño —Nada de eso, aún sos demasiado joven para decir algo semejante —deslizó un brazo alrededor de los hombros de su hermano —Bueno, querido —dijo suavemente —esta es la oportunidad para que consigas un ambicioso español con grandes bolsillos. Justo lo que estabas esperando.
Juani emitió un bufido.
—Sólo estaba bromeando, como bien sabes. Además, ¿cómo puedes estar segura de que habrá hombres elegibles en la fiesta?
—Rafa me contó un poco acerca del grupo de la noche anterior. ¿Alguna vez has oído de los Vogrincic? Han tenido dinero por tres generaciones, lo que es para siempre en América. La cabeza de la familia es el Sr. Enzo Vogrincic, que es soltero y aparentemente bastante apuesto.
—Bien por él. De todos modos, no estoy interesado en la cacería de maridos, no importa cuán atractivo pueda ser.
Francisco presionó su brazo de manera protectora sobre los estrechos hombros de Juani. Desde la muerte de su prometido, Blas Polidori, Juani había jurado no enamorarse otra vez. Sin embargo, era evidente que Juan necesitaba una familia propia. Su naturaleza era demasiado afectuosa para ser malgastada en la vida de soltería. Era una medida de cuán profundamente había amado Juani a Blas, tanto que aún lo lloraba dos años después de su muerte. Y seguramente Blas, el más bondadoso de los jóvenes, no hubiera querido que Juani pasara el resto de su vida solo.
—Uno nunca sabe –dijo Fran con una sonrisita —Es posible que conozcas a un hombre a quien ames tanto, si no más, como amaste a Blas —Los hombros de Juani se atiesaron.
—Dios, espero que no. Duele demasiado amar a alguien de esa manera. Vos lo sabes tan bien como yo —El rostro de Francisco se tensó.
—Sí —Admitió, luchando para alejar los recuerdos que se agitaban detrás de una puerta invisible en su mente. Recuerdos tan inhabilitantes que tuvo que ignorarlos por el bien de su propia salud.
Permanecieron juntos en silencio, cada uno entendiendo las silenciosas penas del otra. Cuán extraño, pensó Fran, que el hermano menor que tenía siempre considerada como algo molesto, resultara ser su amigo más querido y su compañero. Suspirando, Fran se volvió hacia una de las cuatro torres que estaban ubicadas en las esquinas del cuerpo principal de la finca.
—Ven —dijo Fran enérgicamente —Entremos a través de la puerta de los sirvientes. No quiero encontrarme con nuestros huéspedes estando polvoriento por nuestra caminata.
—Yo tampoco quiero —siguió tras de sus pasos —Fran, ¿no te cansas alguna vez de ser el anfitrion de los invitados de Rafael?
—No, en realidad no me importa, me gusta entretener, y siempre es agradable oír las noticias del país.
—La semana pasada, el viejo Parrado dijo que tú tienes una manera de hacer que los otros se sientan más inteligentes e interesantes de lo que en verdad son. Dijo que eras el anfitrion más diestro que el haya conocido.
—¿Eso dijo? Por sus amables palabras pondré brandy extra en su té la próxima vez que nos visite.
Sonriendo, Francisco se detuvo a la entrada de la torre y miró por sobre su hombro al cortejo de invitados y sus sirvientes, que se arremolinaban en el patio mientras varios baúles eran cargados por un camino o por el otro. Parecía ser un grupo ruidoso, esta compañía del Sr. Enzo Vogrincic. Mientras Francisco contemplaba el patio, su mirada fue atraída por un hombre que era más alto que el resto, su altura excedía aún más de las de los lacayos. Él era grande y de cabellos castaños, con hombros anchos, y una segura, masculina manera de caminar, que estaba muy cercano al contoneo. Como los otros españoles, estaba vestido con un traje entallado pero escrupulosamente conservador. Él se detuvo para conversar con otro invitado, su perfil duro parcialmente disimulado.
Verlo hizo sentir inquieto a Fran, como si su autodominio hubiera sido apartado de repente. A esa distancia no podía ver sus rasgos con claridad, pero podía sentir su poder. Estaba en sus movimientos, en la innata autoridad de su posición, la arrogante inclinación de su cabeza. Nadie podía dudar que él era un hombre de importancia ¿quizá él era el Sr. Vogrincic?
Juani lo precedió dentro de la casa.
—¿Vienes Fran? —Dijo sobre su hombro.
—Sí, yo... —Balbuceó en un silencio mientras continuaba mirando la distante figura, cuya vitalidad apenas escondida hacía que cualquier otro hombre en la vecindad pareciera pálido en comparación. Terminando su breve conversación, él cruzó a pasos largos hacia la entrada de la finca. En el momento en que iba a dar un paso, se detuvo, como si alguien hubiese gritado su nombre. Sus hombros se pusieron tensos bajo su saco negro. Francisco lo observó, hipnotizado por su imprevista tranquilidad. Lentamente él se volvió y lo miró directamente. El corazón de Fran se dio un fuerte, doloroso golpe y se retiró rápidamente hacia la torre antes de que sus miradas se encontraran.
—¿Qué pasa? —Preguntó Juani con un toque de preocupación —Has enrojecido repentinamente. —El se adelantó y tomó la mano de Francisco, tironeando con impaciencia —Ven, lavaremos tu rostro y tus muñecas con agua fresca.
—Oh, estoy perfectamente bien. –replicó, pero el vacío de su estómago se sintió extraño y trémulo —Es sólo que vi a un caballero en el patio...
—¿El de pelo castaño? Sí, yo también lo noté. ¿Por qué será que los españoles son siempre tan altos? Quizá es algo en el clima, los hace crecer como malas hierbas.
—En ese caso, yo debería ir por una larga estadía —dijo con una sonrisa. Charlando confortablemente, los hermanos hicieron su camino hacia sus apartamentos privados en el ala este. Francisco sabía que debía ser rápido al cambiarse su vestido y refrescar su apariencia, mientras el temprano arribo de los españoles había conmocionado a toda la casa. Los huéspedes querrían refrescos de alguna clase, pero no había tiempo para preparar un pleno desayuno. Los españoles tendrían que contentarse con bebidas hasta que su desayuno de media mañana pudiera ser convocado.
De inmediato, Francisco hizo una lista mental de los contenidos de la despensa. Decidió que dispondría los bowls de cristal de frutillas y frambuesas, potes de manteca y jamón junto con pan y torta y Fran también le diría al ama de llaves, la Sra. Sandra que sirviera soufflé de langosta fría que sería la cena para más tarde.
—Bueno —dijo Juani prosaicamente, interrumpiendo sus especulaciones —que tengas un día placentero, debo proceder a escabullirme como es usual.
—No es necesario —dijo Fran frunciendo el entrecejo instantáneamente. Juani había optado por esconderse luego de las escandalosas consecuencias de su trágica aventura amorosa con Blas. Aunque generalmente el era observado con simpatía, Juani aún era considerado como "arruinado", y por lo tanto, compañía inconveniente para aquellos de delicada sensibilidad. Nunca era invitado a eventos sociales de ninguna clase, y cuando un baile o una tertulia era organizada en la hacienda, permanecía en su cuarto para evitar la reunión. Sin embargo, después de dos años de atestiguar el exilio social de Juani, Rafael y Francisco habían acordado en que era suficiente. Quizá Juani nunca podría recuperar la posición que había disfrutado antes de su escándalo, pero los hermanos estaban decididos a que no viviría el resto de su vida como una recluso. Gentilmente lo reacomodarían en los márgenes de la buena sociedad y eventualmente le encontrarían un marido de fortuna y respetabilidad adecuadas.
—Has cumplido tu penitencia, Juan —dijo con firmeza- —Rafa dice que cualquiera que no se quiera unir contigo simplemente tendrá que abandonar el estado.
—Yo no evito a la gente porque tema su decepción —protestó —La verdad es que no estoy listo para volver a la corriente de las cosas aún.
—Puede que nunca te sientas listo —contrarió —Tarde o temprano tendrás que saltar de nuevo en ella.
—Tarde, entonces.
—Pero recuerdo cuanto te gustaba bailar, y jugar juegos de salón, y cantar al piano…
—Fran —interrumpió con gentileza —Te prometo que algún día bailaré, jugaré y cantaré otra vez, pero tiene que ser en el momento de mi elección, no del tuyo — Francisco cedió con una compungida sonrisa.
—No es mi intención ser dominante, sólo quiero que seas feliz.
Juani buscó su mano y la presionó.
—Deseo que te preocupes por tu propia felicidad de la misma forma en que te preocupas por la de los demás —Soy feliz, quería replicar Francisco, pero las palabras se atascaron en su garganta. Suspirando, Juan abandonó su lugar en el hall —Te veré más tarde esta noche.
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Había sido un agosto excepcionalmente cálido hasta ahora, y el condado hormigueaba de elegantes familias que serían atrapadas en los meses de verano en España. Rafael había dicho que el Sr. Vogrincic y su compañero de negocios estarían viajando ida y vuelta entre Argentina y España, con el resto del séquito atrincherado en la hacienda Romero. Parecía que el Sr. Vogrincic planeaba abrir una oficina en Huelva para las nuevas empresas de su familia, así como asegurar todos los derechos importantes del muelle que permitirían a sus barcos realizar las descargas en el puerto.
Aunque la familia Vogrincic ya era opulenta del estado real y de las especulaciones en Buenos Aires, recientemente se habían iniciado en el negocio de producción locomotora de rápido crecimiento. Aparentemente su ambición no era abastecer los rieles europeos con locomotoras, carruajes y repuestos, sino también exportar sus productos a América. Según Rafael, Vogrincic no carecía de inversores para su nuevo emprendimiento y Francisco presintió que su hermano pretendía ser uno de ellos. Con ese objetivo en mente, Francisco pensó que el Sr. Vogrincic y su socio tenían una estadía extremadamente agradable con los Romero.
Con su mente repleta de planes, Francisco cambió a un ligero vestido de verano de algodón blanco, bordado con flores color lavanda. No llamó a la criada para que lo ayudara. A diferencia de otras personas en su situación, el se vestía solo la mayoría de las veces, requiriendo la ayuda de la Sra. Sandra sólo cuando era necesario. El ama de llaves era la única persona que tenía permiso de ver a Francisco bañándose o vistiéndose, con excepción de Juani.
Cerrando la hilera de pequeños botones de perlas del frente de su vestido, Francisco permaneció frente al espejo. Expertamente peinó y sujetó su cabello con un pañuelo blanco. Mientras ataba la pañoleta, vio en el reflejo que algo había sido dejado sobre la cama, un guante extraviado o liga, quizá, en el destello rosa damasco del cobertor. Frunciendo el ceño curiosamente, fue a investigar.
Se estiró para alcanzar el objeto sobre la almohada. Era un pañuelo viejo, la seda bordada de matiz descolorido, muchos de los hilos estaban gastados. Confundido, Francisco trazó el patrón de capullos de rosa con la yema de su dedo. ¿De dónde había venido? ¿Y por qué había sido dejado sobre su cama? El sentimiento de revoloteo regresó a su estómago, y su dedo se detuvo en la delicada trama del bordado.
El había hecho esto con sus propias manos, seis años atrás.
Sus dedos se cerraron en el trozo de tela, presionándolo contra su palma, de repente su pulso resonó en sus sienes, oídos, garganta y pecho.
—Kuku… —susurró.
Recordó el día en que se lo había dado a él o más precisamente el día en que Esteban lo había tomado de el, en la sala de los carruajes del establo. Sólo Esteban le podía devolver ese fragmento del pasado. Pero eso no era posible, Esteban había abandonado Argentina años atrás y después rompió su acuerdo de aprendizaje con el constructor de barcos en Montevideo.
Nadie lo había visto o había oído de él nuevamente.
Francisco había pasado su vida entera de adulto tratando de no pensar en él, entreteniendo la fútil esperanza con el hecho de que el tiempo suavizaría los recuerdos del doloroso amor. Pero sin embargo, Esteban había permanecido con el como un fantasma, llenando sus sueños con todas las abandonadas esperanzas que rehusaba admitir durante sus horas diurnas. Todo este tiempo no había sabido si él estaba vivo o muerto. Cualquier posibilidad era muy dolorosa de contemplar.
Todavía agarrando el pañuelo, Francisco salió de su cuarto. Pasó sin ser visto a través del ala este, como un animal herido, usando las puertas de los sirvientes para abandonar la finca. No había privacidad en la casa, y el tenía que robar algunos minutos a solas para reunir su juicio. Un pensamiento era el principal en su mente... No regreses Kuku... El sólo verte me mataría... No regreses... No lo hagas...
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Rafael, el Sr Romero, dio la bienvenida a Enzo Vogrincic en su biblioteca. Rafael había conocido a Enzo antes, en una visita previa a España, y había encontrado mucho que recomendar al hombre.
Permitiéndole pasar, Rafael estaba predispuesto a que no le agradaría Enzo, que era un conocido miembro de la llamada aristocracia. A pesar de una vida de adoctrinamiento social, Rafa no creía en la aristocracia de ningún tipo. Él habría rechazado su propio título, si fuera legalmente posible. No era que no tuviera presente la responsabilidad, ni que tuviera aversión al dinero heredado. Era sólo que nunca le había sido posible aceptar la superioridad innata de un hombre sobre otro. La noción era inherentemente injusta, sin mencionar que era ilógica y Rafael nunca había sido capaz de tolerar una falta de lógica.
Sin embargo, Enzo no era como los aristócratas que Rafael había conocido. De hecho, Enzo parecía disfrutar a su familia de Argentina con sus joviales referencias de su bisabuelo, un bruto y franco marinero mercante que había acumulado una sorprendente fortuna. Subsecuentes generaciones de Vogrincic refinados y de buenos modales hubieran preferido olvidar a sus vulgares ancestros, si sólo Rafael lo hiciera posible.
Enzo entró al cuarto con holgadas y tranquilas zancadas. Él era un hombre elegante de unos treinta y cinco años de edad. Su cabello del color ebano estaba cortado en centelleantes capas, su piel era bronceada y estaba afeitado. Su apariencia era concentradamente hegemonica... ojos castaños, con un aire de irreverencia. Pero había una oscuridad debajo de su dorada superficie, un cinismo e insatisfacción que habían marcado profundas líneas alrededor de sus ojos y boca. Su reputación era la de un hombre que trabajaba duro y que jugaba aún más fuerte, disparando rumores de bebida y libertinaje que Rafael sospechaba eran bien merecidos.
—Mi señor —murmuró, intercambiando un decisivo apretón de manos —es un placer llegar al fin —Una criada entró sosteniendo un juego de plata de café, y Rafael gesticuló para que lo depositara sobre el escritorio.
—¿Cómo estuvo el viaje? —preguntó. Una sonrisa arrugó los extremos de los ojos mieles de Vogrincic.
—Tranquilo, gracias a Dios. ¿Puedo preguntar por la condesa? ¿Confío en que esté bien?
—Bastante bien, gracias. Mi madre me pidió comunicar sus disculpas por no poder estar en estos momentos, pero ella está visitando amigos en el exterior. — Observando la bandeja de refrescos, Rafa se preguntó por qué Francisco no había aparecido aún para recibir a los invitados. Sin dudas estaba acomodando sus planes para compensar la temprana llegada — ¿Tomará un poco de café?
—Sí, por favor —descendiendo su alta y flaca figura en la silla detrás del escritorio, Enzo se sentó con sus piernas descuidadamente desplegadas.
—¿Crema o azúcar?
—Azúcar solamente, por favor —mientras recibía su taza y platillo, notó un temblor diferente en sus manos, causando que la porcelana golpeteara. Eran los inconfundibles tremores de un hombre que aún no se había recuperado de la borrachera de la noche anterior.
Sin pasar por alto una sacudida, colocó la taza sobre el escritorio, retiró un frasco de plata del interior de su saco, y echó una generosa cantidad de licor en su café. Bebió de la taza sin utilizar el platillo, cerrando los ojos mientras la caliente infusión alcohólica vertía por su garganta. Mientras el café descendía, extendió la taza sin comentarios, y servicialmente Rafael la volvió a llenar. De nuevo fue representado el ritual del frasco.
—Su socio es invitado a acompañarnos —dijo Rafa amablemente.
Recomponiéndose en su silla, Enzo bebió la segunda taza de café más lentamente que la primera. —Gracias, pero creo que por el momento, él está ocupado dándole instrucciones a los sirvientes —una sonrisa irónica asomó en sus labios —Esteban tiene aversión de sentarse en el medio del día. Él está en constante movimiento.
Habiendo tomado su propio asiento detrás del escritorio, Rafael se detuvo en el instante en que estaba llevando la taza a sus propios labios.
—¿Esteban? —repitió pausadamente. Era un nombre común. Aún así, una nota de alarma sonó en su interior. Enzo sonrió descuidadamente.
—Le dicen Kuku, por su apellido particular. Es conocido por su esfuerzo en que las fundiciones Vogrincic comiencen a producir máquinas locomotoras en lugar de maquinarias agrícolas.
-Eso es considerado por algunos como un riesgo innecesario -comentó- Usted lo está haciendo muy bien con la producción de máquinas agrícolas, las segadoras y las sembradoras mecánicas de grano, en particular. ¿Por qué aventurarse con manufacturas locomotoras? Las principales compañías ferroviarias han construido sus propias maquinarias y es aparente que abastecen sus necesidades de una manera muy eficiente.
—No por mucho tiempo —dijo tranquilamente —Estamos convencidos que sus demandas de producción excederán pronto su capacidad y se verán forzados a contar con constructores externos para compensar la diferencia. Además, América es diferente de España. Allí la mayoría de los ferrocarriles cuentan con empresas propias privadas de locomotoras, como la mía, para proveerles maquinaria y partes. La competencia es feroz, y de esto resulta un mejor producto, más agresivamente valuado.
—Sería interesante saber por qué usted cree que las fundiciones ferroviarias de España no serán capaces de mantener un paso aceptable de producción.
—Kuku proveerá todas las figuras que usted requiere —le aseguró.
—Espero conocerlo.
—Creo que usted ya lo conoce, mi señor —la mirada de Enzo no se desvió mientras continuaba con estudiada contingencia — Parece que Kuku fue un empleado una vez aquí en esta hacienda. Puede que usted no lo recuerde, él era un muchacho del establo en ese tiempo.
Rafael no mostró ninguna reacción ante el relato, pero interiormente pensó, ¡Oh, Demonios! Este Kuku era desde luego al mismo a quien Francisco había amado tanto tiempo atrás. Rafael sintió una inmediata urgencia de alcanzar a Francisco. Él tenía que prepararlo de alguna manera para la noticia de que había regresado.
—Lacayo —corrigió suavemente —Según recuerdo, Kuku fue un sirviente de la casa justo antes de que partiera —Los ojos mieles de Enzo estaban falazmente inocentes.
—Espero que no le incomode recibir un antiguo sirviente como un huésped.
—Al contrario, admiro los logros de Kuku. Y no vacilaré en decírselo —eso era mitad verdad. El problema era que, la presencia de Kuku en la hacienda seguramente causaría incomodidad a Francisco. Si era así, Rafael tendría que encontrar una manera de lidiar con la situación. Sus hermanos importaban más para él que cualquier otra cosa en la tierra, y él jamás permitiría que ninguno de ellos resultara herido.
Enzo sonrió ante la respuesta de Rafael.
—Veo que mi juicio acerca de usted fue correcto, Señor Romero. Usted es tan justo y razonable como sospechaba.
—Gracias. —se dedicó a revolver una cuchara de azúcar en su café, preguntándose siniestramente dónde estaba Francisco.
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Francisco se encontró caminando apresuradamente, casi corriendo a su lugar favorito cerca del río, donde una pradera de flores salvajes se inclinaba hacia las hierbas altas con mariposas color marrón, miel y blanco mármol. El nunca había traído a alguien aquí, ni siquiera a Juani. Era el lugar que el había compartido sólo con Esteban. Y después que él se había ido, era donde había llorado a solas.
La perspectiva de verlo otra vez era lo peor que le podía ocurrir.
Todavía agarrando el pañuelo bordado, Francisco descendió hacia un sendero de hierbas y trató de calmarse. El sol borraba el agua con brillantes destellos, mientras unos pequeños escarabajos negros marchaban lentamente hacia los tallos de la genista espinosa. La mordacidad del cardo tibio por el sol y de la flor de muerto de la ciénaga se mezclaba con el fecundo olor del río. Entumecido, el miraba al agua fijamente recorriendo el avance de un somormujo mientras chapoteaba diligentemente en una viscosa masa de hierba enlodada en su estolón.
Voces de hace mucho tiempo susurraron en su mente...
"No me casaré con ningún hombre excepto vos, Kuku. Y si alguna vez me dejas, estaré solo por el resto de mi vida."
"Fran... nunca te dejaría a menos que vos me pidieras que me vaya..."
Sacudió su cabeza agudamente, deseando que los recuerdos atormentadores se fueran. Apelotonando el pañuelo en una bola, movió su brazo para arrojarlo en la gentil corriente del río. El movimiento fue suspendido por un tranquilo silencio.
—Espera.
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—Esperá…
Francisco cerró los ojos, mientras la palabra tiraba suavemente de su alma encogida. Su voz… sólo que más profunda y rica ahora, la voz de un hombre, no de un muchacho. Le costaba toda su fuerza sólo el seguir respirando. Estaba paralizado por algo que sentía como temor, una especie de calor incapacitante que era bombeado en su interior con cada frenético latido de su corazón.
El sonido de su voz parecía abrir senderos de sentimientos en su interior.
—Si vas a tirar eso al río, quiero que me lo devuelvas.
Cuando Francisco intentó aflojar su garra sobre el pañuelo, se le cayó por completo de sus dedos rígidos. Lentamente, se obligó a girarse para mirarlo mientras se aproximaba. El hombre de cabello castaño que había visto en el patio sí era Kuku. Estaba incluso más grande y más imponente de lo que había parecido en la distancia. Sus rasgos eran fuertes, su arrogante nariz se situaba entre los distintos planos de sus pómulos, esos espléndidos ojos, el claro resplandor rojizo sombreado por gruesas pestañas. No había nadie más en el mundo que tuviera unos ojos como esos.
—Esteban —dijo roncamente, buscando cualquier parecido que pudiera tener con el desgarbado muchacho herido de amor que había conocido. No había ninguno. Esteban era ahora un desconocido, un hombre sin ninguna traza de puerilidad juvenil. Era esbelto y elegante con ropas bien cortadas, su brillante pelo castaño cortado a cortas capas que doblegaban su tendencia inherente a rizarse.
—No esperaba encontrarte aquí —murmuró, su mirada sin dejar nunca la suya —Quería echar una ojeada al río, ha pasado tanto tiempo desde que lo he visto —Su acento era raro, suave y elaborado, con vocales extra añadidas en sitios donde no eran necesarias, y expresiones argentinas perdidas.
—Sonás como un gallego —susurró, deseando que su tensa garganta se relajara.
—He vivido en Huelva una larga temporada.
—Desapareciste sin decir una palabra a nadie. Yo… —Fran se paró, apenas capaz de respirar —me preocupé por vos.
—¿De veras? —Esteban sonrió débilmente, aunque su expresión era fría —Tuve que dejar Montevideo bastante repentinamente. El constructor naval del que era aprendiz, el señor Bayona, se volvió un poco duro de mano en su disciplina. Después de una paliza que me dejó con unas pocas costillas rotas y un cráneo fracturado, decidí partir y hacer un nuevo comienzo en algún otro lugar.
—Lo siento —susurró, palideciendo. Reprimiendo una oleada de náuseas, se forzó a sí mismo a preguntarle —¿Cómo pudiste permitirte el pasaje a España? Debe haber sido caro.
—10 pesos. Más de la paga de un año —Un toque de ironía afiló su voz, revelando que esa suma, tan desesperadamente necesitada entonces, no significaba nada para él ahora —Le escribí a la señora Sandra, y ella me lo envió de sus ahorros.
Francisco inclino la cabeza, su boca temblando cuando recordó el día en que llegó su carta… el día en que su mundo se había roto y el había cambiado para siempre.
—¿Cómo está ella? —oyó preguntar —¿Trabaja todavía aquí?
—Oh, sí. Todavía está aquí, y bastante bien.
—Bien.
Esteban se estiró y recogió cuidadosamente el pañuelo descartado de la tierra, pareciendo no notar el modo en que Francisco se puso rígido ante su proximidad. Enderezándose, volvió a su asiento en la roca cercana, y lo estudió.
—Eres hermoso… —dijo desapasionadamente, como si admirara una pintura o un paisaje espectacular — Incluso más de lo que recordaba. Veo que no llevas ningún anillo.
Sus dedos se curvaron entre los sueltos pliegues de sus faldas. —No. No me he casado nunca —Eso provocó una extraña mirada de Esteban. Una ensimismada oscuridad se filtró por el vívido rojo de sus ojos, como un cielo de verano llenándose de humo.
—¿Por qué no? —Fran intentó ocultar su agitación con una súbita sonrisa calmada.
—Supongo que no era mi destino. ¿Y vos? ¿Te has…?
—No —Esas palabras no deberían haber llevado la presión de un rápido latido a la base de su garganta, pero lo hicieron.
—¿Y Juani? —preguntó suavemente —¿Qué ha sido de el?
—Soltero también. Vive aquí con Rafael y conmigo, y bueno, probablemente lo veas muy poco.
—¿Por qué? —Francisco buscó palabras que pudieran explicar la situación de su hermano de un modo que no hiciera que lo juzgara severamente.
—Juani no hace vida social a menudo, ni elige el mezclarse con los huéspedes. Hubo un escándalo hace dos años. Juani estaba prometido a Blas, un joven de quien estaba muy enamorado. Antes de que se pudieran casar, se mató en un accidente de caza —Hizo una pausa para dar un manotazo a un escarabajo que había aterrizado en su falda.
La expresión de Esteban era impasible.
—¿Qué escándalo hay en eso?
—Poco después de eso, Juani tuvo un aborto, por lo que todo el mundo supo que Blas y el habían… —se paró impotente —Juani cometió el error de confiar sus congojas a una de sus amigas, que no pudo guardarle el secreto para salvarle la vida. Aunque Rafael y yo intentamos reprimir las murmuraciones, pronto todo el condado estuvo cuchicheando… En mi opinión, Juani no hizo nada malo. Blas y el estaban enamorados, y se iban a casar. Pero por supuesto estaban aquellos que intentaban hacerlo una paria, y Juani rehúsa salir del luto. Mi madre está mortificada por la situación, y ha pasado la mayoría de su tiempo en el extranjero desde entonces. Y me alegro de que mi padre ya no esté vivo, ya que hubiera condenado sin dudarlo a Juani por sus acciones.
—¿No lo hace tu hermano?
—No. Rafael no es como nuestro padre. Él es honorable y también muy compasivo, y bastante librepensador.
—Un Romero abierto de mente —caviló, pareciendo encontrar que la frase era contradictoria. El brillo de humor de sus ojos de alguna forma lo alivió, lo apaciguó, y fue finalmente capaz de hacer una respiración a fondo.
—Vos también estarás de acuerdo, cuando conozcas a Rafael mejor.
Estaba claro que el abismo entre ellos era ahora incluso mayor de lo que lo había sido en su juventud. Sus palabras eran, como siempre, tan ampliamente distintas que no había posibilidad de intimidad entre ellos. Ahora podían interactuar como educados extraños, sin peligro de romperse el corazón. El antiguo Kuku ya no existía más, al igual que se había ido el muchacho que Francisco había sido. Miró la tierra alfombrada de musgo, el letárgico flujo del río, el desleído azul del cielo, antes de que fuera capaz finalmente de encontrarse con su mirada. Y Fran estaba desesperadamente agradecido por el sentimiento de irrealidad que le permitía encararlo sin desvanecerse.
—Será mejor que vuelva a la casa —dijo, levantándose de la roca —Tengo muchas responsabilidades.
Esteban se puso en pie inmediatamente, la silueta de su cuerpo oscura y airosa contra el fluir del río detrás de él. Francisco se forzó a sí mismo a romper el silencio torturante.
—Debes contarme cómo has llegado a trabajar para un hombre como el señor Vogrincic.
—Es una larga historia.
—Estoy deseando oírla. ¿Qué le ocurrió al muchacho al que ni siquiera le importaba si era hecho primer lacayo?
—Tuvo hambre.
Francisco lo miró con una mezcla de espanto y fascinación, sintiendo la complejidad que había bajo la sencilla frase. Quería saber cada detalle, comprender lo que le había ocurrido a Esteban, y descubrir las facetas del hombre en que se había convertido. Esteban parecía incapaz de quitarle la mirada de encima. Fue hacia el con cautela indebida, como si su cercanía representara algún tipo de amenaza. Cuando se paró a una distancia de un pie de el, un calor paralizante afluyó de nuevo en Fran. Inhaló rápidamente, sintiendo el aire rico y pesado en sus pulmones.
—¿Tomás mi brazo? —le pidió. Era una trivialidad cortés que cualquier caballero le habría ofrecido, pero Francisco dudó antes de tocarle. Sus dedos revolotearon sobre su manga como las alas de una polilla.
—Gracias. —se mordió el labio y tomó su brazo, su mano amoldándose a la línea de pesados músculos que yacían bajo las suaves capas de paño y lino. La realidad de tocarle, después de años de anhelo desesperado, lo hizo tambalearse ligeramente, y apretó su agarre cuando buscó estabilizarse. El ritmo de la respiración de Esteban se rompió abruptamente, como si algo le hubiera agarrado por la garganta. Sin embargo, recuperó rápidamente su compostura mientras lo escoltaba subiendo la suave pendiente hacia la casa. Sintiendo el enorme poder de su cuerpo, Francisco se preguntó qué habría hecho para adquirir tal fuerza física.
—Trabajé como barquero, llevando en barca a pasajeros —dijo, pareciendo leer sus pensamientos —Veinticinco centavos ida y vuelta. Así es como conocí a Enzo.
—¿Era uno de tus pasajeros? —preguntó. Ante su asentimiento, le lanzó una mirada curiosa —¿Cómo se transformó un encuentro casual en una asociación de negocios? —Su expresión se hizo precavida
—Una cosa llevó a la otra —Fran consiguió sonreír ante su evasiva.
—Veo que tendré que usar todas mis artes para que muestres tu lado locuaz.
—No tengo lado locuaz.
—Ser entretenido es una responsabilidad del huésped —le informó Fran.
—Oh, te entretendré —murmuró —es sólo que no hablaré mientras lo hago —Como debía haber sido su propósito, el comentario desarmó su compostura. Ruborizándose, Francisco dio una risa lastimera.
—No has perdido tu maña en hacer comentarios escandalosos, por lo que veo. Recuerda que estás en compañía de un joven protegido de la alta sociedad —Él no lo miró cuando replicó.
—Sí, me acuerdo —Se aproximaron a la parte de los solteros, una pequeña residencia puesta aparte de la casa principal y reservada para el uso de los huéspedes que desearan más privacidad de la que permitía la mansión. Rafael le había dicho a Francisco que el señor Vogrincic había pedido específicamente que el sólo estaría en el pabellón de solteros, aunque tuviera que ser acomodado con tres huéspedes más. Pese a que todavía no se veía señal del señor Vogrincic, Francisco vio un par de criados entrando en el lugar con baúles y equipaje.
Esteban se detuvo, sus vívidos ojos atrapando la luz del sol cuando miró hacia la pequeña casa.
—¿Te importa si nos separamos aquí? Iré pronto a la mansión, pero primero quiero echar una ojeada.
—Claro, por supuesto —suponía que debía resultarle abrumador regresar a la hacienda, con recuerdos escondidos en cada esquina y sendero —Esteban —dijo inseguro —¿fue una coincidencia que el señor Vogrincic decidiera aceptar la invitación de una visita de mi hermano, o arreglaste deliberadamente las cosas para poder regresar?
Esteban se giró para hacerle frente, sus hombros pendiendo amenazadores sobre los suyos.
—¿Qué razón tendría yo para regresar?
Francisco buscó su mirada indescifrable. Y entonces entendió lo que él escondía tan cuidadosamente, lo que nadie podría ver a menos que lo hubiera amado alguna vez. Odio. Había regresado por venganza, y no se iría hasta que lo hubiera castigado de miles de maneras por lo que le había hecho. “Oh, Esteban” pensó el ciegamente, sintiendo una curiosa simpatía por Esteban incluso mientras sus instintos le gritaban que se alejara del peligro inminente “¿Todavía te duele tanto?” Esteban apartó su mirada, juntando sus cejas mientras reflexionaba sobre qué poco le costaría aniquilarlo
Haciéndose levantar la mirada a su oscuro rostro, habló con gran precaución:
—Cuánto has conseguido, Esteban. Pareces haber tenido éxito con todo lo que has querido. Incluso más —Girándose, lo dejó con pasos medidos, llamando a todo el autocontrol que le quedaba para evitar salir corriendo.
—No todo —dijo en voz baja, su mirada persiguiendolo cuidadosamente hasta que desapareció.
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Esteban vagó por el pabellón de solteros, sin prestar atención a los criados mientras colocaban las pertenencias de Enzo.
Estaban sabía exactamente por qué necesitaba Enzo la intimidad del pabellón de solteros. Siempre un caballero, Enzo evitaba escrupulosamente hacer escenas o aparecer fuera de control. Esteban nunca lo había visto borracho en realidad. Enzo sólo se encerraba a solas en una habitación con una o dos botellas, y reaparecía dos o tres días después, pálido e inestable, pero perspicaz y perfectamente acicalado. Esos episodios no parecían ser provocados por nada en particular, era simplemente su modo de vida. Sus hermanos le habían comunicado en secreto que los rituales de bebida habían comenzado no mucho tiempo después de que Esteban y él se habían conocido, cuando su hermano mayor había muerto por su corazón débil.
Esteban vio como el ayuda de cámara de Enzo sacaba una caja japonesa de puros de un aparador con multitud de cajones y casilleros. Aunque Esteban rara vez fumaba, y nunca a esa hora del día, tomó la caja. Extrajo un puro, sus hojas aceitosas y opulentamente ásperas. Inmediatamente, el bien entrenado ayuda de cámara generó un diminuto par de perversamente afiladas tijeras, y Esteban las recibió con un cabeceo de agradecimiento. Cortó el extremo del puro, esperó a que el ayuda de cámara encendiera el extremo, y tiró rítmicamente de él hasta que produjo una opresiva corriente de humo tranquilizante. Desapasionadamente observó el temblor de sus propios dedos.
El shock de ver de nuevo a Francisco había sido mayor de lo que había anticipado.
Detectando la evidencia de sus nervios destrozados, el ayuda de cámara le disparó una mirada valorativa —¿Puedo traerle algo más, señor? —Esteban sacudió la cabeza.
—Si viene el señor Vogrincic, dile que estoy en el balcón de la parte de atrás.
—Sí, señor.
Como la mansión principal, los alojamientos de solteros estaban dispuestos cerca de un farallón que dominaba el río. La tierra estaba excesivamente arbolada con pinos, los sonidos del fluir del agua subyacentes al trinar de los nidos de currucas de los sauces. Arrojando su chaqueta, Esteban se sentó en una de las sillas del balcón cubierto y fumó negligentemente hasta que recuperó una apariencia de autocontrol. Apenas notó cuando el ayuda de cámara le trajo un plato de cristal para los pegotes de ceniza de su puro. Su mente estaba completamente ocupada por la imagen de Francisco en el río, su resplandeciente cabello rizado viendose dorado a la luz del sol, las exquisitas líneas de su cuerpo y su garganta.
El tiempo sólo había hecho más elocuente la belleza de Francisco. Su cuerpo era maduro y plenamente desarrollado, con la forma de un joven en pleno florecimiento. Con la madurez, su rostro se había vuelto más delicadamente esculpido, la nariz más delgada, los labios se habían decolorado de profundo rosa al pálido matiz de rosa que se encuentra en el interior de una rosa. La visión de Francisco había provocado que un retazo de humanidad se removiera dentro de Esteban, recordándole que una vez había tenido la habilidad de experimentar dicha, una habilidad que se había desvanecido hace mucho tiempo. Le había llevado años alterar el obstinado curso de su destino, y había sacrificado la mayor parte de su alma para hacerlo.
Apagando su puro medio acabado, se inclino hacia delante con los antebrazos apoyados sobre los muslos. Mientras miraba un espino cercano en pleno florecimiento, se preguntó por qué había permanecido soltero Francisco. Quizás era como su padre, de naturaleza esencialmente fría, siendo reemplazadas con el tiempo las pasiones de su juventud por el auto interés. Fuera cual fuera la razón, no importaba. Iba a seducir a Francisco. Su único pesar era que el antiguo señor Romero no estuviera por los alrededores para descubrir que Kuku, el ex criado había tomado su placer entre los muslos blancos como la nieve de su hijo.
La atención de Esteban fue abruptamente capturada por el crujir del pavimento y el líquido tintineo de cubos de hielo en un vaso. Recostándose en la silla, levantó la mirada cuando Enzo cruzó el emparrillado de la galería cubierta.
Girándose para encarar a Esteban, Enzo se medio sentó en la barandilla y colgó flojamente el brazo libre de una columna. Esteban le miró fijamente. La suya era una compleja amistad, que los extraños suponían basada únicamente en un deseo compartido de ganancias financieras. Aunque esa era una innegable faceta de su relación, no era en absoluto su única razón. Como la mayoría de las amistades sólidas, Esteban era fervientemente ambicioso, mientras que Francisco era cultivado, refinado y complaciente. Esteban hacía ya mucho que reconocía que no podía permitirse los escrúpulos. Enzo era un hombre de impecable honor. Esteban se había involucrado sombríamente en las batallas diarias de la vida, mientras que Enzo había elegido permanecer al margen.
—Me he encontrado con el joven Romero cuando volvía a la casa. Un hermoso chico, justo como lo describiste. ¿Está casado?
—No —lo miró malhumorado a través del velo de humo del aire.
—Eso te facilita las cosas, entonces —Los anchos hombros de Esteban se crisparon al encogerse de hombros.
—Ocurriría de un modo u otro.
—¿Quieres decir que no dejarías que un asunto menor como un esposo se interpusiera en el camino de lo que querías? —La sonrisa de Enzo se amplió en una mueca admirativa —Maldición, eres un despiadado, Kuku.
—Por eso me necesitás como socio.
—Cierto. Pero… ¿No crees que estás llevando la venganza un poco demasiado lejos? No dudo que tendrás éxito con Francisco. Pero no creo que eso te traiga nada de paz.
—Sólo quiero… —Se detuvo en silencio. Como siempre, estaba preso de un hambre que había comenzado seis años antes, cuando había sido lanzado a una vida que nunca había concebido para sí mismo. En Europa, el paraíso de los oportunistas, había tenido éxito más allá de sus sueños más salvajes. Pero aún no era suficiente. Nada podía satisfacer a la bestia de su interior.
Los recuerdos de Francisco le habían atormentado perpetuamente. Ciertamente no lo amaba, esa ilusión había empalidecido hacía mucho tiempo. Ya no creía más en el amor, ni quería. Pero tenía que satisfacer la furiosa necesidad que nunca le permitía olvidarlo. Había visto los ojos de Francisco, su boca, la curva de su mentón, en el rostro de miles de extrañas. Cuanto más fervientemente intentaba ignorar su recuerdo, más persistentemente se obsesionaba con el.
—¿Y qué ocurrirá si el resulta herido durante lo que llamas exorcismo? — preguntó. Su tono no estaba sombreado por ningún tipo de enjuiciamiento.
—Quizás quiero herirlo —Eso era una subestimación. Esteban no pretendía meramente herir a Francisco. Lo iba a hacer sufrir, llorar, gritar, suplicar. Iba a ponerlo de rodillas. Quebrarlo. Y era sólo el comienzo…
Enzo lo miró escéptico.
—Es una actitud bastante extraña, viniendo de un hombre que una vez lo amó.
—No fue amor. Fue una mezcla de pasión animal, juventud y estupidez.
—Qué gloriosa pócima —dijo con una sonrisa llena de recuerdos —No me he sentido de esa forma desde que tenía dieciséis años y me encapriché con la amiga de mi hermana —Se paró, resquebrajándose su sonrisa, oscureciéndose sus ojos mieles —Me voy a tomar otra bebida. ¿Te importa venir conmigo?
Esteban sacudió la cabeza.
—Tengo algunos asuntos que atender.
—Sí, claro. Querrás hacer la ronda… no dudo que algunos de los criados se acordarán de ti —Una sonrisa burlona tocó los labios de Enzo —Un lugar adorable, esta hacienda. Uno se pregunta cuánto tiempo le llevará a sus habitantes comprender que han dejado entrar una serpiente en su paraíso.
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Indiscutiblemente, el cuarto que mejor olía en la mansión era la despensa, un compartimiento al lado de la cocina en donde la señora Sandra almacenaba bloques de jabón, velas, con flores cristalizadas, y comestibles de lujo.
El ama de llaves estaba hoy inusualmente ocupada, con la casa llena de huéspedes y criados. Dejó la despensa, con los brazos llenos de pesados ladrillos del recientemente hecho jabón. Tan pronto como ella llevara los ladrillos al cuarto de estacionamiento, un par de criadas utilizarían hilo para cortar el jabón en una masa del tamaño de la mano.
Preocupada con la multiplicidad de tareas que todavía debían hacerse, la señora Sandra apenas era conciente de la mayor parte del lacayo que la siguió a lo largo del estrecho pasillo.
—Martin … —ella dijo distraídamente —Sé un buen muchacho y lleva estas cosas al cuarto de estacionamiento. Necesito un par fuerte de brazos. Y si Roberto tiene alguna objeción, le dices que yo te he rogado para que me ayudes…
—Sí, señora… —llego la obediente respuesta —La voz no pertenecía a Martin.
Mientras la señora Sandra vacilaba en su confusión, el peso le fue aliviado, y se dio cuenta de que acababa de dar órdenes a uno de los huéspedes del amo. Sus ropas bien confeccionadas lo proclamaban como un hombre distinguido y ella acababa de ordenarle que llevara ciertas cosas para ella. Criados, incluso los superiores, habían sido despedidos por menos.
—Señor, discúlpeme... —ella comenzó angustiada, pero el caballero de cabellos oscuros continuó hacia el cuarto de estacionamiento, levantando los ladrillos pesados de jabón con facilidad. Colocó el jabón en la mesa, se alejó de las criadas boquiabiertas, y miró a la señora Sandra con una sonrisa arrepentida.
—Debería haber sabido que usted comenzaría a dar órdenes antes de que tuviera la ocasión de decir hola.
Mirando fijamente en sus ojos rojizos que brillaban intensamente, la señora Sandra presionó sus manos en su corazón como si al hacerlo evitara la amenaza de una apoplejía, y pestañeo con repentinas lágrimas de asombro.
—¿Esteban Kukurizcka? —Exclamó impulsivamente abriendo sus brazos —Oh, mi niño... —Él la alcanzó en dos pasos grandes y cogió su fornida figura contra la suya, brevemente levantándola del piso como si fuera una muchacha de ligera contextura. Boquiabiertas por la escena emocional que involucraba a su normalmente estoica ama de llaves, las criadas se dirigieron sin rumbo hacia el vestíbulo. Fueron seguidas por una boquiabierta fregadora, una mucama y la cocinera, que sólo había trabajado en la casa por cinco años —Yo nunca pensé volver a verte —jadeó la señora Sandra.
Esteban apretó sus brazos alrededor de ella, gozando de la comodidad maternal que lo invadía en su presencia y que nunca había olvidado. Recordó las incontables veces que la señora Sandra había guardado alimento adicional para él, el final de los panes, las galletas que sobraban del té, los restos sabrosos de la olla del guisado. La señora Sandra había sido la fuente de suavidad necesaria en su vida, alguien que había creído siempre lo mejor de él.
Ella era mucho más pequeña de lo que él recordaba, y su pelo era ahora puramente blanco. Pero el tiempo le había agraciado delicadamente, agregando solamente algunas suaves arrugas a lo largo de sus atractivas mejillas, y un arco casi imperceptible a las líneas antes rectas de sus hombros y espina dorsal. Volviendo atrás su cabeza cubierta, la señora Sandra lo miró con abierta incredulidad.
—¡Mi cielo, como has crecido! Apenas te habría reconocido si no fuera por tus ojos —Dándose cuenta de su audiencia, el ama de llaves soltó al joven hombre de sus brazos y dio a la congregada servidumbre una mirada fija y amonestadora —Ocúpense de sus asuntos inmediatamente, todos ustedes. No hay necesidad de estar parados allí con los ojos saliéndose de sus cabezas… —Mascullando obedientemente, las criadas se dispersaron y resumieron sus trabajos, lanzando discretos vistazos al visitante mientras trabajaban.
La señora Sandra presionó la mano de Esteban entre sus pequeñas y regordetas. —Vení conmigo —le urgió. Entraron de acuerdo tácito al cuarto personal del ama de llaves. Ella abrió la puerta y lo dejó pasar, y el olor familiar de las almohadillas perfumadas de clavo de olor y cera de abejas y lino teñido con té, se mezclaron en un perfume de pura nostalgia. Observando a la señora Sandra, Esteban se dio cuenta que su rostro se estaba llenando de lágrimas nuevamente, y la alcanzó para envolver sus dedos alrededor de los suyos.
—Lo siento —dijo él suavemente —Debí haber encontrado una manera de advertirle antes de aparecerme tan repentinamente —La señora Sandra se las arregló para dominar sus ingobernables emociones.
—¿Qué te ha sucedido? —preguntó, observando fijamente sus ropas elegantes, incluso observando los zapatos negros pulidos en sus pies —¿Qué te ha traído aquí, después de tantos años?
—Hablaremos más adelante, cuando ambos tengamos más tiempo —dijo recordando el tumulto de actividades que días como estos, cuando docenas de visitantes mantenían a la mayoría de los criados ocupados —Usted tiene una casa llena de huéspedes y todavía no he visto al nuevo señor Romero —Él retiró un paquete de papeles sellado de su chaqueta —Antes de que me vaya, deseó darle esto.
—¿Qué es esto? —el ama de llaves preguntó con desconcierto
—El dinero que usted me dio para mi pasaje a Europa. Debí haberla compensado mucho antes, pero… —se detuvo brevemente incómodo. Las palabras eran inadecuadas para explicar cómo, por su propia cordura, tuvo que evitar cualquier cosa o cualquier persona que tuviera relación con Francisco.
Sacudiendo su cabeza, la señora Sandra intentó devolverle el paquete.
—No, mi niño, ese fue mi regalo para vos. Sólo lamento no haber tenido más ahorros para darte en ese entonces.
—Esos diez pesos salvaron mi vida —Con gran cuidado, él enderezó la gorra de su cabeza —Estoy devolviéndole su regalo con intereses. Son acciones de una nueva fundición de locomotoras, todas en su nombre. Puede cobrarlas inmediatamente, si lo desea. Pero le aconsejaría que las dejé madurar un poco más. En el próximo año, probablemente triplicarán su valor —Esteban no pudo contener una mueca arrepentida cuando vio la forma en que la perpleja señora Sandra miró el paquete. Ella tenía pocos conocimientos de acciones, y de las perspectivas futuras.
—¿No hay dinero real aquí adentro, entonces?
—Es mejor que el dinero —le aseguró, sospechando que los certificados pronto serían utilizados para envolver pescados —Póngalos en un lugar seguro, señora Sandra. Que lo que usted está sosteniendo en sus manos vale cerca de cinco mil pesos —Ella parpadeó, casi dejando que se le cayera el paquete.
—Cinco mil... —En vez de demostrar la euforia que Esteban había anticipado, el ama llaves parecía deslumbrada completamente, como si no pudiera absorber el hecho de que acababa de convertirse en una mujer rica. Se tambaleo un poco, y Esteban la alcanzó rápidamente estabilizándole los hombros.
—Me gustaría que usted se jubilara —le dijo —y se comprara una casa, con sus propios criados, y un carruaje. Después de todo lo que usted ha hecho por tanta otra gente, quisiera que usted gozara del resto de su vida.
—Es sólo que no puedo aceptar tanto —protestó ella.
Esteban le ayudó a sentarse en la silla de al lado del hogar, y se hundió en sus caderas delante de ella. Él colocó sus manos en ambos brazos de la silla.
—Eso es sólo una gota en el cubo. Quisiera hacer más por usted. Para comenzar, quisiera que usted considerase el volver a España conmigo, de modo que pueda ocuparme de usted.
—Ah, Kuku... —sus ojos brillaron mientras posaba su áspera mano encima de la suya —¡No podría abandonar jamás esta hacienda! Debo permanecer con mi niño Fran.
—¿Fran? —repitió él, dándole una mirada alerta mientras se preguntaba por qué había mencionado a Francisco en particular —El puede emplear a una nueva ama de llaves —Sus sentidos se agudizaron cuando vio su expresión precavida.
—¿Ya lo has visto? —El ama de llaves preguntó cautelosamente. Esteban asintió con la cabeza.
—Hablamos brevemente.
—El destino no ha sido bueno con ninguno de los hijos jóvenes del señor Romero.
—Sí, estoy enterado de ello. Fran, me contó lo que le sucedió a su hermano.
—¿Pero nada sobre el?
—No —no pasó por alto la sombra de consternación que cruzó por su rostro —¿Qué hay que decir? —El ama de llaves pareció elegir las palabras cuidadosamente.
—No mucho después de tu partida de la hacienda, el estuvo... bastante enfermo —Dos pequeñas y profundas marcas se formaron entre los arcos plateados de sus cejas —Estuvo postrado en cama por lo menos tres meses. Aunque se recuperó a tiempo, el.. nunca ha sido nuevamente el mismo —Sus ojos se estrecharon.
—¿Qué le sucedió?
—No me atrevo a decirte. La única razón por la cual lo he mencionado es porque la enfermedad lo ha dejado algo... frágil.
—¿De qué manera? —Ella sacudió su cabeza decisivamente.
—No puedo decírtelo —Esteban se sentó sobre sus talones, mirándola fijamente. Calculando la manera más eficaz de sacarle la información, hizo su voz gentil y persuasiva.
—Usted sabe que puede confiar en mí. No diré nada a nadie.
—Vos no me pedirías seguramente que rompiera una promesa —le regañó.
—Por supuesto —dijo él secamente —Pido a la gente que rompa sus promesas todo el tiempo. Y si no lo hacen, hago que se arrepientan —se levantó en un movimiento fluido —¿Qué quiere decir con que Francisco nunca volvió a ser el mismo? Me parece malditamente igual.
—¡Blasfemia! —El ama de llaves chasqueó su lengua con reprobación. Sus miradas se encontraron, y Esteban sonrió abiertamente mientras recordaba cuantas veces él había recibido esa misma mirada en su adolescencia.
—No me diga, entonces. Conseguiré saber la verdad de los labios del mismo Francisco.
—Eso lo dudo. Y si fuera vos, no lo presionaría demasiado —La señora Sandra se paró también —En que hombre tan atractivo te has convertido —ella exclamó —¿Hay una esposa esperándote en Europa? ¿Un amor?
—No, gracias a Dios. —Su sonrisa se desvaneció, sin embargo, cuando escuchó sus palabras siguientes.
—Ah... —Su tono estaba impregnado con lo que podría ser compasión o admiración —¿Siempre ha sido el, no es así? Ésa debe ser la razón por la que has vuelto —Esteban frunció el ceño.
—He vuelto por razones de negocios, siendo la menor de ellas la probabilidad de que Romero invierta en la fundición. Mi presencia aquí no tiene nada que ver con Francisco o con un pasado que ya nadie recuerda.
—Vos lo recuerdas. Y también el.
—Debo irme —dijo él bruscamente —Tengo todavía que descubrir si Rafael se opone a mi presencia aquí.
—No creo que sea el caso, Rafael es un caballero. Espero que él te ofrezca una amable recepción, como lo hace con todos sus huéspedes.
—Entonces él es notablemente, distinto a su padre —dijo sarcásticamente.
—Sí, y sospecho que te llevarás absolutamente bien con él, mientras no le des ninguna causa de temor a que puedas dañar a Francisco. El ya ha sufrido bastante.
—¿Sufrido? —no pudo evitar el menosprecio que se formó en su tono —He visto el verdadero sufrimiento, señora Sandra, gente que moría por carencia de alimento y medicina, que rompía sus espaldas con trabajo forzado, familias desgraciadas con pobreza. No intente afirmar que Francisco, ha tenido alguna vez que levantar un dedo por su propia supervivencia.
—Eso es de una persona de mente cerrada, Kuku —llegó su reprimenda apacible —Es verdad que el Conde y sus hermanos sufren de manera distinta a la nuestra, pero su dolor sigue siendo verdadero. Y no es culpa de Francisco que vos hayas tenido una vida difícil, mi niño.
—Tampoco mía —dijo él suavemente, mientras que su sangre hervía como una caldera del infierno.
—Santo cielos, qué mirada diabólica —dijo el ama de llaves suavemente —¿Qué estás tramando, Esteban Kukurizcka? —Él privó su rostro de toda expresión.
—Nada de nada —Ella lo miró con gran incredulidad.
—Si intentas dañar a Francisco de alguna manera, te lo advierto…
—No —él la interrumpió suavemente —Nunca le causaría daño, señora Sandra, usted sabe lo que el significó para mí —El ama de llaves pareció relajarse. Y, al darse vuelta, se perdió la sonrisa oscura que cruzó sus duros rasgos. Esteban se detuvo brevemente antes de alcanzar la perilla, y echó un vistazo sobre su hombro —Señora Sandra, me podría decir...
—¿Sí?
—¿Por qué aún está soltero?
—Eso lo debería explicar Francisco.
—Debe haber un hombre —murmuró.—Un joven tan sorprendentemente hermoso como Francisco nunca carecería de compañía masculina. —La señora Sandra contestó cautelosamente.
—De hecho, hay un caballero con quien mantiene una relación. El Señor Pardella, que ahora posee la vieja propiedad cerca del cabildo. Él se mudó allí hace aproximadamente cinco años. Sospecho que lo veras en la fiesta de mañana por la noche, lo invitan frecuentemente a la hacienda.
—¿Qué clase de hombre es él?
—Oh, el señor Pardella es un hombre muy exitoso, y muy querido por sus vecinos. Hasta me atrevo a decir que hablarás muy bien de él, cuando lo conozcas.
—Lo espero con ansias… —dijo suavemente, y abandonó el cuarto del ama de llaves.
Chapter Text
Francisco saludó a los huéspedes mecánicamente. Después fue a la cocina en búsqueda de la señora Sandra. Extrañamente, aunque la escena era totalmente normal, Francisco presentía que Esteban acababa de estar allí. El aire parecía vivo y lleno de energía, como si un rayo acabara de ser lanzado a través del cuarto. Una mirada a los ojos de la señora Sandra basto para confirmar su suspicacia. Sí, Esteban había venido inmediatamente a encontrarse con el ama de llaves, después de ver a Francisco. De todos los que alguna vez le habían conocido, eran ellos dos quienes más le habían amado.
Parecía imposible que Esteban hubiera regresado a la hacienda como atraído por la polaridad de un imán mágico, necesitando dar una resolución al pasado que los había perseguido a ambos. Kuku deseaba algo de el, un cierto rescate del dolor, del pesar, o del placer, que finalmente le traería una medida de paz. Y el no tenía nada que ofrecerle, aunque habría entregado su alma misma como sacrificio, si fuera posible.
Francisco quería verlo otra vez, apenas para asegurarse que fuera él verdaderamente. Necesitaba el sonido de su voz, la sensación de su brazo debajo de su mano, cualquier cosa para confirmar que no se había vuelto loco en su eterno anhelo. Luchando para auto dominarse, Francisco puso su rostro en blanco mientras se dirigía hacia la tabla de madera larga. Echó un vistazo a la página de notas entre el cocinero y la señora Sandra, y tranquilamente sugirió algunos cambios en los menús. Cuando convinieron en las decisiones finales, Francisco consideró la perspectiva de unirse a la muchedumbre de visitantes para la comida de media mañana, y sintió una ola de agotamiento. No deseaba comer y sonreír y dar conversación a tantos extranjeros entusiasmados. Y tener que hacerlo con Esteban allí, mirándolo, imposible. Más tarde esa noche se recompondría y haría el papel de la anfitrion consumado. Ahora, sin embargo, deseaba irse a algún lugar privado, y pensar. Y esconderse, agregó una pequeña voz burlona. Sí, y esconderse. Francisco no deseaba ver a Esteban otra vez hasta que pudiera recomponerse.
—El Conde deseará verle —dijo Sandra llevándolo con ella a la entrada de la cocina. Su mirada era cálida y preocupada mientras miraba fijamente el rostro pálido de Francisco. Por supuesto. Rafael querrá asegurarse que no llorara o temblara, o se desmoronara por la aparición de un hombre al que una vez amó.
—Iré a buscarlo. Y también le diré que tendrá que entretener a los huéspedes esta mañana sin mi ayuda. Me siento algo fatigado.
—Sí —convino —Desearás estar bien descansado para la fiesta de esta noche —Kuku, asistiendo a una fiesta en la hacienda, era algo que Francisco nunca se habría atrevido a imaginarse.
—La vida es extraña, ¿no es así? —Murmuró Francisco —Que irónico es que él finalmente haya vuelto —La señora Sandra sabía naturalmente a cuál "él" se refería.
—Él todavía te quiere —Las palabras hicieron que un estremecimiento lo recorriera, como si su espina dorsal hubiera sido desplumada como un arco.
—¿Él le ha dicho eso?
—No, pero vi su rostro cuando mencioné tu nombre —Francisco dio un respiro tenso antes de preguntar.
—Usted no le dijo…
—Nunca traicionaría tu secreto, mi niño —le aseguró el ama de llaves. Discretamente Francisco tomó la mano caliente de la señora Sandra en su propia suave y fría. El tacto del ama de llaves lo reconfortó mientras que sus dedos se entrelazaban firmemente.
—Él no debe saberlo nunca —susurro —Yo no podría soportarlo.
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Francisco encontró a Rafael y Juani juntos en el recibidor familiar, un lugar privado donde ellos se encontraban ocasionalmente para discutir asuntos de particular urgencia. Este parecía ser uno de ellos. A pesar de su descontrol interno, Francisco sonrió mientras observaba la oscura y preocupada mirada de su hermano Rafa, y el tenso rostro de Juani.
—No hay razón para que me miren como si esperaran que me lance a través de la ventana —les dijo —Les aseguro que estoy perfectamente calmo. He visto a Esteban, hablamos bastante cordialmente, y ambos convinimos que el pasado es completamente irrelevante —Rafael se adelantó y le tomó los hombros con sus manos amplias y cuadradas.
—El pasado nunca es irrelevante —dijo en su voz distintivamente arenosa —Y ahora, viendo como son las circunstancias, no quisiera que vuelvas a sufrir —Francisco intentó tranquilizarlo con una sonrisa.
—No volveré a sufrir. Ya no queda nada de los sentimientos que una vez tuve hacia él. Yo era sólo una muchacho atolondrado. Y estoy convencido de que Esteban tampoco tiene sentimientos por mí.
—Entonces, ¿qué hace él aquí? —preguntó con su mirada dura.
—Por sus negocios con el Sr. Otaño, por supuesto. Y para discutir su inversión en tus fundiciones.
—Sospecho que eso es una excusa para encubrir su verdadero propósito.
—Que sería... ¿cuál?
—Finalmente conquistarte.
—De veras, Rafa, ¿sabes lo ridículo que suena?
—Reconozco una caza cuando la veo —Tirando de su hermano, Francisco le echo una mirada burlona.
—Debí haber sabido que vos lo reducirías todo a eso. La vida tiene más cosas que la persecución y la conquista, Rafa.
—Para un joven, quizás. No para un hombre —Francisco suspiro y dio a Juani una mirada significativa, pidiendo silenciosamente su ayuda. Su hermano accedió inmediatamente.
—Si Francisco dice que la presencia de Kuku no le preocupa, entonces creo que no debemos preocuparnos nosotros tampoco —La expresión de Rafael no se ablandó.
—Aún sigo considerando pedirle que se vaya.
—Dios santo, ¿no sabes cuánta habladuría causaría? —Preguntó impacientemente —¿Por qué te tomas la molestia de pedir mi opinión si vos ya has decidido que hacer? Sólo déjalo así. Quisiera que él permaneciera —Fran se sorprendió al ver como sus hermanos le miraban, como si hubiera hablado en una lengua extranjera —¿Qué sucede? —preguntó con cautela.
—Apenas ahora, vi algo de tu viejo espíritu. Es un cambio agradable —Francisco respondió con una risa irónica.
—¿Qué estas sugiriendo, Rafa? ¿Qué me he convertido en una tímido solteron?
—Retraído —replicó él —Rechazas aceptar las atenciones de cualquier hombre excepto Pardella y es obvio que nada saldrá de eso —Mientras que Francisco balbuceaba en protesta, Rafael dirigió su atención a Juani —Y vos no eres mejor que Fran —dijo secamente —Ya han pasado dos años desde que Blas murió, y pareciera que vos también te has ido a la tumba. Ya es hora de arrojar las yerbas de viudo, Juan, y comenzar a vivir nuevamente tu vida. Dios, ustedes son los dos jóvenes más bonitos de la ciudad, y ambos viven como monjes. Temo que me vayan a ensillar con ambos hasta que sea calvo y desdentado.
Juani le dio una mirada ofendida, mientras que Francisco reía con disimulo ante la repentina imagen de su hermano como un viejo excéntrico y sin pelo. Fran fue a besarlo cariñosamente.
—Somos exactamente lo que mereces, arrogante entrometido. Sólo agradecé que no estoy de ánimos para sermonearte sobre tus faltas, mi querido hermano soltero de treinta años, cuyo único propósito en esta vida debería ser el producir un heredero para el título.
—Suficiente —gimió él —He oído esto mil veces de mamá. Dios sabe que no lo necesito de vos —Francisco echó una mirada triunfante a Juani, que había conseguido esbozar una sonrisa macilenta.
—Muy bien, abandono por ahora, si prometes no hacer ni decir nada con respecto a Esteban —Rafael asintió con la cabeza y refunfuñó mientras se retiraba. Sosteniendo la mirada de Juani, Francisco vio cómo los comentarios de Rafael lo habían preocupado. Le sonrió de modo tranquilizador —Él tiene razón en una cosa —dijo —Debes comenzar a rodearte de compañía otra vez.
—De compañía de hombres, quieres decir.
—Sí, vas a volver a enamorarte algún día, Juani. Te casarás con algún hombre maravilloso, y tendrás a sus niños, y vivirás la vida que Blas hubiese deseado para vos.
—¿Y qué hay de vos? —La sonrisa de Francisco desapareció.
—Vos sabes por qué esos sueños ya no son posibles para mí —Un suspiro estalló en los labios de Juani.
—¡No es justo!
—No —convino suavemente —Pero ya lo ves, algunas cosas no están destinadas a suceder —Envolviéndose con los brazos firmemente alrededor de sí, Juani frunció el ceño al piso alfombrado.
—Fran, hay una cosa que nunca te he dicho, siempre me he sentido demasiado avergonzado. Pero ahora que Kuku ha vuelto, y el pasado está constantemente en mis pensamientos, no puedo no hacerle caso por más tiempo.
—No, Juani… —dijo suavemente, sospechando lo que su hermano más joven estaba a punto de decir. Una lágrima repentina resbaló por la curva delicada de la barbilla de Juani.
—Fui yo quién le dijo a papá sobre vos y Kuku junto a los establos, hace tantos años. Lo has sospechado, por supuesto, sólo que nunca has preguntado. Deseo jamás haber hablado. Lo siento tanto. He arruinado todo para vos.
—No fue tu culpa —exclamó adelantándose para abrazarlo —¿Cómo podría culparte por eso? ¡Éramos jóvenes, y... no, no llores! No importa que le hayas contado a papá. Nada habría podido resultar de mi relación con Kuku. No había lugar al que habríamos podido ir, nada que pudiéramos haber hecho, nada que habría permitido que nos fuéramos juntos.
—Aun así lo siento —Haciendo un ruido calmante, Francisco acarició su espalda
—Sólo un tonto discute con su destino ¿no era eso lo que decía papá siempre, recuerdas?
—Sí, y siempre lo hizo sonar como un completo tonto —La risa creció en la garganta de Francisco.
—Quizás tengas razón. Kuku ha ciertamente desafiado a su propio destino, ¿no es así? —Tirando de un pañuelo de su manga, Juani giró y sopló su nariz.
—Fran, ¿qué pasaría si Kuku se enamora nuevamente de vos? —La pregunta lo hizo temblar.
—No lo hará. Créeme, una vez que la llama de un amor pasado se extingue, no hay manera de reavivarla.
—¿Y si nunca se extinguió?
—Juan, te aseguro que Kuku no ha languidecido por mí durante doce años.
—Pero vos no has…
—Kuku será siempre parte de mí, no importa dónde vaya. Dicen que la gente que ha perdido un miembro a veces tiene la sensación de tenerlo todavía. Cuántas veces he sentido que Kuku todavía estaba acá, y el espacio vacío al lado mío estaba vivo con su presencia —Cerró los ojos y se inclinó hacia adelante hasta que su frente y la extremidad de su nariz tocaron el cristal fresco —Lo amo más allá de razón —susurró —Él ahora es un extraño para mí, pero sigue siendo tan familiar. No puedo imaginar una agonía más dulce, teniéndolo así de cerca.
—¿No le dirás la verdad a Kuku, ahora que él ha vuelto?
—¿Con qué propósito? Sólo ganaría su compasión, y pronto me lanzaría por el peñasco… Mejor dejarlo que siga odiándome.
Chapter Text
Esteban y Enzo estaban parados juntos en un extremo del salón de baile, el aire estaba denso con la fragancia de rosas, los espacios fijados en las paredes habían sido llenados con minúsculos bancos tapizados de terciopelo, donde las viudas de título y las muchachas que no habían sido invitadas a bailar, se sentaban en estrechos grupos cerrados. La música flotaba debajo de un balcón del piso superior, la pequeña orquesta estaba media cubierta por el enrejado del exuberante invernadero. Aunque esta fiesta ni se acercaba a las extravagantes reuniones de la quinta avenida a las que Esteban había asistido, pondría a esos bailes opulentos verdes de envidia. Había una diferencia entre la calidad y la mera ostentación, pensó. Esa noción fue reforzada inmediatamente con la aparición de Francisco.
Estaba deslumbrante, con cadenas de perlas blancas en su brillante pelo rubio, su cuerpo voluptuoso envuelto en un vestido azul que moldeaba firmemente su cintura. Un anillo doble de blancos pimpollos frescos estaba envuelto alrededor de una de sus muñecas enguantadas. Extendiendo las manos en señal de bienvenida, Fran se dirigió a un grupo de huéspedes cercano a la puerta del salón de baile. Su sonrisa era un destello de magia. Mientras él lo miraba, Esteban notó algo sobre el que no había registrado durante su encuentro, caminaba de manera diferente a lo que él recordaba. En vez de exhibir la gracia arrebatadora que había poseído cuando era una muchacho, Francisco ahora se movía con movimientos lentos y deliberadamente pausados de un cisne que se desliza a través de un estanque inmóvil.
La entrada de Francisco atrajo muchas miradas, y era obvio que Esteban no era el único hombre que apreciaba su brillante encanto. Sin importar la tranquilidad su fachada, no había forma de disimular su luminosa sensualidad. Esteban apenas podía frenarse de ir hacia el y arrastrarlo lejos a un lugar oscuro, aislado. Deseaba rasgar las perlas de su pelo, y presionar sus labios en su pecho, y respirar el olor de su cuerpo hasta emborracharse.
—Encantador —comentó Enzo, siguiendo su mirada —Pero podrías encontrar a alguien así de atractivo en Huelva —Esteban le lanzó un vistazo falto de interés.
—Sé lo que podría encontrar en Huelva —Su mirada regresó compulsivamente a Francisco.
Enzo sonrió y rodó el pie de la copa entre sus largos dedos.
—Aunque no afirmaría que una mujer se asemeje, puedo decir con cierta autoridad que poseen el mismo equipo básico. ¿Qué hace que el sea tan infinitamente preferible a una mujer? ¿El hecho de que no puedes tenerlo?
Esteban ni se molestó en contestar a tal estupidez. Sería imposible hacer que Enzo, o cualquier otra persona, entendiera. La oscura realidad era que él y Francisco nunca se habían separado, podrían vivir en lados opuestos del mundo, y aun así se encontrarían juntos en una maraña infernal. ¿No tenerlo? Él nunca había parado de tenerlo. Fran había sido un perpetuo tormento. Ahora iba a sufrir por ello, como él había sufrido por muchos años.
Sus pensamientos fueron interrumpidos por la llegada del señor Romero. Al igual que los otros hombres presentes, Romero estaba ataviado en diseño formal de negro y blanco, un saco suelto de solapas cortadas anchamente a la moda, pantalones habilidosamente hechos a medida. Él tenía la contextura poderosa de un deportista, y su comportamiento era directo más que calculador. Su semejanza al viejo Conde, sin embargo, causo una picazón de animosidad que Esteban no pudo ignorar. Por otra parte, no muchos recibirían a un ex criado como a un estimado huésped Esteban le daría eso.
Mientras Romero los saludaba, su expresión no era exactamente amistosa.
—Buenas tardes —murmuró Rafael —¿Están disfrutando de la velada, caballeros?
—Absolutamente —Enzo dijo cordialmente, levantando su cristal en aprobación —Un whisky muy fino, mi señor.
—Excelente. Veré que le almacenen algo de esta particular cosecha en la casa de soltero para su conveniencia —La mirada fija de Romero se dirigió a Esteban —¿Y usted, señor? ¿Qué piensa de su primera fiesta en esta hacienda?
—Parece diferente de este lado de las ventanas —contestó francamente.
Eso dibujó una sonrisa renuente en Romero.
—Es una gran distancia de los establos al salón de baile —reconoció —Y no muchos hombres podrían haberla atravesado.
Esteban apenas oyó la observación. Su atención cambió a Francisco, que se dirigía a saludar a un recién llegado.
Parecía que el invitado había llegado solo. Era un hombre bien parecido de no más de treinta años, con cierto atractivo rubio, comparable a Enzo. Sin embargo, mientras que Enzo era morocho y desgastado, este hombre era invernalmente bello, el pálido cabello dorado rizado, sus ojos penetrantes. La visión de él con Francisco, luz haciendo juego con oscuridad, era llamativamente atractiva.
Siguiendo su mirada, Rafael vio al par.
—El señor Pardella —murmuró —Un amigo de la familia, y con gran respeto por parte de Francisco.
—Así parece —dijo sin perderse el aire de intimidad entre los dos. Los celos lo recorrieron como una marea venenosa.
Rafael continuó de manera despreocupada.
—Han sido amigos por al menos cinco años. Mi hermano tiene una afinidad inusual con Pardella, que me satisface mucho, pues deseo su felicidad sobretodo —Él les hizo una reverencia a ambos —A su servicio, caballeros.
Enzo sonrió mientras que miraba retirarse al Conde.
—Un gran estratega nuestro Romero —murmuró —Parece que te está advirtiendo que te mantengas lejos de Francisco, Kuku —Esteban le dio un vistazo condenante, aunque él estaba acostumbrado a los perversos comentarios sarcásticos de Enzo.
—Romero puede irse al infierno —gruñó —Junto con Pardella.
—¿No tienes miedo de la competencia, entonces?
Esteban arqueó una ceja y habló despectivamente.
—Después de cinco años de conocer a Francisco, Pardella todavía no lo ha reclamado. Él no es lo que yo llamaría competencia, en ningún sentido de la palabra.
—No lo ha reclamado públicamente —lo corrigió.
Esteban sacudió su cabeza con una sonrisa débil.
—A mi parecer, Enzo, es la única manera que cuenta.
Chapter Text
Había habido pocas personas en la vida de Francisco en las que el había confiado bastante para amar. Sin embargo, amar a Agustín, el señor Pardella había sido una de las cosas más fáciles de hacer.
La suya era una amistad en su forma más pura, sin manchar con algún matiz de sexualidad. Muchos rumores sobre una aventura habían circulado durante los últimos cinco años, que sirvieron a ambos sus propósitos. Francisco gustaba del hecho de que pocos hombres se atrevieron a acercársele debido a su supuesta implicación romántica con Agustín. Y Agustín, para su parte, estaba agradecido que el chisme sobre ellos previno otros rumores más destructivos.
Francisco nunca había curioseado en el tema de las preferencias sexuales de Agustín. Pero Fran sabía los rumores que rondaban por ahi, el gusto de Pardella por hombres convencionalmente masculinos. El encanto de Agustín, su inteligencia y su ingenio afilado como piedra lo habrían hecho deseable sin importar su aspecto físico. Pero sucedía que él era también esplendorosamente hermoso, con el pelo grueso del color dorado, ojos verdes oscuros y un cuerpo bien ejercitado.
Cuando Francisco estaba con Agustín, no podía evitar más que disfrutarlo. Él lo hacia reír, lo hacia pensar y presentía lo que iba a decir incluso antes de que lo dijera. Agustín podría levantarlo de sus ocasionales depresiones espirituales como ningun otro, y en ocasiones, Fran había hecho lo mismo por él.
—A veces me haces desear ser tu tipo —Fran le dijo una vez, riendo. Su sonrisa era deslumbrantemente blanca en su rostro palido.
—No, vos sos demasiado perfecto así.
—Lejos de perfecto —murmuró, consciente de la horrible cicatriz que cubría su pierna. Siendo Agustín, él no había recurrido a lugares comunes o a mentiras, sino que simplemente le había tomado la mano en la suya y lo había sostenido durante mucho tiempo. Fran ya le había contado sobre su accidente, y el daño que había sufrido en sus piernas, no mucho tiempo después de que se hubieran conocido. Extraño, realmente, ya que el lo había guardado en secreto a amigos de años, pero no podía ocultarle nada a Agustín. Fran también le había contado cada detalle de su amor prohibido con Kuku, y cómo lo había enviado lejos. Agustín había recibido sus confidencias con una tranquila comprensión y la cantidad justa de compasión.
Con una sonrisa tiesa, Francisco tomó sus manos en un apretón, y hablo cautelosamente.
—Kuku… —logró decir —Ha vuelto —Agustín sacudió su cabeza incrédulamente.
—¿A esta hacienda? —Francisco sonrió trémulamente.
—El está quedándose en la casa de solteros, vino con los españoles.
—Pobrecito —dijo él pesarosamente —Al parecer la mala suerte no te abandona. Ven conmigo al jardín, así podremos hablar.
—Debo permanecer y recibir a los invitados.
—Esto es más importante —le informó, llevando su mano al recodo de su brazo —Sólo unos minutos, te traeré de vuelta antes de que se den cuenta. Ven —Caminaron hacia el balcón de piedra que daba a las terrazas traseras, donde una fila de puertas francesas estaban abiertas para recibir la brisa perdida del aire. Francisco habló rápidamente, contándole todo mientras que él escuchaba en silencio pensativamente. Deteniéndose brevemente en las puertas abiertas, Agustín echó un vistazo detrás a la multitud de invitados —Dime cuál es él —murmuró.
Francisco apenas tenía que echar un vistazo dentro del salón de baile, estando tan adaptado a la presencia de Esteban.
—Él está allá, cerca del morocho ese. Mi hermano le está hablando —Después de echar un vistazo discreto, Agustín volvió su mirada y hablo secamente —Bastante guapo, ahora entiendo tu sufrimiento.
A pesar de lo perturbado que se encontraba, Francisco no pudo suprimir una risa seca.
—¿Hay alguien a quien no le guste?
Mientras se sentaban, él tomó la mano de Francisco en la suya y la presionó ligeramente.
—Dime, Fran ¿que es lo que haremos sobre este problema tuyo?
—Aun no estoy seguro.
—¿Te ha dicho Esteban qué es lo que desea de vos?... Olvídalo, sé exactamente lo que él desea. La pregunta es, ¿hay alguna posibilidad de que él te fuerce de alguna manera?
—No —dijo inmediatamente —No importa cuanto haya cambiado Esteban, él nunca recurriría a eso. Estoy asustado, Agus —confesó en un susurro poniendo su cabeza en su hombro —No de lo que suceda ahora, o durante las próximas semanas, estoy asustado por lo que sucederá después, cuando Esteban se vaya otra vez. Sobreviví a él una vez, pero no sé si podré hacerlo nuevamente.
Él deslizó su brazo alrededor de Fran y lo abrazó de modo tranquilizador.
—Sí lo harás, yo estaré aquí para ayudarte —Una pausa larga sobrevino mientras que él consideraba sus próximas palabras —Fran, lo que estoy a punto de decir puede parecerte algo poco oportuno, es sólo que he estado considerando una idea últimamente, y este puede ser un buen momento para mencionarlo como cualquier otro.
—¿Sí? —Agustín lo miró, sus narices apenas tocándose. Él sonrió, sus ojos verdes destellaban mientras que reflejaban el claro de luna.
—Somos un buen par, Fran. En los cinco años que nos hemos conocido, he llegado a adorarte como a ninguna otra persona en la tierra. Podría pasar la próxima hora enumerando tus virtudes, pero vos estás bien enterado de ellas ya. Mi propuesta es esta, pienso que debemos continuar como ahora, con una alteración de menor importancia. Deseo casarme con vos.
—¿Has estado bebiendo? —preguntó, y Agustín rió.
—Piénsalo, te convertirías en esposo de Pardella. Seríamos la más rara de todas las combinaciones, esposos que realmente se llevan bien.
Fran lo miró fijamente confundido.
—Pero vos nunca desearías…
—No. Encontraremos un tipo de satisfacción en el matrimonio, y otro fuera de él. La amistad es condenadamente mucho más durable que el amor, Fran. Y yo soy bastante tradicionalista en un sentido, veo la sabiduría en mantener la pasión enteramente separada del matrimonio. No te culparé por buscar tus placeres donde puedas encontrarlos, y vos no me culparás por hacer lo mismo.
—No buscaré esa clase de placeres —murmuró —A cualquier hombre que viera mis piernas le sería imposible…
—Entonces no lo dejes verlas -ocasionalmente —Fran le dio un vistazo escéptico.
—Pero cómo…
—Utiliza tu imaginación, querido —El brillo diabólico en sus ojos lo hizo ruborizarse.
—Nunca he considerado la posibilidad antes. Sería extraña y complicada
—Se reduce a un simple tema de logística —le informó sardónicamente —Pero volviendo a mi propuesta ¿lo pensaras un poco más? —Fran sacudió su cabeza con una sonrisa renuente.
—Puedo ser demasiado convencional para tal arreglo. ¿Puedo tener un poco más de tiempo para considerar tu tan tentadora oferta?
—Todo el tiempo del mundo —cambió de posición repentinamente, aunque sus brazos permanecían alrededor de Fran, y habló tranquilamente en su oído —El Sr. Esteban está viniendo para aquí, Srto. Romero ¿Qué deseas que haga me quedo o me voy? —Francisco se soltó de él.
—Vete —susurró Fran —Puedo manejarlo.
—Haremos que ese sea tu epitafio —bromeo, y rozó sus labios por su mejilla —Buena suerte, Fran. Da un grito si me necesitas.
—¿No deseas conocerlo antes de irte?
—Dios, no. Mate sus propios dragones, milady —dijo, y lo dejó con una mueca.
Chapter Text
Francisco miraba para arriba del banco cuando Esteban se le acercó, su presencia oscura bajaba sobre el como una sombra. Esteban literalmente le quitó la respiración. Francisco se horrorizo ante su propia hambre incontrolable de tocarlo. Éste era el sentimiento de su juventud, el entusiasmo salvaje, vertiginoso que nunca había podido olvidar.
—Esteban… —dijo sin aliento —Buenas tardes… —Él se paró ante Fran y echó un vistazo atento al umbral a través del cual Agustín acababa de salir.
—¿Quién era ése? —Preguntó, aunque Fran sospechó que él ya lo sabía.
—El señor Pardella. Un amigo muy querido.
—¿Solamente un amigo? —Diez minutos atrás, Francisco habría contestado que sí sin dudarlo. Ahora, en luz de la oferta de matrimonio de Agustín, consideró la pregunta cuidadosamente.
—Él desea casarse conmigo —admitió. La expresión de Esteban era perfectamente aburrida, aunque había un parpadeo impar en sus ojos.
—¿Y tu lo deseas? —Fran lo miró fijamente allí parado ante el, mitad en la sombra, mitad en la luz, y sintió un cambio sobre su cuerpo, la piel zumbando debajo de la seda azul, las puntas de sus pezones endureciéndose. El calor se esparció sobre la superficie de su pecho y estómago como si alguien respirara contra el.
—Probablemente —Fran oyó su propio susurro. Esteban vino hacia el, tomándole la mano como una orden silenciosa. El permitió que lo levantara de su asiento, y sintió que sus dedos largos se cerraban sobre su muñeca enguantada apenas debajo de su anillo de pimpollos blancos. Su muñeca permaneció flexible y sin ofrecer resistencia a su asimiento. Francisco sintió su corazón contraerse brevemente al sentir su pulgar deslizarse por su palma. Sus manos estaban forradas en gruesos guantes, pero la mera presión de sus dedos contra el era suficiente para acelerar su pulso —¿Esteban…? —preguntó tranquilamente —¿Por qué no me advertiste antes de volver tan repentinamente a la hacienda?
—No pensé que te importaría si venía o no.
La obvia mentira fue entregada suavemente. Cualquier persona le habría creído, excepto el. ¿No me importaría? Pensó, suspendido entre la angustia y una risa miserable. Cuántos días lluviosos y noches solitarias había pasado anhelándolo. Durante el delirio que indujo la fiebre al umbral de su muerte, lo había nombrado, lo había llamado, había soñado que él lo sostenía mientras dormía.
—Por supuesto que me importa —dijo Fran con una ligereza forzada, echando a un lado las memorias —Fuimos amigos después de todo.
—Amigos —él repitió sin cambiar el tono de voz. Francisco retiró cautelosamente su muñeca.
—Claro que sí. Muy buenos amigos. Y tantas veces me preguntaba que había sido de vos, después de que te fuiste.
—Ahora lo sabes —Su rostro era duro y avllano —¿Me preguntaba también, qué te sucedió a ti después de que me enviaran a Montevideo? He oído mencionar una enfermedad.
—No hablemos de mi pasado —interrumpió con una rápida risa desaprobadora —Es bastante tonto, te lo aseguro. Estoy más interesado en oír todo de vos. Cuéntame todo. Comienza con el momento en que primero pusiste un pie en España —La ingeniosa adulación de su mirada pareció divertir a Esteban, como si entendiera de alguna manera que había decidido mantenerlo a distancia flirteando con él, de tal modo evitando la posibilidad de discutir cualquier cosa significativa —No es conversación para un salón de baile.
—Ah, ¿Entonces es conversación de salón? ¿Conversación de salón de juego de naipes? ¿No? Cielos, debe ser espeluznante entonces. Caminemos fuera a alguna parte. A los establos. Los caballos se entretendrán con tu historia, y ellos casi nunca cotillean. ¿Puedes dejar a tus huéspedes?
—Oh, Rafael es un experto anfitrión, él lo hará bien.
—¿Y qué hay de tu dama de compañía? —Preguntó, aunque ya la dirigía a la entrada lateral del salón de baile.
—Yo no necesito ninguna, Kuku —Él le dio un vistazo cuidadosamente alarmante.
—Yo creo que sí la necesitas —Caminaron a través de los jardines exteriores hacia la entrada trasera de los establos. Se detuvieron en el cuarto de los arneses, en las paredes colgaban sillas de montar, frenillos, cabestros, pecheras y cueros. Esteban vagó hacia una silla de montar y pasó sus yemas sobre la superficie pasada de moda. Su cabeza oscura se inclinó, y pareció como si repentinamente se perdiera en recuerdos.
Francisco esperó hasta que su mirada volvió a el. —¿Cómo conseguiste comenzar en España? —preguntó. —Hubiera creído que encontrarías algo en relación con los caballos. ¿Por qué es que te convertiste en un barquero?
—Mover cargo en los muelles fue el primer trabajo que pude encontrar. Cuando no cargaba los barcos, aprendí cómo defenderme a mí mismo en una pelea callejera. La mayoría del tiempo los cargadores del muelle tienen que pelearse para definir quien consigue el trabajo —Se detuvo brevemente, y agregó francamente —Aprendí en poco tiempo la forma de pelear para conseguir lo que deseaba. Finalmente pude comprar un pequeño barco de vela con calado hondo, y me convertí en el barquero más rápido en ir y volver —Francisco escuchó cuidadosamente, intentando comprender el proceso gradual por el cual el arrogante muchacho se había convertido en este hombre duro que estaba parado frente el.
—¿Alguien fue tu mentor?
—No, no tuve ningún mentor —Él recorrió sus dedos por la línea firme de su pelo corto —Yo me considere a mí mismo un criado durante mucho tiempo. Nunca pensé que sería más de lo que era entonces. Pero después de un tiempo me di cuenta que los otros barqueros tenían ambiciones mucho mayores que las mías. Me contaban historias sobre hombres como Enzo Vogrincic ¿has oído hablar de él?
—Creo que… ¿Es contemporáneo de los Otaño? —La pregunta hizo reír a Esteban repentinamente, sus dientes destellaban blancos en su rostro oscuro.
—Él es más rico que los Otaño, aunque ni Enzo lo admitirá. Enzo era el hijo de un carnicero que comenzó con nada e hizo una fortuna en el comercio de las pieles. Ahora él compra y vende propiedades inmobiliarias en España. Tiene un patrimonio de al menos quince millones de euros. He conocido a Enzo, es un hombrecillo dominante que apenas sabe hablar y se ha convertido en uno de los hombres más ricos del mundo —Los ojos de Francisco se agrandaron. El había oído hablar del explosivo crecimiento de las industrias en Europa, y del crecimiento rápido del valor de las propiedades en España. Pero le parecía casi imposible para un hombre, especialmente uno de clase baja, haber adquirido tal fortuna. Esteban pareció seguir el tren de sus pensamientos.
—Todo es posible, allá. Tu puedes hacer mucho dinero si estás dispuesto a hacer lo que sea necesario. Y el dinero es todo lo que importa, puesto que los latinos no se caracterizan por los títulos o la sangre noble.
—¿Qué quieres decir con, 'si estás dispuesto a hacer lo que sea necesario? ¿Qué has tenido que hacer?
—He tenido que sacar ventaja de otros. He aprendido a ignorar mi conciencia y a poner mis propios intereses sobre los de cualquier persona. Sobre todo, he aprendido que no puedo darme el lujo de cuidar a otras personas sino sólo a mí mismo.
—Vos no eres así
—No lo dudes ni por un minuto, Fran. No soy nada como el muchacho que conociste. Él más bien pudo haber muerto cuando dejó Buenos Aires —Francisco no podía aceptar eso. Si no hubiera quedado nada de ese muchacho, entonces una parte vital de su corazón moriría también. Girando hacia una tachuela en la pared más cercana, ocultó la infelicidad que había convertido en su mirada.
—No digas eso.
—Es la verdad.
—Parece que me estuvieras advirtiendo de mantenerme lejos de vos —dijo con voz poco clara.
Francisco no se dio cuenta del acercamiento de Esteban, pero repentinamente estaba detrás de el. Sus cuerpos no se tocaban, pero Fran estaba agudamente conciente de la solidez y del tamaño de Esteban. En el medio de su agitación interna, un hambre puramente física lo envolvió. Se sentía débil con la necesidad de reclinarse contra él y atraer sus manos a su cuerpo. Había sido una mala idea haberse ido solo con él, pensó, cerrando los ojos firmemente.
—Te lo estoy advirtiendo —dijo suavemente —Debes pedirme que me vaya de Buenos Aires. Me iré, Fran, pero sólo si tu dejas que suceda —Su boca estaba muy cerca de su oído, su respiración acariciando el blando borde externo.
—¿Y si no lo hago?
—Entonces me voy a acostar contigo —Francisco se dio vuelta para hacerle frente la mirada estupefacta.
—¿Qué?
—Ya me oíste —Esteban se inclinó hacia adelante y apoyo sus manos a ambos lados de el, sus palmas aplanadas en la madera antigua del establo —Voy a tomarte —dijo, su voz enlazada con una amenaza suave —Y no será nada como la forma gentil de hacer el amor a la que estás acostumbrado con Pardella —Eso era un tiro en la oscuridad. Esteban lo miró atentamente, para ver si contradecía su presunción.
Francisco guardó silencio mientras se daba cuenta que decirle algo de la verdad haría que todos sus secretos quedaran revelados. Era mejor que él pensara que el y Agustín eran amantes, antes que preguntarse por qué ella había permanecido solo por tantos años.
—Vos... vos no perdés tiempo en delicadezas, ¿no es así? —Se las arregló para decir, mirándole con asombro, mientras que una sensación caliente invadió el agujero de su estómago.
—Yo sólo pensé que era justo darte una advertencia —La familiaridad extraña del momento lo sacudió, mientras se sentía esclavo de esos extraordinarios ojos oscuros. Esto no podía realmente estar sucediendo.
—Vos nunca me lastimarías —murmuró —No importa lo mucho que hayas cambiado —Francisco firmemente, mientras que su mirada abarcaba cada grado de temperatura entre el fuego y el hielo.
—Si no me envías lejos de la hacienda para mañana por la mañana, lo tomaré como una invitación personal a tu cama —Francisco sintió una mezcla desconcertante de emociones, diversión, consternación, para no mencionar admiración. El muchacho que había nacido para servir se había convertido en un espléndido y arrogante hombre, y Fran amaba su furiosa confianza en sí mismo. Si las circunstancias fueran diferentes, el estaría completamente gustoso de darle todo lo que el deseara. Si sólo… De repente su mente se puso en blanco al sentir las manos de Esteban sobre su collar de perlas. Esteban apoyó la mayoría de su peso en una pierna, dejando que la otra jugara libremente entre sus faldas. En ese momento de proximidad completamente vestidos, Francisco sintió su propio control derrumbarse. La fragancia de su piel llenó sus fosas nasales, un indicio de colonia y jabón de afeitar, y la limpia y calidad fragancia masculina que sólo le pertenecía a él. Respirando profundamente, sintió una sacudida elemental en respuesta.
Con una deliberación que la dejo perplejo, Esteban utilizo el frente de su cuerpo para anclarlo contra la pared. Fran sintió su mano libre resbalar detrás de su cuello, y su enguantado pulgar y dedo índice esparcirse firmemente alrededor de la parte posterior de su cráneo. Por alguna razón no se le ocurrió a Francisco que debería intentar oponerse. Sólo podía quedarse allí, colgando su asimiento, débil con excitación, deseo y agitación.
—Dime que me vaya —murmuro Esteban, pareciendo querer que el luchara, casi deseando que lo hiciera. Su falta de oposición parecía enardecerlo. El aire caliente de su respiración golpeó sus labios, y Fran sintió su cuerpo tensarse por dentro —Dime… —él lo urgió, mientras su cabeza se acercaba a la suya.
Y los recuerdos de quiénes y de que habían sido, de los últimos besos, de anhelos agonizantes, fueron consumidos en un rugido de deseo. Sólo existía su gemido atrapado en la boca caliente de Esteban, el beso comenzó como una agresión, transformándose velozmente en un tipo de rápida y eufórica reverencia. Su lengua se hundió dentro de el, fuerte y segura, y Fran lanzo un grito ante el placer de ello, el sonido suavizado por sus labios. Esteban le había enseñado como besar, y el aun recordaba todos los trucos que lo excitaban. Él se detuvo para jugar con Fran, usando sus labios, dientes, lengua, luego volviendo dentro, ahondando dentro de su boca con besos gloriosamente agresivos. Su mano se deslizo desde su cuello al final de su espina dorsal, atrayéndolo mas firmemente contra él. Arqueándose en respuesta, Francisco gimió cuando su palma alcanzo su trasero y lo impulso contra sus caderas. Aun con el espesor de sus faldas entre ellos, Fran pudo sentir la dura marca de su excitación.
El placer se intensifico hasta llegar a un tono casi atemorizante. Demasiado, muy fuerte, muy rápido... De pronto Esteban hizo un sonido ronco y se separó de el. Mirándolo, Francisco se apoyó contra la pared, sus piernas amenazando ceder. Ambos respiraban con profundas succiones de sus destruidos pulmones, mientras que la pasión frustrada saturaba el ambiente.
Finalmente Esteban pudo hablar.
—Vuelve a la casa —dijo roncamente —mientras aun pueda dejarte. Y piensa en lo que te dije.
Le llevo varios minutes recomponerse para volver a la fiesta. Francisco pensaba que había logrado llevar en su rostro una fachada de equilibrio sobre sus emociones internas, nadie parecía notar que todo estaba mal mientras saludaba a los invitados y conversaba y reía con alegría artificial. Sólo Rafael, quien le dio una mirada meditativa desde el otro lado del salón de baile, lo hizo consciente de las estrechas franjas de calor que brillaban en la parte superior de sus mejillas. Y Agustín, por supuesto, quien apareció en su codo izquierdo y observó su trastocado rostro con discreta preocupación.
—¿Luzco bien? —Le susurró Fran.
—Aparte de la usual belleza arrebatadora —dijo Agustín —estas un poco acalorado. ¿Qué sucedió entre ustedes? ¿Hablaron? —Mas que hablar, pensó tristemente. Ese beso, el placer aniquilante como nada que el hubiera sentido antes. Años de deseo y fantasía rezumando en una pura sensación física. Parecía imposible deshacerse del ferviente deseo, permanecer parado mientras sus rodillas mostraban una inclinación a ceder. Imposible pretender que todo era como debía ser, cuando nada lo era.
Ese beso, cargado con el mutuo apetito de descubrir los cambios que se habían sucedido en tantos años de vivir separados. Esteban presentaba un peligro a Francisco, en todo sentido, y aun así estaba seguro de que tomaría las decisiones equivocadas, correría riesgos dementes, todo por el intento fútil de calmar su necesidad de él.
—Agus… —murmuró sin mirarlo —¿alguna vez has deseado algo tan fuertemente que harías cualquier cosa por tenerlo, aun sabiendo que sería malo para vos?
Caminaron lentamente, dando un giro por las afueras del salón de baile.
—Por supuesto. Todas las cosas verdaderamente agradables de esta vida son invariablemente malas para uno y son aún mejores cuando las haces en exceso.
—No me estas ayudando —dijo severamente, luchando por mantener una sonrisa.
—¿Te gustaría que alguien te dé permiso para hacer lo que ya has decidido? ¿Eso te ayudaría a pacificar tu culpable conciencia?
—Si, a decir verdad. Pero nadie puede hacer eso por mi.
—Yo puedo —Fran rió de repente —Mediante esto te doy permiso para hacer lo que desees. ¿Te sientes mejor ahora?
—No, sólo asustado. Y como mi amigo, tu deberías estar haciendo lo máximo para prevenirme de cometer un error que resultara en un gran dolor.
—Vos ya sientes el dolor —él le marco —Ahora podrías también tener el placer de cometer ese error.
—Dios mío —susurro apretando su brazo —eres una terrible influencia, Agus.
—Lo intento —murmuro, sonriéndole.
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Enzo deambulaba por los jardines detrás de la casa, siguiendo un camino de lajas que giraba alrededor de una fila de tejos habilidosamente diseñados. Esperaba que el aire del exterior lo distrajera de las tentaciones. La noche aún era joven, y él debía aminorar el ritmo de su bebida un poco. Más tarde, cuando los invitados se dispersen, daría rienda suelta a su sed, y se emborracharía correctamente. Desgraciadamente, aun tenía que sufrir unas pocas horas de relativa sobriedad. Unas pocas antorchas, estratégicamente colocadas, proveían luz suficiente para alojar una caminata nocturna. En su deambular errante, Enzo dio con un pequeño espacio abierto que contenía una fuente en el medio.
Para su sorpresa, vio un muchacho desplazándose por el claro. Parecía estar disfrutando de la música distante que flotaba de las ventanas abiertas del salón de baile. Tarareando suavemente, el se deslizaba en una soñadora aproximación a un vals, deteniéndose ocasionalmente para beber un sorbo de su copa de vino. Observando un atisbo de su perfil, Enzo vio que no era un adolescente sino un joven, con hermosas facciones. Debe ser un sirviente, pensó, notando que su vestido era viejo, y su cabello rizado estaba despeinado. Tal vez era un sirviente disfrutando de un vestido y vaso de vino robado.
El joven giro de acá para allá como una cenicienta descarriada cuyo vestido de baile había desaparecido antes de que llegara a la fiesta. El hizo que Enzo sonriera. Olvidando temporalmente su deseo de otro trago, Enzo se acercó, mientras el salpicar de la fuente ocultaba el sonido de sus pasos.
En el medio de un lento giro, el joven lo vio y se congeló.
Enzo permaneció parado delante de el con su acostumbrada elegancia desgarbada, girando su cabeza y mirándolo con una mirada bromista. Recuperándose rápidamente, el joven le clavó la mirada. Una sonrisa arrepentida curvo sus labios, y sus ojos destellaban en la suave luz de las antorchas. A pesar de su falta de belleza clásica, había algo irresistible en el, un tipo de vibrante alegría femenina que nunca había visto antes.
—Bueno —el dijo —esto es bien humillante, y si tienes algo de piedad, olvidaras lo que has visto.
—Tengo la memoria de un elefante —le dijo Enzo con un arrepentimiento fingido.
—Que desagradable de tu parte —contestó, y rió libremente. Enzo fue seducido instantáneamente. Cientos de preguntas llenaron su cabeza. Quería saber quién era, porqué estaba allí, si le gustaba el té con azúcar, si había trepado árboles de niño, y como había sido su primer beso.
El desborde de curiosidad lo dejo perplejo. El generalmente evitaba el preocuparse por alguien lo suficiente como para evitar estas preguntas. Sin confiar en poder hablar, Enzo se acercó a el cuidadosamente. El joven se puso levemente rígido, como si no estuviera acostumbrado a la proximidad con un extraño. Mientras él se acercaba, vio que sus facciones eran llanas y su boca era suave y dulcemente formada. Sus ojos eran de un color azul, zafiro quizá, ojos brillantes que contenían profundidades inesperadas.
—Bailar un vals es de alguna manera más fácil con un compañero —comento él —¿Te gustaría probar?
El joven lo miró como si de pronto se encontrara en una tierra lejana con un amable extranjero. La música del cuarto de baile se deslizaba por el aire en una corriente intoxicante. Después de un momento, sacudió la cabeza con una sonrisa de disculpas, buscando una excusa para rechazarlo.
—Mi vino aún no se ha acabado —Lentamente Enzo alcanzó la copa casi vacía de su mano. El joven se rindió sin una palabra, su mirada permanecía trabada con la de él. Llevando la copa a sus labios, Enzo trago el contenido en una experta maniobra, luego apoyo el frágil recipiente en el borde de la fuente.
El joven rió intensamente y sacudió sus dedos a él en una mueca de reproche.
Enzo le ofreció su mano desnuda, habiéndose quitado los guantes y colocado en su bolsillo tan pronto como él ingresó al jardín. Volteando su palma hacia arriba, deseaba silenciosamente que el joven la tomara.
Aparentemente la decisión no era nada fácil. El miro mas allá de él, su expresión repentinamente contemplativa, el borde de sus dientes mordiendo la exuberante curva de su labio inferior. Justo cuando Enzo pensaba que iba a rechazarle, el lo alcanzo impulsivamente, sus cálidos dedos cerrándose en los de él. Enzo sostuvo su mano como si sostuviera un frágil pájaro, y lo acerco lo suficiente como para oler una pizca de agua de rosas en sus cabellos. Su cuerpo era lleno, dulcemente formado, su cintura sin corsé suave debajo de sus dedos. A pesar de lo innegable romántico del momento, Enzo sintió un tirón de deseo totalmente antiromántico mientras que su cuerpo reaccionaba con la típica conciencia masculina ante la presencia de un joven deseable. Enzo deslizo a su compañero en un lento vals, guiándolo expertamente a través del irregular camino de lajas.
—He visto duendes bailando en el jardín antes —dijo Enzo —cuando tomo lo suficiente de vino. Pero nunca había realmente bailado con uno antes —Enzo lo sostuvo más estrechamente cuando el trató de cambiar su dirección.
—No, déjame guiarte. Estábamos muy cerca del borde del pavimento —protesto el joven, riendo mientras Enzo lo obligaba a volver a su ritmo.
—No, no lo estábamos.
—Gallego mandón —dijo, arrugando su nariz —Estoy seguro que no debería bailar con un hombre que admite haber visto duendes. Y sin duda tu esposa tendrá una o dos cosas que decir sobre esto.
—No tengo esposa.
—Si la tienes —le dio una sonrisa amonestadora, como si fuera un niño de colegio al que encontró en medio de una travesura.
—¿Por qué estas tan seguro?
—Porque vos sos uno de los españoles, y ellos están todos casados, exceptuando al Sr. Kuku. Y vos no sos Kuku.
—Hay otro español no casado en el grupo —comento perezosamente soltando su cintura y haciéndolo girar con una mano. Al completar la vuelta, lo volvió a sostener contra sí y le sonrió.
—Si. Pero ese sería el...
—Sr. Vogrincic —dijo servicialmente, mientras la voz del joven se iba perdiendo.
—Oh... —Lo miró con los ojos bien abiertos. Si él no lo hubiese estado sosteniendo tan fuertemente, se hubiera tropezado —Eres un libertino, entonces.
—De la peor clase —El joven se soltó con una risa.
—Al menos eres honesto. Sin embargo, será mejor que me vaya ahora. Gracias por el vals... fue encantador.
—No te vayas —dijo, su voz suave y apremiante —Espera, dime quien eres.
—Tienes tres oportunidades.
—¿Eres un criado?
—No.
—¿Eres del pueblo?
—No —Enzo frunció el ceño ante una idea repentina.
—No eres amante del Conde ¿no?
—No —dijo dulcemente, sonriendo —Esa fue tu tercera oportunidad. Adiós Sr. Vogrincic.
—Espera…
—Y nada de bailar con duendes en el jardín —lo amonestó —Esta mojado, y te arruinarás los zapatos —El joven lo abandonó velozmente, dejando sólo la copa vacía en la fuente, y la confusa sonrisa en los labios de Enzo, como única evidencia de que había estado allí.
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—¿Él dijo que? —Juani exigió tumbándose de su asiento al borde de la cama de Francisco. Como era usual, había venido al cuarto de Fran luego de la fiesta para escuchar los últimos chismes.
Francisco se hundió más profundamente en el agua aceitosa y humeante de su baño. Caliente como estaba el agua, no era enteramente responsable por el rubor que apareció en sus mejillas. Fran pasó su mirada del rostro incrédulo de su hermano al boquiabierto y asombrado de la Sra. Sandra. A pesar de su propia agitación, Francisco no pudo evitar sonreír.
—Me dijo que si le permito quedarse en la hacienda, entonces él va a acostarse conmigo.
—¿Te ha dicho también que aun te ama?
—No. Las intenciones de Kuku conmigo no tienen nada que ver con el amor, eso está bien claro.
—Pero… pero un hombre no aparece así y dice que va a…a…
—Aparentemente Kuku sí —Juani sacudió su cabeza en confusión.
—¡Nunca he escuchado semejante arrogancia! —Un vestigio de sonrisa asomó en los labios de Francisco.
—Uno podría considerarlo halagador, supongo, si decide verlo bajo esa luz. — Juani rió de repente.
—Hasta deportivo, realmente, el avisarte de sus intenciones.
—Yo lo llamo simplemente insolente —dijo Sandra acercándose a la tina con una toalla doblada —y no perderé oportunidad de decírselo.
—No, no, no se lo mencione —dijo apresuradamente —No debe. Es sólo un juego. Quiero disfrutarlo, sólo por un tiempo... —La ama de llaves lo observó asombrada.
—Mi niño, ¿has perdido el juicio? Esto está muy lejos de ser un juego, a razón de su historia con Kuku. Las emociones de ambos lados son muy profundas, y han estado enterradas por mucho tiempo. No sigas este camino con él, si no estás preparado para seguirlo hasta el final.
Permaneciendo rebeldemente callado, Francisco se paró para ser envuelto en la gruesa toalla de algodón que sostenía la Sra. Sandra. Salió de la tina y se mantuvo quieto mientras la Sra. Sandra se agachaba para secarle las piernas. Mirando a Juani, vio que su hermano rápidamente desvió la mirada, mirando fijamente el hogar, como ocupado en sus pensamientos. No podía culpar a Juani por no querer mirar. Aun después de todos estos años nunca dejaba de sorprender al mismo Francisco.
Seis años habían pasado del accidente, del cual poco recordaba. Francisco era bien consciente, sin embargo, de que fue sólo por la Sra. Sandra que había logrado sobrevivir. Cuando los doctores llegaron dijeron que nada se podía hacer por Francisco, pero la ama de llaves mandó a buscar a una curadora del pueblo vecino. Una bruja blanca, en realidad, a quien los aldeanos temían y adoraba, y quien juraba que sus dones curativos eran eficaces.
Rafael, siendo un realista, había protestado violentamente ante la aparición de la bruja, quien resultó ser una mujer de media edad y de modesta apariencia, llevando sólo un pequeño caldero de cobre en una mano y un saco abultado lleno de hierbas en la otra. Como Francisco había estado cerca de la muerte, no recordaba a la bruja, pero Juani lo había entretenido largamente con la narración del episodio.
—Yo pensaba que Rafa la iba a arrastrar con sus propias manos —le había confesado a Francisco deleitándose —El se plantó en la puerta de tu cuarto, habiendo decidido que te protegería en tus ultimas horas. Y esta mujer caminó hacia él sin ningún miedo, ella ni siquiera se acercaba a la mitad de su peso y demandó que la dejaran verte. La Sra. Sandra y yo le rogamos a Rafael durante toda la mañana que la dejara hacer lo que pudiera por vos, ya que no te haría ningún daño en aquel punto. Pero él estaba especialmente testarudo, y le hizo unos comentarios bastante obscenos sobre los palos de escobas.
—¿Y la bruja no se asustó de él? —Había preguntado Francisco, sabiendo cuan intimidante su hermano mayor podía ser.
—Para nada. Ella le dijo que si no la dejaba entrar a tu cuarto, le impondría un hechizo —Francisco había sonreído ante ello.
—Rafael no cree en la magia o hechicería, él es demasiado práctico.
—Si, pero es un hombre, después de todo. Y parece que el hechizo con el cual ella lo amenazo le removería su... su... —Juani había comenzado a ahogarse con su propia risa —Su potencia masculina —finalmente pudo decir al quedarse sin aliento —Bueno, la sola idea fue suficiente para ponerlo pálido, y luego de algunas negociaciones, él le dijo que tenía exactamente una hora para estar en tu cuarto, y que él observaría todo el tiempo —Juani había descrito la escena que aconteció, las velas azules, el círculo que había sido dibujado alrededor de su cama con un palo enmugrecido, el incienso que había saturado el aire con un olor punzante mientras la bruja realizaba sus rituales.
Para el asombro de todos, Francisco había sobrevivido la noche. Cuando las hierbas que lo cubrían fueron removidas a la mañana siguiente, sus heridas estaban limpias y comenzaban a curar. Desgraciadamente, las habilidades de la bruja no habían podido impedir que se formaran unas gruesas y rojas cicatrices que iban desde los tobillos de Francisco hasta la parte superior de sus rodillas. Sus piernas eran horrendas, no había otra palabra. Sus pies, que habían estado cubiertos con zapatos de cuero en el momento del accidente, se habían salvado milagrosamente del daño. Caminar era en ocasiones difícil y doloroso, en los días en que se exigía demasiado. Tomaba baños nocturnos de hierbas y aceites para suavizar las cicatrices, seguidos de una suave elongación para mantenerse lo más ágil posible.
—¿Y si le dice a Kuku lo de sus piernas? —Preguntó la Sra. Sandra, colocando un camisón blanco sobre la cabeza de Francisco —¿Cuál cree que será su reacción? —La prenda se acomodó en el, cubriendo un cuerpo que abarcaba la incongruente diferencia de pura piel blanca y un torso bien torneado mezclado con un par de piernas dañadas.
—Esteban no puede tolerar la debilidad en ninguna forma —dijo acomodando una silla y sentándose —Me tendría lastima, y esa emoción es tan cercana al desprecio, me pone enfermo de sólo pensarlo.
—No puedes estar seguro.
—¿Estás diciendo que Esteban no encontrará a mis cicatrices repugnantes? —Preguntó haciendo una suave mueca de dolor cuando la ama de llaves comenzó a masajear sus piernas con una salvia de hierbas que suavizaba el tejido hormigueante de sus cicatrices. A nadie más, ni siquiera a Juani, le permitía tocarlo de esa forma —Vos sabes que lo hará. Cualquiera lo haría.
—Francisco —se escuchó la voz de su hermano mas joven —Si alguien te ama, debería ser capaz de mirar más allá de tu apariencia.
—Eso es así en los cuentos de hadas. Pero ya no creo en ellos.
En el silencio incómodo que se adueñó del cuarto, Juani se deslizo de la cama y deambuló hacia la cómoda, sentándose frente al espejo. Tomó un peine y suavizo las rizos de su cabello, mientras hacia el esfuerzo para cambiar el tema de conversación.
—No adivinarás lo que me ha pasado esta noche, ninguno de ustedes. Fui al jardín por aire fresco, y me dirigí a la fuente de la sirena... ya conocen el lugar, donde puedes oír la música del salón de baile.
—Deberías haber estado dentro del salón de baile, bailando —dijo Francisco, pero Juani lo silenció con un gesto.
—No, no, esto es mucho mejor de nada de lo que puede haber pasado allí. Estaba tomando una copa de vino y bailando como un bailarín demente, cuando de repente vi a alguien parado cerca, observándome.
Francisco se rió, divertido por la historia.
—Yo hubiera gritado.
—Casi lo hago.
—¿Era un hombre o una mujer? —preguntó Sandra.
—Un hombre —se dió vuelta de la cómoda para sonreírle a ambos —Alto y ridículamente apuesto. Y antes de que podamos presentarnos, me tomó en sus brazos y bailamos.
—No te creo —exclamó Francisco con fascinante sorpresa.
Juani se abrazó entusiasmado.
—¡Sí! Y resulto ser que mi compañero de vals no era otro mas que ese Sr. Vogrincic, quien es el hombre más cortés que haya conocido en mi vida. Oh, estoy seguro de que es un terrible libertino, pero ¡que bien que baila!
—Él bebe. —murmuró Sandra
—No lo dudo —meneó su cabeza con perplejidad —Tiene una mirada en sus ojos, como si hubiese visto y hecho todo mil veces, y ya no disfrutara ni tuviera interés en nada.
—Él suena completamente diferente a Blas —comentó Francisco cuidadosamente, preocupada al darse cuenta de que su hermano estaba bastante interesado en el español.
—Diferente en todo sentido —coincidió, dejando de lado el peine plateado. Su tono suave mientras continuaba pensativamente —Me agrada, sin embargo, Fran, debes averiguar todo lo que puedas sobre él y decirme.
—No —atemperó su rechazo con una sonrisa bromista —Si quieres saber más sobre el Sr. Vogrincic, deberás dejar de esconderte y preguntárselo vos mismo.
—Que pesado —replicó sin enardecerse, y bostezó —Tal vez lo haga… —Parándose, se dirigió a Francisco y le dió un beso en la cabeza —En cuanto a vos, querido, ten cuidado en tus asuntos con Kuku. Sospecho que es mucho mejor jugador que vos.
—Ya lo veremos —respondió, provocando la risa de Juani y el preocupado ceño fruncido de la Sra. Sandra.
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Luego de una noche de baile, ninguno de los huéspedes de la hacienda se sentía inclinado a despertar antes del mediodía, exceptuando un pequeño grupo de hombres que deseaban salir a disparar. Mientras Francisco sorbía una taza de té y sonreía a los madrugadores que se estaban reuniendo en la terraza, se desconcertó al encontrar a Esteban entre ellos.
Estaba amaneciendo. El aire estaba fresco y pesado mientras que el débil sol luchaba inútilmente para brillar a través de la neblina. Sentado en una mesa de afuera con un chal de seda anudado sobre su fino vestido de mañana, Francisco trato de no mirar a Esteban. Sin embargo, era difícil ocultar su fascinación. Kuku poseía una presencia dinámica, una virilidad inherente que no había visto jamás en ningún otro hombre, exceptuando a su hermano Rafa. Y el atuendo deportivo le quedaba a la perfección, el saco negro definía el ancho de sus hombros, con pantalones verde oscuros ajustándose perfectamente a sus piernas marcadas, y botas de cuero negras adaptándose a sus largas pantorrillas. Esas prendas eran apropiadas para cualquier hombre, pero en Esteban, el efecto era imponente.
Sintiendo su discreta mirada, Esteban lo observó rápidamente. Sus miradas se mantuvieron unidas con crudo interés, antes de que él se viera obligado a girar y responder a un invitado que se acercaba a él.
Francisco miro fijamente a las profundidades ambarinas de su té, su cuerpo lleno de exquisitas sensaciones. No volvió a levantar la mirada hasta que su hermano se acercó para preguntarle por las actividades del día.
—El desayuno será servido en los pabellones cerca del lago –respondió Francisco —Que tengas una hermosa mañana —le dijo alegremente —y trata de mantener distancia de los invitados con mala puntería —Rafael le sonrió y hablo en voz baja.
—Ese no es el problema con los españoles. Aunque pocos pueden cabalgar correctamente, son unos grandes tiradores —Mientras se reclinaba sobre Francisco, Rafa espero hasta que el levantó su mirada hacia. Los ojos claros de su hermano se contrajeron —Desapareciste con Kuku al menos por media hora anoche. ¿A dónde fueron y que has hecho con él?
—Rafa —dijo con una sonrisa de desaprobación —las veces que vos has desaparecido en compañía femenina, y han sido unas cuantas, jamás te he preguntado donde has ido o que has hecho.
—Es diferente para vos —Francisco estaba conmovido y divertido por su proteccionismo.
—¿Por qué? —Las cejas de Rafael se juntaron mientras fruncía el ceño, y su voz infundía acritud.
—Porque eres mi hermanito menor.
—No tengo nada que temer de Esteban. Lo conozco bastante bien, Rafa.
—Lo conocías cuando era un muchacho —rebatió su hermano —Pero Kuku es un extraño ahora, y no tienes idea de lo que es capaz de hacer.
—No te metas, Rafael. Haré lo que me plazca con Esteban. Y espero que no trates de manejar todo como lo hizo papá hace tantos años. Su interferencia me ha costado demasiado, y mientras yo no tuve otra opción que aceptarlo en ese momento, las cosas son distintas ahora —Rafael apoyo las manos en el respaldo de su silla. La tensión de su boca traicionaba su preocupación.
—Fran —dijo él cuidadosamente —¿Qué es lo que crees que él quiere de vos? —La respuesta era clara para ambos. Sin embargo, Francisco se dio cuenta de que su hermano no entendía aun lo que deseaba.
—Lo mismo que yo deseo de él.
—¿Que acabas de decir? —lo miró asombrado como si no lo reconociera. Suspirando, Francisco paseó la mirada a través de la terraza hasta llegar a Esteban, quien estaba en medio de una conversación con otro hombre.
—¿Nunca has deseado poder recuperar algunas horas de tu pasado? —Preguntó suavemente —Eso es todo lo que deseo, sólo una pizca de lo que pudiese haber sido.
—No, jamás he deseado eso —fue la respuesta brusca de él —Las palabras "pudiese haber sido" no significan nada para mí. Sólo existe el ahora, y el futuro.
—Eso es porque vos no tienes limitaciones en tu futuro. Pero las hay en el mío —La mano de Rafael se cerró apretadamente en un puño.
—¿Por un par de cicatrices? —La pregunta hizo que los ojos de Francisco destellaran peligrosamente.
—Vos nunca has visto mis piernas, Rafa. No sabes de lo que estás hablando. Y viniendo de un hombre que está acostumbrado a elegir de las mujeres más hermosas de Buenos Aires ¡como si fueran muestras de una caja de bombones!
—¿Estás diciendo que soy un tonto superficial que valora a la mujer sólo por su apariencia? —Francisco se sintió tentado a retractarse con el sólo interés de mantener la paz entre ellos. Pero mientras consideraba a las últimas mujeres que Rafael había traído consigo.
—Siento decirte, Rafita, que cada una de tus recientes adquisiciones, al menos las últimas cuatro o cinco, mostraron la inteligencia de un nabo. Y si, ellas eran todas hermosas, pero dudo que hayas podido tener con ellas una conversión sensata por más de cinco minutos —Rafael se paró y lo observó —Y si alguna vez llego a verte en compañía de una mujer que sea apenas menos que asombrosamente perfecta, entonces tal vez escuche tus críticas de cómo las apariencias no cuentan. Que tengas una buena cacería.Y no me contradigas en esto, Rafa.
Suspirando, su hermano fue a buscar a su ayuda de cámara, quien lo estaba esperando con su rifle y su bolso de cuero.
Más personas del grupo se acercaron a la mesa de Francisco para intercambiar bromas, y el sonrió y conversó agradablemente, siempre conciente de la figura oscura de Esteban en el fondo. Sólo cuando los invitados comenzaron a descender en masa por los escalones de la terraza, guiados por Rafael, Esteban se acercó a el.
—Buenos días —saludó Francisco mientras el rápido latido de su corazón no lo dejaba pensar. Le ofreció su mano, y contuvo el aliento al sentir la suave presión de sus dedos. De alguna manera Fran consiguió decir con una voz social y calma —¿Has dormido bien?
—No. —Los ojos de él destellaron mientras le sostenía la mano por más tiempo de lo que se consideraba aceptable.
—Espero que tu cuarto no sea incomodo —consiguió decir liberándose de él.
—¿Qué harías si te dijera que no lo es?
—Ofrecerte otro cuarto, por supuesto.
—No te molestes, a no ser que sea el tuyo —Su atrevimiento casi logra que Fran ría. No recordaba si algún hombre le había hablado con tan poca falta de respeto. Y su indiscreción consiguió que Fran se relajara en su presencia.
—Eso le corresponde al anfitrión, yo no lo soy —le informó. Esteban se inclinó sobre la mesa, descansando sus manos suavemente sobre la superficie brillosa. Su cabeza oscura revoloteó sobre la de el, su postura le recordaba a un gato suspendido antes de atacar a su presa. Un parpadeo de interés depredador encendió las profundidades de los ojos castaños de Esteban.
—¿Voy a tener que abandonar la casa, o me quedaré?
Ociosamente Francisco dibujó un círculo invisible sobre la mesa con la punta de un dedo bien arreglado, mientras que su corazón golpeaba fuertemente en su pecho.
—Quédate, si lo deseas.
—¿Entiendes lo que sucederá si me quedo? —dijo con voz suave.
Francisco nunca había creído que Esteban pudiera ser tan arrogante y que lo disfrutaría tanto. Una sensación de desafío, masculino contra femenino, se generó entre ellos. Cuando Fran respondió, su voz fue tan suave como la de él.
—No quisiera desilusionarte, Esteban, pero tengo completa fe en mi habilidad para resistir tus avances —Esteban pareció fascinado con lo que sea que vio en el rostro de Fran.
—¿En serio?
—Sí. La tuya no fue la primera proposición que he recibido. Y a riesgo de sonar algo engreído, no creo que sea la última —Francisco finalmente le sonrió como quería, completamente provocativo con una pizca de burla —Por lo tanto, puedes quedarte y hacer lo que te plazca. Pienso disfrutar complemente de tus esfuerzos. Y debes saber que aprecio bastante el refinamiento —La mirada de Esteban bajó a los labios sonrientes de Francisco. Aunque él no mostró reacción alguna ante su atrevimiento, Francisco sintió lo mucho que lo había sorprendido. Se sentía un poco como un alma maldita que había ido hacia Lucifer para darle palmaditas alegremente debajo del mentón.
—Refinamiento —repitió, mirándolo a los ojos.
—Pues sí. Serenatas, flores y poesía.
—¿Qué tipo de poesía?
—El tipo de poesía que escribes vos mismo, por supuesto —La repentina y tranquila sonrisa de Esteban despertó suaves punzadas de placer en Francisco.
—¿Agustín Pardella escribe poesías para ti?
—Me atrevo a decir que lo hará —Agustín era inteligente con las palabras sin duda él podría lograr tal tarea con gran estilo e ingenio.
—Pero no le has pedido que lo haga —murmuró. Fran sacudió su cabeza lentamente —Jamás le he dado demasiada importancia al refinamiento —le dijo él. Francisco arqueó sus cejas.
—¿Aun cuando tienes que seducir?
—Quienes llevo a la cama no requieren usualmente de seducción —Francisco descansó su mentón sobre su mano, mirándolo directamente.
—Simplemente están allí disponibles para vos, ¿eso quieres decir?
—Correcto —Él le echó una mirada insondable —Y la mayoría son de las clases altas —Con una reverencia descuidada él giró y se marchó con el grupo de caza.
Francisco trató de mantener su respiración pareja, y se sentó hasta que su pulso se hubo calmado.
Estaba claro, para ambos, que el juego tenía ahora dos jugadores completamente comprometidos, un juego sin reglas y sin un resultado claro, y con pérdidas potencialmente peligrosas de ambas partes. Por mucho que Francisco temiera por si mismo, temía más por Esteban, cuyo conocimiento del pasado era como un acertijo con baches significantes y peligrosos. Fran debería dejar que Esteban pensara lo peor de el, dejar que tomara lo que deseara, para eventualmente abandonar la hacienda con el sentimiento de venganza apaciguado.
Chapter Text
Ahora que el grupo se había alejado, Francisco tuvo tiempo de relajarse con una taza de té en el desayunador. Preocupado con pensamientos sobre Esteban, casi se lleva por delante a una persona que estaba abandonando la casa en ese mismo momento.
El hombre lo alcanzó para estabilizarlo, sosteniéndolo de los codos hasta que se sintió seguro de que Fran estaba bien.
—Lo siento. Estaba apurado por alcanzar a los otros.
—Ellos acaban de salir. Buenos días, Sr. Vogrincic, si usted desciende las escaleras de la izquierda y sigue el camino hacia el bosque, los alcanzará.
—Muchas gracias. Es mi tormento particular el disfrutar de deportes que sólo tienen lugar por la mañana.
—¿Asumo que entonces le agrada pescar también?
—Oh sí.
—Una de estas mañanas debería ir con mi hermano a nuestro arroyo de truchas.
—Tal vez lo haga, aunque no creo estar a la altura del desafío. Las truchas argentinas son bastante más astutas que las gallegas.
—¿Se puede decir lo mismo de los hombres de negocios gallegos?
—Para mi alivio —le hizo una leve reverencia preparándose para partir, luego pausó como si se le ocurriera un pensamiento —Joven, tengo una pregunta... —de alguna manera Francisco sabía exactamente qué es lo que le iba a preguntar. Tuvo que utilizar su habilidad actoral considerablemente para mantener una expresión ingenua.
—¿Sí, Sr. Vogrincic?
—Anoche, mientras tomaba un paseo por los jardines traseros, tuve la oportunidad de conocer a un chico joven... —El pausó, obviamente considerando cuanto del encuentro debería describirle.
—¿El no le dio su nombre? —Preguntó inocentemente Francisco.
—No, era probablemente un criado.
—No lo creo —Enzo entrecerró sus ojos mieles con una suave arruga.
—El tiene rizos marrones dorados y ojos azules, y su cuerpo es más relleno —Francisco se encogió de hombros, a manera disculpas. Aunque le hubiese gustado complacerlo y darle el nombre de su hermano, no estaba seguro de que Juani quisiera que el conociera su identidad aún.
—Por el momento, Sr. Vogrincic, no se me ocurre nadie de la casa que coincida con esa descripción. ¿Está seguro de que no era una invención de su imaginación? —El negó con la cabeza, sus pestañas oscuras bajando sobre sus ricos ojos mientras el parecía contemplar un problema de gran magnitud.
—El era real. Y yo necesito, quiero decir, me gustaría mucho encontrarlo.
—Ese joven parece haberle causado una gran impresión.
—Conocerlo fue como tomar una bocanada de aire profunda por primera vez en años —respondió Enzo, sin mirarlo a los ojos.
—Si, lo entiendo —La sinceridad indiscutible de la voz de Fran pareció atraer su atención. Sintiendo una ráfaga de simpatía por el hombre, Francisco le señaló en la dirección del grupo —Aún puede alcanzarlos si corre —Él rió brevemente.
—Joven Romero, no hay nada en esta vida que yo desee perseguir.
—Entonces puede tomar un desayuno temprano conmigo. Haré que lo sirvan aquí fuera.
Con su compañero aceptando amablemente la invitación, Francisco dirigió a los criados para que sirvieran el desayuno para dos. Una canasta humeante de tortas y suaves bollos fue traída rápidamente, junto con platos de huevos asados, hongos horneados y finas rodajas de perdiz horneada. Aunque Enzo parecía estar disfrutando el desayuno, él parecía más interesado en la taza de café fuerte, tomándolo como si fuera el antídoto ante una reciente ingesta de veneno.
—Sr. Vogrincic —preguntó, tomando un trago de su té —¿Cuantos años hace que conoce a Kuku? —La pregunta no pareció sorprender a Enzo. Luego de haber bebido dos tazas de café, pausando sólo para respirar, él se encontraba ahora bebiendo una tercera en un ritmo más relajado.
—Ocho aproximadamente.
—Esteban me dijo que ustedes se conocieron cuando él era aún un barquero, que usted fue un pasajero de su barco.
—Kuku tiende a ocultar ciertos detalles en el interés de mantener mi reputación. En realidad, él está más preocupado por mi reputación que yo mismo —Cuidadosamente Francisco sirvió más azúcar en su té.
—¿Por qué hizo una sociedad con un simple barquero? —Le preguntó en un tono deliberadamente relajado.
Enzo se tomó un largo momento antes de contestar. Él apoyó su taza media vacía y lo observó a los ojos firmemente.
—Kuku salvó mi vida, para comenzar. Yo estaba vagando por el puerto, borracho. Aun hoy no recuerdo como llegué allí, o por qué. En ocasiones pierdo la memoria cuando bebo, y no puedo decir que he hecho en horas o siquiera días. Me tropecé y caí al agua, lejos del puerto y nadie me vio, especialmente porque el tiempo estaba inclemente. Pero Kuku estaba volviendo de un viaje, y saltó al maldito océano helado en el medio de una tremenda tormenta, y me rescató.
—Que afortunado —La garganta de Francisco se comprimió al pensar en el riesgo que Esteban había corrido por un extraño.
—Como Kuku no tenía forma de identificarme y yo estaba desmayado, me llevó al cuarto que él tenía alquilado. Un día y medio después me encontré en un agujero de ratas, siendo despertado a cachetazos por un barquero enojado —Una sonrisa por el recuerdo tocó sus labios —Como se puede imaginar, temía lo peor. Mi cabeza se sentía como si la hubieran abierto a la mitad. Luego de que Kuku me trajo algo de comer y de beber, me sentí lo suficientemente lucido como para decirle mi nombre. Mientras hablamos, me di cuenta que a pesar de su ruda apariencia, mi salvador estaba sorprendentemente bien informado. Él había aprendido bastante de los pasajeros que llevaba y traía, mucho de lo cual se refería a bienes raíces. Hasta sabía de la parcela de tierra que mi familia había comprado en un préstamo a largo plazo, y que nunca se había desarrollado, y hasta tuvo las bolas lo siento, el coraje, de proponerme un trato —Francisco sonrió ante ello.
—¿Cuál era el trato, Sr. Vogrincic?
—Él quería subdividir la tierra en lotes y venderla como alquileres a corto plazo. Y por supuesto él quería el diez por ciento de lo que pudiera sacar de ellos. Y yo pensé, ¿Por qué no? Nadie en mi familia se había preocupado por hacer algo con esa tierra. Y aquí estaba, un extraño, apestando a ambición e intensidad primitiva, obviamente deseoso de hacer algo de ganancias. Entonces le di todo el efectivo de mi billetera y le dije que se comprara un nuevo traje y…
—Y Esteban hizo lo mejor —Enzo asintió con la cabeza.
—En sólo seis meses él había alquilado cada pedazo de la tierra. Luego, sin pedir permiso, usó las ganancias para comprar acres de una propiedad anegada de la ciudad, en el área debajo de Huelva. Eso me puso algo nervioso, especialmente cuando comencé a escuchar las bromas que circulaban sobre los lotes sumergidos en alquiler de Vogrincic y Kukurizcka. Naturalmente me pregunte por su cordura. Pero en ese momento, no había nada que pudiera hacer más que permanecer de lado mientras Kuku solucionaba el tema de rellanar el espacio con rocas y tierra. Luego el construyó viviendas y una línea de almacenes, transformándolo en una propiedad comercial invaluable. Eventualmente Kuku convirtió una inversión de ciento cincuenta mil euros en un desarrollo que rinde aproximadamente un millón de euros anuales —Los números, comentados tan casualmente, dejaron a Francisco sorprendido.
Viendo los ojos completamente abiertos de Fran, Enzo rió suavemente.
—No por nada Kuku se ha convertido en un invitado buscado por todos, para no decir el soltero más solicitado de la ciudad.
—Supongo que sus atenciones son alentadas por muchas damas —dijo tratando de mantener su tono casual.
—Él tiende a no rechazarlas —respondió con una sonrisa astuta —Sin embargo, Kuku no es conocido como un hombre de muchas mujeres. Ha habido mujeres, pero ninguna que haya despertado un serio interés en él. La mayoría de su energía está dedicada a su trabajo.
—¿Y que hay de usted, Sr. Vogrincic? ¿Están sus afectos comprometidos con alguien? —Él negó con su cabeza rápidamente.
—Me temo que comparto la visión algo escéptica de Kuku con respecto a los beneficios del matrimonio.
—Yo creo que usted se enamorará algún día.
—Lo dudo. Me temo que esa emoción en particular es desconocida para mí... —De repente su voz se perdió en el silencio. Él dejó su taza y miró en la distancia con un repentino interés.
—¿Sr. Vogrincic? —Mientras Francisco seguía su mirada, se dio cuenta de lo que él había visto, Juani, enfundado en un vestido de flores y colores pastel, alejándose de la casa por un camino del bosque. Un sombrero de paja adornado con margaritas frescas se balanceaba en sus dedos mientras lo sostenía de las cintas.
Enzo se paró tan abruptamente que su silla casi cae detrás.
—Lo siento —dijo a Francisco, dejando la servilleta en la mesa —La invención de mi imaginación ha reaparecido y la voy a atrapar.
—Por supuesto —dijo, tratando de no reírse —Buena suerte, Sr. Vogrincic.
—Gracias —Él desapareció en un segundo, descendiendo la escalera en forma de U, con la gracia de un gato. Una vez que él alcanzó los jardines, cortó el césped con grandes pasos, casi corriendo.
Parándose para ver mejor, Francisco no pudo reprimir una sonrisa
—Vaya, Sr. Vogrincic, creía que no había nada en esta vida que usted deseara perseguir.
Chapter Text
Cada tarde desde que Blas había muerto, Juani se dormía con imágenes suyas filtrándose por su mente. Hasta la última noche.
Parecía extraño preocuparse por otro hombre que no fuera Blas, especialmente cuando él era tan diferente. Recordando el rostro duro de Enzo y la delicada maestría de su contacto, Juani se sintió culpable, cautivado e intranquilo. Sí, bastante diferente de Blas.
Su prometido no había sido un hombre complicado. No había capas de oscuridad en él, nada que le impidiera dar y aceptar amor con naturalidad. Provenía de una familia de gente agradable, que era rica, pero nunca arrogante, y escrupulosamente atento a su deber para todos aquellos en circunstancias menos afortunadas. Blas había sido sumamente atractivo, con ojos oscuros como la noche y el pelo rizado negro ébano, y un favorecedor rostro marcado. Había sido delgado y muy alto.
Apenas sorprendió que se hubieran enamorado, ya que para todos era obvio lo bien que encajaban. Blas sacaba a la luz un lado de la naturaleza de Juani del cual el nunca había sido totalmente consciente. En sus brazos, Juani se había vuelto desinhibido.
Ahora que Blas había muerto, Juani había estado sin un hombre durante mucho tiempo.
Juani deambuló por el bosque de robles y avellanos, que estaba excepcionalmente oscuro durante la mañana, mientras el cielo todavía estaba cubierto de una neblina gris plateada.
No era consciente que alguien más seguía la vereda hundida hasta que oyó una serie de pasos subiendo con fuerza detrás de el. Dándose la vuelta, vio la alta figura de un hombre acercándose, respiró con más rapidez cuando se dio cuenta que Enzo Vogrincic lo había encontrado.
Tan espectacular como había estado a la luz de la luna, Enzo estaba aún más impresionante a la luz del día, su rostro hermoso pero completamente masculino, la nariz angosta y larga, los pómulos llenos, los ojos increíblemente calidos. Por alguna razón Enzo se detuvo cuando sus miradas se encontraron, como si él hubiera entrado corriendo en una pared invisible.
—Buenos días, señor —el sonido de su voz parecía arrastrar a Enzo hacia adelante. Él se acercó despacio, como si temiera que un movimiento repentino pudiera hacerlo huir asustado.
—Anoche soñé contigo. —dijo él. Como táctica conversacional, la declaración era algo alarmante, pero aún así Juani sonrió.
—¿De que trataba el sueño? —preguntó, inclinando su cabeza mientras le miraba fijamente —¿O es una pregunta peligrosa? —El viento despeinó un mechón de pelo que había caído sobre su frente.
—Sin duda una pregunta peligrosa —Juani se dio cuenta que estaba coqueteando con él, pero parecía no poder evitarlo.
—¿Ha venido a pasear conmigo, Sr. Vogrincic?
—Si no tiene ninguna objeción a mi compañía.
—Lo único a lo que me opondría es su ausencia. —le dijo, disfrutando al verle repentinamente sonreír relajadamente. Haciéndole señas para que se le uniera, se dio la vuelta y siguió por de la vereda hundida, hacia el jardín de casa del guardabosques a lo lejos.
—Sabes —dijo de manera despreocupada — no voy a permitir que te apartes de mí otra vez sin decirme quien eres.
—Prefiero permanecer misterioso.
—¿Por qué?
—Porque hice algo escandaloso en el pasado, y ahora es terriblemente delicado salir en sociedad.
—¿Qué tipo de escándalo? —Su tono sardónico le aclaró que él esperaba que su trasgresión fuera menor —Fue a algún sitio sin carabina, supongo. O dejó que alguien le robara un beso en público —Juani sacudió la cabeza con una sonrisa sardónica.
—Sin duda no tiene ni idea del mal comportamiento que nosotros los jóvenes podemos tener.
—Me gustaría que me ilustrase —Ante el silencio indeciso de Juani, Enzo dejó el tema, y fijó su mirada en el enredado jardín de la casita de campo excesivamente sembrado delante de ellos —Muy bonito —comentó. Balanceando su sombrero, Juani le condujo al invernadero, un rincón acogedor que no podrían ocupar más que dos personas al mismo tiempo.
—Cuando era una niño, solía sentarme en este invernadero con mis libros y mis muñecas, y fingir que era una princesa en una torre.
—Creciste en la hacienda, entonces. —dijo Enzo. Juani abrió la puerta del invernadero y miró dentro. Estaba limpio y ordenado, el asiento de madera brillaba por un reciente pulido.
—El señor Romero es mi hermano. —admitió finalmente —Soy Juan Romero, pero me dicen Juani.
—Francisco mencionó que tenía un hermano. Sin embargo, yo tenía la impresión que usted vivía lejos de la hacienda.
—No, sin duda soy residente aquí. Pero me lo guardo para mí mismo. El escándalo, ¿entiende?
—Me temo que no. —Las comisuras de su boca se elevaron en una sonrisa relajada —Cuéntemelo, Princesa Juani ¿por qué tiene que quedarse en su torre? —El suave ruego le hizo sentir a Juani como si se derritiera por dentro. Rió intranquilo, deseando durante un momento atreverse a confiar en él.
—Sr. Vogrincic —comenzó, cometiendo el error de mirarle.
—Enzo. —susurró él —Quiero saber tus secretos, Juani —Una amarga medio sonrisa tocó sus labios.
—Los oirá tarde o temprano de otra gente.
—Quiero oírlos de ti —Como Juani comenzó a retirarse en el invernadero, Enzo hábilmente agarró el pequeño cinturón de tela de su vestido de paseo. Sus largos dedos se engancharon bajo el tejido reforzado. Incapaz de alejarse de él, Juani sujetó con fuerza su mano sobre la suya, mientras un agitado rubor inundó su rostro. Sabía que Enzo estaba jugando con el, y que alguna vez podría haber sido capaz de manejar esta situación con relativa facilidad. Pero no ahora. Cuando habló, su voz era ronca.
—No puedo hacer esto, Sr. Vogrincic —Para su asombro, él pareció entender exactamente lo que quería decir.
—No tienes que hacer nada, —dijo suavemente —Solamente déjame acercarme más y estar junto a ti. —Su cabeza se inclinó, y él encontró su boca con facilidad.
La persuasiva presión de sus labios hizo que Juani se balanceara vertiginosamente, y él lo agarró firmemente contra sí. Enzo Vogrincic lo estaba besando, el libertino sinvergüenza nada moderado sobre el que su hermano le había advertido. Y oh, él era tan bueno en eso. Juani había pensado que nada sería jamás tan agradable como los besos de Blas, pero la boca de este hombre era caliente y paciente, y había algo maliciosamente erótico en su completa carencia de urgencia. Para su asombro, se encontró rodeándole el cuello con los brazos e inclinándole la cabeza hacia atrás para exponer su garganta del todo. Todavía delicado y controlado, besó la piel frágil, bajando hacia el hueco en la base de la garganta.
Juani sintió su lengua girar en el cálido hueco, y se le escapó un gemido de placer. Enzo levantó su cabeza para acariciar con la nariz el lado de su mejilla, mientras le acariciaba la espalda con la su mano. Sus reparaciones se mezclaban en rápidos y calientes soplos, su pecho duro se movía contra el suyo en un ritmo errático.
—Dios mío —dijo Enzo finalmente contra su mejilla —eres un problema —Juani rió.
—No, vos lo eres. —logró acusar a cambio, justo antes de que Enzo lo besase otra vez.
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Cuando Francisco vio la considerable cantidad de comida sin consumir que se había devuelto a la cocina, el y dos camareras lo embalaron en tarros y cestas, para distribuirla a gente necesitada en la ciudad. Como el joven de la finca en ausencia de su madre, Francisco tenía en cuenta visitar a las familias que tenían necesidad de provisiones adicionales de alimentos y de casa. Entraría casa tras casa, se sentaría junto a la chimenea, escucharía diligentemente las quejas, y repartiría consejos cuando fuera necesario.
Francisco temía no estar suficientemente dotado tanto de la sabiduría como de estoicismo que tales visitas requerían. Por otra parte, el saber lo poco que poseían los habitantes de las casas, y lo duro que trabajaban, nunca dejaba de darle una lección de humildad.
En los últimos meses, Francisco a menudo lograba persuadir a Juani para que lo acompañara al pueblo, y la presencia de su hermano siempre hacía que el día pasara mucho más rápido.
Lamentablemente a Juani no se lo encontraba por ninguna parte esa tarde. Perturbado, Francisco se preguntó si su hermano estaba todavía en compañía del Sr. Vogrincic, porque él también estaba ausente. Seguramente no, Juani no había pasado tanto tiempo con un hombre durante años. Por otra parte, sencillamente era posible que Enzo hubiera sido capaz de sacar a Juani de su cáscara.
¿Pero era algo bueno o malo? Se preocupó silenciosamente Francisco. Sería sencillamente típico de Juani, el terco diablillo, concentrar su atención en un licencioso libertino más que en algún caballero honrado. Riendo con arrepentimiento, Francisco levantó una pesada cesta en sus brazos e hizo su salida del carruaje.
—Ah, joven —llegó la voz de una criada desde detrás suyo, mientras caminaban desde las cocinas —¡Déjeme llevarle eso, por favor! —Echando un vistazo sobre su hombro, Francisco sonrió cuando vio que la joven criada ya estaba cargada con dos pesadas cestas.
—Puedo arreglármelas, Marta —contestó, resoplando ligeramente mientras subía un tramo corto de escaleras. Un obstinado tirón de una cicatriz hizo que su rodilla derecha lo lastimara. Apretando los dientes, Francisco se obligó a continuar.
—Joven —persistió Marta —si solamente la pone a la orilla, volveré por ella.
—Eso no es necesario. Quiero cargar estas en el carro y marcharme, porque ya ando muy escaso de… —Francisco se interrumpió de pronto cuando vio a Esteban de pie cerca de la entrada que daba al pasillo de los criados. Él hablaba con una camarera que se reía tontamente, apoyando un hombro de manera despreocupada contra la pared. Parecía que su habilidad para encantar no se había desvanecido, él estaba sonriendo a la criada morena, tendiendo la mano para dar un ligero toquecito de broma bajo su barbilla.
Aunque Francisco no hizo ningún ruido, algo debió de haber alertado a Esteban de su presencia. Él echó un vistazo en su dirección, su mirada se volvió cautelosa.
Al instante la camarera se marchó, mientras Esteban siguió mirando fijamente a Francisco.
Fran se recordó a si mismo que no tenía ningún derecho de sentirse posesivo con él. Después de todo, ya no era una chico de diecinueve años encaprichado por un muchacho del establo. Sin embargo, una ardiente cólera lo atravesó a toda velocidad ante la evidencia de que el no era el único que Esteban se había propuesto seducir. Sentía el rostro rígido mientras seguía hacia el vestíbulo.
—¡Vamos! —le murmuró a Marta, y la muchacha obedientemente se apresuró delante de el. Esteban alcanzó a Francisco con unas largas zancadas. Su rostro oscuro era ilegible cuando alargó la mano a la cesta.
—Déjame llevar eso —Francisco lo apartó de él de un tirón.
—No, gracias.
—Estas cojeando —Su observación hizo que zarcillos de alarma se extendieran por su estómago.
—Me torcí el tobillo en la escalera —dijo brevemente, resistiendo mientras él tiraba de su cesta —Suelta. No necesito tu ayuda —Sin hacerle caso, Esteban llevó la cesta con facilidad, su frente se arrugó cuando lo miró.
—Deberías dejar que la Sra. Sandra vendara eso antes que empeore.
—Ya parece mejor —dijo exasperado —Ve a buscar a otra a quién molestar, Esteban. Estoy seguro que hay muchas mujeres con las que deseas jugar hoy.
—No estaba tratando de seducirla —Fran respondió con una mirada que habla por sí sola, y sus cejas oscuras de Esteban se levantaron en una media luna burlona — ¿No me crees? —preguntó.
—En realidad no. Creo que ella es tu segunda opción, en caso de que no tengas éxito en llevarme a la cama a mí.
—Primero, no tengo ninguna intención de acostarme con una de las camareras. Estaba tratando de obtener alguna información de ella. Segundo, no necesito segunda opción —La arrogancia de su declaración fue suficiente para hacer que Francisco enmudeciera. El nunca había encontrado a un hombre tan abominablemente seguro de sí mismo, y fue una suerte que no hubiera espacio suficiente en el mundo civilizado para acomodar más de un puñado de hombres como él. Cuándo pensó que podría hablar sin tartamudear, finalmente preguntó con la voz cortada.
—¿Qué información tendría una camarera que pudiera interesarte?
—Averigüé que ella fue empleada aquí en el tiempo de aquella enfermedad misteriosa tuya. Estaba tratando de hacer que me contara algo sobre ello —Francisco fijó su mirada en el nudo de su corbata, con todo su cuerpo poniéndose tenso.
—¿Y qué te contó?
—Nada. Parece que ella y el resto de los criados están decididos a guardar tus secretos —Su respuesta le proporcionó a Francisco un alivio ilimitado. Se relajó ligeramente mientras contestaba.
—No hay secretos que descubrir. Tuve una fiebre. A veces le ocurre a la gente sin razón aparente, y les debilita. Me recuperé con el tiempo, y eso fue todo —Esteban le lanzó una mirada dura cuando contestó.
—No te creo.
—Obviamente creerás lo que quieras. No puedo hacer más que ofrecerte la verdad —Esteban levantó una de sus cejas ante su tono de ofendida dignidad.
—Como aprendí en el pasado, Fran, juegas rápido con la verdad cuando te conviene —Francisco frunció el ceño por su propia incapacidad de defender sus acciones pasadas, sin tener que contarle mucho más de lo que jamás querría que él supiera.
Antes de que pudiera contestar, Esteban lo dejó pasmado arrastrándolo a un lado del estrecho corredor. Esteban dejó la cesta y se enderezó para afrontarlo. Mientras estaban de pie en el pasillo con sus cuerpos casi rozándose, una conmovedora urgencia atravesó el cuerpo de Francisco como un zumbido. Encogiéndose para alejarse de él, sintió que sus hombros se alzaban contra la pared.
Esteban estaba lo bastante cerca. Sus labios se endurecieron en alineación severa, hasta que unos paréntesis se formaron a ambos lados de su boca. Francisco quiso besar aquellas líneas de tensión, probar las comisuras de sus labios. Desesperadamente apartó los pensamientos y bajó su rostro para evitar la vista de su boca.
—No tiene ningún sentido que te hayas quedado solo tanto tiempo —llegó su voz grave, irritada —Quiero saber que te pasó hace tantos años, y por qué no te casaste. ¿Qué pasa con los hombres argentinos, que ninguno de ellos te ha tomado para sí mismo? ¿O es un problema contigo? —Eso estaba tan cerca de la verdad que Francisco sintió un escalofrió de inquietud.
—¿Es esto un ejemplo de tus habilidades seductoras, Esteban? —preguntó resueltamente —¿Llevar a un joven al pasillo de los criados y someterlo a una inquisición? —Esto provocó una sonrisa repentina, su perpleja frustración desapareciendo con alarmante rapidez.
—No —admitió él —Puedo hacerlo mucho mejor.
—Uno así lo esperaría —Fran trató de pasar por delante de él, pero Esteban dio un paso adelante, su peso sólido lo impulsó contra la pared hasta que no había ninguna posibilidad de dar marcha atrás. Francisco jadeó al sentir su cuerpo, la gruesa porción de músculos de su muslo entre los suyos, el roce de su aliento contra su oído. Esteban no intentó besarlo, sólo siguió sujetándolo con cuidado, como si su cuerpo absorbiese todos sus detalles —Déjame pasar —dijo Francisco con la voz pastosa. Él no pareció haberlo oído.
—El sentirte... —murmuró. La conciencia ascendía y descendía atravesándolo mientras estaba atrapado entre la pared fría y dura y el cuerpo caliente y duro que lo sujetaba. Su cuerpo era diferente de como Fran lo recordaba, ya no ágil y angosto, sino más grande, más pesado, lleno de la fuerza de un hombre vital en su apogeo. Esteban ya no era el muchacho encantador que recordaba, se había convertido en alguien completamente diferente. Un hombre poderoso, cruel, con un cuerpo a juego. Fascinado por las diferencias de él, Francisco no pudo evitar deslizar sus manos bajo su abrigo. Sus dedos pasaron sobre los músculos en expansión de su pecho, la fuerte bóveda de sus costillas. Esteban se quedó inmóvil, controlándose tan severamente que un temblor debido al esfuerzo atravesó sus miembros.
—¿Por qué estás sólo aún? —susurró Francisco, flotando en su olor, una fragancia salada, calentada por el sol que hizo que su corazón palpitara con latidos casi inquietantemente fuertes —Ya deberías haberte casado.
—Nunca he conocido a alguien que deseara tanto —murmuró. Fran se puso más rígido cuando sus manos avanzaron sobre ambos lados de su delgada cintura —ser encadenado por los votos del matrimonio me volvería... —Se interrumpió y comenzó a respirar como un caballo de carreras jadeante cuando Francisco le acarició su abdomen tenso con el dorso de sus dedos.
Entusiasmado por una repentina sensación de poder mezclado con una ardiente excitación, Francisco prolongó el momento, dejando que Esteban se preguntara si se atrevería a tocarlo del modo en que él ansiaba tan obviamente. Su cuerpo estaba completamente excitado, el calor le llegaba en oleadas. Fran deseaba sentir la impecable forma masculina bajo las capas de algodón y lana veraniega. Apenas capaz de creer su propia feroz imprudencia, deslizó sus dedos sobre el exterior de su pantalón, hasta que se curvaron con delicadeza sobre la longitud saliente de su erección. Una sacudida de placer lo atravesó, los nervios en sus palmas le cosquilleaban en contacto con su carne dura, rígida. Los recuerdos de éxtasis físico provocaron emociones de respuesta de su cuerpo hambriento de sensación, los delicados tejidos se inflamaron con la anticipación.
Esteban gimió débilmente y descansó las manos sobre sus hombros con los dedos extendidos como si tuviera miedo de apretarlo demasiado fuerte, bajó la cabeza, su boca acarició su rostro con la suavidad de alas de una mariposa. Su reverencia lo asombró. Sus labios avanzaron sin esfuerzo hacia las comisuras de su boca, demorándose en ellas, entonces buscó por su mandíbula hasta que su lengua tocó el suave lóbulo de su oído. A tientas, Francisco volvió su boca hacia la suya, deseando toda la presión de su beso. Esteban se lo dio despacio, poseyéndolo atormentadoramente despacio, haciéndolo gemir cuando él finalmente colocó su boca totalmente sobre la suya. Combándose contra él, Francisco se abrió a la penetración de su lengua. Esteban lo probó con cuidado, acariciando el interior satinado de su boca con una habilidad exquisita que demolió su capacidad de pensar.
El ritmo de su respiración se volvió desesperado. Tratando de acercarlo aún más, Esteban encorvó sus hombros sobre los suyos y con una mano sujetó con fuerza sus nalgas, poniéndolo de puntillas. Su boca vagó hacia su garganta, volviendo luego a sus labios, besándolo una vez tras otra, como si tratase de descubrir todos las formas en que sus bocas podrían encajar. Sus labios atraparon los suyos en un ángulo particularmente delicioso, y un gemido suave se elevó en su garganta, y Fran se retorció con la necesidad de sentir toda su longitud contra el. El movimiento de sus pechos juntos provocó un áspero sonido en él. De pronto Esteban rompió el beso con una maldición en voz baja.
Francisco se envolvió con sus propios brazos y miró incapaz de hablar, sabiendo que su temblor debía haber sido visible para él, tal como el suyo lo era para si mismo. Esteban se apartó de Fran y cruzó los brazos sobre el pecho, inclinando la cabeza mientras miraba el suelo.
—Por desgracia demasiado autocontrol —refunfuñó Esteban, las palabras comprimidas por su mandíbula rígida.
El saber que había estado a punto de perder toda la capacidad de dominarse y el hecho de que estaba dispuesto a admitirlo, llenó a Francisco de un absurdo entusiasmo que tardo en disminuir.
Parecía que les llevaría toda una vida recuperar su autodominio. Finalmente Esteban se inclinó para recoger la cesta ignorada y con un gesto silencioso le indicó que le precediera. Aturdido, Francisco le enseñó el camino al vestíbulo, donde se encontró a la camarera Marta, que volvía para llevar la última cesta.
Esteban se negó a ceder el pesado paquete a la muchacha.
—No es necesario —dijo de buena gana —Yo lo llevaré por ti, solamente muéstrame donde lo quieres.
—Sí, señor. —dijo Marta inmediatamente.
Él se dio la vuelta para intercambiar una breve mirada con Francisco, sus ojos castaños entrecerrados y oscuros. Cruzaron un mensaje silencioso... "más tarde..." y luego se marchó con largas y relajadas zancadas. Permaneció inmóvil mientras trataba de recomponerse, Francisco se distrajo por la inesperada aparición de su hermano Rafael, que llevó un perturbado ceño mientras iba hasta la entrada del vestíbulo.
—¿Dónde está Juani? —exigió Rafa sin preámbulo —Ha estado desaparecido toda la mañana —Francisco vaciló antes de contestar, manteniendo la voz baja.
—Sospecho que puede estar en compañía del Sr. Vogrincic.
—¿Qué?
—Creo que él se unió a Juani para su paseo de la mañana —dijo, esforzándose en parecer despreocupado —Por lo que se, ninguno de ellos ha sido visto desde entonces.
—¿Y le dejaste ir con el? —susurró —Por Dios, ¿por qué no hiciste algo para detenerle?
—Ah, no sigas por ahí, créeme, Rafa, Juani es absolutamente capaz de decirle a un hombre que lo deje en paz. Y si desea pasar algo de tiempo en compañía del Sr. Vogrincic, creo que se ha ganado el derecho de hacerlo así. Además, él parece ser un caballero, independientemente de su reputación.
—Él no se parece a los caballeros a los que Juan está acostumbrado. Él es español. —El particular énfasis que colocó en la última palabra lo hizo parecer un insulto.
—¡Creí que te agradaban los españoles!
—No cuando husmean alrededor de uno de mis hermanos —su mirada era tensa por la sospecha, mientras lo miraba con más atención —¿Y qué has estado haciendo vos?
—Yo... —Brevemente desconcertado, Francisco se puso una mano en la garganta, lo que se convirtió en el foco de su oscuro ceño —¿Por qué me miras así?
—Tienes una mancha roja en el cuello —dijo con gravedad. Decidiendo a hacerse el ignorante, Francisco le lanzó una mirada en blanco.
—No seas tonto. Es simplemente un poco de irritación causada por un collar.
—No llevas collar —Francisco sonrió y se puso de puntillas para besarle en la mejilla, sabiendo que debajo de su exterior ceño, a Rafa le aterrorizaba que pudieran herir a uno de sus adorados hermanitos.
—Juani y yo somos adultos, y hay ciertas cosas de las que no puedes protegernos, Rafa —Su hermano aceptó su beso y no ofreció ninguna remota queja, pero cuando Francisco se alejó de él, lo oyó murmurar algo que sonaba a desconfianza.
—Por supuesto que puedo.
Esa noche Francisco encontró una rosa roja sobre su almohada, sus lozanos pétalos ligeramente desplegados, su largo tallo cuidadosamente despojados de espinas. Recogiendo la fragante flor la acercó a su mejilla y a sus labios abiertos.
"Fran,
Flores y una serenata llegaran inmediatamente.
Aunque para la poesía... tendrás que darme un poco más de inspiración.
Tuyo, K"
Chapter Text
Durante los dos días siguientes Esteban no pudo encontrar ninguna oportunidad de pillar a Francisco a solas. Haciendo el papel de anfitrion con brillante habilidad, Fran parecía estar por todas partes al mismo tiempo, orquestando de manera eficiente cenas, juegos, teatro de aficionados, y otras diversiones para la multitud de invitados en la hacienda. A menos que lo acechara, lo agarrara, y se lo llevara arrastras delante de todos, Esteban no tenía ningún otro recurso, sólo esperar su posibilidad. Y como siempre, encontraba difícil ser paciente.
Todos acudieron en masa alrededor de Francisco siempre que aparecía. Irónicamente poseía la capacidad que su madre, la condesa, siempre codició, atraer a los otros. La diferencia era que la condesa había querido su atención para su propio beneficio, mientras que Francisco parecía poseer un sincero deseo de hacer feliz a la gente en su presencia.
Fran coqueteaba hábilmente con los ancianos, y se sentaba y chismorreaba por encima de las copas de cordial con las ancianas. Jugaba con los niños, escuchaba con comprensión los cuentos de las muchachas solteras de infortunio romántico, y desviaba el interés de cualquier hombre joven actuando como una amable hermano mayor.
En este último esfuerzo Francisco no tenía completamente éxito. Independientemente de su carencia de interés, muchos hombres estaban obviamente enamorados de el y la vista de su esperanzador fervor apenas contenido a Esteban le exasperaba completamente. Quería despacharlos a todos, ahuyentarlos, enseñarles los dientes como un lobo que gruñe. Esteban lo poseía, en virtud de su necesidad y los recuerdos limpios de amargura de su pasado juntos.
Por la tarde, mientras Esteban, Felipe, y Rafael se relajaban en un invernadero exterior, Francisco apareció llevando una bandeja de plata. Un lacayo lo seguía estrechamente, llevando una pequeña mesa de caoba portátil. Por una vez, no se había programado ninguna cena, o fiesta al fresco para esa noche, ya que la feria anual de pueblo había comenzado. Se bebería mucho y habría mucha juerga en la hacienda mientras prácticamente todos en el condado asistirían a la feria. Esteban aún recordaba el entusiasmo que había sentido de muchacho en la época de feria. La primera noche siempre comenzaba con música, baile, y una hoguera localizada a una corta distancia del pueblo. Juntos, él y Francisco, habían mirado a los ilusionistas, acróbatas, y a los que caminaban sobre zancos. Después siempre iban a la feria del caballo, ver docenas de brillantes pura sangres y enormes caballos de tiro. Aún recordaba el rostro de Francisco a la luz de la hoguera, sus ojos brillando con el reflejo de la llama, sus labios pegajosos por el pan de jengibre helado que había comprado de uno de los puestos mercantes.
El objeto de sus pensamientos entró en el invernadero, y los tres hombres comenzaron ponerse de pie. Francisco sonrió y rápidamente los mandó que permanecieran sentados.
Aunque Rafael y Enzo obedientemente se recostaron en sus sillas, Esteban permaneció en pie de todos modos, tomando la bandeja de limonada helada de Francisco mientras el lacayo desdoblaba la mesa portátil. Francisco sonrió a Esteban, sus mejillas rojas por el calor, sus ojos verdes brillantes. Esteban deseaba probar su piel rociada de rosa, lamer la sal de su transpiración, y quitar el vestido fino amarillo pastel de muselina que se adhería a su cuerpo.
Después de poner la bandeja sobre la mesa, Esteban se enderezó y pilló a Francisco mirando fijamente la superficie de áspero pelo de sus antebrazos, donde sus mangas habían rodado cómodamente sobre su piel bronceada. Sus miradas se trabaron, y de pronto le fue difícil recordar que no estaban solos. Él ya no podría ocultar la fascinación en sus ojos más de lo que Francisco podía ocultar su propia atracción impotente. Dando vuelta a la bandeja, Francisco alcanzó la jarra de cristal tallado y vertió algo de limonada, el breve repicar de cubitos de hielo traicionaron un momentáneo desliz de calma. El le dio la copa, negándose a mirarle el rostro nuevamente.
—Siéntense, amables señores —dijo Fran con ligereza —y sigan su conversación, no tenía intención de interrumpirles —Enzo recibió su vaso de limonada con una sonrisa de agradecimiento.
—Esta clase de interrupción es siempre bienvenida, joven —Romero hizo señas a Francisco para que se les uniera, y el se sentó con gracia en el brazo de su silla mientras le daba un vaso. La cálida amistad que compartían los hermanos era obvia. "Interesante" pensó Esteban, recordando que en el pasado, su relación había sido bastante distante. Francisco se había sentido intimidado por su hermano mayor refinado, y Rafael había estado aislado de la familia durante sus años en la escuela. Ahora, sin embargo, parecía que Rafael y su hermano habían formado un vínculo estrecho.
—Estábamos analizando el asunto de por qué las firmas inglesas no venden sus productos en el extranjero con tanta eficacia como los españoles y los uruguayos —dijo Romero a su hermano.
—¿Por que a los Ingleses no les gusta aprender lenguas extranjeras? —sugirió alegremente.
—Eso es un mito.
—¿Lo es? —respondió —Entonces dime cuantos idiomas sabes aparte de latín, que no cuenta —Romero dio un vistazo provocativo a su hermano Fran.
—El latín no cuenta.
—¿Por qué no cuenta el latín?
—Porque es una lengua muerta.
—Aún es un idioma —Antes de que los hermanos se desviasen en una discusión, Esteban les llevó de vuelta al rumbo.
—El problema no es la lengua —dijo él, ganando la atención de ambos —La dificultad es que los fabricantes aquí odian agruparse para producir sus productos, el fabricante medio británico es demasiado pequeño, y sus productos son demasiado variados. Muy pocos pueden permitirse emprender el esfuerzo de vender fuerte en los mercados mundiales.
—¿Pero no debía una empresa satisfacer a sus clientes ofreciendo una variedad de productos? —preguntó Francisco, su frente fruncida de una forma que hizo que Esteban deseara besarlo hasta alisarlo.
—Dentro de ciertos límites.
—Por ejemplo —entró Rafael por la fuerza —las fundiciones de las locomotoras británicas están tan especializadas que ni dos locomotoras que saliesen de cualquier fábrica se parecerían.
—Es así con otras firmas británicas —siguió Esteban —Una fábrica de bizcochos hará cien variedades de bizcochos, cuando sería mucho mejor ofrecer sólo doce. O una imprenta de empapelado producirá cinco mil diseños, aun cuando fuera más provechoso ofrecer una quinta parte de esa cantidad. Es demasiado caro ofrecer tantos productos diferentes, sobre todo cuando uno está tratando de comercializarlos en el extranjero.
—Pero me gusta tener un surtido grande de cosas para escoger —protestó Francisco —No quiero que mis paredes se parezcan a las de los demás.
Fran parecía tan adorablemente perturbado por la idea de tener menos opciones de empapelado que Esteban no pudo evitar sonreír abiertamente. Notando su diversión, Francisco levantó sus cejas en una inclinación coqueta.
—¿De qué se ríe?
—Cuando habló en este momento, parecía muy inglés —le dijo él.
Sonriendo, Francisco sacudió la cabeza. —Y usted muy español.
—Si, ahí conocí otra parte de mi, que aquí no podia desarrollar.
Esteban se había convertido en español en el mismo momento en que su pie había tocado Huelva hacía todos esos años. Mientras él siempre admitiría a una cierta nostalgia por su lugar de nacimiento, se había reinventado de nuevo y forjado en un país donde su sangre común no era un obstáculo. En Europa él había aprendido a dejar de pensar en sí mismo como en un criado. Nunca jamás se inclinaría y arañaría ante nadie. Después de años de trabajo matador, sacrificio, preocupación, y absoluta testarudez, ahora él estaba sentado en la biblioteca del señor Romero en lugar de trabajar en los establos por cinco pesos al mes.
Esteban se dio cuenta rápidamente de la forma en que Rafael miraba de él a Francisco, sus agudos ojos claros no se perdían nada. El conde no era ningún idiota y era obvio que él no aguantaría que se aprovecharan de Francisco.
—Supongo que tiene razón —dijo Fran —Si un hombre mira, habla, y piensa como un español, probablemente es que lo es —El se inclinó hacia Esteban ligeramente con los ojos verdes brillando —Sin embargo, Esteban, hay una pequeña parte de usted que siempre pertenecerá a esta hacienda, no permitiré que nos niegue completamente.
—No me atrevería —dijo con suavidad. Sostuvieron las miradas, y en ese momento ninguno de los pudo lograr apartar la mirada, incluso cuando un incómodo silencio se acumuló en el invernadero. Rafael rompió el hechizo, aclarándose la garganta y poniéndose de pie tan bruscamente que el peso de Francisco en el brazo de la silla casi hizo que se volcara de lado. Fran se puso de pie también, lanzando a su hermano un pequeño ceño. Cuando Romero habló, sonaba tan parecido al viejo conde que a Esteban se le erizó el cabello de la nuca.
—Fran, quiero hablar de algunas preparativos que has hecho para los próximos días, para asegurar que nuestros programas no están en desacuerdo. Acompáñame a la biblioteca, si eres tan amable
—Por supuesto. —Dijo y sonrió a Esteban y a Enzo, que se pusieron de pie — Discúlpenme caballeros. Les deseo una agradable tarde —Después de que el conde y su hermano se hubieran marchado, Esteban y Enzo volvieron a sentarse y estiraron las piernas.
—De modo que- —comentó Enzo en un tono despreocupado —parece que tus planes están bien encaminados.
—¿Qué planes? —preguntó Esteban, inspeccionando malhumoradamente los restos acuosos de su limonada.
—Para seducir a Francisco, desde luego. —Perezosamente Enzo fue a echarse más limonada. Esteban respondió con un gruñido evasivo. Se sentaron en silencio sociable durante unos momentos, hasta que Esteban preguntó.
—Enzo, ¿te ha pedido alguna vez una mujer que le escribieras un poema?
—Santo Dios, no —contestó riendo disimuladamente —Los Vogrincic no escriben poesía. Ellos pagan a otros para que escriban para ellos y luego nos llevamos el mérito. —Él arqueó las cejas —¿No me digas que Francisco te pidió tal cosa?
—Sí —Enzo puso los ojos en blanco.
—Uno no puede evitar maravillarse de las variadas formas que han inventado para hacernos parecer a los hombres malditos idiotas. En realidad no lo estás considerando, ¿verdad?
—No.
—Kuku, ¿cómo de lejos planeas llevar esta idea de venganza tuya? Me agrada bastante Francisco, y estoy descubriendo una extraña renuencia a verlo herido —Esteban le lanzó una fría mirada de advertencia.
—Si intentas interferir...
—Tranquilo —dijo a la defensiva —No tengo intención de echar a perder tus planes. Tengo la esperanza que tú los echarás a perder bastante bien por ti mismo —Esteban levantó una ceja sardónicamente.
—¿Qué significa? —Enzo sacó su petaca y vertió una generosa cantidad de alcohol en su propia limonada.
—Significa que nunca te he visto tan cautivado por alguien o algo como lo estás por Francisco —tomó un buen trago de la potente mezcla —Y ahora que he tomado algo de fortificante líquido, me arriesgaré a decir que en mi opinión, aún lo amas. Y en el fondo, preferirías morir por pulgadas lentas que causarle un instante de dolor.
—Eres un borracho, Enzo —refunfuñó y se puso de pie.
—¿Alguna vez ha habido duda de eso? —preguntó, bebiendo el resto de su bebida con un trago experto mientras observaba como se marchaba la figura de Esteban.
Chapter Text
Mientras se acercaba la noche y la temperatura refrescaba, los invitados de la hacienda comenzaron a congregarse en el vestíbulo. Pequeños grupos vagaban hacia la entrada de grava, sonde una hilera de carruajes esperaban para llevarlos al pueblo. Entre los que deseaban divertirse en la feria estaban la hermana de Enzo, la Sra. Alfonsina Carrocio, y su marido. Durante los pocos días pasados Francisco había encontrado bastante fácil alternar con los Carrocio, pero no pudo suscitar verdadera simpatía por ellos. Alfonsina tenía el pelo dorado y era alta como su hermano Enzo, pero no poseía su humor natural ni su don para reírse de sí mismo. Más bien parecía tomarse a si misma con demasiada seriedad, una cualidad que compartía con su marido.
Justo cuando el primer carruaje se marchó, Francisco por casualidad echó un vistazo a Enzo Vogrincic, y vio que su atención estaba atrapada por alguien que venía de la casa. Una débil sonrisa curvó sus labios, y su expresión se ablandó. Siguiendo su mirada, Francisco vio con una sacudida de alegre sorpresa que Juani finalmente se había aventurado a salir de su aislamiento auto impuesto. Era la primera vez que Juani había continuado una excursión pública desde la muerte de Blas. Ataviado con un vestido de un rosa vivo bordeado de cordoncillo rosa pálido, Juani parecía muy joven, y demasiado nervioso.
Francisco fue hacia su hermano con una sonrisa de bienvenida.
—Querido —dijo, deslizando un brazo alrededor de la cintura de su hermano —que agradable que hayas decidido unirte a nosotros. Ahora la tarde será perfecta —Alfonsina se dio la vuelta para susurrar a su marido, haciendo con delicadeza bocina con la mano a un lado de su boca para ocultar el chisme que estaba relatando. La mirada fija de los Carrocio parpadeó hasta Juani y luego se alejó rápidamente, como si no quisiera ser pillada mirándolo.
Decidido a proteger a su hermano de cualquier desaire, Francisco instó a su hermano a adelantarse.
—Debes conocer a algunos de nuestros invitados. Sr. y Sra. Carrocio, me gustaría presentarles a mi hermano menor, Juan Romero —Francisco se adhirió con exactitud a la orden de preferencia, deseando que hubiera alguna forma en que pudiera acentuar que ellos estaban, socialmente hablando, en un grado inferior que Juani y por lo tanto no tenían ningún derecho a desairarlo. Después de que los Carrocio hubieran reconocido a Juani con una sonrisa superficial, Francisco presentó a los Strauch y al Sr. Parrado, cuya esposa ya se había marchado en el primer carruaje.
De pronto Esteban apareció delante de ellos.
—Dudo que me recuerde, joven, después de todos los años que han pasado —Juani le sonrió, aunque de pronto parecía pálido y culpable.
—Desde luego que le recuerdo, Kuku. Su vuelta a la hacienda es muy bienvenida, y con mucho retraso.
Ellos fueron hacia Enzo, que hizo un pobre trabajo por ocultar su fascinación con Juani.
—Un placer conocerlo, joven —murmuró Enzo, tomando su mano e inclinándose sobre el, más que simplemente hacer un gesto de asentimiento como habían hecho los demás. Cuando levantó la cabeza, sonrió a Juani, cuyas mejillas se habían vuelto varios tonos más oscuros que su vestido. La atracción entre la pareja era casi tangible —Irá al pueblo en nuestro carruaje, espero —dijo Enzo, liberando su mano con obvia renuencia. Antes de que Juani pudiera contestar, Alfonsina, la hermana de Enzo intervino.
—Me temo que no será posible —le dijo a Enzo —Simplemente no habrá bastante espacio en el carruaje para nadie más. Ya estás tú, mi marido y yo, y el Sr. Parrado, y no digamos Esteban.
—Esteban no viene con nosotros — interrumpió. Él miró a Esteban significativamente —¿Estoy en lo cierto?
—Desde luego —confirmó siguiendo su ejemplo —Francisco ya ha dispuesto que vaya en otro carruaje.
—¿De quién? —preguntó Alfonsina con impaciencia. Era obvio que no estaba contenta por la substitución. Francisco sonrió intensamente.
—El mío propio, en realidad —mintió Fran —Esteban y yo no hemos terminado una conversación de antes sobre, eh...
—Poesía —facilitó Esteban con gravedad.
—Sí, poesía —Manteniendo la sonrisa, Francisco se resistió a la tentación de pisar con fuerza su pie.
—Y yo había esperado seguir nuestra discusión de camino al pueblo —Los ojos de Alfonsina se estrecharon en rajas de sospecha.
—¿De veras? Dudo que Esteban haya leído alguna vez un poema en su vida.
—Yo le he oído recitar uno antes a Esteban —dijo con una sonrisa traviesa —Creo que empezaba con la frase 'Había una vez una mujer de Bombay' Pero como lo recuerdo, el resto le sería inadecuado para la compañía presente —El Sr. Carrocio se puso rojo y comenzó a disimular la traición de su familiaridad con el resto del así llamado poema.
Esteban sonrió abiertamente.
—Obviamente recae en Francisco mejorar mis gustos literarios.
—Dudo que se pueda lograr durante un paseo en carruaje —contestó Francisco con recato.
—Eso depende de cuánto tiempo dure el paseo. —volvió a replicar Esteban. El comentario difícilmente podría interpretarse como insinuante, pero algo en su tono y en la forma en que lo miró hizo que Francisco se ruborizara.
—Sugiero que no te detengas entonces. —dijo, rompiendo la tensión repentina entre ellos, y una sonrisita retumbó por el grupo. Galantemente presentó su brazo a Juani —Joven, si me permite.
Mientras Enzo conducía a su Juani hasta el carruaje, Francisco miraba tras ellos asombrado. Era un poco extraño, en realidad, ver a Juani con otro hombre. Y sin embargo Enzo parecía estar bien para el. Quizás Juani necesitaba un hombre con su relajada confianza y mundanería. Y parecía ser un caballero, a pesar de su cinismo.
Sin embargo, pareció no haber ninguna posibilidad real de matrimonio entre Enzo y Juani. Su forma de beber era un problema que preocupaba a Francisco enormemente, y no digamos la mala reputación, y el hecho que él viniera de un mundo completamente diferente del de Juan. Suspirando con el ceño fruncido pensativamente, Francisco alzó la vista a Esteban.
—Él es un hombre bueno —dijo Esteban leyendo sus pensamientos con una facilidad que lo asombró.
—Lo creo —dijo silenciosamente —pero si Juani fuera tu hermano, Esteban ¿querrías que estuviera relacionado con él? —La pregunta fue hecha sin prejuicio, sólo preocupación. Esteban vaciló durante un largo momento, luego sacudió la cabeza —Eso me temía —murmuró Francisco. El tomó su brazo —Bien, ya que te has aprovechado de mi carruaje, también podemos marcharnos.
—¿Viene tu hermano con nosotros? —preguntó, escoltándolo por del paseo.
—No, Rafa no tiene ningún interés en la feria. Él se queda en la casa esta tarde.
—Bien —con tan obvia satisfacción que Francisco rió. Estaba claro que Esteban habría preferido ir con el a solas en el carruaje, pero se les unieron los Parrado, que volvieron la conversación al tema de los quesos locales. Mientras Francisco contestaba sus preguntas detalladamente, encontró difícil ocultar una sonrisa al ver el descontento de Esteban.
En el tiempo que el grupo al completo había llegado al corazón de la ciudad, el pueblo ardía con lámparas y antorchas. La música flotaba sobre el prado del pueblo, que estaba atestado de bailarines entusiastas. Había puestos que ofrecían joyería, cuchillería, juguetes, zapatos, abanicos, cristalería, muebles, y platos de comida especiales. Las explosiones de carcajadas emitidas por el gentío rodeaban las casetas teatrales, donde los actores y los cómicos entretenían mientras se dispersaban monedas a sus pies.
Permitiendo que Esteban lo acompañara por las hileras, Francisco lo miró con curiosidad.
—Esto debe traerte muchos recuerdos —Esteban asintió, su mirada se volvió distante.
—Parece como si hiciera toda una vida.
—Sí —coincidió con un poco de melancolía. Que diferente habían sido ambos. Pasear por el pueblo con Esteban a su lado era un eco encantador del pasado, como escuchar una hermosa melodía que no había oído desde la niñez. Mirándole fijamente a los ojos, vio que él también se hacía enredado en el sentimiento. Esteban se estaba relajando, riendo con más facilidad, perdiendo el aire severo que rodeaba sus ojos y su boca.
Rodeando la cintura de Francisco con un brazo para protegerlo de los empujones, Esteban siguió abriéndose paso con los hombros a través de la multitud. En el entusiasmo de la feria, nadie se fijó en el gesto, pero Francisco se quedó anonadado por su naturalidad, y por la respuesta que provocó en el. Parecía completamente apropiado estar sujeto cerca contra su costado, dejarle que lo llevara donde quisiera, rendirse a la seductora presión de su mano en su espalda.
Como salieron de entre los visitantes apelotonados, la mano de Esteban encontró la suya, y él la devolvió con un tirón al pliegue de su brazo. Los dedos de Francisco se amoldaron a la dura elevación de músculo, mientras el costado de su pecho le acariciaba contra su codo.
—¿Dónde vamos? —preguntó, vagamente perturbado por la lánguida, casi ensoñadora calidad de su propia voz.
Esteban no contestó, sólo lo condujo frente a más puestos hasta que alcanzaran el que él quería. La fragancia acre de pan de jengibre se elevó en un corriente caliente a las ventanas de su nariz, y Francisco rió de placer —¡Te acordaste! —Cuando era una niño, lo primero que siempre hacía en la feria era atiborrarse del pan de jengibre helado y aunque Esteban nunca hubiera compartido su afición por el convite, siempre iba con el.
—Por supuesto —dijo extrayendo una moneda de su bolsillo y comprando una gruesa rebanada para el —Hasta este día, nunca he visto a nadie devorar un pan entero de la manera que tu solías hacerlo.
—De eso nada —protestó con el ceño fruncido, hundiendo sus dientes en el enorme y pegajoso pan.
—Estaba asombrado —siguió Esteban. Él lo alejó del puesto —de verte comer algo del tamaño de tu cabeza en menos de un cuarto de hora.
—Yo nunca sería tan gloton —le informó, tomando otro enorme bocado a propósito. Esteban sonrió abiertamente.
—Entonces debo estar pensando en otro —Mientras curioseaban tranquilamente entre los puestos, Esteban compró algo de vino para Francisco con el que bajar su pan de jengibre, y el bebió ávidamente —Despacio —lo amonestó Esteban acariciándolo con la mirada —te emborracharás.
—¿A quién le importa? —preguntó alegremente, bebiendo otra vez —¿Si tropiezo, estarás aquí para recogerme, ¿verdad?
—Con los dos brazos —murmuró él. Viniendo de otro, el comentario habría tenido un toque de galantería. De Esteban, sin embargo, contenía un filo deliciosamente amenazador. Se dirigieron hacia el prado del pueblo, pero antes de alcanzarlo, Francisco vio un rostro familiar. Era Agustín, su pelo rubio brillando a la luz de las antorchas. Él estaba acompañado por amigos, tanto hombres como mujeres, y se separó del grupo con un breve comentario, obteniendo unas risas de complicidad cuando vieron que se dirigía hacia Francisco.
Fran fue hacia él con impaciencia, mientras Esteban seguía como un sombrío espectro. Alcanzando a Agustín, Francisco tomó sus manos y le sonrió.
—Contemplo a un guapo forastero —bromeó Fran —No, espera ¿no fue alguna vez un visitante asiduo de Buenos Aires? Hace tanto que te vi que me falla la memoria —Agustín hizo un mohín divertido cuando contestó.
—Mi ausencia ha sido deliberada, cariño, y sabes por qué —Fran sintió una sensación de cariño, comprendiendo que él había estado lejos para permitirle tratar con Esteban de cualquier modo que el desease.
—Pese a todo, eso no me impide echarte de menos —Los dedos lisos y fuertes de Agustín apretaron con fuerza los suyos antes de soltar su mano.
—Vendré a visitarte pronto —prometió él —Ahora, preséntame a tu acompañante —Obedientemente Francisco hizo la presentación entre su amigo más querido y su amor del pasado, el antiguo, quien nunca le causaría tristeza, y el último, que casi seguramente lo haría otra vez. Era extraño ver el apretón de manos de Agustín y Esteban. El nunca se había imaginado que los dos se conocerían, y no podía evitar fijarse en los contrastes entre ellos, el ángel y el diablo —Sr. Esteban —dijo Agustín con naturalidad —su vuelta a Buenos Aires le ha proporcionado a Francisco tal placer que no puedo menos que compartirlo, ya que agradezco todo lo que lo complazca.
—Gracias —le sujetó con una fría mirada hostil —Tengo entendido que ustedes han sido amigos desde hace algún tiempo.
—Casi cinco años. —contestó. Siguió un silencio forzado, hasta que fue roto por un grito a varias yardas de distancia.
—¿Kuku? —Echando un vistazo en la dirección de la voz, Francisco comprendió que algunos viejos amigos de Esteban lo habían visto. Simón Hempe, el una vez muchacho de piernas larguiruchas, que ahora era un hombre fornido casado a mediados de los veintisiete años. Rocco Posca, el hijo del panadero, que ahora llevaba los negocios de su padre y la esposa de Rocco, Manuela, la pechugona hija del carnicero con la que Esteban había flirteado muy a menudo en su juventud. Riendo, Francisco le dio un codazo con cuidado a Esteban.
—Adelante —Esteban no necesitó más impulso. Mientras él cruzaba a zancadas hasta el grupo con una sonrisa, todos soltaron jubilosas carcajadas y se dieron la mano con entusiasmo. Manuela, una madre de cinco niños, tenía una mirada de asombro en su rostro redonda cuando Esteban se inclinó para besarla en la mejilla.
—Percibo que aún no has tenido intimidad con él —dijo Agustín a Francisco. El contestó suavemente mientras seguía mirando a Esteban.
—No soy lo bastante valiente para asumir semejante riesgo.
—Como amigo tuyo, probablemente debería aconsejarte que no hagas nada que puedas lamentar más tarde. —sonrió mientras añadía —claro que, uno tiende a perderse gran cantidad de diversión en el camino.
—Agus —regañó —¿me estás alentado a portarme mal?
—Sólo si prometes contármelo todo después —Francisco sacudió su cabeza con una carcajada. Oyendo el sonido, Esteban se giró y lo miró, un ceño se movió entre sus cejas oscuras.
—¿Lo ves? Acabo de hacértelo más fácil —murmuró —Las llamas de los celos han sido abanicadas. Ahora él no descansará hasta que reclame su territorio. Dios mío, te gustan primitivos, ¿verdad? —Bastante seguro, Esteban volvió a el en menos de un minuto, sus dedos agarrando el codo en una clara demostración de propiedad.
—Estábamos yendo al prado del pueblo —le recordó Esteban secamente.
—Eso hacíamos —murmuró Fran —Pardella, ¿se une a nosotros?
—Con pesar, no. —levantó la mano libre de Francisco para besar los puntos de sus nudillos —Debo volver a reunir a mis compañeros. Buenas noches a ambos.
—Adiós —dijo Esteban, sin hacer ningún esfuerzo por ocultar su animosidad cuando el guapo vizconde se despidió.
—Sé civilizado con él, por favor. El señor Pardella es bastante querido para mí, y yo no heriría sus sentimientos por nada del mundo.
—Estaba siendo civilizado —refunfuñó. Fran rió, agradando sus obvios celos.
—Apenas le dijiste una palabra, excepto para despedirse. Y el modo en que fruncías el ceño me recordó a un verraco atrapado, listo para cargar.
—¿Qué tipo de hombre es —interrumpiendo —que no hace ninguna objeción cuándo te ve siendo escoltado por el pueblo por alguien como yo?
—Uno confiado. El señor Pardella y yo tenemos un cierto entendimiento nos permitimos el uno al otro tanta libertad como sea necesaria. Es un arreglo muy progresista.
—Progresista —repitió con desprecio mal disimulado —Pardella es un idiota. Y si yo estuviera en su lugar, ni siquiera estarías aquí.
—¿Dónde estaría entonces? —preguntó coquetamente —En casa, supongo, ¿reparando los puños de tu camisa?
—No, en mi cama. Debajo de mí —Su diversión se disolvió inmediatamente. La reacción a las palabras suavemente expresadas atravesó despacio su cuerpo, haciéndolo sentir ligero y estremecido. Fran se mantuvo en silencio, su rostro se volvió rosa mientras caminaba con él, al prado del pueblo. Mucha gente les miró especulativamente cuando pasaron. Después que Esteban había pasado tantos años lejos, su vuelta era la razón suficiente para el interés de los aldeanos, pero el hecho de que estaba en compañía de Francisco hacía que las lenguas se menearan aún con más impaciencia.
La música estaba acompañada por manos dando palmas y pies dando pisotones mientras los hombres y las mujeres saltaban y giraban en una animada melodía popular. Disfrutando de la contagiosa melodía, Francisco dejó que Esteban lo acercara más a los músicos.
En cuanto la canción terminó, Esteban hizo un gesto a su guía, un violinista, que se acercó a él inmediatamente. Esteban le habló al oído del hombre y cruzó su palma con unas monedas, mientras Francisco lo observaba con sospecha repentina. Sonriendo ampliamente, el violinista se apresuró a volver con sus compañeros, mantuvo una rápida charla, y el grupo de ocho músicos caminó en masa hasta Francisco. Miró a Esteban con creciente sospecha.
—¿Qué has hecho? —Llevándolo al centro de la multitud, los músicos lo colocaron en el frente donde era visible para todos. Su guía hizo un gesto con su arco a Esteban.
—Mis alegres amigos —gritó él —este caballero ha solicitado que una canción honre los encantos del joven que está antes nosotros. Pido que me ayuden amablemente a cantar "la Rosa de Tralee" al chico Romero.
La audiencia aplaudió calurosamente, ya que la melodía era una muy popular que acababa de ser publicada ese año. Poniéndose escarlata, Francisco lanzó un vistazo a Esteban que abiertamente amenazaba con hacer lo que le diera la gana, haciendo que la mayor parte de la reunión riera. Esteban devolvió su mirada con una sonrisa inocente, levantando sus cejas de manera burlona para recordarle que el había sido quién solicitó una serenata.
Los músicos miraron a Francisco con expresiones exageradamente emotivas, y el sacudió la cabeza con una sonrisa cuando comenzaron a tocar, acompañado por al menos doscientas voces. Incluso algunos tenderos y comerciantes de viaje se reunieron cerca para participar, sustituyendo su nombre por el de la héroe de la canción.
Al concluir de la canción, Francisco hizo una reverencia profunda en reconocimiento. El dio su mano al guía violinista, y después del doblarse para besarlo, él fingió caerse hacia atrás desmayado, obteniendo una ronda de aplausos y risas amistosas de la reunión.
Volviendo a Esteban, Francisco le miró con fingido fulgor.
—Vas a pagar por esto —advirtió. Esteban sonrió abiertamente.
—Tu querías una serenata —Una carcajada se reunió en su pecho.
—¡De vos! —exclamó, tomando su brazo otra vez —¡No de toda la población de Buenos Aires!
—Confía en mí, eso era mejor que oírme cantar a mí solo.
—Por lo que recuerdo, tenías una voz muy agradable.
—Estoy desentrenado —Ellos se miraron fijamente el uno al otro, sonriendo, mientras el placer atravesaba como un murmullo las venas de Francisco.
—También pedí un poema —El coqueto brillo de sus ojos pareció afectar a Esteban, haciendo que su voz se volviese más profunda cuando contestó.
—Y yo te dije que necesitaba más inspiración.
—Me temo que tendrás que ser más exacto. ¿A qué inspiración te refieres? —Su amplia boca se curvó en las comisuras.
—Usa tu imaginación.
Chapter Text
Era bastante pasada la medianoche, y las antorchas se estaban apagando. Los músicos tocaban cerca de la hoguera, mientras que los bailarines sudaban copiosamente mientras entraban y salían del charco de luz parpadeante.
Mirando fijamente el brillo de la hoguera, Francisco se apoyó contra Esteban. Él lo sostuvo automáticamente, una mano posada en la pequeña curva de su cintura, otra ahuecada con cuidado alrededor de su codo. Los ojos de Francisco se entrecerraron cuando el calor de la luz de la lumbre describió su rostro.
—Eres más alto —murmuró distraídamente, pensando como él solía estar de pie con su barbilla descansando en lo alto de su cabeza. Ahora no podía hacer lo mismo sin encorvarse. Esteban dobló su cabeza, su voz cálida y suave en su oído.
—No, que va.
—Sí que lo eres. —El vino había aflojado su lengua —No encajamos del modo en que solíamos —Su pecho, tan sólido detrás de el, se movió en un jadeo de diversión.
—La altura puede ser mejor que antes. Intentémos usarla y veamos —Francisco sonrió y casi se permitió derretirse contra él, como deseaba, necesitaba, apoyar su cabeza en su hombro y sentir su boca acariciar el frágil arco de su cuello. En cambio estuvo de pie en calma absoluta, mirando a ciegas la hoguera.
—En la casa no —Fran se oyó susurrar. Esteban no se movió, pero el sintió la conmocionada respuesta que le atravesó. Pasó todo un minuto antes de que Esteban murmurara.
—¿Entonces dónde?
—Paseemos por los bosques —dijo de manera temeraria —por el camino que va al lado del pozo de los deseos.
Esteban conocía el camino al que el se refería, una ruta oscura y poco frecuentada que habían atravesado mil veces en su juventud. No podría haber duda en su mente en cuanto a porqué lo sugirió.
Una pequeña sonrisa pesarosa se elevó a los labios de Francisco cuando pensó que unirse en el bosque era apenas algo romántico. Furtivo, poco elegante, precipitado, y casi seguramente incómodo. Pero Fran nunca tendría el lujo de velas y blancas sábanas de lino y hacer el amor despacio. Si iba a evitar que Esteban viera sus cicatrices, necesitaba oscuridad y conveniencia, para que no tuviera la oportunidad de fijarse en sus piernas. El hecho que en realidad estuviera pensando semejante cosa, un acto tan completamente desprovisto de gracia y ternura, era asombroso. Pero esto era todo lo que podría tener de Esteban. ¿Y a quien le haría daño esto? Sin duda Esteban quería la oportunidad de tomar lo que se le había negado en el pasado. Por su parte,
el quería algo que recordar, durante todos los largos años que aún tenía que vivir sin Esteban. Se deseaban por lo que eran motivos probablemente egoístas y en el actual humor de Francisco, sencillamente era correcto.
—El pozo de los deseos... —murmuró —¿Aún lo visitas? —Fran recordó como, de niño, a menudo iba a echar un alfiler en el pozo y deseaba algo que no podía tener.
—No —y se dio la vuelta para afrontarlo con una débil sonrisa —Ese pozo se quedó sin magia hace mucho tiempo. Nunca hizo ninguno de mis deseos realidad —Su rostro estaba en sobras mientras estaba de espaldas a la luz de la lumbre.
—Tal vez no deseaste las cosas adecuadas.
—Siempre —admitió, su sonrisa sostenía una agridulce curva.
Esteban lo miró atentamente, luego lo alejó de la hoguera, hacia el bosque que rodeaba la hacienda. Pronto fueron tragados por la noche, su camino iluminado por la luna cruzada por una nube. Al cabo de un rato los ojos de Francisco se adaptaron a la oscuridad que se espesaba, pero sus pasos eras menos seguros que los de Esteban mientras paseaban por los bosquecillos de avellanos y olmos. Él le cogió de la mano. Recordando como lo había acariciado una vez, los tiernos lugares en los que se había aventurado aquellos dedos hacía tanto, Francisco sintió que su respiración se volvía agitada. Se liberó de él de un tirón con una risa grave y nerviosa.
—¿Ando demasiado rápido para ti? —preguntó Esteban.
—Solamente un poco —Fran había caminado demasiado esa tarde.
—Entonces nos detendremos durante un momento —Él lo atrajo al lado del camino, donde se extendía un enorme roble, y se apoyaron en una hendidura de sus raíces. El bosque parecía suspirar mientras los envolvía en una susurrante humedad musgosa. Cuando Francisco se apoyó contra el tronco del árbol, Esteban surgió sobre el, su aliento revolvió los mechones de pelo que caían sobre su frente.
—Esteban —dijo, tratando de parecer despreocupado —Quiero preguntarte algo —Las yemas de sus dedos rozaron el lado de su cuello, acariciando los nervios sensibles.
—¿Sí?
—Háblame sobre las mujeres que has conocido. Las que... —hizo una pausa mientras pensaba la palabra apropiada. Esteban retrocedió unas pulgadas.
—¿Qué quieres saber?
—Si amaste a alguna de ellas —En el silencio de Esteban, Francisco alzó la vista para encontrarlo mirándolo fijamente con una intensidad que envió escalofríos calientes y fríos por su cuerpo.
—No creo en el amor. Es una píldora azucarada, la primera vez que la pruebas es bastante tolerable, pero rápidamente llegas a las capas amargas de debajo —Fran había sido el único, entonces. Francisco sabía que debería lamentar el hecho de que después de el, sus relaciones con mujeres hubieran sido puramente físicas. Pero como siempre, era egoísta en lo que se refería a Esteban. No podía evitar alegrarse de que sus palabras de hace tanto se hubieran demostrado verdaderas. "Tendrás mi corazón siempre, me has arruinado de por vida."
—¿Qué pasa con Agustín? ¿Lo amas?
—Sí —susurró. El amaba a Agustín cariñosamente, sólo que no de la manera que Esteban quería decir.
—Y sin embargo estás aquí conmigo —murmuró.
—El... —se detuvo y se aclaró la garganta -
—Lo que quiera que yo decida hacer no le importa. Esto no tiene nada que ver él. Vos y yo...
—No, no lo tiene —dijo Esteban con repentina cólera —Dios mío, él debería tratar de arrancarme la garganta, en lugar de dejarte ir a cualquier parte solo conmigo. Él debería estar dispuesto a hacer cualquier cosa excepto matar, maldición, yo ni siquiera me detendría ante eso, para mantener a otros hombres lejos de ti —La repugnancia espesó su voz —Te mientes a ti mismo, si crees que alguna vez estarás satisfecho con la clase de matrimonio sin sentimientos que tenían tus padres. Necesitas un hombre que iguale tu voluntad, que te posea, que ocupe cada parte de tu cuerpo y cada rincón de tu alma. A los ojos del mundo, Agustín es tu igual, pero tú y yo lo sabemos mejor. Él es tan diferente de ti como el hielo del fuego —Él se inclinó sobre Fran, su cuerpo formó una fuerte jaula viviente a su alrededor —Yo soy tu igual —dijo seriamente —aunque mi sangre sea roja en vez de azul, aunque yo fui condenado por mi mismo nacimiento a no tenerte jamás, por dentro, somos iguales. Y rompería cada ley de dios y del hombre sí…
Esteban se detuvo de repente, mordiendo las palabras cuando se dio cuenta que estaba revelando demasiado, permitiendo que sus desbocadas emociones trajeran lo mejor de él. Francisco deseaba decirle qul siempre había pensado en él como un igual. En cambio alargó la mano a los botones del chaleco de Esteban y comenzó a desabrocharlos.
Incluso a través de las capas de tela, podía sentir la dureza de su abdomen, las rígidas capas de músculo. Esteban estaba inmóvil, los nudillos de sus puños apretados clavados en la corteza del roble. Francisco se movió con cuidado en la fila de botones, luego comenzó con su camisa. Esteban no trató de ayudarle, sólo permanecía inmóvil bajo sus cuidados. Temblando de excitación, finalmente le desabotonó la camisa y se la sacó del pantalón. La ropa estaba arrugada y caliente donde había estado metida en su cintura. Deslizando las manos dentro de la ropa abierta de Esteban, Francisco inhaló rápidamente. Su piel estaba muy caliente, olía a sal y era tentadora. Sus palmas se movieron despacio por su pecho. Estaba fascinado.
Esteban respiraba con rapidez y empujó sus manos detrás de Fran, tirando de los cierres detrás de su vestido. Su boca llegó a su garganta, acariciando con la nariz y besando, mientras tiraba con fuerza de la parte trasera de su vestido. El cual cayó alrededor de su cintura, revelando un corsé que alzaba su pecho bajo una delgada camisa de algodón. De pronto el sentido de irrealidad volvió a Francisco intrépido. Deslizando los tirantes de su camiseta por sus hombros, liberó a tirones sus brazos y se bajó la ropa por encima de su corsé. Su pezones se derramaron, las sombreadas puntas se contrajeron al aire libre.
Los dedos de Esteban se deslizaron en ellos, e inclinó la cabeza sobre su pecho. Fran saltó un poco cuando el calor húmedo de su boca se cerró sobre uno de sus pezones. Su lengua trazó el borde de la tensa aureola, luego acarició la punta, cosquilleando la carne sensible. Fran se retorció y jadeó, mientras el deseo palpitaba por todo su cuerpo. Liberando el pezón, Esteban retrocedió para acariciar su excitada carne con la ráfaga húmeda de su aliento. Su lengua lo exploró, lamiéndolo con la suavidad de una pluma haciendo que se retorciera y gimiera.
Esteban tomó la cima palpitante entre sus dientes, mordisqueando con una presión delicada que provocó dardos de sensación que bajaron hasta los sus dedos de sus pies. Francisco estaba tan fascinado por el placer de su boca que no notó que Esteban le bajaba el vestido hasta que cayó al suelo en un montón, dejándolo en su ropa interior. Consternado, se dobló automáticamente para recuperar su vestido, pero Esteban le empujó la espalda contra el árbol y agarró su boca en un beso devastador. Sus dedos fueron a las cintas de sus calzones, soltándolos hasta que cayeron a sus rodillas.
Con torpeza Fran alargó las manos a la parte alta de sus medias, comprobando para asegurarse que sus ligas no habían resbalado. Su corazón dio un espeluznante vuelco cuando sintió que una de sus manos cubrían las suyas.
—Yo lo haré —murmuró, pensando sin duda que Fran quería desatar la liga.
—No —A toda prisa agarró su mano y tiró de ella hasta su pecho. Para su alivio, Esteban al instante se distrajo por la maniobra, acariciando con su pulgar el capullo de su pezón otra vez. Francisco levantó el rostro para que lo besara, separando los labios con impaciencia bajo los suyos. Sentía la forma de su excitación contra su muslo, la dureza presionando tras la hilera de los botones del pantalón.
Ávidamente Francisco alargó la mano hacia él para desabrochar los botones, el dorso de sus nudillos bajaron tras la tela calentada por piel. Ambos jadearon cuando finalmente le liberó, su rígida carne saltó de los límites de la gruesa tela. Temblando por la anticipación, Francisco le rodeó con sus dedos en un delicado y caliente apretón. Esteban besó su boca, buscándolo con la lengua mientras su mano libre vagaba sobre su abdomen. Él examinó cuidadosamente su nalgas suaves, mientras uno de sus pies lo empujaba en su empeine, obligándolo a abrirse. Francisco experimentó una emoción de primitivo placer al ser tan completamente dominado. Habiendo soltado la pasión de Esteban, ahora tenía que aceptar las consecuencias y estaba más que preparado para darle lo qué ambos habían deseado durante tanto tiempo.
Sus dedos localizaron su entrada virginal, luego la separó con total suavidad, adentrandose y moviendose en tijeras. Tirando con impotencia de sus muñecas prisioneras, Francisco se contrajo al sentir la yema de su dedo deslizándose contra la apertura de su cuerpo, y la otra mano de Esteban acariciando su miembro.
Entonces Esteban lo llevó al límite, y quedó suspendido en un atormentado placer, su cuerpo contrayéndose en espasmos, su garganta dilatándose con un jadeo profundo de aire. Habia tocado cierto punto dentro de él. Después de lo que pareció una eternidad, el placer se alivió en exquisitas oleadas, y Fran gimió contra sus labios.
—No puedo soportarlo —jadeó —Por favor Esteban... por favor...
Al parecer aquellas palabras eran lo que él había estado esperando. Él lo juntó contra su cuerpo y lo levantó con la facilidad increíble. Uno de sus brazos le protegió la espalda de la raspadura del tronco del árbol, mientras enganchaba el otro cuidadosamente bajo sus nalgas. Esteban lo besó, su aliento caliente llenaba su boca. Fran sintió la brusca presión de su sexo, la dureza empujando en el vulnerable valle de su cuerpo. Su carne se resistió, apretándose contra la amenaza de dolor. La punta de su miembro entró en el, y cuando Esteban lo sintió cerrarse caliente y acogedor, su urgencia pareció ampliarse cien veces. Él empujó hacia arriba, permitiendo al mismo tiempo que el propio peso de Francisco lo impulsara en su hinchada longitud. Un jadeo entrecortado salió de la garganta de Francisco cuando su cuerpo cedió el paso a la invasión implacable. De pronto estaba dentro de el, desgarrando y llenando y estirando los suaves tejidos. Francisco se arqueó conmocionado, sus manos se cerraron en puños contra su espalda.
Esteban se congeló cuando los signos de su dolor hicieron mella en su cerebro nublado por la lujuria. Comprendiendo lo que la peculiar resistencia de su cuerpo había querido decir a pesar de haberlo preparado, él soltó un aliento asombrado.
—Dios mío. No eres virgen. No puedes serlo.
—No importa —jadeó —No te detengas. Todo está bien. No te detengas —Pero Esteban permaneció inmóvil, mirándolo fijamente en la oscuridad, sujetando los brazos con fuerza alrededor de el hasta que Fran apenas pudo respirar. Esteban era parte de el, finalmente, en este último y necesario acto al que la había conducido su vida entera.
Se agarró a él con cada parte suya, atrayéndolo profundamente, atándolo en el ligero y seguro abrazo de sus brazos. Sintiendo el rítmico apretón de sus músculos interiores, Esteban se inclinó para besarlo con ferocidad, su lengua acariciando el borde de sus dientes y sondeando el oscuro dulzor más allá. Francisco apretó sus piernas cubiertas por las medias alrededor de su cintura, mientras él comenzaba a embestir con movimientos lentos, incansables. El escozor se alivió, aunque no se desvaneció completamente y a Francisco no le importó. Todo lo que importaba era ser poseído, contener su carne inflamada, su cuerpo y su alma cambiaron para siempre por su invasión apasionada.
Gimiendo con los dientes apretados, Esteban afirmó sus pies mientras entraba y salía con más fuerza, clavado más profundamente, sudando por el placer y el esfuerzo. Él se derramó dentro de Fran con un orgasmo primitivo, feroz, infinito. Francisco le envolvió, arrastrando su boca abierta por su rostro y su cuello, lamiendo con avidez los rastros de sudor.
Esteban jadeaba y temblaba y se mantuvo dentro de el durante mucho tiempo. Despacio la tensión se escurrió del cuerpo de Francisco sobre el abdomen de Esteban, quedando agotado. Cuando Esteban se retiró de el, sintió el líquido caliente que rezumaba entre sus nalgas. Dándose cuenta que sus medias habían resbalado, se meneó con ansiedad repentina.
—Por favor bájame —Bajándolo con cuidado al suelo, Esteban lo estabilizó con sus manos, mientras el buscaba a tientas para subirse las medias, y tirar los tirantes de su camiseta sobre sus hombros. Cuando estuvo bien cubierto, alargó la mano al montón mojado de su vestido. Oh, como deseaba yacer con Esteban en algún sitio, y dormir recostado contra su cuerpo, y despertar para verle a la luz del sol de mañana. Ojalá fuera posible.
Tirando con torpeza del resto de su ropa, Francisco se puso de pie con el rostro apartado, y dejó que Esteban le abrochara la espalda del vestido. Algo le había pasado a uno de sus zapatos, le había dado patadas de durante su encuentro, y le llevó un minuto de dedicada búsqueda antes de que Esteban finalmente lo localizara detrás de una raíz del árbol.
Los labios de Francisco se contrajeron reticentemente divertidos cuando él le trajo el zapato.
—Gracias —Esteban no sonrió, pese a todo. Sus rasgos eran tan duros como la piedra, sus ojos brillaban peligrosamente.
—¿Cómo demonios es posible —preguntó con furia controlada —que fueras virgen?
—No tiene importancia —murmuró.
—Para mí sí —Le agarró la barbilla con los dedos sin demasiado cuidado, obligándolo a mirarle —¿Por qué nunca le has permitido a ningún hombre acostarse contigo antes de esta noche? —Francisco se lamió los labios secos mientras trataba de dar con una explicación satisfactoria.
—Yo... decidí esperar hasta que me casara.
—¿Y en los cinco años que conoces a Pardella, nunca le has dejado tocarte?
—No necesitas hacer que parezca como si fuera un crimen. —dijo a la defensiva —Era una cuestión de respeto, y una elección mutua, y…
—¡Es un crimen! —explotó —¡Es antinatural y vas a decirme por qué! ¡Y luego vas a explicar por qué me dejaste tomar tu virginidad! —Francisco luchaba por encontrar una mentira que le entretuviera, cualquier cosa para ocultar la verdad.
—Yo... supongo que sentía que te lo debía, después del modo en que te eché de Buenos Aires hace tantos años —Esteban lo agarró por los hombros.
—¿Y ahora crees que la deuda ha sido pagada? —preguntó con incredulidad —Seamos claros en este punto, no has empezado a compensarme por aquello. Vas a recompensarme de muchas más maneras de las que te puedas imaginar, con intereses —Francisco se quedó congelado lleno de alarma.
—Me temo que esto sea todo lo que puedo ofrecer, Esteban. Una noche, sin promesas ni excusas. Lo siento si quieres más que esto. Sencillamente no es posible.
—Estás a punto de recibir una educación en como llevar una aventura. Porque mientras dure mi estancia en Buenos Aires, vas a saldar tu deuda conmigo de espaldas, de rodillas, o en cualquier otra posición en la que te desee —Él lo separó del enorme roble, su vestido mojado, y su pelo enredado y desarreglado con las manchas de la corteza. Tirando de Fran hacia delante, le cubrió la boca con la suya, besándolo no con intención de complacerlo, sino de demostrar su propiedad. Aunque Francisco sabía que para el mismo sería ventajoso evitar responder, su beso era demasiado irresistible para resistirse. No tenía fuerza para liberarse de su inexorable abrazo, tampoco podía evitar su irresistible boca, y poco después se derritió contra él con un tembloroso gemido, sus labios contestaron febrilmente a los suyos.
Sólo cuando su respuesta fue obvia para ambos Esteban levantó la cabeza. Su rápida respiración se mezcló con la suya cuando habló.
—Iré a tu habitación esta noche —Francisco se alejó con gran esfuerzo de él, volviendo a tropezones al camino forestal.
—Cerraré la puerta.
—Entonces la echaré abajo.
—No seas tonto. —dijo con un poco de exasperación, apresurando su paso a pesar de las protestas de sus piernas demasiado castigadas.
El resto del paseo de vuelta a la casa fue en silencioso, excepto por el sonido de sus pies machacando hojas, ramitas y grava. Francisco estaba cada vez más incómodo, dándose cuenta de un montón de punzadas y dolores, y no digamos la fría pegajosidad entre sus muslos y abdomen. Le habían comenzado a escocer y quemar las cicatrices. Nunca había deseado un baño caliente tan desesperadamente en su vida. Sólo rezaba para que Esteban estuviera demasiado preocupado para notar el afligido andar dificultoso de su paso. La casa estaba oscura y tranquila, sólo ardían unas luces como concesión a los invitados que habían decidido prolongar sus tertulias. Esteban acompañó a Francisco hasta una de las entrada de los criados en el lateral de la casa, donde había muchas menos probabilidades de que les vieran. Nadie que viera el aspecto desarreglado de Francisco adivinaría con facilidad lo que había estado haciendo.
—Mañana, entonces —le advirtió, de pie en la entrada mirándolo mientras se dirigía lenta y cuidadosamente arriba.
Chapter 27
Notes:
(See the end of the chapter for notes.)
Chapter Text
No había duda, Francisco lo había cambiado todo.
Sentado en una mesa de afuera, entre las sombras, Esteban puso su cabeza entre las manos y cerró los ojos. Recordó el sentimiento de deslizarse dentro de el, de su carne húmeda que lo había rodeado tan estrechamente. Del grito que había salido de su garganta. El sabor de su boca, especiado con vino y jengibre. Fran lo había satisfecho, más que ninguna otra, y luego se hallaba deseándole de nuevo. Un virgen. Maldita fuera Fran por los sentimientos que había provocado en él, la confusión, la desconfianza, las ganas de protegerlo y su hambre por el. Esteban habría apostado hasta su último centavo, que Fran había tenido docena de amantes hasta ahora.
Y él hubiera perdido.
Esteban apretó sus palmas contra su cabeza mientras pensaba que podría estrellarse contra sus traidores pensamientos. Fran ya no era el niño que había amado, se recordó a si mismo enojado. Ese niño jamás había existido. Y ahora, ya no parecía importante. Francisco era su maldición, su destino, su más ardiente deseo. Esteban no podría dejar de quererlo, no importaba que hubiera hecho el, no importaba cuantos océanos y continentes hubiera entre ellos.
Dios. La dulzura de su cuerpo, tan apretado y tibio alrededor de él, el olor puro y sabroso de su piel, el suave perfume de su pelo. Había sentido su cordura disolverse y tomar posesión de Fran, y él había perdido todos sus pensamientos en el momento del clímax. Era muy posible de que lo hubiera dejado en cinta. Ese pensamiento le hizo sentir una satisfacción primitiva. El verlo gestando y vulnerable con su hijo, dependiendo solamente de él, pensó avariciosamente. Esteban quería ocuparlo con su propia carne y encadenarlo a él a través de un vínculo que no se pudiera romper.
Francisco aún no se había dado cuenta, pero ya nunca podría librarse de él o de las demandas que le hiciera.
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—Que tarde más mortalmente aburrida —pensó Alfonsina Carrocio, la hermana de Enzo.
—Sí —su esposo, el Sr. Carrocio, replicó —Me temo que la novedad de alternar con ropajes rústicos se acaba pronto. Es mejor gastar el tiempo con gente de nuestra clase que con personas que no tienen más inteligencia que las ovejas y cabras que escuchan —Molesto por su altanería, Juani no pudo resistir replicarle.
—Usted es afortunado, entonces, Sr. Carrocio. Con esa actitud, me parece probable, que usted realmente deberá pasar una gran cantidad de tiempo solo —Mientras los Carrocio lo miraban con odio, Enzo se reía libremente de su imprudencia.
—Disfruto mucho la contienda —le dijo Enzo, sus ojos mieles brillaban. Le hechó un vistazo a Alfonsina —Y tu pareces haber olvidado, querida hermana, que muchos de esos nombrados rústicos tienen mejor sangre que los Vogrincic.
—¿Cómo podría olvidarlo? —contestó Alfonsina ariscamente —Si tu eres siempre tan entusiasta al recordármelo —Juani se mordió el interior del labio para evitar reírse.
—Supongo que me retiraré de esta velada. Les deseo una buena noche.
—No tan pronto —dijo Enzo suavemente —La noche es aún joven, ¿Jugamos una partida de cartas o un turno de ajedrez? —Juani sonrió y le preguntó ingenuamente.
—¿Le gustaría jugar algún juego, Sr. Vogrincic? —El lo miró de forma sutilmente seductora, pero igualó su tono de inocencia.
—De cualquier cosa —Los dientes de Juani atraparon su labio inferior, de la manera en que siempre inspiraba a Blas a decir que estaba adorable. Fue extraño que no lo hubiera hecho consciente, desde hacia mucho tiempo. Lo que lo hizo darse cuenta, cuanto anhelaba ser atractivo para Enzo.
—Yo nunca juego cuando no estoy seguro de que puedo ganar —le dijo Juani —Por lo tanto, le sugiero que demos una vuelta por la galería de los retratos, para que usted pueda mirar a mis antecesores. Puede que le interese saber que en nuestra familia hay tres barcos piratas. Un tipo rudo, por lo que me han contado.
—Igual que mi abuelo —remarcó —Pero prefería que se refirieran educadamente a él como capitán de mar, aunque hizo cosas que harían sonrojarse a un pirata de vergüenza —Su hermana, Alfonsina, hizo un extraño sonido.
—Yo no lo acompañaré, es muy obvio que mi hermano está determinado en denigrar sus antecedentes en cualquier oportunidad. El cielo sabrá cuál es su objetivo —Juani trató de suprimir la oleada de placer que le producía estar de nuevo solo con Enzo, pero un traidor rubor cubrió sus mejillas.
—Justamente, Sra. Carrocio. De nuevo le deseo unas buenas noches —Guiando a Enzo a la galería, Juani le dio una maliciosa mirada —Vos eres muy malo, por molestar así a tu hermana —le dijo Juani severamente.
—Es un deber de hermano atormentar a la hermanas mayores.
—Vos interpretas tu deber con unas muy imaginativas torturas —le dijo y él le sonrió abiertamente. Entraron a la larga y estrecha galería, había muchas pinturas, que estaban colgadas en series de seis hileras desde el cielo, un claro intento, no de exponer de arte, sino de presentar la herencia aristocrática.
Mientras retrocedían, a lo largo de la galería, la conversación rápidamente cambio de el tema de los antepasados a un canal mucho más personal.
Era Enzo el que guiaba la conversación, haciendo que Juani le contara sobre su romance con Blas. Pero habían contadas razones para que Juani no se fiara de él. Ignoró completamente esas razones. De algún modo, Juani no quería ocultarle nada a Enzo, no importaba cuan chocante o poco halagador fuera. Incluso le contó sobre su aborto y mientras hablaban, Juani se encontró siendo tirado a las enormes sillas, y repentinamente estaba sentado en su regazo.
—No puedo —susurró Juani nerviosamente, mirando hacia la puerta de salida de la galería —Si alguien nos pillara sentados de esta manera.
—Yo vigilaré la puerta —le aseguró, sus brazos estaban rodeando apretadamente su cintura —Es más cómodo sentarse así, ¿no te parece?
—Sí, pero…
—Deja de moverte, cariño. Ahora, me estabas contando… —Juani siguió sentado en su regazo, pero estaba violentamente ruborizado. La ternura, el prolongado contacto de su cuerpo y la amigable simpatía en su mirada, lo hicieron sentirse débil. Juani estrujó su mente para recordar de lo que habían estado conversando. Ah, su aborto.
—La peor parte fue que todos pensaban que había sido afortunado al perder el bebé. Nadie lo dijo con esas exactas palabras, pero era obvio.
—Imagino que no debería ser fácil ser un padre soltero con un hijo —dijo gentilmente.
—Sí. Lo supe en ese tiempo. Pero aún siento tristeza. Si hasta siento que le fallé a Blas, por no haber guardado el último pedacito de él con vida. Y ahora, hay momentos que me es muy difícil recordar como era exactamente Blas o como era el sonido de su voz.
—¿Tú crees que él hubiera querido que te suicidaras? ¿Eso era? En la India se practica que la viuda se tire en la pira funeraria de su marido. Su suicidio se considera como una prueba de devoción hacia él.
—¿Qué pasa si la mujer muere primero? ¿Hace el marido la misma cosa? —Enzo le arrojó una suave sonrisa de burla.
—No, el vuelve a casarse.
—Debí haberlo sabido. Los hombres siempre arreglan las cosas para su propio beneficio —Juani le respondió con un fingido reproche.
—Tu eres demasiado joven para estar desilusionado.
—¿Y qué paso con vos?
—Yo nací desilusionado.
—No, no fue así —le dijo Juani decididamente —Algo te hizo de esta manera. Y vos deberías decirme que fue —Suavemente hubo un risueño parpadeo en sus ojos.
—¿Por qué debería yo hacer eso?
—Es sólo justicia, después que yo te he contado todo sobre Blas y mi escándalo. Me lo debes. Seguramente, eres demasiado caballero para no pagarle una deuda a un joven de alta alcurnia.
—Oh, yo soy todo un caballero —dijo sardónicamente. Por un largo minuto estuvieron sentados en silencio, Juani se acurrucó en su regazo, formando un montoncito de vestido —Antes de contar nada, tú tienes que entender la percepción de los Vogrincic, su convicción de que nadie es suficiente bueno para ellos.
—¿A cuál Vogrincic te estas refiriendo?
—A la mayoría, mis padres en particular. Yo tengo tres hermanas y dos hermanos, y créeme, los que están casados tuvieron que pasar por el mismísimo infierno para que mi padre aprobara a sus respectivas parejas. Para ellos, era mucho más importante, que sus hijos se casaran con personas del lado correcto, con un linaje impecable y con estabilidad económica que con alguien que realmente les gustara.
—O que amaran —dijo Juani perceptivamente.
—Sí… Yo… soy… el segundo hijo más grande —dijo él —Mientras mi hermano se esforzaba por estar a la altura de sus expectativas, yo me convertí en la oveja negra de la familia. Cuando tuve edad para casarme, la mujer de la cual me enamoré, no estaba ni cerca de los estándares que los Vogrincic habían establecido. Naturalmente eso hacía que a mis ojos fuera más atractiva. Le dije que lo más probable fuera que me desheredaran, que sería muy crueles, que nunca aprobarían a una persona que no fuera elegida por ellos mismos. Pero ella me aseguró que nunca dudaría de su amor por mí. Que siempre estaríamos juntos. Yo sabía que iba a ser desheredado pero no me importaba. Había encontrado a alguien que me amara, y por primera vez en mi vida tuve la oportunidad de probarme a mí mismo y a todo el resto que yo no necesitaba la fortuna de los Vogrincic. Desafortunadamente, cuando la llevé a conocer a mis padres, la relación fue inmediatamente expuesta a la farsa que era.
—¿Ella se derrumbó ante la desaprobación de tu padre? —Enzo se rió con amargura.
—Derrumbarse no sería la palabra que yo usaría. Ellos llegaron a un acuerdo, ambos. Mi padre le ofreció dinero, para que simplemente olvidara mi proposición y se fuera de mi vista, y ella le respondió de cuanto era su oferta. Los dos negociaron como si fueran un par de corredores de apuestas, mientras yo permanecía parado, escuchando boquiabierto. Cuando encontraron una suma aceptable, mi amada dejo la casa sin ni siquiera mirar una sola vez para atrás. Aparentemente la perspectiva de desheredación por un matrimonio no querido era menos agradable que una buena suma de dinero. Por un tiempo no sabía a quién odiaba más, si a ella o a mi padre. Un poco después mi hermano murió de forma inexplicable, y yo me convertí en su heredero forzoso. Mi padre me mostró la desaprobación que sentía por mi hasta el día que murió.
Juani fue muy cuidadoso al no revelarle compasión, por miedo que lo malinterpretara. Una docena de pensamientos se le ocurrieron, acerca de cómo Enzo algún día iba a encontrar a una mujer que valiera su amor, y quizás su padre sólo quería lo mejor para él… pero en lo severo de ese momento, honestamente, no podría decir nada tan banal. En vez de eso, Juani esperó en silencio, eventualmente, lo miraba para ver si aparecía algún rastro de amargura o desilusión en su rostro, pero él le estaba sonriendo con un gesto burlón.
—¿En qué estás pensando? —le preguntó Enzo.
—Estaba reflexionando de lo afortunado que soy. A pesar que tuve a Blas por un corto tiempo, al menos sé realmente que me amaba —Los dedos de Enzo tocaron el borde de su mandíbula, acariciándolo delicadamente. La gentil caricia hizo que el corazón de Juani palpitara violentamente. Él le sostuvo la mirada deliberadamente.
—Cualquiera podría amarte —Impulsivamente, Juani se reclinó contra él y tocó sus labios con los suyos. Al principio, el beso fue juguetón y expresivo, mordisqueándolo con una gentil curiosidad, para luego presionarlo con una urgente determinación. Después de separarse de sus labios ambos se quedaron en silencio.
—¿En qué estás pensando? —le susurró Juani, repitiendo la pregunta que antes él le había hecho. Él le respondió, sorprendiéndolo con la franqueza de su respuesta.
—Me estaba preguntando cuánto puedo tomar de ti antes de hacerte daño —Ruborizado, Juani retrocedió uno o dos pasos y murmuró un buenas noches. Se volvió y comenzó a caminar alejándose de él, pero no pudo resistir mirarlo una vez más por sobre su hombro.
—No me asusta el poder salir herido —le murmuró. Él le sonrió ligeramente.
—Siempre es lo mismo, sólo mira a Esteban y Francisco. Tú eres la última persona a la que quisiera hacerle daño.
- -
Francisco descubrió que la puerta de su habitación estaba media abierta, fue hacia adentro y vaciló al ver a la Sra. Sandra esperando en una silla cerca de la chimenea. Su usual baño había sido puesto en el centro de la habitación y había otro cubo con agua hirviendo en la chimenea.
Naturalmente la Sra. Sandra entendió todo con su inquisitiva mirada. Francisco cerró la puerta, sin mirar a su ama de llaves.
—Buenas noches, Sra. Sandra. Si usted me ayuda a desabrochar el vestido, yo después me puedo encargar del resto solo. No necesito la ayuda de nadie esta noche.
—Sí la necesitás —dijo acercándose a el. Lo divertido de la ironía llevo a Francisco a la miseria. No había ninguna posibilidad que el ama de llaves ignorara estos eventos sin decir nada. Después de ayudar a Francisco con el vestido, la Sra. Sandra tomó el cubo de la chimenea para calentarle el baño con agua hirviendo —Supongo que está usted dolorido —dijo el ama de llaves —El agua caliente lo ayudará a relajarse.
Ruborizándose entero, Francisco se desabrochó el corsés y lo dejo en el suelo. Sintiéndose muy incómodo al pensar que era probable que las cosas que había hecho con Esteban fueran visibles en su cuerpo, Francisco se metió rápidamente al baño. Se hundió en el agua soltando un silbido de satisfacción.
La Sra. Sandra fue a ordenar varios artículos alrededor de la habitación, mientras aparecía un ceño entre sus cejas plateadas.
—¿Vio el las cicatrices? —preguntó rápidamente. Francisco dejó la punta de su rodilla fuera de la superficie de la humeante agua.
—No. Las oculté para que él no las notara —Fran estrechó los ojos contra las punzantes ganas de llorar, obligándose a no dejarlas caer —Oh, Sra. Sandra, fue una gran equivocación y tan terriblemente maravillosa. Fue como darle la cáscara de una parte de mi alma que había sido desgarrada —Se hizo una mueca de burla por lo melodramáticas que sonaban sus palabras.
—Entiendo —dijo el ama de llaves —Yo también fui joven una vez. Aunque sea difícil de imaginarse.
—Me he comportado como un niño mimado. Me he lanzado a conseguir lo que quiero sin medir las consecuencias.
—El comportamiento de Kuku no ha sido mejor que el tuyo —El ama de llaves se retiró a la silla que estaba junto a la chimenea —Ahora que los dos tuvieron lo que querían, parece que fue lo peor para los dos.
—Lo peor está por venir. Ahora tengo que alejarlo de mi sin poderle explicar por qué —Fran hizo una pausa, mientras se frotaba las manos por encima de su rostro, y añadió apesadumbrado —De nuevo.
—No tiene por qué ser de esa forma…
—¿Estás sugiriendo que le diga la verdad? Usted sabe cómo va a reaccionar…
—No puedes conocer completamente el corazón de otra persona, yo te conozco desde que naciste y usted aún tiene la habilidad de sorprenderme.
—Lo que hice esta noche con Esteban ¿la sorprendió, acaso?
—No —Por alguna razón la protesta de la Sra. Sandra los hizo reír a ambos. Acostando la cabeza sobre el borde de la bañera, Francisco flexionó sus rodillas.
—¿Volvió, ya, mi hermano Juani de la feria?
—Sí, volvió acompañado del Sr. Vogrincic y de los Carrocio, a lo menos hace tres horas.
—¿Cómo esta ? ¿Parecía verse contento?
—Demasiado, diría yo —Francisco sonrió ligeramente —Yo sólo espero que Juani entienda la clase de caballero que es el Sr. Vogrincic. No me cabe duda que él ha perdido el tiempo con miles de mujeres antes que el, y que lo seguirá haciendo después de que se haya ido de Buenos Aires —Esas palabras causaron en Francisco una débil sonrisa.
—Hablaré mañana con el, y quizás, los dos juntos asentemos la cabeza.
—Eso no es lo que necesitan asentar —dijo y Francisco le hizo una mueca.
Notes:
amo este fic aunque nadie lo lea
Chapter Text
Juani estaba desilusionado. Enzo no había aparecido al día siguiente. Después del ofrecimiento de la Sra. Sandra de hacer discretas averiguaciones sobre que le había pasado, Juani aprendió que Enzo simplemente se había encerrado a si mismo en la casa de solteros y había dejado dicho que no lo molestaran con ningún problema.
—¿Está enfermo? —había preguntado, imaginándolo sólo y afiebrado en su enfermedad —¿Podría querer estar tanto tiempo sólo?
—Está con la bebida, cualquiera podría adivinarlo —Contestó Sandra con desaprobación —En ese caso, el Sr. Vogrincic definitivamente querría estar solo. Hay sólo unas pocas cosas más desagradables que ver a un caballero con sus copas encima.
—¿Qué razón tendría él para hacer una cosa así? —dijo preocupado —¿Qué le puede haber pasado para aislarse de esa manera? A mí me pareció que estaba perfectamente bien la tarde pasada —La Sra. Sandra esperó para contestar hasta que las criadas habían tomado los pasteles para llevarlos a la otra sala.
—Las borracheras no necesitan nada en particular para provocarlas —A Juani no le agradó la imagen que se le formo en la cabeza, de un poco agradable, desaliñado y ridículo hombre que decía desagradables cosas y que tropezaba con muebles invisibles y que terminaba rubicundo y gordo. Juani había conocido muy pocos hombres así. De hecho, el nunca había visto a Blas intoxicado, siempre había mantenido un perfecto autocontrol.
—Enzo no puede estar borracho —Dijo en un medio susurro, la mitad de los sirvientes tenían la oreja parada —Él esta sólo, bueno… —Parando, arrugó la frente hasta que se pareció a un postigo de una ventana —Tenés razón, él es un alcohólico —admitió Juani —¡Como quisiera que no lo fuera! Si sólo algo o alguien lo inspirara a cambiar…
—Esa clase de hombres nunca cambian —murmuró Sandra con una certeza desmayada.
—Alguien debería ir para cerciorarse que él está bien.
El ama de llaves le contestó con desaprobación. —Si yo fuera vos, dejaría la cosa tal como está —Juani sabía que la Sra. Sandra tenía razón, como siempre. Sin embargo, mientras los minutos y horas pasaban, y la hora se aproximaba, el se fue a buscar a Francisco.
Por primera vez en el día, Juani se salió de sí mismo y de su obsesión por Enzo Vogrincic, lo suficiente para preguntarse qué estaba pasando entre su hermano y Esteban. Juani los había visto caminando juntos en la feria, y por supuesto, el había escuchado sobre la serenata de la "Rosa de Tralee". Juani había encontrado muy interesante que Esteban, que era la personificación de la autocontención, hiciera esa demostración pública de cuanto le interesaba Francisco.
Nadie estuvo muy sorprendido, porque estaba claro que Francisco y Esteban se pertenecían el uno al otro. Había algo invisible y a la vez irrefutable que los hacía parecer una pareja. A lo mejor era la manera en que intercambiaban miradas cuando pensaban que nadie los estaba mirando, miradas de pregunta y de deseo. O tal vez, la manera en que le cambiaba el tono de voz a Esteban cuando hablaba con Francisco, era un tono profundo y suave a la vez. No importaba cuan correcto fuera su comportamiento, cualquiera podía ver que ambos estaban ahogados el uno con el otro por una fuerza muy potente.
Parecía que querían respirar del mismo aire. La necesidad por el otro era penosamente obvia.
Juani estaba absolutamente convencido que Esteban adoraba a su hermano. A lo mejor eso estaba mal, pero Juani no podía evitar desear que su hermano encontrara el coraje necesario para contarle la verdad acerca de su accidente.
Absorbido por sus pensamientos, Juani se las arregló, para encontrar a Francisco en el escritorio privado de Rafael.
Aunque Francisco visitaba frecuentemente a Rafael para discutir asuntos de la casa, Ahora parecía que estaban discutiendo algo de una índole más personal.
En verdad, parecían estar peleando.
—No veo por qué vos lo has tomado como un asunto personal… —le estaba diciendo bruscamente, justo cuando Juani entraba en la habitación después de haber tocado débilmente a la puerta.
Ninguno de sus hermanos parecía estar contentos con su interrupción.
—¿Qué es lo que quieres? —le gruñó. Imperturbable a pesar de su rudeza, Juani centró su atención en su hermano.
—Quiero hablar con vos antes de la cena, Fran. Se trata… bueno, Te lo diré después —Parando, los miró a los dos con las cejas levantadas —¿De qué están discutiendo?
—Dejaré que Rafa te explique —Dijo cortamente. Se sentó en el borde del largo escritorio, descansando sus manos en la brillante superficie. Juani miró con desconfianza a Rafael.
—¿Qué estaba pasando? ¿Qué has hecho?
—Lo correcto —Le dijo Rafa. Francisco le hizo un gesto despreciativo —Yo solamente le mande unas cartas a unos posibles inversores de Vogrincic, todos son conocidos míos, para que sean cautelosos con los fundidores de Vogrincic. Yo les informe de que podría haber posibles problemas con el trato que Vogrincic y Kukurizcka les habían propuesto. Les advertí que al querer expandir sus negocios en las Américas no podía tener garantías de la calidad del producto, podría haber corrupción en la industria, el servicio podía ser defectuoso, e incluso, un fraude.
—Esa es una tontería —Francisco lo interrumpió —Vos estás siendo como el típico argentino que siente miedo en las producciones de gran escala. Vos no tienes ninguna evidencia que pruebe que hay algún problema en los fundidores de Vogrincic.
—Pero tampoco tengo pruebas que no los haya —Cruzando los brazos alrededor de su pecho, Rafael las miró desafiante.
—¿Por qué estás haciendo esto? —le preguntó Juani.
—Simple —dijo Fran, antes que Rafael pudiera contestar —Causándole problemas en el camino del Sr. Vogrincic, Rafael se está asegurando que él y Esteban van a tener que irse a Uruguay inmediatamente, para lidiar con todo el malentendido que él está armando —Juani miró a su hermano con una reciente furia.
—¿Cómo pudiste hacer eso?
—Porque quiero mantener a esos dos bastardos lo más lejos posible de mis hermanos. Yo actué por tú bien, el de los dos, y algún día me darán las gracias —Juani miró como loco, alrededor de la habitación, para encontrar algo que tirarle.
—Eres igual que papá, dándote tanta importancia, ¡interfiriendo en cosas que no te incumben! —exclamó Juani
—En este preciso momento —le dijo Rafa con furia —Vogrincic se está ahogando a sí mismo en la bebida o podría ser también que estuviera cavando su propia tumba en esa oscura habitación. Que mejor carácter para que te asocies con él, Juani. Que contento estaría Blas, si supiera lo que has estado haciendo —Juani empalideció con el sarcasmo. Perturbado por el dolor y la ira, salió de la habitación, sin molestarse, si quiera, en cerrar la puerta.
Francisco miro a su hermano con los ojos entrecerrados.
—Eso fue ir demasiado lejos —le advirtió Fran gentilmente —Que no se te vuelva a olvidar, Rafael, que algunas cosas no pueden retractarse una vez dichas.
—Juani haría bien en recordar lo mismo —le replicó —Vos ya oíste lo que el me dijo.
—Sí, que vos eres igual que papá. Pero deberías usar tu inteligente cerebro en considerar algo, querido ¿cuántas otras maneras tienes para manejar la situación? Tomaste la más corta y la más eficiente ruta para anotar tu golpe, sin considerar los sentimientos de los demás. Y si no fueras como papá… —su voz se fue apagando, y movió su cabeza lanzando un suspiro —Ahora me voy para buscar a Juani. —Dejando a su arrepentido hermano en el estudio, Francisco, se apuró en encontrar a su hermano —Juani, ¿a dónde crees que vas?
Encontró a Juani parado a mitad del camino hacia el hall, sus mejillas estaban rojas de rabia.
—Él no tenía ningún derecho —dijo, temblando por la violencia de sus sentimientos. Francisco le dio su comprensión.
—Rafa ha sido demasiado arrogante —estuvo de acuerdo —y obviamente se ha equivocado. Pero los dos debemos tener en mente que lo ha hecho por amor.
—No me importan sus motivaciones, eso no cambia los resultados.
—¿Y cuáles son? —Juani le miró con irritación, como si fuera incorregiblemente obtuso.
—¡Que no podré ver a Enzo, por supuesto!
—Rafael está asumiendo que vos no dejarás Buenos Aires. No has salido fuera del pais desde la muerte de Blas. Pero lo que no se les ha ocurrido, a vos y a Rafael, es que vos puedes ir a Uruguay —Francisco sonrió cuando vio la sorpresa dibujada en el rostro de su hermano.
—Podría, supongo —dijo distraído.
—¿Entonces por qué no lo haces? Nadie puede pararte.
—Pero Rafa…
—¿Qué puede hacer él? ¿Encerrarte en tu cuarto? ¿Atarte a una silla? Andá a Uruguay si quieres. Yo manejaré a Rafa.
—Parece un poco escandaloso, ¿no es cierto? Persiguiendo al Sr. Vogrincic…
—No lo estarás persiguiendo —le aseguró inmediatamente —Vos irás de compras a otro país, un largo y cansador viaje, debería agregar. Necesitas visitar a la modista, todas las ropas que tienes son tristes o están pasadas de moda. ¿Y quién se desconcertara si vos yendo de compras, accidentalmente, te encuentras con el Sr. Vogrincic? —Juani sonrió de repente.
—¿Me acompañarás, Fran?
—No, yo debo quedarme en Buenos Aires con nuestros invitados. Y… —se quedó pensativo por un largo momento. —Pienso que sería buena una separación entre Esteban y yo.
—¿Cómo andan las cosas entre ustedes dos? —le preguntó —En la feria ustedes parecían...
—Lo pasamos maravillosamente —dijo ligeramente —Nada pasó y espero que nada vaya a pasar —Fran sintió la punzada de desilusión que tuvo su hermano. La experiencia de la noche pasada con Esteban era demasiado personal sin embargo, no estaba preparado para contársela a nadie.
—Pero no piensas que Kuku...
—Mejor que te vayas a hacer planes… —le avisó —Necesitarás una chaperona. No tengo la menor duda que la tía abuela Clara se quedará en la terraza contigo, o quizás…
—Invitaré a la vieja señora Magnino de la aldea. Ella es de una respetable familia, ella podría disfrutar un viaje a Uruguay —Francisco se preocupó.
—Querido, la Sra. Magnino no escucha nada y es ciega como un murciélago. Es la chaperona menos efectiva que me podría imaginar.
—Por eso mismo —dijo con tanta satisfacción que Fran no pudo evitar reírse.
—Está bien, entonces, lleva a la Sra. Magnino. Pero si yo fuera vos, sería lo más discreto posible, hasta que estés absolutamente acabado.
—Sí, tienes razón —Con una sospechosa excitación, Juani se volvió y apuró el paso por el pasillo.
- - -
Decidiendo que era justo que Esteban supiera sobre los planes de su hermano, Francisco decidió acercársele después de la cena. Sin embargo, tuvo la oportunidad de hablar con Esteban antes de lo que esperaba, la comida terminó de una precipitada y mala manera. Enzo Vogrincic estaba sospechosamente ausente y su hermana Alfonsina parecía estar de muy mal humor.
Viendo que Alfonsina consumía su vino muy libremente, Francisco le dio una mirada al mozo, comunicándole que el vino debería ser mejor racionado. En pocos minutos, el mozo le había pasado a un subordinado la garrafa del vino, quién secretamente la había cambiado en la sala de servicio y había vuelto con otra de peor calidad. El proceso completo no fue notado por ninguno de los invitados excepto por Esteban, que regaló a Francisco una sonrisa rápida.
Cuando el primer plato de sopa de espárragos con salmón y salsa de langosta, fue removido, la conversación trataba sobre el tema de los negocios que serían tratados en España. El Sr. Carrocio inocentemente le preguntó a Rafael su opinión respecto a cómo creía él que las negociaciones terminarían, Rafa le contestó fríamente:
—Dudo que este tema pueda ser tratado sin la presencia del Sr. Vogrincic, cuando los resultados dependerán fuertemente de su actuación. A lo mejor deberíamos esperar hasta que no esté indispuesto.
—¡Indispuesto! —dijo Alfonsina con una risa burlona —¿Está refiriéndose al hábito de mi hermano, de beber desde el amanecer y hasta el atardecer? Que cabeza de familia tenemos, ¿no es cierto? —Toda la conversación se paró. Para sus adentros, todos estaban sorprendidos por la hostilidad de Alfonsina hacia su hermano, Francisco trató de aligerar la tensión en la sala.
—Me parece, Sra. Carrocio —dijo Fran —Que su familia ha prosperado bajo el mando del Sr. Vogrincic.
—Eso no tiene nada que ver con él —dijo Alfonsina con desprecio, resistiendo el intento de su marido por callarla —No, diré lo que tengo que decir ¿Por qué tengo que pagar homenaje a Enzo, por tener la tonta suerte de ser el segundo en la línea cuando el pobre Angel murió? —su boca se torció con amargura —La razón de que Enzo haya prosperado, joven Francisco, es porque mi hermano ha decidido poner el bienestar de su familia en la merced de inmigrantes maleducados y tuvo la suerte de tomar unas decisiones afortunadas —Ella empezó a reír —Un borracho y un peón, que distinguido par. Y mi futuro está por completo en sus manos. Es muy divertido, ¿no le parece? —A su comentario le siguió un largo momento de silencio. Esteban harto por la compañía, se paró. Su mirada se encontró brevemente con la de Francisco.
—Perdóneme —le murmuró Esteban —No tengo hambre esta tarde —Todos le desearon una placentera tarde, excepto Alfonsina Carrocio, quien procedió a enterrar su resentimiento en otro vaso de vino.
Francisco sabía que debía quedarse para aligerar el ambiente con la conversación. Pero miraba fijamente la silla vacía de Esteban, la urgencia por seguirlo se le hacía insoportable. Segundos después, Francisco se encontró parándose de la mesa y obligando al resto de los caballeros a pararse.
—Les pido permiso… —murmuró, intentando encontrar alguna excusa que justificara su apuro —Yo… —no obstante, no podía pensar en nada —Discúlpenme —dijo de forma poco convincente, y salió de la habitación. Ignorando los susurros que dejó su partida, se apuró detrás de Esteban. Cuando miró hacia el principio de las escaleras, lo encontró esperándolo. Debió haber escuchado pasos detrás de él.
Oleadas de frío y calor lo golpearon mientras se miraban el uno al otro. Los ojos de Esteban brillaban, su penetrante mirada hizo que recordara a los dos aferrados ansiosamente uno del otro en el bosque, su cuerpo atravesado y retorciéndose junto a él.
Confuso, Francisco cerró sus ojos, mientras un determinado calor cubría su rostro. Cuando finalmente se tranquilizó, lo miró una vez más, los ojos de él aún sostenían un inquietante destello.
—¿Son todos los Vogrincic así? —le preguntó refiriéndose a Alfonsina Carrocio.
—No, ella es la más amable —le dijo secamente, y empezó a reírse. Retorciendo sus dedos, Fran le preguntó
—¿Puedo hablar con vos un minuto? Tengo algo muy importante que decirte —Él lo miró con alarma.
—¿A dónde quieres que vayamos?
—Al salón familiar de recibimiento —le sugirió. Era el más apropiado salón en el segundo piso, para sostener esa conversación.
—No —Tomó su mano, y la tiró para que lo siguiera. Aturdido por sus maneras autoritarias, Francisco fue sin ninguna resistencia. Su corazón empezó a saltarle del pecho cuando se dio cuenta a dónde lo llevaba él para conversar.
—No podemos ir a mi habitación —le advirtió, mirando de arriba para abajo el largo pasillo —Fue ahí donde vos… no, en verdad, no podemos… —Ignorando su protesta, Esteban fue a la puerta de la habitación donde Fran había dormido toda su vida. Una breve mirada de sus anchos hombros, lograron convencer a Francisco que era inútil discutirle. El apenas podría echarlo afuera, después de todo. Con un suspiro de exasperación, Fran entró al cuarto y cerró la puerta.
Había una lámpara que reposaba en la mesa cerca de la entrada. Francisco prendió la luz y se dirigió a la antigua ventana. Al pararse Esteban detrás de el, Francisco vio su rostro y el suyo propio, reproducidos infinitamente en el resplandor de la luz de la lámpara.
Explorando, Esteban se dirigió a la ventana y recogió un objeto del alfeizar pintado. Era un juguete de un niño, un pequeño caballo de metal con la figura de un jinete montado. Francisco se dio cuenta inmediatamente que él había reconocido el objeto, había sido su favorito, tan amado que casi todos los colores brillantes se habían desvanecido.
Compasivamente Esteban lo dejo en su lugar sin hacer ningún comentario.
—¿Qué es lo que quieres decirme? —pregunto tranquilamente.
—Me temo que mi hermano ha hecho tus negociaciones más difíciles de lo que te esperabas —dijo Fran. Su mirada se profundizo.
—¿En qué sentido? —Mientras Fran continuaba explicando lo que Rafael había hecho, Esteban escuchaba con una tranquilizante falta de preocupación.
—Todo saldrá bien —dijo cuando Fran terminó —Puedo tranquilizar las preocupaciones de los inversores. Y buscare la forma de convencer a los millonarios que es por su bien que tiene que vendernos los derechos de esos muelles. Si eso falla, construiremos nuestro propio maldito muelle —Francisco sonrió ante su seguridad.
—Eso no será fácil.
—Nada que valga la pena nunca lo es.
—Estoy seguro de que estarás furioso con Rafael. Pero el sólo lo hizo por un deseo erróneo de...
—Protegerte a ti y a tu hermano —concluyo por el, al verlo vacilar —Apenas si puedo culparlo por ello —Su voz era muy suave —Alguien debería protegerte de hombres como yo —Dándose vuelta, Francisco se enfrentó a los paneles de espejos, el mosaico de su propio rostro ruborizado, y la forma en que la luz se dispersaba sobre el brillante cabello oscuro de Esteban mientras se acercaba y se colocaba detrás de el. Sus miradas se encontraron en el medio de las imágenes fragmentadas.
—Deberás viajar a Uruguay enseguida, ¿no es así? —preguntó aturdido al encontrarse tan cerca de él.
—Sí, mañana.
—¿Qu-qué harás con el señor Vogrincic? —Esteban inclinó su cabeza sobre Fran hasta que sintió su respiración en su frente. Una de sus manos se posó en la parte superior de sus hombros desnudos, las puntas de sus dedos tocaban la pálida piel con la ligereza de un aleteo de mariposa.
—Tendré que desembriagarlo, supongo — Esteban bajó su rostro para que lo mirara, su mano se movía sobre su cuello mientras sus dedos tomaban su mentón.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó, tensándose cuando sintió que su mano se deslizaba bajo su vestido.
—Exactamente lo que sabías que pasaría, si tú me dejabas entrar aquí —lo besó mientras le desabrochaba el vestido, el temblor de su mentón hizo que sintiera hormigueos por su piel.
—No me dejaste otra alternativa —protestó Francisco —Vos me empujaste hacia aquí y… —Su boca se deslizó sobre la de Fran, mientras sus dedos trabajaban hasta exponer los lazos de su corsé. Él enrolló los cordones alrededor de sus nudillos y los tiró, hasta que la maraña del corsé se expandió. El corsé calló al suelo, debajo del vestido que aún llevaba puesto.
La rapidez de sus latidos se sentía en sus oídos mientras su boca lo poseía con dulces y hambrientos besos. El cálido olor a hombre de su piel, mezclado con su colonia, aderezado con una mezcla de almidón y acre del tabaco, lo hizo sentirse ahogado de placer. Sintió una salvaje excitación por la posibilidad de tenerlo dentro de el de nuevo, pero al mismo tiempo una voz interna le advertía que no podía permitirle que lo explorara con ocio.
—Date prisa —le urgió Fran con apuro —Ahora mismo, por favor —sus palabras fueron interrumpidas por el choque de sus bocas, con húmedos y deliciosos besos, la mareante aproximación excitó su cuerpo. Sus manos resbalaron por dentro de su abierto vestido, deslizando sus manos por la suave línea de su espalda, bajando hacia sus redondas nalgas. Fran sintió en respuesta un dolor entre sus muslos, la oculta entrada se volvió suave y caliente, y Fran se tensó hambriento dentro del malvado conjuro de sus dedos.
Sintió como él lo aferraba de las caderas, sus pulgares hundiéndose en la redondez de sus nalgas. Una de sus manos se deslizó entre sus piernas, buscando romper su ropa interior de lino. Daba la apariencia de medir con sus dedos la longitud de la abertura de la prenda bordeada de lazo, y Francisco se estremeció cuando sus nudillos rozaron su miembro debajo de la tela. Él usó sus dos manos para agrandar la tela unos pocos centímetros, hasta que la prenda cedió. Suavemente Esteban ajustó su posición, empujándolo hacia delante para reclinarlo en el sillón, separando sus piernas con sus rodillas hasta que Fran se encontró completamente abierto frente a él. Esteban se acercó con sus hombros ligeramente encorvados.
—Lentamente —murmuró mientras Fran se estremecía debajo de él —Lentamente, no te haré daño esta vez.
Francisco no pudo responder. Sintió el cambio en sus caderas, y algo que la rozó en medio de sus nalgas, su parte masculina, rozando la entrada delicada que él había expuesto. La sensación suave y enloquecedora de su órgano, una tentadora caricia de seda rígida. Fran contuvo el aliento mientras permanecía absolutamente dócil, sus muslos abiertos en un indefenso ofrecimiento. Esteban entró en el con una lenta estocada, nuevamente, el experimentó esa sorprendente sensación de plenitud, pero esta vez sólo hubo una pizca de dolor. Él entró más profundo, sin encontrar resistencia mientras las palpitantes profundidades de su cuerpo lo recibían. Cada vez que retrocedía para volver a arremeter contra el, Francisco se retorcía para acercarse más a él. Sus dedos jugaban con su parte desatendida, frotando suavemente toda su longitud, acariciando dulcemente en contraste con el ritmo de sus estocadas. La sensación se multiplicó rápidamente, elevándose con cada deliciosa arremetida, el duro avance cada vez más profundo en el resbaladizo canal de su cuerpo. El placer se agudizó hasta llegar a un tono extremo, juntándose en esa parte de Fran que el tan posesivamente consumía, hasta que el no pudo soportarlo por más tiempo. Arqueándose contra sus dedos, se estremeció incontrolablemente, amortiguando sus gemidos en el tapizado del sillón. Esteban lanzó un gruñido de comprensión, impulsándose fuertemente dentro de el hasta que un sonido crudo se escapó de su garganta y se derramó violentamente dentro.
Permanecieron juntos por un largo minuto, sin poder respirar, sus cuerpos unidos y adheridos, mientras que el peso de Esteban casi lo sofocaba. Francisco no quería moverse jamás de allí. Sus ojos permanecieron cerrados, sus húmedas pestañas pegándose en sus mejillas. Cuando sintió que Esteban se separaba de el, se mordió el labio para evitar que una protesta escapara de sus labios. En lugar de eso, continúo acostado sobre los almohadones en una masa de seda y lino desgarrado, sus extremidades débiles como consecuencia de hacer el amor y su abdomen con sus propios fluidos.
Esteban arregló sus ropas y palpó en busca de su saco. Él tuvo que aclararse la garganta antes de hablar, su voz sonaba rasposa.
—Sin promesas, sin arrepentimientos tal como tú lo querías —Francisco no se movió mientras él abandonaba el cuarto. Esperó hasta que Esteban abandonó completamente su habitacion, escuchando el sonido de la puerta al cerrarse, para dejar que las lágrimas se deslizaran de sus ojos.
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La larga e infernal cena había terminado. Aunque Juani sabía que casi todos sospechaban que había ido a visitar la casa de solteros, el sintió que era decente tratar de ser discreto. Usó un camino del costado de la casa y se mantuvo al costado de un alto cerco de tejas antes de deslizarse a la tranquila residencia. Sin duda hubiera sido conveniente no haber ido solo, pero su preocupación por Enzo Vogrincic lo impulsó a ir a verlo.
Llamando a la puerta, Juani esperó tensamente la respuesta. Nada. Frunciendo el cejo, Juani llamó nuevamente.
—¿Hola? —llamó —¿Hola? ¿Alguien me oye? —Justo cuando consideró la opción de ir a buscar la llave de la Sra. Sandra, la puerta vibró y sonó mientras la destrababan. Se abrió una grieta cautelosa revelando la figura del ayuda de cámara de Vogrincic.
—¿Si, joven?
—He venido a ver al Sr. Vogrincic.
—El Sr. Vogrincic no está recibiendo visitas en este momento, joven —La puerta comenzó a cerrarse. Juani apuró su pie en ella.
—No me iré hasta que lo haya visto —La mirada del ayuda de cámara transmitía una exasperación infinita, aunque permanecía cortés y atento.
—El Sr. Vogrincic no está en una condición adecuada, joven —Juani decidió ser directo.
—¿Está borracho?
—Como la semilla de David —el ayuda de cámara confirmó agriamente.
—Entonces enviaré por té y sanguches.
—El Sr. Vogrincic ha pedido más brandy —La mandíbula de Juani se afianzó, mientras empujaba para entrar. Siendo un criado, no podía detenerlo, nadie se atrevería a poner una mano en uno de los jóvenes de la casa. Ignorando las protestas del ayuda de cámara, Juani examinó el oscuro recibidor. El aire estaba cargado con el olor del licor y tabaco.
—Nada de brandy —dijo en un tono que no dejaba espacio para discutir —Vaya a la casa, y traiga una tetera de té y un plato de sanguches.
—Él no lo tomara bien, joven. Nadie se interpone entre el Sr. Vogrincic y lo que él desea.
—Es hora de que alguien lo haga —dijo haciéndole señas para que saliera. El ayuda de cámara se retiro a regañadientes, y Juani se adentró más en la habitación de luz tenue.
La escena que tenía frente lo dejo sin aliento. Enzo Vogrincic estaba recostado en una tina que había sido colocada cerca del fuego, su cabeza ladeada hacia atrás contra el borde de caoba, una larga pierna colgaba descuidadamente sobre el borde. Sostenía una copa llena de hielo en su mano, su mirada fija en ella mientras tomaba un trago.
Dios santo, pensó Juani perplejamente. Los caballeros que sufren los efectos secundarios de una gran dosis de alcohol, generalmente lucen terriblemente. Sin embargo, Juani jamás había visto algo tan magnifico como Enzo Vogrincic, descuidado y sin afeitar en una tina. Frunciendo el cejo Vogrincic se levantó levemente, causando que el agua se derrame suavemente fuera de la tina. Brillantes arroyos se deslizaban sobre la superficie musculosa de su pecho.
—¿Que estás haciendo aquí? —Preguntó secamente. Juani estaba tan fascinado que apenas pudo responder. Separando finalmente su mirada de él, se humedeció los labios secos con la punta de su lengua.
—He venido a ver si estabas bien.
—Ya me has visto —dijo fríamente —Estoy bien. Ahora vete.
—No estás bien —rebatió —Estas ebrio, y probablemente no has comido nada en todo el día. Necesitas algo más nutritivo que el contenido de tu copa, Sr. Vogrincic —Su fría mirada encontró la de Juani.
—Yo sé lo que necesito, mocoso arrogante. Ahora vete, o sino ganaras una vista completa de Enzo Vogrincic —Juani jamás había sido llamado mocoso. Se suponía que debería estar ofendido, pero a pesar de ello sintió una suave sonrisa crecer desde su pecho.
—¿No sabes que te ocurrirá si sigues bebiendo así? Te convertirás en un hombre asqueroso y arruinado, con una gran nariz colorada y la barriga que le cuelga.
—Así que en eso me convertiré —dijo el fríamente, tragando el resto de su licor en un sólo y deliberado trago.
—Si, y tu cerebro se pudrirá.
—Lo estoy esperando —Se inclinó sobre el borde de la tina, dejando la copa en la alfombra.
—Y serás impotente —finalizó triunfante —Tarde o temprano, el alcohol roba la virilidad del hombre. ¿Cuándo fue la última vez que le hiciste el amor a una mujer, Enzo? —Evidentemente el reto era demasiado para que el aguantara. Vogrincic salió a gatas de la tina con una risa sardónica.
—¿Estas pidiendo prueba de mi virilidad? Creo que sólo hay una verdaderamente efectiva refutación para tu argumento —Mientras la mirada de Juani vagaba sobre el incontrolable cuerpo excitado de Enzo, sintió como se ruborizaba.
—No es necesario… Y-Yo debería irme. Te dejo para que pienses en lo que te he dicho… —Dio vuelta para escaparse, pero antes de que pudiera dar un paso él lo agarro por detrás. Juani se detuvo, sus ojos se cerraron al sentir el cuerpo mojado y masculino apretarse contra su espalda. Su brazo chorreante lo sostuvo justo por debajo de su pecho.
—No deberías lanzar calumnias sobre mi virilidad. Es un tema bastante susceptible para los hombres.
—Tendré que recordarlo –susurró.
—Recuerda hacerlo —Girándolo en sus brazos, cubrió la boca de Juani con la suya. La suavidad de sus labios, rodeados por la piel áspera sin afeitar, era locamente excitante. Juani se curvo hacia el ardientemente, sus manos deslizándose por el brillante cuerpo de él. Dándose levemente cuenta que estaba a punto de tomar un nuevo amante luego de Blas, Juani trato de recuperar su juicio, pero era imposible pensar, con Enzo besándolo una y otra vez, hasta que ambos cayeron sobre la alfombra cubierta de agua. Pero Enzo lo soltó de repente, separándose con un gemido.
—La primera vez no puede ser así. Estoy demasiado borracho para hacerlo correctamente, y no te insultaré de esa manera —Juani lo miró fijamente, demasiado excitado como para pensar claramente.
—No me sentiré insultado. No lo estabas haciendo mal para nada, por el contrario...
—Y en el piso, nada más perdóname, no mereces que te trate de esta manera.
—Estas perdonado —le dijo rápidamente —Me gusta esta alfombra. Entonces volvamos a... —Pero su compañero ya estaba parado a sus pies. Juani aprendió después que Enzo sentía horror de ser poco caballeroso. Encontrando una bata, se la puso de un tirón y la amarró a su cintura. Él volvió a donde estaba Juani y lo levantó del suelo.
—Lo siento. Te tienes que ir, Juani. Ahora, antes que te ponga de espaldas de nuevo —Sólo el orgullo le impidió decirle cuanto le gustaba esa idea, cuando obviamente quería deshacerse de Juani. Suspirando con derrota, Juani le permitió que lo sacará a empujones del dormitorio.
—Mandé a tu ayuda de cámara a traer sanguches —le dijo, precediéndolo por el camino del pasillo —Y espero que te los comas, y que no habrá más brandy para vos esta noche.
—No tengo hambre —Juani puso su voz lo más severa posible.
—Vos comerás, es parte de tu pena por haberme forzado en el suelo.
—Esta bien —dijo apresuradamente —Comeré. —Devolviéndole una cortante sonrisa, Juani le permitió que le abriera la puerta y cruzó el umbral. Sólo cuando la puerta estuvo cerrada detrás, Juani dejó salir un tembloroso suspiro y terminó la frase
—Como deseo que hubieras terminado.
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Hubiese sido una exageración decir que Enzo estaba completamente sobrio cuando Esteban lo subió al carruaje al día siguiente. Se dirigían a un hotel compuesto por cuatro casas lujosas que eran alquiladas a caballeros acomodados o a familias extranjeras. Esteban esperaba que las negociaciones de sus inversiones lo mantuvieran lo suficientemente ocupado para poder dejar de pensar en Francisco. Al menos sólo unos minutos cada vez.
—¿En qué estás pensando tan absorto? —le preguntó —¿Aun no has conseguido revolcarte con Francisco? —Esteban lo observó con los ojos entrecerrados. Enzo suspiro y masajeó sus doloridas sienes —Te diré algo, hay algo en esos jóvenes Romero y sus pequeñas y aristocráticas ranuras que es imposible de resistir.
El comentario expresaba tan perfectamente los propios sentimientos de Esteban que lo hizo sonreír tristemente.
—Al parecer has tomado interés en Juani.
—Si —llegó la no tan feliz respuesta —Un interés que ni un millón de duchas frías me han podido quitar —Esteban se estremeció al darse cuenta que su amigo estaba fuertemente atraído hacia el hermano de Francisco. Era una unión inapropiada, en todo sentido.
—¿No eres muy viejo para el? —Tanteando la siempre confiable botella plateada, Enzo mostró una extrema molestia ante la comprensión de que había olvidado llenarla. Tirando la botella vacía al piso, la miró ofuscadamente.
—Soy demasiado todo para el. Demasiado viejo, demasiado hastiado, demasiado sediento... la lista no tiene fin.
—Mejor ten cuidado, o su hermano mayor te despedazará y te adornará como un ganso de navidad.
—Si lo hace rápidamente, tiene mi bendición —respondió de forma arisca —Maldito seas, Kuku, ojalá nunca me hubieses convencido de visitar Buenos Aires. Hubiésemos ido directo a Montevideo, trabajado unos días y retornado a España lo antes posible.
—No tenías porque venir conmigo —le señaló.
—Tengo la equivocada noción de querer mantenerte fuera de peligro. Y quería ver qué tipo de joven pudo convertirte en semejante estúpido —Preocupado, Esteban contempló el paisaje, observando la tranquila campiña verde que se extendía junto a ellos. Sólo Francisco Romero, pensó tristemente. Un joven tan juicioso que había permanecido soltero en vez de aceptar un pretendiente que estuviera debajo de su estándar.
—Quiero llevarlo a España conmigo —dijo él. Enzo permaneció callado por un buen rato.
—¿Ha indicado Francisco algo que podría llegar a considerar semejante proposición?
—No. En realidad ha dejado claro que algo más que un revolcón de cinco minutos en el armario está fuera de discusión. Porque no soy de su misma clase —Enzo no pareció del todo sorprendido.
—Naturalmente. Tú eres un profesional en la cultura que admira la apatía y tiene desdén por la ambición —Enzo se detuvo por un momento, pensativo, antes de continuar —No me malinterpretes, Kuku eres el mejor hombre que he conocido, y daría mi vida por ti si fuera necesario. Pero la cuestión es, hablando socialmente, que no sólo estas un escalón debajo de Francisco. Estas frente a una larga caída desde el tope de la montaña.
Las palabras apenas si hicieron algo para mejorar el humor de Esteban. Sin embargo, Enzo siempre le había hablado honestamente y Esteban apreciaba más ello que las incontables mentiras bien intencionadas. Recibiendo la observación con un asentimiento de su cabeza, él frunció el ceño a la punta de sus brillantes zapatos negros.
—No diría que la situación es completamente irremediable —continuó Enzo —Tienes muchas ventajas que inspirarían a cualquiera, incluido Francisco, para que pasen por alto el hecho de que eres bastante bien parecido. Las damas parecen encontrarte atractivo, y el mismo diablo sabe que no estas desprovisto de dinero. Y eres malditamente persuasivo cuando lo deseas. No me digas que no puedes arreglártelas para convencer a un chico de veinticinco años para que se case contigo. Especialmente si el ya te ha demostrado su buena disposición para, eh... favorecerte, como aparentemente ha hecho —Esteban le echo una ojeada afilada.
—¿Quién ha hablado de matrimonio? —La pregunta pareció sorprender a Enzo.
—Tú acabas de decir que pensabas llevártelo contigo a España.
—No como mi esposo.
—¿Cómo un amante? —preguntó incrédulamente —No puedes realmente creer que el se rebajaría a aceptar tal arreglo.
—Haré que lo acepte, con cualquier método si es necesario.
—¿Y qué hay de su relación con el señor Pardella?
—Pondré fin a eso —Enzo lo miró fijamente, confundido.
—Dios mío, ¿estoy equivocado Kuku, o en verdad te propones arruinar toda esperanza de matrimonio que pueda tener Francisco, denigrando su nombre en dos continentes, rompiendo todos los lazos con su familia y amigos, y destruyendo todas las esperanzas de que el pueda alguna vez participar en la sociedad decente? ¿Y probablemente forzarle un hijo bastardo en el camino? —La idea hizo que Esteban sonriera fríamente. Enzo entrecerró los ojos —Maldición, jamás hubiese pensado que fueses capaz de tanta maldad.
—No me conoces, entonces.
—Aparentemente no —murmuró con una sacudida extrañada de su cabeza. Aunque era claro que a él le hubiera gustado continuar, un camino particularmente lleno de baches hizo que se inclinara más atrás en su asiento y se agarrara la cabeza con un quejido.
Esteban volvió su mirada a la ventana, mientras que un vestigio de una fría sonrisa permaneció en sus labios.
- -
El placer de Rafael antes la partida de Vogrincic y Kukurizcka sólo duro un día, hasta que descubrió que Juani había partido para Montevideo la mañana siguiente.
Francisco estaba seguro que a alguno de los sirvientes se le escaparía algo antes de que Juani partiese. Gracias a la Sra. Sandra todos los labios, desde el fregadero hasta los establos, estuvieron cerrados, ya que nadie se atrevía a incurrir en la furia de la ama de llaves traicionando los planes de Juani.
Cuando el carruaje de Juani finalmente partió, el sol había comenzado a verter sus primeros rayos débiles sobre el camino que conducía a Buenos Aires. Exhalando un suspiro de alivio, Francisco se detuvo en la entrada, luciendo un vestido de mañana de un pálido azul y calzando unas zapatillas de fieltro.
—Sra. Sandra —dijo, sosteniendo la mano de la ama de llaves. Sus dedos la apretaron brevemente —¿Cuantos años ha pasado viendo como los Romero hacían cosas que usted no aprobaba? —La ama de llaves sonrió ante la pregunta retórica, y allí se quedaron, parados juntos con una afectuosidad silenciosa, viendo desaparece el carruaje al final del camino.
Una voz hizo que ambos se sobresaltaran, y Francisco dio vuelta para encontrar la mirada sospechosa de su hermano. Rafael estaba ataviado con sus ropas de caza, sus ojos fríos y claros en medio de los duros ángulos de su rostro.
—¿Me podrían decir que está sucediendo? — preguntó bruscamente.
—Como no, querido –miró a la Sra. Sandra —Gracias, Sra. Sandra, estoy segura de que tendrá cosas que hacer.
—Si, niño —llegó la inmediata y claramente agradecida respuesta, ya que la ama de llaves no tenía deseos de estar presente durante una de las raras pero volcánicas furias de Rafael. Se apresuró a retirarse, sus faldas negras flotando detrás de ella.
—¿Quién viajaba en ese carruaje? —demandó.
—¿Pasamos a la sala? —sugirió —Pediré té, y….
—No me digas que era Juani.
—Esta bien, no te lo diré… —Fran pausó antes de agregar tímidamente — ….Pero lo era. Y antes de que eches espuma por la boca…
—¡Por todos los cielos, mi hermano no ha salido a toda carrera hacia Montevideo en busca de ese maldito libertino! —dijo con furia asesina.
—Juani estará perfectamente bien —dijo a toda prisa —Se quedará en un buen hotel, y el tiene una acompañante, y...
—Voy a buscarlo ya mismo -—se abalanzó hacia la puerta.
—¡No! No lo harás, Rafa —Aunque Fran no elevó su voz, su tono hizo que él se paralizara —Si te atreves a seguirlo, dispararé a tu caballo —Rafael giró para clavarle los ojos incrédulamente.
—No tengo que decirte lo que el está arriesgando...
—Sé perfectamente bien lo que Juani está arriesgando. Y el también.
—Dame una buena razón por la que deba quedarme parado y no hacer nada.
—Porque Juani estará resentido de por vida con vos si intervienes —Sus miradas se encontraron por un largo rato. Lentamente, la furia pareció abandonar a Rafael, y se sentó pesadamente en la silla más cercana. Francisco no pudo evitar sentir una pizca de simpatía hacia él, sabiendo que para un hombre como su hermano, esta impotencia forzada era la peor clase de tortura.
—¿Por qué tuvo que ser él? —masculló —¿Por qué no pudo elegir un hombre más decente de una sólida familia argentina?
—Enzo no es tan terrible —dijo sin poder contener una sonrisa.
—Vos te niegas a ver más allá de todo ese encanto vacío, y esa maldita insolencia española que parecen encontrar tan encantadora.
—Te olvidas de mencionar todo el agradable dinero español —bromeó Fran. Rafael levantó su mirada hacia el cielo, claramente preguntándose que había hecho para merecer dos hermanos tan rebeldes.
—Él va a usarlo, y luego romperá su corazón —dijo Rafa llanamente. Sólo alguien que lo conocía bien pudo escuchar la espantosa preocupación de su voz.
—Oh, Rafa —dijo suavemente —Juani y yo somos más fuertes de lo que vos crees. Y cualquiera debe arriesgarse a sufrir, en un momento u otro —Llegando al lado de su silla, Fran deslizó una mano sobre su cabello castaño —Incluso vos.
Él se encogió de hombros irritablemente y se soltó de la mano de Fran.
—Yo no tomo riesgos innecesarios.
—¿Ni siquiera por amor?
—Especialmente no por eso —Sonriendo afectuosamente, Francisco sacudió su cabeza.
—Como espero el día en que caigas rendido bajo el hechizo de una mujer —Rafael se levantó de su silla.
—Tendrás que esperar un buen tiempo para ello —respondió, y abandonó la sala con su usual andar impaciente.
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Tomando residencia en una suite elegantemente adornada con muebles de caoba y bronce, Enzo pronto descubrió que la reputación de la calidad del hotel era merecida. Luego de una noche de buen sueño y un desayuno de crepes y huevos de ave, Enzo decidió corregir su opinión sobre Montevideo. Tuvo que admitir que una ciudad con tantas casas de cafés, jardines y teatros, no podía ser tan mala.
Un día de reuniones y una larga cena en una taberna local hubieran dejado exhausto a Enzo, pero encontró difícil dormirse esa noche. Él tenía miedo de estarse enamorando de Juan Romero. Él lo quería, lo adoraba, lo deseaba ardientemente, cada maldito momento. Sin embargo, cada vez que pensaba que hacer con Juani, llegaba a la misma conclusión. Enzo Vogrincic no era del tipo que se casaba, y aun si lo fuera, a él le importaba demasiado Juani para exponerlo a los tiburones de su familia. Peor aún, estaba tan malditamente casado con la botella para considerar en tomar un novio y eso era algo que él dudaba pudiera solucionar, aunque lo quisiera.
Comenzó una tormenta, los truenos resonando y aplaudiendo mientras que la lluvia caía en explosiones intermitentes. Enzo abrió la ventana un milímetro o dos para dejar que el olor a la lluvia de verano se colara en el cuarto. Tendiéndose entre las sabanas frescas, el trató y falló de dejar de pensar en Juani. En algún momento del medio de la noche, sin embargo, fue rescatado por el golpecito en la puerta de su cuarto y el tranquilo murmullo de su ayuda de cámara.
—¿Sr. Vogrincic? Disculpe, alguien lo espera en la puerta de entrada. Le pedí que volviera a una hora más apropiada, pero el no se ira —Enzo luchó para incorporarse y bostezó, rascándose el pecho.
—¿Quién?
.
—El joven Juan Romero, señor.
—¿Juani? —estaba anonadado —El no puede estar aquí. El está en Buenos Aires.
—El definitivamente está aquí, Sr. Vogrincic —Enzo saltó de la cama como si lo hubieran electrocutado, buscando rápidamente su bata para cubrir su desnudez.
—¿Ha pasado algo? —preguntó el —¿Cómo luce?
—Mojado, señor —Aún estaba lloviendo, Enzo se dio cuenta con una creciente preocupación, preguntándose porque demonios Juani vendría aquí en el medio de una tormenta. Demasiado preocupado para buscar sus pantuflas o peinar su cabello, Enzo salió a grandes pasos de su cuarto, siguiendo a su ayuda de cámara hasta la puerta.
Y allí estaba Juani, parado en un pequeño charco de agua. El le sonrió, aunque sus ojos zafiro estaban alerta bajo el borde de un sombrero empapado. Justo en ese momento, observándolo a través de la puerta, Enzo Vogrincic, cínico, hedonista, borracho, libertino, se enamoró desesperadamente.
Enzo nunca había estado tan completamente esclavizado de otro ser humano. Juani tan encantador y tontamente esperanzado. Miles de palabras de afectos llenaron su mente, y se dio cuenta tristemente que él era el mismo estúpido que había acusado de ser, el día anterior, a Esteban.
—Juani —dijo suavemente, acercándose. Su mirada recorrió el rostro sonrojado y mojado de el, mientras que pensaba que lucia como un ángel manchado —¿Esta todo bien?
—Perfectamente —la mirada de Juani siguió el frente de su bata de seda hasta sus pies descalzos, y se ruborizó ante la comprensión de que él estaba desnudo debajo. Sin poder evitar tocarlo, Enzo se acercó y le quitó el abrigo, dejando que una cascada de gotas cayera al suelo. Se lo pasó al ayuda de cámara, quien fue a colgar la prenda en un perchero cercano. Le siguió el sombrero empapado, y luego Juani se quedó de pie temblando frente a él, con el dobladillo de sus faldas empapado y embarrado.
—¿Por qué has venido a Montevideo? —preguntó suavemente.
—Tenía compras que hacer. Me estoy quedando en el hotel de al lado. Y ya que nuestros respectivos alojamientos están tan cerca, pensé en hacerte una visita social.
—¿En medio de la noche?
—Los negocios no abren hasta las nueve —dijo Juani razonablemente —Eso nos da tiempo para hablar —Enzo le echó una mirada irónica.
—Sí, unas siete horas. ¿Pasamos a la sala?
—No, en tu cuarto —Juani se abrazó tratando de evitar sus temblores. Enzo exploró la mirada de Juani, buscando una duda, encontrando sólo la necesidad de conexión, de cercanía, que se comparaba a la de él. Juani le mantuvo la mirada mientras continuaba temblado. Tiene frió, pensó Enzo. Él podría calentarlo.
De repente Enzo se encontró actuando antes de darse la oportunidad de pensar sensatamente.
Luego de cerrar la puerta detrás de ellos, encendió un pequeño fuego en el hogar. Juani quedó parado frente a él, dócil, bañado por la luz destellante naranja amarilla mientras Enzo comenzó a desvestirlo. Juani estaba callado y pasivo, levantando sus brazos sólo cuando era necesario, deshaciéndose de su vestido mientras caía en una masa húmeda. Uno a uno Enzo fue dejando caer las húmedas prendas en la silla, despojando cuidadosamente capas de muselina, algodón y seda del cuerpo de el. Cuando lo tuvo finalmente desnudo, con la luz del fuego adornando su voluptuoso cuerpo y su cabellera castaña clara, Enzo no se interrumpió para mirarlo. En lugar de ello se quitó su propia bata y lo cubrió con ella, envolviéndolo en la seda que aún estaba caliente por su propia piel. Juani se quedó sin aliento mientras lo levantaba y lo llevaba a la cama, tendiéndolo en el medio de la arrugada ropa de cama. Enzo acomodó el acolchado alrededor y se unió a el debajo, abrazándolo. Sujetándolo al estilo cuchara, él apoyó su mejilla contra sus rizos.
—Juani... tengo que advertirte de las consecuencias de lo que estamos a punto de hacer…
—Lo se —lo interrumpió, separándose de él. Evidentemente Juani no quería discutir nada de importancia en ese momento. Mientras se deshacía de la bata, le regaló una sonrisa provocativa —Hablaremos de ello más tarde.
- -
La primera mañana de despertar en los brazos de Enzo le hizo sentir a Juani como si el mundo se hubiera transformado mientras dormía. Nunca había esperado volver a sentir esa íntima conexión con un hombre.
Cuando Enzo dormía, su rostro estaba privado de su habitual inexpresividad, tenía el semblante de un severo ángel. Sonriendo, Juani dejó que su mirada trazara la dura belleza de sus rasgos, la larga y chueca nariz, la exuberancia de sus labios, el cabello negro como ebano.
—Eres demasiado apuesto para expresarlo con palabras —le informó, cuando él bostezó y se estiró —me pregunto si puedes conseguir que alguien te escuche seriamente, cuando probablemente lo único que en realidad quieren sea sentarse y mirarte durante horas —Su voz estaba ronca de sueño
—No quiero que nadie me escuche en serio. Eso sería peligroso —Sonriendo, Juani le retiró el pelo de la frente.
—Debo regresar a mi hotel antes de que se despierte la señora Vilaró.
—¿Quién es la señora Vilaró?
—Mi señora de compañía. Es vieja, dura de oído, y también terriblemente corta de vista.
—Perfecto —comentó con una rápida mueca —Tengo unas reuniones esta mañana. Pero me gustaría escoltarlas a ti y a la señora Vilaró a alguna parte esta tarde, quizás un espectáculo de panorama.
—Es casi el amanecer —protestó Juani, retorciéndose bajo él —debo irme.
—Será mejor que reces porque la señora Vilaró duerma hasta tarde esta mañana —dijo él, ignorando sus protestas.
- -
Mucho más tarde ese día, Enzo demostró ser la compañía más entretenida que se pudiera imaginar, especialmente para la señora Vilaró, que parecía una imperiosa gallina con su túnica marrón y su cofia emplumada. Y el hecho de que fuera español no estaba a su favor, ya que la señora de compañía era profundamente desconfiada con los extranjeros. Sin embargo, Enzo se la ganó con el andar del tiempo por pura persistencia.
—…uno no debería nunca casarse con alguien que sea similar en forma, temperamento y apariencia a uno mismo — les aconsejó a ambos la chaperona —por ejemplo, un caballero de cabello oscuro, no debería casarse con una morena, ni debería casarse un hombre corpulento con una muchacha excesivamente equipada. El de buen corazón debería unirse con el de sangre fría, el nervioso con el estoico, y el apasionado debería casarse con la cerebral.
—Entonces, ¿no está aconsejado que dos individuos apasionados se casen?
—No, ciertamente —fue la enfática respuesta —¡Piensa sólo en la naturaleza excitable de sus niños!
—Aterrador —dijo Enzo, elevando sus cejas con mofa hacia Juani.
—Y la posición social es de lo más significativo —dijo la señora Vilaró —Sólo aquellos de la misma situación deberían casarse o si hubiera desigualdad, el marido debería ser superior a la de la prometida. Es imposible que una mujer respete a un hombre que esté por debajo de su situación.
Juani se tensó súbitamente, mientras Enzo se quedaba callado. No tuvo que mirarle para saber que estaba pensando en Esteban y Francisco.
—¿Tendré una oportunidad de ver a Kuku en Montevideo? —le preguntó a Enzo, mientras la señora Vilaró seguía perorando, inconsciente del hecho de que no estaba siendo escuchada. Enzo asintió.
—Mañana por la noche, si me haces el honor de acompañarme al teatro.
—Sí, eso me gustaría —se paró antes de preguntarle en voz baja —¿Te ha mencionado Kuku a mi hermano últimamente? —Él dudó, y le lanzó una mirada precavida.
—Si
—¿Te ha dado alguna indicación de la naturaleza de sus sentimientos hacia el?
—Se podría decir —replicó secamente —que está bastante amargado, y muy deseoso de venganza. Las heridas que el le dejó tiempo atrás fueron tan profundas que casi fueron letales —Juani sintió una corriente de esperanza seguida inmediatamente por una de desesperación.
—No fue por su culpa, pero Fran nunca se permitirá explicarle lo que ocurrió, o por qué se comportó como lo hizo —Enzo lo miró fijamente
—Cuéntamelo.
—No puedo —dijo miserablemente —le prometí a mi hermano que no revelaría nunca sus secretos. Nunca traicionaría a Fran… —Incapaz de interpretar la expresión de él, frunció la frente con aire de disculpa —Sé que debes echar en cara quedarme en silencio, pero…
—Eso no es lo que estoy pensando.
—Entonces, ¿en qué estás pensando?
—En que todo lo que aprendo de ti me hace amarte más —A Juani se le interrumpió la respiración durante un segundo, atónito por la admisión. Le llevó un largo rato hablar.
—Enzo…
—No tienes que decirlo también —murmuró él —por una vez, quiero tener el placer de amar a alguien sin pedirle nada a cambio.
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Había dos clases de espectadores: aquellos a que realmente disfrutaban de la obra, y luego la gran mayoría que habían ido por razones puramente sociales.
El teatro era un lugar para ser visto, para intercambiar cotilleos, y para llevar a cabo amoríos. Sentado en un palco junto a Enzo Vogrincic, Esteban, la señora Vilaró y otras dos parejas, Juani pronto dejo todos los intentos de escuchar lo que ocurría sobre el escenario, ya que la mayoría de la audiencia había elegido hablar durante toda la función. En lugar de eso, se echó hacia atrás y observó el desfile de hombres y mujeres que venían a su palco. Era remarcable la cantidad de atención que ese par de saludables industriales españoles atraían.
Enzo era un experto en chanzas sociales, pareciendo relajado y sonriente mientras charlaba con los visitantes. Esteban, por otro lado, era con mucho más reservado, haciendo pocas observaciones y eligiendo sus palabras con cuidado. Juani estaba más que un poco intimidado por Esteban.
Cuando Enzo fue a conseguirle un vaso de limonada, y uno cordial para la señora Vilaró, Juani tuvo una oportunidad para hablar con Esteban de una forma más o menos privada, ya que la acompañante era sorda como un poste. A pesar de la fachada invulnerable de Esteban, vio los signos de la fatiga en su rostro, y las sombras bajo sus ojos revelaban muchas noches sin dormir. Juani sabía cuán terrible era amar a alguien que no podías tener, y era incluso peor para Esteban, porque nunca sabría por qué Francisco le había rechazado. Cuando la conciencia culpable de Juani le recordó el papel que había jugado en causar que Esteban fuera expulsado de Buenos Aires durante todos aquellos años, sintió como se ponía rojo. Para su consternación, Esteban notó el rubor delator.
—Juan… —murmuró —¿te perturba mi compañía por alguna razón?
—No —dijo de inmediato. Esteban sostuvo su mirada cuando replicó gentilmente.
—Creo que sí. Encontraré otro sitio desde el cual ver la obra, si eso alivia tu incomodidad.
Cuando Juani miró en sus fatigados ojos marrones, y recordó el enérgico muchacho que una vez había sido, y pensó en la disculpa que había querido hacerle durante muchos años. Se llenó de agitación cuando consideró la promesa que le había hecho a Francisco, pero esa promesa había sido no hablar nunca de las cicatrices. No había prometido no hablar de las manipulaciones de su padre.
—Kuku —dijo vacilantemente —mi incomodidad surge del recuerdo de algo que hice hace mucho tiempo. En realidad, de una injusticia que hice con vos.
—¿Te refieres a la época en la que estaba al servicio de la hacienda? —le preguntó frunciendo levemente el ceño —Sólo éramos unos niños.
—Me temo que los niños son bastante adeptos de hacer travesuras, y yo no era la excepción. Esa fue la razón por la que vos fuiste enviado a Montevideo tan repentinamente —Esteban lo miró con brusca intensidad, permaneciendo en silencio mientras continuaba —Ya sabes cómo solía seguir a Francisco por todas partes, viendo todo lo que hacía. Yo lo adoraba. Y por supuesto, sabía el apego que había entre los dos. Supongo que estaba un poco celoso, queriendo todo el amor y atención de mi hermano, que era mi modelo a seguir. Por lo tanto, cuando por casualidad los vi en la cochera un día, mientras los dos estaban… —Juani paró y se sonrojó incluso un poco más. —Hice lo peor que se podía hacer, no entendí cuáles serían las consecuencias, fui a mi padre y le conté lo que había visto. Y es por eso que fuiste despedido y enviado a Montevideo. Después de aquello, cuando comprendí los resultados de mi acción y vi cómo sufría Francisco, sentí el peor tipo de remordimiento. Siempre me he arrepentido de lo que hice, y aunque no espero que me perdones, quiero decirte cuánto lo siento.
—¿Sufriendo? —repitió con voz atónita — Francisco me envió a Montevideo porque se arrepintió de tener sentimientos por un criado. El sabía que pronto me convertiría en una vergüenza para el.
—No —le interrumpió —Fue nuestro padre. No puedes saber qué tipo de hombre vengativo era él. Le dijo a mi hermano que si el te volvía a ver, te destruiría. Juró que no descansaría hasta que te quedaras sin casa ni ningún medio de subsistencia. Que terminarías muerto o en prisión. Y Francisco le creyó, porque lo conocía y sabía de lo que era capaz. Nunca quiso que te fueras de Buenos Aires, pero hizo lo necesario para protegerte. Para salvarte. De hecho, la única razón por la que mi padre arregló tu contrato de aprendizaje en Montevideo, en lugar de arrojarte a las calles, fue porque Francisco se lo exigió.
Esteban le arrojó una mirada burlona. —Entonces, ¿por qué no me lo dijo a tiempo?
—Mi hermano creyó que si te daba algún motivo de esperanza, lo hubieras arriesgado todo para volver con el —Juani bajó la mirada a su regazo, alisando la seda de su vestido mientras murmuraba —¿Estaba equivocado en eso?
Transcurrió un silencio inacabable.
—No —susurró finalmente Esteban.
Levantando su mirada, Juani cómo Esteban miraban ciegamente hacia la obra del escenario. Parecía compuesto, hasta que notó la humedad del sudor en su frente, y la superficie blanca de sus nudillos al descansar el puño en su muslo. Juani reflexionó incómodo que había revelado demasiado, pero una vez que había comenzado, encontró difícil el parar. Tenía que poner las cosas claras, si sólo hiciera comprender a Esteban la verdad de una faceta del pasado.
—Después de que te fueras. Francisco nunca volvió a ser el mismo. El te amaba Kuku, lo suficiente para que eligiera hacer que lo odiaras, antes que verte dañado de ningún modo —Su voz sonaba confusa por la hostilidad condensada.
—Si eso fuera así me lo hubiera dicho ya. Tu padre está muerto y no hay nada que pueda detener a Francisco de enderezar las cosas.
—Quizás... —dijo cuidadosamente —No quiere que te sientas obligado hacia el de ningún modo. O quizás tiene miedo, por alguna razón que vos todavía tienes que aprender. Si sólo…
Se quedó callado cuando Esteban abrió sus manos repentinamente y le hizo un gesto para que se detuviera, mientras su mirada ciega permanecía fija en el escenario. Notando el leve temblor de su mano, Juani comprendió que la información le había molestado, cuando había pensado que la recibiría con gratitud, o incluso con alivio. Mordiéndose el interior de su labio inferior, Juani se sentó en abatido silencio, mientras Esteban bajaba su mano y continuaba enfocando algún objeto distante.
Vio con alivio volver a Enzo al palco con su limonada. Él miró alternativamente su rostro y el de Esteban, sensible a la tensión quebradiza en el aire. Volviendo a tomar su sitio al lado de Juani, Enzo empleó con el su sencillo encanto hasta que el rubor de incomodidad palideció, y Juani fue capaz de sonreír con naturalidad. Esteban, por otro lado, parecía como si estuviera mirando a las entrañas del infierno. La transpiración de su rostro se acumuló hasta que la humedad se había transformado en pesadas gotas, y cada línea de su cuerpo estaba tensa y apretadamente dispuesta. Parecía inconsciente de lo que ocurría a su alrededor, o incluso de dónde estaba. Cuando pareció que no podía soportarlo más, se levantó de su asiento con un murmullo, y dejó rápidamente el palco.
Enzo se giró hacia Juani con una mirada atónita.
—¿Qué le pasó a Kuku? ¿De qué hablaron mientras no estaba?
- -
Pasando las enormes columnas que apuntalaban la entrada con frontón, Esteban se paró al resguardo de la más lejana, donde podía permanecer en sombras. Su cuerpo y mente eran un caos. El eco de las palabras de Juani zumbó en sus oídos, erosionando su autocontrol, haciéndole preguntarse con irritación qué demonios debía creer. La idea de que todo lo que había pensado durante seis años pudiera no ser verdad, le sacudía hasta el puro núcleo. Le aterrorizaba.
De repente recordó sus propias palabras de antaño.
—Fran, nunca te dejaré a menos que me digas que me vaya…—
Eso no había sido totalmente cierto. El hecho era que hubiera necesitado bastante más que eso. Si Esteban hubiera retenido alguna esperanza de que Francisco le amara, habría seguido regresando a él, empujado por una necesidad que con mucho pesaba más que cualquier sentido de auto conservación.
Francisco había sido consciente de eso.
Esteban arrastró la manga de su fina chaqueta de paño por su rostro. Si era cierto, Francisco le había enviado lejos de el para protegerlo de la venganza del viejo conde, y lo había amado. Quizás no quedara nada de ello en este momento, pero el le había amado una vez. Se esforzó en dejar de creerlo, mientras al mismo tiempo se llenaba con la agonía de una emoción que parecía imposible que la carne de un mero humano pudiera contener. Necesitaba ir con el, y preguntarle si era cierto. Pero ya conocía la respuesta, que estaba confirmada por una repentina certeza que de repente había emanado del interior de sus huesos.
Francisco lo había amado, el conocimiento le hizo tambalearse.
- -
Enzo fue a ver a Juani más tarde esa noche, deslizándose en la casa y subiendo a su dormitorio. Lo desvistió cuidadosamente y le hizo el amor durante largo rato, moviéndose en su interior con deslizamientos profundos, lánguidos, levantándolo gentilmente para que intercambiaran sus posiciones. Sus gemidos fueron apaciguados con sedosos e inquisitivos besos, mientras su cuerpo tembloroso agradecía su peso afirmador.
—Eres insaciable —le acusó Juani con un temblor de risa en su voz.
—No más que tú.
—Te confieso, Enzo que me estoy apasionando bastante con vos.
—¿Apasionando? —se burló él —Estás locamente enamorado de mí —Juani sintió que su corazón se saltaba un latido, pero mantuvo su tono ligero.
—Dime, ¿Por qué debería ser tan tonto como para enamorarme de vos?
—Hay una multitud de razones —le informó —No sólo te satisfago en la cama, además da la casualidad de que soy uno de los hombres más ricos del mundo civilizado.
—No me importa tu dinero.
—Ya lo sé, maldición —Ahora Enzo comenzó a sonar contrariado —Esa es una de las razones que tengo para tenerte.
—¿Tenerme?
—Casarnos —Frunciendo el ceño, Juani comenzó a apartarse, pero él lo retuvo —Mereces considerarlo ¿no? —preguntó Enzo.
—¡No cuando no nos conocemos uno a otro más de quince días!
—Entonces dime cuánto tiempo de noviazgo quieres. Puedo esperar.
—Tienes que volver a España.
—Puedo esperar —repitió él tercamente. Suspirando, Juani bajó el rostro hasta su pecho y dejó descansar su mejilla. Se esforzó en ser honesto.
—Nada me induciría a casarme con vos, cariño —Los brazos de Enzo lo rodearon entonces. Lo sostuvo un poco demasiado apretadamente, y dejó correr las manos sobre su espalda en una larga, suplicante caricia.
—¿Por qué no?
—Porque me importas demasiado para ver cómo te destruyes a vos mismo —La resignación aplastó su voz.
—Quieres que deje de beber.
—No. No quiero tomar parte de esa decisión.
—Pero ¿considerarías el casarte conmigo si no bebiera? —Después que Juani lo dudara largo rato, lo urgió en que levantara la cabeza y lo mirara.
—Sí —dijo regañadientes —En ese caso, probablemente lo consideraría.
La expresión de Enzo era cerrada, su boca torciéndose como si estuviera mirando dentro de él, y no estuviera satisfecho con lo que veía.
—No sé si puedo parar —murmuró con una franqueza que admiró pese a que las palabras no eran bien acogidas —Ni siquiera sé si quiero hacerlo. Preferiría sólo continuar bebiendo, y tenerte a ti a también.
—No puedes —dijo rotundamente —Incluso aunque seas un Vogrincic.
—Te daría todo lo que siempre has querido. Te llevaría a cualquier lugar del mundo. Cualquier cosa que pidieras…
—Se interpondría entre nosotros, con el paso del tiempo —Juani comenzó a preguntarse si no estaría loco, rechazando una propuesta por la que la mayoría de las mujeres habrían caído de rodillas por gratitud. Una sonrisa trémula vino a sus labios cuando vio la expresión de él. Estaba claro que no era un hombre acostumbrado a ser rechazado por ninguna razón —Vamos sólo a disfrutar el tiempo que tenemos juntos ahora. Regresaré a Buenos Aires en unos pocos días, pero hasta entonces…
—¿Unos pocos días? No, quédate más, y regresa conmigo —Juani sacudió la cabeza
—No podríamos viajar juntos. La gente hablaría.
—Me importa un comino —La desesperación se filtró en su voz —Sólo acéptame como soy, Juani.
—Quizás pudiera si me importaras menos —le contestó, manteniendo los ojos cerrados mientras Enzo rozaba con los labios las delicadas cejas, sus pestañas, sus cálidas mejillas, la punta de su nariz —Pero no me someteré a mi mismo al proceso de perderte poco a poco, hasta que o te hayas matado o te hayas convertido en alguien que no reconozca.
Enzo levantó la cabeza y le lanzó una mirada malhumorada. —Al menos dime una cosa. ¿Me amas? —Juani se quedó callado, sin saber si la admisión haría ponerse las cosas mejor o peor —Tengo que saberlo —dijo, su boca torcida con auto desprecio mientras escuchaba la súplica en su propia voz —Si voy a cambiar mi vida por ti, tengo que tener alguna esperanza.
—No quiero que cambies por mí. Tendrás que tomar la misma decisión cada día, una y otra vez, debe ser sólo por ti mismo. De otro modo llegarás a resentirte conmigo —Vio cuánto quería Enzo pelear con el. En su lugar, se puso a su lado, envolviéndole flojamente la cintura con su brazo.
—No quiero perderte —susurró él. Acariciando la parte de atrás de su mano, Juani suspiró.
—He estado a la deriva durante tanto tiempo, incluso desde la muerte de Blas, y ahora finalmente estoy listo para volver a comenzar a vivir. Viniste justo en el momento en que te necesitaba, y por eso siempre te recordaré con cariño y gratitud.
—¿Cariño? —repitió Enzo, su boca torcida —¿Gratitud?
—No voy a admitir nada más que eso —Refunfuñando en voz baja, Enzo se alzó sobre el.
—Quizás pueda poner a prueba tu resolución.
—Me encantaría que lo intentaras —dijo rodeándolo con los brazos como si pudiera de algún modo protegerlo de los demonios de su interior.
Chapter Text
Francisco suspiró mientras extraía otra hoja de papel, cerca de una docena de cartas estaban apiladas delante de el, de amigos y parientes que estaban sin duda resentidos por su tardanza en contestar.
Francisco frunció el ceño a las tres cartas que ya había terminado. Hasta ahora había descrito asuntos menores de la casa, relatado algunos escogidos cotilleos, e incluso comentado el tiempo reciente.
—Que diestro te has vuelto en contarlo todo excepto la verdad —se comentó a sí mismo con una sonrisa auto despectiva. Pero dudaba que sus novedades reales fueran música para los oídos de sus pariente —…he tomado recientemente un amante, y he participado en dos encuentros decididamente tórridos, uno en el bosque, y otro en el gabinete de mi dormitorio. Mi hermano Juani goza de buena salud, y está actualmente de visita en Montevideo, donde en este momento probablemente estará rodando por la cama con un español perpetuamente embriagado….
Imaginándose cómo sería recibida una misiva como esa por su almidonada prima Paula, o por su tía abuela Strauch, Francisco reprimió una sonrisa. La voz de su hermano vino de la entrada, suministrando una bienvenida interrupción.
—Dios mío. Debes estar completamente sin nada que hacer, si has recurrido a escribir cartas —Fran levantó la mirada hacia Rafael con una sonrisa bromista.
—Habla la única persona del mundo que es más abominable con la correspondencia que yo.
—Aborrezco cada aspecto de ella —Admitió —De hecho, la única cosa peor que escribir una carta es recibir una. Dios sabe por qué alguien podría pensar que estaría interesado en las pequeñeces de su vida —Continuando sonriendo, Francisco bajó su pluma y miró una pequeña mancha de tinta en la punta del dedo —Hablando de correspondencia… Ha llegado un mensajero de Montevideo.
—¿Todo el camino desde Montevideo? Si son las ostras que envié buscar, llegan dos días pronto.
—No son ostras —Rafael caminó hacia la entrada y le hizo un gesto —La entrega es para vos. Ven a la entrada.
—Muy bien —Se levantó del escritorio y siguió a Rafa al hall de la entrada. El aire estaba impregnado por la embriagadora fragancia de las rosas, como si todo el hall hubiera sido bañado en caro perfume —Dios santo —exclamó parándose en seco ante los enormes montones de flores que estaban siendo traídas de un carro de fuera. Montañas de rosas blancas, algunas con apretados capullos, otras en pleno glorioso florecer. Dos lacayos habían sido reclutados para asistir al conductor del carro, y los tres seguían yendo fuera para traer ramo tras ramo envuelto en rígido papel de encaje blanco.
—Quince docenas de ellas —dijo Rafa bruscamente —Dudo que quede una sola rosa blanca en Montevideo.
Francisco no podía creer lo rápido que le latía el corazón. Se movió lentamente hacia delante y tiró de una única rosa de uno de los ramos. Acunando el delicado cáliz de la flor con los dedos, inclinó la cabeza para inhalar su perfume. Los pétalos eran un roce de fría seda contra la mejilla.
—Hay algo más —dijo Rafa. Siguiendo su mirada, Francisco vio al mayordomo dirigiendo a otro lacayo incluso para abrir una enorme canasta de madera llena de bultos del tamaño de un ladrillo envueltos en papel marrón.
—¿Qué es eso, Roberto?
—Con su permiso, joven, lo descubriré. —El anciano mayordomo desenvolvió uno de los bultos con gran cuidado. Extendió el papel marrón encerado abriéndolo para revelar un húmedamente fragante pan de jengibre, su especia añadiendo una nota acre al olor de las rosas.
Francisco se puso la mano sobre la boca conteniendo una burbujeante risa, mientras alguna inidentificable emoción hacía temblar su cuerpo entero. La ofrenda lo preocupaba terriblemente, y al mismo tiempo, estaba locamente complacido por su extravagancia.
—¿Pan de jengibre? —preguntó incrédulamente Rafael —¿Por qué demonios te enviaría Kuku una canasta entera de pan de jengibre?
—Porque me gusta —fue su respuesta sin aliento —¿Cómo sabes que es de Esteban? —Rafael le lanzó una mirada reveladora, como si a sólo un imbécil se le ocurriera otra cosa.
Palpando un poco a tientas el sobre, Francisco extrajo una hoja de papel doblada. Estaba cubierta de una apretada escritura, su caligrafía práctica y sin florituras:
"Ni millas de plano desierto, ni la peligrosa altura de las montañas
Ni mares de azul interminable
Tampoco palabras, ni lágrimas, ni temores callados
Evitarán que regrese a ti."
No había firma, no era necesario. Francisco cerró los ojos, mientras su nariz le picaba y cálidas lágrimas se exprimían de sus pestañas. Presionó sus labios brevemente contra la carta, sin importarle lo que pensara Rafael.
—Es un poema —dijo con inseguridad —Uno terrible —Era la cosa más adorable que nunca había leído. Lo mantuvo contra su mejilla y usó luego la manga para enjugar sus ojos.
—Déjame verlo —Inmediatamente Francisco plegó el poema dentro de su corpiño.
—No, es privado —Luchó contra la cerrazón de su garganta, deseando que retrocediera la fuente de indómita emoción. Suspirando tenso, Rafael le dio su pañuelo.
—¿Qué puedo hacer? —murmuró Rafa, embrollado por la vista de las lágrimas de su hermano. La única respuesta que Francisco le pudo darle era la que él más odiaba escuchar.
—No hay nada que puedas hacer —Fran pensó que él iba a rodearlo con los brazos para un abrazo consolador, pero ambos se distrajeron por la aparición de un visitante que entró en el hall con la estela de ocupados lacayos. Vagando hasta dentro con las manos hundidas en los bolsillos de su chaqueta, Agustín, el señor Pardella, miró la proliferación de rosas blancas con una expresión divertida.
—Me imagino que son para vos —le dijo a Francisco, sacando las manos de los bolsillos al aproximarse.
—Buenas tardes, Pardella —dijo Rafa, sus modales volviéndose como de negocios cuando estrecharon sus manos —Tu llegada es justo a tiempo, creo que Francisco necesita alguna distracción placentera.
—Entonces me esforzaré en ser tanto placentero como distraído —replicó con una mueca fortuita. Se inclinó graciosamente sobre la mano de Francisco.
—Ven a pasear conmigo por el jardín —le urgió Fran, los dedos apretados en los suyos.
—Qué idea excelente —tomó uno de los ramos acumulados en la mesa de la entrada, rompió un capullo marfil perfecto, y lo puso en su solapa. Extendiendo su brazo hacia Francisco, caminó con el atravesando el hall hacia las puertas francesas de la parte trasera de la casa.
Sintiéndose calmado por la serenidad del jardín y por la presencia tranquilizante de Agustín, Francisco dejó escapar un prolongado suspiro.
—Las rosas eran de Esteban —dijo finalmente.
—Eso he entendido —replicó.
—Había un poema también. —Lo extrajo de su corpiño y se lo dio, Agustín era la única persona en el mundo a quien el permitiría leer algo tan íntimo. Parándose en el centro del camino, Agustín desdobló la hoja de papel y examinó las pocas líneas. Cuando lo miró, pareció leer en sus ojos la exquisita mezcla de dolor y placer.
—Muy conmovedor —dijo sinceramente, devolviéndole el poema —¿Qué vas a hacer sobre eso?
—Nada. Voy a enviarle lejos, como planeé originalmente —Considerando las palabras cuidadosamente, Agustín pareció inclinado a aventurar una opinión, luego pareció pensárselo mejor. Se encogió de hombros.
—Si eso es lo que crees mejor, que así sea —Nadie más entre sus amigos le habría dado una respuesta como esa. Francisco tomó su mano y la mantuvo apretada mientras seguían caminando.
—Agustín, una de las cosas que más adoro de vos es que nunca intentas aconsejarme qué hacer.
—Desprecio el dar consejo, nunca funciona.
—He considerado el decirle a Esteban todo —le confió —pero se volvería peor, no importa cómo respondiera.
—¿Cómo es eso, dulzura?
—En el momento en que le mostrara a Esteban mis cicatrices, o las encontraría demasiado horribles de aceptar, o lo que es peor, me compadecería, y se sentiría obligado por el deber para hacerme una proposición por la obligación o el honor y entonces con el tiempo él se arrepentiría de su decisión, y desearía librarse de mí. No podría vivir así, mirando en sus ojos cada mañana y preguntándome si ese es el día en que me dejará por algo mejor.
Agustín hizo un sonido suave y lleno de simpatía.
—¿Estoy haciendo lo incorrecto? —le preguntó.
—Nunca defino esos asuntos en términos de correcto o incorrecto —replicó. —Uno debería hacer la mejor elección posible dadas las circunstancias y luego evitar una segunda reflexión por la salud de la propia cordura de uno. —Francisco no pudo evitar sino contrastarlo con Rafael, que creía tan firmemente en los absolutos: correcto y equivocado, bueno y malo, y su boca se curvó con una amarga sonrisa.
—Agus, querido, he considerado tu proposición durante estos últimos pocos días… Y no puedo aceptarla —le dijo —sería injusto para ambos. Supuse que si no podía tener un matrimonio de verdad, podría ser feliz con una imitación, pero por lo mismo, prefiero compartir una genuina amistad con vos que un matrimonio falsificado —Viendo el brillo de desdicha en sus ojos, Agustín se estiró para envolverlo en un fuerte, cálido abrazo.
—Querido Fran —murmuró —mi oferta permanece indefinidamente. Seré tu auténtico amigo hasta el día de mi muerte. Y si por casualidad cambiaras de opinión sobre el matrimonio, sólo tienes que chasquear los dedos —Sonrió torcidamente.
—He descubierto que las imitaciones pueden a veces llegar a ser condenadamente atractivas, cuando uno no se puede permitir la cosa auténtica.
Chapter Text
Juani había pasado aproximadamente siete noches en Montevideo, retornando con suficientes cajas y bolsas para dar crédito a su reclamo de que el había ido al centro para una expedición de compras.
Naturalmente, Alfonsina le preguntó a Juani si había visto a su hermano y a Esteban mientras estaba en Uruguay y Juani le replicó con una pizca de malicia.
—Oh, sí, mi chaperona, la Sra. Vilaró, y yo pasamos la más deliciosa tarde con ellos en el teatro Capital. Asientos en palcos y una excelente visión del escenario. Todo eso nos fue posible disfrutar —Sin importar lo casual que eran los modales de Juani, sus anécdotas fueron recibidas con cejas arqueadas y agudas miradas. Todos, parecían, sospechar que había mucho más de la historia que lo que les estaba contando.
Francisco había oído todos los detalles de la visita a Montevideo tan pronto Juani había vuelto.
Fue a la habitación de Juani después que su hermano se hubiera puesto el camisón para dormir y los dos se sentaron en la cama con copas de vino en sus manos.
—Estuve con él todas las tardes —le contó a Francisco, sus mejillas se sonrojaron —siete noches en el absoluto cielo.
—Entonces, ¿es un buen amante? —le preguntó con una sonrisa y una pizca de curiosidad.
—El más maravilloso, el más excitante, el más… —incapaz de pensar el adjetivo que quería, suspiró y tomó un sorbo de vino.
—¿Te vas a casar con él? —le preguntó con un curioso dolor en el pecho, feliz por su hermano, y al mismo tiempo pensando cuán lejos estaba Europa. Y si era sincero consigo mismo, el hubiera tenido que admitir una vocecita de envidia que demandaba saber por qué no podía tener lo que más quería.
—Él se me declaró, naturalmente —le dijo y luego lo sorprendió con su inesperada declaración —Y lo rechacé.
—¿Por qué?
—Vos sabes porqué —Francisco inclinó su cabeza, su mirada estaba fija en Juani, mientras se hacía el silencio en la conversación por algunos minutos. Dejando salir un largo suspiro, Juani bajo la mirada y recorrió el borde de su copa con el dedo.
—Estoy seguro que fue la mejor decisión, querido, y una muy difícil de tomar.
—No, no lo fue —Se sentaron en silencio por un segundo, mientras Juani preguntaba —¿No me vas a preguntar por Kuku? —Francisco miró dentro de su vaso
—¿Cómo esta él?
—Tranquilo, un poco distraído. Nosotros… hablamos de vos —Una campanada de advertencia sonó en la mente de Francisco, mientras oía como aguijoneaba la culpa en la cautelosa admisión de Juani —El levantó la mirada rápidamente, su rostro estaba rígido —Resultó bastante bien, realmente —dijo cautelosamente —Al menos no cambiaron para peor, aunque nadie puede saber como reaccionó a…
—¡Juani, cambiar qué! —demandó enfriándose por la ansiedad —¿Qué le dijiste?
—No mucho —le lanzo una mirada defensiva —Finalmente le di las disculpas que se merecía, por lo que les hice a ustedes dos, hace tiempo. Vos sabes, cuando le conté a papá lo de…
—Juan, no debiste —dijo, tan furioso y asustado que no pudo gritar, su garganta estaba contraída en un estrecho canal. Sus manos temblaban tan fuertemente que el vino estaba en peligro de derramarse.
—No hay ninguna razón para preocuparse —dijo exasperadamente Juani —No rompí mi promesa, no le dije nada acerca de tu accidente, o de las cicatrices. Sólo le conté lo que yo hice, y lo que hizo nuestro padre, como manipulaba a todos, y… bueno, si le mencione que vos lo mandaste lejos para protegerlo, porque papá quería dañarlo.
—¿Qué? Yo nunca quise que él supiera eso. Dios mío, Juani, ¿qué has hecho?
—Sólo le dije una pequeña parte de la verdad. Perdona si te he alterado, pero como dices, la verdad es la mejor política, y en este caso…
—¡Yo nunca dije eso! —explotó —Esa es la más trillada, auto conveniente máxima que existe, definitivamente la más deficiente en este caso. Oh, Juani, ¿no te das cuenta lo difícil que has puesto la situación para mí? Como va a ser infinitamente más difícil separarme de nuevo de él, ahora que él lo sabe —de repente, se quebró —¿cuándo se lo dijiste?
—La segunda noche que estuve en Montevideo —Francisco cerró sus ojos porque repentinamente se sintió enfermo. Las flores habían llegado dos días después de eso. Entonces era por eso que Esteban le había mandado regalos, y el poema.
—Juani, tengo ganas de matarte —le susurró. Evidentemente decidido a ir a la ofensiva, su hermano menor le dijo con decisión.
—No veo porque es tan terrible remover los obstáculos que hay entre Kuku y vos. La única cosa que falta por hacer es que vos le cuentes acerca de tus piernas —Francisco le respondió con una mirada helada.
—Y eso nunca va a pasar.
—No tienes nada que perder contándole. Vos siempre has sido la persona más valiente que he conocido. Nunca lo he sabido hasta ahora, cuando finalmente tienes la posibilidad de ser feliz, y la estás tirando a la basura porque eres muy obstinado y miedoso.
—Nunca he sido valiente —le soltó de vuelta —Valentía no es tolerar algo apenas, porque no puede cambiarlo. La única razón por la que no me he tirado contra las paredes y pateado y gritado todos los días por los últimos doce años es por el conocimiento que cuando me levantara del suelo, nada habría cambiado. Mis piernas siempre serán repulsivas. Vos ni siquiera puedes acercarte para mirarlas, ¿cómo te atreves a sugerir que estoy siendo cobarde a no exponerlas frente a Esteban? —Fran dejó la cama y tomó la copa de vino —Vos eres un hipócrita Juan, vos pareces esperar que Esteban me acepte sin importar mis defectos, cuando tu rechazas hacer lo mismo con Enzo.
—Eso no es justo —protestó indignado —Las dos situaciones son completamente distintas. Tus cicatrices no se comparan con su hábito de tomar y ¿cómo te atreves a decirme que tengo una mente cerrada por no aceptarlo?
Respirando con furia, Francisco se acercó a la puerta.
—Sólo déjame en paz. Y no te atrevas a decirle una palabra a Esteban acerca de nada —Apenas pudo controlarse para no pegar un portazo cuando se fue.
Francisco y Juani siempre habían vivido en relativa armonía. En las raras ocasiones en el pasado que discutían, se evadían el uno al otro, hasta que sus temperamentos se hubieran enfriado, después seguían como si nada hubiera pasado. Si la pelea era particularmente amarga, iban las dos por separado donde la Sra. Sandra, que siempre les recordaba que no había nada más importante que los lazos de hermanos. Esta vez, sin embargo, Francisco no le confió sus problemas al ama de llaves, y no creía que Juani lo hiciera. El asunto era demasiado personal. Esta vez Francisco intentó seguir adelante como le era habitual, tratando a Juani con la diplomacia que el siempre era capaz de manejar. El suponía que podría relajarse si le ofrecía una disculpa, pero nunca le había sido fácil pedir perdón, prefería ahogarse en la culpa. No es que pensara que Juani le ofrecería una rama de olivo, además era definitivo que, la culpa la tenía Juani. Después de tres días, Francisco y Juani manejaban el asunto con normalidad, aunque quedaban residuos de frialdad entre ellos.
En la tarde del sábado Rafael dio una fiesta al aire libre, que fue rápidamente amenazada por un conjunto de nubes que les cubría la cabeza. El cielo se volvió del color de las ciruelas negras, mientras unas avizoras gotas de lluvia caían en la multitud y causó una serie de barullos en protesta. La gente empezó a entrar a la casa, mientras Francisco se apuraba en regresar a la casa para dar las instrucciones a los sirvientes para trabajar en traer confortabilidad, vasos y sillas en la sala de dibujo. En medio de su apuro, vio algo que lo hizo parar en seco. Juani estaba hablando con Enzo, que recién había vuelto de Montevideo. Estaban cerca de la entrada, mientras Juani descansaba en la pared, reía de alguna broma que él le estaba haciendo, el rostro de Juani estaba resplandeciente, sus manos estaban detrás de su espalda como si tuviera que controlarse para no tocarlo a él.
Si hubiera habido alguna duda en la mente de Francisco, que Juani amaba a Enzo Vogrincic, quedo completamente seguro de ello. El había visto a su hermano mirar de esa manera a un sólo hombre en su vida. Aunque la expresión de Enzo no era visible de ese ángulo, la inclinación protectora en su postura hablaba muy claro. Qué pena, pensó Francisco. Estaba claro que no importaba cuales fueran sus diferencias, habían encontrado en el otro algo necesario.
Francisco fue distraído de sus pensamientos por una conocida calidez en cada célula de su cuerpo, que lo hizo tener carne de gallina.
—Fran.
Una voz profunda sintió detrás de el. Fran bajó la mirada por un momento, concentrándose con fiereza en el suelo, mientras el mundo parecía inclinarse de su eje. Cuando pudo moverse, se volvió para encontrar a Esteban a unos centímetros de distancia.
Era difícil de creer que el necesitara tanto a otro ser humano, tanta añoranza podía mandar a alguien cerca del delirio. Requirió un escrupuloso esfuerzo para respirar, mientras que su corazón corría desbocado entre sus pulmones. Se quedaron quietos en la entrada del jardín como dos estatuas de mármol, mientras el resto de la fiesta se alejaba de ellos.
Él sabe, pensó Francisco, sus nervios se estrecharon hasta el punto de romperse. Había habido un cambio en él, una transformación interna que parecía que lo había liberado de cualquiera obligación. Lo miró como solía hacerlo en su juventud, sus ojos brillaban con anhelo. Esto produjo en Fran sentimientos que sólo él podía engendrar, una especie de sueño excitante que habría todos sus sentidos.
Mientras Francisco permanecía inmóvil y muda, una fría gota de lluvia recorrió su mejilla hasta llegar al borde de su boca. Esteban se acercó lentamente. Sus manos ascendieron, y capturaron la gota de lluvia con la punta de su pulgar, y la frotó entre sus dedos como si fuera un precioso elixir. Fran retrocedió instintivamente, apartándose de él, alejándose de su insaciable anhelo, él lo agarró fácilmente con una mano en su espalda. Lentamente lo atrajo hacia dentro, para cubrirse en el techo que había cerca del seto.
Incapaz de mirarlo, Francisco dobló su cabeza, en ese momento Esteban lo acerco hacia el. Esteban se movió con mucho cuidado, atrayéndolo hacia su cuerpo para que su rostro pudiera apoyarse en su cuello. El delicioso olor de su piel hizo que sintiera un agudo dolor en las costillas, que luego se convirtió en una calmante calidez. Iba mucho más allá que un simple placer sexual, estando ahí con sus manos alrededor de el, una en la espalda, y la otra en su nuca. Era una completa bendición.
El calor de su contacto atravesó en su piel y se introdujo hasta el centro de sus huesos. Los muslos de él estaban entre las piernas de Fran, presionándolo con tanta gentileza, como si él supiera de las heridas que Fran tenía en su tierna piel. Y él lo sostuvo, sólo lo sostuvo, con su boca contra su sien y su cálido aliento soplando sobre su piel. Sus cuerpos estaban tan juntos, pero no lo sentían suficientemente cerca. Fran hubiera dado encantado el resto de su vida por una sola noche de pura intimidad, por sentir otra vez su cuerpo desnudo, piel contra piel, corazón contra corazón.
—Gracias —susurró Fran después de un rato.
—¿Por qué? —Sus labios se movieron suavemente contra su sien.
—Los regalos. Eran adorables —Esteban asintió silenciosamente, respirando en el nacimiento de su pelo. En un desesperado intento de autoprotección, Francisco cambió la conversación —¿Te fue bien, en Uruguay? —Para su tranquilidad, Esteban le contestó.
—Sí —Con facilidad Esteban hecho la cabeza de Fran hacia atrás, con sus manos él seguía acunando la parte posterior de su cuello —Aseguramos los derechos de puerto, y todos los potenciales inversores quedaron confirmados —Fran suspiró de alivio —Ahora que todo está arreglado, me tengo que ir a España. Hay mucho que tengo que hacer, y muchas decisiones que tengo que tomar.
—Si, yo... —Su voz le falló mientras lo miraba con ansiedad —¿Cuándo se van?
—El martes.
—¿El martes? —susurró, no podía creer que lo perdería tan pronto. La lluvia cayó más arduamente, hasta que el agua brillante adornó la densa cabellera castaña clara de Esteban —Deberíamos entrar —dijo Francisco, alcanzándolo para limpiar unas pocas gotas del renegrido cabello de él. El agarró su mano y envolvió sus dedos alrededor de los de Fran, y presionó sus nudillos contra los labios de él.
—¿Cuándo puedo hablarte?
—Estamos hablando ahora.
—Sabes lo que quiero —dijo en un murmullo suave. Francisco apresuró su mirada mas allá del ancho hombro de él. Si, el sabía exactamente qué es lo que Esteban quería discutir con el, y Fran hubiera dado cualquier cosa para evitarlo.
—Temprano en la mañana, antes de que los invitados se despierten —sugirió —Nos encontraremos en los establos, y caminaremos a algún lado.
—Está bien.
—Mañana entonces —dijo, escondiendo la cabeza mientras caminaba alrededor de él. Esteban lo sujetó fácilmente, atrayéndolo fácilmente más cerca de él. Esteban sostuvo la parte de atrás de su adornado cabello y jaló su cabeza hacia atrás, la boca de él cubriendo la de Fran. Francisco comenzó a suspirar repetidamente mientras él lo exploraba con su lengua, llenando su boca de la manera que él quería llenar su cuerpo.
Sintiendo la necesidad creciente de Fran, Esteban sostuvo ambos lados de sus caderas y deslizó su rodilla entre sus piernas. Atrajo a Fran contra él, una y otra vez, hasta que el corazón de Fran estaba latiendo tan locamente y su piel estaba ardiendo en todos lados, aun cuando la frescura de la lluvia empapaba su piel y la ropa. Buscando estabilizarse, Fran se sostuvo de los hombros de él mientras que Esteban lo besaba y le decía palabras poco claras contra sus labios abiertos. Lo atrajo más cerca hasta que Fran se encontró más arriba, sobre él, las manos de Esteban moviéndose sobre el en un ritmo delicioso. La fricción permanente, justo donde su cuerpo se había hinchado y calentado, el placer llegó muy rápido, y Fran luchó contra el con un gemido de negación.
Esteban se separó de el, respirando dificultosamente. Se miraron fijamente, parados bajo la lluvia como un par de idiotas. Sacándose el abrigo, Esteban se lo ofreció a Francisco como un improvisado paraguas y lo instó a que fuera con él.
—Adentro —le dijo —Nos alcanzará un relámpago si nos quedamos de pie aquí —Una sonrisa deshonesta cruzó su rostro y agregó secamente —aunque no creo que lo note.
Chapter Text
El jueves después de las dos de la mañana, Juani fue a espiar la oscura casa de solteros y fue a acosado inmediatamente en la entrada. Reprimiendo el chillido de sorpresa, se encontró rodeado por el torso musculoso de un gran hombre. Era Enzo vestido con una bata. Juani se relajó en sus brazos y le devolvió sus besos ansiosamente, su lengua jugaba con la de él. Enzo lo besó como si hubieran estado separados por meses en vez de sólo unos días.
—¿Qué te tomó tanto tiempo? —le demandó Enzo, dándole un apretado abrazo antes de alzarlo para ir a la habitación.
—Este indefinible ir y venir sobre los negocios no es fácil, menos con la casa llena de invitados —protestó —Tuve que esperar hasta estar seguro que nadie podría verme deslizándome por la casa de los solteros. Especialmente porque estamos bajo sospecha.
—¿Estamos bajo sospecha? —se paró frente al borde de la cama y empezó a sacarle rápidamente el vestido.
—Bien, naturalmente, después que me fui a Montevideo mientras tú estabas ahí. Y también está la manera en que tú me miras, que prácticamente anuncia que somos amantes. Para un hombre que supuestamente es sofisticado, tú eres terriblemente obvio.
—Terrible —Enzo estuvo de acuerdo. Alejándose con una sonrisa en su rostro, Juani dejó su vestido, mientras se quedaba completamente desnudo.
- -
—Juani… —dijo Enzo mucho tiempo después, acunándolo contra su pecho, mientras jugaba con los rizos de su pelo —¿Qué pasaría si yo decido no volver a España? —Su mente se quedó en blanco. Preguntándose si el realmente había dicho lo que le pareció escuchar.
—¿Estás pensando en quedarte en aquí?¿Por cuánto tiempo?
—Por lo menos un año. Administraré la oficina en Argentina y desarrollaré negocios para nosotros en el mercado continental. Seré tan necesario aquí como lo sería en España, si es que no más.
—Pero toda tu familia está en España.
—Otra buena razón para quedarme aquí —dijo secamente —Está claro que un período de separación sería tan beneficioso tanto para ellos como para mí. Estoy cansado de actuar como el patriarca de mi familia, ellos podrán con el maldito desorden que han hecho por su propia cuenta.
—¿Y qué hay de la fundición y de los negocios de propiedad?
—Le estoy dando a Kuku toda la autoridad que necesita para tomar cualquier decisión en mi ausencia. Él ha probado que está listo para tomar esa responsabilidad. Confío en él más que en mis propios hermanos.
—Yo pensé que no te gustaba Argentina.
—Me encanta —Anonadado por su cambio de pensar, cuando lo había escuchado decir exactamente lo opuesto la semana pasada, Juani se tuvo que morder el labio para no sonreír.
—¿Por qué te enamoraste de Argentina tan repentinamente? —Enzo empezó a acariciarle el pelo, tocando delicadamente el suave lugar que tenía detrás de la oreja. Sus ojos lo miraron, las motas doradas de sus mieles ojos brillaron.
—Porque está más cerca de ti —Juani cerró sus ojos, mientras sus palabras le daban la no querida esperanza. La fuerza de su nostalgia parecía llenar toda la habitación.
—Enzo… ya lo hemos discutido antes.
—No te estoy pidiendo verte, ni cortejarte —le dijo rápidamente —De hecho, insisto en no verte en por lo menos seis meses, hasta que yo esté completamente seguro que he parado de beber. Yo sé que no es un proceso placentero. He escuchado… por un tiempo voy a tener que trabajar muy duro para sacar adelante la compañía. Por eso y por otras razones será mejor para nosotros permanecer separados.
—¿Qué quieres de mí? —Juani se las arregló para preguntar.
—Que esperes por mí.
—No puedo permanecer más tiempo en la hacienda, o me volveré loco. Necesito tomar mi lugar en la sociedad, hablar, reír, ir a lugares.
—Por supuesto. No quiero que te quedes enterrado en tu casa. Pero no quiero que otros hombres… eso es, que prometas casarte con otro hombre, o que te enamores de un maldito vizconde —Enzo frunció el ceño por esos pensamientos —Sólo quédate soltero por otros seis meses. Eso no es mucho pedir, ¿no es cierto? —Juani consideró la respuesta con un muy pensado ceño.
—No, por supuesto que no. Pero si vos estás haciendo esto por mí...
—Te estaría mintiendo si no te dijera que es en parte por ti —le dijo francamente —Sin embargo, también lo hago por mí mismo. Estoy asustado de terminar mi vida en las tinieblas —Juani movió su mano por su antebrazo.
—Es posible que cuando tu emerjas de las tinieblas, ya no me quieras más —dijo Juani —Tu percepción tal vez se vuelva diferente, tus necesidades a lo mejor van a cambiar... —Él tomó sus manos en las suyas, entrelazando sus dedos.
—Yo nunca pararé de necesitarte —Juani miró sus manos entrelazadas.
—¿Cuándo estás pensando empezar?
—¿Te estas refiriendo a la endiablada condición de sobriedad? Lamento decirte que ya empecé. No he tomado un trago en doce horas. Pero mañana temprano ya estaré hundido, seré un completo caos, y pasado mañana probablemente ya habré matado a alguien —sonrió —Por eso es bueno que deje la hacienda.
—Me gustaría poder ayudarte —le dijo suavemente —Me gustaría sufrir un poco por vos, para ahorrarte las penas.
—Nadie puede ayudarme con esto. Es mi camino que debo cruzar, debo hacerlo por mi mismo. Y es por eso que no quiero que seas parte de esto. Pero hay una cosa que si puedes hacer para hacerme este camino más fácil... Algo que me ayudará a pasar los peores momentos... Yo sé que tú no vas a admitir que me amas y entiendo por qué. Pero es un hecho que voy a pasar por seis meses de infierno, ¿no puedes darme un poquito de algo?
—¿Cómo? —Enzo lo miró especulativamente.
—Un parpadeo.
—¿Un qué? —le preguntó con confusión.
—Si tú me amas… sólo parpadea. Una vez. Un parpadeo con significado. No tienes que decirme las palabras, sólo...—Su voz se fue hacienda cada vez más baja mientras su mirada se bloqueaba, y empezó a mirarlo con una ardiente determinación de un alma perdida que ha encontrado una señal en el horizonte para volver a casa —Sólo parpadea…
Juani no pensó que sería posible amar de esa manera de nuevo. A lo mejor algunas personas encontrarían que estaba siendo desleal con Blas, pero Juani no lo pensaba así. Blas hubiera querido que el fuera feliz, que tuviera una vida plena. Juani hasta pensaba que él hubiera aprobado a Enzo Vogrincic, que estaba peleando tan duro para superar sus fallos, un cálido humano, aproximándose a hombre.
Enzo aún estaba esperando. Juani levantó su mirada con una sonrisa. Muy deliberadamente, el cerró sus ojos y volvió a abrirlos muy lentamente, y lo miró con toda la calidez y brillo que le daba la esperanza.
- -
Francisco estaba exhausto después de no haber dormido toda la noche, y lleno de un frío pavor cuando fue a los establos, donde le había prometido encontrarse a Esteban.
Todos los trabajadores de la casa estaban durmiendo excepto por los que trabajaban dentro, que estaban ocupados echando carbón para hervir agua caliente, y los que trabajaban en los establos y en los jardines.
Esteban ya estaba ahí, esperándolo cerca de la sala de arreos. Francisco estuvo tan tentado de correr hacia él, e igualmente de correr en la dirección opuesta. Esteban sonrió ligeramente, pero Francisco se dio cuenta que estaba tan nervioso como el. Los dos eran conscientes de que esta iba a ser una conversación que podía alterar todo el curso de sus destinos.
—Buenos días —Fran se las arregló para decirle. Esteban lo miró de una manera que los suspendió a los dos en una silenciosa tensión. Él le ofreció su brazo.
—Vayamos al río —Fran sabía que una vez que Esteban lo hubiera tomado en el lugar donde siempre habían estado solos, sería el lugar perfecto para decir adiós, pensó Fran desoladamente, tomando su brazo. Ellos caminaron en silencio, mientras los tonos lavandas del cielo se convertían en amarillo claro, y una larga, clara sombra cruzaba la hierba.
Ellos finalmente llegaron al claro que estaba cerca del agua. Francisco se sentó en una larga, piedra plana arreglando su falda cuidadosamente, mientras Esteban se quedó parado a unos metros de el. Esteban se agachó para tomar unas pocas piedras pequeñas. Una por una, lanzó las piedras al agua con un movimiento hábil de su muñeca. Fran lo observaba, bebiendo con la vista su alta forma, las líneas de su perfil, la fácil gracia de sus movimientos. Cuando Esteban se volteó para mirarlo por sobre sus hombros, sus ojos castaños estaban tan vívidos que casi parecía antinatural.
—Hay algunas cosas que quiero decirte —murmuró Esteban suavemente —Se me va a hacer muy difícil, pero quiero hablarte honestamente, o lamentarme por el resto de mi vida.
Una honda de miseria lo hundió a Francisco. Honestidad la única cosa que no podía darle en respuesta.
—Voy a rechazarte, sin importar lo que vos me digas —Su aliento se sentía cáustico en su garganta, como si hubiera tomado ácido. —Por favor ahorrémonos a los dos el innecesario sufrimiento.
—No voy a ahorrarnos nada —dijo bruscamente —Es ahora o nunca, Fran. Después que me vaya mañana, no voy a regresar.
—¿A Argentina?
—A ti —Esteban encontró una roca cerca de Francisco y se sentó en el borde de ella, inclinado hacia adelante apoyando los antebrazos en sus muslos. El miró hacia arriba con una mirada penetrante —Fue la maldición de mi vida que me hayan mandado a este lugar. Desde el primer momento que te vi, he sentido la conexión que hay entre nosotros, una conexión que nunca debió haber existido, y que nunca debió haber durado. Traté de admirarte desde la distancia, tal como yo miraba las estrellas y sabía que nunca iba a poder tocarlas. Pero éramos muy jóvenes, y yo estaba contigo muy seguido, para preservar la distancia. Tú eras mi amigo, mi acompañante y después empecé a amarte tan profundamente como ningún hombre ha amado a nadie. Eso nunca cambio para mí, aunque he estado mintiéndome por años —Paró un segundo y tomó una larga bocanada de aire —Sin importar cuánto quiera negarlo, yo siempre te amaré. Y sin importar cuanto desee ser otro del que soy, soy una persona común, y tú eres el hijo de un noble.
—Esteban...—le dijo suplicando —por favor, no…
—Todo mi propósito al regresar a Buenos Aires era encontrarte. Eso era completamente obvio, yo pienso, que no tenía ninguna razón práctica para abusar de la hospitalidad de tu hermano. Por esa razón, no había ninguna necesidad que yo viniera a Argentina, Enzo podría haberse manejado perfectamente sólo mientras yo me quedaba en España. Pero necesitaba probarme que lo que sentía por ti no era real. Quería convencerme que nunca te había amado… y es que tú representabas todas las cosas que nunca iba a llegar a tener. Pensé que un romance contigo iba a hacer desaparecer todas esas ilusiones, y tú resultarías ser como todo el resto de las mujeres —Él estuvo en silencio por un momento, mientras el tintineo de la canción de un mosquito de caña perforó el aire —Entonces planeé regresar a España y tomar una esposa. Pero ahora después de haberte encontrado de nuevo, me he dado cuenta que nunca fuiste una ilusión. Amarte ha sido lo más real que ha pasado en mi vida.
—No… —susurró, sus ojos picaban.
—Te estoy pidiendo, con toda la humildad que poseo, que te cases conmigo, y vengas a Europa. Una vez que tu hermano se case, no te necesitará mas como anfitrión. No tendrás ningún lugar en la hacienda. Pero como mi esposo, serás el rey de la sociedad de España. Tengo una fortuna, Fran, y la posibilidad de triplicarla en los próximos años. Si vienes conmigo, haré todo lo que esté a mi alcance para hacerte feliz. —Su voz era tan tranquila, tan cuidadosa, la voz de un hombre que estaba haciendo la apuesta más peligrosa de su vida —Obviamente será un sacrificio para ti dejar a tu familia y amigos, y el lugar donde has vivido desde que naciste. Pero puedes venir a visitarlos, cruzar el océano sólo toma doce días. Puedes comenzar una nueva vida conmigo. Pídeme lo que quieras, Fran, te lo daré.
Con cada palabra que el pronunciaba, Francisco sentía la desesperación crecer en su interior. Apenas si podía respirar por el nudo que la estrangulaba en su pecho.
—Debes creerme cuando te digo que es imposible que seamos felices juntos. Me importas, Esteban, pero yo... —Fran dudó y tomó una profunda bocanada de aire antes de forzarse a continuar —No te amo de esa forma. No puedo casarme con vos.
—No tienes que amarme. Aceptaré lo que puedas darme.
—No, Esteban —Fran se acercó a el, se sentó, y tomó una de las manos frías y transpiradas de el. El calor de su piel lo sorprendió.
—Fran… —dijo Esteban con dificultad —Mi amor es suficiente para los dos. Y debe haber algo en mí que merezca ser amado. Si tu sólo intentas...
La necesidad de decirle la verdad lo estaba volviendo loco. Y mientras lo consideraba, su corazón latía tan rápidamente que dolía, y pinchazos recorrían todo su cuerpo. Trató de imaginarse la situación, contándole la verdad, aquí mismo en este momento. No. No. Se sentía como una criatura atrapada en una red, luchando en vano para liberarse de los hilos del pasado, que lo sofocaban en cada movimiento.
—No es posible —Las manos de Fran se hundieron en la suave seda de su propio vestido.
—¿Por qué? —La pregunta fue hecha en un tono duro, pero había una vulnerabilidad detrás de ella que hizo que Francisco quisiera llorar. Francisco sabía que es lo que Esteban quería, y necesitaba, una compañera que gustosamente se rindiera ante él, dentro y fuera de la cama. Una mujer con la sabiduría de enorgullecerse por todo lo que él era, y que no le importara las cosas que él nunca sería. Francisco había podido ser como una mujer alguna vez. Pero ahora eso no volvería a suceder.
—No eres de mi misma clase. Ambos lo sabemos —Era lo único que Fran podía decir para convencerlo. En Europa él podría, pero Esteban había nacido en Argentina, y él nunca podría quitarse de encima la preocupación por la clase que siempre había permeado cada aspecto de su existencia, por años. Pero que ese comentario viniera de Fran era el colmo de la traición.
—Por favor… —vino su desgarrado suspiro. Fran se dio vuelta. Se mantuvieron así por un largo tiempo, ambos luchando con emociones reprimidas, furia alimentándose de desesperación.
—No tengo un sitio a tu lado —dijo roncamente —Mi lugar está aquí, con... con Pardella.
—No puedes hacerme creer que lo elegirías a él por sobre mí, no después de lo que sucedió entre nosotros, ¡maldición! Me has dejado tocarte, abrazarte, de una forma que nunca le has dejado a él.
—He conseguido lo que quería —se obligó a decir —Y vos también. Una vez que partas, veras que fue lo mejor —Esteban casi destroza la mano de el cuando lo aferró fuertemente. Girando la mano de Fran hacia arriba, él apoyó su mejilla contra Fran.
—Fran —murmuró él, desnudándose inhumanamente de todo orgullo —Tengo miedo de lo que me convertiré si tu no me aceptas.
La garganta y la cabeza de Francisco estaban por estallar, y finalmente comenzó a llorar. Fran soltó sus manos de las de él, cuando todo lo que quería hacer era abrazarlo y no dejarlo nunca.
—Estarás bien —dijo temblando, y secándose las lágrimas con la manga de su vestido mientras se alejaba sin mirar atrás —Estarás bien, Esteban, sólo vuelve a España.
Chapter Text
La Sra. Sandra arreglaba una fila de copas de cristal en uno de los estantes de su cuarto, donde las posesiones más valiosas de la familia se guardaban bajo llave. Su puerta estaba media abierta, y ella escuchó que alguien se acercaba con pasos lentos, casi renuentes. Ella miró hacia la puerta y vio la silueta de Esteban, su rostro ensombrecido. Un arrepentimiento mordaz la llenó por completo cuando se dio cuenta de que él había venido a tener una última conversación.
Recordando la oferta de Esteban de volver a España con él, la Sra. Sandra sentía la necesidad de aceptar. -Vieja tonta- se regañó ella, sabiendo que era muy tarde para una mujer de su edad desarraigarse. Pero a la vez, la idea de irse a vivir a otro país había avivado su sangre con una inesperada sensación de aventura. -Hubiera sido maravilloso- pensó ella tristemente, el experimentar algo nuevo aunque se estuviera acercando al ocaso de su vida.
Sin embargo, jamás podría dejar a Francisco, a quien ella amaba demasiado. Ella había cuidado de Francisco desde la infancia hasta la adultez, compartiendo cada alegría y tragedia en su vida. Aunque la Sra. Sandra también quería a Juani y a Rafael, ella debía admitir para sí misma que Francisco siempre fue su favorito. En las horas en que Francisco había rondado la muerte, la Sra. Sandra había sentido la desesperación de una madre perdiendo a su propio hijo y en los años que siguieron, viendo a Francisco aferrarse a temerosos secretos y sueños rotos, el vínculo entre ellos se había hecho más fuerte. Mientras que Francisco la necesitara, ella no pensaría en dejarlo.
—Mi niño, Kuku… —dijo dándole la bienvenida a su cuarto. Al verlo bajo la luz de la suave lámpara, la expresión que el traía la preocupó, recordándole la primera vez que lo había visto, un pobre niño con fríos ojos castaños. A pesar de la falta de expresión en él, la furia y la pena lo seguían como un manto invisible, demasiado profundo, demasiado absoluto, para que él lo nombrara. Sólo pudo quedarse allí parado y mirarla, sin saber que necesitaba, habiendo ido a verla sólo porque no tenía otro lugar donde ir.
La Sra. Sandra sabía que no podía haber otra razón por la que Esteban luciera de esa forma. Rápidamente se acercó a cerrar la puerta. Los criados en la hacienda sabían que no debían molestarla si la puerta estaba cerrada, a no ser que la situación fuera catastrófica. Dándose vuelta, ella extendió sus brazos hacia el en un gesto maternal. Esteban fue hacia ella enseguida, su castaña cabellera descansado en los suaves y redondeados hombros de ella mientras lloraba.
- -
Francisco nunca recordó completamente el resto de aquel día, sólo que se las había arreglado para cumplir su papel de anfitrión mecánicamente, hablando y hasta sonriendo, sin realmente darse cuenta con quien estaba ni que decía. Juani valerosamente intentó cubrirlo, desviando la atención con una muestra de sus más efervescentes encantos.
Cuando se notó que Esteban no estaba presente en la última cena del grupo, Enzo suavemente excusó su ausencia.
—Oh, Kuku está preparando todo antes de partir mañana y haciendo largas listas para mí, me temo —Antes de que se hicieran más preguntas, Enzo los asombró informándoles que no regresaría a España sino que se quedaría en Argentina para manejar la nueva oficina.
A pesar de su dolor, Francisco comprendió la importancia de esa noticia. Le dio una rápida mirada a Juani, quien se estaba concentrando demasiado en cortar una papa de su plato. Juani pretendió no interesarse, sin embargo, lo contradecía el color que se elevaba en sus mejillas. Enzo se quedaba por Juani, Francisco se dio cuenta, y se preguntó qué clase de arreglo habrían hecho. Dándole una mirada a Rafael en la punta de la mesa, Francisco vio que él se estaba preguntando lo mismo.
—Buenos Aires es afortunado de contar con su continua presencia, Sr. Vogrincic —le dijo —¿Puedo preguntar dónde residirá? –Enzo respondió con la sonrisa juguetona de un hombre que acababa de descubrir algo inesperado sobre sí mismo.
—Permaneceré en un hotel hasta que la nueva construcción comience, luego de lo cual conseguiré un lugar apropiado para alquilar.
—Déjeme ofrecerle mi ayuda cuando la necesite —le dijo amablemente Rafael, su mirada calculadora. Claramente estaba planeando ejercer tanto control como pudiera sobre la reciente situación —Puedo poner un par de palabras en los oídos apropiados para conseguirle una aceptable situación.
—De eso no tengo duda —respondió, con un alegre centelleo en su mirada que mostraba que era totalmente consciente de las verdaderas intenciones de Rafael.
—¡Pero tú debes volver a España! —dijo Alfonsina, observando fijamente a su hermano —Dios mío, Enzo, ni tú te atreverías simplemente a abandonar tus responsabilidades de esta manera tan arrogante… Quien cuidará de los negocios de la familia, tomará decisiones y… —Ella se detuvo, de pronto consternada cuando la realidad la golpeó —¡No vas a dejar a ese estibador como el encargado de la familia Vogrincic, maldito borracho!
—Estoy perfectamente sobrio —le informó insípidamente —Y los papeles ya han sido preparados y firmados. Me temo que no hay mucho que puedas hacer ya, hermana. Kuku tienen relaciones bien establecidas con todos nuestros contactos, y sólo él posee la información completa de nuestras cuentas, fondos y contratos. Deberías relajarte y dejar que él maneje todo con rienda libre.
Hirviendo por el ultraje, Alfonsina tomó su copa y trago furiosamente, mientras su marido trataba de calmarla con bajos susurros. Enzo continuó comiendo calmadamente, como inconsciente de la agitación que había causado. Mientras alcanzaba una copa de agua, sin embargo, el miró a Juani, cuyos labios se curvaron en una sonrisa.
—Espero que tengamos el placer de verlo de vez en cuando, Sr. Vogrincic —le dijo Fran. El apuesto español volvió su atención a el, su expresión volviéndose enigmática.
—Será un placer para mí también, joven. Sin embargo, me temo que estaré completamente ocupado con mi trabajo por un tiempo.
—Ya veo —dijo suavemente, al comprender. Fran cogió su copa de agua intencionalmente y la levantó en un brindis silencioso, al cual él respondió agradeciendo con una inclinación de su cabeza.
Francisco no era tan cobarde como para esconderse en su cuarto y evitar a Esteban, aunque la idea no carecía de atractivo. Las suaves palabras que le había dicho ayer lo habían aniquilado. Fran sabía cuan inexplicable había sido su rechazo, dejándolo sin opción más que creer que no tenía sentimientos hacia él. La idea de enfrentarlo esa mañana era insoportable, pero sentía que al menos debería juntar coraje para despedirse.
La entrada de la casa estaba llena de criados e invitados que partían. Una hilera de carruajes se alineaba en el camino de entrada, mientras se los cargaba con cajas, bolsos y baúles. Francisco y Rafael se paseaban entre la multitud, intercambiando adioses y caminando con los invitados a los carruajes. Juani no estaba a la vista, llevando a Francisco a sospechar que estaba despidiéndose de Enzo Vogrincic en privado.
Por lo poco que Juani le había revelado durante la corta conversación que había mantenido esa mañana, Francisco se enteró de que la pareja había decidido no verse por varios meses, para permitirle a Enzo la privacidad que necesitaba para eliminar su hábito por la bebida. Sin embargo, ellos habían acordado mantener correspondencia durante su separación, lo que significaba que su noviazgo continuaría en tinta y papel. Francisco había sonreído con gran diversión cuando Juani le confeso ello.
—Creo que ustedes han comenzado al revés. Generalmente un enredo romántico comienza con un intercambio de cartas, y eso eventualmente conduce a una mayor intimidad, mientras que vos y Enzo...
—Comenzamos en la cama y finalizamos con cartas —concluyó secamente —Bueno, al parecer ninguno de los Romero hace las cosas de la forma usual, ¿no?
—Ciertamente —estaba contento de que el y su hermano volvieran a estar en buenos términos —Será interesante ver qué sucede con su relación, limitada a las cartas por tanto tiempo.
—La verdad es que lo estoy deseando, en cierta manera —reflexionó —Será más fácil descubrir mis verdaderos sentimientos por Enzo comunicándonos enteramente con nuestras mentes y corazones, y con todos los aspectos físicos fuera del medio.
Francisco fijó su mirada en un punto lejano, cerca de una ventana, mientras que el día hurgaba en la tierra. Su sonrisa se volvió melancólica mientras pensaba en cuanto iba a extrañar el goce en los brazos de un hombre.
—Todo saldrá bien. Tengo muchas esperanzas en vos y en Enzo.
—¿Qué hay de vos y Kuku? ¿Hay algo de esperanza para ustedes? —Al ver la expresión de Francisco, Juani frunció el cejo —Olvídalo, no debería haber preguntado. Me he prometido a mí mismo no volver a decir nada más sobre el tema y de ahora en más voy a mantenerme callado aunque eso me mate.
Los pensamientos de Francisco volvieron a la realidad mientras salía y notaba que uno de los lacayos, estaba teniendo dificultades con un gran baúl. A pesar de su musculosa constitución, el peso del baúl bordeado de bronce lo estaba venciendo. El objeto resbaló de su precaria posición, amenazando con voltear al lacayo.
Dos de los invitados, el Sr. Strauch y el Sr. Carrocio, notaron el dilema del lacayo, pero no se les ocurrió a ninguno ofrecerle su ayuda. Se alejaron del vehículo, continuando con su conversación mientras observaban la lucha del pobre lacayo. Francisco miró rápidamente alrededor de la escena, buscando que otro criado lo ayudase. Antes de que pudiera decir una palabra, Esteban apareció de la nada, llegando a la parte trasera del carruaje y empujado el baúl con su espalda. Los músculos de sus brazos y espalda se abultaban contra la costura de su saco a la vez que el empujaba el baúl a la posición correcta, manteniéndolo quieto mientras el lacayo lo aseguraba con correas de cuero.
Strauch y Carrocio se volvieron de la escena, como si los avergonzara ver a uno de su grupo ayudando a un criado con una tarea de un sirviente. El propio hecho de la superioridad física de Esteban parecía una marca contra el mismo, traicionándolo por haber trabajado en tareas que un verdadero caballero no habría desempeñado jamás. Finalmente el baúl fue asegurado, y Esteban se alejó, aceptando el agradecimiento del lacayo con una suave inclinación de su cabeza. Mirándolo, Francisco no pudo más que reflexionar que si Esteban no hubiera dejado Buenos Aires, el seguramente hubiera ocupado el lugar de ese sirviente, sirviendo como un lacayo. Y eso no le hubiera importado para nada a Fran, lo hubiera amado sin importar a donde fuera, o que hiciera, y lo atormentaba el pensamiento de que Esteban nunca lo sabría.
Presintiendo su mirada, Esteban levantó la vista, e inmediatamente la desvió. Su mandíbula se contrajo, y se mantuvo allí parado pensando silenciosamente antes de volver a mirarlo, una vez más. La expresión de él mandó un escalofrió a través de Fran, tan fría y distante y se dio cuenta de que los sentimientos de Esteban hacia el se habían transformado en una hostilidad que era proporcional a lo mucho que lo había amado.
Esteban iba a odiarlo pronto, pensó tristemente, si no lo hacía ya.
Esteban elevó sus hombros y se acercó a el, deteniéndose a corta distancia. Ellos se quedaron allí parados en un frágil silencio, mientras que pequeños grupos de gente charlaba y caminaban entre ellos. Una de las cosas más difíciles que Fran tuvo que hacer en su vida fue el levantar su barbilla y mirarlo a los ojos. El exótico iris castaño había casi desaparecido por la oscura negrura de sus pupilas. El lucía pálido y su vitalidad usual estaba aplastaba bajo su aspecto siniestro.
Francisco bajó su mirada.
—Le deseo lo mejor, Esteban Kukurizcka —susurró finalmente.
—Te deseo lo mismo a ti —Más silencio, presionándolo hasta que tuvo que ceder a su peso.
—Espero que tengas un viaje apacible.
—Gracias.
Torpemente Francisco le ofreció la mano. Esteban no se movió para sostenerla. Fran sintió sus dedos temblar. Justo cuando el comenzaba a retirarla, él la agarró y la acercó a sus labios. El roce de su boca era fresco y seco contra su piel.
—Adiós —dijo Esteban.
La garganta de Francisco se cerró, y se quedó parado en silencio y temblando, su mano suspendida en el aire aun después de que él la había soltado. Cerrando sus dedos lentamente, Fran llevó su puño hacia su diafragma y se dio la media vuelta ciegamente. Sintió la mirada de Esteban mientras se alejaba. Mientras subía las cortas escaleras que lo llevaban a la entrada de la casa, un horrible dolor en el pecho trajo lágrimas de rabia a sus ojos.
—Te deseo lo mejor, mi amor —susurró para si mismo.
Chapter Text
Después de la partida del último huésped, Francisco se cambió a un cómodo vestido de casa y fue a la sala de estar de la familia. Haciéndose una bola en la esquina de un sofá mullidamente tapizado, se sentó y miró el vacío durante lo que parecían ser horas. A pesar de la calidez del día, temblaba bajo la manta de su regazo, las puntas de sus dedos y la suela de los pies helados. A su orden, una doncella vino a encender un fuego en el hogar y le trajo una humeante jarra de té, pero nada pudo quitarle el frío.
Escuchaba el ruido de las habitaciones siendo limpiadas, las huellas de los criados en las escaleras, la mansión restaurando su orden ahora que la casa estaba finalmente limpia de visitantes. Había cosas que debería estar haciendo: hacer inventario del menaje, consultar a la señora Sandra qué habitaciones deberían cerrarse y qué cosas se necesitaban del mercado. Sin embargo, Francisco parecía no poder elevarse del estupor que se había abatido sobre el. Se sentía como un reloj con el mecanismo averiado, congelado e inútil.
Dormitó sobre el sofá hasta que el fuego bajó sus llamas y los rayos de luz del sol que atravesaban las cortinas medio cerradas fueron reemplazados por el brillo del atardecer. Un sonido callado lo despertó, y se levantó reluctantemente. Abriendo sus ojos lagañosos vio que Rafael había entrado en la habitación. Se quedó de pie cerca de la chimenea, mirándola como si el fuera un rompecabezas que no supiera cómo resolver.
—¿Qué quieres? —le preguntó Fran con el ceño fruncido. Forcejeando para ponerse en posición sentado, se frotó los ojos.
Rafael encendió una lámpara y se aproximó al sofá.
—La señora Sandra dice que no has comido nada en todo el día —Fran sacudió la cabeza.
—Sólo estoy cansado, tomaré algo después —Su hermano lo recorrió con la mirada con el entrecejo fruncido.
—Tienes una apariencia infernal.
—Gracias —dijo secamente —Como dije, estoy cansado. Necesito dormir, eso es todo.
—Pareces haber estado durmiendo la mayor parte del día, y no te ha hecho ni un maldito poco de beneficio.
—¿Qué quieres, Rafael? —dijo con una chispa de irritación. Rafa se tomó su tiempo en contestar, hundiendo las manos en los bolsillos de su abrigo mientras parecía estar pensando sobre algo. Repentinamente miró la forma de sus rodillas, ocultas bajo los pliegues de sus faldas de muselina azul.
—He venido para pedirte algo. —dijo ásperamente.
—¿Qué? —Hizo un gesto rígido hacia sus pies.
—¿Puedo verlas? —Francisco lo miró en blanco.
—¿Mis piernas?
—Sí.
Rafael se sentó en el otro lado del sofá, con el rostro inexpresivo. Nunca había hecho antes tal petición. ¿Por qué quería ver sus piernas ahora, después de todos esos años? Francisco no pudo sondear sus motivos, y se sentía demasiado exhausto para barajar los distintos tipos de emoción que sintió. Ciertamente no habría daño en enseñárselas, pensó. Antes de permitirse a sí mismo el pensarlo dos veces, se quitó las zapatillas de un puntapié. Sus piernas estaban desnudas bajo el vestido. Levantándolas sobre los cojines del sofá, dudó un momento tiró del dobladillo de la falta un poco más arriba de las rodillas.
Rafael no mostró ninguna reacción a la vista de sus piernas, nada más que una interrupción casi indetectable en su respiración. Su mirada se movió sobre el correoso entramado de cicatrices, bajando hacia la blancura incongruente de sus pies. Mirando su rostro impasible, Francisco no se dio cuenta que el mismo estaba reteniendo el aliento, hasta que sintió el tirón ardiente de sus pulmones. Dejó escapar un lento suspiro, bastante sorprendido de que fuera capaz de confiar en Rafael hasta ese extremo.
—No son hermosas —dijo finalmente —Pero no son por mucho tan malas como esperaba —Cuidadosamente, se estiró para tirar de la falda de regreso sobre sus piernas —Supongo que las cosas que no se han visto son a menudo peor en la imaginación de uno que en la realidad.
Francisco miró con curiosidad a su terco, sobre-protector y a menudo irritante hermano al que había llegado a querer tan entrañablemente. Cuando era niños, habían sido poco más que extraños el uno para el otro, pero en los años desde la muerte de su padre, Rafael había demostrado ser un hombre honorable y bondadoso. Como el, no estaba libre de culpas, y era exteriormente sociable, aunque fieramente reservado. A diferencia de Fran, Rafa era siempre escrupulosamente honesto, incluso cuando la verdad era dolorosa.
—¿Por qué las has querido ver ahora? —preguntó. Lo sorprendió con una sonrisa auto-despectiva.
—Nunca he estado seguro de cómo encararme con tu accidente, a no ser, desear ardientemente que no hubiera ocurrido. Pero no puedo evitar sentir que te he fallado de algún modo. Mirar tus piernas, y saber que no hay nada que pueda hacer para mejorarlas, me resulta condenadamente difícil —Fran sacudió la cabeza con desconcierto.
—Dios santo, Rafa, ¿cómo hubieras podido evitar que ocurriera el accidente? Eso es llevar tu sentido de responsabilidad demasiado lejos, ¿no crees?
—He elegido querer a muy pocas personas de este mundo —murmuró —pero vos y Juani están entre ellas y daría mi vida para evitarte un sólo momento de dolor.
Francisco le sonrió, sintiendo un bienvenido resquebrajamiento en el entumecimiento que lo rodeaba. Contra su sentido del buen juicio, no pudo evitar hacerle una pregunta crítica, incluso cuando luchó por aplastar el débil movimiento de esperanza en su interior.
—Rafael —dijo dubitativamente —si amaras a una mujer, ¿te impedirían cicatrices como estas dejar de…?
—No —lo interrumpió con firmeza —No dejaría que me detuvieran —Francisco se preguntó si era realmente sincero. Era posible que estuviera intentando protegerlo de nuevo, para evitarle sus sentimientos. Pero Rafael no era un hombre que mintiera por amabilidad —¿No me crees?
Le miró con vacilación.
—Quiero creerte.
—Estás equivocado al asumir que yo ponga por encima la perfección en una mujer. Disfruto la belleza física, como cualquier otro hombre, pero no es gran requerimiento. Sería una hipocresía, viniendo de un hombre que está lejos de ser apuesto él mismo —Francisco hizo una pausa por la sorpresa, examinando sus facciones, ¿realmente su hermano creía que no era atractivo?
—Eres atractivo —dijo con seriedad. Su hermano se encogió de hombros.
—Créeme, no tiene importancia, ya que nunca he visto que mi apariencia sea un impedimento de ningún modo. Lo que me ha dado una perspectiva muy equilibrada sobre la materia de la belleza física. La perspectiva que alguien con tu apariencia raramente logra alcanzar.
Francisco frunció el ceño, preguntándose si se le estaba criticando.
—Debe ser extraordinariamente difícil —continuó —para un joven tan hermoso como vos sentir que hay una parte de ti que te avergüenza y que debe ser ocultada. Nunca has estado en paz con ese hecho ¿verdad?
Dejando reposar su cabeza contra un costado del sofá, Francisco sacudió la cabeza.
—Odio las cicatrices. Nunca dejaré de desear el no tenerlas. Y no hay nada que pueda hacer para cambiarlas.
—Exactamente como Kuku nunca podrá cambiar sus orígenes.
—Si estás intentando levantar un paralelismo, Rafael, no será de ninguna utilidad. Los orígenes de Esteban nunca me han importado. No hay nada que me pueda hacer dejar de quererle o amarle… —se paró abruptamente cuando comprendió el punto al que lo había estado llevando.
—¿No piensas que él podría sentirse del mismo modo por tus piernas?
—No lo sé.
—Por el amor de dios, ve y dile la verdad. No es momento de dejar que tu orgullo se lleve lo mejor vos —Sus palabras le encendieron una repentina ira.
—¡Esto no tiene nada que ver con el orgullo!
—¿No? —le echó una mirada sardónica —No puedes soportar el dejar que Kuku sepa que no eres totalmente perfecto. ¿Qué es eso sino más que orgullo?
—No es tan sencillo —protestó. Su boca se torció con impaciencia.
—Quizás el problema no sea simple, pero la solución sí lo es. Comienza a portarte como el joven maduro que eres, y reconoce el hecho de que tienes defectos. Y dale al pobre Kuku la oportunidad de que puede amarte a pesar de ellos.
—Eres un sabelotodo insufrible —dijo con voz estrangulada, deseando darle un bofetón. Rafael sonrió astutamente.
—Ve con él, Francisco. O te prometo que yo mismo iré y se lo diré.
—¡No lo harías!
—Ya tengo un carruaje preparado —le informó él. —Salgo en cinco minutos, con o sin vos.
—Por el amor de Dios —explotó —¿no te cansas nunca de decirle a todo el mundo lo que tiene que hacer?
—En realidad, no —Francisco estaba dividido entre la risa y la exasperación ante su réplica.
—Hasta hoy has hecho todo lo posible para desalentar mi relación con Esteban ¿Por qué has cambiado ahora de opinión?
—Porque tienes veinticinco años y estás sin casar, y he comprendido que esta puede que sea mi única oportunidad de desaserme de vos —Rafael hizo una mueca y se agachó para esquivar el golpe medio en serio de su puño, luego se estiró para envolverlo apretadamente en sus brazos —Y porque quiero que seas feliz —murmuró contra su pelo.
Apretando el rostro contra su hombro, Francisco sintió las lágrimas brotar de sus ojos.
—Tenía miedo de que Kuku fuera a hacerte daño —continuó —Creo que esa era su intención al principio. Pero no pudo llevar a cabo sus planes, después de todo lo que se dijo y se hizo. Incluso pesando que lo habías traicionado, no podía evitar amarte. Cuando se fue hoy, parecía de algún modo rebajado. Y finalmente he comprendido que él siempre había estado en mucho más peligro por vos de lo que tú nunca lo has estado por él. Realmente me dio pena, porque cualquier hombre tiene un terror mortal a ser herido de ese modo.
Rafael buscó a tientas un pañuelo.
—Aquí está, tómalo antes de que arruines mi chaqueta —Sonándose la nariz tempestuosamente, Francisco se retiró de él. Se sentía horriblemente vulnerable, como si lo hubiese estado animando a saltar por un precipicio.
—¿Recuerdas lo que me dijiste una vez sobre que no te gustaba afrontar riesgos? Bueno, a mí tampoco.
—Según recuerdo, dije riesgos innecesarios —replicó Rafa gentilmente —Pero éste parece ser uno necesario ¿o no? —Francisco lo miró sin parpadear. Intentarlo mientras pudiera, era incapaz de negar la sobrecogedora necesidad que regiría el resto de su vida, sin importar lo que el eligiera hacer ahora. Nada terminaría cuando Esteban se fuera de Argentina. No encontraría más paz en el futuro de la que había tenido los últimos años. La comprensión de eso lo hizo sentir mareado, asustado y pese a ello extrañamente alborozado. Un riesgo necesario.
—Iré —dijo, su voz temblando sólo un poco —Necesitaré unos pocos minutos para ponerme mis ropas de viaje.
—No hay tiempo para eso.
—Pero no estoy vestido para aparecer en público.
—Aunque sea así, podemos no alcanzar el buque antes de que salga —Galvanizado por las palabras, Francisco apretujó sus pies en las zapatillas que había descartado.
—Rafael, ¡me tienes que llevar allí a tiempo!
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Pese al consejo de Rafael de que intentara dormir durante el viaje al puerto, Francisco estuvo despierto la mayor parte de la noche. Su interior parecía anudarse y retorcerse mientras miraba hacia el oscuro interior del carruaje, preguntándose si iba a alcanzar a Esteban antes de que su barco saliera para Europa. De vez en cuando el silencio era roto por el áspero ronquido de su hermano mientras dormitaba en el asiento opuesto.
En algún momento antes del amanecer, el cansancio pudo con el. Se quedó dormido sentado, con su mejilla aplastada contra la cortina de terciopelo que recubría plegada la pared interior. Flotando en un vacío sin sueños, se despertó con sintió la mano de Rafa sobre su hombro.
—¿Qué? —balbuceó, parpadeando y gimiendo cuando lo sacudió ligeramente.
—Abre los ojos. Estamos en los muelles.
Francisco se sentó con torpeza mientras Rafael golpeaba con los nudillos en la puerta del carruaje. El lacayo, que de alguna forma parecía estar peor que nunca, abrió la puerta desde fuera. Inmediatamente una curiosa mezcla de olores llenó el carruaje. Era un olor a whisky y pescado, fuertemente teñido de carbón y tabaco. El chirriar de las focas se mezclaba con voces humanas, había gritos de "Tiren y doblen el cable", y "Dividan la carga" y otras frases igualmente incomprensibles. Rafael se bajó con un balanceo del carruaje, y Francisco se retiró un mechón de pelo vagabundo cuando se apoyó hacia delante para mirarlo.
La escena de los muelles era un enjambre de actividad, con un bosque de mástiles sin fin extendiéndose a ambos lados del canal. Apenas podía creer que Esteban se hubiera ganado una vez la vida de ese modo.
En el extremo más alejado del muelle Francisco vio un enorme barco de vapor de palas de madera, con fácilmente más de sesenta metros de longitud.
—¿Es ese el barco? —Rafa asintió.
—Iré a buscar un empleado que vaya a buscar a Kuku al barco —Francisco cerró los ojos apretadamente, intentando imaginar el rostro de Esteban cuando recibiera la noticia. En su estado de ánimo actual probablemente no lo tomaría muy bien.
—Quizás debiera subir yo abordo. —sugirió.
—No —recibió la réplica de su hermano de inmediato —Van a levar anclas pronto, no voy a tomar el riesgo de que navegues a través del Pacífico como pasajero accidental.
—Sí hago que Esteban pierda su salida, el me matará —Rafael dio un resoplido impaciente.
—El barco va a salir con toda probabilidad mientras me quedo aquí discutiendo con vos. ¿Quieres hablar con Kuku o no?
—¡Sí!
—Entonces quédate en el carruaje. El conductor cuidará de vos. Volveré en seguida.
—Puede que rehúse el desembarcar, le he herido de muy mala manera, Rafa.
—Vendrá —replicó su hermano con calmada convicción —De un modo o de otro.
Una dubitativa sonrisa se abrió paso a través de la congoja de Francisco cuando vio a Rafael alejarse a pasos largos, preparado para hacer batalla física, si era necesario, con un adversario que era casi dos cabezas más alto que él.
Regresando al carruaje, Francisco empujó para abrir la cortina y miró a través de la ventana, observando a un policía de la marina vagar de acá para allá ante filas de valiosos toneles de azúcar apilados a una altura de seis y de ocho. Mientras esperaba, se le ocurrió pensar que su apariencia debía ser como si hubiese atravesado un seto, con sus ropas arrugadas y su cabello hecho un lío enredado.
No llevaba zapatos apropiados. Casi la imagen de la dama fina visitando la ciudad, pensó tristemente, tomándose las suelas de los pies las deslizó dentro de las zapatillas de punto.
Los minutos pasaron, y el interior del carruaje se hizo cálido y sofocante. Decidiendo que el olor de los muelles era mejor que la perspectiva de sentarse en un vehículo cerrado sin ventilación, Francisco comenzó a golpear en la puerta para llamar a el lacayo. Justo cuando sus nudillos tocaban el panelado, la puerta se abrió con una violencia que lo sobresaltó. Se quedó helado, su mano parada a mitad del movimiento. Esteban apareció en la entrada del carruaje, sus hombros bloqueando la luz del sol.
Se estiró para agarrar su brazo como si quisiera evitarle una caída inesperada. El agarre rápido de sus dedos hacía daño. Estremeciéndose con una mueca de dolor, Francisco reflexionó sobre que Esteban parecía un completo extraño. Encontró imposible de creer que ese hombre de rudos rasgos fuera el que lo había sostenido en brazos y besado tan tiernamente.
—¿Qué ocurre? —exigió él —¿Has visto a un médico?
—¿Qué? —lo miró con absoluto desconcierto —¿Por qué debería necesitar un médico? —Los ojos de Esteban se entrecerraron y dejó caer su mano abruptamente.
—¿No estás enfermo?
—No, por qué crees que… —cuando emergió la comprensión, Francisco miró a su hermano, que estaba de pie justo un poco más allá —¡Rafael! No le deberías haber dicho eso.
—No hubiera venido de otro modo —dijo sin señales de remordimiento.
Francisco le lanzó una mirada condenatoria. Como si las cosas no fueran suficientemente difíciles, Rafael había tenido éxito en poner a Esteban incluso más hostil. Impenitentemente, Rafa retrocedió un paso del carruaje para permitirles a los dos una cantidad insignificante de intimidad.
—Lo siento —le dijo a Esteban —Mi hermano te engañó, no estoy enfermo. La razón por la que estoy aquí es que necesito desesperadamente hablar con vos —Esteban lo observó con frialdad.
—No queda nada por decir.
—Sí lo hay, —insistió —me dijiste antes de ayer que ibas a hablarme con honestidad o te arrepentirías el resto de tu vida. Yo debería haber hecho lo mismo, y estoy tan arrepentido de no haberlo hecho… Pero he viajado toda la noche para alcanzarte antes de que dejaras Argentina. Te estoy pidiendo, no, suplicando que me des una oportunidad de explicar mi comportamiento.
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—Sí lo hay, —insistió —me dijiste antes de ayer que ibas a hablarme con honestidad o te arrepentirías el resto de tu vida. Yo debería haber hecho lo mismo, y estoy tan arrepentido de no haberlo hecho… Pero he viajado toda la noche para alcanzarte antes de que dejaras Argentina. Te estoy pidiendo. No... suplicando que me des una oportunidad de explicar mi comportamiento.
Él sacudió la cabeza.
—Van a retirar la pasarela. Si no reembarco en cinco minutos, me separaré de todos mis baúles y papeles personales, todo excepto las ropas que llevo puestas —Francisco se mordisqueó el interior de sus mejillas, intentando contener su creciente desesperación.
—Entonces iré a bordo con vos.
—¿Y navegarás cruzando el Pacífico sin nada más que un cepillo de dientes? —se mofó Esteban.
—Sí —Esteban le disparó una mirada dura y larga. No dio ninguna indicación de lo que estaba sintiendo, ni incluso de si estaba considerando su ruego. Preguntándose si iba a rechazarlo, Francisco buscó con precipitación las palabras correctas, la llave para abrir su helado autocontrol, y entonces notó la vena latiendo violentamente en su sien. La esperanza se desplegó en su interior. No le era indiferente, aunque intentara fingir lo contrario.
Quizás el único bálsamo para el maltratado orgullo de Esteban era el sacrificio del suyo propio. Reluctantemente, bajó su guardia, y habló con la mayor humildad de lo que lo había hecho en su vida.
—Por favor. Si todavía sientes algo en absoluto por mí, no regreses a ese barco. Te juro que nunca te pediré nada más. Por favor, déjame decirte la verdad, Kuku —Mientras mantenían otro silencio insostenible, la mandíbula de Esteban se endureció hasta que saltó un músculo en su mejilla.
—Maldita sea, está bien. —dijo suavemente. Francisco comprendió con alivio perplejo que no iba a rechazarlo.
—¿Volvemos a la hacienda? —se atrevió a susurrar.
—No, mejor que me maldigan si tendré a tu hermano revoloteando a nuestro alrededor. Él se puede ir a la hacienda mientras tú y yo hablamos en las habitaciones del hotel de Enzo.
Francisco tuvo miedo de decir otra palabra, en el riesgo que podría hacer que cambiara de opinión. Asintió y se volvió a aposentar en el carruaje, mientras su corazón azotaba repetidamente contra sus costillas.
Esteban dio instrucciones al conductor y luego subió al vehículo. Fue inmediatamente seguido por Rafael, quien no pareció terriblemente complacido por el plan, siendo como quería que toda la situación permaneciera bajo su control. Sin embargo, no brindó ninguna protesta, sólo se sentó al lado de Francisco y cruzó sus brazos sobre el pecho.
El silencio era pesado y confuso mientras el vehículo rodaba alejándose de los muelles. Francisco estaba miserablemente incómodo, sus piernas rígidas y doloridas, sus emociones agitadas, le dolía la cabeza. No era de ayuda el que Esteban pareciera tan cálido y comprensivo como lo sería un bloque de granito. Francisco no estaba ni siquiera seguro de lo que le diría, o cómo le diría la verdad sin provocarle pena o disgusto.
Como sintiendo su preocupación, Rafa se agachó y tomó sus dedos en los suyos, dándoles un pequeño apretón alentador. Levantando la mirada, Francisco vio que Esteban había notado el sutil gesto. Su mirada suspicaz osciló del rostro de Rafa al de el.
—Podrías empezar las explicaciones ahora —dijo. Francisco le dirigió una mirada de disculpa.
—Mejor esperaré, si no te importa.
—Estupendo —dijo Esteban burlonamente —No es como si no tuviera tiempo —Rafa se puso rígido ante el tono del otro hombre.
—Perdona pero…
—Está bien —interrumpió Francisco, hundiendo su codo en el costado de su hermano —Ya me has ayudado bastante, Rafa. Me puedo arreglar yo solo ahora.
—Sea como sea, no apruebo que te vayas a un hotel sin ningún miembro de la familia ni criado acompañándote. Habrá habladurías y vos no…
—Las habladurías son la menor de mis preocupaciones —le interrumpió, incrementando la presión de su codo contra las costillas, hasta que Rafael dio un gruñido y se calló.
Después de lo que parecieron horas, llegaron al hotel. El carro se paró en la pequeña calle, detrás de una de las cuatro plazas privadas. Francisco estaba inmerso en la agonía de la anticipación cuando Esteban descendió del carruaje y lo ayudó a bajar. Girándose, volvió la vista a Rafael. Viendo el crudo desamparo de sus ojos, Rafa le dio un asentimiento tranquilizante, justo antes de hablarle a Esteban con dura voz:
—Espera. Quiero hablar una palabra con vos —Arqueando una ceja negra, Esteban dio un paso al lado con él. Encontró la mirada del conde con una ojeada de helada pregunta.
—¿Qué quieres ahora? —Rafa le volvió la espalda a Francisco, y habló demasiado bajo como para que escuchase.
—Espero condenadamente no haberte infravalorado, Kuku. Lo que sea que venga de tu conversación con mi hermano, quiero asegurarte una cosa. Si le haces daño de cualquier forma, lo pagarás con tu vida. Y lo quiero decir literalmente —Agraviado más allá de lo que podía soportar, Esteban sacudió su cabeza y murmuró unas palabras de primera calidad en voz baja. Se acercó de una zancada a Francisco y lo guió violentamente a la entrada trasera, donde un lacayo había ya abierto la puerta. El ayuda de cámara de Enzo exclamó:
—Pensaba que su barco estaba navegando en este momento, Señor Kuku.
—Lo está —dijo cortantemente. El ayuda de cámara parpadeó y se afanó en volver a ganar compostura.
—Si está usted buscando al señor Vogrincic, está en las oficinas de la compañía.
—Quiero usar sus habitaciones unos pocos minutos. Mirá que no seamos molestados —Con un despliegue admirable de tacto, el ayuda de cámara ni siquiera miró en la dirección de Francisco.
—Sí, señor —Bruscamente, Esteban guió a Francisco dentro de la residencia, que estaba atractivamente amueblada con maderas oscuras, los muros cubiertos por rico papel grabado color ciruela. Fueron a la sala de estar, con el dormitorio visible justo más allá. Las pesadas cortinas de terciopelo habían sido retiradas para revelar las de encaje color té que suavizaba la luz del sol mientras manaba en la habitación.
Francisco no pudo controlar su nerviosismo. Explotó en un violento temblor que hizo sus dientes castañetear. Apretando su mandíbula, se fue a sentar en una gran silla de cuero. Después de una larga pausa, Esteban hizo lo mismo, sentándose en una silla cercana y examinándolo fríamente. Un antiguo reloj de carruaje hacía tic-tac laboriosamente en la repisa de la chimenea, acentuando la tensión que quebraba el aire. La mente de Francisco se quedó en blanco. En el carruaje había conseguido pensar en explicaciones medianamente bien estructuradas, pero todas su cuidadosamente consideradas frases se habían desvanecido bruscamente. Nerviosamente se humedeció los labios con la punta de la lengua.
La mirada de Esteban osciló a su boca, y juntó sus cejas oscuras.
—Sigue con el asunto ¿si? —Francisco inhaló y exhaló lentamente, y se frotó la frente.
—Sí. Lo siento, es sólo que no sé bien cómo empezar. Estoy contento por la oportunidad de decirte finalmente la verdad, excepto que… esto es la cosa más difícil que he hecho nunca —Apartando la mirada de Esteban hacia el hogar vacío, Francisco agarró los brazos tapizados de la silla —Debo ser mejor actor de lo que pensaba, si he conseguido convencerte de que tu clase social me importa. Nada podría estar más lejos de la verdad. Nunca me importaron las circunstancias de tu nacimiento, de donde venías, o quién eras, podrías haber sido un mendigo, y no me hubiera importado. Haría cualquier cosa, iría a cualquier sitio, para estar con vos —Sus uñas hicieron profundos surcos en su piel, cerró los ojos —Te amo, Kuku, siempre te he amado.
No había ningún sonido en la habitación, sólo el crispante tic-tac del reloj la repisa.
—Mi relación con Pardella no es lo que parece. Cualquier apariencia de interés romántico entre nosotros es un engaño, uno que nos has servido a ambos. Él no me desea físicamente, y nunca podría dispensarme esa clase de sentimiento porque… —hizo una pausa torpemente —sus inclinaciones están limitadas exclusivamente a otro tipo de hombres. Me propuso matrimonio como un arreglo práctico, una unión entre amigos. No diré que no encontré la oferta atractiva, pero le rechacé justo antes de que regresaras de Buenos Aires.
Abriendo los ojos, Francisco miró a su regazo, mientras el bendito sentimiento de aturdimiento lo abandonaba. Se sintió desnudo y expuesto y aterrorizado. Esto era la parte peor, hacerse vulnerable ante un hombre que tenía el poder de demolerlo con una sola palabra. Un hombre que estaba justificadamente furioso por el modo en que lo había tratado.
—La enfermedad que tuve hace tanto tiempo —dijo con voz ronca —Tenías razón al sospechar que estaba mintiendo. No fue una fiebre. Fui herido con fuego, me quemé terriblemente. Estaba en la cocina con la señora Sandra cuando una sartén de aceite comenzó un fuego en la rejilla del fogón. No recuerdo nada más. Me dijeron que mis ropas atraparon el fuego, y que estuve instantáneamente cubierto por las llamas. Intenté correr. Un lacayo me derribó en el suelo y sacudió apagando las llamas. Salvó mi vida.
Se paró para tomar una larga inspiración. Sus temblores se habían calmado un poco, y fue finalmente capaz de afirmar la voz.
—Mis piernas quedaron completamente lastimadas —Arriesgando una mirada hacia Esteban, vio que ya no se apoyaba más en el respaldo de la silla. Su cuerpo estaba ligeramente inclinado hacia adelante, su gran forma sobrecogida con repentina tensión, sus ojos una llama en la palidez cadavérica de su rostro.
Francisco retiró la mirada una vez más. Si lo miraba, no sería capaz de terminar.
—Fue una pesadilla de la que no podía despertar. Cuando no estaba en agonía por las quemaduras estaba fuera de mí por la morfina. Las heridas se infectaron y envenenaron mi sangre, y el doctor dijo que no duraría ni una semana. Pero la señora Sandra encontró una mujer que decía que tenía habilidades especiales de curación. Yo no quería ponerme mejor. Me quería morir. Entonces la señora Sandra me enseñó la carta.
Recordando, Francisco se rezagó en silencio. El momento había quedado permanentemente grabado en su mente, cuando unas pocas palabras garrapateadas sobre el papel lo habían apartado de la orilla de la muerte.
—¿Qué carta? —preguntó Esteban con voz sofocada.
—La que le habías enviado pidiéndole dinero, porque necesitabas romper tu aprendizaje y huir del señor Bayona. La señora Sandra me leyó la carta y… y escuchar las palabras que habías escrito me hizo comprender que en tanto hubiera una oportunidad de que tu estuvieras en este mundo, yo querría seguir viviendo en él.
Francisco paró bruscamente, sus ojos se nublaron, y parpadeó furiosamente para limpiárselos.
Esteban hizo un sonido ronco. Fue a su silla y se hundió sobre sus talones delante de el, respirando como si alguien le hubiera dado un golpe agobiante en el centro del pecho.
—Nunca pensé que volverías. Nunca quise que descubrieras lo de mi accidente. Pero cuando regresaste a la hacienda, decidí que estar cerca de vos, incluso por una noche, se merecía cualquier riesgo. Eso es por lo que yo… —Dudó enrojeciendo violentamente.
—La noche de la feria del pueblo… —Respirando entrecortadamente, Esteban, tomó el dobladillo de su vestido. Inmediatamente quiso detenerlo, agarrando su muñeca en un movimiento convulsivo.
—¡Espera! —Esteban se quedó quieto, los músculos de sus hombros fuertemente abultados —Las quemaduras son tan feas… —susurró.
Esteban absorbió eso durante un momento, y luego procedió a retirar los dedos de su muñeca y a quitarle las zapatillas, una después de otra. Francisco luchó contra una oleada de nauseas, sabiendo exactamente lo que iba a ver. Deglutió repetidamente, mientras saladas lágrimas le ardían en la parte trasera de la garganta. Él alcanzó la parte de debajo de la falda y deslizó sus manos a lo largo de sus tensos muslos, sus palmas tocando ligeramente el tejido de su ropa interior, hasta que encontró los cierres en su cintura. Francisco se quedó blanco como la tiza, seguido por un brillante escarlata, cuando lo sintió tirar de la prenda interior.
—Déjame —murmuró Esteban. Obedeció torpemente, elevando sus caderas mientras tiraba de los pantalones sobre sus nalgas y desnudaba sus piernas de la prenda interior. El bajo de su falda fue empujado a lo alto de sus muslos, el frío aire bañándole la piel expuesta. Un profuso sudor de ansiedad brotó de su rostro y cuello, y usó la manga para secar sus mejillas y labio superior.
Arrodillándose delante de el, Esteban tomó uno de los helados pies en sus cálidas manos. Rozó con su pulgar los extremos rosados de las puntas del pie.
—Llevabas zapatos cuando ocurrió —dijo, mirando la pálida, suave piel de sus pies, el delicado trazado de venas azules cerca del arco. La transpiración le picó en los ojos cuando los abrió para mirar la parte de arriba de su oscura cabeza.
—Sí —Todo su cuerpo dio un respingo cuando sus manos se deslizaron a sus tobillos. Esteban se inmovilizó.
—¿Te duele cuando te toco?
—N-no —se secó el rostro de nuevo, dando un jadeo cuando continuó la lenta, relajada exploración —Es sólo que la señora Sandra es la única a la que le he permitido alguna vez tocar mis piernas. En algunas partes no siento nada y en otras, la piel es demasiado sensible —La visión de sus manos deslizándose a lo largo de sus destrozadas pantorrillas fue casi más de lo que pudo soportar. Transido y miserable, miró las yemas de sus dedos pasar sobre las ásperas, enrojecidas cicatrices.
—Ojalá lo hubiera sabido —murmuró él —Debería haber estado contigo —Eso hizo que Francisco quisiera sollozar, pero endureció su mandíbula para evitar que temblara.
—Yo te necesitaba a vos —dijo rígidamente —Seguía pidiendo por vos. A veces pensaba que estabas allí, sosteniéndome en tus brazos, pero la señora Sandra dijo que eran delirios de la fiebre —El movimiento de sus manos se paró. Las palabras parecieron enviar un temblor cruzando sus anchos hombros, como si hubiera tenido un escalofrío. Finalmente, sus palmas continuaron su progreso a lo largo de sus muslos, presionando para apartarlos, sus pulgares rozando su interior.
—Por lo tanto, esto es lo que nos ha mantenido separados —dijo con voz inestable —Esto es por lo que no me dejabas ir a tu cama, y por lo que rechazaste mi proposición. Y por lo que tuve que oír la verdad de Juani sobre lo que tu padre hizo, en lugar de oírlo de ti.
—Sí —Esteban se alzó en sus rodillas, agarrando los brazos de la silla a cada lado de el, su rostro a sólo unos centímetros del suyo. Francisco había estado preparado para la tristeza, simpatía, repulsión… pero nunca había anticipado la rabia. No había esperado el brillo de furia primitiva en sus ojos, y la mueca de un hombre que había sido empujado más allá de los límites de la cordura.
—¿Qué creías que quería decir cuando te dije que te amaba? ¿Pensabas que tendrían maldita importancia tus cicatrices? —Atónito por su reacción, Francisco respondió con un sencillo cabeceo —Por dios —la sangre se elevó más en su rostro —Si la situación fuera al revés, y yo fuera el que hubiera estado herido ¿Me habrías dejado?
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—¿Qué creías que quería decir cuando te dije que te amaba? ¿Pensabas que tendrían maldita importancia tus cicatrices? —Atónito por su reacción, Francisco respondió con un sencillo cabeceo —Por dios —la sangre se elevó más en su rostro —Si la situación fuera al revés, y yo fuera el que hubiera estado herido ¿Me habrías dejado?
—¡No!
—Entonces ¿por qué esperas menos de mí? —El explosivo estallido hizo que se encogiera hacia atrás en la silla. Esteban se inclinó hacia delante, siguiéndolo, su furia ahora bordeada por la angustia —Maldita sea, Francisco —Tomó su rostro entre sus manos temblorosas, sus dedos largos acunando las mejillas de el, sus ojos líquidos y brillantes —Eres mi otra mitad —dijo roncamente —¿Cómo puedes pensar que no te querría? Nos has hecho atravesar un infierno sin necesidad.
Claramente, Esteban no entendía el origen de su temor. Asiéndole las anchas, duras muñecas, Francisco las apretó tensamente, su garganta aclarándose. Esteban lo miró con preocupación ardiente y enfadada.
—¿Qué ocurre? —Esteban dejó una mano en un lado de su rostro, mientras usaba la otra en alisar el pelo detrás de su frente.
—Una cosa era hacerme el amor cuando no sabías lo de mis piernas, pero ahora que lo sabes… lo encontrarás difícil, quizás incluso imposible —Los ojos de Esteban brillaron de un modo que lo alarmó.
—¿Dudas de mi capacidad para hacerte el amor? —Apresuradamente Francisco tiró del vestido para cubrir de nuevo sus piernas, infinitamente aliviado cuando estuvieron cubiertas de nuevo.
—Mis piernas son horribles, Kuku —Esteban articuló una maldición que lo pasmó por su suciedad, y le agarró la cabeza entre sus manos, forzándole a mirarlo. Su voz era salvaje.
—Durante años he estado en constante tormento, queriéndote en mis brazos y creyendo que nunca sería posible. Te quiero por un millar de razones que no son tus piernas, y… no, maldición, te quiero por ninguna otra razón en absoluto, ninguna otra que mas que el hecho de que seas tú. Quiero hundirme profundamente en tu interior y quedarme ahí durante horas, días, semanas. Quiero amanecer, y estar al mediodía, y por la noche contigo. Quiero tus lágrimas, tus sonrisas, tus besos, el olor de tu pelo, el sabor de tu piel, el toque de tu aliento en mi rostro. Quiero verte en la hora final de mi vida, para yacer en tus brazos mientras tomo mi último aliento.
Sacudió su cabeza, mirándolo como un hombre condenado que contempla el rostro de su verdugo.
—Fran —susurró él —¿sabes qué es el infierno?
—Sí —sus ojos se desbordaron —Intentar existir con tu corazón viviendo en algún lugar fuera de tu cuerpo.
—No. Es saber que tienes tan poca fé en mi amor, que me habrías condenado a una agonía de por vida —su rostro se contorsionó repentinamente —A algo peor que la muerte.
—Lo siento —su voz se quebró —Kuku…
—Sentirlo no es suficiente —Él presionó su rostro húmedo en el suyo, su boca frotando sus mejillas y su barbilla en besos fervientes y medio bruscos, como si quisiera devorarlo —Ni mucho menos suficiente. Dices que tendrías que vivir sin tu corazón, ¿cómo sería si perdieras el alma también? Me he maldecido cada día que he tenido que vivir sin ti, y cada noche que he pasado con alguien, deseando que fueras tú el que estaba en mis brazos…. Deseando —continuó fieramente —de alguna forma poder detener que tus recuerdos me devoraran poco a poco hasta que no quedara nada en mi interior. No encontré paz en ningún sitio, ni siquiera en el sueño —se le quebró la voz y Esteban lo asaltó con besos estremecidos y hambrientos. El sabor de las lágrimas, de su boca, hizo a Francisco desorientarse y llenarse de calor, su cabeza dando vueltas por las ráfagas de placer. Esteban parecía poseído por una pasión que limitaba con la violencia, sus pulmones rotos por la pesada respiración, sus manos apretándolo con una fuerza que amenazaba con dejar magulladuras sobre su tierna carne.
—Dios mío —dijo con la vehemencia de un hombre a quien le han ocurrido por completo demasiadas cosas —En los pocos días pasados he sufrido los tormentos de los condenados, y ya es suficiente.
De repente, Francisco se sintió arrancado de la silla y levantado contra su pecho como si no pesara nada.
—¿Qué haces? —jadeó.
—Llevarte a la cama.
—Quiero que hablemos primero.
—Estoy cansado de hablar —Fran no podía evitarlo. Esos hábitos de privacidad y aislamiento habían sido establecidos durante muchos años. Y el conocimiento de que él no le permitiría ninguna retirada, ningún refugio, hizo que su corazón golpeara violentamente cuando Esteban lo trasladó a la siguiente habitación a zancadas decididas.
Alcanzando la cama, lo bajó sobre sus pies, y se inclinó sobre la cama para retirar el cubrecama de brocado. Cuando Francisco miró la suave extensión de lino blanco recién lavado, su estómago dio un vuelco.
Esteban tomó los botones de su vestido, sus dedos moviéndose a lo largo de la abertura frontal para desabrochar su corpiño. Después de dejar que el vestido aflojado cayera al suelo, Esteban tomó la camisa de Francisco y tiró de ella por encima de su cabeza. Pequeños escalofríos corrieron sobre su piel cuando se quedó de pie desnudo y temblando ante él. Le llevó toda su fuerza de voluntad evitar cubrirse, para esconder las partes disparejas de su cuerpo.
Esteban rozó el dorso de sus dedos contra sus pezones, deslizándolos hacia abajo, a su estremecido y tenso diafragma. Masajeó la fría piel, luego, deslizó sus brazos alrededor de el con extremo cuidado, susurrándole algo suave e indescifrable en su pelo desarreglado. Fran se agarró de las solapas de su chaqueta, descansando el rostro contra la parte delantera de su camisa. Fue infinitamente tierno mientras tiraba de las horquillas de su pelo, dejándolas caer en el piso alfombrado. Pronto, los mechones de su pelo dorado colgaron libres y sueltos, cosquilleando su rostro con pesada sedosidad.
Deslizando su mano bajo la mandíbula de el, Esteban le levantó el rostro y amoldó sus labios a los suyos en un beso largo e incendiario que le hizo fallar a sus rodillas. Estaba firmemente atrapado contra su cuerpo, las puntas de sus pezones suavemente erosionados por el paño de su abrigo. Sus labios se separaron desamparados bajo los de él, y Esteban exigió más, creando un sello de humedad y calor y succión erótica mientras conducía la lengua dentro de las cálidas profundidades de su boca.
Su mano bajó posesivamente por la espalda de Fran y sobre la hinchazón de sus nalgas, encontrando el punto vulnerable justo debajo de su espina dorsal, lo acercó más a su parte frontal hasta que Fran sintió la gruesa forma de su erección formando un firme montículo tras los pantalones. Embistió contra el deliberadamente, como para demostrar la abrasadora avidez de su carne por unirse a la suya. Fran dio un pequeño sollozo contra su boca. No permitiéndole pensar, Esteban se colocó entre sus muslos, mientras una de sus piernas le separaba las suyas expertamente. Lo mantuvo seguramente cerrado contra su cuerpo, mientras sus dedos separaban su abertura acariciando, extendiendo la suavidad secreta para dejarlo vulnerable.
Suspendido sobre su mano, Francisco arqueó la espalda; de inmediato, él deslizó dos dedos en su interior más, demandaba su cuerpo, ondulando para tomarlo más profundamente. Vio a Esteban todo sobre el, contra el, dentro de el, llenando cada espacio. Más de él, y más, sin dejar ni una mínima porción de cruel distancia entre ellos. Esteban ajustó su cuerpo hasta que el filo de sus puños se acomodó contra su miembro, suministrándole una fricción deliciosa que correspondía perfectamente con el lento embate de sus dedos. Lo impulsó contra sí mismo, deslizándolo repetidamente contra el montículo duro como una roca de sus caderas, acariciándolo dentro y fuera en un movimiento perezoso pero firme. Aplanó su mejilla contra su pelo, y frotó sus labios contra los oscuros filamentos hasta que alcanzó las raíces empapadas de sudor. Francisco sintió su cuerpo tensarse, palpitar, el placer intensificándose hasta que el casi alcanzó el brillante punto de liberación. La boca de Esteban tomó la suya de nuevo, su lengua penetrándolo gentilmente, lo besó con el alma y lo llenó con doloroso gozo.
Para su frustración, Esteban levantó la boca de la suya y retiró los dedos justo cuando la sensación se elevaba comenzando a culminar la cresta.
—Todavía no —susurró él, mientras Fran temblaba ferozmente.
—Te necesito —dijo apenas capaz de hablar. Sus dedos húmedos recorrieron la tensa línea de su garganta.
—Sí, lo sé. Y cuando finalmente te deje salir de esta cama, vas a comprender con exactitud cuanto te necesito yo a ti. Vas a saber todas las formas en que te quiero y vas a pertenecer a mí por completo.
Esteban lo levantó y lo tendió sobre la cama, poniéndolo sobre las planchadas sábanas de lino. Todavía totalmente vestido, se apoyó sobre su cuerpo desnudo. Su oscura cabeza bajó, y el sintió sus labios tocarle la rodilla.
Era el último lugar sobre el que el quería sentir su boca, contra la más horrible de sus cicatrices. Quedándose helado, Francisco protestó e intentó rodar lejos de él. Esteban lo atrapó con facilidad. Lo clavó a la colcha, mientras su boca correteaba de regreso a su rodilla.
—No tienes que hacer eso —dijo Fran encogiéndose —Sería mejor que no lo hicieras, de verdad, no hay necesidad de demostrar…
—Shh… —le dijo tiernamente, continuando besando sus piernas, aceptando las cicatrices cuando el nunca había sido capaz de hacerlo por sí mismo. Lo tocó en todas partes, sus manos mimando y acariciando —Está bien —murmuró Esteban, alzándose para frotar su tenso abdomen en círculos tranquilizadores —Te quiero. Todo tú.
Su pulgar recorrió el pequeño círculo de su ombligo, y mordisqueó la delicada piel del interior de su muslo. Gimiendo, Fran separó las piernas, él deslizó tres dedos dentro suyo, los duros bultos de sus nudillos zambulléndose en el resbaladizo canal, y la otra mano acariciando su otra parte intima. Fran no podía pensar, no podía moverse, su cuerpo inmerso en el placer. Su boca tiro de Fran, mientras sus dedos entrelazados se retorcían y embestían hasta que el gritó agudamente, convulsionándose en éxtasis.
Mientras Fran yacía jadeando en la cama, Esteban se levantó y se libró del abrigo, su mirada atrapada en su forma yaciente. Se desvistió, dejando caer su camisa para revelar un torso musculado. La gran forma de su cuerpo estaba hecha claramente más para el poder que para la elegancia. Aunque había alguna gracia innata en las largas líneas de los músculos y nervios, y en la pesada amplitud de sus hombros. Era un hombre de los que hacían a uno sentirse seguro y al mismo tiempo, deliciosamente a su merced.
Uniéndosele en la cama, Esteban deslizó una mano grande tras su cuello y se puso sobre el, abriéndole las piernas. Francisco retuvo el aliento cuando absorbió la sensación de su cuerpo desnudo presionándolo a todo lo largo, la fabulosa amplitud de su pecho, y los sitios donde la piel satén se estiraba sobre los abultados músculos. Maravillado Fran levantó su mano hasta el costado de su rostro, acariciando la recién afeitada superficie de su mejilla.
—Kuku, nunca me atrevía a soñar con esto —Sus gruesas pestañas bajaron, y Esteban hizo presión con su frente.
—Yo sí —dijo ásperamente —durante miles de noches he soñado en hacerte el amor. Ningún hombre sobre la tierra ha odiado tanto el amanecer como yo —Se inclinó para besar sus labios, su garganta, los rosados extremos de sus pezones. Tirando de el ligeramente, acarició uno con la lengua, y cuando Fran se estremeció en respuesta, descendió para guiarse dentro de el. Entró en el, llenándolo hasta que encajaron cadera con cadera. Ambos jadearon en el momento de la unión, la dura carne inmersa en la suavidad, en la profunda, insoportable fusión de sus cuerpos.
Francisco dibujó con sus manos la flexible espalda de Esteban, mientras él deslizaba las manos bajo su trasero, tirando de el esmeradamente contra sus placenteras embestidas.
—Jamás dudes de mi amor —le dijo entrecortadamente. Fran se estremecía ávidamente con cada estocada húmeda y dura, y cada roce con su abdomen en su miembro. Susurró obedientemente a través de sus labios hinchados por los besos.
—Nunca —Los rasgos de Esteban brillaron con una mezcla de emoción y esfuerzo.
—Nada en mi vida se ha podido comparar nunca con lo que siento por ti. Tú eres todo lo que quiero, lo que necesito y eso nunca cambiará —Gruñó roncamente cuando el comienzo de la corriente de alivio comenzó.
—Lo sé —susurró —Te amo.
El último placer se extendió en oleadas a través de Fran una vez más, silenciándolo con su poder y agudeza, haciendo que su carne se pegara a la de él con pulsante calor. Después, Francisco fue apenas consciente de que Esteban usó tiernamente una esquina de la sábana para limpiar la capa de sudor y lágrimas de su rostro. Acunado contra su hombro desnudo, cerró los ojos. Estaba repleto, y exhausto, repleto de un alivio masivo.
—Estoy tan cansado.
—Duerme, mi amor —susurró él, alisando su pelo, levantando los húmedos bucles para apartarlos de la nuca —Estaré aquí para velarte.
—Duerme vos también -dijo soñoliento, su mano avanzando a rastras por su pecho.
—No —sonrió y puso un suave beso en su sien. Su voz era ronca por el asombro —No cuando estar despierto es mejor que lo puedo encontrar en el sueño.
- -
Eran las últimas horas de la tarde cuando Enzo volvió a sus habitaciones en el hotel. Estaba cansado, con el rostro grisáceo e irritable, deseando tan desesperadamente una bebida, que apenas podía ver delante. En su lugar, había bebido suficiente café para mantener a flote una barcaza de madera. Había fumado demasiado, hasta que el olor de un cigarro había comenzado a hacerle sentir mareado. Era una experiencia nueva, ese emparejamiento de sobre estimulación y agotamiento. Considerando la alternativa, sin embargo, suponía que era mejor acostumbrarse al sentimiento.
Entrando en la residencia, Enzo fue recibido inmediatamente por su ayuda de cámara, que tenía algunas noticias bastante sorprendentes que impartirle.
—Parece que el Señor Kuku no ha partido para España como estaba organizado. Ha venido aquí, de hecho. Acompañado por un joven —Enzo lo miró con el rostro en blanco. Consideró la información durante un largo momento, frunció el ceño interrogativamente y se frotó la mandíbula.
—Me arriesgaría a preguntar ¿era el joven Romero? —El ayudante asintió de inmediato —Que me condenen —dijo Enzo suavemente, su mal humor suavizado por una lenta sonrisa —¿Están todavía aquí?
—Sí, señor Vogrincic —La sonrisa de Enzo se ensanchó en una mueca cuando especuló sobre el inesperado giro de los acontecimientos.
—Así que finalmente consiguió lo que quería —murmuró —Bien, todo lo que puedo decir es, que será mejor que Kuku ponga su trasero de vuelta a España pronto. Alguien tiene que construir la maldita fundición.
—Sí, señor —Preguntándose durante cuánto tiempo iba a hacer uso Esteban de sus habitaciones, Enzo se encaminó al dormitorio y se paró ante la puerta, observando que no se oía ningún ruido dentro. Justo cuando se volvía para irse, escuchó un llamado.
—¿Enzo? —Cautelosamente, Enzo abrió la puerta con un crack y zambulló su cabeza en el interior. Vio a Esteban apoyado sobre su codo. Poco era visible de Francisco, salvo por unos pocos mechones de pelo rubio que se veian sudados. Estaba acurrucado en la curva de su brazo, durmiendo sonoramente mientras Esteban subía protectoramente la ropa de cama sobre su hombro desnudo.
—Perdiste tu barco, ¿no? —preguntó Enzo suavemente.
—Tuve que hacerlo —replicó con una sonrisa —Resulta que iba a dejar algo importante atrás.
Enzo miró a su amigo intensamente, golpeado por la diferencia que encontraba en él. Esteban parecía más joven y feliz de lo que Enzo lo había visto nunca. Despreocupado, de hecho, con una sonrisa relajada en los labios, y un mechón de pelo cayendo sobre su frente. Cuando Francisco se removió contra él, su sueño perturbado por el sonido de sus voces, Esteban se agachó para apaciguarlo con un suave murmullo.
En el pasado Enzo había visto a Esteban con mujeres en circunstancias mucho más comprometedoras que éstas. Pero por alguna razón, la brillante, indefensa ternura de la expresión de Esteban parecía inexplicablemente íntima, y Enzo sintió un calor poco familiar subiendo por su rostro.
—Bien —dijo llanamente —como te has servido tú mismo en el uso de mis habitaciones, me parece que tendré que buscar otro acomodo para la noche. Por supuesto, no me lo pensaría dos veces en echarte, pero por Francisco, haré una excepción.
—Vete a la hacienda —sugirió con un súbito brillo de travesura en sus ojos. Su mirada regresó compulsivamente al rostro dormido de Francisco, como si encontrara imposible dejar de mirarlo más de pocos segundos —Rafa está allí sólo, puede que dé la bienvenida a la compañía.
—Oh, espléndido, —replicó agriamente —él y yo podemos mantener una extensa conversación de por qué debería mantenerme condenadamente lejos de su hermano más pequeño. No es que importe, puesto que Juani se habrá olvidado de todo lo mío en seis meses.
—Lo dudo —dijo e hizo una mueca —No abandones la esperanza. Nada es imposible. Dios sabe que yo soy prueba de ello.
Chapter 40: Epílogo
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El tormentoso viento de febrero silbaba contra la ventana del salón, desviando la atención de Juani de la carta de su mano. Acurrucado en la esquina de un canapé con una manta de cachemir sobre su regazo, tembló placenteramente con el contraste del húmedo, acerbo día de invierno de fuera, y la alegre calidez del salón.
Una caja de cartas de caoba estaba abierta delante de el, una parte de ella llena con una ordenada pila de cartas, y el otro lado atiborrado de una pila mucho más desorganizada atada con una cinta azul. La pila más pequeña era de su hermano, Francisco, cuyas cartas desde España habían sido sorprendentemente regulares, considerando su notoria flojera en asuntos de correspondencia.
La otra masa de cartas era de una fuente totalmente distinta, todas escritas con los mismos garabatos masculinos. Esas cartas, por turnos juguetonas, conmovedoras, informativas y ardientemente íntimas, contaban la historia de los esfuerzos de un hombre por cambiarse a sí mismo a mejor. Hablaban también de un amor que se había profundizado y madurado durante los meses pasados. A Juani le parecía que había llegado a conocer a un hombre distinto del que había conocido en la hacienda, y mientras que su atracción hacia el Enzo original había sido imposible de resistir, el anterior libertino se estaba tornando en un hombre en el que poder confiar y del que depender. Inclinándose hacia la cinta azul, acarició su satinada superficie con la punta del dedo, antes de volver su atención a la carta de Francisco.
"… Dicen que la población de la ciudad de España alcanzará el medio millón en los próximos dos años, y bien puedes creerlo, con extranjeros como yo llegando como un torrente cada día, estableciéndose y formando numerosas familias. Esta mezcla de nacionalidades da a la ciudad un maravilloso aspecto cosmopolita. Todos parecen tener aquí un punto de vista de las cosas liberal y sin restricciones, y a veces me siento un poco provinciano en mis opiniones.
Debo informarte que la búsqueda para el nombre de tu primer sobrino ha concluido,
dejando a Kuku y a mí bastante satisfechos con el resultado, y estoy seguro que Numa amará su nombre. Como te puedes imaginar, la señora Sandra se encuentra bastante ansiosa por la llegada de nuestro primer hijo y actúa como si yo estuviera enfermo, enfadándose cada vez que hago algo que requiera fuerza.
Es de remarcar, realmente, que apenas he comenzado a explorar esta ciudad atractivamente construida, y me complace decir que consigo hacer más aquí en una semana de lo que hacía en la hacienda en un mes, inclusive en mi estado e inclusive teniendo a la señora Sandra y a Kuku detrás de mí todo el tiempo.
A fin de no llevarte a engaño, sin embargo, confesaré que Kuku y yo tenemos nuestros días de holgazaneo aquí y allá. Ayer fuimos en trineo, y luego pasamos el resto del día acurrucados ante la chimenea. Prohibí a Kuku realizar ningún trabajo en absoluto, y naturalmente me obedeció, ya que el esposo latino es el que manda en el hogar (aunque demos inteligentemente toda apariencia externa de autoridad al marido). Soy un dictador benevolente, desde luego, y Kuku parece bastante contento con el arreglo…"
Sonriendo, Juani levantó la mirada de la carta cuando escuchó el ruido de un carruaje y sintió un toque de curiosidad. Rafael no había dicho nada que llegaran visitas hoy, y era demasiado temprano para que nadie hiciera llamadas.
Poniéndose en pie delante del canapé, Juani se envolvió los hombros con la manta y miró a través de la ventana. Un lacayo se encaminó hacia la puerta delantera, mientras otro abría el vehículo y permanecía detrás. Una forma alta y enjuta emergió del carruaje, absteniéndose de usar la escalera y descendiendo con facilidad al suelo. El hombre estaba ataviado con un abrigo negro y un elegante sombrero.
Un estremecimiento de repentina e intensa excitación dejó sin aliento a Juani. Lo miró sin parpadear, calculando rápidamente. Sí, habían sido seis meses, casi hasta hoy. Pero Enzo le había dejado claro que no vendría a por el a menos de que estuviera seguro que podría ser el tipo de hombre que él pensaba que se merecía. E iré armado de honorables intenciones -había escrito- porque mayor es mi pena por ti…
Ahora Enzo estaba más atractivo que antes, si eso era posible. Las líneas de tensión y cinismo se habían suavizado eliminándose, y parecía tan vibrante y vigoroso que su corazón latió salvajemente en respuesta.
Aunque Juani no se movió ni hizo sonido alguno, algo llamó la atención de Enzo hacia la ventana. Lo miró a través de los paneles de cristal, aparentemente fascinado por su visión. Juani le devolvió la mirada, retorciéndose de exquisito anhelo. Oh, estar en sus brazos de nuevo, pensó, tocando la ventana, sus dedos dejando acuosas círculos en el delgado barniz de la escarcha.
Una lenta sonrisa comenzó en el rostro de Enzo, y sus ojos mieles chispearon. Con una sacudida de cabeza, puso la mano en el pecho, como si la visión de el fuera más de lo que podía soportar su corazón. Sonriendo brillantemente, Juani inclinó su cabeza a un lado, haciendo gestos señalando a la entrada delantera.
—¡Date prisa! —vocalizó Juani.
Enzo asintió en seguida, lanzándole una mirada plena de promesas cuando se alejó de la ventana a grandes pasos.
Tan pronto como estuvo fuera de vista, Juani arrojó la manta al canapé y descubrió que la carta de su hermano estaba todavía medio arrugada entre sus dedos que la estrujaban. Alisó la hoja de papel y le estampó un beso. El resto de la carta podía esperar.
—Más tarde, Fran —susurró —Tengo que procurar conseguir mi propio final feliz.
Y riendo sin aliento, dejó caer la carta en la caja de caoba mientras se apresuraba fuera de la habitación.

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