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El Planeta del Tesoro: los lazos del Etherium

Summary:

Jim y Elisabeth Hawkins se han criado escuchando historias del Etherium, él sobre el tesoro de los mil mundos y ella, sobre las estrellas. El destino los llevará a emprender un viaje para perseguir sus sueños de la infancia, pero lo que no saben es que esta aventura no solo les cambiará su destino, sino que descubrirán que el verdadero tesoro no se encuentra un mapa.

Notes:

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Chapter 1: Prólogo

Chapter Text

En las noches más serenas de Montresor, cuando los vientos solares no enturbiaban el firmamento y el cielo parecía una cúpula de cristal, podía contemplarse el Etherium desplegando todo su esplendor. No hacía falta telescopio ni visor estelar; bastaba con subir a alguna de las colinas cercanas, donde la oscuridad se convertía en aliada y los astros hablaban por sí solos.

Aquella noche, las luces del pueblo brillaban suavemente a lo lejos, como luciérnagas. En lo alto del tejado de la vieja posada Benbow, que estaba al borde del acantilado, una reliquia de madera y metal remachados, tres siluetas permanecían inmóviles sobre las tejas oxidadas, observaban al cielo estrellado.

—¡Abuelo! ¿Cuál es esa constelación? —preguntó una niña de unos cinco años, de cabello castaño y ojos azules, como los anillos de hielo de Centauri VI.

—Esa de ahí es Orión, el cazador —respondió el anciano, con una sonrisa paciente. Su pelo, ya blanco, brillaba bajo la luz tenue de lo que parecía una luna, aunque en realidad era el puerto espacial de Montresor, suspendido como una joya en el cielo nocturno.

—¿Y hasta dónde has viajado por el Etherium? —preguntó el niño a su lado, algo más pequeño, con una mirada soñadora.

—No tan lejos como me habría gustado… —contestó el hombre con un dejo de nostalgia en la voz—. Pero llegué hasta la Nebulosa de la Laguna una vez. Un lugar precioso, colorido, con playas de infinitas y mares que reflejan las estrellas como si fuese un espejo.

—¿Es por eso por lo que me llamaste Nébula? —preguntó la niña con una sonrisa traviesa.

—Puede ser… o puede que tu madre se encariñara con ese nombre cuando lo escuchó por primera vez —rio el anciano con picardía.

—¿Y por qué me llamasteis Pléyades? —intervino el niño, ladeando la cabeza.

—Porque a vuestra abuela le encantaba esa constelación —explicó el abuelo, señalando un grupo de luces apenas perceptible—. ¿Ves esa pequeña formación allí, como un puñado de polvo de estrellas? Esas son las Pléyades. Se dice que Orión las persigue a través del cielo desde tiempos inmemoriales.

—Pero hay una que no brilla tanto… —murmuró el niño, frunciendo el ceño con atención.

—Sí, hay leyendas sobre eso. Historias sobre reinos y civilizaciones muy antiguas del Etherium. Algunos creen que es Mérope, o tal vez Electra… una de las hijas de Atlas. Se dice que su luz se apagó porque querían pasar desapercibidas. Mérope, como lo diría, tuvo un encuentro con un mortal, Sísifo, y avergonzada se dice que es por eso por lo que no brilla mucho, o podría ser Electra, por la caída de Troya, en símbolo de luto por sus descendientes. Aunque, si me preguntas, tal vez simplemente esté muriendo. Pero incluso las estrellas más hermosas se apagan algún día.

La niña guardó silencio por un momento. Luego, con resolución infantil, exclamó:

—Cuando sea mayor, quiero ser astrofísica como tú, abuelo. Quiero descubrir por qué brillan las estrellas… y por qué algunas dejan de hacerlo.

—¡Y yo seré un aventurero! —saltó el niño más pequeño—. Navegaré por TODO el Etherium y encontraré el tesoro de Flint. ¡Hasta llegar a la frontera exterior si hace falta!

El anciano rio con ternura y los rodeó a ambos con un abrazo cálido, como si pudiera protegerlos del universo entero solo con sus brazos. Pero el momento fue interrumpido por una voz firme que emergió de una ventana entreabierta.

—¡Abner Sirio Hawkins, baja ahora mismo! ¡Y vosotros dos también!

El viejo alzó la vista y sonrió.

—Perdóname, Sarah —dijo—. Ya bajamos.

—¡No quiero que se resfríen! Y, además, Elisabeth y Jim tienen clase mañana.

—¡Pero mamá! No tenemos sueño —protestó Elisabeth.

—El abuelo nos estaba contando historias —añadió Jim, con tono conciliador.

—¡Elisabeth Nébula Hawkins! ¡James Pléyades Hawkins! —reprendió su madre, con ese tono que no dejaba espacio a réplicas—. Ya sabéis que deberíais estar dormidos.

—Está bien, mamá… —suspiró Elisabeth—. Pero… ¿Podemos dormir juntos esta noche?

Sarah se quedó en silencio unos segundos. Luego asintió desde la ventana, visiblemente conmovida.

—Si me lo pedís con esos ojazos, solo si os acostáis de inmediato. Y mañana no quiero quejas al levantaros, ¿entendido?

—¡Sí! —gritaron ambos al unísono.

Mientras bajaban del tejado con cuidado, tomados de la mano, Abner se quedó unos segundos más mirando el cielo. Sus ojos se posaron en una estrella fugaz que cruzó el Etherium en silencio.

Quizás algún día ellos lleguen más lejos de lo que yo jamás soñé.

Chapter 2: El principio del fin

Notes:

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Chapter Text

13 años más tarde…

Se encontraba en una gran aula revestida de madera oscura y brillante, con columnas altas y ventanales que dejaban pasar una luz dorada. Estaba de pie, al frente, mientras un público expectante la observaba desde sus asientos en forma de anfiteatro.

¡Excelente, señorita Hawkins! —exclamó el rector de la Universidad Estelar de Montresor, un hombre mayor con insignias doradas y traje elegante que le recordaba a los que suele llevar el doctor Doppler —. Su explicación sobre los agujeros negros ha sido clara y brillante. Díganos, por favor… ¿Cómo se forma uno?

Elisabeth sonrió con seguridad. Era como si ya hubiese respondido esa pregunta muchas veces, incluso en sueños.

Un agujero negro nace cuando una estrella muy grande muere —dijo, con voz firme—. Al final de su vida, ya no puede sostener su propio peso. Su energía se agota, y entonces… se colapsa hacia dentro, como si se doblara sobre sí misma. Todo lo que fue luz, se convierte en un pozo de gravedad del que ni la luz puede escapar.

Hubo un breve silencio, luego murmullos. Pero el rostro del rector cambió, y su voz se volvió fría.

Muy interesante… pero no creemos que sea suficiente para embarcarse en la próxima expedición de la universidad.

El corazón de Elisabeth dio un vuelco. Abrió la boca para protestar, pero no logró emitir sonido. Intentó hablar, pero sus labios no respondían. Todo a su alrededor comenzó a desdibujarse: las voces se volvieron ecos lejanos.

Y de pronto, el salón se desvaneció.

Estaba en otra habitación, más cálida, más familiar. La vieja habitación de su abuelo en la posada Benbow. Olía a libros y a tabaco de pipa.

Junto a la ventana, sentado en su sillón favorito, estaba él.

Abner Sirio Hawkins.

Su figura parecía más delgada, casi translúcida. Aun así, sus ojos seguían tan vivos como siempre. Elisabeth se acercó, queriendo escuchar su voz una vez más.

Lizzie… —dijo él con ternura—. No dejes que Montresor sea tu cárcel. Sal de aquí. Persigue tus sueños. Encuentra tu voz en el Etherium.

Lizzie despertó con un sobresalto.

Estaba en su cama, empapada en sudor. Afuera, apenas comenzaba a clarear, y las luces del puerto espacial titilaban a lo lejos como estrellas.

El eco de las palabras de su abuelo aún flotaba en su mente.

Encuentra tu voz en el Etherium.

Si fuera tan sencillo, pensó Elisabeth con amargura.

Miró a su alrededor. Cerca de la ventana, unos pájaros revoloteaban sobre el oxidado tejado de la posada. Picoteaban, se perseguían, abrían los picos en lo que sin duda era un canto alegre. Pero ella no oía nada. Como siempre, desde hacía ya algunos años.

Se llevó una mano al cuello, como si pudiera atrapar el recuerdo entre los dedos y borrarlo. Aquel día en que todo cambió, no solo para ella, sino para toda su familia.

Al girarse, la puerta de su habitación se abrió despacio. Su madre entró en silencio, con una taza de vapor entre las manos, como siempre, le consentía demasiado, incluso siendo ya una adulta legalmente. Se fijó que estaba hablando, movía los labios como cada mañana. Por lo que alcanzó a leer, dijo:

Buenos días, Lizzie. ¿Has dormido bien?

Elisabeth asintió con una sonrisa leve. Luego hizo un gesto con los dedos: más o menos. Extendió la mano para tomar la taza, que su madre le entregó con suavidad antes de sentarse a su lado en la cama, apoyando una mano sobre la suya.

—Estabas murmurando algo en sueños —dijo Sarah, exagerando cada sílaba para que su hija pudiera leerla con claridad.

Elisabeth desvió la mirada hacia su mesita de noche, donde reposaban sus audífonos. Sarah lo comprendió al instante. Elisabeth quería oírla, aunque fuera solo un poco. Quería sentir que esa conversación podía ser también suya, no solo leída en los labios.

Desde el accidente, Elisabeth usaba el lenguaje de signos la mayor parte del tiempo. Solo hablaba con su madre, con Jim, y a veces —solo a veces— con sus mejores amigos. Le costaba medir el tono, la entonación, y sabía que más de una vez se habían burlado de ella por ello. Dolía. No por lo que decían, sino por cómo la hacían sentir: incompleta.

Ajustándose los audífonos con cuidado, respiró hondo. Luego, con voz pausada y baja, midiendo cada palabra, dijo:

—Esta vez… estaba en la universidad.

Sarah la miró con tristeza. Esa herida no sanaba. Había pasado más de un año desde que Elisabeth, brillante y perfectamente capaz, decidió no presentarse a la Universidad Estelar de Montresor. Tenía miedo. Miedo de no ser tomada en serio, de que su discapacidad pesara más que su talento. Y también estaba Jim.

Desde que su padre los dejó, Jim había cambiado. Se saltaba clases, se metía en líos, desafiaba todo lo que podía. La policía lo había detenido más de una vez. El inspector Doyle ya les había advertido: si reincidía antes de cumplir los dieciséis, terminaría en un correccional de menores.

Elisabeth no podía permitirlo.

Así que pospuso su futuro, dejó atrás los exámenes, y comenzó a ayudar en la posada. Con casi diecinueve años, compaginaba tres trabajos distintos. Limpiaba mesas, servía café, trabajaba de noche en el bar del pueblo. Todo para ayudar a su madre. Todo para pagar las multas de su hermano. Todo para sostener una casa que a veces parecía derrumbarse en silencio, igual que ella.

Pero aquella noche había soñado con algo distinto. Con una versión de sí misma que aún creía que podía soñar con las estrellas, con el universo.

Elisabeth acabó de beberse el café. Su madre sonrió. A pesar de todo —de lo que había perdido y de las responsabilidades que le habían caído antes de tiempo— su hija seguía siendo admirable. Fuerte. Responsable. Y, aun así, era capaz de sonreír.

—Te espero abajo, cariño —dijo Sarah, dejando un beso ligero en su frente antes de salir de la habitación.

Elisabeth le hizo una seña rápida con la mano antes de que cruzara la puerta: ¿Y Jim?

Sarah se giró, ya desde el pasillo, y respondió con los labios bien marcados:

—Tu hermano ha salido pronto para ir a clase. Parece que ahora sí se lo está tomando en serio.

Lizzie sonrió. Dudaba que Jim hubiese ido directamente a clase —más probable era que estuviera probando su nueva modificación en la tabla solar detrás del hangar de carga—, pero eligió creer que estaba encarrilando su futuro.

Se levantó despacio, sintiendo el frío en el suelo bajo sus pies. Fue directa a la ducha. El agua tibia resbaló por su piel, y por un momento, se permitió cerrar los ojos y dejarse llevar por la sensación. Allí dentro, en el silencio que ya formaba parte de ella, podía imaginar que el mundo aún no había empezado. Que era solo ella y su respiración. Y ese eco íntimo del agua contra el cuerpo.

Al salir, se envolvió en una toalla mullida y se dirigió a la cómoda. Eligió un vestido sencillo, pero cómodo, color burdeos, con un delantal oscuro que ató con precisión casi automática. Luego se sentó en el borde de la cama y comenzó a trenzarse el cabello frente al espejo, como siempre hacía.

Cuando terminó, levantó la vista.

El reflejo que la observaba no era el que imaginaba de niña. De pequeña, se veía explorando mundos, en algún laboratorio u observando constelaciones desde una nave en tránsito. Se imaginaba estudiando las estrellas, no limpiando mesas.

Ahora, con casi diecinueve años, veía en el espejo a una joven con los ojos ligeramente cansados, la mandíbula firme y los hombros un poco tensos. Una mujer que había dado más de lo que le correspondía a su edad. Y que, aun así, seguía soñando con escapar.

Montresor.
Su hogar, su ancla, su prisión.

Sal de aquí, y persigue tus sueños, le había dicho su abuelo en el sueño.

Lizzie cerró los ojos un segundo más, como si pudiera volver a verlo. A oírlo. Pero solo quedó el silencio.

Respiró hondo, se alzó el cuello del delantal y salió de la habitación.

Era hora de bajar a la posada. Hora de seguir cumpliendo con lo que el mundo esperaba de ella. Aunque no sabía que ese día no sería como los demás.

Al bajar las escaleras de madera, Elisabeth fue recibida por el olor familiar de café recién hecho y pan tostado, mezclado con la fragancia cítrica de las limonzanas, esa fruta ácida y aromática tan típica de Montresor que encantaba a los viajeros.

Sin perder tiempo, se dirigió al comedor. Aún estaba vacío, bañado por la luz suave de la mañana que se filtraba a través de los ventanales. Sin necesidad de hablar, comenzó su rutina de siempre: colocar manteles, alinear cubiertos, rellenar los dispensadores de especias y encender el pequeño calentador de la esquina. Movimientos automáticos, precisos, los de quien ha hecho esto cada día durante años.

En la cocina abierta, Sarah terminaba de exprimir limonzanas, mientras vigilaba un guiso que burbujeaba lentamente en la gran olla de hierro colocada en el centro. Cuando acabó, comenzó a batir eclipses de luna para sus famosos esferoides glaseados, sin dejar de controlar la vieja cafetera que silbaba como una nave a punto de despegar.

Sarah le lanzó una sonrisa desde la cocina. Elisabeth respondió con una inclinación breve de cabeza. Era una de esas rutinas en las que no hacía falta hablar para entenderse.

—Tenemos todo reservado hoy —dijo su madre, vocalizando con claridad—. Vendrá, como siempre, la señora Dunwoody. Y… —hizo una pausa para girarse con cierta picardía— también vendrá Delbert. Ha pedido su mesa de siempre junto a la ventana.

Elisabeth frunció el ceño sin poder evitarlo.

—Lizzie —continuó Sarah, alzando una ceja—, no pongas esa cara. Sabes que no lo hace con mala intención. Solo quiere que retomes tus estudios. Sería tu mentor, igual que tu abuelo lo fue para él.

Elisabeth asintió, aunque sin entusiasmo. No era ningún secreto que el doctor Delbert Doppler, quien era un amigo de la familia desde hace años, había estado visitando la posada más de lo habitual, siempre con el mismo objetivo: "hacerla entrar en razón".

Decía que debía presentarse a los exámenes de acceso a la Universidad Estelar de Montresor. Era una de las mejores instituciones dedicadas al estudio de la astrofísica, la misma en la que su abuelo había estudiado y donde se había convertido en un miembro destacado de la facultad.

Elisabeth sabía que, con sus calificaciones del instituto, aprobar no sería un obstáculo. Había sido la mejor alumna de su promoción, y los exámenes serían un mero trámite. Pero había dos sombras que pesaban sobre ella: ser la nieta de Abner Hawkins… y su sordera.

El primero era un peso de expectativas. El segundo, una barrera invisible que nadie decía en voz alta, pero que ella sentía en cada mirada.

Mientras colocaba la última taza en su sitio, se preguntó, como tantas veces, si era ella misma quien había cerrado la puerta…

La campanilla de la puerta sonó con un tintineo agudo, anunciando la primera llegada del día.

Elisabeth, que estaba colocando las servilletas en la mesa más cercana a la ventana, no necesitó mirar para saber quién era. Un aroma familiar a pergaminos viejos y tinta fresca, mezclado con la fragancia especiada de su colonia, la confirmó.

—¡Elisabeth Hawkins! —exclamó el doctor Delbert Doppler al entrar, con su habitual energía atropellada.

Vestía como siempre: chaleco un poco desordenado de color verde, corbata torcida a juego del mismo color y un abrigo largo de color burdeos del que sobresalían papeles y pergaminos. Bajo el brazo llevaba varios tomos bastante gruesos que parecía pesar más de lo recomendable.

Elisabeth respiró hondo y lo recibió con una leve sonrisa. Alzó las manos y formó las señas:

«Buenos días, doctor.»

Doppler respondió, con señas algo torpes pero comprensibles. Desde el accidente, había hecho un esfuerzo admirable por aprender su lenguaje, aunque aún se notaba su nerviosismo al formar algunos gestos.

«Buenos días, Lizzie. Mesa. Ventana. Como siempre.»

Ella asintió y lo condujo hasta su lugar habitual. Doppler dejó el libro sobre la mesa con un golpe que levantó un pequeño suspiro de polvo. Luego, con una mezcla de señas y palabras vocalizadas, añadió:

«Hoy traigo… algo especial. Mira.»

Abrió el libro por una página llena de diagramas de órbitas y campos gravitacionales. Lizzie le dedicó una mirada paciente. Formó las señas con calma:

«Doctor… no otra vez.»

Doppler alzó las manos, casi suplicante.

«Sí, otra vez. Tu talento es… como el de tu abuelo. Universidad Estelar. Debes intentarlo.»

Sarah apareció desde la barra con la cafetera, sonriendo con paciencia. Vocalizó con claridad para que Elisabeth pudiera leer sus labios:

—Delbert, deja respirar a la niña.

— ¡Sarah, querida! ¡Buenos días! Recuerda que nuestra Lizzie ya no es ninguna niña.

El doctor le lanzó una mirada casi indignada y volvió a dirigir sus señas a Lizzie, con un gesto que intentaba ser dramático:

«Respirar. Sí… pero las estrellas… no esperan.»

Elisabeth soltó una pequeña risa muda y colocó una taza limpia frente a él. Formó las señas con cierta ironía:

«No soy mi abuelo.»

Doppler la observó unos segundos, con esa mezcla de obstinación y afecto que solo él podía sostener. Finalmente, bajó un poco las manos, suspirando.

«No. Pero tienes su misma chispa. Y eso… sería una tragedia que se quedara aquí.»

Lizzie apartó la mirada, incómoda, y se ocupó de acomodar las mesas.

La campanilla de la puerta volvió a sonar, anunciando a los primeros clientes del mediodía. Un par de comerciantes locales entraron, atraídos por el inconfundible aroma de los guisos y los esferoides glaseados que Sarah Hawkins preparaba.

Lizzie se apresuró a recibirlos con una sonrisa cordial, acomodándolos en una mesa cercana. Mientras tomaba nota de su pedido, echó un vistazo de reojo hacia la ventana. Allí, sentado en su rincón habitual, el doctor Doppler hojeaba el periódico del día con gesto distraído.

Siempre que venía, dejaba algo detrás. No eran solo sus palabras, sino esa semilla persistente que plantaba en su mente: la idea de que su lugar no estaba en esa posada. Lizzie sabía que él lo hacía con la mejor intención, pero no podía. No podía dejar a su madre sola con el negocio, menos aún con la creciente clientela. Y mucho menos cuando Jim se negaba a ayudar de manera constante.

Con la bandeja en mano, se acercó a la ventana y dejó la mirada escapar por el cristal. Afuera, el cielo estaba encapotado, se anunciaba tormenta para esa tarde. Miró a los acantilados que los rodeaban, pensando que en algún lugar su hermano estaría surcando los cielos con tabla solar.

Lizzie apretó los labios, deseando que Jim no se estuviera metiendo en otro problema.

Mientras tanto, el benjamín de la familia, Jim Hawkins, ponía a prueba las últimas mejoras que había hecho a su tabla solar. No muy lejos del pueblo de Benbow, se encontraba en las afueras, más concretamente cerca de la vieja cantera, la misma que daba trabajo a la mayor parte de sus habitantes.

El terreno, árido y plagado de riscos, no era el lugar más seguro para probar un vehículo modificado, pero para Jim era perfecto: lejos de miradas curiosas y, sobre todo, de inspectores con ganas de multarlo.

Para él, montar su tabla y surcar el cielo era más que un pasatiempo. Era la única forma de liberarse. Cada impulso de energía bajo sus pies lo alejaba de la posada, del colegio, de sus responsabilidades… y también de esa vida en el que se sentía atrapado.

Allí, surcando el cielo, sintiendo cómo el viento le daba en la cara, no había futuro incierto ni pasado doloroso. No existía el día en que su abuelo murió. Tampoco el día en que su padre decidió irse de Montresor, dejando atrás una familia.

Apagó el motor y dejó que la tabla cayera en picado. Cerró los ojos por un instante, sintiendo la adrenalina, recorrerle las venas. Giró, trazando piruetas en el aire, cada vez más cerca del suelo. En el último momento, encendió el motor, desplegó la vela de la tabla y, con un impulso repentino, volvió a ganar altura. Entonces, aceleró a toda velocidad.

Aceleró. El motor de plasma respondió con un rugido profundo, y la tabla se inclinó bruscamente, llevándolo directo a través de un área restringida de la cantera. La adrenalina le quemaba las venas.

Allí, en medio del laberinto de maquinaria pesada, puso a prueba su destreza: esquivó tubos, sorteó grúas y zigzagueó entre vigas que parecían cerrar el paso. Con precisión milimétrica, se tumbó sobre la tabla para deslizarse por un estrecho hueco bajo uno de los enormes engranajes que transportaban minerales. Salió por el otro lado con el corazón desbocado y una sonrisa involuntaria. Se sentía invencible.

La tabla giró en una curva cerrada sobre el borde de la cantera. El viento frío le azotó el rostro y, por un instante, sintió algo muy parecido a la felicidad. Pero la libertad, como siempre, duraba poco.

Detrás de él, el zumbido metálico y las luces rojas de un par de patrullas de robocops rompieron el momento. Las alarmas comenzaron a resonar, exigiendo que detuviera el vehículo de inmediato.

Jim maldijo por lo bajo.

—Genial… —masculló con sarcasmo—. A mamá y a Liz les va a encantar.

De vuelta en la posada, el ambiente era frenético. El comedor estaba lleno y tanto Elisabeth como Sarah se movían de mesa en mesa sin un segundo de respiro.

En una esquina, la señora Dunwoody —una alienígena de un solo ojo y varios tentáculos— agitaba su copa pidiendo otra ronda de zumo de limonzana, incapaz de saciarse.

En la mesa contigua, Sarah servía a una familia de alienígenas de la raza ranae: un plato humeante de esferoides glaseados, otro con un par de eclipses de luna, y un tazón rebosante de gusanolas zoralianas, que el más pequeño devoraba con un entusiasmo.

Mientras tanto, Elisabeth atendía la mesa del doctor Doppler, que leía absorto uno de los tomos que había traído consigo. Había pedido su plato favorito: guiso alponiano con ración extra de semillas solares. Lizzie, haciendo señas rápidas, se disculpó por la demora, pero esa mañana era de locos; el doctor, le respondió con un gesto que no había problema.

Ella regresó a su rutina, limpiando otra mesa, cuando un movimiento la hizo detenerse. De reojo, vio a una niña de la familia ranae acercarse con sigilo a la mesa del doctor justo en el momento en que este se disponía a dar el primer bocado. Lizzie tuvo que morderse el labio para no soltar una carcajada al ver cómo la pequeña, con una lengua larguísima y sorprendentemente ágil, le robaba la comida directamente de la cuchara.

Doppler la miró, atónito, mientras la niña regresaba triunfante a su mesa. Lizzie se alejó rápidamente hacia la cocina sin perder el tiempo.

En la cocina, comenzó a apilar platos y cubiertos sucios en el fregadero. El ruido constante de la sala se sentía amortiguado, casi lejano. Estaba sumergida en la tarea cuando le pareció escuchar una puerta abrirse de golpe y, a continuación, la voz de su madre gritando algo.

Frunció el ceño. Aunque los audífonos le ayudaban, había sonidos que no lograba captar con nitidez. Y ese grito… no estaba segura si había sido de enfado, sorpresa o alarma.

Se secó las manos apresuradamente y se asomó al comedor. Allí, en la puerta, estaba Jim… escoltado por un par de robocops.

—Le hemos detenido conduciendo un vehículo solar en un área restringida —informó uno de los robots con voz metálica.

—Infracción de tráfico 904, sección 15, epígrafe… —añadió el otro, quedándose en blanco un segundo.

—Seis —le sopló Jim con descaro.

—Gracias.

—No hay de qué.

—¡Jim! —Sarah alzó la voz, reprimiendo la tentación de llevárselo de la oreja.

Elisabeth, apoyada en el marco de la cocina, observaba la escena con una mezcla de cansancio y tristeza. Otra vez. Otra multa. Otro problema que pagar.

—Como sabe, señora, eso es una infracción de la libertad condicional —añadió el primer robocop con tono severo.

Sarah palideció. Se acercó a los robots con pasos nerviosos, intentando mantener la compostura. Sabía que una infracción más podría significar que Jim acabara en el correccional de menores.

Elisabeth intercambió una mirada con su madre; también estaba preocupada. Jim podía ser una cabra loca, pero la idea de que su hermano terminara tras un muro frío y gris le revolvía el estómago.

—Sí, lo entiendo —dijo Sarah, intentando sonar tranquila—. ¿Pero podríamos…?

—Disculpen —interrumpió una voz masculina.

Todos giraron la cabeza. Era el doctor Doppler, que se levantaba de su mesa con gesto diplomático, ajustándose el chaleco.

—Agentes, con permiso, escuchen… —continuó Doppler, acercándose con una calma cuidadosamente ensayada—. Soy un célebre astrofísico, el doctor Delbert Doppler. Me conocen, ¿verdad?

Los dos robocops lo miraron en silencio, sin responder.

—¿No? Bueno… este recorte… —dijo, rebuscando con torpeza en el bolsillo interior de su chaleco y sacando un trozo arrugado de periódico.

—¿Usted es el padre? —preguntó uno de los robots, con un tono que dejaba claro que su paciencia se agotaba.

—¿Qué? Por dios, no —respondió el doctor de inmediato, con gesto casi ofendido.

—Santo cielo, no —añadió Sarah, entre divertida y nerviosa—. Es solo un viejo amigo de la familia.

—¡Apártese, señor! —ordenaron los robocops al unísono cuando Doppler intentó acercarles el recorte.

El doctor dio un salto atrás, alzando las manos en señal de paz.

—Gracias, Delbert. Ya me hago cargo yo —dijo Sarah, con una sonrisa forzada.

—De acuerdo, Sarah, como quieras… —musitó él, retirándose hacia su mesa con dignidad herida—. Pero no dejes volver a hacerlo.

—Debido a las reiteradas violaciones de la ley 15 C, hemos incautado su vehículo —continuó uno de los robocops, girando la cabeza hacia Jim—. Un error más e irá de cabeza al correccional de menores.

—El trullo —añadió el segundo.

—El talego —continuó el primero.

Sarah respiró hondo y, con una sonrisa tensa, respondió:

—Gracias, agentes. No volverá a ocurrir.

Los robocops soltaron a Jim, que se sacudió la chaqueta con gesto desafiante. En ese momento, Elisabeth cruzó el comedor y lo abrazó con fuerza. Jim, algo sorprendido, tardó un segundo en devolvérselo.

—Conocemos bien a estos chavales —comentó uno de los robots, girándose hacia su compañero.

—Insensatos —replicó el otro con voz metálica.

—No tienen futuro —añadió el primero.

—Fracasados —concluyó el segundo.

Jim les lanzó una mirada cargada de rabia.

—Hasta lueguito —se despidió el primero, con un tono casi burlón.

—En marcha —ordenó el segundo.

Ambos salieron sincronizados, y la puerta de la posada se cerró con un golpe seco detrás de ellos.

El silencio que quedó fue denso. Sarah pasó una mano por la frente, Elisabeth aún tenía el ceño fruncido y Jim miraba al suelo, con los puños cerrados.

Sarah, al percatarse de que estaban en silencio, se giró y vio que todos los clientes fueron espectadores de toda la escena. Al ver que la mujer los estaba viendo, enseguida se pusieron a comer o hacer otra cosa, disimulando lo cotillas que eran.

Jim se separó de su hermana, este le lanzó una leva sonrisa. Quería muchísimo a su hermana, era de las pocas que lo defendía e intentaba animarlo con cosas nuevas para hacer y en verdad se sentía mal por pasar de ella.

—Jim, ya estoy harta. —le dijo Sarah, enfadada. Jim no se atrevía a mirar a su madre en la cara, pues estaba muy avergonzado. Siempre la acababa defraudando. —¿Es que quieres acabar en el correccional?

Jim le dio la espalda a Sarah y se fue a agarrar una bandeja para limpiar una mesa vacía.

—Jim, mírame. —insistió su madre. —ya es bastante difícil mantener el negocio a flote sin tu ayuda, para que-

—Mamá, no he hecho nada—le cortó Jim—Si no había nadie, pero es que la poli no se me despega de los-

La mirada de reproche de Sarah fue suficiente para callarlo.

—Es igual…—dijo finalmente Jim abatido y frustrado.

—¡Señora Hawkins! Mi zumito—canturreó insistente la señora Dunwoody. Siempre tan oportuna.

—Sí, ahora la atiendo señora Dunwoody—le contestó Sarah, quien estaba apurada por la situación. —Jim, eres muy joven. No quiero que tires por la borda todo tu futuro. —y se fue atenderla.

—Menudo futuro—murmuró Jim, quien se fue a la cocina a dejar los platos sucios. Elisabeth lo siguió.

Al entrar en la cocina, Elisabeth vio a su hermano tirar los restos de comida a la basura y dejar la pila llena de platos sucios. Jim apenas se giró, buscando la ventana que daba acceso al tejado. Su intención era evidente: desaparecer.

—¡Jim! —lo llamó Lizzie, y su voz se quebró, saliéndole un gallo involuntario.

Él se detuvo en seco y giró la cabeza. La vio, firme en la puerta, con los brazos cruzados.

Elisabeth enseguida le hizo señas:

«¿Qué ha pasado exactamente?»

Claro, pensó Jim, ella no había podido escuchar bien a los robots y tampoco leer sus labios, ya que no tenían. O, simplemente, quería escuchar su versión.

—He entrado en un área restringida de la cantera —respondió, vocalizando con cuidado, modulando las palabras para que pudiera entenderlo.

Elisabeth frunció el ceño y sus manos se movieron rápidas:

«¿Por qué lo has hecho, Jim? Debes tener cuidado.»

«¡Ya lo sé, Lizzie!» Respondió él con señas, algo a la defensiva.

Ella lo miró en silencio, con una tristeza que no necesitaba palabras. Ojalá su hermano se abriera más con ella, que compartiera lo que de verdad sentía. Aunque… una parte de sí misma reconocía que ella tampoco siempre compartía lo suyo.

Lizzie respiró hondo y volvió a mover las manos:

«Jim, ¿y si trabajas en un taller de reparación? Con tus habilidades seguro que te contratan como aprendiz.»

Jim la observó. Su hermana siempre encontraba algo bueno en él, siempre luchaba por verlo como alguien que aún podía cambiar. Pero ¿valía la pena? ¿Ese era realmente el futuro que quería? No… él ya no veía un futuro para sí mismo.

«Déjalo, Lizzie. Yo ya no tengo remedio.»

Y con eso, se giró, empujó la ventana y desapareció hacia el tejado.

—¡Jim! Espera… no… —dijo ella, pero ya era tarde.

Se quedó unos segundos frente a la ventana abierta, sintiendo el aire frío entrar en la cocina. ¿Qué podía hacer? ¿Cómo podía ayudarlo? A este paso, acabaría en el correccional.

Volvió lentamente a la pila. El agua tibia corría sobre los platos, pero su mente estaba en otra parte. No podía irse, no podía dejar Montresor. Ni por su madre. Ni por Jim.

Mientras fregaba, unas lágrimas silenciosas cayeron por sus mejillas, perdiéndose entre la espuma.

La jornada transcurrió sin más incidentes en la posada hasta la hora del cierre de comidas. El negocio funcionaba mejor como restaurante que como hospedaje: casi nadie se quedaba a dormir. La mayoría, al ver el edificio, pensaban que era demasiado viejo y anticuado. Sin embargo, los lugareños sabían lo bien que cocinaba Sarah, y por eso casi siempre estaba lleno a la hora de comer.

Pero Elisabeth sabía que un lugar como ese no podía sostenerse solo a base de menús y buenas intenciones.

Por suerte, ese día no le tocaba turno en la cafetería al final del camino. Solo iba tres veces por semana a ayudar, más que nada porque su madre conocía a la dueña y cualquier ingreso extra servía. Allí su trabajo era sencillo: preparar café, limpiar mesas… y, sobre todo, no tener que hablar con la gente. Aunque ya la mayoría la conocía y, con paciencia, intentaban comunicarse con ella.

Donde sí debía trabajar esa noche era en la taberna del pueblo. Casi todas las noches se pasaba allí, sirviendo copas y limpiando después del cierre. Era un lugar ruidoso, pero familiar: todos la conocían y la trataban bien… casi todos. Había excepciones, claro. Algún cliente que bebía más de la cuenta y confundía su silencio con sumisión.

Pero Lizzie no era sumisa. Y los pocos que lo intentaban, pronto aprendían que tenía reflejos rápidos y un buen derechazo si intentaban sobrepasarse con ella.

Lizzie aprovechó la calma para dejar la cocina impecable. Trabajó de arriba abajo, fregando las superficies, ordenando los utensilios y apilando los cubiertos recién lavados, mientras su madre se encargaba del salón, conversando de vez en cuando con el doctor Doppler. Sarah, aunque no lo admitiera, encontraba cierto alivio en esas charlas.

Cuando terminó la limpieza, Lizzie subió a su habitación para cambiarse antes de salir hacia la taberna.

Eligió una blusa blanca, amplia en los hombros, que caía con naturalidad, unos pantalones ceñidos y botas altas. No era un atuendo llamativo, pero tampoco descuidado: en la taberna uno no podía presentarse con cualquier cosa. Tenía que verse presentable, lo suficiente para encajar, pero también práctica para trabajar toda la noche.

Se miró un instante en el espejo. No buscaba impresionar a nadie, pero sabía que, en ese ambiente, la apariencia podía marcar la diferencia entre pasar desapercibida o ser subestimada.

Bajó las escaleras y se despidió de su madre y del doctor. Antes de cruzar la puerta, alcanzó a oír a Delbert decir con su tono habitual de preocupación:

—No deberías dejar que Lizzie trabaje en una taberna llena de borrachos.

Sarah suspiró. Al principio también había dudado, pero Elisabeth insistió… y más aún porque el sueldo era mucho mejor que en cualquier otro lugar.

Al salir de la posada, Lizzie notó que el aire olía a lluvia. El cielo, cargado de nubes oscuras, amenazaba con estallar en cualquier momento. Se ajustó un abrigo largo con capucha, tomó un paraguas y echó a andar a paso ligero por el sendero que conducía al pueblo.

Por costumbre, se giró para buscar con la mirada a su hermano. Lo vio, sentado junto al tejado, cabizbajo, lanzando piedras contra las tejas. Qué ironía, pensó.

No podía entretenerse. Si se detenía, llegaría justa a la taberna.

No sabía que esa sería la última vez que vería la posada. La última vez que cruzaría el umbral de su único hogar.

No se percató de que, sobre las nubes, una nave descendía sin control, trazando un arco de humo y fuego. Su trayectoria apuntaba directo hacia uno de los hangares cercanos a la posada.

En cuestión de minutos, ese accidente marcaría para siempre la vida de la familia Hawkins. 

Notes:

¡Hola a todos!

En el prólogo os presenté a dos de mis OC de esta historia. A Abner y a Elisabeth, espero que os gusten estos dos personajes, sobre todo, Elisabeth. Ya sé que a la mayoría no le gustan los personajes OC, pero espero hacer justicia a la película del Planeta del Tesoro y no hacer que Elisabeth sea muy Mary Sue.

Decidme qué pensáis sobre este inicio de fic, así que no dudéis en dejar reviews. Y si os gusta la historia, darle apoyo con un like o follow.

¡Gracias por leer!

Chapter 3: Cuidado con el cíborg

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Llevaba meses persiguiendo cada rumor, cada susurro en cualquier cantina de mala muerte, o en los muelles de los puertos espaciales. John Silver no dejaba escapar una sola pista sobre el paradero de ese escurridizo reptiliano, Billy Bones. Pero empezaba a agotársele la paciencia.

Sabía con certeza que Bones poseía la clave para encontrar el Tesoro de los Mil Mundos. Era el último miembro vivo de la temida tripulación de Flint… y eso lo convertía en el objetivo más valioso del Etherium.

El cíborg se recostó en su silla, haciendo que la madera crujiera bajo el peso desigual de su cuerpo. La taberna estaba situada en una remota estación espacial, lejos de cualquier ruta comercial concurrida y de la habitual ruta de la armada espacial.

Su ojo cibernético recorrió el lugar: completamente vacío, salvo por el tabernero, un alienígena alto y escuálido de piel grisácea que secaba vasos con un trapo mugriento, y dos mercantes en un rincón, enfrascados en lo que parecía un intercambio de mercancía de dudosa legalidad.

El lugar era perfecto para pasar desapercibido. No era una de esas tabernas ruidosas con parroquianos habituales que mataban el tiempo bebiendo y apostando. No. Era un establecimiento pequeño, sumido en penumbras, con el hedor persistente del alcohol rancio impregnando el aire.

Era un sitio donde las miradas duraban lo justo, donde nadie hacía preguntas y donde cualquier negocio podía cerrarse si se pagaba bien. Allí estaba Silver, sentado en una mesa oscura, esperando a su informante. El contacto debía darle por fin el paradero de Billy Bones.

Llegaba tarde. Y al viejo cíborg no le gustaba esperar.

Le habían asegurado que esta vez la información era fiable, que lo llevaría directo hasta esa vieja salamandra huidiza. Silver no sabía si creerlo, pero estaba dispuesto a averiguarlo… de una manera u otra.

Su vaso estaba vacío. Lo giró lentamente entre sus dedos antes de llenarlo de nuevo con whisky lunar, su favorito: fuerte, oscuro y con carácter. Bebió el contenido de un trago, sin inmutarse, aunque era ya su tercera copa. Pocas veces se emborrachaba; el alcohol apenas le afectaba gracias a su resistencia natural.

El líquido ámbar le quemó la garganta y, paradójicamente, lo calmó. Aun así, su ojo cibernético no dejaba de escanear la entrada.

Entonces, la puerta se abrió.

Un hombre cruzó el umbral, dejando que la penumbra de la taberna lo envolviera.

El hombre se acercó a la mesa, con paso cauteloso, la capucha, cubriéndole buena parte del rostro. Silver no necesitaba verlo del todo; su ojo cibernético ya había registrado la tensión en su postura y el leve temblor de sus manos.

—Llegas tarde—dijo Silver, con voz grave, sin levantar la vista de su vaso.

—He tenido que dar un rodeo para llegar hasta aquí. Tengo que pasar desapercibido —se justificó el hombre.

—Déjate de escusas, y ves al grano. ¿Qué sabes de Bones? —le cortó Silver con tono amenazante.

El informante tragó saliva antes de hablar.

—Bones… Billy Bones. Lo han visto en las islas flotantes de la Gran Nube de Magallanes.

Silver ladeó la cabeza, calculando mentalmente la distancia. Un día y medio de viaje desde donde estaban. Su instinto había vuelto a guiarlo en la dirección correcta.

—Interesante… —murmuró, dejando que una media sonrisa se dibujara en su rostro.

Abrió una bolsa y dejó caer sobre la mesa unas cuantas monedas. El tintineo del metal llenó el silencio espeso.

—Lo acordado —dijo, empujando las monedas hacia el informante.

Luego se levantó despacio. Caminó hacia la barra para pagar el whisky, su pierna mecánica marcando un compás metálico en el suelo de madera gastada, y salió de la taberna. Ya había oscurecido, aunque no lo podía saber a ciencia cierta, ya que se encontraba en un pequeño callejón, donde la luz apenas se dejaba ver. Enseguida, el viento del Ethereum lo golpeó y respiró hondo, desintoxicándose del ámbito rancio de la taberna.

Se disponía a buscar a su tripulación, cuando escuchó a sus espaldas que alguien más salía de la taberna.

—Faltan monedas. —siseó el informante.

—Eso es lo acordado.

—No, no lo es… —La voz del informante cambió, a una más amenazante.

Silver escuchó el inconfundible chasquido de una pistola de plasma al ser desenganchada de su funda. Sonrió, casi divertido.

En un movimiento tan rápido como letal, su brazo cibernético se transformó. La mano se plegó, las piezas mecánicas se reacomodaron con un zumbido seco, y de la muñeca emergió un sable afilado que destelló bajo la tenue del callejón.

Antes de que el informante pudiera apuntar, Silver se giró con precisión. El filo describió un arco limpio. Un segundo después, el hombre se desplomaba al suelo, llevándose una mano al cuello en un intento inútil de contener la sangre.

Silver lo observó sin expresión. Ni un rastro de remordimiento. Se agachó, tomó las monedas de las manos del tipo y se la guardó. Había planeado pagarle menos desde el principio, provocarlo, y luego eliminarlo.

Nadie debía saber que estaba tras Billy Bones. Silver enderezó su abrigo, se ajustó el sombrero de tres picos y caminó como si nada hubiera ocurrido. Sus pasos eran tranquilos, pero cada pisada resonaba en el asfalto adoquinado.

Metió la mano en uno de sus bolsillos y sacó su vieja pipa, junto con la bolsa de tabaco. Tomó un puñado y lo acomodó con calma, como si tuviera todo el tiempo del universo. Con un pequeño mecanismo de su brazo mecánico, encendió la pipa; la chispa azul iluminó su rostro por un instante. Aspiró una bocanada profunda y exhaló lentamente, dejando que el humo formara volutas perezosas que flotaron hasta perderse en la penumbra.

Sin apartar la mirada del horizonte de la estación, puso rumbo hacia el muelle donde lo esperaba la mayor parte de su tripulación.

Era hora de zarpar.

El muelle de la estación espacial bullía de actividad. Los cargadores iban y venían con cajas de suministros, y el olor a combustible y metal oxidado impregnaba el ambiente.

Al lado del barco, un grupo de mujeres llamaba la atención de la tripulación, lanzando miradas y sonrisas sugerentes. Algunas reían con descaro, otras fingían indiferencia mientras sus ojos medían a los mercantes adinerados que estuvieran dispuestos a ser generosos con sus pagos.

Silver llegó a la pasarela de su con paso seguro, su pierna mecánica marcando un compás metálico.

—Tomad lo que queráis, muchachos —ordenó con voz grave, sin dejar de caminar.

La tripulación soltó carcajadas de entusiasmo y no tardaron en dispersarse, cada uno siguiendo sus propios vicios. Silver, sin embargo, ya tenía la mirada puesta en una en particular: una mujer de curvas, generosas y sonrisa descarada; como le excitaban las fogosas.

En cada puerto buscaba algo así: una compañía fugaz que le hiciera olvidar, aunque fuera por unas horas, los problemas y los enemigos que lo perseguían, además de pasar un buen rato.

Ella lo observó acercarse, sin miedo. Y Silver sonrió, con ese brillo en los ojos que combinaba deseo y peligro. En cuanto lo tuvo delante, lo miró arriba abajo, sin prisa, como si evaluara un cargamento valioso que estaba a punto de ser subastado.

—Vaya, vaya… —dijo con voz grave y dulce a la vez—. El famoso cíborg.

Silver sonrió ladeando la cabeza, tomando una calada de su pipa antes de contestar:

—Famoso… o infame, depende a quién le preguntes.

Ella dio un paso más cerca, lo bastante para que pudiera percibir su perfume especiado, una mezcla de flores sintéticas y canela.

—¿Y cuál de los dos te consideras, capitán?—preguntó ella con una sonrisa ladeada, inclinándose para mostrar su generoso busto.

—No sé, si quieres, puedes descubrirlo tú misma si vienes conmigo, guapa —respondió Silver con una mueca divertida. No era hermosa, pero tampoco fea. Lo que más llamaba la atención de la mujer eran sus fascinantes curvas, pero Silver era bueno camelando a la gente con sus palabras, hasta el punto de manipularlas.

Ella soltó una breve carcajada. No era la risa nerviosa de quien se asusta, sino la de alguien acostumbrado a tratar con hombres peligrosos.

—Me gustan los que saben lo que quieren —dijo, jugando con un mechón de cabello—. Pero… aquí nada es gratis.

Silver acercó su brazo mecánico a su cinturón, sacó una pequeña bolsa de monedas y la hizo tintinear, sin apartar la mirada de ella.

Ella tomó la bolsa, pesándola en la mano con gesto profesional. Después, lo miró con una chispa de desafío.

—Entonces, capitán… ¿Subimos a bordo o prefieres un rincón más privado de esta estación?

Silver inclinó la cabeza, su ojo cibernético destellando a la luz de los faroles del muelle.

—A bordo. Vamos a mi camarote.

Ella sonrió y lo tomó del brazo. Juntos caminaron hacia la nave, mientras la tripulación también se divertía con otras pelandruscas que buscaban dinero fácil.

Silver, como siempre, conseguía exactamente lo que quería.

Tras una hora, la tripulación había terminado de cargar los últimos suministros. Cada hombre había saciado, a su manera, los vicios y deseos que la estación ofrecía. Y Silver después de pasar un buen rato, echó a la mujer del barco sin remordimientos, pues él vivía sin ataduras y promesas. Se vistió y subió a cubierta a preparar la tripulación para el despegue.

—¡Señor Turnbuckle! Ponga rumbo 6,2,1,1.

—Rumbo 6,2,1,1. ¡A sus órdenes, capitán!

El barco encendió sus motores, desprendiendo un rugido profundo mientras las velas solares se desplegaban, captando la luz distante de estrellas cercanas. La nave se elevó con elegancia, dejando atrás la estación y poniendo proa hacia su próximo destino: las Islas Flotantes, en la Gran Nube de Magallanes.

Silver permanecía en la cubierta, su pipa entre los labios, observando el horizonte estelar con la certeza de que la caza estaba por comenzar.

El trayecto fue rápido, pero la paciencia de la tripulación estaba prácticamente agotada. Llevaban meses siguiendo el rastro de Billy Bones, y cada parada sin resultados solo aumentaba su frustración. No querían nombres ni rumores. Querían oro. Querían el tesoro de Flint que tanto les había prometido Silver.

Cuando por fin, a través de la bruma estelar, aparecieron las siluetas iridiscentes de las Islas Flotantes de la Gran Nube de Magallanes, un murmullo recorrió la cubierta. El aire se cargó de expectativa.

Silver, desde la rueda del timón, ordenó maniobrar con precisión. No atracarían en un puerto concurrido. Buscarían un muelle apartado, lo bastante discreto para que su llegada pasara inadvertida.

Era hora de cazar, y el viejo cíborg sabía que en esta cacería la discreción valía más que ir de frente y a cañonazos.

El barco descendió suavemente entre nubes densas teñidas de tonos púrpura y dorado. Las Islas Flotantes aparecían suspendidas en el aire, enormes masas de roca cubiertas de vegetación y conectadas por puentes de madera y metal que crujían al vaivén de los vientos. En sus bordes, cascadas infinitas se derramaban hacia el vacío, convirtiéndose en bruma luminosa que flotaba bajo las plataformas.

Silver eligió un muelle apartado, apenas iluminado por faroles de aceite y ocupado por un par de embarcaciones mercantes. Maniobró para atracar sin llamar la atención. Sus hombres descendieron en silencio, ajustándose los abrigos y ocultando sus armas.

—Oídos abiertos, bocas cerradas —ordenó Silver con un gruñido mientras su pierna mecánica retumbaba sobre la pasarela—. Bones es muy escurridizo y sabe que lo buscamos.

El grupo se internó por callejones estrechos que olían a especias, óxido y humedad a causa de la constante bruma en el aire. Pasaron frente a tabernas donde marineros de todas las especies jugaban a las cartas, y a tenderetes donde se vendían desde piezas de motor de segunda mano hasta frutas muy raras de ver.

En su camino, Silver se cruzó con un gorgoliano de escamas verdes, con el ojo izquierdo cubierto por un implante rudimentario. El cíborg le lanzó una mirada fija.

—Busco a un viejo amigo… piel verdosa, con varias cicatrices en la cara, sobre todo en el hocico, y además cojea —dijo, dejando caer una moneda sobre el mostrador de un puesto de bebidas.

El gorgoliano sonrió con una hilera de dientes irregulares.

—Ese viejo lagarto… —dijo con voz grave—. Lo vi hace un par de noches. Preguntando demasiado. Diría que buscaba un sitio para esconderse.

Silver sintió que su instinto se encendía como un motor al rojo vivo. Bones estaba cerca.

—Bien, muchachos —dijo en voz baja a su tripulación—. Mantened los ojos abiertos. El que lo vea primero… le daré 100 drublones.

Silver avanzaba por una callejuela estrecha, su brazo mecánico reflejando la luz tenue de uno de los soles de ese sistema, solo se escuchaba el leve zumbido de uno de sus engranajes de su oído, que iba al compás de sus pasos. La bruma espesa de las Islas Flotantes se arremolinaba a su alrededor, ocultando parcialmente las figuras que se movían más adelante.

Y entonces lo vio.

Una sombra conocida cojeaba entre la multitud: piel verdosa, hocico marcado por cicatrices, algo jorobado por la edad y cojeando. Llevaba un abrigo negro y un tricornio del mismo color, como con un color oscuro fuera hacerle invisible al mundo, pero ese porte era inconfundible, era él. Billy Bones.

—Ahí está… —susurró Silver, y en un instante la calma desapareció de su rostro.

Bones, como si sintiera el peso de esa mirada sobre su espalda, giró la cabeza. Sus ojos se abrieron como platos al reconocer al cíborg.

—¡Maldición! —gruñó, y echó a correr.

Silver reaccionó al instante.

—¡Lo tengo, muchachos! ¡Tras él! —rugió a su tripulación por el comunicador. Y activó el modo rastreo de su comunicador para que sus hombres supieran dónde estaban en ese momento.

La persecución comenzó. Bones se abrió paso a empujones entre vendedores y clientes de los tenderetes de un mercadillo improvisado. Derribó una pila de cajas llenas de frutas translúcidas, que estallaron en un estallido de jugo iridiscente. Silver saltó sobre los restos sin perder el ritmo, su brazo mecánico ajustándose a modo pistola de plasma con un chasquido mientras apartaba obstáculos con fuerza descomunal.

Bones giró por un puente estrecho que unía dos plataformas. El viento silbaba alrededor, empujando la estructura con violencia. Silver no vaciló y lo siguió, cada paso haciendo rechinar la pasarela.

—¡No escaparás esta vez, Bones! —bramó Silver, su brazo mecánico apuntándole para dispararle en cualquier momento.

Bones se lanzó hacia una plataforma secundaria, donde había una pequeña nave esférica de un pasajero, anclada y lista para partir. El viejo reptiliano subió de un salto, liberó las amarras y encendió los motores.

Silver llegó al muelle justo cuando la nave se elevaba. Durante un instante, sus miradas se cruzaron: el miedo de Bones y la determinación implacable de Silver.

—Corre, vieja salamandra… —murmuró Silver con una media sonrisa, observando cómo la nave de Bones se alejaba entre la bruma—. Corre a donde quieras.

Activó el comunicador en su muñeca mecánica.

—¡Muchachos, traed la nave! —ordenó con voz grave—. Nos vamos de cacería.

La orden no tardó en cumplirse. Parte de la tripulación había permanecido a bordo, lista para despegar en cuanto él lo indicara. Los hombres que habían desembarcado con él ya se habían reunido en el muelle, alertados por la señal del comunicador.

En cuestión de minutos, el casco oscuro de su navío emergió entre la neblina, deslizándose como un depredador silencioso. Las velas solares captaron la tenue luz estelar, desplegándose con elegancia amenazante.

Silver subió por la pasarela, seguido de cerca por sus hombres.

—¡A bordo, rápido! —rugió el cíborg.

En cuanto estuvieron todos en posición, la nave viró con agilidad y aceleró, persiguiendo la estela luminosa que había dejado la pequeña nave de Bones.

Silver se apoyó sobre la baranda, observando el horizonte con paciencia, mientras su ojo de cíborg ya calculaba la distancia que había entre su barco y la otra nave.

—No importa cuán lejos corras, Bones —susurró para sí mismo—. Te atraparé y me haré con ese mapa.

La nave de Silver cortaba el espacio como un depredador tras su presa. La pequeña embarcación de Bones zigzagueaba, intentando aprovechar cualquier corriente solar para ganar velocidad, pero Silver sabía que solo era cuestión de tiempo.

Se giró hacia su artillero, un alienígena de piel marrón, rechoncho y de ojos rojos que brillaban con malicia.

—¡Meltdown! —rugió Silver—. Apunta a la vela de babor. Quiero que frene, no que explote.

Meltdown sonrió, mostrando dientes irregulares.

—Será un placer, capitán.

El artillero ajustó la mira del cañón de plasma, calculando la trayectoria mientras el objetivo se movía a toda velocidad.

—Espera… espera… —murmuraba, siguiendo el patrón de la nave de Bones.

Silver observaba, con calma, su brazo mecánico apoyado sobre la baranda.

—Cuando estés listo, Meltdown…

—Listo.

El disparo retumbó en toda la cubierta. Un proyectil de plasma cruzó el vacío como una flecha ardiente y golpeó de lleno la vela lateral de la nave de Bones. La tela energética se rasgó, liberando un estallido de chispas azules.

En la distancia, la pequeña nave perdió estabilidad, reduciendo drásticamente su velocidad. Bones luchó por controlarla, pero Silver ya sabía lo que vendría después.

—Y ahí está… —murmuró con satisfacción.

La nave averiada descendió en espiral, obligada a buscar un lugar de aterrizaje de emergencia.

—¡Onus! ¿Qué planeta tenemos allí abajo? —preguntó el cíborg.

—¡Montresor, mi capitán! Un planeta minero. — respondió un alienígena de la raza Optoc, por sus múltiples ojos.

Frente a ellos, el planeta Montresor se desplegaba en toda su magnitud, con su cielo encapotado y su puerto espacial suspendido como una joya en la atmósfera.

Silver sonrió de lado.

—Preparad un bote, bajaremos unos cuantos al planeta.

Ya casi podía oler ese maravilloso tesoro.

En Montresor, más concretamente en la posada Benbow, Jim estaba sentado sobre el tejado, oxidado, distraído, lanzando piedrecitas que rebotaban con un sonido hueco. Desde allí vio a su hermana Lizzie salir con paso ligero, rumbo a la taberna del pueblo.

Cerca de él, una ventana abierta dejaba escapar fragmentos de una conversación. Su madre y el doctor Delbert hablaban dentro, y, como siempre, el tema era Lizzie… y él.

—Sarah, no sé cómo lo haces —decía Delbert—. Llevar el negocio, incluso con la ayuda de Elisabeth… y, además, criar a un delinquen—… digo, a un delicioso chico como Jim —se apresuró a corregirse.

Sarah soltó un suspiro cansado.

—¿Qué lo consigo dices? Me he quedado sin recursos, Delbert. —Su voz arrastraba el agotamiento de todo el día y la frustración por el nuevo lío de su hijo menor—. Desde Leland hizo aquello… ya sabes… Jim no ha sido el mismo. Y tampoco Elisabeth. Ese día nos marcó a todos… pero sobre todo a ellos.

—Lo sé, Sarah —respondió el doctor con voz más baja—. Fue… terrible.

Sarah continuó, con el tono quebrándose entre la preocupación y la tristeza.

—Jim es tan inteligente… Se construyó su primera tabla solar a los ocho años. Pero suspende en la escuela, se mete en líos, y cuando intento hablar con él, siento que hablo con un desconocido. Y Lizzie… ¿Te crees que no me duele verla trabajando aquí en vez de ir a la universidad? Lo he intentado, Delbert, lo he intentado todo… Como no ocurra algo que cambie las cosas…

Jim dejó de escuchar. No porque no quisiera, sino porque el rugido de un motor interrumpió la calma.

Alzó la vista justo a tiempo para ver cómo una pequeña nave descendía sin control, envuelta en humo, y se estrellaba contra uno de los muelles cercanos a la posada.

El impacto sacudió el aire y el ruido resonó por todo el acantilado.

Jim se apresuró a bajar del tejado, saltando los últimos peldaños, y corrió hacia el hangar del muelle. El humo se elevaba desde la nave recién estrellada, serpenteando hacia el cielo gris.

—¡Eh, señor! ¿Está bien? ¡Oiga! —llamó Jim, golpeando la escotilla con los nudillos, intentando provocar alguna reacción desde dentro.

Durante unos segundos no hubo respuesta, solo el crepitar del metal caliente. Entonces, algo se posó contra la ventanilla: una garra escamosa, temblorosa.

La escotilla se abrió con un chirrido y de ella emergió un viejo reptiliano, tosiendo sin parar a causa del humo. Sus ojos amarillentos se movían inquietos, como si buscaran alguna amenaza. En sus brazos sostenía un pequeño cofre, que dejó en el suelo del muelle.

Al ver a Jim, el reptiliano extendió una mano y lo aferró por la camiseta con sorprendente fuerza.

—Está de camino… —susurró con voz áspera—. ¿No lo oyes venir?

Jim frunció el ceño, desconcertado.

—¿Oír qué?

El viejo acercó su rostro al del muchacho, su cuello alargándose como el de una tortuga. Sus pupilas se contrajeron.

—Los engranajes restallan… y el giroscopio silba como un demonio…

Otra tos violenta lo interrumpió, sacudiendo su cuerpo. Jim lo miró sorprendido y preocupado.

—Se ha pegado fuerte en la cabeza, señor —dijo, intentando ayudarlo a estabilizarse.

—Quiere… mi cofre… —jadeó el viejo, su voz rota por la tos—. Ese maldito cíborg… con su banda de asesinos.

Jim abrió los ojos, incrédulo.

—¿Cíborg?

—Tendrán que arrancárselo… al viejo Billy Bones… de sus fríos dedos —gruñó el reptiliano, pero un espasmo de dolor lo hizo llevarse una mano a la garganta. Su cuerpo se retorció y, con un golpe seco, dejó caer el cofre al suelo.

Jim se agachó enseguida para ayudarlo.

—¡Señor! Deme la mano… eso es.

Bones se apoyó en él, respirando con dificultad.

—Buen chico… —dijo con un hilo de voz—. No te olvides del cofre… muchacho.

Jim se inclinó, recogió el cofre con cuidado y lo sostuvo firmemente.

—Vamos, lo llevaremos dentro.

Juntos comenzaron a avanzar hacia la posada, Jim soportando el peso del viejo mientras este se tambaleaba. El cielo, como si compartiera el dramatismo de ese momento, se abrió de pronto, y una lluvia intensa comenzó a azotar toda la zona.

—Qué alegría se va a llevar mamá… —murmuró Jim con ironía, apretando el paso bajo el aguacero.

Cuando por fin llegaron a la posada, tanto Jim como el viejo Billy Bones estaban completamente empapados. El reptiliano apenas podía mantenerse en pie; cada paso era un esfuerzo y su respiración se volvía más áspera y entrecortada.

Jim, cargando con el peso del viejo y sosteniendo con firmeza el cofre, levantó una mano para llamar a la puerta.

Antes de que pudiera hacerlo, esta se abrió de golpe. En el umbral apareció el doctor Doppler, que alzó las cejas al ver la escena.

—¡Por las cuatro lunas de Proteo I! —exclamó, sorprendido.

Dentro de la posada, Sarah alzó la vista y se quedó helada al ver la escena en la puerta.

—¡James Pléyades Hawkins! ¿Qué…? —exclamó, poniéndose de pie de golpe y corriendo hacia su hijo.

Jim la interrumpió con voz firme, aunque cargada de urgencia.

—Mamá, está herido. Grave.

Sin más explicaciones, dejó caer con cuidado al viejo Billy Bones sobre el suelo del comedor, junto con el cofre que traía. El reptiliano apenas tenía fuerzas para mantenerse consciente, su respiración era entrecortada y su piel mostraba un tono grisáceo enfermizo.

Jim, agotado por el peso, se incorporó con dificultad, mientras Sarah se inclinaba de inmediato para auxiliar al extraño visitante.

Con un hilo de voz, Bones giró la cabeza hacia Jim.

—Mi… cofre… chico… —susurró, extendiendo su garra temblorosa hacia él.

Jim asintió y acercó el pesado cofre hasta donde el reptiliano pudiera alcanzarlo. Bones, con un esfuerzo que parecía exprimirle las pocas fuerzas que le quedaban, tecleó una serie de cuatro dígitos en el cierre metálico. El mecanismo emitió un chasquido y la tapa se abrió con un sonido leve.

—Pronto… vendrá… —jadeó Bones.

Metió la mano dentro y extrajo un pequeño objeto envuelto en tela. Sus ojos, vidriosos, se clavaron en los de Jim.

—Que… no encuentre… esto…

Jim lo observó con el ceño fruncido.

—¿Quién vendrá?

Bones lo agarró por la camiseta con una fuerza sorprendente, tirando de él hasta acercarlo a su hocico agrietado.

—El… cíborg… —susurró, su voz convertida en un suspiro quebrado—. Cuidado… con el cíborg…

Esas fueron sus últimas y agonizantes palabras. Los dedos que lo sujetaban se aflojaron, su cuerpo se relajó… y la vida abandonó al viejo reptiliano.

En su último aliento, Bones depositó el objeto envuelto en manos de Jim. A través de la tela, el muchacho sintió la forma esférica y fría de aquello que ahora quedaba bajo su custodia.

La posada quedó sumida en un silencio denso. Jim, Sarah y el doctor Doppler observaban incrédulos el cuerpo inerte de Bones. Todo había sucedido en cuestión de minutos.

Entonces, una luz exterior atravesó los ventanales, bañando el interior con una fuerte luz blanca. El rugido de un motor rompió la calma, anunciando que una nave estaba descendiendo justo frente a la entrada.

Con cautela, Jim se acercó a la puerta. Levantó un extremo de la cortina holográfica —esa misma que su madre había cambiado hace poco, con un apacible paisaje de flores— y se asomó.

En la oscuridad distinguió varias figuras armadas, acercándose rápidamente a la posada.

—¡Rápido, vámonos! —exclamó, girando en seco y corriendo hacia su madre para tomarla de la mano y tirar de ella hacia las escaleras.

El doctor, que todavía procesaba lo ocurrido, se acercó confuso a la puerta.

Un disparo láser reventó el pomo de la puerta, arrancando chispas y fragmentos de metal.

—¡Ah! —gritó Doppler, retrocediendo de un salto—. Creo que esta vez estoy con Jim.

Los tres corrieron escaleras arriba, mientras más disparos atravesaban la sala, haciendo añicos, botellas y vidrios. Uno de los tiros impactó contra el candelabro, que cayó sobre la gran chimenea del comedor. Las llamas, alimentadas por aceite y madera seca, empezaron a expandirse con rapidez.

La puerta de la posada se abrió de golpe. Varias figuras armadas irrumpieron en el lugar, buscando frenéticamente algo muy específico.

Entre ellos, una figura más imponente cruzó el umbral y se detuvo ante el cuerpo sin vida de Billy Bones.

Silver frunció el ceño al ver el cofre abierto. Maldición… ¡No está!

—¡Revisad cada rincón! —ordenó con voz dura, mientras sus hombres empezaban a registrar muebles y cajones.

En la planta superior, Doppler abrió apresuradamente una de las ventanas que daba al exterior. Justo abajo, su transporte esperaba. Delilah, un alienígena gasterópodo bípedo, lo miraba con ojos brillantes.

—¡Delilah! —llamó el doctor con alivio—. ¡Delilah, quieta, no te muevas!

El doctor Doppler se subió al alféizar de la ventana, tambaleándose un poco, y tendió la mano a Sarah para que lo siguiera. La mujer, pálida y con el corazón acelerado, lo miró horrorizada al entender lo que planeaba.

—No, Delbert… —dijo, con un tono entre súplica y advertencia.

—¡Vamos, Sarah! —respondió él, con la seguridad de alguien que claramente sobreestimaba sus habilidades—. Soy un experto en las leyes de la física.

—No… no, no… —negó ella, aferrándose al marco de la ventana.

Jim, que estaba detrás de ambos, vigilaba el pasillo. Fue entonces cuando escuchó la voz profunda y furiosa de alguien resonar desde abajo.

—¡Encontradlo!

Los hombres del piso de abajo ya subían las escaleras hacia el primer piso. Jim no dudó más: empujó a su madre y al doctor, que estaban contando apenas hasta tres, para que saltaran al carro que esperaba abajo.

El aterrizaje no fue elegante, pero cayeron sobre el acolchado del transporte.

En cuanto estuvieron a salvo, Delbert no perdió ni un segundo: agarró las riendas de Delilah con manos temblorosas y azuzó al gasterópodo.

—¡Vamos, Delilah! ¡A toda velocidad!

El vehículo se puso en marcha con un tirón brusco, alejándose de la posada que empezaba a arder detrás de ellos.

Sarah no pudo evitar girarse para mirar atrás. La posada ardía con rapidez: las llamas devoraban la madera, iluminando la noche con un resplandor anaranjado. Su hogar, su negocio… su vida entera, reduciéndose a cenizas.

La mujer llevó las manos al rostro, intentando ocultar su expresión, pero su abatimiento era evidente.

Jim la observó en silencio. Un nudo de culpa se formó en su estómago: si no hubiera llevado al viejo a la posada…

Miró hacia sus propias manos. Aún sostenía el objeto que Billy Bones le había entregado con sus últimas fuerzas. Con cuidado, lo desenvolvió.

En su interior había un artefacto dorado, esférico, cubierto de intrincadas marcas que no lograba descifrar.

Lo sostuvo un momento, sintiendo su peso frío y compacto.

—Así que… esto es lo que estaban buscando… —murmuró para sí, con la mirada fija en la extraña esfera.

Entonces, el chico cayó en la cuenta de algo muy importante.

—¡Hay que ir a por Lizzie! —exclamó, con la voz cargada de urgencia.

Sarah levantó la cabeza al escuchar el nombre de su hija, su expresión cambiando de abatimiento a alarma.

—Debemos ir a la taberna… —dijo, ya incorporándose.

—Es mejor que vayamos directamente a mi residencia y alertemos a la policía —intervino el doctor Doppler con tono firme, intentando mantener la calma—. Elisabeth está a salvo en la taberna, y no sale hasta dentro de varias horas. Podemos pedir a la policía que la lleven a mi casa.

Sarah respiró hondo y asintió, aunque la inquietud no desaparecía de su rostro.

—Es una buena idea. Avisemos a la policía. Hay que informarles de qué han atacado… piratas.

Jim apretó los puños. No estaba del todo de acuerdo, su instinto le decía que deberían ir directamente por Lizzie, pero decidió no discutir más y obedecer el criterio de su madre y del doctor.

En la posada, Silver maldecía una y otra vez. Habían dejado escapar a quienquiera que tuviera el mapa… y, peor aún, el mapa.

El fuego avanzaba rápido, devorando vigas y paredes. No quedaba tiempo. Sin embargo, antes de salir, una idea tomó forma en su mente.

Se acercó al cuerpo inerte de Bones, le arrancó el pesado abrigo y se lo colocó por encima, como una capa.

—¿Qué hace, capitán? —preguntó uno de sus hombres, viendo la extraña maniobra.

—Hay que salir de aquí antes de que llegue la policía —respondió Silver sin dejar de ajustar la prenda—. Pero yo voy a ir al pueblo. Necesito información sobre quién pudo llevarse el mapa.

Tiró del abrigo hacia delante, cubriendo la mayor parte de su brazo mecánico. Después, sacó de uno de sus bolsillos un viejo parche y se lo colocó sobre el ojo.

—Esto me ayudará a pasar desapercibido… al menos lo suficiente.

—¿Va a ir solo, capitán?—insistió el hombre, desconfiado.

Silver le dedicó una sonrisa ladeada.

—Sí. Vosotros manteneos fuera de vista. Os avisaré por el comunicador cuando llegue el momento de venir a buscarme.

El capitán giró sobre sus talones, el abrigo de Bones ondeando a su paso, y salió por la puerta trasera mientras el fuego consumía lo que quedaba de la posada.

—Vamos a ver qué se cuece en la taberna de este pueblo, ¿eh, Morfy? —dijo Silver con una sonrisa ladeada, mientras un pequeño alienígena rosado asomaba la cabeza desde uno de sus bolsillos.

Morfo soltó un sonido curioso, inflándose como una burbuja y tomando por un instante la forma de un cofre diminuto antes de volver a su aspecto habitual.

—Eso mismo, pequeño bribón… —murmuró Silver con voz baja, ajustándose el abrigo para cubrir mejor su brazo mecánico—. Quienquiera que se haya llevado el mapa… deseará no haber nacido.

Morfo soltó una risa aguda y traviesa, flotando a su lado mientras Silver se internaba en la penumbra del camino que conducía al pueblo.

Notes:

¡Hola de nuevo!

Aquí va el tercer capítulo de esta historia. Me ha gustado bastante escribirlo, ya que he podido introducir a Silver y la verdad, es que me ha gustado escribir su lado más oscuro como capitán pirata.

Espero que os esté gustando la historia, por lo que ya podéis intuir es reescribir la historia de la película, pero con cambios y algo más elaborado.

Por cierto, ¿os gustaría que tradujese la historia al inglés? Let me know if you prefer the story translated into English.

Y ya sabéis, si os gusta el fic no dudéis en comentar. La verdad es que ayuda mucho saber quién te lee y os gusta, o no, la historia. Así que dejad reviews o darle like o follow a la historia.

¡Gracias por leer!

Chapter 4: La solución a nuestros problemas

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Las primeras horas en la taberna solían ser tranquilas. Apenas había clientes, y el trabajo se reducía a llevar alguna que otra jarra de cerveza a las pocas mesas ocupadas y a limpiar. Por eso, Elisabeth aprovechaba para adelantar toda la faena posible antes de que el lugar se llenara… y más aún esta noche, que habría música en directo.

Para ella, aquello era un arma de doble filo. Ser sorda podía ser tanto un suplicio como una bendición. A veces sus audífonos le fallaban y no alcanzaba a escuchar bien la música… y con lo que le gustaba escucharla, bailar, cantar… Incluso sabía tocar un par de instrumentos. Pero desde que le ocurrió aquello, no había vuelto a atreverse. No encontraba la fuerza ni la motivación para recuperar esas pasiones.

En ese momento, su patrón Robbie descargaba barriles en la parte trasera junto con Molly, su esposa. Lizzie, por su parte, estaba detrás de la barra, lustrando vasos con paciencia. La luz tenue de la taberna se reflejaba en el cristal, pero también en un objeto mucho más especial: el colgante que llevaba al cuello.

Era uno de sus tesoros más preciados, regalo de su abuelo, que a su vez había pertenecido a su abuela. Una reliquia familiar. Al igual que el colgante de su madre, el suyo guardaba en su interior imágenes holográficas: sus abuelos, su madre, y ella junto a Jim cuando eran pequeños.

Llevaba un rato inquieta. Tenía una sensación que le oprimía el pecho. Un mal presentimiento. Como si esta noche fuese a ocurrir algo mucho peor que la amonestación que Jim había recibido por la mañana de la policía.

Tan absorta estaba Lizzie en sus pensamientos que no notó la presencia de Molly hasta que esta le tocó suavemente el hombro para no asustarla.

—¡Lizzie! ¿Qué te ocurre, querida? ¿Te encuentras bien? —preguntó la mujer con genuina preocupación.

Molly no sabía mucho lenguaje de signos, pero era paciente y siempre trataba de que Elisabeth se sintiera cómoda. Como la mayoría de los clientes y conocidos, vocalizaba con cuidado cada palabra para que pudiera leerle los labios.

Lizzie negó suavemente con la cabeza y tomó la libreta que siempre llevaba consigo cuando salía de casa. Abrió el cuaderno en una página limpia y escribió con trazos rápidos.

Estoy bien, solo… un poco distraída.

Molly leyó el mensaje, esbozó una sonrisa y le dio una palmadita en el hombro.

—¿Segura? Si no te encuentras bien, puedes irte a casa. No te preocupes —insistió Molly con voz suave.

Lizzie negó con la cabeza y se apresuró a escribir en su libreta. Estoy bien… es solo que Jim se metió en líos otra vez.

Molly sonrió con ternura. Conocía de sobra a los hermanos Hawkins. Era una muy buena amiga de Sarah, al igual que Robbie. Ni ella ni su esposo eran humanos, eran de una especia alienígena de anfibios, pero eso no quitaba que quisieran a esos chicos como si fueran de la familia, especialmente a Lizzie.

Cuando supo por Sarah que Elisabeth buscaba trabajo, no dudó en ofrecerle un puesto para ayudar por las noches en la taberna. Al principio no fue fácil: volcaba jarras, servía la cerveza con demasiada espuma, y más de una vez tuvo problemas con clientes que no entendían que fuera sorda.

Pero Lizzie aprendió rápido. Pronto dominó el ritmo frenético de la barra y se ganó el cariño de los clientes. Aunque no hablaba, siempre regalaba una sonrisa sincera, y era imposible no notar su encanto. Además, no era ingenua. Si algún cliente se pasaba de la raya, sabía muy bien cómo ponerlo en su sitio.

En ese momento, Robbie entró sonriente desde la parte trasera, cargando un barril a la vez que empapado de pies a cabeza.

—¡Santo cielo! —exclamó, sacudiéndose el agua de las mangas—. Está cayendo una tormenta tremenda. Espero que la lluvia no espante a la gente para la noche de música en directo.

—No creo, cariño —respondió Molly desde la barra—. Ya sabes que estas noches son las que más llenamos la taberna. Además… —miró a Lizzie con una sonrisa cómplice—. Esta noche vendrá un grupo a hacer tributo a ese grupo que tanto te gusta.

Al escuchar eso, Lizzie levantó la vista, sorprendida y emocionada. Por un momento, intentó dejar a un lado el mal presentimiento que la había estado acompañando toda la tarde y enfocarse en la noche musical que se avecinaba.

La noche había caído, y el escenario ya estaba preparado para los grupos que tocarían. Poco a poco, los clientes empezaron a llenar la taberna, trayendo consigo el bullicio habitual de las noches de música en directo.

El trabajo se aceleró. Elisabeth iba de un lado a otro, sirviendo cervezas y licores sin descanso, mientras Molly se encargaba de tomar los pedidos y atender a las mesas. El primer grupo ya había empezado su actuación, y pronto los clientes comenzaron a animarse, algunos incluso cantando a coro.

Lizzie sonreía de vez en cuando, contagiada por la energía del lugar. No era su noche ideal: ella prefería la calma de su habitación, un buen libro o sumergirse en un videojuego holográfico. Sin embargo, debía admitir que, a su manera, también estaba cómoda en medio de ese ambiente tan bullicioso.

No muy lejos de allí, un viejo cíborg avanzaba por el camino hacia la taberna. Su humor no era precisamente bueno: ahora le tocaba empezar de nuevo, recopilando información sobre el paradero del maldito mapa.

Durante el trayecto, había preguntado a un par de lugareños por la taberna, y estos, amables, pero curiosos, le indicaron el camino. Podría haberse ahorrado la charla: se veía a leguas cuál era el edificio. Un gran letrero luminoso lo delataba. Música en directo.

La taberna, El Barril Dorado, tenía un aspecto peculiar. Su fachada de madera envejecida contrastaba con destellos de neón en las ventanas y una iluminación cálida que invitaba a entrar. Desde fuera se oían risas, conversaciones animadas y el rumor de la música que ya había empezado.

Silver podía oír perfectamente la música que sonaba en la taberna. No era que estuviera a un volumen ensordecedor, sino que sus sentidos —el oído y el olfato especialmente— eran más agudos de lo normal. Ventajas de ser un Ursid.

A los de su especie no solían agradarles los lugares tan escandalosos, pero tras tantos años recorriendo la galaxia, Silver se había acostumbrado. Aquello, en realidad, había sido una gran ventaja para muchas de sus misiones.

Sin embargo, algo lo desconcertaba: un olor que provenía de la taberna. No porque fuera desagradable… al contrario, lo encontraba delicioso.

Se detuvo frente a la puerta. Con calma, ajustó el abrigo para cubrir mejor su brazo mecánico. Una sonrisa ladeada apareció en su rostro mientras su ojo orgánico brilló con determinación y curiosidad por saber el origen de ese olor.

—Morfo, será mejor que te escondas —murmuró.

El pequeño compañero rosado emitió un sonido breve, como si entendiera perfectamente la orden, y deslizarse dentro de uno de los bolsillos del abrigo, quedando oculto a la vista de cualquier curioso.

Silver empujó la puerta de El Barril Dorado y entró con paso firme, pero sin llamar demasiado la atención. Un calor acogedor lo envolvió de inmediato, mezclado con el olor a cerveza, comida especiada y madera vieja.

El interior estaba muy animado: el primer grupo aún tocaba en el escenario, arrancando aplausos y risas. Mesas repletas de parroquianos bebían y charlaban, mientras la barra no daba abasto.

Silver avanzó despacio, su abrigo ocultando gran parte de su brazo mecánico. Nadie parecía fijarse demasiado en él; en una taberna como esa, gente extraña entraba y salía todo el tiempo.

Su mirada, sin embargo, recorría el lugar observando cada rincón. Analizaba rostros, gestos y posibles salidas. En la barra, entre vasos alineados y una bandeja con jarras espumosas, sus ojos se detuvieron un instante.

Allí estaba una joven que no encajaba del todo con el ruido y el desorden de la taberna. Sirviendo con rapidez, dedicaba sonrisas cortas a los clientes, aunque su mirada parecía ir siempre más allá de ellos, como si estuviera en otra parte.

Silver sonrió para sí mismo.

—Interesante… —murmuró, y buscó un rincón desde el que pudiera observar sin ser observado.

Molly fue la primera en acercarse a la mesa del recién llegado, sin mostrar sorpresa alguna por su aspecto encapuchado.

—¡Buenas noches, señor! ¿Qué le apetece tomar? —preguntó Molly con su amabilidad habitual, acercándose a la mesa de Silver.

—Una jarra de cerveza —respondió él con voz grave, sin levantar demasiado la vista.

—Enseguida se la traemos —asintió Molly, dedicándole una sonrisa cordial antes de girarse para pasar el pedido a la barra.

Poco después, fue Lizzie quien apareció con una bandeja. Su blusa blanca y el colgante que siempre llevaba brillaban tenuemente bajo las luces cálidas de la taberna. Sin pronunciar palabra, dejó la jarra frente a Silver con un movimiento ágil, acompañada de una sonrisa breve y profesional.

El cíborg, que hasta ese momento solo había notado un aroma indefinido, lo reconoció de golpe. Ese olor que lo había intrigado desde fuera… provenía de ella. Era algo difícil de describir, un matiz suave que lo atrapó por completo.

Elisabeth, sin embargo, no pareció prestarle demasiada atención. Tenía demasiadas mesas que atender y, justo en ese momento, el grupo tributo empezó a tocar. Reconoció las primeras notas al instante: era una de sus canciones favoritas.

Por un instante, sus ojos brillaron y la cara de agobio de esa noche, dio paso a una sonrisa genuina. El cambio fue tan natural que Molly, que la observaba desde la barra, no pudo evitar soltar una pequeña risa.

—Mira esa cara… —murmuró Molly divertida—. Es adorable cuando se emociona.

Silver, en silencio, alzó la jarra y bebió, sin dejar de observarla por el rabillo del ojo.

Su ojo biológico siguió a Lizzie mientras atendía otras mesas, y su ojo cibernético, tapado por el parche, pero podía ver a través de este, la analizaba de manera más precisa. La ligereza de sus pasos, la atención con la que manejaba bandejas, y el pequeño destello de emoción que había visto cuando empezó la música.

Silver se reclinó en la silla, dejando que el ruido de la taberna lo cubriera como un manto.

Mantente tranquilo… observa. Descubre quién puede saber algo del mapa…

Mientras tanto, Morfo asomó brevemente la cabeza desde el bolsillo, imitando por un segundo la jarra de cerveza que Lizzie acababa de dejar, antes de volver a esconderse.

Silver ocultó una sonrisa. No tenía prisa.

Silver esperó el momento oportuno. Molly pasó cerca de su mesa, dejando un par de jarras en la mesa contigua. El cíborg alzó la voz lo justo para hacerse oír entre el bullicio, sin destacar demasiado.

—Disculpe, señorita… —dijo con una sonrisa cortés, muy distinta a la que usaba con su tripulación—. Buen sitio este. Buena cerveza… y parece que conocen bien a su clientela.

—¿Señorita? —Molly arqueó una ceja con un leve rubor—. Yo ya estoy casada, señor.

Silver ladeó la sonrisa. Con las mujeres siempre era un perfecto adulador.

—Mis disculpas, pero se la ve tan joven, señora…

—Molly. Solo Molly —respondió ella, aún más colorada que un tomate estelar ante el comentario. Aun así, mantuvo la compostura y sonrió con orgullo—. Llevamos años en esto. La mayoría de los que vienen son vecinos de toda la vida. Aquí todos nos conocemos… y eso lo hace especial.

—¿Sí? —preguntó Silver con aparente curiosidad de viajero—. Debe de haber gente interesante por aquí.

—Claro que sí —rió Molly—. Benbow tiene de todo: comercio, minería, transporte directo al puerto estelar de Crescentia…, y mucha historia. Así que, aquí hay familias que llevan generaciones en el pueblo.

Silver asintió, como si aquello fuera una charla sin importancia.

—Me gustan esos pueblos con historia… Siempre hay algún apellido que destaca más que otros.

Molly, sin sospechar nada, respondió con naturalidad:

—Bueno… por ejemplo, los Hawkins. Todo el mundo los conoce, sobre todo porque llevan la Posada Benbow. Si necesita hospedaje, ese es un buen sitio.

Silver disimuló el destello de interés en su mirada.

—La Posada Benbow… Tomo nota —dijo con calma, aunque por dentro su mente trabajaba rápido. Recordó que al salir del lugar incendiado había visto un cartel con ese nombre.

Molly, atareada con otras mesas, asintió y se alejó. Silver se recostó en su silla, su sonrisa ladeada intacta.

Así que la familia que lleva la posada es la Hawkins…

El cíborg tomó un trago largo de su jarra, dejando que el sabor amargo y fuerte se deslizara por su garganta. Luego volvió a fijar la vista en la joven que servía mesas. La que llevaba consigo ese aroma que lo había intrigado desde antes de cruzar la puerta.

Desde que la vio, había notado algo fuera de lugar. No era que desentonara con la taberna; al contrario, parecía moverse con soltura, incluso con cierta alegría en sus gestos. Pero había algo en su manera de estar allí que lo inquietaba. Como si ese no fuera su verdadero mundo.

La muchacha disfrutaba de la música que sonaba, moderna para el gusto de Silver, pero no desagradable. Cada vez que se acercaba a una mesa, los clientes la recibían con sonrisas y miradas de genuino aprecio.

Era, sin duda, una joven hermosa. No tenía las curvas exuberantes que Silver solía buscar en los puertos, pero había algo en su porte que la distinguía: una elegancia natural, refinada, alejada de la vulgaridad. Era un tipo de belleza diferente, y eso, para Silver, la hacía aún más interesante.

Elisabeth pasó junto a una mesa abarrotada, llevando una bandeja vacía después de haber servido una tanda de varias jarras de cerveza espumosa. No había dado más de dos pasos cuando sintió un pellizco en la nalga. Se detuvo en seco.

Giró la cabeza lentamente y vio al culpable: un hombre alienígena con múltiples ojos, con las mejillas encendidas por el alcohol, y que la miraba con una expresión lasciva.

Lizzie lo fulminó con la mirada. Sin vacilar, alzó la bandeja y le asestó un golpe seco en el hombro. El impacto hizo que el borracho se tambaleara, derramando parte de su bebida.

Los demás clientes, al presenciar la escena, se encendieron.

—¡A nuestra Elisabeth no la toca nadie! —gritaron desde varias mesas, apoyando a la joven con indignación.

Silver, que había captado de inmediato la actitud del tipo, se había tensado en su asiento. Durante un segundo evaluó si debía intervenir, pero al ver la reacción de Lizzie, una sonrisa se dibujó en sus labios.

La chica tiene agallas… pensó, relajándose y tomando otro sorbo de su jarra.

Silver no dejaba de pensar en cómo podría indagar más en los Hawkins y descubrir quién se había llevado el mapa. Su mente tejía posibilidades, evaluaba movimientos… cuando, de pronto, la puerta de la taberna se abrió de golpe.

El sonido resonó por encima de la música y las conversaciones. Como un reflejo, la taberna entera quedó en silencio.

Por el umbral entraron un par de robocops, escoltando a un inspector que avanzaba con paso firme. Silver se tensó de inmediato. Cada fibra de su cuerpo gritaba que debía pasar desapercibido y, si era posible, salir de allí antes de llamar la atención.

El inspector, sin embargo, no se fijó en él. Se dirigió directamente hacia la barra, donde Molly lo recibió con gesto preocupado.

—Inspector Doyle… —lo saludó, intentando mantener la calma—. ¿Qué se le ofrece? ¿Ha ocurrido algo?

—Busco a Elisabeth Hawkins —respondió el inspector, su voz grave llenando el local. Era un hombre de la misma especie que el doctor Doppler, alto y con un aire de autoridad que imponía respeto.

Al percibir que la música se había detenido, Robbie salió de la cocina secándose las manos, sorprendido por el silencio. Era extraño: esas noches la taberna nunca quedaba callada.

Elisabeth, que había captado parte de la conversación leyendo los labios del inspector, se acercó con cautela. Doyle la reconoció de inmediato; conocía bien a la joven por los incidentes de su hermano con la ley.

El inspector se acercó a ella con expresión grave.

—Señorita Hawkins… —dijo con voz grave—. Será mejor que se siente.

Lizzie permaneció de pie, inmóvil, su mirada fija en él. Al ver que no obedecía, Doyle prosiguió:

—Lamento informarle que esta noche la Posada Benbow ha sido atacada por una banda de piratas.

Elisabeth sintió cómo la sangre se le helaba. Su rostro perdió el color de inmediato.

—¿La posada… atacada? —intervino Molly, incapaz de contenerse—. ¿Y Sarah? ¿Y Jim?

—La Posada ha quedado reducida a cenizas —confirmó el inspector.

Lizzie sintió un nudo en la garganta, los ojos se le llenaron de lágrimas. Robbie, alarmado, se acercó para abrazarla y darle apoyo.

—Afortunadamente, el doctor Doppler estaba con ellos —añadió Doyle— y pudieron escapar a tiempo. Ahora se encuentran a salvo en su residencia.

Lizzie alzó la cabeza, limpiándose rápidamente las lágrimas con el dorso de la mano. Agarró su libreta y escribió con mano temblorosa: debo ir con ellos…

El inspector asintió con firmeza.

—Eso pensaba, señorita Hawkins. Es mejor que venga conmigo. Yo mismo la llevaré a la residencia del doctor.

Robbie y Molly intercambiaron miradas preocupadas. Molly se inclinó hacia Lizzie, apretándole suavemente los hombros.

—Ve, querida. Tu madre te necesita.

Lizzie asintió, aunque la angustia se le veía en cada gesto.

A unos metros, Silver permanecía en silencio, su jarra aún en la mano. La noticia lo había hecho unir todas las piezas.

La Posada Benbow… la familia Hawkins… la chica…el doctor Doppler

Mientras el inspector guiaba a Lizzie hacia la salida, Silver bajó la mirada, ocultando la media sonrisa que se dibujaba en sus labios.

Parece que la noche acaba de ponerse interesante.

—Morfo… —murmuró Silver en voz baja, sin apartar la vista de la puerta por donde salía Lizzie—. Sigue a la chica hasta la residencia del doctor… y no pierdas detalle de la ubicación.

Cuando Doyle condujo a Lizzie hacia la salida, algunos clientes se levantaron de sus mesas para despedirla.

¡Te queremos, Elisabeth!

¡Estamos contigo!

¡Ánimo!

La joven, visiblemente conmovida, sonrió con timidez y levantó la mano a modo de agradecimiento antes de desaparecer bajo la lluvia junto al inspector.

Una vez la puerta se cerró, el bullicio de la taberna regresó, aunque con un tono más sombrío. Las voces se alzaron en murmullos que, poco a poco, se transformaron en comentarios más crudos.

¡Qué mala suerte tiene esa familia…!

Primero el padre, luego el hermano…

Y ahora esto… como si estuvieran malditos.

Silver, que seguía en su rincón. Cada palabra que escuchaba le servía para trazar un mapa más claro de la historia de los Hawkins… y de las posibles debilidades que podría aprovechar.

El trayecto hasta la mansión Doppler no era largo, pero para Elisabeth se hizo eterno. Cada minuto sentía que el corazón le latía más rápido. Solo quería llegar, ver a su familia, abrazarlos y confirmar con sus propios ojos que estaban bien.

Al llegar, la gran puerta de la residencia se abrió y allí estaba el doctor Doppler, esperándola con una sonrisa de alivio.

—Lizzie… —murmuró al verla.

Ella no dudó un segundo y corrió hacia él. Se abrazaron con fuerza, y el doctor, con gesto cariñoso, le habló en lenguaje de señas.

«Ve al estudio. Allí están tu madre y tu hermano. Yo hablaré con el inspector. »

Lizzie asintió con un leve temblor en las manos y se apresuró a entrar. Cruzó el pasillo de la residencia, sus pasos acelerados resonando sobre el suelo de madera. La puerta del estudio estaba entreabierta, y una luz cálida se filtraba desde dentro.

Empujó la puerta con suavidad y allí los vio.

Sarah estaba de pie, mirando por la ventana con los brazos cruzados, intentando mantener la calma. Jim estaba sentado en un sillón, con la cabeza gacha y el ceño fruncido, sin atreverse a mirar a su madre.

Al ver a su hermana, Jim se puso de pie de golpe.

—Lizzie… —susurró, y en dos pasos la rodeó con un abrazo apretado.

Sarah se giró al escuchar el movimiento. Al ver a su hija, sus ojos se llenaron de lágrimas y se unió al abrazo. Lizzie sintió el calor de ambos, esa mezcla de alivio y miedo que aún flotaba en el aire.

Durante un largo instante, ninguno dijo nada. Solo permanecieron abrazados, respirando aliviados de estar juntos.

Pasado ese momento, Lizzie se separó con suavidad. Sus manos comenzaron a moverse con rapidez, preguntando a su madre y a Jim qué había ocurrido exactamente. ¿Cómo era posible que en un lugar tan tranquilo como Benbow hubieran atacado piratas?

Sarah intercambió una mirada con Jim.

El chico entendió al instante que debía ser él quien hablara. Sus hombros se encogieron levemente, pero dio un paso adelante.

«Te lo contaré desde el principio…»

Le dijo con señas, y comenzó a relatar lo ocurrido desde la llegada de Bones hasta el momento en que abrió el cofre y apareció la esfera.

Pasado un rato, después de que Jim terminara de explicar todo lo ocurrido, apareció el doctor con una bandeja de té. Sarah estaba sentada en el sillón frente a la chimenea, con la mirada clavada en el suelo, abatida.

—He hablado con el inspector —dijo Delbert con voz grave, acercándose a ella—. Esos piratas… canallas… han desaparecido sin dejar rastro.

Hizo una pausa, bajando el tono.

—Lo siento, Sarah. Me temo que la Posada Benbow… se ha quemado por completo.

Se inclinó un poco, tomando su mano en un gesto de consuelo. Pero Sarah apenas reaccionó. La noticia la había golpeado con fuerza: había perdido su negocio, su hogar… parte de su vida.

Elisabeth se inclinó para servirle una taza de té caliente, mientras Jim se acercó por detrás y le colocó una manta sobre los hombros. Abrió la boca como para decir algo, pero se detuvo. La culpa seguía pesando sobre él como una losa.

Ver la tristeza en los ojos de su madre lo consumía. Una vez más, la había decepcionado… y no solo a ella, también a Lizzie, que se desvivía para que todos pudieran vivir dignamente.

Se hizo un silencio incómodo en la sala. El doctor, notándolo, decidió desviar el tema de la posada.

—Hay que ver los problemas que está acarreando esa esferita tan rara—comentó Delbert, intentando sonar más ligero.

Jim aprovechó ese momento para acercarse a la mesa de atrás, que estaba repleta de libros. Sus ojos se posaron en la esfera y, sin decir nada, la tomó entre sus manos para examinarla.

—Esas marcas me desconciertan… —continuó Delbert—. No se parecen a nada que haya visto antes. Y, a pesar de mi vasta experiencia y mi intelecto superior, abrirla me llevaría… años, tal vez décadas…

Mientras hablaba, Jim empezó a girar la esfera entre sus dedos, probando distintos movimientos casi por instinto.

Elisabeth lo observaba en silencio, siguiendo con atención cada giro de sus manos. Entonces, algo se activó: un brillo sutil recorrió las ranuras de la esfera.

—¿Qué…? —murmuró Jim, emocionado, dándole un par de giros más.

De pronto, la esfera se abrió con un chasquido metálico y proyectó en el aire un mapa holográfico que iluminó todo el estudio. Frente a ellos se desplegó, con un detalle asombroso, la vasta extensión del Etherium.

Todos quedaron inmóviles, boquiabiertos.

—¡Es un mapa! —exclamó el doctor, incorporándose de golpe.

Elisabeth, fascinada, empezó a moverse alrededor de la proyección, sus manos atravesando los haces de luz hasta que señaló un planeta que reconocía.

—Sí, Lizzie… ese es nuestro planeta, Montresor —confirmó Delbert con entusiasmo.

Ella lo tocó suavemente, y como respuesta, el mapa comenzó a desplazarse. Una ruta luminosa se desplegó desde Montresor hacia distintos puntos. El doctor y Lizzie, casi sin darse cuenta, empezaron a seguirla juntos.

—¡Mirad! La Gran Nube de Magallanes… —señaló Delbert. Elisabeth apuntó a una galaxia— Muy bien, Lizzie esa es la Galaxia de Coral. Y esa es la Constelación del Cisne… ¡Oh, y la Nube Caliana! —añadió el doctor, emocionado.

Ambos estaban disfrutando como niños, señalando y reconociendo lugares a medida que el recorrido avanzaba.

Finalmente, la ruta luminosa se detuvo. La proyección enfocó un planeta distinto, aislado, que brillaba por encima de los otros planetas.

Delbert entrecerró los ojos, intrigado.

—¿Eso es…?

—¡Sí! —exclamó Jim, adelantándose—. ¡Es el Planeta del Tesoro!

Lizzie asintió con fuerza. Lo reconocía de inmediato: había leído con Jim incontables veces el libro sobre el legendario botín de Flint.

—No puede ser… —murmuró Delbert, dando un paso atrás—. ¿El tesoro de Flint? ¿El botín de los Mil Mundos?

Su voz subió de tono, temblando entre el asombro y la incredulidad.

—¿Sabéis lo que esto significa?

—Significa que solo necesitamos un barco para llegar a él —interrumpió Jim, con una sonrisa llena de emoción.

Delbert ignoró el comentario, dejándose llevar por su fervor académico.

—Quien logre recuperar ese tesoro ostentará para siempre un lugar en el Templo Sagrado de los Exploradores… y vivirá experiencias que…

Pero antes de que pudiera terminar su épico discurso, Jim giró la esfera entre sus manos y el mapa holográfico se cerró de golpe. La habitación volvió a su iluminación habitual.

—Uy… —dijo el doctor estupefacto—. ¿Qué ha sido eso?

—¡Mamá, Lizzie! —exclamó Jim, con una chispa de emoción en los ojos—. ¡Lo tengo! Esa es la solución a todos nuestros problemas.

Elisabeth le hizo señas rápidas.

«¿Estás loco? ¿Quieres ir a por el tesoro de Flint?»

—Jim, haz caso a tu hermana —replicó Sarah con firmeza—. Ni se te pase por la cabeza.

—¿Pero habéis olvidado lo que decían los cuentos? —insistió él, sin rendirse.

—Solo eran eso: cuentos —contestó su madre, con cansancio en la voz.

—Con ese tesoro podríamos reconstruir el Benbow todas las veces que quisiéramos, contratar a gente… —continuó Jim, mirando a su hermana—. Y tú, Lizzie, podrías ir a la universidad… a cualquiera que quisieras.

Elisabeth sintió cómo la idea despertaba algo en ella, pero se contuvo. No podía dejarse llevar por una fantasía tan peligrosa. Sus manos se movieron con determinación.

«Jim, se te olvidan todos los peligros que hay ahí fuera. Tormentas solares, meteoritos, criaturas del Ethereum… y piratas. Hoy mismo os habéis salvado de milagro.»

—Pero Lizzie… —intentó interrumpirla Jim.

—Eso es, Delbert —dijo Sarah, mirando al doctor con cierta desesperación—. Convéncele de que es una idea ridícula.

—Es una soberana estupidez —declaró el doctor con solemnidad. —No puedes atravesar la galaxia, tú solo —añadió.

Sarah sonrió satisfecha al escucharlo, convencida de que había encontrado un aliado en la discusión.

—¿Ves, Jim? —dijo, mirando a su hijo—. Alguien más con sentido común. Gracias, Delbert.

Jim rodó los ojos. ¿Por qué nadie creía que era una buena idea?

—Por eso… —continuó Delbert con repentino entusiasmo— yo iré contigo.

Sarah lo miró boquiabierta.

—¡Delbert! —exclamó, indignada.

Elisabeth también lo miró incrédula. ¿El doctor… quería ir?

Delbert, sin perder un segundo, agarró una bolsa de viaje y comenzó a meter cosas con energía.

—Financiaré la expedición con mis ahorros. Conseguiré un barco, un capitán y una tripulación.

Lizzie, atónita, le hizo señas rápidas.

«¿No lo dices en serio? »

—¡Por supuesto que sí! —respondió él, hinchando el pecho—. He esperado toda mi vida una oportunidad como esta. Y tú, Lizzie, deberías verlo igual. Esta es tu ocasión para explorar la galaxia… uno de tus sueños, el mismo que tuvo Abner.

Se llevó una mano al pecho con dramatismo.

—Siento algo en mi interior que me grita: ¡Delbert, Delbert! ¿No lo sientes tú también? —añadió, haciendo un pequeño bailecito de emoción.

—¡Ya está bien! —exclamó Sarah, con el ceño fruncido—. Estáis castigados. Y Lizzie… ni se te pase por la cabeza en ir.

—Mamá, escucha —dijo Jim con un tono inusualmente serio.

Sarah lo miró, algo desconcertada.

—Ya sé que no paro de buscaros problemas, tanto a ti como a Lizzie… —continuó—. Y que te he decepcionado más veces de las que puedo contar.

Lo dijo con una sinceridad que sorprendió a Sarah. Desde que Leland se había marchado, Jim casi nunca hablaba de lo que sentía.

—Pero esta es mi oportunidad de compensaros —añadió, con una determinación que no solía mostrar—. Voy a enderezar las cosas.

Se giró hacia su hermana.

—Y Lizzie… el doctor tiene razón. Si vinieses, podrías explorar, ver la galaxia… ese siempre ha sido tu sueño.

Elisabeth lo miró fijamente. Tenía razón. Era una oportunidad increíble, casi imposible de imaginar. ¿Y ella qué estaba haciendo? ¿Dejándose vencer por el miedo? Sí… lo tenía. Pero no podía dejar que la paralizara. Sonrió suavemente y tomó la mano de su hermano.

Sarah observó a sus hijos con una mezcla de preocupación y ternura.

—Ejem… ¿Sarah? Sarah, ven aquí un momento —interrumpió Delbert, guiándola discretamente hacia un rincón.

—Tú misma has dicho que lo has intentado todo —dijo el doctor con tono persuasivo—. Y hay remedios peores que dejar que un chico fortalezca su carácter viajando por el espacio. Esta oportunidad es perfecta para Jim… y para Elisabeth.

Sarah lo miró con suspicacia.

—¿Me dices esto porque es lo correcto? ¿O por qué estás deseando ir?

Delbert bajó la voz, con un brillo travieso en los ojos.

—Tengo unas ganas de ir que me muero… y también porque es lo correcto.

Sarah lo miró un instante en silencio, luego volvió la vista hacia sus hijos. Ellos la miraban expectantes, con la esperanza en el rostro. Su mirada se suavizó, aunque todavía cargada de resignación.

—Jim, Elisabeth… no quiero perderos —dijo con voz quebrada.

—Mamá… —vocalizó Lizzie con esfuerzo. Su voz, rara vez usada, hizo que Delbert se emocionara sin poder evitarlo.

—No nos vas a perder. Estarás orgullosa de nosotros —añadió Jim, tomando la mano de su madre—. Además, cuidaré de Lizzie. —dijo esto último guiñando el ojo a su hermana para picarla.

«Me sé cuidar sola»

Le señaló ella con un gesto rápido. Luego añadió, también con señas.

«Y soy yo la mayor. Así que yo cuidaré de ti. »

Sarah no pudo evitar sonreír. En ese gesto, estaba dando su aprobación.

—Bueno… ejem… —dijo Delbert, rompiendo el momento con entusiasmo—. Entonces ya está decidido. Empezaremos los preparativos.

Se volvió hacia los hermanos con una sonrisa amplia.

—Muchachos, pronto pondremos rumbo al puerto espacial. ¿Y sabéis qué me ilusiona aún más? —miró a Lizzie con complicidad— Que podrás volver a ser mi pupila.

Elisabeth sonrió. Por primera vez en mucho tiempo, sintió que su sueño estaba a punto de hacerse realidad.

No muy lejos de allí, una figura enfundada en un grueso abrigo negro y un parche en el ojo salió discretamente de la taberna. Silver se adentró en uno de los callejones laterales, sus pasos amortiguados por el eco húmedo de la lluvia reciente.

—Y bien, Morfy… ¿qué has averiguado? —preguntó en voz baja. Buscando donde estaba a su amigo, pues lo había visto por la ventana de la taberna haciéndole señas después de haber vuelto de su misión.

El pequeño alienígena rosa emergió de su escondite, flotando frente a Silver. Con rápidas transformaciones, comenzó a recrear escenas. Silver lo observó en silencio, sin perder detalle, mientras una sonrisa lenta se dibujaba en su rostro.

—Excelente, Morfo… —murmuró con voz grave y ladeada satisfacción—. Así que han descubierto hacia dónde apunta el mapa… y planean ir a buscarlo.

Su sonrisa se ensanchó, más retorcida.

—No me hagas reír…

Su voz se endureció. La irritación ardía bajo la superficie, pero su instinto de cazador le recordaba que debía pensar con cuidado su siguiente paso.

Sacó su comunicador, pulsó un par de botones y llevó el dispositivo a su boca.

—Chicos… —dijo con tono satisfecho—, ya tengo la información que necesitaba.

Una sonrisa fría se dibujó en su rostro.

—Hay que prepararse. Ahora os explico mi plan.

Notes:

¡Hola de nuevo!

Esta semana he estado algo inspirada y la verdad es que he escrito este capítulo en un santiamén. Como veis, sigue la trama de la película original, pero con algunos matices, sobre todo, quería darle algo más de protagonismo a Silver, que fuese algo más villano para ver mejor su evolución.

El viaje no será corto. Si os fijasteis, pasaron varios meses, ya que al final de la película se ve como Jim cuando baja del Legacy para reencontrarse con su madre, tiene la misma altura que ella, así que ha creído. Este fic no irá tan rápido como la película. Así que agarrad un bol de palomitas que tenéis Planeta del Tesoro para rato.

Espero que os esté gustando estos cambios y cómo va encaminado el fic, y que os guste mi OC, Elisabeth.

Y antes de que se me olvide, dejad reviews para saber qué pensáis. Además, acordaos de darle apoyo dándole a like o follow.

¡Gracias por leer!

Chapter 5: Rumbo hacia un nuevo destino

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Author note: los diálogos entre comillas y negrita se refieren al lenguaje de signos.  « …»

Aquella noche, después de toda la agitación y emoción por la decisión tomada, la casa por fin quedó en silencio. El destino de todos había cambiado. Esa noche había marcado un antes y un después en sus vidas.

Elisabeth y Jim se retiraron a sus habitaciones, pero antes de entrar en la suya, Jim se detuvo frente a la puerta de su hermana.

—Lizzie… —murmuró, rascándose la nuca—. ¿Puedo…?

Ella lo miró y le dedicó una tierna sonrisa, comprendiendo al instante lo que quería decir. Desde que eran niños, cuando Jim tenía pesadillas o simplemente no quería dormir solo, buscaba refugio junto a ella. Aquello se volvió costumbre cuando las cosas comenzaron a ponerse difíciles en casa, sobre todo después de la muerte del abuelo.

Esas noches siempre quedaban en la memoria de Lizzie: leían cuentos, jugaban con linternas o hablaban hasta tarde de cuándo saldrían a navegar por el Etherium y vivirían aventuras como exploradores.

La chica asintió y le hizo un gesto para que pasara. Jim se dejó caer sobre la cama, y Lizzie lo cubrió con una manta. Era extraño repetir ese ritual en otra casa. No era la primera vez que ella dormía en casa del doctor, pero en ese momento cayó en la cuenta de que ya no tenía una casa a la que volver… ni siquiera su cama.

Los dos hermanos quedaron tumbados mirando al techo, en silencio al principio, hasta que Jim habló.

—¿Qué piensas, Lizzie? —preguntó.

Elisabeth, sorprendida, giró la cabeza hacia él. La penumbra hacía difícil distinguir sus gestos. Jim, recordando que no podría leer sus manos, encendió la lámpara de la mesilla. La luz cálida envolvió la habitación, como cuando se escondían bajo la cobija para leer con linterna.

—Miedo… tengo miedo —admitió ella con un hilo de voz.

Con Jim se sentía más cómoda para hablar, aunque enseguida acompañó sus palabras con señas.

«No me malinterpretes, también tengo ganas, pero no me gustan los cambios… ya lo sabes.»

Jim sonrió con tristeza. Sabía que su hermana estaba a punto de salir de su zona de confort, y eso la aterraba. A él también le daba miedo… miedo a perderla de nuevo. Por eso había insistido tanto en que viniera: quería verla feliz y, sobre todo, protegerla él mismo de cualquier peligro.

«¿Sabes? No me apena haber perdido la Posada, Jim. ¿Eso me convierte en mala persona?»

Él la abrazó con fuerza. Sabía exactamente a qué se refería. La Posada estaba llena de buenos recuerdos, sí… pero también de otros muy duros que pesaban más.

—No. A mí tampoco me apena —admitió al fin—. Para mí ese lugar tampoco era un hogar…

Ella sonrió suavemente, pero sus ojos se llenaron de lágrimas. Lo único que lamentaba era haber perdido todo lo que les quedaba.

«Bueno… ¡no nos pongamos nostálgicos! Mañana hay que empezar a prepararlo todo para el viaje.»

Jim se rio. Lizzie siempre intentaba ver lo positivo, incluso en los peores momentos.

Después de eso, los dos se quedaron dormidos, con las manos entrelazadas y la respiración tranquila, encontrando consuelo y seguridad el uno en el otro.

Tiempo después, Sarah entró a la habitación en silencio. Los arropó como hacía cuando eran pequeños… y no tan pequeños. Se quedó observándolos, con el corazón encogido. Pronto estaría sola, sin lo que más quería en todo el universo.

La mañana siguiente amaneció clara. Los nubarrones del día anterior habían desaparecido y el sol iluminaba los salones de la mansión Doppler.

Elisabeth se levantó temprano, moviéndose en silencio para no despertar a Jim, que seguía profundamente dormido. Bajó las escaleras y, al llegar al despacho, encontró al doctor Doppler rodeado de pilas de papeles, libros abiertos y su viejo comunicador, que emitía pitidos intermitentes.

—Ah, Lizzie, buenos días… —dijo sin apartar la vista de una serie de códigos que estaba marcando—. Estoy contactando con el puerto espacial.

«Buenos días, doctor. No me digas que no has dormido…» le dijo Lizzie con una sonrisa burlona, acompañando las señas con una ligera risa.

Touché, querida. —Doppler sonrió como un niño en el día de Navidad—. Estoy tan emocionado… No me sentía así desde que publicaron mi última entrevista en el periódico local.

Lizzie se acercó a la mesa y revisó la lista que había escrito el doctor con su caligrafía impecable: barcos disponibles, capitán confiable y con experiencia, tripulación decente y costes aproximados.

—Necesitamos un navío rápido, resistente… y, por supuesto, una tripulación discreta, respetable, pero eficiente —continuó Delbert, más hablando consigo mismo que con ella.

En ese momento, Sarah salió de la cocina con una bandeja. Encima llevaba una cafetera y varias tazas. La dejó en un hueco libre de la abarrotada mesa y empezó a servir café para el doctor, su hija y, por supuesto, para ella misma.

En su mirada aún se podía percibir la preocupación. Seguía insegura sobre ese viaje que emprenderían sus hijos y su viejo amigo. Pero en el fondo, sabía que no le quedaba otra que resignarse… y confiar.

El comunicador emitió un pitido más agudo, y una luz verde parpadeó en la pantalla. Doppler, con las orejas erguidas por la emoción, casi derramó el café al apartar la taza para contestar.

—¡Ah, por fin! —exclamó mientras manipulaba los controles con torpeza—. Puerto espacial de Crescentia, habla el doctor Delbert Doppler.

Del otro lado se escuchó un murmullo entrecortado, pero lo suficiente para que el doctor empezara a asentir con entusiasmo.

—Sí… sí… entiendo… un viaje largo, cierto… por supuesto, estoy dispuesto a cubrir gastos… Ajá, sí, sé que es arriesgado. Ya le he dicho el propósito del viaje, por eso, busco un capitán dispuesto a llevarme a mí y a dos personas más. Sí, soy consciente de ello, gracias.

Lizzie y Sarah intercambiaron una mirada. Conocían ese tono de voz: Delbert ya estaba completamente metido en su papel de académico entusiasmado, olvidando cualquier riesgo.

—¡Perfecto! —exclamó el doctor, casi dando un salto de emoción—. Entonces quedamos en que se comunicará conmigo esta misma tarde para mostrarme los candidatos a capitán y el barco disponible para este tipo de viaje. ¿La tripulación? Sí, sí…, publique un anuncio: Se necesita tripulación para expedición académica. Excelente.

Cerró la comunicación con un gesto triunfal y se giró hacia Lizzie y Sarah, inflando el pecho como si acabara de lograr una hazaña.

—Damas… y Jim, cuando despierte… —añadió, mirando al techo—, esta tarde recibiremos las propuestas para capitán y tripulación. Y basándonos en eso… nos asignarán una nave.

Sarah lo miró con una ceja alzada.

—¿Y no sería mejor ir en persona al puerto?

Delbert sonrió con aire condescendiente.

—Sarah, por favor… qué anticuada. Ahora todo se puede hacer por comunicador.

Elisabeth, que observaba en silencio, alzó las manos e hizo señas con una expresión escéptica.

«Espero que no nos timen.»

No pasó mucho tiempo antes de que Jim bajara las escaleras, aún medio, adormilado y con el cabello despeinado. Se frotó los ojos y miró a los presentes con el ceño fruncido.

—¿Qué me he perdido? —preguntó, bostezando.

Delbert, encantado con su papel de portavoz, no perdió tiempo en anunciar:

—Mi querido muchacho, tenemos buenas noticias. Esta misma tarde recibiremos las propuestas de capitán, tripulación y nave para nuestra… —hizo una pausa dramática— expedición académica.

Jim se despertó del todo en cuanto escuchó la palabra "expedición", y una sonrisa se dibujó en su rostro.

—¡Genial! —dijo, mirando a Lizzie—.¡Vamos a ser ricos!

Elisabeth rodó los ojos ante la afirmación de Jim. Sabía que su hermano tenía buena intención al querer buscar el tesoro, pero estaba ignorando, como siempre, todos los peligros que podían esperarles en el camino.

En ese momento, el timbre de la mansión sonó, rompiendo la relativa calma que reinaba en la casa.

Delbert fue a abrir la puerta, y al instante la entrada se llenó de energía. Arthur, su sobrino —estudiante de medicina en la Universidad Estelar de Montresor— apareció junto a Beatrice Johnson, hija del alcalde de Benbow y estudiante de moda.

Los tres se conocían desde niños. Beatrice, sin embargo, siempre había sido la más alocada y extrovertida del grupo: alta, carismática y con varios brazos que a veces olvidaba controlar, lo que solía provocar abrazos casi letales. Pese a ser tan diferentes entre sí, los tres habían encajado siempre. Arthur y Beatrice habían estado con Lizzie en sus momentos más difíciles: cuando murió su abuelo y cuando tuvo el accidente que la dejó sorda. Ambos, sin dudarlo, aprendieron lenguaje de signos para seguir comunicándose con ella.

Benbow entero se había enterado del ataque a la Posada. Beatrice sabía por su padre que Lizzie estaba en casa del doctor Doppler, mientras que Arthur lo había sabido por una llamada directa de su tío. También se habían enterado de que los Hawkins se preparaban para un viaje… y por supuesto, fueron a visitarla.

—¡Lizzie! —exclamó Beatrice al entrar, llevando varias bolsas en sus múltiples brazos. —Me he enterado de lo de la Posada… ¡así que te traje ropa!

Lizzie la miró sorprendida. Beatrice dejó las bolsas sobre un sillón con una gran sonrisa.

«Tenía en casa algunas cosas tuyas de cuando te quedabas a dormir… y pensé que esto podría ayudarte.»

Sin esperar más, Beatrice corrió a abrazarla, levantándola del suelo y estrujándola sin piedad. Lizzie tuvo que golpearle el hombro para que la bajara y, sobre todo, la dejara respirar.

—¡Ups! Lo siento, Lizzie… me he emocionado. —dijo avergonzada la chica por tanta efusividad.

Arthur, más tranquilo, saludó con una sonrisa cálida y le dio un abrazo delicado.

«¿Estás bien?»

Ella asintió, y Beatrice, incapaz de contenerse, volvió a intervenir:

«Santo cielo, Lizzie… menos mal que estáis bien. Me preocupé muchísimo cuando mi padre me lo contó.»

«Trixie, no te preocupes. Estoy bien. No estaba en ese momento en la Posada… quienes lo pasaron peor fueron mamá, Jim y el doctor, que tuvieron que escapar del ataque.» Le explicó Lizzie por señas.

—Pues no se hable más —replicó Beatrice, encendiendo su entusiasmo—. ¡Hay que ir de compras! Tienes que renovar tu vestuario.

«No hace falta, Trixie, de verdad…» Contestó Lizzie, ya resignada, pues sabía lo intensa que podía ser su amiga con el tema de las compras.

—Por cierto… —intervino Arthur, mirando a ambos hermanos. «¿Qué es eso que escuché de que os vais de viaje?»

Lizzie suspiró, sabiendo que tarde o temprano sus amigos se enterarían. Alzó las manos y empezó a explicarles por señas, con Jim como ocasional intérprete para reforzar lo que decía:

«Hemos encontrado… el mapa del tesoro de Flint.»

Arthur parpadeó, incrédulo.

—¿El tesoro de Flint? ¿El de las leyendas? —preguntó, como si no pudiera creer que lo decía en serio.

Beatrice abrió los ojos como platos.

—¿¡El botín de los Mil Mundos!? —dijo, agitando sus brazos con tanto entusiasmo que casi tiró una lámpara.

Lizzie asintió y, con un gesto firme, añadió por señas. «No podemos decírselo a nadie. Es un secreto.»

Miró directamente a Trixie, con una expresión de advertencia. Sobre todo, tú.

—¡Oye!—protestó Beatrice, ofendida—. ¿Por qué me miras a mí?

Arthur levantó una ceja.

—¿En serio quieres que te enumere las veces que has guardado un secreto más de cinco minutos?

Beatrice cruzó los brazos con dramatismo.

—Bah, da igual. No pienso decírselo a nadie. Lo juro por mis seis manos.

Arthur negó con la cabeza, aunque su expresión se suavizó.

—¿Estáis seguros de que es buena idea?

—No, pero igual vamos —intervino Jim, con una sonrisa ladeada.

Beatrice, por su parte, se mostró entusiasmada… hasta que su mirada se entristeció un poco.

—Esto significa que… no te veré en mucho tiempo, Lizzie. —Su tono bajó.

Lizzie le tocó uno de sus brazos y le sonrió con ternura, haciéndole señas.

«No importa dónde esté, seguiremos siendo amigas. Y volveré para contarte todo.»

Su amiga la miró. Sería la primera vez que pasarían tanto tiempo separadas y eso le apenaba, pero dentro de ella tenía la corazonada de que el destino de Lizzie no estaba en Montresor.

—Vale, vale… —dijo Beatrice, recuperando de inmediato su tono animado—. Pero antes de que te vayas… ¡vamos de compras!

Arthur suspiró.

—Aquí vamos…

Beatrice giró hacia Jim, que ya estaba poniendo mala cara.

—Y tú también vienes.

—¿Yo? —Jim frunció el ceño—. ¿Por qué yo?

—Porque si vas a cruzar medio Etherium no puedes ir vestido como si te acabases de caer de tu tabla solar.

Jim refunfuñó, pero al final, entre risas y protestas, acabó saliendo con ellas rumbo a las tiendas, mientras Arthur los seguía con calma.

Las calles cercanas al centro comercial de Benbow estaban llenas de actividad. Trixie, con sus seis brazos y su energía inagotable, casi iba arrastrando a todo el grupo como si fueran parte de una misión urgente.

—¡Primera parada, la mejor tienda de ropa de todo Montresor! —anunció, sin dejar opción a réplica.

Jim caminaba un par de pasos detrás, las manos en los bolsillos, con la misma expresión que si lo hubieran obligado a asistir a una reunión de etiqueta.

—No entiendo para qué tanto… voy a ensuciarme igual.

—¡Y justamente por eso necesitas más ropa! —replicó Trixie, dándole un golpecito en el hombro, casi lo desestabiliza—. Si vas a recorrer media galaxia, al menos hazlo con estilo.

Lizzie se reía en silencio, observando cómo su amiga manejaba la situación. Arthur, mientras tanto, caminaba al lado de Lizzie cargando algunas bolsas, con su habitual tranquilidad.

La primera tienda fue un campo de batalla para Jim. Trixie le fue colocando chaquetas, botas, camisetas y hasta un abrigo largo "para cuando estés en planetas más fríos", mientras él se quejaba en cada probador.

—Me niego a usar esto. —dijo Jim al salir con una camisa elegante.

«Te queda perfecto» intervino con señas Lizzie, sonriendo y haciendo un gesto afirmativo con la mano.

Arthur se acercó, intentando mediar.

—Jim, mejor que estés preparado. Nunca sabes qué tipo de sitios vais a pisar.

Jim bufó, pero al final aceptó un par de conjuntos prácticos.

En la sección femenina, Trixie no tuvo piedad con Lizzie. Entre vestidos ligeros, pantalones de viaje y botas resistentes, la dejó lista para cualquier situación. Lizzie escogió prendas cómodas, pero dejó que su amiga la convenciera de añadir un par de cosas "por si hay eventos importantes, o una cita nunca se sabe cuándo va a aparecer el amor de tu vida".

«Exagerada.» Dijo Lizzie con señas y rodando los ojos.

Al final, salieron del centro cargados de bolsas. Trixie iba satisfecha, Arthur tranquilo como siempre y Jim con la expresión de alguien que había sobrevivido a una prueba de resistencia.

—Ahora sí, estáis listos para la aventura —dijo Trixie, guiñando un ojo a Lizzie.

En el camino de regreso, el grupo pasó por la taberna. Molly y Robbie, al verlos entrar, no dudaron en invitarlos a comer.

Durante la comida, Lizzie decidió aprovechar el momento. Con señas, acompañadas por la interpretación ocasional de Trixie, Arthur y Jim, les explicó que tendría que ausentarse durante un tiempo: le había surgido una oportunidad para participar en una expedición académica junto al doctor Doppler… y Jim la acompañaría.

Molly y Robbie intercambiaron una mirada de tristeza, aunque enseguida sonrieron con calidez.

—Te vamos a echar mucho de menos, Lizzie… —dijo Molly, tomándole la mano—. Pero entendemos que es una gran oportunidad.

—Y cuando vuelvas —añadió Robbie con voz firme— tu puesto seguirá esperándote, por si quieres volver a trabajar aquí.

Lizzie les dedicó una sonrisa sincera. Aquellas palabras la aliviaban más de lo que estaba dispuesta a admitir.

Antes de que se marcharan, Robbie la llamó desde la barra y le entregó una pequeña bolsa de tela.

—Para ti —dijo, guiñándole un ojo—. Los drublones que ganaste este mes… para que los gastes en tu viaje.

Lizzie se quedó en silencio un momento, conmovida. Guardó la bolsa con cuidado y abrazó a ambos antes de despedirse.

Cuando Lizzie y Jim regresaron a la mansión, encontraron al doctor Delbert en su despacho caminando de un lado a otro muy emocionado. El comunicador seguía encendido y una carpeta digital flotaba sobre la mesa, mostrando datos técnicos y sellos oficiales.

—¡Ah, ahí estáis! —exclamó, girándose hacia ellos con una sonrisa de oreja a oreja—. Tenemos nave.

Jim alzó una ceja.

—¿Así de fácil?

—No cualquier nave —continuó Delbert, ignorando la incredulidad—. El R.L.S. Legacy. Un buque formidable, rápido, resistente, perfectamente equipado para largas travesías.

Lizzie intercambió una mirada con su hermano. El nombre sonaba… importante. Delbert alzó un dedo.

—Y el capitán… —hizo una pausa dramática— el único que aceptó la propuesta es un tal Capitán Smollet. Junto a su primer oficial, el señor Arrow.

Sarah, que había estado escuchando desde la puerta, cruzó los brazos con un gesto de preocupación.

—Delbert, ¿y no crees que sería mejor conocer al capitán en persona antes de contratarlo?

El doctor sonrió con aire confiado.

—Sarah, por favor… Las reseñas son impecables. Tripulaciones satisfechas, expediciones exitosas, además ha luchado contra los Procyon… ¿Qué podría salir mal?

«De verdad, espero que no nos timen.» Volvió a decir con señas Lizzie, quien de verdad le preocupaba que algo fuese a salir mal. Jim, apoyado contra el marco de la puerta, observó cómo Delbert confirmaba la contratación del capitán con entusiasmo.

—¿Y qué hay de la tripulación? —preguntó con curiosidad—. ¿Alguien ha contestado al anuncio?

Delbert, sin apartar la vista de su comunicador, asintió con entusiasmo.

—Sí, de hecho… Un tal señor Silver. Ha trabajado como cocinero en varios barcos de largo recorrido. Tiene experiencia, buenas referencias y… lo más importante, conoce a varios navegantes espaciales con experiencia, que estarían dispuestos a embarcarse en esta expedición académica.

Lizzie, que escuchaba en silencio, levantó las manos y preguntó por señas. «¿Esta vez te reunirás con él en persona?»

—Ah… no, no es necesario —respondió Delbert, casi ofendido por la sugerencia—. Tendremos una entrevista por comunicador esta misma noche.

Jim entrecerró los ojos.

—¿Así que vamos a confiar en un tipo que ni siquiera has visto?

—¡Por favor, Jim! —exclamó el doctor—. Las recomendaciones son excelentes. Además, todo se está moviendo muy bien. Si todo sale como está previsto… en un par de días estaremos zarpando.

Lizzie cruzó los brazos, sin decir nada más. Algo en su interior le decía que había demasiadas cosas encajando demasiado rápido.

En el bullicioso puerto espacial, decenas de naves, desde cargueros oxidados hasta cruceros de lujo, entraban y salían constantemente. Entre el ir y venir de comerciantes, mecánicos y estibadores, una figura avanzaba por sus callejones: John Silver.

El cíborg se movía con seguridad por allí, aunque no había pisado mucho ese puerto. Sus instintos le habían dicho que era cuestión de tiempo antes de que los Hawkins o el doctor Doppler buscasen barco, capitán y tripulación para una expedición, en este caso, "académica". Por lo menos han sido creativos en llamarla "expedición académica". Exactamente como había predicho.

Los anuncios estaban por todas partes: desde carteles en paredes, hologramas flotantes, tablones digitales y mensajes transmitidos por comunicador. Expedición académica busca tripulación. Buen sueldo. Trabajo estable. Contactar al doctor Delbert Doppler. Así es como cualquier navegante respetable buscaba trabajo, pero ellos eran todo lo contrario…

Silver sonrió para sí mismo, sus colmillos apenas asomando.

—Exactamente, como lo imaginé, Morfy —murmuró a su pequeño compañero, que asomó curiosamente de uno de sus bolsillos.

No perdió tiempo. En una terminal de contratación, envió su propio currículum. "John Silver. Cocinero. Experiencia en múltiples rutas y buques de largo recorrido." No era mentira. Silver sabía cocinar. Pero había retocado el documento para que pareciera impecable: limpio, respetable, y sin la menor sombra de su verdadera vida.

Además, añadió el toque perfecto: "Cuento con contactos que podrían estar interesados en unirse a la expedición. Navegantes de confianza, experimentados y adaptables."

Envió el archivo y sonrió.

—Un cocinero respetable… que trae su propia tripulación. Justo lo que querrán escuchar.

Morfo se transformó en un pequeño chef con gorro, arrancándole una carcajada grave a Silver.

—Eso es, Morfy… Ahora a ver cómo acabamos de cocinar este plan.

Esa noche tendría su entrevista con el doctor. No sería, en persona, solo una conversación a distancia… y eso era perfecto. Silver era un maestro de la labia, un embaucador nato, y sin la mirada directa del otro, engañarlo sería todavía más sencillo.

La mansión Doppler estaba tranquila esa noche. En el estudio, Delbert había preparado su comunicador, ajustando la señal para una llamada de voz. Lizzie, Jim y Sarah observaban desde la sala contigua, intrigados por conocer al misterioso candidato.

Un pitido anunció la conexión, y una voz grave y amable llenó la estancia.

—¡Doctor Doppler! —saludó Silver con entusiasmo—. Es un honor poder hablar con usted. Me han hablado maravillas de su trabajo y de esta… expedición académica que planea.

Delbert, halagado, sonrió, aunque el otro no pudiera verlo.

—Oh… bueno… es un proyecto modesto, pero requiere de una tripulación experimentada.

—Y ahí es donde entro yo —respondió Silver, con un tono que transmitía seguridad—. Llevo años trabajando como cocinero en buques de largo recorrido. Rutas difíciles, ambientes diversos… y siempre manteniendo a la tripulación bien alimentada y en buen ánimo.

Lizzie frunció ligeramente el ceño al escuchar esa voz. Había algo en ella, que le despertaba una vaga desconfianza.

Delbert hojeó sus notas.

—Sus referencias son… impecables.

—Me alegra que lo diga, doctor. Y, por si fuera poco, no vengo solo. Conozco a varios hombres que estarían encantados de embarcarse en su proyecto. Buenos navegantes, trabajadores, leales…

Jim, escuchando desde la puerta, murmuró por lo bajo:

—Qué conveniente…

Mientras la voz de Silver resonaba en el estudio, Lizzie, se sentó junto a Delbert, y empezó a escribir algo en un papel. Su letra era rápida, pero legible. Con disimulo, deslizó la nota hacia el doctor.

Delbert la leyó de reojo:

¿Ha trabajado antes en un barco pirata?

¿Conoce bien a esos navegantes cómo para asegurarnos de que no sean piratas?

Delbert parpadeó, algo desconcertado, pero decidió hacer las preguntas.

—Señor Silver… hay algo que me gustaría aclarar antes de formalizar nada. —Su tono se volvió un poco más formal—. ¿Ha trabajado antes en… embarcaciones menos… respetables?

Hubo una breve pausa al otro lado de la comunicación. No duró ni un segundo, pero Lizzie lo notó. La voz de Silver regresó con calma absoluta.

—Doctor, llevo años sirviendo en buques de comercio y exploración. He conocido a todo tipo de gente, pero siempre en rutas legítimas. Y si me pregunta por mi tripulación… le garantizo que son hombres honestos.

— Tener la tripulación asegurada nos ahorrará tiempo.

Lizzie escribió otra pregunta rápidamente y se la deslizó. ¿Tiene referencias de otras embarcaciones?

—Señor Silver, otra cuestión… ¿tiene referencias de embarcaciones con las que haya trabajado?

—Por supuesto, doctor. Mis antiguos capitanes podrían dar fe de mi profesionalidad… aunque, siendo honesto, muchos ya no están navegando. Pero puedo darle nombres y contactos que confirmen mi historial.

Silver entendió que había alguien más en la habitación con el doctor, alguien que estaba influyendo en estas preguntas.

—Je, doctor… no se me escapa que hay curiosidad al otro lado de la línea. —Su tono seguía siendo jovial, pero con un matiz de picardía—. Entiendo sus dudas, y no las tomo a mal. Estoy acostumbrado a ganarme la confianza… y sé que la tendré cuando trabajemos juntos.

Delbert asintió, anotando lo que decía. Lizzie, en cambio, no dejó de sentir esa incomodidad que la voz de Silver le provocaba.

—Perfecto, señor Silver. No le robo más tiempo. —respondió Delbert, entusiasmado.

—Entonces, doctor —añadió Silver, con una ligera risa que retumbó en la conexión—, si todo sale bien, estaré listo para zarpar en cuanto lo indiquen.

La llamada se cortó después de un intercambio de cortesías. Delbert estaba encantado. Jim fruncía el ceño. Lizzie, en silencio, no podía quitarse de la cabeza el tono amable… y sospechosamente perfecto de Silver.

Los días siguientes pasaron más rápido de lo que nadie esperaba. Entre mensajes del puerto, preparativos y una atmósfera de nervios, en apenas un par de días Jim, Lizzie y el doctor estarían partiendo rumbo al Etherium en busca del legendario tesoro.

En la mansión, cada uno preparaba su equipaje a su manera.

Jim, fiel a su estilo, empacó lo justo: su vieja chaqueta negra, un par de camisas resistentes, ropa interior, y alguna pieza extra "por si acaso".

—Viajar ligero, esa es la clave —decía, aunque Lizzie rodara los ojos.

Lizzie, más meticulosa, guardó cuidadosamente la ropa que Beatrice le había regalado, su cuaderno de notas y, sobre todo, el cuaderno de su abuelo Abner, donde apuntó parte de sus estudios. En un último momento, Delbert se le acercó con algo envuelto en una funda de tela.

—Esto… era de tu abuelo —dijo Delbert con una sonrisa cargada de nostalgia, mientras le entregaba el viejo gorro militar de Abner—. Me lo dio hace muchos años, cuando tuve el honor de convertirme en su pupilo. Siempre lo he conservado con gran aprecio… pero creo que ha llegado el momento de que pase a uno de sus herederos. —La miró con afecto—. Y no hay nadie mejor para llevarlo que su nieta… y mi nueva pupila.

Lizzie sostuvo el gorro entre sus manos como si fuera un tesoro frágil. La tela estaba gastada por el tiempo, pero aún conservaba el aroma leve a tabaco y cuero que siempre acompañaba a su abuelo.

Con cuidado, se lo colocó.

Jim, que estaba terminando de ajustar la correa de su mochila, se giró al verla. Sus labios esbozaron una sonrisa genuina, de esas que reservaba para pocas ocasiones.

—Te queda perfecto, Lizzie… justo como le quedaba al abuelo.

Sarah, que había permanecido en silencio observando, sintió un nudo en la garganta.

—Abner estaría orgulloso de ti —dijo con voz suave, acariciando la mejilla de su hija—. Y yo también lo estoy.

Lizzie, con el gorro ligeramente ladeado, se permitió sonreír, aunque sus ojos brillaban por la emoción. Era como si, en ese momento, una parte de su abuelo estuviera con ellos, acompañándolos en el viaje que estaba por comenzar.

El doctor Doppler, por su parte, parecía estar empacando para una expedición de varios años: ropa, instrumentos y, sobre todo, una colección impresionante de dispositivos y sensores de medición para sus estudios del Etherium. Cada uno fue cuidadosamente embalado en cajas, que envió directamente al Legacy.

—Hay que ir bien equipado —murmuró, mientras revisaba una lista interminable—. ¿Quién sabe qué maravillas científicas podré observar ahí fuera?

Como guinda, añadió una vieja cámara fotográfica a su equipaje.

—Para inmortalizar cada hallazgo… y cada momento a bordo —dijo, con una sonrisa de niño a punto de salir de excursión.

Finalmente, llegó el día de partir. Sarah estaba en la puerta de la mansión, con Delilah, que movía la cola nerviosa, pues intuía que su amo iba a irse.

Fue una despedida breve, pero muy emocional.

—Cuidaros, ¿me oís? —dijo Sarah, abrazando primero a Lizzie y luego a Jim—. Y tú… —miró al doctor—, asegúrate de que vuelvan enteros.

—Por supuesto, Sarah, palabra de astrofísico —contestó Delbert con su mejor sonrisa.

Sarah se quedaría cuidando la mansión y a Delilah, además de acabar de atender algunos asuntos con la policía. Además, trataría de averiguar si el seguro cubría algo de la Posada destruida.

Pusieron rumbo al hangar donde abordarían un transporte directo al gran puerto espacial de Montresor: el Puerto de Crescentia. Aquella colosal estación había sido construida menos de cincuenta años atrás como un punto estratégico clave, tanto para la Armada como para el comercio del Imperio Terran.

Antes de tomar el transporte, una señora de dos cabezas se les acercó.

—¡Oferta limitada! ¡Trajes espaciales de última moda! —entonaron las dos voces a la vez.

—Yo… esto… tal vez… —balbuceó el doctor, mirando un traje pintoresco con más adornos de los necesarios.

Jim suspiró.

—Doctor, no lo necesita…

«Exacto. Creo que es demasiado llamativo, ¿no cree?»

—Pero es funcional y creo que es elegante… —replicó Delbert, ya sacando la cartera.

—Le queda ideal. —dijo una de las cabezas de la vendedora.

—Es su color, sin duda. — añadió la otra.

Lizzie, divertida, negó con la cabeza mientras lo veía salir con un traje que parecía sacado de una ópera espacial.

Abordaron la nave que los llevaría al puerto. Los tres —Jim, Lizzie y el doctor— estaban entre nerviosos y emocionados; su aventura estaba a punto de comenzar.

El transporte estaba abarrotado: una dama noble viajaba con sus sirvientes, un músico afinaba su extraño instrumento de cuerda, un padre intentaba calmar a su pequeña hija curiosa, y varios viajeros, como ellos, miraban por las ventanillas con expectación.

A medida que se acercaban, Lizzie se inclinó para observar por el cristal. El puerto espacial de Crescentia se desplegaba ante ella como una visión imponente. Desde Montresor, se veía como una media luna luminosa suspendida en el firmamento, y ahora comprendía por qué: su estructura curvada brillaba con luces doradas y plateadas, uniendo docenas de muelles y plataformas que orbitaban lentamente, como si formaran una joya colosal suspendida en el Etherium.

El transporte se acopló suavemente a una de las pasarelas laterales del puerto. Un pitido metálico anunció que la esclusa estaba presurizada y las compuertas se abrieron con un hiss de vapor.

Lizzie sintió cómo su corazón latía más rápido al dar sus primeros pasos fuera del transporte. El puerto la envolvió con una oleada de sensaciones: el olor a metal y madera recién barnizada, mezclado con el inconfundible aroma de aceite de motor, y las especias dulces y picantes que flotaban desde los mercadillos cercanos.

Jim se puso a su lado, observando con la misma fascinación. Era la primera vez que ambos pisaban aquel puerto… y la primera vez que salían de Montresor.

—¿Jim? ¿Elisabeth? ¿Dónde estáis? ¡Esperadme! —La voz del doctor Doppler resonó desde el interior de la nave.

Jim rodó los ojos. No solo por la lentitud del doctor, sino también por su pintoresco traje espacial, que lograba atraer más miradas de las que a él le gustarían. Nunca había tenido demasiada confianza con Delbert, y la perspectiva de pasar meses junto a él no lo entusiasmaba.

Delbert finalmente salió, deteniéndose unos segundos a contemplar el bullicioso puerto. Se acercó a los hermanos con una sonrisa optimista y dirigió su mirada a Jim. Sabía que, como le había prometido a Sarah, tendría que cuidar de ambos… pero apenas conocía al muchacho rebelde.

—Escucha, Jim… —empezó, con tono conciliador—. Este viaje será una magnífica ocasión para que podamos conocernos, como conozco a tu hermana. Ya sabes lo que dicen: "la confianza da… Da asco." Pero en este caso…

—Oye —lo interrumpió Jim—. Mejor vayamos a buscar el barco, ¿vale?

El pobre Delbert se quedó boquiabierto por la respuesta cortante.

Lizzie, que observaba la escena, se apresuró a suavizar el momento. Hizo señas rápidas al doctor y luego le dedicó una sonrisa:

«No te preocupes, Delbert. Seguro que os acabaréis conociendo. Ya verás».

Descendieron por la rampa junto a los demás pasajeros. A su alrededor, el bullicio era incesante. Mercaderes alienígenas voceaban sus mercancías, soldados de la Armada revisaban papeles y cargamentos, técnicos corrían de un muelle a otro y naves de todos los tamaños entraban y salían, rodeadas de drones de mantenimiento.

Jim miraba todo con ojos muy abiertos.

—Es enorme… —murmuró, girándose, para observar una fragata de guerra que estaba atracando en un muelle cercano.

Lizzie, en cambio, observaba con calma, intentando grabar cada detalle. La estructura curvada del puerto era aún más impresionante desde dentro: plataformas en distintos niveles, pasarelas colgantes, hangares abiertos como bocas gigantes y ventanas panorámicas que dejaban ver el Etherium en todo su esplendor.

Delbert, sin perder un segundo, revisó el pequeño dispositivo con la información recibida. Sus ojos brillaron al confirmar los datos.

—¡Vamos, muchachos! Nuestro destino está en el Muelle 17. Allí nos espera el R.L.S. Legacy.

Lizzie alzó las cejas y le hizo una pregunta por señas:

«¿Y… dónde está eso exactamente?» El puerto era inmenso, con centenares de muelles, pasarelas y hangares, extendiéndose en todas direcciones.

—Mejor preguntamos —propuso Jim.

Se acercó a un hombre bajo y robusto que sostenía una escalera, mientras un androide trabajaba en la parte superior.

—Eh, disculpen… ¿podrían decirme dónde está el muelle 17?

El androide, sin apartar la mirada de su tarea, contestó con voz metálica:

—Segundo muelle a la derecha.

El hombre, bajito y con un espeso vello en brazos y cejas, añadió mientras ajustaba la escalera:

—No tiene pérdida, muchacho.

—Gracias —respondió Jim con un leve gesto de cabeza.

Detrás de Jim caminaban Lizzie y Delbert. El doctor, sin dejar de observar a su alrededor, seguía dándole vueltas a la actitud esquiva del muchacho.

—Es por el traje, ¿verdad? —preguntó de pronto, con un suspiro—. No debí escuchar a la vendedora de dos cabezas… Una aseguraba que estaba ideal, la otra insistía en que era mi color. Y yo, claro, me quedé indeciso y… un poco aturullado.

Jim y Lizzie se detuvieron de golpe. Delbert, distraído con su propia explicación, no reparó en ello y se chocó con ambos.

—¡Ouch! ¿Pero por qué…? —Se interrumpió al levantar la vista.

Allí, frente a ellos, se alzaba una silueta imponente.

—Mirad eso, chicos… —dijo con orgullo—. Nuestro barco. El R.L.S. Legacy.

Ante sus ojos se desplegaba una majestuosa embarcación espacial: casco de madera pulida con detalles metálicos, velas solares recogidas como alas doradas, y un mascarón de proa que parecía listo para surcar el Etherium. No era solo un transporte, sería su hogar durante los próximos meses.

—Qué pasada… —murmuró Jim, con una chispa de entusiasmo en los ojos.

Lizzie asintió con entusiasmo, incapaz de apartar la mirada del Legacy.

«Menos mal… al menos parece que no nos han timado con el barco.» Añadió por señas, con una media sonrisa.

—¡Estibad esos toneles a proa! —retumbó una voz autoritaria desde la cubierta—. ¡Todos a la vez, vamos!

Absorbidos por la magnitud de la nave, los tres empezaron a subir la pasarela sin apartar la vista de cada detalle. Jim, completamente embobado, murmuraba para sí:

—Qué bonito es…

Tan abstraído estaba, que no vio al alienígena gasterópodo que se arrastraba lentamente por la pasarela. Sin querer, le pisó una de sus babosas extremidades.

El alienígena emitió un sonido húmedo y molesto, encarándose con el chico.

—Perdona, yo no… —intentó disculparse Jim, levantando las manos.

Por desgracia, ni él ni Lizzie entendían el gruñido en espiral de sonidos burbujeantes con el que el gasterópodo le respondía.

Delbert, al ver la escena, intervino rápidamente.

—Dejádmelo a mí… —dijo, y se inclinó hacia el alienígena para emitir una serie de pedorretas controladas y gorgoteos extraños.

El cambio de actitud fue inmediato: el gasterópodo pasó de la furia a una risa babosa, antes de seguir su camino.

—Estudié Flatula, dos años en el instituto —explicó orgulloso el doctor.

Jim lo miró con incredulidad y cierta admiración.

—¿Flatula? Qué tío…

Lizzie, divertida, hizo señas:

«Ojalá hubiera tomado clases de Flatula… »

Delbert avanzó por la cubierta, hasta que su vista se posó en una figura corpulenta y de gran estatura: un alienígena cragoriano, reconocible por su piel que recuerda a la piedra y hombros tan anchos como un barril.

—¡Buenos días, capitán! ¿Todo en orden? —lo saludó Delbert con entusiasmo.

El cragoriano, con una voz grave, respondió con calma:

—Todo en orden, señor… Pero yo no soy el capitán.

Delbert parpadeó, confundido. El cragoriano negó con un leve gesto de su robusta cabeza de piedra, y señaló hacia el mástil principal.

—La capitana está allí.

Delbert, Lizzie y Jim siguieron la dirección hacia donde señalaba. Para su sorpresa, vieron a una figura ágil y felina descendiendo por las cuerdas con una destreza impecable. Sus movimientos eran rápidos y precisos, adornados con piruetas. En un abrir y cerrar de ojos, aterrizó en cubierta delante de ellos.

Elisabeth esbozó una sonrisa. Así que el capitán Smollet era, en realidad, capitana. Echó un vistazo de reojo al doctor, que se había quedado momentáneamente sin palabras, impresionado por su porte. Jim, por su parte, también parecía sorprendido, aunque intentaba disimularlo.

La mujer felina, alta y esbelta, descendió a cubierta con un salto elegante. Su uniforme impecable realzaba su figura, y su corto cabello oscuro enmarcaba unos penetrantes ojos verdes que parecían evaluarlo todo a su alrededor.

—Señor Arrow —dijo con voz firme, dirigiéndose a su primer oficial—. He examinado de proa a popa este lamentable barco, y como siempre… está perfecto. ¿No se equivoca nunca?

—Me abruma usted, capitana —respondió Arrow, inclinando ligeramente la cabeza y llevándose el sombrero al pecho con cortesía.

La capitana giró sobre sus talones con natural elegancia… y se topó de frente con el doctor Doppler. Apenas pestañeó al verlo vestido con su extravagante traje espacial.

Una sonrisa burlona se dibujó en su rostro.

—¡Ajá! El doctor Delbert Doppler, supongo —dijo con teatralidad.

Desde dentro del casco, apenas se entendía la voz del doctor, amortiguada por el visor bajado.

—Mmmm… sí, ese soy yo…

La capitana entrecerró los ojos y, sin disimular la sorna, levantó una ceja.

—¿Hola? ¿Puede oírme? —dijo con exagerado volumen, mientras le daba un par de golpecitos al casco.

—Sí, sí, le oigo. No hace falta que me abolle el casco. —protestó él.

—Espere, doctor… si esto se coloca así —dijo mientras giraba un conector del traje y enchufaba un cable suelto—… Yesto se ajusta, ya está. ¿Ve? Mucho mejor.

El visor del casco se levantó de golpe, revelando el rostro algo acalorado del doctor.

—Si no le importa, prefiero encargarme yo mismo de mis enchufes. —gruñó, desenchufando el cable con torpeza.

Jim y Lizzie intercambiaron una mirada cómplice y apenas pudieron contener la risa.

«Parece que entre ellos hay chispa…» bromeó Lizzie con señas, mientras Jim asentía entre risitas.

—Capitana Amelia Smollet —se presentó con voz firme y segura, su postura impecable e ignorando por completo la evidente molestia del doctor por sus burlas anteriores—. He participado en varias disputas, contar con la Marina de Procyon… Aunque, sois de Montresor, vuestro planeta ya sabe de sobras lo que es hacerles frente. Y, mi primer oficial, el señor Arrow: fuerte, formal, honrado, valiente y sincero.

Arrow inclinó la cabeza con modestia.

—Por favor, mi capitana…

La felina sonrió con un destello de picardía.

—Vamos, Arrow sabe que no hablo en serio.

El primer oficial suspiró, como si estuviera acostumbrado, a ese tipo de comentarios, lo que provocó que Jim rodase los ojos, cansado de su actitud, pero a Lizzie le parecía bastante divertida.

—Disculpen —intervino el doctor con cierto fastidio—. Siento interrumpir sus juegos florales, pero quería presentarles a Jim y a Elisabeth Hawkins. De hecho, Jim… atención… es el muchacho que encontró el map…

Antes de que pudiera terminar la frase, la capitana, con un movimiento rápido, le cubrió el hocico con la mano.

—Doctor… calle —murmuró con voz baja, pero firme, sus ojos verdes lanzándole una clara advertencia.

Delbert parpadeó, sorprendido, mientras ella echaba un vistazo a su alrededor. No muy lejos, tres marineros con miradas de pocos amigos habían alzado la vista hacia ellos, observando con un interés que no le gustó nada a la capitana.

En cuanto los hombres notaron el silencio, retomaron su trabajo, aparentando indiferencia.

—Vamos a reunirnos en mi camarote —ordenó Amelia en voz baja, sin dejar lugar a discusión, mientras los guiaba hacia la entrada con paso decidido.

Una vez dentro del camarote, la capitana cerró la puerta con cerrojo. El ambiente se volvió más serio al instante.

—Doctor —comenzó Amelia—, lloriquear y parlotear sobre el mapa del tesoro delante de esta tripulación denota un nivel de ineptitud que raya la estupidez. Y se lo digo con todo mi cariño.

Delbert abrió la boca, indignado.

—¿Estupidez? ¿Ha dicho estupidez? En todo caso, yo…

—El mapa, por favor —lo interrumpió Amelia, sin siquiera molestarse en mirarlo, manteniendo su tono cortante.

El doctor lanzó una mirada de fastidio hacia los chicos. Jim se encogió de hombros, mientras Lizzie lo miraba con expresión clara de "te lo dije, deberías haber investigado mejor a la tripulación que contratabas".

Delbert, resignado, hizo señas a Jim para que entregara la esfera.

—Tenga —dijo Jim de manera escueta, lanzándosela sin apenas mirarla.

«¡Jim! Sé más amable, es la capitana» le advirtió Lizzie con señas, frunciendo el ceño ante la actitud de su hermano.

Amelia atrapó la esfera con agilidad, examinándola con interés.

—Fascinante… —murmuró, antes de guardarla en un cofre reforzado y encerrarla en la caja fuerte de su camarote. Cerró la llave con un giro preciso y la guardó en uno de sus bolsillos.

Entonces, volvió su atención a Jim.

—Señor Hawkins, cuando se dirija a mí, me llamará capitana… o señora. ¿Está claro?

Jim rodó los ojos, incómodo, con tanta formalidad.

—¿Señor Hawkins? —insistió Amelia, su mirada felina clavada en él.

Lizzie le dio un codazo poco disimulado para que respondiera.

—Sí… señora —dijo finalmente Jim, con resignación.

—Mejor —respondió Amelia, satisfecha. —Dama y caballeros, esto se quedará bajo llave mientras no se use.

Luego volvió la mirada hacia Elisabeth, evaluándola con sus penetrantes ojos verdes.

—¿Es sordomuda? —preguntó con franqueza.

Delbert se apresuró a responder.

—No, no es sorda de nacimiento. Puede escuchar con ayuda de sus audífonos y lee los labios perfectamente. Lo único es que se comunica, en la mayoría de los casos, con lenguaje de señas… o, en su defecto, lleva una libreta para escribir.

La capitana asintió, y volvió a posar su mirada sobre Lizzie. No esperaba encontrar otra mujer a bordo… y menos a una joven tan guapa. No confiaba en la tripulación, y aquello podía convertirse en un problema.

—Señorita Hawkins —dijo con voz firme—, usted no dormirá con los demás en las hamacas de la galería. Sería arriesgado y pondría su seguridad en peligro.

Elisabeth, sin perder la compostura, tomó su cuaderno y escribió con caligrafía clara:

No se moleste, capitana. Sé cuidarme bien, lo juro. No quiero ser un estorbo. Además, puedo trabajar en lo que usted necesite: tengo experiencia en limpieza, servir mesas y algo de cocina.

Amelia arqueó una ceja y sonrió apenas. Aunque la joven tenía una discapacidad, estaba claro que podía valerse por sí misma.

—No lo dudo, señorita. Pero el barco está repleto de hombres, el viaje será largo… y, siendo francos, es usted bastante mona. No quisiera que alguno intentara sobrepasarse. Buscaré una solución para ubicarla de manera segura.

Lizzie asintió, aceptando que discutir sería inútil.

—Por cierto —añadió la capitana con un matiz más relajado—, podrá usar mi baño cuando quiera.

—Qué morro… —soltó Jim por lo bajo, lo suficiente para ganarse una fulminante mirada de Amelia… y otra de Lizzie que decía claramente "cállate".

—Y, doctor… con todos mis respetos, tenga el pico cerrado. —advirtió la capitana.

Delbert se enderezó, indignado.

—Capitana, le aseguro que…

—Se lo volveré a decir de un modo muy esquemático —lo interrumpió Amelia, alzando una mano—. No me importa la tripulación que ha contratado. Son… ¿cómo los he descrito, Arrow? Antes del café me salió algo brillante.

Arrow, impasible, respondió como quien recita una rutina:

—Un ridículo puñado de mentecatos, señora.

—Exacto. Poesía pura. —Amelia sonrió con autosuficiencia.

—¿Qué está diciendo? —preguntó Delbert, ofendido.

—Doctor —continuó la capitana, inclinándose apenas hacia él—, me encantaría tomar el té, charlar un rato y todo eso… pero yo tengo un barco que botar y usted un trajecito que pulir. —dijo, pasando un dedo por el traje metálico y mirándolo con fingida apreciación.

Se enderezó de nuevo y, sin más rodeos, ordenó:

—Señor Arrow, acompañe a estos neófitos a la cocina. El señor y la señorita Hawkins ayudarán a nuestro cocinero, el señor Silver.

—¿Cómo dice? ¿El cocinero?—exclamó Jim, sorprendido.

Elisabeth también alzó la vista, sorprendida. El señor Silver… Recordó la entrevista por comunicador y aquella extraña incomodidad que le había provocado. No confiaba del todo en él, pero… tal vez ayudar en la cocina fuese la oportunidad perfecta para observarlo de cerca.

Sacó su libreta y escribió con una caligrafía firme:

Gracias por la confianza, capitana.

Amelia sonrió con aprobación. Esa chica le caía bien.

El señor Arrow guio a los tres por la cubierta, descendiendo hacia la cocina. Mientras tanto, el doctor y Jim no paraban de refunfuñar.

—Vaya mujer, ¡qué felina! —se quejaba Delbert—. ¿Para quién se creerá que está trabajando?

—Es mi mapa… se lo doy y me manda a fregar —protestó Jim, exasperado.

Elisabeth rodó los ojos, harta de lo infantiles que podían sonar los dos. Ella se mantenía callada, más concentrada en lo que estaba por venir. Sentía un nudo en el estómago: estaba a punto de ponerle cara a esa voz.

Fue la primera en bajar la escalera y se quedó inmóvil al pie, observando la tenue luz de la cocina. Podía oír —gracias a sus audífonos— el silbido de alguien al otro lado.

—No toleraré que hablen mal de nuestra capitana —reprendió Arrow a los otros dos mientras bajaban—. No hay mejor oficial ni en esta ni en ninguna otra galaxia.

Elisabeth apenas los escuchaba. Sus ojos estaban fijos en la silueta que se movía con calma dentro de la cocina: un hombre alto, de hombros anchos, corpulento, de espaldas a ellos mientras tarareaba una melodía.

—Señor Silver —anunció Arrow con su voz profunda.

—¡Caramba, señor Arrow! —respondió una voz grave y cordial—. ¿Usted aquí? ¿Cómo es que honra mi humilde cocina con huéspedes tan distinguidos? —Se giró un poco y, con una sonrisa ladeada, añadió—: Si lo sé, me habría puesto la camisa.

Con un gesto ágil, se colocó el delantal, metiéndolo por dentro de los pantalones con un toque de humor improvisado.

Entonces, se giró del todo. Jim y Elisabeth lo vieron con claridad por primera vez. Su pierna derecha cojeaba levemente: era metálica. Su brazo derecho terminaba en un robusto mecanismo en su hombro. Su oído derecho estaba sustituido por un amplificador, y su ojo derecho… un ojo cibernético dorado que, al enfocarlos, parecía analizarlos a cada uno.

—¡Un cíborg! —exclamó Jim sin poder contenerse.

Elisabeth no dijo nada, pero sus ojos se entrecerraron. Así que este era el señor Silver.

Notes:

¡Hola a todos!

Por fin ha llegado el momento en que conocen a Silver y nos adentramos a la aventura en busca del tesoro de Flint.

Ya veis que voy intercalando lo que aparece en la película con escenas nuevas para cohesionar y hacer más interesante la trama, así que espero que os gusten.

Y, si queréis, podéis dejar un review para decirme si os gusta la historia o por si queréis dejar una crítica constructiva. También podéis dejar un like o un follow. Os lo agradecería un montón.

Por cierto, originalmente vi la película en español de España, así que hay nombres que en esa versión se tradujeron como Morfo, en vez de Morph o limonzana, en vez de purp, etc. Los nombres de la tripulación de Silver los he dejado como en la versión original.

¡Gracias por seguir leyendo!

Chapter 6: Niñera a la fuerza

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Días antes del viaje…

Tras finalizar la conversación con el doctor, Silver se reunió con su tripulación en un rincón apartado del puerto, lejos de oídos curiosos.

—Capitán… ¿No estará hablando en serio? —gruñó Onus, con el ceño fruncido.

—Sí, ¿por qué no atacarlos ahora y robarles el mapa? —intervino Bird Brain Mary con los brazos cruzados y visiblemente molesta.

En cuestión de segundos, todos comenzaron a hablar al mismo tiempo, proponiendo planes cada vez más absurdos y violentos. Las voces se alzaron hasta convertirse en un estruendo insoportable. Silver, con el ceño cada vez más apretado, aguantó hasta que perdió la paciencia.

—¡Silencio! —rugió, golpeando su brazo mecánico contra una caja cercana, haciendo que todos se callaran de golpe. —Idiotas… sois una panda de inútiles.

La tripulación tragó saliva, algunos encogiendo los hombros como niños regañados.

—Si les robamos ahora o los matamos por el mapa —continuó Silver, con voz grave y controlada—, tanto la policía como la Armada estarán tras nosotros antes de que tengamos tiempo de abandonar la galaxia. ¿Acaso creéis que nos perdonarían si nos atrapan? —Sus ojos brillaron con un destello frío—. No, acabaríamos en la cárcel… o peor, en la horca.

Un silencio sepulcral se apoderó de todos. La mención de la horca siempre lograba el efecto deseado.

Silver sonrió con una calma.

—En cambio… si nos infiltramos y viajamos con ellos, será mucho más fácil. Los dejamos hacer el trabajo sucio, encontramos el tesoro… y entonces nos deshacemos de ellos. —Paseó la mirada por sus hombres, asegurándose de que cada palabra calara—. Por lo que sé, serán tres civiles más el capitán y el primer oficial. Simulamos un "accidente"… y luego desaparecemos con nuestro botín. Y, ¡seremos increíblemente ricos!

La tripulación asintió, algunos con sonrisas torcidas, otros frotándose las manos con ansias. Silver volvió a sonreír, complacido por verlos alineados con su plan.

—Así me gusta… —dijo con tono grave—. Paciencia, muchachos. El juego apenas comienza.

Paseó la mirada por todos y añadió, con un deje más serio:

—Pero recordad bien esto: ahora somos una tripulación respetable. Y como tal, vamos a actuar. Ni una palabra fuera de lugar, ni un gesto que levante sospechas. Si alguien mete la pata, no solo nos arriesgamos a perder el tesoro.

Un murmullo de aprobación recorrió al grupo, hasta que una voz áspera rompió el momento.

—¿Y si husmean? —dijo Scroop, con su siniestra voz siseante. El alienígena, mezcla de araña y escorpión, ladeó la cabeza con una sonrisa que dejaba entrever sus colmillos.

Silver lo miró con calma, pero su ojo cibernético brilló con una luz rojiza.

—Si husmean… —pausó, dejando que el silencio hiciera el resto—. Veremos qué hacer.

Scroop sonrió disfrutando la insinuación. Silver dio un paso al frente, clavando su mirada en todos.

—No pueden sospechar de nosotros. Y en todo caso… —Su brazo mecánico hizo un suave chasquido, cambiando su mano por el sable—, yo me encargaré de cualquier eslabón débil.

No tardaron en contactar con Silver para confirmarle la fecha de partida. En apenas un par de días, debía presentarse con su "tripulación" al alba en el Muelle 17, donde el R.L.S. Legacy los aguardaría y prepararlo para zarpar. Allí conocería en persona al capitán y al primer oficial, y empezarían de inmediato con los preparativos del viaje.

Silver estaba entusiasmado. Su corazón latía con una mezcla de ambición y deseo: por fin, después de tantos años, ponía rumbo hacia aquello que había perseguido gran parte de su vida —el legendario tesoro de Flint.

El día acordado llegó. Él y su grupo se presentaron puntualmente, impecablemente disfrazados, como una tripulación trabajadora y disciplinada. Allí, los recibió el primer oficial, el señor Arrow, un hombre imponente y corpulento, seguido de la figura elegante y autoritaria de la capitana del navío, la capitana Amelia Smollet.

Silver no pudo ocultar su sorpresa… ni su sonrisa.

Una mujer. Perfecto. Más fácil de embaucar —o al menos, eso creyó él en ese momento.

Silver se adelantó con paso seguro, el tintineo de su pierna metálica resonando sobre la madera de la cubierta mientras se quitaba su sombrero con un gesto teatral. Mostró una sonrisa cortés, la misma que usaba cuando quería ganarse la confianza.

—Capitana Amelia Smollet, un placer… —dijo con una reverencia exagerada—. Permítame decirle que es un honor estar bajo a sus órdenes. Una mujer de su temple al mando de esta magnífica nave… es una inspiración para todos los que surcamos el Etherium.

La capitana lo observó en silencio durante un segundo.

—Señor Silver —respondió finalmente, sin mover un solo músculo de su rostro—. Le agradecería que se guarde sus halagos y dedicara su tiempo a lo que se le ha contratado, que es cocinar. No a parlotear y a adular, ¿me equivoco?

El pirata se quedó un instante con la sonrisa congelada, pero se repuso enseguida con una carcajada suave y una inclinación de cabeza.

—Touché, capitana. Le aseguro que mis intenciones son tan puras como mi estofado de bonzabuey, por cierto, receta familiar. Delicioso, ya verá cuando lo pruebe, será de lo mejor que ha comido en su vida —añadió, volviendo a colocarse su sombrero con una leve inclinación.

—Ya veremos. —Amelia se giró sobre sus talones con elegancia y caminó hacia su camarote sin darle más importancia.

Arrow, que había presenciado toda la escena sin inmutarse, se acercó a Silver y le palmeó el hombro con una fuerza que hizo rechinar su brazo mecánico.

—Un consejo, señor Silver… No subestime a la capitana.

Silver entrecerró el ojo orgánico, mientras su ojo cibernético brillaba tenuemente.

—Oh, no lo haría jamás… —susurró para sí mismo mientras descendía al camarote del cocinero. Una de las pocas ventajas de ocupar ese puesto era precisamente esa: tener un espacio privado y amplio. Al entrar, esbozó una sonrisa al ver que incluso había lugar para una cama adicional. Perfecto. Privacidad, almacenamiento y, sobre todo, libertad de movimiento, pues era un hombre bastante corpulento.

La capitana resultó más lista de lo esperado. Pero aún quedan los civiles. Todos, incluso los más astutos, pueden ser engañados… solo era cuestión de tiempo.

Dejó sus cosas con tranquilidad y se dirigió a la cocina. A partir de ahora, él era el señor Silver, cocinero oficial del R.L.S. Legacy.

Ya en la cocina, se puso manos a la obra. No supo cuánto tiempo pasó, sumido en su tarea, concentrado en preparar su famoso estofado de bonzabuey. A pesar de todo, cocinar le gustaba de verdad. Era una de las pocas cosas que le conectaban con su infancia… con su pasado, ese rincón lejano de su memoria donde aún existía la calidez de un hogar.

Un hogar…

La nostalgia le apretó el pecho, pero no podía permitirse debilidades. No en su mundo, pues si veían que eras blando o débil, lo más seguro es que uno acabe destripado, literalmente.

De repente, escuchó voces desde la cubierta. Activó discretamente su ojo de cíborg, escaneando los nuevos movimientos a bordo. La tripulación parecía ya completa.

Y entonces… ese aroma.

Lo reconoció al instante. Ese olor sutil. El mismo que había olido en la taberna de Montresor.

—Así que ha venido… —murmuró entre dientes, sin dejar de remover la olla. ¿Buena noticia o mala? Quién sabe. Pero desde luego… será interesante.

Oyó pasos descendiendo por la escalera. Uno de ellos era de ella. Su instinto —y su nariz— no fallaban.

Disimuló rápido. Dejó que el vapor del estofado cubriera su expresión, y empezó a silbar una vieja melodía que había aprendido de niño, una de esas canciones que nadie recordaba, pero que él tarareaba cada vez que quería aparentar tranquilidad.

Fue entonces cuando la voz profunda del señor Arrow lo sacó de sus pensamientos.
Empezaba el espectáculo.

—Le presento al doctor Doppler, el patrocinador de esta expedición —anunció Arrow con formalidad.

Silver se giró con una sonrisa afable mientras seguía cortando algunos vegetales. Delbert dio un paso al frente, intentando parecer más digno de lo que su ridículo traje espacial permitía.

—Vaya, qué traje más… original, doctor —comentó Silver con una sonrisa ladeada, activando sutilmente el escáner de su ojo de cíborg para analizarlo, aunque en realidad solo lo hacía para burlarse un poco.

—Gracias, señor. Bonito ojo —replicó Delbert con ironía, sobresaltado al notar cómo el láser de escaneo descendía a su entrepierna. Rápidamente, agarró a los dos hermanos para ponerlos a modo de barrera —le presento a los jóvenes Jim y Elisabeth Hawkins.

—¡Jimbo! —exclamó el cíborg con entusiasmo, extendiendo su brazo como si fuera a estrecharle la mano.

Pero, en lugar de una mano, de su brazo mecánico emergieron de golpe varios utensilios de cocina afilados y nada tranquilizadores: como un punzón, una navaja…

Jim y Lizzie dieron un pequeño respingo. Silver, sin perder la sonrisa, retrajo las herramientas con un chasquido metálico y las reemplazó por una mano mecánica más "convencional".

—Ups… viejo reflejo de cocinero —bromeó con un guiño.

Jim lo miró de arriba abajo, receloso, y mantuvo las manos firmemente en sus bolsillos. No pensaba estrechársela.

Silver, lejos de ofenderse, sonrió aún más. Estaba acostumbrado a que la gente se apartara o le temiera. Y, en su caso, aquello jugaba a su favor. Después de todo, ser visto como un monstruo podía ser útil para un pirata.

Fue entonces cuando, entre la incomodidad general, una mano más pequeña y delicada se extendió hacia él.

Perplejo, Silver siguió la línea de aquella mano pequeña hasta descubrir a su dueña… y entonces la vio.

En la taberna había reparado en su belleza, pero ahora, tan cerca, pudo observar cada detalle: aquellos ojos azules penetrantes, la piel pálida y tersa, los labios carnosos y rosados, y el cabello castaño recogido en lo que parecía una trenza, oculto en parte bajo un sombrero militar.
También notó que era algo más alta que su hermano. Vestía una blusa blanca ceñida por un corpiño negro, pantalones ajustados del mismo color, botas altas y una gabardina que le daba un aire elegante y decidido.

Y, por encima de todo, ese aroma… inconfundible, envolvente, que le golpeó los sentidos y le hizo pensar que quizá esa muchacha sería un problema, sobre todo con sus hombres, siempre al acecho de "presa nueva".

Disimuló el impacto y el interés que le despertaba. Ella lo miraba con seriedad y un matiz de desafío. Silver tomó su mano y, en lugar de estrecharla, la llevó a sus labios en un gesto exageradamente cortés, acompañándolo con una reverencia.

—Encantado, señorita Liz… —murmuró con una sonrisa ladeada, guiñándole un ojo con descaro.

Elisabeth rodó los ojos. Luego, sin decir nada, hizo una seña que él no comprendió. La vio entonces sacar una libreta de su bolso y escribir con letra clara: "Encantada, pero prefiero que me llames Lizzie… o Elisabeth".

Entonces, Silver reparó en un detalle: en cada una de sus orejas brillaba un pequeño dispositivo. La chica era sorda. Sonrió con un aire astuto y dijo:

—Está bien, Liz. Y, Jimbo, no deberías temerle a este montón de chatarra.

Sin más, se dirigió a la encimera y, con una rapidez sorprendente, empezó a pelar unas gambas calioides usando una de las herramientas de su brazo cibernético. Lizzie lo observaba con una mezcla de curiosidad y cautela, además de irritación porque había hecho caso omiso a lo que había escrito. Y, Jim no quitaba los ojos de cada movimiento.

Después, cortó varias verduras en juliana y, en medio de la faena, hizo el viejo truco de fingir que se cortaba la mano, su mano de carne y hueso. Alzó una ceja, riendo ante su propia broma, pero los hermanos apenas reaccionaron con una sonrisa discreta. Público difícil, pensó Silver.

—Fue duro acostumbrarse a estos aparejos —comentó, mientras añadía tres huevos zolorianos a la sartén con las verduras y las gambas—, pero a veces resultan muy útiles.

Cambiando su mano por un pequeño soplete, calentó la mezcla antes de verterla en una gran olla que reposaba a fuego lento en el centro de la cocina. Murmuraba para sí, un poco de esto… le falta aquello, mientras espolvoreaba varias especias y probaba el guiso con gesto satisfecho.

—Mmmm… listo.

Con soltura, sirvió tres boles. A pesar de su corpulencia, se movía con una destreza, y el aroma que inundó la cocina resultaba irresistible.

—Listo. Aquí tienen, prueben mi famoso guiso de bonzabuey —anunció Silver, entregando los boles a Delbert, Lizzie y Jim.

Jim y Elisabeth intercambiaron una mirada. El aroma era tentador, pero el aspecto… digamos que no inspiraba demasiada confianza. Delbert, en cambio, lo olfateó con entusiasmo y lo probó.

—Mmmm… —murmuró, saboreando—. Deliciosamente ácido y con un toque robusto.

—Antigua receta de familia —replicó Silver, con una sonrisa orgullosa.

El doctor estaba a punto de dar otro bocado cuando, de pronto, algo emergió lentamente a la superficie del guiso… un ojo. Delbert lo miró con asco.

—Mire por dónde… ahí va un trozo de mi familia —bromeó Silver, soltando una carcajada grave. —¿No se lo habrá creído? —Antes de que nadie reaccionara, tomó el ojo entre sus dedos y, con total naturalidad, se lo tragó de un bocado.

Jim parpadeó varias veces, sin saber si sentirse asqueado o impresionado. Lizzie, en cambio, arqueó una ceja. "Definitivamente, es un idiota", pensó la chica.

—Me gusta bromear, muchachos —añadió Silver con una amplia sonrisa, rodeando a los hermanos con sus enormes brazos—. Vamos, comed, a ver si os gusta.

Lizzie, aunque algo recelosa, decidió probarlo para no hacer un feo. El sabor la sorprendió: estaba realmente bueno. Eso sí, antes de seguir comiendo, echó un vistazo al bol, asegurándose de que no hubiera más ojos flotando. Levantó el pulgar hacia Silver en señal de aprobación.
El cíborg sonrió, intrigado; comunicarse con ella iba a ser interesante.

Jim, en cambio, miró su bol con desconfianza. Justo cuando iba a probarlo, su cuchara cobró vida, se curvó, y se transformó en un pequeño alienígena rosa.

—¡Morfo, mi pequeño bribón tontorrón! —exclamó Silver con una carcajada—. Así que estabas ahí escondido.

Morfo, en forma de pajita, sorbió todo el contenido del bol en cuestión de segundos y se relamió satisfecho. Lizzie soltó una risa, divertida, y sin pensarlo le ofreció su propio bol. Morfo, encantado, se lanzó a devorarlo también.

La chica sonrió con ternura, y Silver, al verla, sintió que esa expresión le gustaba más de lo que debería. Esa era la sonrisa que, pensó, siempre debería iluminar su rostro.

El pequeño alienígena rosa les agradeció, restregándose cariñosamente contra las mejillas de ambos. Jim, divertido, sonrió y lo observó con curiosidad.

—¡Eh! ¿Qué es esto? —preguntó, tocándolo con cuidado.

Morfo repitió con su voz aguda.

—¿Qué es esto?

Y, de pronto, su cuerpo se descompuso en un enjambre de partículas hasta recomponerse en una diminuta versión de Jim, idéntica hasta en la expresión incrédula.

—Es un Morfo —explicó Silver, entretenido mientras Jim jugaba con su doble en miniatura—. Rescaté a este ladronzuelo de formas en Proteo Uno.

Morfo soltó una risita, volvió a su forma original y flotó hasta la mejilla de Silver, quien lo recibió con afecto, acariciándolo como a una mascota muy querida.

—Sí, se quedó prendado de mí —continuó el cíborg—. No nos hemos separado desde entonces, ni un solo día.

Lizzie le hizo una seña rápida a su hermano:

«Es tan mono.»

Silver, intrigado, arqueó una ceja y preguntó:

—¿Qué ha dicho?

—Cree que Morfo es una monada —respondió Jim.

En ese momento, unas voces resonaron desde la proa.

—¡Elisabeth Nebula Hawkins!

Lizzie se quedó helada. El color le abandonó el rostro en cuanto escuchó aquella voz.
Jim, que la conocía demasiado bien, frunció el ceño y giró la cabeza hacia la cubierta.

—¿Beatrice? —murmuró, incrédulo.

Ella asintió, todavía sin reaccionar, con la mirada fija en la entrada, como si esperara que de un momento a otro irrumpiera una tormenta. Silver los observaba de reojo, confundido. ¿Quién demonios era Beatrice?

La tensión en el gesto de la muchacha le encendió todas las alarmas. ¿Se trataba de una amenaza? Por instinto, ocultó su brazo mecánico tras la espalda y lo transformó en un sable, listo para blandirlo si hacía falta.

El señor Arrow, ajeno a la incomodidad que se respiraba, subió a cubierta para recibir a los visitantes. Poco después, descendió por la escalera acompañada de una joven alta, que cargaba con varias bolsas y paquetes distribuidos entre sus seis brazos, y de un chico cuya semejanza con el doctor Doppler era inconfundible.

—¡Lizzie! ¿Piensas marcharte sin despedirte de mí? —exclamó Trixie con su característico tono teatral, como si aquello fuera la mayor traición del universo.

—Al menos podrías habernos dejado una nota —añadió Arthur, con su habitual serenidad, aunque su mirada dejaba claro que también estaba dolido.

Lizzie suspiró y, con señas, les dijo:

«Lo siento, chicos… Sabéis que no me gustan las despedidas.»

—Te perdono solo porque eres mi mejor amiga… y porque vengo cargada de regalos para tu viaje —replicó Trixie, levantando varias bolsas como si fueran trofeos.

Lizzie abrió mucho los ojos y firmó, sorprendida.

«¿Qué? ¡Es broma, ¿no?! Si ya he traído más que suficiente ropa…»

Jim, que observaba la escena entre divertido y desconcertado, intervino:

—¿Cómo habéis llegado tan rápido? ¿Y cómo demonios os habéis enterado de que nos íbamos hoy?

Arthur y Beatrice se intercambiaron una mirada cómplice. El chico se ajustó las gafas antes de responder:

—Me enteré por mi padre de que hoy zarparíais. Ayer, mi tío —miró fugazmente a Delbert— habló con él y se lo comentó. Esta mañana, mientras yo leía el periódico en la cocina, mi padre me lo soltó como si nada.

Hizo una pequeña pausa y añadió con cierto pesar:

—Y hemos llegado tan rápido porque, en cuanto se lo conté a Trixie, ella… bueno… contrató un transporte privado y sobornó al piloto para que sobrepasara un poquito —levantó los dedos haciendo comillas— el límite de velocidad.

Jim y Elisabeth comenzaron a curiosear el contenido de las bolsas, pero no tardaron en quedarse petrificados… y colorados como tomates estelares.

«¿Qué demonios, Beatrice? ¿Has comprado lencería? ¿Y eso es…?»

—Condones —respondió Trixie con total naturalidad—. Por sí surge la ocasión. Nunca se sabe.

Jim soltó una carcajada que resonó por toda la cocina, mientras Elisabeth abría la boca, sin poder articular palabra, y se llevaba las manos a la cara.

La vergüenza fue tal que sintió que las piernas le flaqueaban. Por suerte, Silver reaccionó a tiempo y la sujetó antes de que se golpeara contra la encimera.

—Tranquila, Liz, respira… —susurró con una media sonrisa divertida. Los dos se miraron, la chica lo fulminó con la mirada y se apartó.

Morfo, curioso, se transformó en una caja de condones en miniatura y empezó a dar saltitos por la encimera, lo que provocó que Jim se doblara de la risa y hasta Arrow carraspeara para disimular la suya.

—¿Pero qué…? —murmuró el doctor Doppler, entrando en ese momento y viendo la escena—. No, no, no quiero saberlo.

Trixie, ajena al escándalo que había provocado, le guiñó un ojo a Lizzie.

—Créeme, me lo agradecerás después.

Elisabeth, todavía roja como un rubí, le dio un manotazo amistoso a su amiga con una libreta, mientras Silver observaba divertido… y ligeramente intrigado por el tipo de amistades que tenía la muchacha.

Trixie, con su eterna sonrisa pícara, rebuscó entre las bolsas.

—Y ahora… esto sí que te va a encantar. —Sacó un grueso libro con un cierre de cuero, trabajado y suave al tacto, y lo colocó con cuidado en las manos de Lizzie—. Es un libro especial. Mira… aquí tienes todas las tarjetas con las novelas, y por esta ranura las puedes ir insertando. Así no tendrás que cargar con tantos libros físicos. Te he puesto sobre todo de romance… tus favoritas. Pero también un par de terror, porque Halloween está a la vuelta de la esquina y sé que es tu festividad preferida. Así, por las noches, podrás leer lo que quieras según el humor que tengas.

Lizzie lo abrió y pasó las páginas con cuidado, encontrando pequeñas tarjetas ilustradas, cada una con el título, el autor y una breve nota escrita a mano por Trixie. La chica sonrió: su amiga la conocía demasiado bien.

—Sé que vivirías en una biblioteca si pudieras… —continuó Trixie—. Y no por nada has pasado tantas horas encerrada en la municipal de Benbow. La señora Honey, seguro que te va a echar de menos.

—Ah, y también… —añadió sacando un segundo paquete—. Un álbum de fotos. Con imágenes nuestras, de las ferias, de las noches en la taberna, de los cumpleaños… para que no se te olvide esta cara tan guapa.

Lizzie sonrió, conmovida, mientras pasaba las páginas del álbum y veía a Trixie y Arthur en poses ridículas, caras imposibles y momentos que parecían capturar toda una vida de recuerdos. Silver, desde la encimera, observaba en silencio; y pudo notar cómo a la chica se le humedecían los ojos, conteniéndose para que no se le escapara una lágrima.

«¿Por qué os habéis molestado tanto»

PreguntóLizzie con señas, genuinamente sorprendida.

—Pues porque no te voy a ver en un tiempo. Así que considéralo tu regalo de cumpleaños… y quizás también de Navidad.

—Trixie, que no se te olviden las galletas… —recordó Arthur.

—¡Uy, sí! —exclamó ella, rebuscando otra vez—. Toma, un par de bolsas con tus favoritas. Sé que casi cada día te compras de estas, así que mejor que tengas de sobra.

Jim rio.

—Se ha comprado cuatro bolsas antes de venir.

—No esperaba menos de Lizzie, pero sé que esas bolsas no serán suficientes —replicó Trixie, guiñándole un ojo.

Después, su tono cambió, más suave y cargado de afecto.

—Te voy a echar muchísimo de menos… ¿Con quién voy a comentar los cotilleos del pueblo? ¿Quién me va a hacer de modelo cuando diseño vestidos? ¿Quién me va a decir que deje de meterme en líos? ¿Quién va a ser mi heroína?

Lizzie dejó a un lado el libro y el álbum para responder con señas:

«Y yo a ti, Trixie.»

Trixie no lo dudó: la atrapó en un abrazo de seis brazos que casi le sacó el aire. Lizzie tuvo que darle unas palmaditas para que la soltara. Entonces Arthur, más contenido, pero igual de afectuoso, se unió al abrazo.

—Cuidaos mucho, ¿de acuerdo? —dijo él, mirando tanto a Lizzie como a Jim—. Tú también, tío Delbert… por cierto, bonito traje.

—¡Gracias, Arthur! Alguien que aprecia de verdad mi compra —respondió el doctor con aire triunfal, mientras Jim rodaba los ojos, resignado.

En ese momento, un fuerte silbato resonó por toda la nave.

—Estamos a punto de zarpar. Me temo, chicos, que debéis bajar del barco —anunció el señor Arrow con voz firme.

—Sí, por supuesto. Vámonos, Trixie —asintió Arthur.

«Os acompaño», dijo Lizzie con señas, dejando las bolsas, el libro y el álbum sobre una de las mesas. Subió a cubierta junto a sus dos amigos, mientras Trixie, todavía agitada por la emoción, le repetía que le escribiera desde cada puerto para contarle todas sus aventuras.

—Por cierto, doctor, ¿quiere ver el lanzamiento? —preguntó Arrow, amable.

—¿Para qué? Ni que fuera a observar núcleos galácticos superluminales… —respondió Delbert, encogiéndose de hombros. Al ver la expresión del primer oficial, se apresuró a rectificar—. Es decir… claro, le acompaño.

Jim estaba a punto de seguirlos cuando Arrow le cortó el paso.

—El señor Hawkins se quedará aquí, a su cargo, señor Silver. La señorita Hawkins también, en cuanto termine de despedirse en cubierta.

Silver, que justo estaba probando su guiso, se atragantó y escupió la cuchara.

—Discúlpeme, señor, pero no necesito a nadie… y la chica… bueno, es sorda, no podría…

—Son órdenes de la capitana. Mantenga ocupados a los grumetes. Además, no tendrá problemas con la señorita Hawkins —replicó Arrow con un tono que no dejaba lugar a discusión.

—Pero el chico… —Intentó protestar Silver.

—Es que él… —comenzó Jim al mismo tiempo.

Pero el primer oficial ya se había marchado a cubierta con el doctor, dejándolos a ambos mirándose con resignación.

—Bueno… —suspiró Silver—. La capitana dice que estáis a mi cargo, así que…

—Yo paso —bufó Jim—. Pero te advierto: Elisabeth no es sorda de nacimiento, lo suyo fue un accidente. Así que no la trates como si fuera menos.

—¿Menos? —arqueó una ceja, el cíborg, con media sonrisa—. Chico, ¿acaso no me ves? Yo tampoco nací con todos estos cachivaches. —Se arremangó la manga del brazo de carne y hueso y volvió a sus quehaceres—. En fin… un humilde cíborg no es quién para discutir con una capitana.

—Ya… —murmuró Jim, dejando que su mirada se desviara hacia un barril lleno de fruta de color púrpura—. Oye, estas limonzanas me recuerdan a las de mi casa en Montresor. —Agarró una y, sin pedir permiso, se sentó sobre la encimera—. ¿Has estado allí?

—Si dijera que sí, mentiría, Jimbo.

—Por cierto… antes de irme conocí a un viejo que estaba buscando a un cíborg que era amiguete suyo —dijo Jim, dándole un bocado a la fruta.

Silver, mientras tanto, cortaba otra con su brazo mecánico transformado en una sierra circular.

—Qué curioso… —musitó.

—Sí… ¿Cómo se llamaba esa vieja salamandra? Ah, sí: Bones. Billy Bones.

Silver no perdió el ritmo. Llenó una olla con agua como si nada.

—¿Bones? ¿Bones…? Mmmm… no me suena. Debe de ser otro cíborg. Hay infinidad por este puerto. —Colocó la olla junto a Jim.

En ese momento, otro silbato resonó en todo el barco y la atronadora voz del señor Arrow ordenó:

—¡Prepárense para el lanzamiento!

—Anda, chico, ve a verlo. Te va a gustar… —le dijo Silver con un gesto hacia la escalera—. Después os espera un buen montón de trabajo a ti y a tu hermana.

Jim se encogió de hombros y subió a cubierta.

En cuanto se aseguró de que el muchacho no estaba a la vista, Silver se inclinó hacia Morfo.

—No les quitaremos la vista de encima ni un segundo… sobre todo a la chica. —El pequeño alienígena rosa masticaba feliz la galleta que le había dado el Ursid—. Que no se enteren de los asuntillos que nos importan, ¿eh, Morfo?

Silver tenía sus sospechas: por lo que había observado, esa chica seguramente fue quien preparó las preguntas incómodas para el doctor en la entrevista. Ni ella ni su hermano confiaban en él. Chicos astutos… pero nada que no pudiera arreglar. Conseguiría su confianza. Y luego, los engañaría.

Iba a retomar la cocina cuando su mirada se posó en la mesa donde estaban las bolsas que había traído Trixie. El álbum de fotos estaba abierto en una página que mostraba a la chica con sus amigos, sonriendo radiante en lo que parecía una graduación. Tenía una sonrisa… bonita. Demasiado bonita para alguien que estaba a punto de ser un simple instrumento en su plan.

Alargó la mano, tentado de pasar otra página, pero se detuvo. No. No podía permitirse ese lujo. Cerró el álbum con un golpecito seco y volvió a los fogones.

Arriba, en cubierta, el ritmo era ya frenético.

Tras despedirse de Trixie y Arthur con lágrimas incluidas, Lizzie los vio bajar del barco y colocarse a una distancia prudencial para presenciar cómo su amiga partía rumbo al Etherium. Desde lo alto, Elisabeth los miraba con el corazón encogido: esta sería la primera vez que se alejaba realmente de su hogar.

Echó un vistazo a su alrededor: el doctor estaba junto a la capitana, y el señor Arrow, firme junto al timón, supervisaba cada orden del lanzamiento. La tripulación se movía al unísono, como engranajes perfectamente engrasados, respondiendo a cada comando del primer oficial.

—¡Todo despejado, mi capitana! —gritó un pequeño optoc desde lo alto del palo de vigía. El diminuto ser, con varios ojos parpadeantes, le guiñó uno a Lizzie antes de volver a su trabajo.

La capitana Amelia, con su sombrero a juego con el uniforme, se volvió hacia Arrow.

—Bien, amigo mío… ¿listo para elevar este cascarón?

—Será un placer, mi capitana. —Arrow cuadró los hombros—. ¡Atención, todo el mundo a sus puestos! ¡Con energía!

Al grito, la tripulación se lanzó a las velas solares. Jim, que ya estaba en cubierta, no podía quitar los ojos de lo que ocurría. Buscó a su hermana y, en cuanto la vio, se acercó y vio a Trixie y Arthur en el muelle. Ambos agitaban la mano, visiblemente emocionados.

«¿Nervioso?», le preguntó Lizzie con señas.

—¿La verdad? No. Me muero de ganas de salir de aquí.

—¡Desplieguen las velas solares! —ordenó Arrow.

Los hermanos observaron, fascinados, cómo el barco se alzaba poco a poco. Tan ensimismados estaban que ni se dieron cuenta de que un tripulante chocó con ellos. Lanzó a Jim una mirada de fastidio… pero al ver a Lizzie, la evaluó de arriba abajo con una sonrisa. Jim rodó los ojos. Este viaje va a ser largo, pensó. Su hermana siempre provocaba ese tipo de reacciones.

—¡A popa, a las brazas! —continuó Arrow.

El barco ascendía más y más, dejando el puerto como una maqueta lejana. Lizzie alzó la mano para despedirse una última vez de sus amigos antes de que se perdieran de vista.

—Mira arriba —le dijo Jim, tirando de ella hasta un punto del mástil desde donde podían ver cómo se desplegaban por completo las velas solares.

Ambos sonrieron al notar que, al estar tan alto, la gravedad era casi inexistente. Comenzaron a flotar, y Jim, por instinto, aferró más fuerte la mano de su hermana.

—¡Señor Snuff, active la gravedad artificial! —ordenó Amelia.

El gasterópodo hizo un saludo torpe y murmuró algo ininteligible —probablemente un "a sus órdenes"— antes de accionar una máquina en el centro de la cubierta. Una onda recorrió toda la nave, devolviendo el peso a sus cuerpos. El doctor, que no estaba para nada acostumbrado, perdió el equilibrio y cayó de bruces.

—Sur suroeste, rumbo 2-1-0-0 —ordenó Amelia al timonel.

—Sí, capitana. Rumbo 2-1-0-0 —respondió el zirreliano, manejando el timón con sus tentáculos.

—Señor Arrow, a toda velocidad.

—¡Arriba con el barco! —gritó Arrow a través de la tubería de comunicación con la sala de máquinas.

—Agárrese bien, doctor —dijo Amelia, con una sonrisa de suficiencia.

Delbert imitó su gesto con una mueca, justo antes de salir despedido contra la pared cuando el barco aceleró como una flecha, dejando atrás el puerto espacial.

Jim y Lizzie corrieron a los obenques para contemplar la inmensidad del Etherium. Mantarrayas espaciales planeaban a su alrededor, pero lo que realmente les dejó sin aliento fue la visión de un grupo de orcas galácticas flotando cerca del barco. Verlas tan de cerca era algo poco común.

—Guau… ¿has visto eso, Lizzie? —dijo Jim.

Ella tenía los ojos brillantes; estaba empezando el mismo viaje que, muchos años atrás, había hecho su abuelo. A lo lejos, Montresor y su puerto se reducían a un punto, y una mezcla de tristeza y nostalgia se apoderó de ella… hasta que miró a su hermano, subido al obenque, radiante como si estuviera surcando el cielo con su tabla solar.

Tan absorta estaba que no se dio cuenta de que una orca flotaba junto a ella. Instintivamente, extendió la mano para tocarla.

El doctor, mientras tanto, observaba maravillado.

—No puedo creerlo… una orca galáctica. —De su traje salió un mecanismo con cámara integrada—. ¡Di "patata"!

—Doctor, apártese —le advirtió Amelia.

Pero no fue lo bastante rápida: una de las orcas lo roció con una espesa mucosidad. La capitana dejó escapar una carcajada. Por muy insufrible que fuera, aquel doctor tenía momentos en los que resultaba adorablemente ridículo.

Silver subió a cubierta, dejando que su ojo de cíborg recorriera el lugar hasta encontrar lo que buscaba: una cierta muchacha de cabello castaño. Allí estaba, junto a su hermano, disfrutando de las vistas del espacio. Cálmate, viejo lobo de mar… se dijo, apartando la mirada a la fuerza.

La dirigió entonces hacia la capitana. Era momento de poner a prueba su encanto.

—Ah, hoy es un gran día para navegar, mi capitana —dijo, luciendo su abrigo y sombrero—. Y usted… usted está tan hermosa como un balandro recién pintado, con velas nuevas listas para el viento.

Se quitó el sombrero e hizo una reverencia impecable, esperando alguna señal de interés. Pero Amelia, imperturbable, le contestó sin apenas mirarlo:

—Reserve sus piropos para las pelandruscas del puerto espacial, Silver.

La sonrisa del cíborg se congeló por un instante. Esta mujer es más dura que un casco de acero, pensó con un deje de frustración.

Morfo, que flotaba a su lado, no perdió la oportunidad: se transformó en una diminuta capitana y empezó a repetir con voz chillona:

—¡Pelandruscas, pelandruscas!

Silver lo fulminó con la mirada, lo agarró con disimulo y lo metió dentro del sombrero antes de ponérselo de nuevo.

—Está hiriendo mis sentimientos, mi capitana —replicó, llevándose una mano al pecho en un gesto exagerado—. Hablo desde el corazón, nada más…

Amelia rodó los ojos, aburrida de sus comentarios, y se volvió para seguir supervisando la maniobra.

A pocos metros, Lizzie, que había presenciado la escena de reojo, no pudo evitar una sonrisa divertida. La capitana acababa de poner a Silver en su sitio.

Entonces, la atención de la capitana se centró en los hermanos Hawkins.

—Oiga, Silver, ¿esos dos jovenzuelos que veo holgazaneando en los obenques no son sus grumetes? —preguntó con tono cortante.

El cíborg, al ver a Jim y Lizzie sonreír mientras señalaban las orcas galácticas que acababan de pasar, no encontró excusa convincente para esquivar la reprimenda.

—Eh… esto… mi capitana, un descuido que voy a rectificar ahora mismo. ¡Jimbo! ¡Liz!

Jim, encaramado en las cuerdas, giró la cabeza al escuchar su nombre. Lizzie también lo hizo, al ver que su hermano reaccionaba.

Silver se acercó a ellos con una media sonrisa.

—Tengo aquí a dos amigos que quieren conocerte —dijo, mirando directamente a Jim.

El muchacho, intrigado, bajó un poco la vista para ver de quién hablaba… hasta que el cíborg le lanzó una fregona y un cubo.

—Anda, saluda a la señora Fregona y al señor Cubo. ¡Jajajaja!

Jim atrapó ambos objetos con agilidad y respondió con fingida emoción:

—Yupi.

—Y tú, señorita, acompáñame. Vamos a la cocina —ordenó Silver a Lizzie.

Jim la miró con preocupación, dispuesto a protestar, pero ella fue más rápida y le hizo señas: «Estaré bien, tranquilo». Entonces siguió al cíborg escalera abajo.

Mientras descendían, Lizzie no pudo evitar ponerse tensa. Iba a quedarse a solas con un hombre al que apenas conocían y en quien ya desconfiaban. No había reparado antes en lo alto que era; apenas le llegaría al pecho. Y su corpulencia… bueno, si quisiera, podría reducirla a polvo en un instante.

Al llegar a la cocina, Silver se quitó el abrigo y el sombrero, dejándolos en un perchero junto a las mesas. Luego se giró y la observó detenidamente.

—Tú me ayudarás aquí abajo. Además de limpiar, prepararás ingredientes y me asistirás mientras cocino.

Lizzie asintió. Abrió su bolso, sacó su libreta y escribió: "¿Por dónde quieres que empiece?"

Silver sonrió de lado. Esto iba a ser interesante; la muchacha parecía dispuesta a trabajar, pero no se lo pondría fácil.

—Ponte un delantal, lávate las manos y pela esos tubérculos androtianos —le indicó.

Ella dejó sus cosas sobre la mesa, junto a las bolsas que Trixie le había traído, y notó de inmediato que alguien había curioseado su álbum. Sabía perfectamente quién había sido, pero decidió no decir nada. Se ajustó el delantal y se puso manos a la obra.

Silver la observó mientras trabajaba y no pudo evitar sorprenderse por la soltura con la que manejaba el cuchillo. Él, sin más demora, también se colocó el delantal y empezó a preparar la cocina.

De vez en cuando, Silver levantaba la vista para observarla. Sin la gabardina y el sombrero militar, podía apreciar mejor su figura. En la taberna ya había notado que no estaba nada mal, pero tenerla tan cerca le permitía fijarse en detalles: las piernas largas y bien torneadas, la postura erguida, el porte elegante. No era de caderas anchas, pero estaba perfectamente proporcionada.

Tuvo que interrumpir su análisis cuando oyó pasos en la escalera. Descendía la capitana Amelia.

—Veo que ya tiene a sus grumetes bajo control, Silver —comentó, lanzando una mirada fugaz a Lizzie. La joven le devolvió el gesto con una leve inclinación de cabeza, y Amelia sonrió—. He venido a hablar con usted. Hay algo que quiero proponerle.

Silver se secó las manos en el delantal y se acercó a ella.

—Dígame, capitana. Soy todo oídos.

—Verá… no tenemos suficientes camarotes. Quiero que la señorita Hawkins no duerma en la galería junto con el resto de la tripulación. No confío en que sus hombres —hizo una breve pausa, eligiendo bien las palabras— se comporten como deberían.

—¿Y qué sugiere, capitana? —preguntó Silver, aunque algo en su tono indicaba que ya intuía la respuesta.

—Además de tenerla bajo su mando, quiero que la vigile y la proteja. Su camarote es lo bastante grande como para dividirlo en dos, así que lo compartirá con usted. Encontraremos la manera de que cada uno tenga su propio espacio.

Silver arqueó una ceja.

—Espere, espere… Primero me encasqueta a los dos hermanos como grumetes, y ahora tengo que hacer de niñera de la chica… ¿Y encima compartir camarote?

Mientras tanto, Lizzie había dejado de pelar los tubérculos y, aunque fingía seguir trabajando, no perdió detalle de la conversación. No era tonta; sabía leer los labios y estaba segura de que hablaban de ella. Tomó su libreta y escribió con rapidez antes de acercarse a ambos.

"Capitana, con todos mis respetos, no necesito ningún trato de favoritismo. Puedo defenderme sola. En cuanto al camarote, de verdad, no se preocupe. Si no quiere que duerma en la galería, puedo dormir en la bodega… o incluso en el calabozo."

—Señorita Hawkins —respondió Amelia con tono firme—, aprecio su disposición, pero no voy a permitir que duerma en esos lugares. Y no dudo de su capacidad para defenderse, pero en un viaje largo siempre es mejor ser precavidos.

Silver observó a Lizzie. Por mucho que renegara de la idea, tampoco le gustaba imaginarla durmiendo sola en una bodega o un calabozo.

—Liz, podemos compartir camarote. Lo arreglaremos para separarlo en dos —le aseguró con un encogimiento de hombros.

Ella se apresuró a escribir de nuevo.

"Gracias, señor Silver."

Amelia dio las últimas indicaciones.

—Silver, ayude a la señorita Hawkins a acomodarse y prepare el camarote para ambos —ordenó antes de retirarse.

En cuanto la capitana salió, Lizzie tomó su libreta y escribió:

"No hace falta que me hagas de niñera, ya soy mayorcita."

Silver soltó una breve carcajada.

—Mira, Liz… Haré lo que me ha pedido la capitana, te guste o no. A mí tampoco me agrada la idea, pero no puedo desobedecer sus órdenes. Y aunque quieras hacerte la fuerte, los hombres que hay ahí fuera… —señaló con un gesto hacia cubierta—. Son muchos, y créeme, a algunos les da igual con quién.

Hizo una breve pausa antes de añadir con crudeza:

—Y tú, jovencita, eres carne fresca. Y peor aún… dudo que se molesten en usar protección.

Lizzie le sostuvo la mirada, fría y dura, antes de darse la vuelta sin responder. Tomó sus cosas, se colgó el bolso y esperó en silencio a que el cíborg la guiara al camarote.

Silver apretó la mandíbula mientras la observaba. Sabía que sus palabras habían sido bruscas y que ganarse la confianza de la chica no iba a ser tarea fácil, pero tampoco pensaba dejar que esos patanes le pusieran una mano encima; no solo por un mínimo de decencia, sino porque ponerla en peligro significaba arriesgar toda la búsqueda del tesoro.

—Vamos —dijo al fin, tomando su abrigo del perchero y su sombrero, y se los puso como era costumbre en él.

Caminó por el estrecho pasillo de la cubierta inferior, abriéndose paso entre cajas y barriles que se mecían con el balanceo de la nave, hasta llegar a una puerta reforzada con herrajes. La abrió de par en par y la invitó a pasar con un gesto.

—Aquí es —anunció—. Tendremos que adaptarlo para que ambos tengamos nuestro rincón.

Elisabeth echó un vistazo. El camarote era más amplio de lo que esperaba. Una de las camas ya estaba ocupada y, en el extremo opuesto, había un somier vacío sin colchón. El escritorio y el gran baúl junto a la cama de Silver dejaban claro quién había llegado primero. Ella lo miró en silencio, esperando instrucciones.

—Espérame aquí, voy a ver si en la bodega hay un colchón y algo para separar los espacios.

Lizzie escribió rápidamente en su libreta antes de que él se marchara:

"Te acompaño. No pienso quedarme mirando mientras trabajas."

Silver soltó una media sonrisa.

—Terca…

Ella lo fulminó con la mirada. Ese hombre era cada vez más insufrible.

En la bodega encontraron un colchón en aceptable estado, un pequeño arcón y una lona con ganchos que serviría como separador improvisado. Solo les faltaba buscar cómo fijarla. Entre los dos cargaron con las cosas y regresaron al camarote.

Silver dejó el colchón sobre el somier y, entre ambos, lo arrimaron a la pared junto a la portilla. Luego, con unos hierros y un poco de maña, el cíborg improvisó unas sujeciones para colgar la lona y así dividir la habitación en dos mitades. Lizzie se quedó con el arcón para guardar sus pertenencias.

—Listo —dijo Silver, apartándose—. Tu lado es ese, junto a la portilla. El mío, junto a la puerta. Si quieres privacidad, cierras la lona.

Lizzie inspeccionó su lado. Sobre la cama encontró el libro de cuero con las tarjetas, el álbum de fotos y las bolsas que Trixie le había traído. Guardó todo, junto con su bolso, dentro del arcón. Al ver el álbum, no pudo evitar que una leve sonrisa se dibujara en su rostro; pasó los dedos sobre la tapa y, por un instante, olvidó dónde estaba.

Desde el otro lado, Silver la observó en silencio. Esa expresión la hacía parecer tan distinta… tan vulnerable… pero enseguida apartó esos pensamientos.

—Bueno, Liz, ya está todo —dijo al fin—. Vamos a la cocina, aún queda trabajo por hacer.

Volvieron a la cocina. Lizzie apenas había prestado atención al barril que había en un rincón, pero esta vez el aroma ácido de su contenido le llamó la atención.

—Tu hermano me dijo antes que las limonzanas son típicas de Montresor —comentó el cíborg mientras se acercaba—. ¿Ese es vuestro planeta natal?

Elisabeth asintió con un leve gesto. Silver tomó un par de frutas del barril y las hizo girar en su mano. No era muy dado a las treguas, pero algo le decía que con esta chica debía ir con cautela. Quizá un gesto amable serviría para rebajar la tensión entre ellos.

—Toma —iba a ofrecerle una, pero en ese instante un estruendo de voces y pasos resonó desde la cubierta.

Se detuvieron en seco. Los gritos se volvieron más claros y agudos, mezclados con órdenes y un tono de amenaza. Lizzie, con el corazón acelerado, dejó el delantal sobre la mesa y corrió hacia las escaleras.

Subió los peldaños de dos en dos y, al alcanzar la luz del exterior, la escena la dejó helada: un alienígena con cuerpo de araña y pinzas de escorpión sostenía a Jim por el cuello.

Notes:

¡Hola de nuevo!

Aquí va otro capítulo de la historia. Ya veis que sigo el patrón del inicio de la historia, a partir de aquí habrá cosas que cambiarán, pero seguiré bastante fiel a la historia original. Ya veréis.

Espero que os gusten las interacciones de Elisabeth y Silver. Parece ser que no se han caído demasiado bien…

Y volveré con un nuevo capítulo a finales de semana más o menos.

Si os gusta la historia, no olvidéis dejarme algún review para comentarla, o podéis darle a seguir o me gusta. ¡Lo que queráis!

Gracias por leer mi historia.

Chapter 7: Los conflictivos hermanos Hawkins

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

No sabía cuánto tiempo llevaba fregando la cubierta. A Jim se le hacía eterno. Cada pasada de la fregona contra la madera era un recordatorio de lo mucho que odiaba ese tipo de tareas, sobre todo porque, en su cabeza, este viaje debía ser otra cosa. Él se lo había imaginado lleno de aventuras… no de cubos de agua sucia y dolores de espalda.

Había sido él quien había abierto el mapa, él quien había llevado al viejo Billy Bones hasta la posada, él quien había recibido de sus manos la esfera. Y, ¿para qué? Para que, en cuanto subieran al barco, le arrebataran el mapa y lo relegaran al papel de grumete.

Como guinda, estaba bajo el "cuidado" de un cíborg sospechoso, y que estaba a solas con su hermana en la cocina. Jim apretó los dientes y volvió a empujar la fregona con más fuerza, como si pudiera descargar en las tablas del barco toda la frustración que le hervía por dentro.

Sabía que su hermana podía cuidarse sola, pero no podía evitar que una sombra de inquietud le rondara. Ese hombre era un misterio, y aunque le había prometido que no trataría a Lizzie de forma distinta por su "discapacidad", Jim no terminaba de fiarse. Suspiró, apartando con el pie un cubo medio vacío, y murmuró para sí.

—Bonito viaje me espera…

En ese momento, un enorme alienígena de la tripulación —un desandron de piel grisácea, varios brazos y músculos— pasó junto a Jim y, sin miramientos, lo apartó de un empujón que casi lo derriba. El chico tuvo que aferrarse a la barandilla para no perder el equilibrio.

—Cuidado, idiota —gruñó el alienígena.

Jim frunció el ceño por la actitud del desandron y, mientras retomaba su tarea, no pudo evitar notar algo extraño en la cubierta.

La tripulación presente no se comportaba como navegantes comunes: tres de ellos estaban reunidos alrededor de un barril, hablando en voz baja y riendo. Jim no alcanzaba a oír lo que decían, pero los observó de reojo, fingiendo estar ocupado.

Uno de ellos lo pilló mirándolos. La conversación se cortó en seco y varios pares de ojos se clavaron en él.

—¿Qué miras tú, bicho raro? —espetó un hombre corpulento con una barba hecha de lo que parecían tentáculos… tentáculos que, para sorpresa de Jim, comenzaron a retorcerse por sí mismos. La "cabeza" del sujeto se desprendió del cuello y, como si nada, fue a posarse sobre el barril.

Entonces, Jim notó que lo que él había tomado por una enorme barriga tenía en realidad ojos y una boca que masculló con sorna.

—Sí… es rarito.

El chico jamás había visto algo tan grotesco. Pero lo que realmente le heló la sangre fue el siseo que llegó desde arriba: una criatura mantavor —una especie de araña gigantesca— descendía ágilmente por uno de los obenques hasta caer frente a él.

—Los grumetes deben meter las narices en sus propios asuntos —amenazó el alienígena.

Jim, fiel a su carácter impulsivo, no pudo morderse la lengua.

—¿Ocultas algo, ojitos picarones? —replicó con una sonrisa burlona, aún consciente de que esa insolencia podía costarle cara.

Ante la provocación, el mantavor reaccionó: una de sus enormes pinzas atrapó a Jim por el cuello y lo alzó sin esfuerzo. La fregona cayó al suelo, mientras el chico forcejeaba, aferrándose a la articulación del alienígena en un intento inútil de liberarse.

—¿Qué pasa? ¿No te funcionan bien los oídos? —gruñó la criatura, su voz era áspera.

—Sí… y por desgracia la nariz también —escupió Jim, incapaz de resistirse a devolver la burla.

Un brillo de furia se encendió en los ojos del mantavor.

—Eres un mocoso imprudente…

Sin previo aviso, lo estampó contra el mástil, elevándolo aún más. Jim se zarandeaba en el aire, intentando desesperadamente conectar una patada, pero la pinza que lo sujetaba le oprimía el cuello con cada segundo que pasaba. El aire le faltaba, y una presión punzante empezó a taladrarle las sienes.

La tripulación, atraída por el alboroto, formó un círculo cerrado a su alrededor. Las voces se elevaron en un coro salvaje.

¡Cárgatelo!

¡Acaba con él!

¡Machácalo!

¡Enséñale quién manda a ese crío!

Elisabeth, alarmada por el bullicio que subía desde cubierta, irrumpió escaleras arriba. Su mirada recorrió el caos con desesperación hasta que lo vio: un alienígena con forma de araña —el mantavor— sostenía a su hermano por el cuello, alzándolo como si fuera un muñeco de trapo.

—Reza lo que sepas, grumete… —bufó la criatura.

El instinto le ganó a la razón. Lizzie se abrió paso a empujones entre la tripulación, sintiendo las miradas clavarse en ella. Al llegar, se agachó, agarró la fregona que yacía en el suelo y, sin pensarlo dos veces, arremetió contra el mantavor.

El golpe lo tomó desprevenido, obligándolo a soltar a Jim, que se desplomó contra la madera con un jadeo ahogado. Pero el alivio duró un segundo: el alien, furioso, le arrebató la fregona con un solo movimiento.

—¡No te metas! —rugió, y le propinó un golpe seco en la cara. El impacto fue brutal. Lizzie cayó al suelo, sintiendo cómo uno de sus audífonos salía despedido y el pánico la envolvía de inmediato. El sabor metálico de la sangre llenó su boca: el labio roto ardía como fuego.

—Te voy a enseñar, a quedarte en tu lugar, preciosa… —susurró con una amenaza que helaba la sangre, mientras se cernía sobre ella como una sombra gigantesca.

Alzó una de sus afiladas pinzas, dispuesto a atraparla por la pierna, pero un brazo metálico lo detuvo en seco. Lizzie, aún aturdida por el golpe, levantó la vista y distinguió la imponente figura de Silver, que parecía extrañamente tranquilo. Su mano de cíborg, transformada en un gancho, inmovilizaba la extremidad del mantavor, mientras que en la otra mano jugaba distraídamente con una limonzana.

—Señor Scroop… —dijo con voz grave, pausada. Entonces, antes de continuar, le dio un mordisco a la fruta—. ¿Sabe lo que les pasa a las limonzanas cuando las estrujas así?

Con un giro seco, retorció el brazo del mantavor. El crujido fue tan desagradable como la mueca de dolor que se dibujó en el rostro de la criatura.

Jim, recuperando el aliento, corrió hacia su hermana. Lizzie se llevaba la mano a la oreja derecha, buscando desesperadamente su audífono perdido. Él le tocó el hombro y, mirándola a los ojos, le hizo señas rápidas.

«Tranquila. Lo encontraremos.»

—¿Qué está pasando aquí? —tronó la voz del señor Arrow desde la parte alta de la escalera que conducía a los camarotes de la capitana.

Descendió con paso militar y la mirada severa, abarcando a todos los presentes.

—Ya conocen las normas: nada de peleas en este barco. —Su tono no admitía discusión—. El que vuelva a quebrantarlas, pasará el resto del viaje arrestado en el calabozo. ¿Hablo claro, señor Scroop?

El mantavor gruñó, visiblemente frustrado. Pero se contuvo al ver el destello amenazante en el ojo de cíborg de Silver, que no apartaba la vista de él.

—Transparente… —escupió, finalmente, con un siseo lleno de odio.

Arrow se retiró y el círculo que había formado la tripulación se dispersó poco a poco, murmurando entre dientes.

—¡Bien hecho, señor Arrow! —dijo Silver, alzando la voz lo suficiente para que todos escucharan—. La disciplina es la felicidad de un barco, señor. —Luego, con un gesto, invitó a la tripulación a largarse, y estos obedecieron sin rechistar.

Se giró entonces hacia Jim, agachándose para recoger la fregona que Scroop había tirado al suelo.

—¡Jimbo! —la voz de Silver tronó, señalando el palo—. Te puse una tarea.

Jim, todavía alterado, se incorporó de golpe.

—La estaba haciendo… hasta que el bicharraco ese…

—¡Monsergas! —lo cortó Silver con brusquedad—. Chico, quiero la cubierta como los chorros del oro, ¿me oyes? Y más te vale que lo esté cuando vuelva.

Luego sus ojos se posaron en Lizzie, que aún estaba en el suelo, con el labio ensangrentado.

—Y tú, Liz… —Su voz se endureció—, ¿se puede saber qué demonios hacías metiéndote en medio de una pelea?

Elisabeth lo fulminó con la mirada y, sin apartarla de él, movió las manos haciendo señas para que Jim tradujera.

—Dice que ese tipo estaba a punto de golpearme.

Silver chasqueó la lengua, visiblemente irritado.

—¿Y por eso decides ponerte en su camino? Podría haberte hecho algo mucho peor que partirte el labio.

Notó que Jim miraba al suelo con el ceño fruncido.

—¿Qué pasa, Jimbo?

—Lizzie ha perdido uno de sus audífonos cuando ese tipo la golpeó.

Silver se fijó en cómo la joven se llevaba la mano a la oreja derecha, y su enfado se moderó apenas un poco. Activó el escáner de su ojo mecánico y recorrió la cubierta con la mirada.

—Ajá… —murmuró, agachándose para recoger un pequeño dispositivo plateado de entre dos tablas. Lo sostuvo un momento, revisándolo, y luego se lo tendió a la chica—. Aquí tienes, intacto.

Elisabeth se colocó el audífono con cuidado y, al escuchar de nuevo por el oído derecho, dejó escapar un suspiro de alivio. Levantó la vista hacia Silver y le hizo un pequeño gesto con la mano, un "gracias" silencioso. El cíborg le devolvió una breve sonrisa antes de asentir.

—Ve al baño y cúrate ese labio. Luego baja a la bodega y trae la caja de cebollas translúcidas; las vamos a necesitar para la receta que estábamos preparando.

La observó mientras se marchaba hacia el baño privado de la capitana, y solo entonces volvió su atención a Jim.

—Morfo, vigila de cerca al chaval —ordenó, bajando el tono como si fuera un asunto confidencial—. Y si vuelve a distraerse, me lo dices enseguida.

El pequeño alienígena rosa asintió con energía, soltando un murmullo ininteligible mientras sus ojos se agrandaban como platos. Se plantó delante de Jim en "modo vigilancia" absoluto, sin apartarle la vista ni un segundo.

Silver, satisfecho, se dio media vuelta y se encaminó hacia la cocina, con el eco de sus pasos resonando sobre la madera. Abajo, su tripulación ya lo esperaba.

—Bueno, ¿estamos todos? —preguntó con voz calmada, demasiado calmada.

—Perdone, capitán. —Onus bajó corriendo las escaleras justo a tiempo para unirse al grupo.

Silver entrelazó las manos a la espalda, paseándose lentamente frente a ellos, con una sonrisa que no presagiaba nada bueno.

—Espero que no os moleste si hablo con franqueza, amigos míos…

La tripulación lo observaba con mezcla de respeto y miedo. Silver se detuvo, empezó a juguetear con los tentáculos de uno de sus hombres… y entonces estalló.

—¡¿Estáis todos locos de atar, o qué demonios os pasa?! —rugió, mientras su mano cibernética se transformaba de golpe en un sable que blandió con fuerza, obligándolos a dar un paso atrás.

Los sablazos silbaban en el aire, y nadie se atrevía a interrumpirlo.

—Después de lo que me costó que nos contrataran como una tripulación respetable, ¿queréis malograrlo todo amotinándoos antes de tiempo? —Su voz resonaba como un trueno. Entonces giró en redondo y señaló con el sable a Scroop.

—¿Y tú? ¿Qué diablos estabas pensando?

—El muchacho estaba husmeando. —replicó el mantavor.

—¡Cállate y cíñete al plan, cerebro de mosquito disecado! —escupió Silver—. Y no me vengas con excusas. ¿Por qué, diablos golpeaste a la chica?

Scroop soltó una sonrisa torcida.

—Se metió en medio… y esa preciosidad debería saber que es mejor mantenerse al margen. Aunque admito que me has quitado la diversión antes de tiempo.

—La chica está muy buena, capitán. —comentó Onus, lo que provocó murmullos y risitas entre varios miembros de la tripulación.

Silver golpeó el suelo con el sable y el sonido metálico cortó cualquier comentario.

—¡Silencio! Nadie… absolutamente nadie va a tocarle un solo pelo a la chica. ¿Ha quedado claro?

Bird Brain Mary bufó.

—No sé qué le veis a esa mocosa…

—¿La quiere para usted, capitán? —preguntó Scroop con malicia—. Pensaba que le gustaban con más… atributos, pero esa jovencita es una monada. Sería un gustazo ver su cara de placer…

—Pues casi le partes la carita de ángel que tiene. —se escuchó desde el fondo.

Silver se giró lentamente, con una mirada que heló la sangre a todos los presentes.

—Repito: nadie va a tocar a la chica. La muchacha está muy bien, no lo voy a negar, pero tanto ella como su hermano van a estar demasiado ocupados conmigo para meter las narices donde no deben. Y si alguien lo olvida… —Alzó el sable a la altura del cuello de Scroop—, le haré recordar las reglas a mi manera.

El silencio fue total.

Silver bajó el sable lentamente, sin apartar los ojos de Scroop, hasta que la hoja metálica se plegó y volvió a ser su mano mecánica.

—Bien… veo que nos entendemos. —dijo con voz grave, rompiendo el silencio—. Ahora, dejad de perder el tiempo y volved a vuestras tareas antes de que se percaten de que no hay nadie en cubierta.

Hubo un murmullo general y la tripulación empezó a dispersarse, lanzándose miradas entre ellos, pero ninguno se atrevió a replicar.

—¡Y tú, Onus! —gruñó Silver—. La próxima vez que abras la boca para hablar de la chica, que sea para avisarme si alguien la mira dos veces, o le pone la mano encima. ¿Entendido?

Scroop se quedó un segundo más, observando al cíborg con esos ojos fríos de insecto. Silver se le acercó hasta quedar a menos de un palmo.

—Recuerda esto, amigo mío… si le pones una pinza encima otra vez, voy a arrancártela de cuajo.

Scroop siseó, pero finalmente se retiró, dejando al cíborg solo en la cocina. Cuando el último de los hombres se fue, se apoyó en una de las mesas. Inspiró hondo.

—No me lo pongáis más difícil, demonios… —murmuró para sí mismo. Se fue a una de las estanterías de la cocina en busca de algo que le calmase y encontró una botella de ron. Se sirvió un vaso y se lo tomó de un trago. La quemazón que le dejaba el alcohol en la garganta le ayudaba a controlar la agitación que sentía en ese momento. Sabía que mantener a raya a su tripulación durante todo el viaje iba a ser tan difícil como llegar al dichoso tesoro.

Al otro lado del barco, Elisabeth terminaba de limpiarse la sangre del labio. El escozor persistía, aunque lo que más le dolía era el recuerdo del momento. Seguía dándole vueltas a lo ocurrido y no podía evitar sentirse inútil. Normalmente, no se habría lanzado así… pero al ver a Jim en peligro, algo en su interior se rompió. Actuó sin pensar, y ahora, en frío, se reprochaba haber mostrado debilidad. Y menos delante de Silver.

Ese hombre la desconcertaba. No confiaba en él, eso lo tenía claro, pero la forma en que los había defendido… y luego la reprimenda que les echó… Parecía que le importaba, aunque enseguida descartó esa idea. Solo cumple con su trabajo, se dijo.

Cuando terminó de curarse, salió del baño y se topó con la capitana.

—Señorita Hawkins —la saludó Amelia—. El señor Arrow me ha contado lo sucedido. ¿Se encuentra bien?

En la mirada de la capitana había una preocupación genuina. Lizzie, sin libreta ni posibilidad de comunicarse con señas, optó por asentir y esbozar una sonrisa. Amelia pareció comprender.

Cuando la joven se disponía a ir a la bodega por la caja de cebollas translúcidas que Silver le había pedido, la voz de la capitana volvió a detenerla.

—Si necesita ayuda, no dude en acudir a mí.

Lizzie parpadeó, sorprendida, y le hizo un gesto afirmativo. La capitana es toda una caja de sorpresas…, pensó. Pero en su interior supo que podía confiar en ella.

No perdió más tiempo y se dirigió a la bodega. Al pasar por cubierta, vio a Jim fregando bajo la vigilancia de Morfo. Notó que la tripulación evitaba mirarla, y los pocos que lo hacían apartaban la vista enseguida. Qué raro.

En la cocina, Silver ya tenía varios ingredientes preparados. El sonido de pasos ligeros lo sacó de sus pensamientos. Aún recordaba la expresión de pánico en el rostro de la chica, y eso le revolvía algo por dentro que no quería analizar.

Lizzie apareció con la caja de cebollas translúcidas. El labio estaba limpio, con una pequeña marca que delataba el golpe.

—Veo que no te has metido en problemas… y traes lo que te pedí. —comentó Silver, con una media sonrisa que intentaba sonar despreocupada.

Ella rodó los ojos, dejó la caja en la encimera, fue a su bolso y sacó la libreta.

"¿Qué te crees? ¿Qué no iba a cumplir una orden tan simple?"

Silver soltó una breve risa grave.

—Testaruda. —murmuró para si mismo. —Bueno, ponte el delantal. Aún nos queda mucho trabajo, Liz.

Otra frase apareció frente a él: "No me llames Liz".

—¿Por qué no? —replicó con tono burlón—. Te queda mejor Liz que Lizzie, así que… te seguiré llamando Liz.

Ella hinchó los mofletes, molesta, y se giró para empezar a cortar las cebollas. Silver se quedó un segundo más de lo necesario, observándola antes de volver a su propia tarea, pensando para sí que se veía estúpidamente adorable cuando se la pica.

Durante un buen rato, lo único que se oía era el golpeteo rítmico de los cuchillos sobre la madera… o, en el caso de Silver, el zumbido de su sierra circular. El cíborg trabajaba con una destreza impresionante: en cuestión de minutos tenía los ingredientes cortados en piezas casi perfectas.

La luz del fogón iluminaba la neblina dulce que desprendían las cebollas translúcidas al abrirse, mezclándose con el aroma del guiso que burbujeaba en la olla grande. Lizzie ya estaba terminando las suyas; sus cortes eran decentes, aunque algo irregulares. Silver lo había notado antes, pero ahora decidió intervenir.

Se acercó por detrás, y Elisabeth, sintiendo su presencia, detuvo la mano y lo miró.

—Lo haces bastante bien —admitió—, pero sujeta el cuchillo así. —Colocó suavemente sus dedos sobre los de ella para corregir el agarre—. Así evitarás cortarte y, además, los cortes saldrán más finos.

Lizzie siguió la indicación, y pronto notó que la hoja se deslizaba mejor. Alzando la vista, le regaló una sonrisa genuina. Silver no la esperaba y, por un segundo, sintió un pequeño vuelco en el pecho. Lo atribuyó a que no estaba acostumbrado a recibir sonrisas sinceras y, para disimular, cambió de tema.

—¿Siempre has cocinado? —preguntó, llevándose las verduras ya cortadas hacia el guiso.

Ella dejó el cuchillo, se secó las manos en el delantal y escribió en su libreta:

"Con mi madre. Ella me enseñó casi todo. Aunque yo solo ayudo a preparar ingredientes. No soy muy buena cocinando."

Silver leyó y asintió despacio mientras removía la olla.

—Así que tu madre es la cocinera y tú su pinche. Me sorprende… pareces de esas personas que lo hacen todo perfecto.

Lizzie sonrió apenas y volvió a escribir:

"Mi madre es muy buena cocinera. Y no, no lo hago todo bien… aunque sí soy perfeccionista."

—Toma —dijo él al cabo de un momento, pasándole una cuchara de madera—. Prueba y dime qué le falta.

Ella sopló suavemente sobre el caldo antes de probarlo. Frunció la nariz, pensativa, y escribió:

"¿Más pimienta?"

El cíborg arqueó una ceja con media sonrisa.

—Sí… pero también le falta laurel.

Se giró hacia la estantería, agarró la pimienta, tomó un par de hojas de laurel y las dejó caer en la olla. Mientras removía, Silver pensó que, quizá, trabajar con ella no iba a ser tan insoportable como creía… aunque jamás se lo diría en voz alta.

Lizzie, sin darse cuenta, lo observó de reojo. El resplandor cálido del fogón dibujaba destellos en los bordes metálicos de su brazo cibernético, pero su mirada se desvió hacia los hombros anchos y el brazo "de carne", fuerte y marcado por años de trabajo. Sintió un leve acelerón en el pecho al recordar el momento en que su mano se posó sobre la suya para corregirle el agarre del cuchillo. No entendía por qué… pero algo en él, algo que aún no lograba descifrar, la inquietaba. Y, por primera vez, no lo veía solo como al cocinero sospechoso, sino con una mirada distinta, que no estaba dispuesta a admitir.

Silver, mientras removía el guiso, notó la mirada de la chica sobre él. No era la primera vez que alguien lo observaba cocinar, pero esta vez… no se sentía como las demás. Fingió concentrarse en el aroma y en el burbujeo de la olla, aunque de reojo captó cómo Lizzie apartaba la vista con rapidez, como si no quisiera que la pillara. Una media sonrisa quiso asomarse a sus labios, pero la contuvo.

Se dijo que no era más que un gesto de gratitud por haberla ayudado antes… y, sin embargo, algo en sus ojos le había parecido distinto, menos hostil. "Cuidado, Silver, no pierdas la perspectiva", se advirtió a sí mismo. Ella formaba parte del plan, nada más. Y, sin dejar de remover, comentó:

—¿Sabes, Liz? Antes de que termine este viaje, te haré una cocinera de primera.

Ella resopló, fingiendo molestia, pero en el fondo… no sonaba mal.

Acabaron de preparar la comida justo cuando la tripulación bajó a la cocina. El ambiente se animó enseguida: risas, conversaciones y el aroma del guiso llenando el aire. Silver y Lizzie empezaron a servir los platos, aunque el cíborg no tardó en notar cómo varios de sus hombres le echaban miradas furtivas a la chica. Parece que la charla que habían tenido esa tarde no había valido para nada.

Rodó los ojos. Idiotas…, pensó. Pero, en el fondo, tampoco podía culparlos por fijarse en una mujer guapa. Aun así, no quería que la situación se le fuera de las manos, así que decidió apartarla antes de que a alguno se le ocurriera una tontería.

—Liz, lleva estas bandejas a la capitana, al señor Arrow y al doctor —le indicó, depositándole en las manos un par de fuentes humeantes—. Y, de paso, cuando vuelvas, busca a tu hermano y dile que baje a cenar.

Ella asintió, acomodó las bandejas y salió. Silver la siguió con la mirada un instante, antes de volverse a sus hombres con expresión de "prohibido tocar".

En cubierta, la brisa fresca del Etherium le rozó la cara. Ya había oscurecido, y las estrellas brillaban con una nitidez que nunca había visto en Montresor. Por un momento se quedó absorta, pero recuperó el paso.

En la sala de mando, entregó la comida a la capitana y a Arrow, ambos con una cordial sonrisa, y luego fue al camarote de Delbert. El doctor estaba rodeado de mapas, instrumentos y trastos, organizándolo todo con su peculiar método caótico. Al verla, la dejó pasar, pero se preocupó al notar la marca en su labio. Lizzie le aseguró —por señas y gestos— que no era nada, solo un golpe tonto acomodando unas cosas. Por lo que vio, ni Arrow ni Amelia habían mencionado el altercado, así que prefirió no decirle nada más.

Cuando salió, fue en busca de Jim. Lo encontró fregando la cubierta con tanto esmero que casi parecía disfrutarlo… hasta que vio que no estaba solo. Una diminuta fregona le limpiaba la bota. Morfo, transformado. El alienígena rosa volvió a su forma original y, con un repentino ataque de hipo, soltó un par de pompas de jabón que flotaron frente a ellos.

—¿Te has escapado de ese gruñón? —preguntó Jim, dejando de fregar a un lado.

Lizzie se rio y le hizo señas:

«Más o menos. Solo vine a decirte que la cena está lista.»

En ese momento, el estómago de Jim gruñó con fuerza.

—Menos mal. Me muero de hambre.

«Veo que has dejado la cubierta impecable», comentóella.

—No quería que me echara otro sermón… Además, tenía un vigilante. —Señaló a Morfo, que flotaba dando vueltas. —Hoy nos hemos divertido. Hemos hecho nuevos amigos… como el malvado Ojazos. —Dijo esto último con una sonrisa burlona.

Morfo, travieso, se transformó en una versión en miniatura de Scroop, repitiendo con voz aguda: "Ojazos, ojazos". Los dos hermanos soltaron una carcajada.

—Casi —dijo Jim.

«Es más feo», añadió Lizzie, y Jim se lo tradujo. Morfo respondió deformando aún más su copia de Scroop, añadiendo una risa malévola exagerada.

—Eso es —aplaudió Jim divertido.

Lizzie no recordaba la última vez que había reído así. Por un instante, se sintió ligera, como si no hubiera problemas ni preocupaciones. Y lo mejor de todo: vio esa sonrisa auténtica en el rostro de su hermano, la misma que él tenía cuando, de niños, subían juntos al tejado de la posada para ver las estrellas con su abuelo.

Jim, por su parte, la observó en silencio. Siempre terminaba metiéndola en líos, siempre ella pagaba las consecuencias… pero también siempre estaba ahí para protegerlo. Y ahora, lo único que quería era que esa mirada suya, luminosa y despreocupada, se quedara para siempre.

Morfo notó cómo los dos hermanos se miraban de reojo. Había algo ahí, una tensión silenciosa que ninguno decía en voz alta, y él, que odiaba el silencio incómodo, decidió romperlo. Sus trucos siempre lograban arrancar una sonrisa… y a él le encantaba, casi tanto como hacer feliz a Silver.

Sin pensarlo dos veces, se zambulló en el cubo donde aún quedaba agua con jabón, se transformó en una esponja, absorbió un buen chorro y salió disparado hacia Jim.

—¡Eh! ¿Pero qué…? ¡Morfo! —exclamó el chico, salpicado de espuma—. ¡Ya verás cuando te atrape!

El alienígena rosa soltó una risa chillona y revoloteó por encima de sus cabezas, esquivando las manos de Jim con giros imposibles. Luego, se volvió hacia Lizzie y le lanzó otra descarga jabonosa.

La chica se quedó paralizada un instante… y luego, riendo, se unió al juego, arrojándole agua a su hermano. Jim respondió de inmediato, y en segundos estaban los dos persiguiendo a Morfo, salpicándose mutuamente como si fueran dos niños pequeños.

En ese momento, Silver, que había notado la tardanza de la chica y de su hermano, decidió ir a buscarlos. Llevaba un cubo con restos de comida, dispuesto a usarlo como excusa para subir a cubierta. Pero, al acercarse, escuchó las risas y se detuvo.

Desde la penumbra, los vio: Lizzie, empapada y con mechones pegados a la cara, riendo a carcajadas; Jim esquivando un chorro de agua, y Morfo dando vueltas en el aire, encantado de ser el centro del alboroto. Lo que parecía una simple guerra de agua y jabón se sentía… diferente.

Silver se quedó un momento observando, con el cubo en la mano, sintiendo una punzada extraña en el pecho.

Verlos así hizo que algo dentro de Silver se revolviese. Ese chico ya no parecía el crío malhumorado y problemático que había conocido hacía apenas unas horas; y ella… ella brillaba más que cualquier estrella en el Etherium.

Entonces, escuchó algo que lo dejó helado.

—¡Jim! P… para… —era la voz de Elisabeth.

No era nítida, pero tenía un timbre suave, cálido… y, para él, extrañamente encantador. Silver sintió un cosquilleo inexplicable al oírla.

Jim se quedó inmóvil un segundo, como si quisiera grabar ese momento para siempre. Luego sonrió de oreja a oreja y la abrazó con fuerza.

—Me encanta escuchar tu voz, Lizzie.

Ella se llevó una mano a la boca, visiblemente avergonzada, desviando la mirada. Sabía que con Jim podía utilizar su voz, él nunca la juzgaba ni se reía de ella.

Jim, una mezcla de ternura y obstinación que lo caracterizaba, añadió:

—Deberías intentarlo, Lizzie. Deberías intentar recuperar tu voz… La echo de menos.

Silver, al escuchar aquellas palabras, no pudo evitar coincidir con Jim. Sí, ella debía intentar recuperar su voz… y, por alguna razón, algo en él deseaba ser quien la animase a hacerlo, quien escuchara su nombre pronunciado por ella, aunque fuera una sola vez.

Decidió que era momento de dejar de espiarlos y hacerse presente. Subió por las escaleras que daban a la cubierta, con el cubo en la mano, y comentó con media sonrisa:

—Vaya… doy gracias a Dios por estos milagros. Pensaba que os había pasado algo, pero veo que, después de una hora, la cubierta sigue de una pieza.

Sin más, lanzó los restos de comida por la borda. Morfo, en un arranque de entusiasmo, se dejó caer detrás de ellos, para atraparlos y devorarlos.

—Será mejor que bajéis antes de que la cena se enfríe —añadió el cíborg con tono despreocupado.

Los hermanos asintieron. Lizzie ayudó a Jim a recoger lo que quedaba tirado por la cubierta para acelerar el regreso. Pronto, bajaron a la cocina, donde buena parte de la tripulación aún cenaba entre risas y murmullos.

Sin perder tiempo, Silver le sirvió a cada uno un cuenco humeante del guiso, y se sirvió otro para sí mismo.

Lizzie se sentó junto a su hermano y, sin que pareciera demasiado intencionado, Silver se acomodó justo enfrente, formando una especie de barrera invisible entre ellos y el resto de la tripulación. Mientras comía, su ojo —y no solo el cibernético— vigilaba de reojo a sus hombres. Detectó a más de uno que se quedaba mirando a la chica más de lo debido. Onus parecía hipnotizado por ella, aunque no era el único que le lanzaba miradas de devoción. Sin embargo, quien más le preocupaba era Scroop: no la miraba como a una mujer, sino como un depredador que observa a su presa.

Decidió apartar esa imagen de su cabeza y centrarse en los dos jóvenes que tenía delante. Lizzie comía con calma, con una elegancia natural que contrastaba con la forma en que Jim devoraba el guiso, como si no hubiera comido en días.

—Come despacio, Jimbo —le advirtió Silver, llevándose otra cucharada a la boca—. Si quieres repetir, queda de sobra.

—Es que está muy bueno… —respondió el chico, hablando con la boca llena.

Lizzie le hizo señas a su hermano advirtiéndole de que así podía atragantarse. Lo hizo con una sonrisa cómplice, como si fuera más una broma que una reprimenda. Silver observó esos gestos y pensó que quizá le pediría a Jim que le enseñara algo de lenguaje de señas. No por simple curiosidad… sino para poder enterarse de lo que hablaba con ella.

Morfo apareció, intentando robarle comida a Jim, que le protegía celosamente su cuenco. Lizzie, divertida, le ofreció el suyo, y el pequeño alienígena rosa se puso a comer encantado. Silver se sorprendió a sí mismo, prestando más atención a la risa de la chica que a cualquier otra cosa en la sala. Se obligó a evadir esos pensamientos.

—Ahora, cada vez que tenga hambre, irá directo a ti —comentó, medio sonriendo—. ¿Quieres más?

Ella negó con la cabeza y se frotó el vientre en señal de que estaba llena. Eso provocó una leve sonrisa en el cíborg.

Al final, tanto Jim como Silver repitieron guiso. El muchacho tenía un apetito voraz, pero el cocinero no se quedaba atrás.

Cuando la mayoría de la tripulación se marchó, los tres se quedaron recogiendo. Jim y Silver se encargaron de fregar mientras Lizzie limpiaba las mesas. Entre plato y plato, Jim rompió el silencio.

—Oye… lo que hiciste antes en cubierta… gracias. Gracias por ayudarme a mí y a mi hermana.
Silver lo miró de reojo.

—¿No te enseñó tu padre a fijarte mejor con quién te la juegas?

La reacción del chico fue inmediata: su rostro se ensombreció y bajó la mirada, siguiendo con la tarea sin contestar.

—¿Tu padre no era de los que enseñan cosas? —insistió Silver.

—No. No tenemos padre… —dijo Jim, casi en un murmullo—. Ese hombre nunca nos enseñó nada. Ni quiso hacerlo.

Silver captó el tono amargo y entendió un poco mejor la actitud del chico.

—Y no lo menciones delante de Elisabeth —añadió Jim, con seriedad—. Conmigo no se portó bien… pero con ella fue mucho peor. Muy cruel.

Silver se tensó.

—¿Qué le hizo?

Antes de que Jim pudiera responder, escucharon un golpe suave de vajilla. Lizzie había terminado de recoger y traía los últimos platos. Silver la miró, y en su expresión vio algo más que cansancio: había frialdad, pero, sobre todo, dolor. No necesitaba saber señas para entender lo que había escuchado.

La chica le indicó a su hermano que se iba a descansar.

—Claro, Liz… descansa —dijo Silver, observando cómo desaparecía por el pasillo.

—Eso es a lo que me refiero —murmuró Jim—. Siempre que alguien toca el tema, reacciona así.

—Ya veo… lo tendré en cuenta. Siento haberlo sacado

—Eh, no pasa nada. A mí no me afecta. Estoy bien.

Silver lo miró y, por un momento, se vio reflejado en ese chico que intentaba fingir que nada le dolía.

—Seguro… —replicó con ironía. Luego, con una chispa de picardía, añadió—. Bien, ya que la capitana Amelia me ha puesto a ti y a tu hermana bajo mi mando, voy a llenaros la mollera con unas cuantas destrezas. A ti, para que no te metas en líos.

—¿Y a ella?

—Le enseñaré a cocinar y otras tareas útiles… y, sobre todo, a no meterse en tus problemas. En adelante, no pienso perderos de vista.

Jim lo miró irritado.

—No nos vas a hacer ningún favor.

—En eso puedes confiar —dijo Silver, dándole unas palmadas en el pecho antes de echarse a reír.

Cuando terminaron de fregar, Silver le indicó a Jim que al día siguiente tendría que madrugar para ayudar a preparar el desayuno. El chico subió a la galería sin protestar.

El cíborg se dirigió a su camarote. Dentro, la lona divisoria estaba corrida; Lizzie ya estaba acostada. Aprovechó para cambiarse, quedándose solo con una camiseta de tirantes y pantalones cortos. Se dejó caer en su cama… y entonces lo oyó: un sollozo ahogado al otro lado de la lona.

Silver se quedó inmóvil, con la mirada clavada en la lona que los separaba. Podía fingir que no había escuchado nada, pero cada sollozo que se escapaba al otro lado le calaba más hondo de lo que quería admitir.

Se removió en la cama, incómodo, y se frotó la cara con la mano biológica. No era asunto suyo, se repetía… y, aun así, la imagen de la chica sangrando en cubierta y ahora llorando en silencio no dejaba de asaltarlo. No era el tipo de hombre que se conmoviera con facilidad, pero había algo en ella… algo que le estaba desarmando sin que pudiera evitarlo. Y eso al capitán pirata no le gustaba. No quería volverse un blando y menos por una chica que acababa de conocer.

—Descansa, Liz… —susurró, sabiendo que probablemente no lo escucharía—. Mientras yo esté aquí, nadie volverá a hacerte daño.

¿Qué demonios acabo de decir? Pensó, frunciendo el ceño. Tendría que ir con cuidado. Cerró los ojos, decidido a no darle más vueltas, aunque su oído seguía alerta, pendiente de cualquier ruido al otro lado.

Finalmente, se quedó dormida, o supo por el momento en que el silencio se instaló en el camarote. Y aunque Silver también acabó rindiéndose al sueño, lo hizo con una idea fija:
antes de que terminara ese viaje, descubriría qué demonios había hecho ese hombre a Elisabeth Hawkins.

Notes:

¡Hola a todos!

Nuevo capítulo salido del horno. Ya veis que he hecho algunos cambios, pero seguimos la misma línea que la película original, sin perder la esencia.

Me encantan las interacciones que tienen estos tres (Jim, Silver y Elisabeth), y le quiero dar más protagonismo a la capitana y al doctor para que se vea un poco su relación y se vean más interacciones.

Espero que os esté gustando y esperad a ver las nuevas aventuras del Legacy. Si os gusta la historia, ya sabéis que podéis dejar reviews, o darle subscribe o kudos.

¡Gracias por leer!

Chapter 8: No te soporto

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Al día siguiente, Silver fue el primero en abrir los ojos. No había podido dormir mucho, de todas formas, no era raro; su sueño siempre había sido ligero, entrenado a la fuerza por todas las noches que ha tenido que hacer guardia. Gajes del oficio. Se desperezó con un gruñido bajo y, tras frotarse la cara, sus ojos fueron a dar contra la lona que dividía la habitación.

El silencio lo envolvía todo. Se sentó en el borde de la cama, se levantó, estirando los hombros hasta que las articulaciones crujieron, dio un par de pasos hacia la lona, y se asomó.

Elisabeth dormía profundamente, con el rostro relajado, el cabello suelto, que caía en suaves mechones sobre la almohada. Parecía como si lo de ayer por la noche no hubiese ocurrido.

En la mesilla descansaban sus audífonos, y entre sus manos, aferrado como si fuese un tesoro, brillaba un collar dorado, que parecía bastante viejo. Lo que sí le llamó la atención fue Morfo: acurrucado junto a ella, ronroneando en su peculiar forma viscosa.

Era raro, pues el pequeño alien rosado no solía dormir con nadie más aparte de él. Silver ladeó una sonrisa.

—Traidor… —murmuró para sí.

El cíborg se detuvo un segundo más de lo necesario antes de apartar la vista. Que duerma… pensó, y se vistió en silencio antes de salir rumbo a la cocina.

Allí, el aire aún era frío y la luz apenas se filtraba entre los postigos. Perfecto para ponerse a trabajar. Aprovechó para hacerse un café, sirvió agua en la cafetera y buscó algo para acompañar el desayuno, mientras pensaba que podía preparar de desayuno al resto de la tripulación. Entonces, en una estantería, notó una bolsita que no recordaba haber puesto él. La abrió y el olor dulce lo envolvió. Galletas. Sonrió con ironía: las famosas galletas de la chica.

Su estómago rugió de forma tan sonora que hasta él mismo frunció el ceño. Se moría de hambre.

—Al infierno… —masculló, y agarró una. El crujido bajo sus dientes y el sabor mantecoso lo hicieron cerrar los ojos un instante. Eran endiabladamente buenas.

No le extrañaba que fuesen las favoritas de la chica. Justo cuando se servía café, oyó unos pasos que descendían por la escalera. Jim apareció, despeinado y bostezando. Silver sonrió al verle.

—Menudo grumete, más despierto, me ha tocado —ironizó Silver, echando café en otra taza. —No sé si tomas café, pero te despertará.

—Estoy despierto… solo que no del todo —gruñó Jim, agarrando la taza y llevándosela a la boca.

Entre los dos empezaron a preparar el desayuno. Silver se movía con la soltura; Jim, algo más torpe, trataba de seguir el ritmo.

—Tu hermana aún no se ha levantado — puntualizó Silver.

— Lizzie… es una dormilona. Y como no oye el despertador, casi siempre hay que ir a levantarla.

Silver arqueó una ceja. Dormilona, ¿eh? Sin perder tiempo, dejó a Jim con las tazas y regresó al camarote. Apartó la lona… y se quedó clavado.

Lizzie estaba destapada. Su pijama consistía en una camiseta ancha que apenas le cubría los muslos; sus piernas, largas y esbeltas, quedaban expuestas a la tenue luz que entraba por la portilla. Silver tragó saliva, sintiendo el calor subirle por la nuca.

Joder, Silver. Contrólate.

Avanzó despacio para despertarla, dispuesto a sacudirle el hombro. Pero en ese instante, la chica se movió entre sueños y, de pronto, se aferró a él. Sus brazos, cálidos y ligeros, se cerraron alrededor de su cuello, atrayéndolo contra ella.

Silver quedó rígido, con el rostro a un par de centímetros del suyo. Podía sentir el calor de su piel, el leve roce de su respiración y ese aroma que tanto le gustaba. Su cuerpo le pedía rendirse a esa cercanía, pero su cabeza gritaba lo contrario. Tampoco quería despertarla en ese momento, no quería propiciar ningún malentendido.

—Maldita sea… —murmuró casi sin voz.

Aunque, su instinto le pedía apartarse de inmediato, había algo en esa cercanía que lo mantenía ahí, atrapado, como si de pronto la gravedad del Legacy se concentrara en ese punto exacto. No era la primera vez que una mujer se le lanzaba encima, pero esta… esta ni siquiera estaba despierta.

Con cuidado, deslizó una mano por su brazo hasta soltarse del agarre. La chica murmuró algo ininteligible, frunciendo el ceño en sueños, y se giró sobre el colchón, ajena al torbellino que acababa de desatar en él.

Silver retrocedió con un suspiro entrecortado. Se pasó la mano por la cara, intentando despejarse, aunque las imágenes seguían grabadas en su cabeza.

Morfo, que había abierto los ojos, se estiró y revoloteó hasta posarse en su hombro. Silver lo acarició con uno de sus enormes dedos.

— Ey, Morfy… hazme un favor. Despiértala tú. El desayuno está casi listo. —murmuró el cíborg.

El alien chilló alegre, dispuesto a realizar la tarea que le habían asignado. Mientras, Silver se alejaba, agitado, con el pulso acelerado.

El Ursid volvió a la cocina con el ceño fruncido y la mandíbula apretada de la tensión que sentía en ese momento. Así que, fue directo a la cafetera, ya que necesitaba otra dosis ipso facto. El vapor le empañó el ojo de cíborg mientras se servía una taza.

Jim, aun con un pie en el mundo de los sueños, removía unos huevos revueltos en una sartén grande del centro de la cocina. El calor tenía sus mejillas de rojo, mientras no paraba de bostezar.

El cíborg intentó centrarse en el desayuno, en los platos que tenía que sacar, en cualquier cosa… pero la imagen volvía a su mente una y otra vez: Liz, dormida, con esa camiseta ancha que apenas la cubría, sus brazos rodeándole el cuello, el roce de su respiración tan cerca de su boca…

Silver, maldita sea, céntrate.

—¿La has despertado? —preguntó Jim sin mirarlo, soltando otro bostezo.

—Sí… —gruñó el cíborg, bebiéndose el café de un trago como si fuera una copa de licor. Dejó la taza sobre la mesa con un golpe seco que hizo vibrar los cubiertos—. Vamos, Jimbo, tenemos trabajo.

Empezaron a sacar platos y alinearlos en la encimera. Silver, aprovechando que Jim estaba distraído con los huevos, deslizó la mano hasta la bolsa abierta y robó otra galleta, metiéndosela en la boca con toda la calma del mundo.

—Por cierto… —dijo Jim, que ya estaba más despejado y lo había visto—. He notado que alguien metió mano a las galletas de Lizzie. —torció la boca con malicia—. No me digas que te has comido alguna…

Silver, sin molestarse en mirarlo y mascando despacio, respondió con absoluta tranquilidad.

—Solo dos, bueno, tres, contando la que me estoy comiendo.

—¿¡Tres!? —casi chilló Jim—. ¡Estás loco! Si se entera, te declarará la guerra. Nadie toca sus galletas.

El Ursid gruñó, medio divertido, medio fastidiado.

—Bah, exageras.

No pasó ni un minuto cuando los pasos ligeros de Elisabeth resonaron por el pasillo. Apareció en la cocina con el cabello recogido en una coleta apresurada, y algunos mechones sueltos enmarcándole el rostro. Llevaba todavía la camiseta ancha y un pantalón simple, pero Silver sintió un pinchazo de nerviosismo en el estómago como si viniera vestida de gala.

Fingió estar concentrado en cortar fruta con su mano metálica. Jim se percató del cambio de actitud del cocinero al ver a su hermana y frunció el ceño.

Lizzie saludó a su hermano con una sonrisa y un gesto de "buenos días". Estaba a punto de hacer lo mismo con Silver cuando vio la bolsa de galletas abierta. De inmediato, sacó su libreta, escribió unas palabras y la mostró con gesto acusador.

"¿Quién se ha comido mis galletas?"

—A mí no me mires, Lizzie —levantó las manos Jim en falso gesto de inocencia—. Ya sabes que yo no las toco… no después de "aquella vez".

Lizzie entrecerró los ojos, sospechosa, y giró la vista hacia el cíborg. Silver, dándole la espalda, seguía cortando fruta como si nada. Ella se acercó en silencio… y lo pilló con un trozo de galleta aún en la boca.

Escribió rápido y estampó la libreta contra su pecho.

"¡Eh! Esa es MI galleta."

Jim soltó una carcajada estruendosa.

—¡Te lo dije! —canturreó, disfrutando del momento.

Silver se encogió de hombros, masticando con total descaro.

—Solo me comí dos… —hizo una pausa, tragó y añadió con toda la sorna—. Y ahora tres.

Lizzie lo fulminó con la mirada. Acto seguido prosiguió en escribir en su libreta, con tanta rabia que casi desgarra la hoja.

"NADIE toca mis galletas sin permiso."

Silver, en vez de intimidarse, sonrió de medio lado con esa picardía suya.

—Pues tendrás que esconderlas mejor, jovencita. Yo tengo buen olfato.

Lizzie infló las mejillas, indignada. ¿Cómo podía ser tan insufrible? ¡Y no llevaban ni veinticuatro horas conviviendo en el mismo barco! ¡Y ya no lo soportaba!

Jim, al ver la reacción infantil de su hermana con las mejillas infladas y esa mirada fulminante, estuvo a punto de soltar otra carcajada, pero se mordió la lengua a tiempo; sabía que, si se reía más, Lizzie acabaría arrojándole la libreta a la cabeza.

Silver, en cambio, no se molestó en disimular su diversión. La observaba con el brillo juguetón, con un brillo dorado en su ojo mecánico, como quien acaba de descubrir un juego nuevo que podría durar todo el viaje.

"Sí —pensó, con una sonrisa ladeada—, hacerla enfadar va a ser mi mejor pasatiempo en este barco."

La chica era testaruda, impertinente y con un carácter que chocaba de lleno con el suyo. Y lo haría una y otra vez, estaba seguro. Pero en esa terquedad había algo que lo enganchaba, algo que lo hacía verla distinta de cualquier otra persona que hubiera conocido. Tal vez era esa forma de morderse el labio cuando estaba molesta, o lo adorable que resultaba incluso cuando intentaba fulminarlo con la mirada.

Sí, chocarían… pero por primera vez en mucho tiempo, Silver no se sentía reacio a la idea.

En ese momento se escucharon varias pisadas resonando en la escalera: la tripulación descendía hacia el comedor, bulliciosa y hambrienta. Jim, Lizzie y Silver se pusieron de inmediato, manos a la obra. Jim servía los huevos revueltos, Lizzie repartía los platos con fruta y pan, y Silver iba detrás con las tazas de café.

Los hombres recibían el desayuno entre risas, pero no apartaban los ojos de ella. Onus la miraba como si hubiese bajado del mismísimo cielo, mientras que Scroop, sin el menor disimulo, la devoraba con esa mirada suya que helaba la sangre.

Elisabeth, sin embargo, estaba acostumbrada a ese tipo de atenciones. Lo había vivido en la taberna, una y otra vez: hombres que la reducían a un objeto por un segundo de ternura o por una sonrisa robada. No se inmutó, aunque en su interior ya estaba lista para poner límites si alguien osaba sobrepasarse.

Cuando el Ursid dejó las tazas de café frente a los hombres, les echó una mirada que hizo que se callasen de golpe. Con eso fue suficiente. La advertencia quedó clara: si alguien osaba cruzar la línea con la chica, tendría que vérselas con él.

Y, aun así, por mucho que fingieran bajar la vista, Silver sabía la verdad: era imposible que dejaran de mirarla. Incluso con ropa ancha, recién levantada y con el cabello algo revuelto, Lizzie irradiaba una belleza natural, esa clase de luz que atraía todas las miradas, incluida la suya.

Al final todos se sentaron a desayunar. Como la noche anterior, Lizzie y Jim se sentaron juntos y Silver se acomodó justo enfrente, con ese aire de que nada lo alteraba.

Enseguida, Elisabeth le hizo señas a su hermano preguntándole cómo había dormido. Jim contestó con gesto cansado que bien, aunque añadió moviendo los labios.

—Es un fastidio, la mayoría ronca…

Lizzie soltó una risita.

La chica había traído la bolsa de sus galletas y su cara se iluminó como la de una niña al sacar una y darle un mordisco. Morfo revoloteó sobre la mesa, poniendo ojitos implorantes hasta que Lizzie, enternecida, le dio una. Jim imitó la misma expresión exagerada y también consiguió ganarse una.

Silver, viendo la escena, arqueó la ceja y se inclinó hacia delante, esperando recibir la suya. Elisabeth lo miró de reojo, negó con la cabeza y apartó la bolsa.

—Tsk… —gruñó el cíborg, volviendo a hundirse en el banco.

Los hermanos siguieron conversando en lenguaje de signos, riendo de vez en cuando por alguna tontería. Silver no apartaba la vista de sus manos, intrigado. Le corroía la curiosidad por saber de qué hablaban. Definitivamente, le iba a pedir a Jimbo que le enseñase. Necesitaba investigar cuáles eran sus conversaciones, aunque en verdad no le gustaba sentirse excluido.

Cuando la tripulación acabó de desayunar, los tres se pusieron a recoger. Scroop, antes de marcharse, intentó rozar a la chica con una de sus pinzas. Pero Lizzie, rápida, esquivó el contacto y le sostuvo la mirada. No iba a dejar que un tipo como él la tratara como a un trozo de carne.

Silver apretó la mandíbula. Sabía que Lizzie era capaz de cuidarse sola —lo vio aquella noche en la taberna de Montresor—, pero eso no calmaba la tensión que le recorría el cuerpo. Sobre todo, porque Scroop era el peor de todos y tarde o temprano iba a tener que ponerlo en su lugar.

Elisabeth llevó los platos sucios al fregadero y se puso a lavarlos. Silver se colocó a su lado para secarlos, mientras Jim limpiaba las mesas. El silencio entre ambos era denso, interrumpido apenas por el chapoteo del agua y algún roce accidental de sus manos. Liz bajaba la mirada fingiendo indiferencia, pero por dentro un cosquilleo nervioso le recorría la piel. ¿Cómo podía ponerla nerviosa un hombre tan insufrible?

Cuando terminaron, Lizzie fue a guardar la bolsa de galletas. Dudó un instante, y antes de cerrarla, sacó una y se la ofreció a Silver. No quería parecer una niña caprichosa y maleducada.

Él la tomó sorprendido, arqueando la ceja.

—Vaya… —murmuró, y una chispa traviesa apareció en su mirada.

Antes de que pudiera reaccionar, el cíborg agarró la bolsa entera. Liz se quedó petrificada ante la acción, pero reaccionó e intentó arrebatársela. Él la sostuvo fácilmente fuera de su alcance, ya que, era demasiado alto y corpulento.

Silver, con calma exasperante, se llevó las últimas galletas a la boca una a una hasta acabarlas, relamiéndose teatralmente.

—Mmmm… están deliciosas, Liz —palmeó su estómago con gesto satisfecho—. Como dejes más bolsas de esas a la vista, todas acabarán en el mismo sitio.

Elisabeth se quedó con la boca abierta, indignada, y escribió con furia en su libreta:

"ERES UN IDIOTA."

Jim se tapó la cara para ocultar la risa, consciente de que el cocinero acababa de cavar su propia tumba.

Silver, en lugar de ofenderse, soltó una carcajada grave. Le encantaba verla con ese gesto de enfado, con las mejillas encendidas y esa chispa en su mirada. ¿Y qué decir de ese aroma suyo… era tan atrayente?

Estaba a punto de soltarle otra broma cuando una campana resonó arriba.

—¡Asamblea! ¡Todos a cubierta! —rugió la voz del señor Arrow.

Silver soltó el trapo que tenía en la mano y masculló:

—Salvado por la campana…

Lizzie lo miró con rabia, y Jim ya no pudo contener la risa. Era raro —y divertido— ver a su hermana, la misma que siempre seguía las normas al pie de la letra, la que parecía mantener la calma en cualquier situación, perder los estribos con un simple cíborg que sabía exactamente qué botones pulsar.

Subieron los tres a cubierta junto con el resto de la tripulación. Elisabeth aún llevaba cara de pocos amigos, con el ceño fruncido y las mejillas encendidas. Silver, a pocos pasos detrás, la miraba con una sonrisa ladeada. Cada vez que intentaba cruzar su mirada, ella le giraba la cara con un gesto deliberadamente teatral, como si fuera una niña ofendida.

A Silver aquello le pareció casi adorable. Qué fácil es sacarla de quicio… pensó divertido, aunque lo cierto es que le fascinaba verla de esa guisa, pues tenía pinta de ser doña perfecta en todo.

El sol de la mañana iluminaba las velas desplegadas, y allí, junto al timón, ya aguardaban la capitana Amelia y el señor Arrow, impecables como siempre.

Junto a los Hawkins se unió el profesor Doppler, que aún llevaba el pelo alborotado y el chaleco desabrochado, claramente recién levantado. Elisabeth, pese a su enfado con Silver, no perdió la cortesía: le dedicó una sonrisa amable al doctor y le hizo señas de buenos días con la mano. Doppler parpadeó un segundo, antes de devolverle con señas.

La capitana Amelia dio un paso al frente, con postura erguida y el sombrero de tres picos bastaban para imponer silencio, pero, aun así, esperó unos segundos. El murmullo de voces se apagó, y lo único que quedó fue el crujido de la madera del Legacy meciéndose sobre el Etherium.

—Buenos días a todos —comenzó con voz firme, clara como el tañido de una campana—. Hoy es apenas nuestro segundo día de viaje, pero no uno cualquiera. Este nos llevará hasta los confines del Etherium, y con él, más allá de los límites de lo conocido.

Se giró hacia el horizonte. El Etherium se desplegaba como un océano infinito de luz suspendida, majestuoso y peligroso al mismo tiempo.

—No será un viaje fácil. Por eso debemos estar preparados para todo lo que nos aguarde. Y solo hay una manera de afrontarlo, con disciplina y lealtad. No toleraré insubordinaciones ni actitudes que pongan en riesgo esta nave. Porque este barco no es solo de madera y metal, es cada uno de nosotros, trabajando como uno solo.

El señor Arrow, a su lado, asintió con orgullo.

Amelia continuó, modulando la voz, más cercana, casi cálida.

—Sois de orígenes distintos, de mundos lejanos y culturas dispares. Algunos habéis crecido en colonias apartadas, otros en urbes del núcleo imperial… y, sin embargo, aquí, en el Legacy, no hay distinciones. Aquí, todos sois iguales.

Un murmullo de aprobación recorrió la tripulación. Entonces, la capitana volvió la mirada hacia Jim, Elisabeth y el doctor Doppler. Su voz se volvió algo más solemne.

—Nuestra expedición partió de Montresor. Un planeta que no solo es famoso por sus gemas solares, sino porque allí se libró una de las batallas más duras de nuestra historia: la primera guerra contra los Procyon.

El silencio cayó de golpe sobre la cubierta.

—Dicen que, en aquel día —prosiguió Amelia—, cuando los cielos ardían y la derrota parecía inevitable, un héroe, alzó su nave y gritó antes de lanzarse contra los acorazados enemigos: "No nos rendiremos. No hoy, ni mañana. Mientras nos quede algo de aliento en nuestros pechos, lucharemos hasta el final."

Las palabras flotaron en el aire como un eco.

Jim, Elisabeth y Delbert se miraron entre sí. Conocían esas palabras de memoria: en Montresor se enseñaba en las escuelas, incluso se contaba esa historia de padres a hijos. Jim recordaba a su abuelo repitiéndolas con la voz quebrada; al igual que, Lizzie, pues recordaba las veces en que su abuelo había descrito con crudeza aquella batalla, y el doctor, los relatos de su propio padre, que había servido junto a Abner en aquellos días oscuros.

Amelia los observó un instante antes de añadir:

—Y gracias a aquel sacrificio, Montresor resistió. Hoy, generaciones después, descendientes de quienes sobrevivieron están aquí, a bordo de esta nave, dispuestos a escribir una nueva página de nuestra historia.

Lizzie alzó las manos para hablar en señas, y Jim tradujo para la capitana:

—Esa batalla dejó demasiados muertos. Una ciudad entera fue arrasada y nunca se reconstruyó. Lo único que queda es un cementerio inmenso… Todavía convivimos con las cicatrices de la guerra.

Amelia asintió con un deje de tristeza.

—Lo sé, señorita Hawkins. Por eso vuestro planeta tiene hoy un puerto espacial: está en un punto estratégico, y los Procyon lo atacaron por codicia. Querían las gemas solares y un bastión para lanzarse sobre el imperio. Pero lo que no comprendieron fue la resiliencia de los hijos de Montresor.

Jim y Delbert hincharon el pecho con orgullo. Lizzie bajó la mirada, conmovida, antes de volver a levantarla con firmeza.

La capitana concluyó con un gesto amplio que abarcó a toda la tripulación:

—Y por eso lo repetiré: no importa quiénes seamos ni de dónde vengamos. Hoy, aquí, somos tripulación del Legacy. Y mientras yo lo lidere, navegaremos juntos, lucharemos juntos y, si llega el caso… caeremos juntos.

Un rugido de voces respondió. Los navegantes aplaudieron o vitorearon, en señal de aprobación. Amelia asintió satisfecha y, junto con Arrow, se retiró al camarote.

La multitud seguía murmurando después del discurso de la capitana. Silver permanecía de brazos cruzados, con expresión impasible, pero por dentro era otra cosa.

El eco de las palabras de Amelia —"Mientras nos quede algo de aliento en nuestros pechos, lucharemos hasta el final"— resonaba en su cabeza. De pequeño había escuchado esa historia, al igual que esas palabras.

Nunca se había molestado en memorizar el nombre del planeta donde ocurrió la batalla, pero sí se había quedado con aquella imagen: la de un hombre que, con un último ataque desesperado, cambió el rumbo de la guerra y dio tiempo para que los demás pudieran contraatacar.

De niño, cuando su padre aún estaba vivo, había soñado con ser así: un héroe, alguien que salvase a la gente. Pero aquel anhelo ingenuo no tardó en morir, reemplazado por otro mucho más egoísta y voraz: encontrar el tesoro de Flint.

Aun así, pensar en esa batalla había removido algo dentro de él. Hacía tanto que no pensaba en su padre… demasiado tiempo. Se le antojaba un recuerdo lejano, casi ajeno. Un tiempo en el que aún era un crío inocente e ingenuo, tan distinto al hombre que era ahora.

Su ojo cíborg barrió la cubierta, hasta detenerse en Elisabeth. La muchacha tenía la vista clavada en el suelo; un mechón le cubría parte del rostro, pero Silver alcanzó a distinguir cómo apretaba los labios, conteniéndose para no llorar.

Casi sin querer, se preguntó: ¿Qué tan de cerca había vivido su familia aquella guerra?

Jim, en cambio, se pavoneaba orgulloso, hinchando el pecho como si hubiese el mismo librado la batalla. Silver esbozó una sonrisa ladeada. El chaval tenía agallas, sí, pero aún no dejaba de ser un crío. Su hermana, en cambio… su hermana, jugaba en otra liga.

Recordó cómo la noche anterior había roto a llorar solo con mencionar a su padre, y ahora, delante de todos, se negaba a mostrar la mínima grieta. Quiso admirar esa fuerza, pero lo cierto es que lo que más le delataba eran sus ojos.

—Se quiere hacer la dura, pero no engaña a nadie… —murmuró Silver en voz baja, acariciando a Morfo, que flotaba sobre su hombro.

La tripulación empezó a dispersarse entre comentarios animados sobre el discurso de la capitana. Onus y otros navegantes hablaban en voz alta, pero entre palabra y palabra no dejaban de lanzarle miradas a la chica, que seguía distraída en sus pensamientos.

Scroop, en cambio, aprovechó para acercarse siseante a Elisabeth. Se inclinó y le susurró algo que nadie más alcanzó a oír. Lo que fuese, hizo que la muchacha alzara la mirada y se apartara con brusquedad, dejando al mantavor con una mueca de satisfacción.

Silver lo vio, y su cuerpo entero se tensó. El primer impulso fue romperle los colmillos ahí mismo, pero se obligó a contenerse. No era el momento. Ya hablaría con ese maldito insecto a solas. Se dio cuenta, entonces, de algo que no le gustó nada: estaba siendo demasiado protector con la chica. Y mostrarse así de débil frente a su tripulación era un lujo que no podía permitirse.

—Bah… lo que menos necesito ahora es encariñarme con una mocosa que ni siquiera conozco.

Resopló, dándose media vuelta. Pero mientras caminaba hacia la cocina, su mirada volvió a buscarla casi por instinto. El viento le había desordenado un mechón que le cruzaba el rostro; Elisabeth lo apartó con un gesto distraído, detrás de la oreja. Un gesto tan simple, tan cotidiano… y, sin embargo, bastó para que Silver sintiera un nudo extraño en el pecho.

Se maldijo en silencio, bajando la vista, fingiendo que buscaba su pipa para encenderla.

Elisabeth permaneció un rato en cubierta, tratando de recomponerse de lo que acababa de escuchar de labios de Scroop.

Oye, preciosa. ¿Por qué pones esa cara tan larga? Si quieres, yo te puedo animar, te haría pasar un buen rato.

Las palabras le revolvieron el estómago. Sintió una punzada de náusea y una ola de repugnancia le recorrió el cuerpo. No podía concebir algo más bajo que ese ser: su tono viscoso, su cercanía invasiva, y en la forma que se le había insinuado.

Respiró hondo, para apartar esa sensación. Sus ojos se alzaron y recorrió la cubierta. Jim estaba distraído con Morfo y con el doctor Doppler, que no dejaba de intentar entablar conversación con él, aunque este prefería perderse en las vistas infinitas del Etherium.

¡Y qué vistas! Elisabeth se dio cuenta de que, en medio de su turbación, no había reparado en la belleza que la rodeaba. A diferencia de la noche anterior, no había estrellas visibles, sino la luz de una gran estrella que bañaba la nave, tiñendo las nubes de tonos imposibles: un azul intenso, junto con un amarillo dorado y un naranja que casi parecía fuego. Las nubes a su alrededor parecían algodón de azúcar. Un instante que debería haber sido perfecto, de no ser por lo que le había susurrado ese tipo tan desagradable.

Buscó con la mirada a Silver. No estaba en cubierta. Seguramente se habría bajado a la cocina. Dudó un instante, pero decidió seguirlo. Aunque aquel cíborg fuese insufrible, ella no pensaba quedarse quieta ni perder el tiempo. Si le tocaba estar a su cargo, que le pusiera a hacer cualquier tarea. Holgazanear no era su estilo.

Lo encontró abajo, terminando de recoger la cocina mientras fumaba de su pipa, envuelto en una nube de humo que olía a tabaco fuerte. Elisabeth sacó su libreta y garabateó unas palabras rápidas:

"Voy a cambiarme de ropa. No me ha dado tiempo esta mañana".

Aún llevaba puesta la camiseta ancha que usaba de pijama y unos pantalones viejos para estar en casa. Había salido tan deprisa cuando Morfo la despertó, que no se había aseado ni vestido con calma.

Silver levantó una ceja, asintió e intentó sonar indiferente.

—No te preocupes, Liz. Ves a cambiarte, al volver te aguarda un montón de trabajo.

Ella no escribió nada más y se encaminó al camarote. Pero, una vez dentro, el peso de todo lo que había cargado se le vino encima. Se dejó caer en la cama, y golpeó la almohada con rabia. Las palabras de Scroop resonaban en su cabeza como veneno, pues le había pillado desprevenida. No quería que le afectasen, no quería sentirse vulnerable, pero era inevitable. Y, al mezclarse con lo que la noche anterior había removido en ella —el recuerdo de su padre, los recuerdos de su abuelo y la guerra—, se sintió más sensible de lo normal.

En menos de veinticuatro horas había roto a llorar en la intimidad de ese camarote.

Elisabeth tardó un rato en recomponerse. Respiró hondo varias veces, se enjuagó el rostro con agua fresca y se obligó a mirarse al pequeño espejo del camarote. No podía dejar que nadie, y menos Scroop, viera que había conseguido afectarla.

Optó por ponerse un conjunto sencillo de blusa y falda larga, junto con otro corpiño que contrastaba con el color de la falda. Enderezó los hombros, se recogió el pelo en una trenza rápida y salió como si nada.

Al volver a la cocina, Silver había acabado de guardar todo en su sitio. Al alzar la mirada hacia ella, sus ojos —el biológico, y el metálico— se clavaron en ella, inspeccionándola.

—¿Estás bien? Has tardado un poco —tanteó Silver, pues algo que se le daba muy bien era observar y podía ver en el rostro de la chica que había llorado, por mucho que intentase disimular.

Elisabeth se tensó. Pues por la mirada que puso ese maldito cíborg, sabía que la estaba analizando. Parecía que tenía un radar para dar contra sus puntos débiles. Agarró la libreta intentando enderezar el cauce de la conversación y escribió.

"Estoy bien. No te preocupes."

Silver apretó la mandíbula algo molesto. Sabía perfectamente que le estaba mintiendo, así que fue más directo.

— ¿Qué te ha dicho Scroop?

Elisabeth abrió los ojos sorprendida. Lo había visto. Bajó la mirada y se apresuró a escribir una respuesta, para zanjar el tema, pues no tenía ganas de hablar de ello.

"Una tontería sin importancia. Estoy bien. No hace falta que te metas."

Silver resopló, frustrado. Dio un golpe con la mano metálica sobre la mesa, lo bastante fuerte para hacer temblar los vasos.

—¡Maldita sea, Liz! ¿Por qué eres tan terca?

Elisabeth lo miró desafiante y volvió a escribir:

"Puedo cuidarme sola."

Silver le sostuvo la mirada unos segundos, hasta que soltó un bufido y apartó la vista.

—Tú ganas. Eres dura de pelar, lo admito… —murmuró.

La conversación quedó ahí, pero en su interior algo le hacía hervir la sangre. No podía sacarse de la cabeza la expresión rota que le había visto al entrar, el leve rastro de lágrimas. No importaba lo que dijera ella: Scroop la había hecho llorar. Y eso no iba a quedar impune.

Esa noche, cuando la tripulación se fue recogiendo y el silencio fue adueñándose del Legacy, Silver salió de su camarote en silencio, aunque Elisabeth no podía oírle, se aseguró de que estuviese dormida.

Caminó por la cubierta, su sombra proyectada por la luz de las lámparas. Scroop estaba en un rincón, afilando una navaja pequeña con sus pinzas, haciendo que se oyese un chirrido metálico.

—Scroop… —La voz grave de Silver retumbó.

El mantavor giró la cabeza con ese siseo que se clavaba en los nervios, enseñando una sonrisa torcida.

—¿Sí, capitán?

Silver se acercó despacio, apoyando la mano de carne sobre la barandilla y dejando que el brillo rojo de su ojo cíborg lo bañara.

—Creo que ayer no acabé de explicarme bien…—su voz se endureció, bajando a un gruñido—. La próxima vez que te acerques a la chica o le digas una sola palabra fuera de lugar… te arranco la cabeza.

El aire se tensó. Scroop siseó, divertido, pero notó que la amenaza no era en vano: el brillo asesino en la mirada de Silver no dejaba dudas.

—Tch… ¡Qué protector te has vuelto, capitán! Al final pensaré que la quieres toda para ti. —se burló el mantavor, aunque con cautela.

Silver dio un paso más, su mano metálica transformándose en un sable afilado que se posó a centímetros del rostro del alien.

—Te lo advierto, Scroop. No juegues con fuego.

—¿O qué? ¿Me voy a quemar? No siempre podrás estar pendiente de su bienestar, si no soy yo, será otro quien quiera divertirse con ella.

El silencio se volvió espeso. Finalmente, Scroop se retiró a dormir. Mientras el cíborg se apoyó en la barandilla, sacando su pipa del bolsillo.

El humo de la pipa se mezclaba con el aire frío del Etherium. Silver pensaba en Elisabeth, en su testarudez y en lo fácil que era provocarla. Debía ser cauteloso, recordarse a sí mismo que no era su guardián. La chica ya era mayorcita, y podía cuidarse sola… pero, al mismo tiempo, sentía esa necesidad de vigilarla, igual que a su hermano, para evitar que se metieran en líos. Era lo sensato, se dijo. Lo necesario para que metan las narices en su plan.

Pasaron unos días, y el ambiente a bordo pareció relajarse. Habían entrado en una rutina, que consistía en cocinar y limpiar, pero, en el caso de Silver, en vigilar. Lo único que rompía esa monotonía eran, por un lado, el entusiasmo del doctor Doppler con sus investigaciones, y, por otro, las enseñanzas prácticas que el cíborg decidió imponer a los Hawkins.

Delbert irrumpió en la cocina una mañana, con el rostro encendido de la emoción. Había colocado varios sensores alrededor del barco para recopilar datos del Etherium y necesitaba a Elisabeth para que le ayudara a interpretar las lecturas. No era un simple pasatiempo: la muchacha era brillante con los números y los patrones, y él lo sabía.

En cambio, Silver se centró en algo más básico. Les presentó a los dos hermanos lo que él llamaba "destrezas básicas", necesarias para sobrevivir en cualquier barco que surcara el Etherium. Jim bufó porque pasaba del tema, y Lizzie frunció el ceño al enterarse de que también estaba incluida en ese plan.

La primera lección fue sencilla: nudos marinos. Silver los reunió en un puesto de vigilancia del Legacy, con una cuerda gruesa en sus manos.

—Este es el nudo más básico, y probablemente el que os salvará la vida si las cosas se ponen feas. —Su voz retumbó grave mientras les mostraba cómo hacer el nudo en cuestión de segundos, sus manos grandes y seguras se movían con destreza.

Jim lo miró con gesto aburrido, apoyado en la barandilla. Elisabeth, más atenta, le pidió por gestos que lo repitiera. Silver resopló, pero repitió el movimiento más despacio, guiando el nudo hasta apretarlo con firmeza.

—Ahora vosotros.

Jim agarró la cuerda sin muchas ganas, aunque sus manos se movieron con naturalidad. Al momento siguiente, cuando Silver volvió la vista hacia él, el muchacho ya había desaparecido, usando la cuerda para descender al siguiente nivel del barco. El cíborg frunció el ceño, dispuesto a regañarlo, hasta que se percató: Jim había usado exactamente el mismo nudo que él le había enseñado para asegurar la línea.

Una sonrisa llena de orgullo, se le escapó. El chico tenía talento, aunque lo disfrazara con rebeldía.

Elisabeth, en cambio, se tomó su tiempo. Sus dedos finos se enredaban en la cuerda con torpeza al principio. Silver, paciente —y eso que no tenía mucha—, repitió el gesto otra vez para que lo siguiera. Tras varios intentos y alguna mueca de frustración, al fin consiguió hacer un nudo.

Silver la observó con una mezcla de satisfacción y algo que no supo bien que era.

—Bien hecho, Liz —murmuró. La chica le dedicó una sonrisa amplia, una que lo desarmaba por completo.

Lizzie, había logrado hacer un nudo, sí, pero estaba flojo, como si en cualquier momento fuera a soltarse. Frunció el ceño e intentó de nuevo a ver si podía hacerlo más fuerte, pero no lo consiguió.

Silver la observaba con los brazos cruzados. Resopló con una media sonrisa torcida al ver su torpeza, pero, sobre todo, por lo tozuda que era.

—No, no, así no te va a sujetar ni una triste vela —dijo al fin, avanzando hacia ella.

Lizzie lo miró de reojo, molesta por el comentario, pero antes de que pudiera replicar en su libreta, él ya estaba detrás de ella. Sus brazos la rodearon y sus grandes manos, una de carne y otra de metal, se posaron sobre las suyas con firmeza.

—Mira. No tires de aquí, tira de acá. —Su voz sonó baja, grave, tan cerca que la vibración de su pecho se transmitió a su espalda.

Lizzie se tensó un instante, sintiendo cómo el calor de él la envolvía, su brazo rodeándola al guiarle la cuerda. No se movió, solo dejó que la guiara, consciente de cada roce, de cada respiro que le rozaba la mejilla.

—Eso es… —murmuró Silver cuando el nudo empezó a tomar forma correcta. Sus dedos, ásperos, se deslizaron con los suyos, cerrando la lazada—. Firme y fuerte.

Ella tragó saliva, apretando la cuerda con fuerza. Sentía su corazón martillear contra el pecho y estaba casi segura de que él también lo tendría que notar, tan cerca como estaba ese momento.

Cuando terminaron, Silver no se apartó enseguida. La observó unos segundos más de lo necesario, notando el brillo decidido de sus ojos azules. Un brillo que le encantaba.

—¿Ves? No era tan difícil. —Su tono era suave, pero la sonrisa en sus labios era picarona.

Lizzie apartó la mirada, con las mejillas encendidas. Aun así, el nudo estaba perfecto, firme y fuerte.

Silver se separó, reprimiendo el impulso de quedarse más tiempo allí, tan cerca de ella. Se cruzó de brazos y gruñó:

—Bien. Ya no se te soltará ni una cuerda.

Lizzie, todavía sonrojada, escribió rápido en su libreta y se la enseñó, mirándolo con esa chispa desafiante:

"Podrías haberme dejado intentarlo sola."

El cíborg soltó una carcajada grave y divertida.

—Y perderme la cara que pones cuando te concentras … ni hablar, Liz. —le guiñó un ojo antes de darse la vuelta y bajar del puesto de vigilancia.

Esa noche, Elisabeth dio vueltas en la cama bajo la tenue luz que se filtraba por la portilla. No podía dormir. Cerraba los ojos y volvía a revivir la escena del nudo: las manos grandes de Silver sobre las suyas, el calor de su cuerpo tan cerca que hasta sentía su respiración contra la piel. Se tapó el rostro con sus manos, frustrada. ¿Qué demonios le pasaba? No lo soportaba… y, sin embargo, cada vez que estaba a su lado, algo dentro de ella se agitaba. Era contradictorio, confuso. Aquel Ursid seguía siendo un completo misterio.

Aun así, no podía negar que una parte de ella disfrutaba de estar cerca de él.

El amanecer llegó demasiado rápido, y Lizzie apenas había conciliado el sueño. Cuando Morfo le dio suaves golpecitos para despertarla, gruñó y tardó el doble de lo habitual en levantarse. Se arregló como pudo y fue directa a la cocina, todavía con el cabello un poco alborotado.

Allí estaba Silver, moviéndose con la soltura de siempre, girando una sartén en el fuego. Su espalda ancha ocupaba casi toda la encimera, y el olor del café recién hecho llenaba la estancia.

Elisabeth no pudo evitar quedarse mirando su espalda ancha, y sus brazos, aquellos que la rodearon ayer, aquellos a donde quería volver…

Lizzie suspiró, intentando apartar de su cabeza las imágenes de anoche, y se dispuso a ayudarle como de costumbre. Pero apenas dio dos pasos, Silver se giró hacia ella con gesto serio.

—Liz —la llamó, señalando con el mentón el aparato que Delbert le había confiado—. Eso está parpadeando.

Elisabeth siguió la dirección de su mirada… y se quedó helada. La luz intermitente del dispositivo se reflejaba en sus pupilas. Sintió que el aire se le atascaba en la garganta, que las piernas le temblaban como si no la sostuvieran. El color se le borró del rostro.

Silver frunció el ceño, dejó a un lado la sartén y se acercó a ella con preocupación.

—Eh… ¿Qué demonios significa eso?

Lizzie empezó a temblar, sus dedos se movieron con rapidez en señas, pero la ansiedad la hacía torpe, y él no entendió nada.

—No, no… tranquila, no sé lo que me estás diciendo. —Su voz grave intentaba sonar firme, pero había preocupación en su ojo biológico.

Lizzie apretó los puños. ¡La libreta! La había dejado en la habitación. Maldijo en silencio, desesperada.

Silver se acercó un paso más, y agarró a la chica por los hombros.

—Elisabeth, dime qué pasa.

La chica tragó saliva y, con un hilo de voz que apenas salió de su garganta, susurró:

—Viene… una tormenta.

Notes:

¡Hola a todos! Perdonad el retraso con este capítulo, pero he tenido bastante trabajo y, además, me he quedado atascada en algunas partes. Aunque, poco a poco ya se ve la conexión entre Elisabeth y Silver.

¡Preparaos para el siguiente capítulo que habrá acción! Espero que os guste el capítulo y que estéis disfrutando de la historia.

Ya sabéis si os gusta el fic dejad reviews, que siempre hace ilusión saber vuestras valoraciones, o si no podéis darle follow o like.

¡Gracias por seguir leyendo!

Notes:

¡Hola a todos!

Hace poco que me volví a ver la película del Planeta del Tesoro y me inspiré para escribir un nuevo fic. Será una nueva versión de la película con algunos personajes nuevos, más aventuras y porque no algo de romance.

¡Espero que os guste!