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Ashes and Stars

Summary:

En medio de las cenizas de un pasado roto, Asterion y Severus hallarán en su vínculo la fuerza para resistir lo que está por venir.

Estado actual:

Arco 1: El nacimiento del cuervo (1-?)

Notes:

¡Hola!

Antes de comenzar, me gustaría hablar un poco sobre esta historia. Si eres nuevo por aquí, ¡gracias por darle una oportunidad! Sin embargo, debo advertirte que no podrás entender completamente esta parte sin haber leído el primer libro.

Te invito a leer la primera parte, titulada "My Baby", que está disponible en mi perfil. Una vez que la hayas leído, puedes regresar y disfrutar esta continuación.

Para quienes ya leyeron la primera parte, hay algunas cosas que necesito aclarar:

En My Baby, los temas +18 no fueron muy explícitos, ya que era una historia más soft. Pero en esta segunda parte el tono será un poco más subido, y no solo en lo amoroso, sino también en el desarrollo de la trama y la evolución de los personajes.

Esta historia se basa principalmente en el canon de las películas, aunque incluiré algunos elementos de los libros. Aclaro nuevamente que Asterion no es protagonista de ninguna profecía. Como ya vimos, Harry existe dentro de esta historia y seguirá la cronología de las películas, mientras que Asterion tendrá protagonismo en otra línea argumental.

También modifiqué algunas edades de personajes del canon para que Asterion tenga compañeros dentro de su generación, ya que en el canon no hay muchos personajes de su edad. Así que no se sorprendan si ven a algún personaje ingresar a Hogwarts en un año distinto al que les corresponde originalmente.

Es muy importante que lean las etiquetas y tengan en cuenta los temas que se tratarán aquí. No serán extremadamente fuertes, pero algunos aspectos del canon seguirán presentes.

Por último, espero que me acompañen hasta el final de esta historia. Será larga, ya que me tomaré el tiempo necesario para contar todo lo que tengo planeado. La historia abarcará los siete años de Asterion en Hogwarts y también parte de su vida después de graduarse.

Les pido paciencia, porque en serio será un viaje largo.

Amo leer sus comentarios. Tal vez no los responda todos, pero les aseguro que los leo y me hace muy feliz saber que disfrutan la historia. ¡Gracias por eso!

Sin más que decir, ¡comencemos con esta segunda parte!

Chapter 1: Once inviernos

Chapter Text

Arco 1: El nacimiento del cuervo

 

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Prólogo 1.0

“Once inviernos”

 

 

──────────────────

 

 

Febrero de 1990.

La habitación estaba suavemente iluminada por las once velas que decoraban el centro de la mesa. No había luces fuertes ni hechizos extravagantes, solo ese brillo cálido y titilante que provenía del pastel de cumpleaños, dando al lugar un aire íntimo y festivo.

Alrededor, todos entonaban la canción con distintos tonos y ritmos, como suele pasar en estos momentos. Algunos con entusiasmo, otros con una sonrisa contenida, pero todos igual de comprometidos en hacer sentir especial al niño del centro.

Asterion, sentado justo detrás del pastel, observaba con ojos divertidos a los adultos. No podía evitar reír un poco para sí mismo por lo bobos que se veían todos.

De pronto, una voz familiar sonó a su espalda.

“Es momento de pedir un deseo.”

Asterion volteó apenas, reconociendo la figura de su padre, que se había acercado en silencio, como solía hacer. No dijo nada. Simplemente cerró los ojos.

“Quiero ser un gran mago”, pensó.

Y con una profunda bocanada de aire, sopló todas las velas de una sola vez. A su alrededor, las luces regresaron y los aplausos llenaron la sala, mientras el olor a cera quemada flotaba en el aire.

“¿Qué pediste?” Grace se acercó tanto que casi le rozó la nariz.

Asterion sonrió, ladeando la cabeza con ese gesto de niño que sabía más de lo que decía. Le sacó la lengua.

“No te diré. Es secreto.” Se cruzó de brazos, satisfecho.

“Vamos, si me lo dices capaz y se cumple. Soy una bruja excepcional.”

“Ya quisieras.” Le contestó, burlón. Ella le empujó con un bufido, sin perder la sonrisa.

“¡Dejen de coquetear!” Jay apareció entre los dos, con el ceño arrugado como si tuviera el triple de edad.

Grace y Asterion se miraron un segundo... y comenzaron a hacer arcadas dramáticas.

“Es mi cumpleaños, no hablemos de cosas asquerosas.” Asterion se echó un brazo sobre los hombros de sus amigos. “¡Vamos afuera!”

En un segundo, los tres estaban buscando sus chamarras. Las risas llenaron el pasillo mientras corrían hacia la puerta. Asterion iba en la delantera, a punto de salir, cuando una voz lo detuvo.

“Asterion.”

El niño se giró, con la mano aún en la perilla. Gruñó por lo bajo.

“¿Qué?”

“Ponte la bufanda,” dijo Severus, señalándole con un gesto breve.

Asterion obedeció con rapidez, enrollándosela al cuello sin protestar. Luego desapareció tras la puerta con el golpe suave del pestillo cerrándose.

Desde la sala, Rosie observaba la escena con los ojos entornados y una sonrisa que apenas mostraba sus dientes.

“Entre más crece, más energía tiene ese niño.” Su voz era baja, la edad ya no le permitía elevarla demasiado.

Severus soltó un suspiro sin decir nada.

“Esto no es nada,” murmuró Oliver, que estaba recostado junto a Lorna con una taza caliente en las manos. “Cuando entren en la pubertad sí que será un reto.”

Las risas fueron inevitables. Incluso Severus dejó escapar una leve exhalación por la nariz, lo más cercano que tenía a reírse.

En ese momento, Sirius apareció por el pasillo, sin hacer ruido, como si siempre hubiera estado ahí. Su abrigo largo aún traía polvo de invierno.

“¿Pero qué haces aquí? Pensé que no estabas,” comentó Rosie, un poco sorprendida.

Sirius alzó una ceja con una sonrisa ladeada.

“Entré por la parte de atrás.”

Los demás no dijeron nada. Sabían que no había sido por la puerta. Era obvio que se había aparecido directamente en su habitación. Pero no le dirán eso a una anciana muggle.

“Veo que tu nuevo trabajo es complicado,” comentó Lorna con suavidad, dejando la taza sobre la mesa. Su mirada se detuvo por un momento en las ojeras de Sirius, en sus hombros caídos, en ese aire desgastado que no combinaba con su fama de rebeldía juvenil.

“Sí, bueno… ser empresario jamás formó parte de mi currículum,” respondió él, dejándose caer en el sillón con un suspiro que parecía arrastrar semanas de peso acumulado.

Severus no dijo nada, pero también lo notó. No era algo nuevo. Llevaban meses así, trabajando fuera de casa, moviéndose con cuidado en un tablero que no permitía errores. El agotamiento era inevitable, más aún para alguien como Sirius, que había vivido gran parte de su vida huyendo de estructuras… y ahora se veía obligado a sostener una.

Ser el nuevo heredero Black no era una elección ligera. Sirius tenía que encajar —aunque fuera con pinzas— en el mundo que tanto había despreciado. Eso implicaba comportarse como se esperaba de un Black: elegante, reservado, intocable. Con un trabajo respetable. Con negocios que dieran la impresión de poder, aunque fueran meros teatros.

La familia Black no había trabajado en generaciones. No les había hecho falta. La riqueza era parte de su linaje como lo era la magia. Pero ahora, para convencer a los círculos más altos de la pureza mágica —y a los mortífagos más desconfiados—, Sirius debía fingir que todo volvía a su cauce. Que el apellido estaba retomando su lugar entre los grandes. Era, al fin, una jugada más dentro del plan.

Severus, por su parte, tenía más libertad. Todavía no se movían dentro del círculo de Dumbledore, así que aún le quedaba tiempo para compartir algunos silencios con Sirius. Estos días hablaban más. No tanto como dos amigos, ni como enemigos. Más bien como dos personas rotas que entendían lo que implicaba seguir caminando.

“Lucius quiere que lo acompañe al Ministerio,” murmuró Sirius, justo cuando Severus se acomodaba a su lado.

Hubo un momento de pausa antes de que Severus lo mirara de reojo. No era difícil adivinar lo que venía.

“No quieres que te vean,” concluyó con calma.

Sirius negó con un gesto cansado, casi infantil.

“Sé que James se volverá loco si me ve con Lucius... y su estúpido porte de rico empedernido.”

Severus entreabrió los labios, pero Sirius lo interrumpió con un suspiro tan exagerado que casi pareció una burla a sí mismo.

“Lo sé, lo sé,” dijo, dejando caer la cabeza en el respaldo, sin dignarse a levantar la vista. “Debo hacer todo lo que diga Lucius.”

Giró el rostro para ver al hombre a su lado, y luego volvió a clavar los ojos en el techo.

“No le digas a mi madre sobre esto. Odio sus sermones.”

Severus se quedó en silencio. Últimamente, estos momentos se le hacían difíciles. No porque no entendiera a Sirius, sino porque lo entendía demasiado bien. Sabía lo que era tener que mentirse para sobrevivir. Sabía lo que era tragar rabia y vestirse con la piel de otro.

Y, aun así, había instantes como este en los que no sabía qué decir. En los que la cercanía con Sirius lo abrumaba. No sabía si responder como aliado, como amigo o simplemente callar.

“Solo… no dejes que eso te afecte,” dijo al final, con una voz baja, medio ronca por el cansancio. Era una respuesta sosa, lo sabían los dos. Pero ninguno quiso decirlo.

“Sí,” la voz de Sirius pareció triste.

El momento fue interrumpido por Lorna, quien encendió la radio con un toque despreocupado, y en segundos, la sala se llenó con los primeros acordes vibrantes de “Groove Is in the Heart” era una de esas canciones Muggle que los jóvenes escuchaban hoy en día. El bajo funky y el ritmo contagioso invadieron el aire, trayendo con él una energía imposible de ignorar.

“¡Vamos, Severus!” exclamó Lorna, girando sobre sí misma y tendiéndole las manos con una sonrisa traviesa. “Baila conmigo.”

Severus frunció el ceño con desconcierto y resignación, retrocediendo medio paso como si eso fuera a salvarlo.

“No, gracias,” murmuró, alzando una ceja. “Tengo dignidad.”

“Pues te la guardas para después, que ahora vas a bailar,” dijo ella con determinación, tomándolo de las manos antes de que pudiera escapar.

“Ten, Sirius,” Rosie le entregó una taza y se sentó a su lado.

Sirius agradeció y observó la escena desde el sillón, una sonrisa perezosa curvándose en sus labios. Ver a Severus atrapado en el centro de la sala, girando a duras penas, con pasos rígidos y una expresión entre confundida y rendida, era un espectáculo que no se veía todos los días. Lorna se movía con gracia, arrastrándolo con ella, como si bailar fuera lo más natural del mundo. Y Severus, aunque visiblemente incómodo, no lograba disimular del todo una pequeña mueca que no era del todo desagrado.

Sirius se dejó llevar por la risa que escapó sin querer. Era uno de esos momentos raros —cotidianos, tranquilos, casi absurdos— que le devolvían un poco de oxígeno en medio del humo. Uno de esos momentos que hacían que todo valiera, aunque fuera solo por segundos.

Suspiró, recostándose con más peso en el respaldo del sillón. El año se había esfumado. Casi sin sobresaltos. El mundo mágico parecía en calma… pero él sentía algo moverse debajo de la superficie. Como si algo estuviera a punto de romperse.

Y aunque quería aferrarse a la música, a las risas, a la absurda imagen de Severus bailando como un tronco… no pudo evitar preguntarse cuánto tiempo más podrían tener instantes así.

 

(…)

 

Severus se levantó con el sonido apagado del viento afuera. Corrió las cortinas de su habitación, dejando que la luz grisácea del final del invierno se colara tímidamente por la ventana. El día apenas despertaba, frío y silencioso. Se colocó bien la bata, cerrándola un poco más sobre el pecho, y caminó por el pasillo con pasos tranquilos.

En el salón, el fuego de la chimenea apenas chisporroteaba. Allí, como ya era costumbre en la última semana, Asterion dormía hecho un bulto en el sofá, con la cabeza apoyada sobre el respaldo y un brazo colgando.

Desde que cumplió los once años, el niño había decidido dormir ahí, firme en su misión de no perderse la llegada del correo mágico. A Severus le parecía absurdo, pero no tenía corazón para obligarlo a regresar a su habitación.

Se acercó y, con un pequeño gesto de varita, avivó las llamas del hogar. La calidez se extendió de inmediato por el ambiente, despertando a Asterion, que se removió entre las mantas, abriendo los ojos con la lentitud de quien ha dormido mal.

“¿Papá?” murmuró, llevándose una mano al rostro para frotarse los ojos. “¿Qué hora es?” bostezó ruidosamente mientras se estiraba, todavía medio dormido.

“Deberías volver a dormir en tu cama,” sugirió Severus, acomodándose la bufanda al cuello. “Cuando llegue la carta, serás el primero en verla, lo prometo.”

“Pero quiero estar aquí cuando pase,” replicó con un mohín, enterrando la cara entre los cojines. “Están tardando demasiado.”

“Asterion, cumpliste once hace una semana,” le recordó con tono paciente.

“Es demasiado tiempo,” exclamó dramáticamente, dejando caer los brazos a los lados. “Pierden la oportunidad de aceptar al mejor mago que van a tener en generaciones.”

Severus soltó una risa irónica.

“Qué condescendiente. Acabas de sonar igualito a Draco.”

La mueca de desagrado que le devolvió Asterion fue inmediata. Hizo un ruido de protesta pero ya no replicó.

“Ve a alistarte para la escuela, mago prodigio.”

“¿Tengo que ir?” se quejó el niño, arropándose aún más como un capullo. “Podrías dejarme quedarme hoy…”

Severus se cruzó de brazos, mirándolo con una ceja levantada.

“Deberías pasar tiempo con tus amigos mientras puedas. Pronto no estarás con ellos todos los días.”

Asterion dejó escapar un suspiro y, aunque su cuerpo gritaba quedarse, se sentó con resignación. No le gustaba admitirlo, pero su padre tenía razón.

“Está bien,” murmuró, arrastrando los pies mientras salía del salón en dirección al baño.

Severus lo siguió con la mirada hasta que desapareció en el pasillo. Luego se quedó allí un momento, en silencio, sintiendo cómo el calor de la chimenea contrastaba con el leve malestar que le pesaba en el pecho.

Asterion siempre había sido inquieto, impaciente… pero esto era diferente. La carta debía haber llegado ya. Normalmente, Hogwarts no se retrasaba tanto. Aunque, se dijo a sí mismo, tal vez solo necesitaban esperar un poco más antes de alarmarse.

 

(…)

 

Asterion se abrochó el abrigo con movimientos rápidos y torpes, se colgó la mochila al hombro y abrió la puerta principal con un pequeño crujido.

“¡Me voy!” gritó desde el umbral. Escuchó un distante “Cuídate” y sin esperar más, salió a toda prisa.

El aire matutino le golpeó la cara, fresco y lleno del olor a tierra húmeda. Mientras bajaba por la colina que rodeaba su casa, miró a su alrededor con un dejo de nostalgia. El bosque que se alzaba a un lado, la vista del pueblo extendiéndose a lo lejos, con sus casas humeando chimeneas… todo le parecía familiar y reconfortante. Iba a extrañar eso. Iba a extrañarlo todo.

Aunque no lo decía en voz alta —y mucho menos delante de su padre— sabía que echaría de menos estar en casa. Adoraba la magia, y la emoción de ir a Hogwarts le revoloteaba en el estómago como una criatura viva, pero también era consciente de lo que dejaba atrás. Ya no vería a su padre todos los días, y eso le pesaba más de lo que admitía.

Más aún, le preocupaba. No era un niño ingenuo, sabía que su padre y su tío estaban metidos en algo. Lo notaba en sus gestos, en las conversaciones a medias, en las miradas silenciosas que se cruzaban cuando creían que él no los observaba. Y aunque había prometido no preguntar o actuar, su cabeza no dejaba de llenarse de dudas.

Pero no podía dejarse arrastrar por esas inquietudes. No ahora. Iría a Hogwarts, aprendería todo lo posible y se volvería un gran mago. Tal vez así, algún día, podría ayudarlos. Ser útil. No una carga.

“¡Hola, Aster!” lo saludó Jay, dándole un empujón amistoso. “¡Hoy es día de pizza!”

“¡Pizza!” repitió Asterion, dejando que la alegría del momento lo envolviera mientras echaban a correr hacia la escuela, riendo.

Muy lejos de allí, entre columnas de mármol, alfombras persas y lámparas de cristal, el aire era denso con el perfume caro y el orgullo aristocrático.

Sirius se mantenía en silencio, sentado con un vaso en la mano, mientras escuchaba a Lucius Malfoy alardear con entusiasmo contenido —y perfectamente calculado— sobre sus últimos acuerdos comerciales. El salón de la mansión Malfoy era tan frío como su anfitrión, pero eso no impedía que Lucius caminara de un lado a otro, con su bastón resonando suavemente contra el suelo pulido.

“Las ramas internacionales están floreciendo otra vez,” decía con satisfacción, como si hablase de jardines. “Y ni siquiera hemos abierto las puertas al mercado muggle. Imagina lo que podríamos hacer si la situación política se estabiliza.”

Sirius apenas asintió, conteniendo el impulso de rodar los ojos. Las palabras de Lucius siempre venían envueltas en terciopelo, pero en el fondo olían a ambición, a poder. A algo que se estaba gestando… y que no terminaba de mostrar su forma completa.

“Eres muy callado, me sorprende,” dijo Lucius, deteniéndose justo frente a él. “Severus solía quejarse a menudo porque eras un escandaloso en Hogwarts.”

La mención de Severus hizo que Sirius alzara una ceja, por fin sintiendo algo de interés en aquella conversación tan recargada como irrelevante.

“¿Eso hacía?” preguntó, dejando escapar una sonrisa ladeada. La imagen de un joven Severus refunfuñando porque él no paraba de hablar, de bromear, de existir con exceso, era genuinamente divertida.

Pero la sonrisa se borró tan rápido como llegó. Lucius lo estaba observando, sus ojos entrecerrados con ese juicio silencioso tan propio de los Malfoy. Y luego habló.

“Es curioso…” murmuró, acercándose un paso más, como si fuera a confiarle un secreto venenoso. “Cuando Severus me envió esa carta hablándome de tus nuevas ideologías, tus... convicciones políticas, dudé que fuera real. Tú, el rebelde Black, el traidor de sangre, repentinamente heredero legítimo, con ambiciones por 'restaurar el legado'. Sonaba a broma.”

Sirius se tensó. El aire pareció volverse más denso entre ellos, más frío. Lucius continuó, calmado como si hablara del clima.

“Pero luego Walburga Black me lo confirmó ella misma. Te presentó como el nuevo heredero, con ese orgullo fanático que tanto la caracteriza. Todo fue… demasiado repentino. Nada cuadraba.”

El corazón de Sirius palpitó un poco más rápido. No debía ceder, no podía. Lucius no tenía por qué sospechar nada, no había ningún plan real, al menos no todavía. No había nada que pudiera delatarlo. Respiró hondo, manteniéndose sereno.

Lucius sonrió entonces, esa clase de sonrisa que no decía nada pero lo insinuaba todo.

“Es porque tú y Severus tienen otro tipo de relación, ¿verdad?”

Sirius estuvo a punto de golpearse la frente con la palma de la mano. ¿Cómo había llegado Lucius a esa conclusión? ¿En qué rincón absurdo de su mente había armado esa teoría?

“No, eso no…” suspiró, obligándose a hablar con naturalidad. “Fue la pareja de Regulus, no sé cómo la gente se inventa esas cosas.”

Lucius giró lentamente sobre sus talones, retomando su porte altivo mientras se alejaba.

“Los linajes de sangre pura son peores que eso, Black,” dijo con desprecio apenas disimulado. “Vamos. La reunión con los ejecutivos de Indonesia está por iniciar.”

Sirius se levantó a duras penas, enderezando su túnica mientras intentaba deshacerse del nudo de incomodidad que le apretaba el estómago. No pensó más en las palabras de Lucius; de hecho, hizo todo lo posible por no hacerlo. Caminó hacia el gran salón, deseando que la jornada pasara pronto.

La reunión fue meramente cordial, otro de los intentos calculados de Lucius por exhibir a Sirius como una figura respetable frente a sus aliados más poderosos. Todo parecía una obra cuidadosamente ensayada: los saludos mesurados, las sonrisas hipócritas, las palabras medidas. En la mesa no se tocaron temas relevantes, apenas algunas preguntas vagas sobre el estado político del mundo mágico en Inglaterra, la estabilidad del Ministerio, los bienes heredados y sus respectivas gestiones. Eran conversaciones huecas, absurdamente elitistas, esas que solo mantenían quienes nunca habían pisado el suelo sin alfombra.

Sirius salió de ahí apenas pudo, sintiendo cómo la presión en su pecho necesitaba un respiro. El aire de la mansión Malfoy era agotador, pero preferible a la opresión de esa sala de reuniones. Caminaba sin rumbo fijo, sólo buscando algo que le devolviera la noción de estar vivo… hasta que, a lo lejos, una cabecita rubia se asomó entre los corredores.

“¿Qué estás haciendo, pequeño pavoreal?” se acercó con paso ligero, sacudiendo el cabello del niño con una sonrisa juguetona.

Draco soltó un manotazo indignado. “Deja de llamarme así,” gruñó, estilizando con desesperación los mechones que se habían salido de su lugar.

“¿Ni siquiera te agrado un poco?” Sirius se encogió de hombros. “Soy tu tío, ¿sabes? Y por lo visto, ahora estaré mucho tiempo aquí.”

Draco arrugó la nariz, visiblemente molesto. “Yo nunca llamaré tío a alguien…”

La frase quedó a medias. El rubio se congeló de golpe, y Sirius notó el motivo al girarse: detrás de ellos, la figura impecable de Lucius Malfoy los observaba con una expresión pétrea.

“Draco, deberías estar estudiando con tu institutriz,” dijo Lucius con voz firme pero serena, como si no necesitara alzarla para imponer miedo. “No aquí perdiendo el tiempo.”

El niño bajó la mirada al instante, sus manos pequeñas se apretaron con fuerza contra la tela de su abrigo. Estaba rígido. Sirius notó el temblor apenas perceptible en sus hombros.

“No le hables así,” dijo impulsivamente, y enseguida añadió: “Yo lo detuve. Iba para allá, solo que lo abordé antes. No te enojes con él.”

Draco alzó los ojos, mirándolo de reojo como si no entendiera por qué lo estaba defendiendo. Lucius, en cambio, pareció evaluar la situación con fastidio. Con un simple movimiento de su mano, el niño se retiró en silencio, perdiéndose entre los pasillos sin atreverse a decir nada más.

Cuando el sonido de sus pasos desapareció, Lucius volvió la mirada a Sirius. “No vuelvas a interrumpir a Draco. El estudio es sumamente importante para el, no necesita más distracciones, suficiente tiene con esas nuevas ideas,” dijo sin una pizca de emoción. Y se marchó sin añadir palabra, dejándolo solo en el pasillo.

Sirius se quedó ahí un momento, con la mandíbula apretada. La imagen de Draco temblando por una simple corrección le revolvió el estómago. Era demasiado parecido a sí mismo, cuando tenía su edad. Esa tensión constante, esa necesidad de perfección, el miedo disfrazado de respeto. La crianza de los sangre pura no había cambiado en absoluto. Seguía siendo igual de aterradora.

“Sirius.”


La voz suave y perfectamente modulada de Narcissa lo detuvo a mitad del pasillo. Como siempre, caminaba con la gracia de una reina, aunque en su lugar llevaba un pequeño postre entre las manos, decorado con detalles finos como si hubiera salido de una vitrina encantada.

“Entrégale esto al pequeño Asterion,” dijo, ofreciéndoselo con una media sonrisa. “Y dile que luego le llevaremos su regalo.”

“Claro,” respondió, sin apartar la vista del postre que se veía extremadamente delicioso. Sirius tuvo que contener el impulso de meter un dedo en la cubierta para probarlo.

“¿Aún no le han dado noticias?” preguntó la mujer, con un tono sutil pero expectante.

“No… y Aster está empezando a perder la paciencia. No sé cuánto tiempo más dure antes de perder la cordura por completo.”

El comentario arrancó una pequeña risa de la mujer, que intentó disimularla con el dorso de su mano. Su sonrisa, sin embargo, permaneció.

“Me lo imagino. Ese niño va a hacer mucha falta cuando entre a Hogwarts.”

Sirius asintió con tristeza. En el fondo, lo sabía desde hacía meses: cuando Asterion se fuera, el silencio volvería a apoderarse de muchos rincones de la cabaña.

“Encontraremos otras formas de entretenernos,” dijo encogiéndose de hombros, como quien quiere quitarle peso a algo que claramente lo tiene. Su voz sonó ligera, pero no engañaba a nadie.

“Salúdame a Severus, dile que está pendiente nuestra reunión de té,” ella se despidió con un leve gesto de la mano antes de alejarse con la misma gracia con la que había llegado.

Sirius apareció rápidamente dentro de la cabaña. Apenas había aterrizado cuando un alarido agudo, chillón y exaltado resonó desde la cocina. Era imposible confundir esa voz.

Acercándose, lo primero que vio fue a Severus, posado con tranquilidad en el marco de la puerta, brazos cruzados, y una sonrisa que rara vez mostraba en público. A su lado, el caos en forma de niño.

“¡Tío Sirius!”

Asterion apareció como una tormenta desatada, corriendo por el pasillo con un sobre en alto que brillaba con una tenue aura dorada. Pasó de largo a Severus, quien estaba recargado en el marco de la puerta con los brazos cruzados y una sonrisa serena, testigo del estallido de emoción.

“¡Por fin tengo mi carta!” gritaba el niño. “¡Voy a ir a Hogwarts!”

Sirius apenas tuvo tiempo de dejar la tarta sobre la mesa antes de que Asterion se le lanzara encima. Lo alzó con fuerza, riendo.

“¡Obvio que irías a Hogwarts, niño tonto!” respondió, bajándolo al suelo con un gruñido exagerado. “Aunque con lo que has crecido, tal vez ya no te dejen entrar. ¿Qué estás comiendo, ladrillos? ¿O todos esos sándwiches que me robas?”

Asterion soltó una carcajada, tan limpia y pura que llenó la cocina de alegría.

“¡Necesito muchas cosas!” comenzó a caminar en círculos, agitado por la emoción. “¡Draco me dijo que debo comprar una mascota! ¡Y necesito uniforme! ¡Y una varita! ¡Vamos a comprar mi varita ahora mismo!”

Corrió hacia Severus y se colgó de su cintura como si fuera su ancla al mundo real.

“Calma.” Severus rió entre dientes, inclinándose para acariciar con suavidad la mejilla del niño. “Estamos en febrero. Aún faltan algunos meses.”

Asterion hizo un puchero notable, pero no protestó más. La emoción seguía chispeando en sus ojos.

“¡Grace! ¡Le tengo que presumir esto!” gritó de repente, y salió disparado al salón.

Severus lo siguió con la mirada, con esa mezcla de ternura y resignación que sólo un padre puede tener.

“Nunca debí comprar ese teléfono,” murmuró, pero era evidente que la dicha lo rebosaba.

“Algún día descubriremos el hechizo para apagarlo,” bromeó Sirius, retomando su taza mientras regresaba a la cocina. “Narcissa envió la tarta para Aster,” agregó con naturalidad, “y dice que no olvides tu cita de té.”

“Iremos el fin de semana,” respondió Severus, encendiendo la tetera sin perder la calma. “Asterion va a querer presumirle a Draco que ya está oficialmente en Hogwarts.”

Sirius sonrió mientras el aroma del café comenzaba a llenar la cocina, sabiendo que ese momento quedaría grabado entre los más felices.

Pero toda esa felicidad fue interrumpida.

“Walburga nos quiere ver. Ya sabes que necesita saber con detalle todos nuestros movimientos,” dijo Severus con voz tranquila, mientras servía la taza con agua hirviendo, el vapor elevándose entre ambos como una frontera invisible.

“Es tan invasiva,” Sirius frunció el rostro, visiblemente molesto. “Aún no ha habido ningún movimiento real.”

“Esperemos y siga así por un tiempo.”

Las palabras quedaron flotando en el aire como una advertencia tenue, y ambos se quedaron en silencio, contemplando la nada. El sonido del reloj marcaba el paso del tiempo con una precisión implacable. La taza entre las manos de Sirius se volvió un ancla, algo a lo que aferrarse para no pensar demasiado en lo que podría venir.

Hasta que, como un rayo de sol entrando por una rendija, Asterion apareció de nuevo.

Esta vez traía un libro entre las manos, uno de tapa dura color vino, con bordes dorados que ya comenzaban a desgastarse por el uso.

“¿Y eso qué es?” preguntó Sirius, curioso al ver cómo el niño lo abrazaba como si fuera un tesoro.

Severus sonrió con un orgullo, de esos que no necesitan grandes gestos para ser evidentes.

“Es un libro en blanco, mi papá me lo regaló,” explicó Asterion mientras trepaba a la silla frente a ellos y con cuidado abrió el volumen.

Las hojas, aunque alguna estaba algo arrugada en las esquinas, estaban llenas hasta el borde.

“Esto es todo lo que quiero para ir a Hogwarts.” Y entonces empezó a pasar las páginas.

No había solo palabras o listas. El libro estaba rebosante de dibujos hechos a mano, algunos coloreados con lápices mágicos que brillaban ligeramente al moverlos bajo la luz. Las figuras estaban delineadas con trazos torpes pero llenos de intención, y en casi todas, Asterion era el protagonista. Dibujado una y otra vez con su cabello rubio ensortijado, sus ojos negros como la tinta fresca, y un uniforme de Hogwarts que cambiaba de color entre una ilustración y otra. Escarlata, esmeralda, azul profundo, amarillo oro… cada página mostraba una versión distinta del mismo sueño.

“No me puse un color específico porque yo quiero pertenecer a todas las casas de Hogwarts,” explicó con una sonrisa ancha, como si lo que decía no fuera un deseo imposible sino una meta lógica.

Pasó la página, y apareció una escena de él mismo volando en una escoba, con el campo de Quidditch detrás. La perspectiva era ambiciosa: había intentado dibujar hasta las gradas, llenas de pequeños puntos que representaban a los espectadores. En otra ilustración, tenía una mascota distinta en cada brazo: un gato gris con ojos brillantes, una lechuza blanca extendiendo las alas y una pequeña criatura violeta que parecía un cruce entre un hurón y un puffskein.

“Todavía no sé cuál elegir, por eso las dibujé todas. Quizá tenga una criatura mágica única,” dijo, como si fuera la opción más probable del mundo.

Y luego vino la página más conmovedora. Asterion se mostró de pie, con un gran trofeo dorado entre las manos, sonriente. Encima del dibujo, con letras grandes y un tanto desordenadas, había escrito:
"Mejor estudiante de Astronomía".

Se inclinó hacia ellos y señaló con entusiasmo: “Miren, ahí están ustedes dos.” Y, en efecto, al fondo del dibujo, entre las filas del público, dos figuras de adultos les sonreían. No estaban tan bien delineadas como las demás, pero no hacía falta mucho para reconocerlas: el cabello oscuro y suelto de Sirius, la postura recta y distinguida de Severus.

“Están orgullosos porque soy el mejor. Igual que mi papá Regulus,” concluyó con seriedad, como si esas palabras sellaran un pacto entre el pasado y el presente.

Sirius tragó saliva con dificultad, como si el corazón se le hubiese subido a la garganta. No dijo nada, pero le colocó una mano en el hombro a Asterion con fuerza suave. Severus, por su parte, acarició el borde del libro con los dedos, sin interrumpir al niño. Era evidente que ese pequeño cuaderno en blanco ya se había llenado no solo de dibujos, sino de sueños, esperanzas y, sobre todo, de amor.

“Muy pronto, seré el mejor mago,” murmuró Asterion con determinación, apretando el libro contra su pecho como si pudiera absorber la magia de sus propios sueños. Sus dedos se aferraban a la tapa con fuerza, y sus ojos, oscuros y brillantes, que reflejaban una certeza.

Sirius lo miró con un poco de asombro. Nunca se acostumbraría a ese fuego en la mirada que le resultaba familiar, como si lo hubiera visto antes en alguien más, alguien que también soñaba con cambiar el mundo, con proteger a los suyos.

“¿Mejor que yo?” preguntó Sirius, fingiendo indignación mientras le daba un pequeño empujón en el hombro.

Asterion sonrió con travesura, pero su respuesta fue firme, como si ya la hubiera ensayado muchas veces en su mente.

“Mejor que tú, que mi papá, que todos.”

El silencio que siguió no fue incómodo. Al contrario, era un silencio lleno de respeto, de promesas no dichas, de futuros aún por escribir.

Siguió abrazando el libro mientras Sirius reía suavemente y se giraba para preparar más café. Fue entonces cuando Asterion bajó la mirada hacia las páginas que acababa de mostrarles, hacia sus sueños dibujados con colores y hechizos futuros.

Porque no era solo un deseo infantil, no era solo ambición. Era algo más profundo, más visceral.
Sabía la verdad. Había escuchado lo suficiente entre puertas entreabiertas, en susurros y discusiones que nunca fueron para sus oídos. Sabía lo que le hicieron a su padre.


Y por eso tenía que ser el mejor. Sería fuerte. Sería sabio, valiente, inquebrantable. Un mago como nunca antes se había visto. Hogwarts no estaría preparado para la fuerza de su magia, ni para todo lo que él estaba dispuesto a aprender, a descubrir… a ser.

 

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Chapter 2: Silencio en la chispa

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Capítulo 1.1

"Silencio en la chispa".

 

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Agosto de 1990.

Asterion y Draco corrían torpemente, entre risas y empujones, convencidos de que estaban en medio de una gran carrera. El bullicio del Callejón Diagon no les impedía avanzar; esquivaban capas, codos y sombreros puntiagudos con la agilidad de niños que aún no temen caerse.

“¡Eres demasiado lento!” gritó Asterion, girando apenas para lanzar una sonrisa desafiante a su primo.

Draco, que no toleraba quedar segundo en nada, intentó replicar con una burla propia, pero solo logró jadear con esfuerzo. Abrió la boca para decir algo punzante, como buen Malfoy, cuando de pronto se detuvo en seco.

Asterion no lo notó pero no se detuvo.

Con mala suerte, tropezó con fuerza contra una figura alta, chocando con el cuerpo del adulto como si fuera una pared. Cayó de espaldas, soltando un quejido.

“¡Aster!” exclamó Draco, corriendo hacia él con la cara desencajada, más por el susto que por verdadera preocupación.

Asterion se frotó la cabeza, con una mueca que intentaba ser valiente. “Estoy bien…” masculló, listo para levantarse y reírse de sí mismo.

Pero entonces escuchó una voz grave, ronca, con un dejo de ironía amable.

“Fue un gran golpe.”

Levantó la vista. Frente a él, medio sentado sobre el suelo adoquinado, un hombre lo miraba con un gesto tranquilo, casi divertido. Su sacó marrón estaba arrugado, y su rostro, curtido y cruzado por varias cicatrices, parecía más cansado que enojado.

Asterion se puso de pie con rapidez, sacudiéndose el polvo. Su corazón le latía con fuerza, no por el golpe, sino por la vergüenza.

“Lo siento, señor,” dijo con sinceridad, tendiéndole la mano.

El hombre aceptó el gesto con una sonrisa torcida. “Debería ser yo quien te levante, muchacho,” respondió, pero no hizo el intento de levantarse de inmediato. En vez de eso, lo observó con curiosidad. “Tienes buen equilibrio para haber salido volando así.”

“Estábamos compitiendo,” se justificó Asterion, intentando sonreír.

“Corriendo, como niños salvajes,” añadió Draco con tono seco, pero aún nervioso por lo sucedido.

El hombre arqueó una ceja, divertido. “¿Y ganaste?”

“Obvio,” dijo Asterion, sacando pecho.

Draco bufó. “Tropezar con un adulto no cuenta como victoria.”

“Depende del adulto,” replicó el hombre, acomodándose finalmente para ponerse de pie. Se movía con cierta lentitud, como si su cuerpo no siempre le respondiera como debía.

“¿Está seguro que no le hice daño?” preguntó Asterion, de nuevo un poco cohibido.

“Tranquilo. He tenido peores batallas.”

Draco torció el gesto, claramente incómodo con el tono informal del desconocido. “No pareces un mago. ¿Eres un vendedor del callejón?”

El hombre soltó una risa breve y rasposa. “Algo así. Pero no vendo varitas ni calderos, si es lo que te preocupa.”

Asterion lo miraba con atención. Había algo extraño en él, no peligroso… solo diferente. Su forma de hablar, de mirar, no era como la de los adultos que conocía. Y aunque estaba cubierto de cicatrices, su sonrisa no parecía rota.

Justo entonces, una voz dura y reconocible llamó la atención de ambos:

“¡Asterion! ¡Draco!”

Ambos niños se giraron de inmediato. Severus caminaba con paso firme hacia ellos, el ceño fruncido y la túnica revoloteando a cada paso. Su mirada era de molestia aunque también había un tanto de preocupación en ella.

“¿Qué demonios creen que están haciendo corriendo así por el Callejón? ¿Podrían haber derribado a cualquiera!”

Draco palideció, pero Asterion dio un paso adelante, señalando al hombre. “El regaño llegó demasiado tarde, papá,” Asterion se avergonzó ante la mirada de su padre. “Tropecé con él.”

Fue entonces que Severus reparó en el hombre con quien habían chocado. Su expresión se endureció apenas un matiz más al reconocerlo.

“Lupin.”

Remus, aún con una sonrisa leve en el rostro, asintió con la cabeza. “Snape. Tiempo sin cruzarnos por aquí.”

Severus sin mucho ánimo de conversar, suspiro. “Es una pena que hayas sido tú quien terminó envuelto en todo esto,” observo a los niños quienes sonreían con inocencia.

“No pasa nada,” Remus se encogió de hombros. “Es inevitable, los niños no son estatuas.”

“Esa no es excusa,” replicó Severus, y luego se giró hacia los niños. “Discúlpense. Ahora.”

Ambos obedecieron sin oponerse.

“Lo sentimos,” dijeron casi al unísono.

Remus los miró con ternura. “No hay problema. Aunque deberían correr solo en los pasillos del tren, es más divertido.”

Severus no respondió. Solo les hizo un gesto con la cabeza para que lo siguieran. Asterion, mientras se alejaban, miró por encima del hombro. El hombre ya se perdía entre la multitud del callejón, como si nunca hubiese estado ahí.

“¿Quién era?” preguntó en voz baja.

Severus respondió sin mirarlo. “Un excompañero de Hogwarts.”

Y nada más. Asterion frunció el ceño con evidente insatisfacción, aunque no insistió. 

Olvidando el tema, Asterion volvió a adelantar el paso con energía renovada, serpenteando entre los grupos de magos y brujas que abarrotaban el callejón. Sus ojos se movían inquietos, devorando con curiosidad los escaparates: calderos que chispeaban, libros que se movían por sí solos en las vitrinas, vitrales brillantes en lo alto de las tiendas.

 La emoción palpitaba en su pecho. Se giró hacia su padre con los ojos brillantes.

"¿A dónde vamos primero?" preguntó, impaciente.

Severus, que caminaba con calma detrás de ambos niños, sacó un pergamino de su pantalón. Lo desplegó con una sola mano, sin detenerse.

"Uniforme", murmuró con tono bajo, apenas sin mirar a Asterion.

El rostro del niño se arrugó en una mueca de disgusto.

"Ugh… ropa", resopló, cruzándose de brazos. "¿No podemos dejar eso al final?"

“No, el uniforme irá primero porque no quiero esperar en una fila,” dijo sin esperar más reclamos.

Draco, que caminaba alegremente de la mano de Severus, lo miró de reojo con una sonrisa altiva.

"No entiendo cómo puedes odiar comprar ropa", dijo con tono ligero. "¡Es la mejor parte!"

Asterion lo miró con burla fingida, como si acabara de decir la cosa más ridícula del mundo.

"No eres un niño normal, Draco", declaró dramáticamente. "A ti te emociona probar túnicas."

"Saber de moda no es extraño, Asterion", replicó Draco, alzando la barbilla. "Tal vez deberías aprender un poco. No todo en la vida son libros y estrellas."

Asterion soltó una risa burlona, pero antes de que la discusión escalara, Severus soltó un leve suspiro de impaciencia.

"Pero antes, iremos al banco,” Severus los arrastró a ambos.

Asterion jamás se cansaría de estar allí. Cada rincón del Callejón Diagon lo maravillaba como si fuera la primera vez. Había algo en el aire, quizás en el murmullo de las tiendas encantadas o en el aleteo lejano de alguna criatura mágica, que lo hacía sentir como si caminara dentro de un libro de cuentos.

Ese día estaba más lleno de lo usual. Asterion se apretaba contra Draco cada vez que alguien pasaba demasiado cerca. Padres con túnicas de lino oscuro, niños emocionados, adolescentes que bromeaban mientras salían de Flourish & Blotts o de la tienda de plumas mágicas. Frente a una tienda de criaturas mágicas, una niña con dos trenzas señalaba hacia una jaula con asombro:

“Miren… es un águila real.”

Asterion giró para mirar. No era un águila común: las plumas parecían hechas de cristal ahumado y cada vez que extendía las alas, el aire chispeaba alrededor. 

Asterion se quedó unos segundos embelesado, hasta que una pregunta cruzó su mente como un meteoro fugaz; “No sabía que habían bancos en el mundo mágico.”

Draco resopló, alzando una ceja como si fuera la pregunta más obvia del universo.

“Obvio. Si no, ¿cómo tendríamos dinero?”

Asterion frunció el ceño. Lo había dicho en serio, pero no insistió.

Fue entonces que doblaron una esquina más silenciosa, donde el bullicio se apagaba como si el aire mismo se hiciera más solemne. Frente a ellos se alzaba un edificio impresionante, completamente blanco, tallado en mármol con detalles que parecían brillar con luz propia. Columnas gruesas sostenían un techo abovedado, y a cada lado de las escalinatas había gárgolas doradas que vigilaban en silencio.

Sobre la entrada, grabado en una tipografía elegante, se leía: Gringotts. Banco de magos.

Las puertas eran enormes, metálicas, e incrustadas con símbolos rúnicos que parecían moverse si uno las miraba demasiado tiempo.

Asterion tragó saliva. Era aún más imponente de lo que había imaginado.

Dentro, el vestíbulo era una catedral de mármol reluciente. Lámparas flotaban en el aire, bañando el lugar con una luz dorada suave. Pero lo que más le llamó la atención fueron los duendes.

Pequeños, huesudos, de orejas puntiagudas y ojos tan fríos. Estaban sentados en escritorios altos, con montañas de pergaminos y plumas que se movían por sí solas. Algunos pesaban monedas, otros abrían cofres encantados, y todos tenían un aire de estricta eficiencia.

Asterion se pegó a su padre, fascinado.

Severus caminó con la seguridad de quien había hecho esto muchas veces. Se acercó a uno de los duendes con rostro arrugado y túnica azul oscuro, que lo miró desde lo alto de su escritorio.

“Venimos a retirar dinero de la bóveda del joven Asterion Black”, dijo Severus con tono formal.

Asterion parpadeó. ¿Su bóveda? La sorpresa venía de no sabía qué tenía una, en primer lugar.

El duende alzó una ceja, y su voz fue tan aguda como el filo de una daga. “¿Llave?”

Severus metió la mano en el interior de su túnica y sacó una pequeña llave plateada, con una runa negra grabada en la empuñadura. La colocó sobre el mostrador con precisión. Asterion la observó, perplejo.

“¿Tengo una bóveda?” preguntó en voz baja, como si le costara creerlo.

El duende examinó la llave, asintió con gravedad, y dio una palmada seca. Otro duende apareció al instante, mucho más joven y de orejas anchas, con un chaleco verde esmeralda. Hizo una pequeña reverencia y se presentó con voz nasal:

“Soy Glintch, los guiaré a la bóveda.”

Los condujo hacia una puerta lateral, más pequeña que la gran entrada principal, que se abrió sola con un susurro de magia. Tras cruzarla, comenzaron a caminar por una galería subterránea iluminada por antorchas encantadas que no desprendían calor.

El suelo era de piedra pulida, y pronto llegaron a los carritos metálicos de riel. Glintch saltó al primero con agilidad inhumana, y Severus subió con Draco como si no fuera nada. Asterion vaciló un segundo, pero subió también.

El carrito se movió de golpe, veloz y serpenteante. Bajaron a toda velocidad por túneles que se bifurcaban y retorcían como serpientes de piedra. Asterion jadeaba, no por miedo, sino por asombro. Nunca había sentido algo así: la velocidad, el eco de las ruedas, el aire frío chocando contra su rostro.

Draco, a su lado, soltó una risita condescendiente.

“Cálmate, parece que nunca has salido de tu pueblo.”

Asterion se encogió un poco, pero no dijo nada. Se mordió la lengua.

Cuando al fin el carrito se detuvo frente a una pesada puerta de bronce, Glintch saltó del vehículo e hizo un gesto solemne.

“Bóveda 345. Asterion Black.”

El niño bajó lentamente, aún con el corazón latiendo fuerte. Observó la puerta con atención. Había un símbolo grabado en el centro: el mismo que había en la llave. Una estrella con un ojo al centro.

“¿Por qué nunca me dijiste que tenía esto?” preguntó con voz baja, casi dolida.

Severus no se molestó en fingir sorpresa.

“La abrí el día que naciste”, respondió. “Pero ahora está llena gracias a tu abuela. Walburga transfirió parte de la fortuna Black. Se te entregará en su totalidad cuando seas mayor de edad.”

Asterion sonrió. Era demasiada información junta: una bóveda con su nombre, una herencia familiar, un símbolo antiguo en una llave que parecía haberlo estado esperando desde el primer aliento. Pero lo entendía; tenía un legado. Uno que no solo se le fue explicado con palabras, sino también con oro brillante y muros encantados bajo tierra. Y eso… eso lo hacía sentir parte de algo. 

“¡Todo eso es mío!” exclamó, sin poder contenerse, sus ojos reflejando el resplandor de las monedas apiladas como montañas. El eco de su voz rebotó en la bóveda.

“Ni te emociones,” dijo Severus con la calma de siempre, tomando un pequeño puñado de monedas. “Esto se usará únicamente para motivos escolares.” Luego se giró hacia Glintch con un gesto breve. “Con esto será suficiente.”

Asterion no se sintió decepcionado. Sabía que eventualmente esa fortuna sería suya, que no importaba si solo usaba una parte ahora. Lo importante era que existía. Que él existía en esos registros mágicos y en esa bóveda..

Caminaron de regreso al carrito. Mientras Severus conversaba en voz baja con Glintch —probablemente sobre protocolos de seguridad, o alguna política bancaria enrevesada—, Asterion volvió a fijarse en el riel metálico que los esperaba. La estructura parecía salida de un invento muggle, pero en movimiento, se sentía como un dragón metálico volando entre entrañas de piedra.

“Yo también tengo una bóveda,” dijo Draco de pronto, con el pecho inflado. “La 489.”

Asterion entrecerró los ojos, ya anticipando el comentario.

“Me alegra juntarme con gente igual de rica que yo,” terminó por decir.

“Cállate,” respondió Asterion, dándole un empujón con el codo. “Aún no somos ricos.”

“Yo sí,” afirmó Draco con una seguridad tan irritante que le daban ganas de empujarlo de nuevo, esta vez más fuerte.

El carrito avanzó veloz, y sin darse cuenta ya se encontraban entre destellos de luz natural. El contraste del sol cálido tras la frialdad del mármol fue casi un hechizo en sí mismo. Afuera, el bullicio del callejón continuaba con la misma energía vibrante de antes.

Draco y Asterion retomaron su intercambio de empujones, palabras punzantes y gestos burlones, como si el paseo bajo tierra no hubiera calmado en lo absoluto su eterna rivalidad.

“No empiecen con su escándalo,” dijo Severus con un tono firme, sin necesidad de levantar la voz. Era el tipo de tono que cortaba el aire como un cuchillo sin necesidad de gritar. “Actúen como niños civilizados, al menos en público.”

Ambos bajaron el tono de inmediato. No porque quisieran, sino porque sabían que Severus no hacía amenazas vacías.

Aunque Asterion murmuró algo entre dientes —algo poco elegante sobre la elegancia excesiva de Draco— mientras se cruzaba de brazos con fingida inocencia.

Entonces, doblaron una esquina y se encontraron frente a una tienda tan extravagante que parecía sacada de una postal bruja.

Las cortinas de terciopelo púrpura cubrían los ventanales, flotando ligeramente como si un encantamiento las mantuviera siempre en movimiento. En lo alto, un letrero dorado y cursi brillaba con luz propia, ondeando como si estuviera orgulloso de su nombre.

“Madame Malkin: túnicas para todas las ocasiones.”

Asterion se quedó quieto, con la cabeza inclinada hacia un lado, como si necesitara un segundo para procesar lo que acababa de leer. La expresión en su rostro era una mezcla entre diversión genuina y puro desconcierto.

“¿Madame qué?” soltó, echándose a reír con una risa que no se molestó en disimular.

“Sin escándalos,” repitió Severus, sin molestarse en mirarlo, mientras cruzaba el umbral de la tienda con la túnica ondeando detrás.

Asterion aún reía cuando entraron, pero su voz se fue apagando a medida que la magia del lugar lo rodeaba.

La tienda era un remolino de color y movimiento. Telas de todos los tonos flotaban de un lado a otro, algunas murmurando entre sí con voz baja y áspera. Alfileres danzaban por su cuenta alrededor de una bruja que probaba un dobladillo, y los espejos murmuraban juicios silenciosos, ajustando la postura de quien se paraba frente a ellos sin que lo notaran.

El suelo crujía suavemente al andar, y en el aire flotaba un aroma a lavanda y pergamino nuevo.

Asterion se detuvo en el centro, aún sonriendo por el nombre de la tienda, pero ahora más curioso que burlón. Algo en ese lugar, tan excéntrico, tan ridículamente mágico, le hizo pensar que aunque odiaba ir de compras… tal vez esto no sería tan terrible.

Madame Malkin, resultó ser una bruja de sonrisa amplia y mejillas redondeadas como bollos de calabaza, vestía completamente de púrpura, con una túnica que brillaba suavemente bajo la luz encantada del techo. Su apariencia bonachona no tranquilizó del todo a Asterion, quien no sabía si debía confiar en esa expresión o sospechar que, en el fondo, era igual de gruñona que cualquier adulto que trabaja con niños.

“Hola, venimos por el uniforme,” dijo Severus, con su tono seco pero educado, captando la atención de la bruja.

“¿Hogwarts?” preguntó ella sin apartar la vista de su actual clienta. “Tengo todo listo. Los atiendo en un momento, sólo termino con esta señorita de aquí.”

Asterion observó a la niña sobre el escabel. Tenía el rostro pálido y delicado, con ojos ligeramente rasgados que lo miraban a través del espejo con curiosidad serena, mientras Madame Malkin colocaba alfileres encantados en los bordes de su túnica negra.

“Bien, ven aquí, señorito,” indicó Madame Malkin apenas terminó con la niña. Con movimientos ágiles, le deslizó una túnica sobre la cabeza y comenzó a medirle el largo, mientras los alfileres flotaban a su alrededor como insectos obedientes.

“Te esperamos allá,” dijo Severus antes de alejarse con Draco, quien no parecía nada incómodo de que lo llevaran aún de la mano.

Asterion, ya sobre el escabel, miró a la niña con una sonrisa amistosa. “Hola. ¿También vas a Hogwarts?”

“Sí,” respondió ella sin vacilar, su tono suave  sus palabras flotaron entre las telas que los rodeaban.

“¡Qué genial! Seguro nos irá súper bien.” Asterion comenzó a tararear suavemente, marcando un ritmo con los dedos sobre su muslo mientras Madame Malkin ajustaba la túnica. “Mi abuela dice que no hay buenos maestros en Hogwarts, pero yo no le creo. Ella es un poco… gruñona,” murmuró. “Espero tener un buen maestro que me enseñe a hacer un patronum. ¿Sabes qué es un patronum?”

La niña se rió, una risa leve, casi musical, que no sonó para nada burlona. Asterion ladeó la cabeza, intrigado.

“Perdón, es que hablaste un montón,” dijo ella. Al sonreír, sus ojos se achinaron más, dándole un aire aún más dulce. “No, no sé qué es un patronum.”

Aquello hizo que a Asterion le tomará un segundo retomar el hilo, pero enseguida volvió a su ritmo usual. Le contó cómo su padre una vez lanzó uno: una figura brillante que flotaba en el aire, protegiendo todo a su alrededor. “Tienen formas diferentes, como animales. El de papá es impresionante. Yo quiero hacer uno así algún día. Quizá uno como un dragón... o un hipogrifo.”

“Suena complicado,” dijo ella sin dejar de sonreír. “Ni siquiera hemos aprendido a lanzar hechizos básicos y tú ya piensas en magia avanzada.”

“Quizá si lo imaginas lo suficiente, sea más fácil de aprender,” dijo Asterion, encogiéndose de hombros como si no fuera gran cosa.

“Bueno, te tomaré la palabra,” comentó la niña mientras Madame Malkin retiraba con cuidado la túnica que había terminado de ajustar. “Espero verte en Hogwarts…”

“Asterion Black,” dijo él, extendiendo su mano con timidez pero mostrándose seguro. 

“Cho Chang,” respondió ella, estrechándole la mano con calidez. “Nos vemos.”

Asterion la observó alejarse junto a una mujer esbelta y muy alta, cuya presencia imponía tanto que parecía absorber la atención de todos a su alrededor.

Unos minutos más tarde, con las túnicas perfectamente dobladas y empaquetadas en una caja flotante, Asterion salió hacia el vestíbulo. Su padre y Draco estaban sentados, conversando con tranquilidad. Asterion se sentó al borde de un banco, balanceando los pies.

“¿Listo?” preguntó Severus, levantándose al ver que su hijo había terminado. “Iré a pagar.”

Asterion asintió con entusiasmo. “Hablé con la niña que salió hace poco,” comentó. “Se llama Cho Chang y también va a Hogwarts.”

“Su mamá daba miedo,” añadió Draco en voz baja, mirando hacia la puerta por donde habían salido.

“¿Más que tu papá?” preguntó Asterion con un gesto divertido. Draco negó con la cabeza. “¿No?, entonces no era nada de otro mundo.”

En ese momento, Severus apareció junto a ellos con el recibo de la compra en la mano. “Vámonos.”

Los tres salieron de la tienda, cruzando bajo el cartel flotante que ahora parpadeaba suavemente con letras doradas.

“¿Qué sigue?” preguntó Asterion, aguantándose las ganas de correr otra vez por la calle como si fuera su primer paseo.

“Los libros,” respondió Severus, guardándose el papel en la túnica. “Y después, la mascota.”

Asterion casi saltó de la emoción.

“¿Qué clase de mascotas se pueden llevar?” preguntó de inmediato, con los ojos tan emocionados como si acabaran de decirle que podía tener un dragón. “¿Un unicornio? ¿Un fénix? ¿Un kneazle? ¿Un puffskein que cante?”

La caminata hacia la librería se convirtió en una travesía tranquila gracias a su emoción. Iba a saltos pequeños, caminando sobre los bordes de las baldosas, tarareando sin parar. Su padre, paciente, respondía escuetamente.

“A Hogwarts sólo se te permite llevar; una lechuza, un gato o un sapo.”

“¿Y un hipogrifo miniatura?”

“No.”

 

(…)

 

En la librería no tardaron demasiado. Asterion observó los estantes apilados con libros polvorientos y olor a pergamino viejo, mientras Severus entregaba la lista. Pronto, una montaña de tomos comenzó a flotar mágicamente hacia ellos, encuadernados en cuero, con letras doradas que titilaban al reflejo de las lámparas flotantes.

Asterion hojeó algunos con curiosidad, pero nada le llamó particularmente la atención. Le molestaba un poco que no hubiera uno de astrología.

“No hay ninguno de astronomía,” murmuró con decepción.

“Esa materia no requiere un libro físico,” había dicho Severus.

Asterion arrugó la nariz ante la explicación. No le gustaba no tener algo que pudiera oler, tocar, o marcar con tinta y pluma, pero al menos podía consolarse sabiendo que sí cursaría la asignatura.

Después de otra caminata corta, giraron hacia un callejón lateral lleno de tiendas más oscuras y retorcidas, hasta que se detuvieron frente a una con un cartel que colgaba ladeado, donde una lechuza de madera batía las alas de forma encantada: El Emporio de la Lechuza.

Desde el momento en que abrieron la puerta, un aluvión de olores y sonidos les dio la bienvenida. El graznido agudo de aves nocturnas, el croar de ranas enormes, el maullido impaciente de un gato de pelaje rojizo en una jaula baja... todo en la tienda parecía moverse, respirar, emitir ruidos o dejar alguna pluma en el aire.

“Apesta,” murmuró Draco, frunciendo la nariz con teatralidad, y se quedó atrás como si temiera que el aire mismo lo contagiara de suciedad.

“Ya sabes, una lechuza, un gato o un sapo. Nada más. Así que elige sabiamente,” dijo Severus, dándole a Asterion un suave empujón hacia el interior.

Asterion avanzó, atrapado por la maraña de jaulas, plumas y chillidos. Las ranas gigantes de un estante cercano eran tan feas que no pudo evitar hacer una mueca. Tenían ojos saltones, piel verrugosa y parecía que lo seguían con la mirada.

“No gracias,” murmuró, pasándolas de largo.

Sirius le había contado una vez que las mascotas en Hogwarts servían para dos cosas: hacer compañía y ayudar a enviar cartas. En un principio, había querido un gato —le gustaban los que tenían ojos amarillos y pelaje rebelde—, pero Severus había comentado que no tenían lechuza en casa, y que no pensaba encargarse de ninguna si no era absolutamente necesario.

Así que terminó frente a las jaulas donde dormían o reposaban decenas de lechuzas. Había blancas como la nieve, grises moteadas, marrones con ojos enormes. Algunas lo ignoraron completamente, otras lo observaron con cierta desconfianza, y una en particular, de plumaje blanco reluciente, alzó el pecho con porte regio cuando él extendió la mano para tocarla.

Sin embargo, justo cuando estaba a punto de acariciarla, algo captó su atención desde el rincón más profundo del local.

Una jaula más apartada, casi en penumbra, contenía un ave peculiar. Su cuerpo estaba completamente girado hacia la pared, como si le diera la espalda a todo, pero su cabeza —como si tuviera mente propia— estaba girada al frente, observándolo fijamente con dos enormes ojos anaranjados.

Asterion soltó una risita.

“¿Qué haces ahí tan raro?” murmuró, acercándose con curiosidad.

El búho no pestañeó. Simplemente lo miró, como si estuviera analizando hasta su respiración.

“Ese acaba de llegar,” dijo un hombre detrás del mostrador, que no se molestó en alzar la vista de la jaula que estaba limpiando. “Es un búho orejón. Vino de las Tierras Altas hace unos días.”

“¿Orejón? No se ve orejón…” Asterion se agachó para ver más de cerca.

 El búho ladeó la cabeza en respuesta, dejando ver las pequeñas protuberancias en forma de plumas que se alzaban como orejas falsas.

“Ah… ahí están. Qué tramposo,” se burló de él. “Tú te llamarás Tricksy.”

El ave lo observaba en silencio, con los ojos clavados en los suyos, como si supiera cosas que ni él mismo sabía. Había algo solemne y casi mágico en su mirada, como si sus pupilas ardieran con una llama suave.

Asterion alzó una mano y la apoyó suavemente sobre los barrotes. El búho no retrocedió. Al contrario, inclinó su cabeza con gesto casi cómplice.

“Me gusta este amiguito,” dijo, con una sonrisa torcida. “Tiene cara de sabio.”

“¿Estás seguro? Puedes tomarte tu tiempo,” dijo Severus desde atrás, evaluando la escena con los brazos cruzados.

Asterion asintió con fuerza. “Sí. Él… me eligió,” estaba seguro de eso.

Severus suspiró, sacando su cartera. “Entonces terminamos aquí.”

Salieron del Emporio de la Lechuza con la jaula cubierta por una tela encantada para proteger al búho del sol. Asterion no podía dejar de mirar los ojos anaranjados que lo observaban desde dentro. Cada tanto, el ave giraba la cabeza como si quisiera seguir el movimiento del niño, y eso le parecía fascinante.

Draco se apresuró a caminar al lado de su tío, frunciendo el ceño.

“¿Falta mucho?” preguntó con tono impaciente. “Ya tengo hambre.”

“Sólo falta la varita,” respondió Severus con calma. “Después iremos a almorzar.”

Al escuchar la palabra varita, Asterion apretó los dedos alrededor de la jaula.

“¡Al fin! ¡La varita!” exclamó, dándose media vuelta para mirar a Draco. “¡Es lo más importante de todo! Sin varita no eres mago.”

“Claro que sí soy mago,” respondió Draco con aires de superioridad. “La varita sólo canaliza lo que ya tengo.”

“Pero sin ella no puedes hacer nada,” replicó Asterion con una sonrisa desafiante. “Ni siquiera encender una vela sin estornudar.”

“Puedo hacer cosas sin varita,” insistió Draco, cruzándose de brazos. “Mi madre dice que yo hacía magia desde la cuna.”

“¡Pues yo también!” respondió Asterion, inflando el pecho. “Una vez hice estallar un vaso cuando Sirius le gritaba a papá.”

Draco lo miró con cejas alzadas. “Eso no es magia, eso es rabieta.”

“¡No fue una rabieta! ¡Fue magia pura!” protestó Asterion, aunque no pudo evitar reírse.

Severus los observó de reojo, como si quisiera intervenir, pero al ver que se trataba de una discusión inofensiva, continuó caminando sin decir nada.

Pronto, llegaron a una tienda delgada y antigua, encajada entre dos edificios más grandes. La tienda de varitas se alzaba delgada y antigua entre dos construcciones más imponentes, como si tratara de esconderse del paso del tiempo. El letrero envejecido colgaba en ángulo, con letras doradas que brillaban mágicamente a pesar de estar bajo la sombra:

‘Ollivanders. Fabricantes de Varitas. Desde 382 a.C.’

Asterion se detuvo frente a la puerta, con la jaula del búho colgando de su brazo. Podía sentir cómo la magia se acumulaba en el umbral, un cosquilleo en la punta de los dedos, como electricidad flotando en el aire. Era como si la tienda respirara. Y cada inspiración suya, lo empujaba a entrar.

Draco miraba todo con la nariz arrugada, no tanto por desagrado sino por un asomo de envidia. “¿Seguro que no puedo probar una?” susurró, mirando a su tío.

“No hasta que recibas tu carta,” respondió Severus con tono definitivo.

Asterion empujó la puerta. Una campanilla tintineó con suavidad, y de inmediato el aire cambió. Dentro, la tienda era estrecha, silenciosa, y estaba iluminada por una luz polvorienta que parecía flotar en haces desde lo alto. Estantes que rozaban el techo se alineaban en las paredes, todos repletos de pequeñas cajas. Miles de ellas. Cajas que susurraban entre sí cuando creían que nadie las escuchaba.

Draco se quedó pegado a la entrada, casi sin querer parpadear. Asterion dio un paso adelante, con reverencia instintiva, como si hubiera entrado en la mente misma de la magia.

Al fondo, un hombre delgado de cabello blanco y ojos enormes murmuraba mientras sacaba varitas de una pila.

“No… no… esa tenía corazón de dragón, demasiado impetuosa para una niña. Tal vez… haya que buscar entre los sauces…” hablaba solo, sin notar su presencia. Pero apenas Asterion dio otro paso, el anciano giró lentamente como si hubiese estado esperándolo desde hacía años. “Bienvenidos.”

Su voz era suave y rasposa, como el roce de un pergamino antiguo.

“Severus Snape, pino negro. Lo recuerdo bien,” dijo con una leve inclinación de cabeza, “qué honor volver a verle. Y veo que hoy trae a un joven que está por comenzar su viaje.”

Los ojos pálidos del anciano se clavaron en Asterion.

“¿Nombre?”

“Asterion Black,” respondió, con un nudo emocionado en el pecho.

“Hmm…” Ollivander sonrió, con una expresión casi soñadora. “Sí. Puedo sentirlo… Hay una varita esperándote. O mejor dicho… varias.”

Desapareció entre los estantes como una sombra, sus pasos apenas sonaban sobre el suelo crujiente. Las cajas comenzaron a sacudirse suavemente, algunas como si quisieran abrirse solas, otras vibraban de emoción contenida.

Draco se había adelantado unos pasos, espiando por detrás del mostrador. “¿Todas esas son diferentes?” susurró.

“Cada una es única,” respondió Severus. “No existen dos iguales.”

Asterion respiró hondo. Por primera vez en todo el día, no tenía ganas de hablar. Solo mirar. Sentir. Saber que, dentro de esa tienda, lo esperaban respuestas que ni siquiera sabía que buscaba.

Una caja bajó flotando suavemente frente a él, como si supiera que era su momento.

“Vamos a probar,” dijo Ollivander, reapareciendo con la caja en las manos. “Pero recuerda… la varita elige al mago. Siempre.”

“Esto es más raro de lo que pensaba,” murmuró Asterion, observando al hombre enloquecido.

“Prepárate,” respondió su padre, con un brillo divertido en los ojos. “Te van a llover cajas.”

Ollivander colocó la primera caja sobre el mostrador con delicadeza, como si dentro descansara algo viviente y volátil. La abrió con una reverencia suave, dejando a la vista una varita delgada y reluciente.

"Haya, diez pulgadas exactas, núcleo de fibra de corazón de dragón. Firme, excelente para hechizos de ataque y defensa", anunció, y le tendió la varita a Asterion.

El niño la tomó con curiosidad, pero apenas sus dedos cerraron el puño alrededor de la madera, una sacudida invisible lo recorrió. Una serie de cajas volaron de los estantes cercanos y cayeron al suelo con un estruendo.

"¡Merlín!", exclamó Draco desde un rincón.

"No es esa", murmuró Ollivander, ya girándose para buscar otra.

Sacó una segunda caja, esta vez con una sonrisa más cautelosa.

"Fresno, nueve pulgadas y media, núcleo de pelo de unicornio. Flexible, ideal para encantamientos de precisión."

Asterion respiró hondo y la tomó. Esta vez, una lámpara estalló contra el suelo. Ollivander no pareció alarmado, al contrario, parecía emocionado.

"Es normal, es normal, cada varita reacciona a su manera antes de encontrar al mago adecuado."

Asterion no compartía ese entusiasmo. Su mirada se desvió hacia su padre, que lo observaba desde una esquina junto a Draco. Asterion sintió la presión sobre los hombros: la mirada de Severus era tranquila, sí, pero también intensa. Sabía que su padre no se lo exigíaria, Severus no era esa clase de persona, sin embargo… Asterion no podía evitar querer impresionarlo.

Así fue como probaron otra varita. Y otra. Y otra más.

"Tejo, once pulgadas, pluma de fénix." "Roble rojo, diez pulgadas y un cuarto, nervio de corazón de dragón." "Nogal negro, rígida, pluma de cola de kelpie."

Nada. Solo más desastres, luces fugaces y viento levantando pergaminos del suelo.

Asterion tragó saliva, las orejas le ardían. Sentía las lágrimas cerca pero no les daría permiso.

¿Por qué no le funcionaba ninguna…?, pensaba Asterion con frustración. Su estómago se encogía con cada varita fallida. Las paredes parecían inclinarse hacia él.

"Todos los demás seguro la encuentran a la primera…", murmuró, con los dientes apretados. "¿Por qué a mí me cuesta tanto?"

"Esto no significa nada", murmuró Severus desde el fondo, intentando consolarlo. "Hacer una rabieta no te llevará a ningún lado."

"¡No estoy haciendo una rabieta!", respondió Asterion sin voltear.

"¡Tío Severus! ¡Mira esto!", interrumpió Draco, al otro lado de la tienda. Estaba levantando una pequeña caja con polvos mágicos que titilaban dentro.

"Draco deja eso, no se toca lo que no es tuyo", sentenció Severus, alejándose del mostrador para ir por el otro niño.

Asterion se quedó solo frente a Ollivander.

Miró sus manos, vacías. Como si fueran las de alguien incapaz de tener magia. Sintió que algo estaba mal con él. ¿Y si no era como los demás? ¿Y si…?

Entonces Ollivander, en silencio, tomó una caja cubierta de polvo, oculta en la parte más baja del estante. Su expresión cambió. La sostuvo como si acabara de encontrar un tesoro enterrado.

"Tejo inglés, doce pulgadas y un cuarto, núcleo de crin de testral. Poco común. Muy poco común. Puedo sentirlo…", dijo mientras la colocaba en el mostrador.

Asterion la observó. Era más oscura que las demás, con vetas suaves que parecían moverse bajo la luz.

Cerró los ojos un segundo. No tenía idea de cómo se ‘concentraba la magia en los dedos’, pero lo intentó. Recordó el calor que sintió al crear su esfera en el solsticio. La chispa que aparecía cada que hacía magia accidental. La emoción de imaginar su primer hechizo. Todo eso, lo imaginó fluyendo hacia su mano.

Tocó la varita, esperando sentir algo.

Una corriente de energía le recorrió el cuerpo desde la punta de los dedos hasta el pecho. La varita se iluminó con un resplandor tenue, profundo. 

"¡Excelente! ¡Magnífica elección! Esta varita es muy particular. Las de crin de testral eligen a magos que han presenciado o comprendido la muerte de una manera singular. No son para cualquiera", explicó Ollivander, con una reverencia. "Y el tejo... antiguo, poderoso. Mágicos oscuros la han portado, pero también grandes héroes. Todo dependerá de su dueño."

En ese momento, Severus regresó con Draco de la mano. Ambos miraron a Asterion, que sostenía la varita con firmeza.

"Felicidades,” le dijo con cariño. “Oficialmente eres un mago", tocó su cabello rubio y asintió con aprobación.

Asterion sonrió, agradeciendo las felicitaciones. Severus finalizo pagando la varita y Draco murmuraba que su varita sería mejor. Asterion no pudo evitar ignorar todo para fijarse en aquel objeto entre sus manos. Algo dentro de él, palpitaba distinto.

Esa varita… no se sentía completamente suya. Había funcionado, sí. Pero no la sintió como una extensión de su alma. Como si se tratara de una llave forzada en una cerradura vieja.

No dijo nada. Solo deslizó con cuidado la varita de regreso a su caja, como si al cerrarla pudiera contener también todo lo que sentía.

No quería intentar con otra. No quería mirar a su padre y ver preocupación en sus ojos. No quería sentir ese nudo en el pecho cada vez que una varita lo rechazaba. Así que enterró ese vacío extraño, lo ocultó debajo de una sonrisa y fingió que todo estaba bien.

“¿Ahora sí iremos a comer?” preguntó Draco, sobándose la barriga con dramatismo.

“Sí,” respondió Severus, tomando la mano del pequeño y luego alzando la mirada hacia su hijo. “Vamos.”

Asterion asintió, forzando una expresión tranquila en su rostro, y tomó la mano que su padre le tendía.

Salieron de la tienda entre el polvo flotando en la luz y el eco lejano de cajas aún desordenadas. Asterion caminaba junto a su padre y Draco, con los labios curvados en una sonrisa que no alcanzaba a tocarle los ojos.

 

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Notes:

Las actualizaciones serán los días viernes:)

Chapter 3: Donde el deber duele y el cariño salva

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Capítulo 1.2

”Donde el deber duele y el cariño salva”

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Walburga examinaba la varita de su nieto como si se tratara de un artefacto defectuoso en una tienda barata. La giraba con los dedos enguantados, torciendo la boca al observar la textura de la madera o el peso con que se asentaba en su palma. Sus ojos recorrían cada detalle, buscando una excusa para lanzar una crítica más precisa.

“Al menos es funcional,” concluyó finalmente, dejando la varita a un lado como si no valiera más que un cuchillo mal afilado. “Esperaba algo menos volátil.”

Asterion no respondió. Permanecía en el sillón junto al fuego, hojeando sin interés un libro abierto sobre su regazo. Sus ojos no seguían las palabras.

Walburga alzó una ceja, desconcertada por el silencio.

“Veo que hoy no estás de humor.”

Asterion dejó caer el libro sobre sus piernas y la miró con desgano.

“No pensé que extrañarías mis sermones,” murmuró, dedicándole una sonrisa breve.

“Los odio, son abominables y pienso que a veces eres un caso perdido,” soltó ella sin vacilar. “Pero… prefiero eso que verte de tal manera.”

“¿Verme cómo?”

Ella tardó en contestar. No era fácil ponerlo en palabras. Había algo en ese niño callado, forzando tranquilidad, evitando el contacto visual. Le recordaba a personas que había perdido, a rostros que se desdibujaban en su memoria pero cuya mirada apagada jamás había podido olvidar.

“Inútil si no puedo nombrarlo,” dijo al final, volviéndose hacia uno de los estantes. “En dos días te irás a Hogwarts, y necesito saber que tienes las herramientas para no avergonzar al apellido Black.”

Alzó un brazo con firmeza y extrajo dos libros gruesos, cubiertos de polvo. El movimiento bastó para levantar una nube gris que se esparció por el aire como una plaga.

Asterion tosió, sacudiendo el aire frente a su rostro.

“En serio, abuela. Debes limpiar este estudio o decirle a Kreacher que lo haga.”

“Ese elfo viejo no tiene idea de lo que hay aquí,” respondió mientras dejaba caer los libros sobre la mesa. “Y tú no lo toques. No es tu sirviente.”

Asterion se encogió de hombros y se acercó, apoyando los codos sobre la mesa mientras observaba las portadas raídas. Una tenía letras doradas que apenas se distinguían: Teoría Aplicada del Canalizador Mágico. La otra parecía aún más antigua: Postura y Control del Núcleo Mágico.

“¿Estos libros… son para usar la varita?”

“Son para comprenderla,” corrigió Walburga mientras abría el primero. “Y para aprender a controlarte. Porque si no sabes lo que estás haciendo, esa ramita no hará más que escupir chispas.”

Asterion la observó girar páginas con la misma precisión con la que desenvainaría una daga. Cada hoja parecía una reliquia, con anotaciones a mano, dibujos de siluetas humanas en distintas posturas y diagramas de flujos de magia señalados con tinta negra.

“No puedes usar la varita aquí. No todavía. Pero la teoría te bastará para no hacer el ridículo en tu primer intento frente a otros niños.”

“Genial,” dijo con tono sarcástico, aunque su curiosidad lo empujaba a mirar más de cerca.

Walburga señaló un dibujo. Era la ilustración de un mago joven, de pie con el brazo extendido, los dedos relajados y el torso ligeramente girado. Alrededor del cuerpo se dibujaban líneas que conectaban el pecho, los hombros y las palmas.

“La postura es todo. El núcleo mágico no responde si estás tenso, si no sabes desde dónde proyectas tu intención.”

“¿Y eso cómo se entrena?”

“Observándote,” dijo simplemente. “Respira. Piensa en la energía, no en el resultado. Concéntrala en los dedos. La varita es solo un canalizador, por ende la magia está en ti.”

Asterion apoyó los dedos sobre la mesa. Cerró los ojos, intentando imaginar esa energía invisible saliendo desde dentro, fluyendo como un hilo caliente hacia la punta de su dedo índice. Sintió un cosquilleo. Nada más. Pero fue suficiente para volver a abrir los ojos.

“¿Y si mi varita no responde?” preguntó Asterion de pronto, sin pensarlo demasiado. La duda se le escapó como un hilo de humo entre los labios, apenas un susurro que ni él mismo sabía si quería decir en voz alta.

Walburga lo miró, frunciendo apenas los labios.

“¿Por qué no te respondería?” soltó con desdén. “Eres un Black. Un mago. No un estúpido Squib.”

El aire pareció densarse alrededor de Asterion. No supo por qué, pero la respuesta, en lugar de calmarlo, le sembró una inquietud nueva. Era como si hubiera hecho la pregunta incorrecta y al mismo tiempo revelado algo que no debía.

Pero lo cierto era que, cuando había tomado su varita por primera vez, no sintió lo que esperaba. Nada parecido a las historias que había leído: no hubo chispa, ni calor envolvente, ni aquella claridad que describían los demás al encontrar su varita ideal. Solo un hormigueo superficial. Como una mano tibia que se posa sin fuerza en el hombro, sin verdadero interés.

“Tal vez no es la correcta…” murmuró, más para sí mismo que para ella.

Walburga no lo reprendió esta vez, pero tampoco le dedicó una palabra de consuelo. Dio un paso hacia él y colocó una mano sobre su espalda, empujando suavemente los hombros hacia atrás para corregir su postura.

“Hace siglos los magos no usaban varitas,” dijo en tono bajo, casi distraído, como si recordara algo aprendido hace mucho. “Dominaban la magia con su cuerpo. Con su mente. La varita es una herramienta, no un oráculo. No decide si eres digno.”

“Entonces… ¿por qué las usamos ahora?” preguntó Asterion, sin levantar la vista, fingiendo un interés neutral, como si la pregunta no ocultara una duda más profunda.

“La varita lo facilita todo,” respondió Walburga sin vacilar. “Focaliza. Amplifica. Ayuda a quienes no han aprendido a dominarse.”

“¿Y si, yo no la usara?,” murmuró él, más para convencerse a sí mismo que para impresionar.

“Entonces te costará el doble,” sentenció Walburga con frialdad. “Y eso no es un problema. Los mejores magos no buscan facilidad. Buscan control.”

Le indicó con un leve gesto que repitiera el ejercicio.

“Espalda recta. Dedos alineados. No pienses en el hechizo, ni en la varita. Piensa en ti. En lo que fluye desde dentro. Si dudas de tu varita, dudarás de tu magia. Y si dudas de tu magia… ya estás perdido.”

Asterion tragó saliva y volvió a cerrar los ojos. Esta vez no imaginó un resultado, ni una chispa. Solo imaginó la corriente fluyendo. No perfecta, no obediente, pero suya. Porque, aunque no lo pareciera, eso era lo que quería: que la magia no lo aceptara por deber… sino por decisión.

No dijo nada, solo siguió escuchando.

Walburga le pidió que se pusiera de pie y le corrigió los hombros, el mentón, la posición de los pies.

“Así. No te encorves. Respira por la nariz, lento.”

Asterion no discutía. Tenía demasiado dentro como para permitir que algo más saliera.

“Cuando uses la varita, recuerda esto; cada hechizo debe comenzar desde tu centro, desde el pecho. No apuntes, dirige. No ordenes, invita.”

“¿Y si explota?”

“Eso significará que tu magia está viva,” murmuró con una media sonrisa.

Asterion esbozó una sonrisa también, aunque su mirada seguía fija en el dibujo del mago con la energía fluyendo por su cuerpo.

“¿Dónde estás, bruja?” se escuchó de pronto desde el pasillo. “¡Ya llegamos!”

El ambiente cambió. La tranquilidad que Walburga sostenía con esfuerzo —esa que solo lograba mantener cuando Sirius no estaba— se rompió con la voz de su hijo, retumbando como una provocación. Ella endureció el gesto de inmediato. Su espalda se enderezó, sus ojos se dirigieron hacia la puerta.

Asterion bajó la vista, como si el tono de Sirius hubiera activado una alarma interior. Ya sabía lo que seguía.

Walburga se levantó, dejando atrás el aire casi maternal que por momentos dejaba escapar con él. Era como si volviera a ponerse una máscara, una capa de severidad que la protegía y que también usaba para atacar.

“Guarda silencio,” escupió mientras abría la puerta, asomándose por el marco con el ceño fruncido. “Ya has tomado demasiada confianza. Ni creas que esta es tu casa, maldito traidor.”

“Sí, sí,” respondió Sirius desde abajo, su voz cargada de ironía. “Ya baja. Tenemos noticias.”

Walburga gruñó por lo bajo. Aquello no era un hijo, era una espina constante. No entendía cómo podía haber salido así. Ese pensamiento la perseguía como un mal augurio cada vez que lo veía.

Giró sobre sus talones con decisión.

“Niño, quédate aquí. Quiero un ensayo de cuatro cuartillas sobre estos libros.” Señaló la pila sobre la mesa sin más explicación y salió del cuarto, cerrando la puerta con un golpe seco.

Asterion ni se inmutó. Solo miró la puerta un instante, sabiendo con precisión lo que ocurriría allá abajo. Discusiones. Reproches. Una guerra en miniatura donde nadie ganaba, solo se desgastaban. La noticia que mencionó Sirius sería cualquier cosa menos buena.

Pero esta vez, no bajó.

No por miedo, ni por indiferencia. Simplemente no quería seguir cargando con palabras que no le correspondía. No quería absorber emociones que no entendía. Si todo lo que podía hacer era aprender y resistir, entonces eso haría.

Respiró hondo. Tomó la pluma. Mojó la punta en la tinta oscura y escribió:

‘La teoría de la canalización mágica…’

Las voces comenzaron a subir de tono en el piso de abajo, pero Asterion no levantó la vista. La tinta manchaba levemente el borde de su dedo, y el pergamino se humedecía por la presión del trazo, pero él seguía. Escribir era una forma de afirmarse. Un modo de quedarse quieto mientras el mundo seguía rugiendo más allá de la puerta cerrada.

 

(…)

 

Los tres adultos se encontraban en el salón, cada uno con una taza de té caliente entre las manos. La tarde había sido larga y aún quedaba mucho por discutir. Sirius era el más inquieto del trío, tamborileando los dedos contra su rodilla, como si contuviera un exceso de energía imposible de canalizar. Severus, en cambio, permanecía sereno, apoyado en el respaldar del sillón, observando en silencio.

“¿Y bien?” Walburga dejó su taza con un sonido seco sobre la mesita frente a ella. “Interrumpieron el estudio de Asterion. Espero que lo que tengan para decir valga la pena.”

Sirius soltó un resoplido, alzando apenas la mirada hacia su madre. Su tono fue ácido, cargado de un fastidio que apenas se molestó en disimular.

“Siempre tan sinica,” murmuró. “Soy yo el que pone la cara, el que aguanta a esos cara alargada. Lo mínimo que podrías hacer sería dejar de joderme.”

Walburga arqueó una ceja, con una expresión entre el desprecio y la paciencia contenida. No respondió.

Severus, que ya anticipaba cómo iba a escalar la discusión, decidió intervenir antes de que todo se desviara hacia el eterno duelo entre madre e hijo. Estaba allí por información, no por teatro familiar.

“Sirius,” gruñó con molestia, sin alzar demasiado la voz. “No vinimos aquí para que discutas con tu madre como un adolescente rebelde. Concéntrate.”

Sirius apretó los labios. Sabía que Severus tenía razón. Se sentía estúpido por dejarse arrastrar por su temperamento, una vez más. Inspiró hondo y, con un gesto resignado, sacó una carpeta arrugada de entre sus ropas. Se la entregó a su madre sin mirarla directamente.

“Lo recibí esta mañana,” dijo, más tranquilo ahora. “Lucius me lo entregó. Iba tan encantado de sí mismo, burlándose de lo fácil que era sacarle información a los Aurores… como si los tuviera en el bolsillo.” Rodó los ojos, frustrado. “Ese larguirucho siempre fue una plaga.”

Walburga tomó los documentos con desgano, hojeando sin apuro, aunque su mirada se fue aguzando a medida que leía. Sirius aprovechó el momento para mirar de reojo a Severus. La tensión en su ceño, la expresión contenida. Le costaba admitirlo, pero agradecía su presencia. Aún le aterrizaba enseñarle algo a su madre.

“Es un informe de los encargados de seguridad mágica en el extranjero,” dijo por fin, con tono más sobrio. “Quirrell ha vuelto.”

Walburga, aún sentada, alzó apenas la mirada. “¿Quién?”

“El profesor de Estudios Muggles. Bueno, ex profesor. Hace un par de años dejó Hogwarts para recorrer Europa, según dijo, por un proyecto académico.” Sirius arrastró el dedo por el pergamino. “Regresó la semana pasada. Pálido, tembloroso… y con la intención de enseñar Defensa Contra las Artes Oscuras.”

“Ambicioso para alguien que se desmaya frente a una salamandra,” comentó Severus con tono neutro, pero sin burla. Ya menos molesto, con las manos cruzadas tras la espalda, observando el informe.

Sirius sonrió de lado, sin desviar la mirada del papel. “Exactamente. Por eso lo raro. No es solo que cambiara de asignatura… es cómo regresó. Hay testigos que dicen haberlo visto en los Balcanes. Más de un mes en los bosques de Albania. No es un lugar al que vayas a buscar inspiración para tus clases.”

Walburga dejó la copa de vino sobre la mesa con un leve clic. “¿Y qué se supone que hacía en Albania?”

“Nadie lo sabe con certeza.” Sirius se encogió de hombros. “Pero los informes coinciden en que hubo un aumento de actividad mágica en esa zona. Magia antigua. Muy antigua. Poca gente se atreve a nombrarla.”

Severus frunció el ceño. “¿Y cuál es la conexión? ¿Sugieres que tocó algo… que no debía?”

Sirius se giró hacia él, la mirada más seria que de costumbre. “No lo sé. Pero si alguien entra a un bosque maldito y vuelve actuando como si algo lo hubiera quebrado desde dentro, no me lo tomo a la ligera. Y menos si pide una cátedra en Hogwarts justo después.”

Walburga entrecerró los ojos. “Quizá no quiere enseñar. Quizá solo quiere estar ahí.”

Un silencio tenso cayó sobre la habitación.

“De momento, solo es una sospecha,” dijo Sirius finalmente. “Pero si algo aprendimos en la guerra… es que los enemigos no siempre regresan como los dejamos. A veces vuelven más débiles. A veces, solo más pacientes.”

Severus asintió lentamente. “O menos solos.”

La tensión en la sala no disminuyó. De hecho, parecía crecer con cada palabra, con cada silencio contenido. Los tres sabían que el informe no era una simple anécdota: era una advertencia. Un recordatorio de que el tiempo corría y que estar encasillados en esa lucha no era una posibilidad, sino una certeza.

“Bien.” Walburga se levantó con gesto firme y alisó la falda larga de su vestido, como si con eso pudiera enderezar también la situación. “Al menos pudiste traer algo útil.” Se acercó a Sirius y lo miró fijamente, los ojos brillando con un juicio que no necesitaba voz.

Por un momento, el aire se volvió denso. Sirius pensó, por un segundo apenas, que tal vez ella iba a agradecerle. Que soltaría una palabra de reconocimiento. Pero no. Era solo su mente intentando jugarle una mala pasada. Y lo sabía.

“Necesitas volver a ese puesto que tenías en el Ministerio.”

“¿Qué?” frunció el rostro con molestia. “Habíamos dejado en claro que seguiría con los negocios Black. Que eso bastaba. Puedo permitirme vivir en Ravenswell sin arrastrarme otra vez por esos pasillos corruptos.”

Walburga se cruzó de brazos, endureciendo el semblante.

“No puedes encapricharte como si fueras un adolescente. ¡Eres un maldito Black! Y eso implica hacer lo necesario para que esta misión no se venga abajo.”

“¡Ya hice más de lo que debía!” estalló Sirius. “¡Fui en contra de todo en lo que creo! ¡He sonreído y estrechado manos con asesinos! ¡He aceptado convivir con traidores y mentirosos por esta maldita causa! No voy a dejar que también arruines lo poco que he logrado construir. Lo único que me da algo de paz.”

Walburga lo miró con un gesto entre lástima y desprecio, como si su hijo se desmoronara frente a ella sin dignidad.

“Siempre tan sentimental…” murmuró con desgano. “Ese corazón débil fue lo que te llevó a la ruina. A perderlo todo. A no tener nada. Anhelas una vida próspera, Sirius, pero no haces más que hundirte.”

Las palabras le dolieron más de lo que Sirius quería admitir. Tal vez había empezado a sanar, a construir una nueva vida desde los restos, pero aún no era inmune a esos golpes. Aún cargaba las ruinas de su historia. Y escucharla escupirlo como una sentencia lo hizo encogerse, aunque no en cuerpo… sino por dentro.

Severus observó a Sirius con atención. Vio el ligero temblor en sus manos, esa rigidez en los hombros que delataba un derrumbe inminente. No era el momento. No ahora. Si seguían así, si seguían desgarrándose entre ellos… no haría falta que Voldemort volviera. Ellos mismos se destruirían antes de tiempo.

“Basta.” Su voz cortó la atmósfera como una cuchilla. “Los dos. Ya es suficiente.”

Walburga entrecerró los ojos, molesta, pero no habló.

“Llevamos años arrastrando los mismos reproches, las mismas heridas. Comenzamos esto para construir un futuro. Para Asterion, sí. Pero también para nosotros. Y si siguen así, si se dejan consumir por lo que fue, no quedará nada por salvar.”

Un silencio pesado cayó sobre la sala. Walburga lo sostuvo unos segundos… y luego, sin una palabra más, salió del salón. Cerró la puerta con calma, pero sin suavidad.

En cuanto la madera se cerró tras ella, Sirius tambaleó. Fue un gesto leve, casi imperceptible. Pero suficiente para que Severus se pusiera de pie.

“Oye,” dijo con voz firme, acercándose a él. Le sostuvo el brazo con discreción, ayudándolo a mantenerse erguido. “No dejes que esto te afecte.”

“Es solo que…” Sirius suspiró, apoyando los codos sobre las rodillas, ocultando el rostro entre las manos. “Todo lo bueno que construí, que me costó tantos años recuperar mi bienestar… Ella viene y, como si nada, me pide que lo deje. Lo he intentado, Severus. Todo lo que me piden… Llevo un año haciéndolo. Pero esto… esto comienza a dolerme.”

Severus lo observó en silencio, sin juzgar. Conocía esa mirada, esa lucha por mantenerse en pie mientras todo dentro se venía abajo. Y aunque Walburga era una mujer cruel, inclemente, había algo de verdad en sus palabras. Algo que no podía negar, por más que le disgustara.

“En una guerra todos perdemos cosas,” dijo, apretando con firmeza el hombro de Sirius. “Y sabes que tu madre tiene un punto, ¿no? Si regresas a tu puesto como Auror, tendrás libertad para moverte dentro del Ministerio. Acceso a informes, correspondencia interna, asignaciones, monitoreos. Cosas que te costarían el doble si solo permaneces como un oyente… con apellido Black o no.”

Sirius no respondió de inmediato. Nunca le había sido fácil dejarlo todo. Aunque a veces sintiera que, en realidad, nunca tuvo nada. Todo lo que construía se deshacía en las manos, como arena húmeda. Y cuando se lo arrebataban, dolía. Pero dolía con esa clase de dolor que viene acompañado de culpa, porque algo dentro de él susurraba que nunca fue suyo para empezar.

Tragó saliva. El silencio se estiró como un hilo tenso entre ambos, hasta que finalmente lo cortó con voz baja.

“Está bien,” dijo sin levantar la cabeza. “Enviaré una carta. Hablaré con Roberts. Quizá… aún me reciba.”

Severus asintió en silencio. No añadió nada. Y cuando Sirius se levantó del sillón y salió del salón con pasos lentos, no lo detuvo.

Se quedó allí, solo por un instante más. Las sombras de la habitación parecían más densas sin ellos. Severus miró el asiento vacío, y sintió que debió decir algo más. Que ese silencio no era bueno. Que debía ser llenado con algo más que tolerancia o respeto mutuo. Quizá con palabras, quizá con algún gesto… afecto, incluso.

Pero él no era ese tipo de hombre.

Él y Sirius habían logrado hacer las paces. Convivían sin el peso de viejos rencores. Podían hablar de sus dolores sin ser juzgados, podían compartir silencios sin sentirse amenazados. Pero cruzar esa línea… entrar en la intimidad emocional del otro, era una frontera que Severus jamás había atravesado con nadie.

Y aún no estaba listo para dar ese paso.

Suspiró, saliendo de la habitación sin hacer ruido. En el pasillo, escuchó la voz de Asterion. Estaba contándole algo a Sirius, riendo por alguna historia absurda, como si todo estuviera bien. Como si por dentro no cargaran con dudas, ni cicatrices abiertas.

 

──────────────────

 

31 de Agosto, 1990.

Severus salió al patio trasero, el aire nocturno ya se sentía más frío a pesar del verano que aún no terminaba de despedirse. Habían terminado de cenar hacía poco, y Sirius quedó prácticamente noqueado tras una taza del licor fuerte que Derry había traído como regalo. Al parecer, el “toque escocés” era demasiado para alguien que llevaba años sobrio.

Desde las escaleras de piedra, Severus observó en silencio. Asterion estaba en el centro del jardín, sentado sobre una manta extendida sobre el pasto, con su telescopio apuntando al cielo. Lo había bautizado Steli 2 —una especie de secuela sentimental al primero que había roto cuando era más pequeño— y lo cuidaba como a un tesoro sagrado.

“¿Vas a extrañar esto?” murmuró Severus desde lo alto, lo suficientemente alto para que Asterion notara su presencia, pero sin interrumpir el momento.

Asterion giró apenas la cabeza, asintiendo con suavidad.

“Voy a extrañar todo,” respondió sin mirar atrás. Mantenía el ojo en el visor del telescopio, ajustando suavemente el enfoque mientras las estrellas comenzaban a definirse con el cielo despejado. “Jay estaba dispuesto a irse conmigo. Dice que no sabe qué hará sin su compañero de soccer.”

Severus bajó los escalones con lentitud y se sentó junto a él, apoyando los codos sobre las rodillas.

“No te irás para siempre,” dijo con calma.

“Lo sé,” el niño dejó a un lado el telescopio para revisar sus anotaciones en un cuaderno arrugado por el uso. “Pero se siente raro. No verte todos los días… o a Sirius, o a mis amigos. Me gusta mi casa.”

Severus observó su expresión, tan concentrada y a la vez tan vulnerable. Asterion no solía quejarse, pero era evidente que este cambio parecía asustarle.

“Tú querías ser un mago, ¿recuerdas?” le revolvió el cabello suavemente, bajando uno de los mechones dorados hasta su frente. “Serlo conlleva muchas responsabilidades, y una de ellas es aprender que no siempre estaremos juntos.”

Asterion bajó la mirada. Se quedó unos segundos observando el césped entre sus dedos, intentaba imaginar una vida donde esos momentos de cercanía, fueran escasos o distantes. Una vida donde no pudiera ver a Severus cuando quisiera. Y eso, no le gustaba.

“¿No me digas que tienes miedo?” bromeó Severus, ladeando una ceja con una expresión burlona.

“¡No!” Asterion reaccionó rápido, tomándole el brazo con ambas manos. “Yo no tengo miedo,” negó varias veces con la cabeza, de forma infantil.

“Eso pensé.” Severus le permitió acurrucarse a su lado.

“Yo también te extrañaré,” añadió después de un breve silencio.

“Era obvio, sin mí te aburres, papá,” replicó Asterion con una sonrisa traviesa, mirando hacia arriba.

Severus entrecerró los ojos, en fingida molestia.

“Tengo razón,” insistió Asterion.

“La tienes,” admitió, con resignación. “Eso suena más deprimente de lo que crees.”

“Un poco sí,” rió el niño.

Ambos quedaron en silencio durante unos minutos. El sonido de los grillos llenaba el aire entre frase y frase, mientras el cielo oscuro se llenaba poco a poco de luces distantes. Asterion volvió a mirar por su telescopio, haciendo un par de anotaciones más. Después suspiró y apoyó la cabeza contra el brazo de Severus.

“¿Sabes qué me gustaría? Poder meter este lugar en mi maleta. Como si fuera un frasco… uno de esos con olor a jazmín, té caliente y mantas suaves.”

“¿Y el pan de Rosie?” preguntó Severus, mirando de reojo.

“El pan también. Aunque quema por dentro.”

Volvieron a reírse. Era un tipo de alegría tranquila, una que no necesitaba explicaciones.

“No todo se puede llevar con uno, Asterion. Pero hay cosas que puedes conservar,” señaló Severus. “Tus recuerdos, tus dibujos, las cartas que nos escribas. Incluso tus anotaciones. Todo eso te acompañará más de lo que crees.”

Asterion asintió despacio. “Promete que tú también me escribirás.”

“Lo haré,” aseguró sin vacilar. “Aunque si me envías muchas preguntas de astronomía, voy a devolvértelas como tarea.”

“¡Solo cartas!” exclamó con una carcajada rápida.

Fue entonces que el cielo pareció vibrar un segundo. Asterion se puso de pie de golpe, con la vista fija en lo alto.

“¡Una estrella fugaz!”

Severus la vio también: un destello blanco cruzando el firmamento y desapareciendo detrás de los árboles.

“Pide un deseo,” murmuró, con una voz extrañamente suave.

Asterion cerró los ojos con fuerza, un puñito cerrado contra su pecho. Cuando los abrió, lo hizo con una sonrisa amplia, como si de verdad creyera que el universo le había escuchado.

“Deseé poder estar siempre contigo,” dijo sin reservas, sin miedo. Como si fuera lo más simple del mundo.

Y Severus, en lugar de recordarle que los deseos no se dicen en voz alta, lo atrajo con fuerza y lo envolvió en sus brazos, sosteniéndolo con una seguridad que no ofrecía a casi nadie.

“Lo estaremos,” respondió en un susurro. “Siempre.”

 

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Notes:

Como ven, iremos introduciendo la historia canon poco a poco, ya que este año aún no sucede algo relativamente importante dentro de las películas.

Sin mas, hasta luego!

Chapter 4: Viaje a Hogwarts

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

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Capítulo 1.3

“Viaje a Hogwarts.”

 

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01 de Septiembre, 1990

Hogwarts era mencionado en todos los libros, en cada conversación entre adultos, en las paredes decoradas de tiendas antiguas, y hasta en los juegos que los niños del mundo mágico jugaban desde pequeños. Se hablaba de aquel castillo como si fuese un lugar sagrado, un sitio lleno de historia, donde grandes magos habían aprendido lo necesario para convertirse en leyendas. No existía otra escuela que se le comparara; sus salones eran descritos como interminables, sus profesores como sabios casi intocables, y sus secretos como imposibles de enumerar.

Muchos decían que ahí nacían los verdaderos magos. Que solo al pisar el castillo se sabía con certeza si uno tenía lo necesario. No por las notas, ni por los hechizos memorizados, sino por lo que uno era capaz de hacer cuando nadie más te guiaba.

Durante generaciones, Hogwarts había sido el inicio de todo. Amistades, duelos, errores, descubrimientos. Y para Asterion... era lo que siempre había anhelado.

El andén 9 ¾ estaba lleno. Padres dando instrucciones que no serían recordadas, niños empujando carritos demasiado pesados, gatos intentando escapar de jaulas, y lechuzas que protestaban por el ruido.

El vapor del tren se esparcía entre las piernas de todos como una nube baja y húmeda, ocultando por momentos a los más pequeños.

“¡Wow!” Asterion no podía dejar de mirar a su alrededor. Había magia en cada esquina, en cada mirada, en cada paso acelerado. “¿Todos son magos?”

Severus le echó una mirada de reojo sin dejar de avanzar entre la multitud. “Hay algunos padres que son muggles.”

“Oh.” 

El niño observó entonces a una familia de pelirrojos que corría en tropel, como si llegaran tarde a todo y aún así no se preocuparan por nada. Uno de los niños gritaba algo sobre una rata, mientras otros tres empujaba un carrito con una jaula vacía.

“¿Por qué todos se ven tan preocupados?” preguntó Asterion con curiosidad, viendo los rostros tensos de madres y padres que se agachaban para dar las últimas recomendaciones a sus hijos.

“Porque sus hijos se irán a un lugar nuevo,” murmuró Severus como una simple respuesta. “Quizá no extrañe tus preguntas interminables.”

“Oye,” Asterion frunció el ceño en falso enfado, haciendo un puchero infantil. Pero poco a poco, su rostro divertido comenzó a apagarse, como si algo invisible lo apretara por dentro. “¿Es normal sentirme tan nervioso?”

Severus se detuvo un momento al escuchar el cambio de tono. Observó a su hijo, tan pequeño y sin embargo siempre tan desafiante ante el mundo. Pocas veces lo había visto cohibirse. No entendía del todo de dónde sacaba esa valentía que mostraba casi a diario. Pero ahora, frente al tren que lo llevaría a una vida nueva, Asterion parecía estar abrumado por el peso de lo que no conocía.

“Sí.” Le dio una palmada leve en la espalda. “Yo también lo estuve la primera vez que iba a subirme al tren.”

Asterion lo miró sorprendido, como si acabaran de decirle que su padre había sido un niño alguna vez. “No te creo.”

Severus ladeó apenas los labios en una expresión entre burla y resignación. “¿Recuerdas cuando te conté sobre mi relación familiar?”

El niño asintió en silencio, bajando un poco la mirada. El tema era delicado, no solo porque involucraba a gente que Asterion no conocía, sino porque cada palabra que Severus decía sobre su infancia parecía cargada de algo que nunca se decía abiertamente. Dolor, tal vez. Silencio. Resignación.

“Durante mucho tiempo,” continuó Severus, con la mirada fija en el humo que salía del tren. “Vi la magia como algo que debía reprimir. Algo que me separaba del mundo. Que no debía mostrar… ni disfrutar. Así que tener que ir a una escuela para aprender justamente eso que me habían hecho creer que era un defecto…” soltó el aire con calma. “Fue difícil. Parecía que tenía que cumplir una expectativa que nadie me había pedido pero que estaba implícita.”

Asterion no supo qué responder. La forma en la que su padre hablaba lo hacía sentir con cierta admiración y tristeza, sobre todo… una especie de ternura que solo sentía cuando lo veía dormir en el sillón con un libro a medio cerrar.

Sabía que ese tema no debía alargarse. Que su padre no estaba buscando compasión, ni entendimiento. Solo compartir un trozo de su historia.

Severus, como siempre, se dio cuenta. Sabía leer a su hijo mejor que nadie. Y al verlo callado, con esa mirada intensa que usaba cuando pensaba demasiado, se inclinó un poco y lo abrazó con un brazo, apretándolo contra su costado.

“Pero tú estás nervioso por algo muy distinto,” murmuró. “Tú estás nervioso porque tienes mucho que aprender. Y eso está bien. No te exijo que seas perfecto, Asterion. Solo que te diviertas.” Hizo una pausa. “Y también que apruebes los exámenes, y entregues la tarea. No seas flojo.”

Asterion soltó una risa, aún pegado a él. Se separó con una sonrisa genuina en el rostro, justo cuando una voz chillona se escuchó desde un costado.

“¡Asterion!” gritó Grace, cargando con cuidado la jaula de su gata, mientras Lorna la seguía arrastrando un baúl. “¡Ya te encontramos!”

Asterion giró hacia ellas, sus nervios no desaparecieron, pero al menos ya no pesaban tanto.

Ambas se abrieron paso entre los últimos grupos que bloqueaban el paso al tren. Lorna se detuvo justo frente a Severus. Lo saludó con una sonrisa cálida, a la que él respondió con un leve asentimiento. No era exactamente efusivo, pero Lorna ya conocía ese lenguaje suyo.

“Qué gusto verte,” dijo ella, echando un vistazo a su alrededor antes de volver la mirada a Severus.

“¿Cómo estuvo el viaje?” preguntó él, mientras a su lado Asterion ya comenzaba a hablar con Grace, como si no los viera desde hacía meses en lugar de solo un par de semanas.

“Bien… aunque casi no alcanzamos a comprar los útiles de Grace. Hogwarts exige demasiadas cosas, Severus,” comentó Lorna con una ceja alzada, casi divertida. “Cuando yo estudiaba, un pergamino y una pluma eran más que suficiente.”

“Bueno, en Durmstrang lo importante no era precisamente escribir,” murmuró Severus con ironía.

Lorna soltó una risa sincera y breve. “Tienes razón. Lo había olvidado,” después observó a su alrededor. “¿Y Sirius?” preguntó ella, notando la ausencia de cualquier sonido escandaloso o de un hombre atractivo que llamara la atención de media estación.

“Tuvo que salir temprano esta mañana,” respondió Severus, mirando el reloj de la estación. “Pero dijo que vendría.”

Ambos suspiraron casi al mismo tiempo. Lorna se encogió de hombros. “Con suerte lo hará antes de que el tren parta. La puntualidad no es su punto bueno.”

“¿Tiene algún punto bueno?” Bromeó Severus, haciendo reír a Lorna una vez más.

A unos pasos, Asterion señalaba la jaula que colgaba de su equipaje con entusiasmo. “Se llama Trixsy. Es muy tranquilo, casi nunca hace nada. Solo dice ‘buh’ cuando intento hablarle.”

“Tal vez no le caes bien,” respondió Grace con total naturalidad, mientras se agachaba un poco para ver mejor al búho.

“¿Cómo que no le caigo bien?” Asterion frunció el ceño. “Es mi búho. Se supone que debemos ser un equipo.”

“Pues no parece muy interesado en ti.” Grace se encogió de hombros con una sonrisa ladina.

“Bueno, al menos no muerde como tu gata,” replicó Asterion, mirando de reojo la jaula que ella cargaba con tanto cuidado.

“No muerde, solo se defiende,” dijo con tono ofendido. “Y tú la asustaste.”

“Yo no la asusté, solo intenté cargarla de una forma distinta…”

“¡De cabeza!”

La discusión prometía escalar hasta que un chasquido seco interrumpió la conversación, haciendo que algunas personas a su alrededor dieran un respingo.

Grace se giró de inmediato, sorprendida al ver la criatura encorvada de grandes orejas y ojos saltones que había aparecido en medio del andén. Asterion, en cambio, saludó con toda la naturalidad del mundo.

“Hola, Kreacher.”

El elfo le hizo una reverencia breve, sin ocultar su fastidio por la multitud ruidosa que lo rodeaba.

“La ama Walburga envía esto,” dijo con voz rasposa, alzando un sobre cerrado con cera negra. “Dice que no debes olvidar quién es usted. Y qué representa el apellido con dignidad.”

Asterion lo tomó con ambas manos, como si se tratara de un objeto valioso.

“Gracias.”

El elfo asintió. “Buen viaje, joven amo. Que Hogwarts no lo debilite.”

Varias personas alrededor murmuraban y miraban hacia ellos con curiosidad, claramente incómodos por la aparición repentina del elfo doméstico en medio del andén.

“Perfecto,” masculló Severus, negando con la cabeza. “Esa mujer no sabe nada sobre discreción.”

“Muy llamativo para solo una carta,” comentó Lorna, con una sonrisa indulgente. Observó el rostro de Severus, sabiendo perfectamente que detestaba ser el centro de atención. “Pero debo admitir que fue… entrañable.”

Asterion, sin notar la incomodidad adulta, acariciaba el sobre, sabiendo que su abuela no lo dejaría ir sin despedirse, aunque usara tácticas demasiado extrañas. Así, guardó con cuidado la carta en el bolsillo interior de su túnica, mientras en sus ojos aún brillaba una chispa.

El tren silbó a lo lejos, anunciando que el tiempo se acortaba. 

“Deben empezar a subir, o el tren se irá sin ustedes.” La voz de Severus se alzó por encima del bullicio mientras tomaba con una mano las valijas de Asterion. 

Asterion frunció el ceño y miró a su alrededor con ansiedad.

“Espera, papá… aún no llega el tío Sirius.”

Severus respiró hondo, controlando el gesto de fastidio que amenazaba con cruzarle el rostro. Se agachó un poco para que su mirada quedara a la altura de la de su hijo.

“Lo sé,” murmuró, mientras le acomodaba una hebra rebelde del cabello. “Pero te enviará una carta pronto, te lo prometo. Sabes que ahora tiene más trabajo, compromisos con el Ministerio, y con los Black.”

En ese momento, Lorna se acercó, ajustando el sombrero de Grace con una sonrisa cálida.

“Nos adelantaremos,” dijo con suavidad, leyendo perfectamente en el rostro de Asterion que no quería moverse de ahí todavía. “Me saludan a Sirius,” le tendió la mano a su hija. “Vamos, Grace.”

La niña antes de seguir, se acercó a Asterion. “Te guardo asiento si no te apuras,” dijo Grace, dándole un leve empujón en el brazo. 

Asterion asintió apenas con una sonrisa rápida a Grace, y al verla alejarse junto a su madre, volvió su atención a su padre.

“Nosotros también deberíamos irnos,” dijo Severus, aquello desilusionó al niño.

Bajó la mirada mientras Severus le indicaba con un gesto que era momento de avanzar. Arrastró un poco los pies cuando comenzaron a caminar, como si cada paso le costará más que el anterior.

“En serio quería despedirme de él…” murmuró, con un nudo en la garganta que intentó disimular.

Sin embargo, no llegaron muy lejos.

“¡Aster!”

La voz se elevó sobre el alboroto del andén como un trueno familiar. Asterion giró sobre sus talones justo a tiempo para ver a Sirius esquivando adultos, niños y maletas como un adolescente en un campo de juego. El corazón del niño saltó en su pecho, y sin pensarlo, corrió hacia él.

Sirius lo atrapó en un fuerte abrazo, alzándolo unos centímetros del suelo con una carcajada.

“¡Pensé que no te vería hasta Navidad!” gritó Asterion, con los ojos brillando y las mejillas enrojecidas por la emoción.

“¿En serio creíste que me perdería tu primer viaje en un tren mágico?” Sirius arqueó una ceja, fingiendo estar ofendido. “Vamos, pequeño Black, sabes que tengo mejor estilo que eso.”

La sonrisa de Asterion se ensanchó, olvidando de inmediato el nudo que había comenzado a formarse en su estómago.

Severus, por su parte, cruzó los brazos. “Llegas tarde.”

“No, Sevy,” replicó Sirius, sin soltar al niño. “Tarde sería no haberlo alcanzado. Esto…” soltó a Asterion con una palmada en la espalda, “es llegar justo a tiempo.”

Severus rodó los ojos, murmurando algo inaudible para no alentar más dramatismos innecesarios.

Entonces, Sirius se agachó un poco, acomodándole el cuello de la túnica a Asterion. “Escucha,” le susurró con complicidad. “Cuando conozcas bien el castillo, ve a las oficinas del conserje. Busca en los cajones del fondo. Lo que encuentres allí, es todo tuyo. ¿Entendido?”

Asterion abrió mucho los ojos, y asintió con emoción. “¿Qué es?”

“Confía en mí. Lo sabrás cuando lo veas.”

“¿Qué fue lo que le dijiste?” intervino Severus, alzando una ceja mientras ya se acercaban a la puerta.

“Nada importante,” respondió Sirius con una sonrisa traviesa. “Solo una bienvenida digna al castillo.”

Severus lo miró fijamente por unos segundos. Él conocía ese tono, esa sonrisa y ese brillo en los ojos de Sirius. Nada bueno podía salir de alguien que acumuló más horas en detención que puntos para su casa. Pero… cuando vio la emoción que ahora iluminaba el rostro de Asterion, supo que ese detalle, fuera lo que fuera, le había borrado los nervios al pequeño.

Cuando por fin llegaron a la puerta del tren, una bruja de rostro amable, gafas redondas y túnica color cereza los recibió con una gran libreta en mano. Su cabello castaño claro estaba recogido en un moño tan apretado que parecía hacerle cosquillas a la nuca.

“¿Nombre?” preguntó al verlos acercarse.

“Asterion Black Snape,” dijo con claridad, intentando que su voz no temblara. La mujer asintió, marcando su nombre en la lista, y luego le dedicó una sonrisa reconfortante.

“Buen viaje, señor Black. Primer vagón al frente, compartimentos vacíos marcados con hechizo verde.”

Asterion dio un paso, pero Severus lo detuvo suavemente por el hombro.

“Espera.” Lo miró unos segundos en silencio, como si quisiera asegurarse de que se llevaría bien la imagen de su hijo antes de dejarlo ir.

Asterion suspiró. “Papá, no voy a olvidarme de cómo caminar.”

“No es eso.” Severus bajó un poco la voz, como si la multitud fuera capaz de robarle la intimidad. “Solo... recuerda ser puntual. Siempre.”

“Lo sé,” Asterion puso los ojos en blanco, pero no con fastidio real. Era más una rutina que lo tranquilizaba. “Aunque nadie más lo sea.”

“Especialmente cuando nadie más lo sea,” murmuró Severus, mirando de reojo a Sirius.

“¡Ey! Estoy justo aquí,” dijo Sirius con una sonrisa ladeada. “¿Y acaso no llegué justo a tiempo?”

Severus no respondió, solo alzó una ceja, lo cual fue más que suficiente para provocar una risa nerviosa en Asterion.

Sirius se agachó frente a él, dándole un pequeño empujón en el hombro. “Ahora escucha bien, pequeño astronauta. Si el castillo empieza a portarse raro, no huyas, habla con él. Las paredes tienen oídos y a veces corazón. Diles cosas bonitas.”

Asterion rió, sacudiendo la cabeza. “¿Siempre tienes que decir cosas tan raras?”

“¿Siempre tienes que entenderlas tan bien?” replicó Sirius con una sonrisa suave.

Severus carraspeó, y cuando Asterion lo miró, bajó la voz. “No te preocupes por ser el mejor. Solo aprende, haz amigos, diviértete. Y aprueba tus exámenes. Y haz la tarea. Y cuida tus cosas. Y—”

“¡Papá!” Asterion se rió. “Una cosa a la vez, por favor.”

Severus suspiró, se inclinó y le acomodó el cuello de la túnica. “Solo… sé tú. Eso es suficiente.”

“Lo haré, lo prometo,” dijo Asterión, bajando un poco la voz.

“Nos veremos pronto,” añadió Sirius, poniéndose de pie.

“Y todo va a salir bien,” Severus completó con firmeza.

Asterion sonrió, asintió y, sin decir nada más, subió al tren.

La puerta se cerró tras él con un suave chirrido metálico, y el vapor comenzó a elevarse mientras el motor se preparaba.

Avanzó por los pasillos aún medio vacíos, esquivando baúles olvidados y gatos que salían de sus jaulas con descaro. Reconoció a Grace un par de compartimentos más adelante, sentada junto a la ventana con su gata dormida hecha un ovillo en su regazo. Ella alzó la mano en cuanto lo vio.

Asterion entró sin decir palabra, dejó su baúl en el portaequipaje y se sentó frente a ella, todavía procesando todo lo que acababa de ocurrir.

En su asiento, mientras el tren comenzaba a avanzar, Asterion miró por la ventana, pero ya no alcanzó a ver a su padre ni a Sirius. Solo gente moviéndose, sombreros agitados, y un montón de humo que lo envolvía todo como niebla de comienzo.

Acomodándose mejor, echó un vistazo a la gata, que abrió un ojo y luego volvió a acomodarse sin darle importancia. Asterion pensó en todas las cosas que no sabía. En los libros que no había terminado de leer. En la varita que no le terminaba de responder. En los hechizos que aún no entendía. Y en esa sensación persistente de no estar del todo listo para nada.

Pero también pensó en la sala común que aún no conocía, en los pasillos cambiantes que Sirius había descrito una y otra vez con ese brillo en los ojos, y en las historias que su abuela le contaba cuando fingía que no las escuchaba.

Iba a entrar al castillo más importante del mundo mágico. Y haría que se sintieran orgullosos de él.

“Estoy muy nerviosa,” dijo Grace, rompiendo el silencio que apenas había durado unos segundos. Su voz era apenas un susurro, mientras acariciaba a su gata con insistencia. “Mamá dijo que Hogwarts no es muy exigente. Pero… ¿y si el sombrero decide que no soy digna para estar en ninguna casa?”

Asterion frunció ligeramente el ceño. No se le había pasado por la cabeza esa posibilidad, pero ahora que lo decía, un pequeño nudo se formó en su estómago. Miró a Grace con atención: su postura estaba tensa, la mano que acariciaba a la gata temblaba apenas. No podía permitirse ponerse igual que ella.

Se recargó contra la ventana con aire tranquilo, cruzando los brazos.

“Jay estaría muy decepcionado si te viera así,” dijo con una leve sonrisa. “La niña que conocemos no tendría tan poca fe de sí misma.”

Grace alzó la mirada y lo observó por un momento. Luego, como si esas palabras le hubieran removido algo dentro, sus labios se curvaron apenas.

“Era broma,” murmuró, más para sí que para él. “Me quedaré en la mejor casa de todo Hogwarts.”

Asterion estaba por replicar algo —probablemente una burla amistosa— cuando la puerta del compartimiento se deslizó bruscamente hacia un lado.

Ambos se giraron al mismo tiempo y se quedaron congelados.

Dos niños idénticos estaban parados frente a ellos, pelirrojos, con las mejillas sonrojadas por el esfuerzo y las maletas desordenadas a sus pies. Asterion pensó que era como ver un espejo encantado: uno hablaba y el otro parecía seguirle el pensamiento.

“Diablos, este también está ocupado, Fred,” dijo uno, mirando por encima de Grace.

“Es culpa de Percy. Debió dejarnos acompañarlo,” respondió el otro, empujando al primero con el codo.

“Canalla,” dijeron ambos al unísono, y luego rieron con idéntico tono.

Grace parpadeó, confusa. Asterion solo los observó, algo fascinado. ¿Eran gemelos de verdad o una ilusión muy bien hecha?

“Eh… ¿quieren sentarse?” preguntó Asterion con una mezcla de duda y diversión.

Ambos niños se miraron antes de contestar.

“No es necesario que lo digas dos veces,” dijo Fred.

“Nos estábamos peleando con un rebaño de hurones de tercer año por un asiento decente,” añadió George mientras ambos se dejaban caer con la confianza de quien se acomoda en casa propia. “Ese vagón parece un zoológico con capa.”

Grace los miró con desconcierto y un tanto divertida, mientras su gata se escondía más dentro de su túnica.

“Soy George,” dijo uno, levantando la mano.

“Y yo Fred. Aunque pueden adivinarnos si te gusta el riesgo.”

“¿Segundo año?” preguntó Asterion, examinando los bordes de sus túnicas, más gastadas que las suyas.

“Correcto. Especialistas en bromas y escapatorias,” respondió Fred con una reverencia.

“Y ustedes deben ser los nuevos,” dijo George, señalándolos con la barbilla. “¿Ya se están muriendo de nervios o eso viene más tarde?”

Grace soltó una risa leve. “Ya está en proceso.”

Asterion los observó, aún un poco callado, y no pudo evitar notar algo: la cabellera de Grace —más rojiza que anaranjada— ahora compartía el espacio con dos cabezas pelirrojas casi encendidas, y eso sin contar las pecas que, en el caso de los gemelos, parecían haber sido colocadas con una brocha descontrolada.

“¿No nos dirán sus nombres?” Preguntó Fred, apuntando a ambos con la barbilla.

“Soy Asterion Black,” se presentó como siempre lo había hecho, aunque sin tanta elegancia como su abuela le había dicho.

“¿Black como los esos Black?” George lo dijo bajando la voz con dramatismo.

“¿Hay otros tipos de Black?” preguntó Asterion, enarcando una ceja, con una media sonrisa.

Los gemelos se miraron, asintieron con respeto falso y cruzaron los brazos.

“Interesante…” dijeron. “Muy interesante…”

“Y tú,” Fred miró a Grace, “¿cómo te llamas?”

“Grace Murrey,” la pequeña pelirroja sonrió.

Fred ladeó la cabeza. “¿Murrey?” repitió como si estuviera saboreando el apellido. “Eso suena a…”

“¿Muggle?” completó George, abriendo mucho los ojos con fingida sorpresa.

Grace asintió sin vergüenza, aunque con algo de timidez. “Mi papá lo es. Mamá estudió en Durmstrang, así que no tiene una casa mágica ni nada de eso.”

“¿Tu papá es muggle?” Fred soltó un pequeño silbido. “¡Qué genial!”

“Sí, papá siempre dice que los muggles hacen cosas sorprendentes sin magia,” añadió George, como si eso los convirtiera automáticamente en expertos en el tema. “¿Sabías que tienen una caja mágica que hace pan rebanado en segundos?”

“Y otra que congela la comida como si fuera hechizo de escarcha permanente,” dijo Fred, levantando las manos. “¡Los muggles son brillantes!”

Asterion los miró alzando una ceja. “¿Eso es lo que más les impresiona?”

“¿Y no debería?” preguntó Fred, indignado. “¡Es pan! Rebanado. Perfecto. Siempre.”

Grace rió suavemente, aliviada por la reacción. Había temido que el apellido Murrey o el hecho de tener un padre no mágico hiciera las cosas incómodas. Pero con los gemelos Weasley todo parecía una excusa para bromear.

“Además,” George señaló su cabello, que caía en desordenadas ondas rojas, “tú podrías ser una Weasley perfectamente.”

Fred la observó con fingido escrutinio, cruzándose de brazos. “Sí, tiene el tono, pero menos zanahoria y más cereza.”

“Quizá somos parientes lejanos,” bromeó Grace, encogiéndose de hombros.

Los gemelos se miraron con un gesto coordinado de negación dramática.

“No lo creo,” dijo George. “Somos sangre mágica desde hace siglos. Una aburrida cadena de pelirrojos mágicos con nombres repetidos.”

“Sí, tenemos más Bills, Charlies y Percys de los que quisiéramos,” añadió Fred con un suspiro resignado. “Y ningún Murrey, lo recordaría. Suena muy muggle-chic.”

“Es un nombre elegante,” aprobó George.

“Pero no somos familia,” concluyeron al mismo tiempo, con idéntico encogimiento de hombros.

Asterion, que había observado todo con una media sonrisa, pensó que era algo curioso estar rodeado de tantos pelirrojos. Entre Grace, Fred y George, parecía que el color cobrizo dominaba el compartimiento. Si esto sigue así, iba a terminar teniendo visiones rojizas de por vida, pensó con humor.

Los gemelos parecían listos para empezar otra ronda de chistes sobre pelirrojos perdidos por el mundo, pero justo entonces, la puerta del compartimento se abrió de golpe con un chirrido decidido…

Una mujer alta —con el cabello en un moño caído y expresión severa— los observó con atención. “Gemelos Weasley, a sus lugares,” dijo con tono firme.

“¡Esa es nuestra señal!” dijo George.

“Hasta luego, fuego y sombras,” bromeó Fred, señalando a los tres antes de salir corriendo tras la mujer.

Asterion y Grace se quedaron unos segundos en silencio, hasta que ambos soltaron una carcajada.

“Fuego y sombras,” repitió Asterion, negando con la cabeza. “Nos acaban de bautizar.”

“Espero que no se les ocurra hacerlo oficial,” dijo Grace, aún sonriendo.

La gata ronroneó, ajena a la conversación, y el tren siguió su curso hacia el norte, dejando atrás el mundo conocido.

 

(…)

 

La noche había caído sobre Ravenswell con la serenidad de los días largos que anuncian el otoño. Afuera, el viento mecía suavemente las ramas del jardín, haciendo crujir las hojas secas acumuladas en los rincones del muro. Todo parecía en calma. 

Sirius caminaba descalzo por el pasillo, aflojándose el cuello de la camisa. Había pasado gran parte del día lidiando con documentos que Lucius le había dejado sin ningún sentido de compasión. Asuntos de herencia, transacciones familiares, contactos de los Black, papeles que olían a polvo y a una sangre que ya no lo representaba.

No fue sino hasta que bajó las escaleras que algo lo detuvo.

Miro la oscuridad que atravesaba las ventanas, y pensó en Asterion. Para este momento, ya debía haber llegado a Hogwarts. El tren seguramente ya habría cruzado los bosques, y estarían desembarcando bajo la luz de las antorchas, con los botes esperándolos a orillas del lago. Sirius sonrió, recordando la emoción de su primer año: el asombro, las risas, el caos. Todo parecía tan fácil entonces.

Al entrar al salón, la calidez del hogar lo envolvió. La chimenea lanzaba brasas suaves, apenas encendidas para cortar el frío. Los muebles, siempre pulcros por el excesivo cuidado, parecían aún más ordenados sin los pasos agitados de un niño de once años corriendo por la casa.

Fue entonces cuando lo vio.

Severus estaba recostado en el sofá, con un brazo cubriéndole el abdomen y el otro descansando sobre la frente, como si hubiera intentado leer y se hubiese rendido a mitad de página. Su respiración era lenta y  su rostro relajado. Había algo vulnerable en esa postura: la túnica semiabierta, las botas aún puestas, como si se hubiese quedado dormido sin planearlo.

Sirius se detuvo, casi divertido. Estaba seguro que Severus no quiso ir a su habitación con la casa vacía, no podía soportar el silencio allá arriba. Claro que no lo admitiría. Severus no hablaba de esas cosas, no dejaba que nada lo rozara más allá de lo estrictamente necesario. Pero Sirius lo sabía. Sabía que el que más iba a resentir la partida de Asterion no era él.

Tomó con cuidado una manta doblada sobre el sillón de lectura. Se acercó en silencio, con la intención de cubrirlo, pero justo antes de hacerlo… se detuvo.

Y lo observó..

Lo miró en serio. No como cuando discutían, ni cuando compartían mesa, ni siquiera como cuando intercambiaban comentarios sarcásticos solo por costumbre. Lo miró con detalle, como si el mundo le hubiera dado un pequeño respiro.

Sus párpados apenas temblaban con el ritmo de su respiración. Tenía el ceño relajado, sin esa arruga permanente que lo hacía ver siempre a punto de soltar una queja. Incluso su boca, usualmente tensa, estaba apenas entreabierta.
Parecía… humano. Tranquilo. Real.

Y por alguna razón, eso lo desarmó.

Era una estupidez, estar ahí parado como un idiota, sintiendo cosas por el hombre que hace unos años me hubiera lanzado un Avada sin parpadear. Pero ahí estaba. Observando a Severus como si ese momento pudiera arreglar algo que había estado roto durante demasiado tiempo.

Finalmente, colocó la manta con suavidad sobre su pecho, asegurándose de no despertarlo.

Se giró para irse, dispuesto a subir por fin a su habitación.

“¿Cuánto tiempo estuve dormido?” preguntó Severus, con la voz rasposa y ronca del sueño interrumpido.

Sirius se giró en seco, ligeramente sorprendido. Severus no lo miraba directamente, solo se incorporaba con cierta torpeza, claramente incómodo por haber sido encontrado en un estado tan poco digno.

“Apenas llegué” respondió Sirius, apoyándose con un hombro contra el marco de la puerta, con los brazos cruzados. Su tono era tranquilo, casi despreocupado.

Severus se sentó, reacomodando su túnica con un gesto mecánico. “Debí haber ido a mi habitación” murmuró, evitando mirarlo.

“El sofá también es cómodo. Aunque, eso sí” añadió Sirius con una sonrisa torcida, “roncas menos de lo que imaginé.”

Severus le lanzó una mirada cansada, pero sin veneno.

Por un momento, ninguno de los dos dijo nada. El fuego chisporroteó suavemente.
Sirius no se movió, y Severus no pidió que se fuera.

Y aunque Sirius no lo sabía del todo, ese pequeño instante de silencio compartido, era el tipo de cosas que, si se repetían con el tiempo, podían cambiarlo todo.

“Está demasiado callado,” murmuró Sirius, mirando a su alrededor mientras caminaba lentamente por el salón. “Me siento raro sin alguien pegado a mi costado, exigiendo saber cada detalle absurdo de mi día… como si fuese el evento más fascinante del universo.”

Una sonrisa se le escapó, ligera y cálida, al recordar la manera en la que Asterion solía llenarlo de preguntas sin dejarlo respirar. Al principio lo había exasperado, pero ahora… lo echaba de menos.

Severus no respondió. Permanecía de pie, de espaldas a Sirius, como si estuviera ocupado observando las sombras que la chimenea proyectaba en la pared. Pero Sirius sabía que lo había escuchado.

“Te enviará cartas,” dijo finalmente Severus, con una voz baja pero firme. “Y puedes estar seguro de que tendrán la misma intensidad que su presencia. Palabra tras palabra. Página tras página.”

Severus se giró entonces, caminando hacia la salida del salón con el paso metódico y contenido de siempre. Pero algo en sus hombros, una ligera tensión, delataba más de lo que él querría admitir.

Sirius dio un par de pasos hacia él, sin pensar mucho en lo que hacía.

“No tienes que fingir que no te afecta,” murmuró, deteniéndose frente a él. “No conmigo.”

Severus lo miró apenas un segundo, con esa expresión neutra que usaba como escudo.

“Y tampoco tengo que dramatizarlo,” respondió en voz baja, casi sin dejar que se notara el cansancio que se le asomaba en los ojos. “Él va a estar bien.”

Y sin más, siguió su camino, dejando a Sirius solo en el salón.

Sirius se quedó de pie por unos instantes más, mirando la puerta por donde Severus había desaparecido. Luego soltó un largo suspiro, apoyándose un momento en el respaldo del sofá.

Testarudo como una piedra, pensó con resignación. Y ni siquiera se da cuenta de lo mucho que se le nota.

Giró sobre sus talones y caminó rumbo a su habitación, con las manos en los bolsillos y la cabeza algo más pesada que antes.
Los próximos meses serían largos.
Sin Asterion, esa casa se sentía más grande... y más incómoda.


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.

 

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Notes:

Holaa!
No pude actualizar ayer pero aquí está en capítulo. Esta es la dinámica que estaremos viendo, Asterion en Hogwarts y por otro lado la trama del Snirius jeje ahora estarán solos en esa casa, es hora de que nazca el amor.

Chapter 5: A la vista de todos

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Capítulo 1.4

“A la vista de todos.”

 

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El tren a Hogwarts avanzaba como una larga serpiente roja que atravesaba colinas verdes y bosques espesos. Afuera, el cielo había comenzado a oscurecerse, pintado con nubes bajas y una brisa que anunciaba el final del verano. Dentro del vagón, los nervios ya no eran un murmullo, sino una presencia compartida entre todos los de primer año. Algunos hablaban emocionados, otros hojeaban libros apresurados, como si pudieran memorizar todo antes de llegar. Y luego estaban Asterion y Grace, compartiendo dulces, bromas y silencios con la comodidad de quien no necesitaba decir demasiado para entender al otro.

El carrito de golosinas había sido una distracción bienvenida. Asterion había elegido varias ranas de chocolate —más por verlas saltar que por el gusto—, mientras Grace se animaba a probar caramelos de sabores sospechosos.

“Este sabe a... ¿calcetín mojado?” Asterion frunció el rostro con una mueca de repulsión.

Grace soltó una carcajada, señalando otro dulce. “Tú me diste ese. Sabía a pescado viejo. ¡Horrible!”

Ambos se rieron, dejando que la ansiedad cediera un poco entre el azúcar y la risa. No volvieron a cruzarse con los gemelos Weasley, aunque los escuchaban de vez en cuando por el pasillo, riendo o levantando demasiado la voz. Asterion supuso que los verían en el castillo, probablemente metiéndose en problemas.

Y sin que se dieran cuenta, el tren comenzó a frenar.

Los vagones crujieron suavemente, y un pitido lejano anunció la llegada. El mundo que se habían imaginado durante todo el trayecto estaba, por fin, allí. Grace y Asterion se miraron por un segundo, sin decir nada, y se pusieron de pie. El bullicio afuera era mayor; baúles siendo bajados, lechuzas protestando, gatos escapando de jaulas. Era un caos encantador.

Cuando bajaron del tren, el aire olía a tierra húmeda y a algo más… algo antiguo, como si la magia se colara entre las hojas y el viento.

“¡Primero’ años! ¡Por aquí, los de primer año!” gritó una voz grave, y al voltear la cabeza, Asterion se quedó pasmado por un instante.

Una figura enorme levantaba una linterna por encima de su cabeza, guiando a los alumnos a través de la oscuridad. Su barba era tan tupida como su voz, y cada paso que daba parecía hacer temblar el suelo.

“¿Es un gigante?” susurró Grace, acercándose un poco más a Asterion.

“Mitad gigante… creo,” murmuró él de vuelta, recordando alguna historia que Sirius le había contado con mucho entusiasmo.

Siguieron a Hagrid —porque ese era su nombre, lo escucharon entre los murmullos de otros alumnos— bajando por un sendero empinado cubierto de maleza y hojas caídas. Las ramas de los árboles crujían por el paso de tantos pies nerviosos.

Cuando llegaron al borde del lago, una docena de botes de madera esperaban flotando en el agua. Oscuro, profundo y silencioso, el lago parecía observarlos en calma. Hagrid se giró hacia ellos.

“¡Botes de a cuatro, sin empujar!” ordenó con voz grave.

Asterion tomó la mano de Grace sin pensarlo, ayudándola a subir con cuidado al bote. Ella murmuró un gracias y se sentó a su lado, mientras el lago oscuro se extendía frente a ellos. Se acomodaron junto a otros dos niños: un chico regordete con gafas que parecía no saber si estaba mareado o asustado, y una niña rubia con el cabello lleno de trencitas, que abrazaba una jaula vacía.

“Hola,” dijo Asterion de inmediato, con su habitual energía. “Soy Asterion Black, y ella es mi amiga Grace Murrey.” Señaló con el pulgar, y sonrió con confianza.

El chico de gafas lo miró con cierta timidez. “Yo soy Dennis Bole,” dijo en voz baja. “Y ella es… creo que no hemos hablado todavía.”

La niña asintió, sacando la barbilla con un poco de orgullo. “Me llamo Irina Goldstein.”

“¿Goldstein? Creo que escuché ese apellido antes… ¿Tienes familia en el Ministerio?” preguntó Asterion, interesado.

La niña se encogió de hombros. “Mi tía trabaja con leyes mágicas. Pero no sé mucho.”

Asterion asintió, ya formulando otra pregunta en su cabeza. “¿Y qué mascota trajiste? ¿Una lechuza? ¿Un sapo? Yo llevo un búho. Trcksy, se llama. Aunque es algo gruñón.”

Irina señaló la jaula vacía. “Un cuervo. Pero se escapó antes de que subiera al tren… seguro ya está en el castillo.”

“¡Guau! ¿Un cuervo? Eso suena mucho más interesante que un gato aburrido.”

“¡Oye!” protestó Grace entre risas. “Mi gata no es aburrida, solo no le agradas.”

Asterion ya se preparaba para hacer otra observación sobre mascotas y familias mágicas, cuando el bote giró ligeramente, dejando a la vista una silueta imponente al fondo. Todos se quedaron en silencio.

Y entonces lo vieron.

Más allá del agua, alzándose sobre la montaña, estaba el castillo. Hogwarts.

Parecía una pintura viva: sus torres recortadas contra el cielo nocturno, las ventanas brillando como luciérnagas, los muros antiguos cubiertos de sombra y misterio. Era majestuoso, imposible, perfecto. Tan real y tan irreal a la vez.

Asterion sintió cómo se le encogía el estómago, pero no de miedo. Era una mezcla de respeto, fascinación y un anhelo extraño que no sabía cómo explicar.

“Wow…” alcanzó a decir, apenas en un susurro.

Grace sonrió también. “Ahora entiendo por qué todos dicen que es el lugar más mágico del mundo.”

El bote comenzó a avanzar suavemente por el lago, deslizándose entre la oscuridad y el reflejo de las estrellas. Hogwarts estaba cada vez más cerca. Y con cada metro que avanzaban, Asterion sentía que algo dentro de él también se movía.

Cuando los botes tocaron tierra firme, Hagrid —alto como una torre y con una lámpara colgando de una mano— les indicó que lo siguieran por un sendero angosto entre las rocas. La multitud de niños de primer año murmuraba emocionada, algunos tropezaban, otros hablaban en susurros. El aire olía a hierba mojada y piedra antigua.

“Vamos, vamos, sin quedarse atrás,” gruñó Hagrid, guiando al grupo por un sendero que serpenteaba hasta una escalinata empedrada.

Asterion caminaba al lado de Grace, con Irina y Dennis justo detrás. Mientras avanzaban entre las sombras, aún podían ver el reflejo del castillo sobre el lago a lo lejos, y las luces de Hogwarts parpadeando entre los árboles como si el castillo respirara.

Parecía que Asterion no podía evitar mirar hacia arriba, hacia las torres que se alzaban en la montaña. Aunque había visto ilustraciones, escuchado historias e incluso leído fragmentos en libros viejos de su abuela, nada se comparaba con estar ahí, yendo de verdad hacia el castillo. El corazón le latía rápido, y una parte de él aún no terminaba de creérselo.

“¿Es así todo el tiempo?” murmuró Grace, a su lado, con voz baja, como si temiera romper el hechizo con el sonido.

Asterion tardó en contestar, tan concentrado estaba mirando las torres, los puentes, las ventanas encendidas.

“Se supone que cambia, ¿no?” dijo al fin. “Hay pasillos que aparecen y desaparecen. Escaleras que se mueven. Algunas habitaciones solo se abren si dices la contraseña correcta o haces algo especial.”

“Eso suena...” Grace dudó. “Eso suena como un lugar diseñado para perderse.”

Asterion se rió. “Sí, pero ¿no es genial? Imagínate vivir en un lugar así. Donde todo es un misterio y la escuela misma parece tener vida.”

“Supongo que es mejor que Durmstrang,” murmuró Grace, abrazando a su gata contra el pecho. “Mamá dice que allá las ventanas están prohibidas en algunas zonas, y hay menos alumnos.”

“¿En serio?” Asterion parpadeó. “Yo leí que en Durmstrang enseñan magia oscura. ¿No es eso un poco… intenso?”

Grace se encogió de hombros.

“No parece tan oscuro cuando lo dice mi mamá.”

Los otros dos niños en el bote los escuchaban con atención, pero parecían no querer intervenir.

“¿Ya saben a qué casa quieren ir?” preguntó Irina de pronto.

Dennis se removió incómodo. “Mi hermano me dijo que si no quedas en ninguna te mandan de vuelta en el tren.”

“Eso no es cierto,” interrumpió Asterion rápidamente. “El Sombrero Seleccionador encuentra casa para todos. Está encantado con magia muy antigua. Aunque…”

“¿Aunque qué?” preguntó Grace, alzando una ceja.

“Aunque puede tardar si no estás muy seguro de ti mismo. O si el Sombrero cree que podrías encajar en más de una casa. Le pasó a papá, creo. O eso dijo Sirius. No estoy seguro si era una broma.”

“Todo lo que dice ese hombre suena como una broma,” bufó Grace, aunque no pudo evitar sonreír.

Ellos dos se rieron suavemente, Irene no entendía del todo y  Dennis aún tenía cara de querer volver al tren.

Asterion se giró hacia él con una sonrisa.

“Hey, no te preocupes. Si nos perdemos, yo tengo buen sentido de orientación. Y si no, pues... le preguntamos a algún fantasma.”

“¿Hay fantasmas de verdad?” Dennis parecía horrorizado y fascinado a la vez.

“Muchos,” confirmó Asterion con entusiasmo. “Hay uno que se llama Nick Casi Decapitado. Es el fantasma de Gryffindor. Mi abuela dice que la Dama Gris es muy elegante y misteriosa. Y hay un poltergeist que se llama Peeves y que se dedica a molestar a los estudiantes.”

“¿Cómo sabes tanto de este lugar?” preguntó Irina con ironía.

“Preguntó mucho,” dijo Asterion. “Y a los adultos eso les molesta, así que solo me responden para facilitar las cosas.”

La risa de los niños se apagó en cuanto los botes tocaron tierra y Hagrid los guió por un estrecho sendero. Subieron por la ladera, rodeados de sombras alargadas y el eco de pasos apresurados. La gran silueta del castillo se volvía más imponente con cada paso.

Cuando llegaron a la inmensa puerta de roble, Hagrid se giró y les hizo una seña para que esperaran. Entró con un chirrido y los dejó solos frente a la entrada.

Asterion observó la madera tallada, sintiendo la energía mágica que parecía vibrar en el aire. Se giró hacia los demás.

“¿Listos?”

“No,” dijeron Grace y Dennis a la vez.

“Definitivamente no,” añadió Irina.

Asterion solo sonrió.

“Bueno… ya es muy tarde para arrepentirse.”

Y justo entonces, las puertas comenzaron a abrirse lentamente. Asterion contuvo el aliento mientras cruzaban el umbral, guiados por Hagrid a través del vestíbulo principal. Las losas de piedra bajo sus pies brillaban con la humedad del lago, y antorchas encendidas proyectaban sombras danzantes en las paredes.

Frente a ellos, apareció una mujer alta, de rostro serio, moño impecable y túnica verde oscuro. Su presencia era tan firme como elegante, y el grupo de alumnos guardó silencio al instante.

“Profesora McGonagall,” dijo Hagrid, inclinando apenas la cabeza.

“Gracias, Hagrid. Yo me encargo a partir de aquí.”

El hombre asintió, haciéndose a un lado y esbozando una sonrisa. “Suerte.”

Y con eso, se marchó.

Los alumnos de primer año entraron en una sola fila, inseguros, con los pasos cautelosos. Asterion sintió cómo su no paraba de corazón golpeaba con fuerza contra su pecho, asustándose un poco porque llevaba así todo el día. Sabía que lo que iba a ocurrir era importante. Una de las decisiones más relevantes de su vida estaba por llegar.

El Gran Comedor era aún más impresionante de lo que había imaginado. El techo, encantado para reflejar el cielo del exterior, mostraba un firmamento estrellado tan vasto que parecía no tener fin. Cuatro largas mesas cruzaban el salón de extremo a extremo, atestadas de estudiantes mayores con túnicas impecables y miradas curiosas. En sus cabezas llevaban sombreros puntiagudos, y entre ellos se susurraban con disimulo mientras observaban a los nuevos.

Al fondo, sobre una plataforma elevada, estaban los profesores. En el centro se encontraba un hombre de túnica colorida y barba blanca como la nieve que descendía más allá de su pecho. Asterion lo reconoció de inmediato como el profesor Dumbledore. Había leído mucho sobre él, pero no esperaba que tuviera ese aire tan... excéntrico.

Justo a su lado estaba un hombre que había visto tiempo atrás en la nevería, cuando su padre lo llevó por primera vez a Diagon. Tenía una sonrisa tranquila y los ojos amables, como si estuviera contento de verlos allí. Asterion sintió un poco menos de nervios al encontrar un rostro familiar.

Delante del grupo, la mujer de antes seguía caminando. Su mirada era estricta, pero no parecía cruel, más bien exigente. Cuando todos se detuvieron, dio un paso al frente.

“Bienvenidos a Hogwarts,” dijo con una voz clara y firme. “Mi nombre es profesora McGonagall. Soy subdirectora del colegio y jefa de la casa de Gryffindor.”

Asterion intercambió una mirada con Grace, que apretaba con fuerza las mangas de su túnica.

“Dentro de poco serán asignados a una de las cuatro casas: Gryffindor, Hufflepuff, Ravenclaw o Slytherin,” continuó McGonagall. “Mientras estén aquí, sus casas serán como su segundo hogar. Ganarán puntos por sus logros, perderán puntos si infringen las normas, y competirán durante todo el año por la Copa de las Casas. Confío en que cada uno de ustedes será un orgullo para la suya.”

Dicho esto, con un leve movimiento de varita, hizo aparecer un taburete de tres patas frente al grupo. Encima de él descansaba un sombrero viejo, gastado por los años, con una rasgadura pronunciada que al abrirse parecía una boca. 

Ese era sin dudas el Sombrero Seleccionador.

Asterion tragó saliva, comenzando a ponerse nervioso. Grace lo notó y tomó su mano, entrelazando sus dedos, a la espera de su turno.

“Cuando escuchen su nombre,” dijo McGonagall, desplegando un pergamino largo, “se sentarán en el banco y el sombrero decidirá a qué casa pertenecen.”

La sala entera guardó silencio.

Abbott, Lydia,” anunció, y una niña castaña de rostro tembloroso se adelantó.

Asterion observó cada detalle, desde cómo la niña caminó hasta el banco hasta cómo el sombrero apenas tocó su cabeza antes de gritar:

¡HUFFLEPUFF!

Una de las mesas estalló en vítores. Lydia sonrió tímidamente mientras se unía a ellos.

Asterion sentía las manos sudorosas. La emoción y la ansiedad le hacían girar la vista de una mesa a otra. Quería escribirle a su padre cuanto antes. Contarle en qué casa quedó, qué tal era el comedor, los rostros de los profesores. Pensó en Severus ayudándolo con los deberes, en Sirius hablándole de los pasillos secretos, y en su abuela diciéndole que observara las estrellas desde la Torre de Astronomía.

McGonagall hojeó su pergamino con calma, hasta que su voz resonó en el gran comedor:

Black, Asterion.

Asterion sintió cómo el estómago se le encogía en un instante. Su apellido no pasó desapercibido. A diferencia de los nombres anteriores, los murmullos no disminuyeron. Al contrario, aumentaron con intensidad. Algunos alumnos mayores se inclinaron hacia adelante con evidente interés, y hasta unos cuantos profesores alzaron la vista.

A su lado, Grace le soltó la mano con suavidad.

“Buena suerte,” dijo en un susurro que no alcanzó a ocultar del todo su nerviosismo.

Asterion asintió, con una sonrisa rápida que se desvaneció enseguida. Se puso de pie, y avanzó hacia el taburete con el corazón golpeándole el pecho. Podía sentir las miradas fijas en él, más pesadas que nunca. No sabía si era su imaginación… pero tampoco importaba.

Mientras caminaba, todo pareció encajar.
Walburga lo había dicho: el apellido Black no era algo que pasara desapercibido, y mucho menos en Hogwarts. Durante años, había sido símbolo de poder, respeto y, últimamente, de escándalo. Regulus, el último heredero directo, había muerto sin dejar rastro. Sirius, expulsado de la familia, nunca había reclamado el legado… hasta que todo cambió.

Y ahora él estaba ahí. Un nuevo Black.
Un niño criado lejos del mundo que ahora lo observaba con atención.

Asterion llegó al taburete y se sentó. El silencio en la sala era distinto, más cargado. McGonagall le colocó el Sombrero Seleccionador con cuidado sobre la cabeza, y en ese momento, todo a su alrededor desapareció.

El sombrero se asentó sobre su cabeza, cubriéndole los ojos. Una oscuridad suave lo envolvió. Entonces, la voz retumbó en su mente, profunda, antigua, y algo divertida:

—“Oh… vaya, vaya… qué interesante… otro Black. Hacía tiempo que no encontraba uno por aquí.”

Asterion se tensó un poco, pero respondió en voz baja, apenas moviendo los labios:

—“Lo sé. Pero eso no interfiere… ¿verdad?”

—“No, no necesariamente,” respondió el sombrero con un tono casi pensativo. “Pero no deja de ser fascinante. Tantos Black han pasado por estas costuras… Algunos decididos a Slytherin antes de que yo dijera una palabra. Otros… huyendo de ella como si los fuera a devorar.”

Asterion tragó saliva.

—“¿Y yo?”

—“Tú…” el sombrero dejó una pausa larga. “Tú eres un rompecabezas. Veo muchas cosas. Valentía. Demasiada. Una que no proviene del deseo de destacar, sino de proteger, de entender… Una bravura que podría hacerte un gran Gryffindor, sin duda.”

Asterion se quedó en silencio, escuchando.

—“También hay nobleza… amabilidad… una calidez rara, que incluso podrías esconder si quisieras, pero no lo haces. Ese tipo de alma brilla entre los de Hufflepuff.”

—“Entonces… ¿por qué no Slytherin? Es la casa de mis padres después de todo”  dijo Asterion con cautela.

—“¿Quién dijo que no lo estoy considerando?” respondió el sombrero, divertido. “Puedo sentirlo. Una ambición discreta, pero firme. Una meta clara. Un deseo de crecer, de lograr algo grande… sí, sí… Slytherin podría ayudarte con eso.”

Asterion pensó un momento.

—“Tampoco ha mencionado Ravenclaw.”

—“Mmm, cierto. Curioso que seas tú quien lo mencione primero,” dijo el sombrero con un deje de satisfacción. “Ravenclaw también está presente. Muy presente. Tu mente está llena de preguntas, ideas, caminos a medias que quieres recorrer, aunque no sepas a dónde llevan. Eres curioso… increíblemente curioso.”

Asterion sonrió, casi sin querer.

—“Me gustan todas… no sabría por cuál decidirme.”

—“No necesitas decidir,” respondió el Sombrero Seleccionador con un leve suspiro. “Pero sí veo algo en ti que…”

—“¿Entonces eliges por lo que soy o por lo que podría llegar a ser? Porque Sirius me dijo una vez que las casas no definen quién eres.”

—“Bueno, en realidad…”

—“¿Y qué pasa si me mandas a una y luego me doy cuenta de que no encajo? ¿Puedo pedir un cambio? ¿Ha pasado antes? ¿Tienes registros de eso? Y también he pensado que a veces, ser valiente no es suficiente, porque los inteligentes también podemos serlo.”

—“Técnicamente sí, pero…”

—“¿Y si en verdad tengo alma de tejón pero cerebro de cuervo? ¿Eso me convierte en un tejocuervo? ¿O en un cuervotejón? ¿Tú haces fusiones de casas o eso es ilegal?”

—“Esto se está…”

—“Y hablando de ilegales, ¿el castillo tiene muchas reglas? Porque leí que quitan puntos, pero eso suena poco práctico, ¿no crees? Y la señora de la pintura… ¿sabe cuándo—?”

¡RAVENCLAW!

El grito del sombrero cortó de raíz la retahíla inagotable de Asterion.

Se quedó quieto unos segundos, sorprendido por lo repentino del grito. En las mesas, los murmullos se habían transformado en vítores.

Bajó del taburete con algo de confusión en la cara, como si aún no estuviera seguro de si eso había sido una respuesta o un intento de escape.

Mientras caminaba hacia la mesa de Ravenclaw, que lo recibió con vítores, alguien a su izquierda murmuró divertido: “Ese sombrero también necesita vacaciones.”

Asterion sonrió. Quizá había hablado demasiado, sí. Pero eso ya no importaba. Había sido elegido. Por fin tenía una casa.

Con el orgullo de un emergente cuervo, Asterion llegó a la mesa de Ravenclaw. Apenas se sentó, los estudiantes lo rodearon con entusiasmo, dándole palmadas en la espalda y sonrisas de bienvenida. Antes de que pudiera decir una sola palabra, una voz clara —y bastante fuerte— resonó junto a él.

“¡Bienvenido, nuevo cuervo!” gritó un chico de cabello castaño despeinado y expresión vivaz. “Yo soy Roger Davies, segundo año. ¡Te sentaste en la mejor mesa, y no lo digo solo porque sea la mía!”

Asterion estaba sorprendido por el volumen más que por las palabras. El chico parecía tener una energía desbordante, pero eso no lo molestó. De hecho, le pareció bastante divertido, se llevarían bastante bien.

“Eh, Roger… por Merlín, baja la voz un poco,” intervino una chica sentada al otro lado del chico, con un tono cansado pero amable. Tenía el cabello oscuro, recogido en una trenza, y una insignia de prefecta relucía en su túnica. “Lo vas a espantar en su primer día.”

Luego se volvió hacia Asterion con una pequeña sonrisa y un gesto más tranquilo.

“Perdónalo. Tiene la sutileza de un basilisco en una tienda de porcelana. Soy Penelope Clearwater, tercer año. Si necesitas ayuda con algo, puedes preguntarme.”

“Gracias,” respondió Asterion, aún algo abrumado por la efusividad de la bienvenida, pero agradecido.

No tuvo tiempo de decir más; en ese momento, la voz del Sombrero Seleccionador volvió a alzarse:

¡Chang, Cho!”

Asterion giró de inmediato hacia el frente, su atención atrapada. Reconoció al instante a la niña de cabello oscuro que avanzaba hacia el taburete. Era la misma que había visto en Madam Malkin’s semanas atrás. Cho caminaba con seguridad, aunque con el rostro algo tenso por los murmullos a su alrededor.

¡RAVENCLAW!” gritó el Sombrero poco después de que le rozara la cabeza.

La mesa estalló en aplausos nuevamente, y Asterion la observó con una sonrisa involuntaria. Cho bajó del taburete y comenzó a caminar hacia la mesa.

“¿Es tu novia o algo?” soltó Roger en tono burlón, codazo incluido.

Asterion frunció el ceño y negó con la cabeza, disimulando mal el rubor que le subía por el cuello.

“Ni siquiera hemos hablado. Solo… la vi una vez.”

“Ajam, claro, eso dicen todos,” dijo Roger con una sonrisita molesta, justo antes de que Penelope interviniera de nuevo.

“Roger, ¿puedes no arruinarle la primera cena al chico?”

“Era solo una broma,” murmuró el aludido, encogiéndose de hombros con una sonrisa.

El trío volvió su atención al sombrero, que seguía nombrando estudiantes mientras las filas se reducían poco a poco. Asterion se recargó levemente en el banco, aún con una sonrisa en los labios.

“Hola de nuevo,” la niña murmuró cuando se sentó a lado de Asterion. “Compañero de casa.”

“Eras muy callada, pensé que quedarías en Hufflepuff o algo así,” Asterion le dio una mordida a su muffin, con una sonrisa de medio lado.

“Y tú hablas demasiado, Gryffindor parecía tu mejor opción,” ella le devolvió la jugada con una ceja alzada.

“Amo el amor juvenil,” dijo Roger, antes de ser callado por un codazo de su amiga. “¡Eso duele, Pen!”

“Entonces come y cállate de una vez,” murmuró mientras cortaba la carne de su plato con un gesto impecable.

Los dos niños se rieron por las bobadas de sus mayores. Asterion iba a comenzar una nueva conversación con Cho, hasta que escuchó un nombre fuerte y claro.

¡Murrey, Grace!

Asterion levantó la mirada al instante. La pequeña pelirroja caminaba hacia el taburete con nervios. Su cabello rojizo caía con rebeldía sobre sus hombros, y aunque su andar era seguro, sus ojos se mantenían fijos en el suelo.

Se sentó con cierto mucha inseguridad. Asterion podía notarlo, como movía sus pies que no tocaban el suelo por completo, tambaleando los con ansiedad.

Cho lo notó enseguida.

“¿Es tu amiga?” preguntó en voz baja. “Los vi juntos en el tren, en el carruaje, y ahora también aquí.”

Asterion asintió, aún sin desviar la mirada.

“Somos del mismo pueblo. Nos conocemos desde siempre.”

Cho sonrió un poco, como si fuera a decir algo más, pero en ese momento, la voz grave y resonante del sombrero interrumpió todo.

¡SLYTHERIN!

Asterion aplaudió de inmediato, con entusiasmo genuino, sin preocuparse por lo que pensarían los demás. Grace se bajó del taburete y caminó con la barbilla alta hacia la mesa del extremo izquierdo, donde los colores verdes y plateados dominaban por completo.

“Con un apellido como ese, se la comerán viva,” Roger negó con la cabeza, bajando el tono de voz. Parecía triste.

“Te dije que guardaras silencio,” Penélope frunció el rostro sin mirarlo.

Asterion dejó de aplaudir de pronto. Su sonrisa se apagó cuando notó cómo la mayoría de los estudiantes en la mesa de Slytherin observaban a Grace con desdén. Algunos se murmuraban entre ellos, otros ni siquiera le dedicaron un gesto de bienvenida. Uno incluso apartó su plato cuando ella se sentó cerca.

La mirada de Asterion bajó al plato, y el nudo en su estómago no tenía nada que ver con hambre. No era solo su abuela. No era solo el señor Malfoy. Esa mesa estaba repleta de rostros marcados por el juicio, por la arrogancia y el prejuicio.

El mundo mágico estaba dividido. Y apenas en ese instante, Asterion lo notaba más que nunca.

 

(…)

 

Después de la cena, todos los alumnos de primer año fueron guiados por un prefecto. Asterion no volvió a ver a Grace desde que el sombrero gritó su casa, y aunque no era del tipo preocupado, no mentiría: lo estaba. Ella no era de las que se quedaban calladas, y aún así, desapareció como una sombra tras cruzar hacia la mesa de Slytherin.

Caminaron por pasillos largos con antorchas parpadeantes, subiendo y bajando escaleras que parecían cambiar de dirección como si el castillo estuviera vivo. El lugar era enorme y laberíntico, como un rompecabezas encantado que no dejaba de moverse. En el camino conocieron a un par de fantasmas flotantes, uno de ellos les atravesó el cuerpo por accidente, helándoles la piel. También hicieron llorar a un retrato de una dama regordeta que no quería ser ignorada.

“Ya caminamos un montón,” se quejó Asterion, con ese habitual fastidio.

“Vaya, parece que no te gusta caminar,” se burló Cho, que iba un par de escalones más arriba, con una sonrisa divertida.

“No soy un holgazán, de hecho yo era un increíble jugador de soccer en mi antigua escuela,” dijo con orgullo, recuperando el aliento mientras seguía al grupo.

“¿Qué es ese soccer?” preguntó ella, alzando una ceja con duda genuina.

“Cierto,” murmuró al recordar que su tío Sirius tampoco lo conocía. “Es como Quidditch pero en el suelo.”

Cho abrió la boca para decir algo, pero un niño se metió entre ambos con torpeza, interrumpiendo la conversación sin siquiera notarlo. Asterion hasta ese momento no lo había visto en todo el día. No en el tren, no en la mesa del Gran Comedor. Tal vez había sido sorteado después de Grace.

“No puedes jugar Quidditch en el suelo,” dijo el niño, como si aquello fuera una obviedad universal. “Sino ¿cuál es el sentido de jugarlo?”

Asterion desvió la vista. Odiaba a la gente como él. Ese tono de superioridad forzada, como si hubiera dicho algo brillante. Solo Draco tenía derecho a tratarlo como un tonto, y aun así lo toleraba a regañadientes. Estaba a punto de ignorarlo, pero Cho frunció el ceño, igual de confundida.

“Hay muchos deportes que se pueden hacer sin volar en una escoba,” dijo Asterion sin mirarlo, con voz plana.

“Qué locura, los muggles inventan cosas extrañas,” comentó el niño, sin mala intención, pero el comentario igual le cayó como piedra.

Doblaron finalmente por un corredor estrecho donde las ventanas dejaban ver las montañas lejanas bajo un cielo oscuro y estrellado. Al fondo, una gran puerta de madera sin pomo ni manija los esperaba. El prefecto de Ravenclaw, un joven alto con insignia azul en el pecho y un aire ligeramente distraído, se giró para mirarlos.

“Bienvenidos, esta es la entrada a la sala común de Ravenclaw,” anunció. “A diferencia de otras casas, nosotros no usamos contraseñas. Aquí, la puerta se abre solo si resuelven un acertijo. Les hará pensar, cuestionar, equivocarse… y eso está bien. Aquí premiamos la mente inquieta.”

Asterion frunció el ceño, ya intuyendo que aquello no le iba a gustar.

Cho lo notó de inmediato.

“¿Qué pasa? Esto solo lo vuelve el doble de divertido.”

“No me gustan los acertijos,” murmuró. “Siempre hay demasiadas respuestas posibles. Me estresan.”

El pomo invisible comenzó a brillar con un leve resplandor azul, y una voz femenina, suave pero clara, surgió de la nada:

“Me tienen todos, pero nadie puede perderme. ¿Qué soy?”

El prefecto apenas tardó unos segundos antes de responder con calma:
“La respuesta es la sombra.”

La puerta se abrió de inmediato con un leve chasquido. Los niños entraron despacio, algunos aún procesando lo que acababa de pasar.

La sala común de Ravenclaw parecía salida de un sueño. Tenía forma circular, con techos altos abovedados pintados de azul oscuro con estrellas doradas que titilaban lentamente, como si el cielo real estuviera justo sobre sus cabezas. Las ventanas arqueadas mostraban una vista impresionante del campo iluminado por la luna. Había estanterías con libros, alfombras azules, sillones mullidos y una gran estatua de Rowena Ravenclaw sosteniendo su diadema en el centro de la sala.

Asterion se quedó de piedra. “Woah…”

El prefecto sonrió con un poco de orgullo.

“Aquí estudian, descansan y piensan los miembros de la casa Ravenclaw. Las reglas son simples: respeten el espacio de estudio, no hagan ruido en las zonas comunes después de las diez, y por favor, no intenten volar dentro de la sala. Las escobas se guardan en el vestíbulo del ala norte.”

Algunos se rieron. Asterion seguía mirando las estrellas del techo, fascinado.

“El dormitorio de los chicos está a la izquierda, subiendo esa escalera. Las chicas, por allá,” señaló hacia la derecha. “Encontrarán su nombre en una placa en la puerta correspondiente. Cualquier cosa, pueden preguntarme o acudir con cualquier otro prefecto.”

Los alumnos comenzaron a dispersarse entre murmullos y asombros. Cho se giró hacia Asterion.

“Nos vemos mañana, compañero de casa.”

“Buenas noches, Cho.”

Ella subió por la escalera de caracol hacia su dormitorio, mientras Asterion se quedó un momento más contemplando el interior de su nueva casa. Luego, suspiró, y siguió a su grupo por el pasillo de la izquierda, con la esperanza de que los acertijos mañaneros no fueran tan difíciles como ese primero.

Asterion encontró la puerta con una placa de latón desgastado que mostraba su nombre junto al de otro estudiante. 

“Michael Corner,” murmuró al leer el nombre bajo el suyo.

“Ese soy yo,” respondió una voz a sus espaldas, haciendo que Asterion se girara rápidamente. “El magnífico Michael Corner, pero mis amigos me dicen Mike.”

Era el mismo niño de la entrada del Gran Comedor, el que había hecho un comentario innecesario sobre el sombrero seleccionador. Asterion frunció levemente el ceño. No era que le agradara.

Tomó aire, conteniéndose.

“Asterion… Black.” Su apellido fue pronunciado en voz más baja, casi apagada, porque Corner ya había pasado de largo, entrando en la habitación sin mayor ceremonia. “Okey,” respondió el rubio mientras seguía al otro niño.

“Quiero este lado,” anunció enseguida, arrojándose sobre la cama más cercana a la ventana.

Asterion se quedó de pie unos segundos, evaluando la escena.

“Creo que deberíamos decidir en base a nuestros gustos,” dijo con voz tranquila, acercándose un poco. “Me gusta ver el cielo en la noche… eso me relaja.”

“Buh, a mí me gusta sentir la brisa fresca, eso vale diez puntos,” replicó Mike, levantándose para acercar sus cosas a la cama que ya se había apropiado.

“Nadie estaba hablando de puntos,” murmuró Asterion con fastidio, apretando los puños por un instante. Derrotado, llevó su baúl al lado opuesto.

No era que no supiera compartir. De hecho, aunque era hijo único, su papá le había enseñado a ser considerado. Pero este niño… le resultaba francamente molesto. Ni siquiera sentía deseos de entablar conversación con él.

En su mente resonaron las voces de su familia. Su padre le diría con desaprobación: “¿Por qué crees que tú sí tienes derecho a esa cama?” En cambio, Sirius habría dicho algo mucho más irreverente: “Esconde sus cosas y cambia de cama cuando se vaya de la habitación.”

Ambas respuestas lo hacían fruncir el ceño.

“Iré a buscar algo que comer,” anunció Michael de pronto, saliendo como una ráfaga e ignorando el desastre que dejaba tras de sí.

Asterion suspiró con alivio en cuanto la puerta se cerró. El silencio en la habitación era un bálsamo. Aprovechó para seguir ordenando sus pertenencias, moviéndose con precisión casi ritual. Fue entonces cuando vio entre las capas perfectamente dobladas, asomaba un sobre grueso, de pergamino firme, sellado con cera negra.

El escudo de la familia Black brillaba tenuemente bajo la luz de la lámpara. Había olvidado por completo ese sobre. 

Sin decir una palabra, lo tomó con delicadeza.

Se dirigió hacia la ventana. Era angosta, con el borde de piedra fría, pero logró encajarse allí, recogiendo las piernas y apoyando la espalda contra el marco. Afuera, el cielo parecía una pintura infinita de estrellas. Le gustaba ese lugar; aunque era estrecho, se sentía suyo.

Rasgó el sello con cuidado, desplegando la carta. La letra que apareció era elegante, rígida y severa, como si la tinta hubiera sido trazada con una varita afilada. Era inconfundible.

 

‘Asterion,

Este es un momento que muchos han tenido antes que tú, pero eso no lo vuelve menos significativo. A partir de ahora, tus actos hablarán por ti más que tu nombre. No porque tu nombre no tenga peso —porque lo tiene— sino porque está en ti hacer que ese peso no sea una carga sino un estandarte.

Recuerda que la magia no se fortalece con la emoción, sino con la disciplina. La sangre es importante, pero lo es más lo que haces con ella. No esperes que los demás te entiendan ni compartan tu visión. Serás juzgado, observado, esperado… que así sea. Que todos miren.

No necesito repetirte qué significa llevar nuestro apellido. Lo sabes desde antes de aprender a hablar.

Kreacher acudirá si lo llamas. Él conoce sus deberes, como tú deberás conocer los tuyos.

Haz lo que debe hacerse. Nada más, nada menos.

—W.B.’

 

Asterion mantuvo la carta en las manos un momento más. La releía sin prisa, como si quisiera memorizar cada palabra.

Una sonrisa suave se dibujó en sus labios. No era precisamente cariño lo que había en esas líneas, pero sí una forma de respaldo que él comprendía. Para ser una Black, su abuela había dicho más de lo que jamás esperó oír.

Levantó la mirada hacia el cielo, donde las estrellas titilaban en un silencio solemne.

Mañana será su primer día, y Asterion estaba seguro de que no podría arruinarlo.

 

──────────────────

 

Sirius salió al pasillo con el ceño fruncido y el nudo de la corbata algo flojo. La sala de juntas le había robado hasta la paciencia, y eso que había llegado con poca. Roberts, con su tono moralista y sus propuestas vacías, había logrado lo que nadie más: aburrirlo más que una cena con tía Druella.

Respiró hondo, apoyándose en la fría pared del Ministerio, justo en el pasillo que llevaba al ascensor principal. Pero su momento de tregua no duró mucho.

“Sirius.”

La voz elegante, arrastrando un dejo de amenaza, lo llamó como si fuera una orden. Bastó con oír su tono para saber de inmediato quién era.

Lucius Malfoy caminaba hacia él con pasos mesurados, con las manos cruzadas a la espalda y la mirada altiva. Observó a su alrededor con desdén, como si la sola idea de estar en ese nivel del Ministerio fuese una ofensa a su linaje.

“No sé qué tratas de hacer con esta estrategia, pero trabajar aquí es denigrante.”

Sirius apenas arqueó una ceja, más divertido que molesto. Lucius hablaba con esa seguridad que daban las riquezas heredadas y los secretos compartidos con las personas equivocadas.

“Algún día, quien tú sabes agradecerá tener contactos dentro del Ministerio,” respondió Sirius en un murmullo bajo, mirando de reojo para asegurarse de que nadie más lo escuchara. “Solo soy precavido.”

Lucius lo miró por unos segundos, evaluándolo, como si no esperara que Sirius tuviera aún la habilidad de jugar ajedrez con las palabras. Luego, su expresión cambió; levantó el mentón con ese orgullo que parecía venirle de nacimiento.

“Siempre supe que eras mejor que todos esos que te acompañaban. Inteligente,” dijo, con un tono casi satisfecho, como si lo reclamara como suyo. Luego echó a andar. “Acompáñame a la salida.”

Sirius no respondió. Solo lo siguió. Tampoco es que tuviera muchas ganas de regresar a esa aburrida reunión.

Entraron al ascensor en silencio. Lucius, como siempre, parecía poseer el poder de llenar los vacíos sin decir nada. Pero eventualmente, comenzó a hablar, esta vez sobre las reuniones entre los mortífagos. Vacías, según él. Sin sentido. Sin el Señor Tenebroso, todo se había reducido a intercambios de teorías, resentimientos y cuentas bancarias.

Sirius asentía con la cabeza, decía lo justo. Jugaba bien su papel, uno que cada vez se le pegaba más a la piel. Uno que no sabía cuánto tiempo podría sostener sin que lo consumiera.

Al llegar al vestíbulo, ambos bajaron. Lucius, con ese porte altanero y distante, caminaba como si la alfombra hubiera sido extendida solo para él. Más de uno giró a verlo; algunos por admiración, otros por temor. Sirius lo observó de reojo, no sin cierta ironía. Era cómico cómo algunos podían detener el mundo entero con solo un paso.

“¿Sirius?”

El llamado lo congeló en seco.

Esa voz no era altiva ni calculadora. Era cálida, sorprendida. Y familiar.

Sirius parpadeó, como si acabara de despertar. Había estado tan concentrado en decir justo lo que Lucius quería oír, tan envuelto en su teatro, que había olvidado un pequeño detalle.

James.

El rostro de su mejor amigo lo observaba desde unos metros, cerca de la entrada principal. Llevaba un par de carpetas en la mano, probablemente de algún trámite auror. Sus cejas estaban fruncidas, pero no de sospecha, sino de incredulidad.

Y Sirius no supo qué cara poner.

 

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.

 

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Notes:

Holaa!
Sé que ha pasado un mes jajaja, pero la verdad es que estuve trabajando en este capítulo durante todo ese tiempo. Quería que quedara lo más perfecto posible.

A partir de ahora estaré haciendo capítulos centrados únicamente en una de las dos tramas, con un pequeño cierre relacionado con la otra al final. Así podré tener un mejor orden al desarrollar la historia :) ¡Espero que les guste la forma en la que lo estaré escribiendo!

Sin más, ¡gracias por leer!

Chapter 6: Ser suficiente

Chapter Text

Capítulo 1.5

“Ser suficiente”

 

──────────────────

 

Sirius giró apenas el rostro, encontrándose con la mirada incrédula de su antiguo mejor amigo. James estaba parado a unos metros, con expresión confundida y los ojos alternando entre él y Lucius. No parecía capaz de procesar lo que veía.

“No sabía que habías regresado a trabajar aquí,” murmuró, aún sin dejar de observar con desconfianza a Lucius.

Y entonces todo dentro de Sirius se contrajo.

La fachada, el plan, las piezas que habían logrado colocar con esfuerzo junto a Regulus, Severus, su madre… por Asterion. Todo se sostenía en un hilo fino, que no podía permitirse romper. Habían hecho demasiados sacrificios para llegar hasta allí. Esto no era una traición… era un movimiento estratégico. Uno que dolía más de lo que admitía.

Pero no podía explicárselo a James. No ahora.

No cuando al fin habían logrado cerrar viejas heridas. No cuando James lo había perdonado, o al menos había comenzado a hacerlo. No cuando él estaba caminando —y riendo incluso— con uno de los seguidores más fieles del monstruo que había asesinado a Lily.

Sirius cerró los ojos brevemente, respiró hondo y levantó el rostro. En su cabeza, repitió lo que ya era un mantra: No es por mí. Es por ellos. Por lo que estamos construyendo. Por lo que quiero proteger.

No podía retroceder.

Así que alzó el mentón con altivez, tensó la mandíbula y respondió con una sonrisa egocéntrica que sabía que dolería más que cualquier insulto.

“No tengo porque estar dando explicaciones, Potter.”

Y sin dejar de que James respondiera, se giró hacia Lucius.

“Vamos, Lucius. Antes de que Potter comience a llorar,” le dio la espalda a James.

“Odio que todos se crean con el derecho a hablar tan cómodamente. En especial personas como él,” dijo en voz alta Lucius, claramente con la intención de que James escuchara.

Ambos caminaron hacia la salida, mientras el corazón de Sirius golpeaba con fuerza en su pecho. Acababa de joder la pequeña amistad que existía entre él y James.

Y eso se sentía como una gran patada en el culo.

 

(…)

 

El otoño estaba por llegar. Aunque las hojas todavía conservaban su verdor, la brisa ya cargaba ese frescor sutil que anunciaba el final del verano. Un alivio silencioso tras semanas de calor sofocante.

Dentro de la ferretería, Severus terminaba de acomodar los últimos frascos de un estante cuando escuchó pasos detrás de él. Derry emergió desde el almacén con su andar lento pero decidido, cargando un par de cajas.

“Extraño al pequeño Aster,” comentó mientras las dejaba frente a Severus. “No me imagino cómo la estarás pasando tú.”

“Me mantengo ocupado,” respondió Severus, observando de reojo cómo el anciano intentaba colocar algo en un estante alto. “Y ya te he dicho que no necesitas hacer esto, puedo encargarme por ti,” se acercó con rapidez, sin necesidad de pedir permiso, y lo ayudó a bajar de la escalera con delicadeza.

“Me tratas como a un viejo estúpido,” refunfuñó Derry, aunque su tono carecía de verdadera molestia.

“No quiero que tu esposa y tus tres hijos vengan a reclamarme si te caes de la escalera y terminas con una pierna rota,” replicó Severus con una media sonrisa.

Derry murmuró algo ininteligible mientras regresaba al almacén, tal como hacía cada vez que no tenía un buen argumento para replicar. Severus lo miró alejarse y suspiró. A estas alturas, casi le parecía cómico pensar que estaba a cargo de un anciano tan berrinchudo como entrañable.

Miró de reojo el reloj de la pared. Si no estaba equivocado, Sirius ya debía haber regresado. La mayoría de las veces, cuando se desocupaba temprano, iba directo a la cafetería de Lorna para echarle una mano con lo que hiciera falta.

“¡Severus!” resonó la voz grave de Derry desde el fondo. “Ya vete a casa, muchacho.”

“No son ni las seis,” respondió Severus mientras descendía de la escalera. 

Caminó hasta el almacén, donde encontró a Derry recogiendo sus cosas y colocándose el sombrero con movimientos lentos, casi ceremoniosos.

“¿Irás a alguna parte?”

“Alba y Odette hicieron la cena,” dijo el anciano, acercándose a Severus para darle unas palmadas firmes en la espalda. “Tómate la tarde libre.”

Severus lo miró con una ceja alzada, escéptico, pero no dijo nada. Se limitó a sacudir con cuidado el último saco de arena, asegurándose de dejar todo en orden, y se giró hacia la puerta con la misma calma con la que el anciano había salido unos segundos antes. 

Al salir, el aire fresco de la tarde lo recibió con una ráfaga que le revolvió el cabello. Se colocó bien la capa y emprendió camino hacia la cafetería de Lorna.

El trayecto era familiar. Las piedras del sendero crujían bajo sus botas y el aroma de la panadería cercana impregnaba la calle angosta. El murmullo de la plaza comenzaba a crecer a medida que los aldeanos se reunían para comenzar la jornada. Al llegar al pequeño café, reconocible por las macetas colgantes y el tintineo del campanillo de la puerta, Severus empujó con suavidad y entró.

La atmósfera del lugar era cálida, con aroma del café recién hecho y el crujir de panes dulces. Tras el mostrador, Ivette —la nueva trabajadora de Lorna— se apresuró a recibirlo con una sonrisa nerviosa.

“Buen día, Severus. ¿Busca a la señora Murrey? Está en la parte trasera, revisando el inventario”, dijo con amabilidad.

Severus escaneó el lugar con la mirada, buscando algún rastro del hombre escandaloso que, por lo general, no podía estarse quieto ni cinco minutos. Pero el ambiente estaba inusualmente tranquilo. No había carcajadas roncas ni ninguna broma maliciosa resonando entre las mesas. Entrecerró los ojos, algo incómodo.

“¿Sirius está con ella?”, preguntó con cierta dureza.

La joven negó con la cabeza.

“No lo he visto desde ayer.”

Severus frunció apenas el ceño. Era extraño. Sirius siempre encontraba una excusa para pasar tiempo en la cafetería, ya fuera ayudando con los dulces, robando pastelillos o simplemente molestando a Lorna mientras trabajaba. Que no estuviera ahí era, como mínimo, inusual.

“Gracias”, murmuró, dando un leve asentimiento antes de marcharse.

El camino de regreso fue más silencioso, acompañado por un murmullo persistente en su mente. Algo no encajaba. Al llegar a la colina que conducía a su hogar, Severus alzó la vista y lo vio.

Sirius estaba sentado en el porche de la cabaña, en uno de los viejos sillones de mimbre. A su lado, Rose tejía con precisión, sin distraerse ni un momento de su labor. El hilo se deslizaba entre sus dedos con gracia, y aunque su vista ya no era la misma, sus movimientos eran impecables.

Severus se acercó con paso firme, y Rose fue la primera en notarlo.

“Bienvenido de vuelta, muchacho”, dijo con una sonrisa sincera, sin dejar de tejer.

“Hola, Rose”, respondió con respeto antes de fijar la mirada en Sirius.

El otro hombre ni siquiera fingió estar sorprendido de verlo. Permanecía encorvado, con los codos apoyados en las rodillas, observando la nada con desinterés.

“¿Y tú por qué no estás en la cafetería?”, preguntó Severus con tono firme.

Sirius alzó los hombros lentamente, como si no le importara.

Severus frunció sus cejas. ¿Era en serio? ¿Un berrinche silencioso? No era la primera vez, pero hacía tiempo que no se comportaba así.

“Merlín… A veces me cuesta creer que seas un adulto funcional.”

Rose rió entre dientes, sin dejar de tejer, como si hubiera escuchado esa clase de comentarios más veces de las que podía contar.

“Ven, vamos a comer algo”, dijo Severus con resignación.

Ambos se despidieron de Rose con un asentimiento y un par de palabras amables. Luego cruzaron hacia la pequeña cabaña que compartían. Al entrar, Severus se dirigió a la cocina, abrió la nevera y la inspeccionó con escepticismo. Pocos suministros, lo suficiente para no morir de hambre.

“No hay mucho… haré unos sándwiches”, anunció.

Al voltear, encontró a Sirius desplomado sobre la mesa del comedor, con los brazos cruzados y el rostro enterrado en las manos.

“¿Y a ti qué te pasa? Pareces un niñito. Ni siquiera Asterion me hacía estos berrinches.”

Sirius murmuró algo, pero su voz quedó atrapada entre los dedos que cubrían su rostro. Severus arrugó la frente, exasperado.

“Vamos, quita tus manos, no te entiendo”, dijo, sentándose frente a él.

El silencio se instaló brevemente en la cabaña. El tipo de silencio denso que arrastraba cosas no dichas, que se quedaban colgando entre las palabras. Severus mantuvo la mirada fija en su compañero, esperando una reacción más madura. Aunque, sí era honesto, ya no estaba tan seguro de que Sirius supiera cómo manejar bien sus emociones cuando no estaban disfrazadas de sarcasmo.

“¿Qué pasa ahora, Sirius?”, susurró, esta vez sin el tono molesto, sino con ese dejo de cansancio que a veces lo traicionaba.

Porque aunque le fastidiara, no dejaba de importarle… aunque sea un poco.

“James me vio con Lucius,” dijo finalmente, apenas sacando las manos de su rostro. Su voz sonó hueca, como si le costara admitirlo. Luego recostó la mejilla contra la madera de la mesa, exhausto emocionalmente, como un niño después de una rabieta.

Severus lo miró en silencio. Ahora todo tenía sentido. Esa actitud infantil, el silencio, la forma en que había evitado la cafetería, como si con eso pudiera esconderse del mundo. Debió suponer que se trataba de Potter… o de Lupin. Sirius siempre reaccionaba igual cuando uno de ellos aparecía en su camino.

“Espero que no le hayas dicho nada sobre esto,” respondió con tono medido. No quería sonar cruel, pero era necesario asegurarse de que Sirius no había arruinado el plan. 

Sirius lo miró, con resignación. Negó lentamente con la cabeza.

“Me comporté como un estúpido sangre purista,” murmuró, haciendo una mueca de disgusto. “Alcé el mentón, hablé con elegancia… Eso le encantó a Lucius, claro, pero a James… él solo me miró como si fuera cualquier otro Slytherin.”

Severus soltó un suspiro breve. “Debes dejar de hacer eso. Deja de dividir todo en luz y oscuridad. Potter no es una santa paloma, y lo sabes.”

“¡Me comporté como mi madre siempre quiso!” Su voz subió, no en grito, pero sí con la emoción contenida que vibraba en el aire. “Como ella esperaba que lo hiciera. Por una vez, hice exactamente lo que se esperaría de un Black.”

“Da igual cómo te comportes. No haces esto por gusto. No es tu elección ir en contra de tus principios.” Severus hizo una pausa, clavando su mirada en él. “Lo haces por tu familia.”

Sirius desvió la mirada al instante, aquellas palabras le habían pesado más que cualquier otra cosa. Severus lo supo entonces: no era arrogancia, ni vanidad, ni orgullo. Sirius había encarnado a la versión que su madre soñaba no por conveniencia, sino por lealtad. Por responsabilidad. Por proteger aquello que le quedaba.

Y ahí estaba el problema.

“James también era mi familia,” murmuró Sirius, volviendo a hundir el rostro entre las manos, como si hablara desde un rincón oscuro de su mente. “Cuando no tenía nada en Hogwarts, él me dio la ayuda que nunca tuve… Y ahora estoy de la mano con quienes mataron a Lily.”

Severus apretó la mandíbula. Había una línea delgada entre el remordimiento y la autodestrucción, y Sirius caminaba sobre ella con los ojos cerrados.

“Basta,” dijo, esta vez con firmeza. “¿Quieres hablar del pasado? Bien. ¿Dónde estuvo Potter cuando estabas al borde del suicidio, Sirius? ¿Dónde estaban sus palabras nobles, su amistad, su lealtad eterna, cuando apenas podías levantarte de la cama?”

Sirius levantó lentamente la vista, con los ojos húmedos, buscando desesperadamente una excusa. Pero no tenía ninguna. Solo tenía recuerdos rotos y heridas que ya había olvidado.

“No hay excusa válida, ¿verdad?” continuó Severus, sin dureza, pero con una verdad que dolía. “A la mierda lo que piense Potter. A la mierda sus juicios, su mirada de héroe, sus ideales rotos. Él no está aquí.”

Se acercó un poco más, sin desviar la mirada.

“Nos tienes a nosotros. Asterion y a mí. Nosotros somos tu familia ahora. Y te doy mi palabra, Sirius, jamás te dejaremos morir en soledad.”

Sirius sintió un escalofrío que no fue exactamente por el frío. Fue algo más profundo, algo que nacía de las palabras honestas, esas que no se envolvían en sentimentalismo pero que llegaban al pecho con una fuerza distinta. Levantó la mirada completamente esta vez, y se encontró con los ojos de Severus.

Eran como pozos profundos de obsidiana. No reflejaban luz, la absorbían. Eran de ese negro que no se encontraba en la tinta ni en la noche, sino en el pensamiento, en lo más oculto. Sirius se sintió arrastrado hacia ellos como si fueran un remolino silencioso, inmenso, capaz de tragar todo el ruido del mundo. Había paz en esa oscuridad, una paz feroz, que no necesitaba palabras bonitas. Solo estar. Solo sostener.

“No es para siempre,” añadió Severus, bajando un poco el tono. “Esa fachada de hombre refinado no es real. Pero tienes que continuar. Porque si te detienes ahora, el plan no avanza. Y tú sabes que no estamos haciendo esto por Lucius, ni por la política. Es por algo más grande.”

Y Sirius lo sabía.

Lo sabía desde el día en que Severus se quedó a su lado, incluso cuando él no tenía nada más que ofrecer.

“Y deja ya de lamentarte, esa fachada no va contigo ahora,” dijo Severus mientras se levantaba para regresar a la nevera.

Sirius sonrió. No sabía cómo lo lograba, pero Severus siempre terminaba empujándolo de regreso al suelo cuando su mente quería hundirse. No lo decía con ternura, ni lo adornaba con gestos, pero su forma directa de hablar lo sostenía mejor que cualquier consuelo vacío.

“Vamos a comer afuera. No soy Aster para comer simples sándwiches,” comentó Sirius, poniéndose de pie con un largo estiramiento que hizo crujir su espalda.

“Está bien, pero tú invitas,” respondió Severus mientras se dirigía hacia la puerta principal, sin molestarse en mirarlo.

Sirius soltó una risa y caminó tras él. “Oh, qué conveniente. ¿Ahora sí te acuerdas de que tengo herencia Black cuando se trata de pagar?”

Severus giró el rostro con una sonrisa ladeada, cargada de sarcasmo. “Por supuesto. Una de tus pocas cualidades útiles.”

Ambos salieron de la cabaña y comenzaron a bajar por el sendero que conectaba la colina con el pueblo. La tarde había avanzado lo suficiente para que las calles estuvieran llenas de vida. Niños corriendo, comerciantes discutiendo precios, y un par de mujeres cargando cestas con verduras fresc

Sirius caminaba con las manos en los bolsillos, sin prisa.

“¿Cómo crees que esté Aster? Quizá mañana nos mande una carta,” dijo, sin mirar a Severus, pero dejando que el viento se llevara parte de la nostalgia que le cruzó la voz.

“Quizá,” respondió Severus sin alterar su paso. “Aunque lo dudo, seguramente está demasiado ocupado absorbiendo hasta el último libro que le lanzaron encima.”

Sirius rió, más liviano. “Seguro terminó en Hufflepuff. No me sorprendería, es amable, servicial… medio torpe también.”

Severus levantó una ceja con orgullo. “Mi hijo no es poca cosa. Asterion podría haber terminado en cualquier casa, pero no lo subestimes.”

“¿El tipo que siempre dice que las casas no importan, ahora está denigrando una?” replicó Sirius, dándole un empujón suave con el hombro.

“No denigro. Constato una posibilidad,” contestó Severus con una sonrisa breve, mientras sacudía su capa. “Pero si quedó en Hufflepuff, más le vale dominar el castillo para la próxima semana.”

Sirius soltó una carcajada. “Ya veo que el orgullo paternal no se te va ni un segundo.”

“No tengo de qué avergonzarme.”

Caminaron unos metros más, sin la tensión de antes. El peso que Sirius había cargado en los hombros se sentía más liviano, más llevadero. No había certezas aún, pero al menos podía disfrutar de una buena comida en un pueblo tranquilo.

Y aunque lo olvidaran por un momento, sabían que, mientras caminaran juntos, aún quedaba camino por recorrer.

 

──────────────────

 

Hogwarts no se parecía en nada a una escuela muggle común, especialmente a esas pequeñas escuelas primarias de los pueblos ingleses, donde los pasillos están tapizados de tableros con dibujos de los alumnos, reglas de conducta escritas en cartulinas de colores y horarios fijos que se respetan casi con rigidez.

No había timbres anunciando los cambios de clase, ni zonas de juegos con columpios metálicos oxidados por la lluvia. En Hogwarts, el caos y la maravilla iban de la mano. Las escaleras cambiaban de lugar sin previo aviso, los cuadros opinaban, y los pasillos eran lo bastante amplios y antiguos como para perderse en ellos sin querer.

Y fue exactamente eso lo que le ocurrió a Asterion.

“¿Estás seguro que era por aquí?”, preguntó, mirando con desconfianza el retrato de una anciana con una flauta que no recordaba haber visto antes.

“Te dije que sí”, respondió Corner, encogiéndose de hombros. “Lo tomé de referencia por la armadura rota, ¿ves?”

“Corner, todas las armaduras aquí están rotas o se mueven. Esto no ayuda.”

Asterion exhaló con fastidio. El estómago le gruñía y no ver ni rastro de las largas mesas del comedor empezaba a ponerlo de mal humor.

“Vamos a llegar tarde”, sentenció, ajustando su túnica con irritación.

“Unos minutos no son nada, tranquilo. Seguro aún quedan tostadas”, respondió Corner con absoluta calma, sin inmutarse.

“¿Cómo terminaste en Ravenclaw?”, preguntó Asterion, entre burlón y genuinamente desconcertado.

Corner se detuvo, giró la cabeza y sonrió apenas.

“Se me da bien la pintura”, respondió con simpleza, alzando los hombros con una soltura que parecía tener siglos de práctica.

Asterion lo miró con incredulidad. Luego resopló y empezó a caminar en otra dirección, seguido por Corner, que parecía disfrutar cada segundo de ese desayuno fallido.

Después de más pasillos interminables y una escalera particularmente testaruda que insistía en llevarlos a otro piso, Asterion por fin divisó la entrada al Gran Comedor. Respiró aliviado.

Detrás de las puertas encantadas, el murmullo del desayuno llenaba el aire con el aroma del pan recién horneado, frutas cortadas y chocolate caliente. Las cuatro mesas largas estaban ocupadas, aunque era evidente que la de Gryffindor estaba más concurrida que las demás; risas, cuchicheos y hasta algún que otro hechizo fallido entre bocado y bocado animaban el ambiente.

Asterion escaneó rápidamente la mesa de Slytherin, buscando alguna señal de Grace. Pero no la encontró. Chasqueó la lengua y se dirigió hacia la mesa de Ravenclaw, donde los estudiantes con uniforme azul parecían más atentos a sus libros que a la comida. Algunos repasaban horarios, otros resolvían crucigramas mágicos y uno escribía frenéticamente en lo que parecía ser una carta muy larga.

“¿Dónde estaban?”, preguntó Cho en cuanto los vio, alargando la mano para ofrecerles un plato lleno de panecillos calientes. “Ya casi es hora de irnos.”

“Corner pensó que sería divertido recorrer medio castillo”, respondió Asterion, tomando una tostada con energía y embadurnándola de mermelada.

“Te juro que no fue ni la mitad. Este lugar es inmenso”, replicó el niño moreno, levantando los brazos en un gesto amplio, como si intentara abarcar el castillo entero.

En ese momento, una figura baja y vivaz se acercó por uno de los laterales. El profesor Flitwick caminaba entre las mesas para encontrar a los de primero, su túnica impecable y sus pequeños pasos veloces. Tenía una pila de pergaminos bajo el brazo y una sonrisa que, aunque amable, denotaba cierta prisa.

“¡Buenos días, chicos! Soy el profesor Flitwick, su jefe de casa,” anunció con voz aguda pero enérgica, acompañado de una sonrisa amable. “Aquí tienen su horario.” Repartió pergaminos enrollados uno a uno con manos hábiles y ligeras. “Confíen en sus prefectos si se pierden y… buena suerte en su primer día de estudio. Sé que lo harán estupendamente.”

Asterion desenrolló el suyo con curiosidad, mientras masticaba con calma su segundo trozo de pan. La tinta aún olía a magia reciente y las letras se movían apenas, como si se acomodaran solas en una secuencia encantada.

De pronto, Corner se acercó demasiado por detrás, prácticamente pegando su mentón al hombro de Asterion para leer también.

“¿Podrías no masticarme en la oreja? Come con la boca cerrada”, murmuró Asterion, haciendo una mueca de disgusto.

“¿Y qué tiene de malo?”, preguntó Corner con total inocencia, mientras se metía otro trozo de huevo en la boca sin el más mínimo remordimiento.

Asterion estaba a punto de lanzarle una réplica cuando Cho, al leer su propio pergamino, soltó una exclamación:

“¡Nuestra primera clase es con los de Slytherin!”

Asterion levantó la vista con los ojos iluminados.

“¡Perfecto! Entonces veré a Grace.”

Cho lo miró divertida, mientras se llevaba una taza de té a los labios.

“¿Tanto extrañas a tu amiga?”, bromeó.

“No la extraño. Es solo… que prefiero tenerla cerca. Me ahorro preguntas raras después”, respondió Asterion, fingiendo indiferencia.

En ese momento se les unió otra chica de rostro redondo y expresión tranquila.

“Asterion Black, ¿no? Yo soy Marietta Edgecombe, compañera de Cho. Encantada.”

“Encantado también”, dijo él con una sonrisa breve.

Varios otros chicos de primero se acercaron poco a poco, algunos con timidez, otros con una actitud más despreocupada. Asterion comenzó a memorizar nombres y caras, aunque con esfuerzo. El bullicio del comedor lo distraía, y todavía pensaba en si Grace se habría levantado tarde o si ya estaría en clase.

Más adelante, cuando ya quedaban solo unos pocos trozos de fruta en las bandejas, Roger Davies y Penelope Clearwater pasaron junto a ellos rumbo a la salida.

“¡Suerte en tu primer día, Aster!”, le dijo Roger con un gesto amable.

“Sí, confía en los pasillos. Y nunca ignores a un cuadro que grita”, añadió Penelope en tono de broma antes de guiñarle un ojo y marcharse.

Cuando las bandejas comenzaron a desaparecer por arte de magia, Cho se levantó junto a Marietta.

“Hora de Encantamientos I”, anunció.

Y así, entre sonrisas, voces nuevas y una emoción silenciosa, los alumnos de primero de Ravenclaw comenzaron su camino hacia la primera clase de Encantamientos, mientras el Gran Comedor se vaciaba poco a poco y el sol terminaba de colarse por las ventanas encantadas.

 

(…)

 

Asterion se removió en su asiento mientras acomodaba el pergamino con su horario al borde de la mesa. El aula de Encantamientos estaba llena de un murmullo contenido, ese tipo de emoción nerviosa que se instala en el estómago durante los primeros días de clase. La estancia era acogedora: decorada con cortinas de terciopelo azul marino, altas ventanas abovedadas y estantes que rebosaban de libros y objetos encantados que titilaban con vida propia.

Fue entonces cuando la puerta se abrió y la figura de Grace cruzó el umbral. Asterion la reconoció al instante, con su cabello rojo oscuro peinado en una trenza floja que le caía sobre el hombro. Ella también lo vio, y por un momento pareció iluminarse, levantando tímidamente una mano en su dirección.

Sin embargo, el gesto quedó interrumpido cuando dos niñas de Slytherin pasaron justo detrás de ella, empujándola con desdén.

“Hazte a un lado, Zanahoria,” dijo una con voz chillona y una sonrisa cruel. La otra soltó una risita que sonó más venenosa que divertida.

El apodo flotó en el aire como una bofetada, y Grace bajó la mano con lentitud, apretando los labios mientras su mirada caía al suelo. Sin decir una sola palabra, se desvió hacia las filas donde se acomodaban los estudiantes de Slytherin, sentándose en la esquina más lejana del grupo. Nadie pareció prestarle atención.

Asterion frunció el ceño con fuerza. La escena le había dejado un sabor amargo en la garganta. Se giró hacia Cho, buscando alguna explicación.

“Así son los Slytherin,” murmuró ella, sin sorpresa en su voz. “Si no tienes un apellido importante o no pareces alguien útil, eres prácticamente basura.”

“Eso es ridículo,” espetó Asterion, cruzándose de brazos. “¿Qué clase de mentalidad medieval es esa?”

“Ridículo o no,” intervino Corner con un susurro que apenas llegó a sus oídos, “Así es como funciona allí… y parece que a tu amiga le tocó la peor camada este año.”

Asterion apretó la mandíbula. No podía entender cómo alguien como Grace, con su dulzura natural y su mirada llena de curiosidad, pudiera ser tratada con tanta crueldad solo por no encajar con un molde.

Antes de que pudiera replicar, una figura diminuta pero imponente entró en la sala. El profesor Flitwick caminó hacia el centro con pasos ágiles, cargando una pequeña caja flotante delante de él. Sus ojos brillaban tras los lentes redondos, y su voz —aguda pero cálida— llamó la atención de todos.

“¡Bienvenidos a Encantamientos I!” dijo con entusiasmo, alzando ambos brazos. “Soy el profesor Flitwick, el encargado de guiarles a través del fascinante mundo de los encantamientos. Aquí aprenderán desde los hechizos más simples hasta los más avanzados, siempre con responsabilidad, precisión… y un poco de diversión.”

Algunos alumnos sonrieron; otros simplemente asintieron con atención.

“Las reglas de esta clase son simples,” continuó. “Respeten a sus compañeros, escuchen con atención y jamás —jamás— usen la magia como un juego o para lastimar. Trabajaremos juntos, en parejas o grupos, dependiendo del tipo de encantamiento. Pero por ahora, quiero que cada uno se enfoque en su propio aprendizaje.”

Con un leve movimiento de su varita, Flitwick hizo que la caja flotante se abriera, distribuyendo con precisión mágica una manzana frente a cada alumno.

“Bien, ahora todos tomen su varita.”

Asterion sacó la suya de entre su túnica. Hecha de tejo inglés, la varita parecía demasiado pesada en su mano a pesar de su tamaño. Al tomarla, un pequeño escalofrío recorrió su brazo. No era miedo… era esa sensación conocida de desajuste, de vacío.

“Vamos a trabajar con el encantamiento Engorgio, que permite agrandar objetos pequeños,” explicó Flitwick mientras demostraba el movimiento. “Un leve giro hacia arriba, pulso firme, y una pronunciación clara: En-gor-gio.”

El aula se llenó de murmullos mientras los alumnos repetían el nombre del hechizo en voz baja.

Asterion lo intentó. Colocó la varita frente a la manzana, adoptó una postura impecable —la espalda recta, el codo ligeramente elevado, como lo había leído en tantos libros— y con voz segura, dijo: “Engorgio.”

Una chispa salió de la punta de su varita, y un sonido seco retumbó en el aire. La manzana salió disparada. Varios alumnos estallaron en risas, y uno incluso soltó un silbido burlón.

Flitwick levantó una ceja. “Silencio, por favor. Nadie nace sabiendo hacer magia, y los errores también son parte del aprendizaje.”

El profesor se acercó a Asterion y le colocó una mano ligera sobre el hombro.

“Tranquilo, muchacho. La magia no siempre responde a la primera. A veces necesita conocernos tanto como nosotros a ella.”

Asterion bajó la vista hacia su varita, con el ceño aún fruncido. No era solo el hechizo lo que había fallado. Había sentido esa misma desconexión desde el día que la eligió —o más bien, desde que no sintió que lo eligiera a él.

Recordó entonces las palabras de su abuela: “La varita responde al alma, Asterion, no a la voluntad. Si hay duda en ti, ella lo sabrá.”

Y él lo había hecho todo bien. Cada postura, cada sílaba, cada ángulo. Lo había leído, lo había memorizado, lo había practicado mentalmente… y aun así, el resultado era un cúmulo de chispas inútiles y una manzana disparada.

Se mordió el labio inferior, conteniendo la frustración. No quería rendirse. No el primer día. Y menos frente a todos.

Asterion observaba en silencio cómo todos a su alrededor empezaban a practicar el hechizo. Las voces se mezclaban de palabras repetidas con distintos grados de acierto. El muchacho apenas escuchaba con claridad las indicaciones de Flitwick; su atención se había desviado cuando Corner, a su lado, agitó la varita con un movimiento confiado y preciso. En un instante, su manzana se duplicó en tamaño.

Los Ravenclaw más cercanos aplaudieron, algunos con sonrisas genuinas, otros solo sorprendidos. Mientras tanto, varios alumnos de Slytherin miraron la hazaña con expresión aburrida, como si aquello no tuviera el menor mérito.

“¡Excelente trabajo, señor Corner!”, exclamó Flitwick con entusiasmo.

Corner se giró con intención de mostrarle a Asterion su éxito, pero no lo encontró mirándolo. El chico rubio ya se había dado la vuelta, centrado en su propia varita, repitiendo el movimiento que no hacía más que emitir un par de chispas azules sin sentido.

Asterion estaba frustrado. Apretó la mandíbula, su ceño fruncido mostraba su inconformidad. ¿Cómo era posible que el tonto de Corner lo hubiese conseguido tan rápido? ¿Cómo él, que había estudiado tanto, que sabía perfectamente la teoría, que había jurado hacerse fuerte, no podía siquiera hacer que una simple manzana cambiara?

“¿Aster...? ¿Estás bien?”, murmuró Cho, preocupada por el gesto endurecido de su rostro.

“Sí”, respondió él, sin mirarla.

Sabía que estaba mintiendo, pero tampoco quería explicarse. Sentía una presión creciente en el pecho, como si la magia se burlara de él, como si lo rechazara. Apretó con más fuerza la varita entre sus dedos, y entonces lo intentó.

Volvió a cerrar los ojos, como aquella vez en la tienda de Ollivander. Recordó la sensación de calor, el leve cosquilleo en las yemas de los dedos, la pulsación sutil de algo que se conectaba a él desde dentro. Respiró hondo, tratando de escuchar el murmullo interno de su magia, de canalizarla desde el centro de su cuerpo hacia la varita. Intentó convertirse en una extensión de ese poder, no un simple ejecutor.

Abrió los ojos, apuntó nuevamente a la manzana y pronunció el hechizo con claridad.

“Engorgio.”

Para su alivio, la fruta se expandió lentamente, duplicando su tamaño hasta quedar igual que la de Corner. Un par de compañeros lo observaron sorprendidos.

“¡Muy bien hecho, señor Black!”, dijo Flitwick, acercándose a su lugar. “¡Eso fue magnífico!”

Cho, encantada, le susurró entusiasmada: “¡¿Cómo lo hiciste?! ¡Te salió perfecto!”

Pero Asterion no la escuchó. Su mirada estaba fija en su propia mano, aquella que sostenía la varita. Un leve hormigueo le recorría los dedos, tan real como la emoción que no se atrevía a expresar.

No sabía si eso era lo que se esperaba al canalizar magia. No había visto a ningún otro niño concentrarse de aquella manera, ni tampoco a su padre, que con apenas un movimiento casual lograba lo que se proponía. Pero no importaba si aquello no era normal, mientras funcionara Asterion no se quejaría.

Flitwick continuó la clase enseñando varios hechizos más. La mayoría eran encantamientos sencillos, pero fundamentales para el primer año. Cada uno debía practicar al menos dos veces, bajo la atenta mirada del pequeño profesor, quien se desplazaba entre los pupitres con sorprendente agilidad.

Para cuando sonó la campana mágica anunciando el final de la clase, Asterion sentía que su cuerpo pesaba el doble. No era solo el esfuerzo de conjurar, sino esa necesidad constante de hacerlo bien. Mientras recogía sus cosas, notó cómo sus compañeros charlaban y reían como si apenas hubieran calentado. Algunos incluso salieron trotando, como si tuvieran energía de sobra.

Tal vez todo se debía a que había desayunado muy poco. 

Mientras salían del aula, Asterion apuró el paso para alcanzar a Grace. La pelirroja caminaba en silencio, más encorvada que de costumbre, como si evitara a propósito llamar la atención. Cuando la tuvo a su lado, le tocó suavemente el brazo.

“Grace, oye… no te había visto desde ayer.”

La niña se detuvo y le dedicó una sonrisa tensa mientras se acomodaba nerviosamente la trenza sobre el hombro.


“Sí, yo… estaba ocupada acomodando mis cosas.”

“Oye, vi cómo te llamaron esas niñas. ¿Está todo bien?” Asterion frunció el ceño, no convencido por la respuesta.

Ella evitó su mirada, bajando la vista al suelo. Mordió su labio, como si dudara en responder, pero antes de que pudiera decir algo, unas voces detrás de ellos interrumpieron la conversación.

“¡Vámonos, Zanahoria! ¿O harás que Slytherin pierda su asistencia perfecta?” gritó una de las niñas, con tono burlón.

Asterion giró bruscamente. Eran las mismas alumnas de antes: peinadas impecablemente, con insignias relucientes en sus túnicas y una seguridad que parecía tejida en su sangre. La que había hablado se cruzó de brazos, esperando con desdén.

“¿Quién te crees que eres?” murmuró Asterion, dando un paso hacia ellas.

Pero antes de que pudiera abrir la boca, Grace le sostuvo del brazo, suave pero firme.


“Grace…” dijo sorprendido.

“Déjalo. Se pondrá peor si dices algo,” murmuró, antes de girarse hacia las otras niñas. “Lo siento, Rosier,” añadió con la mirada baja.

La niña llamada Rosier alzó una ceja, como si aceptara la disculpa sin importancia. “Da igual. Vámonos,” ordenó. Y sin más, las tres se marcharon, Grace incluida.

Asterion permaneció quieto, con la mandíbula tensa y el corazón latiendo con furia. ¿Por qué no lo dejaba ayudarla? ¿Por qué tenía que dejarse pisotear por esa gente?

Sabía quién era la familia Rosier. El apellido figuraba en la lista de los Sagrados Veintiocho, familias de sangre pura que se creían superiores por tradición. Pero por alguna razón, nunca la había visto en ninguna de las reuniones o fiestas organizadas por los Malfoy. Quizá no eran tan importantes como creían.

“¡Aster!” gritó Córner desde el pasillo. “¡Vámonos! Cho se molestará si hacemos que la casa pierda puntos.”

Asterion volvió la vista hacia el corredor por donde Grace había desaparecido. Parte de él quería seguirla, decirle que no debía dejarse intimidar. Otra parte consideró escribirle a su padre. Tal vez, si Lorna se enteraba de que alguien molestaba a su hija, pondría las cosas en orden como solo ellas sabían hacerlo.

Pero algo, en su interior, le decía que en Hogwarts las cosas no funcionaban como en casa. Aquí, los problemas no se resolvían con una carta.

Suspiró con resignación y se giró hacia Córner.
“Vamos,” dijo en voz baja.

Y caminó, sabiendo que esto apenas era el comienzo.


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Chapter 7: Pequeños sonidos

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Capítulo 1.6

“Pequeños sonidos”

 

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Queridos papá y tío Sirius,

La vida en Hogwarts es muy diferente a como me la imaginé. Nadie me dijo que me iba a perder tantas veces... En serio, una vez terminé en una escalera que no llevaba a ningún lado y otra vez entré a un salón lleno de armaduras que casi me asustan. Tardo más de veinte minutos en llegar de una clase a otra, ¡y eso si no me equivoco de pasillo!

Pero no se preocupen, no estoy solo en todo ese desastre. He hecho buenos amigos, bastantes si lo pienso bien. Mi compañero de cuarto no es lo mejor —ronca un poco y habla dormido— pero últimamente me recuerda mucho a Jay, así que creo que me estoy acostumbrando.

Y bueno... ¡soy todo un orgullo Ravenclaw! Espero que no hayan apostado dinero con nadie, todas las casas sonaban bien, pero creo que colmé la paciencia del sombrero y me puso en la primera que se le vino a la cabeza… ¿mente? No sé qué tenga ese sombrero. Igual me gusta, la sala común es tranquila y hay muchas ventanas —aunque tenga que pegarme a mi compañera para entrar— sigue siendo bueno.

Todavía no he ido a todas mis clases, me faltan vuelo, herbología, defensa y astronomía. Pero en las que ya tuve me ha ido bien, no me he metido en problemas ni nada, y creo que he aprendido un montón. Espero que pueda seguir así.

Ya los extraño. ¿Ustedes también a mí? Díganle a la señora Rosie que le mando saludos, y que por favor me guarde unas galletas para cuando regrese.

P.D.: Grace quedó en Slytherin. No sé si Lorna ya lo sabe, pero si no, díganselo ustedes.

Los quiere,
Asterion.

 

Asterion sostenía la carta entre las manos, leyéndola una vez más con cierta incomodidad. No terminaba de convencerlo. Dudaba si debía escribirle también a su padre aparte, contarle lo que estaba ocurriendo con su magia… eso tan extraño que le venía preocupando desde hace días.

Pero al pensarlo mejor, se le hizo un nudo en el estómago. No quería decepcionarlo. Eso no parecía algo que le pasaría a un niño prodigio, a alguien que debería estar destacando, no fallando en lo más básico.

Aun así, tampoco le gustaba ocultarle cosas a su papá. Mucho menos algo tan importante. ¿Y si realmente no era normal? ¿Y si algo andaba mal con él?

“Apaga las velas,” murmuró Córner desde la otra cama, con la voz cargada de fastidio. Se cubrió la cabeza con la almohada. “¿Cuántas cartas vas a escribir esta noche?”

Asterion dobló el pergamino con cuidado y lo metió dentro de un sobre.

“Hay muchas personas que me esperan en casa,” respondió mientras dejaba la tercera y última carta sobre su mesita de noche. “¿Tú no le enviaras a tu familia?.”

Córner resopló y se dio la vuelta.

“Mi madre está demasiado ocupada para leerme. Y mi padre… quién sabe en qué parte de Europa anda. Prefiero ahorrarme el esfuerzo.”

Asterion lo miró de reojo desde su cama, pero no dijo nada. Apagó las velas, dejando la habitación en penumbra, y se acomodó entre las sábanas.

Tal vez mañana todo salga mejor.

 

(…)

 

Asterion recorría los pasillos del castillo con el ceño fruncido. La decepción lo acompañaba desde que había salido de la clase de Herbología. Había fallado otra vez. Así que ahora estaba empeñado a buscar una solución, tenía la esperanza de que todo se debiera a su varita… y no a él.

La biblioteca de Hogwarts era enorme. Todo en ese lugar parecía serlo. Pero para alguien curioso y amante de los libros, ese espacio resultaba fascinante, incluso en un mal día.

Se acercó a un escritorio alto donde una mujer organizaba unos pergaminos.

“Disculpe,” dijo con un tono algo impaciente. “¿Sabe dónde está la sección de magia?”

La bibliotecaria lo miró por encima de sus lentes y alzó una ceja, sin dejar de escribir.

“Pequeño, todo aquí es sobre magia.”

Asterion bajó la mirada, un poco incómodo.

“Sí… pero me refiero a la magia interna. Núcleos mágicos, cosas así.”

Por un momento pensó que había dicho una tontería. Tal vez solo su abuela hablaba de esos temas. Quizá ni siquiera existía esa rama de estudio.

La mujer lo observó unos segundos más, luego volvió a lo suyo.

“Segundo piso, cuarta columna.”

“Gracias,” respondió enseguida y salió corriendo escaleras arriba, con un poco más de esperanza en el paso.

Asterion subió las escaleras de piedra con paso rápido, siguiendo las indicaciones de la bibliotecaria. El segundo piso olía a madera antigua y a pergamino olvidado. La luz que entraba por los altos ventanales no llegaba del todo a la cuarta columna, que estaba cubierta por estanterías repletas de volúmenes polvorientos.

Recorrió con los dedos los lomos de los libros, leyendo los títulos apenas visibles. Algunos estaban desgastados por el tiempo, otros parecían no haber sido tocados en décadas.

—“Núcleos y Corrientes: Teoría de la Magia Interna,” murmuró mientras lo deslizaba hacia fuera. El volumen era pesado, con tapas de cuero gastado.
—“Cartografía Astral y Conexiones Energéticas.” Otro más, con un símbolo de constelaciones dibujado en la portada.
—“Orígenes del Núcleo: Mitos, Núcleos y Realidades,”
—“Breve Historia de las Corrientes Mágicas en Europa Occidental,”

Los cargó con ambos brazos, apretándolos contra el pecho. Apenas podía ver por encima, pero logró llegar a una mesa vacía, situada entre dos columnas. Dejó caer los libros con cuidado, pero aun así al hacerlo se alzó una nube de polvo que lo hizo estornudar. El sonido rompió el silencio del lugar por un instante.

Se sentó, acomodó una de las lámparas de aceite flotante que colgaban sobre las mesas y abrió el primero: “Núcleos y Corrientes”. La tinta era espesa, y el estilo, rebuscado.

“Los magos del siglo VIII especulaban que el núcleo no sólo residía en la varita, sino también en el esternón, donde se encuentra el centro vital. Sin embargo, estas teorías han sido descartadas tras los estudios de Hechicería Clínica llevados a cabo por el Instituto Thorne, los cuales demuestran que…”

Pasó la página. Mucha terminología y notas al pie, pero nada claro. Cerró ese y abrió “Cartografía Astral”.

“Las líneas astrales, si bien no pueden observarse con el ojo humano, se cree que atraviesan el cuerpo durante el sueño profundo. No deben confundirse con las líneas mágicas terrestres o ley lines. Según algunas teorías modernas, un niño nacido bajo el cometa de Erendor posee una conexión más fuerte con el plano etéreo.”

Asterion arqueó una ceja. No tenía idea de qué cometa era ese, ni qué relación tenía con su magia. Quizá debería de leer más sobre Astrología, se estaba quedando atrás.

Tomó el de “El Cuerpo como Canal”, y sus esperanzas volvieron a encenderse. Pero al abrirlo, encontró ilustraciones de cuerpos con puntos marcados, parecidos a esquemas médicos.

“La energía mágica fluye desde el plexo solar hacia las extremidades, regulada por el ritmo cardíaco y las emociones del sujeto. Si bien algunos intentos se han hecho por mapear esta circulación, los resultados han sido contradictorios y no replicables.”

Suspiró. Lo único que había entendido con claridad era que nada estaba probado.

Pasó por “Orígenes del Núcleo” y “Breve Historia de las Corrientes Mágicas” con idéntico resultado: demasiada teoría, muchas palabras y ningún indicio real sobre por qué su magia no fluía correctamente. Nada que explicara su dificultad con la varita.

Al sonar la campana lejana que marcaba el cambio de hora, Asterion apoyó el codo sobre la mesa y se frotó los ojos. No había avanzado en lo absoluto. Cerró uno a uno los libros, empujándolos hacia un lado con cierta frustración. El polvo volvió a elevarse y esta vez no lo hizo estornudar, solo lo molestó.

Se llevó únicamente “Cartografía Astral y Conexiones Energéticas", pensando que al menos le serviría para leer en la noche antes de dormir, si no se dormía antes.

Se dirigió de nuevo al escritorio de la entrada.

“Gracias,” le dijo con voz cansada a la bibliotecaria, quien solo asintió sin levantar la vista.

Con el libro bajo el brazo, Asterion salió de la biblioteca y se dirigió al aula de Defensa Contra las Artes Oscuras, sin mucha prisa. Seguía sin respuestas, pero al menos sabía que volvería más tarde. Tal vez alguno de esos libros olvidados en los rincones tendría lo que necesitaba.

 

(…)

 

“Dicen que el profesor de defensa hace a los niños llorar,” murmuró Marietta, sujetándose del brazo de Cho mientras ambas avanzaban hacia el aula.

“Yo lo haré llorar a él,” dijo Corner, sobándose las manos como si preparara un hechizo secreto de venganza.

Las niñas estallaron en carcajadas y comenzaron a provocarlo con bromas, pero Corner se echó para atrás con una sonrisa tímida, sabiendo que solo estaba fanfarroneando. Asterion, sentado a su lado, solo los escuchaba y se reía de vez en cuando. Estaba ocupado, sosteniendo su varita entre las manos y girándola lentamente entre los dedos, como si la estuviera viendo por primera vez.

Era bonita, más delgada que las varitas que solía ver en los libros o en manos de adultos, con vetas oscuras que se enroscaban como raíces sobre la madera pulida. Nunca se había detenido a examinarla con detenimiento. Desde que la obtuvo en la tienda de Ollivander, apenas la había usado con confianza. Algo en ella le parecía ajeno. No entendía por qué no le respondía, por qué los hechizos le salían tan flojos o, directamente, ni siquiera salían. Al final, esa había sido la única que soltó chispas cuando la probó, la única que reaccionó. Debía ser la correcta… ¿no?

La puerta del aula se abrió de golpe.

“Buenos días, clase,” dijo una voz enérgica.

El hombre que entró no era nada de lo que Asterion imaginaba. No llevaba túnicas imponentes ni una capa que flotara con el viento. De hecho, ni siquiera parecía un profesor. Usaba pantalones muggles bien planchados, camisa remangada y un chaleco con botones desiguales. Su cabello despeinado y sus ojos brillantes hacían juego con su andar rápido y despreocupado.

“Soy el profesor Bartemius Crouch,” se presentó con un saludo rápido, y luego dejó caer un montón de pergaminos sobre su escritorio con un golpe seco que levantó polvo. “Pero si me llaman Barty no me ofendo. Si me llaman Bartemito… bueno, ahí sí tenemos un problema.”

Varias risitas se escaparon entre los alumnos.

“Bienvenidos a Defensa Contra las Artes Oscuras. O como me gusta llamarla: la clase donde aprendemos a no morir. Aunque técnicamente, para eso hay varias otras asignaturas también… pero esa es otra historia.”

Las carcajadas aumentaron.

“Ahora, para los que pensaban que hoy íbamos a luchar contra dragones, basiliscos o dementores… me temo que aún no. La administración dice que todavía no están listos ni para conjurar una vela sin quemarse las cejas, y honestamente… estoy de acuerdo.”

Un chico al fondo soltó un bufido indignado, y Barty le dirigió una sonrisa como si hubiera ganado un punto.

“Por eso, durante todo el primer año sus clases no serán compartidas con otra casa, como en otras asignaturas. No queremos que uno de ustedes salga corriendo llorando y se vuelva el chisme del castillo. Así que por ahora, todo queda entre ustedes y su querido profesor o, en este caso, su increíble, encantador y humilde profesor.”

Los niños aplaudieron entre risas. Asterion se encontró sonriendo sin darse cuenta. Había algo en el profesor Crouch que le resultaba fascinante. Tenía la misma voz, el mismo brillo en los ojos y el mismo humor que aquel hombre que conoció en la heladería, ese día con su padre.

Era extraño pensar que este era el mismo profesor del que su padre hablaba con tanta… molestia. Aunque, pensándolo bien, su padre también detestaba al tío Sirius, al señor Lucius y, si era sincero, a casi todo el mundo. Al parecer, solo Asterion le caía bien.

El profesor se apoyó en el escritorio y los observó con aire de conspiración.

“Y ahora, díganme… ¿qué es lo primero que harían si se encuentran con una criatura mágica desconocida en el bosque prohibido?”

“¡Llorar!” gritó alguien desde atrás, y la clase volvió a estallar en risas.

Barty sonrió. “¡Respuesta correcta! Pero luego de eso, piensen… ¡Porque llorar no basta si quieren sobrevivir!”

Asterion ya no jugaba con su varita. Estaba atento, entretenido, y por extraño que parecería, sintió que había una clase en la que quizá… sí lograría algo.

“Bien, basta de charlas,” dijo el profesor Crouch mientras caminaba por el aula con pasos tranquilos, sin alzar demasiado la voz, pero logrando que todos guardaran silencio. “Hoy vamos a aprender uno de los hechizos más útiles y clásicos en defensa… aunque, si lo usan sin razón, les van a quitar puntos por conducta.”

Se apoyó contra el borde del escritorio, mirando a la clase con una sonrisa torcida.

“‘Expelliarmus’. ¿A alguien le suena?”

Una mano se levantó tímidamente.

“¿Es para desarmar?” preguntó Cho, con tono inseguro.

“Exacto. Cinco puntos para Ravenclaw,” esto hizo que varios niños aplaudiesen. “Una buena forma de hacer que tu oponente deje de molestarte sin tener que tirarlo por las escaleras,” dijo, arqueando una ceja. Algunas risas se escaparon entre los alumnos. “Aunque si me preguntan, a veces tirarlos por las escaleras funciona mejor… Pero eso no lo dije yo.”

Volvió a caminar al frente y sacó su varita con un giro rápido de la muñeca. “Este hechizo requiere precisión, pero también intención. Tienen que querer desarmar a su oponente, no solo decir palabras bonitas. La varita necesita una razón.”

Se detuvo frente a una mesa vacía, apuntó hacia una pluma sobre ella y dijo con claridad:

Expelliarmus.”

La pluma salió disparada, cruzando el aire hasta caer al otro lado del aula. “En este caso fue una pluma. Pero si alguien te apunta con una varita… bueno, tú haces que la suya vuele antes de que puedan usarla.”

Los estudiantes aplaudieron con entusiasmo, y Crouch alzó una mano para pedir que se calmaran.

“Pónganse de pie. En parejas. Quiero que lo intenten. Sin golpes, sin empujones. Solo el hechizo.”

Asterion se levantó algo inseguro, pero se sorprendió al ver a Corner acercarse con una media sonrisa.

“¿Somos compañeros?” preguntó.

“Claro,” respondió Asterion con un leve encogimiento de hombros.

Se colocaron frente a frente. Crouch pasaba entre ellos, corrigiendo posturas, recordándoles que la varita debía apuntar directo al centro del pecho, firme pero no tensa.

“Y por Merlín, no cierren los ojos como si fueran a besar a un sapo. ¡Esto es magia, no una historia romántica!” bromeó, causando una nueva ola de carcajadas.

Asterion respiró hondo. Apuntó la varita. “Ex… expeliumus.”

“Nop,” murmuró Corner.

Asterion frunció el ceño, volvió a intentarlo.

“¡Expelliarmus!”

La varita de Corner ni se movió, pero él fingió una caída dramática.

Asterion bufó, bajó el brazo un momento. Luego volvió a levantarlo con decisión. Esta vez cerró los ojos solo un segundo, buscando la sensación que había sentido en la clase de encantamientos. La chispa interna, la presión leve en el centro del pecho.

“Expelliarmus.”

Un destello rojo brotó de la punta de su varita y la de Corner salió volando, girando en el aire hasta chocar contra una de las columnas del aula.

“¡Eso es, Black!” exclamó el profesor Crouch desde el fondo, dándole un par de aplausos lentos. “Buen trabajo. Controlaste bien la intención. Esa es la clave.”

Asterion bajó su varita y se agachó para recoger ambas. Sostuvo la suya en una mano y la de Corner en la otra. Por un instante las miró, satisfecho. Quizá no era él el problema después de todo.

“¿Me devuelves la mía?” dijo Corner, divertido. “Quiero hacerla volar yo ahora.”

“Perdón,” dijo Asterion, extendiéndosela de inmediato.

La clase continuó entre risas, chispas y voces nerviosas. Algunos lograban resultados decentes, otros ni siquiera podían decir el conjuro completo sin tropezar con la lengua. Pero todos parecían disfrutarlo.

Cuando sonó el timbre, varios estudiantes comenzaron a recoger sus cosas con prisa.

“Black,” llamó el profesor desde su escritorio mientras hojeaba unos papeles. “¿Podrías quedarte un minuto?”

Asterion asintió y se giró hacia sus amigos.

“Nos vemos en el Gran Comedor,” dijo Cho con una sonrisa.

“Sí, y no hables mal de mí con el profe,” bromeó Corner, dándole un codazo suave antes de salir.

Asterion se acercó al escritorio, escuchando cómo el murmullo del aula se apagaba mientras sus compañeros salían. Se detuvo frente al profesor, con curiosidad.

“Nunca imaginé ver a un Black en Ravenclaw,” dijo Crouch apenas lo tuvo cerca. “Felicidades, espero que tú no termines desheredado.”

Asterion soltó una risa corta, más por compromiso que por gracia.

“Es una buena casa,” agregó el profesor, escribiendo algo en la pizarra con calma. “Yo también estuve cerca de quedar ahí, pero al parecer al sombrero aún le faltaban serpientes en su colección.”

Asterion lo miró con más atención, un poco impaciente. No quería ser grosero, pero su siguiente clase estaba por empezar y tardaría un montón en salir del castillo.

“¿Para qué me ocupaba, señor?”

“Cierto,” dijo Barty, girándose hacia él con una sonrisa. “¿Puedo ver tu varita?”

Asterion dudó un momento. No era que desconfiara de su profesor, pero no le encantaba entregar su varita sin razón clara. Aun así, se la pasó.

Crouch la giró en sus manos, observándola con interés.

“Deberías hablar con tu abuela. Aunque no lo parezca, esa mujer sabe mucho más de lo que dice.”

Asterion frunció el ceño.

“¿Hay algo mal?”

“No,” respondió Crouch, devolviéndosela. “Tú eres todo un mago, no te preocupes. Solo quería saludarte… y ver de cerca al chico que Severus crió.”

Le dio un leve asentimiento.

“Me lo saludas de mi parte.”

Asterion guardó su varita, algo confundido por la conversación. Se despidió y salió del aula. Fue una charla rara. Miró su varita mientras caminaba. Si le hablaba de esto a su abuela, esperaba que su reacción fuera más útil que solo palabras crípticas.

“¿Qué veo ahí, George?” una voz conocida se escuchó detrás de Asterion.

“Creo que es el pequeño Nero,” lo siguió otra voz.

Asterion se detuvo y observó a los gemelos Weasley que caminaban directamente hacia él. Cuando llegaron, le revolvieron el cabello sin permiso, ambos desordenando por completo los mechones rubios que su abuela tanto insistía en que se peinara cada mañana.

“Hola,” los saludó con una sonrisa. “¿Por qué Nero?”

“Es negro en italiano,” respondió uno de ellos —quizá Fred— mientras ponía los dedos juntos como si imitara a un chef italiano.

“Pensé que me habían bautizado como ‘sombra’”, comentó Asterion, divertido.

“Ya no,” dijeron ambos al unísono.

Comenzaron a caminar juntos por el pasillo largo, con las túnicas agitándose a su paso y los primeros rayos de sol entrando por las altas ventanas del castillo.

“¿Y entonces?” preguntó George, girándose un poco para ver a Asterion. “¿Te está gustando Hogwarts?”

“Mucho,” respondió sin pensarlo. “Es grande… un poco frío, pero me gusta. Aunque a veces siento que hay demasiadas reglas.”

Fred rió por lo bajo. “Díselo al profesor Flitwick. Nos acaba de castigar otra vez.”

“¿Qué hicieron ahora?”

“Solo intentamos probar una nueva versión de la pelusa canta ópera,” explicó George, como si fuera lo más normal del mundo. “Se suponía que solo afectaría a los sombreros, pero, bueno…”

“Terminó afectando a todo el coro de Gryffindor,” completó Fred. “Y el problema no fue que cantaran, sino que no paraban.”

Asterion soltó una risa.

“¿Y tu amiga?” preguntó George de pronto. “¿Sigue nerviosa?”

“Un poco,” dijo Asterion, encogiéndose de hombros. “No ha tenido mucha suerte últimamente. Quedó en Slytherin.”

Asterion hizo una mueca después de haberlo dicho, sonó igual que todos, despreciando a una casa solo por los rumores.

“Tenía tanto futuro,” admitió Fred, secándose una falda lágrima de su ojo.

Pasaron frente a uno de los ventanales cuando Asterion miró hacia el Gran Comedor y vio a algunos alumnos entrando por la puerta. Luego, bajó la mirada y preguntó:

“¿Por qué todos están tan divididos por casas? Digo, nadie se sienta con otros en el comedor ni caminan juntos. ¿Siempre ha sido así?”

Los gemelos se miraron entre ellos antes de que Fred respondiera:

“No siempre. A veces se mezclan más en clubes o equipos. Pero con Slytherin… es diferente.”

“Sí,” continuó George. “No es solo por las bromas. Algunos de ellos… bueno, hay familias que no se llevan con nadie. Y no es que lancen globos de agua, sino que hacen cosas más pesadas. Cosas que no se cuentan tan fácil.”

Asterion se quedó en silencio. Su padre, su abuela, sus tíos… todos eran Slytherin. Menos Sirius, claro. Y considerando cómo había muerto Regulus, quizás los Weasley no estaban tan equivocados. Algo había con esa casa. Algo que parecía perseguirlos incluso fuera del colegio.

“¿Me pueden llevar al patio?” preguntó entonces. “Tengo clase de vuelo y seguro me pierdo.”

“¡Claro!” dijo Fred de inmediato.

“Lo mínimo que podemos hacer es asegurarnos de que no te rompas el cuello el primer día,” agregó George mientras lo guiaban por otro pasillo.

Caminaron entre charlas breves, contando cosas que Asterion no entendía del todo, como travesuras pasadas o historias de Peeves y de una tal Myrtle que lloraba en un baño. Y aunque a veces no sabía si hablaban en broma o en serio, Asterion se reía igual. Le caían bien esos dos.

 

──────────────────

 

Sirius caminaba por los pasillos de la mansión Malfoy con el mismo entusiasmo con el que un niño observa cómo se seca la pintura. Aunque por fuera su rostro seguía mostrando la elegancia y la compostura de un heredero Black, por dentro, su paciencia ya le había dicho adiós hacía un buen rato.

Sabía que su madre estaría encantada de verlo rodeado de miembros influyentes, cosechando secretos y ganándose la confianza de los más cercanos a Voldemort. Pero la realidad era muy distinta. Aquellas reuniones se sentían más como competencias silenciosas de egos y objetos raros que como conversaciones relevantes. Nada de lo que escuchaba tenía verdadero valor. Solo presumían: su nueva escoba, su nuevo contacto en el ministerio, su nueva propiedad en el sur de Francia. Aburrido no era la palabra… estaba por perder la cabeza.

Lo bueno de esas reuniones era caminar por ahí. La mansión tenía sus encantos. Cada sala era un despliegue de riqueza, y a pesar del gusto tétrico típico de los Malfoy, había detalles que sin duda venían de Narcissa. Pequeños toques de luz, arte más humano, arreglos florales que suavizaban el ambiente. Todo eso hacía que el recorrido no fuese tan insoportable.

Mientras pasaba por una de las tantas puertas entreabiertas, una voz severa lo sacó de sus pensamientos.

“Vuelve a practicar esa estrofa hasta que te salga,” dijo una mujer mayor con un tono cansado. “Tu padre me matará si no aprendes esta canción para mañana.”

Escuchó el sonido firme de los tacones alejándose y luego silencio. Sirius se acercó con cautela a la puerta. Desde ahí, vio al pequeño Malfoy sentado frente a un piano, erguido como si lo hubieran atado a la banca. Sus puños estaban apretados sobre las teclas, frustrado.

“¿Qué hace el pequeño pavo real encerrado en esta jaula de oro?” preguntó Sirius, cruzando finalmente el umbral con su típica voz burlona.

Esperaba una mirada altiva, un suspiro dramático o incluso un comentario sarcástico. Pero Draco apenas levantó la vista. Se notaba cansado.

Sirius ladeó la cabeza con curiosidad, acercándose al piano. Miró la partitura abierta frente al niño.

‘Nuvole Bianche’”, murmuró al leer el título. “Buena elección. Fue difícil aprendérmela.”

“¿Sabes tocar piano?” preguntó Draco, sorprendido. La desconfianza seguía presente en su voz, pero al menos había algo de interés.

Sirius soltó una carcajada. “Recuerda que también crecí en una familia sangre pura. Aprender a tocar piano era tan obligatorio como fingir que disfrutabas las cenas familiares.”

Se sentó a su lado sin pedir permiso, con la naturalidad de quien ya considera el lugar suyo.

Draco lo miró de reojo. “Dudo que sepas hacerlo bien.”

“¿Así como tú?” replicó Sirius con una sonrisa torcida.

Pero cuando notó cómo el niño se tensaba de nuevo, dio un par de palmadas suaves en su espalda.

“Estoy bromeando, tranquilo. No es una pieza sencilla. Me sorprende que te exijan aprenderla de un día para otro.”

Draco bajó la mirada, sus dedos ahora tocando una nota sin fuerza.

“Padre ama esta canción,” explicó en voz baja. “Y mañana hay un baile. Siempre contratan músicos… pero esta vez quise intentarlo yo.”

Esa confesión, tan simple, le apretó algo en el pecho a Sirius. Ahí estaba ese niño, intentando agradar a un hombre que difícilmente conocía el afecto. Un niño que lo único que buscaba era sentirse suficiente.

Sirius respiró hondo. Siempre había comparado a Asterion con Regulus, pero ahora que había visto crecer a ambos niños… era imposible no ver algo de Regulus en Draco. En su necesidad de pertenecer, en su manera de cumplir siempre con lo que se esperaba de él. 

“Puedo enseñarte,” dijo mientras comenzaba a remangarse la camisa, con esa ligereza que lo caracterizaba.

“¿En serio?” repitió Draco con el mismo tono molesto de siempre, pero sin alejarse.

“Soy muy bueno,” respondió Sirius con una sonrisa confiada. “Solo dame una oportunidad.”

Y sin esperar más, apoyó los dedos sobre las teclas. Una melodía suave, delicada y familiar comenzó a llenar la habitación. La misma pieza que minutos antes parecía imposible, ahora tomaba forma, sencilla y natural.

Draco lo observó, sin decir nada, pero con la mirada fija en sus manos. Se dejó llevar por aquella melodía, parecía por un momento solo un niño, escuchando música.

Sirius siguió tocando, sin hablar, sin bromas. Solo él, el piano y un pequeño Malfoy que, por unos minutos, dejaba de actuar como uno.

“¿Viste? Soy bueno,” dijo Sirius al tocar la última nota con un gesto dramático. “Basta de aplausos,” bromeó, dándole un leve empujón en el hombro a Draco.

El niño no respondió. No entendía del todo el humor exagerado del adulto, así que se giró con indiferencia para observar de nuevo las teclas del viejo piano. Sus ojos, curiosos pero distantes, se perdieron entre las líneas de marfil gastadas por el tiempo.

“También me costó aprender algunas canciones,” confesó Sirius después de un momento de silencio. Su tono había cambiado: ya no era burlón, sino más suave. “Pero al menos en esto fui mejor que mi hermano,” añadió con una media sonrisa cargada de orgullo. “Hasta mi madre solía decirme, en sus momentos menos loca, que podría ser un gran pianista.”

Una risa baja y algo nostálgica escapó de sus labios. No porque ese recuerdo fuese especialmente feliz, sino porque, en comparación, no dolía tanto como los demás. Al menos en esa escena no había gritos… solo música.

“¿Y por qué no sucedió?” preguntó Draco, más por inercia que por verdadero interés, sin apartar la vista de las teclas.

Sirius tardó en responder. Debía pensar bien sus palabras, para no asustarlo.

Recordó con claridad la última vez que tocó una melodía en Grimmauld Place. La sala estaba repleta de invitados silenciosos, su madre con los ojos cerrados, dejando que la música la envolviera. Luego, todo se volvió un caos: gritos, maletas en mano, la puerta abriéndose, y ella deseándole el infierno mientras él cruzaba el umbral sin mirar atrás.

No podía contarle eso a un niño.

“Mis aficiones cambiaron cuando crecí,” respondió al fin, con un tono más ligero, casi despreocupado.

Draco lo miró de reojo, como si intentara descifrar si era verdad o una forma elegante de evitar la pregunta. Sin decir nada más, colocó sus pequeñas manos sobre el piano y presionó los dedos con torpeza sobre las teclas. Sirius lo observó en silencio un momento, luego se inclinó con una media sonrisa, apoyando el codo en el respaldo del banco.

“¿Puedo ayudarte con eso?” preguntó con suavidad.

El niño no respondió de inmediato. Su orgullo malcriado parecía debatirse con su genuina curiosidad. Finalmente, Draco asintió con un leve movimiento, sin mirarlo directamente, como si fuera un permiso más bien tácito.

Sirius se incorporó y se sentó a su lado, sin invadir demasiado su espacio. Extendió la mano y tocó suavemente las mismas teclas que Draco había intentado antes, con una firmeza elegante. La melodía volvió a sonar, pero ahora las notas eran limpias, claras, como si se hubieran sacudido el polvo del olvido.

“Es más fácil si piensas en la melodía como una conversación,” explicó Sirius mientras señalaba con el dedo índice derecho. “Empieza con este… y luego este otro. Escucha cómo una nota le responde a la anterior.”

Draco frunció el ceño, concentrado. Repitió el mismo movimiento, aunque sus dedos eran más rígidos. Sirius no lo corrigió de inmediato, solo lo dejó explorar el sonido.

“Trata de no alzar tanto los dedos entre nota y nota,” le indicó al ver su técnica. “Tienes dedos largos. Úsalos a tu favor. Deslízalos, no los saltes.”

Draco asintió, esta vez un poco más dispuesto, y volvió a intentarlo. Sirius tocó la melodía junto con él, un par de octavas más arriba, para que pudiera seguirla por el oído.

“Así, ¿ves? Eso fue mucho mejor.”

Draco logró una pequeña progresión de notas que sonó lo suficientemente parecida. Sirius sonrió.

“Muy bien. Ahora, inténtalo tú solo.”

Draco enderezó la espalda, bajó la vista al teclado y comenzó a tocar con cuidado. Sus movimientos eran torpes pero no erráticos. La melodía se fue construyendo nota por nota, como una estructura en equilibrio frágil pero sostenido.

Sirius lo miró, callado, mientras un sentimiento tibio y casi desconocido le crecía en el pecho. Draco tenía talento. Lo notaba en cómo su cuerpo se adaptaba con rapidez, en la forma instintiva en que encontraba el ritmo. Y esos dedos… tan largos como los suyos, capaces de abarcar acordes amplios con facilidad. Era algo casi heredado por destino, como si aquella habilidad hubiera estado esperando que alguien le diera forma.

No sabía si Narcissa había notado alguna vez esa capacidad en su hijo, pero allí estaba. Latente. Brillante. Como una chispa a punto de volverse llama si alguien se tomaba el tiempo de enseñarle.

Y Sirius… bueno, quizá aún sabía cómo hacerlo.

Draco presionó la última tecla y el sonido resonó breve en la estancia antes de que Sirius rompiera el silencio con un aplauso ruidoso, que hizo al niño dar un pequeño salto en su lugar.

“¡Eso estuvo bien! Sigue practicando y mañana tu padre estará orgulloso,” dijo Sirius con una sonrisa que, aunque relajada, llevaba un dejo sincero de aliento. Draco no respondió con palabras, pero asintió con un leve sonrojo que delataba cierta satisfacción.

Sirius miró de reojo el reloj antiguo colgado en la pared. El tiempo se le había ido sin notarlo. Se levantó del banquillo estirándose un poco.

“Te dejo, pequeño pavo real,” dijo mientras revolvía el cabello perfectamente peinado de Draco, causando un gruñido apagado que le pareció más entrañable que molesto. Mucho mejor que la distancia helada del principio.

No esperó respuesta y caminó hacia la salida. Ya tenía la mano en el pomo de la puerta cuando una voz apenas audible le llegó desde atrás.

“Gracias.”

Draco no dejó de mirar las teclas, y sus dedos ya buscaban las notas para comenzar otra vez la melodía. Sirius no respondió. No era necesario. Una parte de él sonrió al pensar que ese murmullo valía más que mil gestos forzados. Un buen primer paso.

Cerró la puerta tras de sí con cuidado y bajó las escaleras de la mansión en silencio, encontrándose con un elfo que lo condujo hasta el vestíbulo. Lucius lo esperaba, de pie junto a una repisa con botellas intactas y sin copa en mano. Parece que la reunión ya terminó.

“No hubo ningún desastre, si eso esperabas,” dijo Sirius al llegar, sin ánimos de discutir pero tampoco fingiendo cordialidad.

Lucius lo miró con esa expresión imperturbable suya. “Draco necesita estructura,” murmuró. “Y algo más de humanidad. Si puedes ofrecerle eso sin arrastrarlo a tus hábitos, no me opondré a futuras visitas.”

Sirius se encogió de hombros. “No le enseñé a maldecir. Solo lo escuché tocar el piano.”

Lucius no dijo nada, pero asintió con leve aceptación. No había rastro de Narcissa. Ni un atisbo de su presencia, después podrá saludarla. Se despidió con un breve ademán y desapareció tras el zumbido del traslador que lo devolvió a casa.

El silencio lo recibió cuando llegó a la cabaña de Ravenswell. Solo las hojas de los árboles meciéndose contra la ventana y el crujir lejano de la madera. Al cruzar el umbral de la sala, lo vio.

Severus estaba sentado en uno de los sillones del salón, con el cuerpo ligeramente encorvado y una carta entre las manos. No llevaba túnica, solo una camisa negra arrugada por el uso, y sus anteojos de lectura descansaban sobre el puente de su nariz. Sirius se quedó ahí un momento, observándolo sin decir nada.

“¿Vas a quedarte parado ahí como un idiota o planeas pedirme matrimonio?”, dijo Severus de pronto, sin despegar la vista del papel.

Sirius saltó.

“¡Por Merlín, deja de hacer eso! ¿Cómo sabes que estoy aquí?”

“Tienes pasos pesados. Y siempre miras demasiado,” respondió, pasando la hoja con suavidad.

Sirius arrugó la nariz y avanzó con una sonrisa juguetona.

“Solo pensaba que luces muy… ¿cómo decirlo?… doméstico. ¿Te estás ablandando, Snape?”

“¿Quieres que derrita una vela y te la lance en la cara?”

“¡Mira ese humor! ¡Estás brillando! Estar solo en esta casa te está humanizando,” dijo Sirius, dejándose caer en el sillón de enfrente. Cruzó una pierna con una exagerada elegancia y alzó una ceja. “¿Qué estás leyendo?”

Severus finalmente bajó la carta y lo miró con calma.

“La carta de Asterion. Nos ha escrito,” murmuró.

Sirius se enderezó con interés, inclinándose hacia él.

“¿Ya? ¡Qué rápido! ¿Y qué dice? ¿Sobrevive? ¿Le gusta su casa?”

Severus le pasó la carta con un suspiro. Sirius la tomó, y al ir leyendo, sonrió con evidente orgullo.

“Ravenclaw le queda bien… No puedo decir lo mismo de que Grace haya terminado en Slytherin,” añadió, rascándose la nuca con cierta incomodidad. “Me da un poco de miedo, para ser honesto.”

Severus no respondió enseguida. Su expresión, en cambio, se había tornado más reflexiva. Guardó los anteojos y frotó sus ojos con lentitud.

“¿Querías que Aster fuera un Slytherin?”, preguntó Sirius, más curioso que otra cosa. Se acomodó a su lado, en el mismo sillón, sin pedir permiso.

“No. Cualquier casa habría sido digna de abrirle las puertas,” murmuró Severus. “Pero me preocupa la hija de Lorna…”

Sirius frunció el ceño, sin entender del todo.

“Estará bien,” dijo, intentando sonar confiado. “Al igual que tú, podrá sobrevivir a esa casa de serpientes.”

Pero Severus lo sabía con una claridad que a veces dolía: ser mestizo en Slytherin no era simplemente un reto. Era una lucha. Lo había sido para él desde el primer día. La humillación constante, las miradas por encima del hombro, el nombre susurrado con desdén. Hasta que fue útil. Entonces, y solo entonces, lo dejaron en paz.

“Debieron haber quedado juntos,” dijo en voz baja, con nostalgia.

Sirius bajó la mirada. Su instinto fue burlarse, como siempre hacía cuando algo le incomodaba. Pero esta vez no. En vez de eso, tomó aire.

“Oye… si alguien le hace daño, sea Slytherin o cualquier otra casa, la gente abusiva existe sin importar dónde aprendieron a sostener una varita.”

Se sorprendió a sí mismo con esa frase. Y también se sintió un poco avergonzado.

Pocas veces hablaban de su pasado. Al principio, las discusiones entre ellos eran constantes, los reproches salían sin filtro, como si la guerra no les hubiera enseñado nada. Pero con el tiempo, como todo, se desgastaron. Las heridas nuevas hicieron que las viejas perdieran fuerza. Y dejaron de hablar del pasado… porque ya no era necesario para herirse.

Aun así, Sirius se quedó en silencio unos segundos, con el pecho algo apretado.

“Perdón,” dijo al final. “Por toda la mierda que te hice en Hogwarts.”

Severus levantó la vista y lo observó. Sirius mantenía la espalda recta, pero sus ojos estaban clavados en la alfombra. No lo miraba. Lo conocía bien. Esa era su postura de arrepentimiento genuino.

No supo qué hacer con esa disculpa. Tantos años habían pasado. Ya no eran adolescentes. No eran enemigos. Eran dos hombres nada más, cosidos por las circunstancias y por un niño que los unía. No justificaba lo vivido, pero tampoco lo necesitaba.

Asintió, con suavidad.

“Deja ya de hablar del pasado. Te he dicho que es estúpido estancarse ahí,” Severus dejó de mirarlo.

Sirius sintió un alivio inesperado. No lo esperaba. Quizá no necesitaba el perdón, pero ese gesto… ese gesto le bastaba.

Se puso de pie, estirando los brazos como si se deshiciera del peso que llevaba encima.

“Yo le responderé a Aster,” anunció. “¿Dónde están las plumas?”.

Severus alzó una ceja, levantándose también.

“¿Qué? No. Es mi hijo. Yo le responderé.”

“Y yo su tío favorito.”

“Eres su único tío, idiota.”

“¡Exactamente! El más memorable,” canturreó Sirius, ya rebuscando entre un escritorio.

“No vamos a decirle eso en la carta.”

“¿Qué? ¿Que soy el mejor? Claro que sí.”

“No.”

“¡Sí!”

“No.”

Al final, entre discusiones y empujones suaves, ambos decidieron escribirle juntos. Asterion había dirigido la carta a los dos, después de todo. Sería solo esta vez, y tal vez solo esta vez, que lograrían coordinarse sin lanzarse una maldición. Una carta compartida, como lo era ahora su vida, y como —sin decirlo aún— esperaban que lo fuera también su futuro con Asterion.

 

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Notes:

Me encanta hablar sobre magia y crear cosas como libros, me toma bastante tiempo la verdad jaja

¿Cómo ven el vínculo de Draco y Sirius? Que se va a ir formando porque Draco tendrá su propio arco de personaje más adelante

Y sobre Sirius y Severus poco a poco irán conviviendo, aún faltan muchos años para que se amen pero para eso necesito plantear su relación.

Además que la historia del canon hasta que se termine este primer arco.
Sin más, adiós!!

Chapter 8: Desmayos y mentiras

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Capítulo 1.7

“Desmayos y mentiras.”

 

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Walburga dejó el pergamino a un lado, retirándose los anteojos con un gesto lento. La presión en su frente le recordaba que había pasado horas leyendo y releyendo aquellas líneas.

“¿Necesita algo, ama?” preguntó Kreacher, que había aparecido silenciosamente junto a la puerta. El elfo ladeó la cabeza, atento a su respiración agitada.

“Regresa a tus asuntos, insolente,” respondió con fastidio, sin mirarlo directamente.

Kreacher se inclinó en una reverencia profunda antes de desaparecer con un chasquido, dejándola de nuevo en la habitación. El silencio volvió a ocupar el espacio, interrumpido solo por el silbido intermitente del viento colándose entre las rendijas de las ventanas.

Apretó los labios. Era grave, sumamente grave lo que Asterion le escribía en esa carta. El solo pensar en ello le provocaba un nudo en el estómago. Era tan obvio. Una unión entre la sangre de un Black y la de un mestizo… una afrenta a generaciones de pureza cuidadosamente preservadas.

Se levantó con rigidez y se dirigió al viejo estante que dominaba la pared norte. Allí, entre tomos polvorientos y encuadernaciones deslucidas, buscó algo que pudiera aclarar la maraña de pensamientos que la asfixiaban. Sus dedos se detuvieron sobre un lomo agrietado, de cuero negro, marcado con un símbolo circular dividido en tres anillos: el Tratado del Éter.

“Heredó lo mismo…” dijo entre murmullos.

 

──────────────────

 

“Recuérdame otra vez; ¿por qué estamos aquí?” Severus cruzó los brazos, su ceño cada vez más marcado.

“Porque…” Sirius terminó de acomodar las cosas que había traído, tomándose todo el tiempo del mundo solo para alargar la tensión. “Perdiste tu apuesta,” dijo finalmente, acercándose para decírselo en la cara con esa sonrisa idiota que Severus detestaba.

Era domingo, uno de los pocos días en que coincidían sin obligaciones de por medio, aunque eso no significaba que pasaran tiempo juntos. De hecho, Severus solía encerrarse en su habitación, fingir que estaba ocupado o, en el mejor de los casos, simplemente desaparecer para no cruzarse con Sirius.

Pero hoy no.

La apuesta había sido sencilla: adivinar en qué casa quedaría Asterion. Sirius acertó. Severus no. Y, según Sirius, aquello era un “milagro navideño”… aunque estuvieran en pleno otoño.

Por eso ahora estaban allí, en un llano despejado, rodeados por las montañas. Un sitio al que Sirius solía ir con Asterion cuando querían volar sin interrupciones.

“Será mejor que te pongas esto,” dijo Sirius, lanzándole un casco.

“Prefiero no hacerlo,” respondió Severus, mirando el casco como si fuera una maldición de las Artes Oscuras.

“Vamos, no me digas que olvidaste cómo volar,” bromeó Sirius, y al no obtener respuesta, arqueó una ceja. “¿El perfecto Severus Snape olvidó hacer algo? No puede ser.”

“Cállate,” Severus cerró los ojos, intentando invocar algo parecido a la paciencia.

“Te la pasabas con el mentón en alto,” continuó Sirius, imitándole con exageración. “Con ese aire de superioridad… ¿y ahora me dices que olvidaste cómo usar una escoba?”

“Solo tuvimos clases de vuelo en primer año. Por si no lo recuerdas, han pasado veinte años,” dejó el casco en el suelo. “No todos formábamos parte del equipo de Quidditch.”

Sirius soltó una carcajada sonora, de esas que se quedan flotando en el aire. Solo imaginarse al joven Snape —aquel que siempre le sacaba de quicio— temiendo a una escoba, le parecía oro puro.

“Me voy,” anunció Severus, dándose media vuelta.

Sirius lo alcanzó antes de que pudiera dar un paso más. “Perdón,” dijo, quitándose una lágrima de risa. “Ya no me burlaré. Lo prometo.” Levantó una mano, solemne. “Te enseñaré si quieres.”

Severus lo miró en silencio, como evaluando la propuesta… hasta que una mueca de repulsión se dibujó en su rostro.

“No.”

“Oye, le enseñé a Aster y es bastante bueno, si me permites decirlo,” replicó Sirius, tomando el casco y encajándoselo en la cabeza a Severus antes de que pudiera apartarse. “Confía en mí.”

A Severus no le fascinaba esa frase; confiar en Sirius era algo impensable, al menos hace unos años. Sin embargo, ahora no sonaba tan descabellado… aunque resultaba igual de extraño llegar a esa conclusión que decirla en voz alta.

Con el orgullo a un lado, abrochó el casco con un chasquido seco y llamó a la escoba, tomándola entre sus manos. La madera áspera le produjo un cosquilleo incómodo en las palmas, pero también un golpe de nostalgia.

Sirius sonrió al verlo así, como si hubiera ganado una batalla invisible.


“Muy bien, Sev, lo primero es no parecer que vas a mandar a la escoba a juicio por existir. Afloja los hombros.”

Severus lo miró de reojo, con esa expresión que decía claramente que estaba reconsiderando todas sus decisiones del día.


“Mis hombros están perfectamente.”

“Sí, claro, perfectamente tensos.” Sirius se acercó y le colocó una mano en la espalda, empujándolo suavemente. “Respira. Esto no es un duelo a muerte.”

Severus soltó un suspiro, intentando relajar los músculos, aunque no estaba dispuesto a admitir que aquello ayudaba.


“¿Contento?”

“Por ahora.” Sirius se alejó un par de pasos, dándole espacio. “Bien, súbete. Y, por favor, no hagas esa cara de funeral, que esto se supone que es divertido.”

Severus montó con cierta torpeza, recordando el movimiento, pero sin la misma confianza que en su adolescencia. La escoba crujió bajo su peso.

“Ahora, sólo un empujón suave con los pies y—”

Antes de que Sirius terminara, Severus ya había despegado unos centímetros, flotando de forma inestable.


“¿Así?” preguntó, con una ceja alzada.

“Sí, aunque pareces un gato que odia el agua.” Sirius lo siguió en el aire, maniobrando con facilidad. “Ahora, inclínate un poco hacia adelante para avanzar.”

La primera aceleración le arrancó a Severus una mueca, pero al sentir el viento golpeando su rostro, sus dedos se aferraron con menos rigidez. Sirius lo notó.

“¿Ves? No muerde.”

“No cantes victoria todavía,” respondió Severus, pero había una leve curva en sus labios que Sirius no pasó por alto.

Comenzaron con vueltas lentas, Sirius guiándolo en círculos amplios. Poco a poco, Severus fue ajustando la postura. Un par de veces la escoba se ladeó y Sirius apareció a su lado para estabilizarlo, con esa mezcla de burla y cuidado que parecía dominar tan bien.

“Lo estás haciendo mejor de lo que pensé. Y créeme, eso es un cumplido enorme viniendo de mí,” dijo Sirius, volando a su altura.

“Qué generoso,” contestó Severus con sequedad, aunque esta vez no apartó la mirada.

Tras varios minutos, Sirius propuso algo más.
“Vamos un poco más rápido. Confía.”

La palabra volvió a resonar en su cabeza, pero esta vez, Severus se inclinó sin discutir. La escoba respondió, y el aire fresco cortó entre ambos, levantando su cabello negro. Sirius se quedó mirándolo: el rostro más relajado, los ojos fijos al frente, una expresión casi juvenil que no recordaba haber visto.

“¿Qué miras?” preguntó Severus, notando la atención.

“El viento te queda bien,” contestó Sirius sin pensarlo demasiado. “Digo… a cualquiera le queda bien,” respondió con vergüenza.

Severus arqueó una ceja, pero no tuvo tiempo de replicar, porque Sirius lo retó a una pequeña carrera hasta una formación rocosa. El trayecto terminó con ambos descendiendo entre risas cortas y respiraciones agitadas.

Al tocar tierra, Severus bajó de la escoba y se quitó el casco, sacudiendo un poco el cabello sudoroso.


“No estuvo tan mal,” admitió Severus, limpiándose la frente con la manga. “Serías un buen profesor.”

Sirius, todavía mirándolo como si el tiempo se hubiera detenido, replicó con voz baja: “Tú también.”

“No lo creo.”

“Yo sí.”

“Admitámoslo, si realmente fuéramos quienes preparáramos al futuro del mundo mágico,” Severus resopló. “Seríamos un desastre.”

“Posiblemente,” concedió Sirius, sonriendo. “Pero sería divertido.”

Severus no encontró motivos para contradecirlo.

“Regresemos, Oliver y Lorna vendrán a cenar hoy.” Levantó algunas de las cosas que habían llevado y, con un movimiento de varita, las encogió hasta que cupieron en su bolsillo.

El sendero hacia la cabaña estaba cubierto de hojas secas que crujían bajo sus botas. El aire era fresco, y un olor tenue a tierra húmeda lo envolvía todo. Sirius caminaba un paso detrás, distraído, hasta que de pronto recordó algo.

Sirius recordó con fastidio que tenían que ver a su madre. Para él, los domingos significaban lo mismo: dejar atrás cualquier farsa, cualquier plan… simplemente sentarse con una taza en la mano, ver televisión o escuchar a Rosie divagar sobre cosas sin importancia. Era su momento de olvidar.

“Oye, Sev,” murmuró, ganándose un gruñido bajo como respuesta. “¿Cómo es estar en las filas de Voldemort?”

La pregunta quedó flotando en el aire unos segundos. Caminaron en silencio, hasta que Severus relajó los hombros y lo miró de reojo.

“Da miedo,” confesó. “Era demasiado joven para entenderlo, pero en ese momento solo pensaba en el poder que podría obtener… sin detenerme a considerar los riesgos.”

Sirius observó cómo sus dedos acariciaban, casi sin darse cuenta, el antebrazo donde la Marca Tenebrosa descansaba oculta la mayor parte del tiempo. Severus solía cubrirla con mangas largas o hechizos que apenas duraban unas horas. Nunca lo había visto así, sin la tensión de ser enemigos, sin bandos de por medio.

“Regulus lo entendió antes,” continuó Severus con voz baja. “Pero ese hombre… no ve a nadie como su igual. No éramos aliados, éramos piezas que podía reemplazar en cualquier momento.”

Sirius no dijo nada, pero reconocía esa verdad. Ambos habían crecido eligiendo bandos sin que nadie les ofreciera un tercer camino. Algunos tuvieron el privilegio de mantenerse al margen, pero ellos… ellos no. Eran jóvenes, vulnerables, buscando un lugar al que pertenecer, y lo único que hallaron fue una guerra que los devoraba.

Al final, lo que perseguían no era poder ni venganza. Era algo mucho más simple y difícil: paz consigo mismos.

“No importa si me cuesta la vida,” murmuró Sirius con una mezcla de rabia y determinación. “No descansaré hasta que esa cosa esté muerta.”

Quizá antes no había otra opción, pero ahora sí. Ahora tenían algo —y alguien— por lo cual luchar.

“Entonces vive para disfrutarlo,” dijo Severus, adelantándose unos pasos. “De nada te servirá derrotarlo si no puedes presumir después.”

Sirius arqueó una ceja y lo alcanzó en dos zancadas.

“Sirius Black y Severus Snape, los hombres que derrotaron al Señor Tenebroso,” proclamó con exagerada solemnidad. “Ya estoy practicando mi autógrafo.”

“Eres un idiota.” Severus giró los ojos, aunque la comisura de sus labios se curvó apenas.

“¿Eso fue una sonrisa? Mira nada más… y yo que pensaba que esas eran exclusivas de Aster,” le dio un empujón amistoso. “Me siento especial.”

“Aleja tu cuerpo de mí, Black.”

“Pero si es solo para asegurarme de que llegues entero a casa, Severusito.”

“Detente o te convierto en hurón.”

Sirius sonrió más ampliamente. “Me encantaría ver cómo intentas atraparme.”

Severus desertó por el bien de ambos y porque su domingo había sido menos aburrido gracias a Sirius.

 

──────────────────

 

El sonido del despertador seguía resonando en la habitación, insistente, como si quisiera arrancarlo de ese sopor a la fuerza. Asterion lo escuchaba, pero su cuerpo no le respondía. No era pereza; era como si el peso de todo lo que había intentado la noche anterior lo hubiera hundido en un estado entre el sueño y la vigilia, donde cada músculo parecía anclado al colchón.

“Oye, Aster,” Corner se acercó a la cama, agachándose un poco para ver su rostro. “¿Ya te despertaste?”

Asterion abrió los ojos con lentitud. Parpadear le tomó más de lo que debería, como si el simple hecho de enfocar la mirada drenara la poca energía que le quedaba. Llevaba semanas empujando sus límites mágicos hasta el extremo. La varita había empezado a negarse a responderle, y él, obstinado, había decidido forzar el vínculo una y otra vez. Pasaba horas repitiendo hechizos, intentando que la magia fluyera por él como antes, pero todo lo que conseguía era que la energía se rompiera en chispas dispersas, sin forma ni fuerza.

Cada intento lo dejaba con la palma ardiendo, un dolor agudo subiendo por su brazo y un zumbido persistente en el oído que lo acompañaba hasta que caía rendido.

Al principio creyó que sería pasajero, que si insistía lo suficiente la conexión volvería, pero con el tiempo la fatiga se volvió una presencia constante. La cabeza le pesaba, el pecho se sentía oprimido y había empezado a notar que, incluso después de dormir, despertaba con el mismo agotamiento que al cerrar los ojos.

Se incorporó con dificultad, como si el aire mismo ofreciera resistencia. Giró la cabeza hacia la mesita de noche y allí estaba: su varita. La luz de la mañana se reflejaba en la madera, resaltando cada grieta, cada imperfección que él juraba no haber visto antes. Solo con mirarla, sintió una presión en el pecho, una mezcla de frustración y tristeza que le apretaba por dentro.

Corner seguía hablando, pero su voz le llegaba apagada, lejana, como si estuviera al otro lado de una puerta cerrada. Asterion apenas distinguía palabras; todo era un murmullo confuso que se mezclaba con el ruido que llevaba dentro. La tensión acumulada en su magia, estancada, buscando una salida. Y el miedo silencioso de que, si volvía a intentarlo, algo dentro de él terminaría por romperse del todo.

 

(…)

 

Asterion estaba sentado en una de las largas mesas del Gran Comedor, rodeado por el bullicio matinal de platos chocando, risas y conversaciones. El aroma del pan recién horneado y del café caliente flotaba en el aire, pero no lograba abrirle el apetito. Sostenía una taza entre las manos, sintiendo cómo el calor se escapaba lentamente, sin encontrar fuerzas para beber un sorbo.

“¿Dormiste bien?” preguntó Cho desde el otro lado de la mesa, inclinándose un poco para verlo. Asterion levantó la vista apenas un segundo y asintió de forma mecánica.

Corner dejó caer un par de tostadas en su plato y sonrió con tono burlón: “Vaya cara traes, Aster. ¿Acaso te peleaste con tu almohada?”

El comentario pasó flotando sobre él. Sin humor, sin respuesta. Masticaba lentamente un bocado de pan que apenas sentía en la boca.

Las clases no mejoraron su ánimo. Cada minuto se estiraba como si fuera una hora y el eco de la voz de los profesores le resultaba distante, filtrada por una bruma espesa. Tomaba apuntes de forma automática, pero no recordaba lo que acababa de escribir. En más de una ocasión sintió que el aire en el aula era demasiado denso.

En la tercera clase de la mañana, dejó la pluma sobre la mesa y se puso de pie sin pedir permiso. Caminó hacia el pasillo intentando que sus pasos no sonaran tan apresurados, pero al llegar al aire libre, el control se le escapó. Se apoyó contra la pared, respirando con rapidez, intentando calmar el temblor en sus manos.

Mientras recuperaba el aliento, escuchó el eco de pasos que se acercaban. Entre la multitud que llenaba el pasillo, distinguió la figura de Grace. Algo en su interior se aferró a la necesidad urgente de hablar con ella, de decirle algo, lo que fuera.

“Grace…” la llamó, pero su voz apenas salió como un susurro. Dio un par de pasos, sintiendo cómo el suelo parecía inclinarse bajo sus pies.

La visión se le volvió borrosa. Lo último que alcanzó a ver fue a Grace girando hacia él, su expresión preocupada, y el contorno de su figura apresurándose a correr. Luego, todo se apagó.

 

(…)

 

Asterion abrió los ojos lentamente, la luz suave que se filtraba a través de las altas ventanas lo obligó a entrecerrarlos. Tardó unos segundos en entender dónde estaba. El techo blanco, el olor a pociones frescas y a desinfectante de hierbas… estaba en la enfermería. El cuerpo le pesaba como si hubiera corrido durante horas sin detenerse, y lo único que escuchaba era el eco apagado de su propia respiración.

Un leve movimiento de las cortinas interrumpió su confusión. Grace apareció detrás de ellas, con el ceño fruncido y los ojos brillantes de angustia. Pomfrey caminaba a su lado, ajustando la bata blanca que arrastraba con elegancia y firmeza.

“Aster… por Merlín, me tenías tan preocupada,” dijo Grace acercándose rápido, sin importarle que la cama estuviera rodeada de pociones y aparatos de control mágico. “Te desmayaste en el pasillo, justo cuando me llamaste. Corrí hacia ti y… caíste antes de poder alcanzarme.”

Aster intentó hablar, pero al abrir la boca solo salió un hilo de aire quebrado. Su garganta ardió como si hubiera gritado durante horas. Se llevó una mano temblorosa a la garganta, desesperado, y negó con frustración.

“Tranquilo,” murmuró Grace, tomando su mano con suavidad. 

Pomfrey se adelantó entonces, colocando su varita sobre el pecho del muchacho. Murmuró en voz baja:

“Diagnos Humerus… Vita Revelio… Magus Examen.”

Un resplandor blanquecino recorrió el cuerpo de Aster, como si la magia misma estuviera dibujando los hilos internos de su energía. La enfermera observó con atención, frunciendo el ceño ante el resultado.

“Tal y como sospechaba,” dijo en tono firme, bajando la varita. “Tuviste una descarga mágica severa. Básicamente, llevaste a tu magia al límite hasta que tu cuerpo no pudo sostenerla más.”

Grace la miró con preocupación. “¿Qué significa exactamente eso?”

Pomfrey se cruzó de brazos y la miró con severidad. “Significa que Asterion intentó forzar el vínculo con su varita una y otra vez hasta que drenó sus reservas de manera antinatural. Es como pedirle a un corazón que lata el doble de rápido sin descanso. La magia se defendió, y en ese proceso tomó energía de donde pudo… de su cuerpo, de su voz, de todo lo que estuviera disponible para sostener el esfuerzo.”

Aster bajó la mirada, intentando tragar saliva, pero el dolor lo detuvo. La impotencia de no poder responder le oprimió aún más el pecho.

Pomfrey continuó, en un tono más comprensivo, aunque sin suavizar demasiado sus palabras. “Has estado forzando tu magia de forma peligrosa, señor Black. No eres un adulto experimentado, todavía no tienes la estabilidad suficiente para un desgaste así. Por eso perdiste la voz: la magia drenó la energía de tu garganta para alimentar ese exceso. Será temporal, tu voz volverá, pero debes cuidarte. Si vuelves a forzar tus límites de esa manera… no quiero imaginar las consecuencias.”

Grace apretó su mano con más fuerza, acercándose a él. “¿Por qué no dijiste nada? ¿Por qué dejaste que llegara a este punto?”

Aster intentó de nuevo formar palabras, pero apenas salió un suspiro entrecortado. Cerró los ojos con frustración, deseando poder explicarse. Todo lo que podía transmitir era la mirada cansada, el peso en su pecho y la rabia contenida por no poder usar lo único que siempre lo había definido: su magia.

Pomfrey lo cubrió con una manta ligera, asegurándose de que quedara bien ajustada alrededor de sus hombros. Después, con un gesto firme, lo empujó suavemente de regreso contra la almohada cuando intentó incorporarse.

“Nada de esfuerzos, nada de varita,” sentenció con esa voz autoritaria que parecía admitir pocas réplicas. “Necesitas reposo absoluto. La magia no es un juguete para que se fuerce como una bestia de carga. Si no aprendes a escucharla, ella seguirá cobrándose lo que necesite… incluso a costa de ti mismo.”

Asterion intentó protestar, abrir la boca para decir algo, pero solo salió un aire áspero y ronco, que lo hizo carraspear en vano. 

Pomfrey le dedicó una mirada que, aunque severa, escondía un matiz de comprensión. “La voz volverá, no seas impaciente.”

Grace, que había estado junto a la cortina en silencio, se adelantó con cautela, mirando de reojo a la enfermera. Pomfrey suspiró, cruzándose de brazos. “Puedes quedarte un rato, señorita, pero solo hasta tu próxima clase. Y ni un minuto más. Tu amigo necesita descanso, no compañía interminable.”

Grace asintió con rapidez, agradecida. Apenas Pomfrey se alejó, la joven se sentó en la silla al lado de la cama, sus manos inquietas en el regazo. La enfermería tenía un par de alumnos más, uno con la cabeza vendada y otro hojeando un libro con desgano, pero cada cual parecía inmerso en sus propios asuntos.

“¿Cómo estás?” preguntó Grace en voz baja, sin pensar.

Asterion levantó la ceja, con una expresión tan clara que ella misma se cubrió la boca enseguida. Luego ambos se rieron suavemente, aunque la risa de él fue apenas un resuello cansado.

Grace rebuscó en su mochila hasta sacar una libreta de tapas azules, claramente muggle, y un bolígrafo que colocó en sus manos. “Aquí. Así podrás decirme lo que quieras sin forzarte.”

Asterion escribió con trazos rápidos y algo temblorosos: Perdón por causar tantos inconvenientes.

Grace negó con la cabeza y empujó la libreta hacia él otra vez. “No digas tonterías. No tienes nada de qué disculparte.”

Él dudó, pero terminó escribiendo: ¿Cómo va todo con tus compañeros de Slytherin?

La sonrisa de Grace se desvaneció un poco. Sus ojos se clavaron en la manta, evitando mirarlo. “Mis amigos de Ravenswell jamás se creerían cómo me tratan esas niñas…”

Asterion, con un gesto adusto, empezó a escribir algo más, presionando demasiado el bolígrafo contra la hoja. Levantó la libreta para mostrarle lo escrito: No deberías permitirlo. Deberías decir algo.

Grace soltó una risa breve, cargada de amargura. “Las cosas en Slytherin son complicadas. No es tan fácil como en Ravenswell. Aquí todo es competencia, todos parecen estar buscando cómo hundir al otro. Nadie escucha a menos que hables con un apellido de sangre pura detrás.”

El silencio se extendió entre los dos. Grace bajó la mirada, triste, como si hubiese dicho más de lo que quería. Asterion, en cambio, sintió que una idea se encendía lentamente en su cabeza con esas últimas palabras, algo que parecía tomar forma en medio del cansancio.

Pero antes de que pudiera escribirlo, Pomfrey regresó, con las manos apoyadas en las caderas. “Hora de marcharse, señorita. El señor Black necesita reposo inmediato, y no pienso repetirlo.”

Grace asintió resignada. Se levantó de la silla, inclinándose un poco hacia Asterion. “Nos vemos pronto, ¿sí?”

Él levantó apenas la libreta y garabateó: Gracias.

Pomfrey fue seguida por Grace, quien le sonrió con dulzura antes de alejarse.

Asterion se quedó observando las cortinas cerrarse tras ella. Un suspiro escapó de su pecho y, sin fuerzas para pensar más en nada, dejó que la quietud de la enfermería lo envolviera hasta que el sueño lo venció de nuevo.

 

(…)

 

Cuando abrió los ojos, la enfermería estaba sumida en penumbras. El silencio era tan profundo que parecía tener un peso propio, apenas interrumpido por el crujido de la madera bajo el viento y el ulular distante de una lechuza que rondaba los jardines. Pomfrey no estaba en ningún rincón; solo una bandeja servida aguardaba sobre la mesita de al lado, acompañada de una nota breve, escrita con aquella letra firme que lo instaba a comer y a descansar.

Asterion apartó la bandeja sin tocarla. No tenía hambre ni fuerzas para fingir que sí. Se incorporó despacio, bajando los pies hasta el suelo frío que le arrancó un estremecimiento inmediato. Se quedó un momento quieto, respirando ese silencio extraño que no era el habitual de Hogwarts. Tenía otra textura, otro peso. Era un silencio que lo envolvía como un velo, que lo apartaba de todo lo demás, aislándolo en una calma que resultaba más inquietante que reconfortante.

Con pasos tímidos se dirigió hacia las ventanas del fondo. Sus manos temblorosas apartaron con cuidado las pesadas cortinas, y la luna entró a raudales en la habitación, bañándola con un resplandor plateado que acariciaba cada rincón. Aquella claridad nocturna era lo único capaz de ofrecerle un consuelo verdadero, más efectivo que la comida abandonada o que cualquier palabra amable.

El cielo estaba despejado. Ni una sola nube entorpecía la visión de las estrellas que se extendían sobre él, lejanas, eternas. Su brillo le recordó a Stelli 2, el pequeño telescopio que había sido su tesoro más querido. Con aquel objeto todo le parecía al alcance de la mano, como si los secretos del firmamento pudieran revelarse con solo girar una rueda y enfocar la lente.

Pero la calidez de aquel recuerdo pronto se enturbió. La pregunta regresó con la crudeza de siempre: ¿De qué servía soñar con estrellas si ni siquiera lograba mantenerse de pie en Hogwarts sin desmayarse? 

Nada salía como había imaginado. Las clases eran un caos, apenas lograba seguir a los profesores, y Astronomía, la materia que más anhelaba, apenas tenía espacio en su horario. Todo lo nuevo lo sobrecargaba. Todo lo hacía sentir pequeño. Y ahora, la magia lo había dejado sin voz, como si buscara recordarle que no pertenecía ahí, que nunca lo había hecho.

El miedo lo apretaba por dentro: si seguía forzando su magia al límite, podría tener consecuencias… ¿y si la drenaba para siempre? 

No podía quedarse sin magia. Aquello era lo único que sentía como suyo, lo único que lo hacía creer que podía llegar a ser alguien. Se había prometido a sí mismo hacerse más fuerte, llegar a superar incluso a los adultos que tanto admiraba y temía. No podía fallarse ahora.

Asterion se sentó en el suelo, abrazando sus rodillas, buscando un poco de consuelo en el gesto. Permaneció en silencio unos instantes, hasta que las palabras comenzaron a salir entrecortadas de sus labios. Su voz era baja, frágil, pero al menos estaba ahí, como un murmullo que le devolvía la sensación de no estar completamente perdido.

Le habló a las estrellas, pero en especial a una: Regulus.

“¿Hubiera sido distinto si hubieras estado aquí?”, preguntó, apenas moviendo los labios. “¿Habrías entendido lo que me pasa?”

La garganta le ardía al pronunciarlo, no por el esfuerzo físico, sino por el peso de lo que sentía.

“Papá no me dice mucho sobre ti”, continuó, en referencia a Severus. “No se niega cuando pregunto… pero nunca me responde del todo. Siempre siento que guarda algo.”

Apretó con más fuerza sus rodillas contra el pecho, buscando sostenerse. Quería entender. Quería creer que había una explicación para lo que estaba viviendo, para esa magia que ahora lo limitaba y lo asfixiaba cuando antes era lo que más deseaba tener.

“Yo solo quiero saber qué me está pasando… ¿por qué me siento así?”

El silencio de la enfermería lo envolvía, interrumpido apenas por el crujir de la madera vieja y el viento rozando los ventanales. Asterion levantó la mirada y volvió a perderse en el cielo, en esas estrellas que parecían demasiado lejanas para darle una respuesta.

Y sin embargo, se quedó ahí, buscándola. Aunque nadie contestara, aunque el vacío le devolviera su propia voz, siguió mirando las luces en la oscuridad, esperando que alguna de ellas supiera lo que él aún no podía entender.

 

──────────────────

 

El desayuno del martes había tomado un giro inquietante. Normalmente, Severus apenas se conformaba con un pan y un té antes de marcharse, pero aquella mañana estaba sentado frente a un banquete inusualmente abundante y con dos invitados que, más que compañía, parecían dolores de cabeza andantes.

Sirius estaba tan aturdido que no encontraba dónde quedarse quieto, deambulando tras Severus con los ojos muy abiertos, intentando procesar lo que tenía delante.

“Esta casa es un desastre andante. No puedo creer que aquí viva el próximo patriarca de los Black.”
La voz, fría y rasposa, se abrió paso en la pequeña cocina como un látigo.

Walburga Black estaba allí —acompañada por su elfo doméstico— instalada en una silla muggle, en una cabaña muggle, en medio de un pueblo muggle. La escena era tan absurda que rozaba lo irreal.

“¡Nunca te había visto fuera de Grimmauld Place!” Sirius exclamó con un tono de incredulidad que iba en aumento.

“No seas estúpido. Claro que salía de mi hogar. Que tú no lo notaras por estar demasiado ocupado traicionando a tu familia, es otra historia.” Walburga acomodó el vestido con un gesto altivo, como si la cocina entera se manchara con su sola presencia.

“Perdón por interrumpir su discusión habitual,” intercedió Severus, dejando con calma la taza de té sobre la mesa. “¿Qué te trae aquí, Walburga? Sabemos que no pondrías un pie en este lugar si no fuera por algo urgente.”

Ella recorrió la estancia con otra mirada crítica, arrugando la nariz con un gesto de desprecio absoluto antes de posar los ojos sobre ellos.

“Es Asterion,” murmuró con gravedad. “Algo anda mal con su magia.”

Sirius y Severus se vieron durante unos segundos, con el ceño fruncido, ambos claramente perturbados por lo que la anciana acababa de insinuar.

“¿Cómo que algo anda mal?” cuestionó Severus con urgencia, su voz cargada de una tensión fría.

Antes de que Walburga pudiera abrir la boca, Sirius dio un paso al frente, interponiéndose entre ella y Severus.

“¿Lo harás de nuevo? ¿Inventarás una maldita enfermedad para aislarlo?” espetó con frialdad, su mirada como dos brasas encendidas.

Walburga apenas se inmutó. Se sentó aún más erguida, si es que eso era posible, y levantó el mentón con un aire de superioridad que parecía cincelado en piedra.

“Dejen de hablar en clave,” intervino Severus, levantándose de golpe. Su paciencia estaba al límite. “Sirius, ¿de qué demonios estás hablando?”

Sirius respiró hondo, apretando los puños. Se giró hacia Severus con amargura.

“Cuando éramos pequeños, después del primer año de Regulus en Hogwarts, mi madre lo retuvo todas las vacaciones de verano. No me dejaba verlo, no me dejaba acercarme a él. Me dijo que estaba enfermo… que su magia lo estaba matando.”

Severus lo miró con incredulidad, pero Sirius siguió hablando, la voz quebrándose en ciertos momentos, aunque se esforzaba por mantenerla firme.

“No vi a Regulus en semanas. Ella era la única que entraba a esa habitación. La única que lo veía. Y yo… yo solo escuchaba.” Sirius ladeó la cabeza con un gesto cargado de rabia contenida. “Lo escuchaba gritar por las noches. Golpes, sollozos… su voz quebrándose como si lo estuvieran destrozando desde dentro. Y cuando finalmente lo soltó, el mismo día en que debíamos volver al tren, apareció… como si nada. ‘Curado’, decía ella. Pura mierda.”

La última palabra salió de sus labios como un veneno, y Sirius, incapaz de contenerse más, golpeó la mesa con ambas palmas, el sonido seco reverberando por la sala.

Walburga, sin embargo, ni siquiera pestañeó. Su rostro permanecía impasible, como si el recuerdo de lo que Sirius evocaba no la afectara en absoluto. Su paciencia helada resultaba aún más escalofriante que cualquier grito.

“Sigues hablando como si realmente hubieras estado ahí,” replicó con voz cortante, y por primera vez un matiz de molestia atravesó su máscara de piedra. “Pero no lo estuviste. Nunca perteneciste a esta familia, Sirius. Lo sé porque jamás te diste cuenta de la condición de tu hermano.”

El silencio que siguió fue sofocante.

“¡Basta ya!” intervino Severus con dureza, su voz atravesando la tensión como una cuchilla. Dio un paso hacia la mesa, sus ojos oscuros encendidos de rabia contenida. “No tengo tiempo para sus malditos dramas familiares. Walburga, hablarás ahora… o juro que no volverás a acercarte a Asterion.”

La anciana lo miró con una chispa de furia, los labios apretados, y arrastró las letras al hablar con un tono venenoso:

“Bien.”

Se inclinó apenas hacia adelante, como si confesara algo que llevaba años guardado.

“Cuando Regulus regresó de su primer año en Hogwarts, ya no era el mismo niño que había dejado atrás. Estaba casi en los huesos, con los ojos hundidos en ojeras oscuras, apenas y podía mantenerse en pie. Su varita parecía pesarle más que el propio cuerpo. Algo lo estaba consumiendo.”

Sirius frunció el rostro, intentando forzar a su memoria a darle imágenes de aquellos días. Pero no había nada, solo un vacío, como si su mente se negara a reconocerlo.

Walburga continuó, con la voz gélida.

“Le pregunté una y otra vez qué le ocurría, pero se negaba a decirme nada. Fingía que todo estaba bien, incluso cuando apenas podía sostener una cuchara. Y fue entonces… cuando se desmayó por primera vez en su habitación. Ahí comprendí que no era simple agotamiento. Busqué respuestas.”

La mujer apretó los labios un instante, su mirada fija en un punto invisible frente a ella.

“Y las encontré. Regulus tenía un problema con su magia. Algo que tú, hombre necio,” se dirigió a Sirius. “Jamás viste, porque estabas tan ocupado preocupándote por otras personas.”

Sirius pareció entristecerse por esas palabras, mientras Severus, en silencio, trataba de escarbar en su memoria. ¿Alguna vez Regulus le había confiado que algo en su magia no funcionaba bien? No recordaba nada semejante. Si el muchacho había tenido un problema, lo había ocultado con un cuidado casi enfermizo. 

“¿Qué tiene que ver eso con Asterion?” Severus se cruzó de brazos, con la voz más firme de lo que se sentía. “Él ni siquiera está aquí para hablar de su estado, y sin duda, si algo grave ocurriera, yo sería el primero en saberlo.”

Walburga hinchó el pecho con un orgullo inexplicable y chasqueó los dedos. Kreacher apareció de inmediato, llevando entre sus manos huesudas un pergamino cuidadosamente doblado.

“Recibí esto ayer,” dijo ella con solemnidad al desplegar la carta. “Asterion está teniendo problemas con su magia. Quizá no sean idénticos a los síntomas de Regulus, pero deduzco que es solo el comienzo.”

Severus tomó la carta con cautela, sus ojos recorriendo cada línea con una atención feroz. Con cada palabra, un nudo más apretado se formaba en su estómago. No era solo la preocupación por lo que describía Asterion, sino la herida invisible de saber que su hijo había confiado primero en Walburga, antes que en él. Esa punzada lo atravesaba más que cualquier dato contenido en la carta.

“Tranquilo,” la voz de Sirius lo sacó de su espiral. Una mano firme se posó en su hombro, apretándolo con fuerza reconfortante. “Supongo que no quiso preocuparte.”

Severus asintió apenas y dejó el pergamino sobre la mesa. Hubo un silencio breve, extraño, pero no incómodo. Por un momento, con la mano de Sirius todavía sobre su hombro, se sintió acompañado.

“Entonces,” retomó Severus con frialdad estudiada, “¿qué le sucede exactamente?”

Walburga enderezó el cuello como si recitara un título de nobleza.

“Asterion tiene un núcleo mágico de éter.”

Ese anuncio cayó como una piedra en el aire, y Sirius, incapaz de contenerse, soltó una risa corta y mordaz.

“Estás mintiendo,” espetó, con una dureza que hizo eco en la sala. “Asterion tiene un núcleo de aire, lo vimos con nuestros propios ojos. Tú también lo viste, madre. La esfera era clara, ligera, era imposible confundirla. ¿Ahora vienes a decir que era otra cosa? No nos hagas perder el tiempo con tus delirios. Lo que debemos hacer es llevarlo con un médico real, no quedarnos escuchando tus teorías.”

Walburga arqueó una ceja, el gesto cargado de una crueldad elegante.

“Pobre de ti, Sirius,” murmuró con desdén, casi disfrutando la confrontación. “Siempre tan poco perceptivo. ¿De verdad crees en esas esferas? Son juegos de niños, un entretenimiento bonito para que los padres crean que entienden a sus hijos. No son cien por ciento acertadas. A veces… ni siquiera se acercan a la verdad.”

El rostro de Sirius enrojeció de furia.

“¡Juegos de niños! Tú misma lo celebraste, por algo sabes a qué núcleo perteneces,” Dio un paso adelante, los ojos ardiendo. “Y ahora quieres borrar tu propia voz para inventar otra historia que solo sirve para manipular.”

Severus no intervino. Dejó que la discusión entre madre e hijo se incendiara, mientras su mente comenzaba a hilar la información que recordaba sobre el éter.

El núcleo de éter… Tan raro como temido. Los textos hablan de magos singulares, aislados de cualquier molde convencional. Ese núcleo alteraba el flujo natural de la magia, volviéndolo impredecible y salvaje. Las varitas comunes, incapaces de sostener tal energía, solían rechazarlo violentamente o incluso quebrarse al canalizarlo. La magia producida con éter podía volverse volátil en cuestión de segundos: un hechizo de defensa transformándose en un ataque, un encantamiento simple arrasando todo lo que lo rodeaba. Era una fuerza que no se regía por las limitaciones de los demás núcleos, sino por un caos intrínseco.

Pero algo no encajaba.

“Aunque los síntomas que describe la carta son reales,” Severus habló por fin, su voz más grave, “yo mismo vi cómo la varita reaccionaba con Asterion. La aceptó. No puede ser que ahora la rechace de un momento a otro.”

Walburga ladeó la cabeza con un gesto de suficiencia.

“Conocemos a Asterion. Lo más probable es que haya forzado ese vínculo,” dijo con tono calculado. “No estoy segura aún, es solo una teoría. Pero lo resolveremos cuando él vuelva. Así que no le escriban nada de esto mientras tanto.”

Sirius estalló.

“¿Qué? ¿Pretendes ocultárselo? ¡Estás completamente loca! Tantos años encerrada en esta casa ya te pudrieron la mente.” Avanzó hasta quedar frente a ella, sin apartar los ojos de los suyos. “No se lo ocultaremos por tanto tiempo. Si algo está mal con él, se lo diremos. ¡Es su vida la que está en juego! Ese chico debe estar sufriendo y no lo sabrá hasta que nosotros le hablemos con la verdad.”

“No servirá de nada decírselo ahora,” Walburga se levantó con un aire altivo, alisando su vestido como si cada pliegue fuera un recordatorio de su propio control. Sus ojos, fríos y duros, se posaron en Severus. “Severus, no hagas que tu hijo termine siendo débil. No necesita que lo mimes siempre.”

Con ese último dardo envenenado, desapareció junto con Kreacher, dejando un silencio pesado en la cocina, roto solo por la respiración agitada de los dos hombres que permanecían allí.

“Mierda,” murmuró Sirius, llevándose ambas manos al rostro con frustración, arrastrando un suspiro lleno de impotencia. “Aster debe estar pasándolo fatal, y nosotros aquí, perdiendo el tiempo con ella.”

Severus se quedó quieto unos instantes, con la carta aún pesándole en la memoria. Pensaba en su hijo, en ese muchacho que había esperado con ansias aprender magia, que debería estar disfrutando cada lección y cada descubrimiento. En lugar de eso, parecía estar atrapado en una lucha silenciosa contra su propio núcleo, sin saber cómo enfrentarlo, sin nadie que lo guiara. La idea le heló la sangre.

“¿Sev?” la voz de Sirius lo llamó, cargada de preocupación genuina. “¿Le harás caso a mi madre?”

“No,” contestó con firmeza. “Buscaremos una solución y le enviaremos una carta,” dijo Severus finalmente, avanzando hacia la puerta de la cocina. Se detuvo en el marco, de espaldas a Sirius, su silueta recortada por la penumbra del pasillo. “No dejaré que mi hijo permanezca ciego a su situación. Pero tampoco quiero decirle nada hasta tener una respuesta clara. No lo lanzaré al abismo sin un camino para salir.”

Su voz estaba cargada de una firmeza implacable. No era compasión blanda.

No estaba mimando a su hijo. Mucho menos debilitándolo. Asterion, incluso cuando su varita lo rechazaba, había seguido adelante, forzando hechizos, luchando por mantenerse en pie. Eso no era debilidad. Eso era fuerza, una determinación que muchos adultos ni siquiera alcanzarían.

“Qué alivio,” susurró Sirius, dejándose caer en una de las sillas, mirándolo con una mezcla de cansancio y respeto. “Me alegro de que seas un buen padre.”

Severus giró ligeramente el rostro, lo suficiente para que Sirius notara el leve movimiento de su cabeza en señal de asentimiento, pero sin pronunciar palabra. Lo que no dijo, lo guardó para sí: que también le reconfortaba ver cuánto le preocupaba a Sirius el bienestar de Asterion. Ese lazo inesperado entre ellos dos era más sólido de lo que hubiera imaginado, y juntos, no permitirían que el muchacho sufriera más de lo necesario.

Sin añadir nada más, Severus abandonó la cocina y caminó hacia su habitación. Cada paso resonaba con la decisión de un padre dispuesto a enfrentarse a lo que fuera necesario.

Al cerrar la puerta tras de sí, se recostó en el borde de la cama, llevando una mano a su rostro. No sabía cómo ni cuándo, pero encontraría la manera de proteger a Asterion de esa incertidumbre.

Solo esperaba, con un suspiro que pesaba como plomo, que su hijo pudiera dormir bien esa noche… aunque él, claramente, no lo haría.


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Notes:

Hola!
Es un capítulo largo pero no quería acortar las tramas en dos porque todo sucedió básicamente casi los mismos días.

Al igual iremos avanzando con rapidez este año, la idea es usar una trama referente a Asterion, y a su magia, no tanto con aventuras dentro de Hogwarts porque para eso tendremos demasiadas los años que vienen (teniendo a Draco y el trío de oro ya en el colegio). Pero al menos espero estarlo manejando bien.

El siguiente capítulo será un poco más diferente, así que espérenlo!

Chapter 9: Extra 1.1

Notes:

(See the end of the chapter for notes.)

Chapter Text

Extra 1.1

“Hola, diario.”

 

──────────────────

 

Me llamo Draco Malfoy, tengo 10 años y ayer me pasó algo terrible. Estoy muy avergonzado por eso.

Blaise le ha dicho a todos que estoy enamorado de Harry Potter. ¡Qué mentira tan absurda! Blaise es un metido que no sabe guardar secretos. Siempre anda contando lo que le dices y luego se ríe como si fuera gracioso. No me cae bien cuando hace eso.

La verdad es que solo estaba hojeando unos periódicos en mi habitación. Él los tomó sin permiso, porque siempre anda metiendo la nariz en todas partes. En esos periódicos hablaban de Harry Potter.

No me gusta Harry Potter. Solo admiro su historia y pienso que sería increíble llegar a ser tan famoso como él. Una leyenda, alguien que todos recuerden.

Además, el que en verdad me gusta es Theo.

 

(…)

 

“¿De verdad te gusta Harry Potter?” Theo caminaba entre las flores del jardín, con las manos metidas en los bolsillos.

“¡No!” Draco corrió hacia él, casi tropezando con unas raíces. “Eso es una tontería, Blaise es un bobo.”

Theo soltó una carcajada que le hizo brillar los ojos. “Sí, es realmente un bobo.”

Draco bajó la mirada, sintiendo cómo el calor subía a sus mejillas. Cada vez que Theo sonreía de esa forma, algo se agitaba dentro de él. Notaba los dientes delanteros un poco desalineados, y aunque Theo siempre se quejaba de eso, a Draco le parecía lo más lindo que había visto.

“Pero, es bueno…” Theo saltó una cerca con facilidad, girando para mirarlo con una media sonrisa. 

“¿El que?” preguntó Draco, sin entender del todo.

“Que no te guste un niño. Eso sería muy raro.”

Draco frunció el ceño, pero lo siguió hasta el final del pequeño laberinto de setos. Theo levantó los brazos, victorioso, al salir primero.

“¡Niños, es hora de entrar!” La voz de Narcissa se escuchó a lo lejos.

“Vamos.” Theo le dio un empujón suave en el hombro antes de correr hacia la mansión.

Draco no dijo nada más en todo el trayecto. Y ese silencio duró hasta que su padre lo regañó por eso.

 

(…)

 

Hola diario, hoy los elfos hicieron de comer algo grasoso y me dolió el estómago. No me gusta esa comida, deberían prohibirla.

Y hay otra cosa que tampoco me gusta: Astoria.

Es hermana de Daphne y tiene un año menos que nosotros. Por alguna razón le gusta Theo. 

Lo sé porque se lo contó a Blaise, Blaise se lo contó a Pansy y Pansy terminó diciéndomelo a mí. ¡Así que todos lo saben! Y eso no me gusta nada.

 

(…)

 

“¿No quieres nadar?” Pansy le tomó la mano a Draco, que estaba sentado a la orilla con un paño de baño sobre los hombros.

“Odio mojarme el cabello y lo sabes.” Draco se cubrió aún más.

“¿Entonces por qué hiciste una fiesta en la piscina?” Pansy rodó los ojos, cansada de sus excusas, y se dejó caer junto a él.

Draco no respondió. No podía decirle a nadie, ni siquiera a Pansy, que había organizado todo solo para ver a Theo. Desvió la mirada hacia donde el niño reía.

“¡Theo, mira esto!” Blaise se lanzó de clavado, salpicando a todos alrededor, incluso a Astoria.

“¡Bobo!” Theo le gritó entre risas, acercándose a la niña. “¿Estás bien?”

Astoria asintió y le tomó el brazo con timidez. Draco apretó los labios y abrazó sus rodillas con fuerza, sintiendo una punzada en el pecho.

“Daphne no debería traer a su hermanita,” murmuró Pansy. “Es solo una niñita.”

Draco asintió rápido. Estaba de acuerdo.
‘Ustedes también lo son’, le diría Aster si hubiera estado allí, pero como no estaba, Draco prefirió callar.

“La invité a ella, no a Astoria,” refunfuñó bajito.

“¡Draco!” Theo gritó desde la piscina. “¡¿No vas a entrar?!”

El corazón de Draco dio un salto. Se quitó el paño de baño sin pensarlo y corrió hacia el agua.

“¿Quién lo entiende?” suspiró Pansy. “Draco, cariño, espérame.”

 

(…)

 

Hola diario, hoy quiero contarte sobre mi primo Asterion. Es el único primo que tengo y me cae bien, aunque a veces sea raro.

Madre dice que aprendí a caminar más rápido que él, pero yo creo que fue al revés. Aster lo hizo primero, solo que nadie se dio cuenta.

Es muy inteligente. Sabe mucho sobre las estrellas, casi tanto como yo, pero nunca tanto como yo, porque yo sé más.

Padre habla mal de él a veces, porque vive en un lugar Muggle. Pero yo no estoy de acuerdo (aunque nunca se lo diría). Creo que Aster será un gran mago algún día.

Después de mí, obvio.

 

(…)

 

“Draco, te llegó esto.” Narcissa sonreía con dulzura mientras sostenía un sobre color crema con el sello familiar.

“¡Sí!” gritó Draco, alzando los brazos con emoción. Enseguida carraspeó, intentando recuperar la postura elegante que siempre veía en su padre, y simplemente asintió con la cabeza. Sin embargo, no pudo contenerse más y salió corriendo, casi resbalándose en el piso pulido.

Narcissa lo miró alejarse y negó con la cabeza, todavía sonriendo. Su hijo no era bueno ocultando sus emociones, y en el fondo, le encantaba que fuera así.

Draco llegó a su habitación y cerró la puerta de golpe. Se tiró de bruces en la cama, apretando el sobre contra su pecho, como si aquel pedazo de pergamino fuese un tesoro. Se acomodó boca arriba, rasgó con cuidado el sello y desplegó la carta.

La letra torcida de Asterion ocupaba todo el papel, con frases un poco chuecas que parecían escritas a toda prisa:

 

Querido Draco:

¡Hogwarts es enorme! Más grande que la mansión entera y que cualquier otro lugar que hayas visto. El techo del Gran Comedor parece un cielo de verdad, cambia según el clima, y la primera vez que lo vi creí que estaba lloviendo dentro del castillo.

Me pusieron en Ravenclaw. ¡Ravenclaw, Draco! Dicen que es la casa de los más listos, aunque yo no me siento tan listo todavía. La entrada está escondida tras una puerta redonda que pide acertijos. El problema es que… soy malísimo para resolverlos.

Te voy a contar algo (es secreto): una noche me quedé afuera como una hora, hasta que alguien salió a buscarme. Y otra vez me quedé dormido en el pasillo porque no entendí lo que preguntaba la puerta. ¡Imagínate! Todo el mundo se rió cuando lo conté, pero yo también me reí, así que no importa.

Aquí hay pasillos secretos, escaleras que se mueven solas, retratos que hablan y hasta una señora gorda que canta ópera. ¡Ópera, Draco! Y no canta nada bien.

No puedo esperar a que estés aquí conmigo. Creo que te va a encantar. Quiero enseñarte todo: las aulas, la biblioteca (el mejor lugar de todos), los terrenos, y también los postres que sirven en las cenas. Son los mejores que he probado.

Cuando llegues, podremos disfrutar de todo este mundo mágico juntos.

Tu primo,
Asterion

 

Draco no se dio cuenta de que estaba sonriendo hasta que terminó de leer. Sus mejillas le dolían un poco de tanto reírse con la idea de su primo durmiendo en un pasillo frío por no poder resolver un acertijo.

Se abrazó la carta contra el pecho y cerró los ojos un instante. Le gustaba imaginarse corriendo por esos pasillos, comiendo esos postres, y viendo el techo encantado del comedor junto a Asterion.

“Voy a ir también,” murmuró en voz baja, con determinación. La felicidad lo llenaba por completo, como si la promesa de Hogwarts y la compañía de su primo fueran suficientes para hacerlo sentir invencible.

 

(…)

 

Hola diario, ¿sabes lo difícil que es tocar el piano? Bueno, yo pensaba que era alguien especial por aprender más rápido que otros.

Madre siempre me dice que no debo sacar mis propias conclusiones… y me molesta mucho que lo repita. Pero creo que ahora entiendo por qué. Hoy escuché una palabra que pensaba que conocía: repudiado.

¿Qué significa ser un repudiado?

Padre dice que debo ser el mejor, porque si lo decepciono podría terminar afuera del tapiz familiar. Creo que eso es lo que significa. Que ya no quieran que seas parte de ellos. Y no quiero que me pase, por eso practico y me esfuerzo lo más que puedo.

No entiendo a los adultos. Ni cómo piensan, ni por qué hacen las cosas. A veces parece que creen que perdonar es dejar que alguien vuelva a equivocarse otra vez.

 

(…)

 

Draco caminaba por los pasillos de la mansión, arrastrando las pantuflas contra el mármol pulido. Era temprano, demasiado para que su institutriz ya estuviera despierta, y eso significaba que tenía un tiempo para sí mismo. Decidió entonces dirigirse hacia los jardines, donde siempre encontraba un poco de paz.

Pronto sería Navidad y, aunque sabía que sus padres le darían todo lo que estuviera de moda, él aún no tenía claro qué pedir. Draco no quería lo mismo que todos los niños, no le interesaban tanto los juguetes nuevos ni las cosas más caras. Su verdadero deseo era otro, pero lo guardaba como un secreto.

Mientras pensaba en ello, bajó hacia la puerta trasera que daba al jardín. Ahí se detuvo de golpe. En los escalones, encorvado y con la cabeza gacha, estaba el tío de Asterion. Draco estuvo a punto de girarse, quizá iría a otro sitio para seguir pensando. Sin embargo, antes de retroceder, vio cómo aquel hombre se cubría el rostro con frustración.

El niño frunció el ceño. No sabía muy bien por qué, pero se sintió empujado a acercarse. Había algo en ese gesto, en ese rostro, que le resultaba vagamente familiar.

“¿Por qué lloras en el jardín?” murmuró Draco, ya de pie detrás de él.

“No estoy llorando,” respondió el señor Black, mirándolo de reojo con fastidio. “¿Y ese vestido?”

Draco se sonrojó de inmediato. Cruzó los brazos con indignación.

“No es… no es un vestido,” levantó el mentón con orgullo. “Es un camisón para dormir. Claramente alguien como usted no lo conocería,” añadió con una mirada de disgusto.

El hombre soltó una risa breve. “Eres gracioso.”

Draco parpadeó, confundido. No entendía del todo a ese sujeto. Asterion siempre le decía que debían llevarse bien porque era su tío, pero él jamás lo aceptaría como tal. Era un repudiado, alguien que había deshonrado a la familia.

Aunque… desde lo que sucedió con el piano, no parecía malo. Sí extraño, pero no de la manera terrible en que su padre describía a los repudiados.

“¿Llorabas porque extrañas a Asterion?” preguntó Draco con cautela.

El hombre suspiró y levantó la mirada hacia el jardín. “Ya te dije que no estaba llorando.”

“Mm,” murmuró Draco, balanceando un pie con curiosidad. “¿Entonces?”

El silencio se alargó. El señor Black no contestó de inmediato, solo siguió observando el verde del jardín como si buscara una respuesta allí. Al final, se levantó de los escalones y se estiró.

“¿Sabes volar en una escoba?” preguntó de pronto.

Los ojos de Draco brillaron al instante. Una sonrisa amplia le iluminó el rostro y asintió con entusiasmo.

“Vamos a volar un rato,” dijo el hombre, echando a andar hacia el césped.

“Pero necesito mi escoba,” replicó Draco, bajando los escalones tras él.

“No te preocupes por eso.”

Y con esa simple frase, Draco, convencido y curioso, lo siguió hasta un prado que quedaba un poco más apartado de los jardines. El aire fresco de la mañana le revolvió el camisón y por un momento pensó que su madre lo regañaría por andar afuera con esa ropa, pero decidió no darle importancia.

El señor Black sacó de su pantalón dos escobas diminutas, como juguetes, y luego su varita. Con un movimiento rápido, ambas crecieron hasta alcanzar el tamaño real. Draco abrió los ojos con sorpresa, aunque intentó disimularla.

“¿No te sorprende?” preguntó Sirius con una media sonrisa, extendiéndole una de las escobas más pequeñas.

“Solo es magia,” respondió Draco encogiéndose de hombros. “¿Qué tiene de raro?”

Sirius rió por lo bajo. “Nada, solo que eres muy diferente a Asterion.”

“Lo sé,” murmuró Draco, un poco decepcionado, mientras montaba con cuidado la escoba.

“Hey, eso no es malo,” replicó Sirius, elevándose con rapidez y girando en el aire con destreza. “De hecho, me agrada que no seas tan escandaloso. ¡Ven acá, pequeño pavorreal!”

Draco gruñó con fastidio ante el apodo, pero no quería quedarse atrás. Se aferró con fuerza al mango de la escoba y comenzó a elevarse lentamente.

“Eso, bien,” lo animó Sirius. “Pero no te aferres tanto, si aprietas demasiado terminarás más rígido que un tronco.”

“Prefiero estar rígido que caerme,” replicó Draco, elevándose apenas unos metros del suelo. Su corazón latía rápido, con más emoción que miedo.

Sirius lo sobrevoló en círculos, riendo. “¡Bah! Estás volando como si tuvieras miedo a despeinarte. ¡Vamos, más arriba!”

Draco lo miró con el ceño fruncido. “No tengo miedo. Solo estoy… siendo cuidadoso.”

“¡Cuidadoso es aburrido!” exclamó Sirius, inclinando la escoba hacia abajo en un picado rápido para luego elevarse bruscamente. El aire agitó su cabello y su risa resonó en el prado.

Draco lo siguió, aunque a la mitad frenó en seco, jadeando. “¡Eso es una locura! ¡Casi se estrella contra el suelo!”

“¡Pero no me estrellé!” Sirius guiñó un ojo, flotando a su lado. “Intenta un poco más de velocidad. Siente el aire, confía en la escoba.”

Draco respiró hondo. Bajó la mirada hacia el césped, se mordió el labio y, finalmente, inclinó la escoba. El viento golpeó su cara y, por un segundo, el miedo se convirtió en pura emoción.

“¡Eso es!” gritó Sirius, riendo y siguiéndolo.

Draco también rió, sin darse cuenta. Era una risa pequeña, contenida, pero genuina. Dio una vuelta torpe en el aire y volvió a subir. El estómago le hacía cosquillas y estaba tan emocionado que olvidó el camisón y todo lo demás.

Después de un rato, Draco frenó en seco, jadeando un poco. Recordó lo que le esperaba. “Tengo que irme,” dijo, bajando despacio.

“¿Qué? ¡Si apenas empezabas a volar de verdad!” Sirius descendió tras él, con expresión divertida. “Tu institutriz puede esperar un poco. ¿Qué importa una clase aburrida?”

“Sí importa,” murmuró Draco, tocando el suelo con cuidado y bajando de la escoba. “Si llego tarde, me regañará… y después padre se enterará.”

Sirius chasqueó la lengua. “Los Malfoy y sus reglas… Te apuesto que Aster se habría quedado conmigo hasta el mediodía.”

Draco abrazó la escoba contra su pecho. No quería irse, en realidad. Se estaba divirtiendo, aunque no lo admitiría nunca en voz alta. Levantó la barbilla, tratando de ocultar la sonrisa que amenazaba con escapársele.

“Quizá… otro día,” murmuró, antes de girarse y correr de regreso hacia la mansión.

Sirius lo observó alejarse, con una sonrisa torcida. “Lucius no le da un respiro,” dijo para sí, antes de lanzar la escoba al hombro y caminar hacia el jardín.

Draco esa mañana recibió un castigo por haber llegado todo lleno de tierra y, peor aún, con la pijama puesta. Tuvo que quedarse parado cargando libros que casi se le resbalaban de los brazos, y sentía que cada minuto duraba una eternidad.

Pero aun con los brazos adoloridos y el ceño fruncido de la institutriz mirándolo todo el rato, no podía dejar de pensar en lo divertido que había sido volar con el señor Black. Sentía que esa risa que le salió en el aire todavía quería escaparse de su garganta.

Ese día entendió un poco por qué Asterion se divertía tanto con alguien como Sirius Black.

 

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Notes:

Hola!

Como verán, este no es un capítulo como tal, sino un pequeño especial. Dado que Draco no tendrá narración desde su propia perspectiva, escribiré entre capítulos estos especiales a modo de diario y narración, para conocerlo mejor y mostrar un poco de su desarrollo como personaje.

Espero que les guste esta idea. Sin más, ¡esperen el próximo capítulo!

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